Filosofía
S. Sambursky El mundo físico a finales de la Antigüedad Alianza Universidad
los griegos después de Aristóteles no suelen recibir la atención que se merecen. Sin embargo en ellas encontramos concepciones cientí ficas que no han perdido nada de su actualidad, como es la oposición entre la acción local y la acción a distancia. Introducida ésta por Newton y negada casi inmediatamente, ha revivido en nuestros días a manos de la interpretación ortodoxa de la teoría cuántica. También discutieron la oposición entre la concepción discreta y corpuscular de la naturaleza y la visión continua de la misma. El mecanicismo, la geometrización platónica del mundo material, la concepción absoluta y relativa del tiempo y el espacio constituyen otros tantos desarrollos postaristotélicos de importancia histórica continuada. No menos cru cial fue la discusión en torno a la radical diferencia o unidad entre el mundo terrestre y la naturaleza de los cielos, unidad que marcó drás ticamente el desarrollo de la Revolución Científica del siglo X V II. En EL MUNDO FISICO A FINALES DE LA ANTIGÜEDAD, S. SAMBURSKY explora, con una erudición que en nada detrae de la amenidad, la fascinación que sobre los filósofos naturales ejercieron unas visiones y oposiciones que recorren la historia de la física hasta las grandes conmociones conceptuales de nuestro siglo. Siendo una continuación del libro del mismo autor «El mundo físico de los grie gos» (AU 630), esta obra posee un gran valor histórico a la vez que se convierte en una fuente de reflexión filosófica desde los intereses actuales de la ciencia física.
Alianza Editorial Cubierta: Angel Uriarte
ISBN 84-206-2646-5
9 788420 626468
S. Sambursky
El mundo físico a finales de la Antigüedad
Versión española de: Carlos Solis
Alianza Editorial
Título original: The Pbyilctl World o¡ Lite Anliquity. Esta obra ha sido publicada por primera vez en 1962. Ha aldo publicada de nuevo en rústica por Routledge ft Kcgan Paul Ltd., 11 New Petter Lañe, Undon EC4P 4EE, en 1987.
Sambunky, 1962 S S.Calle Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1990 Milán, 38. 3804) Madrid; teKf. 200004)
ISBN: 84-206-2646-7 Depósito letal: M. 30.479-1990 Impreso en LaveL Loa Uanoa, nave 6. Humanes (Madrid) Printed in Spain
INDICE
Prefacio........................................................................................... Introducción...................................................................................
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I. El espacio y el tiempo.......................................................
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II. La m ateria...........................................................................
37
III. La mecánica sublunar........................................................
76
IV. Los modos de acción física..............................................
111
Espacio absoluto y relativo, 17.—El tiempo absoluto y relativo, 25.—El tiempo y el cambio, 30.
La teorfa mecanicista y sus desarrollos conceptuales, 37.—La teo ría geométrica de Platón y las objeciones de Aristóteles, 45.—La teoría cualitativa, 49.—El renacimiento neoplatónico de la teoría geométrica, 59. Las leyes del movimiento, 76.—El Ímpetus, 83.—El peso y el movimiento natural, 90.—El movimiento de masas continuas, 102. Las perturbaciones, 106.
Acción local y acción a distancia, 111.—Potencialidad y disposicionalidad, 116.—Actualidad y acción, 122.—El uso de principios filosóficos, 128. 7
Indice
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V. La física celeste..................................................................
134
VI. La unidad del cielo y la tierra............................................
164
Fuentes........................................................................................... Indice de los pasajes citados........................................................ Indice analítico..............................................................................
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Jenarco frente al éter, 134.—La lucha de Ptolomeo a favor de una imagen unificada, 144.—Prodo y el sistema ptolemaico, 156. Juan Filopón y su concepdón del universo, 164.—Los argumen tos de FUopón y las objeciones de Simplicio, 168.—Dios y la naturaleza, 175.
PREFACIO
En este libro, que en cierto sentido es una continuación de los otros dos anteriores *, describo el desarrollo de las ideas y teorías científicas de los siglos posteriores a Aristóteles, hasta finales de la Antigüedad en el siglo vi d.C. De entre la abundante bibliografía de este período, en especial de las obras de los comentaristas aristotélicos, he seleccionado e interpretado algunos textos especialmente intere santes para la historia comparativa de las ideas científicas, haciendo especial hincapié en los fundamentos epistemológicos de las teorías físicas. La sucesión de los capítulos está determinada por consideraciones metodológicas, si bien cada uno de ellos es en gran medida indepen diente de los demás, ocupándose de algún aspecto particular de la cuestión. El contenido de algunos de los capítulos es un desarrollo de conferencias que he pronunciado en la primavera de 1960 en univer sidades inglesas y norteamericanas. Hasta cierto punto, se ha publicado poco acerca de la historia de las doctrinas científicas de los últimos siglos de la Antigüedad, excepción hecha de los capítulos pertinentes de la omniabarcante obra de Pierre Duhem sobre Le systéme du monde, que se publicó hace cosa de medio siglo. Acaricio la esperanza un tanto inmodesta de que esta obra pueda contribuir a mejorar la actitud de abandono en que * La física de los estoicos y El mundo físico de los griegos, Madrid, Alianza Editorial, 1990. (Nota del traductor.) 9
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se halla sumida la Antigüedad tardía por parte tanto de los estudiosos clásicos como de los científicos. Se trata de un período que mantiene fuertes lazos intelectuales con el pasado clásico, aunque por lo que atañe a su estilo de pensamiento se halla próximo a una época muy posterior. El profesor S. Pines, de la Universidad Hebrea, ha leído el ma nuscrito haciendo muchos comentarios útiles; el Dr. C. Broude me ha corregido el estilo, y mi mujer ha puesto mucho interés en la pre paración y mecanografiado del manuscrito. Doy a todos ellos mis más sinceras gracias.
INTRODUCCION
En la historia de la ciencia griega hay que distinguir dos desarro llos paralelos. Por un lado, los logros científicos en sentido técnico, incluyendo todas las invenciones y descubrimientos empíricos en mate máticas, astronomía y ciencias físicas y biológicas; y por otro, el pen samiento científico orientado a la formación de teorías generales y a la fundamentación filosófica de la visión científica del mundo. El desarrollo de la ciencia propiamente dicha en el primer sentido cobró auge en un período relativamente breve, alcanzando su culminación en los siglos i i i y II a.C. A partir de entonces declinó lentamente y, con escasas excepciones, se desvaneció tras el siglo n d.C., momento en que los dos mayores logros científicos de los griegos, la geometría y la astronomía, estaban prácticamente terminados, pudiendo decirse otro tanto de sus descubrimientos en el campo de la acústica, la óptica y la mecánica. Sin embargo, el pensamiento científico se desarrolló con ininte rrumpido vigor desde los tiempos de los filósofos milesios, en torno al 550 a.C., hasta los últimos neoplatónicos de mediados del siglo vi d.C. A lo largo de esos once siglos se produjeron hipótesis acerca de la creación y estructura del universo, se discutieron teorías relativas a la naturaleza del espacio, el tiempo y la materia, se formaron y ana lizaron conceptos científicos desde una perspectiva epistemológica y puramente lógica, y se llevaron a cabo indagaciones acerca de proble mas tales como la causalidad y el determinismo, así como acerca de la naturaleza de la acción física. Los principales artífices del pensa 11
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miento científico no fueron los grandes científicos mismos, como Eudides, Arquímedes, Apolonio e Hiparco, sino más bien los fundadores o representantes de los sistemas filosóficos; esto es, personas como Demócrito, Platón, Aristóteles, Epicuro y Crisipo, y en la Antigüedad tardía, los neoplatónicos. Vale la pena recordar que de entre todas estas personas, sólo Aristóteles, el autor de la contribución más impor tante a la visión del cosmos, era también un científico de relieve en el campo biológico. Así pues, en la Antigüedad los dos tipos de actividad científica no convergieron en una corriente única, tal y como ha ocurrido gradual mente en los tiempos modernos, desde Galileo y Newton. A partir del siglo xvn, la experimentación sistemática y la matematización de la física constituyeron los dos principales factores que condujeron en las ciencias físicas a la cristalización de un sistema más o menos con sistente de conocimiento a partir de una creciente masa de descubri mientos fácticos y de diversos ensayos de fundamentación teórica. En medida cada vez mayor, los propios científicos de primera línea aportan contribuciones a la síntesis de la imagen del mundo físico, tras haber tomado el relevo de los filósofos en la investigación epis temológica de los conceptos científicos. En la antigua Grecia, el alcance de la investigación experimental se mantuvo dentro de márgenes res tringidos porque, con muy pocas excepciones, los griegos no dieron el paso decisivo que separa las observaciones de la experimentación sistemática. De este modo apenas se formaron nexos entre las escasas ramas científicas desarrolladas y no se expandieron lo bastante para producir un sistema coherente e interdependiente. El cuerpo de cono cimientos científicos no alcanzó en la Antigüedad la masa crítica necesaria para inducir a los grandes científicos mismos a emprender la construcción de un marco teórico que uniese los resultados de su propia investigación con los de las otras ramas de la ciencia. A la vista de estas serias limitaciones, resulta asombroso hasta qué punto se vio reducida la arbitrariedad merced al extraordinario olfato de la mentalidad griega para especular racionalmente en la dirección correcta. El pensamiento científico griego elaboró de una manera cualitativa y no matemática dos esquemas principales que resultaron ser precursores de las tendencias básicas del pensamiento físico moderno, cual es la teoría del continuo y el atomismo. La visión científica del mundo de Aristóteles, una teoría omniabarcante laxa mente conectada con la experiencia y construida a base de unas pocas suposiciones teóricas derivadas en parte de ideas anteriores, se tornó dominante en el pensamiento griego y medieval. De hecho es una de las tres concepciones del mundo principales de la historia de la ciencia,
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siendo seguida tras un largo intervalo por la de Newton, la cual se ha visto luego sustituida por la de la relatividad y la física cuántica. Por más que la imagen aristotélica del universo sobreviviese a sus antiguos sistemas rivales, algunos de sus conceptos y suposiciones sufrieron notables modificaciones durante los más de ocho siglos transcurridos entre la época de Aristóteles y el cierre de la Academia de Atenas por orden de Justiniano. Estos cambios, que constituyen el tema de este libro, son de enor me importancia para la historia de la ciencia por varias razones. En primer lugar, constituyen una prueba elocuente de la constante inter acción entre el pensamiento científico y la experiencia técnica y cien tífica que se acumula lenta aunque inexorablemente. Resulta especial mente visible el impacto del progreso en astronomía durante el período postaristotélico. Hubo que revisar y modificar los modelos, lo que entrañaba enormes esfuerzos ante la complejidad creciente de la des cripción de los movimientos planetarios para inventar una explicación unitaria que presentase una simplicidad similar a la del modelo aristo télico descartado. Además estaba el problema que desde entonces ha preocupado siempre tanto a científicos como a filósofos acerca de si esos modelos son tan sólo medios de ilustración convenientes, expe dientes adaptados a nuestras necesidades de descripción ordenada, o si por el contrario representan en mayor o menor medida alguna imagen fiel de la realidad física que se corresponde a ellos. Diversas ramas de las ciencias físicas, como la mecánica, la óptica, la pneumática y la hidrostática progresaron durante el período hele nístico, llevando a menudo a conclusiones encontradas con los supues tos aristotélicos. Estos conflictos se resolvieron de diferentes maneras. En ocasiones, continuaron coexistiendo con las nuevas ideas aquellas viejas concepciones que habían sido refutadas por los testimonios observacionales pero que resultaban venerables por formar parte de un sistema filosófico aceptado. En otras ocasiones, la terminología aristotélica se extendió o recibió una interpretación diferente, adap tándose de esta manera a la nueva situación. También se produjo un cambio gradual en el lenguaje científico como consecuencia de los desarrollos de la tecnología. En el período helenístico se dio algún progreso en el uso de máquinas y otros dispositivos mecánicos, como son por ejemplo los engranajes y diversos tipos de palancas y poleas. Estos desarrollos técnicos produjeron una creciente conciencia acerca de la función de los mecanismos, provocando una actitud mecánica que se reflejó en una modificación correspondiente del significado de ciertos conceptos aristotélicos. Los dos grandes sistemas filosóficos de finales de la Antigüedad, el estoicismo y el neoplatonismo, tuvieron un profundo influjo sobre
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el pensamiento científico, constituyendo asimismo una amenaza directa para la filosofía aristotélica de la ciencia. Al igual que Aristóteles, los estoicos eran continuistas, pero su universo no poseía una estructura estática, sino que estaba lleno del pneuma dinámico cuya tensión invadía el espacio y la materia. La concepción de un fluido sutil uni versal que mantenía unidos cielos y tierra empezó a socavar la doc trina aristotélica del quinto elemento, el éter celeste, poniendo así en peligro una de las piedras angulares de la vieja filosofía, la dicoto mía de cielos y tierra. El primer asalto al éter fue obra de un peripa tético del siglo i a.C., haciendo sentir sus consecuencias en los siglos siguientes. La idea del pneuma mantuvo una posición central en el mundo helenístico, dejando sus huellas en esferas tan distintas del pensamiento como la religión —«el viento [pneuma] sopla donde le place»— o la física, donde fue precursor del concepto moderno de campo de fuerza. Más sorprendente resultó el influjo del neoplatonismo sobre el pensamiento científico de los últimos siglos de la Antigüedad, pues tuvo un efecto de polarización tanto estimulante como paralizador. A partir del renacimiento de Platón se desarrolló una reevaluación profunda y clarividente de las relaciones entre las matemáticas y la ciencia. Nunca antes en la Antigüedad ni tampoco después hasta los tiempos modernos se reconoció con tanta claridad ni se enunció con tanta lucidez la función de las matemáticas como el lenguaje de la ciencia. El nuevo análisis del Timeo no produjo nada creador, pero resultó de una asombrosa madurez y penetración. Por otro lado, los ingredientes místicos del neoplatonismo, unidos a sus conexiones con la astrología y la alquimia, y la creencia irracional en la unidad última del cosmos, tuvieron en conjunto una influencia confundente y retar dataria sobre el pensamiento científico, aunque incluso en este caso pueden encontrarse excepciones. Esta extraña mezcla de elementos racionales e irracionales, de enorme potencia analítica y de tendencia a lo mágico, mezcla reflejada en un estilo en el que las repeticiones irritantes y farragosas se unen a formulaciones brillantes, presenta una imagen muy intrigante de fascinante atractivo. En el proceso mismo de su disolución, el viejo mundo reunió una vez más sus fuerzas en una magnífica manifesta ción de potencia intelectual y comprensión intuitiva. Visto desde la perspectiva de la historia de las ideas, fue un intento de romper el hechizo aristotélico mediante un enfoque científico que anticipaba en más de doce siglos los acontecimientos futuros. La concepción neoplatónica de las matemáticas era consciente y eminentemente anti aristotélica, cosa que también ocurría con la cosmología revolucionaria
Introducción
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del cristiano Juan Filopón que se había formado en la tradición neoplatónica. La investigación futura quizá arroje más luz sobre un período que apenas conocemos hoy día, una era que sólo entrevemos a la luz crepuscular de una Antigüedad que se aleja y una Edad Media que se aproxima.
Capítulo I EL ESPACIO Y EL TIEMPO
1.
Espacio absoluto y relativo
En tocias las épocas, los filósofos, los físicos y los psicólogos se han ocupado conjuntamente del análisis del espacio y del tiempo. Algunas de las mejores cabezas de la Antigüedad griega se ocuparon de estos conceptos centrales. Ciertamente uno de los mayores logros de Aristóteles fue el de elevar el nivel de la discusión acerca de estos conceptos a una notable altura merced a su contribución, que repre senta una parte prominente de su Física. La idea aristotélica de espa cio, o más bien de lugar, como lo denominaba, deriva de su idea de la continuidad. El cosmos en su totalidad, finito en extensión y limi tado por la esfera suprema de las estrellas fijas, constituía un único continuo en el que cada cuerpo ocupaba en cada momento un cierto lugar, cuya extensión Aristóteles definía mediante «la superficie in terna del recipiente», esto es, del cuerpo que lo rodea. Así pues, dicha superficie era la suma total de todos los puntos de contacto con el cuerpo envolvente que podía ser aire, agua, tierra o éter, ese quinto elemento del que se suponía que estaban formados los cuerpos celestes. Por tanto, la idea de Aristóteles era la de una entidad cohe rente inseparable de la materia que contenía. Los movimientos de la materia son intercambios de lugar y, en el caso de movimientos naturales, se hallan regidos por el principio teleológico según el cual todo cuerpo tiende a alcanzar la perfección, cosa que se consigue en el «lugar natural», que está abajo en el caso de los cuerpos pesados 17
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y arriba en el de los ligeros, hallándose en el movimiento circular en el caso de los cuerpos celestes que poseen un carácter divino. Antes de Aristóteles no había definiciones explícitas de espacio. Con todo, rechazó la idea implícita en las doctrinas de los atomistas y de Platón. Para Demócrito el espacio era idéntico al vacío infinito que suministraba a los átomos la posibilidad de movimiento libre, mientras que para Platón, quien negaba el vacío, el espacio era el receptáculo, la sede de todos los acontecimientos materiales. Simplicio nos informa de los desarrollos conceptuales de la idea de espacio, desde Aristóteles hasta su tiempo, en el Corolario sobre el Espacio incluido en su comentario sobre la Física de Aristóteles que constituye la fuente de la mayor parte de los pasajes que se citarán más abajo. Inmediatamente después de Aristóteles se formularon dos definiciones básicamente diferentes de espacio que constituyeron los prototipos y suministraron los patrones de las teorías subsiguientes. Ambas son sorprendentemente semejantes a dos concepciones funda mentales del espacio de la física moderna. La primera, debida a Teofrasto, es como sigue: «Tal vez el espacio no sea una realidad en sí misma, sino que se defina por la posición y orden de los cuerpos según sus naturalezas y facultades, como ocurre con los animales y plantas y todos los cuerpos no homogéneos que tienen alma o no la tienen pero poseen la naturaleza de una estructura, pues estos cuerpos también poseen un cierto orden y posición de sus partes con respecto al conjunto de su substancia. De este modo, dícese de cada ser en su lugar propio que posee su orden específico, especialmente dado que cada una de las partes de un cuerpo desea y tiende a ocupar su lugar y posición propia» [ 152] **. Se trata de una clara enunciación del carácter puramente relacional de espacio, coincidiendo esencialmente con la de Leibniz, quien dice, por ejemplo, en su tercera carta a Clarke 1 «que consideraba el espacio como una cosa puramente relativa al igual que el tiempo; como un orden de coexistencias, mientras que el tiempo es un orden de sucesiones. Pues el espacio señala en términos de posibilidad un orden de las cosas que existen al mismo tiempo, en tanto que existen conjuntamente, sin entrar en sus peculiares maneras de existir; y en cuanto vemos varias cosas juntas, nos damos cuenta de ese orden de las cosas entre ellas». Teofrasto es incluso más explícito que Leibniz 1 The LeibnizClarke Correspondence, H. G. Alexander (ed.). Nueva York, 1959, págs. 25-26. [Hay edición española a cargo de Eloy Rada, La polémica Leibniz-Clarke, Madrid, Taurus, 1980, pág. 68. (Ñ. del TJ] * Los números entre corchetes después de una cita hacen referencia al índice de pasajes citados (págs. 189 y sigs.), mientras que los números volados del texto remiten a las notas.
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y declara que el orden y la posición relativa de los cuerpos es la esencia del espacio, de manera que expresa aún con mayor claridad el aspecto geométrico de la relación entre espacio y materia que ha encontrado su desarrollo físico en la teoría general de la relatividad. Hay una segunda manera de enunciar la naturaleza del espacio muy diferente de la de Teofrasto, aunque debida a una persona casi contemporánea de él y asimismo uno de los más eminentes discípulos de Aristóteles, Estratón de Lampsaco (c. 300 a.C.): «Algunos hacen el espacio igual en extensión al cuerpo cósmico y afirman de él que aunque esté vacío por su propia naturaleza, está siempre lleno de cuerpos, pudiendo considerarse sólo teóricamente como existiendo por sí mismo. Esa es la opinión de muchos de los filósofos platónicos y creo que Estratón de Lampsaco era de la misma opinión» [149]. Esta idea del espacio como una entidad absoluta es consistente con lo que sabemos del modo general que tenía Estratón de abordar los problemas físicos. Sus fragmentos muestran que estaba influido en cierta medida por los atomistas, por cuanto que postulaba la posibi lidad del vacío. No un vacío permanente, como creía Demócrito, sino temporal y artificial, creado pongamos por caso por el hombre. Quizá el propio Estratón demostrase este extremo mediante algunos experimentos de pneumática, en los cuales basaría Herón mucho más tarde sus trabajos en este campo. Desde un punto de vista histórico hemos de tener a Estratón por el primero que propuso una idea del espacio absoluto, a pesar de su advertencia de que dicho espacio estaba siempre lleno de materia. Se trata de algo esencialmente equivalente a la definición que da Newton en los Principia, según la cual «el espacio absoluto, por su natu raleza y sin relación a cualquier cosa externa, siempre permanece igual e inmóvil» *. Según la autoridad de Simplicio, muchos miembros de la primera Academia eran también partidarios de la doctrina del espa cio absoluto, lo cual resulta importante para comprender la posición de algunos de los neoplatónicos. En general, las especulaciones de la Antigüedad tardía sobre la naturaleza del espacio eran variaciones de las ideas de Teofrasto o de las de Estratón, si bien todas ellas estaban teñidas de la concepción básica de la física y cosmología estoica, la idea del pneuma que invade el cosmos tornándolo en un organismo dinámicamente interactuante. La doctrina del pneuma había sido la que transformara el continuo estático de Aristóteles en un continuo dinámico. El pneuma era en muchos aspectos el precursor del moderno concepto de campo. Aun* Vol. I, pig. 127 de la edición de E. Rada de los Principia, Madrid, Alianza Editorial, 1987 (N. del T.)
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que se suponía que era corpóreo, una materia muy tenue que llenaba todo el universo e interpenetraba todos los cuerpos, desempeñaba las funciones de un campo físico merced a sus propiedades tensionales y a su capacidad para conferir a los cuerpos una estructura coherente con propiedades físicas bien definidas. £1 concepto relacional de espa cio recibió una mayor significación merced al punto de vista radical de los estoicos por lo que atañe a la interacción entre el pneuma y la materia ponderable y, como consecuencia de ello, a la interacción entre los cuerpos distantes. La definición de Teofrasto según la cual el espacio «se define por la posición y el orden de los cuerpos según sus naturalezas y facultades», introduciendo características geométricas y de teoría de grupos, se fusionó ahora con las ideas estoicas de una fuerza que todo lo empapa y que crea el continuo bien ordenado lla mado espacio. Las ideas estoicas tuvieron un enorme impacto sobre los científicos y filósofos de los últimos tres siglos a.C., mientras que durante los primeros siglos d.C. se vieron profundizadas y modificadas por la expansión de las religiones monoteístas. El pneuma se identificó con el espíritu divino y su omnipresencia se tornó idéntica a la omnipresencia de Dios. Todo esto, unido a la concepción relacional del espacio, llevó a la identificación del espacio con Dios en las doctrinas de los filósofos helenísticos como Füón de Alejandría: «Hay una triple noción de lugar, primero como espacio lleno de cuerpo, en segundo lugar como el orden divino mediante el que Dios ha impreg nado totalmente todo con facultades incorpóreas..., y su tercer signi ficado es el propio Dios que se denomina lugar porque envuelve el Todo sin ser envuelto por nada» [ 105]. La exposición que hace Jámblico de la naturaleza del espacio constituye un notable ejemplo de la influencia conjunta de las con cepciones estoica y judeo-cristiana sobre el neoplatonismo. Jámblico vivió sobre el 300 d.C. y sus escritos muestran una extrañísima mezcla de las ideas místicas más abstrusas y algunas consideraciones muy claras y bien formuladas que, no obstante, conservaron su carácter aforístico en medio de un galimatías obscurantista. Volveremos sobre Jámblico más adelante, pero hemos de citar aquí algunos pasajes sobre el espacio: «Todo cuerpo, en cuanto tal cuerpo, está en algún lugar. Así pues, el lugar coexiste en una unión natural con los cuerpos y nunca se separa de ellos... Por consiguiente, todos aquellos que no hacen el espacio afín a la causa y lo rebajan al concepto de límites y superficies, o extensiones vacías o extensiones de cualquier índole, recurren a nociones extrañas y se Ies escapa la finalidad del Timeo que siempre conecta la naturaleza con la creación. Por tanto, es pre ciso que se considere el espacio como dependiente de una causa, del mismo modo que los cuerpos se introdujeron originalmente como
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afines a la causa, en el sentido que nos ha marcado el Titneo» [153]. Jámblico no menciona a los estoicos, mas eso de que el espacio es afín a la causa es una idea eminentemente estoica, por más que intente ligarla a las nociones platónicas. Trata luego de dar una definición de espacio, momento en que su fraseología adquiere un fuerte sabor bíblico: «¿Qué doctrina definirá el espacio completamente y de acuer do con su esencia? Aquella que atribuye al espacio una fuerza corporal que mantenga unidos los cuerpos y los sostenga, que levante los cuer pos que caen y reúna los que se hallan dispersos, los colme y los pro teja por todas las partes» [154]. Las últimas expresiones no es ya que recuerden vivamente las expresiones bíblicas que se usan en cone xión con Dios, sino que están literalmente tomadas de allí. El verbo griego particular que utiliza Jámblico para «dispersar» aparece en el Nuevo Testamento, especialmente en contextos como el Evangelio de San Juan, 11.52 («y no por la nación solamente, sino para que los hijos de Dios que estaban dispersos los juntase en uno»). Los neoplatónicos, gracias a sus polémicas contra la cristiandad, estaban bien versados en las Escrituras y, como muestra este pasaje, amoldaron algunas asociaciones religiosas a sus propios fines particulares. Otros dos neoplatónicos, Siriano (c. 400 d.C.) y Damascio (c. 525 d.C.) reelaboraron el concepto de espacio como entidad relacional, aunque haciendo especial hincapié en el aspecto posicional. Los cuerpos, por así decir, se ven forzados a adoptar ciertas posiciones relativas y a colocarse en determinado orden, aplicándose lo mismo a las diferentes partes de un cuerpo. Era fácil de conectar esta opinión con la doctrina de Platón del alma del mundo y sus actividades crea doras y armonizadoras. Simplicio nos informa de la postura de Siriano en el siguiente pasaje: «Entre quienes suponían que el espacio posee también forma y una fuerza más poderosa que los cuerpos, he de men cionar al gran Siriano, el maestro de Proclo el Licio. En su décimo tratado sobre las Leyes de Platón ha escrito respecto al espacio tal como sigue: es un intervalo con sus propias distinciones específicas derivadas de los diveros órdenes del alma y la iluminación de las formas creadoras. Se apropia de los diferentes cuerpos y, con respecto a un elemento, se hace el lugar propio del fuego... y con respecto a otro, el lugar propio de la tierra...» [150]. Así, según Siriano, los lugares naturales derivan su existencia de la disposición relativa de los objetos materiales, siendo ello el origen del espacio. El movi miento y reposo natural en el lugar natural vienen causados por las posiciones relativas de todos los cuerpos en el cosmos; no tienen un significado absoluto ni están originados por algo inherente a los pro pios cuerpos. La cita de Siriano se cierra con las palabras: «Así pues,
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ni el movimiento ni el reposo en la extensión se hallan sujetos a la naturaleza de los cuerpos ni están causados por esta naturaleza.» Aún más explicito sobre este extremo resulta Damascio, quien considera el espacio en su multiplicidad tridimensional como una suerte de matriz que permite diversas posiciones que define en diversas direcciones. Así pues, el espacio se convierte en un concepto vectorial frente al mero concepto de longitud, comparándose a otras «medidas» de la manera siguiente: «Estas dimensiones, a fin de no recaer ple namente en lo indefinido, se ven apoyadas por medidas; el tiempo como medida de la actividad del movimiento; la cantidad, tal como pueda ser el número, como medida de la materia discreta; la longitud, como por ejemplo un codo, como medida de la materia continua; y el espacio como medida de la ramificación de la posición» [151]. Damascio elucida esta concepción topológica en otro pasaje de manera ligeramente distinta: «El movimiento de un punto genera un intervalo con el que se asocia el espacio como medida que define la posición de todas las cosas del universo. Esta medida implica que existe una extensión en tres dimensiones, esto es, en toda dirección, y que el todo se dispondrá adecuadamente por todas partes respecto a su propia posición así como respecto a sus partes, y que todos los elementos poseerán sus posiciones propias, cada uno en su lugar propio dentro del universo. Así, si el universo es una esfera, poseerá siempre un centro y una periferia, estando situado en su lugar propio» [155]. La mayoría de las doctrinas neoplatónicas citadas hasta ahora pueden retrotraerse en última instancia a la concepción relacional del espacio debida a Teofrasto. Las citas son interesantes porque dan idea del estilo peculiar de este período, así como del efecto acumulativo de diversas influencias de sistemas filosóficos y espirituales, sean con temporáneos o de épocas pretéritas. Citaremos ahora algunos pasajes de Juan Filopón (siglo vi) que también se formó en el tipo de ideas neoplatónicas, si bien por lo que atañe a su concepción del espa cio era estricto partidario de la concepción absoluta de Estratón, según la cual está lleno de cuerpos aunque se entiende como una entidad en sí misma. «El espacio no es el límite del cuerpo envolvente, como se puede colegir perfectamente del hecho de que tenga cierta extensión en tres dimensiones distinta de los cuerpos situados en él, siendo incorpóreo según su propia naturaleza y no siendo nada excepto el intervalo vacío de un cuerpo; de hecho, espacio y vacío son lo mismo por lo que atañe a su naturaleza... ¿Cómo explicamos que los cuerpos cambien de lugar? Si el cuerpo en movimiento no penetra en otro, y si además no es la superficie lo que se mueve, sino la extensión tridimensional, entonces si el cuerpo en movimiento corta el aire que se halla en su lugar, es obvio que habrán de ser iguales los volúmenes
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del cuerpo y del aire que intercambian sus lugares. Ahora bien, si la medida es igual al objeto medido, se sigue necesariamente que si el aire mide diez unidades cúbicas de longitud, será la misma la cantidad de espacio que lo contiene, sustentando asimismo las mismas diez unidades cúbicas que ha desalojado antes el cuerpo en movimiento... Así pues, el espacio es cúbico, esto es, de extensión triple, siendo una medida de los objetos en el espacio, pues es de la misma dimen sión» [71]. Más adelante, Filopón hace la misma observación que Estratón por lo que respecta a la vacuidad del espacio: «Yo no sos tengo que esta extensión esté o pueda estar vacía de cualquier cuerpo. Eso no se da nunca, pues por más que el vacío en sentido estricto sea distinto de los cuerpos colocados en él, como ya he dicho antes, el espacio nunca se haÜa vacío de cuerpos, a la manera en que decimos que la materia difiere de la forma aunque nunca pueda estar despro vista de forma» [ 72 ]. Finalmente, algunos extractos de las citas de Proclo que hace Simplicio nos familiarizarán con una concepción única que entiende el espacio como entidad corpórea, como un cuerpo. La teoría de Proclo refleja una vez más de manera enormemente interesante la actitud mental de los últimos pensadores neoplatónicos. Su sorpren dente conclusión, según la cual el espacio ha de ser «un cuerpo inmó vil, indivisible e inmaterial», una definición que difícilmente resultará aceptable para un físico, se alcanza mediante un razonamiento formal desarrollado de manera estrictamente aristotélica: «El espacio ha de ser o materia o forma, o el límite del cuerpo continente o el intervalo entre los límites continentes igual a lo que se designa como lugar» [145]. Rechaza las tres primeras alternativas y prosigue de esta ma nera: «... se ha de tener la extensión entre los límites del continente por el lugar primario de todo cuerpo. Mas la extensión cósmica de todo el universo difiere de esta extensión particular, y así esta última existe o no existe. Si no existiese, entonces la locomoción tendría lugar de la nada a la nada, pues en tal caso los lugares no existirían y todo movimiento procede según la naturaleza de algo que existe realmente... Si existe, entonces es o bien incorpóreo o bien corpóreo. Sería absurdo suponer que es incorpóreo, pues el espacio ha de ser del mismo tipo que el objeto espacial; ahora bien, cuerpo e incorporalidad no son ciertamente del mismo tipo... Consiguientemente, la extensión es un cuerpo, pues el espacio es extensión. Si es un cuerpo, o es inmó vil o es móvil. Si fuera algo moviente, tendría que sufrir una locomo ción, por lo que el espacio precisaría de nuevo espacio, lo cual es imposible tal y como han mostrado Teofrasto y Aristóteles... Si el espacio es inmóvil, ha de ser o bien indivisible por los cuerpos situados en él, como en la doctrina de la interpenetración de los cuerpos, o bien
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divisible, a la manera en que el aire y el agua se ven divididos por los cuerpos que se mueven en ellos. No obstante, si el espacio es divi sible, el todo se partirá y sus partes poseerán un movimiento relativo al cuerpo partiente. Se seguiría que el espacio es móvil, dado que sus partes se mueven... Por ende, el espacio ha de ser indivisible. Siendo ello así, habrá de ser o inmaterial o material. Mas si fuese material no sería indivisible, pues si los cuerpos materiales se interpenetran, el resultado es una división, tal y como ocurre cuando nuestro cuerpo se sumerge en agua. Sólo los objetos inmateriales no pueden dividirse con nada, pues un cuerpo inmaterial es imperturbable, mientras que las cosas divisibles no lo son» [ 146]. Tras este razonamiento que sigue líneas de pensamiento que recuer dan a Platón, Aristóteles y los estoicos, Proclo llega a un resultado eminentemente neoplatónico. «Resumiendo todos los argumentos, el espacio es pues un cuerpo inmaterial, indivisible e inmóvil. Así, obvia mente ha de ser el cuerpo más inmaterial de todos... De todos ellos, la luz es el cuerpo más simple (entre los elementos, el fuego es el más incorpóreo; pero la luz es de la esencia del fuego), y por ende es mani fiesto que el espacio es luz, el más puro de todos los cuerpos. Imaginémosnos ahora dos esferas del mismo volumen, una hecha de luz y otra, de una multiplicidad de cuerpos. Una esfera se coloca en torno al centro del mundo y la otra está inmersa en la primera esfera. Enton ces se verá que todo el universo está en su lugar y que rota en luz inmóvil. No se desplazará de su lugar, y en este sentido se asemejará al espacio, pero cada una de sus partes poseerá un movimiento rota torio, y en este sentido el universo será menos que espacio» [147]. El espacio que Proclo ha identificado de esta manera con la luz se eleva al nivel de realidad más alto conferido a la luz por las doctrinas neoplatónicas. No obstante, su imagen de la esfera luminosa, que repre senta al espacio con todos los atributos que se le confieren y que transporta la esfera material del universo, sugiere una noción especí fica que, tal y como nos recuerda Simplicio, ya aparece en los escritos de Porfirio 2. Se trata de la idea de que el alma está revestida por una túnica luminosa denominada «vehículo luminoso del alma», una expre sión que también se encuentra en diversos pasajes del comentario de Proclo al Tim eo 3. En su teoría del espacio, Proclo transfiere al alma del mundo esta imagen de un aderezo inmaterial del alma hecho de luz, convirtiendo al espacio, la esfera luminosa, en el vehículo del mundo material. 2 Simplicio, Phys., 615, 34. 3 Prodo, In Tim., 164b, 165b, 348b.
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Proclo rechaza cualquier comparación de esta esfera con el pneuma de los estoicos. El pneuma era corpóreo, por lo que su omnipresencia sólo podía explicarse recurriendo a la absurda doctrina de la mezcla total. Por el contrario, aunque sea un cuerpo, su luz es inmaterial, por lo que no surge ninguna dificultad física de la inmersión del mundo material en este continuo: «El cuerpo inmaterial no ejerce pre sión, ni se ejerce presión sobre él, pues cualquier substancia a la que se pueda aplicar una presión ha de ser susceptible por su propia natu raleza de recibir la acción de otro. Ahora bien, la luz, siendo inalte rable, ni divide ni se puede dividir, por lo que no se sigue el absurdo de que interpenetra totalmente por su carácter tenue. Si no se puede dividir, no se puede partir en trozos pequeños para penetrar total mente de este modo el mundo material» [ 148 ]. Esta idea de Proclo se puede retrotraer hasta Platón (Leyes, 898), pero es obvio que tanto su luz como el pneuma estoico poseen una rafa común, pues ambos derivan del fuego, el más puro y noble de los elementos. Por otro lado, ambos pueden considerarse precursores del éter de la física moderna, aunque con una diferencia. En cierta medida el penuma es afín a la primitiva concepción del éter, como el de la cosmología de Descartes, una materia enormemente tenue en el espacio. Sin embargo, la esfera inmóvil de luz de Proclo es el espacio mismo; es el prototipo del éter de las teorías del siglo xix, donde desempeñaba la función de un sistema absoluto de referencia; esto es, del sistema inercial primario que, por ejemplo, da un carácter absoluto a los movimientos de rotación. 2.
El tiempo absoluto y relativo
Las discusiones e investigaciones sobre la naturaleza del tiempo, aunque se trate de un concepto incomparablemente más difícil, pre sentaron un patrón similar al del análisis del espacio. De nuevo se dio una división entre el campo de los relativistas y el de los absolu tistas, poseyendo también sus variaciones la concepción relacional. Para clarificar el problema, recordemos brevemente la división para lela de los tiempos modernos. Aquí el absolutista Newton se oponía al relativista Leibniz, cuyas ideas se vieron más tarde completadas y formuladas en el lenguaje de la física con la teoría de la relatividad. Newton definió el tiempo absoluto en los Principia de la siguiente manera: «El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza, y sin relación a algo externo, fluye uniformemente» *. * Vol. I, pág. 127 de la edición de E. Rada de los Principia, Alianza Edito rial, 1987. (N. del T.)
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Por su parte Leibniz, en su correspondencia con Clarke, afirma que «el tiempo sin cosas no es nada, sino una mera posibilidad ideal» y dice haber probado «que los instantes considerados sin cosas nada son en absoluto, consistiendo tan sólo en el orden sucesivo de las cosas» 4. Finalmente, la teoría de la relatividad reunió en el mundo espacio-temporal tanto el espacio, el orden de los fenómenos coexis tentes, como el tiempo, el orden de los fenómenos sucesivos, mediante un análisis epistemológico de los procesos de medición de sucesos en el espacio y en el üempo, postulando además la distancia espacio-tem poral de dos sucesos como el «intervalo» elemental del mundo. Sólo conocemos un representante de la concepción del tiempo absoluto en la antigüedad griega; se trata del mismo Estratón (c. 300 a.C.) que también había definido (con ciertas restricciones) el carácter absoluto del espacio. Simplicio cita la definición del tiempo de Estratón en el Corolario sobre el Tiempo que constituye uno de los capítulos de su comentario sobre la Física. Se trata no sólo de una excelente paráfrasis de su concepción absoluta, sino que además suministra una clara representación del tiempo como variable independiente, con otros parámetros dependiendo de ella en diversos grados: «Decimos que estamos ausentes o embarcados o alistados en el ejército y luchando en una guerra durante un tiempo largo o corto. De la misma manera decimos que permanecemos sentados o echados y sin hacer nada duran te un tiempo largo o corto. Cuando la cantidad implicada en estos casos es grande, ha transcurrido un tiempo largo, mientras que cuando la cantidad implicada es pequeña, ha pasado un tiempo corto. En efecto, en todos estos casos el tiempo es una cantidad. Por eso se dice que el tiempo pasa lenta o rápidamente, dependiendo del tamaño de la cantidad implicada en cada uno de esos acontecimientos. Decimos que el tiempo pasa rápidamente cuando es pequeña la cantidad desde el comienzo hasta el final de los acontecimientos, siendo muchos los sucesos que han ocurrido. Por el contrario, decimos que el tiempo pasa lentamente cuando ha pasado una larga cantidad con pocos acon tecimientos. Así no hay rapidez o lentitud en el reposo, pues el reposo es completamente igual a la cantidad de tiempo pasado, y no largo en una pequeña cantidad o corto en una grande. Por esta razón habla mos de tiempo más largo o más corto, pero no de tiempo más rápido o más lento. La acción y el movimiento son más rápidos y más lentos, pero la magnitud en la que tiene lugar la acción no es ni más rápida ni más lenta, sino que es más o menos, y eso es el tiempo. El día y la noche, un mes y un año no son tiempo ni partes del tiempo, sino que son luz y obscuridad y las revoluciones de la luna y del sol. No obs-* * Loe. cit.,
pág. 27 [ed. española dt., pág. 69.
(N. del T.)]
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tante, el tiempo es una magnitud en la que todas estas cosas están contenidas» [160]. Las últimas frases de este pasaje muestran con claridad que Estratón, como Newton, distingue entre el flujo absoluto de «el río del tiempo» y los sucesos que ocurren en el tiempo que son como hojas o ramas arrastradas por la corriente. Con todo, resulta de muchísima mayor importancia la primera parte del pasaje en la que Estratón habla de la tasa de acción en un tiempo dado. Hemos de recordar que los griegos nunca alcanzaron el estadio de la definición científica precisa y de la formulación matemática incluso de las magnitudes físicas más simples, como la velocidad o la aceleración. Además tan sólo desarrollaron los conceptos más rudimentarios del pensamiento funcional y en concreto, no visualizaron las entidades cambiantes como variables dependientes del tiempo. Con sus frases tan enormemente escuetas, Estratón se aproxima mucho a ello cuando considera la razón X
entre las acciones y el tiempo que emplean. De hecho está transcri biendo al lenguaje ordinario una moderna representación gráfica que, para el caso de la velocidad, aparecería como en el diagrama. Si el eje vertical representa la distancia y el horizontal, el tiempo, entonces OA representa la razón entre una distancia comparativamente larga y un tiempo pequeño; esto es, una velocidad grande. Por su parte, OB representa la razón entre una pequeña distancia y un tiempo grande; es decir, una velocidad pequeña. Estratón elige acciones como variable dependiente y habla del número de sucesos que ocurren en un tiempo dado. Estas acciones o movimientos, dice, son más rápidos o más lentos dependiendo, como nosotros diríamos, de la pendiente de las líneas O A u OB; el tiempo mismo, no obstante, es sólo una magnitud, a saber, una cierta abscisa en el eje horizontal. Estratón considera la «no acción» o reposo como un caso especial. El reposo, dice, es exactamente igual a la cantidad de tiempo transcurrido, lo que es una transcripción del hecho representado en el gráfico por una
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línea horizontal, como por ejemplo OC, a lo largo del eje del tiempo. Difícilmente se puede exagerar este logro de Estratón, quien fue el primero en expresar claramente, en la medida en que ello es posible con un lenguaje no matemático, que el reposo es movimiento a lo largo del eje del tiempo. La concepción eminentemente física que tiene Estratón del reposo como una función del tiempo5 tuvo un cierto impacto sobre el pensa miento científico subsiguiente. Doscientos cincuenta años después, los peripatéticos expresaron ideas similares. Boecio (c. 50 a.C.) reconoció también que el reposo y el movimiento poseen una cosa en común, a saber, el cambio de la variable independiente que es el tiempo, mientras que difieren en que sólo en el caso del movimiento la entidad dependiente del tiempo cambia con el tiempo. Simplicio hace la si guiente relación del razonamiento de Boecio: «No es correcto describir el reposo en un lugar como “lugar”, pues Boecio considera los estados de reposo no como negaciones de los movimientos respectivos, sino que para él el reposo y el movimiento son relaciones entre el tiempo y el parámetro al que se adscribe el movimiento y el reposo. Dice: “Parece que la naturaleza del tiempo es un flujo y cambio eterno en diversos estados, por lo que el tiempo acompaña a todo movimiento y reposo. Así, el movimiento se comporta lo mismo respecto al tiempo y al lugar, mientras que el reposo se comporta de manera distinta con respecto a ellos. En efecto, en este último caso, el tiempo nunca es el mismo, mientras que lo es el lugar, y por consiguiente la relación misma del tiempo y el lugar difiere en los casos de reposo y movi miento, siendo eso también cierto con otros parámetros. Cuando se da la misma relación de materia tanto con respecto al tiempo como con respecto al tamaño, lo denominamos movimiento, y cuando es contraria respecto al tamaño, se denomina reposo. Lo mismo se puede decir de los cambios cualitativos. Por todo ello es manifiesto que el reposo no significa el mismo tamaño, la misma forma o el mismo lugar, sino que significa una relación de cada una de ellas con respecto al tiem po”» [140]. No es una mera coincidencia que, como Estratón, Boecio conside rase al tiempo como una entidad absoluta, tal y como relata Simplicio en otra ocasión6. Esta concepción del tiempo como algo independiente de los sucesos, terminó facilitando su visualización como una «magni tud», una coordenada con cuyos cambios pueden relacionarse sucesos 5 Antes de Estratón, Aristóteles enunció en términos generales que «dado que el tiempo es la medida del movimiento, será también indirectamente la me dida del reposo, pues todo reposo es en el tiempo» (P h y s 221b, 7). 4 Simplicio, Categ., 348.2.
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cambiantes como las acciones y los movimientos. Estratón y Boecio llegaron aquí al umbral de la concepción de magnitud física en sentido moderno, un concepto construido combinando entidades de diferentes dimensiones, como la razón de la distancia y el tiempo. Podrían haber cruzado fácilmente dicho umbral si los griegos hubiesen inventado la notación del álgebra simbólica y su aplicación a los objetos del mundo físico. El concepto relacional de tiempo tiene su origen en los escritos de Aristóteles, si bien su compleja exposición sobre el tiempo en el cuarto libro de la Física no es demasiado clara a este respecto. No obstante, como veremos, ha dado lugar a importantísimos desarrollos intelec tuales en diversas direcciones. La afirmación central sobre la que gira el tratamiento aristotélico del tiempo es su definición: «El tiempo no es sino esto, número de movimiento respecto de “antes” y “después”» [14]. Así pues, toma el «ahora» como punto de referencia al que referir el flujo del tiempo, pero se ve en dificultades al aguzar este «ahora» hasta convertirlo en un punto matemático, reduciéndolo de esta manera a un mero límite entre el pasado y el futuro. Lo que ocurre entre dos «ahora» diferentes es precisamente la esencia del tiempo. No obstante, y ello hace de Aristóteles un relativista, reconoce con claridad que el tiempo y el movimiento están interrelacionados. Del mismo modo que el espacio sólo existe en la medida en que hay cuerpos que ocupan un cierto lugar, el tiempo sólo existe en la medida en que hay cuerpos que, en distintos «ahora», se encuentran en diver sos lugares o en distintos estados. El tiempo no es una magnitud en sí misma, tal y como Estratón lo concibió en una época posterior, sino que no se puede separar del movimiento de los objetos físicos. «Del mismo modo que el móvil y su movimiento se implican mutua mente, lo mismo ocurre con el número del móvil y el número de su movimiento, pues el número del movimiento es el tiempo, mientras que «ahora» corresponde al móvil v es como la unidad del núme ro» [15]. Así pues, Aristóteles era plenamente consistente en su enfoque relacional tanto del espacio como del tiempo. La dificultad esencial de su «ahora» puntual, especialmente incómodo para un relativista, liado que priva al presente de toda realidad, se vio eliminada merced a la doctrina estoica del tiempo. Plenamente de acuerdo con su con cepción dinámica de los continuos, el presente de los estoicos en cuanto límite del tiempo no es tajante, sino que forma una banda que cubre el pasado inmediato no menos que el futuro inmediato. Crisipo (siglo ni a.C.), un contemporáneo de Arquímedes y el pilar básico de la Estoa primitiva, llegó a esta concepción del presente merced a un proceso ni límite de convergencia infinita que consta de una aproximación al
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«ahora» matemático tanto desde la dirección del pasado como desde la del futuro. El presente se da así mediante una sucesión infinita de intervalos temporales incluidos unos en otros que se encogen hacia el «ahora», con lo que las cotas inferiores de cada intervalo son puntos del pasado, mientras que las superiores lo son del futuro: «Crisipo enuncia con suma claridad que ningún tiempo es plenamente presente, pues la división de los continuos procede indefinidamente y, merced a esta distinción, también el tiempo es infinitamente divisible. Así pues, ningún tiempo es estrictamente presente, sino que se define tan sólo de manera laxa» [42]. De esta definición «laxa» emerge el pre sente como una duración que encoge y que sólo posee límites indis tintos. El significado físico de tal duración es que representa la estruc tura de un acontecimiento, es un acontecimiento elemental, y por ende el tiempo macroscópico en el estricto sentido relacional puede concebirse como compuesto por una sucesión de tales acontecimientos 7. Como ya hemos visto antes, Damascio especificó la concepción relacional del espacio considerándolo como una medida que define la posición de todas las cosas en sentido vectorial. Amplificó en el mismo sentido la concepción relacional del tiempo: «Del mismo modo que las partes de cosas distintas no se superponen debido al espacio, el acontecimiento de la guerra de Troya no se mezcla con el de la guerra del Peloponeso debido al tiempo, así como tampoco en la vida del hombre se mezcla el estado de recién nacido con el de joven» [158]. De manera semejante, Proclo declara que «el tiempo significa la pro gresión en un orden y la descendencia bien ordenada» [117]. 3.
El tiempo y el cambio
Sin embargo, los filósofos de la Antigüedad tardía, y los neoplatónicos en particular, se ocupaban fundamentalmente de otros aspectos del problema del tiempo. Estaba, por ejemplo, la afirmación de Aris tóteles de que «no sólo medimos el movimiento mediante el tiempo, sino también el tiempo mediante el movimiento». ¿Acaso esta recipro cidad es algo peculiar del tiempo y el movimiento, o también se da para otras normas de medida y los objetos medidos por ellas; en otras palabras, es verdad en general que la medida y lo medido intercambian sus papeles? Por ejemplo, podemos medir una cierta distancia median te un metro, utilizando luego esta distancia para calibrar una regla de 7 Para un pormenor más detallado de la concepción estoica del tiempo, véase págs. 98-105.
Pbysics of the Stoics,
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longitud desconocida. Filopón hace algunos comentarios sugerentes sobre el particular: «Más tarde, Aristóteles dice que no sólo el tiempo mide el movimiento, sino que, a la inversa, el tiempo se mide por el movimiento, pues decimos que se ha producido mucho movimiento si medimos temporalmente dicho movimiento y ha pasado mucho tiempo, y también decimos que ha pasado mucho tiempo si medimos este tiempo mediante el movimiento y ha tenido lugar mucho movi miento. De manera similar el jarro se mide mediante el vino y vice versa, pues determinamos el tamaño del jarro al medirlo merced a una determinada cantidad de vino, y asimismo determinamos una cantidad de vino midiéndola con un jarro. También decimos que una medida de grano determinada mide cierta cantidad de grano y asimismo deter minamos la medida de grano midiéndola con una determinada can tidad de grano. Ahora bien, de hecho es tan sólo la medida la que determina el grano o el vino, no siendo ella misma determinada por ellos. En efecto, aun concediendo que el vino mida al jarro y que el grano mida su medida, ello sólo puede hacerse una vez que ellos se hayan medido previamente con otra medida, pues la medida es el medio esencial de medición... Mas, aunque una medida de grano dada, merced a una cantidad de grano que ha medido, se vea medida por otra medida de grano, que es lo mismo que antes decíamos de que la medida de grano se determina mediante una cierta cantidad de grano y que cierta cantidad de grano se mide con la medida de grano, todo ello no se aplica al caso del tiempo. En efecto, el movimiento no se mide primero con el tiempo, y luego ese movimiento mide el tiempo, sino que están pensados el uno para el otro como conceptos relativos. Tiempo y movimiento se definen el uno mediante el otro como el padre que deriva su existencia en cuanto padre de su hijo, y éste, su existencia en cuanto hijo de su padre, ambas cosas a la vez» [80]. Con el estilo rebuscado y repetitivo de su época, Filopón subraya el caso único del tiempo y del movimiento entre la familia de normas de medida y objetos medidos. Están imbricados, no pudiéndose desen redar porque se suponen mutuamente. El tiempo se mide mediante un mecanismo móvil, cuyo movimiento evidentemente ha de ser perió dico. El prototipo de todos los mecanismos periódicos, de todos los relojes, son las revoluciones de la más externa de las esferas celestes y los más complicados movimientos periódicos de los planetas. Como señala Aristóteles, «por eso se piensa que el tiempo es el movimiento de la esfera; esto es, porque los otros movimientos se miden por éste y el propio tiempo se mide mediante este movimiento» *. El trata * Aristóteles, Phys., 223b, 22.
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miento literario más famoso de estas cuestiones en la Antigüedad es sin ninguna duda el del Timeo (37-38) de Platón, que resuena en el capitulo de Plotino sobre el tiempo y la eternidad, así como en el comentario de Proclo. Este nos dice que el Sol que marca el más conspicuo intervalo periódico de tiempo fue denominado «el tiempo del tiempo». La periodicidad estricta de la norma celeste de tiempo y la empa rentada periodicidad de las estaciones sin duda constituyeron la razón fundamental para creer en la eternidad del mundo, por lo que se tornó en un dogma científico en la Antigüedad griega desde los tiempos de Aristóteles, no siendo contestado hasta el advenimiento del dogma monoteísta en los primeros siglos d.C. Resulta interesante constatar cuán profundamente enraizó en la Antigüedad pagana esta creencia en la eternidad del mundo, inducida como estaba por los ciclos diarios y anuales. Anteriormente a la intervención del cristianismo en los escritos tardíos de Filopón, en todo el pensamiento científico de la Antigüedad griega no hay rastro de idea alguna acerca de que el uni verso se extinga, de ningún precursor del concepto de entropía. Incluso la idea estoica de la ekpyrosis, la evolución del universo hacia un estado de dominio del elemento caliente, idea que trataron de demos trar mediante pruebas geológicas y meteorológicas, formaba parte de una teoría cíclica a gran escala. Después de que la ekpyrosis alcanzase su climax, los elementos fríos y húmedos dominarán de nuevo, repi tiéndose todo el ciclo térmico, incluso hasta el punto del retorno de lo idéntico. La periodicidad a pequeña y gran escala, así como el retorno de lo idéntico, ha de haber sido un agradable contrapeso a la idea de un universo sempiterno que existe sin principio ni fin. La curiosa simetría del cosmos aristotélico, finitud por lo que atañe al espacio e infinitud por lo que respecta al tiempo, confirió un peso adicional al análisis del tiempo, la infinita extensión del devenir engas tada en el ser infinito de la eternidad. Ello nos lleva a la relación entre tiempo y cambio, un problema muy debatido a finales de la Antigüedad, con mayor intensidad e inge nio que el problema del tiempo absoluto y relacional. El tiempo y el cambio constituyen un tema de estudio que pone muy de relieve la interferencia de la noción psicológica del tiempo con la noción física. El tiempo constituye una idea mucho más complicada que el espacio porque está invariablemente conectada con la conciencia, con la aprehensión de un flujo eterno y continuo independiente de nuestros cinco sentidos. Nos resultaría más fácil imaginar el espacio vacío de toda materia que el tiempo fluyendo sin sucesos, sin cambio, pues el mismo flujo del tiempo está ligado para nosotros a la experiencia del
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flujo de nuestra conciencia, identificada con el alma por los antiguos griegos. Aristóteles sólo toca de pasada la relación entre el tiempo y el alma, siendo sus respuestas sumarias en comparación con el problema que plantea; pero en otro contexto dice que incluso cuando no estamos afectados a través del cuerpo, asociamos «cualquier movimiento que tenga lugar en la mente» con algún lapso temporal. Es característico del pensamiento neoplatónico que Plotino considerase este «movimien to interior» de la mente o del alma como la esencia real del tiempo. Su famosa frase, según la cual «el tiempo es la vida del alma cuando se mueve de un estado vital a otro» [110] omite el aspecto físico, constituyendo una definición puramente psicológica. Hoy en día, la crítica que hace Plotino de la definición del tiempo de Aristóteles se les antojará un tanto injusta a quienes se inclinan a suponer que el «movimiento del alma» no se puede disociar de los movimientos (periódicos y no periódicos) de las moléculas, los cuales poseen la misma naturaleza que los movimientos externos a que aludía Aristó teles en su análisis del tiempo. Dejando de lado el problema del tiempo y la conciencia, aún queda la abrumadora pregunta relativa al tiempo y al cambio: ¿es real el tiempo? ¿Existe o no? Aristóteles lo expresó muy bien al comienzo de su investigación, siendo lo que más preocupaba a los neoplatónicos: «Las siguientes consideraciones podrían hacer sospechar que o bien el tiempo no existe en absoluto o apenas existe y además lo hace de una manera obscura. Una parte de él es pasado y ya no existe, otra es futuro y aún no existe; con todo, a base de ellos se compone el tiempo, sea infinito o cualquier tiempo que podamos imaginar. Difí cilmente podría concebirse que algo formado por cosas inexistentes participase de la realidad» [13]. Estas palabras de Aristóteles consti tuían un reto para quienes vivían bajo el embrujo de la célebre metá fora platónica acerca de que el pasado, el presente y el futuro son las formas del tiempo al imitar la eternidad. La sensación de que hay en el tiempo algo irreal y el deseo de descubrir en él algún carácter de realidad envolvió a los neoplatónicos en discusiones sin fin que se extendieron desde la época de Plotino a la de Simplicio, un período de más de trescientos años. Como es obvio para cualquiera que estudie física, y en concreto la teoría de la relatividad, estas especulaciones filosóficas también conciernen al físico. En tiempos recientes, por ejemplo, K. Godel ha citado el conocidísimo ensayo de McTaggart sobre la irrealidad del tiempo, en relación con un modelo relativista del universo que había construido y que permite la posibilidad inusual, aunque teóricamente
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válida, de un retorno al pasado 9. ¿Qué grado de realidad se puede atribuir a una concepción física fundamental capaz de llevar a conse cuencias en las que el pasado y el futuro se mezclan? Por consiguiente, no carece de interés incluso para los científicos de hoy día examinar algunas de las afirmaciones neoplatónicas acerca del tiempo. Resultan de especial relieve las ideas de Damascio, contemporáneo y amigo de Simplicio, quien lo cita por extenso. Las consideraciones de Damascio poseen un doble fin, asignar al tiempo algún tipo de realidad y evitar el peligro del regreso infinito inherente en la concepción del tiempo. Este último, que es también uno de los objetos de análisis del McTaggart, estriba en la necesidad de definir una segunda serie temporal a fin de explicar la primera serie de futuro, presente y pasado de la que es miembro cada evento, siendo una de las características básicas del cambio temporal. Uno de los pasajes en los que Damascio discute la ontología del tiempo termina con una figura retórica típicamente platónica: «Aun cuando el tiempo y el movimiento estén en un flujo continuo, no son irreales, sino que su ser consiste en devenir. Sin embargo, el devenir no es simple no ser, sino que es existir en partes siempre distintas... Y es evidente que el tiempo coexiste en todas partes con el movi miento y es coherente con el cambio, por cuanto que en el tiempo todo tiene su existencia en el devenir o, para decirlo de otra manera, el tiempo hace que el devenir gire en tomo al ser» [157]. A pesar de que el cambio sea la esencia del tiempo, Damascio cree en la con servación de ese cambio. El informe que da Simplicio continúa como sigue: «Cuando Damascio dice que “el tiempo mismo está a la raíz de la inmutabilidad de las cosas que se alejan por sí mismas de su ser presente”, parece querer decir que también se da una continuidad en el devenir por la similaridad del tiempo y la eternidad, pues así como la eternidad está a la raíz del reposo en el ser, así el tiempo está a la raíz del reposo en el devenir... Mas estas palabras suyas no me perturban tanto como lo que me decía a menudo cuando aún vivía, aunque sin convencerme, acerca de que la totalidad del tiempo tiene una existencia simultánea en la realidad» [159]. Simplicio es incapaz de aceptar la concepción que tiene su amigode la totalidad del tiempo en su flujo continuo como una única reali dad indivisa. Damascio reconocía claramente las dificultades impli cadas en su idea, que están provocadas por nuestra incapacidad de 9 El artículo de J. E. McTaggart, «The Unreality of Time» [«La irrealidad del tiempo»] apareció en Mind, vol. 17 (1908), págs. 457 y sigs. Para el modelo cosmológico de Godel y sus comentarios sobre McTaggart, véase A. Einstein: Philosopher-Scientist, P. A. Schilpp (ed.), Evansron, Illinois, 1949, pág. 5.57.
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ponernos fuera del tiempo, puesto que estamos obligados a referir los eventos al presente en cuanto punto cero de nuestro sistema de coordenadas temporales. Damascio pone otros ejemplos de esta ten dencia del alma a introducir estructuras específicas en entidades que en realidad forman una unidad, y prosigue: «Exactamente de este modo, creo, el alma trata de detener el río del devenir mediante el carácter estacionario de las formas inherentes al alma y, al separar tres partes en el tiempo que son fijas por respecto al presente, las aprehende como conjuntos separados. En efecto, al tener el alma su lugar en el medio, entre la realidad del devenir y la del ser, trata de abarcarlos a ambos de acuerdo con su propia naturaleza. Descompone los objetos del ser en un nivel inferior al del ser, pero más natural al alma, uniendo los objetos del devenir en un nivel superior al del devenir, aunque más cognoscible para el alma. Así reconoce día y mes y año reuniéndolos juntos en una forma y delineando segmentos de la totalidad temporal fluyente» [ 161 ]. Debido a nuestra incapacidad para captar la totalidad del río del tiempo como una realidad única e indesplegable, para nosotros el cam bio temporal está ligado a la sucesión de futuro, presente y pasado, percibidos desde el cambiante punto cero del Ahora, lo que lleva a la dificultad del regreso infinito descrito por Damascio con brillante lucidez: «Si el ahora perece, o bien perece en sí mismo o en otro Ahora, pues todo lo que perece lo hace en el tiempo, ya que cuanto se engendra lo hace en el tiempo. Mas, evidentemente, esta teoría del tiempo presupone el tiempo. Ciertamente, mediante este razona miento se podría probar que se trata del movimiento de un movi miento. En general, cuando intentamos tomar la medida de medidas, procedemos infinitamente al tomar una norma de medida para calibrar otra norma de medida y un número para otro» [162]. Al contrario que McTaggart, Damascio trata de llegar a una solución cortando el nudo gordiano: «No hay necesidad de que el tiempo perezca en el tiempo y el Ahora en otro ahora, ni es posible que existan varios tiempos simultáneamente. En efecto, la realidad del Ahora estriba en ser visto en el flujo del tiempo en relación a un reposo presupuesto de cualquier tipo. Si alguien preguntase si el tiempo, por tener su ser en el devenir y por moverse él mismo, no precisa de otro tiempo para medir y disponer sus partes de manera que no se mezclen, la respuesta es que el tiempo se mueve de modo que al acompañar al movimiento se torna en una medida del movimiento. En efecto, también la norma de medida existe separadamente además del objeto medido, preser vando la individualidad específica de la norma, sin que precise de otra medida» [163].
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Es difícil de entender el significado del «reposo presupuesto de cualquier tipo» mediante el que Damascio pretende detener el regreso infinito. Como discípulo de Platón, creía en la función mediadora del alma entre la eternidad del ser y el efímero devenir, basando en ello, como hemos visto, la facultad del alma de reconocer extensiones macroscópicas de tiempo dentro del incesante cambio del Ahora. La última frase del pasaje parece indicar que Damascio cambió el plano filosófico por el puramente físico, estableciendo por definición una norma última de tiempo. Con todo, sigue sin resolver la principal dificultad, tan claramente señalada por Damascio, según la cual sólo podemos mirar los eventos en el tiempo en relación con el punto cero de un Ahora evanescente.
Capítulo II LA MATERIA
1.
10 En la historia del pensamiento físico difícilmente puede haber un capítulo más fascinante para el físico actual que las primitivas ideas sobre la constitución de la materia y la naturaleza del cambio material. La teoría cuántica nos suministró el primer atisbo de la esencia de la materia. Ahora, unos sesenta años después, nos da la sensación de que estamos sólo al comienzo de un largo y apasionante viaje. Desde nuestro actual punto de vista retrospectivo, nos damos cuenta de hasta qué punto los intentos de analizar la materia se hallan ligados a profundos cambios en nuestras concepciones de la realidad física y la naturaleza de la explicación científica. Cualquiera que crea en la exis tencia de una cierta lógica interna en la historia del pensamiento cien tífico, así como en la de vías definidas de pensamiento que se impo nen una y ptra vez a los científicos en diferentes niveles de conoci miento e intuición, se verán ampliamente recompensados por el estu dio de las viejas ideas griegas sobre la materia. Considerando globalmente toda la Antigüedad griega, podemos distinguir tres enfoques diferentes: el mecanicista, el cualitativo y el matemático. El primero era el de los atomistas presocráticos, Leucipo La teoría mecanicista y sus desarrollos conceptuales
10 El tema discutido en esta sección se trata en mi escrito «Conceptual Developments in Greek Atomism» [«Desarrollos conceptuales en el atomismo griego»], Archives Internationales d'Histoire des Sciences, vol. 11 (1958), págs. 251 y sigs. 37
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y Demócrito, el segundo era el de la doctrina aristotélica, y el tercero, el de la teoría geométrica de Platón. Todos ellos ocuparon a los pensa dores postaristotélicos en diferente medida y en muy diversos períodos de la Antigüedad tardía. En esta época, la teoría mecanicista halló su representante más prominente en Epicuro (300 a.C.), floreciendo aún en el siglo i a.C. con Lucrecio como principal representante. Con todo, más tarde se hundió por completo en la obscuridad, si bien los comentadores de Aristóteles aún seguían refiriéndose con mucha fre cuencia a Demócrito y Epicuro. El enfoque cualitativo de Aristóteles fue aceptado y cultivado por los estoicos, convirtiéndose en la doctrina dominante, tal y como se puede ver fácilmente en los escritos de Plutarco, Galeno, Alejandro de Afrodisia y otros. La teoría geométrica de la materia de Platón se vio postergada por Aristóteles, cayendo prácticamente en el olvido hasta el surgi miento del neoplatonismo. Entonces, tras más de setecientos años, revivió, recibió una fundamentación conceptual más firme y gozó de una alta estima durante los siglos v y vi d.C. No obstante, fue Aris tóteles quien dominó la escena durante casi todo el período medieval. Las ideas de Epicuro se mantienen dentro del marco conceptual de la teoría mecanicista de los átomos, tal y como la establecieron Leucipo y Demócrito, si bien en sus escritos se dan algunas desviaciones respecto a la doctrina original, una de las cuales entraña principios generales. Se trata de algo de enorme interés e importancia porque es uno de esos casos raros en la ciencia griega, en el que un desarrollo conceptual se puede estudiar en una teoría bien definida, elaborado en detalle ya desde el comienzo. La cuestión en la que Epicuro difería de Demócrito es de sobra conocida. Se trata del problema de los tama ños y formas de los átomos. Demócrito había supuesto que los átomos podían ser de cualquier tamaño imaginable, sin que excluyese átomos «muy grandes» o incluso átomos de «dimensiones cósmicas», lo que entraña que creía que los átomos podían ser visibles. Esta suposición de que no hay un límite superior al tamaño de un átomo era una consecuencia directa del supuesto de Demócrito según el cual el núme ro de formas atómicas es infinito, junto con la presuposoción básica del atomismo de que todos los cambios son discontinuos. En efecto, si se postula una variedad infinita de formas que no componen un conjunto continuo, sino que en él cada forma difiere de las demás en un paso finito, siendo así claramente distinguible de cualquier otra forma, como es obvio estamos obligados a admitir también una infi nitud de tamaños. Eso es precisamente lo que Epicuro rechazaba tajantemente, pues veía en la suposición de los átomos macroscópicos una violación de un principio básico del atomismo: «En cada forma
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los átomos son absolutamente infinitos en número, pero sus diferen cias en forma, aunque inabarcablemente grandes, no son absolutamente infinitas, a menos que estemos dispuestos también a aumentar sus tamaños ad infinitum» [45] 11. ¿Cuáles fueron las razones de Leucipo y Demócrito para postular una infinitud de formas atómicas? «Dicen que el número de formas es infinito porque no hay razón alguna para que una cosa tenga una forma más bien que otra» [141]. Así pues, lo que se aplicaba en este caso era el principio de razón suficiente en forma negativa, tal y como ocurre en otros ejemplos que expondremos en el capítulo IV. En los casos en los que predomina una supuesta simetría o igualdad, parece posible concluir que la naturaleza carece de razón suficiente para preferir determinadas alternativas con exclusión de otras; y dado que una figura geométrica es tan buena como cualquier otra, en opi nión de los primitivos atomistas no puede haber ninguna limitación en las formas de los átomos. El punto de vista opuesto de Epicuro incide sobre la dicotomía fundamental de la teoría atómica en general, cual es la separación tajante entre el reino de los acontecimientos físicos que no son direc tamente accesibles a los sentidos, y el dominio de los cuerpos macroscó picos. Su manera de refutar a Demócrito se formula del siguiente modo en su carta a Herodoto: «Una vez más, a fin de que las cosas percep tibles no nos contradigan, no hemos de suponer que entre los átomos se dé cualquier tamaño» [47], El tipo de contradicción en que está pensando Epicuro se apunta en un pasaje que viene un poco antes del que acabamos de citar. «Además, hemos de suponer que los átomos no poseen ninguna de las cualidades que se dan en las cosas percep tibles..., pues toda cualidad cambia» [46], La esencia de los phainomena, de los cuerpos y procesos accesibles a los sentidos, es que poseen cualidades definidas que pueden sufrir cambios. No obstante, el principal atributo de los átomos, que es asimismo la causa de que sean indivisibles y estables, es su impasibilidad, mientras que un átomo visible equivaldríá a un cuerpo que no sería susceptible de cambio y estaría despojado de cualquier cualidad posible. Ciertamente, tal cuer po entraría en contradicción con la experiencia, siendo algo «que nunca se observa que ocurra, ni podemos imaginar cómo habría de ser posi ble que se diese, esto es, que un átomo se tomase visible» [48]. Repárese en que los atomistas tenían la impasibilidad del átomo por la razón última de la persistencia de las propiedades macroscópicas 11 La última parte de la cita 45, desde «a menos que» se ha tenido errónea mente por una interpolación posterior, tal y como señala P. v. d. Muehll en su edición de las cartas de Epicuro.
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de las substancias, así como de la permanencia de los fenómenos natu rales. La indivisibilidad o absoluta rigidez o dureza de cada átomo era el resultado inmediato de esta impasibilidad. Epicuro fue quien dejó de hacer hincapié en la indivisibilidad para subrayar la impasibilidad, mientras que los argumentos de los posteriores enemigos del atomismo no se orientaban tanto contra la idea de una entidad extensa aunque indivisible, como contra la imagen dialéctica de un cuerpo macroscó pico dotado de cualidades aunque compuesto de partículas desprovistas de cualquier cualidad. Se trata de algo que formuló con mucha cla ridad Sexto Empírico como la antítesis del todo y sus partes: «Epicuro sostiene que la parte es distinta del todo, a la manera en que el átomo es distinto del compuesto, ya que el primero carece de cualidades, mientras que el compuesto las tiene, dado que o bien es blanco o negro o en general de color, o bien caliente o frío, o bien posee otra cualidad» [135]. Así pues, Epicuro estimaba que sus consideraciones epistemológi cas, según las cuales el tamaño de un átomo se hallaba limitado al dominio inaccesible a los sentidos, eran más fuertes que el principio metafísico de razón suficiente invocado por sus antecesores. Por con siguiente concluía que sólo puede existir un número finito de formas de átomos, todas ellas más allá del alcance de la visibilidad. Con todo, Epicuro no se detuvo ahí, y una vez rechazado el principio de razón suficiente, impuso ulteriores restricciones a las formas de los átomos, merced a las cuales se prohibían ciertos tipos de ellas: «Las formas de los átomos presentan un número inabarcable pero no infinito, pues no los hay ni con forma de gancho ni con la de tridente o de anillo, pues estas formas son fácilmente rompibles mientras que los átomos son impasibles, irrompibles» [115]. Esta suposición se halla en clara contradicción con la de Demócrito, quien decía que «algunos de los átomos son rugosos, otros en forma de gancho, algunos cóncavos y algunos convexos, dándose otras formas innumerables» [208]. Epicuro estableció una regla selectiva para las formas atómicas, distinguiendo las formas «permitidas» de las «prohibidas» y excluyen do las «fácilmente rompibles». Se trata de algo claramente ligado a un punto de vista más mecanicista que representa un paso definido hacia una concepción puramente mecánica del átomo. La impasibilidad se había concebido inicialmente como una propiedad geométrica abs tracta mediante la cual la forma atómica quedaba invariablemente fijada de una vez por todas. Demócrito había utilizado ya el término «solidez» o «rigidez» como sinónimos de impasibilidad en el sentido de invariabilidad geométrica, sin que indicase una propiedad mecánica opuesta a la blandura o deformabiíidad. No obstante, Epicuro concibió la impasibilidad como algo afín a la consistencia y solidez, empleando
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la expresión «impasible» en combinación con el término «irrompible». No parece excesivo presumir que Epicuro estableció analogías entre los átomos y los cuerpos macroscópicos por lo que atañe a la relación entre forma y consistencia mecánica. Los atomistas han considerado siempre las cualidades «primarias», del tipo de la dureza, como pro piedades inherentes, «objetivas», como la estructura geométrica, siendo además algo sabido que Epicuro trató de explicar la extensión y magnitud de los átomos por analogía con las partículas macroscópicas. Dado que en la teoría de Epicuro se suponía que el número de formas atómicas era limitado, no constituía un paso en exceso audaz postular otras restricciones basadas en consideraciones mecánicas. Apenas es posible sacar conclusiones definitivas de un único pasaje conservado, pero resulta tentador especular sobre el posible trasfondo teórico de la «regla de selección» de las formas atómicas. Aparte de dejarse guiar evidentemente por analogías mecánicas, puede haber basado sus concepciones en una generalización del postulado funda mental del atomismo griego, según el cual «el átomo no participa del vacío». La presuposición de una separación completa de la substancia de los átomos y el vacío era precisa para explicar la estabilidad ató mica. De manera similar, Epicuro puede haber «prohibido» las formas atómicas que presentaban una ramificación estructural excesiva, tal como salientes, indentaciones o formas anulares, porque quizá haya estimado que tales formas eran «fácilmente rompibles» e inestables, dado que aumentan la superficie de contacto entre el átomo y el espa cio vacío que lo rodea. A la vista de la disposición más bien poco matemática de Epicuro, parece dudoso que haya tomado en conside ración a este respecto la posición singular de la forma esférica con su propiedad externa de superficie mínima para un volumen dado. Con todo, las consideraciones de este estilo desempeñaron una fusión signi ficativa en el período helenístico posterior, como vamos a ver en seguida. Otro ejemplo de desarrollo conceptual en la teoría atómica griega afecta a un caso típico de una reafirmación posterior de una hipó tesis merced a un descubrimiento hecho en otro campo. A fin de explicar las cualidades más conspicuas tanto del elemento ígneo como de la mente, los primeros atomistas griegos habían establecido dos postulados por lo que respecta a los átomos de fuego y a los del alma. Suponían que eran esferas, por lo que poseían una gran suavidad y movilidad. Asimismo suponían que eran de pequeño tamaño, lo que hace plausible el carácter tenue de la substancia del fuego y la superior característica tenue del alma. Hubo que esperar al ulterior progreso realizado en geometría unos cien años después de Epicuro para que el significado conceptual
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del átomo esférico pudiese recibir también una expresión más concisa. Dicho progreso está conectado con el descubrimiento de Zenodoro de los teoremas isoperimétricos, tal vez a lo largo del segundo o primer siglo a.C. En su comentario sobre la Sintaxis de Ptolomeo, Teón de Alejandría da cuenta de ello, mencionándolo también brevemente Simplicio. Zenodoro probó que el área de un círculo es mayor que la de cualquier polígono regular de igual perímetro, así como que el volumen de una esfera es mayor que la de cualquier otro cuerpo sólido con igual área de superficie. Unos cuatrocientos años más tarde, Pappo enunció de nuevo estos teoremas mostrando que la esfera es mayor que cualquiera de los cinco sólidos regulares de la misma superficie, así como también mayor que el cono o el cilindro de superficie igual. Las fuentes existentes no revelan si después de Zenodoro la escuela epicureísta aplicó los teoremas isoperimétricos al problema de los áto mos esféricos. De manera característica, en el siglo vi d.C. Filopón pasó por alto la cronología de este desarrollo matemático que había tenido lugar mucho después de Demócrito y Epicuro. Retrospectivamente atribuyó a Demócrito consideraciones isoperimétricas entre sus razones para conferir pequeñez y formas esféricas a los átomos del fuego y del alma: «Vale la pena indagar las razones de la afirmación de Demó crito según la cual los átomos esféricos constan de las menores partes, siendo así fáciles de mover. Es evidente que la forma esférica es fácilmente movible, pues se puede demostrar que la esfera toca al plano tan sólo en un punto. Mas, ¿por qué los átomos esféricos están compuestos de las menores partes, lo cual se tiene por otra razón de su movilidad? Esto no parece tener el menor sentido, pues los átomos piramidales y los ganchudos también se pueden componer a base de partes mínimas. Con todo, la explicación discurre como sigue: en geo metría se muestra que entre las formas rectilíneas de igual perímetro tienen mayor área las de más ángulos... Así el círculo poseerá el área mayor, dado que cuantos más ángulos posee una forma, más se aproximan a no tener ángulos; esto es, a ser un círculo. La misma ley rige para los sólidos, por lo que la esfera posee el mayor contenido de entre todos los sólidos rectilíneos de igual superficie. Mas siendo esto cierto, es decir, si de entre las formas isoperimétricas poseen mayor contenido las que tienen más ángulos, también valdrá lo inverso, a saber, que de todas las formas del mismo contenido, las que tienen más ángulos poseerán el menor perímetro, por lo cual las esferas tendrán la menor superficie de todas. Por consiguiente Demócrito supuso correctamente que las esferas constituyen los átomos mínimos de todos los de igual volumen, razón por la cual pueden penetrar por todas partes...» [91]. Así pues, las suposiciones de Demócrito y
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Epicuro parecieron verse vindicadas ante Filopón porque la forma y tamaño (relativo) de los átomos esféricos se ven unidos por relaciones físico-matemáticas definidas. Finalmente, prestaremos atención al problema de la mezcla de dos líquidos, un capítulo típico y muchas veces discutido de la teoría de la materia, acerca del cual la opinión de Epicuro difería significativa mente de la de sus predecesores. Nos lo cuenta Alejandro de Afrodisia, el aristotélico ortodoxo: «Según Demócrito no existe en absoluto una mezcla real, sino que lo que aparentemente es una mezcla no es sino una juxtaposición de cuerpos, cada uno de los cuales conserva la naturaleza específica que poseía antes de la mezcla. Parecen estar mezclados debido a que nuestros sentidos no logran percibir los cuer pos separados que están unos al lado de otros porque son pequeños... Epicuro se negó a seguir a Demócrito en esta idea. También él era de aquéllos que consideraban las mezclas como una yuxtaposición de cuerpos, pero declaraba que estos cuerpos no se conservaban en el proceso de división, sino que se disolvían en elementos y átomos. Cada uno de los cuerpos que constan sea de vino o de agua o de miel, o de cualquier otra cosa, está de algún modo compuesto por estos elementos y átomos. La mezcla resulta de la síntesis de las cualidades de estos cuerpos de los que constaban los componentes. Así pues, no es el agua y el vino lo que se mezcla, sino por así decir los elementos productores de agua y los productores de vino, con lo que la mezcla resulta de una especie de destrucción y generación, pues la disolución en los elementos de cada componente es una destrucción y la síntesis de los componentes es una generación» [5]. Vemos que aquí Demó crito sostiene un punto de vista que deriva de la suposición de que la cualidad de una mezcla ha de ser el resultado de la mezcla de las cualidades de sus componentes, mientras que Epicuro adoptó la posi ción radical de un atomismo inflexible. En su teoría cada componente se disgrega en sus unidades últimas, imperturbables y carentes de cua lidades, cada una de las cuales se ve rodeada por unidades de otros componentes, uniéndose y combinándose los átomos de ambos com ponentes para formar la mezcla con cualidades. Nos enfrentamos aquí a un caso especial del problema general de cómo las propiedades físicas macroscópicas de la materia se construyen a partir de los datos geométricos básicos de forma, orden y posición de los átomos. Este problema pertenece una vez más a la clase de problemas, a menudo planteados como paradojas, de cómo y en qué estadio la cantidad se convierte en cualidad. En principio, los atomistas supusieron que el efecto acumulativo de los átomos lleva a la transi ción de la entidad individual imperturbable e inmutable al compuesto que presenta cualidades y cambio. «No constituye fuego cada uno de
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los átomos esféricos aislados, sino la suma [ soreia] de todos ellos» [88]. El término soreia sugiere el famoso argumento dialéctico soreites, mencionado frecuentemente en las obras de los griegos en el sentido de que un estadio que se alcanza por la adición o sustitución gradual de pequeñas unidades no se puede difinir tajantemente. ¿Cuán tos granos constituyen un montón? ¿Cuántos pelos hay que perder antes de llegar a la calvicie? Es muy curioso que en las fuentes que nos han llegado no parezca haber referencias al problema de los áto mos: ¿cuántos átomos juntos constituyen un cuerpo dotado de cuali dades? Tal estado ha de alcanzarse naturalmente muy por debajo del umbral de la visibilidad, pues todas las cosas visibles muestran cambio y cualidad. A este respecto hay que señalar una debilidad esencial del atomismo griego que no se superó en la época helenística. Tanto Demócrito como Epicuro presupusieron tan sólo la existencia de átomos y vacío, exclu yendo de su teoría de la materia todas las fuerzas continuas. Es cierto que además de las fuerzas instantáneas de impacto resultantes de las colisiones, Demócrito también suponía la existencia de fuerzas ató micas de un tipo, a saber, la trabazón de ciertos átomos de forma conveniente; por ejemplo, los ganchudos. Mas estimaba que esas unio nes sólo eran temporales, rompiéndose y formándose de nuevo por el constante torbellino de las partículas elementales. Por otro lado, Epi curo, con su regla de selección, rechazó precisamente aquellas formas que permiten la formación de uniones. En su crítica a los atomistas, Aristóteles reconoció esta debilidad del atomismo griego, preguntando cómo explicaban los atomistas la diferencia entre agua y hielo c. Obviamente, hay los mismos átomos en la misma disposición tanto en el agua como en el hielo, por lo que la diferencia entre el estado sólido y el líquido permanece inexplicada. Vemos aquí una diferencia característica entre el atomismo antiguo y el moderno. El atomismo moderno ha conservado en sus teorías un concepto esencialmente continuo, el de fuerza. Para el físico cuántico, las fuerzas interatómicas y nucleares son una parte integral de la realidad física. Se trata de entidades continuas que describen campos físicos en tomo a partículas que constituyen singularidades en dichos campos. Los físicos de hoy no pueden arreglárselas sin un enfoque dualista de atomismo y concepción continua. Uno de los factores que puede haber impedido a los atomistas griegos la consideración de fuer zas continuas fue su postura básicamente mecanicista. Las fuerzas continuas podrían identificarse fácilmente con entidades espirituales como dioses y demonios, mientras que la interferencia de tales enti-12 12 Aristóteles, De gener. et corr., 327a, 14-23.
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dades con la visión del mundo material había de ser estrictamente evitada. 2.
La teoría geométrica de Platón y las objeciones de Aristóteles
Platón expuso en el Timeo el primer bosquejo de una teoría mate mática de la materia. Platón no dedica ni una línea a Demócrito y su teoría, siendo tal vez su silencio expresión de desprecio por el enfoque mecanicista y materialista de los atomistas, quienes pretendían explicar la realidad espiritual mediante meras hipótesis cinemáticas y mecánicas. Además, Platón estaba influenciado por la escuela pitagórica, esa tradición preso crática que, frente al punto de vista mecánico de los milesios y de Empédocles y Anaxágoras, hacía del número la base de todos los acontecimientos físicos. Con todo, la teoría de Platón comparte una presuposición básica con la de Demócrito, cual es la hipótesis de que los fenómenos del mundo macroscópico se enraízan en ciertos elementos discretos invi sibles cuya reunión e interacción causa todos los sucesos físicos. En este sentido, la teoría de la materia de Platón es una teoría atómica, siendo significativo que en la Antigüedad Platón y Demócrito se citasen juntos con frecuencia a la hora de tratar de la explicación de la mate ria. Aun así, hay dos diferencias notables. Platón negaba el vacío, construyendo sus elementos atómicos a partir de una variedad mucho más restringida que la del número inmensamente grande de formas postulado por los atomistas. Otra cuestión es hasta qué punto el pasaje relevante del Timeo se puede tomar por un documento cien tífico. A Platón le gustan las alegorías, por lo que su vena poética es proclive a interferir con su pensamiento científico. El problema de la interpretación del Timeo es en gran medida un problema de actitud hacia la intuición científica de Platón. Si se lo toma tan en serio a este respecto como se lo toma en cuanto filósofo, hay que mirar más allá de su lenguaje poético, dando por supuesto que con sus afirma ciones quería decir cosas muy definidas y básicas. Así era sin duda como lo interpretaban los neoplatónicos cuando hicieron revivir su teoría unos setecientos años más tarde. El bosquejo de su teoría matemática, o más bien geométrica, de la materia aparece en las secciones 53-58 del Timeo. A la vista de la brevedad de la exposición platónica, tal vez debiera considerarse como un borrador de una teoría expuesta con la esperanza de que alguien más experto que él la elaborase con mayor detalle. No pretendía que sus sugerencias fueran las únicas posibles o las correctas, pero estaba
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convencido según el mejor espíritu pitagórico de que en la estructura de la materia regían ciertas simetrías y que por consiguiente el modo adecuado de enfocar la explicación de la materia era el geométrico. La simetría ha de hallarse en el dominio de la geometría tridimensio nal, porque la extensión de la materia es tridimensional. Era algo ple namente legítimo que Platón eligiese los cuatro cuerpos «platónicos» perfectos para esta finalidad, identificándolos con los cuatro elemen tos. Ya sabía que existían cinco cuerpos perfectos, pero omitió aquel para el cual no tenía ninguna función a la hora de construir los ele mentos de la materia, procedimiento que no puede echarle en cara ningún físico teórico moderno, especialmente si se recuerdan las pala bras de Platón en el sentido de que recibiría como a un amigo a cualquiera que ofreciese una solución mejor que la suya. En su sobradamente conocido esquema, Platón asocia el tetraedro al fuego, el octaedro al aire, el icosaedro al agua y el cubo a la tierra. Así pues, se asumía uno de los principios de los mecanicistas por cuanto que la forma era el factor determinante de la conducta física de los elementos, si bien para Platón ello no era sino el punto de partida para suposiciones de mayor alcance. Un objetivo importante que se planteó con su teoría fue la explicación del cambio material, como, por ejemplo, el fenómeno básico de la transición del estado líquido al gaseoso (los griegos no distinguían entre vapor de agua y aire) o bien el proceso inverso. Por consiguiente hubo de buscar algunos rasgos comunes a todos o algunos de los cuatro elementos, a fin de ver si daban alguna pista para la explicación del cambio de un elemento a otro. El tetraedro, el octaedro v el icosaedro están
todos ellos limitados por triángulos equiláteros, lo que autoriza inme diatamente a establecer relaciones entre ellos, y por ende, entre los elementos que representan. Por otro lado, el cubo está limitado por cuadrados que no se pueden resolver en triángulos equiláteros por división. Por tanto, Platón concluyó que no se podía dar una transición entre la tierra y algún otro de los otros tres elementos, fuego, aire y agua. Aun así, Platón no tomó el triángulo equilátero y el cuadrado como los elementos estructurales últimos, sino que los subdividió en triángulos rectángulos. Los triángulos equiláteros se pueden cons
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truir a partir de triángulos rectángulos cuyos lados menor y mayor estén en la relación 1 : 2, mientras que los cuadrados se componen de triángulos que son rectángulos e isósceles. A base de estos dos tipos de triángulos rectángulos se componen los planos que limitan los tres primeros cuerpos, así como los del cubo. Una ventaja de la descomposición en elementos estructurales pequeños es la posibilidad de construir conjuntos de triángulos equi láteros o de cuadrados de tamaños distintos y crecientes, lo que a su vez permitía la construcción de conjuntos de cuerpos elementales de diversos tamaños. Así, por ejemplo, Platón podía distinguir distintos tipos de fuego, incluyendo la luz, o diversas clases de aire según el tamaño de los cuerpos elementales componentes. Pero, evidentemente, dentro de cada conjunto, el tetraedro es el cuerpo menor, ya que está compuesto por el menor número de triángulos. Esto suministra inme diatamente dos características principales del fuego, su gran movilidad (tamaño pequeño) y su penetrabilidad (agudeza del ángulo sólido). Aquí, dos propiedades del fuego para las que Demócrito había de estipular dos condiciones separadas (pequeñez y esfericidad) se redu jeron a una raíz única. Así pues, la capacidad disolvente del más activo de los elementos se explica por la gran agudeza de la forma tetraédrica que es capaz de agujerear y disolver fácilmente otros cuerpos. La contrapartida geo métrica de esta disolución es la descomposición en los triángulos ele mentales a partir de los cuales se recomponen otros cuerpos de acuerdo con relaciones numéricas fijas. Como hemos visto, cuando un cubo se disuelve, tan sólo puede reconstruirse como un cubo; pero cuando un icosaedro se ve atravesado por un tetraedro, los veinte triángulos equiláteros se pueden reconstruir como los límites de dos octaedros (16 triángulos) y un tetraedro (4 triángulos). Un átomo de agua se puede transformar así en dos átomos de aire y uno de fuego. En el proceso inverso, dos partes de fuego pueden combinarse, por ejemplo, en una de aire, o cinco partes de aire en dos de agua. No es preciso que discutamos aquí los detalles de la teoría plató nica, ya que volveremos sobre ella cuando describamos su renacimiento a manos de los neoplatónicos. Lo que importa en este punto es darse cuena de que el enfoque matemático del problema de la materia debido ii Platón logró lo que no pudo conseguir la teoría mecanicista, si bien lo hizo de manera rudimentaria y primitiva. Se trata de la conexión entre rasgos de las propiedades materiales y del cambio material con iiertas relaciones geométricas y numéricas. En cierto modo fue el comienzo de la física matemática en su forma más elemental, puesto que ciertos elementos del mundo material se describieron mediante magnitudes matemáticas que, a su vez, permitieron el establecimiento
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de ecuaciones o relaciones que podrían interpretarse como datos y procesos del mundo físico. Siguiendo su costumbre, Aristóteles da un repaso crítico a las teorías de sus predecesores, incluyendo a Platón, como introducción a su propia teoría cualitativa. Alude en varias ocasiones a la teoría geométrica de Platón, tanto en el De cáelo como en el De generatione et corruptione, mientras que algunos pasajes de la Metafísica tienen una relación indirecta con este tema. Visto desde una perspectiva más amplia, como ocurre con los neoplatónicos, la principal discre pancia entre Aristóteles y Platón deriva de sus diversas posiciones respecto a la función de las matemáticas en las ciencias físicas o, más en general, a la relación entre las matemáticas y la ciencia. Aristóteles recurría ocasionalmente a las matemáticas a fin de explicar algunos hechos físicos, como por ejemplo en su discusión del movimiento. Pero en general, las matemáticas, y más particularmente la geometría, no eran para él más que las cosas perceptibles vistas con abstracción de sus cualidades perceptibles. Hay muchos pasajes ilustrativos en sus escritos en los que esto se enuncia con toda claridad. El matemático, señala en la Metafísica, investiga abstracciones: «primero elimina todas las cualidades sensibles, como gravedad y ligereza, dureza y su contrario, así como calor y frío y todas las demás oposiciones sensi bles, dejando sólo la cantidad y la continuidad..., no estudiándolas bajo ningún otro aspecto» [39]. Uno de los ejemplos que pone Aris tóteles de la abstracción matemática, la «nariz respingona», se ha hecho famoso: «De las cosas definidas, esto es, que caen bajo la cate goría del “qué”, algunas son como “respingona” y otras como “cón cavo”. La diferencia estriba en que “respingona” es una combinación de materia y forma, porque lo que es “respingona” es una nariz cón cava, mientras que la concavidad es independiente de la materia per ceptible» [38], Aristóteles era consciente de que las matemáticas se aplican a diver sas ramas de la ciencia, a la astronomía, la óptica, la mecánica y la armonía, así como de que «es tarea de los observadores empíricos conocer los hechos, y de los matemáticos, conocer el hecho razonado» [7]. Las ciencias físicas, cuando aplican las matemáticas, estudian la materia y la forma, si bien lo hacen tratando las realidades físicas respecto de ciertos atributos abstraídos de su esencia física. Con todo, a Aristóteles jamás se le ocurrió pensar que los elementos matemáticos, como por ejemplo las formas geométricas, pudiesen emplearse como símbolos para describir las realidades físicas. Eso fue precisamente lo que Platón había hecho en el Timeo y lo que se halla en el fondo de las objeciones de Aristóteles a su teoría, no sólo cuando poseen un carácter fundamental, sino también cuando aluden a detalles técnicos.
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Resulta significativo que cuando Aristóteles compara la teoría de Platón con la de Demócrito, prefiera esta última, si bien, como es obvio, las rechaza ambas: «Como hemos dicho también en otro lugar, no tiene sentido resolver los cuerpos en planos y nada más. Por tanto hay que decir algo más a favor de la opinión de que hay cuerpos indi visibles, si bien eso entraña también un considerable absurdo» [29]. Por su misma naturaleza, toda teoría atómica ha de presuponer ciertos elementos mínimos que son inalterables, y en este punto Aristóteles estimaba que la suposición de Demócrito de que existían partículas sólidas mínimas era más razonable que la idea platónica de elegir formas bidimensionales como los elementos de un continuo tridimen sional. Aristóteles no se dio cuenta de que los elementos de Platón eran formas geométricas, no materiales, a pesar de que Platón afir mase que el fuego, la tierra, el agua y el aire eran cuerpos y que todo cuerpo poseía solidez, estando todo sólido limitado por planos, lo que entraña que esos planos han de tomarse en un sentido puramente geométrico. Platón nunca pensó en atribuir peso o cualquier otra propiedad material a sus triángulos. Sin embargo, una buena parte de la polémica de Aristóteles se basa en la errónea imputación según la cual Platón consideraba materiales los planos. Por ejemplo, en el De cáelo señala que los sólidos podrían construirse también de manera distinta a partir de planos, a saber apilándolos unos encima de otros en lugar de ponerlos unos al lado de otros, con lo que la construcción de los cuerpos elementales a partir de planos no carecería de ambi güedad. Esta objeción y otras similares muestran que Aristóteles no captó el punto fundamental de la teoría platónica que es que ciertas regularidades de la materia y del cambio material se pueden derivar ilc las relaciones geométricas entre las superficies de los cuerpos que representan simbólicamente los cuatro elementos. V
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Pospondremos el tratamiento de un cierto número de otras obje ciones planteadas por Aristóteles hasta que lleguemos a los neoplatónicos, quienes entraron en una discusión detallada con su crítica. Aquí nos vamos a centrar en la actitud básica del realista y experimentalista írente al idealista, cuyo principio último considera errado. En un pasaje que más bien habla en contra de Platón, Aristóteles enfrenta mi método «dialéctico» de investigación al método «físico» de Demó crito: «Aquellos a quienes la afición a las largas discusiones ha tor nado incapaces de observar los hechos están muy dispuestos a dogma tizar sobre la base de unas pocas observaciones» [30], El fuerte
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prejuicio de Aristóteles contra Platón se puede entender más fácil mente a la luz de su propio principio de explicación científica que define como sigue: «Las cosas perceptibles exigen principios percep tibles; las cosas eternas, principios eternos; las cosas perecederas, principios perecederos; y en general cada objeto, principios homogé neos con él» [26]. Ni Demócrito ni Platón se plegaron a esta regla. Los atomistas habían pecado en contra de ella por cuanto que habían desechado la explicación mediante cualidades perceptibles, explicando la materia merced a elementos corpóreos y no perceptibles, esto es, mediante átomos privados de toda cualidad. Pero mayor aún fue el pecado de Platón que desechaba la explicación de la materia merced a elementos corpóreos, explicando los cuerpos mediante superficies o, en último término, mediante la geometría bidimensional. Aristóteles siguió constantemente este principio de explicación en su teoría de la materia. Partiendo de los cuatro elementos, fuego, aire, agua y tierra, trató de explicar los cambios que tienen lugar en la materia, suponiendo que estos cuatro elementos no son más que com binaciones de dos de las cuatro cualidades elementales, caliente, frío, húmedo y seco. Componiendo las cuatro combinaciones posibles, Aris tóteles forma los cuatro elementos y, suponiendo además que cada cualidad puede sustituirse por su opuesta merced a la acción de otro cuerpo, explica en principio la transición de un elemento a otro y el cambio material en general. Así pues, los elementos últimos del mundo físico perceptible no son corpóreos, pero resultan perceptibles como cualidades sensibles de calor, frío, humedad y sequedad. En general, el sistema conceptual de Aristóteles se aceptó y sobre vivió a los demás, perdurando con modificaciones hasta el comienzo de los tiempos modernos. La razón fundamental de esta longevidad estuvo en su éxito en biología y medicina, donde sirvió para suminis trar un fundamento a las ideas ordinarias. Las teorías médicas de los cuatro humores y los subsiguientes desarrollos de la fisiología antigua y medieval estaban relacionados de una y otra manera con la doctrina cualitativa de la materia. El propio Aristóteles aplicó su sistema a la biología y en el De partibus animaliutn explica el significado de las cuatro cualidades para los procesos biológicos l3. Se puede reconocer con facilidad su participación en las partes y órganos del cuerpo huma no y animal cuando se estudian los tejidos, los huesos y la sangre. Aristóteles analiza en particular el significado del calor a este respecto y señala que todo cuanto crece y por ende toma alimento, ha de trans formar de alguna manera la comida. En ello el calor desempeña una función vital, razón por la cual los animales y las plantas han de tener 13 De part. animal., II, 2-3.
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alguna fuente natural de calor en sí mismos. Más tarde, sin embargo, dice que las plantas utilizan el calor de la tierra que prepara su ali mento en la forma precisa. Siguiendo las huellas del estudio de Aristóteles sobre los animales, Teofrasto compuso sus libros sobre plantas, y por vez primera esta bleció la botánica como un objeto de estudio científico sistemático. Tomó las nociones aristotélicas y las aplicó al mundo de las plantas. En su libro De causis plantarum, discutió entre otras cosas el desarro llo de las plantas en relación con el clima, el suelo, el agua y otros factores ambientales. Obviamente, los cuatro elementos están impli cados en dichos procesos (en los que el fuego está representado por el sol); mas ¿qué ocurre con la función de las cuatro cualidades? Frente al carácter claramente perceptible del calor animal, es difícil considerar lo caliente y lo frío como cualidades sensibles de las plantas. «Por lo que atañe al crecimiento y germinación de las plantas, hay que poner la causa en el influjo del aire y el sol, así como en la natu raleza específica de cada una de las plantas que difieren en humedad, sequedad, grado de densidad y otros factores similares, no menos que en el calor y frío, pues también éstos forman parte de su naturaleza. Pero, mientras que la humedad y la sequedad resultan más o menos accesibles a los sentidos, el calor y el frío que no implican la percep ción, sino la razón, llevan a diferentes opiniones y a controversias, tal y como ocurre con todo cuanto está sujeto al juicio de la razón. Merece la pena definir estos conceptos, especialmente dado que mu chas cosas se remiten a estos principios. Ciertamente se han de juzgar todos estos conceptos por sus consecuencias fácticas, pues de los hechos llegamos a conclusiones relativas a la naturaleza de las fuerzas ele mentales» [239]. He aquí un interesante desarrollo del pensamiento científico que también nos resulta familiar en la ciencia moderna. Los conceptos y modos de explicación se tornan más complejos y abstractos cuando, en el decurso del progreso científico, se aplican a un campo de cono cimiento que se expande. El concepto de inercia, por ejemplo, se asociaba originalmente al movimiento a velocidad constante en línea recta, conservándose en la relatividad general en el sentido más abs tracto de movimiento a lo largo de una línea geodésica. Asimismo, muchos de los conceptos clásicos de la mecánica newtoniana tomados por la mecánica cuántica han perdido parte de su significado concreto. I)e lo que dice Teofrasto se desprende que el concepto de calor, al aplicarse a las plantas, deja de ser un «principio perceptible» en sen tido aristotélico, tornándose en objeto de disputa entre los expertos. Más tarde, Teofrasto polemiza con un botánico anterior, el pitagórico Menestor, que vivió en la segunda mitad del siglo v a.C., estando
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influido por Empédocles en lo atinente a sus ideas acerca de la acción del calor y el frío. Empédocles había supuesto que los animales que presentan una preponderancia de una cualidad se ven atraídos a regiones en las que prevalece la cualidad contraria. Como Aristóteles señala en De parlibus animalium, la idea general consistía en com pensar una cualidad mediante la opuesta. Teofrasto lo expresa como sigue: «Las cosas perecen por mor de la misma cualidad como resul tado de la hipertrofia y se salvan gracias a la cualidad opuesta por la producción de cierta mezcla bien equilibrada» [240], Prosigue luego: «Menestor sostenía esta misma opinión por lo que atañe a los ani males no menos que a las plantas. Las plantas más cálidas son, en su opinión, aquellas que crecen en el agua, como los juncos, cañas o juncias, las cuales además no se hielan con las tormentas invernales» [241]. Teofrasto rechaza este criterio de calidez, así como otro que conecta la fertilidad con el calor como cualidad interna de las plantas. Insiste en que sólo la afinidad de la cualidad interna con la cualidad del medio lleva a la generación, nutrición y conservación. Por otro lado, propone otro criterio que introduce un punto de vista nuevo y original: «Hay que atribuir también la cualidad del calor a aquellas facultades que producen calor, fermentación y humores en los cuerpos cuando las plantas se han consumido como alimento, o que crean la sensación de calor cuando se rozan o tocan. Esto es algo que no pre cisa confirmación mediante pruebas científicas, pues lo demuestra la práctica médica y la sensación» [242], La primera parte de este pasaje, que relaciona el contenido de calor de una planta con sus efectos metabólicos, hace del calor un concepto químico. De este modo, el concepto de «planta cálida» recibió de manos de Teofrasto un signi ficado «perceptible» y medible, si bien de un modo complejo y sofis ticado que lo más probable es que no fuese el que Aristóteles había concebido. Cuando Teofrasto asoció el calor con los procesos quími cos, sin duda estaba haciendo algo más que una consideración aforís tica. Sabemos por sus escritos, gracias a su discurso Del fuego, por ejemplo, que era muy consciente de los diversos aspectos del calor y sus diversos efectos según la naturaleza del proceso térmico. El siguiente pasaje puede servir como ilustración: «El fuego o la cualidad del calor admite pues grandes diferencias en sí mismo así como en, o en conjunción con, otros cuerpos. Quizá este hecho también explique el problema de por qué los intestinos pueden disolver monedas, cosa que no puede hacer el agua hirviendo aunque sea aún más caliente» [2441. Los estoicos adoptaron la teoría cualitativa de la materia, asegu rando con ello la continuidad de su tradición, no obstante algunas
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modificaciones que introdujeron de acuerdo con su doctrina física. Su pneuma que todo lo penetra era una mezcla de fuego y aire, mien tras que su propiedad más conspicua, la tensión, estaba determinada por las propiedades activas y elásticas de sus dos componentes. Así pues, los estoicos consideraban al fuego y al aire como elementos activos frente a los pasivos del agua y la tierra. Paralelamente a esta clasificación, distinguían entre cualidades activas (caliente y frío) y pasivas (seco y húmedo), relacionando cada una de estas cualidades con uno de los elementos. Los estoicos lo concebían todo como cuerpo capaz de ejercer o padecer acciones, por lo que no veían ninguna utilidad en la distinción aristotélica entre elementos corpóreos y cua lidades incorpóreas. Así pues, todo elemento se caracterizaba por su cualidad predominante, identificándose casi con ella. El fuego era caliente; el aire, frío; el agua, húmeda, y la tierra, seca. También el pneuma, cuya total mezcla con la materia confería a los cuerpos sus propiedades físicas, figuraba en ocasiones como substancia y en oca siones como una quinta cualidad. Naturalmente, los estoicos tampoco precisaban para nada el éter aristotélico, pues la doctrina de la ekpyrosis aseguraba una transición periódica del cosmos en su conjunto del estado ordenado al estado de caos térmico, a partir del cual se desarro llaba de nuevo el orden, llevando a un retorno de lo idéntico. Todas estas modificaciones se tenían por desviaciones radicales de la concepción aristotélica, llevando a interminables polémicas en el último período helenístico. Vistas desde nuestra perspectiva histórica, no alteran el hecho fundamental del carácter cualitativo de la teoría estoica de la materia, en la que la idea básica seguía siendo que las cualidades constituyen los principios fundamentales del mundo mate rial y que su mezcla es el mecanismo a través del cual se produce todo cambio material tanto en el reino inorgánico como en el orgánico. Las teorías médicas que se se retrotraen hasta Hipócrates, mucho untes de Aristóteles, y llegan hasta Galeno en el siglo n d.C., estaban estrictamente de acuerdo con esta concepción, por lo que contribuye ron del modo más efectivo al firme asentamiento de la teoría cuali tativa de la materia. Aparte del ensayo de Plutarco sobre El principio del frío, hay abundantes pruebas de ello en los escritos de Galeno, entre los cuales De las mezclas trata exclusivamente y muy por extenso de la aplicación de la teoría cualitativa a los problemas biológicos y médicos del cuerpo humano. Esta obra, que consta de tres libros, muestra con claridad cuán lirmemente se basaba la fisiología y la medicina descriptiva de Galeno en la doctrina de las cuatro cualidades, ya de una respetable antigüe dad para entonces, tal y como señala al comienzo del libro: «Que los
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cuerpos de los seres vivos son una mezcla de caliente, frío, seco y húmedo y que su participación en la mezcla no es igual y ha sido sufi cientemente mostrado por los principales filósofos y médicos de los tiempos antiguos» [50]. Lo que hace que el De las mezclas sea de tan interesante lectura es que ofrece un ejemplo de lo más revelador del desarrollo histórico de un conjunto fundamental de conceptos. En el transcurso de una larga tradición, Jas cuatro cualidades aplicadas a un conjunto complejo y creciente de fenómenos biológicos se con virtieron en nociones más bien complicadas y abstractas que en ocasio nes sólo conectaban remótamente con su significado original. Por otro lado, un empirista estricto como Galeno hizo denodados esfuerzos por mantener los nexos con los orígenes sensoriales de dichos con ceptos e incluso trató de construir patrones físicos merced a los cuales pudiesen tornarse en cualidades medibles y reproductibles. El siguiente pasaje muestra cómo estos conceptos se relativizaban y adaptaban al mundo orgánico: «Si se dice que los cuerpos son mez clas de lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo, en este contexto “cuerpos” ha de entenderse en el sentido absoluto de la palabra, es decir, los elementos aire, fuego agua y tierra. Si, por otra parte, se habla de que un animal o una planta son calientes o fríos, o secos o húmedos, estas palabras han de entenderse de manera distinta, pues un ser vivo no puede existir en un estado absolutamente caliente como el fuego, ni en un estado absolutamente húmedo como el agua. De manera semejante, en este caso no existe tampoco frío o sequedad extremas, sino que ésas son más bien las denominaciones usadas según sea el componente predominante de la mezcla. Por ejemplo, denomi namos húmeda a una substancia cuando contiene una mayor propor ción de humedad, mientras que la consideramos seca cuando es mayor la proporción de sequedad. Lo mismo ocurre con caliente y frío» [51]. El siguiente pasaje introduce el concepto de tipo «normal» de mezcla sobre el cual Galeno hace mucho hincapié en su libro: «Así como hay muchas clases de animales, no menos que muchos individuos, el mismo cuerpo puede ser caliente, frío, seco o húmedo de muchas maneras. Cuando se establecen comparaciones con un caso arbitrario, es obvio que la misma cosa se puede denominar con términos opues tos; por ejemplo, que Dión es más seco que Teón o Memnón, aunque más húmedo que Aristón y Glaucón. Pero cuando la comparación se establece con el caso normal de un género o una especie, ello puede confundir y sorprender al inexperto, pues uno y el mismo hombre puede ser a la vez húmedo y caliente o frío y seco, a saber, esto último cuando se compara con el tipo normal de hombre y lo anterior cuando se compara con un animal o una planta o cualquier otra substancia» [52],
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Galeno subraya la complejidad de la idea de «mezcla normal» aplicada a la biología que, al nivel de lo psicosomático, conduce a la definición de los cuatro temperamentos. «Decimos que todos los ani males y plantas poseen una mezcla óptima y normal en su propia clase no simplemente cuando prevalece una exacta igualdad de los opuestos, sino cuando existe una cierta proporción por respecto a sus facultades. Ello es similar al sentido en que decimos de la justicia que establece una igualdad no por peso y medida, sino según el decoro y mérito. La igualdad de mezcla se da en todos los animales y plantas bien tem perados, sin que se defina por el peso de los componentes de la mezcla, sino por una medida que se compadece con la naturaleza del animal o la planta» [53]. La gran dosis de flexibilidad introducida de este modo en la con cepción de las cualidades hizo posible adaptar una terminología exis tente desde hacía mucho a las necesidades de la biología y la medicina, cosa que ciertamente llevó a cabo Galeno con admirable habilidad. Es curioso el contraste que con esta sofisticada manera de proceder establece el intento más bien ingenuo de Galeno por estandarizar las cuatro cualidades: «En toda clase, y en general en toda estructura, la media se engendra por la mezcla de los extremos, siendo de los extre mos de donde se ha de derivar el contenido conceptual así como el diagnóstico de la media. Podemos determinar exactamente la media concibiendo la distancia entre la calidad perceptible más caliente, como el fuego o el agua hirviente, y la más fría conocida, como el hielo o la nieve. Llegaremos así conceptualmente al valor simétrico que se halla equidistante de ambos extremos. Además, en cierta medida pode mos construirla mezclando masas iguales de hielo y agua hirviendo. La mezcla de ambos se hallará igualmente distante tanto del extremo abrasador como del del frío mortificador. Además, una vez que nues tros sentidos han captado la mezcla, no será difícil definir la media de cualquier otra substancia respecto a los opuestos caliente y frío, midiéndolo todo por comparación con un patrón fijo. De manera seme jante, al humedecer tierra o cenizas o cualquier otra materia muy seca con una cantidad igual de agua, se construirá una substancia que es la media de los opuestos seco y húmedo. Una vez más, no será enton ces difícil identificar ese cuerpo visual o táctilmente y conservarlo como patrón y medida para diagnosticar otras substancias que tengan una deficiencia o un exceso de humedad o sequedad» [54]. Galeno es muy consciente del hecho de que la consistencia de esa pasta que define la media de seco y húmedo depende de su tempe ratura, por lo que prosigue: «Obviamente, la substancia patrón ha de
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poseer un calor normal, pues si la norma de humedad y sequedad está demasiado caliente o demasiado fría, puede presentar una imagen falsa, pareciendo a veces más húmeda y a veces más seca. Si es más caliente que el patrón, su aspecto será más disuelto y fluido que lo húmedo. Por otro lado, si el patrón es más frío de lo debido, se tor nará rígido y sin movimiento, con lo que aparecerá rígido al tacto, creando una falsa impresión de sequedad. Cuando el cuerpo patrón presenta la media entre caliente y frío exactamente del mismo modo que entre húmedo y seco, no se mostrará ni rígido ni blando al tac to» [55]. Una vez más, resulta muy característico de la etapa final de la Antigüedad griega el sorprendente contraste entre el carácter avanzado de la concepción de un patrón y el carácter primitivo del procedi miento experimental apuntado. Con todo, se ha de recordar que la idea de patrón poseía una larga historia en el campo de la estética, retrotrayéndose a la época en que el arte clásico griego se encontraba en su punto álgido. El propio Galeno nos recuerda esta asociación de conceptos cuando dice en el mismo contexto: «De esta manera, pinto res y escultores pintan y modelan los objetos que representan el tipo más bello de cada especie, como el hombre, el toro o el león mejor conformado, buscando el patrón de cada clase. De algún modo se alaba y considera como norma la estatua de Policleto, dado que todas sus partes poseen una proporción perfecta las unas respecto a las otras» [56]. La simetría y perfección son conceptos centrales en los que la mentalidad científica griega coincide y encaja de manera plenamente armoniosa con el sentimiento estético y la actitud ética. No cabe la menor duda de la enorme influencia de Galeno a la hora de establecer el predominio de la teoría cualitativa de la materia que se mantuvo durante casi mil quinientos años. A este respecto, y no obstante muchos aspectos eclesiásticos de sus concepciones teóricas, fue un firme seguidor de Aristóteles y los estoicos al sumarse al prin cipio de la explicación cualitativa, como por ejemplo en el siguiente pasaje: «El diagnóstico efectivo de lo caliente, seco y húmedo es fácilmente accesible y de sobra conocido por todos. La distinción se establece por el tacto, que enseña que el fuego es caliente y el hielo frío. Si alguien pudiera derivar la idea de caliente y frío de alguna otra fuente, debería comunicárnoslo. Si como criterio de las cosas percep tibles nos ofreciera algo distinto y más importante que la percepción, nos propondría un arte irrealizable o más bien, a decir verdad, algo estúpido... Si buscase una prueba abstracta en cuestiones de percep ción, debería asimismo examinar si la nieve es blanca como parece a
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todos los hombres, o si debiéramos tenerla por no blanca como señaló Anaxágoras» [57] 14. El intento un tanto primitivo de Galeno de formular una defini ción cuantitativa de la mezcla de cualidades fue algo casi único en este terreno. Una vez más, el problema de la composición cuantitativa de las mezclas se planteó mucho más tarde a manos de Filopón en un contexto muy otro. Propuso un problema en una forma que nunca se había formulado antes en la Antigüedad. Suponiendo que las propie dades físicas de una substancia resultan todas ellas de una mezcla dada entre cualidades elementales, Filopón pregunta cómo se puede explicar que en algunos casos una de las propiedades pueda cambiar visible-
Unidades de las cualidades primarias
mente mientras que aparentemente las demás permanecen intactas. La formulación de esta pregunta era en sí misma una novedad, mien tras que la respuesta dada entraña por vez primera la discusión de la dependencia funcional de un conjunto de magnitudes variables res pecto a otra, así como el claro reconocimiento del recorrido de una función; esto es, de hecho, de su primera derivada. El notable pasaje que viene a continuación no es sino una transliteración del gráfico que se representa en el diagrama de más arriba: «Si las diversas propie dades de los cuerpos homogéneos, como por ejemplo la dulzura, el carácter amarillo y la viscosidad de la miel, alcanzan sus valores máxi mos según la misma ley de mezcla de las cualidades primarias, ¿por qué el cambio de una propiedad no entraña también el cambio de las demás? En efecto, el color de la miel puede cambiar del amarillo al blanco mientras que su dulzura no se ve afectada en lo más mínimo. Por otro lado, es evidente que el color no podría cambiar sin que se produjese algún cambio en la mezcla primaria de la miel. Siendo ello 14 Tesis de Anaxágoras sobre el color de la nieve: Cicerón, y Sexto Empírico, Pyrrb. hypot., I, 33.
Acad.,
II, 100,
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así, ¿por qué el sabor no cambia junto con el color, si ambos obedecen la misma ley de mezcla de las cualidades primarias? Lo mismo ocurre con el vino, que se puede agriar cambiando por tanto de sabor, sin que por ello cambie el color, siendo así que ambos, si obedecen la misma ley, deberían cambiar con la mezcla. Hay muchísimos otros ejemplos... Nuestra explicación es como sigue. Cada propiedad se define sobre un rango, no atribuyéndosele un solo punto. La blancura se define sobre un rango (pues cuando se pierde la blancura absoluta, el cuerpo no pierde la blancura por completo) y la dulzura también se define sobre un rango (hay un amplio rango de substancias dul ces), etc. Si las propiedades poseen un rango, es obvio que las eficacias de las mezclas de las que resultan dichas propiedades han de tener también un rango. Ha de existir un cierto valor extremo para la mez cla, por debajo del cual no pueda generarse ninguna propiedad, mien tras que para ese valor dado toda la naturaleza de la propiedad cam biará inmeditamente. Por ejemplo, para ejercitar nuestra mente con un modelo, sean diez partes de caliente, frío, seco y húmedo, la can tidad que da el valor máximo de la dulzura. Si esta cantidad se dis minuye en uno para cada una de las cualidades primarias, la dulzura disminuirá ligeramente, pero no se desvanecerá. Ahora bien, si la cantidad se reduce en cinco (suponiendo que hasta dicho punto se conserve la dulzura), toda la propiedad de la dulzura desaparecerá. Si ahora las diferentes propiedades de la miel resultan de la misma mezcla, no se generarán según la misma ley de cambio. Por ejemplo, cuando la dulzura ha alcanzado su valor máximo, el color y la visco sidad pueden no haber alcanzado aún el máximo, sino que pueden estar muy por debajo. Por consiguiente, si la mezcla se varía ligera mente, la dulzura no se alterará perceptiblemente, mientras que el color puede cambiar por completo al estar próximo a ese punto par ticular y crítico de la mezcla de las cualidades primarias en el que el color en cuestión ya no puede existir» [ 87 ]. Filopón nos ofrece aquí una descripción, más bien engorrosa aun que inequívoca, de la dependencia de dos variables, la dulzura y el color, respecto de la variable independiente «cualidad primaria». Se trata del único caso registrado en la Antigüedad de tratamiento cuan titativo de una relación funcional, sirviendo para mostrar cómo el desarrollo de un concepto de inmensa importancia para la ciencia se vio detenido por falta de un método adecuado de descripción, en este caso, de representación gráfica. Desde que los estoicos introdujeron su noción dinámica de continuo, se conocían casos de pensamiento funcional de carácter cualitativo. Hay ejemplos de la descripción de una dependencia funcional de cambios en los órganos de los enfermos y de los cambios en los síntomas. Estaba también la descripción de la
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dependencia de las estaciones respecto a las variables posiciones del Sol y, en general, la idea de que un estado físico, hexis en terminología estoica u, puede pasar por todo un continuo de cambios. Estaba inclu so el reconocimiento del hecho de que una variable puede poseer un valor extremo, ejemplificado por la rectitud de una regla que repre senta un caso singular en el dominio de todas las curvaturas posibles. Mas estos comienzos no se vieron continuado en los años siguientes, y el ejemplo de Filopón constituyó un hecho aislado por las razones apuntadas. 4.
El renacimiento neoplatónico de la teoría geométrica
La teoría cualitativa de la materia, la preponderancia que adqui rió merced a la autoridad de Aristóteles, el apoyo de la física de los estoicos y el refrendo de los autores médicos no consiguieron poster gar completamente el recuerdo de los teorías rivales. En ocasiones, la comparación con éstas no resultaba muy halagadora para el enfoque aristotélico. Menos de un siglo antes de Galeno, Plutarco señalaba en su ensayo sobre El principio del frío que aun cuando la teoría de Platón errase en aspectos concretos, sus principios se asentaban sobre fundamentos científicos, pues se retrotraían a la substancia de las cosas. Prosigue: «Esta parecería ser la gran diferencia que media entre un filósofo y un médico, o un granjero o un flautista, pues estos últi mos se dan por satisfechos con el examen de la causa más alejada de la primera causa, pues tan pronto como se capta la causa más inme diata de un efecto... ello es suficiente para que el técnico realice el trabajo que le es propio. Ahora bien, cuando el filósofo natural se propone hallar la verdad como cuestión de conocimiento especulativo, el descubrimiento de las causas inmediatas no es el fin, sino el comien zo de su expedición hacia las causas primeras y supremas. Por esta razón Platón y Demócrito, al investigar las causas del calor y el peso, hicieron bien en no detener sus indagaciones con la tierra y el fuego, retrotrayendo más bien los fenómenos sensibles hasta los orígenes racionales, hasta alcanzar, por así decir, el número mínimo de semi llas» [114]. A lo largo de todo el período helenístico tiene que haber habido algunas personas que, como Plutarco, consideraban que tanto el enfo que mecanicista del problema de la materia como el enfoque matemá tico llevaban a un estrato de la realidad física más profundo que aquél15 15 Sobre los comienzos del pensamiento funcional, véase Physics of che Stoics, págs. 81-88.
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alcanzado por la explicación cualitativa. El regreso hacia los «oríge nes racionales» constituía un deseo que reflejaba el genuino espíritu griego clásico de los filósofos milesios, de los pitagóricos y de los ato mistas. Era un reto que aceptaron los neoplatónicos tras una ruptura de varios siglos. El resurgimiento de la teoría matemática de la materia tuvo lugar en una época más bien tardía del neoplatonismo, conectán dose con los nombres de Proclo y Simplicio. Se trata del último estadio del desarrollo que comenzó con Plotino y prosiguió con Jámblico. Así pues, en conjunto este sistema floreció durante un período de tres cientos años. En principio sería de esperar que el renacimiento de Platón produjese asimismo una renovación del interés por sus ideas acerca de la materia. También es bien sabido que Plotino poseía un buen conocimiento de la ciencia, extremo del que estamos informados no sólo por su discípulo y biógrafo Porfirio, sino también y directa mente por muchos pasajes de las Enéadas de Plotino, así como por Simplicio, quien menciona el hecho de que Plotino se sumó a Ptolomeo por lo que respecta a ciertas opiniones atinentes a la ciencia física “. Mas la vuelta a Platón se produjo de una manera mucho más indirecta y con un nivel de penetración mucho más avanzado. Ciertamente, el aspecto más fascinante de esta historia es la circunstancia misma de que el neoplatonismo, que terminó convirtiéndose en un sistema espi ritual y místico preocupado por la salvación del hombre, tuviese tanto peso sobre las ideas acerca de la naturaleza de la materia y de la expli cación científica. Plotino concebía la materia en el sentido más amplio de la palabra como el receptáculo abstracto de todos los sucesos corpóreos. Vista desde este ángulo, la materia era para él esencialmente pecaminosa, un obstáculo para el espíritu que luchaba por conseguir el bien. Proyectada en el plano físico, esta naturaleza intrínseca de la materia se muestra como indeterminación, como algo que no se puede captar plenamente con nuestros sentidos. La materia es «el no ser mismo, una imagen del fantasma de la masa, una aspiración hacia la realidad física; es estática, pero no en el sentido de tener posición, siendo en sí misma invisible y hurtándose a quienes desean observarla» [109]. Aceptando el viejo principio de que lo semejante sólo puede reconocerse mediante lo semejante, Plotino llegó a la conclusión de que ha de haber un elemento de indeterminación en el alma humana para que sea capaz de percibir algo que por su misma naturaleza es indeterminado: «¿Cómo puedo concebir la carencia de tamaño de la materia?... Sólo por indeterminación, pues si lo semejante es percibido por lo seme jante, lo indeterminado percibe lo indeterminado» [107]. Cuando se 14 Cf. Porfir., Vita Plot., 14. 7, así como Simpl., De cáelo, 20, 21; 37, 33.
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confronta con la materia, el alma experimenta lo que Plotino llama «el impacto de lo informe». Tenemos aquí el primer germen del antagonismo neoplatónico con la concepción de la materia de Aristóteles, así como el modo en que se puede explicar. Al otro extremo del largo camino, trescientos años más tarde, Simplicio lo expresó con una fórmula muy aguda al comentar aquello de Aristóteles de que «las cosas perceptibles han de explicarse mediante principios perceptibles». Señala que «los princi pios de las cosas perceptibles no tienen por qué ser todos perceptibles, pues la materia, siendo un principio de las cosas perceptibles, escapa a la percepción» [214]. Esta espléndida frase epigramática, que se ha visto corroborada en tan sorprendente medida por la teoría cuán tica, la teoría moderna de la materia, tiene una interesante contra partida en una idea religiosa: Dios, el supremo conformador y núcleo de toda gestalt, es él mismo informe y ajeno a la gestalt. Los elementos aristotélicos de la filosofía de Plotino ofrecían un callejón sin salida al que se ve abocada el alma por el carácter elusivo de la materia. La afirmación de la naturaleza pecaminosa de la materia precisa algunas cualificaciones en tanto en cuanto no existe como puro substrato, sino que se halla siempre en conjunción con la forma, lo cual determina inmediatamente la actitud del alma hacia ella. Con palabras de Plotino: «Y así como la materia misma no permanece informe, sino que siempre está informada en los objetos, el alma, estando asimismo afligida por lo indeterminado, proyecta inmediata mente sobre ella la forma de los objetos, casi huyendo de estar fuera de la realidad» [108]. Así pues, el alma percipiente tiene una posi bilidad de introducir cierto orden y logos en la descripción de la mate ria: «Pues ni las masas ni las extensiones son las categorías primarias... sino que lo son el número y la razón» [111]. Desde una nueva pers pectiva cognoscitiva, Plotino llegó a la vieja conclusión platónica de que las matemáticas pueden servir como instrumento mediante el cual superar la indeterminación de la materia. Hemos de recordar que Platón había asignado a las matemáticas una posición intermedia y autónoma como entidad separada, situada entre el mundo de las Ideas que nos resulta inaccesible y los particulares del mundo material. Como Aristóteles explica en la Metafísica, los objetos de las matemá ticas vienen postulados por Platón como una especie de mediador entre las substancias eternas de las Formas y la substancia de los cuer pos perceptibles. La característica esencial de este mediador, la de ser a la vez accesible a nuestra mente y la de tener una esencia eterna y permanente, había dado pie a la fe de Platón en las matemáticas como ¡enguaje adecuado para la descripción y explicación de la realidad física. Mas sólo Jámblico, unas pocas décadas después de Plotino, alcanzó una
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comprensión real de la (unción que pueden desempeñar las matemáti cas en las ciencias físicas, no sólo reconociendo claramente que las ma temáticas pueden avanzar considerablemente en la descripción de las leyes naturales, sino consiguiendo expresar además esta idea con un lenguaje lúcido y brillantemente formulado. Jámblico personifica tal vez más que cualquier otra personalidad de la época el extraño clima mental del siglo m d.C. y de los tres siglos siguientes. Se trata de un período en el que las tendencias obscurantistas de todo tipo acrecentaron progresivamente su dominio tanto sobre la mentalidad de las sectas religiosas como sobre la de los sistemas filosóficos y la de los científicos. Las ciencias ocultas florecieron y estuvieron en boga la magia y la alquimia. Por otro lado, esos mismos pensadores empezaron a contemplar la realidad con una visión singularmente agudizada por una perspectiva de siglos, a través de la cual pudieron percibir los grandes logros clásicos de los preso cráticos, Platón y Aristóteles. A pesar del impacto de las nuevas reli giones y de la abrumadora influencia del misticismo oriental, estos pensadores pertenecían a la vieja civilización griega. Los cuatro siglos abundantes durante los que dominó la filosofía estoica habían contri buido a mantener el sentimiento de continuidad y tradición. Bien es cierto que, aunque seguía siendo griego, el lenguaje escrito había cambiado notablemente, adquiriendo un estilo profuso y reiterativo, si bien había logrado también una gran flexibilidad de expresión y había asimismo acumulado una terminología más rica. Las situaciones, los viejos logros y las nuevas posibilidades estaban contempladas y formuladas por una mentalidad madura, mentalidad que se hallaba extrañamente entretejida con el obscurantismo y el irracionalismo. Como dijimos más arriba, esto se aplica con toda claridad a Jám blico, quien se nos muestra casi como una personalidad escindida. Así, algunos de sus libros, como por ejemplo los Misterios y De la ciencia matemática común dan una idea cabal de la polarización del pensamiento en su época. El último de estos libros resulta del mayor interés para el historiador de las ideas científicas porque en él se desarrolla por primera vez una concepción clara de las posibles apli caciones de la matemática a la ciencia, describiéndose con gran lucidez el modo de proceder de la física matemática. En un pasaje, Jámblico proyecta sus ideas sobre los pitagóricos: «Hallaron lo que es posible e imposible en la estructura del universo a partir de lo que es posible e imposible en matemáticas, y derivaron las revoluciones celestes de reglas causales según los números comensurables, definiendo las medi das de los cielos mediante determinadas leyes matemáticas y, en gene ral, estableciendo la ciencia pronosticadora de la naturaleza por medio de las matemáticas, convirtiendo a las matemáticas en el principio de
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cuanto se puede observar en el cosmos» [60]. Naturalmente, la expre sión «ciencia pronosticados» se acuñó para describir los métodos ela borados desde la época de Hiparco y Ptolomeo, que había demostrado ser tan útil para predecir la posición de los planetas. Con todo, Jámblico va mucho más allá de ello cuando considera las matemáticas como señal y guía en la vía de la exploración de la «estructura del universo». En otro de sus pasajes, Jámblico subraya la necesidad de conferir un tratamiento propio a cada tema científico según sea su naturaleza: «No se puede buscar en todas partes las mismas causas, del mismo modo que no se puede esperar la misma precisión en todo. Así como dividimos las artes técnicas según los materiales básicos y no busca mos la misma precisión en el oro, el estaño o el bronce, ni en las diver sas clases de madera, hemos de emplear la misma perspectiva en las ciencias teóricas, pues efectivamente el tema tratado entraña inmedia tamente una diferencia... No es probable que todos estos tengan idén ticas o similares causas; ahora bien, en la medida en que difieren los principios, han de diferir también las pruebas» [61 ]. En uno de los últimos capítulos, Jámblico da una definición com plicada de los métodos de la física teórica que resulta realmente asom brosa por su intuición y capacidad expresiva. A pesar de su extensión, merece la pena citar este notable pasaje que se inicia con un rechazo del principio aristotélico de explicación. «En ocasiones es también costumbre de la ciencia matemática atacar las cosas perceptibles, como el problema de los cuatro elementos con métodos matemáticos, con la geometría o la aritmética, o con los métodos de la armonía, y de manera similar otros problemas. Dado que las matemáticas son anterio res a la naturaleza, construyen sus leyes como derivadas de causas anteriores, haciéndolo de diversos modos, sea por abstracción, que significa despojar la forma envuelta en materia de la consideración de la materia, o por unificación, que significa introducir conceptos mate máticos en los objetos físicos y unirlos, o por complementación, que significa añadir la parte que falta a las formas corpóreas que están incompletas, completándolas de este modo, o por representación, que significa considerar las cosas iguales y simétricas de los objetos cam biantes desde el punto de vista desde el que mejor se puedan com parar con las formas matemáticas, o por participación, que significa considerar cómo los conceptos en otras cosas participan de cierta manera de los conceptos puros, o por atribución de significado, que significa hacerse consciente de un débil trazo de forma matemática que tiene lugar en el reino de los objetos perceptibles, o por división, que significa considerar la forma matemática una e indivisible como dividida y hecha plural entre las cosas individuales, o por comparación,
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que significa tomar las formas puras de las matemáticas y de los obje tos perceptibles y compararlas, o por consideración causal a partir de cosas anteriores, que significa poner cosas matemáticas como causas y examinar cómo surgen de ellas los objetos del mundo perceptible. De esta manera, creo, podemos atacar matemáticamente cualquier cosa perteneciente a la naturaleza y al mundo del cambio» [62], A la luz de lo que he dicho antes acerca de Jámblico, no hay razón alguna para dudar de que haya sido él el autor de esta esplén dida exposición, considerando que la habría de haber copiado de algún otro. Estas palabras podrían haber sido escritas perfectamente por la misma persona que se ocupaba de teurgia y que practicaba la alqui mia. Pero hay que recordar, como es natural, que ni Jámblico ni ningún otro pensador de este período concreto las habría escrito nunca si, setecientos años antes, Platón no hubiese establecido por vez pri mera el lugar de las matemáticas en el proceso del conocimiento. El propio Jámblico alude varias veces a los orígenes platónicos de este punto de vista, como en el siguiente pasaje en el que se disocia una vez más de Aristóteles: «... Así son las ciencias matemáticas, que considero que han de imaginarse como algo similar a las Ideas en las que tienen su fundamento. No han de ser concebidas como abstrac ciones de las cosas perceptibles, mas hallándose por debajo de las ideas, derivan de ellas su carácter de imagen, adquiriendo magnitud y apareciendo como extensión» [59]. Jámblico desarrolla este tema parafraseando el célebre símil platónico de las sombras que aparece en la República 17. En el mundo perceptible, los cuatro elementos de la materia arrojan sus sombras sobre los objetos materiales percep tibles. Del mismo modo que estas sombras se ven captadas y detenidas en la superficie del mundo sensible, en el inteligible la masa y exten sión reposan en el plano de las puras formas matemáticas. Mas, para las matemáticas, los principios del mundo físico nunca se habrían de comprender como patrones inteligibles y bien ordenados. El hecho de que las concepciones de Jámblico se enraícen en Platón no le quita ni un ápice de originalidad a su pensamiento, del mismo modo que sus logros no se ven disminuidos por el hecho de que no pasasen del nivel programático. En la historia de las ideas el nivel programático es un paso esencial de una concepción en desarrollo hacia su realización práctica. Quienes consiguen llegar por vez primera a formular de manera clara un programa, pueden preceder en siglos la realización de dicho programa, sea ello por alguna razón inherente a la historia o por puro accidente. Jámblico sugirió su extraordinario esquema para la física teórica en el año 300 d.C., pero hubo de esperar 17 Platón, República, 510-511, y Jámblico, De comm. math. ¡cientía, cap. 8.
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cerca de 1.400 años para asistir a los inicios de su realización. Francis Bacon, que tampoco era un científico creador, consiguió formular un programa para las ciencias experimentales cuya realización se inició en el siglo en que murió. Frente a Jámblico, tuvo la suerte de vivir en una civilización que empezaba a florecer y en la que comenzaba a definirse la tradición y la continuidad del pensamiento. La historia de la teoría matemática de la materia prosigue con Proclo (c. 410-485), ciento cincuenta años después de Jámblico. En su comentario a Euclides, enuncia de nuevo y amplía la exposición que hiciera Jámblico de la posición de las matemáticas entre el ser real y el corporal. Algunas de estas ideas aparecen de nuevo en su comentario sobre el Timeo que sólo se conserva parcialmente. Entre las partes perdidas se hallan los pasajes relativos a la teoría platónica de la materia. Afortunadamente, empero, se conservan algunos frag mentos de otro de los libros de Proclo, titulado Indagación en torno a las objeciones de Aristóteles contra el Timeo, gracias a las extensas citas que de él hace Simplicio en su comentario sobre el De cáelo de Aristóteles. Simplicio complementa las citas con un informe bastante detallado de los contenidos y con consideraciones y comentarios mar ginales propios. De este modo, estamos en condiciones de poder seguir una discusión absorvcnte a través de un lapso de ochocientos años, discusión en la que el último de los grandes ncoplatónicos se enfrenta a Aristóteles por su crítica a la teoría geométrica de la materia del tercer libro del De cáelo. Proclo, que conocía bien tanto a Platón como a Aristóteles, se propone refutar una por una las objeciones de Aristóteles del modo más metódico y cuidadoso. Los puntos prin cipales de los que se ocupa son en parte de carácter técnico y en parte afectan a cuestiones de principio. Citaremos aquí varios de esos pasa jes porque en muchos aspectos constituyen documentos del mayor interés histórico. Muestran hasta qué punto la Academia había man tenido vivo el espíritu del enfoque cuantitativo del problema de la materia. Indican además que en ciertos puntos de interpretación no carentes de importancia, había diferencias de opinión entre los últimos cxegetas de Platón. Asimismo dan una impresión muy viva de los esfuerzos de Proclo por hacer todo lo posible con los escasos y más bien esquemáticos esbozos del maestro, poniéndolos sobre fundamentos más firmes y consistentes. Antes de comenzar su relación de los argumentos de Proclo, Sim plicio no nos deja la menor duda acerca de la mala opinión que loe ncoplatónicos tenían de la teoría cualitativa de Aristóteles: «Platón derivaba el origen de los cuatro elementos, fuego, aire, agua y tierra, de principios que son más fundamentales que las cualidades de calien te, frío, seco y húmedo; a saber, de diferencias cuantitativas que son
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más adecuadas para la explicación de la materia. Ello es evidente por el hecho de que explica las diferencias entre dichas cualidades por dife rencias en las formas geométricas. Teofrasto nos dice que ya Demócrito había dicho antes que Platón que la explicación cualitativa es primitiva, pues nuestra alma siente la necesidad de concebir un prin cipio más adecuado a la materia que la actividad del calor» [213]. Más arriba, en este mismo capítulo, hemos dado un breve resu men de la teoría de Platón. Una de las primeras objeciones de Aris tóteles a la misma consistía en señalar que no permite el cambio de la tierra en uno de los otros elementos, debido a la diferencia de forma que media entre el elemento triangular constituyente del cubo, que representa la tierra, y el de los otros tres cuerpos. La respuesta de Proclo es doble. En primer lugar alude a la concepción empírica de la tierra, ya presente en la Meteorológica de Aristóteles, como una substancia predominantemente sólida que, así y todo, posee una cierta mezcla de aire o agua, como por ejemplo los metales: «Contra esta objeción Proclo replica que se puede retorcer el argumento y decir que quienes permiten el cambio de la tierra inmutable no se ajustan a los fenómenos. En ninguna parte muestra la experiencia que la tierra sufra una transformación en otros elementos; de hecho, las substancias terreas sólo cambian en tanto en cuanto se hallan contaminadas con aire y agua, mientras que la tierra pura, como por ejemplo las cenizas o el polvo, es completamente inmutable» [215]. La segunda parte de la respuesta de Proclo es teórica y va más allá de lo que está escrito en el Timeo, resultando de enorme interés por cuanto que constituye una relativización del concepto de elemento. Aquí incluso las llamadas unidades últimas son entidades compuestas relativas a la posibilidad teórica de un grado aún más avanzado de descomposición. Esta concepción introduce una especie de escala de unidades «últimas», con lo que las transformaciones que no son fac tibles en un peldaño de la escala pueden serlo en otro más bajo: «En la medida en que la tierra está hecha de materia primaria, Platón la considera transformable en otros elementos, siendo sólo incambiable en tanto en cuanto se halla conectada con el triángulo isósceles. Cier tamente, en la medida en que los triángulos conservan su carácter específico, la tierra no se puede engendrar a partir de las mitades de los triángulos equiláteros, así como tampoco pueden originarse los otros elementos del isósceles. Ahora bien, cuando los triángulos mis mos se rompen y se reconstruyen de nuevo en formas, lo que antes era un triángulo isósceles o una parte del mismo puede convertirse en la mitad de uno equilátero. Cuando la disolución de los triángulos se lleva hasta la materia primera, la transformación de la tierra y los demás elementos es un hecho palmario, pues de lo contrario sería un
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concepto vacio el de materia informe susceptible de recibir las formas de todas las cosas» [216]. No sólo Aristóteles planteó objeciones a la «química» de Platón de la transformación agua en aire y viceversa; también lo hizo Ale jandro de Afrodisia. Este último hizo una pregunta muy acertada relativa a la dirección posible de una transformación. De acuerdo con Platón, el agua se transforma en aire y fuego según la fórmula: 1 unidad de Agua (20 triángulos) = 2 unidades de Aire ( 2 x 8 triángulos) + -I- 1 unidad de Fuego (4 triángulos).
Mas, ¿qué pasa con el proceso inverso? El aire (esto es, vapor) se torna en agua por enfriamiento y condensación, por lo que no tiene sentido suponer que este proceso haya de dar lugar a la formación de fuego, tal y como sugiere la fórmula: 3 unidades de Aire ( 3 x 8 triángulos) = 1 unidad de Agua (20 triángulos) + + 1 unidad de Fuego (4 triángulos).
Simplicio describe de la manería siguiente la respuesta de Proclo: «El filósofo Proclo dice que en el proceso de disolver agua en aire, proceso en que el fuego actúa de agente resolutorio, se producen dos partes de aire y una de fuego. Sin embargo, en el proceso inverso, en el que el aire se torna en agua, tres partes de aire se disuelven (formando una parte de agua) y los cuatro triángulos restantes, me diante el mismo proceso de condensación, se combinan con otras dos partes de aire y forman conjuntamente una parte de agua» [217]. Expresándolo en una fórmula, lo que eso indica es la transformación de cinco partes de aire en dos partes de agua en los dos estadios si guientes: Estadio uno: 3 unidades de Aire ( 3 x 8 triángulos) = 1 unidad de Agua (20 triángulos) + 4 triángulos libres. Estadio dos: 4 triángulos libres + 2 unidades de Aire ( 2 x 8 triángulos) = = 1 unidad de Agua (20 triángulos).
Ya Aristóteles había criticado la suposición de un estadio intermedio en el que existen durante algún tiempo cuatro triángulos libres «en suspensión». Sin embargo, Proclo señala: «Nada hay extraño en el hecho de que esté implicada materia no informada. En toda transfor mación hay que dar cabida a la existencia durante cierto tiempo de alguna materia informe, con lo que la materia resuelta entra en alguna forma en la mezcla resolutoria. Difícilmente se puede negar que en
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el proceso metabólico de nuestro cuerpo también algunas partes de materia permanecen a menudo en un estado intermedio» [217]. La «suspensión» temporal de los triángulos en un estado informe durante el proceso de transformación constituye una imagen perfec tamente clara si se considera como una interpretación de las fórmulas. Pero, ¿hasta qué punto se puede proceder a la concepción literal de tales imágenes? La historia de la física durante los últimos trescientos años ha demostrado que los modelos desempeñan una función útil y aun necesaria en los primeros estadios de las teorías físicas, si bien se han de eliminar gradualmente con el ulterior desarrollo de una teoría y el progreso de su contenido conceptual. La segunda mitad del siglo xix asistió al abandono por parte de Maxwell de todos los mode los mecánicos del campo electromagnético, y luego al comienzo del final de la hipótesis del éter tras los experimentos de Michelson. Se construyeron de nuevo modelos en los primeros estadios de la teoría cuántica del átomo, siendo de nuevo eliminados para aparecer más adelante como imágenes auxiliares para comprender la estructura nuclear. Para nosotros, ya acostumbrados al inevitable proceso de aumento de la abstracción del conocimiento científico, la discusión de algunos de los aspectos de la teoría platónica nos suena familiar. A juzgar por lo que dice en el Timeo (53 c), Platón no atribuía a los triángulos carácter corpóreo, pues de lo contrario no hubiera contrapuesto la «profundidad» del cuerpo, esto es, su tridimensionalidad, a la super ficie que lo encierra. Para Platón, los triángulos parecen haber sido los elementos matemáticos de las superficies incorpóreas que rigen los procesos corpóreos de la materia. Aristóteles se opuso tajante mente a ello, señalando que una teoría carece de sentido si deriva de superficies la generación corpórea Las opiniones de los neoplatónicos al respecto estaban divididas. Simplicio nos dice que algunos intérpretes de Platón, entre ellos Jámblico, creen que «la explicación física mediante figuras geométricas tenían una intención meramente simbólica, si bien los filósofos platónicos posteriores tratan de mostrar que han de tomarse literalmente» [210]. Es muy curioso que Proclo perteneciese a este último grupo, adop tando una actitud más bien mecanidsta, aunque razonase siguiendo vías aristotélicas. Simplicio nos informa muy brevemente acerca de ello: «Proclo respondía en este punto que los planos físicos no care cen de profundidad, pues si un cuerpo confiere espacialidad a la blan cura cuando ésta incide sobre él, eso se aplicará con más razón a los planos que rodean al cuerpo. Mas si el plano posee profundidad, los* ** Aristóteles, De cáelo, 306a, 25.
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cuerpos no se generan a partir de lo incorpóreo, sino que lo que ocurre más bien es que un cuerpo más complejo se engendra a partir de otro más simple» [218]. Simplicio parece haberse inclinado hacia la otra posición. Discrepa de Alejandro, quien había preguntado en qué res pecto discrepaba Platón de Demócrito, dado que ambas teorías postu laban la forma como el elemento característico de los cuerpos físicos. Simplicio responde que, ciertamente, a este respecto no hay diferencia entre ambas teorías: «No obstante, la teoría de Platón difiere por cuanto que supone que el plano es algo más simple y básico que los átomos que son cuerpos, viendo en las formas simetrías y proporciones creadoras...» [212]. Aristóteles había tratado de mostrar la incompatibilidad de la hipó tesis atomista de Platón con su negación del vacío. ¿Cómo se las habría de arreglar Platón para eliminar los lugares e intersticios vacíos que hay entre los cubos, pirámides y otros cuerpos elementales? Merced al horror vacui que regía de manera tan clara entre los científicos griegos, con la excepción de la escuela democrítea y de Estratón, el tratamiento de este punto requiere un espacio considerable. Proclo nos recuerda que Platón había supuesto diferentes conjuntos de cuerpos elementales de tamaños diverso, por lo que los cuerpos meno res pueden llenar los espacios que median entre los mayores. Además, siempre hay algo de fuego en el aire (y por ello, pequeñas pirámides que cierran los huecos entre los octaedros), así como algo de aire en el agua (con lo que los pequeños octaedros llenan los intersticios que hay entre los icosaedros). Tampoco hay la menor dificultad en expli car cómo el agua, por ejemplo, se adhiere estrechamente contra las paredes de un jarro, si se tiene en cuenta la posible interpenetración de los elementos del fluido y del continente: «Pues el cuerpo envol vente también consta de formas rectilíneas y nada les impide adaptarse las unas a las otras. Nuestra dificultad surje del hecho de que podemos ver las superficies cilindricas o esféricas de los recipientes y olvidar que también ellas están compuestas por elementos rectilíneos. La substancia que está en los recipientes y los propios recipientes constan de elementos, todos los cuales se adaptan los unos a los otros según la forma de los planos» [220]. Es interesante observar cómo Proclo echa mano de algunos de los viejos argumentos de Demócrito cuando toma posiciones frente a las presuposiciones básicas de todas las teorías atómicas. La materia compuesta nos parece homogénea debido a la pequeñez de los elemen tos, «como ocurre con los colores cuando están unos al lado de los otros en pequeñas áreas; su mezcla tiene el aspecto de la uniformidad; por ejemplo, el tejido cuya trama y urdimbre son de diferentes colo res» [221]. Proclo pone otro ejemplo técnico: la cola, al unir dife
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rentes materiales, no elimina la individualidad de las partículas de las que se componen dichos materiales. Es más, cuando van juntas muchas antorchas, su luz se confunde en una única llama, pero cuando los que portan las antorchas se dispersan, cada una de las llamas y su luz aparece de nuevo separada. Ocurre algo similar con el sonido de un coro, cuyas diversas melodías se confunden en una armonía 19. Todos estos símiles nos recuerdan a Anaxágoras y a Demócrito. Mayor importancia presentan los argumentos de naturaleza más teórica. Aristóteles, al ignorar completamente los principios del ato mismo, había preguntado cómo es que una pirámide podía ser un elemento, dado que con la división de una de ellas en dos partes, una de dichas partes no sería una pirámide, con lo que la pirámide no habría de ser la unidad última. «Proclo, respondiendo a esto, critica a Aristóteles por declarar que la pirámide es fuego, saliéndose así del marco de las suposiciones de Platón, quien había dicho que la pirámide es una semilla de fuego más bien que el propio fuego. En efecto, el fuego es una aglomeración de pirámides individualmente indivisibles debido a su pequeñez. En tanto en cuanto el fuego se divide en partes menores, se dividirá en pirámides. Con todo, la pirámide aislada ya no es fuego, sino un elemento de fuego invisible por su pequeñez. Una parte de una pirámide dividida no es un elemento ni consta de elementos, pues una pirámide aislada no se puede romper en pirá mides, sino en planos» [219]. Tenemos aquí un pensamiento directo fraguado en términos ató micos, cosa que también ocurre con la respuesta de Proclo a otra objeción de Aristóteles, a saber, que si lo que se quema se torna en fuego, los objetos quemados han de convertirse en pirámides, lo cual es tan absurdo como sostener que un cuchillo corta las cosas en cuchi llos: «A esto Proclo responde que el fuego disuelve ciertamente los elementos de la materia que arde y los transforma en sí mismo. Sin embargo, un cuchillo no actúa sobre la materia primera del material cortado; no lo disuelve, sino que simplemente lo divide cuantitativa mente tornando un volumen mayor en otro menor. Tampoco se da el caso de que la forma del cuchillo esté determinada por la natura leza, sino que es algo accidental a él. Siendo ello así, ¿cómo habría el cuchillo de producir otros cuchillos por división?» [223]. Hay finalmente otros dos argumentos que, más que cualquiera de los otros, ponen sobre el tapete la esencia de la concepción mate mática de la materia. Dos de las objeciones de Aristóteles atacan el núcleo de la explicación mediante símbolos geométricos. Por lo que respecta a la pirámide que representa el fuego, dice que si la capa 19 Cf. Simpl., De cáelo, 660-661.
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cidad del fuego para calentar y quemar descansa en los ángulos de la pirámide, entonces todos los elementos deberían tener esta capacidad en diversos grados, pues los cuerpos que los representan tienen todos ellos ángulos. Además, ¿cómo es que las formas, que no tienen opues tos, representan cualidades opuestas como calor y frío? Proclo res ponde a la primera objeción del siguiente modo: «La idea de que el propio ángulo calienta es errónea y lleva a conclusiones falsas. El Timeo, partiendo de la percepción, dice que la condición de caliente es algo agudo y divisor. Pero lo que corta no lo hace simplemente porque tenga ángulos, sino por la agudeza de los ángulos y la finura de los bordes. Según este principio, las artes producen herramientas cortantes y la naturaleza agudiza los ángulos y afila las aristas de los dientes incisivos, mientras que ensancha los trituradores. También se precisa rapidez de movimiento. Así, no se puede atribuir la facultad de quemar al solo ángulo, sino a la agudeza perforante del ángulo y a la delgadez cortante de la arista y a la rapidez del movimiento» [222]. La respuesta a la segunda objeción clarifica más aún el punto en cuestión: «Proclo refuta esta objeción diciendo que se puede plantear perfectamente el problema de atribuir una forma al frío, si bien se ha de recordar que la propia pirámide no es calor, sino que el calor es la facultad cortadora que deriva de la agudeza de los ángulos y de la delgadez de los lados. Ahora bien, el frío en sí mismo no es una forma, como tampoco lo es el calor, sino que es una facultad de deter minada forma. Y del mismo modo que el calor viene dado por la agudeza de los ángulos y la delgadez de los lados, el frío, por el con trario, viene dado por el carácter obtuso de los ángulos y la anchura ile los lados. Así una facultad se opone a la otra; no son las formas las que son opuestas, sino las facultades que residen en las formas, por lo que lo que la teoría exije no es una forma opuesta, sino una facultad opuesta» [224]. Estas dos respuestas ofrecen el núcleo de la posición última de los platónicos frente a Aristóteles; de la teoría matemática de la materia Irente a la cualitativa. En última instancia, en el nivel final de expli cación, hay que volver a las cualidades, pero el camino hasta ellas pasa por las matemáticas. Las cualidades de las que habla Proclo no son las cualidades perceptibles de Aristóteles, sino las cualidades de las formas geométricas que simbolizan los elementos de la materia. Ese es de hecho el principio explicativo de los fenómenos físicos que cons tituye la base de la física teórica actual, desarrollada gradualmente desde los días de Newton. El físico teórico opera con magnitudes físicas, conceptos construidos a partir de elementos de la realidad física que hunden sus raíces en los fenómenos empíricos. Estas magni tudes físicas se identifican con símbolos o magnitudes matemáticas
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que aparecen en ecuaciones matemáticas que expresan ciertas leyes o regularidades de la naturaleza. Las relaciones y magnitudes matemá ticas que forman el resultado final de estas ecuaciones, al corresponder a su vez a ciertas magnitudes físicas, se traducen de nuevo al lenguaje cualitativo de la percepción. La anticipación programática de este enfoque del problema de la naturaleza se puede reconocer con claridad en los escritos neoplatónicos, siendo muy clara en la elaboración que hace Proclo de la teoría geométrica de la materia de Platón. Bien es cierto que se trataba de una anticipación cruda y rudimentaria, carente de las adecuadas herra mientas matemáticas y prácticamente sin la menor base experimental sensata. Mas si se contempla históricamente contra el trasfondo de las dos teorías rivales, la puramente cualitativa y la mecanicista, el renacimiento neoplatónico del enfoque matemático se eleva como una de las grandes contribuciones de la Antigüedad tardía a la historia de las ideas científicas. No se debe desestimar un factor psicológico que sin duda contri buyó a estimular el interés de los neoplatónicos por una teoría mate mática de la materia. El progreso de la astronomía matemática, el gran logro de Hiparco y Ptolomeo, había probado que el hombre puede conseguir «salvar los fenómenos» mediante análisis matemático, así como que las matemáticas, con una capacidad creciente de precisión, era un instrumento para la predicción de acontecimientos astronómi cos, de las posiciones futuras del Sol, la Luna y los planetas. Las matemáticas habían transformado la astronomía en lo que Jámblico denominaba una «ciencia pronosticadora». Ello creó un estado psico lógico de profunda insatisfacción con la explicación de la materia en la que aún prevalecían los conceptos aristotélicos. El fracaso del enfo que cualitativo se hizo aún más evidente por el éxito de los métodos cuantitativos en la astronomía. ¿Por qué no habrían de poder hacerse ciertas suposiciones matemáticas plausibles acerca de la materia, a la manera en que se habían hecho en astronomía? Hay pasajes en Sim plicio que muestran más allá de toda duda que ésos fueron los oríge nes del deseo neoplatónico de atacar cuantitativamente el problema de la materia. La siguiente cita servirá como ilustración: «He expuesto aquí todas estas cosas a fin de mostrar que tenía su razón de ser el que los pitagóricos y Demócrito recurriesen a las formas geométricas en sus investigaciones sobre los principios de las cualidades. Pero es posible que los pitagóricos y Platón no postu lasen la constitución triangular de las cosas como algo absoluto. Su manera de proceder puede haber sido como la de los diversos astró nomos que plantearon hipótesis basadas en la firme creencia de que las diversidades de los cielos no son lo que parecen ser, sino que se
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pueden salvar los fenómenos haciendo la suposición básica de un movimiento regular y circular de los cuerpos celestes. De manera similar, los pitagóricos, prefiriendo en principio lo cuantitativo a lo cualitativo y la forma a la cualidad, eligieron como elementos de los cuerpos aquellas formas geométricas que poseen más naturaleza de principio y que resultan superiores por razones de semejanza y simetría, teniéndolas por suficientes para explicar las causas de los sucesos físicos» [2 1 1 ]20. Aquí, por primera y última vez en la Anti güedad, hallamos que la astronomía y la teoría de la materia se men cionan juntas en el mismo contexto como dos campos de la ciencia cuya tarea es utilizar las matemáticas como un lenguaje para la expli cación de los fenómenos físicos. La estrecha afinidad entre la actitud neoplatónica y la de la época actual se puede ilustrar comparando las palabras de Simplicio con la siguiente cita: «La experiencia que tenemos hasta este momento justifica nuestra creencia en que la naturaleza es la realización de las ideas matemáticas más simples que concebirse pueda. Estoy conven cido de que, sirviéndonos de construcciones puramente matemáticas, podemos descubrir los conceptos y las leyes que los conectan entre sí, leyes capaces de suministrar la clave de la comprensión de los fenómenos naturales.» Esto lo dijo Albert Einstein 1.400 años des pués de Simplicio. Finalmente habría que decir dos palabras sobre la función desem peñada por la alquimia en estos desarrollos. A pesar de que la alqui mia griega comenzó a prosperar durante el período del neoplatónismo, siendo practicada por muchos de los neoplatónicos, no hay pruebas concluyentes de ninguna interacción importante entre las concepciones alquímicas y las líneas de pensamiento teórico descritas en este capí tulo. La alquimia griega desarrolló una práctica, un sistema de asocia ciones y un lenguaje que la ligaban poderosamente al mundo de la magia y la astrología, haciéndola permeable a consideraciones racio nales y a los métodos matemáticos. No sabemos si Prodo, como Jámblico antes que él, era un alquimista practicante. Unos cuantos pasajes de sus escritos muestran que al menos teóricamente estaba interesado en la alquimia, pero no permitió que sus intereses alquímicos interfiriesen con sus investigaciones sobre la estructura de la materia, al menos no hasta el punto de inducir a Simplicio a mencio narlo en su extenso informe acerca del libro de Prodo contra Aris tóteles. La imagen de Prodo, el filósofo y científico, no sería completa sin una breve referencia a sus pasajes alquímicos. En su comentario 20 Véase también Simpl., De cáelo, 641, 21-28.
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al Timeo, alude a lo que dice Platón al comienzo de su libro sobre la educación de los guardianes de la ciudad, en el sentido de que no deberían pensar en el oro y la plata o en cualquier otra posesión como propiedad privada particular212. «Si se quiere», señala Proclo, «esto se puede explicar desde el punto de vista de la ciencia física. Como cualesquiera otras substancias, el oro, la plata y todos los demás meta les crecen en la tierra bajo el influjo de los dioses celestiales y sus emanaciones. El oro se atribuye al Sol, la plata a la Luna, el plomo a Saturno y el hierro a Marte. Estos metales tienen su origen en el délo, si bien existen en la Tierra y no en aquellos que emiten dichas emanaciones, pues en los cielos no se admite nada implicado con la materia. Por más que todas las substancias se originen en todos los dioses, no obstante hay en todas las cosas otro influjo dominante, per teneciente ora a Saturno, ora al Sol. Las personas aficionadas a contem plar estas cosas, las comparan y les atribuyen diversas facultades. Estas substandas no son, por tanto, propiedad privada de los dioses, sino que son propiedad común, pues se originan en todos ellos y no residen en ellos, pues las fuerzas activas no los necesitan, sino que se componen en la tierra a través del influjo que emana de los dioses» [116]. Todo esto se expresa con un espíritu verdaderamente alquimista, lo que también ocurre con las consideraciones de Proclo cuando espe cula acerca de los vastagos invisibles mediante los que las partículas de la materia se mantienen unidas n. Aparte de utilizar ciertos térmi nos técnicos que también se encuentran en escritos alquímicos tan bien conocidos como los papiros de Estocolmo y de Leyden, dice citando al parecer un epigrama alquimista: «Todo se disuelve con el fuego y se une con el agua» [ 122]. Sin embargo, hay un pasaje en el que Proclo menciona la astronomía (no la astrología) en el mismo contexto que la alquimia. Se trata de su comentario a la República, un pasaje característico de la creencia neoplatónica en la esencial tota lidad de la naturaleza, una totalidad que nunca se puede comprender plenamente por procedimientos que entrañen fragmentación y descom posición en partes artificiales. Proclo comienza señalando que los astrónomos tratan de explicar por medios mecánicos los movimientos irregulares de los cielos, concibiéndolos como compuestos de otros regulares y circulares, y los que confeccionan calendarios tratan de imitar a la naturaleza que lo ha creado todo antes de que ellos inicia ses sus cálculos: «Y están quienes pretenden hacer oro por mezcla de ciertas especies, mientras que la naturaleza hace la única especie de oro antes que la mezcla de esas especies de las que hablan. Vemos 21 Timeo, 18b. 22 Timeo, 43a.
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por todas partes la misma actitud, mediante la que el alma humana persigue a la naturaleza con ingeniosos dispositivos para hallar cómo se engendra las cosas. Por lo que atañe a los astros, hay un propósito en eso que, no por azar, ha conferido éxito a los hombres en sus investigaciones sobre los movimientos regulares de los cuerpos que se mueven en círculos, pues ello, nos dicen, se adecúa a los cuerpos divinos» [123]. Parece más bien como si Proclo tuviese sus dudas acerca de los alquimistas y sus prácticas. Sus consideraciones positivas acerca de los análisis armónicos de los astrónomos muestran, a pesar de las reservas pór lo que atañe a su método (del que diremos algo más en la última sección del capítulo V), la elevada opinión que tenía de los logros prácticos de la astronomía. Hay que tener muy presente el barniz decididamente místico de la alquimia, así como hasta qué punto los resultados de sus procesos se consideraban dependientes de las constelaciones astrológicas o, más aún, del estado psicológico de quien realizaba el experimento, no menos que en general la fisionomía praderosamente antirracional de su práctica. En la medida en que se dirigía a fines técnicos, la alquimia griega constaba fundamentalmente de una colección de reglas y recetas rígidas sin el menor intento de sistematización o análisis crítico. En todos sus aspectos esenciales era lo opuesto a! pensamiento científico, cuyas más visibles características hasta el final de la Antigüedad eran la especulación racional en el mejor sentido y el intento de objetividad en los pocos casos en los que se recurría a la experiencia. Ante estos dos hechos, no resultará extraño que no hubiese asociación de ideas capaz de conectar los dos compartimentos del pensamiento de Proclo, el de la teoría geométrica de la materia y el de la alquimia.
Capítulo III LA MECANICA SUBLUNAR
1.
Las leyes del movimiento
Las leyes del movimiento de Aristóteles ocuparon una posición central no sólo en su propia física, sino también en la subsiguiente discusión, interpretación y crítica que tuvo lugar durante todo el período antiguo. La importancia que tuvieron en la Antigüedad equi vale a la de la mecánica clásica en la física moderna. Los estudios de Galileo acerca de la aceleración y las leyes de los cuerpos en caída libre inauguraron la era de la ciencia moderna, mientras que las tres leyes de Newton y su aplicación al movimiento planetario estable cieron la mecánica clásica. Más adelante, la teoría de la relatividad de Einstein continuó el renovado examen epistemológico de dichas leyes que había tenido lugar a lo largo del siglo xix. De manera semejante, la dinámica aristotélica era en primer lugar un intento serio de encajar toda una diversidad de movimientos en algún marco racional, considerándolos como una simple expresión del orden y armonía de la naturaleza. No obstante, dichas leyes resultaron ser algo más que meras descripciones de algunos tipos de movimiento, reflejando en su concepción básica los principios básicos de una filo sofía que rigió todos los aspectos de la vida intelectual hasta los comienzos de la época moderna. La distinción fundamental entre acontecimientos sublunares y celestes, la dicotomía entre cielo y tierra, se manifestaba de la manera más sucinta en el contraste entre las eternas e inmutables revoluciones de las esferas celestes y los movi 76
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mientos de la región terrestre que son finitos y perecederos, ya sean «naturales» o «violentos», pues en ambos casos poseen un comienzo y un fin. El movimiento «natural» de un cuerpo ligero o pesado que parte de algún lugar sobre la superficie de la tierra, lleva al cuerpo en línea recta arriba o abajo hasta que reposa en su lugar natural, a menos que se lo impidan otros cuerpos. Los dos tipos existentes de movimiento violento se ejemplifican con el lanzamiento de un proyectil y con el empuje o arrastre de un peso. En el primer caso, el movimiento se engendra por una fuerza impulsiva en una dirección distinta de la del movimiento natural del proyectil, el cual termina por alcanzar de nuevo el reposo en su lugar natural. En la segunda situación, el movimiento dura sólo mientras se aplica la fuerza. La clasificación que hace Aristóteles de los cuerpos en ligeros y pesados también se compadece bien con la vieja creencia griega, expre sada principalmente por los pitagóricos, en la interrelación que se da en la naturaleza entre principios enfrentados u «opuestos». La Tierra y el Fuego son respectivamente los cuerpos pesados y ligeros por excelencia. El Agua y el aire son también pesados y ligeros, si bien ocupan lugares intermedios entre la Tierra y el Fuego, pudiendo además convertirse el uno en el otro por evaporación y condensación. Tenemos aquí un caso especial de otro principio universal incorporado en las categorías aristotélicas de «potencial» y «actual». El agua es pesada en acto, pero resulta potencialmente ligera, haciéndose tal en acto cuando se evapora; y viceversa en el caso del aire. Con todo, la potencialidad y actualidad, los pilares básicos de la filosofía aristoté lica y escolástica, aparecen en la explicación del movimiento de un modo aún más significativo. Los cuerpos ligeros se mueven hacia arriba y los pesados hacia abajo a fin de alcanzar el estado de su plena actualización, fin que se alcanza tan pronto como han llegado a sus lugares naturales. Sólo allí la tierra es pesada y no está deviniendo pesada; sólo allí el aire deja de devenir ligero para ser ligero; sólo allí pueden reposar por haber alcanzado la plenitud de su forma, lige reza y gravedad. Contemplado desde esta perspectiva, el movimiento natural se puede describir como la realización de otro más de los principios aristotélicos de la mayor importancia, el principio ideoló gico. Los movimientos naturales de los elementos, rectilíneos hacia arriba o hacia abajo, son tendencias hacia sus lugares naturales, expre sión de su anhelo de satisfacer su propia forma. El cuerpo en caída libre no es así más que otro caso del deseo de la materia informe o potencialidad de alcanzar la actualidad de su forma, como en el caso de la semilla que se convierte en un árbol con frutos. Estas breves consideraciones son suficientes para indicar el signi ficado clave de la dinámica aristotélica para comprender la conexión
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interna entre una teoría científica sistemática y la filosofía básica de la época. Esta relación es similar a la que se desarrolla en la mecánica clásica a partir del siglo xvn, al entretejerse con el enfoque episte mológico de la época de Galileo y Newton y de los dos siglos siguien tes. Sin embargo, por lo que atañe a los enunciados cuantitativos, resultaron decisivas en el transcurso de su desarrollo las diferencias características de los métodos científicos de ambas épocas, algo que es de sobra conocido. En efecto, durante la Antigüedad predominaron las aproximaciones burdas y las formulaciones incorrectas, y en los tiempos modernos, las mediciones precisas y el establecimiento pro gresivo de un marco conceptual basado en la experiencia. Usualmente se citan dos ejemplos como ilustración, la afirmación de Aristóteles de que la velocidad de los cuerpos que caen es proporcional a su peso frente a las leyes de Galileo cuidadosamente establecidas mediante el uso del reloj y la vara de medir, y la vieja creencia en la propor cionalidad entre la fuerza motriz y la velocidad del móvil frente a las leyes newtonianas de inercia y de fuerza. Con todo, la antítesis formu lada de este modo es en exceso burda, precisando tal juicio una cualificación en al menos dos aspectos. El primero es que el propio Aris tóteles era ya consciente de ciertas discrepancias entre su fórmula cuantitativa y la experiencia, tratando de explicarlas racionalmente con los medios conceptuales de su época. El segundo es que, como veremos, en el período postaristotélico y a finales de la Antigüedad se esgrimieron muchas críticas contra diversas tesis de Aristóteles. Ello muestra que el difícil problema de la dinámica se estaba abordando continuamente desde diferentes ángulos debido a la clara sensación de que precisaba una revisión profunda. Una de las razones principales del fracaso de la Antigüedad a la hora de descubrir las leyes correctas de la dinámica era que, al esta blecer las relaciones entre fuerzas en cuanto causas del movimiento y los movimientos resultantes, no se tenían en cuenta las fuerzas de fricción opuestas. Resulta extraño que esos factores tan obvios se pasasen por alto en una época en la que la única fuerza motriz dispo nible era la fuerza muscular de hombres y animales, teniendo que ser de dominio común los dispositivos para reducir la fricción en el trans porte de grandes piedras y otros materiales de construcción. Con todo, no hay que olvidar las considerables dificultades conceptuales de atri buir a la fricción el carácter de fuerza, en una época en que las fuerzas se asociaban a la tensión muscular y al esfuerzo humano. Sea cual fuese la razón, indujo a Aristóteles a suponer en su única fórmula cuantitativa la existencia de una proporcionalidad no entre fuerza y aceleración, sino entre fuerza y velocidad. Ese es el contenido de la relación expuesta en el último capítulo de libro séptimo de la Física
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(repetida en otro contexto en el tercer libro del De cáelo). Afirma que la distancia por la que se mueve un peso mediante una fuerza es directamente proporcional a dicha fuerza y al tiempo en que actúa, e inversamente proporcional a la magnitud del peso. En realidad resulta equivalente al enunciado (incorrecto) según el cual la fuerza es igual al producto del peso y la velocidad, algo obviamente contradictorio con la segunda ley de Newton en la que la aceleración ocupa el lugar de la velocidad. La fórmula aristotélica estaba de acuerdo con la creencia común en la Antigüedad de que un cuerpo está en movi miento tan sólo cuando una fuerza actúa sobre él, poniéndose en reposo tan pronto como la fuerza deja de actuar. Para ser justo con Aristóteles es importante recordar que él mismo se dio cuenta de que esta fórmula era una aproximación sólo válida para fuerzas grandes. Como ejemplo, recurría al caso de una cuadrilla de sirga halando un bote. Si un determinado número de hombres puede halar un barco una cierta distancia en determinado tiempo, no se puede esperar, como señala con un lenguaje un tanto engorroso, que se pueda reducir ad libitum la fuerza que hala, y con todo trans portar aún el barco la misma distancia, o incluso una menor, en un tiempo proporcionalmente mayor. De hecho, y sin dar ninguna razón, dice que el barco puede no moverse en absoluto. La razón que casi con toda seguridad era desconocida para Aristóteles es, por supuesto, que se precisa una fuerza mínima para superar la fricción de un cuerpo en reposo, siendo en general dicha fricción mayor que la del mismo cuerpo en movimiento. He expuesto de nuevo con cierta extensión detalles de sobra cono cidos por los historiadores de la mecánica, a fin de poner de relieve la importancia de las observaciones y comentarios que sobre el particu lar se hicieron en un período posterior y que muestran a la vez tanto el progreso científico como algunas limitaciones inherentes en el modo en que antiguamente se abordaban los hechos de naturaleza inorgánica. He aquí un pasaje del comentarista Temistio (Bizancio, hacia el 320* 390 d.C.) en el que comenta el problema que acabamos de mencionar: «Hay toda una teoría y un problema implicados en la cuestión de si varias personas juntas son capaces de mover un peso cuya magnitud es la suma de lo que puede mover cada una de ellas aisladamente. Lo que quiero plantear es que, suponiendo que cada una de ellas puede mover un peso de un talento, si cien de ellas juntas pueden mover un peso de cien talentos o de más o de menos. Que haya de ser menos no parece razonable; por el contrario parece más bien probable que sea más, dado que la unión, la ambición y el estímulo mutuo poseen su efecto, tal y como ocurre con los caballos uncidos juntos para mayor velocidad, cuyo nervio y fuerza aumenta por la intensidad de la com-
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petición. Por otro lado, es muy razonable e incluso necesario, si la anterior suposición es correcta, que si el peso se divide de modo que cada una de ellas reciba su parte del todo, no sea en absoluto capaz de moverla, pues cuando la fuerza se divide se pierde algo que se añadía y aumentaba por la unión. En considerable medida ello parece similar al caso de las figuras geométricas en las que una longitud doble produce una superficie cuádruple, mientras que en nuestro caso todas juntas son varias veces más fuertes. Los pesos que movemos se com portan asimismo de manera diferente dependiendo de su forma, cosa que también ocurre con los que se mueven por sí mismos, pues lo esférico se mueve con facilidad, siendo más fácil hacer ir más rápido en su movimiento a aquellos cuerpos que son menos estables y poseen menor superficie de contacto. En general es más fácil hacer más rápido el movimiento de un cuerpo que está en movimiento que mover un cuerpo en reposo. Esto ocurre también así con todas las cosas seme jantes» [232]. Las tres últimas frases de este pasaje contienen, haciendo una especie de reflexión retrospectiva, la primera observación general registrada del influjo de la fricción sobre un cuerpo en reposo y en movimiento. Por supuesto, no tiene mucha importancia el hecho de que estas consideraciones sean originales o que aludan a cosas que ya dijeron otros antes. Lo que interesa es el contexto en que aquí se dicen, como explicación científica de la ley pertinente enunciada por Aris tóteles, introduciendo la fricción en la dinámica aunque sólo sea de una manera cualitativa. Sin embargo, la mayor parte de este pasaje tiene interés en otro sentido completamente distinto, por cuanto de muestra claramente el enfoque antropomórfico o zoomórfico con que los griegos de la Antigüedad abordaban los problemas físicos, lo que resulta diametralmente opuesto a nuestra tendencia a transformar la biología en un capítulo de la física o la química. Quizá se pudiera argumentar en este caso concreto que la explicación en términos de dicha competencia o ambición no está del todo descaminada, dada la comprensible identificación de las fuerzas motrices con los animales o los hombres. No obstante, hay pruebas abundantes de la creencia general según la cual también en la naturaleza inorgánica la «unión» aumenta la fuerza del todo en una proporción más que lineal respecto al número de sus unidades. Esta creencia llegó incluso a la conclusión absurda y contraria a la experiencia de que el peso ha de obedecer la misma regla de no aditividad. Se podría decir, con todo, que hay cierta lógica interna en dicha creencia, pues en la física griega el peso era la fuerza innata de un cuerpo que producía su movimiento natural hacia su lugar natural en el centro de la tierra. En este sentido, el peso de un cuerpo se comparaba a menudo con el alma del hombre.
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Del mismo modo que el hombre se mueve y actúa en virtud de su alma, esto es, su eidos (forma), un grave se mueve hacia abajo en virtud de su propio peso que no es sino su propia eidos. Puede consi derarse que esta concepción está a la base del siguiente pasaje extraño de Juan Filopón: «Las cualidades se toman más fuertes cuando las partes con la misma forma actúan juntas. Se trata de algo obvio que se puede ver con mayor claridad en el caso de los pesos. Cuando se unen juntos dos pesos de una libra, el peso combinado será más pesado que la suma de los dos, pues no será de dos libras, sino mayor. De manera semejante, cuando se divide un peso de dos libras en dos partes iguales, cada uno de ellos no será de una libra, sino de menos. Así, las cosas que tienen la misma forma, cuando se unen, se tornan más potentes y, cuando se dividen, se tornan más débiles» [69]. Filopón hace también otro comentario enormemente sugestivo sobre el problema de la no aditividad de las fuerzas de los individuos combinadas en grupo. Dicho comentario alude a una breve conside ración de Aristóteles en el mismo pasaje en el que enuncia su ley de la dinámica. El meollo de esta consideración, tal y como la interpretan sus comentadores, es que los individuos, al formar grupo, pierden en cierto sentido su individualidad. Pierden su individualidad en acto y, en cuanto partes del grupo, poseen tan sólo una existencia potencial. La actualidad de los individuos se sustituye por la actualidad del grupo como un todo. Si una parte concreta del grupo deja de existir, su participación en el esfuerzo total no se puede estimar suponiendo uue dicho esfuerzo sea la suma de las contribuciones de los individuos discretos. Filopón añade un símil de su propia cosecha: «Aristóteles dice que la parte por sí misma no existe en acto dentro del todo. No actúa como un motor dentro del todo, como hace por sí misma cuando es una individualidad bien definida. Dentro del todo sólo posee una existencia potencial, por lo que ha de considerarse como materia sin forma. Se trata de un caso similar al de las partes de un nombre, de las que afirma Aristóteles en el libro De interpretatione que por sí mismas carecen de significado, si bien cada una de ellas, al estar en potencia en el todo, contribuye al significado pleno del nombre. De manera semejante, un miembro de una cuadrilla de sirga, por sí mismo no puede mover nada, pero al ser un individuo en potencia dentro del iodo, contribuye al movimiento del barco junto con el resto» [82]. La influencia de las ideas estoicas en la relación del todo con sus partes se muestra con claridad en el ejemplo de la asociación de los que hablan de un barco en grupo o individualmente, así como en el del nombre y sus partes. Los estoicos definieron toda una jerarquía de estructuras comenzando en el extremo inferior con un simple aglomerado de individuos y ascendiendo luego a la estructura de un
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organismo en el que cada parte existe sólo en interacción constante con el todo. Cuando se considera como un organismo, el todo es más que una mera adición de partes, cosa que también se aplica al nombre y sus diferentes letras o sílabas que sólo reciben un significado semán tico en el contexto de la palabra completa. También se aplica a los que tiran de un barco, cuyo fin común y unidad mental los cohesiona en un todo orgánico más poderoso que la simple suma de las fuerzas de todos ellos aislados. Todo esto es típico del modo de pensar griego y helenístico, siendo aún más típico el hecho de que se formule como interpretación y comentario marginal a un capítulo de la física sobre las leyes básicas de la dinámica. El hecho mismo de que una ley tan básica como la de Aristóteles no tuviese validez universal, restringiéndose, como su autor había ya admitido, a un rango limitado de fuerzas y cargas, resultaba un tanto perturbador para los estudiosos de este problema. Los comentaristas posteriores no continuaron con la idea de Temistio de que el problema era más complejo, debiéndose tomar en cuenta otros factores aparte de los introducidos por Aristóteles. Sin embargo, continuaron preocu pándose por la conclusión obvia de que podía haber limitaciones prác ticas en una ley física que teóricamente podía expresarse en términos matemáticos precisos sin restricción aparente alguna a su validez. Que tal problema se plantease en conexión con la primera ecuación físico-matemática jamás establecida es algo que tiene interés en sí mismo, a pesar del hecho de que por razones que nos resultan bien conocidas, dicha ecuación sea incorrecta. ¿Se trata de una ecuación en tre parámetros físicos válida para todo valor numérico de cada uno de estos parámetros? Naturalmente hay que excluir los valores infinitos, porque la física se ocupa de magnitudes finitas, tal y como ya había explicado pormenorizadamente Aristóteles en el tercer libro de su Física. Pero las discrepancias entre experimento y teoría para valores finitos de un parámetro, sean pequeñas o grandes, han de revelar inevitablemente el carácter aproximado de cualquier ley física, llevando a una modificación o extensión de la teoría. La ley de Boyle es un ejemplo muy citado de la época moderna: tan pronto como se pudie ron aplicar grandes presiones a un gas, salió a la luz el límite de vali dez de la supuesta proporcionalidad inversa entre la presión y el volu men, por lo que la ley hubo de modificarse, introduciéndose los con ceptos de gases ideales y reales. Si antes de la aparición de la teoría de la relatividad hubiesen sido técnicamente posibles los experimentos con velocidades comparables a la de la luz, las desviaciones de la proporcionalidad entre fuerza y aceleración habrían planteado el pro blema de las limitaciones de la segunda ley de Newton y sus razones físicas.
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A la vista de ello, merece la pena citar los comentarios de Sim plicio, el contemporáneo de Filopón, siquiera sea por el hincapié que hace sobre el problema y su comparación con la famosa ley de la estática en la que están implicadas proporciones lineales: la ley de la palanca de Arquímedes. «Merece la pena buscar la razón por la cual se mantiene la proporcionalidad entre fuerza y peso, por ejemplo en el caso en que la fuerza se parta por dos, pero no en todo el rango de la fuerza... No está en absoluto claro por qué la proporcionalidad no rige para todos los valores, pero si alguien dijese que rige, entonces se seguiría el resultado aún más paradójico de que una sola persona podría mover el monte Athos si estuviese separado de la tierra, pues si pudiese mover una piedra del Athos una cierta distancia en un tiempo dado, ¿por qué no habría de mover todo el monte una dis tancia mucho menor en un tiempo mucho mayor? Sobre la base de esta proporcionalidad entre fuerza, peso y distancia, Arquímedes inge nió la máquina elevadora llamada charistion, señalando que funcionaría proporcionalmente para todos los valores y anunciando jactanciosa mente aquello de “dadme un punto de apoyo y moveré la tierra”. Hay que decir ahora, como ya se apuntó antes brevemente, que no es el caso que cualquier fuerza pueda mover cualquier peso por pequeña que sea la distancia y prolongado que sea el tiempo... Hay un límite inferior para la fuerza, por debajo del cual no puede mover ningún peso por distancia alguna, así como un límite superior para el peso, por encima del cual no lo puede mover distancia alguna ninguna de las fuerzas motrices corporales. Entre medias existe un rango de con diciones entre fuerzas, pesos, distancias y tiempos para las que vige la proporcionalidad... Es pues claro que existe proporción así como falta de proporción en la relación entre fuerzas que pueden dar lugar a movimientos y pesos que son susceptibles de ser movidos, así como entre distancias y tiempos» [164]. 2.
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La suposición incorrecta implicada en la ley aristotélica de la diná mica, según la cual se da una proporcionalidad entre las fuerzas motrices y la velocidad del cuerpo movido, es equivalente a la afir mación de que sólo se puede mantener el movimiento en tanto en cuanto haya una fuerza actuando sobre el cuerpo. Si la fuerza desapa rece, la velocidad desaparecerá también; esto es, el cuerpo se detendrá. Incluso para el propio Aristóteles resultaba difícil eliminar la incom patibilidad obvia entre dicha conclusión y la experiencia de un tipo de movimiento «violento», esto es, el caso de un proyectil lanzado
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en una dirección distinta de la de su movimiento «natural». ¿Por qué continúa el proyectil moviéndose hacia arriba una vez que ha cesado la fuerza de la honda, el arco o el brazo humano? ¿Qué otra fuerza invisible continúa empujando al proyectil hasta que parece desvane cerse y la tendencia innata natural del grave obliga al proyectil a ir hacia abajo por su trayectoria natural? El capítulo diez del libro octavo de la Física recoge los esfuerzos un tanto patéticos de Aristóteles por responder a estas preguntas. Trata desesperadamente de diseñar un mecanismo de fuerzas impelentes sucesivas que mantengan el movi miento del proyectil. De acuerdo con su concepción básica, dicho movi miento sólo es posible en un medio material (por ejemplo, aire o agua). Aristóteles supone que las partes contiguas del medio, por ejemplo el aire, empujan el proyectil y mantienen su movimiento. Pero aún queda la dificultad de que si el motor y el móvil actúan y dejan de actuar simultáneamente, entonces resulta insostenible la imagen de una sucesión espacio-temporal de masas impulsoras de aire detrás del proyectil en movimiento. «Por tanto, nos vemos obligados a suponer que el motor original suministra al aire... la facultad de ser un motor, si bien el aire no deja de ser simultáneamente un motor y un móvil. Deja de ser movido en el momento en que su motor deja de impartirle movimiento, pero continúa siendo un motor y por ello mueve todo cuanto está adyacente a él, de lo cual se puede decir de nuevo lo mismo» [18]. Se trata de un pasaje extremadamente importante porque Aristóteles, al bucar un mecanismo de transmisión de fuerza motriz, propone una hipótesis que contiene el germen de la famosa idea del «Ímpetus» que tuvo una historia subsiguiente tan prolongada. Supone que mientras que el agente intermedio deja de ser movido o, en otras palabras, deja de recibir sobre él la acción de una fuerza, sigue siendo capaz de impartir movimiento a su vecino, conservando de ese modo la cadena de transmisión sucesiva hasta que se desvanece progresivamente. Mediante esta suposición Aristóteles no mantuvo la concepción rígida de que una fuerza sólo puede actuar por contacto inmediato y no por «delegación», iniciando una corriente que llevó primero al concepto de Ímpetus y luego, a las modernas nociones de momento y energía cinética. El primer científico que introdujo el concepto de Ímpetus fue el astrónomo Hiparco, doscientos años después de Aristóteles. Antes de examinar su teoría, echaremos un vistazo a las consideraciones de algunos de los comentadores del pasaje de Aristóteles que acabamos de citar. Alejandro de Afrodisia (hacia el 200 d.C.), el más aristotélico de todos los comentadores, señala en un largo pasaje que nos ha llegado gracias a Simplicio que «el aire recibe del que lanza el proyectil el origen y el plan básico de moverse, asi como el de ser capaz de
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mover. La virtud que obtiene del lanzador es tal que, siendo él mismo movido, es capaz de ser un motor. En cierto modo, durante un breve momento se torna en una cosa automotriz cuya naturaleza estriba en absorber mediante alguna afección la fuerza del motor» [176]. La interpretación que hace Alejandro del aire que se mueve sin ser movido como algo que se mueve a sí mismo representa una admisión implícita de la existencia de algún tipo de «Ímpetus» o alguna facultad que se almacena en el cuerpo moviente. Más tarde pone un ejemplo característico de los peripatéticos, quienes concebían el movi miento como un fenómeno más general que incluía el cambio de tama ño y de cualidades, no menos que el cambio de posición. Dice que el fuego es una cualidad activa que puede transferir al agua parte de su virtud. La propia agua, tras haber sido calentada por el fuego, adquiere la cualidad de calentar, conservándola durante algún tiempo. Esta idea del almacenamiento de la fuerza la expresa Temistio, segui dor de Alejandro, con más claridad aún, contrastándola con la relación entre un imán y un trozo de hierro por cuanto que el hierro pierde la facultad temporal de atracción tan pronto como se separa del imán. «Quizá el aire vecino no sólo se mueva, sino que adquiera también por sí mismo el poder de mover en analogía directa, creo, con el caso de un material calentado al fuego. Este no sólo se torna caliente, sino que además adquiere la virtud propia de calentar, transmitiéndola continuamente durante algún tiempo. Al cabo de un rato todo ello termina cuando la fuerza tomada en préstamo del fuego se desvanece en el proceso de transferencia. De manera similar, el aire y el agua... resultan automovidos y de esta manera, por algún tiempo, son simul táneamente móviles y motores. Con todo, no son movidos por el lanzador, sino más bien por su propia virtud, recibida como una señal del proyector, exactamente a la manera en que el agua calentada por el fuego no sólo permanece caliente tras retirar el fuego, sino que conserva la capacidad de calentar durante mucho tiempo» [233]. Simplicio hace una exposición aún más articulada y clara: «Del mismo modo que el movimiento del cuerpo lanzador mueve el aire, así el aire, mientras que permanece en él el movimiento, mueve el aire próximo a él, etc., hasta que por mor de las múltiples transmi siones, el movimiento se desvanece al cabo de algún tiempo. En los casos en que la fuerza motriz es considerable y el cuerpo movido tiene la forma adecuada, tenemos otras pruebas de la continuación del movimiento un tiempo después de que se haya detenido la fuerza motriz. Así ocurre con la peonza que sigue girando mucho después de que se haya visto puesta en movimiento por rotación, o con el címbalo que, una vez golpeado, continúa sonando durante mucho tiempo por permanecer en movimiento y mantener al aire moviéndose. Estos
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objetos se pusieron en movimiento merced a un motor, y gracias a su favorable disposición a moverse, permanecen en movimiento incluso después de que se haya retirado el motor. A eso se refería Alejandro cuando señalaba que “en cierta medida pequeña se tornan autornovidos”, pues el cuerpo movido permanece en movimiento e induce movimiento en el cuerpo próximo a él» [ 177 ]. Finalmente, Simplicio recapitula su argumentación acuñando un término técnico para el mecanismo sugerido por Aristóteles: «Es pues imposible resolver las dificultades del problema del proyectil lanzado si no es suponiendo que el objeto movido recibe también una virtud cinétida del motor» [179]. Por un momento parece como si Simplicio estuviese listo para dar el último paso hacia el concepto de Ímpetus (dado de hecho por su contemporáneo Filopón y casi setecientos años antes que ellos, por Hiparco), cuando plantea la pregunta: «¿Mas, si decimos que la persona que lanza el proyectil transfiere al aire un movimiento uniforme, por qué no decimos que este movimiento se le comunica al proyectil sin recurrir al aire y por ende sin vernos obligados a suponer que no sólo es un móvil, sino también un motor?» [178]. Sin embargo, Simplicio no llega a extraer la conclusión última, eliminando completamente el aire. Trata de zanjar la cuestión me diante argumentos aristotélicos ortodoxos y de explicar la necesidad de una acción intermediaria del aire diciendo que como elemento inter medio que se puede mover en todas direcciones, posee una cierta facul tad estabilizadora. Así pues, junto con Aristóteles, Alejandro y Temistio, no pasa de ser un precursor del concepto de Ímpetus, si bien en todos estos pensadores se reconoce una línea de clarificación concep tual y terminológica progresiva en la dirección adecuada. El primer científico de quien sabemos que tenía una concepción del ímpetus, esto es, de una magnitud vectorial impartida al cuerpo en movimiento por la acción instantánea de una fuerza, almacenándose luego en el cuerpo, fue el gran astrónomo Hiparco (c. 190-120 a.C.). Hay que reconocer la escasez de los testimonios, si bien difícilmente puede recibir otra interpretación el fragmento que se conserva relativo al lanzamiento de un cuerpo verticalmente hacia arriba. Obviamente se conocían desde mucho antes los aspectos fundamentales de los lanzamientos verticales, como es el hecho de que el proyectil asciende cada vez más despacio, seguido por el movimiento acelerado del cuerpo en caída libre. Hiparco estaba envuelto en una argumentación conceptual sobre el problema del peso y los graves del que nos ocupa remos más abajo, disponiendo de una explicación propia del lanza miento vertical, tal y como narra Simplicio: «Hiparco, en su libro De los cuerpos que caen por su peso, dice que en el caso de la tierra lanzada hacia arriba, la fuerza de proyección es la causa del movimiento
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ascendente en tanto en cuanto sea más poderosa que la fuerza del cuerpo lanzado. Cuanto mayor sea la fuerza de proyección, más rápi damente se moverá el objeto hacia arriba. Después, a medida que disminuye la fuerza, el movimiento ascendente prosigue con velocidad reducida hasta que el cuerpo empieza a descender bajo el influjo de su propia tracción natural, si bien la fuerza de proyección persiste en cierto modo. A medida que ésta se agota, el cuerpo se mueve hacia abajo con mayor rapidez, alcanzando su máxima velocidad una vez que la fuerza haya desaparecido por completo» [203]. En estas pocas líneas tenemos una clara exposición del concepto de «fuerza de proyección» que corresponde a las ideas de Filopón en el siglo vi d.C. y de algunos científicos árabes del siglo xn, no menos que a la teoría del Ímpetus de Ockham, Buridán y Oresme en el siglo XIV. No se menciona el contacto continuo de una fuerza motriz con el cuerpo movido, ni ninguna función intermediaria desempeñada por el aire como motor. La fuerza del lanzador confiere al proyectil un Ímpetus que se agota gradualmente. Mas aquí Hiparco desarrolla otra idea original, cual es la de que el ímpetus no se ha agotado por completo cuando el cuerpo alcanza el punto culminante de su ascenso, sino que continúa actuando durante el descenso, no siendo la acelera ción del movimiento descendente más que el resultado del agotamiento gradual del Ímpetus, esto es, de un vector que apunta hacia arriba y cuya disminución gradual permite que ejerza plenamente efecto el impulso natural hacia abajo. Algunos científicos musulmanes ofrecieron también esta misma explicación de la aceleración de la gravedad como debilitamiento progresivo del Ímpetus residual, mas fue rechazada por otros, quienes señalaban que la teoría no se sostiene en el caso de un cuerpo cuya caída no se ve precedida por un lanzamiento hacia arriba. Sin embargo, Hiparco extendió su teoría a ese caso, tal y como muestra la conti nuación del pasaje citado más arriba: «Atribuye asimismo esa misma causa a los cuerpos que se dejan caer desde arriba, pues también en éstos la fuerza que los sostiene continúa durante algún tiempo, siendo su acción opuesta la causa del movimiento más lento que tiene al principio el cuerpo que cae» [203]. Hiparco debe de haber estado pensando en una especie de «ímpetus potencial» que reside de forma latente en todo cuerpo que no se encuentre en su lugar natural (esto es, el centro de la tierra en el caso de un grave), independientemente de la manera en que el cuerpo haya ligado a su posición actual, pues sea cual sea su historia antes del comienzo de la caída, el mero hecho de que el cuerpo esté en reposo a cierta distancia de su lugar natural equivale a impartirle un Ímpetus orientado hacia arriba que desaparece gradualmente durante el movimiento de caída. Frente a la idea mo
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derna de energía potencial que es un término escalar, el Ímpetus poten cial de Hipara es una magnitud vectorial dirigida en sentido contrario del centro de la tierra. Ignoramos de qué manera llegó Hiparco a la concepción del Ímpe tus, así como las consideraciones que lo condujeron a abandonar la teoría de Aristóteles de que el aire mantiene el movimiento «violento» de un proyectil. Si de hecho llegó a refutar dicha teoría, sus argu mentos no nos han llegado. El historiador ha de registrar el hecho de que esta idea se originó en Hiparco, un hecho que resulta de enorme importancia a la vista de la preeminencia de Hiparco como astrónomo y científico. Sin embargo, la prioridad de las ideas científicas posee escasa importancia en la Antigüedad, donde la continuidad del pensa miento y de la tradición científica sólo se daba esporádicamente. Sólo tras casi 700 años, en la primera mitad del siglo vi d.C., la idea del ímpetus se vio desarrollada de nuevo por Juan Filopón, a quien hemos de considerar su redescubridor, teniendo en cuenta la cantidad de siglos durante los cuales la teoría aristotélica siguió en boga, así como la elaborada refutación que de dicha teoría hizo Filopónu. Filopón analiza dos de los mecanismos que se habían sugerido para la supuesta función del aire en el mantenimiento del movimiento del proyectil. Uno de ellos era la noción corrientemente aceptada de la antiperistasis, el intercambio de lugares, ya rechazada por Aristóteles. Se trataba de la idea de que el aire que está enfrente del proyectil en movimiento se ve empujado continuamente a su parte posterior, donde presiona sobre el proyectil en la dirección de su movimiento, actuando así como una fuerza motriz. Tras haber eliminado dicha teoría mediante cierto número de argumentos muy plausibles y convin centes, Filopón toma la hipótesis aristotélica de que juntamente con el impulso que confiere al proyectil el lanzador original, el aire de detrás del proyectil se pone en movimiento rápido y continúa empu jando al proyectil: «En primer lugar hemos de plantear la siguiente pregunta a quienes sostienen dicha opinión. ¿Si alguien arroja una piedra, la fuerza a moverse contra su dirección natural por el hecho de empujar el aire de detrás de la piedra, o bien el lanzador imparte una fuerza cinética a la piedra? Si no imparte a la piedra ninguna fuerza, sino que la mueve tan sólo moviendo el aire, ocurriendo algo similar con la cuerda del arco y la flecha, ¿para qué sirve el contacto entre la mano y la piedra o entre la cuerda y el extremo acanalado de la flecha?» [73]. Filopón sugiere entonces un experimento imagi-23 23 Cf. Filopón, Phys., 639, 3-642, 26. Se encuentran traducidos algunos extrac tos en Cohen-Drabkin, A Source Book tn Greek Science, Nueva York, 1948, págs. 221 y sigs.
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nario. Supongamos que una máquina potentísima genere una corriente de aire mucha más fuerte que la fuerza de proyección. En tal caso, ¿se pondrá en movimiento el proyectil, moviéndose del modo obser vado? La respuesta es negativa. «Además, si la cuerda y la flecha, o la mano y la piedra están en contacto directo, no habiendo nada entre ellos, ¿qué aire de detrás del proyectil se pone en movimiento Y si es el aire de los costados el que se mueve, ¿qué conexión tiene con el cuerpo lanzado, ya que no se encuentra en su trayectoria? Por esta y otras muchas consideraciones puede verse que es imposible que las cosas movidas a la fuerza se muevan de ese modo. Ha de ocurrir más bien que el lanzador imparta al objeto lanzado cierta fuerza cinética incorpórea, contribuyendo el aire con nada o con muy poco a este movimiento. Así pues, si los objetos se mueven por fuerza de esta manera, es evidente que si una flecha o una piedra se proyectan por la fuerza y en contra de la naturaleza en el vacío, ocurrirá lo mismo con mucha más facilidad, no siendo necesario nada más que el lan zador» [74]. La esencia del Ímpetus se expresa en este pasaje con la mayor claridad. Se trata de una «fuerza cinética» transferida en el momento del lanzamiento del lanzador al objeto lanzado, y en virtud de la cual se mantiene moviéndose con su «movimiento violento». El medio, como por ejemplo el aire, no sirve para nada, sino que por el contrario el proyectil habría de moverse más fácilmente en el vacío. Filopón tilda al Ímpetus de «incorpóreo». Ciertamente, los estoicos habrían cri ticado tal cosa, pues tenían por «corpórea» a toda magnitud suscep tible de acción física. Como es natural, Filopón quiere subrayar la diferencia entre su «fuerza cinética» que es afín a nuestro término vectorial «momento» o al término escalar «energía cinética» y un agente material como el aire que impulsa continuamente el proyectil. En la continuación del pasaje citado, trata de explicar esta diferencia mediante una ilustración muy significativa: «Y sin duda esta teoría demostrada por los hechos, a saber, que el lanzador imparte al cuerpo arrojado cierta fuerza cinética incorpórea durante el tiempo en que el lanzador está en contacto con el proyectil, no resulta más difícil de aceptar que ciertas fuerzas lleguen a los ojos desde los objetos vistos, como piensa Aristóteles. Ciertamente, podemos ver por los colores que tiñen los cuerpos sólidos expuestos a ellas, que resultan emitidas ciertas fuerzas de forma incorpórea cuando los rayos del sol pasan a través de un objeto transparente coloreado... Es así evidente que ciertas fuerzas procedentes de los cuerpos pueden alcanzar otros cuer pos de manera incorpórea» [75]. Así pues, Filopón considera la emisión de luz como otro tipo de Ímpetus, radiado por la fuente luminosa y transferido al objeto ilumi
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nado. En un momento posterior volveremos a esta importantísima concepción de la luz que no se identifica en absoluto con la de Aris tóteles. Pero ahora quizá merezca la pena señalar el uso que hizo Filopón de dos términos diferentes para el Ímpetus, potencia (dynamis) cinética y fuerza (energeia) cinética. Su uso indiscriminado de ambos términos para un concepto que tiene cierta relación con nuestra mo derna «energía», dista mucho del uso aristotélico del término dynamis y energeia para referirse a la potencialidad y a la actualidad. 3.
El peso y el movimiento natural
En la Antigüedad postaristotélica, los conceptos relacionados de movimiento natural y peso tuvieron también una historia larga y vacilante en una medida no menor que la del concepto de movimiento violento. Se nos ofrece en este terreno el mismo panorama, tan carac terístico de la Antigüedad, de discusiones agudas acerca del signifi cado de los conceptos, de referencias a observaciones que en ocasiones se combinan con una falsa interpretación de los hechos, conclusiones a menudo no constrastadas experimentalmente, así como una lucha inconcluyente e interminable entre los seguidores conservadores de Aristóteles y los partidarios críticos y audaces de ideas nuevas, pre cursores de una nueva era. Algunos avances aislados de enorme impor tancia, como los trabajos de Arquímedes sobre los pesos específicos, no se convirtieron en el punto de partida de un progreso decisivo en un amplio frente; no consiguieron, como habrían de hacer los experimentos de Galileo, romper un sistema de razonamiento y deduc ción común tanto a los aristotélicos como a los antiaristotélicos. Sin embargo, en una época de acusada preponderancia de vastos sistemas de pensamiento y con escaso desarrollo tecnológico, en la que los nuevos hechos descubiertos difícilmente podían hacer temblar una teoría, mientras que las inconsistencias conceptuales podían ser su ruina, en esa larga era de finales de la Antigüedad, toda crítica de una imagen aceptada de la naturaleza y todo argumento en contra eran de enorme significado histórico. Establecieron la continuidad de una actitud crítica en el pensar científico como herencia para la ciencia árabe y medieval, asegurando su participación activa y creadora como parte integrante de la civilización a través de un largo lapso hasta el advenimiento de la era moderna. Según la doctrina de Aristóteles, el movimiento natural estaba presidido por la concepción teleológica de la tendencia de un cuerpo a alcanzar su lugar natural. Era para él muy natural afirmar que cuanto más pesado es un cuerpo, mayor es su deseo de llegar a dicho
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lugar, adoptando por ello la suposición incorrecta de que la velocidad de caída de un cuerpo es proporcional a su peso*24. En consecuencia, se vio obligado a explicar la aceleración debida a la gravedad (am pliamente conocida en su época, siendo demostrada inferencialmente a partir de otros hechos por su discípulo Estratón * ) por un aumento del peso del cuerpo en caída con la disminución de la distancia al centro de la tierra. Los pasajes pertinentes del De cáelo de Aristóteles no siempre resultan claros26, pero no cabe duda de cuál es la inter pretación de sus seguidores ortodoxos, como se puede colegir de sus polémicas contra opiniones encontradas. Una de ellas, muy aceptada, era que cuanto más alta es la posición de un cuerpo, mayor es la cantidad de aire que tiene debajo y a través de el cual ha de abrirse camino. Así pues, la aceleración no se debe a un aumento de peso, sino a la disminución de la resistencia del medio a medida que la columna de aire de debajo del cuerpo en caída se vuelve más corta. No obstante, había también opiniones diametralmente opuestas a las de Aristóteles nada menos que de personalidades como Hiparco y Ptolomeo (hacia el 150 d.C.): «Por lo que atañe al peso, Hiparco defiende lo contrario de Aristóteles. Sostiene que los cuerpos son tanto más pesados cuanto mayor es su distancia [al lugar natural]» [204]. Y también: «El matemático Ptolomeo, en su libro De los pesos, sostiene una opinión contraria a la de la doctrina aristotélica, tratando también de demostrar que ni el aire ni el agua tienen peso en su lugar propio» [225 ]. La respuesta de Alejandro de Afrodisia a Hiparco, citada por Simplicio, está en estricta conformidad con un verdadero espíritu aristotélico: «Si es acorde con la naturaleza que un cuerpo pesado esté debajo, siendo ésa la razón de que se mueva hacia dicho lugar, los cuerpos deberían ser completamente pesados, adoptando su forma propia a este respecto cuando están debajo; y puesto que alcanzan su perfección mediante una tracción hacia abajo, es razonable que aumen ten en peso cuanto más cerca estén de dicho lugar. Ciertamente, no tendría sentido decir de los cuerpos, que realizan su movimiento natural hacia abajo con velocidad creciente cuanto mayor es su distan cia desde arriba, que habrían de mostrar esta propiedad si se hiciesen menos pesados» [205]. En otro pasaje, Alejandro alude explícita mente a Aristóteles: «Una razón mejor, más consonante con la natu raleza, de la aceleración de los cuerpos cuanto más próximos se hallen a sus lugares propios, es su aumento de peso o ligereza, como dice 2« Aristóteles, De cáelo, 273b, 30; 277b, 4; 290a, 1; 309b, 13. 25 Cf. Simplicio, Phys., 916, 4, y Cohen-Drabkin. pág. 211. 24 Cf., por ejemplo, Arist., De cáelo, 277a, 27.
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Aristóteles. Aristóteles lo atribuiría al hecho de que cuanto más se aproxima un cuerpo a su lugar natural, más pura es la forma que alcanza, esto es, si se trata de un cuerpo pesado, se tornará más pesado, mientras que si se trata de uno ligero, se tornará más ligero» [206]. El propio Simplicio señala que la opinión de Hiparco llevaría a consecuencias absurdas en el caso de una balanza, puesto que el lado que contiene el peso mayor, al descender se tornaría más ligero que el que contiene el peso menor, con lo que empezaría a ascender. Puesto que nada nos ha llegado de los argumentos de Hiparco, sólo podemos conjeturar su razonamiento. En primer lugar, hemos de recordar que Hiparco tenía una explicación muy distinta de la acele ración de los graves en caída libre, con lo que no precisaba relacionar su mayor velocidad con un aumento del peso. Por otro lado, como Aristóteles, Hiparco puede haber considerado el peso como e¡ deseo de un cuerpo pesado de alcanzar su lugar natural, y de ello podría haber sacado fácilmente la conclusión opuesta diciendo que, una vez alcanzado dicho lugar, el cuerpo podía perder su tendencia natural que sólo existe en la medida en que el cuerpo está en otro lugar. Además si, como ha supuesto Hiparco, la tendencia natural es propor cional a la distancia al lugar natural, un cuerpo pesado sólo alcanzaría la ingravidez en el centro de la tierra, por lo que el hecho de que tengan peso en su superficie no contradiría su suposición. Hemos de tener en cuenta además que el peso, que constituye una propiedad de la tendencia natural de la gravedad y se caracteriza por el «movimiento natural» hacia abajo, no se identificaba necesariamente con el peso medido por respecto a un patrón en una simple balanza. Lo que se halla en danza en este último caso, y que hoy día se asocia con el concepto de masa (en la Antigüdad no se conocían las básculas de resorte), también se expresaba en griego mediante un término técnico especial propio que difería del de la tendencia natural. Volveremos sobre este punto importante cuando discutamos el análisis conceptual del peso en la ciencia griega. Hasta los escritos de Simplicio no encontramos rastro de la suge rencia de que se debería decidir entre Aristóteles e Hiparco mediante experimentos. Ello no debe asombramos, porque la balanza usual basada en el principio de la palanca no serviría de nada en este caso. Ignoramos si Simplicio estaba pensando en alguna forma primitiva de peso de resorte o si consideraba que la diferencia de peso podía ser lo bastante grande como para percibirse con los músculos del brazo extendido. Simplicio expresa sus dudas acerca de la verdad de la suposición aristotélica: «Personalmente estimo que vale la pena inves tigar cómo explicar la aceleración de los cuerpos a medida que se aproximan a sus lugares naturales, un hecho que todos admiten. Si
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se da un aumento de peso o ligereza, se seguirá que un objeto que se ha pesado en el aire (reclinándose el que hace la pesada desde una torre, un árbol o un acantilado) se mostrará más pesado cuando se pese abajo, al nivel del suelo. Tal cosa no parecería cierta, a menos que se pretenda que la diferencia entre ambos casos es imperceptible» [207]. Ptolomeo, con su posición antiaristotélica de que el aire y el agua carecen de peso en sus lugares propios, parece haber seguido las hue llas de Hiparco. El agua no es un elemento «absolutamente» pesado como la tierra o las substancias térreas, de manera que su lugar natu ral está por encima de la tierra, siendo fácilmente accesible a una prue ba experimental. Ciertamente, Ptolomeo cree tener pruebas a favor de su punto de vista, tal como cuenta Simplicio (aunque sin sentirse convencido): «Muestra que el agua carece de peso [en su lugar natu ral] a partir del hecho de que los buceadores no sienten el peso del agua que tienen por encima de ellos, incluso cuando bucean a una profundidad considerable. En contra de ello se puede argüir que la continuidad del agua que sustenta al buceador desde arriba, abajo y ambos costados tiene como efecto que no sienta el peso... Con todo, si el agua presionase aisladamente desde arriba, probablemente se sentiría su peso» [226]. En el caso del aire, los elementos de juicio eran encontrados. Aris tóteles creía que una vejiga inflada pesaba más que una vacía, expli cando el hecho en el cuarto capítulo del libro cuarto del De cáelo, diciendo que sólo la tierra es absolutamente pesada y el fuego abso lutamente ligero, mientra que al aire y el agua pueden ser tanto ligeros como pesados atendiendo a las circunstancias . A pesar de Arquímedes, esta explicación se mantuvo en el candelera hasta los tiempos modernos. Simplicio habla de una serie de experimentos con vejigas hinchadas en los que los diversos resultados reflejan la escasa fiabi lidad de las balanzas empleadas, razón por la cual no permitieron llegar a una conclusión decisiva para la que se requería una precisión algo mayor. Nos dice que los resultados de Ptolomeo contradecían a los de Aristóteles, pues hallaba que la vejiga inflada era más ligera que la vacía. Uno de los antecesores de Simplicio obtuvo el mismo resul tado, mientras que el propio Simplicio, experimentando «con la mayor precisión posible», como nos dice, no halló ninguna diferencia de peso entre el pellejo inflado y desinflado. Piensa que este resultado con cuerda mejor con la suposición ptolemaica de que el aire carece de peso en su lugar natural. «Se trata de algo razonable», añade, «por que si el impulso natural es una tendencia hacia el lugar natural, los 17 Arist., De cáelo, 311b, 3-13.
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objetos que están en él no deberían tender ni presentar un impulso en dicha dirección, dado que ya están allí. Quien se ha saciado no busca alimentos» [227]. Es interesante ver cómo Simplicio confía más en las consideraciones teóricas de Ptolomeo que en sus resultados experimentales. No obs tante, dice que los resultados de Ptolomeo no refutan su teoría, y desarrolla una idea extraída de la confundente teoría aristotélica de la gravedad y ligereza. «Aunque el pellejo inflado pese menos que el desinflado, con todo no se sigue de ello, creo yo, que los elementos experimenten un impulso en su lugar natural, sino que más bien prueba una ausencia de impulso, pues el aire del pellejo mantiene al pellejo en el lugar natural del aire, mientras que el pellejo deshinchado posee una constitución térrea y, en ausencia de aire, aumenta sobre él el im pulso hacia abajo. Es lo mismo que un trozo de madera que flota en el agua y que en parte se adhiere al lugar natural del aire, dado que mediante el aire contenido en él, su parte térrea también se coloca en el lugar del aire» [228]. Este pasaje pone de manifiesto que para los antiguos los argumentos teóricos tenían mucho más peso que los hechos experimentales aislados. No deja de ser una ironía de la his toria que Simplicio no aceptase los resultados de Aristóteles por estar sesgado en su contra debido a ideas aristotélicas: «Que el aire haya de tener peso en su lugar natural y que por ende el pellejo inflado haya de tener más peso sería aún más paradójico, pues querría decir que el aire experimenta un impulso hacia abajo desde su lugar propio por un movimiento natural que, según creo, no puede tener sentido según la teoría aristotélica. Mas, como Aristóteles dice que el pellejo inflado pesa más que el vacío, no siendo fácil ignorar el juicio de persona tan minuciosa, quizá con todos los debidos respetos se podría hacer la siguiente sugerencia: el aire que llena el pellejo está húmedo por provenir generalmente de la boca humana, lo que añade cierto peso pequeño en el proceso continuo del inflado» [ 229 ]. Todos estos argumentos y construcciones artificiales, esta mezcla de deliberación aparentemente lógica y razonamiento caprichoso ba sado en ideas preconcebidas y testimonios inconcluyentes podrían tomarse como una divertida ilustración del estado mental de finales de la Antigüedad si no dieran pie a la pregunta inquietante de cómo es que pudo perdurar tal estado de confusión después del descubri miento de Arquímedes del peso específico y su determinación. Dicha pregunta no sería tan desazonadora si se pudiese decir que la teoría de Arquímedes, todavía discutida por Vitruvio x al comienzo de la
3 Vitruvio, De arcbitectura, IX. Cf. también ibid., VII, 8.3 (traducido al in glés en Cohen-Drabkin, pág. 238 ty al español, por ejemplo, en Los diez libros de arquitectura, Barcelona, Editorial Ibérica, S. A., 1982, pág. 188]).
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era cristiana, había sido completamente olvidada en la época de Ptolomeo, c. 150 d.C. Todo ello se torna tanto más perturbador por cuanto que la teoría y práctica de los pesos específicos estaba muy viva en una época muy próxima a la de Simplicio. Hay un poema didáctico, «De los pesos», en hexámetros latinos, escrito probablemente a comienzos del siglo V d.C . 39, que da una descripción detallada del método de inmersión del «Maestro siracusano», haciendo hincapié en que las aguas procedentes de distintas fuentes y diversos tipos de vino pueden tener pesos específicos diferentes, llegando incluso a describir la construcción y funcionamiento de un hidrómetro para determinar las densidades de los líquidos. Este poema, que por lo que parece estaba orientado a ios médicos romanos para la preparación de sus recetas, no deja duda de la continuidad a lo largo de la Antigüedad del método arquimediano, basado en su teoría de la gravedad espe cífica. Parece difícil de creer que no conociese este método ni Ptolomeo ni ninguno de los comentaristas aristotélicos, lo que nos enfrenta a la tarea de explicar cómo es que dos teorías científicas básicamente tan distintas, como la aristotélica y la arquimediana, pudieron coexistir la una al lado de la otra durante un período de tiempo tan largo. La razón principal de ello parece ser que entonces tales teorías no parecían tan contradictorias como ahora se nos antojan. El método de Arquímedes se vino a considerar como un procedimiento técnico que no se orientaba a la explicación de las causas físicas «reales» de la variación de la gravedad específica. La opinión de Aristóteles de que los sólidos compuestos eran mezclas de tierra «absolutamente pesada» y agua o aire «relativamente pesados o ligeros» podía conciliarse con las ideas de Arquímedes en la medida en que su teoría se tenía por puramente fenomenológica o pragmática. Además, no se puede deses timar la gran fascinación de la doctrina de los opuestos en todo campo de la ciencia natural y de la medicina a lo largo de la Antigüedad y la Edad Media, hasta los tiempos modernos. Al menos en un campo ha sobrevivido hasta hoy, firmemente fundamentada en pruebas expe rimentales, a saber, en la electricidad con sus cargas opuestas. Estaba también la dificultad conceptual de comprender una magnitud dimen sional como el peso específico que entraña la combinación de dos magnitudes básicas, peso y volumen. En ocasiones, Aristóteles señala que «lo denso difiere de lo raro por cuanto que contiene una cantidad mayor en un volumen igual» [25], mientras que Simplicio, en su comentario a dicho pasaje, señala que cuando se consideran volúmenes 19 «Carmen de ponderibus», en Metrolog. Script. Reliqu., F. Hultsch (ed.), I«ipzig, 1866, págs. 88-98. Para otra descripción del hidrómetro en el siglo quin to, véase Cohen-Drabkin, pág. 240.
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iguales, denso se identifica con pesado y raro con ligero. Pero, por lo demás, el comentario casual de Aristóteles no se amplió ni se pro siguió, ni se tomó nunca en consideración una escala de densidades distintas en vez de los opuestos extremos de «denso» y «raro». Hay que tomar en cuenta otro factor que tuvo una influencia retardadora y confundente sobre este capitulo de la Antigüedad, a saber, el becho de que Aristóteles clasificase como cualidades el par de opuestos pesado-ligero30. De esta manera, la tendencia natural que los caracteriza a ambos no es definitivamente una cantidad, pues según Aristóteles las cantidades carecen de opuestos31. Sin embargo, no está tan seguro acerca del carácter de los opuestos denso y raro, maliciándose que desempeñen aquí alguna función las posiciones rela tivas de las partes que componen un cuerpo denso o raro. Ello mues tra que Aristóteles puede haber tenido un atisbo de que tanto la materia como el volumen entran en la definición de denso y raro, pero nunca es del todo claro en este punto y según su intérprete más autorizado, Alejandro de Afrodisia, consideraba que el peso era una cualidad. Unos cuantos filósofos posteriores se opusieron con fuerza a esta opinión, constituyendo una vez más su lucha conceptual un capítulo de lo más revelador en la historia de la cuantificación de los conceptos físicos. En su comentario a las Categorías de Aristóteles, Simplicio nos cuenta que Arquitas, contemporáneo de Platón, y luego Atenodoro (del siglo i a.C.) y Ptolomeo consideraban el peso como una cantidad. Se cita que Arquitas habría afirmado: «Existen tres tipos distintos de cantidad; está la cantidad en la tendencia natural, como por ejem plo en el peso de un talento; en la extensión, como por ejemplo en una longitud de dos codos; y en la multitud, como por ejemplo en el nú mero diez» [136]. Se trata de una clasificación razonable, ya que no completa, de las cantidades, definidas con operaciones independientes irreductibles entre sí, como es el caso de la enumeración, el recurso a una vara de medir y la utilización de una balanza. Comparada con ella, la clasificación de Aristóteles en las Categorías es sin lugar a dudas un paso atrás32. Distingue las cantidades discretas y continuas, citando entre las primeras el número y el habla, y entre las segundas las líneas, las superficies, los sólidos, el lugar y el tiempo. Ammonio (siglo v d.C) dice comentando esta cuestión: «Algunos declaran que las especies principales de cantidad son tres: número, volumen y fuerza, esto es, tendencia natural. Dicen que el habla v el tiempo son idénticos al 34 Arist., De gen. et con., 329b, 18. 31 Arist., Categ.. 5b, 1. 33 Ibid., 4b, 20.
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número, que las líneas, las superficies y los sólidos son todos partes de un concepto común, a saber, la extensión, y que lugar es lo mismo que superficie. Hay, pues, tres cantidades, número, extensión y fuerza» [6]. La identificación de fuerza y peso no es menos notable que la insistencia en considerar el peso como una cantidad. Simplicio pro sigue la argumentación desde otro ángulo, aludiendo a la afirmación de Aristóteles de que lo que se predica de la cantidad es «igual» y «desigual», mientras que de la cualidad se predica «semejante» y «de semejante». Simplicio prosigue luego diciendo que Alejandro siguió a Aristóteles al poner el peso no entre las cantidades, sino entre las cualidades; esto es, los objetos pesados no son iguales o desiguales, sino semejantes o desemejantes. En este momento se ofrece una cita textual de Alejandro: «Usualmente se dice que un objeto es diez veces más blanco que otro, no porque se pueda asignar una décima parte a la blancura, sino porque tal cosa se puede hacer con la superficie que tiene el color blanco. Así, el blanco se mide sólo accidentalmente, aplicándose lo mismo a lo pesado, puesto que lo que se mide es el cuerpo en el que reside la gravedad. Por tanto, pesado es una cuali dad, no una cantidad, pues todo cuerpo más pesado es a la vez también mayor que el más ligero; esto es, posee mayores dimensiones. Mas si pesado y ligero no son [directamente] medibles, no se puede pre dicar de ellos que sean “iguales” o “desiguales”». Frente a lo que dice Alejandro muy por extenso en un mismo contexto, continúa Simplicio, «los intérpretes más recientes han postulado, siguiendo a Arquitas, tres tipos de cantidad, señalando que el peso no se mide [indirectamente] a través del cuerpo. En efecto, a menudo cuerpo y peso poseen relaciones opuestas, como por ejemplo en el caso del plomo y la lana, cuyas dimensiones corporales son distintas cuando sus pesos son iguales y, a la inversa, cuyos pesos son desiguales cuando sus volúmenes son iguales. Hablando en general, en todos los cuerpos los volúmenes difieren de los pesos, especialmente puesto que la exten sión y el peso son distintas especies de cantidad. La mina y el talento difieren en especie del pie y el codo, de manera que lo que se mide mediante una cantidad especial no es una cualidad ni está contenido en ninguna de las otras cantidades. Alejandro supone, a priori, no sé cómo, que en principio sólo la extensión, y no el peso, constituyen una cantidad medible. Por consiguiente concluye que el peso es una cua lidad. Con todo, si los cuerpos pesados difirieran en cualidad, la dife rencia se expresaría en una cierta variación de rasgos, como se puede ver en otras cosas que difieren en cualidad. Mas el peso, en cuanto tal, posee el mismo carácter específico y varía en la cantidad de su tendencia hacia el centro» [ 137 ].
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Los «intérpretes más recientes» mencionados por Simplicio eran probablemente los neopitagóricos y neoplatónicos como Jámblico (sobre el 300 d.C.), a quien cita en otro pasaje por haber subrayado el carácter cuantitativo de la tendencia natural y su diferencia respecto a la extensión y el número por cuanto que se puede reconocer en el movimiento de los cuerpos pesados y ligeros3S. Es interesante hallar en las obras de la Antigüedad el uso ambivalente de pesado y ligero como opuestos en el sentido aristotélico o bien como diferentes grados de gravedad en el sentido debido a Platón. Este último uso aparece con toda claridad en un pasaje en el que Simplicio alude al parentesco de los dos términos «tendencia natural» y «peso», este último en el sentido de la medida normal empleada en la operación de pesar con una balanza. «Pesado y ligero con respecto al peso describen una cantidad que está sujeta a una tendencia natural más o menos fuerte, en el sentido de la definición de Arquitas según la cual el peso y la tendencia natural son una y la misma especie de cantidad» [138]. Esta misma diversidad de opiniones persistió naturalmente tam bién por lo que atañe a las concepciones encontradas de peso como cantidad y como cualidad. Por ejemplo, Filopón se sumó al punto de vista aristotélico. Mas, a pesar de incluir el peso entre las cualidades, junto con el color, el calor, el frío, etc., discute por extenso algunas distinciones características entre diversas especies de cualidad tal y como él las ve. No hay cambio en la intensidad del color, dice, cuando su cantidad se subdivide o multiplica; diversas cantidades del mismo plomo blanco muestran la misma cualidad de blancura, del mismo modo que diversas cantidades de agua a la misma temperatura tienen la misma cualidad de frío, no siendo el todo más frío que cada una de sus partes *34. Todo esto no se aplica al peso, pues los pesos son aditivos y esta propiedad de la aditividad, como señala Filopón, es independiente de la superficie de contacto entre los pesos. «Cuando se pone un peso de diez libras sobre otro cuerpo, no toca al cuerpo al que se añade con todo su volumen, sino tan sólo parcialmente, es decir, con su superficie, y aun así actúa con toda la fuerza que reside en todo su volumen, pues la presión crea el peso en su totalidad» [70]. Así pues, la conclusión es que el peso es una fuerza volumétrica que actúa instantáneamente, y Filopón lo pone en contraste con la cualidad de caliente y frío, en la que el medio inmediato de dos cuerpos ejerce la influencia principal sobre su comportamiento térmico, mientras que las partes más remotas sólo desempeñan una función insignificante. » Cf. Simpl., Caten-, 128,20-24. 34 Filop., Phys., 420 y sig.
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Por más agudas que sean estas observaciones de Filopón, no pue den compararse en importancia a su teoría del Ímpetus ni a su con tribución a otro aspecto del problema del peso. Que se sepa, es el primero en la Antigüedad que polemiza con la doctrina de Aristóteles sobre las velocidades de los cuerpos que caen y su dependencia de los pesos de los cuerpos y las densidades de los medios a través de los cua les se produce el movimiento de caída. Sobre este punto existía ya un punto de vista de larga tradición; el de los atomistas, quienes aceptaban el vacío como un hecho físico dado. En su carta a Herodoto, Epicuro describe de la siguiente manera el movimiento de los átomos a través del espacio vacío: «Cuando los átomos viajan por el vacío sin toparse con resistencia alguna, han de moverse con velocidad igual. Los átomos pesados no han de viajar más rápidamente *que los peque ños y ligeros, en tanto en cuanto no se encuentren con nada, ni tam poco los átomos pequeños viajarán más rápidamente que los gran des...» [49]. En el libro segundo de su obra De rerum natura, Lucre cio amplía este extremo, atribuyendo la dependencia respecto al peso de las velocidades de los cuerpos que caen a la diferente resistencia que ofrece a los cuerpos de distintos pesos el medio que los rodea. Esta doctrina epicureísta (correcta, como sabemos tras la invención de la bomba de vacío) se oponía diametralmente, por supuesto, a la aristotélica, por la sencilla razón de que Aristóteles negaba la existen cia del vacío. Según su posición, un movimiento bien definido sólo podía tener lugar en un medio material con propiedades definidas. Algunas de sus conclusiones (en el capítulo octavo del libro cuarto de la Física) se pueden resumir como sigue: 1) Las velocidades de los cuerpos que caen (en un medio dado) son proporcionales a sus pesos; 2) las velocidades de un cuerpo dado en diversos medios son inversa mente proporcionales a las densidades de dichos medios; 3) si existiese el vacío, sería como un medio de densidad cero, por lo que la velo cidad de un cuerpo que cae in vacuo sería infinita, independiente mente del peso; 4) si se supone la existencia de una velocidad finita en el vacío, se puede construir un caso absurdo en el que un cuerpo habría de caer por un cierto medio v por el vacío con velocidad igual. Filopón, en su corolario sobre el vacío (de su comentario sobre la Física), discrepa tajantemente de la teoría aristotélica. Asume estric tamente su propia doctrina, también expuesta en su teoría del Ímpetus y del movimiento violento, según la cual el medio sólo puede eiercer una influencia como impedimento sobre el cuerpo que cae, por lo que el caso del movimiento «puro» sólo se da en el vacío. Conserva la teoría aristotélica de que los cuerpos tratan de alcanzar su luear natu ral con una velocidad proporcional a su peso, por lo que concluve oue la ley en su forma pura sólo se da en los cuerpos que caen libremente
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por el vacío. En otro sentido, el movimiento a través de los medios no obedece las leyes presupuestas por Aristóteles, quien «sostiene equivocadamente que la razón de los tiempos necesarios para el movi miento por diversos medios es igual a la razón entre las densidades de los medios» [76]. Filopón refuta a Aristóteles mediante un expe rimento imaginario. En lugar de tomar en consideración el mismo cuerpo cayendo por medios de distinta densidad, toma cuerpos de distintos pesos cayendo a través del mismo medio. Si se acepta la suposición de Aristóteles, se puede argumentar por razones de plausibilidad que «cuando hay uno y el mismo medio dado con cuerpos de distinto peso cayendo a su través, la razón de los tiempos reque ridos para los movimientos sería igual a la razón inversa de los pesos; por ejemplo, si el peso se dobla, el movimiento tiene lugar en la mitad de tiempo» [77]. Mas, continúa Filopón, «esto es completamente erróneo, como se puede demostrar con los hechos mismos mejor que mediante el razonamiento. En efecto, si se dejan caer simultáneamente desde la misma altura dos cuerpos que difieran mucho en peso, se hallará que la razón de los tiempos de movimiento no es igual a la razón de los pesos, sino que la diferencia de tiempos es muy peque ña» [78], De ahí concluye Filopón que «es razonable suponer que cuando cuerpos idénticos se mueven por medios diferentes, como aire y agua, la razón de los tiempos de movimiento a través de dichos medios no es igual a la razón de las densidades» [79]. Se seguiría entonces que si, por ejemplo, el medio es la mitad de denso, el tiempo de movimiento no se reduciría a la mitad, sino sería algo mayor. Extrapolando a la densidad cero, Filopón llega a concluir que la opi nión de Aristóteles sobre todo este asunto de la caída libre de los cuerpos no resulta sostenible. A pesar del hecho de que las ideas de Filopón respecto a la velo cidad del movimiento de caída in vacuo representan un paso atrás cuando se comparan con las de los epicureístas, su razonamiento cien tífico muestra una considerable madurez, siendo claramente superior al de sus antecesores, incluyendo entre ellos a Aristóteles contra el cual argumenta. Esta madurez de pensamiento y la precisión de su modo de razonar se deben, como es natural, no sólo a la inteligencia originalísima y enormemente intuitiva de Filopón; por el contrario, cuando se consideran las cosas en el contexto histórico, se ve que también acusan el avance realizado por el pensamiento científico du rante los siglos que siguieron al período aristotélico, cuando filósofos y científicos, inspirados por los progresos de las matemáticas, la astro nomía, la técnica y las argumentaciones científicas de las diversas escuelas filosóficas, habían avanzado enormemente en la disciplina del entendimiento. A través de la acumulación continua de estos lo
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gros, la sofisticación y flexibilidad del pensamiento se desarrollaron hasta un extremo que se refleja en los escritos de autores como Filopón. También el lenguaje científico se había tornado más articulado, a pesar del estilo repetitivo y en ocasiones farragoso de la Antigüedad tardía. Se daba una tendencia creciente a ilustrar las ideas generales mediante ejemplos concretos, se hada un mayor hincapié en la formu lación más detallada y fáctica de leyes y en la descripción de los proce sos, y con frecuenda, una transición de una descripdón puramente geométrica a otra con más contenido físico y técnico. En conexión con ello, es ilustrativo comparar las explicaciones dadas a lo largo de la Antigüedad por varios autores acerca de la com posición de velocidades. El hecho de que dos movimientos simultáneos de un cuerpo que tengan lugar en direcciones distintas se sumen vec torialmente para dar una resultante a lo largo de la diagonal del paralelogramo definido por esas dos direcciones, era algo conocido por lo menos desde tiempos de Aristóteles. El propio Aristóteles comenta en su Física de manera tan sólo general el hecho de que dos movi mientos contrarios en una línea recta o en un círculo se cancelan mutuamente, mientras que «un movimiento lateral no es el opuesto de un movimiento hacia arriba» [17]. Esto implica claramente la idea de que dos movimientos tales no se neutralizan entre sí, sino que dan como resultado un movimiento en otra dirección. En la obra pseudouristotélica Mecánica, escrita por un peripatético primitivo, hallamos
una descripción geométrica de dos desplazamientos a lo largo de los lados AB y AC de un rectángulo ABCD: «Sea la proporción de los dos desplazamientos como AB a AC, y llevemos A a £ y la línea AB a la C D ... El punto A estará en la diagonal» [41]. En la Mecánica de Herón, publicada tal vez hacia el año 100 d.C., se da una descrip ción más cinemática: «Muévase el punto A con velocidad constante a lo largo de AB y muévase la línea AB con velocidad constante por lus líneas AC y B D ..., y sea el tiempo en que A alcanza B igual al tiempo en que AB alcanza C D ...» [58]. Una tercera descripción, que
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aparece en el comentario de Filopón sobre el pasaje de Aristóteles arriba mencionado, posee un carácter dinámico, ejemplificando la ley mediante la colisión de dos cuerpos: «Supongamos dados un rectán gulo y dos cuerpos en movimiento, uno yendo hacia abajo a lo largo de un lado y el otro, lateralmente a lo largo del otro lado. Si se encuen tran cerca de la tierra, no se detendrán mutuamente, sino que choca rán y procederán con un movimiento oblicuo en la dirección de la diagonal del rectángulo. Como es obvio, no se trata de movimientos contrarios, pues no se detienen mutuamente, sino que por así decir son subcontrarios, dado que se obstaculizan mutuamente por lo que res pecta a su dirección original, pero no por lo que atañe a su movimiento en cuanto tal» [81]. Aunque entre Aristóteles y Filopón media un gran trecho, hay una venerable tradición terminológica que tiende a perdurar. Filopón se siente obligado a permanecer fiel al término aristotélico «movi miento contrario», por lo que inventa al término «subcontrario», evi dentemente tomado de la lógica, para el caso de un choque oblicuo. 4.
El movimiento de masas continuas
El desarrollo de un lenguaje científico en la descripción del movi miento de masas continuas es aún más conspicuo, y sin duda de mayor alcance en sus implicaciones conceptuales. La propagación de la acción física en un medio continuo, esto es, el movimiento ondulatorio o los movimientos globales de masas continuas, como el aire o el agua, exigen para su descripción un poder de abstracción mayor que el de los movimientos de cuerpos puntuales aislados. A este respecto, como a tantos otros, la situación era mucho más fácil para los atomistas. Para ellos, los dos elementos que componían la realidad eran los átomos y el vacío, con lo que, por ejemplo, no les resultaba difífil explicar los cambios en la densidad de un gas suponiendo cambios en la dis tancia entre los átomos que constituyen el gas, los cuales se imaginan moviéndose libremente en todas direcciones por el vacío. El discípulo de Aristóteles, Estratón de Lampasco (c. 300 a.C.), ya se había dado cuenta de la enorme ventaja de la suposición básica de Demócrito para explicar los fenómenos que entrañan la interacción entre cuerpos y, a pesar de ser el director de la Escuela Peripatética, desarrolló una teoría que venía a ser un compromiso entre el rígido concepto aristo télico de continuidad y la noción atomista de espacio vacío en el que está inmersa toda la materia atómica y macroscópica. Postulaba una estructura granular de la materia que permitía cierta holgura entre las partículas materiales. Simplicio nos dice que «Estratón de Larapsaco trata de mostrar que el vacío divide todo el cuerpo, de manera
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que éste no es continuo, señalando que en caso contrario la luz o el calor o cualquier otra influencia física no podría transmitirse a través del agua, del aire o de cualquier otro cuerpo» [ 156], En los siglos posteriores a Estratón, vemos que esta tradición de considerar la materia corpuscularmente prosiguió con Ctesibio, Filón de Bizancio y Herón de Alejandría. En la Pneumática de Herón, la compresibilidad del aire se explica suponiendo, como ya había hecho Estratón, que hay espacios vacíos entre las partículas de aire. Herón compara el aire con granos de arena que sólo se hallan entre sí en un contacto laxo. Mediante presión, el volumen de aire se puede reducir y la retirada de la fuerza hace que las partículas retornen a su posición original. Así, el aire se expande de nuevo hasta su volumen inicial, como una esponja o un montón de virutas cuando cesamos de comprimirlas. Paralelamente a esta tradición que duró varios cientos de años (la menciona Simplicio), existía también la tradición puramente aris totélica, basada en una concepción de la materia estrictamente con tinua y expresada en términos de las categorías aristotélicas. Al dis cutir esta cuestión en su Física (IV, 9), Aristóteles se pregunta cómo es posible rechazar el vado y explicar el cambio de agua a aire o de aire a agua sin recurrir a suposiciones absurdas, como que se «hinche» el universo o que se dé una correspondencia biunívoca estricta entre dos transformaciones simultáneas en direcciones opuestas. Aristóteles resuelve el problema recordándonos que la materia es un puro substrato capaz de conservar su identidad a la vez que cambia de un estado al opuesto. De la misma manera que puede cambiar de color o pasar de caliente a frío, también puede cambiar de volumen. El estado actual de un atributo, digamos caliente, implica la potencialidad de su opues to, esto es, de frío, y por ende la transición de uno a otro no es más que la transición, de lo potencial a lo actual. Todo lo que es cierto de las cualidades opuestas ha de aplicarse asimismo al concepto cuan titativo de volumen que no es más que un atributo de la materia: «La materia de un cuerpo puede permanecer también idéntica cuando se torna de mayor o menor volumen. Esto es claramente lo que ocurre, pues cuando el agua se transforma en aire, la misma materia no cambia por adición, sino porque se engendra en acto aquello que antes era en potencia. Lo mismo se aplica al aire cuando se transforma en agua. En unos casos se pasa de un volumen menor a otro mayor y en otros, de uno mayor a otro menor. Asimismo, cuando un volumen grande de aire se contrae en uno pequeño o viceversa, la misma materia, al tener en potencia uno de los volúmenes, lo adopta en acto» [12]. 35 35 Herón, Pneumática, I, introducción.
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A pesar de la elegancia filosófica de esta formulación, resulta esencialmente débil como enunciado físico. ¿Acaso pretende Aristó teles hacernos creer que la transición de la potencia al acto de una cantidad como el volumen posee en principio igual carácter que un cambio de cualidad como el color? ¿Cuál es el mecanismo de la pri mera transición, que implica cambios de extensión? Nada nos dice de los procesos físicos subyacentes al cambio de un volumen actualmente pequeño y potencialmente grande a otro grande en acto, o acerca de las posibles influencias que semejante cambio de un volumen pueda tener sobre otros volúmenes próximos. Se trata de un ejemplo sor prendente del peligro que entraña la aplicación de principios o cate gorías filosóficas a problemas científicos. Pueden desempeñar una fun ción importante como principios heutíticos o guía en una determinada fase del desarrollo de una teoría, como pueda ser el principio teleológico en biología o el principio de razón suficiente en física; pueden servir a posteriori como marco útil para la clasificación de nuevas maneras de enfocar la ciencia, como por ejemplo se ha señalado alguna vez por lo que respecta a la potencialidad en el campo de la teoría cuántica; pueden resultar indispensables cuando se halla implicada la formulación general de teorías científicas; mas los principios filosó ficos ciertamente no son de ninguna ayuda, pudiendo ser con frecuen cia perjudiciales, cuando se aplican en lugar de una descripción técnica en el análisis de un caso específico. La concepción estática que tenía Aristóteles del continuo y su fracaso a la hora de captar las implicaciones físicas de diversos esta dos de densidad en un medio dado le impidieron alcanzar una com prensión más profunda de este problema, así como una formulación más precisa del problema del cambio de volúmenes en términos de conceptos del continuo. En gran medida el camino estaba desbrozado por la doctrina estoica del continuo dinámico que, junto con el pro greso realizado merced a los experimentos de Arquímedes y luego de los «pneumáticos» como Herón, permitía una descripción puramente fenomenológica de los fenómenos que entrañaban el flujo de masas gaseosas o fluidas. El siguiente pasaje de Filopón puede servir como ejemplo: «El aire puede contraerse y condensarse, reduciéndose de un volumen grande a otro menor, rarificándose de nuevo por expan sión. Puede condensarse y contraerse no sólo por enfriamiento, sino también por empuje y compresión» [83]. Más adelante, subrayando su adhesión estricta a la teoría continuista hace una descripción que parece una paráfrasis de la ley de Boyle: «Se puede extraer una gran cantidad de aire de la estrecha boca de un frasco sin que pueda entrar más aire. Obviamente, no se crea en medio ningún vacío ni total ni parcial, pues es algo imposible. Lo que ocurre es que el aire restante
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se ha rarificado y ocupa ahora todo el espacio. Ahora bien, si es posible que el aire se comprima y contraiga, rarificándose de nuevo, hemos de percatarnos de que cuando el agua se evapora del recipiente, sea porque hierva o por cualquier otro procedimiento, el aire engen drado empuja al adyacente y éste al próximo a él hasta que la can tidad de aire condensado por compresión libere un volumen igual al ocupado ahora por el engendrado... Lo mismo ocurre cuando el aire se condensa y se convierte en agua, pues el aire próximo al aire con densado, por la fuerza del vacío, ha de seguir al que se contrae, y el aire próximo a éste ha de seguir al adyacente hasta que se rarifique el aire preciso para llenar por completo el espacio dejado por el aire condensado» [84]. Este notable pasaje procede del comentario de Filopón a la expli cación aristotélica del crecimiento en su libro De generatione et corruptione (I, 5). Allí, Aristóteles trata de explicar cómo en el desarrollo orgánico, la forma de un organismo se puede mantener a pesar del cambio continuo de la materia a través del metabolismo. También en este punto Filopón muestra una articulación mucho mayor en los ejemplos físicos mediante los cuales trata de poner de relieve la posi bilidad de la conservación de la gestalt de un sistema en proceso de flujo continuo. En uno de esos ejemplos, utiliza la sombra de un objeto proyectada sobre un río que fluye. La forma de la sombra permanece la misma a pesar del constante cambio del agua subyacente en tanto en cuanto se conserve la continuidad del flujo. Los aumentos y disminuciones ocasionales en el volumen del cuerpo humano no cambian la forma humana en grado apreciable. Esto se puede tornar aún más claro mediante la imagen del río que fluye, considerándolo como un todo y pensando también en cada una de sus partes separa damente: «En nuestro ejemplo mencionado anteriormente, el río unas veces se hincha debido a que la entrada de agua es superior a la salida, y en ocasiones encoge porque la entrada de agua es menor que la salida, si bien el río en su conjunto permanece continuo en sí mismo porque las diversas partes del agua cambian continuamente de lugar y el lugar del agua que fluye se llena sin interrupción y sin dejar resquicio. Lo mismo ocurre en nuestro cuerpo, en el que se produce en todas partes una suave disipación de materia, y si crece en algún lugar se ve compensado inmediatamente de modo continuo por el flujo procedente de todas partes. Como dice Hipócrates: Una con fluencia, una unión, todas las cosas en simpatía. Así la forma no se ve afectada por el flujo de entrada y salida de materia» [85]. La elec ción que hace Filopón del símil del río que fluye es muy feliz, pues representa un estado de continuidad en un doble sentido, por el equilibrio del flujo de llegada y de salida en todo punto del río en
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diversos momentos y por la conservación de la forma del río como un todo en cualquier momento dado. La exposición que hace Filopón también resulta interesante en otro aspecto que podemos mencionar aquí de pasada. Se pregunta por qué el hombre no es inmortal si todo cuerpo se está renovando cons tantemente, sustituyéndose la materia vieja por otra nueva. Su res puesta es que ciertas partes del cuerpo humano conservan su substan cia, la cual, a medida que envejece, lleva a la degeneración general de todo el organismo. 5.
Las perturbaciones
Más tarde volveremos en otro contexto sobre las categorías aris totélicas de potencia y acto. En la sección anterior nos ocupamos tan sólo del hecho de que, a finales de la Antigüedad, se hicieron patentes las limitaciones de los términos puramente filosóficos tan pronto como fue necesaria una explicación más precisa y detallada de los procesos físicos. El problema del movimiento de masas continuas sirvió para ilustrar cómo un desarrollo iniciado por la física estoica contribuyó a superar determinadas dificultades conceptuales. Las que se encon traron en las discusiones posteriores acerca de otro conjunto de con ceptos de importancia central en la filosofía aristotélica de la natura leza poseían un carácter un tanto diferente. También aquí las ideas estoicas incorporadas al neoplatonismo ofrecieron una solución de gran importancia para el progreso general que tuvo lugar en la manera de enfocar los fenómenos físicos. Como ocurría tan a menudo en el pensamiento científico griego, la discusión comenzó con un análisis terminológico. Aristóteles divide los fenómenos naturales en aquellos que están de acuerdo con la naturaleza y los que son contrarios a ella. Ya tratamos un ejemplo muy conocido de esta cuestión en la dinámica aristotélica; esto es, los cuerpos pesados descienden de acuerdo con la naturaleza, pudiendo ser movidos por la fuerza en otras direcciones contra la naturaleza. Aristóteles usa casi de pasada el sinónimo «natural» para referirse al primer caso: «Es natural a la vez que concordante con la naturaleza» [9]. Temistio discrepa: «Lo que está de acuerdo con la naturaleza se denomina también natural, pero eso es así en una minoría de los casos, pues hay cosas naturales que no están de acuerdo con la natu raleza, como son los animales deformes de nacimiento. En efecto, también éstos son creaciones de la naturaleza que no obstante falló y no procedió de la manera acostumbrada» [231]. Simplicio es aún más explícito: «Decimos que las cosas naturales están de acuerdo con
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la naturaleza si poseen la perfección que les es propia. Pero hay algu nas cosas naturales que no están de acuerdo con la naturaleza, aunque tengan lugar de acuerdo con la actividad de la naturaleza, como ocurre con los animales deformes de nacimiento y, en general, con las cosas que sufren de alguna privación... Se podría denominar “natural” a todo lo que acompaña o sucede a la esencia de la naturaleza en cuanto tal, por ejemplo la dolencia o la enfermedad, mas “de acuerdo con la naturaleza” tan sólo se puede aplicar a las cosas que muestran estar de acuerdo con el propósito de la naturaleza, siendo contrario a la misma hallarse enfermo, por más que se tenga por algo natural» [ 143]. El problema planteado por estos dos comentadores tiene que ver con la concepción teleológica de la naturaleza. Esta se comporta como un artista cuyo objetivo es la perfección, y así como se dan a veces fallos en las artes, hemos de suponer que también son posibles en la Naturaleza. Dice Aristóteles que «si en el arte los ensayos fallidos se orientaban a fines no alcanzados, hemos de suponer que lo mismo ocurre en la Naturaleza, esto es, que los monstruos son fallos semejantes en los fines de la Naturaleza» [11]. Entre dichos «fallos de finalidad» no sólo hay que incluir los terneros con dos cabezas o los niños con seis dedos, sino también toda desviación posible de la norma, incluyendo la enfermedad. Filopón discrepa de sus colegas, quienes estimaban que se podía tener por «natural» una desviación del patrón normal de la natura leza. En su opinión, sólo pueden tildarse de naturales las cosas que están de acuerdo con la naturaleza, mientras que los fenómenos como la enfermedad o las monstruosidades han de considerarse en un marco más amplio como partes de un todo, a fin de que se puedan tener por naturales. La perspectiva de Filopón deriva de la idea estoica según la cual si algb va mal, el objeto o acontecimiento en cuestión ha de verse como un fenómeno parcial engastado en un sistema más amplio. En el marco de este sistema más amplio tomado como una totalidad, lo malo se ve compensado de alguna manera, restaurándose la armonía del todo. Gimo señaló Crisipo: «Hay muchos obstáculos e impedimentos frente a los movimientos y entidades parciales, pero ninguno frente al todo» [43]. Esto recuerda de una manera cualita tiva la ley de la mecánica clásica según la cual, en un sistema cerrado, la suma de todas las fuerzas internas es cero. Esta línea de pensamiento conduce a Filopón a un aspecto un tanto diferente de la situación física. Cuando a un objeto físico le ocurre algo «contrario a la naturaleza», se ha de considerar como una pertur bación provocada por factores externos. La intervención de estos factores, junto con la perturbación resultante, restaura el carácter «natural» del fenómeno como algo que ocurre de acuerdo con la natu
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raleza. La noción de perturbación de un sistema es eminentemente física, hallando en la mecánica clásica su aplicación y expresión mate mática con la denominada teoría de las perturbaciones. Merece la pena citar la exposición un tanto recargada que hace Filopón, en la cual combina ideas avanzadas con la creencia en la astrología y en el triunfo de la armonía. Todo ello, junto con el estilo farragoso, resulta muy característico de su época: «Tal vez no haya cosas contrarias a la naturaleza en un sentido absoluto, sino que hay que distinguir entre cosas con un carácter parcial que no son naturales y son con trarias a la naturaleza, y cosas que constituyen un todo y son naturales además de estar de acuerdo con la naturaleza... Una deformidad de nacimiento no es natural al hombre ni es concorde con la naturaleza. Pero, tomando la Naturaleza como un todo en el que nada es con trario a la naturaleza (porque no hay mal en el todo), una defor midad de nacimiento es natural y conforme a la naturaleza, pues se produce cuando la naturaleza total transforma la substancia subya cente y la torna inadecuada para recibir la forma propia de naturaleza parcial. Lo que quiero dar a entender es lo siguiente: si el medio está dispuesto de cierta manera por la revolución de los cielos y hace algo a la substancia del hombre en el momento de su nacimiento, de manera que se torne inadecuada para recibir la forma que normal mente le confiere la Naturaleza, su naturaleza no alcanzará su fin por la inadecuación de la substancia, surgiendo entonces otra forma contraria a la naturaleza respecto a su carácter parcial, aunque con corde con ella y natural vista dentro de la totalidad de la Naturaleza. No será contraria a la naturaleza por lo que respecta a esta totalidad porque la corrupción no es contraria a la naturaleza si es que cierta mente la generación está de acuerdo con ella. .Así ha de ser, pues la generación de una parte significa destrucción de otra. «Pondré un ejemplo que explique lo que sucede con las cosas contrarias a la naturaleza. Supongamos que un tañedor de lira afina su instrumento según una de las escalas musicales, disponiéndose así a iniciar su interpretación. Supongamos, no obstante, que alguien destensa algunas o todas las cuerdas, o supongamos mejor en aras de este ejemplo que las cuerdas se vean afectadas por el estado de hume dad del ambiente, por lo que se desafinan. Entonces los dedos del intérprete mueven las cuerdas de tal manera que resultaría de ello una melodía perfecta si las cuerdas siguiesen estando adecuadamente afi nadas; mas cuando el intérprete pulsa de este modo la lira, la subs tancia de las cuerdas no realiza la melodía que tiene en su mente, sino que en su lugar produce un sonido no musical, distorsionado e indefinido. Lo mismo ocurre con la naturaleza orgánica. Cuando la substancia que subyace a una forma humana o a la de otro ser se torna
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inadecuada por la constelación de los cielos que giran, el resultado es que su actualización falla, y del mismo modo que no decimos que el sonido de la lira desafinada sea artístico o concorde con el arte por más que la produzca un artista, tampoco decimos en el caso de la naturaleza orgánica que se trate de un acontecimiento natural, pues no se ha producido según leyes de la naturaleza bien definidas. Sin embargo, con respecto a la naturaleza del todo, decimos que se trata de un suceso natural, pues está de acuerdo con la naturaleza del todo que destruya una cosa cuando crea otra» [67 ]. Media un gran trecho entre el complejo razonamiento de Filopón y aquella clasificación de las cosas tan simple que hacía Aristóteles, según la cual o eran concordes o eran contrarias a la naturaleza. Este cambio de opinión señala también otro caso que sólo podemos men cionar brevemente aquí. Filopón critica la comparación finalista que hace Aristóteles de los procesos de la naturaleza con los del arte. Para Aristóteles esta comparación funciona en ambos sentidos: «si una casa, por ejemplo, fuese algo hecho por la naturaleza, se habría hecho de la misma manera en que ahora la hace el arte, y si las cosas hechas por la naturaleza se hiciesen también mediante el arte, alcan zarían la misma forma que tienen por obra de la naturaleza» [10]. El modo de abordar el problema que tiene Filopón se basa en la idea de que un artista puede crear intencionalmente monstruosidades con cebidas como obras de arte y «de acuerdo con el arte», mientras que la naturaleza, cuyo propósito es siempre la perfección, sólo puede crearlas como rarezas y no de acuerdo con sus intenciones36. La intro ducción por parte de Filopón del concepto de perturbación en su analogía de la lira y su explicación de la influencia de los cambios climáticos sobre sus cuerdas equivale a relativizar las ideas aristoté licas clásicas que siempre se tuvieron por absolutas. Los términos «natural», «según la naturaleza» y «contrario a la naturaleza» sólo tienen sentido por respecto a un sistema de referencia, y si este sis tema es parcial, la terminología correcta podría ser la contraria para un sistema que se considere como un todo. El problema del todo y sus partes ha recibido una fundamentación más física merced a la con cepción determinista de los estoicos, si bien ha sido una de esas cues tiones que preocuparon a los griegos a lo largo de la Antigüedad. Mucho antes de discutir la interacción entre sistemas parciales que terminó llevando a la idea de perturbación, el viejo problema se plan teó una y otra vez con respecto a un organismo o a entidades estruc turales en general; a saber, si el todo es más que la suma de las partes y si se puede considerar que las partes existen separadamente del todo. 36 Filop., Phys., 309, 29-310,15.
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En la Física (I, 2), Aristóteles se plantea de pasada este problema, mientras que Simplicio, en su comentario al pasaje, nos habla de las soluciones que se le dieron durante un período de seiscientos años, desde las de Eudemo, un discípulo de Aristóteles, hasta las de Por firio, el neoplatónicon . Es típico de la mentalidad dialéctica de los griegos que el problema recibiese un tono paradójico, demostrándose que el todo es a la vez igual y distinto de sus partes. La prueba de la primera alternativa es que el todo nunca contiene más partes que aquéllas que lo constituyen, mientras que la prueba de la segunda se veía en el hecho de que el todo representa a las partes en un cierto orden que no existía cuando se hallaban separadas. Analizaron un gran número de ejemplos en el transcurso de las discusiones, pudiendo considerarse como un capítulo de la historia de la teoría de la gestalt. El más convincente de todos ellos es el de Filopón, quien una vez más utiliza el símil de la lira, que tan buenos resultados diera en diferentes contextos desde los tiempos de Heráclito: «Se puede ver de qué modo el todo es lo mismo que sus partes y de qué modo es diferente. Es diferente en tanto en cuanto resulta de la síntesis y complementación de todos ellos, mas, por otro lado, es lo mismo que sus partes, pues nada entra en la existencia del todo que no sean sus partes. Lo que quiero decir es lo siguiente: si cada una de las cuerdas de la lira se tensasen adecuadamente, por ejemplo, según los requi sitos del modo lidio, y luego se tañesen todas separadamente sin unirse en un acorde, entonces cada una de las cuerdas produciría como es natural el sonido adecuado. Con todo, la armonía que se sigue de la unión de todas las cuerdas y que se realiza por la combinación de los sonidos es diferente de la anterior, dado que la confluencia de todas crea una forma que no estaba en las partes discretas del acorde. Así la totalidad de la armonía es diferente cuando las cuerdas suenan juntas (aunque haya una separación espacial entre ellas) que cuando suenan separadamente. Es la misma por cuanto que no se añade nin gún tono a los tonos parciales que se combinan para realizar la forma de la armonía» [63]. 37
37 Sirapl., Phys., 84, 15; 86; 18. Cf. también Temist., Fís., 5, 26 y sig.
Capítulo IV LOS MODOS DE ACCION FISICA
1.
Acción local y acción a distancia
En el último capítulo hemos mencionado de pasada las diferencias que median entre la escuela corpuscularista y la continuista estricta por lo que respecta a la manera de abordar la explicación de los fenó menos. Cada uno de ambos enfoques condujo a su manera al progreso del pensamiento físico, ambos contribuyeron al desarrollo del lenguaje científico y ambos llevaron a ulteriores distinciones conceptuales. En el segundo capítulo pusimos algunos ejemplos relativos principalmente a los atomistas. Este capítulo se ocupará fundamentalmente de la discusión de las ideas relativas a los modos de acción física en general que surgieron en la Antigüedad tardía. El continuista Aristóteles hacía siempre hincapié en la contigüidad entre el cuerpo actuante y aquel sobre el que recaía la acción. «Hay cuatro maneras de ser movido por un agente externo, a saber, tirando o empujando, cargando o haciendo girar» [16], Los estoicos, quienes veían que toda acción física se realizaba y transmitía merced al pneuma que lo impregnaba todo, consideraban que la tensión era la causa esen cial del movimiento en el continuo cósmico. El pneuma y el aire eran medios muy activos susceptibles de sufrir tensión y capaces de pro pagar impulsos y ondas. Así pues, los estoicos desarrollaron la pri mera doctrina plena de la acción local que, con modificaciones y variaciones, floreció hasta la época moderna. 111
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Una cita de Filopón nos servirá para ilustrar cómo la tradición de esta doctrina se mantuvo viva hasta muy avanzada la Antigüedad, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto se había desarrollado la observación de fenómenos físicos más sutiles. En este pasaje, tomado de su comentario sobre la teoría aristotélica del sonido, Filopón, de hecho, describe con detalle por vez primera el fenómeno de la reso nancia. Aparte de la noción estoica de la propagación de las ondas, Filopón también presupone la teoría aristotélica de los metales expues ta en la Meteorológica (III, 6), donde supone que los metales con tienen aire, dado que se producen encerrando «exhalaciones vaporo sas» 38. Filopón comienza señalando que una campana o un gong resuena durante algún tiempo después de haber sido golpeado tan sólo en el caso de que se vea suspendido de una cuerda: «Si se sos tiene en la mano la campana, de manera que no pueda vibrar después de ser golpeada, el sonido no perdurará. La razón de ello estriba en que si la campana no está en movimiento, no puede mover el aire encerrado. Pero ¿por qué? ¿Acaso no se moverá el aire encerrado si la sacudo con la mano o si la golpeo con un trozo de madera? ¿Por qué no hay otra substancia que produzca un sonido similar al del bronce u otro metal cuando se golpea? Se ha de concluir que el mate rial golpeado ha de presentar cierta adecuación. Tal vez la plata o el bronce u otros metales similares resuenen porque tienen disemi nado mucho aire, que es la causa de los sonidos. Ciertamente, también hay mucho aire en la madera, pero se halla mezclado con tierra y, por consiguiente, carece de sonido o suena sólo un poco. El bronce y otras substancias similares tienen mezcla de agua que tiene en sí misma la propiedad de conducir el sonido» [99]. Todo esto se afirma de acuerdo con el mejor espíritu de la Meteoro lógica de Aristóteles, a la que se puede retrotraer el comienzo de las concepciones alquímicas. No obstante, Filopón prosigue de la siguiente manera: «Una indicación de ello puede derivarse de las copas de vino. Si pasamos un dedo húmedo a lo largo del borde, se crea un sonido merced al aire exprimido por el dedo, aire que se ve arrojado a la cavidad de la copa, produciendo el sonido al chocar con las paredes. Se puede recabar una prueba experimental de esto que digo de la siguiente manera. Si se llena de agua una copa, se puede ver cómo se producen ondas en el agua cuando el dedo se mueve a lo largo del borde. Obviamente, el aire expulsado por la presión del dedo crea el movimiento del agua. Si la copa está completamente llena de agua, por encima del borde salpican continuamente muchas gotas. Todo esto ocurre si la copa se sostiene por el pie, mas si la copa misma se 38 Arist., Meteor., 378a, 26.
Los modos de acción ({sica
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sostiene en la mano, no se produce en absoluto ningún sonido cuando se mueve el dedo, pues el cuerpo golpeado ha de vibrar suavemente, de manera que el aire no se vea expulsado, sino que se emita conti nuamente a la parte interna, golpeando las paredes de la copa y refle jándose hacia todas partes merced a su redondez y concavidad. De esta manera, perdura y no se dispersa, produciendo así un sonido fuerte» [99]. Resulta curioso que Filopón se adhiera aquí de una manera tan rígida a la concepción del pneuma. No se le ocurre pensar que las vibraciones de la copa se transmitan directamente al agua, suponiendo en lugar de ello que el aire encerrado en el metal actúa como agente intermediario. Por otra parte, no se puede negar que en este caso particular la idea estoica del pneuma que todo lo impregna y la con cepción aristotélica de la naturaleza de los metales se apoyan mu tuamente. Difícilmente se puede imaginar un ejemplo más adecuado que la resonancia para ilustrar la doctrina estoica de la continuidad. Más evidente aún que el caso de la copa metálica y las ondas de agua es obviamente el de la resonancia de dos cuerdas consonantes o de otros instrumentos musicales en los que no existe contigüidad entre osci lador y resonador. Aquí se tomaba el término estoico clásico de sim patía o afinidad como una descripción sumamente adecuada de la situa ción. La da, por ejemplo, Teón de Esmirna {c. 100 d.C.) de la manera siguiente: «Las cuerdas se hallan en resonancia mutua. Si una de ellas se pulsa en un instrumento de cuerda, entonces la otra suena al uní sono merced a cierto parentesco o simpatía» [234], En los escritos estoicos conservados no hay símil alguno que ofrezca una ilustración simple de esa fuerza que supera las distancias y forma una cierta unión entre estructuras emparentadas. En escritos posteriores se en cuentra un pasaje de Filopón en el que las fuerzas simpáticas se com paran con las que mantienen unida una cuerda mediante el torcido y entretejido de sus múltiples fibras. Este entretejido crea una especie de interconexión de largo alcance entre elementos que no son vecinos inmediatos. Este pasaje resulta significativo en varios aspectos. Alude a la crítica que hace Aristóteles de la idea platónica de que el alma mueve ni cuerpo. «Estima que el alma mueve al cuerpo moviéndose ella misma, al estar entretejida con él» [36]. El verbo que emplea aquí Aristóteles sugiere la acción de interconectar objetos como si estuvie sen entretejidos, enredados o torcidos conjuntamente. La imagen em pleada por los primeros estoicos para esta conexión estrecha era «mezcla total», lo que no da lugar a fusión, esto es, a una pérdida de lus propiedades individuales de los componentes, aunque por otra parte
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es más que una composición mecánica tipo mosaico. Filopón intro duce un nuevo símil: «¿Qué es lo que quiere decir al hablar del entre tejido del alma con la parte corpórea del cosmos? Lo interpreto como sigue: hay tres tipos de combinación, por yuxtaposición, como en el caso de las piedras que componen una casa, por mezcla, como ocurre con el agua y el vino, y por entretejido, como en las cuerdas. La yux taposición carece de simpatía, pues no hay afinidad mutua entre las partes adyacentes. La mezcla conduce a la fusión de los componentes. Mas la combinación por entretejido está entre las otras dos. No tiene ni la falta de afinidad que caracteriza a la yuxtaposición, ni la com pleta fusión de una mezcla. Los componentes entretejidos están en contacto mutuo a lo largo de partes más bien grandes. Tal vez pre tende ilustrar el nexo entre alma y cuerpo, por lo que lo denomina entretejido y no mezcla o fusión, pues el alma ni se confunde con el cuerpo en una sola substancia, como ocurre en la fusión, por ejemplo las drogas y productos químicos, ni carece por completo de afinidad y relación con él, como en el caso de las fuerzas supramundanas» [94]. Una vez más, un elemento místico extraño irrumpe inesperadamente en un sobrio ejemplo físico. Las «fuerzas supramundanas» constituyen una expresión específicamente neoplatónica que alude a un nivel de realidad que está fuera del cosmos, por lo que no puede hallarse en estado de simpatía con las entidades cósmicas 39. Esta idea le resultaba a Filopón tan familiar como los términos alquimistas de las drogas y reactivos químicos o la imagen estrictamente física y muy bien elegida de las dos hebras entretejidas de una cuerda. Los primeros síntomas de un nuevo modo de abordar la natura leza de la acción física se pueden ver ya a finales de la Antigüedad. Este enfoque, diametralmente opuesto a la tradición estoica aún flo reciente de la acción por contigüidad, divergiendo asimismo del ato mismo, consistía en la creencia en la acción a distancia. Si bien tal cosa comenzó a desarrollarse en los círculos neoplatónicos, no se con virtió en una doctrina hecha y derecha como habría de ocurrir 1.400 años más tarde con el nacimiento de la teoría matemática de la gravi tación de Newton. Las teorías rivales del continuismo estoico no se basaban en absoluto en el principio de la acción a distancia. Si bien no sostenían que la acción se propagase merced a la expansión continua de un estado, creían en su propagación en forma de emanaciones, esto es, de un flujo de substancias o de corpúsculos, sean átomos o partículas mayores, que transfieran sus fuerzas empujando (como en el caso de la colisión de átomos) o tirando (como en eí caso del hierro arrastrado por sus emanaciones hacia un imán). La concepción de la 39 Cf. Jámblico, Myster., 5, 20, y Prodo,
In Parmen.,
927.
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acción a distancia sin intervención alguna de un agente intermediario se oponía claramente tanto a las ideas continuistas como a las atomis tas. Parece plausible que fuese incluso más opuesta a la doctrina estoi ca, dado que sus orígenes son decididamente no científicos, hundiendo sus raíces en la rama mística del neoplatonismo. Existía la creencia en fuerzas ocultas y en virtudes supramundanas que podían ejercer su influjo inmediatamente de manera inexplicable mediante meca nismos físicos. Se creía que ciertas personas en determinadas circuns tancias podían exhibir facultades mágicas o disfrutar de experiencias místicas, en ocasiones en presencia de otras personas que no las com partían, así como que algunos individuos se hallaban dotados de la facultad de comunicarse con personas remotas o fallecidas. Natural mente, todas estas creencias pertenecían a una tradición que gozaba de un antiguo prestigio y que no había sido inventada por el neopla tonismo. No obstante, los principales neoplatónicos las abrazaron e incluyeron en su sistemas de un modo convenientemente reelaborado. La suposición común a todas estas creencias era el carácter incor póreo de estas experiencias místicas y mágicas, su independencia del tiempo y del espacio y su indiferencia a todos los obstáculos de natu raleza física. No podría haber nada más clara y abiertamente opuesto a las ideas estoicas del determinismo estricto, de la propagación con tinua y corpórea de la acción física y de la imagen cósmica descriptible en términos puramente espacio-temporales. La siguiente cita de Jámblico (c. 300 d.C.), el discípulo de Porfirio y destacado represen tante de la tendencia más mística del neoplatonismo, procede de uno de los comentarios de Simplicio: «No es preciso aceptar la opinión de los estoicos, con quienes seguiremos discrepando, según la cual la acción tiene lugar por contacto y tacto. Es mucho más correcto decir que no todo actúa por contacto y tacto, sino que la acción se produce según la adecuación de la parte activa por lo que respecta a la pasiva, así como que muchas cosas son activas sin ningún contacto perceptible, como sin duda sabemos todos. Incluso en aquellos casos en los que aparentemente la acción precisa una estrecha proximidad, el contacto es sólo accidental, pues las cosas que participan en el proceso de acción y pasión han de estar en alguna parte del espacio... En aquellos casos en los que la distancia entre los cuerpos no es un impedimento para la acción y la pasión o recepción de la actividad de la parte activa, ello se produce inmediatamente y sin impedimento. Por ejemplo, las cuerdas de una lira resuenan a pesar de estar distantes las unas de las otras, mientras que la nafta resulta inflamable a distancia del fuego. Por otro lado, muchas cosas que se hallan en contacto no actúan en absoluto, como ocurre con un emplasto o alguna droga médica puesta sobre una piedra» [139].
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La última frase tiene un significado especial al revelar una actitud muy sensata naturalmente conectada con la visión expresada por Jámblico. A saber, en ocasiones es mucho más saludable y útil descubrir en una investigación científica que no hay conexión entre dos fenó menos o influjo de un estado sobre otro, que descubrir una nueva dependencia. El constante peligro inherente al enfoque estoico, y ciertamente a todas las creencias relativas a la acción estrictamente contigua, es el de llevar a creer en la total interdependencia, con lo que fácilmente se puede desdibujar todo juicio y estimación de posi bles diferenciaciones y variaciones de la influencia. «Todo está conec tado con todo» es algo que puede no llevar a ninguna parte, mientras que «este grupo de cosas no se ven influidas por ese fenómeno» puede producir el descubrimiento de una clase importante de invariantes. Además la actitud básica de quienes adoptan el principio de acción a distancia que los lleva a buscar la «adecuación» de un cuerpo res pecto a otro sin investigar los mecanismos de intervención, puede resultar enormemente útil para descubrir y formular las leyes de la naturaleza, tal y como ha sido demostrado por el caso clásico de la gravitación newtoniana, donde la adecuación al caso es aquí la atrac ción mutua entre dos partículas con masa. Por supuesto, el interés de estas consideraciones no se ve disminuido por el hecho de que los dos ejemplos puestos por Jámblico (la resonancia y la inflamabilidad) puedan ser muy fácilmente explicados por acción local, ni tampoco pretenden disminuir en absoluto la enorme importancia de la hipó tesis de la contigüidad que fue especialmente útil en la Antigüedad al contribuir al desarrollo de modelos y analogías que ilustran los mo dos de transmisión de la acción por contigüidad. Tales analogías han constituido siempre importantes recursos de explicación científica, espe cialmente antes del desarrollo de la física matemática. 2.
Potencialidad y disposicionalidad
La historia de los símiles y analogías mecánicas de la Grecia antigua es de lo más instructiva por cuanto que muestra cómo el lento aunque continuo progreso de la tecnología se refleja en la creciente sofisti cación de las explicaciones científicas, y cómo los cuidadosos ejemplos extraídos de la experiencia cotidiana se elegían para ilustrar concep tos más abstractos. Un ejemplo palpable de la época presocrática eran las ruedas giratorias de Anaximandro, mediante las cuales explicaba las revoluciones del sol y las estrellas. Más tarde tenemos la imagen epicureísta de un rebaño de ovejas cuyo estado de reposo está formado
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por los movimientos aleatorios de sus individuos, lo que ilustra cómo un cuerpo macroscópico en reposo puede estar compuesto por átomos en movimiento. Frente a ello está la explicación estoica de la acción local mediante el símil de la araña en el centro de su tela, recibiendo señales a través de las vibraciones de los hilos. Los engranajes sumi nistraban una imagen adecuada de la transmisión de movimientos o de la acción en general de un lugar a otro. Los engranajes probable mente se empezaron a usar después de Aristóteles y antes de Arquímedes. En la Física (VII, 2), Aristóteles sólo menciona cuatro tipos de movimiento, tirar, empujar, acarrear y hacer girar. En el De anima (I, 3), al discutir la hipótesis de que el alma mueve al cuerpo, dice que ello entrañaría que «alma y cuerpo han de cambiar de posición de la misma manera». No obstante, el ensayo peripatético Mecánica, escrito al parecer a comienzos del período postaristotélico, menciona ya el hecho de que un círculo que se mueve, digamos en sentido de las agujas del reloj, provocará que otro contiguo a él se mueva en sentido contrario. «Algunas personas disponen que a partir de un movimiento muchos círculos se muevan simultáneamente en direccio nes contrarias, como las ruedas de bronce y hierro puestas en los templos» [40]. El globo de Arquímedes exhibía movimientos plane tarios de diversa velocidad con ayuda de un sistema de engranajes, tal y como señala Cicerón en la República*. A finales de la Antigüedad, la gente debía de estar bastante fami liarizada con artilugios de este tipo, tal y como puede verse por el pasaje de Aristóteles que acabamos de citar acerca del alma como motor. Filopón pone en entredicho la tesis aristotélica de que el alma y el cuerpo hayan de moverse de la misma manera, si interpretamos «manera» en el sentido de dirección. «Se puede plantear la pregunta de si está en lo cierto al decir que el motor se moverá del mismo modo que la cosa movida, pues si consideramos la muía que tira de la rueda, veremos que la rueda describe un círculo, mientras que la muía se mueve en línea recta. De manera similar, en el caso de la esfera de bronce, el eje se mueve en un sentido, pero las partes arras tradas por él se mueven en diversos sentidos, en parte en el mismo sentido que el eje y en parte en sentido contrario» [93]. La esfera de bronce a que se hace alusión debe de haber sido uno de esos pla netarios complicados que estaban en boga en el último siglo a.C. Con todo, lo que importa en este contexto es la clara actitud mecánica de una persona del siglo vi d.C., lo cual le permite comparar los Gcerón, De republ., 1 ,14.
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movimientos presuntamente complejos del alma con un aparato sofis ticado. Sería sencillísimo poner otros ejemplos como éste, pero tal vez sea posible poner más aún de relieve la creciente actitud mecánica de finales de la Antigüedad considerando el desarrollo conceptual de uno de los pilares centrales del pensamiento aristotélico, las categorías de potencia y acto. Estos conceptos eran de la mayor importancia para la explicación física del cambio. El agua es aire en potencia, en el que se convierte en acto cuando la cualidad de frío (uno de los componentes de la combinación frío-húmedo que forma el agua) se ve sustituida por su opuesta, caliente. La situación es similar en el caso del cambio cromático y de otras cualidades accidentales. Eviden temente esta explicación implica que el cuerpo que actualiza un cierto estado o propiedad ha de poseer la capacidad de dicha actualización incluso cuando dicho estado o propiedad sólo es en potencia. En el período postaristotélico se hizo sentir de manera cada vez más urgente la necesidad de expresar dicha capacidad dentro del marco de la termi nología científica. La potencia es sólo una condición necesaria para el acto, pero no tiene por qué ser condición suficiente. ¿Todo analfabeto es en potencia una persona que sabe leer y escribir? La respuesta es que sólo lo es en caso de que posea la facultad de aprender el arte de leer y escribir, aplicándose otro tanto a los procesos técnicos y a los fenómenos naturales. También en este caso han de satisfacerse ciertos requisitos para que los cambios sean posibles. El término técnico que significaba la condición suficiente para la actualización era epitedeiotes, que significa disposicionalidad, aptitud o conveniencia, poniéndose en circulación como concepto científico definido en el siglo n d.C. A veces se usaba su opuesto, anepitedeiotes, para expresar la imposibi lidad de la actualización. Un fenómeno A que ocurre por necesidad tiene una ineptitud para convertirse en no A. Así dice Alejandro, «A las cosas que existen o surgen por necesidad, la naturaleza no les ha conferido la disposición para lo opuesto, o les ha conferido más bien una ineptitud para lo imposible, ya que habrían poseído en vano esa disposición para un cambio a lo opuesto, siendo así que de hecho son incapaces de ser otra cosa que lo que son» [2]. En su discurso sobre las causas, Sexto Empírico (c. 200 d.C.) obser va que el fuego quema no sólo por su naturaleza, sino también por la presencia de un combustible conveniente. La madera, por ejemplo, sólo quemará cuando esté seca, «pues del mismo modo que tiene lugar una no-combustión cuando el fuego es in-existente, así tampoco se produce la combustión si se halla ausente la disposicionalidad (epite deiotes) de la madera» [134]. Este pasaje demuestra claramente la significación de «conveniencia» o «disposición» como condición sufi-
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cíente para que tenga lugar un proceso. La madera es potencialmente consumible por el fuego; con todo, sólo lo es en acto cuando se halla en un estado en el que está dispuesta para la combustión. El uso de epitedeiotes en el sentido indicado se extendió amplia mente, sobre todo tras el surgimiento del neoplatonismo. Hacia la mitad del siglo m d.C., Plotino introdujo el término a fin de ilustrar su doctrina de los diferentes grados de participación en lo Inteligible a pesar de su presencia en todas partes como un todo: «Se ha de entender la presencia como algo que depende de la disposición del receptor» [112]. Plotino pone como ejemplo un medio iluminado. La contribución del medio al efecto de la luz depende de que el medio sea transparente o turbio, esto es, de la disposición del medio a recibir la luz. En el neoplatonismo posterior, epitedeiotes alude a la facultad de los medios humanos de gozar de experiencias místicas, una facul tad sólo conferida a quienes tienen la disposición de verse influidos por las fuerzas «psíquicas», tal y como puede encontrarse por ejemplo en las doctrinas de Proclo, especialmente en su Institutio theologica41. Por otra parte, hemos observado claramente cómo Jámblico se vio llevado, merced a su concepción mística de la disposicionalidad, a subrayar la existencia de la acción física a distancia frente a la noción estoica ortodoxa de acción local. De manera similar hallamos que los neoplatónicos tardíos utilizan aún en mayor medida epitedeiotes como concepto físico o técnico. Unos pocos ejemplos servirán como ilustra ción. En el De generatione et corruptione, Aristóteles discute los requi sitos básicos de la acción física, llegando a la conclusión de que «tanto la cosa que actúa como la que sufre la acción han de ser similares y de idéntico género, aunque distintas y contrarias en especie» [31]. Así sólo se puede dar una acción recíproca del sabor sobre el sabor o del color sobre el color. Para Aristóteles, la generación es un pro ceso hacia lo opuesto, mediante el cual el objeto que sufre la acción se transforma en el actuante por asimilación. Comentando dicho pasa je, Filopón señala que estos procesos exigen la disposición de la parte activa a realizar dicha asimilación: «A menudo la densidad de la mate ria puede impedir un cambio. Así, la negrura de la tinta del calamar superará a menudo la blancura de la leche, cosa que nunca conseguirá el negro del ébano. El cambio a lo opuesto requiere que la materia esté dispuesta a actuar y recibir la acción» [86]. El sonido es otro caso en el que se precisa la disposicionalidad del material, tal y como ya hemos visto en el comentario de Filopón 41 Cf. E. R. Dodds: Produs, The Elements of prop. 39 y prop. 140, asi como las págs. 222 y 273 n.
Theology
(Oxford, 1933),
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a un pasaje del De anima de Aristóteles (véase la cita [99] en la página 112). Este pasaje reza como sigue: «El sonido ha de tomarse en dos sentidos, actual y potencial, pues de ciertas cosas decimos que carecen de sonido, como la esponja o la lana, mientras que otras lo tienen, como el bronce y todas cuantas cosas son sólidas y lisas» [37]. En este contexto, los términos en acto y en potencia sólo tienen sen tido si Aristóteles estaba pensando en la misma distinción que Filopón expresaba más claramente con «disposicionalidad»; esto es, que ciertos materiales, como el bronce, poseen la disposición a producir sonido cuando se les golpea, siendo así fuentes de sonido tanto potenciales como actuales. La disposicionalidad desempeñó también una función muy impor tante en las discusiones acerca de la naturaleza del alma a la luz de la doctrina de Platón y la crítica a la misma de Aristóteles. El símil de la lira ya se había mencionado en el Fedón, pero Filopón vuelve sobre él armado de una nueva terminología. «De la misma manera que la persona que afina las cuerdas de la lira las torna dispuestas para recibir la forma de la armonía (pues las propias cuerdas no son armónicas, sino que su armonía la ajusta desde fuera un artesano), así también ocurre con el temperamento de los cuerpos de los anima les, pues se ajustan desde fuera por creación a través de la disposicio nalidad del temperamento» [64]. La organización física específica del cuerpo, que produce como resultado la mezcla adecuada de todos sus ingredientes esenciales, y que se denomina aquí la «disposiciona lidad del temperamento», desempeña también una función en el comentario de Filopón sobre un pasaje bien conocido del De anima de Aristóteles. En él, Aristóteles refuta la idea de que el alma sea el motor del cuerpo mediante el siguiente argumento: «Así pues, si fuese posible la translación del alma, también sería posible que el alma que hubiese abandonado el cuerpo entrase de nuevo en él, de donde se seguiría la posibilidad de la resurrección de los animales muertos» [35]. El quid de las condiciones de Filopón es que Aristóteles se equivoca al suponer que, tras la muerte, el cuerpo se halle dispuesto a ser movido de nuevo por el alma que vuelve. Él alma es una fuente de energía que mantiene al cuerpo en movimiento en tanto se halla en condiciones adecuadas para que se opere sobre él, a saber, en tan to en cuanto posea la disposicionalidad mecánica que pierde, no obs tante, cuando se produce la muerte: «Algunas personas pretenden que el alma mueve el cuerpo por así decir mediante un dispositivo mecá nico, como si el cuerpo se viese empujado por el movimiento del alma, al modo en que los niños fabrican en sus juegos bolitas huecas de cera muy finas, encerrando en su interior un moscardón o un esca
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rabajo, de manera que cuando se mueven, la bola se pone en movi miento, o como un animal encerrado en una jaula que mueve a em pujones... Mas, según Aristóteles, si el alma mueve al cuerpo y lo empuja mecánicamente por así decir, entonces podría dejar el cuerpo, volver a él y moverlo de nuevo, provocando de esta manera la resurección de los animales muertos. En efecto, ¿qué habría de impedir tal cosa si es que el movimiento se produce por medios puramente mecánicos? Con todo, este argumento es objetable, pudiéndose decir que Aristóteles se equivoca al sostener que si el alma mueve el cuerpo al moverse ella misma, entonces podría entrar de nuevo y resucitar a los muertos. Por ejemplo, tomemos un pilar cuya acción como palan ca levanta una pared o algo similar. Cuando el pilar resbala, la pared se cae, sus uniones se rompen y nadie puede ya levantarla de nuevo aplicando la palanca. Es posible encontrar otros ejemplos semejantes. La conclusión es que en tales casos, los ingenios mecánicos por sí mismos no bastan, sino que ha de darse una disposicionalidad por parte del objeto a levantar... Los que explican el movimiento tan sólo por algún tipo de mecanismo no atribuyen al cuerpo una dispo sicionalidad ni una capacidad natural para el movimiento. Con todo, nosotros suponemos que en virtud de la presencia del alma, se implanta en el cuerpo cierta fuerza vital y, por tanto, su ausencia conduce al colapso del cuerpo. Así pues, es probable que el alma no pueda entrar de nuevo en el cuerpo tras la eliminación de esa disposición que se había implantado en él desde el comienzo... De manera semejante, un palo empujado contra una puerta no la puede mover cuando no tiene la disposición necesaria para ser movida; pero si la tiene, se moverá cuando la empuje el bastón. Mas no ocurrirá así si se halla sujeta por clavos o cuando los goznes están sueltos. Toda cosa puesta en movimiento por otra precisa en general cierta disposición especí fica... También Demócrito podría haber dicho que, suponiendo que el alma mueva el cuerpo moviéndose ella misma, hay que presuponer una cierta disposición del cuerpo para recibir el movimiento del alma, como por ejemplo tal o cual orden y posición de estos y aquellos átomos. También otros tendrían que presuponer una armonía de cier tos elementos cuya disolución tornaría imposible empujar el cuerpo, de la misma manera que cuando la forma o la cualidad de la cera se pierde, por ejemplo cuando se torna blanda o sufre algún otro cambio, el animal encerrado en ella ya no puede volver a moverla» [92]. Un aspecto interesante de este notable pasaje es el modo en que la hipótesis del alma como mecanismo motor recibe aquí un trata miento como si fuese una suposición razonable, anticipándose en cierto modo en más de mil años a la doctrina cartesiana.
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ia
3.
Actualidad y acción
Hemos discutido la disposicionalidad, que en ciertos contextos sus tituye y en otros complementa la idea aristotélica de potencialidad. Pasemos ahora a la siguiente cuestión relativa a la actualidad, la energeia, cuyo significado pasó también por muchas modificaciones. Es bien sabido que el propio Aristóteles usaba también la palabra energeia en el sentido de actividad, así como que en el período helenístico se generalizó el uso del concepto en dicho sentido, especialmente en los escritos biológicos y médicos. En sus obras fisiológicas, Galeno lo emplea más específicamente en el sentido de función. Así, dice en su tratado De las facultades naturales que la mezcla natural de los cuatro elementos en sus proporciones correctas provoca el funcionamiento normal (energeia) de cada uno de los órganos del cuerpo humano4J. Herón (siglo i d.C.), en la Pneumática, habla también de energeia en el sentido de función cuando describe el funcionamiento de los sifo nes 4\ En su libro sobre la construcción de autómatas, energeia signi fica el mecanismo de un autómata en el contexto de las consideracio nes de Herón de que la energeia de un autómata estático es más segura que la de uno móvil M. En su significado más técnico de actividad, función, fuerza o potencia, energeia y dynamis a menudo resultan casi intercambiables, mientras que se muestran como conceptos opuestos en tanto que términos filosóficos de actualidad y potencialidad. Resulta muy revelador seguir la transición del uso filosófico al técnico de energeia en el caso especial de la teoría de la luz. A la vez se descubre así la curiosa imagen de la coexistencia de dos teorías en conflicto y su fusión final merced a convenientes interpretaciones de la terminología implicada. También suministra un breve bosquejo de la historia del concepto de luz en la época postaristotélica424345. La exposición de la naturaleza de la luz que hace Aristóteles en el De anima se centra sobre las categorías básicas de potencia y acto aplicadas a los conceptos de transparencia y color. Según él, la luz es el estado de transparencia actual de un medio potencialmente trans parente, por lo que representa la condición necesaria de la visión. La condición suficiente se satisface si hay en el medio transparente en acto un cuerpo coloreado en potencia que se torna entonces coloreado 42 Galeno, De natur. facult., II, 126. 43 Herón, Pneumática, I, 40. 44 Herón, Automatopoitica, págs. 340-342. 43 El tema discutido en lo que sigue se trata con mayor extensión en mi artículo «Philoponus’ Interpretation o í Aristotle’s Theory of Light» [«La inter pretación de Filopón de la teoría aristotélica de la luz»], Osiris, vol. 13 (1958), págs. 114 y sigs.
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en acto, produciendo la visión. Así pues, la luz es incorpórea, consti tuyendo un estado cuya emergencia y desaparición son instantáneos y que nada tiene que ver con el movimiento ni especialmente con la translación. Cuando Aristóteles habla de movimiento en conexión con la luz y el calor, generalmente está pensando en la transición de la potencia al acto, esto es, en la realización de un estado definido. Esta concepción separa claramente la doctrina peripatética de las otras tres teorías principales, todas las cuales se formularon antes de Aristóteles, pudiendo caracterizarse como teorías emanacionistas. En primer lugar está la hipótesis de Empédocles según la cual la luz se considera como una «substancia fluyente» emitida por el cuerpo lumi noso y propagada con una velocidad finita. Emparentada con ella está la teoría de los atomistas, quienes suponen que los ojos del obser vador emiten «rayos visuales» hacia el objeto visto con una velocidad inconmensurablemente grande o infinita. Finalmente, está la combi nación que hace Platón de ambas concepciones en una hipótesis según la cual la visión está producida por la unión de los rayos emitidos por el ojo y la luz que emana del objeto. Se daba además una oposición entre la doctrina peripatética y la óptica geométrica, cuyos orígenes son también probablemente prearis totélicos. Euclides, Arquímedes, Herón y Ptolomeo la convirtieron en una disciplina matemática que se ocupaba principalmente de las leyes de la reflexión y refracción, así como de la teoría de la perspectiva, siendo posteriormente ampliada por los físicos árabes. La oposición se basaba en el hecho de que la óptica geométrica partía también de la suposición de que los rayos de luz tienen su origen en los ojos del observador. Así pues, la óptica geométrica estaba ligada a la teoría de los atomistas que suponía la corporeidad de los rayos emitidos, debido a lo cual era rechazada por los peripatéticos. Con todo, no hubieran aceptado dicha teoría aunque los rayos se hubiesen conside rado como lineas puramente matemáticas, debido a la incompatibilidad de la concepción aristotélica del continuo con uno de los supuestos básicos de la óptica de Euclides. Euclides imaginaba que el cono for mado por los rayos visuales y cuyo ápice está en el ojo del observador, no está completamente lleno de rayos, sino que dos rayos próximos se hallan separados por un ángulo muy pequeño aunque finito. La separación entre los rayos aumenta constantemente con la distancia al ápice, lo cual permitía explicar el hecho básico de la perspectiva, como es la desaparición de los objetos que se hallan tan alejados que caen en el espacio que media entre rayos vecinos. Durante el período helenístico, la óptica geométrica consolidó cada vez más su posición no sólo merced al trabajo matemático, sino también por su aplicación práctica, como era por ejemplo la cons
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trucción de diversos tipos de espejos o la utilización de lentes ustorias para producir fuego. Este desarrollo no dejó de tener su influjo sobre los autores peripatéticos de finales de la Antigüedad. Resulta intere sante observar de qué manera, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse fieles a la doctrina aristotélica, Alejandro, Temistio y Simplicio hacían concesiones consciente o inconscientemente a las nociones geométri cas, concesiones que hallaban su expresión principalmente en una modificación de la terminología. Dicha tendencia resulta especialmente pronunciada en el cambio que se produjo en el significado de kinesis que dejó de ser una transición de la potencia al acto para pasar a ser la translación desde el objeto luminoso hasta el ojo. Alejandro aún se mantiene lo más próximo posible al punto de vista ortodoxo. Hay un pasaje bien conocido en la Meteorológica en el que Aristóteles, al explicar el arco iris, emplea la terminología de los «rayos emitidos» y habla de que «nuestra visión se refleja en todas las superficies pulidas» [34]. Alejandro de Afrodisia considera que esta expresión es una desviación embarazosa de la opinión aristotélica original, siendo un «lapsus calami». El mismo Aristóteles (o el autor de la segunda parte del De anima atribuida a él) rechaza cualquier interpretación de la luz como movimiento, ofreciendo una comparación inconfundible: «El cambio cualitativo es movimiento y se produce en el tiempo y por transición gradual. Mas no es ésa la manera en que un medio transparente recibe la luz y el color. No sufre un cambio, sino que la situación es más bien similar a la de alguien que se convierte en un vecino de la derecha sin acción o movimiento alguno de su parte. Esa es la transformación que adopta un medio transparente por lo que respecta a la luz y color... Y de la misma manera que el vecino de la derecha deja de estar a la derecha cuando la persona que está a su izquierda abandona el lugar, así la luz desaparece cuando se quita la fuente luminosa» \ 1]. Por consiguiente, la luz es un estado carac terizado por una cierta relación, no siendo sin duda una afección o modificación del medio. Plotino, cuyo discurso acerca de la luz estaba obviamente influido por Alejandro, define la luz como energeia del cuerpo luminoso «en la dirección exterior». Así pues, energeia se emplea aquí en el sentido de «actividad» más bien que «actualidad»; pero Plotino subraya que no se trata en absoluto de ninguna emisión o flujo cualesquiera. Sim plicio representó de manera aún más clara la dirección del mecanismo desde el objeto al ojo, comparando la función del medio transparente a la de un bastón que transfiere el efecto de un golpe de la mano a una piedra. Temistio recurrió a una analogía un tanto diferente: la transmisión de la imagen al ojo no se ha de comparar a la impresión de un sello en la cera que constituye un proceso que sólo se produce
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en la superficie. El ojo ve el objeto porque la imagen coloreada llena todo el medio interpuesto. Por más que el paso de una concepción puramente relacional a otra más direccional sea claramente reconocible, todos los autores mencionados aducían argumentos idénticos o semejantes en contra de la naturaleza corpórea de la luz. Su velocidad de propagación es infi nita («como demuestran los elementos de juicio»); impregna el aire (corpóreo) lo cual, bajo el supuesto de la continuidad, podría llevar a la consecuencia absurda de una mezcla total. Esta última conse cuencia absurda podría evitarse suponiendo una estructura porosa del aire y otros cuerpos transparentes, mas entonces la imagen habría de mostrar discontinuidades, cosa que una vez más va en contra de los elementos de juicio. Además la luz no se ve barrida o corrida por el viento ni se eleva, a pesar de ser más ligera que el fuego; asimismo un cuerpo simple posee un movimiento definido, sea circular o rec tilíneo, hacia arriba o hacia abajo, mientras que la luz se expande en todas las direcciones. Este último argumento contra el carácter cor póreo de la luz, junto con la concepción de Temistio de la penetra ción total del medio por la imagen, indica que los comentaristas peri patéticos poseían una idea vaga de la propagación de un estado que sin embargo no cristalizó en una concepción ondulatoria. Filopón atacó el problema de una manera mucho más audaz y, como en tantos otros temas, expresó una opinión original e indepen diente. En primer lugar, hizo una exposición de la doctrina de Aris tóteles para pasar luego a plantear la cuestión fundamental de cómo hacer compatible dicha doctrina tanto con los hechos básicos de la óptica geométrica como los efectos térmicos de la luz, los últimos de los cuales, como muestra la experiencia, resultan muy claramente incrementados por la concentración de la luz mediante lentes ustorias. El principal argumento de Filopón, que repite una y otra vez, es que la luz no puede ser un fenómeno estático, pues si todo el medio se hallase completamente lleno de imágenes (estáticas) de los objetos, deberíamos poder ver cosas que se encuentran a nuestra espalda o, en general, los objetos que no se encuentran en nuestra línea de visión. La única salida que le ve Filopón a esta situación es interpretar la energeia aristotélica como un fenómeno cinético que procede del objeto al ojo y aplicar luego a dicho fenómeno las leyes de la óptica geométrica. «Como solución a todas estas dificultades sugerimos apli car a la noción de energeia las hipótesis de quienes consideran cor póreos a la luz y a los rayos visuales. Del mismo modo que esas per sonas suponen que la vista y los rayos visuales se emiten en línea recta y se reflejan en las superficies pulimentadas según la ley de los ángulos iguales, suponemos que las energeiai de los colores y la luz
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se emiten en línea recta y se reflejan formando ángulos iguales. £sta es la razón de que aparezcan imágenes en los espejos, no porque nues tros rayos visuales sean proyectados a los objetos, sino porque las energeiai de los objetos se proyectan en nuestra dirección. Por consi guiente, no vemos las cosas que están detrás de nosotros, ya que las energeiai se mueven en línea recta hacia nuestros ojos... Por la misma razón, exactamente igual que en la teoría de los rayos visuales, vemos cosas que no están en línea recta con el ojo, como por ejemplo las cosas que están detrás o encima o debajo o a un lado de nosotros, siempre y cuando haya un espejo en una posición tal con respecto a nosotros y al objeto, que las energeiai que caen sobre él y se reflejan según la ley de los ángulos iguales se proyecten hacia nuestros ojos. En general, todo cuanto dicen los otros acerca de los rayos visuales, lo decimos nosotros exactamente igual por lo que atañe a las energeiai, y de este modo salvamos los fenómenos. En efecto, no hay diferencia alguna en que las líneas rectas procedan del ojo hacia el espejo o se reflejen del espejo al ojo. Ahora bien, si ésta es una suposición común a esas personas y a la teoría de Aristóteles, excepción hecha de que éste recurre a las energeiai y ellos a los rayos visuales, puesto que de la hipótesis de los rayos visuales se derivan innumerables cosas imposibles, entonces se ha de preferir más bien la hipótesis aristoté lica que salva los fenómenos a la vez que evita los absurdos» [95]. La interpretación de Aristóteles que hace Filipón en este pasaje tan significativo equivale nada menos que a un rechazo completo de la doctrina peripatética. Ante todo, es obvio que Filopón admite las proposiciones de la óptica geométrica y, a fin de adaptarlas a su expli cación, enuncia claramente el principio de reversibilidad de la trayec toria de la luz para el caso de la reflexión, cuando dice que el rayo incidente y el reflejado son intercambiables. Además, y éste es el punto importante, introduce un cambio radical en el uso del término energeia en sus aplicaciones a la luz. Mientras que anteriormente energeia ya se había utilizado algunas veces en este contexto para aludir a la actividad más bien que a la actualidad, Filopón la utiliza por vez primera sin ambigüedades en el sentido de una entidad acdva que se emite del objeto luminoso y cuyo movimiento, reflexión, etc., se puede describir por medio de conceptos geométricos. Fiel al espíritu aristotélico, considera dicha entidad como estrictamente incorpórea, esto es, no se comporta como los sistemas mecánicos, su velocidad de propagación es infinita y penetra los medios materiales los cuales ni influyen sobre ella ni se ven influidos por ella. Con todo, afirma que se pueden aplicar a esta entidad las suposiciones propias de las entidades corpóreas, esto es, sea a las partículas materiales o a las partículas hipotéticas de la luz de las teorías rivales.
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Ya hemos citado un pasaje en el que Filopón, al concebir la emi sión de la luz como un Ímpetus, establece una comparación con el Ím petus impartido a un proyectil por la acción de lanzar. Ambos son incorpóreos y ambos se originan a partir de un cuerpo, el ímpetus del proyectil a partir del lanzador y la luz a partir del cuerpo luminoso o reflectante. Es obvio que Filopón no podría ir más allá de esta analogía sin introducir magnitudes físicas bien definidas y sin recurrir a símbolos y algoritmos matemáticos. También parece probable que Filopón tuviese que poseer alguna idea, por más remota que fuese, de que la propagación de la luz significa la propagación de un estado que, frente al desplazamiento de la materia, consideraba incorpóreo. En su crítica a la doctrina peripatética, Filopón, con una especie de actitud positivista, plantea el problema de si existe alguna prueba experimental de la afirmación de que el aire iluminado se halla está ticamente transido de imágenes del objeto. Mas niega este extremo ofreciendo el siguiente argumento: cuando los rayos del sol pasan a través de un cristal de color, se buscará en vano la imagen y el color del cristal en el aire a través del cual pasa el haz solar. Así, para usar la terminología aristotélica, el medio, permanece completamente inal terado por la forma y color del objeto. Con todo, cuando en el camino se encuentra un cuerpo sólido, recibe del cristal una impresión de color y forma en el sitio en el que se ve detenido el haz. Filopón subraya que este hecho es independiente de la naturaleza del cuerpo que intercepta la luz así como de que su superficie sea lisa o rugosa, pudiendo ser por ejemplo el ojo de un observador. «Es pues obvio que de hecho las energeiat de los objetos vistos viajan a través del aire de un modo que no lo afecta físicamente, y así llegan al órgano sensorial donde, como en un cuerpo sólido, imprimen los colores y formas de los objetos» [98]. Da la impresión de que Filopón no es consciente del concepto de onda desarrollado ya por los estoicos. Esto resulta tanto más asom broso puesto que utiliza nociones estoicas para explicar la generación de luz y calor. Si aceptamos la doctrina aristotélica de que el Sol mismo no está caliente, y si los rayos solares son incorpóreos, por lo que no producen fricción en el medio en torno, ¿cómo es que el aire se ca lienta? En este punto Filopón ofrece una explicación que aparente mente está influida por concepciones y analogías que se retrotraen a Cleantes y Posidonio: «Mi explicación es como sigue. Como sabemos, el alma, sin ser ella misma cálida, genera en el cuerpo cierta energeia vital mediante la cual el calor innato se pone en movimiento e infunde vida al cuerpo animado. Mas con la partida del alma, el calor innato se ve inmediatamente extinguido. Del mismo modo imagino que la luz que está en el aire, y que se origina en el sol, no es más que ener-
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vital que pone en movimiento el calor innato del aire, calentán dolo. Del mismo modo que la facultad de pasión del alma, sin set ella misma cálida, calienta la sangre en tomo al corazón, y del mismo modo que la ansiedad, siendo una energeia incorpórea del alma, crea calor, así es muy posible que el Sol, aun no siendo él mismo caliente, agite el calor contenido en el aire por medio de la energeia vital del sol, esto es, la luz» [96]. Filopón explica la producción de fuego por medio de lentes ustorias del modo siguiente. Los rayos se concentran en un pequeño volu men de aire sobre el combustible, siendo así más efectivos para agitar el calor innato del aire. Filopón explica los hechos meteorológicos del mismo modo. El Sol, por ejemplo, calienta más a mediodía que por la mañana o por la tarde porque en el primer caso la misma energeia atraviesa una cantidad menor de aire, por lo que tiene más poder para la producción de su efecto de agitar el calor innato. Finalmente dis cute también el pasaje de la Meteorológica ya mencionado y se pre gunta por qué Aristóteles utiliza allí la terminología de los rayos visua les. Sugiere que sólo puede haber una respuesta, a saber, que Aristó teles quería usar un lenguaje más popular. «Usaba la hipótesis más clara de los rayos visuales porque no es fácil de entender que las energeiai se reflejen o que la energeia de los colores viaje a través del aire» [97]. La doctrina de Filopón relativa a la naturaleza de la luz ofrece una imagen que ya nos resulta familiar, una mezcla curiosa de ideas físicas avanzadas y de concepciones vitalistas, una unión de razonamiento físico y de recurso a ejemplos biológicos. geia
4.
El uso de principios filosóficos
En la última sección de este capítulo abordaremos brevemente un aspecto del pensamiento científico que resulta de interés general para la historia de las ideas y muestra algunos rasgos característicos de la mentalidad griega. Se refiere a la aplicación de los principios filosó ficos, sean de carácter metafísico o epistemológico, a fenómenos físi cos y sus interpretaciones. Un rasgo de sobra conocido de la filosofía de la naturaleza griega es que, desde los tiempos de los primeros preso cráticos, se usaban en cosmología principios filosóficos en conjunción con enunciados físicos muy generales. Estaba Anaximandro con su invocación del principio de razón suficiente para demostrar el estado de reposo de la tierra en su posición simétrica en el centro del uni verso. Y estaba también Demócrito y su formulación del principio de conservación de lo que existe: «Nada se puede generar a partir de
Los modos de acción física
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aquello que no es, ni nada se puede corromper en aquello que no es» [44]. En algunas ocasiones Aristóteles aplica un principio que de hecho surge de su perspectiva teleológica, según la cual todo en la natura leza se hace con algún fin: «Oios y la naturaleza no hacen nada en vano» [22], dice insistiendo en que los movimientos circulares a derecha y a izquierda son en principio uno y el mismo, señalando que si se considerase que uno es el contrario del otro, uno de los dos movimientos circulares existiría para nada. El recurso de Aristóteles a este mismo principio es igualmente objetable cuando deduce de la forma esférca de las estrellas, esto es, de su carencia de órganos de movimiento, que no se mueven naturalmente por sí mismos: «La natu raleza no hace nada contrario a la razón o en vano; por consiguiente tiene que haber dotado a los objetos inmóviles del tipo de forma que resulta menos adecuada para el movimiento» [24]. Este tipo de argu mento, totalmente divorciado de cualquier elemento de juicio empí rico, no nos resulta más aceptable hoy día que la afirmación de Aris tóteles en la Política de que, ya que la naturaleza nada hace en vano, se sigue que ha creado todos los animales para el hombre, por lo que es recomendable cazar w. En ejemplos como éstos se puede ver una confirmación adicional de la posición según la cual se debe rechazar cualquier interferencia de la filosofía en la ciencia, siendo interesante como advertencia el caso de los griegos. Por otro lado, difícilmente se encontrará hoy día a alguien que crea que puede haber una ciencia sin presuposiciones, incluyendo entre ellas, al menos implícitamente, suposiciones filosó ficas de algún tipo. El problema es de qué modo se relacionan tales presuposiciones o cómo se contrastan con los enunciados acerca de hechos. Ahora bien, no se puede negar la tendencia de los antiguos griegos a hacer excesivo hincapié en la deducción y a incurrir en afir maciones generales. Con todo, es bien sabido que los supuestos gene rales han sido de enorme valor como principios guía o principios heurísticos para el desarrollo del conocimiento científico, especial mente cuando van seguidos de una cuidadosa exploración de los datos experimentales y se utilizan dentro de un marco teórico cuyo grado ile confianza se ha contrastado independientemente en otros casos. Por consiguiente, no carece de interés examinar uno o dos casos de finales de la Antigüedad en los que se aplicaron principios filosó ficos a fenómenos físicos tras el gran progreso que se produjo en la física «sublunar» durante el período helenístico. Tomaremos uno de los ejemplos de la óptica geométrica, una rama de la física a la que, 44 Aristóteles, Polit., 1256b, 20.
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como mencionamos brevemente en la última sección, hicieron contri buciones considerables personas como Euclides, Arquímedes, Herón y Ptolomeo. Herón, en su libro sobre Catóptrica, que sólo se con serva en una traducción latina, ofrece una demostración de la propo sición siguiente47. De todos los rayos incidentes sobre un espejo y reflejados al mismo punto, los reflejados según la ley de los ángulos iguales de incidencia y reflexión atraviesan la distancia más corta. Así, si MN es el plano del espejo, v A v C el objeto y el ojo respec
tivamente, la trayectoria actual de los rayos, esto es, ABC, tal que AB y BC forman ángulos iguales con MN, es más corta que cualquier otra trayectoria ADC que no satisfaga la ley de reflexión. Herón añade que, por ende, la reflexión de los rayos con ángulos iguales está «de acuerdo con la razón» («rationabiliter» según la traducción latina). Es difícil decidir qué quería decir con eso. Sin embargo, cerca de qui nientos años más tarde, su demostración fue repetida por Olimpiodoro, un contemporáneo de Filopón, en su comentario a la Meteorológica de Aristóteles. Olimpiodoro no copia a Herón al pie de la letra, tal y como puede verse por las ligeras variaciones que introduce en la demostración. Lo que aquí nos interesa son las consideraciones intro ductorias que preceden inmediatamente a la demostración propiamente dicha: «Todo el mundo está de acuerdo en que la naturaleza nada produce en vano ni trabaja en vano. Así, si no concedemos que la reflexión tiene lugar con ángulos iguales, síguese que la naturaleza se afana en vano con los ángulos iguales; y los rayos visuales, en vez de alcanzar el objeto por un camino corto, parece llegar a él dando un rodeo por una vía más larga. En efecto, hallamos que las líneas rectas que forman ángulos desiguales al ir del ojo al espejo y de éste al objeto son más largas que las que forman ángulos iguales» [104]. No importa que esta idea sea original de Olimpiodoro o que sea una interpretación de Herón «de acuerdo con la razón». El caso es que el pasaje citado en el contexto dado constituye la primera versión registrada del célebre principio de mínima acción, enunciado de nuevo en la época moderna por Maupertuis a mediados del siglo xvm, y 47 Herón, Catóptrica, pág. 324.
Los modos de acción física
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que hoy día constituye una de las herramientas básicas de la física en la versión final formulada por Hamilton. La argumentación filosófica de Maupertuis tiene el mismo tono teleológico explícito que la de Olimpiadoro. Otro tanto ocurre con el razonamiento de Fermat que una centuria antes de Maupertuis dio una demostración de la misma ley óptica, incluyendo en ella su «principio de mínimo tiempo» que enunció diciendo que «la naturaleza siempre actúa siguiendo el curso más breve»*. £1 segundo ejemplo se refiere a una aplicación del principio de razón suficiente a la teoría del imán. Se encuentra en Cuestiones y soluciones, que se ha atribuido a Alejandro de Afrodisia aunque pro bablemente se escribió algún tiempo después, en el siglo m d.C. El autor hace un’repaso crítico de las explicaciones de la acción magnética de Empédocles, Demócrito y Diógenes de Apolonia, añadiendo a ellas su propia opinión. Antes de pasar al punto que nos interesa, se impo nen unas consideraciones preliminares sobre el problema del magne tismo en la vieja Grecia. El hecho básico de que la «calamita», esto es, un imán natural, atraiga al hierro se conocía desde tiempo inme morial, así como también el fenómeno de la inducción magnética mediante el que el poder de atracción se puede comunicar a toda una cadena de trozos de hierro unidos al imán y suspendidos los unos de los otros, fenómeno que, por ejemplo, describe Platón Mucho antes de que se conociera la polaridad magnética, se había observado que el hierro (esto es, un trozo de hierro magnetizado) podía ser también repelido por un imán. Es algo que dice Plutarco con toda claridad: «Con frecuencia el hierro actúa como si fuese atraído y arrastrado hacia el imán y también con frecuencia, como si fuese rechazado y repelido en la dirección opuesta» [113]. Mucho más tarde se descubrió que el mismo imán posee dos puntos localmente diferenciados que exhiben las facultades polares de atracción y repulsión. Es algo que se expone en un pasaje de Filopón: «¿Mediante qué facultad de las substancias elementales consigue el imán atraer al hierro; o acaso se supone que la piedra posee la facultad opuesta de rechazo y repulsión? Con frecuencia se hallan ambos fenómenos en uno y el mismo guijarro en dos partes diferentes del mismo» [68]. Se dio una amplia diversidad de teorías sobre la atracción magné tica, yendo desde las hipótesis mecanicistas de la época presocrática, hasta las explicaciones vitalistas del período helenístico posterior.489 48 El principio de Maupertuis se enuncia en su Essai de Cosmologie (1751), págs. 221-222; el principio de Fermat (1657), en Fermat, Oeuvres (1891), voí. II, píg. 354. 49 Platón, Ion, 533d.
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En algunas de sus versiones, las teorías mecanicistas recurren a un principio equivocado que se podría denominar el «principio del chorro invertido», y que explica la atracción mediante emanaciones dirigidas hacia el imán que arrastran al hierro tras de sí. Otra teoría influida por doctrinas médicas aparece expuesta pormenorizadamente por Gale no en el primer libro de su obra De las facultades naturales. Los animales y las plantas poseen la facultad natural de atraer y asimilar lo que resulta apropiado y de expulsar lo extraño. En el vitalismo, esta facultad se atribuye también a los objetos inanimados como el imán. La atracción magnética opera según los mismos principios que, por ejemplo, las drogas que expulsan del cuerpo el veneno animal50■ Alejandro de Afrodisia (o el autor del pasaje sobre el imán) desarrolla una teoría vitalista similar de la atracción magnética en la que el símil es una fiera atraída hacia su presa. Aquí no actúa una fuerza mecánica, sino un deseo insatisfecho51. Una de las teorías mecanicistas, tal vez el primer intento de expli car el magnetismo de forma científica, es la de Empédocles que Ale jandro describe de la siguiente manera: «Empédocles dice que el hierro se mueve hacia el imán debido a los efluvios que emanan de ambos, asi como merced a los poros del imán que son simétricos respecto al efluvio del hierro. Los efluvios del imán expulsan el aire próximo a los poros del hierro y ponen en movimiento el aire que cierra los poros. Cuando éste resulta expulsado, el hierro sigue inmediatamente, la corriente de sus propios efluvios, pues cuando dichos efluvios se mueven hacia los poros del imán debido a que son simétricos y enca jan con ellos, el hierro junto con sus efluvios se mueve hacia el imán» [3]. He aquí el comentario crítico de Alejandro: «En este punto, suponiendo que se acepta la teoría de los efluvios, se puede plantear la pregunta de por qué el imán no sigue a sus propios efluvios y se mueve hada el hierro. En efecto, sobre la base de esta teoría no hay ninguna razón por la cual el imán no deba ser atraído por el hierro más bien que el hierro por el imán» [ 4 ]. Aquí parece estar plenamente justificado el principio de ausencia de razón suficiente, pues el modelo de Empédocles presenta condi ciones de simetría plena respecto al imán y al hierro, por lo que no hay razón suficiente para preferir el uno al otro. De hecho, lo que Alejandro afirma aquí basándose en dicho prindpio es la existencia de una atracción mutua, de una acción y reacción simultánea como de hecho ocurre efectivamente, aunque ello no se descubrió en la Anti 50 Galeno, De natur. facult., 1,28; 48-55. 51 Alej. Afrod., Quaest. et wlut., 74, 4-30. El texto está obviamente corrom pido.
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güedad por una razón muy sencilla, cual es que los imanes empleados eran piedras de magnetita relativamente grandes y pesadas, mientras que los trozos de metal eran pequeños y ligeros, siendo la fricción un factor adicional que enmascaraba la reciprocidad de la atracción. Sin duda nos enfrentamos aquí a un caso en que la aplicación de un prin cipio filosófico era correcta, hallándose de hecho en armonía con la doctrina de los mecanicistas y atomistas que veían en ciertas condi ciones de simetría y semejanza un prerrequisito necesario de la acción mutua.
Capítulo V LA FISICA CELESTE
1.
Jenarco frente al éter
Al pasar de la física terrestre a la celeste, hemos de ser conscientes de hasta qué punto dicha física es la rama científica que más profunda huella dejó en el período anterior a Galileo y Kepler. Fue la física celeste la que dio expresión científica y metódica a la dicotomía entre cielo y tierra que, una vez establecida mediante los escritos de Aris tóteles, sobrevivió persistente y eficazmente durante casi dos mil años, siendo el principal obstáculo para la inauguración de la nueva era científica. El último capítulo de este libro tratará del único intento serio y comprensivo que se llevó a cabo al fines de la Antigüedad (un intento que repitió Galileo), tendente a poner en entredicho la crucial distinción entre una región celeste y otra terrestre. En este capítulo trataremos de otros desarrollos antiaristotélicos anteriores, aunque nos ocuparemos principalmente del influjo ejercido a finales de la Anti güedad por las regularidades de los movimientos celestes sobre la visión del mundo, así como de las vacilaciones de los diversos intentos sea de describir matemáticamente estos movimientos, o de contrastar dichas descripciones con los modelos mecánicos o de otro tipo. Un aspecto conspicuo de los movimientos de los cielos, aparte de la regularidad, es su carácter perpetuo, la incesante rotación diurna de la esfera suprema y los movimientos propios del Sol, la Luna y los planetas. Estos movimientos perpetuos constituyen un rasgo sobresa liente que distingue la región celeste de la terrestre en la que el movi 134
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miento y el reposo se dan alternando el uno con el otro. Un tema muy discutido fue el de la aparente discrepancia entre este hecho y la célebre definición de Naturaleza dada por Aristóteles en la Física: «Todo cuanto existe por naturaleza», dice Aristóteles al comienzo del segundo libro, «parece tener en sí un principio de movimiento y reposo» [8], y poco después repite que «la naturaleza es el principio y causa de moverse y reposar». ¿Hemos de concluir que los cielos, que constituyen la causa primera de todo cuanto ocurre en la tierra, no están incluidos en la definición de naturaleza? En otras palabras, ¿hemos de considerar que los cielos son distintos de los cuerpos físi cos? Alejandro de Afrodisia (citado por Simplicio) rechaza la idea y se remite al contexto en que se formuló la definición: «Alejandro señala que las palabras aluden a lo que Aristóteles había mencionado antes; esto es, a los animales, las plantas y las substancias elementales, pero no a todos los objetos físicos, pues el cuerpo celeste que se mueve en círculo también es físico y posee un principio de movimiento aunque no de reposo, dado que se halla perpetuamente en movimiento» [142]. No contento con esta explicación, Simplicio añade otra de su propia cosecha que resulta un tanto trivial y manifiestamente ad hoc: «Con todo, se podría decir que, aunque no pasen del movimiento al reposo, también los cielos reposan respecto a su centro, eje y polos, perma neciendo como un todo en su lugar.» Filopón hace una observación mucho más aguda en su comentario al pasaje en cuestión. Después de ofrecer la misma respuesta ad hoc que Simplicio, prosigue: «Además, puesto que la naturaleza tiende a un estado de perfección y se mueve para alcanzarlo, y una vez logrado permanece en él, y puesto que los cielos se hallan perpetuamente en dicho estado... y no lo abandonan, perseveran en ese estado en el cual nunca dejarán de ser perfectos» [66]. Partiendo de la idea esta blecida de que la perfección respecto al movimiento significa movi miento circular, Filopón sugiere que los cuerpos celestes, al hallarse en estado de perfección, permanecen en él, prosiguiendo eternamente su movimiento en círculos. Dada la elevada posición de que disfrutaba en la ciencia griega, no resulta sorprendente que el movimiento circu lar hubiera de dar lugar a la concepción de la inercia cuya esencia es precisamente la identificación de un estado de movimiento uniforme con el estado de reposo, con la salvedad de que la uniformidad toma su significado de la física de Platón y Aristóteles, a saber, el movi miento regular en un círculo, frente a la idea newtoniana del movi miento en línea recta. En el mundo cerrado de los griegos, el círculo desempeñaba la misma función que la línea recta en el espacio infinito y euclidiano de Newton. En sus respectivos marcos conceptuales, ambos movimientos satisfacían la condición de simplicidad geomé-
I ib
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trica, garantizando la perpetuidad del movimiento a lo largo de su trayectoria H. En otro contexto, Filopón repite su definición de inercia en forma más concisa: «El reposo se encuentra también en todas las cosas, pues los cielos que se mueven perpetuamente participan del reposo, ya que la persistencia misma del movimiento perpetuo es repo so» [90]. Esto debería compararse con la interpretación que hace Euler de la inercia newtoniana en sus «Cartas a una princesa ale mana» (carta número 74): «Demeurer dans le méme état ne signifie done autre chose que rester en repos ou conserver le méme mouvement» s . La identificación de «permanecer en movimiento» con el reposo y la idea conexa de que la rotación celeste es una especie de movi miento inercial son sin duda de un considerable interés filosófico y semántico, pero no formaban parte de la gran discusión que sacudió los cimientos del sistema aristotélico en la Antigüedad y que comenzó durante el siglo i a.C. con un ataque al concepto de éter, la substancia celeste de Aristóteles. Los orígenes del ataque, conducido por el filó sofo y científico aristotélico Jenarco, pueden rastrearse en las incon sistencias y ambigüedades que empañan la propia doctrina aristotélica, por lo que merece la pena recordar brevemente los puntos pertinentes. El motivo principal para postular la quinta substancia, el éter, era conferir un fundamento físico a la suposición básica de la incorrup tibilidad y estabilidad de los fenómenos celestes, frente al continuo cambio y fluctuación de los acontecimientos sublunares. En el sistema dinámico de Aristóteles fuertemente organizado, ello sólo se podía conseguir merced al carácter único atribuido a las propiedades físicas y cinéticas del éter. Desde un punto de vista físico, era algo fácil de disponer asignando a dicha substancia aquellas cualidades de un mate rial inalterable, inmutable y sublime de las que carecen los otros cuatro elementos que continuamente se están destruyendo y regenerando. De hecho, el éter era la encarnación de ese supremo grado de perfec ción alcanzable por la materia y que sólo se puede obtener en la región celeste. El aspecto cinemático presentaba dificultades mucho mayores para la prueba del carácter único. A primera vista parecía bastante fácil. Los cuatro elementos terrestres se asociaban al movi miento rectilíneo, esto es, al movimiento a lo largo de una línea que se podría considerar simple en virtud de su falta de curvatura. Por tanto, se reservaba para el elemento celeste una línea curva y cerrada52 52 Cf. Arist., Meteor., 339a, 25, así como el comentario de Filopón sobre este pasaje, 12, 7. 5} L. Euler, Lettres á une Prtncesse d'Alemagne (1787), vol. I, pág. 289. [: «Permanecer en el mismo estado no significa otra cosa que permanecer en reposo o conservar el mismo movimiento.» (N. del T.)]
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que es esencialmente distinta de la recta, teniéndose además por sim ple merced a su curvatura constante. Sin embargo, en una segunda aproximación, comenzaron a apare cer dificultades a las que Aristóteles hubo de hacer frente de alguna manera. Los elementos terrestres estaban emparejados en pesados (tierra y agua), que se movían naturalmente en línea recta hacia abajo, y ligeros (fuego y aire) con movimientos naturales rectilíneos ascen dentes. Pero también el movimiento circular contiene un par de opuestos, como es la rotación en sentido de las agujas del reloj y en el sentido contrario, por lo que a fin de demostrar el carácter único del éter, Aristóteles tuvo que demostrar que estos dos opuestos eran en realidad uno y el mismo movimiento. Es algo que hace en el segun do libro del De cáelo, donde define los movimientos opuestos como movimientos que conducen a puntos opuestos, una definición que excluye el movimiento circular por cuanto que éste siempre conduce de nuevo a su punto de partida si se prolonga en la misma dirección. En el mundo cerrado de Aristóteles, la línea recta termina por llevar a un lugar definido, como es el lugar natural inferior para los elemen tos pesados y el sumo para los ligeros. En estos lugares, los elementos respectivos alcanzan su estado de reposo porque han alcanzado su meta final, su lelos. El quinto elemento, por otra parte, se encuenra siempre en su estado final; a saber, en el estado de eterna revolución en círculo que es la contrapartida del estado de reposo de los elemen tos terrestres. Así pues, existe otra diferencia esencial entre el movi miento lineal y circular, pues el uno es movimiento bacía el lugar pro pio, mientras que el otro es movimiento en un lugar propio. La expre sión que emplea Aristóteles, «el movimiento hacia su lugar propio es para cada cosa el movimiento hacia su propia forma» [27], se refiere a los elementos terrestres, y ya hemos visto en el capítulo ter cero cómo lo interpretaron más tarde los aristotélicos ortodoxos. El movimiento circular del éter es el movimiento de un elemento que ha alcanzado su forma propia y que sólo puede superar un estado aún más elevado que es de nuevo un estado de reposo, a saber, el de las inteligencias que dirijen las esferas celestes. Con todo, dado que estas inteligencias no son entidades materiales, no tenemos por qué dete nernos en la continuación de esta historia que se narra en la Metafísica. Hasta aquí, muy bien; pero Aristóteles se topó con otra dificultad al analizar la situación en la región limítrofe entre las esferas celestes y terrestres. ¿Qué les ocurre al aire y al fuego que se elevan y alcan zan su lugar natural en la parte superior de la esfera sublunar? Evi dentemente no pueden permanecer en reposo en la región adyacente a la de las esferas que giran. Es obvio que la interpretación de lo que Aristóteles consideraba fenómenos meteorológicos, como los cometas,
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los meteoros y posiblemente la aurora, todos los cuales están sujetos a «generación y destrucción», lo obligó a concluir que la parte supe rior de la esfera sublunar, en la que se acumula el aire caliente y otros materiales inflamables, se ve arrastrada a un movimiento circular junto con la esfera celeste. Todo esto se explica pormenorizadamente en la Meteorológica M. Lo que allí escribió Aristóteles terminó convirtiéndose en una fuente de inacabable confusión y disputa, dado que no es consistente con lo que había explicado en el segundo capí tulo del primer libro del De cáelo: «una cosa sólo puede tener un contrario y el contrario de arriba es abajo» [19]; y también, «el movi miento que es contrario a la naturaleza para un cuerpo es acorde a la naturaleza para otro, a la manera en que los movimientos arriba y abajo son según la naturaleza o contrario a la naturaleza para el fuego y la tierra respectivamente» [20]. Estas suposiciones fueron justa mente las que compusieron una importante premisa de su conclusión de que lo que se mueve en un círculo ha de ser un quinto elemento. Si ahora hay que suponer que el fuego o algo afín a él se mueve en un círculo, toda la hipótesis del éter se torna artificial y ad hoc, exis tiendo una buena justificación para preguntar si es necesario intro ducirlo. Algunas dudas de este jaez pueden haber encontrado apoyo en los círculos platónicos que mantenían su tradición según la cual los astros están esencialmente compuestos de fuego, tal y como se afirma por ejemplo en Epinomis: «Lo que es principalmente de fuego se mueve en un orden perfecto» [106]. Como es natural, para la doc trina de Platón la perpetuidad de dichos movimientos estaba garan tizada por la eternidad del alma del mundo*55. Con todo, como ya se ha mencionado, el primero que escribió en contra del éter fue un peripatético. Su biografía fue esbozada brevemente por su discípulo Estrabón: «Jenarco, cuyas enseñanzas recibí, no paraba mucho en casa. Pasó su vida como maestro en Alejandría, Atenas y finalmente en Roma. Fue amigo de Ares y luego del emperador Augusto, siendo altamente estimado hasta su vejez. Poco antes de su muerte perdió la vista y acabó sus días enfermo» [230]. Desgraciadamente se ha perdido el libro de Jenarco, titulado Con tra el quinto elemento, por lo que hemos de reconstruir su contenido a partir de los escasos fragmentos que quedan en forma de citas en el comentario de Simplicio sobre el De cáelo de Aristóteles. Por lo M Arist., Meteor., I, cap. 4 y 7. 55 Mientras que los astros divinos están hechos de fuego, con todo el Epinomis (984b y sig.), menciona también el éter como una substancia de la que están hechos los «espíritus» (intermediarios entre los dioses y los hombres).
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que parece, el ataque de Jenarco se orientaba a socavar la doctrina aristotélica desde diferentes ángulos, si bien no le importa demasiado la coherencia de sus propios argumentos con tal de que descubrieran inconsistencias en el sistema de Aristóteles. Una de las objeciones de Jenaro se dirigía a la ambigüedad del concepto de línea simple. ¿Acaso la recta y el círculo son realmente las únicas líneas simples? Ambas poseen una característica en común, cual es que cada sección sea con gruente con el todo, como se puede ver fácilmente si se desplaza una sección por la curva. Sin embargo, hay otras curvas que tienen la misma propiedad. «La hélice cilindrica también es una línea simple, pues cada una de sus partes es congruente con el todo. Así, si existe una forma simple además de las otras dos, tendría que haber también un movimiento simple además de los otros dos, con lo que aparte de los cinco cuerpos elementales tendría que haber otro cuerpo simple que realizara ese movimiento simple» [180]. Con todo, al explicar detalladamente la hélice cilindrica, Jenarco hace que a su oponente aristotélico ortodoxo le resulte fácil refutar su argumento. Señala que dicha curva se origina por la combinación de dos movimientos, uno rectilíneo por un lado del cilindro y otro circular por la circunferencia del mismo. Alejandro de Afrodisia (citado también por Simplicio) hace entonces la observación obvia de que la hélice no es simple por cuanto que se genera merced a dos movimientos de diverso carácter, el rectilíneo y el circular. Jenarco encuentra fallos en otras suposiciones básicas de Aristó teles: «El movimiento circular no es el de un cuerpo simple según la naturaleza, pues en los cuerpos simples que son homogéneos en todas sus partes, todas las partes se mueven con la misma velocidad. Ahora bien, en un movimiento circular, las partes más próximas al centro se mueven más despacio que las que están más cerca de la periferia, pues cubren una distancia menor en el mismo tiempo. Esto se aplica también a una esfera [en rotación] en la que los círculos más próximos a los polos se mueven más despacio, mientras que el círculo máximo es el que más rápido se mueve de todos» [ 184]. Un físico moderno que emplease el concepto de velocidad angular en lugar de la velocidad lineal podría haber refutado fácilmente el argu mento de Jenarco, explicándole que en el movimiento circular también se mueven todas las partes con una y la misma velocidad angular, con lo que desde este punto de vista se puede tener por un movimiento simple. La respuesta de los antiguos críticos de Jenarco fue un tanto distinta. El quid de su argumento es que Aristóteles asociaba el con cepto de simplicidad a puntos que describen líneas durante su movi miento. Al considerar cuerpos de extensión finita, se han de considerar como sumas de puntos, cada uno de los cuales describe una línea sim-
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pie, por lo que no pueden transferir sin más a los cuerpos extensos aquellos conceptos orientados a los puntuales. Asistimos aquí a una interesante discusión que, a un nivel mucho más elevado, podría haber tenido lugar en la época moderna. La cues tión es hasta qué extremo se puede llegar con la simplificación mate mática cuando se trata de la descripción de objetos físicos y su com portamiento. Hoy día sabemos que no hay una norma tajante a este respecto y que, en último análisis, el éxito justifica normalmente los medios. Con todo, el problema tiene sentido y eso era lo que de hecho preocupaba a Jenarco, tal como nos cuenta Simplicio: «Finalmente Jenarco encuentra objetable esta manera de proceder en la medida en que, cuando inquirimos acerca de las cosas físicas, hacemos nues tras pruebas matemáticas y usamos formas lineales al hacer que la causa de los movimientos simples dependa de líneas simples» [85]. Jenarco monta su ataque en un frente más amplio, en otro pasaje en que alude a otro capítulo de la dinámica aristotélica y argumenta sobre la base de una especie de relativismo. Dice: «Concedamos que haya dos líneas simples, el círculo y la recta, así como que cada uno de los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego, posea esencialmente un movimiento de acuerdo con su naturaleza, a saber, en línea recta. ¿Mas qué impide que alguno de dichos elementos, o incluso todos ellos, se muevan en círculo por naturaleza? En efecto, no hemos supuesto que cada uno de ellos posea sólo un movimiento según la naturaleza; ello sería obviamente erróneo, pues cada uno de los ele mentos intermedios posee un movimiento en dos direcciones según la naturaleza. El agua se mueve hacia arriba, alejándose de la tierra, y hacia abajo, alejándose del fuego y el aire. Por su lado, el aire des ciende alejándose del fuego y asciende alejándose del agua» [183]. El objetivo final en el que estaba pensando Jenarco era demostrar que el fuego se puede mover también en un círculo «según la naturaleza», además de ser capaz de moverse hacia arriba. Para ello utiliza con mucha habilidad la concepción relativista de Aristóteles acerca de los elementos intermedios, agua y aire, de los que se dice en el De cáelo: «Ninguno de ellos es absolutamente ligero o pesado. Ambos son más ligeros que la tierra, pues una porción de ellos se eleva hasta su parte superior, si bien son más pesados que el fuego, es decir, una porción de ellos, cualquiera que sea su tamaño, se hunde al fondo de él» [28]. Jenarco completa su argumento de una manera más bien sofisti cada, dando su versión del concepto de «contrario» frente al de Aris tóteles. «En ética decimos que cada virtud posee dos contrarios, por ejemplo, la prudencia se opone tanto a la sofistería como a la estu pidez, y la hombría tanto a la temeridad como a la cobardía, y lo mismo con las demás. Si esto es así, no es preciso suponer que los
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cielos estén formados por un quinto elemento, por la razón de que dos movimientos no podrían ser contrarios a uno, esto es, el movi miento circular del fuego y su movimiento descendente a su mo vimiento ascendente. En efecto, los movimientos arriba y abajo son contrarios entre sí como el exceso al defecto, mientras que el movi miento rectilíneo, común a ambos, es contrario al circular como la igualdad a la desigualdad» [188]. Jenarco también argumenta que la hipótesis del éter es superflua, partiendo para ello de la concepción teleológica de Aristóteles acerca del movimiento rectilíneo como movimiento hacia la perfección. Pro cede del siguiente modo: «El movimiento rectilíneo no es el movi miento de ninguno de los cuatro elementos en su estado natural, sino tan sólo en su estado de devenir. Mas devenir no constituye un estado simple, sino que es algo a medio camino entre el ser y el no ser, como el movimiento que también se halla entre el lugar a ocupar y aquel que se ocupaba antes; el devenir es del mismo tipo que el movimiento, al ser asimismo una especie de cambio. Por tanto, desde nuestro punto de vista, el fuego que se mueve hacia arriba no es fuego en sentido propio, sino tan sólo en estado de devenir; se halla en camino hacia su lugar natural por encima de los otros elementos, lugar en el que permanece una vez que se ha tornado en fuego en sentido genui no... Así pues, no es cierto que un cuerpo simple posea un movi miento simple según la naturaleza, pues se ha mostrado que el mo vimiento es el atributo de los cuerpos en estado de devenir. Mas si se ha de atribuir a los cuerpos en estado de ser algún movimiento que sea además simple, ha de ser el movimiento circular... Por ende, es razonable atribuir el movimiento circular al fuego en el estado de ser, y el estado de reposo a los otros tres elementos» [ 182]. Así pues, Jenarco supone que el fuego, tan pronto como alcanza su estado «puro» o «real», comienza a moverse en círculos, por lo que no tiene que recurrir a la distinción artificial de Aristóteles entre el movimiento circular de las «masas ígneas» de la región sublunar y el del éter en la esfera celeste. Al ponderar la exposición antiaris totélica de Jenarco, hay que tener en cuenta que hemos de apoyarnos en unos pocos pasajes seleccionados por Simplicio según lo que él consideraba los puntos esenciales. En la tradición científica y filosófica griega siempre se tenían en mucha estima las clasificaciones y dis tinciones lógicas, y en una cuestión como la de la existencia de un éter celestial, el carácter de la discusión tendría que ser necesariamente teórico, aun en el caso de que los griegos hubiesen estado más inte resados en el aspecto experimental de la ciencia. En el último capítulo veremos que Filopón, quien al parecer seguía a Jenarco por lo que respecta a los pasajes citados por Simplicio, fue mucho más lejos en
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su polémica contra Aristóteles, tratando de ofrecer elementos de juicio observacionales a favor de la naturaleza ígnea de los cuerpos celestes. Desgraciadamente no sabemos si el libro de Jenarco contenía también algo de esto. El mero hecho de que este libro haya sido escrito resulta enorme mente significativo en la historia de las ideas. Muestra que algunas de las nociones físicas fundamentales de Aristóteles se pusieron en tela de juicio incluso desde dentro del campo peripatético, lo cual reper cutió sobre los siglos venideros. Simplicio menciona que Ptolomeo y Plotino, el primero de ellos en sus libros De los elementos y la Optica, se sumaban a la opinión de Jenarco de que los elementos, cuando están en sus lugares propios, o bien están en reposo o bien se mueven en círculos M. Como es obvio, Plotino y los neoplatónicos tardíos des estimaban el quinto elemento por dos razones: eran seguidores de Platón y sucesores de los estoicos, los cuales habían negado la exis tencia del éter, volviendo a los cuatro elementos. Aún quedan por examinar los intentos de los comentaristas pos teriores de reconciliar la exposición de Aristóteles en su Meteoro lógica respecto al movimiento circular del fuego en la parte externa de la esfera sublunar con su suposición básica acerca del movimiento según la naturaleza o contrario a ella. Las explicaciones de tres comen tadores del siglo vi, Simplicio, Filopón y Olimpiodoro, muestran una ampliación interesante de los conceptos aristotélicos que llevan clara mente la marca de las influencias neoplatónicas y místicas. Como es obvio, los dos movimientos opuestos «de acuerdo con la naturaleza» y «contra la naturaleza» no son en sí mismos suficientes para des cribir satisfactoriamente los fenómenos, y en particular no pueden hacer justicia a los denominados fenómenos meteorológicos, los come tas, etc. A aquellos dos se añadió un tercer término técnico, «sobre la naturaleza», que tenía un fuerte sabor a Jámblico o algún otro místico neoplatónico. «El movimiento circular del fuego y del aire adyacente no es natural, sino sobre la naturaleza, pues se ven arrastra dos en círculo con la revolución de los cielos» [65], dice Filopón. Simplicio entra en mayores detalles y descubre una manera de pensar muy significativa. Compara el movimiento de esa «región ígnea», esto es, el movimiento de cometas y meteoros, con el de los planetas. Des pués de todo, el movimiento propio de los planetas difícilmente se puede tildar de «movimiento según la naturaleza», dado que no es un movimiento «contrario a la naturaleza», puesto que en el sistema geo céntrico como un todo, las esferas planetarias están conectadas a la 54 Simpl., De cáelo, 20,10-25.
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esfera externa de las estrellas fijas que ciertamente se mueve según la naturaleza. Oigamos lo que tiene que decir Simplicio de todo esto: «Dado que Aristóteles supone también un movimiento circular del fuego, hemos de preguntarnos si ello es concorde o contrario a la naturaleza. Si es concorde con la naturaleza, habrá más de un movimiento de este tipo, ya que el fuego se mueve hacia arriba de acuerdo con la naturaleza. Si es contrario a la naturaleza, entonces habrá asimismo más de un movimiento contrario a otro, pues el fuego se mueve hacia abajo en contra de la naturaleza. Mas tal vez este movimiento circular del fuego no sea un movimiento propio concorde con la naturaleza, pues se ve arrastrado en derredor con la esfera de las estrellas fijas. Para el caso, tampoco el movimiento planetario es un movimiento según la naturaleza como lo es el que va de Este a Oeste. Ni tampoco el movi miento circular del fuego es contrario a la naturaleza en el sentido de oponerse al movimiento que está de acuerdo con la naturaleza, pues es irregular e inestable y de tipo distinto, existiendo merced a la fuer za dominante de algo más poderoso. Quizá por este motivo Aristóteles no lo denominó movimiento contra natura, sino más bien movimiento violento. Puesto que se trata de una fuerza propicia, no debería deno minarse “contra natura”, sino más bien “supra natura”» [ 181]. Sim plicio contrasta aquí la trayectoria de un proyectil que se produce contra natura merced a la fuerza de propulsión de la máquina balís tica, con el movimiento irregular pero en conjunto semejante de los cometas, meteoros y planetas cuyas órbitas son resultado de una “fuer za propicia”. Dicha fuerza es propicia porque merced a algún mecanis mo, sea la fricción o la intervención de las esferas, produce una cone xión permanente con la esfera de las estrellas fijas, con lo que confiere al movimiento violento una especie de perpetuidad. Podría trazarse un paralelo actual y comparar este tipo de movimiento violento con el movimiento constreñido en canales bien definidos producido por las restricciones representadas por ingenios mecánicos del tipo de raíles y pernos. La comparación con el efecto coercitivo de los ingenios mecánicos ha de tomarse con cuidado, pues normalmente en la época del neopla tonismo, tras los términos técnicos se escondían asociaciones de ideas muy distintas. Platón había atribuido alma a los planetas, que estaban así imbuidos de un impulso vital que los movía por sus órbitas a la manera en que una persona se ve movida por su alma por trayectorias diferentes de aquéllas «según la naturaleza». Hasta cierto punto se entremezclaron elementos platónicos y aristotélicos. Se creía que el origen de ese impulso vital estaba en el quinto elemento, identificado con el éter de la escuela platónica tal y como se describe en Epinomis,
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asignándose a las inteligencias que existen en el nivel intermedio entre el hombre y Dios. Ese es aproximadamente el trasfondo del siguiente pasaje del comentario de Olimpiodoro a la Meteorológica-. «Los cuer pos celestes mueven la totalidad de los elementos gracias a cierto con tacto con ellos, pues está demostrado que no hay vacío. Con todo, dicho contacto no es de tal carácter que engendre un movimiento violento, pues los elementos no se mueven en círculo junto con la quinta substancia en contra de la naturaleza, sino por encima de ella. De la misma manera que un ser vivo, inspirado e iluminado por el alma, se mueve horizontalmente por encima de la naturaleza, dado que el cuerpo posee una tendencia hacia abajo, así la totalidad de los elementos se mueve con la quinta substancia por encima de la natu raleza» [103]. De manera similar, Simplicio explica el movimiento de los planetas y de la substancia ígnea por encima de la naturaleza diciendo que «junto con la otra naturaleza de la entidad más fuerte, muestra un movimiento vital de acuerdo con la superior medida vital» [ 187]. Así pues, vemos que la oposición a la quinta substancia de Aris tóteles se retrotrae a Platón en un doble sentido. Jenarco se vio llevado a poner en tela de juicio la doctrina de Aristóteles gracias a la concepción platónica de los astros como entidades compuestas de fuego, unido todo ello a las inconsistencias de la teoría aristotélica. Pero además, la creencia platónica en que todo astro posee un alma que constituye la fuerza directriz de su órbita celeste fue la que, en su versión neoplatónica, mantuvo viva la actitud anti-éter hasta finales de la Antigüedad. Para Filopón había además otra razón para esta actitud, el monoteísmo, lo que lo llevó a desplegar su gran ataque del que nos ocuparemos en el último capítulo. 2.
La lucha de Ptolomeo a favor de una imagen unificada
Examinaremos ahora lo que para nosotros constituye el aspecto más importante de la física celeste, a saber, la astronomía, o más específicamente aún, los movimientos planetarios. No nos ocupamos aquí de los detalles técnicos del desarrollo de la astronomía matemá tica, un capítulo que resulta tal vez el más importante y fascinante de la ciencia griega. Resumiremos brevemente los hechos, pero por lo demás suponemos al lector familiarizado con los aspectos princi pales de dicho desarrollo que conoció un progreso asombroso durante los quinientos años que median entre Platón y Ptolomeo. Se trata de una sucesión de etapas que empezó con el testamento científico de Platón de «salvar las apariencias» mediante una descripción geomé
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trica racional de los movimientos celestes, y prosiguió con la teoría de Eudoxo acerca de las esferas concéntricas, mejorada por Calipo y presentada por Aristóteles como un sistema unificado. Vinieron luego las teorías de los movimientos epicídicos y excéntricos, concebidos separadamente, si bien luego se combinaron, lo que llevó de Apolonio de Perga a Hiparco y finalmente a Ptolomeo. Estas etapas entrañaban una interacción continua entre observación y teoría, mientras que el deseo de un mayor acuerdo entre ellas llevó a modificaciones teóricas y a intentos por adaptar los supuestos geométricos a los datos dispo nibles. Lo que nos interesa es la reacción de los científicos y filósofos griegos a la creciente complejidad de un sistema teórico, su actitud hacia el problema del modelo frente a la realidad, sus vacilaciones epistemológicas cuando se enfrentaban a la cuestión del «contenido de verdad» de una teoría y sus intentos de reconciliar un sistema científico con creencias ordinarias no científicas. El célebre reto platónico de «salvar las apariencias» (esto es, dar cuenta de ellas) poseía un significado específico: «¿Qué movimientos uniformes y ordenados hay que suponer para salvar los fenómenos relativos a los movimientos de los planetas?» [209], Así pues, el problema que Platón planteó a los científicos fue el de, mediante algún tipo de «análisis armónico», resolver los movimientos aparentes de los planetas en una suma de movimientos circulares y uniformes que eran los únicos que se podía suponer que representaban el orden divino de la región celeste y que, en especial para Platón, expresaba el sistema eterno del alma del mundo. Así pues, los discípulos de Platón se enfrentaron a un problema geométrico, y las soluciones ofrecidas por Eudoxo y Calipo se restringían obviamente a este aspecto puramente geométrico de un modo meramente descriptivo. Las soluciones se daban independientemente para cada uno de los planetas. Cada uno de ellos se concebía como un punto de la super ficie de una esfera en rotación que era la más interna de una serie de esferas concéntricas. Estas esferas, con la tierra como centro común, estaban interconectadas de tal modo que el eje de cada una se hallaba fijado a la superficie de la inmediata que la rodeaba. Las direcciones de dichos ejes y las velocidades angulares de las esferas eran los pará metros cuvos valores especiales «salvaban los fenómenos» de cada planeta. El realista Aristóteles aspiraba a un fin más ambicioso que una mera descripción geométrica. Para él, descripción significaba la pin tura de una realidad física cuva existencia pudiera derivarse de algunas «causas verdaderas» y que formase parte de un sistema general basado en sólidos cimientos científicos. Así pues, el expediente puramente geométrico se vio sustituido por un modelo físico que difería de las
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imágenes de Eudoxo en dos aspectos esenciales. En la física de Aris tóteles, las esferas concéntricas son capas materiales que constan de la quintaesencia en virtud de la cual queda asegurada su indestructi bilidad y todas las demás propiedades celestes. Además, los diferentes conjuntos de esferas pertenecientes a cada uno de los planetas se susti tuyeron por un conjunto unificado que representaba un sistema geo métrico único y ordenado. Tal cosa se consiguió merced a la adición de un número bastante grande de esferas «compensadoras», inter puestas entre las otras, compensando con sus rotaciones los efectos indeseados de las interacciones de un conjunto sobre otro, transfor mando la esfera de las estrellas fijas junto con las de los siete planetas en un sistema material coherente que constaba de cincuenta y seis esferas. A Aristóteles no le parecía que las complicaciones de estas cin cuenta y seis esferas etéreas, encajadas como las ruedas y engranajes de un reloj, fuesen un precio muy alto a cambio de la unidad no sólo de la imagen cosmológica, sino también de su sistema más general del mundo físico del que los cielos no eran más que una parte, aunque la más noble. Ahora los movimientos celestes se desplegaban como una parte orgánica y coherente del movimiento natural de la quinta esencia, el movimiento circular y eterno frente al corruptible y finito movimiento rectilíneo de los cuatro elementos terrestres. Esto era lo más que se podía lograr en la física prenewtoniana por lo que atañe a la consistencia entre, por un lado, un conjunto de conceptos basados en principios básicos y, por otro, una imagen cosmológica bien orde nada. La creencia en la superioridad de una «teoría física» como la de Aristóteles sobre un instrumento meramente descriptivo se refleja aún en un pasaje escrito en una época en la que el sistema aristotélico de esferas concéntricas ya se había vuelto obsoleto. El autor del pasaje es el astrónomo Gémino que vivió en el siglo i a.C., siendo conocido por sus Elementos de Astronomía. Alejandro de Afrodisia cita una consideración que hacía Gémino en su comentario (que se ha perdido) sobre un libro de Posidonio. Simplicio lo copió porque, según dice, está inspirado por Aristóteles y establece la distinción entre un astró nomo y un físico. Mientras que la tarea del primero es tan sólo des criptiva, el último convierte la descripción en explicación retrotrayén dose a las causas y derivando sus datos a partir de consideraciones básicas. Incluso la teoría heliocéntrica de Aristarco se menciona como un artificio del astrónomo para salvar las aparentes irregularidades relativas al sol, frente a la teoría del físico que ha de basarse en pri meros principios. Podemos citar aquí algunos extractos de la exposi ción de Gémino: «Es tarea de la investigación física considerar la substancia de los cielos y de los astros, su fuerza y cualidad, su gene
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ración y destrucción; es más, está incluso en posición de demostrar los hechos relativos a su tamaño, forma y disposición. Por otro lado, la astronomía no trata de hablar acerca de nada de esto, sino que prueba la disposición de los cuerpos celestes mediante consideraciones basadas en la idea de que los cielos son un Cosmos real... Las únicas cosas de las que la astronomía pretende dar cuenta se establecen por medio de la aritmética y la geometría. Ahora bien, en muchos casos el astrónomo y el físico tratarán de probar la misma cosa... mas no procederán por la misma vía. El físico demostrará cada hecho mediante consideraciones de esencia o substancia, de fuerza, de que es mejor que las cosas sean como son, o de devenir y cambio. El astrónomo lo demostrará mediante las propiedades de las figuras o magnitudes, o bien mediante la cantidad de movimiento y de tiempo que resultan apropiados. Una vez más, en muchos casos el físico llegará a la causa buscando una fuerza creadora, mientras que el astrónomo, no está cualificado para juzgar acerca de la causa... Ha de recurrir al físico en busca de sus primeros principios...» [144]. A fin de apreciar plenamente la actitud expresada en estas líneas, quizá merezca la pena trazar un paralelo con la era de Newton. Un Gémino del siglo xvm o xix podría haber contrapuesto al astrónomo Kepler con el físico Newton, estando ambos interesados en la expli cación del sistema solar. Newton procedía por el camino indicado en el prefacio de los Principia. Su método consistía en lo siguiente: «Investigar las fuerzas de la naturaleza partiendo de los fenómenos de los movimientos y luego, partiendo de dichas fuerzas, demostrar los demás fenómenos.» Su teoría de la gravitación «explicaba» los movimientos planetarios en tanto en cuanto se trataba de un caso especial, aunque extremadamente importante, de su dinámica general, de un sistema de física de la mayor amplitud posible, fundamentada sobre bases experimentales y conceptuales. Frente a ello, las leyes de Kepler eran jo que Gémino tildaba de demostración del astrónomo, pruebas «mediante las propiedades de las figuras o magnitudes, o por la cantidad de movimiento y tiempo adecuados». A un nivel más bajo de la física aristotélica se daba la misma situación, pues era meramente observacional y no experimental, no habiendo descubierto aún ni las herramientas matemáticas para la descripción de los cambios físicos, y ni siquiera las expresiones elementales de las cualidades físicas. El hecho mismo de que la física celeste aristotélica fuese parte integral de un sistema conceptual general y encajase en toda la estruc tura teórica de lugar natural y movimiento natural, cuerpos simples, movimientos simples y demás, la elevaba a la categoría de una teoría física que no sólo describía, sino que explicaba, tal y como habían hecho los modelos prearistotélicos.
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Cuando Gemino escribió su libro, habían transcurrido ya más de doscientos años desde que la interpretación de los datos observadonales había obligado a los astrónomos a reconocer la inadecuación de la teoría de las esferas concéntricas que se mueven en torno a la tierra como centro común. Era obvio que las distancias de los planetas a la Tierra variaban apreciablemente, así como que había que dar cuenta de otras desigualdades en los movimientos planetarios. Las dos prin cipales razones de estas desigualdades dimanaban, evidentemente, como hoy sabemos, de dos suposiciones incorrectas del sistema geocéntrico: que todos los movimientos han de remitirse a la Tierra como cuerpo en reposo al que ha de referirse todo (una suposición rechazada por Aristarco, aunque finalmente no se abandonó hasta Copérnico), y que las órbitas planetarias eran círculos (suposición sustituida por las elipses de Kepler). El desarrollo que tuvo lugar en los cuatrocientos años que median entre el 250 a.C. y el 150 d.C. se asocia a los nom bres de Apolonio de Perga, Hiparco y Ptolomeo. Se caracteriza por un esfuerzo continuo y notablemente eficaz en pro de «salvar los fenó menos» mediante suposiciones geométricas apropiadas en aras de las cuales, no obstante, se sacrificó el contenido «físico», la unidad de la imagen. Muy poco se hablaba ahora de las esferas, cuyo mero nom bre sugería estructuras materiales, mientras que los círculos se men cionaban casi exclusivamente en el contexto de las descripciones geo métricas. El desarrollo se inició con los círculos excéntricos que ya se habían introducido antes de la época de Apolonio, suponiéndose que sus centros o bien estaban fijos a una cierta distancia de la Tierra o bien se movían, trasladándose el planeta por la circunferencia del círculo excéntrico mientras que el centro de la propia excéntrica describía un movimiento circular. Luego Apolonio concibió la teoría de los epiciclos, siendo más tarde reelaborada y desarrollada por Hiparco. Muchos autores preferían esta teoría porque conservaba la Tierra en el centro del movimiento planetario, al moverse los planetas por la circunferencia de pequeños epiciclos cuyos centros se movían a su vez por la circunferencia del círculo principal que tenía a la Tierra en su centro. Había muchas dificultades para adaptarse a una astronomía mate mática puramente descriptiva que estaba perdiendo progresivamente toda pretensión de constituir una teoría física. Se puede vislumbrar cuál era el problema atendiendo a un tratado escrito por Teón de Esmirna hacia el 120 d.C., sólo unas pocas décadas antes de que Pto lomeo publicase su Sintaxis matemática. El libro estaba planteado como una especie de introducción a las ciencias matemáticas para lec tores de Platón. En la segunda parte, Teón ofrece una viva imagen del estado de la astronomía griega en su época, así como una evalúa-
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eión de su historia pasada. Aquí y allá se capta un destello de nostalgia por el paraíso perdido de la imagen aristotélica del cosmos. El siguien te pasaje constituye un ejemplo característico: «No es natural que los astros o bien hayan de moverse por ciertas líneas circulares o seme jantes a espirales y encima en sentido contrario a la rotación del uni verso, o bien hayan de verse arrastrados por determinados círculos a los que se hallan fijados y que rotan en torno a sus propios centros, algunos en el mismo sentido que el universo y otros en sentido opues to. En efecto, ¿cómo habrían de estar ligados a círculos incorpóreos unos cuerpos tan grandes? Ahora bien, tiene que haber esferas de quintaesencia situadas en lo profundo del universo, moviéndose unas por encima y otras por debajo, siendo unas mayores y otras menores, unas huecas y otras macizas que están dentro de las huecas y a las cuales se hallan adheridos los planetas al modo de las estrellas fijas...» [236], A primera vista nos inclinamos a juzgar el grado de realidad de una teoría por su carácter intuitivo, por hasta qué punto se puede demostrar en forma de un modelo mecánico o explicarse en otros tér minos familiares. Desde los tiempos de Arquímedes se habían cons truido efectivamente tales modelos, constituyendo los primeros ejem plos de ellos los planetarios que reproducían los sistemas de esferas concéntricas con perfección técnica creciente a lo largo de los años. Al exponer las esferas compensatorias de Aristóteles, Teón echa mano de modo típico a estos modelos artificiales a fin de que el lector entienda su función y mecanismo: «Se ha de suponer que entre estas esferas que transportan los planetas había otras, evidentemente sóli das, que merced a sus movimientos propios desandaban los movimien tos de las transportadoras, haciéndolas girar por contacto en sentido contrario. Se trata de algo semejante al efecto de los llamados tam bores en las esferas construidas artificialmente, las cuales poseen un cierto movimiento propio que, mediante el engranaje de ruedas den tadas, se mueven en la dirección opuesta, contrarrestando el movi miento de las esferas ajustadas debajo de ellas. Ciertamente el proceso natural es que todas las esferas se muevan en el mismo sentido, trans portados por la esfera externa a todas...» [237]. El libro de Teón contiene extractos de una obra perdida de Adrasto, quien escribió un comentario al Titneo probablemente unas pocas décadas antes de la época de Teón. Según estas citas, da la impresión de que Adrasto quería adoptar un modelo de esferas que difería en dos aspectos esenciales del aristotélico. Uno de los cambios consistía en rechazar las esferas compensadoras, lo que equivalía a abandonar la idea de un sistema unitario para todos los planetas, restringiéndose a un tratamiento individual de cada uno de ellos mediante conjuntos de
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esferas separados. La segunda innovación consistía en suponer que el epiciclo era un círculo situado en una esfera sólida que rotaba entre dos esferas huecas concéntricas o excéntricas respecto a la tierra. La rotación de estas esferas, merced al contacto con la esfera sólida inter na, provocaba la rotación de esta última, y por tanto el movimiento epicíclico del planeta fijado a su superficie. Aunque no sea fácil ima ginar claramente cuál era la idea de Adrasto a partir del texto un tanto corrupto del libro de Teón, es importante darse cuenta de que en el siglo i d.C. se hicieron intentos por retornar a la construcción de algu na imagen física concreta, frente a la pura geometrización de la astro nomía. Por lo que respecta al enfoque geométrico, había sido evidente desde Hiparco que tanto los métodos excéntricos como los epicíclicos eran igualmente satisfactorios para la descripción de los fenómenos. Con todo, Teón prefería los últimos, no sólo porque conservaba la posición de la Tierra como centro de todo el sistema, sino también porque hacía posible conservar la idea de una esfera a la que se halla fijado el planeta. Tras describir las teorías excéntricas y epicíclicas, Teón llega a decir: «Por las razones mencionadas, es obvio que ambas hipótesis concuerdan entre sí, si bien la epicíclica parece más general, universal y estrechamente relacionada con lo que ocurre según la naturaleza. El epiciclo es el círculo máximo de la esfera sólida que describe el planeta cuando se mueve en torno a dicha esfera. El círculo excéntrico, por otro lado, es algo completamente ajeno a las cosas según la naturaleza y se genera de modo más bien accidental. Esto también lo reconoció Hiparco, quien prefería la teoría epicíclica porque era suya, considerando más plausible que todos los cuerpos celestes estuviesen situados simétricamente por respecto al centro del universo y se mantuviesen unidos uniformemente. No obstante, como no dis ponía de datos físicos suficientes, no se dio cuenta con claridad de cuál de los movimientos planetarios concuerda con la naturaleza y por tanto es un movimiento verdadero, y cuál es accidental y tan sólo aparente, pues en efecto también supuso círculos excéntricos en los que se mueven los epiciclos, estando el planeta en el epiciclo» [238]. Según este pasaje, Hiparco ya había considerado necesario utilizar una combinación de las hipótesis epicíclica y excéntrica a fin de dar cuenta de los fenómenos. Gracias a otro pasaje de Teón nos enteramos de que, por otro lado, Hiparco aún no poseía una prueba definitiva de la equivalencia de ambos supuestos: «Hiparco dijo que merecería la pena realizar una investigación matemática para averiguar por qué dos hipótesis tan distintas llevan a los mismos fenómenos» [235]. La equivalencia de la descripción excéntrica y la epicíclica fue finalmente demostrada por Ptolomeo en su Sintaxis matemática.
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Semejante magnum opus de Ptolomeo, escrito a mediados del siglo n d.C. y llamada a ser la obra de referencia en astronomía hasta Copérnico, da muestra de un sorprendente progreso más allá de lo conseguido por Hiparco, ya de por sí notable. La exigencia cada vez mayor de un acuerdo más preciso entre los datos observacionales y su análisis armónico en términos de movimientos circulares, condujo a una descripción aún más compleja de los movimientos solares y luna res, no menos que de los dos planetas interiores y de los tres exterio res. Los fenómenos sólo se podían salvar merced a una extensión aún más audaz de los métodos epitíclicos y excéntricos. El tratamiento cada vez más cuidadoso de las órbitas de cada uno de los siete cuerpos celestes casi eliminó cualquier perspectiva de volver a una imagen unitaria. La brecha entre el éxito del método descriptivo de los astró nomos y el fracaso de sus esfuerzos para explicar la pluralidad de movimientos complejos mediante una única hipótesis física era mayor que nunca. El propio Ptolomeo, que no sólo era un técnico de la ciencia, sino que tenía además un gran olfato para sus fundamentos filosóficos, era dolorosamente consciente de esta situación insatisfac toria. Aquí y allí se permite insertar un comentario sobre este problema y en ocasiones apenas puede ocultar su frustración por la falta de una teoría unitaria del sistema planetario. Sus palabras poseen un curioso aire de disculpa cuando, frente a la complejidad de la descripción geométrica, subraya que el concepto de simplicidad es relativo, no pudiendo aplicarse igualmente a los fenómenos terrestres y celestes. He aquí unos pocos extractos del libro décimo tercero de su obra: «Nadie debería considerar demasiado difíciles estas hipótesis, teniendo en cuenta la inadecuación de nuestros instrumentos. En efecto, no resulta adecuada ninguna comparación de las cosas humanas con las divinas, ni pueden bastar los argumentos cuando se aducen como prue ba de tamañas cuestiones partiendo de los más incongruentes ejemplos. Ciertamente ¿qué puede ser más desemejante que las cosas eternas e inmutables y las cosas que nunca permanecen las mismas, o que aquellas que cualquier cosa puede impedir y las que no permiten que las obstaculice nada, ni siquiera ellas mismas? No hay más salida que intentar adaptar lo más posible las hipótesis más simples a los movi mientos celestes y, si no se tiene éxito, ensayar otras posibles. Con todo, una vez que se salven todos los fenómenos como consecuencia de estas hipótesis, ¿por qué habrían de seguir pareciéndonos extraños los movimientos complejos de los cuerpos celestes?... La combinación y sucesión de todas las revoluciones pueden parecer engorrosas y difíciles de explicar mediante los modelos construidos por nosotros; pero en los cielos nada hay que se vea obstaculizado por semejante mezcla. Además, no se debería juzgar la simplicidad misma de los
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cuerpos celestes por los objetos terrestres que a nosotros se nos anto jan simples, pues nada en la Tierra nos aparece con igual simplicidad a todos nosotros. A quienes consideren las cosas de esta manera, nada de cuanto sucede en los cielos les parecerá simple, ni siquiera la inmu tabilidad del primer movimiento, pues el hecho mismo de que siempre sea el mismo, cuando se juzga desde nuestro punto de vista, no sólo resulta difícil de concebir, sino que parece casi imposible» [127]. Vemos aquí a Ptolomeo resignado a adoptar una actitud que podríamos tildar de relativista o más bien de positivista: hemos de tratar por todos los medios de suministrar la descripción más simple posible de los fenómenos complejos, que en cualquier caso se hallan fuera de la región en la que resultan aplicables las nociones ordinarias de comprensión o explicación. Pero no se agotaba ahí la visión ptolemaica de la cuestión. En un libro posterior, titulado Las hipótesis planetarias, abandona la actitud puramente descriptiva de un positi vista y propone algunas ideas acerca de la posible estructura y causas físicas que rigen el sistema planetario. Quizá tuviese ya esas ideas cuando escribió la Sintaxis, en cuyo caso tal vez se resistiese a reve larlas debido a que abrigaba dudas acerca de su realidad. El pecho de muchos científicos alberga dos almas, constituyendo un famoso ejemplo de ello el caso de Newton, quien especuló toda su vida sobre el éter como causa de la gravedad, a pesar de su actitud extremadamente cauta de los Principia. Con todo, Las hipótesis planetarias nos da una pista acerca de que Ptolomeo trataba de no posponer la función del físico, según la definición de Gemino, frente a la del astrónomo. En este libro, Ptolomeo hace un resumen del contenido de la Sintaxis, combinándolo con diversos añadidos y mejoras basados en observacio nes nuevas. Por lo que respecta al modelo físico, Ptolomeo toma las ideas de Adrasto y del escritor platónico Dercyllides, desarrollando sus hipótesis acerca de las esferas de éter huecas y macizas, cuyas rotaciones combinadas hacen que los planetas se muevan en sus órbitas aparentes. Al hacerlo, procede con sumo tino y, ya en el primer capí tulo del libro, se distancia de todos los modelos «clásicos» confeccio nados sobre el patrón aristotélico: «En la presente obra sólo preten demos hacer una exposición resumida de los movimientos celestes, de modo que los podamos entender con más facilidad nosotros y quienes deseen prepararse para la construcción de instrumentos, tanto si se quiere hallar a mano cada uno de los períodos de revolución de los planetas, como si se desea combinar estos movimientos entre sí y con el movimiento del universo por medios mecánicos. Sin embargo, tal cosa no es factible construyendo esferas del modo usual, pues dicho método, aparte de fallar en las presuposiciones, sólo presenta las apa riencias y no lo que subyace a ellas, suministrando tan sólo una demos
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tración de los instrumentos y no de los principios básicos. Tan sólo se puede hacer de manera que el orden y variedad de los movimientos, junto con sus irregularidades, capte la atención de quien los contempla mediante movimientos regulares y uniformes» [ 128]. Ptolomeo dice luego que comenzará exponiendo la teoría de los movimientos celestes por medio de círculos, como si estuviesen com pletamente desgajados de las esferas a las que pertenecen. Sólo en el segundo libro de Las hipótesis planetarias pasa a hablar de «las formas de las esferas corpóreas». El original griego del segundo libro se ha perdido, quedando tan sólo una traducción árabe, excepción hecha de unas pocas líneas citadas por Simplicio. Esta cita nos da una idea del quid de la teoría ptolemaica. «Así, es más correcto dejar que cada planeta sea una fuente del movimiento, pues ésta es la fuerza y acti vidad de los planetas en sus lugares propios y en torno a su propio centro, esto es, el movimiento uniforme por un círculo. Así pues, todo el movimiento debe de tener su origen en el propio planeta que lleva a cabo otro tanto en las estructuras entorno» [133]. El hincapié que aquí se hace en la consideración de cada planeta como una fuente independiente de movimiento está esencialmente dirigido contra el modelo unitario de Aristóteles, aunque apunta también a una concepción platónica que considera que cada planeta individual está dotado de un alma como fuente de su movimiento, tal y como vamos a ver ahora mismo. Pero antes de ello, unos pocos pasajes más dejarán claro cuál era el espíritu que animaba a Ptolomeo cuando concebió su modelo. Creía en la realidad de sus esferas, pero a la vez sus consideraciones se guiaban por algún principio de economía de pensamiento que trataba de evitar supuestos redundantes. Estaba igualmente convencido, no obstante, de que la propia naturaleza evita siempre la redundancia: «No es propio suponer que en la naturaleza hay cosas superfluas que no tienen sentido, a saber, esferas completas para movimientos para los que bastaría una pequeña parte de dichas esferas...» [129]. ¿Por qué suponer que hay esferas macizas a las que se fijan los planetas cuando basta suponer un segmento de dichas esferas producido por dos cortes paralelos a ambos lados del círculo a lo largo del cual se ve arrastrado el planeta en su epiciclo? Todo lo que nos queda, pues, es un tambor a cuyo borde se fija el planeta. El tambor gira en el espacio hueco entre dos superficies esféricas concéntricas que, según los requisitos, se supone que son concéntricas o excéntricas con la Tierra. Ahora bien, de estas esferas sólo tenemos que considerar reales las partes que encierran el tambor, siendo por consiguiente dos anillos o torteras como las denomina Ptolomeo de manera característica, recordando al lector las torteras de la Repú blica (616d) de Platón.
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Esto es lo único que queda del sistema de esferas concéntricas en la versión ptolemaica final, lo que sin duda constituye una autén tica «edición económica». Subraya una vez más el absurdo de cualquier intento de combinar en uno todos estos sistemas de esferas truncadas mediante algún expediente similar al de las esferas antigiratorias de Aristóteles: «También carecen de sentido las esferas compensatorias, por no hablar del enorme aumento numérico que producen. En efecto, ocupan mucho espacio en el éter y no hacen falta para explicar los movimientos planetarios. Se desenvuelven juntas en una dirección a fin de producir un solo movimiento unitario. .» [130], El principio que aseguraba la unidad del modelo aristotélico era mecánico, una serie de ejes fijos cuyos polos estaban engastados en la esfera envolvente, y así hasta alcanzar la esfera externa de las estrellas fijas. ¿Qué ofrecía Ptolomeo en lugar de este mecanismo tan tajante mente rechazado? Evidentemente no era de su agrado la concepción de los motores inmóviles, de las inteligencias aristotélicas que mante nían en movimiento las esferas, pues se hallaba unida a la interdepen dencia de las esferas. La idea de que hubiera alguna otra fuerza concebida de manera matemática o de cualquier otro modo, tenía que esperar hasta el establecimiento del sistema heliocéntrico con la llega da de la mecánica clásica. En la época del renacimiento de Pitágoras y Platón, lo único que le quedaba a Ptolomeo era la hipótesis vitalista de un alma como fuerza conductora de cada planeta. El alma residía en el planeta y el sistema de cuerpos conectados con el planeta se man tenían en movimiento merced a la fuerza vital que emanaba de él. Pto lomeo ilustra esta idea mediante un símil: «Como ejemplo de los movimientos de los cuerpos celestes, tomemos esas aves cuyos movi mientos nos son de sobra conocidos. Estamos acostumbrados a ejemplos de este tipo. El origen de sus movimientos es su fuerza vital, la cual produce un impulso que se extiende a los músculos y de ellos a las patas o a las alas, donde termina... No hay razón de peso para suponer que los movimientos de todas estas aves se produzcan por contacto mutuo. Por el contrario, hay que postular que no se tocan entre sí a fin de que no sean un estorbo mutuo. De manera semejante, hemos de suponer que, entre los cuerpos celestes, cada uno de los planetas posee por sí mismo una fuerza vital y se mueve a sí mismo, impar tiendo movimiento a los cuerpos unidos a él por naturaleza» [131]. Ptolomeo explica a continuación que los impulsos impartidos por la fuerza vital a las diversas partes del sistema (el epiciclo, el círculo excéntrico, y demás) no tienen necesariamente por qué ser de la misma intensidad, a la manera en que, en el cuerpo humano, el impulso que emana de la mente difiere en especie y en fuerza del impartido a los
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músculos, el cual a su vez difiere de la fuerza de los pies en movi miento, poseyendo cada una de estas partes su propio impulso natural. Así pues, en este punto Ptolomeo se nos muestra como un vitalista que trata de transferir algunos conceptos básicos del vitalismo a la dinámica celeste. Aparte de otras influencias anteriores que detec taremos aún con mayor claridad en otros pasajes, quizá Ptolomeo se haya dejado influir por los escritos de Galeno que fueron muy leídos y tal vez conociera. Galeno aplica el concepto de fuerza vital (psychiké dynamis) a la dinámica de los miembros de los animales y, en su obra sobre el movimiento muscular, describe de qué manera la fuerza vital regula la acción concertada de los músculos, con lo que éstos evitan estorbarse entre sí y obstruir la acción de todo el miembro por falta de coordinación57. Naturalmente, Ptolomeo insistía en el movimiento uniforme y circular como elemento básico de la cinética celeste, mas la imagen de las fuerzas vitales como causa de los movimientos pla netarios se amoldaba muy bien a su complicado sistema construido a partir de una multiplicidad de movimientos secundarios complejos. Estaba fuera de lugar un retorno a la unidad mecánica de la imagen aristotélica, pues dicha imagen se había ingeniado en una época en que los conocimentos astronómicos se hallaban en un estado mucho más primitivo. El ejemplo de una bandada de aves, cada una de ellas llevada por un impulso vital y todas ellas unidas de alguna manera y coordinadas en su vuelo a través del medio común del aire, era para él un ejemplo perfecto de los planetas y sus mecanismos individuales que conllevan un movimiento concertado en la región etérea. En el siguiente pasaje, Ptolomeo combina esta imagen con el magnífico símil del Epinomis 58, donde los movimientos celestes se comparan con una danza divina. «Las partes de las órbitas planetarias son libres de sufrir transla ciones y rotaciones en sus posiciones naturales de diversas maneras, excepto por cuanto que sus movimientos son revoluciones uniformes, como la cadena de manos unidas en círculo en una danza o como el círculo de hombres en los juegos, asistiéndose unos a otros y uniendo sus fuerzas sin chocar, de manera que no se estorban mutuamente. Se puede ilustrar nuestra teoría, haciéndola plausible, mediante la construcción de un aparato que explica los movimientos excéntricos y epicíclicos. Mas si se utilizan espigas para explicar dichos movimien tos, insistiendo en que tienen que ser fijas, no se llegará a entender el principio de todo ello ni su disposición y el modo en que funciona» [132]. 57 Galeno, De muscul. motu, Kuehn, IV, págs. 403-404. 9 Epinomis, 982c.
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Estos pasajes bastarán para darnos una impresión de ia menta lidad de un gran científico del siglo n d.C. Como todos los grandes científicos hasta el día de hoy, Ptolomeo no se contentaba con el progreso material del conocimiento científico al que él mismo había contribuido en considerable medida. Sentía la profunda necesidad de satisfacer sus dudas epistemológicas y metafísicas, planteadas por el proceso de ruptura representado por una creciente precisión en la descripción de los detalles geométricos. A pesar de sus tendencias positivistas y pragmáticas, resulta totalmente comprensible su deseo de lograr una imagen física que pudiese restaurar su creencia en algún tipo de realidad, por lo que podemos suponer que su malestar se vio aliviado merced a una concepción que coincidía con las tendencias filosóficas de su época. 3.
Proclo y el sistema ptolemaico
Sin duda cabría esperar que, gracias a sus doctrinas platónicas, la concepción de Ptolomeo hubiese sido bien recibida por los neoplatónicos que florecieron durante tres siglos, del m al vi d.C.; pero de hecho la reacción fue ambigua y su admiración se vio empañada por multitud de reservas y matizaciones. Eso es evidente en los escritos de una autoridad neoplatónica como Proclo (siglo v d.C.), especial mente en su comentario sobre el Timeo y en su Bosquejo de las hipó tesis astronómicas. La introducción a este último libro no deja ninguna duda sobre la actitud de los partidarios ortodoxos de Platón, pues mantenían el espíritu de lo dicho en el séptimo libro de la República acerca de las limitaciones de los astrónomos y los científicos en general frente a la verdadera realidad. La verdadera realidad es la realidad invisible que jamás se puede captar merced a la observación material y al modo de proceder experimental de la ciencia, sino tan sólo me diante la luz de la inteligencia y de la razón pura Proclo sazona sus consideraciones proemiales con una buena dosis de la fraseología de Platón tomada al pie de la letra de la República: «El gran Platón, amigo mío, espera del verdadero filósofo que aparte su mente de lo perceptible y de la totalidad de la materia cambiante, transfiriendo la astronomía más allá de los cielos, a fin de contemplar allí la absoluta lentitud y la absoluta velocidad con sus verdaderos valores. Parece obligarnos a descender de esas visiones maravillosas, arrastrándonos a esas órbitas celestes y a las observaciones de esos prácticos, los astrónomos, así como a esas hipótesis que han ingeniado artificialmente basándose para ello en sus observaciones, con las que » Kepubl.,
529-531.
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acostumbraban a aturdir nuestros oídos gente como Aristarco, Hiparco, Ptolomeo y otros de su jaez» [124]. Proclo sigue diciendo que hay que hacer justicia al trabajo de estas personas a pesar de las exhor taciones de Platón, haciendo una exposición de la doctrina que tanto trabajo les costó elaborar y verificar. Con todo, está seguro de que «este bosquejo os permitirá la refutación de la hipótesis de las que estas personas tanto se precian, así como de los fundamentos en que se basan para desarrollar la teoría que proponen» [125]. Proclo considera el sistema ptolemaico, del que hace un resumen que contiene varios errores e imprecisiones, como un instrumento ingenioso inventado para fines prácticos. Adopta una posición decidi damente positivista y rechaza la idea de que se pueda atribuir cual quier realidad a las esferas o segmentos de esferas de Ptolomeo, sin que se mencione para nada el ejemplo ptolemaico de las aves. Véanse en este punto algunos pasajes del comentario sobre el Timeo: «Estas hipótesis carecen de toda plausibilidad; todo lo contrario, algunas de las inventadas por los últimos científicos carecen de la simplicidad de las cosas divinas, y algunos suponen los movimientos celestes como si éstos estuviesen producidos por una máquina» [119]. La precisión cada vez mavor de la descripción podría llevar a algunos a pensar que la idea de Platón se hallaba más próxima a su realización, siendo así que de hecho se hallaba tan lejana como siempre: «Si algunas per sonas han utilizado epiciclos o círculos excéntricos, suponiendo movi mientos uniformes para hallar valores numéricos de dichos movimien tos mediante una combinación de todos ellos, esto es, epiciclos, excéntricas y los movimientos planetarios realizados con ellos, se podrá tildar todo ello de bella invención apropiada para mentes lógicas que. no obstante, no consigue captar la naturaleza del todo que sólo Platón ha comprendido» [1201. Proclo subraya el hecho de que Platón no introduce en ninguna parte epiciclos o excéntricas, y además no se priva de emplear argu mentos aristotélicos para expresar su desconfianza acerca de la reali dad de las esferas ptolemaicas. Los movimientos simples son o bien rectilíneos o circulares, si bien los círculos han de tener sus centros en el del universo: «Es ridículo construir sea pequeños círculos para cada esfera que se mueven en la dirección opuesta aunque formen parte de la esfera o de alguna otra estructura, sea esferas excéntricas que rodean el centro en torno al cual no se mueven. Estas suposiciones vacían de contenido la doctrina física general de que todo movimiento simple procede o bien en torno al centro del universo o bien apartán dose o acercándose a él. La doctrina epicíclica y excéntrica divide las esferas en segmentos que se mueven en direcciones opuestas, arrui nando la continuidad de cada una de ellas o introduciendo círculos
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de una naturaleza extraña a la de los cielos, y combinando movimien tos propios de elementos extraños y ajenos entre sí por la desemejanza de sus estructuras. A la vista de ello hay que recordar que Platón nunca considera que los planetas se muevan en una diversidad de modos distintos, pues no tiene por qué recurrir a ingenios mecánicos impropios de la esencia divina. Por el contrario, es preciso atribuir la diversidad al movimiento de esas almas, de acuerdo con cuyos deseos los cuerpos se mueven más aprisa o más despacio» [ 121 ]. Así pues, en última instancia retornamos al alma del mundo de Platón y a las almas de los planetas como única realidad tras los movi mientos planetarios. Por otro lado, Proclo declara en varias ocasiones que las hipótesis epicíclica y excéntrica «no son superfluas», pues constituyen un método conveniente para resolver movimientos com plejos en otros simples, razón por la cual recomienda el estudio de dicho método. Con todo, advierte a sus lectores que los propios exper tos en astronomía difieren respecto a dichas hipótesis, así como que en ocasiones interpretan de manera diversa sus resultados observacionales. Hemos de añadir a todo ello que el propio Proclo no siempre está acertado cuando expone las teorías de los expertos en astronomía. Bien es verdad que cuenta muy por extenso las complejidades del sistema ptolemaico, incluyendo los cambios oscilatorios periódicos que se dan en las inclinaciones de los planos de los epiciclos de los pla netas interiores respecto a los de los círculos principales. En estos siglos, la astronomía se vio progresivamente postergada, siendo un ejemplo específico de su decadencia la incorrección del tratamiento de la precesión de los equinoccios, el gran descubrimiento de Hiparco. El cálculo de Ptolomeo arrojó un resultado mucho peor que el de Hiparco, que ciertamente se hallaba muy próximo al valor verdadero. Gémino, Cleómedes y Teón de Esmirna no mencionan en absoluto este fenómeno tan importante. Proclo lo menciona varias veces en su Comentario, así como en el Bosquejo, pero expresa serias dudas acerca de la realidad del fenómeno “ . Ni siquiera se deja en paz a las estrellas fijas, exclama, sino que se supone que cambian su distancia respecto al polo del universo. No acepta este hecho y cree que insistir sobre él pone en evidencia a los propios astrónomos así como su fiabi lidad por lo que atañe a otras hipótesis. ¿Acaso el movimiento circular de la eclíptica en torno al polo no llevaría a la desaparición de la Osa Mayor por debajo del horizonte? Tal cosa, cree, nunca puede ocurrir, lo que constituye un elemento de juicio en contra de la precesión. En otro pasaje, Proclo alude a una teoría curiosa que señala que la pre cesión no es de hecho un fenómeno rotatorio, sino oscilatorio. m
Cf. Bosquejo, 1,26; III, 54; VII, 45; e /« Tim., 277d-278a.
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Al final de su Bosquejo, Proclo confiesa de nuevo sus dudas y su deseo de alcanzar una explicación «real» de los fenómenos celestes. Se trata de un pasaje memorable por varias razones que merece la pena citar completo: «Terminaré mi libro añadiendo cuanto sigue a lo que ya he dicho anteriormente. Los astrónomos que están deseosos de demostrar la uniformidad de los movimientos celestes corren el peligro de probar inconscientemente que su naturaleza es irregular y está llena de cambios. ¿Qué habremos de decir de las excéntricas y de los epiciclos de los que hablan continuamente? ¿Son sólo invenciones o poseen una existencia real en las esferas a las que se hallan fijados? Si se trata tan sólo de invenciones, inconscientemente sus autores se han apartado de los cuerpos físicos para ocuparse de concepciones matemáticas, y han derivado las causas de los movimientos físicos a partir de cosas que no existen en la naturaleza... Mas si los círculos existen realmente, los astrónomos destruyen su conexión con las esferas a las que pertenecen dichos círculos, pues atribuyen movimientos dis tintos a los círculos y a las esferas, y además esos movimientos, por lo que respecta a los círculos, no son en absoluto iguales, sino en la dirección opuesta. Confunden sus distancias mutuas y en ocasiones las dejan coincidir en un plano, mientras que otras veces las separan y les permiten que se crucen entre sí. De ahí que resulte todo tipo de divisiones, enrollamientos y separaciones de los cuerpos celestes. «Además, la explicación que se da de estas hipótesis mecánicas parece aleatoria. ¿Por qué en cada una de las hipótesis se halla la excéntrica en este estado concreto (fija o móvil) y el epiciclo en aquel otro, mientras que el planeta se mueve sea en sentido retrógrado o en sentido directo? ¿Cuáles son las razones de esos planos y sus sepa raciones (me refiero a las razones reales que, una vez comprendidas, liberan la mente de todas sus angustias)? Eso es algo que nunca nos dicen. De hecho, proceden al revés: no extraen conclusiones de sus hipótesis como en las otras ciencias, sino que en vez de ello tratan de construir hipótesis que coincidan con las conclusiones que debieran derivar de ellas... No obstante, habría que tener en cuenta que estas hipótesis son las más simples y más adecuadas para los cuerpos divi nos. Se inventaron para descubrir el modo en que se desarrollan los movimientos planetarios que en realidad son como nos aparecen, así como para tornar aprehendible la medida inherente a dichos movi mientos» [126], Proclo concluye con una nota conciliadora, lo cual no merma la impresión de todo el pasaje que constituye una conmovedora revela ción de las vacilaciones de un espíritu inquieto. ¿Hay, después de todo, alguna conexión íntima entre los ingenios elaborados por con venencia y la realidad accesible a nuestra mente? No menos intere
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sante resulta el problema que plantea acerca de la relación entre hipó tesis y conclusiones, problema que tiene sentido en la situación de la astronomía después de Ptolomeo. En efecto, las hipótesis básicas no habían cambiado, con una breve excepción, desde los días de Eudoxo. Dando por supuesta la hipótesis geocéntrica, los fenómenos celestes deberían ser explicados permitiendo tan sólo movimientos uniformes y circulares. Era algo relativamente sencillo en los primeros tiempos, si bien condujo a crecientes complicaciones debido a la precisión con tinuamente creciente del análisis armónico, como consecuencia de lo cual Apolonio, Hiparco y Ptolomeo tuvieron que suponer sucesiva mente nuevas excéntricas, epiciclos con diversos movimientos o cam bios por el estilo. En resumidas cuentas, tuvieron que «construir sus hipótesis para que coincidan con las conclusiones». No es difícil con jeturar que lo que Proclo deseaba era una teoría «hecha a la medida» capaz de concordar con toda observación futura. Cuando se queja de que los astrónomos «no extraen conclusiones de sus hipótesis como las demás ciencias», en lo que está pensando obviamente es en las ciencias matemáticas, especialmente la geometría. Sin embargo, a lo que parece, Proclo no es consciente del hecho de que si las conclu siones geométricas coinciden con la hipótesis, ello es así por la con sistencia interna de un conjunto de axiomas adecuadamente seleccio nados y como consecuencia de la necesidad lógica, mientras que no existe una necesidad ni armonía preestablecida tales que puedan llevar de una teoría física a los datos empíricos. Así pues, su veredicto de que los astrónomos «proceden en orden inverso» no está justificado. Constituye un procedimiento completamente legítimo modificar o extender una hipótesis que ha mostrado ya su utilidad, a fin de hacerla encajar con un conjunto de datos aumentado o mejorado. Por supuesto, hay un límite a esas sucesivas hipótesis auxiliares ad boc, límite que no está definido mediante reglas tajantes, sino por el sentido común. Si el proceso de reajuste de la hipótesis pierde el carácter de una corrección y el crecimiento de las suposiciones adicionales no guarda proporción con el alcance de las originales, entonces hay buenas razones para sospechar que debe rechazarse la teoría en su totalidad y susti tuirse por otra mejor partiendo de presupuestos enteramente distintos y de un nuevo conjunto de hipótesis. Sea o no cierto que Proclo estuviese motivado por pensamientos de este estilo cuando escribió sus consideraciones finales, lo cierto es que no podemos por menos de estar de acuerdo con ellas. El sistema geocéntrico había excedido su tiempo de vida y, en cuanto teoría puramente descriptiva, había dejado de adecuarse a un estado de la cuestión empírico avanzado. Mirando las cosas desde hoy, vemos que sólo el sistema heliocéntrico podría ofrecer el punto de partida para
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un desarrollo nuevo y más fructífero. Ciertamente, la fase puramente descriptiva de este sistema asociado a los nombres de Copérnico, Brahe y Kepler, dio pie en un período relativamente breve, con el surgi miento de la mecánica clásica, a la fase explicativa iniciada con Newton. A partir de entonces, las teorías matemáticas en física se propusieron no sólo «salvar los fenómenos», sino también explicarlos en el marco de sistemas basados en la idea de causa física y expresados en un len guaje matemático bien definido. Las teorías causales, aunque no con sigan «librar la mente de toda su angustia» de manera completa, al menos satisfacen hasta cierto punto las necesidades epistemológicas de aquellos espíritus que esperan de una teoría científica algo más que un simple éxito material. La física celeste se tornó en el tema de una discusión de impor tancia fundamental en los escritos del último gran pensador de la Antigüedad, Juan Filopón, cuyas ideas originales devolvieron al pen samiento científico a su altura clásica. En el último capítulo de este libro nos ocuparemos de este aspecto, si bien ahora habremos de referirnos a Filopón en otro contexto. Los primeros siglos d.C., hasta mediados del vi, se caracterizaron por una intensa lucha entre sistemas rivales y opuestos de pensamiento espiritual. En el seno de la Iglesia Cristiana había fuertes tendencias que pugnaban por eliminar entera mente y por completo la Wellatischauung pagana. Era muy natural que la física celeste se convirtiese en un foco de ataque especialmente intenso. Una de las fuerzas más importantes que estaban detrás de la astronomía antigua había sido el culto astral de forma abierta o sublimada, y la creencia en la naturaleza divina de los astros recibió nuevo apoyo de la astrología importada del Oriente. Por más que tanto el culto astral como la astrología fuesen vehemen temente condenadas por la Iglesia, en el seno de las religiones mono teístas se hallaban establecidas ciertas creencias que servían de suce dáneo de esta costumbre rechazada, preservando así su función de sos tener la barrera entre cielo y tierra. Un importante factor a este res pecto fue la localización de la sede de Dios y sus ángeles en las regio nes celestiales. Los ángeles eran unos muy útiles competidores de los agentes espirituales del mundo pagano, por lo que no es de extrañar que sustituyesen también a las almas platónicas que movían los astros y a las fuerzas vitales ptolemaicas que emanaban de los planetas y movían las esferas. Esta doctrina fue propuesta por Teodoro, obispo de Mopsovestia, una ciudad de Cilicia, que vivió unas cuantas décadas antes de Proclo. Fue atacada con dureza por Filopón, quien en sus últimos años trató de mediar entre la cosmología griega y las creencias cristianas. El De opiftcio mundi, quizá su último libro, es una exégesis de la cosmología
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de las Escrituras, escrita con la intención de reconciliar la historia bíblica de la creación del mundo con los escritos de Platón y Aristó teles. En su polémica contra Teodoro, expone una vez más su idea acerca del Ímpetus, esta vez aplicándola a los cuerpos celestes: «Los partidarios de la doctrina de Teodoro deberían decirnos en qué parte de las Sagradas Escrituras han leído que la Luna y el Sol, así como cada uno de los planetas son movidos por ángeles que o bien tiran de ellos como bestias de carga o bien los empujan o ambas cosas a la vez, como los que hacen rodar pesos en círculo, o bien los llevan a hombros, lo que resultaría aún más ridículo. Como si Oios, que creó la Luna, el Sol y los demás astros, no hubiese podido dotarlos de una fuerza mo triz que constituye también la causa inherente de la tendencia de los cuerpos pesados y ligeros, así como de todo los movimientos que se originan en las almas de los seres vivos. No hay ninguna razón para que los ángeles los obliguen a moverse, pues todo cuanto carece de movimiento natural tiene un movimiento violento contrario a la natu raleza y abocado a acabarse. ¿Cómo podría durar tanto tiempo el movimiento de unos cuerpos tan grandes si fuesen arrastrados a la fuerza?» [ 100]. El De opificio mundi de Filopón, a pesar de muchas ocurrencias agudas e interpretaciones ingeniosas, muestra en conjunto el efecto degenerativo que ejercía la actitud conformista de la Iglesia sobre el espíritu de la investigación científica. El sistema ptolemaico y todas las descripciones geométricas de los movimientos celestes se despachan como hipótesis «completamente divorciadas de la realidad». Según dice, nadie ha conseguido ni conseguirá nunca ofrecer una prueba de tales hipótesis, por más que construya miles de dispositivos. En este libro, la realidad se encuentra aún más alejada de cualquier esfuerzo científico concebible que en los escritos neoplatónicos. Utiliza un some tido tono de resignación y una actitud humilde de ignoramus el ignorabimus que resulta sorprendente a la vista de las obras anteriores de Filopón escritas con el espíritu de un monoteísmo revolucionario. No habría que indagar las causas últimas ni plantear muchas pregun tas, señala ahora en un pasaje que resulta de interés porque en él Filopón menciona también que la precesión de los equinoccios resulta algo inexplicable. «Cuál es la razón del número de esferas, del hecho de que sean tantas o cuantas según las viejas hipótesis y según las nuevas, y por qué no hay más o menos? ¿Podría alguien realizar lo imposible y demostrar que tiene que haber exactamente tantas cuantas hay y qué significan las diversas velocidades de los distintos planetas..., por no hablar del movimiento descrito por Ptolomeo que cubre un grado en cien años, atravesando así un signo del Zodíaco en 3.000 años?
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¿Quién podría decirnos cuál es la causa de todo ello? Nadie será capaz nunca de explicar el número de los astros, su posición y orden, y la razón de sus distintos colores. Lo único que todos creemos es que Dios lo ha creado todo bellamente tal y como era menester, ni más ni menos. En resumidas cuentas, tan sólo conocemos las causas de unas pocas cosas, y si nadie puede señalar las causas naturales de las cosas manifiestas, no se nos debería preguntar por las causas de las ocultas» [ 101 ]. Este es un Filopón muy distinto de aquel que conocíamos, y más aún de aquel con quien nos vamos a familiarizar en el capítulo siguien te. Por lo que respecta a la física celeste, el espíritu de la Iglesia, debido a las razones ya señaladas, era aún más anticientífico que el manifestado por ciertas tendencias de los neoplatónicos tardíos. Estos últimos no permitieron que la luz de la ciencia clásica se extinguiese por completo y trataron de hallar soluciones a algunas de las cuestio nes básicas que son muy pertinentes para la ciencia.
Capítulo VI LA UNIDAD DEL CIELO Y LA TIERRA
1.
Juan Filopón y su concepción del universo
En los capítulos precedentes hemos mencionado en varias ocasiones a Juan Filopón y hemos citado pasajes de sus obras. Hemos expuesto su teoría del Ímpetus y su interpretación de la luz como energía ciné tica emitida desde los cuerpos luminosos que se mueve según las leyes de la óptica geométrica. También hemos hecho mención de su elaboración del concepto de disposicionalidad y de su ingeniosa exten sión del concepto de proceso «según la naturaleza» mediante el esta blecimiento de una teoría de la perturbación. Estos ejemplos, entre otros, ya han suministrado amplias pruebas de la enorme originalidad e independencia de juicio de una de las personalidades más notables que vivieron al final mismo de la Antigüedad. Este capítulo se ocupará de otra contribución de Filopón al pensamiento científico que quizá sea la más importante desde el punto de vista de la historia de las ideas. Se trata de su negación tajante de la dicotomía aristotélica entre délo y tierra, su concepdón radical del universo en cuanto unidad física, idea que brotó de sus convicciones monoteístas como cristiano. Poco sabemos de la biografía de Filopón al igual que ocurre, por cierto, con otras personalidades importantes de su época, como Damasdo o Simplido. Él mismo propordona los datos cronológicos 41 Véase
el artículo de Gudetnan sobre Juan de Filopón en la Ked-Encyclode Pauly-Wissowa. 164
paedie der classiscben Altertiumswissenschaft
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de dos de sus libros, por lo que sabemos que el comentario sobre la Física de Aristóteles lo escribió en el 517 d.C., mientras que el libro contra Proclo es del 529 d.C. Por referencia indirecta, merced a la mención de ciertos contemporáneos, es posible concluir que uno de sus últimos libros, De opificio mundi, lo escribió a mediados del si glo vi. Así pues, Filopón nació probablemente en las últimas décadas de siglo v y murió en la segunda mitad del vi. Por un comentario que hace en la Meteorológica sabemos que era discípulo de Ammonio, uno de los últimos filósofos importantes de la escuela de Alejandría, siendo lo más probable que Filopón lo sustituyera en el puesto. Sigue aún sin dilucidar si Filopón era cristiano de nacimiento o si se con virtió al cristianismo durante su período de actividad filosófica, ha biéndose aducido argumentos inconcluyentes en favor de ambas supo siciones a . Este problema no tiene por qué preocuparnos ahora; lo que importa para lo que tenemos que contar en este capitulo es que poseemos claras muestras de las creencias cristianas de Filopón en algunos de los libros suyos que han llegado hasta nosotros, así como en los escritos de Simplicio. Fuese o no cristiano cuando escribió sus primeros comentarios sobre Aristóteles, aparecen inconfundibles mani festaciones de sus convicciones monoteístas en su comentario sobre la Meteorológica, en su voluminosa obra contra Proclo titulada De aeternitate mundi (sobre la eternidad del cosmos) y en su exégesis de la historia bíblica sobre la creación del mundo (ya citada anteriormente por su título latino De opificio mundi). Desgraciadamente se ha per dido el libro de Filopón contra Aristóteles (que, como el escrito contra Proclo, también se titula Sobre la eternidad del cosmos), un libro de la mayor importancia en nuestro contexto. No obstante nos han llegado grandes extractos del mismo gracias a las largas citas que de él hace Simplicio, quien polemizó vehementemente contra Filopón en sus comentarios sobre el De cáelo y la Física. La polémica de Simplicio contra Filopón, llena de amargura y mordacidad, ha de entenderse a la luz de las historias personales de ambos contemporáneos. Mientras que la carrera del cristiano Filopón en Alejandría parece haber tomado un camino fácil y regular, la vida del neoplatónico Simplicio no resultó tan fácil. La Academia de Atenas, en la que enseñaba filosofía, fue cerrada en el año 529 d.C. por el emperador Justiniano. Simplicio hubo de marcharse junto con algunos de sus colegas, pasando una serie de años frustrantes en Persia. En medio de las vacilaciones de la difícil coexistencia entre cristianismo 42 Gudeman, loe. cit.,y E. Evrard: «Les convictions ríligieuses de Jean Philopon et le date de son Gommentaire aux Méteorologiqucs» [«Las convicciones religiosas de Juan Filopón y la fecha de su Comentario a las Meteorológicas»], Buu. Acad. roy. de Belgique (Ciaste de Letres), VI (195J), págs. 299 y sigs.
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y paganismo, estos hombres consiguieron volver a Atenas y proseguir allí su trabajo, si no en puestos oficiales, al menos privadamente y, a lo que parece, sin ser molestados. Con todo, el resentimiento de Simplicio contra su colega cristiano (con quien, según nos cuenta, no se encontró jamás) quizá se pueda explicar como consecuencia de la vida desarraigada del filósofo pagano durante esos años. No hay nin guna mención de Simplicio en los escritos conservados de Filopón. Aparte de sus distintas creencias religiosas, la imagen de ambos hombres, tal y como las muestran sus obras escritas, presentan otros contrastes notables. Simplicio es con mucho el menos imaginativo, aunque de mente más ordenada y muy concienzudo a la hora de hacer referencia a sus fuentes, como muestran sus extensas citas de autores anteriores a él, desde los presocráticos hasta sus propios contemporá neos. A este respecto, la historia de la filosofía tiene contraída con él una enorme deuda. Como comentador de Aristóteles es un modelo de corrección, esforzándose siempre porque sus opiniones personales no interfieran con la interpretación del texto. No se priva en absoluto de ofrecer las doctrinas neoplatónicas opuestas siempre que lo cree oportuno, pero sólo lo hace después de haber agotado todas las posi bles nuevas presentaciones de las ideas de Aristóteles, señalando con toda claridad las consideraciones críticas como disgresiones del curso regular de su exégesis. Filopón, lejos de ser una persona organizada, tiene un tipo de mente más bien errática, contradiciéndose en ocasiones, entregándose fácilmente a asociaciones mentales que lo distraen del tema principal y no preocupándose mucho por establecer la referencia de las fuentes. Asimismo, también su estilo refleja con frecuencia una cierta falta de disciplina, superando en ocasiones en repetitividad incluso el estilo farragoso usual en su época. Aun así, en medio de toda esta verborrea engorrosa, nos topamos sorprendente y repetidamente con pasajes de gran brillantez, con ideas de chispeante originalidad e ingeniosidad, así como con juicios críticos agudos e independientes. La imaginación científica de Filopón resulta sorprendente de manera especial, no menos que su admirable capacidad para poner ejemplos concretos de un concepto abstracto o para sustituir una analogía manida por una nueva y sorprendente. Aunque sólo disponemos de los argumentos de Simplicio contra Filopón, bien podemos considerar esta serie de argumentos y contra argumentos como uno de los mayores diálogos de la historia de las ideas, como una controversia comparable a la disputa de Galileo con sus opositores en Florencia y Roma o a algunos de los célebres inter cambios epistolares entre científicos y filósofos que debatían los grandes temas de su tiempo. Lo que estaba en juego en la discusión
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entre Filopón y Simplicio iba más allá del debate que había tenido lugar durante el siglo anterior, cuando Proclo rompiera una lanza para defender la teoría de Platón contra Aristóteles; una defensa que tan adecuadamente secundó luego el mismo Simplicio. En efecto, ahora ya no se trataba del método o del modo de abordar científicamente un problema. El punto en discusión en este momento era la alternativa entre dos enfoques cosmológicos fundamentalmente distintos, la opi nión dominante de la Antigüedad griega que postulaba una dicotomía entre el cielo y la tierra, y la idea, sólo aceptada ordinariamente a par tir del siglo vil, de la identidad física de los fenómenos terrestres y celestes. El carácter único del puesto de Filopón en la historia de las ¡deas científicas deriva del hecho de que a través de él se produjo por vez primera en la historia una confrontación entre la cosmología científica y el monoteísmo. La idea misma en la que se basan todas las religio nes monoteístas implica obviamente la creencia en el universo como creación divina, y la suposición subsiguiente de que no hay una dife rencia esencial entre las cosas de los cielos y las de la tierra. Todo esto, no menos que el enérgico rechazo del culto astral, ya se expresa con claridad en la Biblia como base del monoteísmo judío, siendo retomado primero por la Iglesia cristiana y luego por el Islam. Sin embargo, ni en la literatura hebrea clásica ni en los escritos cristianos anteriores a Filopón se extrae ninguna conclusión científica de estas tesis básicas del monoteísmo. La unidad de cielos y tierra, el hecho de que el Sol, la Luna y las estrellas sean objetos creados por Dios al igual que la yerba, los árboles, el agua y los animales, todo ello se aceptaba de hecho y se registraba sin darle una interpretación en el marco de una concepción científica o sin explicarse a la luz de una visión del mundo distinta de las creencias mitológicas o paganas ante riores. Tal interpretación científica fue justamente el contenido de la argumentación de Juan Filopón, constituyendo su punto de partida el dogma aristotélico y neoplatónico de la eternidad del universo y la invariabilidad de la estructura de los cielos. Para este ataque se hallaba bien pertrechado con un conocimiento exhaustivo de Aristóteles, con la preparación neoplatónica adquirida en la escuela de Alejandría y con sus buenos conocimientos de astronomía y otras ramas de la ciencia griega. Cuando emprendió la tarea de derribar las barreras existentes entre cielos y tierra, Filopón no ofreció ningún hecho cien tífico nuevo que añadir al cuerpo de conocimiento existente. De hecho se hallaba en una posición similar a la de Copérnico, pues veía el uni verso a la luz de una concepción nueva y reinterpretaba de acuerdo con ello los hechos conocidos.
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El mundo físico a finales de la Antigüedad Los argumentos de Filopón y las objeciones de Simplicio
El ataque de Filopón seguía una estrategia concéntrica, pues trataba de rechazar cada uno de los aspectos del dogma de la dicoto mía recurriendo a argumentos físicos y dialécticos, al razonamiento metafísico y al lógico. Trató de descubrir contradicciones en el sistema de Aristóteles, algunas veces con cierta dosis de injusticia, para gran irritación de Simplicio. Ni siquiera se privó de recurrir a sofismas, contradiciéndose incluso a sí mismo en algunas ocasiones. Estando convencido de la manifiesta falsedad de la posición aristotélica, no tomó grandes precauciones con la consistencia de la propia; lo único que importaba era demostrar que estaba errado desde cualquier punto de vista concebible. El razonamiento en ocasiones audaz y no siempre sólido de Filopón ha de verse en su debida perspectiva, como el razo namiento de un ser arrebatado por su celo revolucionario y por la importancia de una concepción nueva e irresistible. Una de las líneas de ataque viene dada por el intento por parte de Filopón de refutar la existencia de un quinto elemento imperece dero en los cielos, y sus argumentos más impresionantes son sin duda las pruebas físicas que aduce en favor de la naturaleza ígnea del Sol y las estrellas. En el De cáelo, así como en la Meteorológica, Aristó teles había expresado que «los astros ni están hechos de fuego ni se mueven en el fuego» [23], y que la materia celeste, el éter, «es eterna, no sufre ni aumento ni disminución, sino que es intemporal, inalte rable e impasible» [21]. La luz y el calor emitidos de los cuerpos celestes se producen merced a la fricción provocada por su movi miento, como en el caso de los proyectiles en vuelo. «También aquí el aire de las proximidades de un proyectil se torna muy caliente» [32]. Eso es lo que nos hace pensar que el Sol mismo posee la cuali dad del fuego, pero, añade Aristóteles, ni siquiera el color del Sol sugiere una constitución ígnea: «El Sol, que parece el más caliente de los cuerpos, es de apariencia blanca más bien que ígnea» [33]. Al comentar el último pasaje, Filopón corrige por vez primera a Aristóteles por lo que atañe a la observación del color del Sol, y en conexión con ello subraya el hecho de que el color del fuego depende de la naturaleza del combustible: «El Sol no es blanco, del color que presentan muchas estrellas. Obviamente aparece amarillo como el color de la llama producida por madera seca menuda. Con todo, si el Sol fuese blanco, eso no demostraría que no es de fuego, pues el color del fuego cambia con la naturaleza del combustible. Las estrellas fugaces y los relámpagos son blancos como el color de las estrellas (también se denominan estrellas), mientras que el poeta llamó al rayo “blancura refulgente”. También los cometas son blancos y sin embargo
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están obviamente hechos de fuego. El propio Sol parece amarillo e incluso rojo cuando se halla próximo al horizonte. Así, del color del Sol no se sigue necesariamente que no sea de fuego» [89]. La idea de que la composición de la materia determina el color del fuego (en principio la base de la moderna espectroscopia) se repite en un pasaje de la última obra de Filopón, De opificio nruttdi: «Dice san Pablo, “una estrella difiere de otra en resplandor”. Sin duda hay entre ellas muchas diferencias de magnitud, color y brillo, y pienso que la razón de ello no ha de buscarse más que en la composición de la materia de que están formadas las estrellas. No pueden ser cuerpos simples, pues en tal caso, ¿cómo podrían diferir, no siendo por su diversa constitución? Ello provoca también una enorme variedad en los fuegos sublunares, en los rayos, cometas, meteoros, estrellas fuga ces y relámpagos. Cada uno de estos fuegos se produce en principio cuando la materia más o menos densa se ve penetrada e inflamada. Los fuegos terrestres encendidos para fines humanos también difieren según el combustible, sea aceite o brea, caña, papiro o diferentes tipos de madera, sea en estado húmedo o en estado seco» [102]. No podría haber un ejemplo del total abandono de la creencia en la divinidad de los astros más sorprendente que la ecuanimidad con la que Filopón compara las fuentes de luz de los cielos y de la tierra. En su comentario al De cáelo llega aún más lejos al establecer una comparación con la materia luminosa: «Y el color llamado ra diante, la luz y todas las propiedades que se le atribuyen, también se encuentran en muchos cuerpos terrestres, en el fuego y las luciérnagas, así como en la cabeza y escamas de ciertos peces y objetos semejantes» [192]. Esta «blasfemia» va un poco más lejos de la cuenta para el gusto del pagano Simplicio: «Si Aristóteles no hubiese dado el mismo nombre a la luz y resplandor celestes y a los fenómenos terrestres que son un tanto distintos, Filopón no se hubiera atrevido a decir que la luz de los cielos se halla también presente en las luciérnagas y en las escamas de los peces... Pero Filopón toma la luz de arriba y los objetos transparentes y brillantes de aquí en el mismo sentido debido a su tosca temeridad, declarando que ambos son de la misma naturaleza. Mas ¿por qué culpo a su falta de educación cuando, sea quien sea, parece estar completamente fuera de sus cabales al suponer que la luz del cielo es la misma que la de la luciérnaga? Este hombre vanidoso y pendenciero no se da cuenta de que David, a quien tanto venera, le ha transmitido la opinión contraria. David no sostiene que la esfera sublunar y el cielo fuesen de la misma naturaleza, como es evidente por sus palabras “los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento muestra su perfección”; no habla de luciérnagas ni de escamas de peces. La afirmación de Aristóteles “acepta una paradoja
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y se seguirá todo lo demás" viene en este caso como anillo al dedo» [194]. Filopón fue el primero en aludir al color en este contexto, mas para ser justos con la anugua ciencia griega, no se ha de olvidar la larga historia de las teorías del color desde los presocráticos. Vale la pena citar aquí la notabilísima afirmación al respecto de Demócrito, quien incluso estabeció una relación entre color y temperatura: «El hierro y otros cuerpos calientes son más brillantes cuando contienen más fuego de un carácter más tenue, siendo más rojos cuando con tienen poco fuego en un estado más grueso. De ahí que los cuerpos más rojos sean menos calientes» [243]. Aparte de esta correctísima observación (que en tiempos modernos constituye el punto de par tida de la teoría de la radiación), hubo otras explicaciones incorrectas del color que, como la de Goethe, derivaban el origen del color del contraste entre blanco y negro. Así, según Teofrasto, «el blanco apa rece rojizo cuando se ve a través del negro, como ocurre con el Sol cuando se ve a través del humo y la bruma» [245]. Filopón alude también a ello al hablar del color rojo del Sol cuando se halla próximo al horizonte, mientras que en otro pasaje explica dicho fenómeno por «la mezcla de los rayos solares con la parte húmeda de la atmósfera». Filopón no restringió sus razonamientos a los colores, sino que los extendió a la transparencia: «Hablando en general, nada hay en las cosas celestes que no se encuentre también en las terrestres. La transparencia prevalece en el cielo, en el aire, en el agua, en el vidrio y se encuentra también en ciertas piedras» [191]. De ahí da un paso más hacia la generalización: «En principio, lo que es visible también es tangible, y las cosas tangibles poseen cualidades tangibles, como la dureza, la blandura, suavidad o rugosidad, sequedad o humedad, así como calor y frío que contienen a todas las demás» [193]. Esta declaración transparente y directa de la identidad de la materia celeste y terrestre provoca una vez más en Simplicio el ultraje y el amargo sarcasmo cuando apunta a las creencias milenaristas de los cristianos: «Hemos de mencionar además que este personaje pendenciero supone que el calor y el frío, lo seco y lo húmedo, la blandura y dureza, así como las otras cualidades tangibles y perceptibles, están en los cielos. Así surge el problema de que si dichas cualidades celestes están real mente en mutua interacción con las de la tierra, ¿cómo explicar el hecho de que hasta el momento no parezca haberse producido ningún cambio como resultado del influjo de la tierra? Incluso suponiendo que el cielo no se vea fácilmente afectado por las cosas de la tierra, según ellos ya estamos en los últimos días, por lo que se espera para muy pronto el fin del mundo, por lo que a estas alturas debería de haber algún cambio visible en los cielos y en los movimientos celestes.
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Con todo, si las cosas de aquí están influidas por los cielos pero no viceversa, ¿cómo osamos decir que los cielos y la tierra son de la misma naturaleza e incluso invocamos a Platón como testigo por haber dicho supuestamente que los cielos constan de los cuatro elementos? ¿Cómo puede concluir Filopón que el Sol está caliente a partir del hecho de que calienta las cosas de la tierra y creer que está lleno de fuego por el testimonio de su color?» [189]. Por la misma razón, continúa Simplicio introduciendo argumentos astrológicos, habría que concluir que Saturno es frío y posee las cuali dades del agua debido a su influjo frigorífico, con lo que se incurriría en el mismo sinsentido que creer en la cualidad caliente del Sol. Sin embargo, señala con genuino espíritu neoplatónico, «Todos los cuer pos celestes con sus fuerzas incorpóreas dirigen a los cuerpos terrestres hacia sus propiedades específicas, a la manera en que el alma, cuando siente miedo o medita, merced a sus cualidades incorpóreas, hace que el rostro se ruborice o que las cejas se frunzan» [190]. Simplicio concluye que la suposición de Filopón es «una profanación de los cielos y de Dios, su fundador y sostén». Desde un punto de vista puramente empírico, la objeción opuesta por Simplicio en el sentido de que no se puede observar cambio alguno en los cielos, constituye un poderoso argumento en contra de la tesis de Filopón. Los egipcios y babilonios, señala, poseen registros este lares que datan de tiempos inmemoriales. «Durante todo el tiempo en que se han hecho registros de observaciones científicas, nunca ha aparecido un informe sobre cambios en los cielos por lo que respecta a número, magnitud o color de los astros, o bien de sus movimientos periódicos» [195]. Simplicio hace hincapié una y otra vez en este punto, en ocasiones adornándolo con tonos poéticos: «Si los cielos se crearon hace unos 6.000 años, como cree Filopón, y si está ya en sus últimos días, como asimismo tiene a bien creer, ¿por qué no muestra signo alguno de haber pasado la flor de la edad y avanzar hacia la decrepitud? Se debería observar al menos una cosa, cual es que todos los movimientos se tornan más lentos si es que realmente la vejez se abate sobre los cielos. Con todo, ni los días ni las noches ni las horas se tornan más largas, como se demuestra comparando todas las acti vidades presentes, agricultura, viajes y navegación, con las de tiempos pretéritos. La distancia cubierta en una jornada de viaje sigue siendo la misma, los bueyes aran la misma superficie o incluso menos en un día y las clepsidras, construidas según los mismos principios que antes, poseen aún la misma entrada y salida de agua por hora que en épocas anteriores» [175]. Simplicio vuelve también sobre la otra consecuencia de eliminar la barrera entre cielos y tierra, cual es la interacción física entre ambas
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regiones de la que no hay la menor prueba empírica. «¿No se da cuenta Filopón de que todas las cosas se transformarían las unas en las otras si en realidad el cielo y la esfera sublunar estuviesen com puestos de la misma materia y mantuviesen las mismas formas? No creo que ni siquiera él, con toda su charla inconsiderada y temeraria, mantuviese que las cosas del cielo y de la tierra se transforman las unas en las otras. Si declarase que podría imaginar que las cosas de arriba estuviesen abajo, no cabe la menor duda de que la gente sobria lo tendría por un borracho. Si la materia fuese la misma en todas par tes, las transformaciones mutuas deberían de haber tenido lugar hace ya mucho tiempo, pues las formas producidas en la materia no duran más que un breve tiempo» [198]. Filopón no se encuentra desorientado a la hora de hallar una res puesta a tales objeciones, y la carencia de elementos de juicio empí ricos no le producen más inquietud que a Copérnico el hecho de que sus rivales señalasen la ausencia de paralaje entre las estrellas fijas. La respuesta de Copérnico recurría a la enorme distancia de estas estrellas, y la de Filopón, a la enorme lentitud de la degeneración en ciertos objetos o a su mayor capacidad de resistencia, que puede tener razones naturales o ser así por la gracia de Dios: «El hecho de que en todas las épocas pasadas los cielos no parezcan haber cambiado en conjunto o en sus partes, no debería tomarse como prueba de que sean imperecederos o increados. Hay animales que viven más que otros, mientras que algunas partes de la Tierra, como las montañas, las rocas y los metales duros son más o menos tan viejos como el tiempo, no existiendo informe alguno del nacimiento, aumento o disminución del monte Olimpo. Además, para la supervivencia de los seres mortales es preciso que sus partes principales persistan en su propio estado natural. Así, mientras que Dios quiera que el universo exista, han de conservarse sus partes, y hay que reconocer que el conjunto de los cielos y sus partes constituye la parte principal y más esencial del universo» [200]. Para Filopón lo principal es que sólo Dios está revestido de omni potencia, con el infinito poder de actuar sin agotarse. Todos los fenó menos y objetos materiales del universo poseen sólo un potencial limitado, aunque sean duraderos hasta el punto de resultar permanen tes. Puede que sean técnicamente permanentes, mas en principio tienen una fuerza y duración limitadas. Volveremos más adelante sobre el concepto neoplatónico de omnipotencia y sobre la polémica de Filopón en contra de su aplicación al mundo físico. Pero antes hemos de ver de qué manera trata de demostrar que el poder aparentemente infinito de determinados objetos no es más que una consecuencia de su gran tamaño, lo que crea la impresión de permanencia. En el pasaje citado
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por Simplicio, Filopón tomó como ejemplo los océanos, aunque la implicación para otros objetos enormes es obvia: «Se puede demostrar que la totalidad de los elementos no posee un poder iníinito. En efecto, la experiencia muestra que cuanto menor es la cantidad de materia, más rápida es su corrupción, y cuanto mayor es, más lento es el proceso. Supongamos que un cazo de agua dure un año y que toda cantidad igual de agua dure lo mismo. Siendo finita la masa exis tente de agua, se podría medir en cazos, dividiéndola en un número finito de ellos. Puesto que cada una de esas partes tendrá una fuerza finita, lo mismo se aplicará al todo que es la suma de todas las partes. Otro tanto se puede decir de los demás elementos. Se demuestra de este modo que cada uno de los cuatro elementos en su totalidad posee tan sólo un poder finito» [ 173]. El argumento presentado por Filopón resulta convincente: la lentitud del cambio no es sólo una función de determinadas propiedades físicas, como la dureza, tal y como había señalado antes, sino también del tamaño. Y del mismo modo que el cambio se puede observar más fácilmente en una cantidad pequeña de agua que en el océano, así una montaña o una gran roca parecen más permanentes que una piedra. Sólo queda mostrar que lo mismo se aplica a los objetos del cielo. En este punto, Filopón recurre al término «omnipotencia», que se retrotrae al concepto aristotélico de potencialidad infinita que dis cute en el último capítulo de libro octavo de la Física, y que retoma de nuevo en la Metafísica. Un cuerpo infinito podría tener una poten cia infinita, pero los objetos del universo, siendo finitos, poseen una potencia finita en mayor o menor medida. Dios y las inteligencias que llevan las esferas celestes son eternos y, por ende, sus naturalezas son acto puro. En su afán por compaginar a Platón y a Aristóteles, muchos neoplatónicos introdujeron el término «omnipotencia» como atributo del alma del mundo eterna que se manifiesta, por ejemplo, en las revoluciones eternas de los cuerpos celestes: «Estar continua mente en movimiento circular es signo de omnipotencia» [118], dice Prodo en su comentario al Timeo, repitiéndolo en otros muchos contextos 63. Asimismo Prodo desea mostrar que, a pesar de sus supo siciones sobre la génesis del cosmos, Platón le atribuía omnipotencia, como Aristóteles, al menos en tanto en cuanto se mantiene en un estado de devenir, aunque no en el estático de ser. Así pues, hay que atribuir omnipotencia a la totalidad de los acontecimientos cósmi cos, lo que no hace sino reflejar la eternidad del alma del mundo. Filopón combina esta línea de pensamiento neoplatónico con la 43 Omnipotencia en Prodo: 262, 5 yisg.; III, 21, 2 y sig.
In Tim.,
I, 294, 28; 295, 12; II, 131, 4 y sigs.:
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relación aristotélica entre forma y materia, aplicando la combinación a los cuerpos celestes, a fin de demostrar el carácter efímero de los objetos celestes aunque se sugiera que están hechos de éter: «Conce damos incluso que el cielo y la esfera sublunar no estén hechos de la misma materia y supongamos que el llamado quinto elemento que tienen por el primer substrato, sea la única y exclusiva substancia de todas las cosas celestes. Con todo, resulta que esta substancia existe bajo diferentes formas (como la del Sol, la Luna y cada uno de los demás astros y de las demás esferas), lo que como es natural muestra que la substancia de los cuerpos celestes puede recibir cualquier forma celeste, por más que debido a alguna razón superior y trascendente no haya de recibir algunas de ellas. Ahora bien, si esta substancia celes te recibe diferentes formas, se sigue que, por lo que respecta a la potencia de esta materia, ninguno de los objetos deí cielo es impere cedero» [171 ]. Para Filopón, los cuerpos celestes no son cuerpos simples, sino compuestos, diferenciándose por su individualidad, sus diversos tama ños, movimientos y períodos de revolución. En última instancia, que sean materia y forma significa que son compuestos, como todo lo demás de la esfera sublunar: «Del mismo modo que damos por su puesto que una y la misma materia constituye la base de las innume rables formas de la esfera sublunar, siendo susceptible de recibir cada una de las formas, tal y como demuestra el cambio de formas las unas en las otras, así es obvio que la misma materia está dispuesta por naturaleza para sostener todas las formas celestes» [ 197 ]. No importa en absoluto que la materia celeste sea la quintaesencia o, como cree Filopón, la misma que la de los elementos terrestres, pues si se abs traen las cosas de sus formas y de la individualidad específica de su materia, lo que queda es pura extensión común a todos los objetos del mundo físico. Todo esto se expresa claramente en los siguientes fragmentos extraídos del libro de Filopón contra Aristóteles: «Si los cuerpos celestes son compuestos y las cosas compuestas entrañan des composición y las cosas que entrañan descomposición implican desin tegración (pues la descomposición de los elementos es una desintegra ción del compuesto, y lo que entraña desintegración carece de omni potencia), se sigue que las cosas de los cielos, por propia naturaleza, carecen de omnipotencia... Además, quienes afirman que el cielo no consta de los cuatro elementos, sino de la quintaesencia, suponen que es una composición de la quinta materia subyacente y de la forma solar o lunar. No obstante, si se abstraen las formas de todas las cosas, evidentemente sólo queda su extensión tridimensional, por respecto a la cual no hay diferencia entre ninguno de los cuerpos celestes y los terrestres» [ 172].
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El poder limitado de los cuerpos celestes no se puede refutar por su permanencia o cuasi-permanencia, como subraya repetidamente Filopón: «Según Platón, no pueden perecer nunca si se mantienen unidos por la voluntad divina, merced a un nexo más fuerte que su propia naturaleza.» Mas ello no cambia la esencia del argumento de Filopón y su conclusión de que la materia, siendo una magnitud espa cial, ha de ser divisible al infinito tanto en los cielos como en la tierra: «Si todo cuerpo es infinitamente divisible y los objetos celestes son cuerpos, también ellos, por su definición específica, han de ser infinitamente divisibles en la medida en que tienen extensión, por más que no estén divididos en acto (de la misma manera que la materia es en sí misma informe, por más que nunca aparezca sin forma)... Por tanto, la división de los objetos celestes llevará en principio a un tamaño tal que nada quedará de su forma, a la manera en que en principio podemos despojar a la materia de su forma. No obstante, si en cuanto cuerpos admiten por definición una división material, tam bién admiten la destrucción, pues teóricamente podemos hacer en acto aquello que potencialmente es atributo suyo. Así, ninguno de los cuerpos celestes es omnipotente por su propia naturaleza... El punto en cuestión es la ley natural que gobierna cada cuerpo y no lo que le ocurre en virtud de alguna causa trascendente. Se podría conceder, por ejemplo, que los cuerpos celestes, al mantenerlos unidos la divina voluntad, no habrán de perecer; pero sin embargo, esto no habrá de excluir que por su naturaleza específica se hallen sujetos a la ley de destrucción» [174]. 3.
Dios y la naturaleza
Filopón aplica implacablemente a la región celeste todas las cate gorías aristotélicas de cambio y devenir. Tras la materia y forma, introduce la tercera causa interna del cambio, la privación, lo que lleva a su etapa final, el concepto de universo como creación de Dios: «Para toda forma física que tiene existencia en la materia subyacente, existe por lo general una privación opuesta a ella, a partir de cuya forma se crea y en la que se disuelve al perecer. El cielo y todo el universo se crearon con una forma física, con lo que también presuponen una privación a partir de la cual se crearon y en la que perecen. Del mismo modo que el hombre se crea a partir del no-hombre y la casa, a partir de la no-casa, y en general, del mismo modo que cada forma de la naturaleza y del arte se origina a partir de su privación, así el cielo que también posee una forma física se crea a partir del no-cielo y el universo, del no-universo» [196].
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Esta última frase alude a la piedra angular del monoteísmo, la creación ex nihilo. El dogma de la creación del universo a partir de la nada iba muy en contra de la mentalidad griega. Ciertamente, la historia de la ciencia muestra que se oponía a la idea griega de natura leza. Ya citamos en otro capítulo el principio democríteo de conser vación de lo existente: «Nada puede llegar a ser a partir de lo que no es, ni puede degenerar en lo que no es» [44]. La firme convicción de que existe un equilibrio entre los fenómenos cambiantes del mundo físico derivaba del sentido griego de la proporción y de la creencia en la armonía. Es posible retrotraerse al comienzo de la filosofía griega, a las doctrinas de la escuela milesia, hallando en su manera de ver la naturaleza la presuposición de un principio racional, la creencia en la posibilidad de una explicación racional de las cosas. El intento de explicar el funcionamiento de las cosas, de descubrir cómo respira la naturaleza, significó una nueva experiencia de la realidad, una nueva Weltgefühl que hizo retroceder a un segundo plano las viejas asocia ciones mitológicas. El universo tal como es, extendiéndose de eterni dad a eternidad, constituía una maravillosa revelación de creación continua de lo existente a partir de lo existente, sea cual sea el modo en que se explicase la creación, bien fuese por la modificación de una substancia primaria, por la recombinación de los átomos, por la actua lización de lo que existe en potencia o por cualquier otra suposición racional. Los dioses y las fuerzas irracionales de la mitología no que daron abolidas, si bien se racionalizaron y se absorvieron en el esquema de la naturaleza. Antes del advenimiento del monoteísmo, nunca se consideró que estuviesen «por encima de la naturaleza», sino que se asociaban a la naturaleza en pie de igualdad; no reinaban sobre ella, sino dentro de ella. El punto de inflexión en las relaciones entre Dios y la naturaleza fue la concepción de las religiones monoteístas que ponían a Dios por encima de la naturaleza declarándolo el creador del universo ex nihilo. Teológicamente ello hizo de Dios la fuerza suprema y omnipotente, si bien resultó también enormemente significativo para el desarrollo científico subsiguiente. Tal extremo quedará en seguida patente en la disputa entre Filopón y Simplicio, aunque quizá merezca la pena exa minar antes la situación que se planteó en los siglos xvn y xvm cuando científicos y filósofos estaban aún profundamente preocupados por la relación entre religión y ciencia. La imagen mecanicista del mundo que se desarrolló rápidamente y con éxito, asentándose sobre los sólidos fundamentos de la física matemática, situó a muchos cien tíficos en una posición más bien apologética. Existía la sensación de que la religión se hallaba en peligro de verse socavada por la ciencia, e incluso antes de Laplace podría haberse planeado la pregunta de si
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Dios era aún «una hipótesis necesaria». Kant, una persona de opinio nes deístas firmes, en el prefacio a su cosmogonía (publicada en 1755), discute el problema con cierto detenimiento. Se pregunta: «Si el universo con todo su orden y belleza no es sino el resultado de las leyes generales del movimiento que actúa sobre la materia, si el ciego mecanismo de las fuerzas de la naturaleza se desarrolla de modo tan magnífico a partir del caos y llega por sí mismo a semejante perfec ción, entonces ya no tiene validez alguna la demostración de un crea dor divino derivada de la contemplación de la belleza del universo. La naturaleza es autosuficiente, la dirección divina se torna innecesaria y Epicuro renace de nuevo en medio de la cristiandad.» Tras un extenso análisis, Kant llega a la conclusión de que «existe un Dios por la mis mísima razón de que la naturaleza, incluso en estado de caos, no puede por menos de actuar regularmente según la ley». Dios, el crea dor de la materia, la ha atado a determinadas leyes y la materia, una vez entregada a dichas leyes, ya no es libre de desviarse de ellas. Las leyes de la mecánica que formaron automáticamente el sistema solar a partir de la caótica aglomeración de materia son clara prueba de que hay una causa primaria y omnipotente por encima de la naturaleza. La idea central tan claramente planteada por la línea de pensa miento kantiana es que no hay contradicción entre el dogma del Dios creador y la concepción de un universo que opera como un reloj. Más bien al contrario, existe una relación obvia entre las suposiciones teológicas y mecanicistas. La concepción de la creación ex nihilo entra ña también la creación de todos los atributos de la materia, incluyendo su comportamiento racional, siendo precisamente este extremo el que posibilita la explicación científica del funcionamiento del universo sin tener que suponer de manera redundante que se da una interven ción permanente de su divino autor. La división radical entre ciencia y teología desbrozó el camino de la plena autonomía de la imagen científica del mundo hasta un extremo que nunca se alcanzó en los períodos clásico y helenístico de la ciencia griega. Las siguientes citas ilustrarán la aparición por vez primera de estas cuestiones en el si glo vi d.C. La idea de un Dios monoteísta por encima de la naturaleza se formula con toda claridad en palabras de Filopón: «La naturaleza produce sus creaciones a partir de las cosas existentes, con la materia y la acción como fundamentos, sin poder ser o actuar fuera de ellas. Con todo, Dios, que trasciende cuanto existe, no precisa crear tam bién la materia y la acción a partir de las cosas que existen, pues de ese modo no sería más fundamental que la naturaleza. Ciertamente, Dios no sólo produce las formas de las cosas inmediatamente creadas por él, sino que creemos que ha creado también la propia materia»
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[165J. Hay además otra distinción significativa entre Dios y la natu raleza que coloca a Dios a un nivel superior: la creación divina es instantánea, mientras que los procesos naturales llevan tiempo: «La naturaleza precisa tiempo y devenir a fin de crear los objetos naturales, pero Dios da existencia a las cosas inmediatamente creadas por El sin tiempo ni devenir, esto es, sin proceso alguno de conformación y realización» [ 166]. Filopón prosigue argumentando que, por lo que atañe a los pro cesos naturales, en los que los cuerpos compuestos se desarrollan unos a partir de otros en virtud de las leyes naturales, se puede seguir hacia atrás paso a paso la cadena de desarrollo, hasta llegar a los primeros elementos que fueron creados por Dios junto con el cosmos: «La materia puede tornarse en fuego a partir de otro fuego prece dente y éste, a partir de otro aún anterior, pero esta cadena llevará finalmente a un fuego que no se engendró de esta manera, sino por fricción o alguna otra causa distinta del fuego. De manera semejante, no es imposible que en todos los procesos de la generación de una cosa a partir de otra se pueda suponer algo por el estilo. Todas las cosas engendradas unas de las otras por la naturaleza están asimismo sujetas a un comienzo de su existencia. Cada especie (y esto se aplica sobre todo a los primeros elementos) ha de tener un primer miembro que derivó su origen no de otra anterior semejante o desemejante, sino que fue creada por Dios junto con la formación del universo» [167]. Una vez más, esta suposición saca a Simplicio de sus casillas: «Argumentar que los elementos se generan hoy los unos a partir de los otros por obra de la naturaleza, pero que en los comienzos fueron creados por Dios, ¡menuda manera extravagante que tiene este estúpi do de investigar la verdad! En efecto, <¡de dónde habría de salir esta generación de unos a partir de otros si no es de Dios? ¿Cómo habría de concebir una persona en sus cabales un Dios tan extraño que inicialmente no actúa en absoluto y luego, en un momento, se convierte en el Creador tan sólo de los elementos y después deja de nuevo de actuar y confía a la naturaleza la generación de los elementos unos a partir de otros, así como la generación de todo lo demás a partir de los elementos?» [168]. Para el pagano Simplicio la concepción deísta de un mundo que, una vez creado por Dios, continúa existiendo automá ticamente por ley natural es manifiestamente incomprensible. Frente a ello formula la opinión del mundo antiguo según la cual el Dios eterno rige los cielos eternos e inmutables y la totalidad de las cosas cambian tes de la esfera sublunar que, tomadas en conjunto, también son eternas «porque cada una de ellas se halla inmediatamente bajo la influencia
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divina, y la generación y corrupción se hallan entretejidas con ellas a través de las causas eternas que se muevan en los cielos». Es típico que Simplicio termine su refutación de Filopón citando el pasaje del Timeo (4Id) en el que el Demiurgo se dirige a los dioses celestes recién creados, esto es, los astros: «A este respecto, el Demiurgo de Platón dijo a los nuevos dioses: “Por lo demás, tejiendo la mortal con lo inmortal, cread los seres vivos, hacedlos nacer, alimentadlos y haced los crecer; y cuando perezcan, recibidlos de nuevo’’» [169]. La creación en el tiempo plantea una vez más el viejo rompeca bezas del tiempo y la eternidad. Filopón rechaza brevemente el argu mento aristotélico de que, puesto que el tiempo no se puede concebir sin un ahora presente, debe extenderse infinitamente en ambas direc ciones desde el ahora, ya que cada ahora es tanto un fin como un comienzo. Esto, dice Filopón, es una petición de principio, y equivale a argüir que una línea larga cuyos extremos no son visibles posee una extensión infinita, dado que todo punto divide la línea en dos par tes 64. También rechaza el argumento de que la concepción de un uni verso creado en el tiempo presupone que el tiempo existía ya antes de ese punto singular de la creación. Su espléndida respuesta se formula en términos que recuerdan la idea del tiempo de Spinoza: «Nosotros, que usamos un lenguaje temporal, no podemos aprehender ni expresar las cosas que están por encima del tiempo, pues del mismo modo que Dios aprehende las cosas temporales de modo atemporal, nosotros aprehendemos las cosas que están por encima del tiempo de una manera temporal» [ 170]. Los mortales nos vemos obligados a pensar con categorías temporales y por consiguiente sólo podemos hablar de creación en el tiempo. Sin embargo, deberíamos ser prudentes a la hora de sacar conclusiones del análisis lingüístico: «Si decimos “no hubo tiempo siempre’’ o "no había tiempo antes de la creación’’ o empleamos un modo de expresión semejante con significación tem poral, ello no implica necesariamente que la idea de tiempo esté pre supuesta en estas palabras, sino que significa sencillamente que el tiempo no es eterno» [170]. No es preciso entrar en la discusión detallada de otra serie de argumentos esgrimidos por Filopón en contra de la dicotomía aristo télica, por respecto a la cual se inclina hacia la autoridad de Jenarco, cuyo libro contra el éter se escribiera seiscientos años antes de Filopón. Ya hemos tratado de las consideraciones antiaristotélicas de Jenarco en el capítulo quinto de esta obra. Simplicio señala malévolamente que M Cf. Aristóteles, Phys., 251b, 20-27, así como el argumento de Filopón en Simpl., Phys., 1166, 37 y sigs.
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Filopón se esfuerza denodadamente por superar a Jenarco en su ataque a Aristóteles65. Dado que sólo se conservan fragmentos de los libros pertinentes de ambos autores, resulta difícil decir hasta qué punto Filopón ha copiado las tesis del filósofo peripatético del siglo i a.C. Con todo, deberíamos mencionar en este punto dos argumentos, diri gidos ambos contra la doctrina aristotélica del carácter único del movi miento circular atribuido al éter, cuya paternidad atribuye Simplicio explícitamente a Filopón. El primer pasaje alude al hecho de que Aristóteles asociaba el movimiento del éter a la idea de un movimiento circular simple y perfecto, esto es, al que tiene a la tierra como centro. Una vez que la astronomía hubo descartado la creencia en tal simpli cidad de los movimientos planetarios, ¿hemos de seguir aceptando la creencia en el carácter único del material de que están hechos los astros? Aludiendo a Aristóteles y al más ortodoxo de sus comentadores, Alejandro, Filopón argumenta como sigue: «Si Alejandro está en lo cierto al señalar que Aristóteles ha denominado movimiento en sen tido propio al que discurre en torno al centro del universo, aquellos movimientos que no giran en torno a dicho centro no son ni circulares en sentido propio ni simples. Según los astrónomos cada uno de los astros posee sus propios movimientos específicos por sus esferas y en torno a sus propios centros sin que sean homocéntricos con el universo. Por consiguiente, es obvio que ni estos astros ni sus epiciclos ni las denominadas esferas excéntricas poseen movimientos circulares en sentido propio o simples, pues en ellos se pueden observar compo nentes hacia arriba y hacia abajo. Todo esto es contrario a la hipó tesis aristotélica y además los astros aparecen con toda claridad en ocasiones más próximos a la tierra y en ocasiones más alejados» [ 186]66. Una vez supuesta la naturaleza esencialmente igual de cielos y tierra, queda completamente roto el encanto de la clasificación aristotélica. Los movimientos celestes son complejos comparados con la concepción aristotélica original de la circularidad, pues el análisis a base de epi ciclos restaura la circularidad, aunque no en el sentido que indujo a Aristóteles a introducir el quinto elemento. En su otro argumento, Filopón se vuelve contra al idea aristotélica de que el carácter único de los movimientos circulares se puede demos trar porque carece de opuestos. Aristóteles señalaba que los movimien tos terrestres arriba y abajo son opuestos en el sentido de que llevan 65 Símpl., De cáelo, 25,22-34. 66 P. Duhem. en Le systéme mente este fragmento a Jenarco.
du monde,
vol. II, pág. 61, atribuye errónea
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y terminan en lugares naturales opuestos. Por el contrario, los movi mientos circulares, sean en sentido de las agujas del reloj o en sentido contrario (por decirlo con palabras modernas), siempre retoman al mismo punto, siendo así esencialmente de un tipo a . La respuesta de Filopón es una vez más una clara prueba de su aguda inteligencia. A fin de ilustrar su tesis de que los diferentes sen tidos de la dirección hace que los movimientos en sentido de las agu jas del reloj y en sentido contrario sean movimientos opuestos, toma un ejemplo sacado de la región celeste: «Aunque los puntos de partida y de llegada de los movimientos circulares sean el mismo, aún así existe un antagonismo de los opuestos, pues la dirección de partida de uno de ellos es la dirección en que termina el otro. Por ejemplo, de dos movimientos que comienzan en la constelación de Aries, el uno lleva hacia afuera, en sentido occidental, a Piscis, Acuario y demás, mientras que el otro lleva hacia dentro, en sentido oriental, a Taurus y Géminis» [202]. Filopón prosigue recordándonos que la primera secuencia nos da el sentido de rotación de la esfera de las estrellas fijas, mientras que la segunda secuencia es la del sentido en que tiene lugar el movimiento circular de los planetas. La implicación del símil es obvia: en los propios cielos, los dos movimientos tan esencialmente distintos de la rotación diaria y de la revolución individual de los planetas poseen sentidos opuestos. La secuencia en sentido de las agu jas del reloj y en sentido contrario de las constelaciones zodiacales definen movimientos opuestos de significado eminentemente concreto. Una vez más, la conclusión es la misma que antes: no hay justificación para el éter, pues los movimientos celestes y terrestres son del mismo carácter por cuanto que ambos tienen sus opuestos. Pero Filopón no se detiene en la destrucción de los fundamentos teóricos de la concepción del éter, sino que lleva su ataque a la región sublunar y pone en tela de juicio la distinción entre los dos movi mientos naturales terrestres, el movimiento hacia arriba y el movi miento hacia abajo. El desplazamiento natural, arguye, no es más que uno de tantos tipos de cambio natural que se pueden producir en un cuerpo. Por lo que respecta a otros tipos de cambio, como los de color, volumen y temperatura, observamos en la naturaleza que uno y el mismo cuerpo puede sufrir cambios en direcciones opuestas; se puede tornar blanco o negro, puede aumentar o disminuir de tamaño, se puede calentar o enfriar. No obstante, señala, también ocurre lo mismo con la llamada traslación natural: «El aire no sólo posee el principio de movimiento ascendente, sino también el del descendente, « Q . Arist., De cáelo, 270b, 32; 271a, 29.
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pues si se quita parte de la tierra o el agua que hay debajo, el aire llena inmediatamente su lugar, ocurriendo otro tanto cuando se quita algo de arriba, moviéndose el aire hacia allí. Si se puede atribuir el movimiento hacia abajo a la fuerza del vacío y no a un principio natu ral, ¿qué nos impide decir que el movimiento ascendente posee tam bién la misma causa? El aire se puede mover hacia arriba si hay un espacio vacío, de lo contrario, no» [201 ] *®. La conclusión es que el mismo elemento puede moverse obviamente en direcciones opuestas, no debido a un movimiento natural inherente, sino porque en ambos casos existe una causa externa natural que lo produce. Estas consi deraciones de Filopón, que pueden haberse basado perfectamente en la pneumática de Herón, participaban también en el socavamiento de las concepciones básicas de la dinámica aristotélica. Podemos darnos por satisfechos con estas pocas citas de aquella parte de los escritos de Filopón que quizá hayan recibido el influjo de Jenarco. Junto con las otras citas anteriores, suministran una ima gen adecuada de una doctrina que deja muy pocas cosas intactas de un sistema que dominó durante la mayor parte de la Antigüedad y, más adelante, durante la Edad Media. La vehemente reacción de Sim plicio suministra una pista acerca de cómo se recibieron probable mente estas ideas en círculos neoplatónicos y de otros contemporáneos paganos de Filopón. Ignoramos cómo las recibieron sus compinches cristianos, sea en Alejandría, donde enseñaba, o en otras partes del mundo de habla griega. Filopón pertenecía a la secta monofisita que florecía en su época en Egipto y Siria, países en los que los escritos de Aristóteles se tenían en gran estima, como se desprende del hecho de que muchas de sus obras se tradujeron al siriaco. Pudiera ocurrir perfectamente que la impresión positiva del monoteísmo radical de Filopón fuese superada por el efecto negativo de su fuerte sesgo anti aristotélico. Sea que le diera un toque Sergio, el patriarca monofisita, o que se viese inducido a ello por alguna otra causa interna o externa, el caso es que su intento de armonizar sus creencias monoteístas con Aristóteles en su último libro, De opificio mundi, vino a ser un anti clímax tras sus escritos contra Proclo y Aristóteles. Este comentario sobre la cosmogonía bíblica está escrito con el espíritu de las homilías patrísticas como el de Basilio (del siglo xv d.C.) a quien Filopón cita con frecuencia. El libro trata de mostrar que la historia de la Biblia está de acuerdo con las concepciones contemporáneas de la naturaleza, así como con Aristóteles y Platón, con Hiparco y Ptolomeo. Junto con 61 Evidentemente Filopón va mucho más lejos que Aristóteles en 312b, 6 y sigs.
De cáelo,
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el estilo de homilía y una buena dosis de exégesis hecha con espíritu humilde, el libro muestra aquí y allá destellos de la anteror audacia y radicalismo de Filopón. Ya hemos citado algunos pasajes significa tivos, aunque quizá sea más representativo de esta última obra de Filopón otro pasaje en el que mezcla de manera curiosa la historia nautral y la interpretación de la Escritura. Al hablar del fuego y la luz (al discutir la diferencia entre la luz creada el primer día y las luces celestes creadas el cuarto), Filopón menciona de nuevo las fuen tes terrestres de luz que no arden, como las luciérnagas, las escamas de algunos peces y los huesos de ciertos animales, aunque también menciona la llama del fuego que apareció a Moisés en la zarza sin consumirla69. El hecho de que el De opificio mundi se escribiese después del libro contra Aristóteles no quiere decir necesariamente que Filopón desautorizase sus ideas anteriores, aunque es muy típico de dichas ideas que no hallasen una respuesta positiva en la época en que se hicieron públicas, aunque algunos siglos más tarde ejercieron una considerable influencia sobre el pensameinto árabe. El tema central del ataque de Filopón era la igualdad esencial de cielos y tierra que trató de probar con argumentos empíricos y analíticos. Al derogar la superioridad de los cielos y poner este aspecto particular del monoteís mo en primera línea, probablemente provocó la indignación de los cristianos e hirió los sentimientos paganos. En efecto, a pesar de la resuelta lucha del cristianismo en contra de la astrología y de la creencia en la divinidad de las estrellas, la preponderancia del cielo distaba aún de haber sido abolida de la conciencia de las religiones monoteístas, perdurando durante muchos de los siglos venideros. Las viejas deidades, los astros, se vieron destronadas, pero fueron susti tuidas por Dios y sus ángeles cuyos tronos se hallaban también situa dos en el cielo. Toda la topografía religiosa que reservaba el cielo para Dios y su corte, asociando la región subterránea con la morada demoníaca, no sólo se hallaba fuertemente enraizada en las creencias populares, sino que gozaba también del apoyo de la doctrina oficial de la Iglesia sin que se considerase como una simple alegoría. Así pues, desde un punto de vista táctico fue mala cosa que Filo pón mostrase una actitud tan inflexible al hacer hincapié en la omnipresencia de Dios en un universo que está plenamente sujeto a las leyes del cambio, tal y como se expresa tan claramente, por ejemplo, en el siguiente de sus fragmentos: «Si la gente asigna el lugar de arriba a la deidad, eso no ha de tomarse como prueba de que el cielo es imperecedero. En realidad quienes creen que los lugares sagrados w Filop., De opificio mundi, 186, 3-22.
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y los templos están llenos de dioses y elevan sus manos hacia ellos tampoco suponen que esas motadas carezcan de principio y de fin, sino que las toman tan sólo como un lugar más adecuado que los otros para ser habitado por Dios» [ 199]. Uno siente la tentación de especular acerca de cómo hubiera cam biado el curso de la historia de las ideas si la Iglesia hubiera adoptado la doctrina de Filopón en vez de las concepciones aristotélicas. Si, por ejemplo, Tomás de Aquino hubiese elegido las ideas de Filopón, incorporándolas a los fundamentos científicos de la filosofía cristiana, quizá los dolores de parto de las revoluciones copernicana y galileana hubiesen sido menos severos y tal vez se hubiese acelerado el progreso científico. Aunque nunca tendremos una respuesta a la pregunta de si el caso omiso hecho a las brillantes ideas de Filopón constituyó una de las «oportunidades perdidas» de la historia de la ciencia, se pueden ver muchas razones que explican por qué se pasaron por alto. Aparte de la imposibilidad de prevalecer contra la tremenda presión de una «topografía» religiosa profundamente enraizada, estaba el hecho de que los monofisitas fueron declarados heréticos el siglo siguiente a Filopón. Así, aunque pervivió en la tradición escolástica bajo la mo desta rúbrica de comentador de Aristóteles, sus ideas originales resul taron mucho menos aceptables a la Iglesia que las alegorías del pagano Platón o que la filosofía científica del pagano Aristóteles. El modo de expresión asistemático y en ocasiones abrupto de Filopón, así como su estilo farragoso, constituyeron también una seria cortapisa a la propagación de sus ideas. Pero la razón con mucho más poderosa de la no aceptación de su doctrina es que se promulgó al final mismo de la Antigüedad, momento en que el pensamiento cien tífico se estaba disolviendo y los escasos centros de estudio decaían. La rutina escolar tradicional podría proseguir aún, pero ya no existía el medio intelectual necesario para el desarrollo de una concepción científica nueva y revolucionaria. El estudioso de los últimos siglos de la Antigüedad queda con un sentimiento de frustración y perplejidad. Mirando retrospectiva mente dicho período, pueden percibirse dos signos del renacer del pensamiento científico. Jámblico, Proclo y Simplicio reconocieron claramente el significado de las magnitudes matemáticas como símbolo de la descripción de la naturaleza, mientras que Filopón anticipó la ruptura de la barrera entre cielos y tierra. En el primer caso, la ausencia de una notación algebraica constituyó una de las razones adicionales que impidieron los desarrollos que en la moderna física teórica vindi caron los neoplatónicos de una manera tan plena. Además, la experi mentación sistemática se hallaba aún muy lejos, y el período produc tivo de la ciencia griega había llegado a su fin. Consiguientemente,
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las ideas de Filopón, en su aislamiento, tampoco podían sobrevivir, por lo que no se vindicaron hasta Galileo. A pesar del nivel de ma durez y sofisticación científica alcanzadas a fines de la Antigüedad, el mundo habría de esperar muchos siglos antes de que prosiguiese la historia de la ciencia.
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INDICE DE LOS PASAJES CITADOS
El autor ha utilizado las traducciones inglesas existentes, especialmente las editadas por la Loeb Classical Library, en ocasiones con cambios menores. Para la cita 144, recurrió a la traducción de Th. Heath (Creek Asíronomy, Londres, 1934). Todos los demás textos han sido traducidos por el propio autor. [La ver sión española se ha hecho sobre las traducciones inglesas, respetando su idiosin crasia. En este índice no se respeta el orden alfabético de autores, a fin de man tener el orden correlativo de la numeración adaptada al orden alfabético de los nombres en inglés. (N. del TJ] Página
Alejandro de Afrodisia (c. 200 d.C.) De anima
1 2
143,6 184,14
Quaest. et solut.
3 72,10 4 72,17
De mixtione
5 214,21 Ammonio (c. 300 d.C.) 6 Categ. 55,4
Página
Aristóteles (384-322 a.C.) Anal. post.
7 79a, 2
124 118
Phys. (Física)
192b,13 9 193,1 10 199a, 12 11 199b,2 12 217a, 27 13 217b, 33 14 219b, 2 15 220a, 1 16 243a, 16 8
132 132 43 97 189
48 135 106 109 107 103 33 29 29
111
190
Indice de los pasajes citados Página
17 262a, 12 18 267a. 2
19 20 21 22
De cáelo
269a, 15 269a, 33 270b, 1 271,, 33
23 289a, 34 24 219b, 14 25 299b,8
26 306a, 10 27 310a, 33
28 311a, 23
ten. et con.
29 315b, 31 30 316a, 9 31 323b,32 Mettor.
32 341a, 26 33 341a, 36 34 372a, 32
101
84
138 138 168 129 168 129 95 50 137 140 49 49 119 168 168 124
De anima
35 406b,3 36 406b,27 37 419b,6
Página
Epicuro (342-270 a.C.) Carta a Herodoto
45 42-43 46 54 47 55 48 56 49 61 Galeno (131-201)
De temperamentis
50 I 1 (509 K) 51 I 1 (510 K) 52 I 6 (544 K) 53 I 6 (547 K) 54 I 9 (560 K) 55 I 9 (561 K) 56 I 9 (566 K) 57 II 2 (588 K) Herón (e. 100 d.C.) 58 Mechanica I 8 Jámblico (muerto el 330 d.C.)
120
113
48 48
59 60 61 62 Juan
117 40 848a, 23 101 41 848b, 15 Crisipo (280-207 a.C.) 30 42 Estob. Eclog. I 8,42 43 Plutarco, De stoic. repugn., 1056e 107 Demócrito {c. 470-400 a.C.) 44 Diog. Laercio, 129, 176 IX 44
63 64 65 66 67 68 69 70 71 72 73
Metaphys.
38 1025b,31 39 1061a, 30 [Aristóteles] Mechan.
120
De comm. math. scientia
cap. 8 (34,7) cap. 23 (73,22) cap. 27 (86,4) cap. 32 (93,11) Filopón (siglo sexto)
39 39 39 39 99 54 54 55 55 55 56 56 57 101
64 63 63 64
Pbys.
46,22 191,19 198,14 198,22 201,10 198,22 420,7 423,20 567,29 569,7 641,13
110 120
142 135 109 131 81 98 23 23
88
Índice de los pasajes citados
191 Página
74 75 76 77 78 79 80 81 82 83 84 85 86 87 88
641,29 642,9 682,30 683,9 683,16 683,29 741,21 842,22 881,9 De gen. et con.
93,10 93,23 106, 25 149,11 169,32 194,1
Meteor.
89 47,18 90 91 92 93 94 95 96 97 98 99
89 89
Platón (427-347 a.C.) 106 Epinomis 982a Plotino (205-270)
31 81
107 108 109 110 111
100 100 100 100 102
104 105 105 119 58 44 170
De anima
75,11 136 84,21 42-43 106,8; 197,26; 108,24 121 106,25 117 120, 34 114 331,1 126 128 332,7 333,7 128 335,26 127 355,22 112-113 De opificio mundi
I 12 (28,20) III 4 (116,22) 102 IV 12 (184,26) Olimpiodoro (siglo sexto) 100 101
Meteor.
103 2,21 104 272,5 Filón de Alejandría (nacido c. 25 a.C.) 105 De somniis I 62-3
Página
162 163 169 144 130
Enneadas
II 4,10 ,1 114,10,31 III 7,6,12 111 7,11,44 V 1,5,10 112 VI 4,11,3 Plutarco (c. 45-125) 113 De Isid. et Osir. 376b 114 De primo frígido 948c [Plutarco] 115 plac. philos. 877f Prodo Diadoco (410-485) 116 117 118 119 120 121 122
In Tim. comment.
14b (I 43,1) 58e (1190,2) 244e (III 21,1) 256b (III 56,28) 272b (III 96,27) 284c (III 146,17) 337e (III 321,24) In Rem. Publ.
123 70 (II 234,17) Hypotyp. astron. posit.
124 1 1 (2 ,1 ) 125 I 6 (4,10) 126 VII 50 (236,10) Ptolomeo (c. 150 d.C.) Syntax. matbem.
127 XIII 2 (II 532,12) Hypoth. planet.
20
128 I 1 (70,11) 129 11 6 (117,35)
138 60 61 60 33 61 119 131 59 40 74 58 173 157 157 158 74 75 156 157 159 152 153 153
192
Indice de los pasajes citados Página
130 II 6 (118,20) 131 II 7 (119,21) 132 II 8 (120,33) 133 II 12 (131,9) Sexto Empírico (c. 200 d.C.) Advers. mathem.
134 IX 243 135 IX 335 Simplicio (siglo sexto) Categ.
136 137 138 139 140
128,18 152,5 269,30 302,29 433,30
141 142 143 144 145 146 147 148 149 150 151 152 153 154 155 156 157 158 159 160 161 162 163 164
28,9; 28,25 264,18 271,11 291,23 611,16 611,28 612,24 613,15 618,20 618,25 625,27 639,15 639,24 640,1 644,35 693,11 775,9 775,16 775,24 789,35 798,37 799,35 800,8 1109,23
Phys.
154 154 155 153
118 40
96 97 98 115 28 39 135 107 147 155 24 24 25 19
21 22
18
21 21 22
103 34 30 34 27 35 35 35 83
Página
165 166 167 168 169 170 171 172 173 174 175 176 177 178 179 180 181 182 183 184 185 186 187 188 189 190 191 192 193 194 195 196 197 198 199 200 201
202 203 204 205 206
1141,12 1141,27 1151,8 1151,28 1152,12 1158,30 1330,7 1331,10 1332,15 1333,4; 1333,25 1335,5 1347,3 1348,36 1349,26 1351,10 De cáelo
13,25 21,14 21,35; 22,10 23,31 24,22 25,11 32,2 51,24 56,12 87,29 88,16 88,31 89,4 89,16 90,1 117,27 132,4 134,20 134,24 141,14 142,7 158,14 193,11 264,25 265,9 265,17 266,29
178 178 178 178 179 179 174 174 173 175 171 85
86 86 86
139 143 141 140 139 140 180 144 141 171 171 170 169 170 170 171 175 174 172 184 172 182 181 87 91 91 92
Indice de los pasajes citados
193 Página
207 66, 35 93 208 295,16 40 209 488,23 145 210 564,10 68 211 565,26 73 212 576,16 69 66 213 641,1 214 642,22 61 215 643,13 66 216 644,8 67 217 648,1 67-68 218 648,19 69 70 219 649,28 220 659,2 69 221 660,24 69 222 663,27 71 70 223 666,9 71 224 668,20 91 225 710,14 93 226 710,17 94 227 711,7 94 228 712,1 94 229 712,8 Estrabón (nacido c. 63 a.C.) 138 230 Geograpbica XIV 5,4
Página
Temistio
(c.
320-390)
Phys.
106 231 37,7 232 208,13 80 233 234,27; 235,8 85 Teén de Esmima (c. 130 d.C.) Expos. rer. math.
234 50,22 235 166,6 236 178,12 237 180,15 238 188,8 Teofrasto (372-287 a.C.) 239 240 241 242 243
De causis plant.
I I I I
21,3 21,5 21,6 22,6
De sensu De igne
244 45 245 75
75
113 150 149 149-150 150 51 52 52 52 170 52 170
ÍNDICE ANALITICO
A Apolonio de Perga, 145,148 Aristóteles: Aceleración, 78 s, 90 s sobre el cambio de volumen, 103 s Adecuación, 115,116 sobre las cualidades, 50 Adrasto, 149, 152 sobre los cuatro tipos de movimien Agujas del reloj, sentido de las, 181 to, 117 Ahora, 29, 35 sobre las esferas compensadoras, 146 Aire: sobre las esferas concéntricas, 145 s compresibilidad, 103 sobre la ley del movimiento, 79 peso, 93 ss sobre el lugar, 17 s Alejandro de Afrodisia, 43, 84, 85 sobre la luz, 122 s sobre las matemáticas, 48 s sobre la acción magnética, 131 ss sobre la materia, 49 ss sobre la disposicionalidad, 118 sobre la luz, 124 sobre los metales, 112 sobre el movimiento y el reposo, 137 sobre el movimiento y el reposo, sobre el movimiento violento, 83 ss 135 sobre la naturaleza, 129 sobre el peso, 91, 97 Alma: sobre lo pesado y lo ligero, 77 sobre el sonido, 120 alma y cuerpo, 113 s sobre el tiempo, 29, 30, 31, 32 s modelo mecánico de, 120 s Alma del mundo, 158, 173 Armonía, 108,110, 120 Alquimia, 62, 73 ss, 112 Armónico, víase Análisis Ammonio, 96 s Arquímedes, 83, 94, 104, 117, 149 Arquitas, 96 Análisis armónico, 145, 160 Anaxágoras, 57, 70 Astrología, 108,161 s, 167 Anaximandró, 116, 128 y alquimia, 70 Antiperistasis, 88 Astronomía, 72, 73, 146, 159, 161 194
Indice analítico Astros, composición de los, 169 Atomos: carencia de cualidades, 39 formas, 38, 41 s regla de selección, 40 s B Bacon, 65 Balanza, 92 Boecio, 28 Boyle, ley de, 82, 104 s C Calor en las plantas, 51 s Cantidades, clasificación de las, 96 ss Cielo: cambios en el, 170 s composición, 171 s y tierra, 76,167 Ciencia y filosofía, 129 Ciencia pronosticadora, 62,72 Circuios excéntricos, 148 Cleantes, 127 Cleómedes, 158 Color, 98 del fuego, 168 s teorías presocráticas, 170 Conciencia y tiempo, 32 s Continuidad, 17,105,113 Copérnico, 160,161,172 Creación ex nihilo, 176 Crisipo, 29 s, 107 Cualidades, 50 en las plantas, 50 s tangibles, 170 Cuerpos platónicos, 46 D Damasdo: sobre el espacio, 22 sobre el tiempo, 30
195 sobre el tiempo y el cambio, 34 ss Demócrito, 18, 19, 37, 38, 45, 69, 70, 170, 176 Denso y raro, 95 s DercylÚdes, 152 Descartes, 25 Determinismo, 109, 115 Dicotomía entre délo y tierra, 76, 164, 167, 179 Disposicionalidad, 116 ss, 120 s E Einstein, 73, 76 37, 53 Elementofs): y cuerpos platónicos, 46 s poder limitado de los, 175 quinto, 17,138 s transformación de los, 47, 66 ss Empédodes, 123,132 Energía (energeia), 122, 125 ss Epicidos, 148,159, 160 Epicuro, 38, 99 Epiteddotes, 118 s Esferas: concéntricas, 145 s huecas, 150 s Espado: como concepto vectorial, 22 corporeidad del, 23 s identificado con la luz, 24 Estandarizadón de las cualidades, 55 s Estoicos, 20, 29 s, 53, 81, 116, 127 Estrabón, 138 Estratón de Lampsaco, 91 sobre el espado, 19 sobre el tiempo, 26 s sobre el vado, 102 Eter, 25, 53, 136 s, 179 s Eternidad del mundo, 32, 167, 178 s Eudides, 123 Eudoxo, 145,159 s Euler, 136 Explicadón, prindpio de, 50, 60 s, 66, 71, 151 s
Ekpyrosis,
196
Indice analítico F
Individuo y grupo, 81 Inercia, 51 s, 136 Interdepedencia total, 116 Isoperimérico, véase teorema isoperimétrico
Fermat, 131 Filón, 20 Filopón, véase Juan Filopón Fricción, 78, 79,133 Fuego (elemento), 46, 70, 137, 138, 141, 168 a, 179 J Fuerzas: atómicas, 44 s Jámblico: de lanzamiento, 86 s sobre acción a distancia, 115 de largo alcance, 113 sobre el espacio, 20 ss y movimiento, 77 sobre matemáticas, 62 ss, 68 ocultas, 113 sobre el peso, 98 propicias, 143 Jenarco, 136 vitales, 121, 134 s fuente para Filopón, 141, 179 sobre líneas y movimientos simples, 139 ss G su vida, 138 Juan Filopón, 130 Galeno, 53 ss, 57, 59, 122, 132 sobre el alma y el cuerpo, 113 s Galileo, 76, 78, 90, 134, 184 sobre los átomos esféricos, 42 s Gémino, 146 s, 158 sobre el cambio de volumen, 104 Geocéntrico, sistema, 160 sobre los colores de las estrellas, Gestalt, 61,105,110 168$ Godel, 33 sobre la composición de velocidades, Goethe, 170 102 Gráfica, véase Representación gráfica postura copemicana, 167 De opificio mundi, 161 s, 182 s H dirección del motor y el móvil, 117 sobre la disposicionaÜdad, 119 s Hélice cilindrica, 139 sobre el espacio, 22 s Heliocéntrico, sistema, 154, 160 contra el éter, 179 s Herón, 101, 103, 104, 122, 130 sobre la luz, 125 ss Hidrómetro, 95 sobre la materia y la extensión, 174 Hiparco: sobre el movimiento del aire, 181 fuerza de lanzamiento, 86 ss movimiento celeste como movimien sobre el peso, 91 ss to inercial, 135 s precesión, 158 sobre la no-aditividad de los pesos, teorías epicídica y excéntrica, 150 s 81 Hipócrates, 105 contra la omnipotencia de los astros, Hipótesis y datos, 159 174 s sobre las perturbaciones, 107 ss sobre el peso como fuerza volumé I trica, 99 sobre la resonancia, 112 Imán, 85,114, 131 ss teoría del Ímpetus, 88 ss, 161 s Impetus, 83 ss potencial, 87 s sobre el tiempo y el movimiento, 31
197 Indice analítico sobre la velocidad de los cuerpos Movimiento: circular, 135, 160, 180 s que caen, 99 s en sentido de las agujas del reloj y su vida, 164 ss en contra de ellas, 181 tipos de, 117 K violento, 83 ss, 143 Kant, 177 N Kepler, 147 s, 160 s Natural, 107 s L Naturaleza: de acuerdo con la, 106 ss Laplace, 176 contrario a la, 106 ss Leibniz, 18, 25, 26 fallos de la, 107 $ y finalidad, 107 s, 129 Lenguaje científico, 73, 102 en relación con Dios, 176 ss Leyes: “supra natura”, 143 mecánicas y teología, 177 Neoplatónicos, 20 ss, 34, 60, 115, 119, validez restringida de las, 82 156, 184 Lira, 108 ss, 120 Newton, 19, 25, 76, 78, 114, 135 s, Lucrecio, 38, 99 147, 161 Lugar natural, 17,77, 90 ss Luminiscencia, 169, 183 Luz: O esfera de, 24 e Ímpetus, 89 s Olimpiodoro, 130, 143 s teorías de la, 123 ss Omnipotencia, 172 s Optica geométrica, 123 M Opuestos, 30 s, 71, 96 Organismo, 82 Matemáticas: y ciencia, 47, 62 s, 184 P concepción platónica, 61, 64 Materia: Palanca, ley de la, 83 creación de la, 177 s Pappo, 42 como extensión, 174 Paralelogramo de velocidades, 101 indeterminación de la, 60 Pesado y ligero, 77, 95 s Maupertuis, 130 s Peso: McTaggart, 33 s como cantidad, 96 ss Menestor, 51 dependiente de la distancia al lugar Metales, 112 natural, 90 ss Mezcla, 43, 53 s, 114 específico, 94 s normal, 54 como fuerza volumétrica, 99 Miel, cambio de cualidades, 57 s Pitágoras, 46, 60, 62,72 Misticismo, 62, 114 s, 119 Planetario, 117,149 Modelo, 68, 145, 149, 152 Monoteísmo, 32, 144, 161, 167, 176 s Plantas, cualidades de las, 51
198 Platón, 24, 25, 32, 45 ss, 60 ss, 131, 143 ss, 156 ss Plotino, 31, 60 s sobre la disposicionalidad, 118 s contra el éter, 142 sobre la luz, 124 sobre la materia, 60 ss sobre el tiempo, 33 Plutarco, 53, 59,131 Pneuma, 19 s, 25, 53, 111 Polideto, estatua de, 56 Porfirio, 24, 60 Posidonio, 127, 146 Potencia cinética, 89 s Potencialidad y actualidad, 77, 118 Precesión de los equinoccios, 158 Principio: de conservación, 128 s, 176 de economía, 153 de razón suficiente, 128, 132 teleológico, 77, 90,107 Prodo, 32, 65 sobre la alquimia, 73 ss contra Aristótdes, 68 ss contra los astrónomos, 71,158 sobre la disposidonalidad, 119 sobre las esferas celestes, 156 sobre d espado, 23 ss sobre la explicadón de la materia, 60 sobre la omnipotencia del cosmos, 173 sobre la precesión, 158 sobre la totalidad de la naturaleza, 74 Ptolomeo: de acuerdo con Jenarco, 142 Almagesto (Syntaxis mathematica), 150, 152 sobre las esferas, 152 s sobre d peso, 91 ss R Reflexión, ley de la, 130 Regla de sdección, 40 s Reladón fundonal, 27, 57
Indice analítico Representación gráfica, 27, 58 Resonanda, 112 Ruedas de engranajes, 117 S Sexto Empírico, 118 Simpatía, 113 Simplicio, 34 sobre la aceleradón de la gravedad 92 s sobre la explicadón mediante cuali dades, 65 sobre la explicación mediante la geo metría, 73 sobre la fuerza y d peso, 83 sobre la materia que no se percibe, 60 s sobre movimiento y reposo, 135 sobre el movimiento violento, 85 s sobre el peso, 93 s su vida, 165 s Siriano, 21 Sistema, véase Heliocéntrico, Geocén trico Sonido, 112, 120 Sordtes, 44 T Tambor, 153 Tdeológico, véase Prindpio teleológico Temistio, 79, 85,125 Teodoro de Mopsovestia, 161 Teofrasto: sobre d calor en las plantas, 51 s definidón de espado, 18 s Teón de Esmima, 113, 148 ss, 158 Teorema isoperimétrico, 42 Tiempo: y alma, 33 y eternidad, 33, 179 y movimiento, 30 s y regreso infinito, 34 s río dd, 27, 35
Indice analítico como variable independiente, 27 Tierra (elemento), 65 s Timeo, el, 20, 32, 48, 66, 68, 179 Todo y sus partes, 81 s, 109 Tomás de Aquino, 184 Topografía religiosa, 183 Triángulos, 46 s, 66 ss
199 V Vado, 18, 99,104 Veloddad, 78 s, 99, 102 Vitalismo, 127,131 s, 154 s Vitruvio, 94 Volumen y presión, 103 s Z
U Unión, 79
Zenodoro, 42