Walter Mignolo (2007), La idea de América Latina: la herida colonial y la opción decolonial, España: Gedisa
PRÓLOGO: SEPARAR LAS PALABRAS DE LAS COSAS La obra pretende analizar la idea de d e América Latina como construcción moderna y colonial. El autor, siguiendo a Arturo Escobar, considera las siguientes premisas: 1. “ No existe modernidad sin colonialidad, colonialidad, ya que ésta es parte indispensable indispensable de la modernidad. 2. El mundo moderno/colonial (y la matriz colonial del poder) se origina en el siglo XVI, y el descubrimiento/invención de América es el componente colonial de la modernidad cuya cara visible es el Renacimiento europeo. 3. La ilustración y la revolución industrial son momentos históricos derivados que consisten en la transformación de la matriz colonial del poder. 4. La modernidad es el nombre del proceso histórico en que Europa inició el camino hacia la hegemonía. Su lado oscuro es la colonialidad. 5. El capitalismo, tal como lo conocemos, está en la esencia de la noción de la modernidad y de su lado oscuro, la colonialidad. 6. El capitalismo y la modernidad/colonialidad tuvieron un segundo momento histórico de transformación después de la segunda guerra mundial, cuando Estados Unidos se apropió del liderazgo imperial del que antes había gozado, en distintas épocas, España e Inglaterra ” (p. 18). Mignolo, en torno al proyecto de la modernidad, asevera: “En mi opinión,
expresada desde la perspectiva de la colonialidad, completar el proyecto significa seguir reproduciendo la colonialidad, en la que seguimos inmersos a comienzos del siglo XXI. Si bien es cierto que ya no padecemos la dominación colonial abierta de los modelos español y británico, la lógica de la colonialidad sigue vigente en la «idea» de mundo que se ha construido a través de la modernidad/colonialidad” ( p. 20). Para el autor, cambiar la perspectiva, centrándola en los sujetos silenciados por el discurso colonial, como los indígenas o los descendientes africanos, podría producir un cambio radical. La oposición propiamente occidental entre naturaleza y cultura, entre lo estático y lo histórico (lo creado por el hombre), que involucra a Latinoamérica y la ubica en el nivel inferior de la naturaleza, puede ser superada por los aportes las voces silenciadas por la modernidad; por ejemplo, la del activista quechua Ariruma Kowii, el que concibe el universo sin recurrir al dualismo occidental europeo. Mignolo propone entonces entender la modernidad desde la colonialidad, alejándose así de posturas postmodernas. “El giro epistémico decolonial implica entender la mod ernidad desde la perspectiva de la colonialidad, mientras que la postmodernidad, por ejemplo, supone entender la modernidad desde la modernidad misma” (p. 58).
La meta final de la obra es contribuir a la descolonización del conocimiento y del ser.
1
1.
AMÉRICA: LA EXPANSIÓN CRISTIANA Y LA CREACIÓN MODERNA/COLONIAL DEL RACISMO
América en el horizonte colonial de la modernidad Desde que se establecieron los nombres de América en el siglo XVI y América Latina en el siglo XIX, pareciera como si esos nombres siempre hubiesen existido. “«América» no fue un continente que hubiese que descubrir sino una invención forjada durante el proceso de la historia colonial europea y la consolidación y expansión de las ideas e instituciones occidentales” (p. 28). Como afirmó Edmundo O’ Gorman, la invención de América implicó la apropiación del continente y su integración al universo eurocristiano.
“«Descubrimiento»
e
«invención»
no
son
únicamente dos de dos paradigmas
interpretaciones distintas del mismo acontecimiento: son parte distintos. La línea que separa esos dos paradigmas es el de la transformación en la geopolítica del conocimiento; no se trata solamente de una diferencia terminológica sino también del contenido del discurso. El primer término es parte de la perspectiva imperialista de la historia mundial, adoptada por una Europa triunfal y victoriosa, algo que se conoce como «modernidad», mientras que el segundo refleja el punto de vista crítico de quienes han sido dejados de lado, de los que se espera que sigan los pasos del
progreso continuo de una historia a la que no creen pertenecer” (p. 29). La colonización
del ser consiste en asumir que existen pueblos ajenos a la historia: espacios fuera del tiempo. Ambos conceptos, descubrimiento e invención, aluden a tradiciones antagónicas. El primero, se refiere a la modernidad europea como proceso universal y modelador del tiempo y el espacio. Para sus defensores, América fue un descubrimiento europeo: una entidad que, si bien no era conocida antes del 1492, estuvo allí siempre presente y con características inmutables. El segundo, al contrario, se refiere a la perspectiva crítica de las voces silenciadas por la modernidad: los colonizados. Esta postura asume que América fue inventada: asumida como dotada de esencias naturales e ahistóricas. El narrar la historia de América desde esta segunda perspectiva, requiere transformar la geografía de la razón y el conocimiento. La idea de América no puede concebirse sin la de colonialidad: no se puede ser moderno sin ser colonial. Colonialidad no es aquí sinónimo de colonialismo. Este último es un proceso histórico llevado a cabo entre los siglos XVI y XIX. Colonialidad es, en cambio, un discurso, una lógica de dominio que aun perdura. “Para relatar las experiencias, los sentimientos y las visiones de mundo distintas de las del relato europeo y su marco filosófico de referencia, es necesario alejarse de la noción del conocimiento fundada en la teología y la egología, que oculta sus cimientos geopolíticos, y acercarse a una noción cuyas raíces geopolíticas se adentran en las historias de las fronteras y no en las historias territoriales inventadas por los expansionismos europeos y estadounidenses” (p. 34).
La lógica de la colonialidad opera en cuatro dimensiones de la experiencia humana (p. 36): a) Dimensión económica: apropiación de la tierra, explotación de la mano de obra y control de las finanzas. b) Dimensión política: control de la autoridad. c) Dimensión social: control del género y la sexualidad. d) Dimensión epistémica y subjetivo/personal: control del conocimiento y la subjetividad. Esta última, es, para el autor, fundamental, pues actúa como sustento ideológico para las otras tres dimensiones. Para superar esta realidad, es necesario abandonar la 2
modernidad: “Entonces, no es con la modernidad que se superará la colonialidad, pues es precisamente la modernidad la que necesita y produce la colonialidad” (p. 37).
Algunos podrían oponerse afirmando la necesidad de un estudio historiográfico riguroso que delate las heridas coloniales. Sin embargo, “en esta afirmación esta implícita la idea de que los acontecimientos son portadores de su propia verdad y que la tarea del historiador es descubrir esa verdad. El problema es que muchas veces la «historiografía rigurosa» es cómplice de la modernidad (la conceptualización y la práctica contemporánea de la historiografía como disciplina son reformulaciones modernas de una práctica que se remonta – una vez más- a la filología griega)” (pp. 39 -40).
Los primeros «bárbaros» no fueron «latinos» de América: la invención del racismo moderno/colonial El racismo fue una necesidad del sistema moderno/colonial que clasificó y definió a las diversas parcialidades de la humanidad según el criterio occidental europeo y cristiano. “La geopolítica y la política corporal del conocimiento se ocultaron mediante su sublimación en un universal abstracto proveniente de Dios o de un yo trascendental” (p. 41). La epistemología europea oculta su origen particular y asume su concepción del mundo y la naturaleza como el conocimiento de la realidad misma. Los individuos y razas humanas se valoran en función de su lejanía o cercanía con un modelo ideal de humanidad. El padre Bartolomé de las Casas, por ejemplo, aunque no consideró el color de piel, clasificó de forma racista a los seres humanos pues tomaba los ideales occidentales cristianos como criterios para la clasificación. Para él existían cuatro tipos de bárbaros: 1) los violentos y alejados de la razón; 2) los que poseen lenguas no derivadas del latín y no se dedicaban al cultivo de las letras y los demás campos del conocimiento; 3) los que no contaban con sistemas básicos de gobernabilidad; 4) los seres racionales y con estructura de derecho pero que eran paganos o infieles (dentro de esta clase, están los que no tienen relaciones con los cristianos y los enemigos directos de los cristianos); 5) los que rechazan abiertamente la fe cristiana. A lo largo de la modernidad, esta última clasificación ha sido ampliada a todos los que luchan en contra de los ideales occidentales como la libertad o la democracia. Para de las Casas, los indios americanos pertenecían a la segunda y la cuarta categoría. “La idea de América fue una invención europea que eliminó las
denominaciones dadas por los pueblos que habían vivido en el continente durante siglos antes de que Colón «los descubriera». El fenómeno ha sido definido como «deculturación», «desposeción» (material y cultural), y en épocas más recientes, como «colonización del saber» y «colonización del ser»” (p. 47).
El occidentalismo y la «americanidad» de América La idea de América, generada en la modernidad, se sustenta en el ordenamiento cristiano del espacio. Este discurso oculta el origen de su clasificación a la vez que silencia las voces de los otros relatos. El imaginario europeo, siglos antes del descubrimiento de América, dividió el mundo en tres continentes (Asía, Europa y África), en alusión a los tres hijos de Noe: Sem, Cam y Jafet. Luego, en el siglo XV, en los mapas de Isidoro de Sevilla, América se incorporó a esta división tripartita. Los pueblos de América, al entrar en la historia europea, perdieron su propia historia, pues en el mapa no figuraban las denominaciones como Anáhuac, Tawantinsuyu o Abya-yala. Por haber entrado al imaginario europeo de forma tardía, América fue denominada nuevo mundo . Así, pensadores como Hegel y 3
Buffon, en el siglo XVIII, rescataban el carácter joven del continente en relación a la larga historia de occidente. Estas interpretaciones estaban influenciadas en los escritos de San Agustín del siglo V. En ellos, se relataba que el ordenamiento jerárquico de los continentes obedece a las acciones realizadas por los hijos de Noe en los tiempos del diluvio. El destino de Jafet, el hijo al que se le asignó la porción occidental del mundo, era expandirse. En los siglos de la modernidad, de la unión entre cristianismo y capitalismo, emergió un nuevo tipo de racismo imperante hasta nuestros días. “El capital se
transformó en capitalismo cuando la retórica de la modernidad concibió los cambios radicales en la apropiación de la tierra, la explotación de la mano de obra y la producción de materias primas a gran escala como partes del progreso de la humanidad [...] Las consecuencias de la conversión del capital en capitalismo fueron la devaluación de la vida y la naturalización de la idea de que la vida humana es prescindible” (p. 54). Esta unión se concretizó ya desde las bulas Romanus Pontifex. La explotación y dominación, antes sustentadas en profecías cristianas, ahora se consideraban como partes del progreso general de la humanidad.
La fundación histórica del occidentalismo y sus consecuencias epistémicos, políticas y éticas La modernidad es la interpretación europea de su propio papel en la historia y no un proceso histórico ontológico. El locus (lugar) de enunciación del orden ontológico del universo es, desde la modernidad, Europa. La filosofía de la historia de Hegel, que concebía la historia universal como un devenir que transcurre de oriente a occidente, es un claro ejemplo de la idea de Europa como centro y referencia del resto del mundo. Hasta el siglo XV la civilización greco romana era considerada como posicionada en el oeste: oeste de Jerusalén. Fue con el descubrimiento de América que occidente se constituyó en el centro geográfico del mundo. Por este motivo, desde el siglo XVI hasta el XVIII, la denominación América convivió con la de indias o ccidentales. “Así, Europa
se convirtió en el centro de organización política y económica, en un modelo de vida social, en un ejemplo del progreso de la humanidad y, por sobre todo, en el punto de observación y clasificación del resto del mundo” (p. 60). Occidente es la única cultura que ha tenido el privilegio de contar con las categorías de pensamiento que permiten describir, clasificar, comprender y hacer progresar el resto del mundo. El mundo se constituyó en lo que las categorías de pensamiento dijeron que era. América, al igual que Asía y África, surgió del proyecto histórico moderno europeo y no del espíritu propio de la ontología del continente. Antes del descubrimiento, los naturales de América no tenían razones para denominarse en función de las categorías cristianas de ordenamiento espacial y temporal. Los asiáticos por ejemplo, sólo en 1580, cuando Mateo Ricci le presentó el Orbis Universalis Terrarum a los jefes de la dinastía Ming, supieron que habitan un continente denominado Asia. De la misma forma, como afirma Valentin Mudimbe en The invention of Africa y The Idea of Africa , África es el nombre con que la tradición griega (luego heredada por el cristianismo) denominó el territorio (cuyos orígenes se remiten a la época de Estrabón y Ptolomeo), pues los africanos nunca lo denominaron así. Antes de la modernidad, por ejemplo, la idea de esclavitud no se relacionaba con la del continente africano. En Roma los esclavos eran aquellos que no se consideraban capaces de cumplir con otras funciones dentro del ordenamiento social. No se relacionaban ni con su origen geográfico ni con su color de piel. Mignolo resume su argumentación en dos puntos: 4
-
“El occidentalismo fue el nombre de la región del mundo y del lugar epistémico
de quienes clasifican el planeta, y que aún hoy siguen haciéndolo. El occidentalismo no era sólo un «un campo de descripción» sino también el locus de enunciación por excelencia (estatus que conserva aún hoy), es decir, el lugar epistémico desde el cual se clasificaba y categorizada el mundo” (p. 66).
La «americanidad» de América La idea de la invención de América, que se remonta a la década de 1950, dio origen posteriormente a la de americanidad . “La americanidad, construida sobre la base de la idea del mundo moderno/colonial, parte de otras premisas e invita a rastrear los silencios de las historias oficiales publicadas en los libros, enciclopedias o Internet, en las que se da por sentado que los relatos históricos y los hechos son una misma cosa. La noción de «americanidad» corrige la creencia de que existe una única historia del mundo, pues esa historia excluye una parte importante (a la que se denominó América) que les era desconocida a quienes escribían la historia universal” (pp. 69-70). Americanidad y colonialidad estuvieron, en un principio, ligadas. Las elites criollas, rescatando el valor autónomo e independiente de lo americano, asumieron el nuevo papel de dominadores heredado de las antiguas colonias. Mantuvieron, de este modo, el ordenamiento jerárquico dentro del mismo continente y no abandonaron el paradigma de la modernidad. Mignolo, de forma contraria, asevera mantenerse en otro paradigma: el paradigma decolonial. “Cuando uno logra desprenderse de la creencia natural de que la
historia es una sucesión cronológica de hechos que conducen a la modernidad y ponen en el centro de la escena la especialidad y la violencia del colonialismo, la modernidad se asocia íntimamente con la colonialidad en un una distribución espacial de nodos que forman parte de una organización «estructural» y ya no «lineal» de la historia. Por otra parte, como la modernidad y la colonialidad son dos caras de la misma moneda, cada nodo, además de ser parte de una estructura y no de una línea, es heterogéneo en lugar de homogéneo. Entonces no se trata del «fin de la historia» sino del fin de «la idea hegeliana de historia». Si en lugar de concebir la historia como un proceso cronológico lineal, pensamos en una «heterogeneidad histórico-estructural», en procesos históricos que interactúan, entenderemos cual es la función de la «idea» de América y la «americanidad», y nos daremos cuenta de qué quiere decir que la modernidad y la colonialidad son dos caras de la misma moneda” (p. 72).
5