Á M Mínguez
La R econquista José María Minguez
historia 16
JOSE MARIA MINGUEZ ■ I W
José M aría M ínguez cursó sus estudios de H istoria, bajo la dirección del profesor José Luis M artín, en la U niver sidad de Salam anca, donde obtuvo el doctorado en H istoria M edieval el año 1975. I H a im partido docencia en la Universidad de E xtrem adura (C áceres), f r* com o profesor adjunto, posteriorm en te, com o profesor agregado, en la U ni versidad de Sevilla, y desde 1983 ocupa una de las C átedras del D epartam ento de H istoria M edieval de la U niversidad de Sa lamanca. Com o investigador ha profundizado en el estudio de las es tructuras sociales a través de dos líneas fundam entales de trab a jo. La más activa estudia los problem as de la transición desde los sistemas antiguos al feudalism o, así com o la im plantación de este sistem a en los reinos cristianos de la Península. O tra línea, com plem entaria de la prim era, es el estudio de las ciudades y concejos de la C orona de Castilla como m aterializaciones con cretas y específicas de las estructuras socioeconóm icas feudales. La actividad docente e investigadora se com plem enta con los trabajos de divulgación entre los que se pueden citar, a parte de algunos artículos aparecidos en la Revista Historia 16, su recien te colaboración en el tom o III de la Historia de España dirigida por A. Dom ínguez O rtiz y editada por Planeta.
INTRODUCCION
L a Reconquista. H e aquí un título absolutam ente convencional, incluso inexacto — hasta erróneo, si se me apura un poco— con el que trata de sintetizarse el contenido histórico fundam ental del largo período que se extiende desde las prim eras décadas del siglo VIII hasta m ediados del siglo XIII. No voy a trata r aquí directam ente de desm itificar uno de los períodos de nuestra historia que ha sufrido las más graves — a veces tam bién las más burdas— deform aciones y m anipulaciones de orden político, religioso, ideológico... Lo que pretendo de una m anera expresa es ofrecer a un lector no especializado una síntesis de las reflexiones y de los planteam ientos que se están elaborando y debatiendo en los sectores intelectualm ente más di námicos e inquietos de la historiografía de nuestro país. Para la historiografía más tradicional, el térm ino reconquista alude a un supuesto proceso de reconstrucción de la unidad p o lítica peninsular que se había configurado inicialm ente en el período visigodo y posteriorm ente destruido por la invasión m u sulm ana a p artir del año 711. Se trataría, por tanto, de la res tauración de la antigua unidad política española del período vi sigodo. Esta conquista m ilitar se com pletaría con la repoblación del territorio com o form a de asegurar el control sobre los espa cios conquistados dotándolos de población suficiente capaz de defender el territorio y de proveer contingentes militares para la prosecución de las conquistas. D entro de esta concepción la m onarquía representaría el p a pel directivo p o r excelencia y la fuerza m otriz fundam ental de la conquista y de la repoblación de los territorios conquistados. E sta sería una interpretación esquem ática, simplista y lam en tablem ente dem asiado difundida del verdadero contenido de nuestra E dad M edia y de los procesos de reconquista y repobla
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ción que dom inan el espacio cronológico de los siglos VIII al XIII. A lo largo de estas páginas y a través de la reflexión sobre hechos puntuales verem os cóm o estos fenóm enos aparentem en te simples de reconquista y repoblación están encubriendo pro cesos m ucho más com plejos de orden económ ico, social y político. En el mismo orden de reflexión tendrem os que responder a la pregunta de si hubo verdadera reconquista en el sentido vul gar del térm ino. Q ue hubo una expansión de norte a sur es un hecho indudable. La pregunta es si esta expansión es em inente m ente m ilitar y si obedeció a un proyecto consciente de los p o deres políticos cristianos. Y en caso afirm ativo, si esta idea m o triz de construcción de una unidad política peninsular aparece desde los inicios de la expansión o, más bien, se va fraguando lentam ente a m edida que ésta va adquiriendo mayores di mensiones. E n segundo lugar es preciso reflexionar en torno al hecho mismo de la repoblación. H abrá que preguntarse dónde radica la fuerza m otriz del im pulso repoblador. ¿E n la m onarquía, como líder de una sociedad expansiva? ¿E n la aristocracia que comienza a configurarse com o grupo de poder y que utiliza las oportunidades de la expansión militar para increm entar constan tem ente su riqueza y su poder político? ¿O en el vigor de la so ciedad cam pesina capaz de una perm anente labor de construc ción y reconstrucción de pequeñas explotaciones familiares sobre las que es posible, en principio, afianzar un status de liber tad perm anentem ente am enazado por las constantes agresiones de la aristocracia? D eberem os, finalm ente, reflexionar acerca de la relación en tre reconquista — versión m ilitar de la expansión— y repobla ción — versión económ ica y social de la misma. Dos interpretaciones posibles se ofrecen a esta cuestión. Una: es la conquista m ilitar y la incorporación política de nuevos terri torios la que genera la necesidad de colonizar las tierras recién »rapadas. O tra: la ocupación m ilitar y la fortificación de las iro n í a as sería la consecuencia de una previa acción colonizadora re a lizada por com unidades cam pesinas que actúan al m argen de las (lirevlrices del poder político y que ejercen una acción de verda
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dera conquista — conquista económ ica— de nuevos territorios. Con ello volvem os al problem a inicial. E n el caso de atribuir el protagonism o de la expansión a la acción m ilitar y política de la m onarquía o de los delegados del poder público, se abriría la posibilidad de hablar de una idea directriz inicial en orden a la construcción de una unidad política que term inaría por abarcar prácticam ente a todo el espacio peninsular. Pero si el protago nismo expansivo corresponde inicialm ente a la acción un tanto anárquica del cam pesinado o de determ inados m iem bros de la aristocracia, al m argen total o parcialm ente de las directrices de la m onarquía, es evidente que la idea de reconquista quedaría supeditada a la actividad colonizadora y los hechos m ilitares y p o líticos estarían condicionados por la dinám ica expansiva de una sociedad som etida a profundas transform aciones de orden eco nómico y social. Finalm ente, las diversidades. Baste un ejem plo muy ilustra dor, aunque no sea el más representativo desde el punto de vis ta económico y social: el año 1085, al ocupar la ciudad de T ole do, Castilla establece la frontera m ilitar en el T ajo m edio y llega a controlar la am plia extensión que constituía el reino islámico de esta ciudad. E n el espacio oriental de la Península, A ragón tarda aún más de treinta años en acceder al E bro, lo que consi gue con la conquista de Zaragoza en 1118; y C ataluña no con quistará T ortosa hasta 1148. R etraso indudable catalano-aragonés respecto de Castilla en el proceso expansivo. Explicar este retraso desde planteam ientos exclusivam ente m ilitares no sólo sería minimizar el problem a sino falsearlo totalm ente. H ab rá que som eter a estudio y a un análisis diferencial los distintos teatros de la expansión — cuencas del D uero y del Ebro— , con contras tes muy m arcados tanto en la intensidad de ocupación como en el grado de articulación en el seno de la estructura política del estado islámico. P ero por debajo de estos condicionam ientos externos está el hecho de una diferenciación claram ente percep tible en el proceso de gestación de las distintas sociedades cris tianas. Diferenciación que sólo una visión simplista o unos plan team ientos política e ideológicam ente interesados han intentado ignorar y suprim ir de nuestros m anuales de historia. Con estos planteam ientos esquem áticos pretendo solam ente
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insinuar el denso, tam bién polém ico, entram ado de problem as que suscita el estudio de la expansión de las sociedades cristia nas peninsulares que tradicionalm ente venim os denom inando com o R econquista. E sta expansión constituye uno de los capítu los más dinám icos, más com plejos y, por eso mismo, más apa sionantes y enriquecedores de la historia de España.
Capítulo 1 PRECEDENTES CRONOLOGICOS
1.
Las tendencias expansivas de cántabros y vascones occidentales
I radicionalm ente la R econquista se ha venido asociando a la ac tividad de un puñado de nobles visigodos refugiados en las m on tañas en el m om ento de la invasión m usulm ana. La R econquista constituiría un m ovim iento político — restauración de la antigua unidad política de los godos— y religioso — restauración de la unidad cristiana. A unque entre los especialistas estos planteam ientos están ya superados, quizás no se pueda decir lo mismo del gran público. Por eso es preciso plantar cara decididam ente a explicaciones simplistas; aunque sea renunciando a esa claridad m eridiana y falseadora que suele ser inherente a la superficialidad. Ante todo, un dato. Ni en Cangas de Onís, prim era capital del reino astur, ni en Pam plona, ni en los altos valles del Pi rineo los visigodos asum en el papel protagonista de la llam ada R econquista. E sta se presenta, m ás bien, como el resultado de las tendencias expansivas generadas en el seno de las socieda des que habitaban la franja m ontañosa del norte de la Penín sula. Pero la form a concreta de realizarse la expansión en los distintos ám bitos geográficos del norte presenta claras diferen cias. D iferencias en la cronología de los acontecim ientos y en las m odalidades que reviste la propia expansión. P articular m ente, en lo que se refiere a la influencia de factores externos, el contraste entre los territorios del noreste y noroeste peninsular es patente; aquí la expansión se inicia y se desarrolla de una m a nera totalm ente espontánea; en los territorios de la futura C a
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taluña la influencia carolingia va a ser de capital im portancia. En el área occidental el inicio de la R econquista suele d atar se en el año 722, fecha de la supuesta batalla de Covadonga. La batalla, magnificada por las crónicas, debió ser una de las m u chas escaram uzas que enfrentaban a los pueblos de la m ontaña con los destacam entos andalusíes que trataban de hacer efectivo el pago de tributos. P ero más im portante que las propias esca ramuzas es lo que a través de ellas se está revelando como m o vim iento de fondo. A nte todo, los inicios de un proceso de arti culación interna que va com prom etiendo a los distintos grupos tribales dispersos de la zona. Es en este carácter de expansión integradora donde reside la novedad de esa form ación, cuya configuración comienza a d e tectarse en torno a los acontecim ientos de Covadonga. N ovedad por lo que se refiere específicam ente a la acción integradora de los distintos grupos tribales. E n lo referente al m ovimiento ex pansivo, más que de novedad hay que hablar de m aduración de una tendencia plurisecular que va asociada a transform aciones radicales de la estructura económ ica y social de estos pueblos. Las prim eras noticias de esta expansión se rem ontan al si glo II de nuestra era y proceden de las lápidas funerarias que ja lonan el itinerario seguido por uno de los grupos gentilicios más im portantes de los cántabros, desde la zona del actual Cangas de Onís hasta las proxim idades de León, siguiendo el curso del Esla y de sus principales afluentes. Se trata de una expansión p a cífica que en algunos aspectos prefigura la colonización espontá nea que van a protagonizar siglos más tarde grupos pioneros de campesinos en la cuenca del D uero. El carácter pacífico de esta expansión no excluye las accio nes violentas que otros grupos de cántabros y vascones occiden tales realizan sobre la cuenca del D uero y alto E bro. P en etra ción pacífica y cam pañas depredatorias son eclosiones de unas mismas tensiones internas generadas por las transform aciones a que están som etidas las estructuras social y económ ica de estos pueblos. Es preciso, por tan to , exponer, aunque sea brevem ente, en qué consisten estas transform aciones y de qué form a dinamizan los procesos expansivos.
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El punto de arranque de las transform aciones es una organi zación social constituida sobre vínculos de parentesco am plio que articulan a familias extensas, clanes y tribus bajo un régim en de m atriarcado. E n el orden económ ico serían sociedades preagrícolas o con una agricultura extrem adam ente rudim entaria. Su base alim enticia vendría condicionada p o r los recursos derivados de la caza y por los productos vegetales espontáneos del bosque. Las transform aciones de la estructura económ ica se concre tarían en el paso de una fase caracterizada por la recolección sim ple de alim entos silvestres y la práctica exclusiva de la caza a una fase más avanzada en la que se inicia la im plantación de v erd a deros sistemas de producción, tanto agrícola como ganadera. El acceso a prácticas de cultivo m ediante m odalidades muy exten sivas todavía, pero sistem áticas, debió propiciar a largo plazo el declive del viejo nom adism o y la aparición de tendencias sedentarizantes. Por esta misma razón la expansión vinculada a prác ticas preagrícolas, de carácter espasm ódico y violento, va ce diendo ante un tipo de expansión que implica una verdadera colonización de los territorios. A unque existen precedentes en los prim eros siglos de nuestra era, es sobre todo a partir del si glo VIII cuando se detecta una intensificación del proceso expan sivo. Es lo que la historiografía tradicional, ajena a las raíces de esta expansión, ha venido denom inando repoblación. En estrecha relación e interdependencia con el acceso a un verdadero sistem a productivo, se sitúa el inicio de una funda m ental transform ación de la estructura social que, a su vez, ge nerará transform aciones más profundas en la organización p ro ductiva. Se produce un progresivo debilitam iento del m atriarca do, sustituido muy lentam ente por una organización patriarcal de la sociedad; una paulatina desarticulación de los vínculos de parentesco extenso que implica la fragm entación de los grandes grupos tribales en clanes, y de éstos en familias extensas, hasta la im plantación de la familia conyugal ya en plena etapa altom edieval. Esta progresiva fragm entación de los grupos sociales más am plios condicionaría un proceso m ediante el cual los derechos de utilización de la tierra por parte de toda la colectividad se van adecuando a los espacios bajo control directo de los grupos so-
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cíales, cada vez más reducidos a m edida que se van desgajando del tronco com ún inicial — clanes y familias extensas— , hasta la aparición de la propiedad privada y de la pequeña explotación familiar, que se afirma en perfecta coherencia con la im planta ción de la familia conyugal. T odo este conjunto de transform aciones estaría en la base de un increm ento decisivo de la productividad del trabajo y de la consiguiente generación de excedentes productivos, que explica rían la aceleración de los ritm os de crecim iento dem ográfico y la intensificación de las tendencias expansivas de los pueblos m ontañeses hacia las tierras llanas de las cuencas del D uero y E bro. Expansión que se iría produciendo a m edida que los ex cedentes dem ográficos se van desgajando de los grupos princi pales y, articulados en clanes o en familias extensas, buscan nue vos lugares de asentam iento. A partir de esta form a específica de expansión creo que se puede adm itir la existencia de una correlación clara entre el vi gor de la dinámica expansiva de determ inados pueblos y la p ro fundidad de las transform aciones que están experim entando en sus estructuras básicas. D e form a que la expansión lo que hace es garantizar un proceso de transform aciones internas sin trau mas violentos. La fro n te ra m ilitar o limes que R om a construye en to rn o a cán tab ro s y vascones occidentales y las cam pañas constan tes de los visigodos c o n tra estos pueblos, a p artir de Leovigildo, serían la réplica a la fuerte presión de los pueblos del n o rte. La radical diferencia de sus estru ctu ras económ icas y sociales re p resen tab a un grave peligo p a ra las zonas m ás ro m anizadas al sur de la cordillera C antábrica y, p o sterio rm en te, p ara la política de unificación peninsular inaugurada por L eovigildo y co ntinuada p o r sus sucesores h asta la caída del reino visigodo. U na estructura m ilitar com o el limes no existe al sur de los Pirineos, lo que quizás pueda ser interpretado — y lo hago con todo tipo de cautelas— com o indicio de im portantes diferencias entre los territorios occidentales y orientales: ritm os más acele rados y expansión m ás enérgica entre los cántabros y vascones occidentales; transform aciones más pausadas, tensiones internas
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am ortiguadas y m enor presión hacia el exterior entre los pueblos del Pirineo central y oriental.
2.
Los pueblos del Pirineo
Los cántabros se m antienen en una situación de casi com ple to aislamiento: p or el norte, el m ar; por el sur, la cuenca del D uero, donde la rom anización no ha tenido una especial im plan tación. Los pueblos del Pirineo, por el contrario, se hallan inser tos entre dos zonas donde la civilización rom ana ha alcanzado un gran desarrollo: el sur de la G alia y la cuenca del E bro. Dos zonas intensam ente relacionadas entre sí m ediante constantes in tercam bios de orden com ercial y cultural a través de las vías que cruzan transversalm ente los Pirineos y desde las que necesaria m ente debió irradiarse una fuerte acción civilizadora. D ebido a su situación geográfica, el Pirineo ha sido tradicio nalm ente lugar de refugio para los habitantes de com arcas veci nas, tanto de la G alia com o de H ispania. Lo que va a configurar su enorm e com plejidad. Todavía en el siglo X , en algunos de los altos valles pirenaicos, se puede percibir una cierta estratifica ción étnica del poblam iento; los grupos más antiguos han que dado confinados al fondo de los valles, fieles a ritos religiosos y mágicos ancestrales y m anteniendo vestigios im portantes de un idioma vascoide que se refleja en la toponim ia y en la onom ás tica. El resto del valle reproduce en estratos diferenciados las su cesivas oleadas de inm igrantes; de m anera especial, los contin gentes visigodos que han llegado como conquistadores o como re fugiados en fases sucesivas. U no de los hechos característicos de la resistencia que esta zona presenta al dominio islámico es la con junción de acciones entre la población de los valles pirenaicos, los habitantes hispano-romanos y visigodos de las ciudades de la lla nura y el ejército carolingio que trata de crear una amplia dem ar cación fronteriza para am ortiguar la agresión andalusí contra los territorios del Im perio. El resultado es que la población de estos territorios quedará libre del dominio del Islam pero a costa de su sometimiento e integración en el Im perio Carolingio. E ntre el total aislam iento de cántabros y astures, por una p ar
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te, y la integración de los territorios orientales en el Im perio Carolingio, por otra, los vascones de la zona pam plonesa presen tan tam bién características diferenciadoras respecto de sus veci nos. Situada en la zona de contacto entre el llano y la m ontaña, y controlando de cerca la seguridad del paso de Roncesvalles, por donde discurre la vía A storga-B urdeos, Pam plona llegó a convertirse en el núcleo más im portante de la región. Pero su función apenas llegó a trascender el carácter estrictam ente mili tar. La rom anización se había afirm ado en las zonas llanas d e dicadas a la agricultura y jalonadas de grandes propiedades es clavistas. Estas se asentaban preferentem ente a lo largo de la cal zada A storga-B urdeos y en los valles de los bajos A ragón, A rga y Ega. Al norte de estos territorios, y fuera del estrecho ám bito de influencia de las principales vías de com unicación, vivían so ciedades aferradas a sistem as sociales gentilicios que practicaban el pastoreo y una agricultura rudim entaria. Es decir, que la influencia rom anizadora que la ciudad de Pam plona habría podido ejercer, se m ostró insuficiente para p ro vocar transform aciones en el sustrato indígena que m antenía po siciones muy firmes en el entorno rural. La crisis de los siglos III al V arrastró consigo al aparato político-adm inistrativo rom ano y propició el afianzam iento del elem ento autóctono vascón. In m ersa en un proceso de decadencia, la ciudad es absorbida por el cam po, lo urbano se disuelve en lo rural y el conjunto del terri torio navarro com ienza a distribuirse en zonas de influencia bajo el control de m últiples jefes de origen tribal. Pam plona, no obs tan te, debido a su situación estratégica, siguió conservando una fundam ental im portancia para los visigodos, tanto en prevención de posibles ataques procedentes del norte de los Pirineos como en relación a la actitud hostil de la población rural vascona. Esto es lo que obliga a los visigodos a instalar una guarnición, que d e bió ser la que capituló ante los m usulm anes en torno al 718. Pero la capitulación de la ciudad no conlleva el som etim iento del en torno rural, donde se están produciendo hechos sociales de gran trascendencia. De ellos m e ocuparé más adelante. En definitiva, parece que puede adm itirse la existencia, en toda la franja m ontañosa cantábrica y pirenaica, de un sustrato social profundo heredero directo de sistem as sociales gentilicios
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y som etido a procesos de transform ación que siguen ritm os e in cluso vías distintas en cada una de las zonas. Sobre este sustrato inciden influencias externas cuya eficacia depende del grado de receptividad de los grupos sociales autóctonos así com o de la in tensidad con la que actúan sobre ellos otras form aciones socia les. Intensidad que puede estar condicionada entre otros facto res por el grado de rom anización de las zonas contiguas.
3.
Las cuencas del Duero y del Ebro: dos espacios diferenciados
En torno a este problem a es conveniente prestar atención a las diferencias entre las cuencas del D uero y del E bro por la p o sible influencia que estas zonas puedan ejercer sobre las socie dades m ontañesas. La vida urbana, elem ento fundam ental de la rom anización, ilustra estas diferencias interregionales. E n la cuenca del D uero sólo existe un reducido núm ero de ciudades de escasa entidad que, adem ás, a comienzos del siglo V, se hallaban no ya en decadencia, sino en trance de desaparición como tales ciudades, al perder por com pleto sus específicas fun ciones urbanas; lo que es un síntom a evidente del rudim entario grado de rom anización de estos territorios. Es difícil pensar que en estas condiciones la influencia rom ana sobre las sociedades de cántabros y vascones occidentales pudiera ejercer una acción decisiva en las transform aciones internas de estos pueblos. El valle del E bro y todo el noreste peninsular, por el contra rio, es enclave de im portantes ciudades: Zaragoza, C alahorra, Lérida, T ortosa, T arragona, B arcelona, etc. Y aunque algunas se encuentren en decadencia en las prim eras décadas del siglo V, afectadas de un mal general a todo el Im perio occidental, otras, como Zaragoza, son descritas por Paulino de Ñola en la misma época como ciudades florecientes. En el entorno de las ciuda des, a lo largo del E bro y de la calzada que se ciñe a su curso, y en las llanuras que form a el curso bajo de los afluentes de la ribera izquierda, se asienta una densa red de villas que testim o nian la fuerte im plantación de la civilización rom ana en estos territorios, desde los que se puede realizar una acción perm a
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nente y directa sobre los pueblos de los valles pirenaicos y prepirenaicos. Algo similar ocurre con la posible influencia que pueda eje r cer el im perio franco de los carolingios. Es evidente que esta influencia no puede realizarse de la misma m anera en los terri torios del Pirineo occidental que en los del oriental. En el te rritorio pam plonés, la acción m ilitar, política y civilizadora del Im perio carolingio es a veces obstaculizada, tam izada siem pre, por el extenso territorio de la A quitania que, aunque form al m ente integrado en el Im perio, en la práctica m ostró durante m u cho tiem po fuertes reticencias a esta integración. En la zona pirenaico-oriental, la acción carolingia pudo realizarse de una m a nera directa a través de la Septim iania, que había sido plena m ente incorporada al Im perio. Los resultados de la intervención carolingia en los territorios del Pirineo m ostraron una com pleta coherencia con las diferen tes situaciones que se planteaban en los distintos espacios. Y es sobre estas diferencias sobre las que se va a realizar la conquista m usulm ana y la ocupación del territorio p o r los conquistadores.
Capítulo 2 LA CONQUISTA MUSULMANA Y LAS RESISTENCIAS INICIALES
1.
La creación del espacio político andalusí
L a situación resultante de la conquista m usulm ana de la Penín sula no es ni m ucho m enos uniform e. Los m usulm anes adopta ron en la Península un sistem a de pactos que les había dado excelentes resultados en Siria, Persia y Egipto por cuanto abor taba en m uchos casos la resistencia arm ada, y perm itía a los m u sulmanes aprovechar la estructura adm inistrativa de los países conquistados e incluso incorporar al personal encargado de la adm inistración. Estos pactos se realizaron tanto en la ciudades com o en los señoríos rurales controlados por m iem bros de la aristocracia visigoda. A éstos se les respetaba tanto los bienes como el do minio que venían ejerciendo sobre extensos territorios y al que habían accedido en el proceso de fragm entación de la estructura política del reino visigodo. Asim ism o se garantizaba la libertad de los habitantes, sus propiedades y la práctica de su religión a cambio de determ inados tributos. E n cuanto a las ciudades, allí donde se m antenían, seguían ostentando las funciones adm inis trativas que la organización rom ana les había conferido. En este sentido, las capitulaciones aseguraban la pervivencia de los cua dros y de la estructura político-adm inistrativa vigente en el m o m ento de la conquista y que sería utilizada por los conquis tadores. La consecuencia de este sistem a es que la efectividad de la dom inación, en cada una de las áreas territoriales, está supedi tada en cierta m edida a las condiciones particulares de orden de
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mográfico, socio-económ ico y político-adm inistrativo de cada una de esas áreas. Y, dado el grado de desarrollo de los proce sos de fragm entación y autonom ía de las distintas dem arcacio nes territoriales en la últim a etapa visigoda, estas condiciones pueden propiciar contrastes interregionales muy acusados. Al n orte de las cuencas del D uero y E b ro , a lo largo de toda la franja m ontañosa de A sturias a C ataluña, la dom inación m u sulm ana es escasam ente efectiva. U nicam ente se materializa en la imposición de tributos cuya percepción parece depender de la capacidad de los conquistadores para ejercer una presión m ilitar efectiva. M ientras que en la cuenca del E bro y en los territorios al sur del Sistema C entral el poder político andalusí cuenta con una estructura político-adm inistrativa de base heredada de los vi sigodos, en los territorios m ontañosos sólo puede asentar su do m inio en la fuerza más o m enos disuasoria — más bien menos que más— de sus guarniciones m ilitares. E n la cordillera C antá brica, éstas se asientan en la cadena de fortalezas heredadas de rom anos y visigodos, que éstos ya habían utilizado para conte ner o m antener som etidos a cántabros y vascones. E n el Pirineo deben, adem ás, m antener el control de los pun tos estratégicos que les perm iten dom inar los pasos de m ontaña; en una prim era etapa, para proseguir la ofensiva contra el reino franco; después, para prevenir los golpes procedentes del norte de los Pirineos. En definitiva, el dom inio m usulmán en estos territorios m ontañosos es prácticam ente inexistente. E n contraposición a estos vacíos en la dom inación, el m apa político de la Península presenta un segundo bloque compacto donde la presencia m usulm ana es verdaderam ente efectiva, p o r que se asienta en una estructura adm inistrativa de m ayor soli dez, que ya existía con anterioridad a la conquista. En este blo que se integran todos los territorios situados al sur del Sistema C entral, la cuenca del curso m edio y bajo del E bro y todo el noreste peninsular. B asta seguir esta línea fronteriza sobre el m apa para apreciar un tercer contraste de gran trascendencia a la hora de com pren der algunos aspectos de la R econquista cristiana. Me refiero, na turalm ente, a las diferencias sustanciales entre la cuenca del D ue ro y la del Ebro, A quí el dom inio m usulm án se afianza sobre los
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núcleos urbanos que han resistido con más o m enos éxito a la d e cadencia de los siglos anteriores a la conquista. Son estos n ú cleos urbanos — Z aragoza, H uesca, L érida, T ortosa, B arcelona y G erona— los que dan cohesión a unos territorios con una d en sidad de población relativam ente alta y los que, al m antener los fundam entos de la estructura adm inistrativa rom ano-visigoda, posibilitan la utilización de esta estructura por los invasores. El panoram a cam bia por com pleto en la cuenca del D uero. La urbanización ha tenido un desarrollo dem asiado débil com o para ofrecer una apoyatura suficientem ente consistente a una in tensa rom anización y a una eficaz organización adm inistrativa. A dem ás, la cuenca del D uero fue una de las zonas del Im perio occidental más afectadas por el proceso general de ruralización en la últim a etap a del Im perio R om ano. D e esta form a, lo único que encuentran los m usulm anes es una zona deprim ida, con una estructura muy deficiente sobre la que organizar la adm inistra ción; probablem ente con una escasa presencia de señores ru ra les con quienes pactar y a quienes confiar el control del territo rio, ya sea porque su reducido núm ero y escaso poder no les proporcionaba suficiente operatividad, o porque habían em igra do hacia los territorios de m ontaña abandonando a su suerte las grandes propiedades y a los campesinos dependientes que las cul tivaban. Tam poco existen noticias de pactos con los m usulm a nes sem ejantes a los realizados por T eodorico en M urcia o por el conde Casio en el valle del E bro. M ientras que en las zonas de la cuenca del E bro y del nores te peninsular la conquista m usulm ana no parece alterar sustan cialm ente la organización económ ica, social y política de la zona, en la cuenca del D uero es posible que la invasión term inase por desarticular com pletam ente una organización que ya se encon traba en una situación sum am ente precaria. El resultado es que los m usulm anes, desde m ediados del si glo V III, se desinteresaron por estos territorios, sobre los que no llegarán a im plantar nunca una dom inación efectiva. L a cuenca del D uero qu ed ará relegada a una consideración de tierra peri férica tanto para los m usulm anes com o para la naciente form a ción política astur-leonesa. A partir de estas diferencias se com prende que térm inos
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como conquista o com o colonización no pueden ser utilizados unívocam ente, ya que las acciones que tratan de definir son sus ceptibles de aplicación a m arcos espaciales y sociales tan drásti cam ente diferenciados com o los que se encuentran en la cuenca del D uero, en la del E bro m edio y bajo o en los territorios sep tentrionales de la C ataluña actual.
2.
La resistencia astur y los inicios de la expansión
La Reconquista, se ha afirm ado, tiene sus inicios en Covadonga. Y algo de cierto hay en esta afirm ación; aunque habrá que filtrarla cuidadosam ente para separar lo cierto de lo ingenuo. En prim er lugar, la misma batalla de Covadonga es induda ble que ha sido m agnificada por el autor de la Crónica de A lfo n so III, redactada en el am biente palaciego ovetense de las últi mas décadas del siglo IX. Lo que sí debió de producirse es una serie de escaram uzas entre grupos de m ontañeses dirigidos por Pelayo y destacam entos andalusíes desplazados para hacer efec tivos los tributos que, com o ya he indicado, eran la única m ate rialización del dom inio islámico sobre estos pueblos. E n el orden estrictam ente m ilitar, tienen m ayor envergadura las expediciones que A lfonso I, sucesor de Pelayo tras el breve paréntesis de Favila, dirige contra los territorios de la cuenca del D uero. Se trata de una movilización m ilitar — exercitu m obens, dice la Crónica— cuyo objetivo no es tanto la conquista cuanto la depredación sobre ciudades, castros, aldeas y villas situadas a lo largo y ancho de la cuenca del D uero. No se puede enfatizar el carácter supuestam ente novedoso de estas expediciones sin falsear o forzar una interpretación p re concebida de los hechos. En realidad, acciones como ésta se ins criben en una larga tradición de depredaciones dirigidas por los pueblos m ontañeses contra las tierras llanas, y que no son otra cosa que m anifestaciones espasmódicas de la potente dinám ica expansiva que están generando las transform aciones de la estruc tura económ ica y social de estos pueblos. E n períodos anterio res provocaron la réplica m ilitar de R om a o de los visigodos. Ahora pueden realizarse casi con una total im punidad. La falta
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de una red adm inistrativa eficaz en la zona hacía muy costosa po lítica y m ilitarm ente su plena integración en la estructura políti ca creada por los m usulm anes en la Península. D e ahí que, a raíz de la crisis aguda que sacudió a los territorios de A l-A ndalus a m ediados del siglo V III, estos espacios quedasen prácticam ente abandonados a su suerte. El m ayor interés de estas cam pañas radica en que propician el trasvase de contigentes dem ográficos desde la cuenca del D u e ro a los territorios de m ontaña; de esta form a, penetran en los valles cantábricos tradiciones económ icas, sociales, políticas y ju rídicas de origen tardorrom ano y visigodo. No obstante, es im posible valorar la incidencia que tuvieron en las poblaciones au tóctonas estas aportaciones de gente y de tradiciones, tanto en el campo de la dem ografía com o en el de la cultura m aterial. M ientras que unos autores, como G arcía de C ortázar, piensan que estas aportaciones son sustanciales en orden a una profunda transform ación de las sociedades m ontañesas; otros, com o B ar bero y Vigil y yo m ismo, ponen el énfasis en la dinám ica interna a estas sociedades com o principal im pulsora de las transform a ciones, sin excluir una acción secundaria de agentes externos a las propias sociedades. La fuerte im plantación que van a ten er en las sociedades de m ontaña elem entos tales com o la propiedad privada, la familia conyugal, la difusión de los cereales y el viñedo, etc., se explica no sólo, ni principalm ente, por un poceso de aculturación pasi va, sino p orque, debido a su propio im pulso, han accedido a for mas de organización de la vida m aterial tendencialm ente simila res a las que aportan los inm igrantes de zonas más m eridionales. Adem ás de las expediciones m ilitares hacia el valle del D ue ro, las Crónicas constatan otro tipo de actividad: la repoblación. Ya en tiem pos de Pelayo, refiere el cronista, se puebla la tierra, se restaura la Iglesia. M ás explícita se m uestra la Crónica cuando se refiere al período de Alfonso I y especifica el ám bito espacial al que se extiende la acción repobladora: toda la franja m aríti m a cantábrica, desde Galicia hasta las proxim idades del Nervión, adentrándose p o r C arranza y Sopuerta hacia el territorio de la primitiva Castilla. La acción de repoblar — así se ha venido traduciendo el tér
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mino latino populare— es susceptible de interpretaciones diver sas. E n un sentido filológicam ente rígido puede entenderse como la instalación de contingentes dem ográficos en zonas total o p ar cialm ente despobladas. E n este sentido ha sido interpretado el térm ino por Sánchez-A lbornoz para explicar la repoblación en la cuenca del D uero, que él consideraba com o un inm enso d e sierto demográfico. F rente a esta interpretación, M enéndez Pidal propuso una acepción más elástica: la de organizar o im plantar una nueva o r ganización política y adm inistrativa en los territorios ya dotados de población. E sta interpretación se m uestra m ás acorde con la realidad dem ográfica e histórica de la región a la que la Crónica se refiere. Efectivam ente, la zona de Cangas de Onís y, en ge neral, los espacios de la cordillera C antábrica han venido m os trando desde los prim eros siglos de nuestra era un espectacular dinam ismo dem ográfico que se m aterializa en una constante, y con frecuencia violenta, tendencia expansiva hacia la cuenca del D uero. D e aquí se deduce que lo verdaderam ente im portante de esta actividad repobladora o colonizadora no es la creación de n u e vos asentam ientos hum anos en zonas que -ya poseían con an te rioridad altos niveles de ocupación, sino el hecho de ser el pri m er intento de organizar y articular bajo una jefatura unitaria a los distintos grupos tribales asentados a lo largo de la franja li toral y en los altos valles de la cordillera Cantábrica. A dem ás de las expediciones depredatorias y de la actividad repobladora, se insinúan en las Crónicas otros aspectos muy poco explícitos, incluso enm ascarados en las noticias acerca de la ex pansión m ilitar y repobladora, pero de una extraordinaria signi ficación a largo plazo. Prescindiendo del falso problem a acerca del origen cántabro o visigodo de Pelayo, resalta el hecho de que en torno a Pelayo se está produciendo un tipo de articulación supratribal que anun cia la configuración todavía em brionaria de una nueva form a ción política. La verdadera trascendencia de C ovadonga no radica en los hechos militares en sí, sino en que la simple existencia de estos hechos y su repercusión a m edio y a largo plazo revelan el grado
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de m adurez política y social al que está accediendo la sociedad astur. Los hechos de C ovadonga, las expediciones depredatorias sobre la cuenca del D uero y la actividad repobladora en la fran ja litoral cantábrica lo que estarían reflejando es la continuidad de una tendencia expansiva que ahora puede definitivam ente m a terializarse porque encuentra unas condiciones externas m ás fa vorables y porque la sociedad ha accedido a un grado m ás ele vado de m adurez interna. Es este últim o aspecto el que interesa desarrollar. Las Crónicas presentan a Pelayo com o el líder de la resisten cia contra el Islam y com o un jefe m ilitar vitalicio. No sería his tóricam ente correcto — más bien sería una frivolidad— insertar el ascenso de Pelayo en un m arco de acción individual desconec tado de los procesos de transform ación social que está experi m entando la sociedad cántabra. Es cierto que la ascensión de Pelayo está íntim am ente vinculada al fortalecim iento de su propia familia. Pero la explicación últim a de esta ascensión y de la de su familia debe buscarse en una transform ación cualitativa de la estructura social y económ ica de la vieja organización gentilicia. La fragm entación de la tribu, del clan y de la familia extensa y la desintegración de la propiedad com unitaria propician el for talecim iento de familias más restringidas, vinculadas a la vieja aristocracia tribal y que siguen utilizando los resortes del anti guo poder p ara asentar su preem inencia sobre bases nuevas. Por una parte, un poder económ ico cada vez más definido respecto a los otros m iem bros de la tribu o del clan por las posibilidades que se abren a la apropiación privada de la tierra, del ganado y del botín. Por o tra, las comitivas arm adas que com ienzan a aglu tinarse en torno a los distintos jefes, más por am bición de botín y de poder que por la fuerza de los vínculos de parentesco. En estas circunstancias, es posible que el ascenso de la familia de Pelayo no fuese ni tan simple ni tan pacífico como lo presentan las Crónicas. Es razonable pensar que las frecuentes sublevaciones contra los sucesores de Pelayo hunden sus raíces en las tensio nes entre distintias familias, vinculadas a la vieja aristocracia gen tilicia y a las que la ascensión de Pelayo ha preterido a un se gundo plano. Pero el triunfo de una facción, en este caso la de Pelayo, re
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fleja en el orden político la transform ación sustancial que se ha operado en el orden social: ruptura acelerada de vinculaciones de parentesco; superación de la antigua fragm entación de tribus y clanes; tendencia cada vez más potente a la institucionalización de una jefatura unitaria, estable y superadora de marcos arcai cos de relación y de acción. Así se explica que ya en época de Alfonso I, muy pocos años después de la desaparición de Pelayo, el grupo que com enzó a articularse en torno a Pelayo en el pequeño territorio de Cangas de Onís sea capaz de iniciar un es pectacular despliegue expansivo. L a gran actividad que supone la integración y organización política del extenso territorio que va desde la Galicia m arítim a al este, hasta la Trasm iera, Sopuerta, C arranza y la primitiva Castilla en el oeste, exige una coordinación de esfuerzos desde un centro de poder; y presupone tam bién que el grupo social ca paz de aglutinar a pueblos diversos ha superado el marco arcai co y estrecho del parentesco y se ha abierto a nuevas form as de articulación social. Yo creo que hablar de m onarquía o reino astu r para el período que va de Covadonga hasta m ediados del si glo IV es prem aturo y anacrónico. P ero indudablem ente, en esta incipiente centralización, en esta capacidad para superar las vin culaciones de parentesco, en esta aptitud para proyectar hacia el exterior del solar originario una reestructuración de la sociedad sobre nuevas bases de relación, en todo ello está latiendo ya el em brión de lo que más adelante constituirá con toda propiedad el reino astur. E videntem ente, no es casualidad que el m ovim iento autócto no más organizado de resistencia al Islam en el norte de la Península, y el que ha m ostrado una m ayor capacidad p ara arti cular más tem pranam ente una nueva form ación social, surja p re cisam ente en el mismo lugar donde cuatro o cinco siglos antes ya se observan signos inequívocos de expansión, protagonizada por los cántabros vadinienses que tienen su centro originario en el entorno de Cangas de Onís. Ello obliga a sacar dos conclusiones. P rim era, que en el an á lisis histórico, la resistencia a una dom inación específica, en este caso la islámica, no tiene por qué ser más significativa que la re sistencia que estos mismos pueblos habían ofrecido a otros in
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tentos de dom inación, com o la de rom anos o visigodos. Segun da, que el éxito a largo plazo de este m ovim iento de resistencia que se inicia en las m ontañas asturianas se debe sobre todo a que, en el conjunto de los pueblos de la cornisa cantábrica, exis ten unos grupos concretos — astures los denom ina las Crónicas— que han llegado a un grado de desarrollo superior. Y es este d e sarrollo superior el que hace posible el éxito de las tendencias expansivas que antes habían sido abortadas y el que les perm ite asumir un papel pionero y protagonista, tanto en la acción mili tar como en el orden de la organización política y de la estruc turación económ ica y social. El gobierno de Alfonso II constituye un largo período de actividad bélica y colonizadora y de organización interior del territorio, que se va a prolongar hasta m ediados del siglo X. A c tivación tanto más sorprendente cuanto que coincide con la in tensificación de las cam pañas m usulm anas. La actividad coloni zadora y la fuerza m ilitar del reino astur que se im pone, en oca siones con rotundidez, a los ejércitos andalusíes sería incom pren sible si el período anterior de A urelio a V erm udo I, ap aren te m ente anodino, no hubiese sido un período de profunda rem o delación interior desde un punto de vista económ ico, social, po lítico e incluso cultural. El prim er aviso de la reactivación m ilitar andalusí aparece du rante el reinado del antecesor de A lfonso II, V erm udo I. Dos ejércitos atacan sim ultáneam ente los flancos oriental y occiden tal del reino astur. U no saquea los territorios alaveses y caste llanos, m ientras que el otro d errota a V erm udo I en Galicia el año 791. Quizás esta d errota influyó en la decisión de V erm u do I de retirarse a la vida clerical y abandonar el trono a favor de Alfonso, un hijo de Fruela I, que en el año 783 había sido expulsado del trono p o r M auregato y había buscado refugio en tre los vascones alaveses familiares de su m adre, M unia. N o m u cho después de su acceso al trono, el año 794, Alfonso II corta la retirada a las tropas m usulm anas que habían saqueado O vie do y les inflinge una dura d errota en Los Lodos, cerca de G rado. Las expediciones m usulm anas se suceden con cierta periodi cidad tanto en la zona central com o en los flancos castellano y gallego: el año 795 ocupan A storga y penetran de nuevo en A s
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turias sin conseguir ningún éxito apreciable; al año siguiente a ta can y saquean la Castilla prim itiva; el 816, de nuevo contra A la va y Castilla, obligando a Alfonso II a refugiarse en Pancorvo; el 823 y 838 se repiten los ataques contra A lava y Castilla y con tra Galicia; el 846, contra L eón; el año 863 las tropas m usulm a nas saquean el territorio alavés; y dos años m ás tarde una gran expedición ataca A m aya, recién repoblada, en el corazón de la antigua C antabria; ante la imposibilidad de tom ar la fortaleza, el ejército andalusí saquea La B ureba y d erro ta en La M orcuera al conde R odrigo, repoblador de Am aya. E sta avalancha de ataques no im piden la reacción agresiva astur que lanza tres expediciones ofensivas; el año 794, contra Lis boa; el 854, contra T oledo, en ayuda de los m ozárabes subleva dos y que se salda con una estrepitosa d errota del conde G atón; el año 859 se producen las conquistas efím eras pero significati vas de Coria y Talam anca. Más realista es la cam paña del año 859, que term ina con la victoria de O rdoño I y con la ocupación de la plaza fortificada de A lbelda, vital para los Banu Qasi, quie nes, tras la ruptura de la tradicional alianza con Pam plona, se h a bían reconciliado con C órdoba y am enazaban la frontera orien tal del reino astur a través del Ebro. Lo que indica esta intensa actividad m ilitar es que el p ro ceso, que se había iniciado a principios del siglo VIII en las proxim idades de C ovadonga com o un intento — problem ático a priori— de articulación de grupos tribales diversos y de o r ganización de una eficaz resistencia frente al Islam, ha alcan zado ya, a m ediados del siglo IX , plena viabilidad y una m a durez política y m ilitar que convierten a la sociedad astur en una form ación política y económico-social pionera en el norte de la Península. Pionera no sólo porque cronológicam ente se adelanta al resto de las form aciones cristianas, sino porque re presenta una vía de constitución verdaderam ente autóctona, en contraposición a lo que sucede en los condados de la Marca Hispánica, cuya evolución se explica en gran m edida sólo a p ar tir de las estructuras im plantadas con la dom inación carolingia. No hay que olvidar que cuando Alfonso II, al frente de un ejér cito autóctono bien organizado, se bate en Los Lodos el año 794 o en Pancorvo el 816, apenas había iniciado Carlomagno
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la organización político-administrativa de la Marca Hispánica. Pero el verdadero éxito de la form ación astur no puede va lorarse únicam ente por éxitos m ilitares puntuales. U n barem o mucho más objetivo, aunque tam poco del todo preciso, del vi gor interno de la sociedad astur y de su capacidad expansiva lo constituye el ritm o de la repoblación oficial, que es la que va m arcando el ritm o de la expansión controlada por el poder político. D e ello hablarem os más adelante.
3.
Los pueblos del Pirineo y la influencia carolingia
a)
La situación geopolítica
Tom ando com o referencia a los astures, la situación de los pueblos pirenaicos presenta diferencias notables. A nte todo, un claro retraso cronológico en la labor reconquistadora. Tal re tra so sería escasam ente significativo si no fuese porque la presencia o ausencia de una frontera bien delim itada puede ser indicativa del grado de m adurez alcanzado por la form ación social en cuestión. E n este sentido, no cabe duda que la situación política de los pueblos pirenaicos ha jugado un papel fundam ental en su de sarrollo. F rente al aislam iento de los astures que se enfrentan en solitario al poder islámico, los pueblos del Pirineo se hallan si tuados en la bisagra sobre la que giran las relaciones entre dos poderosas form aciones sociales. Al no rte, los francos que, bajo el control de los m ayordom os de palacio, están soldando sus vie jas divisiones y creando las bases del Im perio Carolingio. Al sur, los musulmanes que, com o ya hem os visto antes, se han asenta do con una relativa firm eza en la cuenca del E bro y en los terri torios del Pirineo oriental. Por otra p arte, es evidente que los valles pirenaicos tienen para los m usulm anes un interés incom parablem ente superior al de los valles cantábricos, en cuanto que el control sobre aq u é llos les perm ite proseguir la conquista en territorio franco o, al m enos, cuando estas posiblidades quedan truncadas a raíz de la
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batalla de Poitiers en el año 732, prevenir y am ortiguar la peli grosa contraofensiva franca. Así pues, las acciones convergentes de orden militar y polí tico de las dos potencias que pivotan sobre el espacio pirenaico, introducen factores específicos en la evolución de estos pueblos y en las acciones expansivas protagonizadas por ellos. P ero las diferencias no se lim itan a la contraposición entre los pueblos de la cordillera C antábrica y los del Pirineo. D entro del propio Pi rineo es posible detectar diferencias muy acusadas. La vecindad de potencias exteriores tiene la misma inm ediatez en el Pirineo occidental que en el oriental. Pero su efectividad presenta con trastes notables. En el Pirineo occidental, la presencia del reino franco se realiza a través de los territorios de la A quitania, cuya integración en la estructura política de los francos fue siem pre muy renuente y jalonada de sublevaciones y m ovimientos independentistas. De esta form a, el territorio aquitano desem peñará un papel am ortiguador de las acciones e influencia de los fran cos sobre los territorios de N avarra y A ragón. En el Pirineo oriental, por el contrario, la actuación franca no se verá obsta culizada por ningún tipo de filtro. Al sur están los m usulm anes. P ero la efectividad de su d o m inación está lastrada por la debilidad que presenta la articula ción de estos territorios en el conjunto político andalusí. En la zona de B orja, la presencia m usulm ana se personaliza en la fa milia de los B anu-Q asi, antiguos cristianos convertidos al Islam en el m om ento de la conquista y que se han m antenido firm e m ente asentados en sus antiguas bases territoriales. D esde ellas m antendrán una am bigua política orientada a conseguir la m a yor autonom ía posible del poder central de C órdoba. Los terri torios de Zaragoza, H uesca y Lérida están ocupados por la antigua población cristiana y por árabes yem eníes que siguen m anteniendo las viejas tensiones que los enfrentaban a los ára bes kaysíes, a los bereberes y a los sirios y que, debido a la le janía del centro político cordobés, adoptan aquí con frecuencia form as autonom istas.
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b)
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La sociedad pam plonesa: consolidación interior e independencia
Esta situación externa puede tener una influencia decisiva cuando la propia estructura interna de las sociedades pirenaicas parece que está som etida a fuertes tensiones. D esgraciadam en te, sólo tenem os noticias muy generales y fragm entarias acerca de las transform aciones sociales que se están operando en este m om ento en las sociedades del Pirineo occidental. E n este período debieron producirse en la sociedad pam plo nesa graves fracturas y luchas internas, a través de las cuales se debieron ir form ando bloques supratribales, con un tipo de ar ticulaciones internas cada vez m ás alejadas del parentesco estric to. Es decir, que se está operando una transform ación com pleta de su estructura social muy similar a la que hipotéticam ente atri buimos a la sociedad de los cántabros occidentales. El enfrenta m iento entre los Velasco y los A rista en las últim as décadas del siglo VIH y prim eras del IX , así com o el ascenso de los Jim eno a comienzos del siglo X , constituyen muy probablem ente el últim o episodio de una serie de luchas que jalonan todo un proceso de transform aciones internas a través de las cuales se va gestando una form a original de organización social. Proceso muy sim ilar al que adivinábam os en la sociedad astur cincuenta o cien años antes, y a través de la cual la familia de Pelayo había llegado a ostentar la preem inencia sobre el res to de las familias aristocráticas de la sociedad cántabro-astur. A diferencia de lo que sucede en el reino astur, la interven ción franca va a m arcar la evolución política y m ilitar de los terri torios pirenaicos. P ero en el territorio pam plonés esta interven ción reviste caracteres de gran com plejidad que la diferencian a su vez de la intervención en el territorio de la futura C ataluña. Allí, la conquista carolingia va a suponer la integración del terri torio conquistado en el área de dom inación franca. A quí, la es cisión entre Vélaseos y A ristas, que se apoyan en los francos y en los Banu-Q asi del valle de E b ro , respectivam ente, propicia un com plicado juego de alianzas cuyo resultado final va a ser el triunfo definitivo de los A rista y la com pleta independencia del territorio pam plonés respecto de las potencias vecinas.
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E sta situación explica, al m enos parcialm ente, el que na varros, aragoneses y catalanes no presenten una oposición tan frontal como la de los astures, sino que se m antengan en una si tuación de balancín condicionada por el equilibrio de fuerzas en tre ambas potencias. Los musulmanes ocupan Pam plona en torno al año 718, m e diante la capitulación de la guarnición visigoda. P ero este hecho carece de especial significación. La ciudad ha perdido ya su ca rácter de centro adm inistrativo territorial, el proceso de ruralización se ha consum ado y son los jefes rurales los que dom inan la ciudad y los que ostentan realm ente el poder. En esta situa ción no es el som etim iento de la guarnición urbana sino los acuer dos o los pactos con los jefes rurales los que garantizan el som e tim iento de la ciudad y del entorno rural. Pero estos acuerdos plantean serias dificultades tanto por el rechazo de estos grupos a cualquier signo de som etim iento com o por la división interna entre facciones y jefes rivales. Sabem os que el año 741 el em ir U qba tiene que som eter de nuevo a Pam plona e instalar allí una guarnición para prevenir futuras insurrecciones. A partir de esta fecha apenas tenem os noticias de expedicio nes musulmanas a la zona; inactividad que habrá de relacionarse con la grave crisis que padece A l-A ndalus en la década de los cuarenta del siglo VIH. Las luchas intestinas en A l-A ndalus, que precedieron y siguieron al acceso del om eya Abd al-R ahm an I al em irato, no sólo habían provocado un repliegue de las posi ciones fronterizas más avanzadas sino que habían favorecido m o vimientos independentistas en zonas controladas por grupos hos tiles al nuevo Om eya. E ste es el caso de Zaragoza que incluso llega a solicitar el apoyo m ilitar de los francos. Así pues, habrá que esperar al año 778 para que se produzca la prim era intervención franca en esta zona. C arlom agno pene tra con un poderoso ejército hasta Zaragoza. Pero esta ciudad se niega a abrirle las puertas. El ejército carolingio tuvo que en frentarse en su retirada por Roncesvalles al ataque de los vascones, que destrozaron su retaguardia. Los acontecim ientos de Zaragoza y Roncesvalles habían des velado algunos aspectos inquietantes para las dos grandes po ten cias al norte y sur de los Pirineos. P ara C órdoba, las tendencias
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independentistas que habían aflorado en Zaragoza podían cons tituir un serio obstáculo en la consolidación de la unidad política de Al-A ndalus. P ara los francos, la actitud hostil de los vascones ponía en peligro la sumisión del reino de A quitania, conse guida a duras penas en la época de Pipino, y hacía problem ático el control sobre el espacio fronterizo con los musulmanes de la Península. La convergencia de acciones, tanto de orden m ilitar como de orden político, de francos y m usulm anes sobre el espa cio pam plonés ilustra el interés que para am bos tienen estos territorios. El año 781 A bd al-R ahm an I m archa sobre Zaragoza. U na vez som etida y pacificada la ciudad, rem onta el E bro hasta C a lahorra y p enetra en territorio pam plonés hasta los valles de Salazar y R oncal, devastando el territorio y exigiendo rehenes y tri butos. Pero hasta bien entrado el siglo IX no volvemos a ten er noticias de nuevas expediciones m usulm anas contra estos terri torios. La clave está en la presencia activa de los B anu-Q asi del E bro. Com o clientes de los om eyas desde la época de la con quista y de su conversión al islamismo, estos muladíes descen dientes del conde visigodo Casio se habían m antenido fieles al nuevo emir om eya, único representante de la dinastía destrona da en Dam asco. Es muy posible que, a partir de esta época, se fraguase la alianza entre esta familia de m uladíes y los A rista pam ploneses. D e hecho, en el año 789 aparece com o goberna dor de Pam plona el B anu-Q asi M utarrif ibn Musa ibn Fortun. El gobierno de este Banu-Q asi muy posiblem ente corresponde a un período de preem inencia de la familia de los A rista, para quienes la presencia de los Banu-Q asi representaba la m ejor ga rantía frente a los Velasco, que buscarán el apoyo de los francos. En realidad, la dom inación sobre estos territorios parece ser que entraba en los planes de los m onarcas carolingios, que el año 799 intensifican la presión sobre el territorio pam plonés. M u tarrif ibn M usa es asesinado y el poder es ocupado por un tal Velasco, posiblem ente el jefe de una familia procedente de los va lles de Salazar y del R oncal y que se apoya en el poderío franco para suplantar a los B anu-Q asi y a sus aliados los A rista y acce der al poder en Pam plona. El golpe de fuerza en Pam plona es uno más en una cadena
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de hechos que ilustran la gran ofensiva franca al sur de los Piri neos. El año 801 se produce la ocupación de Barcelona por las tropas francas. Pocos años después, hacia el 806, los condes de Tolosa ocupan Pallars y Ribagorza. Y en el año 812 el conde au tóctono A znar G alindo gobierna el territorio del alto A ragón en nom bre del m onarca carolingio. Pero la situación en el Pirineo occidental va a sufrir, a co mienzos del siglo IX , un nuevo giro. El año 816 estalla un movi m iento de rebelión contra los francos. Iñigo A rista, con el apo yo de los B anu-Q asi, ocupa el poder en Pam plona, desalojando a los Velasco y sacudiéndose la tutela de los francos que habían apoyado el ascenso de éstos. Al mismo tiem po, un yerno de Iñi go A rista, G arcía el M alo, desplaza a A znar Galindo del poder en el alto A ragón, desvinculando la región de la influencia fran ca. A partir de ahora los A rista gobernarán en Pam plona con el apoyo, hasta la segunda m itad del siglo IX , de los B anu-Q asi, fir m em ente asentados en los territorios del curso m edio del E bro. El acceso de los A rista al poder consum a el fracaso del dom inio carolingio en la zona. El año 824 se producirá el últim o intento franco por contro lar el espacio pam plonés. Pero el fracaso de los condes Eblo y A znar reafirm ará la independencia del territorio. A partir de este m om ento, y bajo la hegem onía de los A rista, la estructuración interior de estas sociedades y su evolución política se realizará siguiendo unas pautas autónom as, m ás próxim as a las del reino astur que a las de los condados de la Marca. A pesar de la vio lencia de la lucha y de las severas derrotas infligidas por los m u sulm anes, Iñigo A rista se m antendrá en el poder; y la jefatura de la sociedad pam plonesa se transm itirá en el seno de su fami lia de form a sim ilar a lo que sucede con la familia de Pelayo en la sociedad astur.
c)
La penetración carolingia en el Pirineo oriental
La situación difiere en los territorios pirenaicos más orienta les, tanto en el Pirineo estricto com o en la región subpirenaica. Ya me he referido más arriba a la peculiar situación de los altos
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valles pirenaicos, sobre todo del Pirineo oriental, donde se su perponen en estratos diferenciados tradiciones ancestrales autóc tonas y las más recientes aportaciones rom anizadoras, traídas consigo por los num erosos contingentes de inm igrantes y refu giados hispano-rom anos y visigodos. Es evidente que esta pecu liar situación se debe, al m enos en parte, a la proxim idad de tierras muy evolucionadas económ ica, social, política y cultural m ente. E fectivam ente, los territorios subpirenaicos del Pirineo oriental habían constituido una de las zonas más intensam ente romanizadas de la Península, en claro contraste con los territo rios de la cuenca del D uero e incluso con los de la cuenca del Ebro. La ocupación visigoda no produjo ninguna ruptura en esta si tuación; su aristocracia asimiló rápidam ente las form as de vida rom ana; y el resto de la población prefirió para su asentam iento los territorios de la cuenca del D uero y del curso m edio del E bro. Tam poco la invasión m usulm ana conlleva un vuelco inm edia to de la situación anterior. De acuerdo con el sistema de capi tulaciones, tan am pliam ente utilizado por los conquistadores, las ciudades m antuvieron sus condes, jueces y obispos, que ahora pasaron a depender de los walíes o gobernadores im puestos por el nuevo poder político andalusí. Pero la nueva situación políti ca parece que no consigue frenar el éxodo rural que ya se había iniciado durante el B ajo Im perio y que había proseguido en la época visigoda. Pero la despoblación consiguiente, cuyas verdaderas dim en siones habría que m atizar cuidadosam ente — lo mismo que en la cuenca del D uero— , no parece ser efecto inm ediato de la con quista, sino resultado de acciones m ilitares posteriores exigidas por una m odificación de la situación política y militar de la zona. A finales del siglo v m , los francos, con el apoyo que les presta la antigua nobleza visigoda desde el interior de las ciudades, in tensifican la presión sobre los territorios de la antigua Septim ania visigoda. Hacia el 795, Pipino el B reve había conseguido la com pleta incorporación del territorio al reino franco. Más tarde, serán los m ovim ientos de rebeldía de los propios condes y las lu chas entre distintas facciones las que provoquen un estado de perm anente tensión e inseguridad.
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Son las m igraciones que se producen en este contexto, y que afectan tanto a la clase dirigente como a la base popular, las que contribuyen decisivam ente a la consum ación del proceso de de sarticulación de la vieja organización esclavista en los territorios subpirenaicos del noreste peninsular. D e esta form a, se consu m a la ruptura com pleta en el orden social y económico respecto de la A ntigüedad y se establecen las bases para la im plantación de nuevas estructuras a través del proceso de colonización de es tos territorios. El peligro que las expediciones m usulm anas al norte de los Pirineos suponían para la integridad del territorio franco justifi ca el intento por parte de los m onarcas carolingios de crear una marca fronteriza constituida por los territorios entre el E bro y el macizo pirenaico. E n los territorios del Pirineo occidental y central esta políti ca fracasó. E n la zona oriental el éxito es m atizado, puesto que nunca se llegaron a sobrepasar los cursos del Llobregat y del Cardoner. Pero en esta zona restringida la dom inación se hizo ver daderam ente efectiva tras la conquista de G erona el año 785, la de la zona m ontañosa al norte de A usona y C ardona el año 798 y, finalm ente, la de Barcelona en el año 801. Las cam pañas pos teriores de Luis el Piadoso contra T arragona, T ortosa y H uesca realizadas entre el 806 y el 811 van a fracasar, quedando estabi lizada la frontera en los ríos Llobregat y C ardoner y en la sierra del Cadí. Es el territorio de la Marca Hispánica que queda ple nam ente integrada al Im perio Carolingio. Al contrario de lo que sucede en los territorios del Pirineo occidental y de la cordillera C antábrica, en la Marca Hispánica no se produce ningún vacío de instituciones políticas. En aque llos territorios la autoridad había ido concentrándose paulatina m ente en algunos m iem bros más destacados de la antigua aristocracia tribal, m anteniendo su prim itivo carácter em inente m ente militar. La concepción de unas relaciones políticas entre súbditos y m onarca que superasen las originarias relaciones de parentesco y las antiguas dem arcaciones espaciales de origen tri bal fue producto de una gestación laboriosa, em inentem ente es pontánea, y som etida a la dialéctica entre la percepción objetiva
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del espacio y los intereses subjetivos de la aristocracia en form a ción y que tiende a dom inar ese espacio. En los territorios catalanes, sin em bargo, aparecen factores que introducen una dinám ica diferente. P or una parte, la pervivencia de una fuerte tradición rom ano-visigoda conlleva el m an tenim iento de una precisa definición conceptual de lo que es el poder político y de lo que son las relaciones de carácter público. Por otra, la incorporación de estos territorios al Im perio Carolingio implica la im plantación de una eficaz estructura adm inis trativa al servicio del ejercicio de ese poder político. U na de las piezas angulares de esta estructura adm inistrativa la constituyen los condados que vienen a ser los m arcos territoriales de acción institucional de aquellos que ostentan poderes políticos delega dos de la m onarquía. A pesar de su aparente solidez, la estructura de los condados adolece de gravísimas deficiencias. Quizás la más grave es la fal ta de coherencia entre estas unidades adm inistrativas y las uni dades étnico-sociales de base que se integran en ellas. A nivel global esta falta de coherencia es un ferm ento de disolución de la estructura política y social del Im perio. Los territorios de la Marca Hispánica, plenam ente integrados en la problem ática social y política del Im perio, no escaparán a esta dinámica. Los em peradores carolingios tratarán de prevenir la aparición de estas tendencias m ediante el nom bram iento de condes originarios de las dem arcaciones adm inistrativas: m iem bros preem inentes de la aristocracia tribal en la zona m ontañosa o personalidades destacadas de la antigua nobleza visigoda en los condados de la tierra llana. Tal es el caso del conde B era en Barcelona, de B orrell en U rgel-C erdaña o de A znar G alindo en Aragón. Pero la fuerte incardinación de estos personajes en los territorios adm inistrados y las tendencias disgregacionistas gene ralizadas en el Im perio provocan tam bién aquí la aparición de movimientos independentistas, a veces violentos, que pueden constituir un peligro incluso superior al de la agresión musulma-, na contra estos territorios. T anto más cuanto que, al parecer, al gunos de estos m iem bros de la aristocracia encabezan facciones partidarias de m antener con los m usulm anes unas relaciones p a
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cíficas, que favorecerían las expectativas independentistas de los condes de la Marca Hispánica. Surge así una situación de total confusionism o m arcada por las luchas entre facciones aristocráticas de origen hispano-visigodo o de origen franco, así como por las luchas entre los propios miem bros de la dinastía carolingia. Es esta situación la que p ro picia la consolidación de algunas dinastías condales que van a consum ar la independencia de fa d o de los condados de la Marca Hispánica respecto de los m onarcas francos. T odo ello a través de una com plicada sucesión de acontecim ientos de orden políti co y militar. D ada la gravedad y violencia de las luchas que se vienen d e sarrollando en el interior de los condados pirenaicos, no deja de ser sorprendente la relativa pasividad de los m usulm anes en re lación con una situación favorable para restablecer el dom inio so bre los territorios de la Marca Hispánica. Pero evidentem ente se ha producido una m odificación im portante en los planteam ien tos políticos; en parte, debido a hechos trascendentales de ca rácter militar. Por un lado, la conquista de G erona y Barcelona por los ejé r citos de Carlom agno en torno al año 800, supone para los m u sulmanes la consum ación del fracaso de la política de conquistas al norte de los Pirineos. P ero, por otro lado, tam bién los carolingios fracasan reiteradam ente ante Zaragoza, Tarragona, Lé rida y Huesca y, a partir de 820, llegan a perder por com pleto el control sobre el territorio de Pam plona y del alto A ragón. La proyectada Marca Hispánica, que com prendería los territorios si tuados al norte del E bro, queda reducida a los territorios entre el Llobregat, C ardoner y sierra del Cadí. Parece que, a partir de las prim eras décadas del siglo IX y por condicionam ientos de realism o político, am bas potencias asum en que han llegado al límite de sus respectivas posibilida des de expansión y renuncian a acciones eficaces de conquista. En adelante no van a faltar acciones m ilitares, pero éstas ten drán objetivos muy concretos y limitados. U nas veces será la bús queda de botín com o form a de enriquecim iento; otras, serán ac ciones de castigo para debilitar al enem igo o im poner el terror sobre las poblaciones cam pesinas de la frontera; en ocasiones,
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se tratará de conseguir el pleno control sobre una franja de te rre no que perm ita un pequeño avance de las tareas de colonización. De hecho, la m ayor parte de las acciones m ilitares fronteri zas son el resultado de las iniciativas de las autoridades locales a uno y otro lado de la frontera, sin que las cúpulas del poder político islámico o carolingio intervengan en estas decisiones. La última expedición realizada bajo las directrices del em perador es la del año 822, en la que Luis el Piadoso ordena a los condes de la Marca Hispánica devastar el territorio enem igo. La réplica m u sulmana se realizará en los años 826 y 827, con motivo de los gra vísimos acontecim ientos que acom pañan a la revuelta contra B er nardo de Septim ania de los partidarios del conde B era que poco antes había sido destituido. Los m usulm anes, cuya ayuda había sido seguram ente solicitada por los rebeldes, asediaron B arcelo na y G erona y saquearon sus alrededores. A partir de estos años no se conservan noticias de acciones militares hasta quince años después. H acia el 841 o el 842 la si tuación en el Im perio es crítica. Luis el Piadoso había m uerto el año 840 e inm ediatam ente estalla la guerra entre sus hijos. Si tuación propicia para los m agnates del reino que sabrán utilizar con inteligencia oportunista los m ecanism os de fidelidad vasallálica en función de sus intereses particularistas. En esta situación, Abd al-R ahm an II va a lanzar un ataque contra N arbona a tra vés de las tierras sem idespobladas del Bages, del Lluganés y de Ausona. El ejército andalusí caerá en la tram pa tendida por el conde Sunifredo de C erdaña y tendrá que replegarse. El éxito militar del conde, unido a la fidelidad que éste había m ostrado a Carlos el Calvo, va a propiciar el engrandecim iento de Suni fredo que, tras la deposición de B ernardo de Septim ania, reuni rá en sus m anos el gobierno de los condados de B arcelona, G e rona, Besalú, Urgell y C erdaña, aparte de otros condados de la Septimania. En el año 850 se producirá una nueva intervención m usulm a na, esta vez m otivada por la petición de auxilio del conde rebel de Guillem , expulsado de Barcelona por A leran. El objetivo de la expedición era la conquista de B arcelona y G erona para el con de rebelde. Es evidente que las tropas m usulm anas no estaban dispuestas a arriesgar dem asiado en la operación, por lo que se
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dedicaron más al saqueo que a la conquista de una ciudad que presentaba una encarnizada resistencia. E n este mismo contexto de luchas internas se enm arca la aceifa que dirige el Banu-Q asi Musa ibn Musa contra B arcelona el año 856 por encargo del nue vo em ir M uham m ad I. D e form a sim ilar a las anteriores, tam poco esta cam paña se plantea com o una expedición de conquis ta. Es muy probable que por esta época ya se hiciese sentir una cierta presión colonizadora sobre la frontera. P or eso la expedi ción se limita a destruir algunos castillos fronterizos y a saquear el territorio con objeto de obstaculizar el avance de la coloniza ción. N aturalm ente, no se trata de una colonización dirigida por el poder político de los condes, sino de un m ovim iento espontá neo de pioneros cuya acción precedió a la intervención oficial del poder condal. E ste no estaba en condiciones de asum ir el pro tagonismo de la colonización, ya que por esta época la atención de los condes estaba centrada en los acontecim ientos de la F ran cia occidental que era donde se estaba dirim iendo, en m edio de confrontaciones políticas y m ilitares, el poder de cada una de las familias condales. E n la Marca Hispánica, y concretam ente en los territorios de la futura C ataluña, parece ser que la situación entra en vías de solución definitiva el año 878, con el nom bram iento de Vifredo el Belloso, conde de U rgel y C erdaña, com o conde de B arcelo na y G erona. El acceso de Vifredo el Belloso se produce en un m om ento en que, a escala del reino franco-occidental —prácti cam ente los territorios de la Francia actual— , se está consum an do una prim era fase de fragm entación de la unidad territorial y, consiguientem ente, de la soberanía; es en este m om ento cuando comienzan a configurarse y a adquirir entidad política autónom a principados tales com o los ducados de N orm andía o de A quitania, como los condados de Flandes, de Tolosa o de B orgoña, etcétera que van configurándose por fusión o anexión, muchas veces violenta, de los antiguos condados de la época de Carlomagno y Luis el Piadoso. En este contexto comienza a fraguarse la unidad de algunos de los condados de la Marca Hispánica bajo la hegemonía del conde de Barcelona. Esta 1'ragincntarión tiene causas profundas y com plejas de carailei social, económ ico y político. Pero es indudable que apa
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rece de alguna form a asociada a la degradación del prestigio de la dinastía carolingia. D e hecho, el nom bram iento de V ifredo el Belloso constituye el últim o acto de intervención directa de la m onarquía franca en el nom bram iento de los condes de esta re gión. En adelante, las funciones condales se transm itirán h ere ditariam ente, lim itándose los m onarcas francos a sancionar a posteriori la transm isión. Los condes seguirán reconociendo la vinculación y supedita ción formal a los m onarcas francos. P ero esto no es obstáculo para que el m arco de actuación autónom a por parte de los con des sea cada vez m ás am plio, tanto en lo que afecta a la tran s misión del poder condal, com o a todos los niveles de actuación política y m ilitar en el interior del condado y en las relaciones con el exterior. Señal de la consolidación del poder condal en estos territo rios es que por prim era vez, después de m ucho tiem po, el conde se desentiende de los acontecim ientos de la Francia occidental, comienza a residir perm anentem ente en el territorio y pasa a asu mir directam ente la responsabilidad de las tareas repobladoras sobre la base de un poder que ha recibido de la m onarquía fran ca y que con el relajam iento de los vínculos de dependencia pue de ejercer con m ayor efectividad. En realidad, la fragm entación política del antiguo Im perio ( ’arolingio no supuso, al m enos inicialm ente, un debilitam iento del poder en cuanto tal, sino una adecuación del mismo a ám bitos espaciales m ás restringidos y más coherentes con la reali dad económica y social. El único debilitam iento del poder es el de la m onarquía en cuanto que ésta, tras el intento frustrado de Carlom agno, representa un poder inadaptado a las circunstan cias concretas del m om ento. Pero los principados resultantes de la fragmentación del Im perio son herederos en su pleno sentido de la antigua concepción del poder y de la vieja organización p o li! ico-adm inistrativa que, paulatinam ente, se va adecuando a re a lidades más tangibles y operativas.
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4.
La germinación de nuevas form aciones políticas
a)
La proyección astur hacia la cuenca del D uero
El acceso de V ifredo el Belloso que, como hecho puntual, quizás ha sido sobredim ensionado por la historiografía tradicio nal catalana, no deja de ser significativo de un proceso general que se está produciendo a todo lo largo de la franja m ontañosa del norte de la Península: el desarrollo de las nuevas form acio nes políticas. En el espacio astur tenem os las prim eras noticias de hechos su m am ente significativos. E ntre los años 856 y 860 se configura la principal m áquina defensiva del espacio central astur con la re población y fortificación de León y A storga. La repoblación de León parece que es realizada directam ente por el rey O rdoño I. A storga es repoblada por G atón, conde del Bierzo, que con gen tes procedentes de esta región organiza la repoblación de la ciu dad y de su territorio por encargo regio. Por los mismos años se repuebla en el flanco occidental la ciudad de Tuy, sobre el Miño. Y se inicia la protección de la frontera oriental del reino con la fortificación de A m aya, la antigua capital cántabra repoblada ahora por el conde Diego, tam bién por encargo de O rdoño I. D esde estas posiciones trata de controlarse el curso del alto Ebro que constituía una de las vías más im portantes de penetración de las aceifas m usulm anas en el territorio astur. La im portancia m ilitar de estas repoblaciones es evidente. M enos evidente quizás es su trascendencia política en la m edida en que esas repoblaciones oficiales ofrecen protección y sancio nan jurídica y políticam ente la actividad espontánea de los pio neros de la colonización que se han adelantado a la repoblación oficial. En definitiva, el significado profundo de estas repoblaciones efectuadas por iniciativa expresa de la m onarquía está en que nos desvelan, por una parte, el gran esfuerzo expansivo que está realizando la sociedad astur; por otra, el rápido desarrollo de la concepción y de la praxis del poder político, que aspira a hacer se efectivo m ediante el control de esa expansión y m ediante su
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identificación con un espacio concreto; de ahí la necesidad de d e finir con precisión ese espacio m ediante la erección de una au téntica frontera que tiene una función m ilitar, pero tam bién política. La consolidación de este espacio desde la doble vertiente m i litar y política explica la enérgica expansión que va a protagoni zar la sociedad astur en la época de A lfonso III y de su hijo G a r cía I y que va a culm inar con la fortificación de la línea M ondego-Duero en los últim os años del siglo IX y prim eros del siglo x .
b)
Pam ploneses y aragoneses: sociedades en vías de m aduración
Nada sem ejante encontram os ni en el Pirineo occidental ni en los condados de la Marca Hispánica para la época anterior a Vifredo. La sociedad navarra y la del alto A ragón parece que no han alcanzado todavía el suficiente grado de articulación y m aduración social y política como para em prender una acción ex pansiva fuera de sus límites territoriales. A ello se suma que la expansión hacia zonas mas m eridionales sólo puede realizarse m ediante una acción ofensiva contra un aliado tradicional de la familia de los A rista: los Banu-Q asi del valle del E bro que do minan gran parte de la actual R ioja. A ntes me refería a la afinidad entre León y N avarra en el p ro ceso de sus respectivas configuraciones com o form aciones socia les y políticas. A finidad que explicaría en parte la alianza entre ambos reinos. A h ora es preciso resaltar la necesidad interna de expansión de la sociedad navarra com o uno de los más im por tantes factores explicativos de la ruptura de la alianza secular con los m uladíes del valle del E bro. D esde el m om ento en que la so ciedad navarra p o r efecto del crecim iento dem ográfico y de la m aduración interna social y política alcanza una potencialidad su ficiente, la alianza con sus vecinos del sur se convierte en un do gal que am enaza con asfixiar el crecim iento de una sociedad ple na de dinamismo.
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c)
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Los condados de la M arca: la lenta vía hacia la independencia
P or su p arte, los condados de la Marca Hispánica quedan d e masiado alejados del centro de decisiones del Im perio como para que la m onarquía franca, sum ida en gravísimos problem as inter nos, se preocupase de incentivar o proteger la expansión coloni zadora. Esta función sólo podrá ser desem peñada por condes que, al asentarse firm em ente en la región, sean capaces de asu mir sus problem as. E sta es la razón de que no encontrem os no ticias de una decidida actuación condal en las tareas de repobla ción con anterioridad a Vifredo el Belloso. A ntes de la consti tución de la Marca Hispánica los territorios del noreste peninsu lar fueron zona de paso de los ejércitos andalusíes en tránsito h a cia los territorios al norte de los Pirineos orientales; ejércitos que llevan consigo la desolación por cuanto se aprovisionan sobre los lugares por donde se desplazan. Tras la conquista de Carlomagno y la constitución de la Marca, estos territorios se convierten en blanco no sólo de las grandes aceifas em irales, com o las de m ediados del siglo IX ya reseñadas, sino de las razias continuas dirigidas p or los valíes próxim os de Z aragoza, Lérida y Tortosa en busca de cautivos y de ganado y que saquean sistem áticam en te el territorio, tratando de im pedir los asentam ientos hum anos y la colonización del territorio por parte de las poblaciones del otro lado de la frontera. A ello se suma la devastación provoca da p or las guerras constantes entre distintas facciones nobiliarias en sus disputas por el control del poder sobre los distintos con dados de la Marca. Los efectos despobladores de estas acciones contantes son in dudables; aunque quizás no tan desoladores como los ha presen tado la historiografía tradicional catalana. Según esta historio grafía, la despoblación de la zona subpirenaica de los condados de la Marca Hispánica sería casi com parable a la despoblación integral que para Sánchez-A lbornoz y para sus discípulos sufrió el valle del D uero. P ero lo cierto es que, durante la m ayor parte del siglo IX , el poblam iento era muy débil en toda la zona llana de los condados de la Marca. El reducido núm ero de topónim os docum entados con anterioridad a la época de Vifredo el Belloso
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en zonas com o el M aresm e y las tierras bajas del Valles central, aunque tom ado con todo tipo de cautelas, puede ser ilustrador de la debilidad dem ográfica de la zona. Com o expresión gráfica de esta situación tiene razón J. M. Salrach cuando afirm a que p or este flanco — el flanco sur y suroccidental de la Marca— la frontera sólo se mantenía p o r el vigor de los muros barceloneses. Y es que para la época anterior a V ifredo no hay noticias de una actividad repobladora en los condados de la Marca que se pueda equiparar a las repoblaciones de León, A storga o A m aya en el reino astur. En este sentido, la llegada de V ifredo va a suponer una es pectacular dinam ización de la actividad repobladora. A unque tam bién aquí se im ponen las m atizaciones. Porque antes de que Vifredo iniciase su acción repobladora hubo en la Marca una im portante actividad colonizadora que se realizaba al m argen de las iniciativas del poder político. Con o sin repoblación oficial, en la Marca Hispánica, en el reino astur y, con toda probabili dad, en los territorios del Pirineo occidental, la acción espontá nea de pequeños grupos pioneros que actúan con total indepen dencia de los condes es fundam ental en la conquista de nuevas tierras, que constituirán la base económ ica y social sobre la que se configurarán los nuevos espacios políticos.
Capítulo 3 COLONIZACION Y REPOBLACION
1.
Precisiones terminológicas
M á s arriba me he referido a la repoblación oficial de centros de particular im portancia político-m ilitar y económico-social. Son los casos de L eón, de A storga, de Tuy, de Am aya. P ero se ría un grave error de percepción histórica centrar el análisis de la expansión astur a partir exclusivam ente de actos oficiales em a nados del poder político. Más aún en las circunstancias específi cas del período astur en el que la m onarquía — así se la denom i na todavía con evidente im propiedad— no ha alcanzado una autoconsciencia de su propia potencialidad, ni ha desarrollado efi cazmente los instrum entos para hacer efectivo su poder, ni si quiera ha llegado a una clara percepción política y social del es pacio al que debería extenderse ese poder. A la luz de estas reflexiones parece conveniente explicar el sentido de los térm inos con los que, en adelante, me referiré en estas páginas a ese fenóm eno com plejo que genéricam ente vie ne denom inándose repoblación com o com plem entario a la re conquista. En prim er lugar, el térm ino colonización: lo utilizaré aquí para designar la acción de roturar y p o n er en cultivo progresiva mente el espacio donde se ha asentado el sujeto colonizador, ya sea un grupo am plio o un individuo; es decir, que la coloniza ción rem ite prioritariam ente a la iniciativa privada. E n esta acep ción es fundam ental el com ponente socio-económ ico por cuanto este térm ino hace referencia inm ediata al increm ento dem ográ fico en las zonas objeto de colonización, a la am pliación de los espacios productivos y a la organización social de los grupos co-
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Ionizadores, siem pre al m argen de las directrices de la m onar quía en cuanto poder público. El térm ino repoblación, generalm ente lo em pleo en un sen tido más oficial, prioritariam ente relacionado con la acción de or ganizar política y adm inistrativam ente el territorio. Por tanto, la acción repobladora no supone la existencia previa de un despo blado. Su contenido fundam ental es el de integrar a una pobla ción determ inada, sea de antigua existencia o de nueva creación, en el seno de una estructura política y adm inistrativa determ ina da. D e ahí ese com ponente em inentem ente político que conlle va el térm ino de repoblación. Y de ahí tam bién que tenga siem pre un carácter oficial, realizada directam ente por el rey o por algún m iem bro de la aristocracia con poderes delegados del m onarca.
2.
E l despegue de la colonización campesina
a)
La colonización astur en la cuenca del D uero
A pesar de la insuficiencia de datos para seguir puntualm en te la expansión de la sociedad astur durante la segunda m itad del siglo VIII y prim era m itad del siglo IX , es indudable que nunca cesó la actividad colonizadora. Existen testim onios num erosos que se rem ontan a finales del siglo v m y comienzos del siglo IX que avalan la continuidad, incluso la intensificación, de la colo nización espontánea. A partir del año 800 tenem os noticias de una im portante ac tividad colonizadora en la zona más oriental del reino astur, al noreste de la actual provincia de Burgos. Se trata de coloniza ciones llevadas a cabo por pequeños grupos familiares que ro tu ran las tierras incultas, construyen iglesias, edifican casas y gra neros, siem bran cereales, plantan viñas y hacen pastar a sus ga nados en las zonas baldías. Son las actividades realizadas por Lebato y M om adonna, un m atrim onio que em prende una eficaz ac ción colonizadora en el valle del M ena. Y son las actividades que realizan tam bién en el mismo lugar sus hijos Vitulo y Ervigio.
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Roturaciones que conocem os porque en el año 800 estos últim os nos las relatan en el acta fundacional de Santa M aría de Taranco, constituida en sede de un pequeño m onasterio familiar. D e esta misma época datan las presuras realizadas por Eugenio y Belastar junto con sus com pañeros — gasalianes los denom inan los docum entos— en una zona próxim a. Pocos años después E u g e nio y todos sus com pañeros, en com ún, entregarán sus bienes a la iglesia de Santa M aría de T aranco y se som eterán a la o b e diencia de V ítulo, a quien reconocen com o su abad, para cons tituir de esta form a una com unidad m onástica de cierta entidad. Por la misma época y en una zona próxim a, en V alpuesta, el presbítero Juan inicia una amplia serie de roturaciones que le van a convertir quizás en el m ayor propietario de la zona y van a propiciar la creación de una nueva sede episcopal en Valpuesla y su nom bram iento com o obispo de la nueva sede. La procedencia eclesiástica de todas estas noticias no puede hacer olvidar que en m uchas de ellas se nos relata la actividad roturadora de una serie de personas antes de que abrazasen una vida monástica. No obstante, queda planteado el problem a de hasta qué punto las noticias acerca de la colonización de esta ép o ca referidas prioritariam ente a instituciones eclesiásticas pueden ser de utilidad para el conocim iento de todo un proceso coloni zador en el que las com unidades cam pesinas laicas tuvieron un innegable protagonism o. Hn un capítulo posterior plantearé una serie de reflexiones en torno a estas pequeñas com unidades m onásticas. Por el m o m ento, baste decir que estas com unidades monásticas primitivas a las que ahora me refiero están, por su estructura y organiza ción interna, m ucho más cerca de las com unidades cam pesinas laicas que de los grandes m onasterios que van a proliferar en to dos los reinos cristianos a partir de finales del siglo IX y durante el siglo X. Estas prim itivas com unidades son, ante todo, y por en cima de su carácter m onástico, com unidades campesinas nacidas en y para la colonización. Y su principal característica, lo mismo que la de las com unidades laicas de cam pesinos, es su perfecta adaptación a los condicionam ientos del proceso colonizador en las circunstancias concretas en que éste se desarrolla. El hecho de que la m ayor parte de las noticias de que disponem os rem i
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tan a la actividad de com unidades m onásticas, se debe sobre todo a que la m ayor parte de éstas term inaron por integrarse en al guno de los grandes dom inios m onásticos a los que debem os la m ayor parte de la docum entación conservada de la A lta E dad M edia. A veces, pequeños haces de luz sobre determ inadas com uni dades laicas perm iten conocer su existencia e, incluso, algunas de sus características internas. Por la propia independencia con que se configuran inicialm ente — aspecto que tam bién estudiaré más adelante— estas com unidades m antienen sus orígenes en una zona alejada de aquellos ám bitos donde se generan las fuen tes docum entales y narrativas, que son precisam ente los ámbitos señoriales; con ello, quedan condenadas a un com pleto silencio. P or eso, cuando alguna de estas com unidades entra en la órbita señorial, sobre todo de algún señorío eclesiástico, em erge repen tinam ente del anonim ato. E n ese m om ento, en ocasiones, es po sible detectar algún rasgo que perm ita una aproxim ación al co nocim iento de sus orígenes. P or este m otivo tienen tam bién especial interés algunas con firmaciones regias de presuras familiares o individuales. Estas confirmaciones no son otra cosa que la sanción pública form al de los derechos que han adquirido determ inados particulares so bre un espacio por la ocupación y roturación de ese espacio; e indirectam ente, desvelan la existencia de villas o pequeñas ex plotaciones fam iliares, que se han constituido m uchos años an tes de la confirm ación regia m ediante roturaciones realizadas in dependientem ente del poder político, y que han llevado durante más o m enos tiem po una vida totalm ente independiente de ese poder. Es decir, que estas confirm aciones representan a nivel particular algo similar a lo que representan a nivel más general muchas de las repoblaciones oficiales que conocem os por las fuentes. Y a es conocida la interpretación más generalizada de la his toriografía tradicional sobre la repoblación oficial — en un sen tido estricto— de asentar población y fortificar un lugar hasta ese m om ento com pletam ente despoblado. Volvamos a algunas de las repoblaciones más representativas- anteriores al reinado de Alfonso III. L eón, dice la historiografía tradicional, fue repo
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blada por O rdoño I el año 856. P ero el año 846 hay noticias de una expedición m usulm ana contra esta ciudad. Algo sim ilar ocurre con A storga. El año 795, es decir, cincuenta años antes de su repoblación oficial por el conde G atón, el em ir A bd alKarim, en una aceifa contra el territorio astur, se apodera de la ciudad. E videntem ente, si estas ciudades tienen algún interés para los emires andalusíes, es porque están pobladas y, aunque sea rudi m entariam ente, fortificadas. Lo que parece dem ostrar que nin guna de estas ciudades llegó a estar desierta y que, sobre una base dem ográfica de m ayor o m enor entidad, su población fue increm entándose lentam ente y su territorio fue poniéndose en explotación com o resultado de una serie de iniciativas individua les, sin que m ediase la intervención de ningún poder público. La repoblación oficial realizada posteriorm ente por el rey, en el caso de León, o p o r el conde G atón como delegado del rey, en el caso de A storga, tendría com o objetivo reforzar la posición es tratégica de estas ciudades, colm atar con nueva población su territorio e integrar a la población de la ciudad y del territorio en una estructura política global, de m odo que la población, que hasta ese m om ento m antenía una actitud de com pleta indepen dencia, quedase form alm ente vinculada al reino astur. Esto es lo que debió suceder tam bién en Tuy, en A m aya y en todas las plazas fuertes que van a ir repoblándose consecuti vamente en el valle del D uero. C iudades que han perdido sus an tiguas funciones adm inistrativas tanto en el orden laico com o en el eclesiástico; muy debilitadas dem ográficam ente, pero que m antienen una entidad suficiente com o para atraer a pioneros de la colonización a m edida que se va potenciando la capacidad expansiva de la sociedad astur. Es decir, que hay que revisar drásticam ente las tesis según las cuales la repoblación oficial, al establecer unas fronteras se guras, posibilitaba una labor de intensa repoblación en la re ta guardia y asumía así un papel incentivador en la colonización del territorio. T odos los indicios apuntan al proceso inverso: es la ini ciativa privada de grupos de pioneros los que van colonizando el territorio; la repoblación oficial no haría más que integrar a estos pioneros en el conjunto político astur y garantizar la pro
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secución de las tareas de colonización allí donde los pioneros ya han com enzado a desplegar su actividad.
b)
El desbordam iento colonizador del Pirineo oriental
Los procesos de colonización en los territorios de la Marca Hispánica siguen una dinám ica sensiblem ente similar a la del rei no astur y confirm an muchas de las apreciaciones que he venido planteando hasta ahora: im portancia de la colonización de p e queñas com unidades m onásticas y adaptación de su estructura a las condiciones específicas de la repoblación; prioridad de la co lonización espontánea, realizada por campesinos independientes, sobre la repoblación oficial de los condes y de sus delegados. Las prim eras noticias sobre colonización se refieren a los hispani, cuya denom inación debe relacionarse con su origen p e ninsular. Algunos de ellos serían gentes procedentes de la P e nínsula y que em igraron al sur de Francia, concretam ente a la Septim ania, a raíz de la invasión y de las posteriores aceifas m u sulmanas. Pero otros m uchos proceden de los valles pirenaicos. Así se puede deducir del fuerte arraigo que m antienen aún al gunas formas de organización social directam ente vinculadas con estructuras de carácter gentilicio muy similares a las que ya co nocemos en la sociedad cántabra. A finales del siglo V III los valles pirenaicos van siendo p au latinam ente dom inados por los francos, que tratan de integrar a sus habitantes en la estructura política del Im perio, m ediante la integración de la aristocracia indígena que había dirigido la lu cha contra rom anos, visigodos y, posteriorm ente, contra los m u sulmanes. E sta aristocracia estaría constituida en gran m edida por los milites hispani, es decir, jefes de comitivas militares que se han venido constituyendo anteriorm ente y que, en m edio de las actividades colonizadoras, m antienen su cohesión bajo la de pendencia de los m iem bros de un determ inado linaje. A juzgar por algunos testim onios de los C apitulares carolingios se puede deducir que algunos ~\ie estos grupos están cohesionados por vínculos de parentesco; lo que relacionaría a estos grupos con los grupos de parentesco extenso resultantes de la disolución, en
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una prim era fase, de la estructura social gentilicia de los pueblos de la cordillera C antábrica y del Pirineo. Pero las referencias a estas cohesiones de parentesco son escasas y de dudosa in terpretación. La coherencia del grupo se basaba inicialm ente en la fideli dad al jefe y en las obligaciones específicas de la comitiva mili tar; tras su asentam iento en un territorio, esta coherencia q u e daba garantizada por el carácter colectivo de la propiedad o por la solidaridad propia de un grupo que se había asentado sobre un territorio com pacto, bajo la dirección inm ediata de jefes p ro pios y en una situación jurídica particular caracterizada por la vi gencia de su derecho consuetudinario, salvo en algunos delitos de particular im portancia que se juzgarían por la Ley Gótica. Conocem os un caso muy concreto de colonización. U n C api tular del año 795 nos inform a que el miles Juan, tras com batir duram ente en el territorio de B arcelona, prestó vasallaje a Carlomagno y fue confirm ado por el mismo em perador en la pose sión de todo cuanto hubiese roturado o roturase en el futuro ju n to con suos hom ines, es decir, con los m iem bros de su com itiva - q u e no tienen p or qué ser necesariam ente parientes— en el lu gar de Fontejoncosa, hasta ese m om ento desierto. C apitulares posteriores contienen confirm aciones al propio Juan, el año 814, y a Teodefredo, probablem ente hijo de Juan, los años 844 y 849. Una noticia de carácter más genérico la constituye la reco mendación que C arlom agno dirige el año 812 a los condes de Harcelona, R osellón, G erona, A m purias, N arbona, C arcasona y lU'/icrs, ante las quejas presentadas por cuarenta y dos hispani on relación con la actitud de los condes y de sus agentes que tra taban de desposeerlos de sus aprisiones. N oticia de indudable in icies no sólo porque refleja una actitud feudalizante de los con des que tratan de expropiar a los hispani, sino tam bién porque dem uestra el dinam ismo de la actividad colonizadora de estos hispani. Estos habían iniciado sus aprisiones a finales del siyjo v i i i en los territorios de la Septim ania; pero el C apitular del ano K12 deja constancia de que once años después de la conquisla de Barcelona ya existen en este condado, que todavía era un m udado fronterizo, asentam ientos estables de hispani. D urante varias décadas la m onarquía franca m antendrá un
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control estricto sobre estas colonizaciones confirm ando con ra pidez la propiedad de los aprisiones y defendiendo los derechos de los aprisionadores frente a las pretensiones de los propios d e legados regios. P ero a partir de m ediados del siglo IX las guerras entre los hijos de Luis el Piadoso, la fragm entación del Im perio y las pretensiones independentistas de los jefes de las familias condales dificultarán cada vez en m ayor m edida el control de la m onarquía sobre estas actividades, sobre todo en las zonas p e riféricas, como es el caso de los condados de la Marca H ispáni ca. Los condes, por su parte, están dem asiado involucrados en los acontecim ientos políticos y militares que suceden en la cúpu la del Im perio, y dem asiado preocupados por asegurar su posi ción política, com o para preocuparse eficazm ente de la repobla ción en sus condados. En estas circunstancias la colonización no se detiene, pero se rom pe la estrecha vinculación que m antenía el poder político con la actividad colonizadora de los distintos grupos. Así pues, la co lonización, sobre todo la colonización de frontera, se convierte en una actividad em inentem ente privada, realizada al margen de la iniciativa y del control del poder político; es decir, en un tipo de colonización muy similar al que com unidades monásticas y lai cas venían realizando desde m ediados del siglo VIII en el otro ex trem o de la Península, en el reino astur. La actividad m ejor docum entada es, lo mismo que en el rei no astur, la realizada por pequeñas com unidades m onásticas que se constituyen en función de la colonización y que aparecen tam bién aquí perfectam ente adaptadas a los condicionam ientos derivados de estas tareas. José M aría Salrach ha ofrecido un re sumen preciso de cómo se desarrollan estas actividades en las zo nas más septentrionales de los condados de la Marca Hispánica, particularm ente en los territorios de la diócesis de G erona. En esta zona, entre finales del siglo VIII y comienzos del IX , se fun dan una serie de pequeños m onasterios com o el de Santa M aría de A rles en el V allespir, los de Sant A ndré de Sureda y Sant Genis-des-Fontaines en el R osellón, o el de San Esteban de B añó las en Besalú. A lgo después en la época de Luis el Piadoso, pero todavía en la prim era m itad del siglo IX , los m onasterios de A m er en G erona, las Escaules y A lbañá en Besalú; y hacia el año 830,
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en las proxim idades de B erga, San Salvador de Vedella, filial del m onasterio de Tavernoles. Tres años después se consagra la igle sia del castillo de Lillet. Estas fundaciones se establecen en tierras yermas donde los m onjes, o los laicos antes de constituir se como com unidad m onástica, edifican la iglesia, las dep en d en cias m onásticas, roturan y labran las tierras próximas. En relación con la actividad colonizadora realizada por los m onjes hay que destacar la preocupación de abades y en num e rosas ocasiones de condes, sus patrocinadores, por o b ten er cuan to antes un precepto regio de confirm ación de la propiedad sobre las aprisiones y de concesión de inm unidad para los terri torios monásticos. Con lo que el territorio propiedad del m onas terio se convertía en un señorío donde el abad ostentaba en ex clusiva poderes jurisdiccionales. D e aquí podría concluirse la existencia de una intervención muy directa por parte de la m o narquía y de los poderes condales en las actividades repoblado ras. Hay que precisar, sin em bargo, que estos preceptos regios sólo van dirigidos a las sedes episcopales o a los m onasterios más im portantes por su posición estratégica o por su vinculación con el poder condal. N unca a las pequeñas iglesias que los cam pesi nos protagonistas de la colonización construyen en los lugares donde se asientan; ni siquiera a las más pequeñas com unidades monásticas independientes que jugarán un papel en la coloniza ción muy superior al que podría deducirse de su escasa entidad. Además no se puede excluir el hecho de que muchas de estas co lonizaciones m onásticas se realicen sobre colonizaciones previas de com unidades m onásticas más reducidas o de com unidades lai cas que ya han iniciado la roturación de la zona. La atención clerical a las iglesias rurales, edificadas por las com unidades pioneras, puede constituir un pretexto para la in m ediata adscripción de estas iglesias a un m onasterio que, al Hozar de un privilegio de inm unidad, podrá im plantar una ver dadera dom inación sobre com unidades cam pesinas que anterior m ente habían gozado de plena independencia. Muchas de estas iglesias pueden identificarse como las cellae, es decir, pequeñas iglesias parroquiales alejadas de los centros monásticos pero dependientes de ellos. En algunos casos, quizás hayan sido edificadas por los m onasterios y, por tanto, nacen
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com o dependencias del centro m onástico. P ero, en la m ayoría de los casos, posiblem ente se trate de iglesias que después de su constitución han caído, junto con los campesinos vinculados a ellas, en dependencia del m onasterio. E n cualquier caso, estas cellae, al articular en torno a ellas a grupos de campesinos, apar te de desem peñar funciones religiosas propias, se convertían en centros de colonización y, por tanto, en núcleos de articulación social y económica. Y es que, aunque m ejor docum entada, la colonización m o nástica no es la única, ni siquiera la más im portante. Poseemos un docum ento excepcional que perm ite una aproxim ación a la ac tividad colonizadora en las prim eras décadas del siglo IX en la zona de Berga. Es el acta de consagración de la sede de Urgel en la que figuran treinta y cinco parroquias bergadanas, la m a yor parte de las cuales han debido surgir com o resultado de la colonización de finales del siglo VIII y principios del siglo IX. En definitiva, existe una colonización realizada por institu ciones directam ente vinculadas al poder público, al que se rem i ten inm ediatam ente p ara confirm ar su situación. Y existe una co lonización com pletam ente privada que se m ueve fuera de la ó r bita y del control del poder público, tanto del poder m onárquico como del más próxim o poder condal. Lo mismo que ocurría en el reino astur, este tipo de colonización es la m ás activa y la que suele desbrozar el cam ino para la repoblación oficial. T anto Bonnassie com o Salrach han m atizado muy reciente m ente la imagen de un poder condal controlando desde los ini cios y directam ente la acción repobladora. Los ejem plos aduci dos p o r Bonnassie y referidos al condado de Vic son tanto más ilustrativos cuanto que la repoblación de este territorio ha sido considerada como la más im portante acción de Vifredo el Belloso, que habría em prendido su colonización el año 878. Sin em bargo, escrituras del año 879 y del 881 prueban la existencia de tierras que ya han sido objeto de varias transacciones en épocas anteriores y que, por tanto, han sido roturadas bastante antes de que se iniciase la colonización condal. Parece ser que en torno al 840 la actividad repobladora sufre un parón. Es la época en que se revitaliza la acción ofensiva andalusí. Tam bién en este período, tras la m uerte de Luis el Pia
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doso, se agudizan los enfrentam ientos entre sus hijos y se con suma la fragm entación territorial; el poder de la m onarquía en tra en una fase de debilitam iento progresivo, lo que favorece a las grandes familias condales, cuyas alianzas y apoyos políticos y militares fluctúan constantem ente entre las distintas facciones en función del fortalecim iento de su posición de poder. En estas circunstancias, la actividad oficial de repoblación tie ne que paralizarse. O tra cosa bien distinta es la colonización pri vada que deja escasos vestigios docum entales y que, en m edio de las turbulencias de las décadas centrales del siglo IX , debió m antener una actividad ininterrum pida. La intensificación de la colonización que se detecta a partir de la década de los setenta del siglo IX quizás no sea más que la em ergencia a la superficie, en circunstancias de pacificación y estabilidad política, de un h e cho que nunca perdió del todo vitalidad pero que se m antuvo oculto a nuestras m iradas. La conclusión de lo expuesto es que, tanto en el territorio astur como en los condados de la Marca Hispánica, el protagonis mo de la colonización corresponde a grupos de cam pesinos in dependientes del poder político. Sobre las com unidades consti tuidas y sobre los territorios ocupados y puestos en explotación incidirá posteriorm ente la acción reorganizátiva de un poder p o lítico superior e inicialm ente ajeno a estas com unidades.
3.
La repoblación oficial
a)
Fijación de fronteras y diseño del espacio político leonés
En torno al año 870 se produce una renovación completa en las cúpulas del poder: el año 866 Alfonso III accede al poder en Oviedo; el año 870 Fortún Garcés asume la jefatura en la socie dad navarra; y el 878 Vifredo el Belloso, que ya era conde de Urgel y Cerdaña, recibe los condados de Barcelona y G erona. R e levos significativos en cuanto que la personalidad de los grandes personajes está condicionada en gran medida por el signo de la co yuntura en la que les toca vivir y que ahora se presenta favorable.
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El enérgico avance de la época de Alfonso III sólo se ex plica com o continuidad de las líneas diseñadas en épocas an teriores y de la actividad desplegada por una sociedad que cada vez m uestra un dinam ism o m ayor: intensa colonización realizada de m anera especial por grupos espontáneos de m on jes y cam pesinos, que van am pliando progresivam ente el es pacio cultivado y estableciendo las bases de una repoblación oficial posterior; fortificación de núcleos de valor estratégico, que tienden a garantizar la pervivencia y la continuidad de las colonizaciones cam pesinas; im plantación de una estructura ad m inistrativa, todavía em brionaria, p ero que posibilita un con trol político m ás efectivo del espacio in terio r y la paulatina integración en ese espacio de las nuevas poblaciones de fro n tera. La expansión más visible, que es la expansión m ilitar y polí tica, se realiza a partir de los núcleos repoblados y fortificados en el período de R am iro I y O rdoño I: Tuy, en el frente occi dental; A storga y L eón, en el central; A m aya y C astrosiero, en el oriental. La actividad en el flanco occidental supone la incorporación efectiva al reino astur de los territorios situados entre el M iño y el M ondego. H acia el año 870, el conde O doario ocupa la ciu dad de Chaves e inicia la colonización de la región entre el Miño y el D uero. Casi al mismo tiem po, el conde Vim ara Pérez re puebla O porto. Y unos años más tarde, el 878, el conde H erm e negildo conquista C oim bra, sobre el M ondego, convirtiéndola en plaza adelantada del flanco occidental. En el espacio central leonés, por estos mismos años, entre el 870 y el 875, se repueblan Sublancia y C ea, que refuerzan las po siciones de A storga y León. Y en el flanco oriental se fortifica la línea del A rlanzón, que queda consolidada en torno al 880 como consecuencia de un avance en el que colaboran activam en te los distintos condes de la región. E n la parte más occidental de este flanco, el conde Ñ uño N úñez, posiblem ente el mismo que había repoblado B rañosera en la vía que conduce desde los Picos de E uropa hacia la Castilla prim itiva, se desplaza desde es tas posiciones septentrionales hacia el sur y fortifica C astrojeriz. Más al este, el conde Diego, que veinte años antes había repo
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blado Am aya p o r encargo de O rdoño I, fortifica ahora Pancorvo, pieza clave para la protección de la principal vía de p en e tra ción m usulm ana hacia los territorios de A lava y de la Castilla primitiva, así com o para asegurar la potencial expansión astur h a cia La B ureba y hacia la cuenca del D uero. Es precisam ente el control sobre Pancorvo y su territorio el que le perm ite en los años siguientes avanzar hasta U bierna y poco después hasta B ur gos, ciudad que repuebla el año 884. Y en el extrem o oriental, el conde Vela Jim énez cierra la frontera A rlanzón-Tirón fortifi cando las plazas de C ellórigo, C erezo y G rañón, piezas clave en el sistema defensivo del E bro. Este río era una vía tradicional de penetración de los ejérci tos andalusíes hacia el flanco oriental del reino astur. P ero, a p ar tir de m ediados del siglo IX, se había increm entado el peligro. Por estas fechas se había producido la ruptura de la alianza se cular entre los pam ploneses y los B anu Qasi que desde sus po siciones de B orja, Tudela y A rnedo controlaban el valle m edio del E bro. D urante unos años, los B anu Qasi m antendrán una p o lítica de absoluta fidelidad al em ir cordobés quien les encom en dará im portantes misiones de carácter político y militar. En este contexto se inscriben tam bién una serie de violentos ataques con tra sus antiguos aliados pam ploneses, así com o el hostigam iento perm anente a las fronteras orientales del reino astur, para lo que habían iniciado la construcción de la fortaleza de A lbelda. La am enaza que esta fortaleza representaba para el reino astur pro vocará la reacción de O rdoño I que en el año 859 d errota a los Banu Qasi cerca de A lbelda y desm antela la fortaleza. A partir de aquí se inicia la aproxim ación entre los reinos de A sturias y Navarra; aproxim ación que culm inará en una alianza sum am en te fecunda en el aspecto m ilitar y político. El avance astur en la cuenca septentrional del D uero y en el alto Ebro tiene que provocar necesariam ente la reacción m usul mana a pesar de que en estos m om entos una aguda crisis social y religiosa convulsiona la estabilidad política de A l-A ndalus. La reacción se plasm a en una serie de cam pañas que se van inter calando entre los más im portantes actos repobladores. El año 878 el em ir M uham m ad, siguiendo el esquem a que ya hem os vis to en otras ocasiones, lanza sim ultáneam ente dos ejércitos: uno,
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contra el flanco oriental, que trata de som eter a los B anu Qasi — a quienes Alfonso III había convencido para entrar en una amplia alianza anticordobesa— y p en etrar después en Castilla; otro, contra los dos bastiones centrales que apoyan el m ovim ien to expansivo astur: León y A storga. A ntes de que los ejércitos consiguieran enlazar, Alfonso III destroza al segundo de ellos en Polvoraria, en la confluencia del Orbigo y Esla, obligando al ejército oriental a replegarse perseguido por las tropas astures. La contundente victoria de Polvoraria y las agudas tensiones in ternas con las que se enfrenta el em ir, le obligan a aceptar la tre gua de tres años im puesta por Alfonso III que propicia la p ro secución del avance repoblador. Pero el año 883 se produce una nueva reacción andalusí m o tivada muy probablem ente por la fortificación de C astrojeriz, Pancorvo, Cellórigo y Burgos y por la actitud proasturiana de los Banu Qasi. El ejército cordobés fracasa prim ero en su inten to de obtener la entrega de Zaragoza, gobernada por el Banu Qasi M uham m ad ben L ope; después se estrellará sucesivamente contra los m uros de C ellórigo, Pancorvo y C astrojeriz y se verá obligado a pedir la paz al rey de León. A partir del año 883 ce san por com pleto las aceifas m usulm anas y se inician unas déca das de paz — prácticam ente hasta el advenim iento del hijo y sucesor de Alfonso III, G arcía I— que debieron propiciar la continuación de los m ovim ientos colonizadores tanto en el inte rior com o, cada vez con m ayor intensidad, en las zonas fron terizas. Es presum ible que la colonización interior siga realizándose m ediante asentam ientos espontáneos de grupos campesinos que actúan por propia iniciativa. Pero esta form a de colonización es pontánea debió ir restringiéndose en el interior del reino. Los factores que explicarían esta pérdida de vigor de la colonización privada son com plejos. A ello contribuiría la progresiva dismi nución de espacios intercalares libres de ocupación por com uni dades campesinas o por m iem bros de la aristocracia; la paulati na intensificación de la dom inación social de la aristocracia sobre el cam pesinado; y, factor que ahora m ás nos interesa, el reforzam iento del poder político de la m onarquía que ejerce un control cada vez más efectivo sobre el territorio.
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Efectivam ente, a partir de la segunda m itad del siglo IX, so bre todo a partir de las últim as décadas, com ienzan a aparecer y se hacen progresivam ente más frecuentes las confirm aciones re gias de presuras individuales realizadas con bastante anteriori dad a la confirm ación. Es el caso, por ejem plo, de la confirm a ción por O rdoño I de la villa de Orete en favor de su fiel Purello que había realizado la presura de dicha villa; o la confirm a ción de A lfonso III al presbítero B eato de un villar que éste h a bía roturado en época de O rdoño I, antecesor de Alfonso III. Estas confirm aciones están dem ostrando con claridad la existen cia de un m ovim iento colonizador que precede a la intervención oficial e incluso se desarrolla al m argen de las directrices del p o der político. P ero tam bién dejan constancia de la preocupación del poder político por intervenir oficialm ente; en estos casos con cretos, sancionando la presura realizada; pero tam bién dejando constancia implícita de que sólo la confirm ación regia garantiza los derechos contraídos por una presura particular. E n el fondo se trata de una reivindicación por parte del poder político de la propiedad em inente sobre las térras vacantes, es decir, sobre las tierras incorporadas al espacio político del reino. Este derecho de propiedad em inente es anterior a la ocupación individual. D e ahí que los ro turadores de los espacios baldíos sólo accederán a la propiedad de la tierra roturada m ediante la confirm ación regia. Estas formas de actuación de la m onarquía suponen un salto cualitativo de m aduración en la com prensión teórica de lo que es el poder político y, consiguientem ente, en la institucionaliza r o n de la m onarquía com o form a política superadora de las an ticuas jefaturas m ilitares. Inherente a este proceso de m adura ción, es una percepción cada vez más exacta del espacio político del reino, a lo que contribuye, si bien de m anera accidental, la fijación de una frontera que adquiere especial nitidez en el flan co sur. lis en estos años cuando se fortifica la línea del D uero, lo que implica la intervención oficial del poder político en estos es pacios. En el flanco occidental el D uero ya ha sido superado con la repoblación de C oim bra, sobre el M ondego, por el conde H e r menegildo el año 878. En la zona central, entre el 893 y el 900
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se repueblan Z am ora, Sim ancas, D ueñas y T oro. En el flanco oriental, el conde G onzalo F ernández supera el A rlanzón y se instala en L ara a finales del siglo X; e inm ediatam ente se forti fica la línea del A rlanza. D esde esta posición se alcanzará el D u e ro ya en la segunda década del siglo X, reinando García I. El conde Ñ uño N úñez, quizás el mismo que había repoblado Castrojeriz, avanza hasta R oa; G onzalo Fernández avanza desde Lara a Clunia — en la actual C oruña del C onde— y alcanza el D uero en P eñaranda; desde aquí parte hacia el oeste y repuebla Haza; y rem ontando el río, hacia el este, fortifica San Esteban de G orm az, pieza de vital im portancia en la cadena defensiva del D uero oriental — frente a ella A bd al-R ah III fortificará más tarde el im presionante em plazam iento de G orm az— ; por su p ar te, G onzalo Téllez repuebla O sm a, al este de San E steban, pla za que será durante m ucho tiem po la fortaleza más oriental de la frontera del D uero. La fortificación del D uero se ha venido considerando como la consumación de una prim era y trascendental etapa de la R e conquista. Y así es. P ero no en el sentido que le ha dado la his toriografía tradicional que, evidentem ente, ha sobredim ensionado el significado m ilitar sobre el político y económico-social, al concebir el D uero com o una frontera nítida entre dos form acio nes políticas. C oncepción que no es exacta. L a expansión leone sa se está realizando no sobre territorios som etidos al poder po lítico islámico, sino sobre un espacio que en principio carece de cualquier tipo de adscripción política. La auténtica frontera no es el río con su cadena de fortalezas, sino el vasto espacio de la cuenca del D uero, que es el que realm ente separa dos socieda des estructuralm ente distintas y sobre el que se vuelca la acción colonizadora de la sociedad que posee una dinámica expansiva más vigorosa: la sociedad astur-leonesa. La función prim ordial de los centros fortificados que jalonan el curso del D uero desde comienzos del siglo X es fijar los lími tes tangibles de un espacio político propiam ente astur-leonés que, por prim era vez, se concreta con total precisión. En este sentido sí que puede y debe hablarse de frontera. Pero la fron tera no ante el Islam , sino ante una tierra de nadie, escenario p o tencial de futuras colonizaciones. F rontera, por tanto, em inen
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tem ente política, resultado de la doble actividad repobladora y colonizadora, es decir, resultado de la intervención oficial de un poder político cada vez más eficiente que ha ido integrando en una estructura social y política unitaria y bien articulada a las co munidades cam pesinas independientes que habían ido colonizan do el territorio fronterizo. El carácter prioritariam ente político de la frontera del D uero viene refrendado p o r el frenazo que sufre la repoblación oficial en el territorio fronterizo a partir de la prim era década del si glo x. Frenazo que seguram ente era necesario ante la necesidad de colm atar dem ográficam ente y organizar política y socialm en te la enorm e extensión territorial que se había incorporado al primitivo reino astur en poco más de un siglo. Un gesto sum a mente representativo de las necesidades políticas y sociales que planteaba la nueva situación es el traslado de la capital del reino de Oviedo a L eón, realizado en los inicios de su reinado por G a r cía I, hijo y sucesor de Alfonso III. Desde la perspectiva que ofrecen estas consideraciones, el ca rácter militar de la frontera pasa a un segundo plano. E vidente mente, las expediciones m ilitares andalusíes no tienen com o ob jetivo la conquista del territorio leonés. A l-A ndalus tiene p er fectam ente definido su espacio político; y en él no entran los lerritorios situados al norte del Sistema C entral. Lo que no quie re decir que no trate de ejercer sobre estos espacios septentrio nales una hegem onía indiscutida. El peligro para esta hegem o nía de donde realm ente proviene no es de las com unidades cam pesinas que están colonizando el espacio fronterizo; ni siquiera de los centros fortificados. El verdadero peligro está en la perfecta integración de estas com unidades y de estos centros fortificados en una organización social y política bien estructurada. Es evidente que L eón, A storHa, Zam ora, T oro o Simancas no pueden representar a finales del siglo IX o principios del X el m enor peligro para la estabili dad de A l-A ndalus en cuanto centros fortificados. Pero sí re p re sentan un peligro potencial para su hegem onía en el territorio en cuanto que estas plazas constituyen nudos de una extensa red política y adm inistrativa que articula y da coherencia al conjun
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to del territorio. Por eso las cam pañas andalusíes tienen como objetivo prioritario el desm antelam iento de los núcleos de arti culación social y política. Núcleos adm inistrativos que han adop tado una m orfología m ilitar debido a las necesidades defensivas frente al exterior, pero debido tam bién a la agresividad inheren te a la sociedad feudal en proceso de gestación en el reino leonés. La conclusión que puede deducirse de estas reflexiones es, por una parte, la prioridad, en el estudio histórico, de los p ro cesos de colonización y de estructuración interna de la sociedad leonesa. Por otra, la necesidad de revisar a fondo la tradicional im portancia que se ha venido atribuyendo a los aspectos m ilita res; sobre todo en lo que se refiere al térm ino reconquista. Pri m ero, porque no hay reconquista en el sentido de recuperación de un territorio perdido anteriorm ente: este territorio nunca ha pertenecido a los protagonistas de la expansión que se inicia en el siglo VIII. Segundo, porque la conquista militar propiam ente tal es prácticam ente inexistente, al m enos hasta finales del si glo XI, ya que la expansión se realiza sobre territorios carentes de organización interna y sin adscripción a formación social y p o lítica alguna.
b)
Independencia política y repoblación en los condados de la Marca
Los condados de la Marca Hispánica m uestran profundas se m ejanzas con el reino de León; pero es evidente que las circuns tancias específicas de estos territorios introducen ciertas modifi caciones en el proceso general de evolución. Como ya se ha dicho antes, en la zona subpirenaica de la M ar ca la frontera alcanzaba prácticam ente a los m uros de las ciuda des; fuera de ellas se extendía un territorio que si no había su frido un com pleto vaciam iento sí que arrastraba graves deficien cias dem ográficas y sobre el que el control político de los condes se ejercía en la m edida de su nivel de población. Pero estos terri torios fronterizos son de reducida extensión com parados con las amplias llanuras del D uero. Esto hace que los m usulm anes, fir m em ente asentados en las ciudades de Zaragoza, Lérida y Tor-
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tosa, tengan una presencia mucho más inm ediata en los conda dos de la Marca. F actor éste que puede condicionar fuertem ente la expansión colonizadora. Por lo que se refiere a la estructuración interna de la socie dad, ésta es heredera de la sociedad carolingia. No obstante, las circunstancias específicas de estos territorios concretadas en la lu cha contra el Islam y, sobre todo, en la expansión colonizadora V en la repoblación oficial dirigida por los condes, condicionan mía evolución claram ente diferenciada respecto de los territorios ilc la Francia occidental. La colonización abre al cam pesinado la fusibilidad de acceder a la tierra m ediante la creación de nuevas explotaciones sobre las que fundam enta su independencia social V económica. Con ello se aparta de la tendencia a la servilizat ion que ya se insinuaba en los territorios occidentales del anti cuo Imperio. Los condes, por su p arte , son los principales impulsores del m ovim iento repoblador y los jefes de la lucha contm el Islam. La necesidad social de un claro y perm anente lidei.i/^o político y m ilitar detiene m om entáneam ente las tendencias tlisf,regadoras que ya habían fragm entado la soberanía de los re ves francos y m antiene intacto el concepto y el ejercicio de un poder político centralizado y de carácter público. I ,a actividad colonizadora parece que pierde vigor a partir de lu década de los cuarenta del siglo IX, debido a un recrudeci miento de la ofensiva andalusí y a la agudización de las luchas internas en el Im perio Carolingio. Pero se reactiva en la de los setenta. Al m enos poseem os más noticias referidas a esta época. V no es extraña esta reactivación ya que la llegada de V ifredo n los condados de U rgel, C erdaña y, a partir del año 878, a los ile Barcelona y G erona, coincidió con un período de relativa pai (lit ación que ofrece condiciones más aptas para la colonización. I’oi otra parte, implica la unificación de estos condados bajo un gol tierno unitario capaz de establecer una organización m ás rai lonulizada y coherente del conjunto, aunque la actuación del p o d a político sea en la m ayoría de los casos posterior a la coloni/m ion campesina. I lectivam ente, frente a los planteam ientos tradicionales, l 'i a te Monnassie y José M aría Salrach han afirm ado tajantem en te que es la iniciativa privada la prim era y más activa im pulsora
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de la colonización. Lo que aproxim a enorm em ente la realidad económica y social de los condados de la Marca a la del reino astur-leonés. La colonización se realiza al parecer m ediante desplazam ien tos de muy corto alcance. Son los altos valles pirenaicos con una fuerte presión dem ográfica de donde proceden los grupos de co lonizadores; en una prim era etapa se alcanzan los valles de las sierras prepirenaicas; y a partir de la década de los setenta del siglo IX la colonización se expande hacia las zonas llanas más próximas; siem pre en busca de nuevos espacios de cultivo. E n consecuencia, los prim eros escenarios de la colonización que se inicia en la época de Vifredo son las zonas m eridionales inm ediatas a las áreas m ontañosas que, por otra parte, tienen ín dices muy bajos de ocupación. En prim er lugar, el Valle de L ord, en la zona más m eridional del condado de U rgel, donde se fun da en torno al año 885 el m onasterio de San Lloren? de Morunys. O tra de las zonas que registran una m ayor actividad re pobladora es el B ajo B erguedá, lim ítrofe con aquél, con repo bladores originarios de la C erdaña y el A lto Berguedá. Pero lo que ha pasado a identificar el período de gobierno de Vifredo el Belloso es la repoblación del nuevo condado de Vic-Ausona. La colonización de estos territorios se realiza sobre todo por gentes procedentes de la C erdaña y que alcanzan el Ripollés a través del valle de Ribes y del valle de Lillet, donde hay constancia de colonizaciones anteriores al año 840, com o refleja la existencia de la parroquia de Pobla de Lillet en el acta de consagración de la Seo de Urgel. Es precisam ente el Ripollés, por la proxim idad a los lugares de origen, la zona más intensam ente ocupada en esta época dentro del condado de A usona. En el año 913 se cons tata, según un juicio celebrado en Sant Joan de les A badesses, la existencia en los valles de Sant Joan de unas 276 familias cam pesinas repartidas en 20 localidades. Más al sur, la colonización prosigue en la Plana de Vic, el Llu?anés y el Pía de Bages, que en esta época reciben fuertes contingentes de población. Los colonizadores llegan incluso has ta el macizo de M ontserrat que en estos m om entos se constituye en uno de los puntos más avanzados de la frontera. Con ello, los dominios del conde V ifredo, que se extienden desde Urgel hasta
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Barcelona, van sem brándose de com unidades cam pesinas inde pendientes sobre las que hay que im poner una verdadera orga nización económica y política. A esta necesidad de organización interna del territorio res ponde la intervención condal que, lo mismo que en el reino de León, se m aterializa en la fundación de m onasterios — aquí más tem pranos que en el reino astur— , en la creación de nuevas se des episcopales y en la erección de fortalezas fronterizas que d e limitan el espacio político y protegen las labores colonizadoras del campesinado. E n fecha muy tem prana aparecen en el Ripollés los dos grandes m onasterios de Sant Joan de les A badesses y de Ripoll, que se fundan en el año 887 y 888, respectivam ente; sin duda, en función del establecim iento de una eficaz articula ción económ ica, social y política del espacio y de los hom bres que se han asentado en este territorio. En estos mismos años quizás el 886— se restaura la sede espiscopal de Vic. Con ello, se establecen las bases de una eficaz organización adm inistrativa civil y eclesiástica en unos territorios de reciente colonización y se confiere una verdadera personalidad al nuevo condado de VicAusona, en cuya sede se va a fijar un vizconde bajo la depen dencia inm ediata del conde de B arcelona. La tercera faceta de la intervención condal es la creación de núcleos fortificados, que m aterializan la frontera del espacio po lítico y protegen la colonización que se está realizando tanto en el interior de la línea fronteriza com o en el espacio exterior de vanguardia. El acto más representativo en este orden de actúan o n es condales es la repoblación de C ardona, pieza clave para la defensa y adm inistración de los territorios recién colonizados, particularm ente de los territorios del B erguedá, donde se crea una red de fortalezas con una función evidentem ente defensiva pero tam bién adm inistrativa en orden a articular las tierras re u n í colonizadas de frontera con las tierras más septentrionales ile antiguo poblam iento. I ísta intervención oficial del poder político en la actividad repoMadora es, lógicam ente, más perceptible en el nuevo conda do ile Ausona que en estos años se eriza de castillos com o Toirllo , Sant Lloren?, B esora, G urb, Taradell y C aserres; castillos que, como siem pre, aúnan la función m ilitar de defensa y la po
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lítico-adm inistrativa de articulación de las com unidades recién constituidas. A la m uerte de V ifredo, en el año 898, la frontera m eridio nal y occidental del espacio bajo control directo de los condes de la antigua Marca Hispánica viene determ inado por la sierra del Cadí y el curso de los ríos C ardoner y Llobregat hasta la de sem bocadura de éste. La m uerte de este conde no tiene por qué suponer m odifica ción alguna en la actividad expansiva y colonizadora, ya que ésta no obedece en sus causas profundas a la iniciativa de un conde particular, sino a la dinám ica de una sociedad. Por eso, los hijos de Vifredo proseguirán la línea paterna, favoreciendo la coloni zación en todos los frentes abiertos durante el gobierno de su p a dre: com pletar la repoblación interior e im pulsar la colonización fronteriza del B erguedá, del condado de Vic-Ausona y del Valles. Así pues, en torno al año 900 tanto el reino astur como los territorios autónom os de la antigua Marca Hispánica han llega do a diseñar, a través de un proceso expansivo de gran dinam is mo, unas fronteras que establecen con cierta precisión los terri torios a donde alcanza el control efectivo del poder político y que separan este territorio de aquellos que escapan a este con trol. En este sentido, la frontera no excluye una intensa activi dad colonizadora en esos territorios exteriores. Lo que sí exclu ye es la iniciativa oficial y el control del poder político sobre las actividades realizadas en el espacio fronterizo. E ntre am bas form aciones políticas se encuentran los territo rios de N avarra y A ragón. Muy poco es lo que se conoce de la historia de estos espacios con anterioridad al 900. Pero de lo que no hay duda es que se produjeron transform aciones internas de gran amplitud. D e o tra form a sería inexplicable el proceso ex pansivo que va a protagonizar N avarra bajo el dominio de los l i m eño, que acceden al tro n o el año 905.
Capítulo 4 AFIANZAMIENTO POLITICO-MILITAR Y REACTIVACION EXPANSIVA
I.
A
Los inicios de la colaboración navarro-leonesa
partir de la m uerte de García I en el año 914 se produce en el reino de León una cierta estabilización de la frontera com o consecuencia de la paralización de la repoblación oficial al sur del Duero. La carencia de recursos hum anos suficientes no ex plica satisfactoriam ente esta estabilización porque este tipo de carencias afectarían más a la colonización espontánea que a la icpoblación oficial. Y está por probar que aquélla se haya d ete nido en el D uero. Com o se ha dicho más arriba, lo que se está produciendo es una profundización del control regio sobre acti vidades colonizadoras, para lo que se necesita dotar al espacio de una articulación coherente con el fortalecim iento progresivo •Id poder político de la m onarquía. liste fortalecim iento del poder m onárquico no es exclusivo del reino de León. N avarra conoce un proceso similar; si cabe, mas rápido y espectacular: lo que a com ienzos del siglo X era un u'ducto pequeño en extensión y m arginal en poder, un siglo des pués se habrá convertido en la m ayor potencia m ilitar y política do la Península. lista expansión es producto indudable de la dinám ica interna a la sociedad navarra. P ero la larga m ano leonesa se percibe con claridad, ya que la expansión navarra favorece de m om ento los in Ineses de la m onarquía leonesa. Efectivam ente, con Sancho I
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transform ación de esa alianza en una perm anente introm isión na varra en los asuntos leoneses. La evolución política en A l-A ndalus (los territorios bajo do minio efectivo islámico) favorece la alianza. Por una parte, se ha fortalecido el poder político en C órdoba con la llegada de A bd al-R ahm an III, que el año 929 se proclam a califa. Por otra, el declive de los B anu Qasi produce en el valle del E bro un va cío que tiende a ser colm atado con la intervención directa del ca lifa en la región. Ello supone una agudización del peligro tanto p ara la frontera m eridional del reino de N avarra como para la frontera oriental del de León. Sancho I G arcés inaugura su reinado con un avance por tierras de E stella, ocupa las fortalezas m usulm anas hasta el E bro, se instala definitivam ente en San E steban de Deyo (M onjardín) e incluso ocupa, aunque por poco tiem po, C alahorra. Sim ultá neam ente, G arcía I de León, apoyando la acción del rey na varro, obtiene una im portante victoria en A rnedo el año 914. A partir de este m om ento, Sancho I G arcés no cejará en una p o lítica de agresiones constantes a los territorios del E bro aprove chando la descomposición del poder de los Banu Qasi. Tam bién O rdoño II, que había accedido al trono leonés el mismo año de la victoria de A rnedo tras la m uerte prem atura de su herm ano G arcía, se m uestra agresivo frente al Islam. Prim e ro con las expediciones contra Evora y M érida que se saldan con la conquista de A lanje y con un cuantioso botín de prisioneros de guerra. D espués será la colaboración con el rey navarro en un ataque conjunto contra La Rio ja y contra las principales pla zas fuertes del E bro: C alahorra, V iguera, A rnedo, Tudela. La audacia de los reyes cristianos provoca la réplica inm edia ta de A bd al-R ahm an III. El em ir, personalm ente, se pone al frente de un gran ejército que sale de C órdoba el 4 de junio del año 920 y m archa contra las grandes fortalezas del D uero orien tal: Osm a, San E steban de G orm az y Clunia. U na vez desm an teladas estas plazas se dirige a C alahorra y Tudela y am enaza el corazón del territorio navarro. Sancho I y O rdoño II intentan detener el avance pero son derrotados en la sangrienta batalla de V aldejunquera. ¿R epercusiones de la victoria andalusí? A m edio o largo pía-
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zo, prácticam ente ninguna. Las fronteras no experim entan m o dificaciones apreciables. Ni siquiera se quiebra la decisión polí tica de los reyes cristianos de continuar la agresión. Tres años después de V aldejunquera, Sancho I y O rdoño II em prenden la conquista de La R ioja, apoderándose de N ájera y recuperando Viguera. Poco después, el año 924, m uere O rdoño II. Ese m is mo año Abd al-R ahm an III lanza otra expedición contra N a varra que llega a saquear Pam plona. Lo que no im pide que a la m uerte de Sancho I G arcés, ocurrida el año 926, queden incor porados al reino de N avarra los territorios com prendidos entre los ríos A rga y E b ro y La R ioja alta.
2.
Los primeros asentamientos en el Tormes y en Sepúlveda
La m uerte de am bos reyes no supone a m edio plazo ninguna alteración ni en la política expansiva de los reinos, ni en la alian za navarro-leonesa, que se plantea como una necesidad de ca rácter em inentem ente militar. A bd al-R ahm an III se ha procla mado califa el año 929, después de som eter las rebeldías endé micas en el interior, y de im poner su preem inencia en el norte de Africa frente a las pretensiones de los Fatim íes tunecinos. Es evidente que en estas circunstancias no puede consentir que su supremacía sea puesta en cuestión por las m onarquías cristianas del norte de la Península que podrían am enazar la estabilidad inlerna de A l-A ndalus. D e hecho, O rdoño I y Alfonso III ya h a bían intervenido en ayuda de los m ozárabes de Toledo y M érida en rebeldía contra los em ires cordobeses. Por su parte, O rdono II volverá a acudir infructuosam ente en ayuda de los rebel des de Toledo el año 932. Estas actuaciones de los reyes cristianos suponen ignorar la supremacía de A l-A ndalus en la Península y por ello m otivan las expediciones de A bd al-R ahm an III que no tienen nunca como objetivo ni la conquista territorial ni la sumisión política de los reinos cristianos, sino sim plem ente el castigo puntual, el debili tam iento de su capacidad m ilitar y el reconocim iento por parte de los reinos septentrionales de la suprem acía califal. Ln este m arco de actuación las cam pañas andalusíes se suce
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den con resultados distintos: al fracaso de O sm a frente a Ramido II y Fernán G onzález el año 933, le suceden los éxitos: el año 934 las tropas califales desm antelan la fortaleza de Burgos, sa quean toda la com arca burgalesa y destruyen el m onasterio de C ardeña; el año 937 ocupan C alatayud defendida por los alave ses de Ram iro II, penetran en N avarra y obligan a la reina T oda, m adre y regente de G arcía Sánchez II, al pago de tributos. Abd al-Rahm an III parece que trata de asestar un golpe m u cho más efectivo; quizás, en sus planes, el golpe definitivo. Se prepara una gran cam paña contra las fortalezas del D uero m e dio que protegían la colonización y la estructuración interna del territorio leonés y desde donde se alentaba la colonización de nuevas tierras fronterizas. El año 939 se puso en m archa el ejército m andado personal m ente por el califa. D esde C órdoba se dirige rápidam ente a T o ledo y cruza el Sistema C entral por N avacerrada. Ya en la cuen ca del D uero la m archa se hace más lenta. El ejército debe ocu parse de la destrucción de una serie de fortalezas situadas al sur del D uero que podrían com prom eter el éxito de la operación: O l m edo, Iscar, A lcazarén, Portillo son los principales núcleos a ta cados y devastados por las tropas andalusíes, cuyo objetivo parece ser el im pedir nuevos establecim ientos de población en estos lugares. La batalla tuvo lugar el día 1 de agosto frente a Simancas don de las tropas leonesas y navarras de R am iro II y de García Sán chez esperaban la llegada del ejército andalusí. La victoria cris tiana no impidió que el ejército califal se replegase rem ontando el D uero y destruyendo las plazas de R oa y San M artín de R u biales y devastando el valle del Asa. Pero cuando pretendía al canzar A tienza fue atacado por serranos de la zona del Riaza y del D uratón que provocaron la desbandada del ejército califal. El éxito de Simancas tiene repercusiones decisivas: en los años inm ediatos R am iro II repuebla y fortifica Salamanca, L e desma y otra serie de plazas a lo largo del Torm es; en el flanco oriental, F ernán G onzález, conde de Castilla, repuebla Sepúlveda. E ste avance, en apariencia, puede equipararse a los realiza dos en la época de Alfonso III y G arcía I. Pero a la frontera
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del Torm es le faltará una estabilidad y seguridad similar a la del D uero. Y la repoblación, en lo que significa de integración p o lítica de estos territorios, va a tener una pervivencia muy lánguida. Sin em bargo, hay en esta repoblación aspectos muy signi ficativos. La repoblación oficial de Ram iro II y de F ernán González debió realizarse sobre la base de una población preexis- tente y que se había ido asentando en épocas muy di versas: asentam ientos previos a la conquista m usulm ana; asen tam ientos inm ed iatam ente posteriores a la conquista; y, m ás significativos aú n , asentam ientos de cam pesinos llegados del norte del D u ero en las décadas inm ediatam ente an terio res a la repoblación oficial. A sí pues, la repoblación oficial sería indicativa de la pervivencia de un m ovim iento colonizador es p o n táneo, previo a esa repoblación, que no se detien e en las fronteras político-m ilitares y que va colonizando los espacios entre el D u ero y la v ertien te sep ten trio n al del Sistem a C en tral. A pesar de la presencia de colonizadores espontáneos, la re población oficial de R am iro II conlleva la instalación de nuevos contingentes que acuden atraídos, presum iblem ente, por los pri vilegios que el m onarca otorga a estos grupos de frontera y que proceden en su m ayoría del alfoz o territorio de León. Respecto de la repoblación de Sepúlveda solam ente ten e mos la noticia escueta de la Crónica de Sampiro. Sin em bargo, el fuero otorgado por Alfonso VI el año 1076 deja constancia ile la perm anente intervención de los condes castellanos desde la repoblación de F ernán G onzález, en la década de los cua renta del siglo X, hasta la últim a confirmación de sus fueros por Sancho III el M ayor de N avarra un siglo más tarde. Así pues, victoria de Simancas y repoblación de la línea del Tormes y del territorio de Sepúlveda deben ser considerados como hechos altam ente significativos del vigor de la sociedad y de la m onarquía leonesa que alcanza su cénit a m ediados del siglo X. Cénit en el que se insinúan elem entos que anuncian el in m ediato y rápido declive de la hegem onía leonesa. P ero, ¿qué sucede en el resto de las form aciones políticas del norte p e ninsular?
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3.
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La expansión navarra hacia La Rioja
A su m uerte Sancho I G arcés había incorporado definitiva m ente a N avarra los territorios entre el A rga y el A ragón y toda La R ioja alta. Pero ahora los reyes navarros tienen ante sí espa cios densam ente poblados y som etidos con m ayor firmeza al p o der político del califato cordobés. Por otra parte, la tradicional alianza con León com ienza a perder operatividad a partir de la década de los cuarenta debido a la crisis social y política que se insinúa en el reino vecino. E n estas circunstancias lanzarse a la conquista de nuevos territorios bajo dom inio cordobés sería p re m aturo. Por eso, la vigorosa dinám ica de la sociedad navarra debe abrir nuevas líneas de expansión. A ragón está desde hace tiem po en el punto de m ira de N avarra. El condado de A ragón estaba gobernado a principios de si glo por el conde G alindo A znar II. Con él, el condado había ini ciado la expansión desde los valles de E cho y C anfranc hasta las riberas del Gállego en Senegüe. Según José M aría L acarra, a quien debem os las escasísimas noticias que tenem os acerca de A ragón en este período, la expansión pacífica de los pueblos m ontañeses se com pletó con la labor repobladora dirigida direc tam ente por el propio conde. Esta repoblación se realizaría m e diante una política de integración de grupos dispersos en tom o a pequeños castillos en los que residiría un sénior encargado de adm inistrar la pequeña dem arcación territorial. Quizás lo que pretenden los prim eros condes aragoneses es reforzar en su persona una autoridad política que trascienda las fragm entarias dem arcaciones de valle, delegando en los m iem bros de la vieja aristocracia tribal o seniores funciones de gobier no y de defensa locales, en un proceso sensiblem ente muy simi lar al que se produjo en A sturias en el siglo VIII y en N avarra a lo largo del siglo IX. E ste retraso aragonés y lo em brionario de su estructura polí tica explican que sucum ba ante N avarra, m ás evolucionada social y políticam ente. La integración del condado de A ragón en N a v arra va precedida de las conquistas que Sancho I G arcés realiza entre Sangüesa y el río G állego, cerrando la posible vía de expan sión aragonesa hacia el sur m ediante el control sobre el curso del
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río A ragón que en tre Jaca y Sangüesa corre en dirección este-oeste. De esta form a, A ragón sólo puede am pliar su espacio por la ribera izquierda del Gállego y hacia las tierras altas de Sobrarbe. La absorción debió producirse no tanto por conquista cuanto por una lenta penetración de la influencia navarra, que culm ina ría en la década de los veinte del siglo X en el reconocim iento fo r mal por parte del conde aragonés de la suprem acía del rey de N a varra, Sancho I G arcés. El proceso debe guardar ciertas sem e janzas con el de la integración de los territorios de la Castilla p ri mitiva y de Alava a la m onarquía astur un siglo antes. La integra ción se ratifica m ediante el com prom iso m atrim onial de A ndregoto, hija del conde G alindo A znar II, y G arcía Sánchez I de N a varra, hijo y sucesor de Sancho I G arcés. La posterior disolución de este m atrim onio no conlleva la ruptura entre A ragón y N a varra. Aquél seguirá conservando su entidad político-adm inistrativa, pero siem pre supeditado a la soberanía del rey de N avarra.
4.
Condados orientales: independencia, colmatación interior y colonización fronteriza
Tam bién para los territorios de la Marca la prim era m itad del siglo X supone un período de afirmación del poder político. A u n que sobre presupuestos sensiblem ente distintos a los de los rei nos de León y de N avarra. A quí, la definición de la autoridad política aparece com o resultado de un proceso de am pliación y afirmación progresivas desde las prim itivas jefaturas tribales de carácter em inentem ente militar. En la Marca Hispánica, por el contrario, la afirm ación del poder condal pasa por la vía de la independencia respecto del poder form alm ente superior de la m onarquía franca. Una de las m anifestaciones más reveladoras de esta indepen dencia de facto es la transm isión hereditaria, tanto de las funcio nes condales com o del territorio sobre el que se ejercen esas funciones, al m argen de una decisión regia que sancione a posU'ñori dicha transm isión. El testam ento de Vifredo el Belloso, m uerto el año 897, es revelador. El núcleo principal constituido por los condados de B arcelona, G erona y Vic-Ausona queda
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para el prim ogénito, V ifredo B orrell; salvo algún breve período, este núcleo perm anecerá siem pre unido y constituirá el centro de aglutinam iento de lo que muy posteriorm ente va a ser C ata luña. El segundo de los hijos de V ifredo, M irón, se hace cargo de C erdaña, Besalú, B erguedá y C onflent. Sunifredo queda com o conde de Urgel. Y al m enor de todos, Suñer, de unos sie te años, no se le encom endaba ningún condado y perm anecía bajo la custodia del prim ogénito. A unque responsabilizándose cada uno del gobierno de sus territorios, todos gobernarían con juntam ente y reconocerían una cierta autoridad superior de Vi fredo Borrell. H ijos y nietos de V ifredo continúan la política repobladora que había iniciado su antecesor. En el B erguedá está atestigua da, a comienzos del siglo X, una estrecha relación entre repobla ción y restauración eclesiástica. Lo que viene a confirm ar algo que p ara los territorios astur-leoneses es una hipótesis que se d e duce del elevado núm ero de aldeas cuyo topónim o está tom ado del santo titular de la iglesia aldeana. Salrach observa que la or ganización parroquial era paralela a la organización civil, es de cir, las iglesias a los castillos y ambas construcciones seguían los pasos de la repoblación. D e hecho, el obispo de Urgel tiene que desplazarse una y otra vez para consagrar nuevas iglesias, lo que dem uestra la actividad repobladora que se estaba realizando en el Berguedá. A h o ra bien, atendiendo únicam ente a aspectos de organiza ción económ ica, social y política, la consagración de una iglesia por el obispo no es más que el reconocim iento o sanción formal de la existencia de esa iglesia, construida por los campesinos co lonizadores con anterioridad, en la m ayoría de los casos, a la ini ciativa episcopal. Algo sim ilar sucede con los castillos y torres de defensa cuya construcción fue responsabilidad de los condes o de propietarios aldeanos que ostentaban cierta preem inencia sobre el resto de los vecinos y a los que el conde les encom en daba esta función. Tam bién en el condado de Vic-Ausona continúa consolidán dose la repoblación que ha venido realizándose en las décadas anteriores. La red de castillos, con la que intentaba asegurarse la colonización y encuadrar políticam ente a hom bres y territo
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rio, se com pleta con nuevas construcciones. Entre el 900 y el 924 aparecen, entre otros, los castillos de V oltregá, Lluya, Cerviá y Orsal. En las prim eras décadas del siglo X se realiza, asimismo, un avance definitivo en la repoblación del Valles: prim ero en las zo nas de m ontaña: alto T ordera y macizo del M ontseny; posterior m ente, la colonización desciende lentam ente al llano. N atural m ente, con efectivos de las regiones septentrionales del Ripollés 0 del alto B erguedá, zonas que a principios del siglo X podrían estar próxim as a la superpoblación. Incluso en algunos puntos se sobrepasa el Llobregat, estableciendo cabezas de puente de donde partirá posteriorm ente un poderoso m ovim iento coloni zador; éste es el caso de O lérdola, llam ada a convertirse en una posición clave en la frontera del Penedés. Pero, paralelam ente a la repoblación fronteriza, se van colm atando y articulando políticam ente los espacios interiores. Iodo parece indicar que en la prim era m itad del siglo X los es pacios cultivados se am plían a costa del bosque y que las prim e ras com unidades cam pesinas experim entan un im portante creci m iento dem ográfico. A sí se deduce de la sustitución de algunas iglesias construidas en la prim era etapa colonizadora y que aho ra son sustituidas por otras más am plias, capaces de acoger a un mayor núm ero de fieles. Este es el caso de la villa de F rontanyá, donde en el año 905 se consagra una nueva iglesia que viene a sustituir a la antigua, que ya aparecía docum entada en el A cta de Consagración de la Seo de Urgel del año 839. Construcción de iglesias, erección de castillos como formas que se superponen a la inicial ocupación del territorio p o r la ini ciativa cam pesina; he aquí la dinám ica que adopta el proceso re poblador no sólo en los territorios de la antigua Marca H ispáni ca, sino, como ya se ha hecho observar, en el lejano reino de 1,eón. Y de form a similar a lo que ocurre en León y N avarra, tam bién aquí la repoblación experim enta un sensible frenazo a p ar tir de los años cuarenta del siglo X. P or esta época, los territo rios del interior de la C ataluña V ieja están ya colm atándose. Y en la frontera, al peligro perm anente que implica la inm ediatez tísica de la presencia m usulm ana en el valle del E bro se añade,
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lo mismo que en el resto de los territorios cristianos, el peligro derivado del fortalecim iento de la autoridad política en Al-Andalus, que trata de controlar con más efectividad a los gobernan tes de las m arcas fronterizas. P or otra p arte, en contraste con el vacío político del sur de la cuenca del D uero, aquí el dom inio m usulm án al oeste y sur de la frontera no deja de afirm arse desde el punto de vista po lítico y militar. Es significativo que el año 882 el gobierno de L é rida fuese confiado por el em ir de C órdoba a uno de los m iem bros más com bativos de los B anu Qasi, y que el año 897 se em prendiesen las obras de fortificación de Balaguer. La presión fronteriza obliga a una resistencia perm anente, que, a veces, se traduce en expediciones ofensivas cuyo objetivo es aliviar esta presión. Así el 936-937 el conde Suñer lanza una im portante ofensiva contra Tortosa para aliviar el cerco m usul mán en torno al condado de Barcelona. Pero las acciones m ilitares deben conjugarse con una difícil actividad negociadora. La negociación no es m onopolio de los condados catalanes. Pero aquí la desigualdad de fuerzas frente al Islam es más ostensible que en los reinos aliados de León y N avarra. Y por ello se im pone com o necesidad perentoria, que posibilita una situación de paz relativa y un respiro para una ac ción colonizadora y repobladora, que debe realizarse sobre es pacios dem asiado restringidos.
5.
Los primeros síntomas de debilidad del poder: el caso de la monarquía leonesa
Así pues, las últim as décadas del siglo IX y la prim era m itad del siglo X puede definirse como una etapa de equilibrio m ilitar con el Islam, de im portantes progresos en la repoblación de nue vas tierras y de afirm ación de la autoridad política. Pero inm e diatam ente después de las más espectaculares m anifestaciones de v ig o r— victoria de Simancas y repoblación de la frontera del Tormes y de Sepúlveda— com ienzan a m anifestarse síntomas preo cupantes de debilidad. E n prim er lugar, llam a la atención el silencio de las fuentes
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leonesas, especialm ente las docum entales, acerca de los territo rios recién repoblados al sur del D uero. Silencio tanto más difí cil de explicar cuanto que estos territorios, por su situación fron teriza, deberían haber pasado a ser de vital im portancia para el reino leonés. Es posible que la colonización privada de estos territorios continuase con m ayor o m enor intensidad. Pero lo cierto es que la repoblación oficial se estanca y que la frontera político-militar, que Ram iro II había intentado establecer en el Torm es, se repliega de nuevo a las posiciones del D uero. Lo que puede ser indicativo de que en la sociedad leonesa están desarrollándose elem entos capaces de frenar drásticam ente el impulso expansivo de períodos anteriores. Es tam bién revelador que a partir de es tos m om entos decaiga tam bién la actividad bélica hacia el exterior. Indudablem ente, el fortalecim iento del poderío m ilitar y de la autoridad y prestigio políticos de A l-A ndalus tiene algo que ver en el debilitam iento del impulso expansivo leonés. Tam bién Navarra, que en la prim era m itad del siglo ha extendido sus fron teras hasta La R ioja, tiene que frenar la expansión. Pero en el caso navarro el cierre de la expansión frente al Islam queda com pensado por su acción expansiva frente a A ragón y, posterior m ente, frente al propio reino de León. N ada similar ocurre en León que no solam ente pierde su hegem onía m ilitar frente al Is lam, como en Sim ancas, y la capacidad de am pliar el espacio po lítico bajo su control, sino incluso la hegem onía política que an tes ostentaba entre los Estados cristianos, hasta quedar a m er ced de la influencia cada vez más aprem iante de N avarra, que ya comienza a dibujarse como la prim era potencia peninsular. La explicación últim a al fracaso político del reino de León debe buscarse en la propia estructura social. Incluso esta altera ción del equilibrio m ilitar no sería otra cosa que una m anifesta ción más de la decadencia leonesa que tiene causas m ás proíundas. ¿Fracaso, decadencia? ¿Son adecuados estos térm inos? Q ui zás sea más correcto hablar de crisis. Y no en un sentido catasIrofista, sino com o indicativo de una profunda transform ación. Es preciso, en definitiva, observar la estructura de la sociedad
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leonesa inm ersa en una transform ación radical. Transform ación que se acelera y se hace más patente precisam ente a partir de m e diados del siglo X. Es en este m om ento cuando los com ponentes fundam entales de la estructura social, es decir, los grupos socia les generados en el proceso colonizador y repoblador, desarro llan el antagonism o inherente a su posición de clase a través de procesos conflictivos que com prom eten necesariam ente a todo el conjunto social en todos sus niveles — económ ico, social y polí tico— de organización. E sta conflictividad se puede resum ir en la agresión sistem ática de una aristocracia engrandecida a la som bra de la m onarquía contra las com unidades de campesinos in dependientes que se han generado en el proceso de colonización. El som etim iento del cam pesino implica la privatización de las antiguas relaciones de orden público. D e ahí que el hostigam ien to por parte de esa misma aristocracia a la autoridad pública de la m onarquía se presente com o el instrum ento político funda m ental para la im plantación de las nuevas relaciones sociales de producción. El resultado de este proceso, que reviste sus formas más vio lentas en las últim as décadas del siglo X y prim eras del XI, se re sume en los siguientes aspectos: desaparición progresiva de la originaria independencia cam pesina que era la que había susten tado el m ovim iento de colonización espontánea sobre el que se basaba, a su vez, la repoblación oficial; fortalecim iento del p o der de la aristocracia m aterializado en su capacidad para apro piarse arbitrariam ente de una parte de los excedentes del cam pesinado som etido a su poder político, m ilitar y jurisdiccional; debilitam iento del poder público de la m onarquía, privatización de las antiguas relaciones públicas entre el m onarca y el resto de la sociedad, fragm entación de la soberanía. E n definitiva, feudalización de la sociedad. U no de los hechos m ás representativos, a nivel político, de estos procesos de fragm entación viene dado por la independen cia de Castilla. No es el m om ento de estudiar un proceso com plejo que desborda la tem ática específica de esta exposición. Sim plem ente, d ejar constancia de que la prim era am enaza seria de fragm entación política del reino de L eón se produce cuando aún no se han enfriado las armas que han com batido en Sim an
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cas y cuando el poder y el prestigio de la m onarquía se halla, apa rentem ente al m enos, en sus cuotas m ás elevadas. Como síntom a de feudalización, el debilitam iento de la m o narquía leonesa constituye la prim era y más avanzada m anifes tación de las transform aciones sociales que se van a operar en las sociedades del norte peninsular. El reino astur-leonés, que había sido el pionero en la resistencia al Islam y en la m ateria lización de una expansión coherente y racionalizada, va a ser tam bién el prim ero en generar el nuevo sistema social del feu dalismo con cuya im plantación finaliza un proceso intersecular de transform aciones y se consum a la ruptura total con los siste mas que le han precedido históricam ente: el esclavismo rom ano y el sistema gentilicio de las sociedades m ontañesas.
Capítulo 5 LOS PRIM ERO S RESULTADOS DE LA COLONIZACION: UNA ESTRUCTURA SOCIAL TRANSITORIA
1. L a nueva realidad de las com unidades de aldea f radicionalm ente se ha venido atribuyendo el protagonism o de la reconquista y de la repoblación a la m onarquía y a la aristo cracia sencillam ente porque las fuentes docum entales y n arrati vas dejaban constancia expresa de su actividad. Las referencias a la actividad cam pesina eran m ucho m ás escasas y casi siem pre indirectas. Por ello, fue necesario un cam bio radical en los plan team ientos m etodológicos para que el historiador com enzase a preocuparse p o r lo que un em inente historiador ha llam ado los grupos sin historia. A partir de esta preocupación com ienza a desbrozarse una vía de aproxim ación difícil a las realidades cam pesinas. Y es esta aproxim ación, que todavía hay que realizar a través de inm ensas oscuridades, la que perm ite com enzar a va lorar el papel del cam pesinado en la reconquista y repoblación y, consiguientem ente, a conocer en profundidad unos procesos mucho más com plejos de lo que antes se podía pensar. Sin p e netrar en la realidad campesina no es posible acceder a un co nocimiento profundo ni de los grupos sociales, ni de la articula ción y relaciones entre ellos, ni, en definitiva, de la estructura de esa sociedad. Los colonizadores, sean cam pesinos, sean m iem bros de la aristocracia, incluso el propio m onarca, acceden a la tierra m e diante la roturación y la puesta en cultivo de la misma. Es lo que la docum entación leonesa denom ina presura, sinónimo de la aprisio catalana. El térm ino tiene una connotación fundam ental mente jurídica: es el acto de la presura el que genera el derecho
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de propiedad sobre las tierras ocupadas. Son muy abundantes las escrituras de donación o de com praventa de tierras en las que se alude a la presura propia o de los antecesores como funda m ento jurídico de la propiedad sobre los espacios enajenados. Pero tam bién hace referencia a un hecho económico, como es la puesta en cultivo de nuevos territorios y, por tanto, la am plia ción de los espacios productivos. Es evidente que este tipo de acciones no tienen por qué ser exclusivas del cam pesinado. Tam bién la aristocracia y la m onar quía pueden — y lo hacen con frecuencia— ocupar tierras com o una actividad privada personal. Esto ha llevado a la m ayoría de los autores a distinguir entre presura privada y presura pública u oficial. Pero esta distinción, como la m ayoría de las precisiones jurídicas, es estática y pierde de vista la evolución experim enta da p or el poder público, que es el único que puede dar carácter oficial a algún tipo de presura. C uando el poder público está plenam ente configurado, lo que en el reino astur-leonés no sucede antes de finales del siglo IX o principios del X, la distinción tiene sentido. P ero para una época anterior, época en que la presura tiene un enorm e desarrollo, la distinción entre pública y privada carece de sentido. Por otra p a r te, los derechos de propiedad generados, según los institucionalistas, p o r la presura se refieren a derechos individuales o de grupos familiares muy restringidos. P ero, ¿qué sucede con las ro turaciones realizadas por grupos de parentesco extenso que de bieron ser las más frecuentes en los orígenes de la colonización? De hecho, a pesar de esta connotación de matiz claram ente individualista de la presura, la realidad que va resultando del p ro ceso colonizador, tanto en León com o en N avarra o en los con dados de la futura C ataluña, no es la de explotaciones aisladas y dispersas sino la de com unidades campesinas con fuertes soli daridades internas. A pesar de las referencias constantes a la existencia de estas com unidades, no tenem os prácticam ente ningún dato que p er mita conocer su organización y funcionam iento internos. C ons ciente de estas dificultades, y partiendo del hecho de que la m a yoría de las fuentes de esta época son de origen eclesiástico, yo mismo he abordado no hace mucho tiem po la problem ática de
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las com unidades cam pesinas, tratando de aplicar algunas noti cias que tenem os de las pequeñas com unidades m onásticas, particularm ente en la zona de la Castilla prim itiva, a las com u nidades laicas. M etodológicam ente, esta vía de aproxim ación al conocim iento de las com unidades cam pesinas se basa no en p re supuestos arbitrarios, sino en la perfecta adecuación que revelan unas y otras a los condicionam ientos propios del proceso coloni zador. D e ahí el enorm e éxito y la enorm e difusión que van a tener ambos tipos de com unidades no sólo en la zona astur-leonesa, sino tam bién en los territorios del noreste peninsular. D e lo dicho aquí se deduce que no hay que confundir estas pequeñas com unidades m onásticas con los grandes m onasterios de Samos o Celanova, de Sahagún, de C ardeña, de San Millán, de Ripoll o de Sant Joan de les A badesses, que prácticam ente desde sus orígenes aparecen fuertem ente im plantados y se cons tituyen como vigorosas entidades no sólo religiosas, sino tam bién económicas, sociales y jurisdiccionales. D e muy escasa, por no decir nula, actividad colonizadora, estos m onasterios desem peñan un papel fundam ental en la articulación económ ica, so cial y política del espacio y de la sociedad al servicio del poder político. En este sentido son cualitativam ente distintos de las p e queñas com unidades m onásticas que, junto a las com unidades laicas, son las verdaderas protagonistas de la colonización. Difícilmente puede entenderse la realidad económica y social de estas com unidades cam pesinas si no es desde el conocim iento de las com plejas transform aciones que afectan a las estructuras gentilicias, que es donde estas com unidades tienen su fundam enlo. Rem ito, para no repetirm e, a los breves com entarios que so bre estos aspectos he escrito en páginas anteriores. Partiendo de una estructura social basada fundam entalm ente en vínculos de parentesco extenso, que son lo que dan cohesión .1 los grupos tribales, ciánicos y a las familias extensas en las so ciedades gentilicias, se observa una tendencia generalizada hacia la ruptura de estos vínculos y hacia la im plantación de la familia conyugal como célula básica de la com unidad cam pesina. T en dencia que, a finales del siglo IX y en el siglo X, aparece prácti cam ente consum ada en Galicia, sobre todo en la Galicia m eri dional, A sturias-León y condados orientales. Los territorios vas-
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cones o de influencia vascona — regiones orientales del reino astur-leonés y zonas del Pirineo occidental y central— se encuen tran, al parecer, en una fase m enos desarrollada. Asimismo la desarticulación de las estructuras del parentesco extenso implica la ruptura de las trabas que las fuertes cohesio nes familiares oponían a la iniciativa individual; ruptura de la que nace la posibilidad para el individuo o para los grupos m e nores segm entados de las tribus, clanes o familias extensas, de abandonar los m arcos físicos y jurídicos que los anclaban a la co m unidad de em parentados y que propicia la liberación de su fuer za de trabajo. U na de las contradicciones fundam entales que se plantean en esta etapa, y que las com unidades m onásticas y laicas tratan de resolver, es que la desarticulación de la familia extensa se p ro duce justam ente en un m om ento en que las tareas de roturación exigen la conjunción de esfuerzos colectivos. Por otra parte, los efectos positivos de la liberación individual quedan de alguna for ma contrarrestados por la relativa indefensión del individuo, que queda privado de un anclaje institucional con el resto de la co m unidad. R esultado de esta situación es la tendencia espontá nea a la instauración de unos vínculos que tratan de reproducir artificialm ente la vieja cohesión familiar, que ofrecen la protec ción de la que el individuo o la familia nuclear aislados carecen, pero que, por el hecho de ser anudados librem ente, garantizan al individuo unas cotas de libertad inalcanzables dentro de la o r ganización gentilicia. Los nuevos vínculos de vecindad ya no se basan prioritariam ente en los lazos de parentesco, sino en el h e cho de ocupar espacios contiguos y en las necesidades que plan tea la puesta en cultivo y la organización productiva de ese espacio. Así pues, las com unidades campesinas se van configurando como resultado de la conjunción de decisiones individuales. E s tas decisiones suelen ser de carácter implícito. Pero algunas co m unidades monásticas resultan en este aspecto paradigm áticas por cuanto su constitución como tales se basa en un pacto ex preso entre los individuos que pasan a form ar la nueva com uni dad. Si a ello se añade la presencia de un poder político teó ri cam ente poco definido y escasam ente efectivo en el orden prác
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tico, se com prenderá que muchas com unidades cam pesinas se o r ganicen como células com pletam ente autónom as e independien tes tanto en el orden económ ico com o en el orden social, e in cluso, en el orden político, agotando en sí mismas la autoridad de sus jefes o de la propia com unidad. Muchas de las más antiguas noticias sobre presuras nos m ues tran el proceso de constitución de estas com unidades de una m a nera totalm ente espontánea e independiente, sin que nada p er m ita vislum brar una acción directa o indirecta de la m onarquía o de alguna autoridad delegada. M e rem ito a actos de coloniza ción ya conocidos, com o son los de L ebato y M om adonna, o los de las pequeñas com unidades m onásticas fundadas por los hijos de aquéllos o p o r grupos de colonizadores en condiciones simi lares; o a aquellas confirm aciones regias de presuras que, evidentem ente, ya habían sido realizadas con anterioridad y al margen de la m onarquía; o a las num erosas consagraciones de iglesias en el B erguedá o en el Ripollés que presuponen la exis tencia de com unidades campesinas bien organizadas. Ausencia de un poder por encim a de la propia com unidad. Pero no ausencia de cualquier tipo de autoridad. Es muy posible que al frente de cada com unidad existiese un jefe con funciones de carácter organizativo más que decisorio. A unque pueda re caer y de hecho recaiga en muchas ocasiones en los descendien tes de antiguos jefes de familias extensas o de grupos ciánicos, el fundam ento inm ediato de esta jefatura es solam ente su acep tación por los m iem bros del grupo, de form a análoga a la auto ridad de los abades tal com o aparece fundam entada en los pac tos constitutivos de algunas pequeñas com unidades m onásticas. Algunos topónim os com puestos de villa y de un nom bre de p er sona, deben hacer referencia a estos jefes bajo cuya dirección se procede a efectuar la ocupación del espacio aldeano; si bien, en un principio, estos jefes podrían identificarse con jefes de p aren telas amplias en proceso de fragm entación. No obstante, particularm ente en los asuntos más graves, esta jefatura no llega a anular la capacidad decisoria del conjunto de los miembros de la com unidad reunidos en asam blea. No es ca sualidad que en docum entos referidos a decisiones trascenden tales que afectan a toda la com unidad, afloren fórm ulas simila
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res a las utilizadas en los pactos monásticos: todos nosotros que vivimos en... o todos nosotros los abajo firm antes... Es la asam b lea, com o órg an o su p re m o d ec iso rio de la com unidad, la que actúa; y con su actuación dem uestra la independencia de la com unidad respecto de poderes ajenos a ella. Y es desde esta situación de independencia com pleta como se entiende la existencia de espacios de apropiación com unita ria, cuyo disfrute está regulado por la propia com unidad y a los que en principio únicam ente tienen acceso los campesinos m iem bros de esa com unidad. D esde un punto de vista económico son la base para la supervivencia de la com unidad; por una parte, aseguran amplios espacios de pasto para el ganado, fundam ental en un sistema productivo basado en la asociación entre agricul tura y ganadería; por otra, constituyen la reserva para una po tencial expansión de los cultivos a m edida que crezca la com u nidad y se amplíen las necesidades. La independencia de la co m unidad y la plena disponibilidad sobre estos espacios garanti zan la reproducción y el crecim iento de la com unidad. El con trol de estos espacios por parte de poderes externos a la com u nidad, confiere a estos poderes tam bién el control sobre los m e canismos de crecim iento de la com unidad. Los nuevos poderes no im pedirán, pero condicionarán, el cre cim iento del som etim iento campesino, im poniendo censos u otros tipos de condiciones que van restringiendo cada vez con más severidad la libertad de las com unidades campesinas. Por eso, estos espacios se convertirán en objetivos estratégicos de la agresión señorial y en m otivo de duros enfrentam ientos entre se ñores y campesinos. Igualdad en cuanto a la capacidad decisoria en el seno de las asam bleas com unitarias; igualdad en el derecho a disfrutar de los espacios com unitarios. ¿Q uiere decir esto que las com unida des de aldea o com unidades campesinas son sociedades igualita rias? F rente a fórm ulas reveladoras de una cierta igualdad, aparecen otros indicios que denotan una clara aunque todavía in cipiente jerarquización. Las m enciones que contraponen maiores y minores, seniores y iubenes, m áxim os y m ínim os son num e rosas ya desde los inicios del siglo X en el ám bito leonés. La rup tura de los vínculos de parentesco y el acceso a la propiedad pri
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vada de las tierras de cultivo propician la aparición de desigual dades económicas sobre las que se basará la jerarquización social en el seno de las com unidades campesinas. E n principio puede pensarse que son los jefes de los distintos grupos y sus más directos allegados los que disfrutan de m ejores opciones para una acum ulación de propiedades fundiarias. Posteriorm ente, al efecto acum ulador del prestigio originario debió sum arse el resultado de las divisiones hereditarias, a m e dida que éstas fueron im poniéndose com o mecanismo sucesorio, así como las m últiples oportunidades de enriquecim iento que la colonización ofrecía. El resultado debió ser una gran movilidad social a través de la cual se fueron configurando los futuros cua dros dirigentes de la sociedad rural. Intim am ente relacionada con la afirm ación de la familia con yugal aparece y se consolida la pequeña explotación fam iliar independiente com o célula básica de producción y auténtica p ro tagonista de todo el proceso de colonización, en perfecta cohe rencia con el papel que en el orden social desem peña la familia conyugal dentro de la com unidad. Ni que decir tiene que la realidad económica de la pequeña explotación cam pesina adquiere pronto una plena formalización jurídica como derecho de propiedad. La docum entación no deja lugar a dudas. En las actas de donación y de com praventa el ob jeto de enajenación se presenta reiteradam ente como hereditas mea propria, térra mea propria, etc. Se exhiben los fundam entos jurídicos de propiedad: quam habui de parentis meis, quam habui ex comparato. Se establece, en las com praventas, el precio a pagar. Y los derechos del nuevo propietario se vinculan al pago de lo estipulado. D e todas form as, la propiedad no es una cualidad inherente a la pequeña explotación, sino que depende más bien de la con dición de la familia cam pesina. Esta observación tiene particular im portancia en orden al proceso de feudalización, en cuanto que este proceso implica una sistem ática expropiación del cam pesi nado que continúa trabajando la explotación familiar, pero aho ra som etido al señor, propietario em inente de la tierra y, en m u chas ocasiones tam bién, investido de poderes jurisdiccionales so bre el campesinado.
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Aristocracia y señoríos: nuevas realidades socioeconómicas
Paralelam ente a las com unidades cam pesinas, y como un se gundo com ponente fundam ental de la nueva estructura social, se desarrolla la aristocracia. Y ante todo es preciso reivindicar la ab soluta originalidad de esta aristocracia que aparece vinculada al proceso de colonización y de reorganización de los territorios in corporados por la repoblación. Es evidente que gran parte de la aristocracia de los siglos IX y X tiene antecesores directos en la época visigoda, tanto en la jerarquía eclesiástica com o en la no bleza laica. Tam bién es evidente que entre la nueva aristocracia se encuentran m uchos elem entos procedentes de la antigua aris tocracia gentilicia, que en el proceso de transición han sabido uti lizar resortes residuales de su antigua autoridad para m antener una situación de preem inencia. Pero esta continuidad a nivel institucional o biológico no pue de ocultar la radical originalidad en otros órdenes, que afectan a la propia estructura económ ica y social. Originalidad absoluta en los patrim onios territoriales que com ienzan a construirse en el m om ento de la colonización. Las viejas fortunas de la nobleza visigoda han quedado desm anteladas durante la invasión m usul m ana y en el período de luchas inm ediatam ente posterior a la in vasión; fenóm eno que adquiere una m ayor radicalidad en la cuenca del D uero. Por lo que a la aristocracia gentilicia se refie re es claro que, al desconocer la propiedad privada de la tierra, esta aristocracia no podía basar su poder en la fortuna territo rial, C onsiguientem ente, en am bos casos, la gran propiedad aris tocrática no puede ser herencia del pasado, sino resultado de una creación ex novo en la coyuntura favorable del proceso de colo nización y de repoblación oficial. Sin em bargo, la perduración o el arrasam iento com pleto de la gran propiedad es un fenóm eno secundario si se com para con la radical transform ación de los sistemas productivos. La desa parición prácticam ente total del esclavo com o fuerza de trabajo en las grandes explotaciones del siglo x , la sustitución de esta fuerza de trabajo por la del campesino independiente de las com unidades de aldea m ediante contratos agrarios de índole di versa, los inicios de una acción aristocrática tendente al som eti
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m iento de este cam pesinado com o form a de apropiación del ex cedente de esa fuerza de trab ajo , son los hechos que iluminan desde la profundidad de la estructura económica y social la ra dical originalidad, tanto de la aristocracia que se está configu rando durante los siglos IX y X en las zonas de repoblación com o de los procesos de transform ación estructural que se consum a rán con la im plantación del feudalism o. Esta acción o agresión aristocrática opera sobre las debilida des del individuo aislado o de la com unidad cam pesina com o tal En este últim o caso, lo norm al es la privatización de los poderes de carácter público, contenidos en la delegación del poder pú blico de la m onarquía par£¡ la adm inistración de determ inados distritos adm inistrativos, en la concesión de territorios inm unes, o en las donaciones de territorios para repoblar — concesiones ad populandum — o de determ inados derechos sobre los espa cios de disfrute colectivo de las com unidades campesinas. El re sultado es la configuración de señoríos donde la aristocracia e je r ce de m anera em inente su dom inio social, pero que tam bién contribuyen a la adm inistración y control del espacio. E vidente m ente, este tipo de adm inistración sólo puede realizarse en el contexto de una estructura política cada vez más feudalizada. Las entidades señoriales m ejor conocidas son los dom inios territoriales de los grandes m onasterios que comienzan a consti tuirse como tales desde comienzos del siglo X en el reino astur; bastante antes en los condados de la Marca Hispánica. Así van aflorando a la docum entación los m onasterios de Sobrado, Sa nios y C elanova, en Galicia; en A sturias y C antabria, los de San Vicente de O viedo, Santillana y Santa M aría del P uerto (Santoña); en La L iébana, San M artín de T ureno (posteriorm ente, San io Toribio); en el territorio de León, aparte de los m onasterios urbanos, los de Eslonza, A rdón y Sahagún; en Castilla, Cardeña, A rlanza y Silos; en La R ioja, a caballo entre Castilla y N a varra, San M illán de la Cogolla; Leire, en N avarra; San Juan de la Peña, en A ragón; San Juan de las A badesas, Ripoll y, algo más tarde, San C ugat, en los condados del noreste peninsular. La enorm e extensión que van a alcanzar sus posesiones no es, en la m ayoría de los casos, producto de una colonización di recta, sino de la captación de espacios colonizados previam ente.
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Por ello su propia expansión territorial constituye un testim onio elocuente del intenso esfuerzo colonizador que ha precedido a la form ación de estos dom inios. Testim onio de la colonización; testim onio tam bién de la creciente preocupación de la m onar quía por establecer un control efectivo sobre la totalidad del es pacio colonizado. P orque estos m onasterios, al convertirse en grandes propietarios territoriales, intentarán articular económ i cam ente los territorios bajo su control, creando de esta form a unas condiciones óptim as para la im plantación de una eficaz o r ganización político-adm inistrativa. E n este aspecto sus funciones no se diferencian en absoluto de las funciones de las sedes episcopales y de las de la aristocra cia laica cuyo fortalecim iento económ ico, social y político co m ienza a hacerse patente en esta época en la constitución de los grandes señoríos laicos. A partir de finales del siglo IX, pero so bre todo desde principios del siglo x , castillos, m onasterios y ca tedrales pasarán a constituir los soportes de una articulación cada vez más perfecta en el orden económ ico, social y político del es pacio interior del reino leonés. Estam os en los preám bulos de una feudalización que ya se insinúa abiertam ente en la prim era década del siglo X pero que no se consum ará hasta los inicios del siglo XI en León y hasta las décadas centrales del mismo si glo en los condados catalanes.
Capítulo 6 CRISIS SOCIAL Y FEUDALIZACION EN EL REINO DE LEON
1.
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Luchas interrnas, debilitamiento político-militar y feudalización
torno a los años cincuenta del siglo X parece apreciarse en todos los E stados cristianos la pérdida de ritm o en la actividad de repoblación oficial y de incorporación de nuevos territorios. Más atrás m e he referido casi de pasada a este fenóm eno y a la explicación que la historiografía tradicional le ha dado: la d e bilidad interna de los Estados cristianos, consecuencia del fo rta lecimiento del poder político andalusí. Pero, ¿no será todo lo contrario? ¿No será que A l-H akam II, sucesor de A bd al-Rahman III, y, sobre todo, A lm anzor pueden actuar im punem ente contra las sociedades cristianas porque en éstas com ienzan a fa llar los resortes internos que décadas antes les habían perm itido frenar a los ejércitos califales? La explicación tradicional hace agua ya desde simples consi deraciones cronológicas. Porque el tan traído fortalecim iento p o lítico cordobés hay que situarlo, com o tarde, en torno al 929, año de proclam ación del califato, cuando A bd al-R ahm an III ya había superado lo más grave de las crisis internas y había con solidado su hegem onía en el norte de Africa. Sin em bargo, has ta la década de los sesenta no com ienza a m anifestarse con claridad la superioridad de A l-A ndalus sobre las sociedades cris tianas. Es justam ente el m om ento en que la crisis interna de la sociedad leonesa se hace más patente. Las principales acciones m ilitares de esta época ponen al des cubierto algunos de los cambios operados en la sociedad leone
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sa. M ientras que todavía en la batalla de Simancas R am iro II ac tuaba como el jefe suprem o m ilitar de los contingentes leoneses, en las acciones posteriores los reyes leoneses no figuran ya como líderes, sino como unos aliados más; en la práctica, los condes de Castilla, de M onzón, de C arrión y algunos condes gallegos aparecen en pie de igualdad con el rey leonés, teóricam ente su superior. Los resultados son nefastos. El año 963 Sancho I de León concluye un pacto de alianza con G arcía Sánchez I de N a varra, con Fernán G onzález de Castilla y con los condes B orrell y M irón de B arcelona. A l-H akam II ataca Castilla y se apodera de la fortaleza de San E steban de G orm az. M ientras tanto, Galib, gobernador de M edinaceli, ataca y ocupa A tienza; y el go bernador de Zaragoza d errota al rey navarro y ocupa la plaza de C alahorra. El año 975 una nueva coalición form ada por los reyes de León y N avarra y por los condes de Castilla, de M onzón y de C arrión tiene que levantar el asedio de la plaza de G orm az que A l-H a kam II había m andado fortificar frente a San Esteban y los coaligados son destrozados en Langa, cerca de San Esteban de G orm az, y en E stercuel, no lejos de Tudela. Esta incapacidad cristiana para im ponerse en el campo de batalla obliga a la in tensificación de contactos y negociaciones de los dirigentes cris tianos con el califa en una posición de inferioridad. D ebilidad frente al exterior en el orden m ilitar y diplom áti co. Pero no podía ser de otra form a ante la situación interior del reino. E n el año 952 se produce la rebelión que va a costar el trono a O rdoño III, y que está protagonizada por su herm anas tro Sancho — el futuro Sancho I— con la ayuda de N avarra, de Fernán González y de otros m agnates leoneses y gallegos. Es el prim er eslabón de una cadena de rebeliones que se prolongarán hasta el año 1020 y que dan la m edida del estado de descom po sición interna de la estructura política del reino de León. El pro pio Sancho I, una vez que ha desalojado del trono a su herm a nastro O rdoño III, tendrá que enfrentarse a la rebelión de un oscuro O rdoño IV que con la ayuda de Fernán González le obli gará a refugiarse junto a su abuela T oda, regente de N avarra. R ecuperado el trono con ayuda de N avarra y de las tropas m u sulm anas de A l-H akam II, Sancho I tendrá que sofocar la re
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belión de los nobles gallegos en una expedición en la que m ue re, probablem ente envenenado por uno de los revoltosos. Su su cesor R am iro III tendrá que enfrentarse a nuevas rebeliones, hasta ser depuesto por V erm udo II, tam bién con la ayuda de los m usulmanes y de algunos condes gallegos. El reinado de Vermudo II quizás sea el período en el que la inestabilidad política y social y el debilitam iento del poder m onárquico alcanzan su p a roxismo. Las rebeliones de la nobleza m agnaticia, tanto gallega como leonesa y castellana, se suceden sin descanso, frecuente mente en connivencia con A l-A ndalus; rebeliones que obligan al m onarca en ocasiones a abandonar la sede de León; esto es lo que sucede el año 986; en este año A lm anzor realiza, con la ayu da de algunos m iem bros de la nobleza leonesa, una de las más sangrientas aceifas por tierras leonesas: ocupa León, incendia los monasterios de E slonza y Sahagún y devasta todo el territorio; ese mismo año el conde de Saldaña-C arrión, Góm ez D íaz, figu ra en algunos diplom as imperante in Legione. A esta conflictividad política se une un proceso de usurpa ciones protagonizado por la nobleza laica. Algunas referencias docum entales son sum am ente explícitas; véanse, por ejem plo, las acusaciones del obispo de León contra el conde de C arrión, el mismo G óm ez D íaz y sus secuaces: quienes a la m uerte de R a miro III los condes y sus hom bres, sin tener derecho ninguno, en traron p o r la fu erza en estas villas y usurparon el derecho sobre rilas y sobre sus habitantes. Si esto ocurre dentro del grupo aristocrático sería absurdo pensar que el cam pesinado queda libre de la codicia aristocráti ca. Hay que pensar más bien que en esta época y al am paro de la turbulencia política el proceso de som etim iento campesino e n tro en su fase de consum ación definitiva. E ntre los años 1017 y 1020, cuando la fuerza de los m ovim ientos de rebelión parece re mitir, Alfonso V reúne una curia extraordinaria en L eón; allí se loman una serie de m edidas legislativas con validez para el terri torio leonés que trata n de regularizar e institucionalizar la situa ción creada en el período precedente; entre estas m edidas des tacan las referentes a los iuniores de heredad: cam pesinos cuyo status de som etim iento aparece ya institucionalizado; lo que no ocurría cincuenta años antes.
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Explicar esta conflictividad por la debilidad de los reyes es más propio de la anécdota que de una historia científica. T am poco se puede recurrir com o explicación últim a — ya me he re ferido a ello— a un cam bio en la relación de fuerzas con Al-Andalus. E n realidad toda esta conflictividad política y social es la manifestación de una serie de transform aciones internas de la so ciedad en todos sus niveles. En prim er lugar, el fortalecim iento de los grupos aristocráticos que ya venía produciéndose desde mucho tiem po atrás y que en estos m om entos está alcanzando su punto culm inante. Fortalecim iento que implica la constitución de auténticos linajes en cuyo seno se produce la transm isión de las funciones condales; baste recordar el linaje de los condes de Castilla, el de los A nsúrez en el condado de M onzón, el de los Banu Góm ez en C arrión. Junto a la afirmación de estos linajes, la transform ación de las antiguas dem arcaciones adm inistrativas — los condados y mandationes— en Estados prácticam ente inde pendientes, aunque sus titulares reconozcan la suprem acía for mal de los reyes. Así se explica la autonom ía con que los condes más poderosos actúan tanto a nivel m ilitar com o diplomático en sus relaciones con A l-A ndalus, estableciendo alianzas militares o enviando em bajadas a C órdoba con independencia o al m ar gen de las iniciativas de la m onarquía. La situación parece adquirir caracteres dram áticos con el as censo de A lm anzor al poder en C órdoba. A la política de inter vencionismo constante que ya habían practicado los califas cordobeses en el período anterior, se sum an una serie de golpes espectaculares contra los centros neurálgicos de los Estados cris tianos, pero sobre todo del reino de León. El año 981, A lm an zor derrota a una coalición form ada por R am iro III de León, Sancho Garcés II de N avarra y el conde de Castilla G arcía F er nández. El resultado es la dem olición de la fortaleza de Sim an cas, una de las claves del sistem a defensivo del D uero central. El año 985 se produce la gran expedición contra Barcelona y su territorio. Y el año 988, A lm anzor asesta un golpe similar con tra el reino leonés. Z am ora y León son incendiadas y las fortifi caciones desm anteladas. Tam bién aquí los grandes m onasterios de la región, Sahagún y Eslonza, padecen los efectos devastado res del ataque. En el año 997, el ataque a Santiago de Compos-
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tela, por su carácter simbólico, cayó com o una losa sobre toda la cristiandad peninsular e incluso al norte de los Pirineos. Y dos años después, A lm anzor arrasa Pam plona, el único de los cen tros cristianos que perm anecía aún de alguna m anera indem ne. Estos golpes no consiguieron aglutinar m ovimientos efectivos y estables de resistencia. La inestabilidad interior y las rebelio nes contra la m onarquía leonesa no sólo continuaron, sino que increm entaron su frecuencia y agravaron su intensidad. En oca siones, las tropas andalusíes cuentan con el apoyo desde dentro de m agnates rebeldes al m onarca. Esto sucede, por ejem plo, en la devastadora expedición del año 988, en la que A lm anzor con tó con el apoyo de los condes G arcía G óm ez de C arrión y G on zalo V erm údez de L una, que se habían rebelado contra Verm udo II. La situación de la m onarquía leonesa en las décadas finales del siglo X y en las prim eras del XI, es, qué duda cabe, de p ro funda postración y debilitam iento. Pero la trascendencia de esta situación radica en que la debilidad de la m onarquía es una de las m anifestaciones más ostensibles de todo un proceso com ple jo de transform ación, que afecta a la estructura política, a la es tructura económ ica y a la estructura social del espacio leonés. En definitiva, es el proceso de feudalización que en la sociedad leonesa aparece prácticam ente consum ado a principios del si glo XI, y que se presenta con casi m edio siglo de adelanto a la feudalización del territorio condal de la futura Cataluña. Ni qué decir tiene que estas circunstancias no son en absolu to propicias para la repoblación oficial. E sta, en el reino de León, queda com pletam ente detenida, Tam bién N avarra paraliza la re población fronteriza ante el Islam; pero com ienza a dibujarse ya lo que será algo más tarde su objetivo político prioritario: la in tervención y la expansión hacia las zonas castellana y leonesa. Donde m ayor actividad parece observarse es en las fronteras del condado de B arcelona: en el Vallès y en el Penedés. Hecho altam ente significativo si se com para con la inactividad oficial en las fronteras del reino de León; y sobre todo si se com paran es tos distintos grados de actividad repobladora oficial con la situa ción en que se encuentra el poder político en cada uno de estos Estados: com pleta im potencia de la m onarquía leonesa frente a
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la efectividad en la jefatura política que aún m antienen los con des de Barcelona. Si adem ás tenem os en cuenta que la decaden cia del poder político es concom itante a un proceso de convul siones sociales de gran envergadura, difícilm ente podrem os se guir m anteniendo la tesis de que la feudalización de la sociedad catalana es anterior a la feudalización castellano-leonesa.
2.
La colonización de la Extremadura del Duero
Paralización o ralentización, según los casos, de la repobla ción oficial. Pero quizás no podam os decir lo mismo en lo refe rente a la acción colonizadora de carácter privado llevada a cabo por grupos espontáneos de cam pesinos, que siem pre han actua do como pioneros de la expansión con independencia de los po deres políticos constituidos. Las pruebas no son del todo concluyentes para el ám bito cas tellano-leonés; pero, com o indicios, ofrecen soporte más que ra zonable para pensar en la continuidad de estas actuaciones. En el condado de B arcelona estas actuaciones pueden seguirse más de cerca debido a la proxim idad del poder político y eclesiástico y a la rapidez con que estos poderes actúan sobre las com unida des que se constituyen espontáneam ente. En el reino de León, el campo de actuación de estos grupos de espontáneos es el am plio espacio que se extiende desde el río D uero hasta el Sistema C entral; es lo que se denom ina la Extremadura histórica o Ex trem adura del D uero. La colonización de estos territorios viene facilitada por la p re sencia de im portantes contingentes dem ográficos en la zona. C ontra la tesis radical de Sánchez-A lbornoz — que defiende una despoblación integral— se alzan argum entos cuya contundencia es imposible soslayar. De una parte está la evidencia que ofrece la A rqueología, que detecta la continuidad de poblam iento en muchos lugares de la m eseta superior al norte y al sur del D ue ro. De otra parte, la pervivencia de topónim os anteriores a la re población oficial del siglo XI, que sólo es explicable adm itiendo asimismo la pervivencia de una población que m antiene el re cuerdo de esos topónim os. Topónim os que corresponden a p e
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ríodos muy diversos y que reflejan la historia del poblam iento en la cuenca del D uero: poblam iento prerrom ano, al que corres ponden topónim os com o Segovia, Avila, Salam anca, C uéllar, A révalo, P eñaranda, p o r citar solam ente algunos de los más co nocidos; poblam iento rom ano, detectado por nom bres como Sacram enia, C ostanzana, Villacastín, Baños, Salvatierra; pobla m iento visigodo que se m anifiesta en topónim os com o Lovingos, A taquines, Palacios de la G oda, V illacotán, Babilafuente. A parte de estos topónim os, que reponden a un poblam iento anterior a la conquista, existen otros que revelan la pervivencia de núcleos de población árabe o bereber que se ha instalado en estos lugares en el m om ento de la conquista y que ha perm ane cido aquí tras el repliegue bereber a m ediados del siglo VIII: Cogeces, A lcazarén, A lbornos. O tros grupos em igran en fecha posterior. A fines del siglo IX la situación de los m ozárabes de A l-A ndalus se deteriora rápi dam ente, debido en gran m edida a la actitud de grupos fanáti cos que buscan el m artirio por m edio del desprecio y del insulto público a la religión islámica. Com o resultado de esta situación, im portantes grupos de m ozárabes van a em igar hacia territorios bajo control cristiano, contribuyendo decisivam ente a la coloni zación del territorio leonés y a la difusión de tradiciones cultu rales, políticas y jurídicas de origen visigodo. Pero otros m uchos se asentarán en la cuenca m eridional del D uero — en ese m o m ento, tierra de nadie— en zonas no muy alejadas de los pasos de m ontaña que han utilizado para huir de A l-A ndalus y, p re ferentem ente, en territorio salm antino y en la parte oriental de Segovia. En am bas zonas el testim onio de sus asentam ientos p e r manece en los topónim os: V alverdón, M ozárbez, Izcala, Valduncicl, en territorio salm antino; M aderol, O terol, V ercem uel, M o rid , en Segovia. Quizás pertenecen a este época topónim os b e reberes como La A lberca, M ogarraz, Navam orisca, M edinilla, todos ellos en la sierra salm antina. Otros grupos proceden del norte del D uero y convergen ha cia esta zona. En las áreas del D uero m edio — al sur de Z am o ra, 1’oro, Simancas, Peñafiel— la mayoría de los em igrantes dehen ser campesinos dedicados preferentem ente a la agricultura, que tratan de am pliar sus explotaciones individuales o familiares
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y eludir una situación de som etim iento, a la que conduce inexo rablem ente la evolución social en los territorios al norte del D u e ro. El hecho de que las tierras de la E xtrem adura estén fuera de todo control político y señorial les garantiza una com pleta liber tad e independencia. E n el D uero propiam ente castellano la situación posiblem en te es distinta. La fortificación en época califal de M edinaceli y G orm az, unida a la agresividad de los tuchibíes de Zaragoza, fie les al califa, había convertido la zona del D uero en el teatro por excelencia de las operaciones m ilitares andalusíes; ejem plo de ello pueden ser las dos grandes expediciones de A l-H akam II en el 963 y 975 contra San E steban de G orm az. U no de los efectos de esta situación es una m ayor m ilitarización del campesinado de estas aldeas donde com ienza a desarrollarse la figura del ca ballero villano; éste no es más que un campesino que dispone de fortuna suficiente com o para costearse un caballo de com bate y el arm am ento correspondiente; lo que no le exime de determ i nadas obligaciones serviles hacia los señores a los que está so m etido; por ejem plo, el F uero de C astrojeriz del 974 establece la obligación para estos caballeros de trab ajar un día en las tierras del señor para la preparación del barbecho, otro en la época de la siem bra, otro en la poda de las viñas, o colaborar determ ina dos días en el acarreo de la mies. No cabe la m enor duda de que m uchos de estos campesinos van especializándose paulatinam ente en el com bate a caballo, lo que posiblem ente condiciona desde muy pronto una cierta re conversión de su econom ía agrícola en una econom ía preferen tem ente ganadera, más adecuada a una situación de casi perm a nente movilización. E sta perm anente movilización no sólo está condicionada por las ofensivas generales andalusíes o cristianas, sino tam bién, y quizás en m ayor m edida, por la propia iniciativa de estos grupos de caballeros codiciosos de las riquezas que ge neran la guerra y el botín. Son caballeros de frontera que desde sus posiciones del D uero debieron extender rápidam ente sus in tereses a las zonas m eridionales más próxim as: hacia el macizo de Sepúlveda y hacia las estribaciones m ás orientales del Siste ma C entral, donde la abundancia de pastos, sobre todo veranie gos, posibilita la am pliación de sus cabañas ganaderas. R ápidos
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en sus desplazam ientos y buenos conocedores del terreno, están perfectam ente adaptados para una guerra de em boscadas que les proporciona abundante botín. Que el poblam iento en los espacios de la Extrem adura his tórica había adquirido consistencia inm ediatam ente antes de las repoblaciones oficiales de R am iro II y F ernán González, está fuera de toda duda desde que Pedro C halm eta publicó el relato de Al Razi sobre la gran cam paña de A bd al-R ahm an III contra Simancas el año 939. E n él se nos inform a de cóm o A bd al-R ah m an III, en su m archa hacia Sim ancas, tiene que detenerse para ocupar ciudades bien pobladas y abastecidas como O lm edo — ¿M edina?— , Iscar y A lcazarén. T ras la batalla, recorre el cur so del río H aza destruyendo castillos, arrasando aldeas, hasta que en su paso hacia M edinaceli es atacado por los contingentes de caballeros y serranos de la vega del R iaza y del D uratón. Es decir, que ya antes de la batalla de Simancas y, por con siguiente, antes de la repoblación oficial de R am iro II y F ernán González ya había núcleos im portantes de población en los terri torios de E xtrem adura. Y es la existencia de estos núcleos y de las aldeas de su entorno lo que genera la necesidad de repobla ción oficial com o m edio de sancionar form alm ente las coloniza ciones que se han venido realizando hasta el m om ento de form a privada y, m ediante esta sanción, integrar estos territorios bajo la dependencia política leonesa. A esta política de organización e integración de los nuevos territorios responde la inm igración de pobladores procedentes del territorio — alfoz— de León de la que deja constancia el su cesor de R am iro II, O rdoño III. Se trata de apuntalar la obra de los colonizadores espontáneos reforzando los contingentes d e mográficos y, sin duda ninguna, concediendo ciertos privilegios que atraerían a estos colonizadores a las nuevas tierras. Al mis mo objetivo responde la presencia de algunos de los m agnates más im portantes del reino de L eón, com o la de los condes de Cea y de Luna. Y algo más tarde, ya en época de O rdoño III, se crea el obispado de Sim ancas, tratando de integrar bajo la ad ministración de la nueva sede toda el área central de los territo rios al sur del D uero. De lo que no puede haber duda es de que la obra repobla
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dora de Ram iro II y de Fernán González consigue apuntalar vigorosam ente el poblam iento de frontera; más vigorosam ente de lo que se ha venido pensando hasta ahora. Hasta el punto de configurarse una auténtica frontera detectada por Angel Barrios a través del análisis de la toponim ia y de las campañas de A lm anzor. Esta frontera seguiría una línea imaginaria que, orientada de nordeste a suroeste, dividiría casi por m edio los territorios situados entre el D uero y el Sistema Central. Efec tivam ente, al norte de esta línea son frecuentes los topónim os com puestos de torre, castro, castillo, com o T orre G alindo, Castiel de T ierra, C astro S erna, C astrillo de G u areñ a, T orruvias; al sur de la línea fronteriza aparecen los áraber: turra y m azan. Las cam pañas de A lm anzor son tam bién indicativas de la existencia de esta frontera militar. A excepción de las cam pa ñas dirigidas contra los centros neurálgicos del reino — Santia go, León y Burgos— las dem ás tienen com o objetivo los terri torios recién repoblados de la E xtem adura y, en m uchas oca siones, los núcleos asentados en esta línea fronteriza: 977: Ba ños, Salamanca y C uéllar; 978: Ledesm a; 979: Sepúlveda y Ledesma; 980: La A rm uña; 981: Z am ora y Ayllón; 983: Sacram enia. Simancas y Salam anca; 984: Sepúlveda y Zam ora; 985: Alba y Salam anca, camino de Z am ora y León. Estas cam pañas incidieron con m ayor gravedad sobre la o r ganización política y adm inistrativa porque afectaron de m anera particular a los núcleos que desem peñaban estas funciones. Pero no parece que provocasen la deserción de las com unidades dis persas por el entorno rural; por lo que debieron tener una re percusión muy m atizada sobre la estructura dem ográfica y eco nómica de la zona y se m antuvieron las bases para una rápida reestructuración del territorio. I Jna prueba muy explícita de la intensa colonización que a fi nales del siglo x se había realizado en la E xtrem adura, es el he cho de- que A lm anzor se preocupase de com pletar la labor colom /adora y tratase de incorporar políticam ente estos territorios a Al Andalos, como consta por un texto revelador de Ibn Kardabus irp io d u cido en el Apéndice.
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3.
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Los gérmenes de feu d a liza d ó n en la frontera catalana
La colonización fronteriza en los territorios catalanes no puede ser tan intensa por las mismas características de la frontera. Mien tras que en el reino de León la frontera con el país de los m usulma nes está constituida prácticamente por todos los territorios entre el Duero y el Sistema Central, en los condados del noreste de la Pe nínsula la frontera viene establecida por una estrecha franja donde es difícil realizar un avance im portante sin chocar con los intereses de las poblaciones islámicas de Zaragoza, Lérida o Tortosa. Pero hacia el año 940, la repoblación interior de la Cataluña Vieja esta ba prácticamente consumada y una cierta presión demográfica esti mulaba la colonización fronteriza. Un caso ilustrativo puede ser el trasvase de pobladores desde los valles de Sant Joan de les Abadesses hasta el Vallès, como se puede deducir del acta de dotación de la iglesia de Sant Pere de Vilamaior en torno al año 950. Por eso, aunque frecuentem ente se ha venido diciendo que en torno al año se produce un largo estancam iento de la conquista y repoblación de nuevas tierras, habrá que hacer caso a Salrach, quien matiza m ucho esta afirmación en atención, sobre todo, a la actividad que se observa en las zonas fronterizas, particular mente en la frontera barcelonesa, al sur del Llobregat. Este río venía m aterializando la frontera m eridional del condado de B ar celona prácticam ente desde la conquista de la ciudad por Carlomagno el año 801. Es cierto que a principios del si- glo X ya se habían establecido cabezas de puente en la ribera derecha. Pero hasta la segunda m itad del siglo X no se activa la colonización de estas tierras. O, al menos, hasta esta época no tenemos noticias de la intervención de entidades públicas en las tareas repobladoras. Más que en ningún otro lugar se constata aquí la intervención acti va de la nobleza laica y eclesiástica y del propio conde de Barcelo na. Ahora bien, esta intervención nobiliaria, ¿no estará presupo niendo una previa e intensa tarea de colonización campesina? Hs significativa la actitud del m onasterio de San Cugat. des velada por Bonnassie, que el año 998 devuelve al veguer el castillo de Gélida por estar dem asiado expuesto a los peligros de la frontera; y no duda en aceptar el de M asqueta, situado en el in terior y, por tan to , más seguro y rodeado de tierras en plena ex
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plotación. Es decir, que habrá de m atizar el papel que las enti dades públicas — los grandes m onasterios actúan en este m om en to com o instrum entos del poder público— desem peñan en la co lonización fronteriza incluso en la segunda m itad del siglo X. Pero tanto, en el interior como en las zonas periféricas, el p e ligro de una frontera dem asiado próxim a se detecta en las for mas que reviste la repoblación. En el interior se organiza el terri torio en torno a núcleos fuertem ente protegidos y cada vez más desarrollados: G erona, Vic, B arcelona. En la frontera, donde los riesgos se m ultiplican, es preciso acogerse a la protección natu ral que brinda el terreno. A parecen así, en la prim era fase de co lonización, poblados trogloditas cuya m orfología se ha conserva do en la propia toponim ia, caso de los relativam ente abundantes Esplugas. Tam bién por necesidades de protección se recuperan los oppida, antiguos em plazam ientos prerrom anos que llegan a constituir puntos defensivos fundam entales. E ste es el caso de O lérdola, pieza clave en el sistema defensivo de la frontera del Penedés. Y allí donde no existe otra protección se levantan cas tillos, muchas veces rudim entarios, que aprovechan em plaza m ientos naturales propicios y que van jalonando los avances de los pioneros sobre los territorios de frontera. Surge así un pai saje erizado de prom ontorios fortificados y de castillos con fun ciones similares a los de la frontera castellano-leonesa y que, en expresión de Bonnassie, fueron los instrumentos de estabilización de las microsociedades de la frontera, de la misma manera que las fortalezas urbanas presidían la organización de la retaguardia inmediata. Como resultado de esta actividad de colonización fronteriza llevada a cabo en la segunda m itad del siglo X, se van incorpo rando las regiones actuales de la A noia, la Segarra y, sobre todo, el Penedés, que se configura com o una m arca fronteriza del con dado de Barcelona. En toda la zona fronteriza, pero particular m ente en esta m arca del condado de B arcelona, a lo largo de la segunda m itad del siglo X, com ienzan a erigirse num erosos cas tillos bajo la acción directa de los condes o de sus colaborado res, que serán los que lleguen a ostentar la posesión de la m a yoría de estos castillos. A nte la om nipresencia de la nobleza castral en la frontera,
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el conde y sus más íntim os colaboradores, particularm ente de la nobleza eclesiástica — el obispo de B arcelona y el m onasterio de San Cugat— deben tam bién intensificar su acción y su presencia m ediante el acceso a la tierra, la concesión de franquicias al cam pesinado — com enzaban a m arcarse diferencias entre la actitud del conde y la de la nobleza laica que ya iniciaba la agresión a las com unidades cam pesinas— y la erección de castillos que le perm iten m antener una presencia inm ediata y un control eficaz y directo sobre el territorio. Presencia y control sobre la frontera más inm ediato que el de los reyes leoneses. E sta diferencia se explica, prim ero, p o r que la extensión de los territorios condales y de la frontera es m u cho más reducida que en el reino de L eón; segundo, porque la potestas publica — y, consiguientem ente, la relación de carácter público entre el conde y sus funcionarios— está mucho m ejor d e finida en los condados catalanes y cuenta para su ejercicio efec tivo con una estructura adm inistrativa altam ente operativa. Los condes delegaban sus funciones públicas en los vicarii o veguers, que adm inistraban los castillos y sus distritos y que eran retri buidos m ediante una dotación territorial aneja al castillo: el fevum comitale, es decir, una porción de las tierras fiscales o tierras de dominio público cuyo disfrute se vinculaba al ejercicio de la función adm inistrativa, no a la persona del funcionario. La autoridad superior del conde era plenam ente reconocida y, por consiguiente, tam bién se reconocía su facultad para revo car los nom bram ientos, separando al antiguo titular de la fun ción que venía realizando, lo que conllevaba la pérdida por éste del fevu m . A la luz que proyecta la eficacia de la adm inistración condal y el control que m antiene el conde sobre el territorio y sobre la nobleza es difícil dudar de que el poder de los condes catalanes m antiene una solidez muy superior a la que por esa mis ma época ostenta la m onarquía de León. Lo que debe relacio narse con una feudalización más tem prana de la sociedad leo nesa. O tro elem ento de diferenciación entre el reino de L eón y el condado de B arcelona lo constituyen las distintas m odalidades que reviste la colonización y repoblación de la frontera. En pri mer lugar, se detecta la presencia en las fronteras de los territo-
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ríos condales de grandes m onasterios — San C ugat, ante todo— y sedes episcopales — B arcelona y Vic— así com o de algunos de los más im portantes linajes nobiliarios — los C ervelló, B esora, C astellet, Q ueralt, etc.— ; siem pre, por supuesto, una vez que la colonización cam pesina ha desbrozado el terreno. Nada sem ejante ocurre en la E xtrem adura del D uero; aquí la presencia m onástica se limita a algunas pequeñas franjas terri toriales en las proxim idades del D uero. Las sedes episcopales no com enzarán a intervenir en la repoblación de estas zonas hasta finales del siglo XI o principios del siglo XII. E n cuanto a la aris tocracia laica sólo conocem os la presencia de alguno de sus re presentantes junto a R am iro II en el acto de repoblación oficial. D espués desaparecen prácticam ente todas las noticias sin que se pam os siquiera quiénes eran los responsables de la defensa de es tas plazas fronterizas ante las ofensivas de A lm anzor. Pero este mismo silencio puede constituir la prueba más reveladora de la ausencia de m iem bros de la aristocracia m agnaticia en estas p o siciones avanzadas de frontera. La defensa habría sido respon sabilidad de los propios grupos de colonizadores, dirigidos por pequeños señores territoriales que surgen del seno de estas co m unidades y que en la situación de frontera van construyendo lentam ente las bases de una preem inencia social que más tarde se desarrollaría con fuerza. Esta ausencia de la aristocracia m agnaticia es coherente con su ausencia posterior en el período más intenso de repoblación oficial, a finales del siglo XI y principios del XII, donde la única presencia aristocrática es la de los tenentes reales, concretam en te la del conde R aim undo de B orgoña, encargado por A lfon so VI de la repoblación de Avila y Salam anca. A pesar de esta solidez política — al m enos aparente— de los condes catalanes, la debilidad militar frente al Islam es notoria. Es esta debilidad la que les aconseja la práctica de una política de am istad, incluso de som etim iento, con C órdoba, que se rom pe sólo en contadas ocasiones. Política am istosa que va a rep er cutir con frecuencia en una ralentización de la colonización fron teriza tratando de evitar el m enor m otivo de irritación con A l-Andalus. Pero esta política pacifista se vio repentinam ente truncada a
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la llegada de A lm anzor. Tres expediciones, en el 978, 982 y 984 parecen p rep arar el gran asanto a Barcelona y a su territorio del año 985. Tras d erro tar al conde B orrell, el 7 de julio el ejército de A lm anzor asalta la ciudad. B arcelona fue incendiada y sus fo r tificaciones desm anteladas. Sus habitantes fueron m uertos o re ducidos a cautividad. El territorio barcelonés fue devastado y sa queados los grandes m onasterios de San C ugat y San Pedro de Les Puelles. La historiografía catalana tradicional, dem asiado atenta a la espectacularidad de los acontecim ientos, coincidió en hacer una valoración catastrofista de esta cam paña. P ero m uchos de los historiadores actuales, principalm ente P ierre Bonnassie, José M aría Salrach y G aspar Feliu, más atentos a las repercusiones en el ám bito económ ico-social, cultural y de m entalidades, han m atizado el catastrofism o de las viejas interpretaciones. La in m ediata reactivación de los intercam bios com erciales, la rápida reconstrucción de las destrucciones m ateriales y la reorganiza ción de las explotaciones son síntom as de una incidencia muy matizada en la estructura de la sociedad. El rescate de cautivos durante los años siguientes movilizó grandes sumas de dinero sin que se observen síntom as de desm onetización en el con dado de B arcelona; p ru eb a de que la incidencia económ ica de la catástro fe tuvo efectos muy lim itados sobre la estru c tu ra productiva y com ercial. A lo sum o, com o ap u n ta Feliu, al arru in ar a m ultitud de fam ilias cam pesinas, habría acele rado el proceso de feudalización en la fro n tera; lo que p ro baría, a su vez, que este proceso ya estab a en m archa antes ile la cam paña del 985. Y es que, a pesar de la aparente solidez de la potestas publi ca de los condes de B arcelona, tam bién en estos territorios la au toridad pública está som etida a un lento, casi im perceptible p ro ceso de debilitam iento. Ya en la segunda m itad del siglo X se ob servan síntomas evidentes de que la nobleza está iniciando un proceso de presión sobre el poder condal y sobre el cam pesina do; presión m enos violenta que la que se produce en la misma época en el reino de León, pero sustancialm ente similar. La his toria interna de los condados catalanes en el siglo X, escribe Jó se p María Salrach, parece jalonada de incidentes violentos... fr u
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to de una lucha p o r el reparto del poder que se inscribe en el p ro ceso de feudalización. Ya en la época de gobierno de R am ón Borrell (947-992) hay abundantes indicios de tensiones entre los condes y la nobleza, que deben ser interpretados com o una lucha entre la tendencia a la patrim onialización de las funciones y de los territorios don de éstas se ejercen y el m antenim iento de la autoridad pública de los condes. Las funciones vicariales com ienzan a hacerse h e reditarias. La patrim onialización de la función lleva consigo tam bién la patrim onialización del fevu m comitale, es decir, de las tierras fiscales asignadas al ejercicio de esa función. D e esta for m a, una aristocracia de veguers que había nacido en el ám bito de la adm inistración pública y como colaboradora de los condes en las tareas de gobierno se va transform ando en una nobleza cada vez más autónom a a m edida que va privatizando el ejerci cio del poder y los im puestos públicos. Pero aún hay más. A partir del año 960 comienzan a proliferar los castillos en plena propiedad, particularm ente en las zonas fron terizas. Muchos de estos castillos son el resultado de aprisiones efec tuadas por miembros de la nobleza o por campesinos acomodados. Su construcción se realiza con o sin la autorización previa de la au toridad condal y, en num erosas ocasiones, se m antendrán al m ar gen de la sanción formal del conde. Con Borrell II se inicia una práctica muy significativa que experim entará posteriorm ente un enorme desarrollo. Se trata de la donación o venta de castillos en virtud de actas formales de enajenación. A quí Salrach se plantea con toda justeza si estas generosidades por parte de los condes son voluntarias o están condicionadas de alguna forma por la relación de fuerza entre el poder condal y el poder de la nobleza. Es difícil sustraerse a la convicción de que el creciente poder de vizcondes y veguers plantea una situación de hechos consumados, ante los que los condes deben claudicar sancionando form alm ente tal situación. Pero el debilitam iento de la autoridad condal no se presenta como un objetivo directo de la acción nobiliaria. Lo que la no bleza pretende directam ente es la im plantación de unos m eca nismos de coacción sobre el cam pesinado que le perm itan la apropiación de una parte variable de los excedentes de fuerza de trabajo, de producto o de m oneda. Pero estos mecanismos
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sólo pueden im plantarse sobre la base de una relación de carác ter privado entre cam pesino y nobleza. Por ello, la autoridad condal — que encarna la relación de carácter público— es el prin cipal obstáculo para la im plantación de la dom inación social de la nobleza sobre el cam pesinado. Los inicios de este proceso de som etim iento se observan des de la segunda m itad del siglo X, particularm ente en las zonas fronterizas, donde la colonización com ienza a perder su carácter espontáneo y donde la libertad e independencia de los coloniza dores pioneros com ienzan a experim entar recortes significativos. El increm ento de los efectivos dem ográficos y la colm atación progresiva de los espacios vacíos en el interior provocan un in crem ento del valor de la tierra y aconsejan a los grupos señoria les establecer un m ayor control sobre las acciones colonizadoras. Los señores de los castillos fronterizos crean en el ám bito juris diccional del castillo pequeñas unidades territoriales — quadras— que asignan a colonias de campesinos — quadrieros— para que las roturen y se asienten en ellas. U na parte de estas tierras las tendrán en alodio o propiedad, pero sin capacidad para en aje narlas, a no ser con el consentim iento del señor del castillo. O tra parte las reciben en concepto de tenencia; lo que quiere decir que estos cam pesinos reconocen la propiedad em inente del se ñor del castillo sobre la tierra y se com prom eten a pagar la tasca —el 11 por 100 de la producción— y otras cantidades proporcio nales al producto obtenido. Es decir, que la expansión fronteri za del cam pesinado com ienza a realizarse bajo el signo de la dependencia. M ientras la privatización de la autoridad se va profundizan do y m ientras se intensifica el control sobre el cam pesinado, co mienza tam bién a tejerse una red cada vez más tupida de re la ciones privadas entre los grupos nobiliarios, al m argen de la vin culación pública de los vizcondes y de los veguers hacia el con de. Las enajenaciones de castillos propician la aparición de se ñores o castellaas, que al acum ular diversos castillos requieren los servicios de los castlás, m iem bros de una nobleza inferior a quienes se encom ienda la dirección de estos castillos a cambio de servicios personales, em inentem ente m ilitares. De esta for ma, se crea una estructura política basada en una jerarquía de
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vinculaciones privadas, a las que corresponde tam bién una jera r quía en el dom inio sobre el cam pesinado y en el reparto de la renta feudal. La paulatina consolidación de esta estructura de vinculaciones privadas m ina progresivam ente la autoridad públi ca del conde al reforzar el poder m ilitar, político y social de la nobleza. D ebilitam iento de la autoridad pública del conde, afirmación de una nobleza de castellans cada vez m ás autónom a respecto del poder condal, som etim iento del cam pesinado por la nobleza que ignora o quebranta positivam ente las franquicias concedidas por el poder público, son todos ellos elem entos significativos del avance del feudalism o. La rebelión abierta de la nobleza contra el poder público, similar a la que se produce en León durante las décadas finales del siglo X, no se iniciará en el condado de B arcelona hasta la segunda década del XI; y alcanzará aquí una violencia posiblem ente m ayor que en León.
4.
La expansión navarra en Castilla y León y la problemática sucesión de Sancho III el M ayor
D e form a similar a lo que sucede en el reino de León, y en el condado de B arcelona tam bién, en el reino de N avarra se p er cibe una desaceleración, si no paralización, del ritmo de expan sión que venía realizando en la prim era m itad del siglo X y que había supuesto la incorporación de los territorios entre el Arga y el A ragón y de gran parte de La R ioja. P ero bajo esta sem e janza aparente se esconde un hecho sum am ente significativo. Y es la pervivencia del im pulso expansivo, que ahora se orienta h a cia las form aciones cristianas vecinas que se hallan inm ersas, como ya he expuesto, en un estado de profunda debilidad. En este contexto, la dinám ica expansiva navarra trata rá de afianzar, prim ero, la influencia política para proceder, después, a la anexión territorial. Esta es la táctica seguida en el condado de A ragón, cuya anexión ha sido preparada m ediante una política m atrim onial que m aterializa la influencia política adquirida por N avarra en es tos territorios. Tam bién en León la influencia política se pías-
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m ará en una serie de m atrim onios, ya sea con los reyes leo neses o con los condes castellanos, que en la segunda m itad del siglo X han conseguido una independencia práctica com pleta. D e hecho, Castilla aparece como el objetivo prioritario de la expansión navarra. A parte de razones de proxim idad espacial, hay que pensar en profundas afinidades en la estructura social entre N avarra y la Castilla oriental. E sta zona había sido co lonizada por vascones que habían im portado a la Castilla o rien tal unas estructuras sociales muy próxim as, por el grado de d e sarrollo, a las estructuras dom inantes en el territorio pam plonés. El año 1029 se produce un acontecim iento trágico. El con de de Castilla G arcía Sánchez, herm ano de M unia, que a su vez es la esposa de Sancho III de N avarra, es asesinado en León y m uere sin descendencia. El condado pasa, por tanto, a través de los derechos de M unia, a Sancho de N avarra. Con ello se consum a una prim era fase de la política expansiva navarra. Junto con el condado, Sancho III asum e y hereda las di rectrices políticas que ya habían sido delineadas por los condes anteriores. C onsum ada la independencia de facto respecto de León, éstos habían iniciado una política de expansión por las tierras situadas en tre los ríos Cea y Pisuerga, que se basaba en la alianza tradicional de los condes castellanos con los Banu Góm ez de C arrión y en el cambio político de la casa de M on zón, tradicionalm ente fiel a la m onarquía leonesa, pero que úl tim am ente se había som etido a los condes castellanos. Es esta nueva línea expansiva la que le llevará a Sancho III el M ayor a la guerra con León y a la conquista de la capital en 1035. Con la conquista de León por Sancho III el M ayor de N a varra culm ina la espectacular expansión del antiguo reino de Pam plona que en poco más de un siglo, aparte de arreb atar a los m usulm anes im portantes territorios en el valle del E bro, había anexionado los condados de A ragón y Castilla, había conquistado los territorios entre el C ea y el Pisuerga, había ex pulsado de León al rey V erm udo III y, en definitiva, había im puesto una com pleta hegem onía m ilitar y política sobre el con junto de la Península.
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El mismo año de la conquista de L eón, en 1035, m oría San cho III. Su testam ento alteraba notablem ente la distribución territorial y de alguna form a preparaba los grandes procesos de unificación que iban a producirse casi inm ediatam ente. La N a varra que recibe el prim ogénito G arcía Sánchez III estaba in tegrada por los territorios que Sancho III había recibido en h e rencia, engrosados ahora con los territorios más orientales de Castilla, en una franja que iba desde el C antábrico al D uero. El segundo de los hijos, Fernando, recibe la parte occidental del antiguo condado de Castilla, a la que se incorporan los territorios entre el C ea y el Pisuerga, constituyéndose así la base geográfica y social del reino de Castilla. El condado de A ragón se otorga a R am iro, hijo natural de Sancho III, quien posteriorm ente asum irá el título de rey y, a la m uerte de su herm ano G onzalo, incorporará al antiguo condado de A ragón los condados de Pallars y Ribagorza que éste había recibido en herencia de Sancho III. Los reproches de algunos historiadores a este testam ento no están justificados. Es cierto que conllevaba la fragm enta ción territorial de un posible gran E stado cristiano. Pero la di visión testam entaria constituye el reconocim iento de unas con diciones objetivas que hacían im posible el gobierno efectivo. No se trata solam ente de las dificultades derivadas de la ex cesiva extensión del espacio político, sino, sobre todo, de las generadas por la existencia en su seno de unidades políticas controladas por una nobleza m agnaticia con altos grados de au tonom ía, que provocaran la total desintegración de un Estado sobredim ensionado. A unque había conquistado León y había expulsado de la ca pital a V erm udo III, el rey navarro respeta en su testam ento la soberanía del rey leonés, que el mismo año de la m uerte de Sancho regresa a León. No obstante, la disputa por el derecho sobre las tierras entre el C ea y el Pisuerga enfrenta a V erm u do III con su cuñado, el nuevo rey de Castilla, Fernando I. La victoria militar de los castellanos en T am arón y la m uerte de V erm undo III en la batalla, posibilitan el acceso de F ernan do I de Castilla al trono de León en virtud de los derechos de Sancha, herm ana de V erm undo III y esposa de Fernando I.
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De esta form a se inicia una tendencia unilicadora a través de los siglos y de vicisitudes diversas, incluso de acontecim ientos cruentos, com o son las luchas entre los hijos de F ernando I o, posteriorm ente, entre los de Alfonso V II, que alcanzará su consumación en 1230 con la unión definitiva de am bos reinos en la persona de Fernando III.
Capítulo 7 UNIFICACION CASTELLANO-LEONESA Y REACTIVACION REPOBLADORA
1.
La política de parias
L a política de F ernando I tras la anexión del reino de León está condicionada por su relación con N avarra y con A l-A ndalus. Con N avarra lo fundam ental es la recuperación de los terri torios orientales castellanos que su padre, Sancho III, había anexionado a N avarra. Sem ejante política le llevará a una con frontación m ilitar directa con su herm ano m ayor G arcía Sán chez III de N avarra que será derrotado y m uerto en la batalla de A tapuerca el año 1054. R esultado de esta victoria, muy m o derado por cierto, es la reincorporación a Castilla del noroeste de La B ureba. E n las relaciones con A l-A ndalus tanto el reino castellanoleonés como el condado de B arcelona van a aprovechar la situa ción de aquel país para ejercer una efectiva hegem onía política y militar. La m uerte de A lm anzor y de su hijo A bd al-M alik p ro vocan el estallido de gravísimos conflictos, de una auténtica guerra civil, consecuencia en parte de la política interna de A l m anzor que había accedido al poder absoluto creando un e jé r cito de corte personalista, sin vinculación con el poder político abstracto y reduciendo a la im potencia y al desprestigio la figura del califa. Así se explica el surgim iento de facciones opuestas que defienden los derechos reales o supuestos de distintos aspirantes al califato. Tales conflictos conducen a la caída del califato en 1031 y a la im plantación de los reinos de Taifas que consum an la ruptura de la antigua unidad política califal. Estos conflictos internos en A l-A ndalus propician la acción militar castellana. E n este contexto se explica la reactivación de
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la ofensiva de Fernando I contra los territorios de A l-Andalus. A unque en lo referente a la expansión territorial castellano-leonea las décadas centrales del siglo XI no ofrecen avances espec taculares, sin em bargo es en este período cuando se establecen las bases m ilitares y económ icas para la gran expansión que se producirá a finales de ese mismo siglo. Sobre todo a partir de 1055, F ernando I de Castilla, solucionado el contencioso con N a varra, realiza algunas expediciones contra el territorio m usul mán. Uno de los efectos más espectaculares es el ataque a los dominios del rey de B adajoz y la conquista de las plazas de Vi seo y Lamego. Pero quizás la obra m ás im portante de F ernando I es el ha ber inaugurado en la relación castellana con A l-A ndalus la p o lítica de parias-, es decir, la prestación de una ayuda o protec ción m ilitar solicitada por las distintas facciones o reinos andalusíes inm ersos en una lucha interna. A cam bio, los reyes cris tianos reciben enorm es sumas de dinero. D el carácter circuns tancial que en un principio tuvieron estas ayudas se pasó a una protección sistem ática a cambio de tributos regulares.—parias— cada vez más onerosos para la sociedad andalusí. La imposición de estos tributos es el objetivo de las más im portantes expedi ciones militares em prendidas por F ernando I contra A l-A nda lus; o al m enos éste es el resultado más visible. Ya en 1043 in tervino m ilitarm ente a favor del rey de T oledo, Al-M am um , que había sido atacado por Sulaym an ben H ud de Zaragoza; a cam bio, naturalm ente, de que aquél se declarase tributario del rey castellano. En 1060 se declara tributario de Castilla A l-M uqtadir de Zaragoza. La relación am istosa que se entabla entre los reyes de Zaragoza y de Castilla obligará a Fernando I a defen der los intereses de aquél frente a su herm anastro, Ram iro I de A ragón, que am enaza la plaza fuerte de G raus; las tropas de AlM uqtadir y de sus aliados castellanos a cuyo frente figura el pri m ogénito de F ernando I, el futuro Sancho II, provocarán la derrota y la m uerte en batalla de R am iro I. D os años después Al-M amum de T oledo, que había olvidado al parecer su situa ción, tendrá que renovar su vasallaje. Y en 1063 les toca el tu r no a los reyes de B adajoz y Sevilla. Los ingresos m onetarios regulares en concepto de parias que
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perciben los estados cristianos son im prescindibles para m ante ner el ritm o de crecim iento económ ico que se está produciendo en el norte de la Península y que en Castilla tiene una de sus m a nifestaciones más claras en la activación com ercial y artesanal del Camino de Santiago. A partir de esta época y, sobre todo en la de Alfonso V I, esta ruta de peregrinaciones y de intercam bios comerciales y culturales va a ser objeto de una intensa ac tividad repobladora dirigida directam ente por la m onarquía. Pero no todo es positivo en la política de parias. El m ante nim iento de estos tributos depende de la protección que los reyes cristianos ofrezcan a los reinos de taifas; lo que es incom patible con una actitud m ilitarm ente agresiva por parte de aqué llos. Es decir, que la percepción de las parias supone en cierta m edida un freno a la conquista; al m enos a corto plazo. F reno, de todas form as, relativo, puesto que en 1064, un año antes de su m uerte, F ernando I conquista C oim bra, que había caído en poder de los m usulm anes en época de A lm anzor. Con ello la frontera occidental se sitúa en el río M ondego. El testam ento de Fernando I establece la división de los rei nos para cada uno de sus tres hijos varones: Sancho hereda C as tilla y las parias del reino de Z aragoza; A lfonso, el reino de León y las parias de T oledo; y el m enor de los herm anos, G arcía, h e reda Galicia y las parias de Sevilla y B adajoz. Esta situación siem bra la discordia entre los herm anos. El más perjudicado re sulta ser Sancho que, siendo el m ayor, se ve apartado de León, ciudad a la que se vincula desde el siglo X el título de imperator y la preem inencia sobre el resto de los reinos. Las luchas que su ceden a la m uerte de Fernando I term inan con la victoria de San cho II de Castilla que encarcela a G arcía y obliga a Alfonso a refugiarse en Toledo. Pero la m uerte de Sancho II en el asedio de Z am ora posibilita a Alfonso el acceso al trono, la reunifica ción de los reinos y el restablecim iento de la paz interior.
2.
La repoblación de la Extremadura del Duero
Alfonso VI se va a encontrar en unas condiciones objetivas que configuran una coyuntura sum am ente favorable. Son estas
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condiciones objetivas, utilizadas por una prodigiosa inteligencia política, las que explican el salto cualitativo que va a experim en tar la repoblación y la anexión de nuevos territorios durante su reinado. Por una p arte, la segunda m itad del siglo XI es heredera del dinamismo económ ico que se ha venido m aterializando desde fi nales del siglo IX y durante todo el siglo X en la constante am pliación del espacio productivo al norte y al sur del D uero. A ello se añade la feudalización de la sociedad en las últim as d é cadas del siglo X y prim eras del siglo XI. La reestructuración de las relaciones sociales de producción que esta feudalización im plica da coherencia estructural y potencia el dinamismo econó mico de la sociedad castellano-leonesa. O tra circunstancia favorable es la consolidación del sistema de parias. La im plantación de este sistem a, que supone la afluen cia de grandes cantidades de m oneda, coincide con una fase ex pansiva de la producción y de los excedentes y con la consiguien te activación de los intercam bios com erciales con el resto de E u ropa, a través del C am ino de Santiago, y con A l-A ndalus. ¿Sim ple coincidencia? E videntem ente, no. En realidad, el sistema de parias responde a una exigencia profunda de la econom ía de los reinos cristianos. En un m om ento en que se están increm entan do la producción y los excedentes y se están intensificando los intercam bios com erciales es preciso alim entar la dem anda cre ciente de m oneda sin la cual se paralizaría el comercio y la economía. Un tercer elem ento de incidencia positiva es la presencia en la E xtrem adura del D uero de una im portante masa poblacional que se ha ido instalando durante los siglos X y XI en com unida des independientes o sem idependientes, com o ya se ha expuesto en páginas anteriores. Esta base dem ográfica es la que perm ite al rey castellano una intensa acción repobladora en la zona y la que, en definitiva, le posibilita la conquista del reino de Toledo. Las noticias acerca de la repoblación en la Extrem adura castellano-leonesa con anterioridad a la conquista de T oledo p ro vienen de la Primera Crónica General de España de Alfonso X que refiriéndose al año 1075 nos dice:
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... poblo ell Estremadura et las j.ibdades et las villas que estauan despobladas et corno yermas. E t las que poblo entonces este rey don A lfonso fueron estas: Sa lamanca, Auila, Medina del Campo, Olmedo, Coca, Yscar, Cuellar, Segovia, Sepuluega [Sepúlveda]. Sabemos con toda certeza que algunas de estas ciudades ya habían sido repobladas con anterioridad. Este es el caso de Sa lamanca y de Sepúlveda. D e otras ciudades nos consta que a m e diados del siglo X eran núcleos con una cierta im portancia d e mográfica y m ilitar, com o se desprende del relato de la cam paña califal contra Simancas del año 939 y de las expediciones de Alm anzor contra las plazas fuertes de la E xtrem adura del D uero, hechos a los que ya m e he referido antes. Con la repoblación se trata, por tanto, de consolidar definitivam ente la organización política y adm inistrativa del espacio y del poblam iento entre el D uero y el Sistema C entral. La repoblación debió tener com o acto fundam ental la conce sión de fueros que en m uchos casos, por no decir en todos, vie nen a confirm ar los usos y costum bres específicos de la vida de frontera y a conceder determ inados privilegios que atraigan a nuevos pobladores. E ste es el caso del fuero de Sepúlveda de 1076, el único que conservam os de esta zona y de esta época. En el fuero alfonsino se confirm an expresam ente los fueros o to r gados con anterioridad por los condes de Castilla, desde Fernán González hasta Sancho III de N avarra, cuando éste anexionó el condado castellano. La continuidad de algunas disposiciones que aparecen en el fuero de C astrojeriz del año 974 y en el de Se púlveda del año 1076 posiblem ente responde a una línea política más general y coherente de actuación del pod er político en re lación con la situación específica de las poblaciones de frontera a m edida que ésta se va desplazando paulatinam ente hacia el sur. E jem plo de esta continuidad es la disposición por la cual se eleva a los habitantes de Sepúlveda a la categoría de infanzones, que es el rango inferior de la nobleza; un rango que parece en proceso de devaluación, pero que no deja de ilustrar la especial consideración con la que Alfonso VI trata de honrar a los habi tantes de la frontera. Asim ilación que, si creem os un pasaje de
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la Crónica de la población de A v ila , continúa produciéndose en la repoblación de esta ciudad: E entre tanto vinieron otros m uchos a poblar Avila, e señaladamente infangones e buenos ornes... E estos ayuntaron con los sobredichos en casamientos e en to das las ottras cossas que acaesgieron. Muy posiblem ente este privilegio no afecte a todos los habi tantes, sino solam ente, com o en C astrojeriz, a los caballeros, es decir, a campesinos que por tener una fortuna m ayor que el res to de sus vecinos pueden adquirir caballo y arm am ento de caba llero y com batir a caballo. Serían los buenos ornes de la Crónica de A vila y los boni hom ines que aparecen continuam ente en la docum entación del siglo XII contrapuestos p or su rango econó mico y social al resto de los habitantes de los concejos. Nos en contraríam os ante un germ en sum am ente activo cuyo desarrollo posterior, partiendo de una progresiva diferenciación económ i ca, provocará una jerarquización social cada vez más acentuada hasta desem bocar en una abierta polarización clasista y en la com pleta feudalización de la sociedad concejil. La repoblación de la E xtrem adura del D uero es un hecho trascendente en la futura expansión castellano-leonesa. A veces se ha dicho que esta repoblación fue em prendida por Alfonso VI en función de la conquista de Toledo. A mí, personalm ente, me resulta difícil pensar que un objetivo tan concreto, por grandio so que sea, fuese capaz por sí solo de movilizar acciones tan com plejas y en un espacio tan corto de tiem po com o las que requie re la organización política de un territorio tan vasto. Me gusta mucho más la consideración inversa: la existencia de un poblam iento im portante, en vías de organización y con una relativa in dependencia política respecto del reino castellano-leonés, ofre cía unas potencialidades enorm es desde el punto de vista políti co, económico, incluso m ilitar; era, por tanto, urgente integrar a toda esta población y establecer sobre ella un pleno control. Y es esta integración, cuando está ya consum ada o en vías de consum ación, la que moviliza las viejas tendencias expansivas de la sociedad castellano-leonesa; ahora hacia el reino de Toledo
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que, tras la integración política de la E xtrem adura, es el hori zonte más próximo.
3.
Las grandes conquistas de Toledo y Valencia y la réplica almorávide
Tendencias expansivas de distinto tipo pero que convergen hacia el mismo punto. U na tendencia de carácter más restringi do es la de los concejos que se están organizando en este espa cio; particularm ente de los grandes concejos fro n terizo s— Segovia, Avila, Salam anca— que com ienzan ahora a desarrollarse y a establecer las bases de lo que en un futuro muy próxim o será su contribución decisiva a la reconquista y repoblación de los territorios al sur del Sistema C entral. O tra tendencia más gene ral que se inscribe en la propia estructura de las sociedades cris tianas y, concretam ente, de la sociedad castellano-leonesa. La reestructuración de la sociedad sobre unas relaciones sociales de producción feudales implica no sólo la configuración de nuevos marcos de producción — los señoríos— , sino tam bién la consoli dación de una clase social — la aristocracia nobiliaria y la aristo cracia urbana— que se vincula entre sí y con la m onarquía sobre la base de la prestación de servicios m ilitares y que basa su ri queza y su dom inio social en la fuerza que le da su especialidad militar. El resultado es una sociedad agresiva que vive en y para la lucha. No es casualidad que sea en el mismo período — las d é cadas finales del siglo XI y las iniciales del XII— cuando se p ro duce la consolidación de las estructuras feudales y el comienzo de una agresión directa y sistem ática y generalizada contra la so ciedad islámica de A l-A ndalus. En el contexto de esta dinám ica, surgen factores de im por tancia m enor; su papel, sin em bargo, no debe ser subestim ado a la hora de ofrecer una explicación global de los acontecim ien tos. E n el año 1075 m uere al-M am um , el viejo y prestigioso rey de Toledo que había acogido a Alfonso VI durante el período de exilio y que había engrandecido el reino con la incorporación de otros lim ítrofes, com o Valencia y C órdoba. Su m uerte propi cia la intensificación de m ovimientos independentistas en los rei
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nos recientem ente anexionados así com o la afloración de los p ro fundos descontentos que subyacían al aparente esplendor de la sociedad toledana. Las guerras de anexión, unidas al pago de los cada vez más pesados tributos exigidos por el rey castellano, es taban asfixiando a la población del reino. El descontento puede asum ir diversas form as de expresión. Desde los que consideran una traición la am istad con una po ten cia cristiana a los que, bajo la influencia de los intransigentes y dogmáticos alfakíes, piensan que las form as de vida de la aristo cracia islámica andalusí van en contra de los preceptos coráni cos. Estos descontentos se m aterializan pronto en la formación de una poderosa facción anticastellana que obliga al nuevo rey A l-Q adir a refugiarse en H uete m ientras el rey Al-M utawakkil de B adajoz, que había sido llam ado por los rebeldes, se instala en Toledo. Desde su destierro, A l-Q adir pide ayuda a su p ro tector Alfonso VI. La intervención del rey de Badajoz en contra del protegido de Castilla justifica operaciones militares castella nas de castigo contra algunas plazas fronterizas del reino de Ba dajoz, com o Coria que cae en poder de los castellanos el año 1079; m ientras que la defensa del destronado A l-Q adir justifica la intervención m ilitar directa contra Toledo. A dem ás, A lfon so VI pone en m archa un plan de acción a largo plazo directa m ente contra T oledo basado en el castigo sistem ático del terri torio con objeto de m inar la resistencia de la ciudad. El ham bre comienza a aparecer entre los defensores; y el año 1083 se rin den al rey leonés quien instala de nuevo a Al-Q adir. La reinstauración de A l-Q adir no se realiza sin condiciones. Castilla exige la entrega de algunas fortalezas clave para el do minio de la ciudad y de ingentes sumas de dinero que A l-Q adir sólo puede obtener recurriendo a una durísim a presión fiscal so bre los súbditos. La dureza de estos acuerdos agravó los descontentos en el in terior de la ciudad. Los sectores más hostiles volvieron a solici tar la ayuda exterior; ahora, de los reyes de Zaragoza y Sevilla, quienes atacaron a T oledo desde el norte y desde el sur. Sumido A l-Q adir en una situación totalm ente desesperada decide en tre gar la ciudad a Alfonso VI. La entrega se efectuaría bajo una serie de condiciones: respeto a la población m usulm ana a quien
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se perm itiría abandonar el reino o perm anecer en él sin ningún m enoscabo para sus propiedades; pago al rey leonés de los tri butos que venía percibiendo el rey m usulm án; respeto a la reli gión islámica y garantía de que la población m usulm ana conti nuaría en posesión de la m ezquita m ayor; entrega de las fo rta lezas, el alcázar real y la H uerta del Rey. Con estas condiciones Alfonso VI entra en T oledo en mayo de 1085. La rendición de Toledo implica la anexión no sólo de la ciu dad, sino de la totalidad del reino cuyo núcleo más im portante, y el ocupado efectivam ente por los cristianos, es el espacio com prendido entre el Sistem a C entral y la línea que une G uadalaja ra, Toledo y Talavera. D entro de este espacio están situados los centros más im portantes de orden dem ográfico, económico y m i litar del antiguo reino que ahora queda incorporado a León —Talavera, M adrid, O reja, G uadalajara, Consuegra, M aqueda— , además de un sinnúm ero de aldeas. La rendición de T oledo es un hecho trascendental en la his toria de la expansión cristiana hacia el sur. D esde un punto de vista m ilitar supone la definitiva superación del D uero que d u rante siglo y m edio había sido la verdadera frontera m ilitar del reino, aunque en el orden político la repoblación de la E xtrem a dura había hecho avanzar la frontera al Sistem a C entral. A p ar tir de ahora va a ser el T ajo el baluarte defensivo más im por tante frente a las ofensivas de alm orávides que ya aparecen en el horizonte condicionadas en parte por la conquista de la anti gua capital visigoda. D esde el punto de vista político y social la conquista de T oledo constituye la prim era gran dentellada de la sociedad feudal sobre el espacio social y político propiam ente andalusí. Y es desde esta perspectiva desde la que hay que valorar los contenidos de la capitulación de Toledo. La repoblación de la E xtrem adura del D uero se basaba en la concesión de fueros que implicaban la supeditación de la pobla ción extrem eña al poder político de la m onarquía leonesa; supe ditación que aparece implícita en el hecho mismo de la acepta ción del fuero. P ero por parte de la m onarquía estos fueros su ponían el reconocim iento o la sanción formal de los usos y cos tum bres de los pobladores que se habían asentado en la Ex trem adura.
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No es de extrañar, por tanto, que Alfonso VI siguiese en T o ledo la misma política de respeto a la población preexistente, tan to más cuanto que la anexión había sido resultado más de la ac ción diplom ática que de la conquista m ilitar. N aturalm ente, la población de T oledo presentaba una com plejidad muy superior a la de las poblaciones de la E xtrem adura. E n T oledo residían grupos de población bien diferenciados. M usulmanes, m ozára bes y judíos constituían un mosaico étnico, religioso y profesio nal. A estos grupos hay que añadir la población castellano-leonesa y num erosos grupos de población franca que llegan en el m om ento de la conquista e inm ediatam ente después; entre ellos figuran nobles, caballeros, com erciantes, campesinos que se asientan en la ciudad y en su territorio y que deben convivir con la población preexistente. A pesar de los térm inos de la capitulación, fue num erosa, al parecer, la población que optó por la em igración. Es imposible evaluar su im portancia; pero presum iblem ente tuvo suficiente in tensidad como pafa que muchas explotaciones rurales quedasen abandonadas y num erosas casas urbanas vacías. M uchos habían ya em igrado en el período anterior a la conquista definitiva que había estado m arcado por la devastación realizada por los ejé r citos cristianos. O tros debieron hacerlo después ante la descon fianza que suscitaban los conquistadores. Ni que decir tiene que esta autoelim inación de población m u sulm ana facilitó la tarea de Alfonso VI. Fiel a la política puesta en práctica en la repoblación de la E xtrem adura del D uero de respetar los usos y costum bres de la población existente, el m o narca leonés otorga, al parecer, fueros específicos a los grupos más im portantes asentados en Toledo, es decir, a m ozárabes, castellanos y francos; la población m usulm ana quedaría protegi da por las cláusulas de la capitulación. D e esta forma se p reten día el m antenim into de la convivencia pacífica entre los distintos grupos étnicos y religiosos. E sta emigración dejaba la ciudad y gran p arte del territorio en m anos de los castellano-leoneses, francos y, sobre todo, m ozárabes, que pasarían a ser m ayoritarios. Es esta im portancia de la población m ozárabe la que expli ca que Alfonso VI nom brase tenente real en Toledo al m ozára be y hasta ese m om ento conde de C oim bra, Sisnado Davídiz.
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Inm ediatam ente después de la conquista se había procedido a restaurar la sede arzobispal de T oledo. Para ocupar esa sede se eligió a B ernardo, en ese m om ento abad de Sahagún y que procedía de Cluny. La tradición historiográfica cuenta que gru pos militares cristianos influidos por el arzobispo y por la reina Constanza, tam bién de origen franco, y con la oposición del tenente real, en contra incluso de Alfonso V I, ausente en ese m o m ento de la ciudad, habrían ocupado la m ezquita m ayor desalo jando de ella a los m usulm anes. La explicación tradicional de los hechos, mal conocidos por otra parte, atribuye la responsabilidad de los mismos a la m en talidad cerrada de los francos no acostum brados a la conviven cia con los m usulm anes. Explicación dem asiado anecdótica y poco convincente. H abrá que recurrir más bien a la profunda contradicción que existe entre la tolerancia im puesta por las cir cunstancias políticas del período inicial de la conquista y la in transigencia que em ana de la agresividad propia de la estructura social del feudalism o. Y es ésta la que debe im ponerse definiti vam ente a m edida que la dom inación vaya haciéndose efectiva. A unque estos acontecim ientos giran en torno a una cuestión em i nentem ente religiosa, lo que en el fondo están revelando es la liquidación de un cierto igualitarism o entre musulmanes y cris tianos y la afloración de la faceta m ás cruda de la dinám ica que había im pulsado a la conquista: la dom inación de la población m usulmana por una sociedad agresiva que tiene sus representa ción más em inente en el clero y en los grupos m ilitares. Quizás por esta agresividad de carácter m ilitar, político, re ligioso e ideológico del feudalism o, la hostilidad inicial de los conquistadores contra la población islámica se va desplazando hacia los m ozárabes. Estos representaban un gran contingente poblacional que se dedicaba fundam entalm ente a actividades productivas agrarias. La em igración de m uchos m usulmanes que hasta ese m om ento habían sido sus vecinos y con los que habían convivido les perm itió am pliar sus antiguas explotaciones m e diante com pra o sencillam ente m ediante la ocupación de tierras abandonadas. P ero aquí debieron surgir los conflictos con los conquistadores. A estos conflictos parece aludir Alfonso VI en el fuero otorgado el año 1101 a los m ozárabes de Toledo en el
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cual se inform a del nom bram iento de una comisión encargada de investigar determ inados atropellos y de solucionar los asun tos relacionados con la posesión de ciertas cortes y heredades. Es muy posible que tales conflictos estén relacionados con los intentos de los colonizadores de reorganizar la producción agraria en el territorio del reino. E sta había sufrido un im por tante detrim ento a consecuencia de las cam pañas de devastación realizadas por los ejércitos cristianos en vísperas de la conquis ta. Pero es posible que los intentos de reorganización hayan ido más lejos. Q ueda por conocer hasta qué punto se pudo producir una reconversión de los sistem as de cultivo sim ilar a la que se producirá posteriorm ente en el reino de Valencia y quizás en A n dalucía; particularm ente en lo que se refiere a la sustitución del regadío, sistem a muy difundido en A l-A ndalus, por el cultivo de secano, más acorde con las exigencias de la renta feudal que re quiere la producción de excedentes de fácil alm acenam iento. La verdad es que apenas estam os inform ados acerca de los procesos de colonización que se realizaron en el reino de Toledo a raíz de la conquista. Al parecer los m ozárabes en su inm ensa mayoría siguieron asentados en el campo y dedicados a la pro ducción agraria. H ubo redistribución de tierras entre los conquis tadores; redistribución que debió afectar sobre todo a las tierras abandonadas por la población m usulm ana, pero sus nuevos p ro pietarios debieron asentarse en la ciudad. D e dónde extraían la fuerza de trabajo para el cultivo de sus tierras es algo que igno ramos a pesar de que esta cuestión sea fundam ental para com prender la verdadera trascendencia de los cambios operados en el sistema productivo. Sin em bargo, los aspectos de reorganización económica d e bieron aplazarse ante la inm inencia de un nuevo peligro militar. La conquista de Toledo había supuesto la prim era penetración de la sociedad cristiano-feudal en el espacio político andalusí pro piam ente tal. Por o tra p arte, la actitud de Alfonso VI dejaba po ras dudas acerca de sus planes sobre el resto de los reinos tribu íanos. Por de pronto el m onarca leonés com ienza a titularse en sus m ensajes a los reyes de Taifas em perador de las dos religio nes, reivindicando un claro dom inio político sobre el Islam p e ninsular. Que no se tratab a de una reivindicación teórica inofen
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siva lo dem uestra la propia actuación de Alfonso VI colocando en la corte de los reyes tributarios a lugartenientes que ejercen una función de control político descarado. A ctitud que suponía una reivindicación de soberanía sobre el epacio andalusí y la am enaza latente de una próxim a anexión política del resto de los reinos de Taifas sim ilar a la que se había realizado con el reino de Toledo. O similar a la que en 1086 se realizaba con Valencia donde una hueste m andada por A lvar H áñez restauraba a al-Qadir en el trono. D e esta form a Alfonso V I, al mismo tiem po que cumplía los com prom isos contraídos en las capitulaciones de T o ledo, controlaba la situación en Valencia. A pesar de las reticencias que los reyes peninsulares podían m antener ante la posibilidad de intervención alm orávide en la Península, la actitud del soberano leonés no les dejaba otra al ternativa que llam arlos en su ayuda. A no ser que prefiriesen p er der su independencia a m anos de los leoneses antes que a m a nos de los alm orávides. Pero en el interior de estos reinos, particularm ente en Sevilla, G ranada y B adajoz, se extendía un estado de opinión favorable a los norteafricanos; estado de opi nión en el que los planteam ientos propiam ente políticos se m ez claban con actitudes rigoristas de carácter m oral y religioso p re dicadas por los alfakíes que veían en la intervención alm orávide la posibilidad de reto rn ar a un supuesto purism o coránico originario. Los alm orávides procedían de la zona suroccidental del Sa hara donde practicaban un sistem a de vida nóm ada dedicada al pastoreo, a la guerra y al pillaje. Su conversión a un islamismo puritano y fanático potenciará sus hábitos guerreros; y la prác tica de la guerra santa les lleva a dom inar a las tribus del Sahara occidental, del A tlas y del M agreb occidental estableciendo so bre todos estos territorios una rudim entaria unidad política y re ligiosa. A m ediados del siglo XI, ya bajo el m ando de Y usuf ben Tasufin, se instalan en el A tlas septentrional, fundan la ciudad de M arrakech, conquistan Fez y la totalidad del M agreb occi dental y desde allí am enazan la Península. A la llam ada de los reyes peninsulares los alm orávides d e sem barcan al año siguiente de la conquista de Toledo. Los reyes de G ranada, Sevilla y B adajoz se unen rápidam ente a los con
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tingentes alm orávides. La penetración alm orávide no sólo supo ne el fin del intervencionism o político y de las exigencias econó micas del rey leonés sobre los taifas, sino que las propias conquistas realizadas por Alfonso VI al sur del Sistema Central quedan seriam ente am enazadas. Que el peligro de esta invasión no es im aginario lo confirma el resultado del prim er choque m ilitar entre alm orávides y andalusíes, por una parte, y leoneses, por otra. A nte las noticias del avance de los aliados m usulm anes por el flanco occidental, Alfonso VI concentra sus tropas en la zona de C oria y desde allí avanza hacia el sur con el objeto de cerrar el paso a Ben Tasufin. El encuentro se produce en las proxim idades de B adajoz, cerca de la actual Sagrajas, y constituye uno de los más estrepi tosos desastres m ilitares cristianos. D esastre, sobre todo, por el mazazo psicológico que supone para la prepotencia leonesa; tam bién por la pérdida de la hegem onía política que venía ostentan do la m onarquía leonesa sobre todo desde la conquista de T ole do; pérdida de hegem onía que se m aterializa en la pérdida de los enorm es ingresos procedentes de las parias y que ahora los reyes andalusíes se niegan sistem áticam ente a entregar. Sin em bargo, tras la batalla Yusuf se retiró al norte de Africa. Esta decisión, en apariencia poco consecuente con el éxito militar obtenido, ahorró a los leoneses las gravísimas repercusiones polí ticas que podrían haberse seguido de la d errota m ilitar y les p ro porcionó un tiem po precioso de recuperación. Recuperación mi litar y, sobre todo, diplom ática. La situación de los reyes de T ai fas era muy delicada, ya que su independencia política estaba se riam ente com prom etida. La independencia respecto de los leone ses sólo podía garantizarse con la ayuda de Yusuf ben Tasufin que, por su parte, ya com enzaba a considerar en serio la posibili dad de som eter a estos reyezuelos a su dom inio; para ello el jefe alm orávide contaba con el apoyo de im portantes sectores de la sociedad andalusí ante los cuales su prestigio m ilitar y una políti ca fiscal de rígida fidelidad a las prescripciones coránicas le p re sentaban como la solución definitiva a los problem as que pade cían los reinos peninsulares. P ero la alternativa era entregarse al dominio del m onarca leonés, decisión absolutam ente im popular y que con seguridad provocaría la irritación de los almorávides.
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Alfonso V i no dudó en explotar la situación y com enzó una labor de atracción diplom ática que se concretó en nego ciaciones secretas con los taifas. E n terad o de estos tratos, Yusuf cruza de nuevo el estrecho con un fuerte ejército dispuesto a reconquistar T oledo com o operación previa al som etim iento de todo A l-A ndalus. El jefe alm orávide no pudo contar esta vez con la ayuda de los taifas, m ientras que Alfonso VI era auxiliado por tropas de Sancho R am írez de A ragón y N avarra. El resultado fue el fracaso de Yusuf ante la ciudad y el m an tenim iento de la fro n tera del T ajo en el área central de la Península. La irritación de Y usuf por el fracaso ante Toledo se volcó so bre los reyes de Taifas. Y es a partir de este m om ento cuando Y usuf inicia una cam paña decidida de som etim iento de A l-A n dalus. La prim era en caer fue G ranada. La rapidez con que ac tuó Yusuf impidió que el rey granadino recibiese la ayuda p ro m etida por Alfonso VI. Tam bién los reyes de Sevilla y B adajoz se vieron am enazados directam ente y entraron en negociaciones con el rey leonés. Alfonso VI trató de aliviar el cerco de Sevilla m ediante una gran expedición contra G ranada ante cuyos m uros fracasó. O tra expedición posterior se dirigió contra los ejércitos que cerraban el cerco de Sevilla; pero A lvar H áñez, que estaba al m ando de la expedición, fue derrotado cerca de C órdoba. Con ello Sevilla quedaba sentenciada y efectivam ente ocupada a fi nales del año 1091. Al año siguiente se com pletaba la conquista de toda A ndalucía por los alm orávides. La situación se hacía inquientante tanto para los taifas que aún m antenían su independencia — caso de Zaragoza, Valencia y Badajoz— , com o para los estados cristianos. En la zona orien tal de la Península destaca por estos años la figura de R odrigo Díaz de Vivar que m antenía unas difíciles relaciones con A lfon so VI y que se veía obligado a sobrevivir prestando sus servicios arm ados a los reyes de Z aragoza y Valencia. En el otro extrem o de la Península, B adajoz se m antenía aún independiente; pero la am enaza que representaba la expansión alm orávide le acon sejó buscar la protección de Alfonso VI a cam bio de la entrega de las plazas de S antarén, Lisboa y C intra. P ero este acuerdo dis gustó a ciertos sectores de la población partidarios de los alm o
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rávides; fueron ellos mismos quienes solicitaron a los alm orávi des la conquista del reino; la capital cayó el año 1094. Tras la caída de B adajoz sólo les quedaba á los alm orávides dom inar los reinos de Z aragoza y V alencia para restaurar la an tigua unidad. A l-M ustaín de Zaragoza, acogido a la protección del Cid, reforzaba su situación pactando una alianza con R odri go Díaz y con el rey Sancho R am írez de N avarra y A ragón. E n Valencia la situación era más confusa por las divisiones que se habían producido en el interior de la ciudad. Tam bién aquí ejercía R odrigo Díaz su protección m ilitar apoyándose en los m ozárabes de la ciudad, en los m usulm anes favorables a la am istad con los cristianos y en el propio A l-Q adir que, como ya sabem os, había sido trasplantado por A lfonso VI a Valencia en virtud de los acuerdos de rendición de Toledo. E ste personaje nunca había gozado m ayoritariam ente de las sim patías de la po blación valenciana y había reinado bajo la protección de Alvar H áñez, prim ero, y ahora de R odrigo Díaz. La proxim idad de los alm orávides había reforzado la oposición de im portantes secto res de la población valenciana quienes, tras asesinar a A l-Q adir, prom etieron a los alm orávides la entrega de la ciudad. A nte es tas noticias, R odrigo D íaz se dirigió a Valencia, ocupó el arra bal de Rayosa y esperó al ejército enviado expresam ente por Yusuf que se presentó en Valencia en noviem bre del año 1093. Pero los alm orávides no se decidieron a atacar; lo que dejó las manos libres a R odrigo Díaz p ara estrechar el cerco y ocupar la ciudad a m ediados de junio de 1094. La reacción alm orávide no se hará esperar; pocos m eses después un gran ejército se dirige de nue vo contra Valencia, pero R odrigo Díaz obtiene una aplastante victoria en C uarte, que consolida su dom inio sobre Valencia, aunque siem pre som etido a la autoridad superior del em perador Alfonso VI. Consolidación frente a los ataques exteriores. Consolidación tam bién de su posición interior en V alencia, aunque para ello tuvo que introducir m odificaciones significativas en relación con la población m usulm ana. Tras la conquista de 1094 se había es tablecido un estatuto p ara los m usulm anes valencianos que re cordaba m ucho a las cláusulas de capitulación de Toledo: los m u sulm anes continuarían residiendo en la ciudad y en posesión de
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sus propiedades; se respetaba su religión y la posesión de la m ezquita; R odrigo D íaz se instalaría ju n to con sus tropas fuera de la ciudad, en A lcudia. Pero los descontentos debieron ser suficientem ente graves com o para aconsejar a R odrigo D íaz el traslado de su residencia al A lcázar. D e hecho estalló pronto una rebelión interior que fue fácilm ente sofocada, pero que sir vió de excelente pretexto para endurecer las condiciones de los som etidos. A partir de ahora las tropas del Cid ocupan las for talezas de la ciudad e instalan su residencia en las casas de los musulmanes rebelados que son expulsados a Alcudia. La m ez quita m ayor de la ciudad se dedica al culto cristiano. Con estas medidas se consum a el dom inio de R odrigo Díaz sobre V a lencia que se va a m antener como baluarte frente a los intentos de expansión alm orávide. Pero en 1099 m uere R odrigo D íaz. Dos años después Y usuf desencadena un nuevo ataque. A l fonso VI acude a la llam ada de Jim ena, la viuda del Cid; pero, consciente de la im posibilidad de m antener por largo tiem po una ciudad dem asiado alejada de sus estados, la abandona des pués de incendiarla. La m uerte del em ir alm orávide en 1106 no supone ningún ali vio para los castellanos. M uy al contrario, el nuevo em ir Ali ben Yusuf encarga a su herm ano Tam in ben Y usuf la realización de una nueva ofensiva contra la frontera del T ajo. El ejército al m orávide asedia Uclés, plaza estratégica en orden a la reconquis ta de Toledo. Alfonso VI trata de frenar a los alm orávides e n viando contra ellos un poderoso ejército. La batalla tuvo lugar en Uclés el 30 de mayo del año 1108 y el desastre volvió a gol pear con toda dureza al ejército cristiano. Com o consecuencia de la derrota de Uclés se produjo un derrum bam iento de las p o sesiones castellanas al sur del Tajo: Uclés, H uete, Ocaña y C uen ca cayeron en poder de los alm orávides. Y Alfonso VI tuvo que concentrar las últim as reservas m ilitares en T oledo para evitar la caída de la ciudad. Zaragoza aún se m antendrá unos años independiente de los almorávides debido en gran m edida a la política de am istad y alianza m ilitar con A ragón y a la acción de tropas m ercenarias cristianas. Pero la m uerte del prestigioso A l-M ustaín fue la oca sión para que los partidarios de los alm orávides se pusiesen en
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contacto con éstos y les prom etiesen la entrega de la ciudad que se produjo el año 1110.
4.
El afianzamiento político y social de la Extremadura del Duero
Con la caída del reino de Z aragoza queda prácticam ente com pletada la unificación del antiguo A l-A ndalus califal bajo el do minio, más militar que político, de los alm orávides. El peligro que esta unificación entrañaba sobre todo para las conquistas cas tellano-leonesas no puede escapar a Alfonso VI. Es posiblem en te este peligro uno de los factores que explican la espectacular política repobladora en los territorios al norte del Sistema C en tral que constituyen un soporte natural e im prescindible para una defensa eficaz de la frontera del T ajo, cada vez más am enazada. Quizá por esta razón, después de la batalla de Sagrajas de 1086, se inicia una intensa labor de afianzam iento político y ad m inistrativo de la E xtrem adura del D uero. Es indudable que la colonización individual debió continuar su m archa durante las dos últimas décadas del siglo XI. Pero lo cierto es que, independiente mente del interés del m onarca por estas actividades espontáneas, en torno al año 1088 se intensifica la política de repoblación que ya en el período anterior se había m aterializado en la de Sepúlveda y de otros núcleos del espacio central de la Extrem adura. A hora la repoblación oficial tiene como objetivo fundamental la erección de grandes núcleos fortificados vigilando los principales pasos m onta ñosos que llevan de la cuenca del Tajo a la del Duero. En la últim a década del siglo XI y prim eros años del siglo XII se procede a la repoblación de Segovia, Avila y Salam anca que Alfonso VI confía a su yerno R aim undo de B orgoña. Con esta intervención oficial se trata de increm entar el poblam iento de es tas villas y de las aldeas de su entorno, es decir, del concejo; y se establecen las bases que regulan el funcionam iento de la sociedad concejil en su vertiente política, económ ica, jurisdiccio nal, militar. D esde el m om ento en que la sociedad concejil acep ta el conjunto norm ativo contenido en los fueros, acepta tam bién su dependencia política de aquél que ha sancionado esta
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norm ativa y queda integrada en la estructura política de la que em anan las disposiciones forales. Es esta acción repobladora de finales del siglo XI y principios del siglo XII la que culm ina un largo, laborioso, a veces tam bién doloroso, proceso de colonización. En esta época se consolidan asentam ientos de cuya colonización ya tenem os noticias siglo y medio antes de la repoblación alfonsina. Pero la repoblación de esta época adquiere su m áxim a expresión en el vigor creciente de los grandes concejos fronterizos: Segovia, Avila y Salam anca. La repoblación de las ciudades de la E xtrem adura del D uero viene a desarrollar un m odelo que ya aparece bastante precisa do en el fuero de Sepúlveda del año 1076. La repoblación con lleva el reconocim iento y la institucionalización de am plias d e marcaciones territoriales o alfoces en torno a núcleos que en el m om ento de la repoblación oficial debían ejercer ya una cierta preem inencia sobre su entorno. Esto es lo que parece deducirse del fuero de Sepúlveda de 1076 en el que se delim ita el territo rio dependiente de la villa con las aldeas asentadas en él. La p o blación ya asentada en estos núcleos se vio increm entada por las nuevas oleadas de inm igrantes. La aceleración del ritm o de la co lonización debió producirse, en p arte, por efecto de las garan tías que ofrecían los nuevos fueros acerca de una m ejora en la condición social y económ ica del cam pesinado y por las ventajas que la vida de frontera representaba para un sector del cam pe sinado de las aldeas de la vieja frontera castellana cada vez más especializado en las prácticas guerreras: los caballeros villanos. Ln el fondo, los procesos de repoblación de este m om ento responden a la misma dinám ica que había generado la coloniza ción espontánea de épocas anteriores y que había movilizado a im portantes contingentes campesinos en un desplazam iento de norte a sur. Las viejas líneas de desplazam iento siguen m ante niéndose en la repoblación de finales del siglo XI y principios del XII, como se deduce de los análisis toponím icos sobre la zona; el más reciente y com pleto, el realizado por A ngel B arrios. En Iíi zona de Sepúlveda y Segovia predom inan los serranos, proce dentes de la zona de U rbión, de la D em anda y del extrem o orientnl ilel Sistema C entral, y los castellanos, en su m ayoría de la an ticua frontera del A rlanza y D uero, pero tam bién de la zona de
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Valladolid y Palencia; en el área salm antina se observa una p re sencia m ayoritaria de leoneses, asturianos, gallegos, zam oranos, aparte de los serranos o caballeros que se asientan predom inan tem ente en la ciudad; en el sector central de Avila y su térm ino confluyen serranos, castellano-orientales, vallisoletanos y palen tinos, leoneses y gallegos. El m antenim iento de estas líneas de desplazam iento dem ues tra la pervivencia de tendencias de larga duración que se inician a comienzos del siglo X , se acelera a m ediados del mismo siglo, se detiene en las últim as décadas por efecto de las cam pañas de A lm anzor, para iniciar un proceso de recuperación progresiva desde los inicios del siglo XI. C iudad y territorio se organizan com o una unidad económ i ca, social, política e institucional dentro de la cual la ciudad irá consolidando su preem inencia y adquiriendo un control cada vez más estrecho a m edida que vaya alcanzando cotas m ayores de au tonom ía respecto del poder m onárquico y a m edida que vayan institucionalizándose las m agistraturas concejiles y vaya definién dose el ám bito de sus com petencias. Las atribuciones de las m a gistraturas concejiles abarcarán todo tipo de actividad. La villa o ciudad organizará la repoblación dentro del alfoz regulando y controlando la creación de nuevos asentam ientos o aldeas; tam bién organizará el aprovecham iento de los espacios baldíos; es tablecerá los im puestos que deben pagar los habitantes de la vi lla y los de las aldeas del alfoz; m antendrá su propia milicia de la que form arán parte en prim er lugar los caballeros de la villa y de las aldeas, com o com batientes a caballo; pero tam bién el cam pesinado norm al, com o peón o com batiente de a pie. E n definitiva, la repoblación de finales del siglo XI propicia no sólo la configuración de grandes villas o ciudades, sino la organización de am plias estructuras territoriales y adm inistra tivas dentro de las cuales la villa o ciudad concejil va a ser el agente organizador. P osteriorm ente, desde finales del siglo X II, se convertirá en un centro dom inador del territorio concejil a m edida que una élite enriquecida en la práctica de la guerra y en los negocios vaya obteniendo privilegios de carácter eco nómico y político que les perm ite monopolizar las magistraturas concejiles desviando la acción de gobierno de la defensa del in
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terés general a la defensa de sus intereses particularistas de clase. De esta form a, m ediante la creación de estas amplias estruc turas territoriales y adm inistrativas, se posibilita una acción efi caz en orden a la organización del territorio, a la defensa de la frontera y a la ofensiva frente a A l-A ndalus. La repoblación de los tres grandes concejos de Segovia, A vila y Salam anca con sus respectivos alfoces perm ite cubrir la defensa y la vigilancia de todo el Sistema C entral y apoyar eficazm ente a T oledo que ha pasado a constituirse en el centro estratégico por excelencia de la Reconquista. Estos concejos, muy lim itados al norte por la presencia de otros concejos, encontrarán posibilidades inagota bles de expansión hacia el sur. Sus alfoces, sobre todo los de Se govia y Avila, p en etrarán am pliam ente en la vertiente m eridio nal del Sistema C entral hasta entrar en conflicto incluso con con cejos de la M eseta m eridional; y sus milicias concejiles desem peñarán un papel fundam ental en la defensa de las fronteras y en la conquista de nuevos territorios en la T ransierra, en La M an cha y E xtrem adura e, incluso, en A ndalucía. Es indudablem ente el carácter m ilitar el que salta a la vista en una observación inicial de los concejos más m eridionales de la E xtrem adura. P ero no es el único; ni siquiera me atrevería a decir el más im portante. Para valorar en toda su am plitud las com plejas funciones de estos em plazam ientos es preciso rem itir se a dos aspectos fundam entales. P rim ero, la fundam ental im portancia que la ganadería ha desem peñado en los siglos an te riores y seguirá desem peñando posteriorm ente en la econom ía del reino castellano-leonés; sobre todo la ganadería lanar tras hum ante que constituye uno de los soportes fundam entales del poder económico de las clases dom inantes y uno de los factores clave explicativos de la reconquista. Segundo, que los pasos m on tañosos del Sistema C entral no son solam ente vías de p en e tra ción m ilitar sino tam bién y, sobre todo, las rutas que han de se guir los ganados trashum antes y cuyo control es absolutam ente im prescindible para asegurar el crecim iento de uno de los secto res productivos clave de la econom ía castellano-leonesa. El dominio de estos pasos m ontañosos es tam bién necesario en orden al control de los intercam bios com erciales entre A l-A ndalus y el reino leonés; esta actividad com ercial está ya docu
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m entada por lo m enos desde el siglo X ; pero la conquista de T o ledo, núcleo de gran im portancia artesanal y com ercial, propicia la intensificación de los intercam bios en un m om ento en que se está produciendo un fenóm eno sim ilar a lo largo del C am ino de Santiago. Así pues, estos concejos, habitualm ente identificados únicam ente p or su im portancia m ilitar, deben ser redefinidos a partir tam bién de la com plejidad de sus funciones económicas. R edefinición de gran im portancia, ya que a partir de ella podre mos com prender m ejor el ascenso social de la aristocracia urba na que comienza a configurarse desde finales del siglo XII. A ristocracia constituida en prim er lugar por los caballeros ur banos. En sus orígenes son cam pesinos con fortunas superiores a las de sus convecinos que les perm iten costearse el caballo y el arm am ento correspondiente. U nos llegan a los concejos de la E xtrem adura atraídos por los privilegios contenidos en los fue ros de repoblación y por las expectativas que abre la nueva fron tera a gentes habituadas a este tipo de vida. O tros, posiblem en te, ya están instalados en estos concejos y serían los descendien tes de aquellos campesinos que se transform aron paulatinam en te en guerreros por im perativos de la defensa en la época de es plendor del califato y en las reiteradas ofensivas de A lm anzor contra los asentam ientos de la E xtrem adura del D uero. E n am bos casos su progresiva especialización en el com bate y las ex pectativas de enriquecim iento que la guerra de frontera abre ante ellos provocan un cierto abandono de las actividades agrícolas y el acceso a formas de enriquecim iento basado en la ganadería. De esta form a, debido a su función m ilitar y a la base ganadera sobre la que asientan su riqueza, se produce una perfecta ade cuación entre la condición de caballero y la función de los con cejos: por su doble condición de especialistas en el com bate a ca ballo y de ganaderos son los más aptos y los más interesados o b jetivam ente en la defensa de unos concejos cuya función es al mismo tiem po m ilitar y ganadera. Esta doble condición de los caballeros se ilustra claram ente en las continuas razzias que dirigen contra el territorio andalusí que constituyen una de las form as más peculiares y característi cas de lucha de la caballería concejil. Son penetraciones rápidas en territorio enem igo, realizadas únicam ente por caballeros. Su
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objetivo es el botín; particularm ente las cabezas de ganado que pasan a engrosar la fortuna de los que intervienen en la expedi ción. D e este m odo la especialización m ilitar queda estrecham en te vinculada a una de las form as más peculiares de acum ulación de riqueza, la riqueza ganadera; riqueza que a su vez constituye una de las más codiciadas com pensaciones al peligro que en tra ña la responsabilidad de la defensa m ilitar y del engrandecim ien to del territorio y de la riqueza del concejo. D esde esta perspec tiva se explicaría, aunque sea esquem áticam ente, el ascenso so cial de los caballeros que con relativa rapidez van a ocupar las m agistraturas concejiles y a m onopolizar la dirección política de los concejos. O tro grupo fundam ental en la constitución de la aristocracia urbana es el sector m ás enriquecido de los m ercaderes que ha acum ulado grandes fortunas en la práctica del comercio. Su ac ceso al poder concejil se realiza a través de su integración en el grupo de los caballeros; integración regulada, a partir de finales del siglo X II, p o r la m ayoría de los fueros de frontera del reino de León que se escinde de Castilla a la m uerte de Alfonso VII en 1157. Estos fueros obligan a adquirir caballo y arm as a todos los habitantes de los concejos que superen niveles determ inados de renta. Ni que decir tiene que la integración de sectores b u r gueses en el grupo m ilitar de los caballeros provocará a largo pla zo im portantes transform aciones en las prácticas económ icas y sociales de I q s antiguos guerreros-pastores. La aristocratización de estos grupos se inscribe en un proce so de feudalización que afecta a los concejos y al conjunto de la sociedad de la E xtrem adura y que se origina a partir de los gér m enes im presos en la prim era colonización y en los fueros de la repoblación oficial. La crisis que se abre en León tras la m uerte de Alfonso VI crea el contexto adecuado para el desarrollo de estos procesos.
5.
Crisis de crecimiento y crisis sucesoria castellano-leonesa
Crisis de orden m ilitar, social y político. E n el terreno mili tar ese mismo año se producía una nueva ofensiva alm orávide
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que se saldó con la pérdida de Tala vera, M adrid y G uadalajara y un nuevo asedio a T oledo donde A lvar H áñez pudo aguantar esta nueva em bestida andalusí. A nivel político los conflictos es tallan en el m om ento en que el m atrim onio de la reina U rraca con Alfonso I de A ragón y los acuerdos que acom pañan al m a trim onio ponen en entredicho los derechos de Alfonso Raim úndez, el futuro Alfonso V II, hijo del prim er m atrim onio de U rra ca con R aim undo de B orgoña. Efectivam ente, el m atrim onio de U rraca y Alfonso I preveía la unificación de Castilla-León y A ragón en la persona del posible hijo de am bos o, en caso de fallecimiento de uno de los cónyuges, en la persona del supervi viente. Estos acuerdos provocan la inm ediata reacción de los p ar tidarios de Alfonso R aim úndez que se organizan en Galicia en torno a Pedro Fróilaz, conde de T raba y tu to r del infante A lfon so, y a altas jerarquías eclesiásticas vinculadas al m ovimiento re form ista cluniacense y que apoyan los derechos del hijo de un borgoñón. Pero esta aparente sim plicidad de la crisis político-sucesoria es engañosa. P or una p arte, los partidarios del m atrim onio de U rraca y Alfonso de A ragón se enfrentan a los que defienden los derechos de Alfonso R aim úndez. Pero los desacuerdos y constantes enfrentam ientos entre am bos cónyuges provocan la ruptura en la coherencia interna de los grupos y vuelcos aparen tem ente anárquicos en las alianzas. A su vez, Alfonso I, enfrentado a nivel personal a su esposa U rraca, apoyaba las reivindicaciones de la burguesía rebelde de las ciudades del Cam ino de Santiago con objeto de obtener el res paldo político y m ilitar de este im portante grupo en el interior del reino, lo que le enfrenta a im portantes sectores nobiliarios y provoca, a su vez, el enfrentam iento de la burguesía y la reina. A esto se añade el apoyo que el rey aragonés obtiene de los caballeros de algunas ciudades de la E xtrem adura del D uero. Lo que supone que m ientras en Avila o, al parecer, en Z am ora ca balleros y burgueses están enfrentados, en las ciudades del C a mino de Santiago aquéllos están indirectam ente apoyando las rei vindicaciones burguesas. Tales incoherencias son inexplicables a no ser que abordem os la explicación de la crisis desde sus p ro pias raíces. Y es que en realidad esta crisis política no es otra
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cosa que el epifenóm eno de una profunda crisis social en la que están com prom etidos de alguna m anera todos los sectores. Se trata em inentem ente de una crisis de crecim iento y de estructu ración clasista de la sociedad feudal. Bajo el pretexto de la defensa de los intereses de Alfonso Raim úndez o de la reina U rraca, los enfrentam ientos internos rem i ten, en definitiva, a la lucha entre los grandes señores feudales que tratan de afirm ar su poder en ocasiones m ediante el debili tam iento de los rivales — caso del conde de T raba y del obispo Gelm írez en Galicia— y siem pre debilitando a la institución m onárquica. Por otra p arte, asistimos a la em ergencia de un nuevo grupo, la burguesía de las ciudades, que ha adquirido un vigor particu lar en las ciudades del Cam ino de Santiago, aunque tam bién m uestra una gran actividad en las ciudades fronterizas de la cuen ca del D uero y en Toledo. El enriquecim iento de estos grupos genera la tendencia a la participación en la estructura de poder feudal y en las ventajas del ejercicio de ese poder. D e ahí las re beliones contra el p o d er señorial en lugares de señorío — Sahagún, Lugo o Santiago— , contra los representantes del poder re gio en las ciudades de realengo — com o C arrión, C astrojeriz, Burgos— o contra los caballeros que se habían asentado en los concejos de la frontera y que com enzaban a m onopolizar los ó r ganos de gobierno municipal — Avila, Z am ora, Salam anca— . En 1114, Alfonso I el B atallador repudia definitivam ente a U rraca. Con ello, A ragón, aunque no se desentienda totalm ente de los acontecim ientos castellanos, sí que se desm arca parcial m ente de la crisis. Este hecho parece ser la señal para una cierta remisión de la violencia interna en Castilla. A ello contribuye tam bién el que los grupos burgueses están en vías de conseguir algunos de los objetivos concretos que les posibilitarán a m edio y largo plazo acceder a los órganos de poder feudal. Pero esto no significa de ninguna m anera el fin de la crisis. Sin estallidos de violencia tan intensos, los grupos urbanos van a ir arrancando nuevas concesiones que les van a ir situando en la cúpula del p o d er m unicipal. Por lo que a la nobleza se refiere, los prim eros años de rei nado de Alfonso V II estarán m arcados por fuertes resistencias
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al reconocim iento de su autoridad, protagonizadas por m iembros de los linajes más representativos y más poderosos del reino. Es esta crisis profunda, más que el poderío m ilitar almorávide, la verdadera responsable de la paralización que sufre la ex pansión en las prim eras décadas del siglo XII.
Capítulo 8 FEUDALIZACION Y EXPANSION CATALANO-ARAGONESA EN EL EBRO
1.
E l despegue de la expansión aragonesa
a)
El debilitam iento de N avarra
En contraposición a las form as que ha revestido la coloniza ción y repoblación de la E xtrem adura del D uero, N avarra, A ra gón y condado de B arcelona sólo pueden expandirse p en e tran do en territorios densam ente poblados donde el dom inio políti co m usulmán m antiene una gran solidez. E n el orden interno estas sociedades están som etidas a trans formaciones profundas, muy sim ilares a las que ha sufrido el rei no de León en las últim as décadas del siglo X y prim eras del XI y que ya había parcialm ente superado a finales del siglo XI. E s tas transform aciones debilitan la eficacia de la acción exterior, sobre todo cuando en A l-A ndalus se ha producido el proceso de unificación llevado a cabo por los alm orávides. La evolución interior de las sociedades navarra y aragonesa en esta época es poco conocida. Lo que se constata con eviden cia es el lento debilitam iento de N avarra que contrasta podero sam ente con el vigor de su acción expansiva en las últim as d é cadas del siglo X y en las prim eras del siglo X I , hasta la m uerte de Sancho III el M ayor. D ebilidad sobre todo frente a Castilla que, unida a León desde los inicios del reinado de F ernando I, se im pone com o la prim era potencia cristiana en la Península. Fernando I, Sancho II y Alfonso VI no sólo recuperan p ara Cas tilla los territorios orientales que Sancho III había incorporado
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a N avarra sino que penetran en La R ioja cortando la vía natural de expansión navarra hacia el sur. Pero N avarra sufre tam bién la presión política y militar del vecino y recién creado reino de A ragón. G arcía Sánchez III, an tes del enfrentam iento con su herm ano F ernando I de Castilla por los territorios de la frontera occidental, tendrá que defender sus propios estados patrim oniales del ataque de su herm ano R a miro de A ragón que lanza una ofensiva contra Tafalla. Estos ataques cobran particular significado porque son indi cativos del profundo declive que está padeciendo la m onarquía navarra. D esgraciadam ente, los acontecim ientos que jalonan este declive son mal conocidos. Sabem os que en 1072 la aristo cracia navarra había concluido un pacto con Sancho IV con el que ratificaban su fidelidad al rey. Pero todo parece indicar que sem ejante pacto no era m ás que un alto, efím ero por cierto, en medio de un proceso de insubordinación y de lucha política y so cial sem ejante al que había experim entado la sociedad leonesa en las últim as décadas del siglo X y prim eros del XI o el que es taba concluyendo en el condado de Barcelona. Efím ero porque cuatro años después, en 1076, Sancho IV cae asesinado, víctima de una conjura de nobles dirigidos por R am iro, herm ano m enor del rey. M uerto éste, es la propia aristocracia del reino la que descarta de la sucesión al hijo o a los herm anos del rey asesina do y ofrece la corona a su prim o Sancho R am írez de A ragón. D e esta form a, N avarra, aunque m antenga teóricam ente su p er sonalidad política, perm anecerá integrada de hecho a A ragón du rante más de m edio siglo. Período capital para el fortalecim ien to de la aristocracia navarra y para la feudalización del país.
b)
Fortalecim iento interior de A ragón y asalto al valle del E bro
F rente al declive navarro, los dos últim os tercios del siglo XI conocen la formación y el fortalecim iento del reino de A ragón. A raíz de la m uerte de Sancho el M ayor, el antiguo condado de Aragón queda en m anos de R am iro que, aunque era el prim o génito de Sancho, no tenía acceso a la herencia paterna por su
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condición de hijo natural. Q ueda, por tan to , al frente del anti guo condado y supeditado a la dirección política de G arcía de N a varra. Pero estos vínculos se fueron debilitando rápidam ente. La consolidación de R am iro com o rey de A ragón está rela cionada con la dinam ización del im pulso expansivo. P ero aquí este impulso se enfrentaba a serios obstáculos derivados de la densidad dem ográfica de la cuenca del E bro; la dem ografía de esta zona se organizaba en torno a im portantes ciudades, lo que posibilitaba una estructura defensiva de gran eficacia: una serie de fortalezas fronterizas apoyadas en fuertes ciudades m ás a re taguardia —T udela, E gea, H uesca y B arbastro— que a su vez se apoyaban en Z aragoza y Lérida. L a expansión aragonesa hacia las tierras llanas del E bro exigía el control de dos im portantes dispositivos defensivos. D e fendiendo la ru ta natural form ada p o r el com plejo fluvial CincaEsera-Isábena se encuentran dos centros fortificados de vanguar dia: G raus y E l G rado. Estos núcleos defensivos se apoyan a su vez en poderosos em plazam ientos situados más al sur: B arbastro y M onzón. M ás hacia el oeste, H uesca cierra tam bién el paso hacia el valle del G állego, la ruta más directa hacia Zaragoza. Protegidos por este com plejo defensivo se encuentran más al sur los dos centros políticos más im portantes del valle del Ebro: Lérida y Z aragoza, que constituyen los dos objetivos últim os de la ofensiva aragonesa que se inicia en las últim as décadas del siglo XI. A las dificultades inherentes a la propia estructura dem o gráfica y defensiva de la zona se va a añadir las derivadas de la presencia castellano-leonesa en la zona. Presencia que res ponde a una política global por parte del reino castellano-leo nés que trata de im plantar su hegem onía en la cuenca del E bro y en el L evante, cerrando a A ragón las vías de la futura ex pansión. Estos objetivos políticos castellanos se han m ateria lizado en el compromiso por parte de Castilla de proteger al rey ile Zaragoza a cambio de la entrega de parias. Que este com promiso es operativo y no se queda reducido al papel viene a demostrarlo la derrota aragonesa y la m uerte de Ram iro I el año 1063 en el asalto al emplazamiento de Graus defendido por las tropas de Zaragoza y las castellano-leonesas de Fernando I que
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había acudido en socorro de su tributario el rey de Zaragoza. P ero a finales del siglo XI y principios del XII una serie de acontecim ientos van a provocar una modificación de la situación política y de las relaciones entre León y A ragón. En prim er lu gar, el asesinato de Sancho IV de N avarra el año 1076, que pro picia la integración de la m ayor parte del territorio pam plonés en el reino de A ragón por decisión de la aristocracia navarra, lo que supone un im portante fortalecim iento de la posición del rey aragonés. E n segundo lugar, la m uerte en 1081 de A l-M uqtadir de Z aragoza provoca divisiones internas en la taifa. Finalm ente, la invasión de los alm orávides y la derrota de Alfonso VI en Sagrajas supone un grave debilitam iento de Castilla que tendrá que renunciar de m om ento a sus pretensiones sobre Zaragoza para obtener la ayuda m ilitar de A ragón. Estos cambios en la situa ción política general perm iten ya en época de Sancho Ram írez iniciar un rápido avance que se proseguirá con P edro I y que es tablecerá las bases de la gran ofensiva de A lfonso I el B atallador. El avance más espectacular se produce a lo largo del curso del Cinca: en 1083 y 1084 se ocupan G raus y Secastilla, que cerra ban el avance hacia el sur por el E sera y el Cinca, respectiva m ente. Cinco años después, en 1089, cae la im portantísim a plaza de M onzón, lo que deja a B arbastro en una posición defensiva muy difícil y perm ite a las tropas aragonesas avanzar río abajo y ocupar A lbalate de C inca, Zaidín y Velilla de Cinca, en las proxim idades de Fraga, am enazando de cerca a la propia Léri da. E n 1100 el cerco se com pleta con la conquista de B arbastro. Con ello, Lérida queda prácticam ente cercada. La segunda línea de avance tiene com o objetivo final la con quista de Zaragoza, siguiendo dos vías. U na se dirige hacia H ues ca, cuya ocupación es im prescindible para la conquista de Z a ra goza. E n las proxim idades de aquélla se instala, am enazadora, la posición estratégica de M ontearagón. La caída de H uesca, en 1096, seguida cuatro años después de la de B arbastro, supone el desm antelam iento de la frontera m usulm ana m ás septentrional. O tra línea de avance se realiza por la m argen derecha del Gállego, m ucho más débil en efectivos dem ográficos. A quí el avan ce es más fácil y más rápido y va a llevar a las tropas aragonesas a las proxim idades de Z aragoza y de Tudela. Efectivam ente, en
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1091 se alcanza el E b ro en El C astellar, plaza que se ocupa y se fortifica; diez años m ás tarde P edro I se instala en el em plaza m iento de Juslibol, ya casi a las puertas de Zaragoza. P or los mis mos años se ocupan A rguedas y M ilagro, em plazam ientos situa dos sobre el E b ro y desde los que se am enaza a Tudela. E ntre los últim os años del siglo XI y prim eros del X II, aparte de conquistas de indudable im portancia estratégica, se h a con seguido instalar una serie de núcleos fortificados en las proxim i dades de las ciudades m ás im portantes del valle del E bro. L éri da, Huesca, Z aragoza y Tudela, están o han estado en el punto de m ira de estos centros estratégicos. El establecim iento de em plazam ientos fortificados en las proxim idades de las grandes ciu dades constituye una de las principales características de esta pri m era expansión que denota, com o ha observado certeram ente José M aría L acarra, la im potencia m ilitar aragonesa frente al aparato defensivo de las grandes ciudades m usulm anas del valle del Ebro; pero tam bién la escasa capacidad com bativa del reino de Zaragoza, incapaz de im pedir la instalación de estos em pla zam ientos que constituyen bases de vigilancia, de hostigam iento constante y desde los cuales se va a m ontar en un futuro muy próxim o el dispositivo de la conquista definitiva. El resultado inm ediato y m ás visible de las cam pañas de San cho Ram írez y P edro I ha sido el com pleto desm antelam iento de la frontera m ilitar entre A ragón y los reinos de Z aragoza y L é rida. Lacarra habla de una línea con un carácter flu id o ... algo inestable y provisional. D e hecho se han establecido las bases p ara la gran expansión del siglo XII en el valle del E bro.
2.
L a feudalización de la sociedad catalana
a)
La explotación económ ica de A l-A ndalus: las parias
E n el núcleo político de los condados unificados de B arcelo na, G erona y V ic-A usona la expedición de A lm anzor del año 985 había provocado un retroceso de la frontera que se plasm a en el abandono de posiciones avanzadas en el Penedés, la A noia
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y la Segarra. P ero inm ediatam ente después se inicia la recupe ración. A h o ra, junto a la acción pionera y espontánea de cam pesinos independientes, com ienza a difundirse el sistem a de quadras, al que ya m e he referido, y que supone un control inm e diato p or parte de la nobleza sobre el proceso colonizador de la frontera y sobre el cam pesinado colonizador. Son los preám bu los de la feudalización que desde la frontera se va a difundir h a cia el interior de la C ataluña V ieja. No obstante estos em briones de feudalización, los condes de Barcelona y el poder público de origen visigodo que ellos encar nan m uestran todavía una enorm e fortaleza y una gran capaci dad de liderazgo coherente con una sociedad donde se ha revitalizado la dinám ica expansiva. E sta revitalización se manifiesta con desigual incidencia en dos frentes. P or una p arte, en las ex pediciones m ilitares a A l-A ndalus. Por otra — aquí con escaso vi gor— , en los avances que experim enta la colonización fronteriza. Las expediciones organizadas y dirigidas por el propio conde Ram ón B orrell a territorio andalusí representan la faceta más es pectacular de la revitalización que experim entan estos territo rios; y tam bién, ál m enos a corto y m edio plazo, la más lucrati va. La guerra civil en A l-A ndalus por el control del trono califal y la fragm entación de los reinos de Taifas a partir del año 1031 propician la intervención de los distintos poderes cristianos en apoyo de una u otra de las facciones en lucha. E n este contexto se inicia una serie de expediciones m ilitares catalanas a territo rio andalusí. C am pañas realizadas siem pre con una finalidad lucrativa. La actividad m ilitar se inicia el año 1010 con una expedición en la que participan R am ón B orrell de Barcelona y Erm engol I de Urgel. A unque no se puede hablar de un éxito m ilitar ro tu n do, los resultados económicos fueron de im portancia decisiva: a partir de este año se observa una repentina intensificación de la circulación de mancusos de oro andalusíes en los condados nororientales y sobre todo en el de B arcelona. Seis años después se realiza una nueva expedición. El resultado es una poderosa re vitalización de los circuitos comerciales. El éxito económico de estas expediciones va a incitar a la no bleza a frecuentar estas acciones constantem ente dem andadas
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por las distintas facciones andalusíes. La situación que se genera tras la desintegración del califato y la im plantación de los reinos de Taifas perm itirá regular la protección y norm alizar el cobro de parias. Son los condes de B arcelona los prim eros en sistem a tizar estas prácticas. Estos ingresos no sólo inciden en la actividad económ ica sino que van a ten er consecuencias trascendentales en el desarrollo político. El más beneficiado por estas aportaciones será el conde de Barcelona. A p arte del prestigio derivado de la riqueza, el h e cho de que sea el m iem bro de la nobleza que cuenta con m ayo res disponibilidades m onetarias le va a perm itir afirm ar su auto ridad potenciando la acción política y la negociación con otros m iem bros de la nobleza — com pra de castillos, de determ inados derechos y de determ inadas subordinaciones— sin tener que re currir sistem áticam ente al em pleo de la violencia. El éxito económ ico inm ediato de esta política de protección explica en p arte que la expansión colonizadora quede un poco relegada. Al no existir en la zona nororiental una extensa tierra de nadie similar a la que existe en la cuenca del D uero, cualquier avance de cierta im portancia en las zonas fronterizas implica una agresión o una am enaza dem asiado próxim a al espacio político m usulmán. P or ello, el avance repoblador es incom patible con la política de am istad form al y de protección m ilitar sobre la que se asienta la percepción de las parias. No obstante, a lo largo de la prim era m itad del siglo XI , se producen pequeños avances. En la frontera del condado de B arcelona se colonizan nuevas tierras en el Penedés y el Cam po de T arragona, consolidándose la fron tera en el G aiá. Fenóm enos similares se producen en el condado de A usona — se ocupan C ervera, M ontfalcó y la zona de M anresa— y en los de U rgel y Pallars. D e form a sim ilar a lo que ocurría en la Extrem adura del D u e ro, tam bién en estas zonas fronterizas la colonización espontá nea es previa a la repoblación. P ero no todo son sem ejanzas: en la frontera catalana, nobleza laica y eclesiástica, especialm ente el m onasterio de San C ugat y los obispados de B arcelona, Vic y U rgel, com ienzan a desplegar una im portantísim a actividad. F e nóm eno que hay que relacionar, m uy posiblem ente, con los ini cios de la feudalización de la sociedad que ya com enzaba a m a
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nifestarse en la colonización m ediante el sistem a de quadras, al que ya me he referido antes.
b)
La feudalización interior
Pero la actividad exterior del condado de Barcelona está con dicionada por su evolución interna. Y ésta está dom inada en el período 1020-1060, aproxim adam ente, por un proceso trascen dental: la consum ación del proceso de feudalización que se h a bía iniciado tím idam ente en las últimas décadas del siglo X y que durante la prim era m itad del siglo XI se plantea como un proce so violento de extraordinaria intensidad. El núcleo político constituido en torno al condado de B arce lona ha sido presentado com o el espacio peninsular donde más tem pranam ente se produce la im plantación del feudalism o, se gún un m odelo que constituiría un paradigm a de referencia para el desarrollo e im plantación del feudalism o en el resto de las so ciedades cristianas de la Península. D ebem os a Fierre Bonnassie la elaboración de este m odelo que ha sido unánim em ente acep tado p or los historiadores españoles sin que se hayan producido posturas críticas a las tesis del historiador francés. Efectivam ente, después de sus trabajos ya no se puede negar la existencia de una grave crisis en los condados barceloneses du rante la prim era m itad del siglo X I, particularm ente en el perío do de 1020-1060. La rebelión nobiliaria contra la autoridad p ú blica del conde, la difusión de las convenientiae que m aterializan las vinculaciones de carácter privado entre nobleza y poder po lítico, la decadencia y definitiva supresión de los tribunales p ú blicos y de la L ex gothica, la supresión de las franquicias cam pesinas a m anos de la nobleza rebelde y el som etim iento del cam pesinado en general, son m anifestaciones evidentes de la im plan tación violenta de una nueva organización económ ica, social y política; es decir, de la feudalización de la sociedad. O tra cosa distinta es que estos condados sean los pioneros en la im plantación del feudalism o. Y a sabem os que la sociedad leo nesa estuvo som etida durante la segunda m itad del siglo X y pri m eras décadas del siglo XI a procesos sim ilares. Y, justam ente
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en torno al año 1020, una C uria E xtraordinaria reunida en L eón prom ulga las Leyes Leonesas o Fuero de L eón que constituye el reconocim iento form al de las transform aciones que se han o p e rado durante las décadas anteriores. Lo mismo que ocurrió en León, estos procesos de transfor mación interior de los condados nororientales tienen su versión, a nivel político y m ilitar, en un profundo debilitam iento del po der político y de su capacidad para intervenir oficialm ente en el proceso expansivo de la sociedad. P or otra parte, el cam pesina do, que hasta ese m om ento había protagonizado la colonización y la ocupación de las zonas fronterizas, com ienza a ver lim itada su libertad y, consiguientem ente, sus posibilidades de coloniza ción por una agresión aristocrática cada vez más sistem ática. Tam poco dispone este cam pesinado de la am plitud espacial de que disponía du rante todo el siglo X el cam pesino de la cuenca del D uero y que le perm itía eludir el som etim iento. El cam pe sino de la C ataluña V ieja debe realizar su acción colonizadora en una estrecha franja fronteriza, en unos espacios dem asiado restringidos com o para eludir la acción de una nobleza cada vez más agresiva. E l proceso de feudalización podría reducirse esquem ática m ente a un enfrentam iento entre dos tendencias. U na, defenso ra del viejo orden encarnado en el p o d er público del conde. La otra, que tiende a im plantar el nuevo orden feudal basado en las vinculaciones privadas entre el conde y la nobleza, en el som e tim iento del cam pesinado al dom inio privado de la nobleza y en el reparto de los beneficios inherentes a este dom inio según una jerarquía de po d er que viene configurada por una red de vincu laciones de hom bre a hom bre y por una jerarquía de derechos sobre la tierra: desde el derecho em inente del conde hasta el del últim o de los vasallos. El choque entre am bas tendencias se produce a dos niveles: uno de orden político-m ilitar y otro de orden social. A un nivel más superficial se observa la lucha en tre el conde y sus p artid a rios contra la nobleza de vizcondes y veguers dirigida por M ir G eribert, que se había autoproclam ado señor de O lérdola. A este enfrentam iento político-m ilitar subyace toda una serie de accio nes nobiliarias dirigidas contra el cam pesinado a quien arreba
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tan las franquicias otorgadas con anterioridad por los condes y que habían representado la garantía form al de su libertad. La ofensiva lanzada por el conde R am ón B erenguer I el año 1058 supone la d errota m ilitar definitiva de M ir G eribert y de sus partidarios. P ero esta d errota no conlleva la aniquilación de las tendencias representadas por la nobleza rebelde. D e hecho, la derrota m ilitar no se m aterializa en un claro triunfo político del conde ni en un castigo ejem plar de los rebeldes. El som eti m iento de la nobleza es, ante todo, el resultado de pactos y ne gociaciones que adoptan fórm ulas específicas: las convenientiae. Estas no son o tra cosa que docum entos escritos que recogen los acuerdos entre la nobleza y los condes o entre m iem bros de los distintos rangos nobiliarios. P or estos pactos o convenientiae los condes — o, en su caso, algunos m iem bros de los linajes supe riores de la nobleza— acceden a la propiedad em inente de los castillos que hasta ahora habían sido propiedad de sus inferio res; pero éstos no pierden el pleno control sobre ellos, ya que se m antienen al frente de los mismos con la única condición de ponerlos a disposición del conde cuando éste lo requiera. La vic toria condal tam poco conlleva la restauración de las libertades campesinas que habían sido arrasadas durante el período de guerra civil, ni la renuncia al dom inio social y a las ventajas eco nómicas inherentes a este dom inio im puesto p o r la nobleza. Los enfrentam ientos internos de este período no pueden m e nos de traducirse en un debilitam iento de la actividad frente al exterior. Pero la superación de la crisis supone tam bién el refor zam iento de la autoridad condal, aunque a partir de ahora esta autoridad se asiente sobre presupuestos políticos distintos de los de la etapa anterior. Lo cierto es que el mismo año de la victo ria sobre M ir G eribert se despliega una gran ofensiva contra los musulmanes vecinos. N aturalm ente, los reinos de Tortosa y L é rida son respetados, ya que son reinos amigos y tributarios. Por eso en tre el año 1058 y 1062 la ofensiva se dirige contra el reino de Zaragoza en cuyas fronteras se han venido produciendo cons tantes escaram uzas. R esultado de esta ofensiva es la conquista del B ajo R ibagorza. P ero el objetivo prioritario de los condes no parece ser la con quista de nuevos territorios, sino la im posición de parias sobre
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los reinos vecinos. A las parias que perciben de los reinos de L é rida y Tortosa tratarían de sum ar las de Zaragoza y Valencia. Pero aquí los condes de Barcelona van a chocar con los in tere ses castellano-leoneses. Zaragoza ha estado siem pre en el punto de mira de Castilla. Y ahora com ienza a estarlo Valencia desde su incorporación al reino de T oledo en la época de Al-M am um . La m uerte de éste y la difícil situación interna de su nieto y su cesor A l-Q adir, que pierde pronto V alencia, propician el inicio de negociaciones con Alfonso VI de Castilla. Estas negociacio nes prevén la cesión de Toledo a Castilla y, a cam bio, la restau ración de A l-Q adir en Valencia. La confluencia de los intereses de catalanes y castellanos en los mismos espacios va a provocar duros enfrentam ientos entre ambos. Prim ero en A lm enar, después en T évar las tropas cata lanas sufrirán duros reveses frente a las catellanas de R odrigo Díaz, el Cid, que representa los intereses castellanos en Z arago za y en el L evante. El acuerdo de D aroca entre R odrigo D íaz y el conde B erenguer R am ón III, en 1090, ratifica el triunfo cas tellano. E ste triunfo tiene como resultado más visible la pérdida de los enorm es ingresos que hasta ahora venían percibiendo los condes de B arcelona en concepto de parias exigidas a los reinos vecinos. No se puede negar el efecto beneficioso de las parias que h a bían posibilitado la revitalización de los circuitos com erciales e indirectam ente el fortalecim iento de la autoridad política de los condes de Barcelona. P ero tam bién es cierto que la codicia de parias había im puesto una política pacifista que congelaba la ex pansión fronteriza. Ni el cam pesinado podía continuar la labor colonizadora, ni a la aristocracia se le abrían nuevas posibilida des de expansión territorial. El resultado es una fuerte tensión interior que explica en parte la violencia de la feudalización de los condados nororientales en la prim era m itad del siglo XI. De todas formas, la expansión alm orávide en la Península paraliza m om entáneam ente cualquier tipo de acción agresiva, militar o económica, sobre el espacio político m usulmán.
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L a conquista de Zaragoza y el dom inio de la ruta de Valencia
La prim era señal de reactivación conquistadora por parte de los reinos cristianos procede de A ragón. El año 1114 Alfonso I repudiaba a la reina castellana U rraca, con lo que A ragón se si tuaba en una posición tangencial a la crisis castellano-leonesa. En el o tro extrem o de la Península el conde R am ón Berenguer III prestaba más atención a la expansión ultrapirenaica, p ar ticularm ente en la C erdaña y Provenza, que a la acción en la P e nínsula. La conquista de V alencia y Z aragoza p o r los alm orávi des había supuesto el fin de las parias y había creado dificulta des añadidas. El año 1117 se procede a la restauración de la sede arzobispal de Tarragona que se hallaba en ruinas. A cto signifi cativo sin duda de la pervivencia de un im pulso conquistador, pero tam bién de las dificultades a las que este impulso debe enfrentarse. U nicam ente Alfonso I de A ragón se dispone a proseguir la expansión iniciada por sus antecesores en el valle del Ebro. Los objetivos son Zaragoza y Lérida. Y el año 1117 lanza su prim er ataque sim ultáneo contra am bas ciudades. P ero la intervención de Yusuf, que desem barca en la Península, le obliga a levantar el sitio de Z aragoza. A partir de esta experiencia Alfonso I p rep ara cuidadosa m ente el asalto final. P ara ello busca la colaboración de sectores nobiliarios del sur de Francia donde la expedición contra Z ara goza se plantea como una C ruzada, sancionada por el concilio de Tolosa de 1118. R esultado de esta cam paña propagandística es la llegada de algunos contingentes ultrapirenaicos que con quistan distintas plazas hasta dejar com pletam ente libre el cami no de Zaragoza. A los contingentes francos se añadirán poste riorm ente efectivos castellanos y catalanes. El asedio se prolon gó desde la prim avera de 1118 hasta los prim eros días de diciem bre en que la ciudad se rendía bajo condiciones honorables. La caída de Z aragoza fue el paso decisivo para la conquista del valle del E bro. A lo largo de los treinta años siguientes, la actividad m ilitar en la zona va a ser constante. A continuación de Zaragoza caerán en poder de Alfonso I las plazas militares
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más im portantes del E b ro M edio — T udela, T arazona, B orja, R ueda y Epila— ; y en 1120 el propio A lfonso I repuebla Soria en el alto D uero que sirve de punto de apoyo de las nuevas con quistas aragonesas en el E bro. Consolidada la conquista de las zonas centrales y occidenta les del valle del E b ro , se inicia inm ediatam ente el asedio de Calatayud con o bjeto de dom inar la vía natural de expansión hacia el sur a través de los ríos Jalón y Jiloca. U n intento m usulm án p o r recuperar Z aragoza realizado en 1120 term inó con la aniqui lación del ejército alm orávide en C utanda. La victoria deja libre el camino a A lfonso I para dom inar esta vía natural de p en e tra ción con la conquista de Calatayud y de D aroca. Siguiendo esta línea penetra en la serranía de C uenca hasta M olina de A ragón, ciudad que ocupa en 1128. La conquista de las plazas del bajo E b ro fue m ás problem á tica. A quí confluían y se enfrentaban los intereses del rey de A ra gón y los de los condes de B arcelona y U rgel, estos dos últim os aliados tradicionales. P ero sobre todo fue problem ática p o r la re sistencia que ofreció Fraga, cuya conquista era im prescindible para la ocupación de Lérida y T ortosa. El fracaso aragonés ante Fraga va a abrir un período de crisis social, política y sucesoria de la que van a surgir transform aciones de gran trascendencia. A comienzos del año 1133 un ejército al m ando de Alfonso I des cendió río abajo y ocupó M equinenza. P ero ante Fraga se estre lló. El asedio se prolongó durante año y m edio, hasta que en ju lio de 1134 llegaron a la ciudad los socorros enviados por el em ir alm orávide que sorprendieron y aplastaron al ejército aragonés. D os meses después m oría Alfonso I. L a d erro ta de Fraga constituyó un golpe durísimo. M equi nenza cayó en p o d er de los m usulm anes y los aragoneses perdie ron prácticam ente el control de todo el espacio com prendido al sur del paralelo que une a Lérida y Zaragoza; únicam ente Belchite, totalm ente aislado, podía ejercer ciertas funciones de vi gilancia sobre la capital del reino aragonés. Incluso D aroca se sintió am enazada y quedó casi despoblada con el consiguiente pe ligro para el control sobre la ruta del Jiloca. 1.a inseguridad al canzó a posiciones aparentem ente bien consolidadas, com o Harbastro que fue abandonada por sus habitantes
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4.
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L a unificación de A ragón y Cataluña y la conquista del bajo Ebro
A la inseguridad m ilitar consiguiente a la d errota de Fraga se une la crisis político-sucesoria creada por el extraño testam ento de Alfonso I. La ausencia de descendencia había aconsejado al m onarca legar sus estados a las O rdenes M ilitares. Pero, aparte de las dificultades técnicas para la realización de este testam en to, surge un m ovim iento de clara oposición al mismo en el seno de la nobleza laica y de la jerarquía eclesiástica. La nobleza ara gonesa elige com o rey a R am iro, herm ano del rey fallecido y que se había retirado a la vida m onástica. Por su parte, la no bleza y el alto clero navarro tam poco reconocían el testam ento de Alfonso I y elegían com o rey a G arcía R am írez, señor de M onzón y de T udela y que pertenecía al linaje de los antiguos reyes navarros com o sobrino del rey asesinado en Peñalén. Tam poco Alfonso V II de Castilla reconoció el testam ento del rey aragonés y aprovechó esta ocasión para hacer efectivas las viejas aspiraciones castellanas sobre los territorios del E bro. Tras ocupar N ájera y La R ioja, entró en Zaragoza. La ocupación de la ciudad, donde el rey castellano fue recibido com o libertador, conlleva el dom inio de Castilla sobre la totalidad de los territo rios conquistados por Alfonso I que constituirán el Regnum Caesaraugustanum. Es muy posible que la intención de Alfonso V II fuese la de incorporar en un futuro más o m enos próxim o estos territorios a sus reinos. P ero de m om ento el control m ediato so bre ellos es suficiente para hacer efectiva la hegem onía imperial que Alfonso V II reivindica. D e hecho cederá estos territorios a García R am írez de N avarra a cambio de la prestación de vasa llaje p or p arte del navarro. H echo que se produce pocos meses antes de que el propio Alfonso V II se hiciese coronar solem ne m ente com o em perador en León en mayo del año 1135. M ientras tanto se abría el cam ino para la solución al proble ma sucesorio aragonés a través de los esponsales de Petronila, la hija recién nacida de R am iro II, con el conde de Barcelona, Ram ón B erenguer IV , que al ser de sangre real y m iem bro de la O rden M ilitar del T em ple, estaba en óptim as condiciones para una conciliación con los partidarios de la aplicación estricta del
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testam ento de A lfonso I, entre ellos las O rdenes M ilitares y la Santa Sede. Esta solución im plicaba la unificación política del reino de Aragón y del condado de Barcelona y facilitaba la conquista de la totalidad del valle del E bro al desaparecer la rivalidad y las tensiones que habían surgido entre am bas form aciones políticas a propósito de los territorios limítrofes. La expansión aragonesa hacia las tierras de Fraga y Lérida cerraba las posibilidades de expansión por esta zona a los condados catalanes y, más concre tam ente, al condado de B arcelona y abría la expansión aragone sa hacia el bajo E bro cercenando toda posibilidad de expansión hacia el sur de estos condados. D e hecho ya en 1120, dos años después de la conquista de Zaragoza, el conde de B arcelona, R a món Berenguer III, intensificaba la presión sobre estas tierras tratando de adelantarse a los aragoneses que dos años antes h a bían conquistado Zaragoza. El fracaso del conde barcelonés ante Lérida se había saldado con un pacto de ayuda m utua con el valí de Lérida. Y es en virtud de este pacto por lo que aragoneses y catalanes se enfrentan m ilitarm ente al año siguiente. Es evidente que con una dirección política y m ilitar unitaria estas tensiones deberían desaparecer o, al m enos, suavizarse. La consumación de la conquista del bajo E bro es ahora una labor conjunta y coordinada que com enzará muy pronto a dar sus frutos. El prim er objetivo fue la conquista de Tortosa. Es sum am en te significativa esta prioridad, sobre todo si se tiene en cuenta que la financiación de la em presa m ilitar corre en parte a cargo de las grandes fortunas com erciales barcelonesas interesadas en establecer bases sólidas para la expansión del com ercio m edi terráneo. Prim era llam ada de atención que insinúa los conflictos posteriores entre la nobleza, sobre todo la nobleza aragonesa, in teresada en am pliar sus señoríos territoriales, y la burguesía de las ciudades catalanas con im portantes intereses en la expansión m editerránea. Es esta capacidad financiera catalana la que en el futuro va a condicionar la política expansiva de la C orona de A ragón en contra m uchas veces de los intereses de la nobleza aragonesa. El ataque a T ortosa se realizó bajo el m ando del propio
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R am ón B erenguer IV y con la participación de im portantes m iem bros de la nobleza catalana, de las milicias urbanas de B ar celona y de naves genovesas. La ciudad capituló a finales de sep tiem bre de 1148 en condiciones similares a las que se habían ofre cido a Zaragoza. Con esta conquista no sólo se anexionaba un im portante centro agrícola y com ercial, sino que se abría el ca mino para la conquista de la costa levantina que potenciaría en el futuro la capacidad com ercial de la burguesía catalana, espe cialm ente de la barcelonesa. Son tam bién principalm ente catalanes y urgelenses los que al año siguiente conquistan Lérida y Fraga. Poco después cae d e finitivam ente M equinenza, que constituye el eslabón más im por tante entre Zaragoza y T ortosa para el control del bajo E bro y de su cuenca. C onquistadas las plazas estratégicas, se posibilita ba el control progresivo de todo el territorio a lo largo de las dé cadas siguientes.
5.
La repoblación de los territorios conquistados
a)
El reino de Zaragoza
La reorganización no era nada fácil debido a la gran densi dad de población y a su perfecta articulación en torno a una se rie de ciudades de gran im portancia tanto económ ica como de mográfica y m ilitar que jalonaban el valle del E bro y de sus afluentes más im portantes. Es esta gran densidad de población, realidad nueva que se plantea a los aragoneses desde su descen so de la m ontaña al llano, la que im pone soluciones tam bién nue vas al problem a de la repoblación. Problem as que ya habían sido planteados y soluciones que ya habían sido ensayadas treinta años antes en Toledo. Por lo que respecta al territorio aragonés, la conquista mili tar de los nuevos territorios en el período inm ediatam ente ante rior ya había planteado el problem a de su consolidación políti ca; sobre todo en los territorios entre el G állego y el Cinca don de la densidad dem ográfica era muy elevada y donde se asenta
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ban las ciudades m ás im portantes recién conquistadas, com o Huesca, B arbastro, G raus y M onzón. E n esta tierra nueva, como se denom ina en algunas fuentes contem poráneas, el rey asum e la iniciativa de la repoblación y de la organización política del territorio procediendo al reparto de aldeas y explotaciones ru ra les entre la aristocracia a la que se les entrega, bien en concepto de propiedad, bien en concepto de h o n o r— pleno derecho de dis posición reservándose el rey la propiedad em inente— , com o re com pensa por su intervención en la conquista. Pero la envergadura de las nuevas ciudades del E bro, del J a lón y del Jiloca añade nuevas dificultades y propicia nuevos plan team ientos en torno a la colonización y en torno a la actitud res pecto de la población som etida. Las capitulaciones conocidas — Zaragoza, Tudela y Tortosa— contem plan la perm anencia de la población m usulm ana en sus casas durante el año siguiente a la conquista. D espués de este período deberían abandonar el es pacio urbano y trasladarse a barrios extram uros. Pero conserva ban sus bienes m uebles y las explotaciones rurales. E n cuanto a los im puestos seguirían som etidos a los mismos que debían a las autoridades m usulm anas, es decir, el diezm o de las cosechas. C onservaban sus jueces y sus leyes y se respetaba su religión y sus m ezquitas. En estas condiciones se explica la perm anencia de im portan tes contingentes de población m usulm ana, sobre todo en el ám bito rural. No tan to en las ciudades, particularm ente en las de m ayor im portancia estratégica, donde una excesiva presencia m usulm ana representaba un peligro potencial. D e hacer caso a los textos de las capitulaciones conocidas ten dríam os que pensar que la población m usulm ana quedaba en una situación social de plena libertad e independencia. Al m enos en una situación sensiblem ente m ejor que la del cam pesinado del viejo A ragón donde la penetración de las relaciones sociales es pecíficas del feudalism o se traducían en un som etim iento gene ral del cam pesinado a la aristocracia. P ero la práctica debió im poner muy pronto su propia reali dad y su propia dinám ica. La conquista del E b ro , especialm ente de Zaragoza, se había realizado con la colaboración de im por tantes contingentes m ilitares del norte de los Pirineos. A éstos y
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a la nobleza local de A ragón y N avarra el rey debía recom pen sarles. Y lo hizo de distintas form as. En ocasiones m ediante la donación en propiedad de num erosas villas, casas y heredades. O tras veces el m onarca procedió a la concesión de honores dis persos a aquellos m iem bros de la aristocracia que le prestaron vasallaje y que, como es el caso de los señores procedentes del norte de íos Pirineos o de los condados catalanes, reconocieran el señorío em inente del m onarca aragonés sobre sus tierras res pectivas de origen. E n todo caso estos honores, que pueden ser considerados como auténticas concesiones feudales, no eran en principio transm isibles hereditariam ente. P ero, aunque algunas de estas concesiones revirtieron poco después a la corona, lo cier to es que, como ya observó L acarra, estas donaciones en plena propiedad y estas vinculaciones de tenencias y honores propician un proceso de concentración de la propiedad que posibilitará la formación de los latifundios posteriores donde los señores alcan zarán la plenitud de los poderes jurisdiccionales. La concentración de la propiedad y la im plantación de una plena dom inación social y jurisdiccional tiene com o víctima es pecífica a la población cam pesina; tanto la m usulm ana y la m o zárabe que había perm anecido tras la conquista, como la cris tiana que se había ido incorporando paulatinam ente al proceso colonizador de la cuenca del E bro; incluso parece que es la si tuación de esta últim a la que m ás se degrada, ya que, observa Lacarra, los m usulmanes siempre conservaron una dependencia más o m enos nom inal de la corona. D e todas formas la situa ción de la población m usulm ana debió tam bién em peorar pro gresivam ente. La m ayor parte de ella perdió la propiedad de sus hered ad es en beneficio de los señores cristianos, aunque continuase cultivándolas en régim en de aparcería: son los lla m ados exaricos. E ste em peoram iento social explica algunos de los m ás severos plan team ien to s de los juristas coetáneos que eq u ip aran el co n trato de aparcería con la antigua enfiteusis ro m an a y asim ila la situación de estos aparceros — o su puestos en fiteu tas— a los siervos adscritos a la tierra. Tal equiparación a nivel jurídico sería difícil de explicar si la si tuación de esta población no estuviese en la realidad muy próxim a a la situación que reflejan las categorías jurídicas
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tarrom anas o justinianeas utilizadas por los juristas de la época. E n lo que respecta a las ciudades, el aspecto más llam ativo de la repoblación viene dado por la política de atracción de p o bladores. Pero las circunstancias no son similares para cada uno de los territorios conquistados. E n el territorio que va a confi gurar el futuro A ragón se podría establecer esquem áticam ente una clara distinción entre las zonas de llanura próxim as al E bro y las zonas de la Extrem adura aragonesa. En la llanura del E bro las ciudades son potentes centros artesanales y com erciales que han florecido en m edio de un en torno agrario en el que se practica una intensiva producción agrícola basada en el regadío y en la utilización de la fuerza de trabajo del cam pesinado que trab aja las tierras en régim en de aparcería. E ran lugar de residencia no sólo de la nobleza m usul m ana, sino tam bién de artesanos y com erciantes que habían acu m ulado im portantes fortunas. G ran parte de esta población d e bió, lógicam ente, em igrar. El resto de la población, en virtud de las cláusulas de capitulación, tuvo que abandonar al cabo de un año el recinto urbano e instalarse en el espacio extram uros, lo que provocó un gran vacío dem ográfico en el interior de las ciudades. La necesidad de suplir estos vacíos hizo necesario atraer p o blación extranjera, sobre todo gentes dedicadas a los oficios artesanales que era quizá el sector más castigado por la em igra ción. E ntre los extranjeros que acuden a la repoblación p re d o m inan los francos y los catalanes. La m ayor parte de ellos, artesanos: zapateros, vinateros, carniceros, m onederos, m édicos, etcétera. El com ercio seguiría preferentem ente en m anos de m u sulm anes y judíos. C on ello la repoblación de las ciudades del E bro entraba de lleno en el contexto económ ico y social que se había generado en torno al C am ino de Santiago. Y ello viene a ser un argum ento en favor de la tesis de que la repoblación del Cam ino es, ante to d o , una consecuencia directa del crecim iento económico y de las transform aciones internas de la sociedad que alienta las peregrinaciones y donde m ayor entidad económicosocial y jurídica adquiere el C am ino, frente a la tesis de que la actividad generada en torno al Cam ino es la que dinamiza el cre cim iento y la transform ación de las sociedades cristianas por don
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de éste transcurre. Así pues, sobre la estructura urbana h ereda da de la sociedad islámica va configurándose a lo largo y ancho de la cuenca del E bro una red de ciudades donde las actividades artesanal y com ercial se constituyen com o actividades específi cas de estos centros frente a las actividades productivas agrarias más propias, aunque no exclusivas, del ám bito rural.
b)
La E xtrem adura aragonesa
E n los territorios extrem os donde están enclavados núcleos com o Soria, A lm azán, M edinaceli, Calatayud o D aroca, el sis tem a de vida es similar al de la E xtrem adura del D uero: activi dad m ilitar y guerra de frontera, econom ía basada en el botín y en la explotación ganadera, ausencia de una adscripción política definida. Es decir, que tanto en una com o en otra de las Extrem aduras, la frontera ha generado sistem as de vida muy sim ilares y se ha constituido en un espacio-refugio para población m argi nada. D e ahí el doble objetivo de la repoblación de estas zonas: integrar políticam ente a la población m arginal para utilizar su p o tencialidad m ilitar y económ ica en la defensa y desarrollo de la nueva frontera, y atraer nuevos pobladores capaces de integrar se en este sistema de vida para potenciar la acción de la pobla ción preexistente. D esde esta perspectiva no tiene nada de extraño que A lfon so I se inspirase en una com pilación típica del derecho de fron tera com o es el Fuero de Sepúlveda de 1076. Tam bién aquí se establece la inm unidad para los convictos de los más graves de litos — homicidas, ladrones— o la condonación de las deudas. Asimismo, el deseo de atraer nuevos pobladores explica tam bién que se reconociese la condición de libres o francos a todos los que acudiesen a repoblar en dichas ciudades, tuviesen o no ca ballo de guerra, en clara contraposición con los territorios de la tierra vieja donde el status de libertad iba vinculado a la pose sión de caballo. Tam bién se reconocía la facultad para apropiar se del botín, una vez deducido el quinto real. En cuanto a los núcleos de población se organizan de form a muy similar a los concejos fronterizos castellano-leoneses. Tam bién aquí se les
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asigna un extenso territorio que queda subordinado a la villa-ca becera donde reside un noble, representante del poder real, si milar al tenente de los concejos castellanos. A estos núcleos se les encom ienda la defensa de la frontera y la conquista de nue vos espacios que engrosarían el territorio dependiente de la vi lla-cabecera territorial respectiva y, por tanto, las posibilidades económicas de sus habitantes. D e hecho, las cabalgadas contra el reino de Valencia y la serranía de C uenca partirán de núcleos fronterizos com o D aroca, Belchite, A lcañiz, etc., que serán los pioneros en la ofensiva. Todo ello unido a una amplia au to n o mía que dificulta la penetración de los poderes señoriales y, por tanto, el som etim iento social de los habitantes de estas ciudades a algún tipo de poder exterior. La gran ofensiva de m ediados del siglo XII supuso la incor poración a la nueva unidad política catalano-aragonesa de ciu dades como T ortosa, L érida, Fraga y M equinenza. P ero esta in corporación revistió form as diferentes que reflejan tam bién la di ferenciación entre los espacios que ya com enzaban a configurar se, como A ragón y C ataluña.
c)
La C ataluña N ueva
Fraga y M equinenza reciben el fuero de H uesca y Z aragoza, respectivam ente, lo que es altam ente significativo para una ép o ca en que el derecho tiene una im portancia capital. T ortosa, ló gicam ente, es repoblada por catalanes. El caso de Lérida e ra más problem ático y ya había generado tensiones entre aragoneses y catalanes por hallarse en un espacio disputado. Sin em bargo, tam bién aquí lo decisivo para la conquista fue la intervención de las tropas de B arcelona y U rgel, lo que condicionó que la repo blación se realizase em inentem ente por inm igrantes de B arcelo na, Urgel, Pallars y R ibagorza. El resultado a m edio plazo es una especie de catalanización no sólo lingüística, sino tam bién ju rídica, al extenderse a esta ciudad el régim en de libertades de las ciudades catalanas garantizado por las respectivas cartas de franquicia. Pero esta catalanización lingüística y jurídica no im plica, para José M aría Salrach, que ilerdanos y lorias tu os fuesen
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absorbidos p o r los barceloneses. Ni Lérida ni T ortosa son inclui das en el condado de B arcelona, sino que se configuran como centros de marcas o territorios fronterizos, atribuyéndose el con de de B arcelona el título de marchio o m arqués. Y la especifici dad de su situación queda plasm ada a nivel jurídico form al en sus respectivas cartas de población otorgadas por Ram ón Berenguer IV después de la conquista. Estas ciudades, al estar situadas en espacios conquistados por el propio conde, pasan a depender directam ente de él. E n ellas se reconoce a los pobladores cristianos la plena propiedad de sus heredades y la exención de im puestos; la adm inistración de jus ticia correría a cargo de los tribunales condales y de un grupo de hom bres preem inentes —probi homines— de la propia ciudad. Los espacios rurales recién incorporados, es decir, los espa cios que van a constituir la Cataluña N ueva, se configuran de for ma diferente a los territorios más septentrionales de la Cataluña Vieja. La caída de Lérida y Tortosa había sido seguida de la ocu pación de todo el territorio situado entre am bas ciudades. La atracción de pobladores a estos nuevos territorios se realiza m e diante la concesión de franquicias que suponen la liberación de gran parte de las trabas serviles que tan fuerte im plantación te nían en los territorios de la Cataluña Vieja. Sin em bargo, la colonización de estos territorios no siem pre se realizó bajo la iniciativa directa del conde. Las O rdenes M ilitares que habían colaborado en la conquista, el arzobispado de T arragona recién restaurado, el obispado de B arcelona, los m onasterios de recien te creación, como Poblet y Santes C reus, o de antigua im plan tación, como San C ugat, y algunos linajes nobiliarios, tuvieron una participación destacada en la colonización al haberse bene ficiado de donaciones de tierras en propiedad o de concesiones de honores sobre am plios espacios. Q uizá sea la presencia de es tas entidades intensam ente feudalizadas la responsable de una rá pida evolución a situaciones más com plejas de lo que tradicio nalm ente se había venido pensando. F rente a la imagen difundi da de un cam pesinado libre, producto de la colonización de la segunda m itad del siglo X II, A ltisent y F reedm an han desvelado una gam a de situaciones que va desde la plena libertad jurídica e independencia económ ica hasta la condición de tenentes ads
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critos a la tierra y som etidos a los malos usos, lo mismo que sus homólogos de la Cataluña Vieja. La consolidación de las conquistas en el bajo valle del E bro, sobre todo con la conquista y colonización del Cam po de T arra gona y de T ortosa, abre las expectativas de conquista por la cos ta m editerránea hacia Valencia. M ientras que la ocupación de posiciones clave en la E xtrem adura aragonesa, como C alatayud, Belchite, D aroca y Alcañiz, insinúa ya las amplias posibilidades de expansión territorial hacia T eruel y, en definitiva, tam bién h a cia Valencia. Así pues, a finales del siglo XII ya están prefigura das las directrices de las futuras conquistas que van a ten er su eclosión en el siglo XIII con Jaim e I. Pero ya en época de sus an tecesores Alfonso el Casto (1162-1196) y Pedro el Católico (1196-1213) se iban a producir las prim eras acciones m ediante las cuales se incorporan los territorios regados por los ríos Matarrañas, Algas y Tastavins que com pletan por el oeste y suroes te el dominio sobre el territorio de T ortosa. M ás al oeste las tro pas de Alfonso II el C asto penetran, a través de la vía Jalón-Jiloca, protegida p o r las plazas fuertes de C alatayud y D aroca, h a cia Teruel que es ocupada el año 1170. U na penetración m ásprofunda hacia Valencia está de m o m ento obstaculizada por la relación de am istad que los reyescondes m antienen con Ibn-M ardanich, rey de la taifa de V alen cia-M urcia y de los que éste se había declarado tributario. Pero su m uerte propicia una serie de acciones hostiles contra V alen cia; acciones poco eficaces ya que los reyes aragoneses, sobre todo Pedro el C atólico, tienen que volcar su atención al norte de los Pirineos donde la herejía albigense y la cruzada de Simón de M ontfort están poniendo en peligro las posesiones occitanas de los condes de B arcelona. D e hecho, Pedro el Católico m orirá com batiendo contra los cruzados en la batalla de M uret en 1213. La conquista de V alencia quedará reservada para su hijo y su cesor Jaim e I que accede al trono siendo m enor de edad.
Capítulo 9 LAS DIFICULTADES PARA EL DOM INIO DE LA MANCHA Y EXTREMADURA
1,
Un difícil equilibrio militar
a)
Los avances en la T ransierra y en la frontera de T oledo
E n el reino castellano la m uerte de U rraca, el acceso al tro no de Alfonso R aim úndez — Alfonso V II— y la consecución de algunos objetivos parciales por parte de los grupos burgueses p o sibilitaban la superación de la crisis interior y la prosecución de las líneas expansivas m arcadas por la conquista del reino de Toledo. Pero esta expansión se enfrentaba a serias dificultades. En prim er lugar, los propios fundam entos dem ográficos de la zona cuya extrem a debilidad hacía difícil la consolidación de una es tructura económ ica y política. A ello se añade la aparición en la década de los cuarenta del siglo XII de un nuevo peligro m ilitar en Al-Andalus: los alm ohades. Coincidiendo con esta nueva am enaza, las disposiciones testam entarias de Alfonso V II, m uer to en 1157, establecen una nueva división entre Castilla y L eón; división que será la responsable de constantes conflictos inter nos entre todos los reinos cristianos. La preocupación inicial de A lfonso V II parece ser la afirm a ción de una com pleta preem inencia de tipo feudal. Sobre la base del dominio del Regnum Caesaraugustanum obtiene sucesiva m ente el vasallaje de G arcía R am írez de N avarra, de R am iro II de A ragón y de R am ón B erenguer IV. Y en 1135 es coronado solem nem ente en L eón com o em perador.
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A m ediados de la década de los treinta del siglo XII el m o narca leonés ha superado la oposición interior, goza de un pres tigio indiscutido en el ám bito cristiano y, sobre todo, se enfrenta a una estructura política, la alm orávide, en proceso de desinte gración y de profundo debilitam iento. E n este contexto se p ro duce la ocupación de O reja, C oria y C alatrava, realizada entre 1139 y 1146. Y ese mismo año, Alfonso V II, que ante los en frentam ientos internos en A l-A ndalus ha adoptado una política similar a la de su abuelo Alfonso VI, se presta a ayudar a una de las facciones en lucha a cambio de dinero y de cesiones terri toriales y m archa contra A n d ú jar y contra C órdoba. El año 1147 será el año de la expedición a A lm ería. E xpedi ción de gran interés por la trascendencia de los objetivos — A l m ería era un centro capital del com ercio m arítim o y nido de piratas— , por la envergadura de los recursos m ateriales y hum a nos movilizados y por la eficacia en la conjunción de fuerzas terrestres — el ejército castellano— y m arítim as — tropas arago nesas y catalanas más las flotas de G énova y Pisa— . La o p era ción fue coronada con éxito, aunque los acontecim ientos poste riores revelarán lo prem aturo de esta acción. La conjunción de acciones había sido posible en parte por el respeto de Ram ón B erenguer IV, conde de Barcelona y prínci pe de A ragón, a la relación de vasallaje contraída con el em pe rador leonés. E sta relación explica el acuerdo de Tudillén de 1151 por el cual — adem ás del reparto de N avarra— se procedía a la asignación de los territorios que se conquistasen en adelante en territorio andalusí: Alfonso VII concedía a Ram ón B eren guer IV las com arcas de V alencia, D enia y M urcia por las que éste prestaría vasallaje. E n 1157 m oría Alfonso VII y al dividir sus estados reprodu cía la vieja rivalidad castellano-leonesa y provocaba una grave crisis política que iba a involucrar al resto de los reinos cristia nos peninsulares. El debilitam iento político y m ilitar tanto de Castilla com o de León, consiguiente a la división, potenciaría no sólo los viejos contenciosos fronterizos entre am bos reinos, sino tam bién las reivindicaciones de N avarra, Portugal, independiza do en la época de A lfonso V II, e incluso de A ragón. La crisis interna se agrava al año siguiente por la m uerte prem atura de
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Sancho de Castilla, a quien le sucede su hijo Alfonso V III, to davía un niño. La disputa entre los C astro y los L ara p o r el con trol del rey niño enfrentará tam bién a la nobleza de C astilla, que se aglutina en facciones en torno a ellos y propiciará la interven ción m ilitar de F ernando II de León. E sta situación de perm anente conflictividad interior se agra va por el peligro exterior representado ahora por los alm ohades que habían desem barcado en la Península el año 1146. P reocu pados p or afianzar su dom inio sobre alm orávides e hispano-m usulmanes, esperarán unas décadas p ara iniciar acciones efectivas contra los reinos cristianos. M ientras tan to , F ernando II de L eón ha podido conquistar A lcántara, Cáceres y E vora; estas últim as, arrebatándoselas al noble portugués G eraldo Sem pavor que, respaldado por el rey Alfonso Enríquez, am enazaba con cerrar las líneas de expansión leonesa hacia el sur.
b)
El em puje alm ohade y el desm oronam iento de la frontera
El m alestar que provocaban en A l-A ndalus estas acciones leonesas y portuguesas y el hostigam iento fronterizo en La M an cha, sobre todo desde las posiciones avanzadas de C alatrava, y el fortalecim iento interno de los alm ohades explican el inicio de las grandes ofensivas. El año 1174 avanzan por los territorios de E xtrem adura, ocupan A lcántara y la m ayor parte de los territo rios de la T ransierra y llegan a sitiar Ciudad R odrigo, al norte del Sistema C entral. Ese mismo año atacan Uclés y la frontera toledana. El peligro de estas acciones decide a Alfonso V III, ya m ayor de edad, a em prender una acción eficaz p ara reforzar la frontera oriental castellana. E n esta zona convergían los intereses caste llanos y los aragoneses que veían am enazada su frontera occi dental. Alfonso V III solicita la ayuda de Alfonso II de A ragón; a cambio, le libera de las obligaciones de vasallaje. El año 1177 y tras nueve m eses de asedio C uenca cae definitivam ente en p o der de los castellanos. Poco después de la conquista de C uenca, Alfonso II de A ra
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gón em prendía una cam paña en Levante y, desde allí, se dirigía a Lorca y p enetraba en A ndalucía. Alfonso V III, alarm ado p ro bablem ente p o r la posibilidad de una expansión aragonesa por tierras que según el tratad o de Tudillén no le correspondían, acu de inm ediatam ente a la zona. El resultado es el acuerdo de C a zóla — actual despoblado de difícil identificación— del año 1179 en el que se precisan los límites de las respectivas zonas de in fluencia y de conquista: la zona levantina se reserva para A ra gón hasta el puerto de B iar; M urcia y la A ndalucía oriental, para Castilla. Los quince años siguientes se caracterizan más por la hosti lidad y los enfrentam ientos entre los reinos cristianos que por los ataques andalusíes. E n realidad, tam poco los alm ohades tenían las m anos libres p ara actuar debido a los problem as en el Magreb. U n a expedición contra H uete en la frontera del T ajo h a bía fracasado. H asta 1195 no se produce una ofensiva en regla, tam bién contra la frontera del Tajo. A lfonso V III, que había sa lido hacia C alatrava p ara frenar al ejército alm orávide, se en cuentra con él en A larcos. A pesar de que tanto Alfonso IX de León com o Sancho V II de N avarra le habían prom etido su ayu da, el rey castellano no esperó y se lanzó al ataque. El ejército castellano no pudo ante la trem enda superioridad num érica de los africanos. La d errota castellana sólo es equiparable a las gran des derrotas de Sagrajas y Uclés ante los alm orávides. Los efectos de esta d errota son aparentem ente dram áticos. A corto plazo, la victoria alm ohade siem bra el pánico entre los reinos cristianos y rom pe la débil solidaridad que había com en zado a insinuarse en las vísperas de A larcos. L eón y N avarra lle gan a firm ar acuerdos con los vencedores y a aprovechar la pos tración castellana para atacar sus fronteras. Los propios alm oha des lanzan en los años siguientes cam pañas devastadoras contra la T ransierra leonesa y contra la frontera castellana del T ajo. En 1196 reconquistan las plazas de M ontánchez, Trujillo y Plasencia — que había sido repoblada poco antes por Alfonso V III— y devastan tam bién M adrid, Alcalá, Uclés, C uenca y H uete. A un que resisten muchas de las plazas fuertes del T ajo, las ofensivas siguientes a Alarcos provocan el desm oronam iento de las anti guas posiciones conseguidas por Alfonso V II en La M ancha.
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c)
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La recuperación m iiitar castellana: Las Navas de Tolosa
Es a m edio y largo plazo cuando se m anifiesta la inconsisten cia de la victoria alm ohade. El desastre castellano propicia la di fusión del sentim iento de C ruzada sobre todo al norte de los Pi rineos; los propios reyes peninsulares com ienzan a sentir una cierta fatiga después de m edio siglo de luchas internas infructuo sas. La propia hegem onía de Castilla, que en algún m om ento ha suscitado recelos, ahora tiende a im poner la paz. Paz que se m a terializa en acuerdos entre N avarra y A ragón y entre L eón y Castilla. La paz interior, la C ruzada predicada al norte de los Pirineos por el nuevo arzobispo de T oledo, R odrigo Jim énez de R ad a, y la sanción pontificia a la Cruzada posibilitan una acción defini tiva contra los alm ohades. E n el verano de 1212 un gran ejérci to, integrado p o r las huestes de Castilla, A ragón y N avarra, más algunos efectivos ultrapirenaicos — estos efectivos se retirarán tras la conquista de C alatrava, antes de la batalla definitiva— , se concentra en Toledo. D esde allí avanza hacia el sur recon quistando las plazas de M alagón, C alatrava, Salvatierra, cruza Sierra M orena y contacta con el ejército alm ohade en la m eseta de Las Navas de Tolosa. Las tropas cristianas, muy superiores tácticam ente, destrozaron al ejército alm ohade que tuvo que re tirarse abandonando todas sus posiciones. Consecuencia inm e diata de la batalla es la ocupación de B aeza y U beda por las tro pas que perseguían a los efectivos del ejército derrotado. A quí los efectos sí que son duraderos. La d errota había des truido entre los alm ohades la capacidad p ara una resistencia efi caz ante la expansión castellana. A ndalucía quedaba abierta a la conquista. E ra cuestión de tiem po. D e poco tiem po.
2.
La difícil repoblación de las deshabitadas planicies manchegas
La batalla de Las Navas había asegurado el dom inio sobre la subm eseta sur y posibilitaba la reactivación repobladora. La repoblación de la zona septentrional del reino de T oledo
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se había realizado y se continuaba realizando sobre una sólida estructura dem ográfica y económ ica heredada de los m usulm a nes. T oledo era un caso especial por su carácter de capital y de centro com ercial de gran im portancia. P ero al lado de Toledo fi guran otros núcleos dem ográficos y m ilitares im portantes, como M adrid, G uadalajara, Talavera, C oria, en los que sus funciones m ilitares se apoyaban en una intensa actividad productiva, sobre todo de tipo agrario, al ser centros articuladores de una red de aldeas dedicadas a la producción agrícola m ediante sistemas de cultivo intensivos. Al sur del T ajo, sobre todo en las grandes llanuras de La M ancha, predom inan inm ensos espacios baldíos que potenciarán la gran expansión ganadera castellana. A estas condiciones que ya de por sí hacen difícil la instalación de colonizadores, se su man las deficiencias dem ográficas de las áreas septentrionales provocadas en parte por la propia actividad colonizadora que vie nen realizando desde siglos. La m onarquía va a seguir la política iniciada por Alfonso VI: reproducir la estructura de los grandes concejos de realengo so bre la base de los núcleos de población existente o creando otros nuevos; a estos núcleos se les conceden extensos térm inos y se les responsabiliza de la defensa, colonización y organización de su propio territorio. D urante el reinado de Alfonso V II, y a pesar de las dificul tades de orden m ilitar, se prosigue la colonización del antiguo reino de T oledo consolidando, sobre todo, los espacios com pren didos entre el Sistema C entral y el Tajo: se otorga un nuevo fue ro a Toledo en el que se unifica la situación jurídica de los dis tintos grupos de p o b lad o re s— m ozárabes, castellanos y francos— a los que Alfonso VI había concedido fueros particulares y se consolidan plazas com o A tienza, Sigüenza, M adrid, G uadalaja ra, T alavera, Hita y M aqueda. Las nuevas conquistas castellanas, fruto directo de la inicia tiva real, al m enos las m ás im portantes, se sitúan todas al norte del Tajo. Un hecho trascendental es la conquista de Cuenca. Consideraciones estratégicas aparte, C uenca se asocia sobre todo a su fuero que llega a ser la más perfecta regulación y sistem a tización de la vida de frontera; hasta el punto de que práctica
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m ente todos los fueros de la zona al sur del T ajo reproducirán o al menos estarán inspirados en la norm ativa del fuero de C uen ca. Incluso algunos fueros leoneses de la actual E xtrem adura — Cáceres o U sagre— serán deudores de él. Pocos años después de la conquista de Cuenca, Alfonso V III funda en el extrem o occidental del reino castellano la ciudad de Plasencia que es erigida en su doble función de frontera frente a los alm ohades — la destruirán después de Alarcos— y frente a León. Será una de las prim eras ciudades en recibir el fuero de Cuenca. Pero al sur del T ajo los concejos de realengo tuvieron muy escaso desarrollo. Ni A larcón, ni A larcos, ni posteriorm ente la propia Villa R eal, fundada por A lfonso X , resisten la com para ción con los grandes concejos de realengo de la Extrem adura del D uero, del n orte del T ajo o con los que surgirán en Andalucía. E ste hecho m otiva tam bién la ausencia de sedes episcopales en territorio m anchego, lo que favorece la expansión de la sede a r zobispal de T oledo que prácticam ente va a anular la actividad en esta zona de otras sedes enclavadas al norte del T ajo, como Sigüenza o la propia Cuenca. La ausencia de grandes concejos al sur del T ajo posibilita tam bién la intensa actividad de las O rdenes M ilitares, particu larm ente las hispanas, de reciente creación. D ada la situación de perm anente conflictividad en el territorio, estas instituciones m uestran una m ayor adecuación a las condiciones específicas en que debe realizarse la repoblación de esta zona de la que que dan totalm ente m arginadas las órdenes m onásticas que tan in tensa actividad habían desplegado y siguen desplegando en la zona septentrional de la cuenca del D uero. Su actividad repobladora unida a la actividad m ilitar en la que descansa gran parte de la defensa del territorio y de la ex pansión conquistadora propician la form ación de extensos seño ríos. Es en esta región donde las O rdenes M ilitares hispanas van a establecer sus sedes principales: Uclés y C alatrava, sedes de las O rdenes de Santiago y C alatrava, respectivam ente, ya que la O rden de A lcántara perm anece más vinculada al reino de León. Son estos centros fortificados los núcleos en torno a los que se articula la acción repobladora de las O rdenes M ilitares y los cen
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tros de gestión de los enorm es señoríos a los que esta acción va a dar origen. Los fueros otorgados por las O rdenes, derivados en su m ayor p arte del fuero de Cuenca, aparte de regular cuida dosam ente las obligaciones m ilitares de los nuevos pobladores, preveían la concesión a cada uno de ellos de un solar en la villa y les garantizaban la propiedad sobre una determ inada extensión de tierra, con la única obligación de som eterse a la jurisdicción de la O rden. D e esta form a trataban los freires de las O rdenes M ilitares de atraer a nuevos pobladores que ayudasen en la de fensa del territorio y pusiesen en cultivo las nuevas tierras bajo su control. El resultado es la creación, ya sa por concesión real o por repoblaciones propias, de enorm es señoríos que van a ser una de las características de toda la región de Castilla la Nueva. Así, la O rden de Santiago, desde la plaza fuerte de Uclés que había recibido de Alfonso V III en 1174 y en la que asienta la sede del m aestrazgo, am plía sus posesiones hacia el sur de Toledo por M ora y por los campos de M ontiel. La O rden de C alatrava tiene su sede en C alatrava la V ieja, trasladada después a C alatrava la Nueva y desde allí controla un extenso señorío que tiene sus cen tros m ás im portantes en M alagón y M iguelturra, aparte de la en com ienda de Z orita de los Canes y A lm oguera que ha recibido en el alto Tajo. A pesar de la protección m ilitar que ofrecen los em plazam ien tos fortificados y a pesar de las libertades que reconocen los fueros, la población seguirá siendo escasa. Déficit crónico dem o gráfico, ingentes posibilidades ganaderas encerradas en los in m ensos pastizales de las llanuras recién ocupadas, son factores que condicionan una prioritaria dedicación ganadera de las O r denes M ilitares que con el tiem po se van a constituir como las m ayores propietarias de ganado de Castilla. El reino de León tiene un frente de avance sensiblem ente in ferior al de Castilla, tanto m ás cuanto que ésta penetra en form a de cuña hacia el oeste en los territorios correspondientes a Béj a r — que originariam ente perteneció al concejo de Avila— y Plasencia, repoblada p o r A lfonso V III. Pero las características de la expansión son sim ilares a las castellanas. Presencia regia más decidida al norte del T ajo, donde Alfonso IX reactiva la repo
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blación de C oria; aunque tam bién intervendrá directam ente en la repoblación de Cáceres — a la que otorga un fuero inspirado en el de Cuenca— y de B adajoz. Y una decidida actividad rep o bladora de las O rdenes M ilitares, sobre todo de A lcántara, só lidam ente asentada en la zona m ás oriental del reino, y S antia go, con fuerte im plantación en M ontánchez, A lange, U sagre e incluso en M érida cuyo señorío com parte con la sede de San tiago. Tam bién aquí, lo mismo que en La M ancha, se hacen sentir severam ente las dificultades para una repoblación intensiva. Las zonas más septentrionales carecían de potencial dem ográfico su ficiente como p ara colm atar las inm ensas regiones de las cuen cas del T ajo y del G uadiana. Ello condicionó la creación de pequeñas y m edianas concentraciones de habitat separadas por inmensos espacios baldíos donde la ganadería encontrará condi ciones óptim as de desarrollo. La im plantación de una estructura económica de base ganadera tratará de suplir las debilidades p ro ductivas inherentes a unas graves deficiencias dem ográficas que se van a agravar aún más con el tirón que representa la coloni zación de A ndalucía cuya conquista ya está presente en el hori zonte más inm ediato.
Capítulo 10 LA CULMINACION DE LA CONQUISTA
1.
Las debilidades internas de Castilla y Aragón
L a derrota m ilitar andalusí en Las Navas, aparte de las conse cuencias m ilitares, tuvo efectos decisivos en el orden político en cuanto que contribuyó decisivam ente a acelerar los procesos de fragm entación interna. Casi al mismo tiem po que la batalla de Las Navas se produce otro acontecim iento m ilitar. E n 1213 m uere Pedro II de A ragón en la batalla de M uret defendiendo a sus súbditos y a sus pose siones occitanas frente a los cruzados de Simón de M ontfort que actuaba bajo el dictado del papa Inocencio III y que intentaban erradicar a sangre y fuego la herejía albigense. Esta derrota está en el origen de un progresivo repliegue aragonés de sus posicio nes ultrapirenaicas. A hora pueden proyectarse con toda su ener gía en la expansión peninsular de acuerdo con los térm inos plan teados en los tratados de Tudillén y Cazóla. La ofensiva definitiva de Castilla sobre A ndalucía y de A ra gón sobre B aleares y Valencia no será inm ediata a la victoria de Las Navas. A ntes tendrán que resolverse graves problem as in ternos en cada uno de los reinos y se realizará una labor prep a ratoria de carácter político y militar. En am bos reinos la crisis está inm ediatam ente relacionada con la m inoría de edad de los reyes ya que el debilitam iento de la autoridad inherente a estas situaciones propicia m ovim ientos nobiliarios cuyo objetivo es el acceso a cotas cada vez más altas de poder político, económ ico y social. E n Castilla, Alfonso V III m uere en 1214. El m ayor de sus hi jos varones, E nrique I, era todavía un niño; con lo cual volvie
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ron a aflorar las tensiones que ya se habían m anifestado en otras m inoridades. Pero la m uerte prem atura de E nrique y la inteli gencia y decisión de la herm ana m ayor, B erenguela, paliaron la crisis. B erenguela renunció a sus derechos en beneficio de F er nando, el hijo habido del m atrim onio anulado con Alfonso IX de L eón. Con F ernando, hijo del rey leonés, en el trono caste llano, se daba un paso de gigante en el proceso de reunificación de Castilla y León. E n A ragón los com ponentes de la crisis eran más com plejos. D esde que Ram ón B erenguer IV accedió al poder en A ragón, m arcó a sus sucesores unas directrices políticas más acordes con los intereses catalanes que con los aragoneses. D esde 1149, fe cha de la ocupación de L érida, las conquistas peninsulares ha bían quedado prácticam ente paralizadas, lo que suponía un freno severo a las posibilidades de expansión de los señoríos no biliarios. A su vez, los reyes se habían m ostrado renuentes a con firm ar la hereditariedad de las tenencias y honores a las que as piraba la nobleza en el contexto de una progresiva afirmación del dom inio feudal. Y lo mismo ocurría con las rentas otorgadas en m om entos determ inados por la m onarquía a la nobleza a cam bio de servicios puntuales de carácter militar. La m inoridad de Jaim e I ofreció la ocasión propicia para h a cer efectivas las viejas reivindicaciones nobiliarias. Los intentos de Jaim e I p or recuperar los derechos de la C orona usurpados durante su m inoridad van a provocar un estado de franca rebel día que tendrá que solucionarse por la vía de la negociación. Pero en la tercera década del siglo XIII los problem as internos castellano-leoneses y catalano-aragoneses están ya solucionados o en vías de solución.
2.
Las fracturas de la sociedad andalusí
P or el contrario, la sociedad andalusí se hallaba de nuevo d e bilitada por profundas divisiones internas que revelan las graves carencias de la estructura sobre la que se sustentaba el im perio alm ohade: ante todo, la escasa integración de los distintos gru pos étnicos y tribales que habían penetrado sucesivam ente en la
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Península, lo que va a originar graves enfrentam ientos internos y un profundo debilitam iento frente al exterior. La situación era tanto más grave cuanto que al otro lado de la frontera se hallaba expectante la poderosa m áquina agresiva de una sociedad que, como la feudal, estaba organizada en y para la guerra. En 1224 se producen las prim eras intervenciones siguiendo la táctica em pleada ya en períodos anteriores por los reyes cristia nos: aprovechar los enfrentam ientos internos para ofrecer ayuda m ilitar a alguna de las facciones a cam bio de tributos y de plazas fuertes que perm iten ir tom ando posiciones clave en orden a la conquista del territorio. La cadena de rebeliones que se van a producir en A l-A ndalus a partir de 1224 revela la existencia de tres líneas de fractura política en el m undo islámico occidental. U na, entre alm ohades africanos y peninsulares. E sta fractura está representada por las rebeliones de los gobernadores peninsulares contra los califas re conocidos en M arrakech. La más im portante será la del gober nador de M urcia, A l-A dil, que en 1224 se proclam ó califa. O tra línea de fractura se produce en el seno de los propios alm ohades peninsulares. M uham ad al Zafir, gobernador de C órdoba y G ra nada, se niega a reconocer a A l-A dil y se enfrenta m ilitarm ente a él. La tercera línea de fractura se produce entre alm ohades e hispano-m usulm anes. Es la existencia de esta línea de fractura la que explica el éxito alcanzado por Ibn H ud que se rebela con tra A bul-U la, recién proclam ado califa en A l-A ndalus, alzando la bandera negra de los abbasíes de Bagdad. La sim ultaneidad de todos ellos y su convergencia en el es pacio andalusí profundizan aún más las graves fisuras internas de la sociedad islámica y crean el contexto político y social m ás p ro picio para una agresión diplom ática y m ilitar por parte de la so ciedad feudal que se halla en pleno proceso de expansión.
3.
La conquista de Andalucía y Murcia
La autoproclam ación del gobernador de M urcia, A l-A dil, com o califa frente al califa de M arrakech será reconocida por la m ayoría de los gobernadores andalusíes. C on dos excepciones:
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la de A bu Zayd de V alencia y la de A bdala ben M uham ad al Z a fir, antiguo gobernador de Sevilla y que había sido enviado a C órdoba y G ranada por A l-A dil. M ientras que A bu Z ayd se m antiene prácticam ente independiente en Valencia y Levante, al-Zafir espera a que al-Adil se traslada a M arrakech y desde la plaza fuerte de B aeza se proclam a, a su vez, califa, siendo reco nocido por todo A l-A ndalus central, desde C órdoba a Jaén. La contraofensiva parte del gobernador de Sevilla, A bul-U la, h er m ano del califa A l-A dil, que hace retroceder a A l-Zafir hasta sus posiciones de Baeza. E n esta situación el rebelde no tiene otro rem edio que pedir ayuda a Castilla y llegar a un acuerdo con Fernando III en 1225. Por el Pacto de Las Navas de Tolosa, Al-Zafir se declara vasallo de F ernando III, se com prom ete a e n tregarle las plazas fuertes de M artos, ya en poder de A l-Zafir, y las de A n d ú jar y Jaén cuando fuesen conquistadas, así como las fortalezas que en adelante el rey de Castilla considerase de interés. Fruto de esta colaboración es la ocupación sucesivamen te de las plazas fuertes de Priego, L oja, C apilla, A ndújar, Sal vatierra y Baños. E n 1226 A l-Zafir es asesinado por algunos de sus propios partidarios hostiles a la política de am istad con Cas tilla. Tras la m uerte de A l-Zafir, se conquista Capilla y Baeza, cuyo alcázar había sido entregado por A l-Zafir a los castellanos como garantía del cum plim iento de los pactos acordados. E stas bases eran clave desde el punto de vista estratégico. En prim er lugar se tom aban posiciones en torno a Jaén, pieza fun dam ental para el dom inio sobre los pasos de Sierra M orena y para el control sobre toda la A ndalucía oriental y sobre la vía del Guadalquivir. Sin em bargo, la m uerte de A l-Zafir suprim ía el principal obstáculo para la unificación del im perio alm ohade y podía generar indirectam ente nuevas dificultades para la ex pansión castellana. Pero inm ediatam ente se producen en A l-A ndalus nuevos acontecim ientos propicios p ara la intervención de Castilla. El año 1227 el gobernador de Sevilla, A bu-U la, se proclam a califa frente a su herm ano A l-A dil. El nuevo califa es reconocido in m ediatam ente en A l-A ndalus. Pero la necesidad de im plantar su dominio en el M agreb le obliga a firm ar una tregua con Castilla a cambio de la entrega de 300.000 m aravedís de plata. Libre de
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m om ento de la am enaza castellana el nuevo califa tiene que en frentarse a una nueva rebelión potencialm ente más peligrosa que la del M agreb: la que dirige desde M urcia Ibn H ud y que aglu tina un m ovim iento de hostilidad generalizada por parte de la p o blación hispano-m usulm ana contra el dom inio alm ohade. La aceptación generalizada de Ibn H ud en la sociedad andalusí ex plica la escasa repercusión que tuvo la derrota del rebelde ante Abu-U la en una prim era confrontación. D errotado Ibn H ud, la m áxim a preocupación del califa es la rebeldía del M agreb. A bu-U la reanuda la tregua con F ernan do III al que solicita ayuda m ilitar para luchar contra el M agreb. El rey castellano le concede la ayuda pedida a cambio de la en trega de diez fortalezas fronterizas. C on esta ayuda el califa, que sin duda ninguna ha subestim ado la im portancia de la rebelión interior, se traslada a Africa. Es el m om ento propicio p ara Ibn Hud que extiende su influencia prácticam ente a todo el territo rio andalusí. La reunificación de A l-A ndalus bajo el gobierno de Ibn H ud aparece com o un peligro potencial para los reinos cris tianos. D e ahí que se produzca una inm ediata reacción. A lfon so IX de L eón, que m antenía una perm anente presión sobre el flanco occidental y que había conquistado Cáceres en 1229, ata ca la ciudad de M érida destrozando al ejército de Ibn H ud que había acudido en su ayuda. Por su parte, Fernando III, que p re tende velar por los intereses de su aliado A bu-U la y que ve en peligro la concesión de las plazas prom etidas y aún no ocupa das, inicia la lucha contra Ibn H ud poniendo sitio a Jaén. Pero la im posibilidad de conquistarla m ilitarm ente y la falta de p re paración para un largo asedio le aconsejan levantar el sitio. Jus to en ese m om ento recibe la noticia de la m uerte de su padre, Alfonso IX , noticia que le obliga a dirigirse inm ediatam ente a León. Las disposiciones sucesorias de A lfonso IX dificultaban los proyectos de reunificación castellano-leonesa de Fernando III y de su m adre, B erenguela, por cuanto aquél disponía la sucesión en favor de sus hijas Sancha y D ulce, hijas de un m atrim onio an terior al de B erenguela y tam bién anulado. Ello obligaba al rey de Castilla y a B erenguela a entablar negociaciones directas con las infantas que, a cam bio de fuertes com pensaciones económ i
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cas, renunciaron a sus derechos. Con este acuerdo se producía en 1230 la reunificación, ahora definitiva, de Castilla y León y se elim inaba un germ en de debilidad perm anente. T ras el paréntesis de la sucesión y con las fuerzas de Castilla y León unidas bajo un mismo m ando, la lucha se reanuda. La inicia el arzobispo de T oledo, R odrigo Jim énez de R ada, a quien Fernando III había concedido la plaza de Q uesada que el arzo bispo ocupó inm ediatam ente y fortificó junto con otros castillos de la región oriental de Jaén , como Toya y Cazorla. E n estos m om entos, el dirigente de la rebelión antialm ohade llegaba al cénit de su poder. Con la conquista de Algeciras, Gibraltar y C euta extendía su dom inio a la totalidad de A l-A ndalus — excepto el reino de Valencia y las fortalezas en posesión de los cristianos— y accedía al pleno control sobre el estrecho. Pero justam ente entonces las rebeliones interiores com ienzan a m inar el im perio hudí. Particular gravedad revistió la de M uhammad ben Yusuf ben N asr, que extendió su m ovim iento rápida m ente desde A rjona a Jaén, C órdoba, G uadix, Baza y M álaga, quedando Ibn H ud reducido a un pequeño espacio entre A lm e ría y Alcira. El agravam iento de las tensiones internas en A l-Andalus fue rápidam ente aprovechado por los castellano-leoneses que plan tean el ataque en dos frentes. A finales de 1232 cae la plaza fuer te de Trujillo que los m usulm anes seguían teniendo como encla ve avanzado en E xtrem adura. Y en enero de 1233 Fernando III pune sitio a U beda, una ciudad clave para la consolidación de las posiciones conquistadas en el territorio jienense — Q uesada, Toya, Cazorla— , para el dom inio de la propia ciudad de Jaén y para la conquista de la A ndalucía oriental. La ciudad capituló en julio del mismo año. Ibn H ud se vio entonces atrapado entre la ofensiva caste llana y la rebelión de Ben N asr a quien se unió el gobernador de Sevilla Al-Bagi. Lo com prom etido de la situación le acon sejó llegar a un com prom iso con el rey castellano: F ernan do III se abstendría de atacar — posiblem ente durante un año— a cambio de mil dinares diarios, cantidad exorbitante para los recursos del rebelde. No pudo, sin em bargo, Ibn H ud im po nerse a Ben N asr, con quien tuvo que llegar a un acuerdo
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en 1234 por el que el reconocía com o rey de Jaén y A rjona. Ese mismo año las O rdenes M ilitares habían em prendido una cam paña en E xtrem adura que les llevó a ocupar las ciudades de M edellín, A lange, Santa Cruz y, al año siguiente, M agacela. E ra el preludio de una ofensiva a m ayor escala dirigida ese mismo año por el propio m onarca contra A ndalucía. Ibn H ud no tuvo más rem edio que negociar la paz a cam bio de grandes concesio nes: el com prom iso de entregar al rey castellano una cantidad enorm e de m oneda — algunas fuentes hablan de 430.000 m ara vedís en un año— y de perm anecer inactivo ante el ataque del castellano a una serie de fortalezas de Sierra M orena en territo rio de Ben Nasr. C onsecuencia de este acuerdo fue el ataque in m ediato y la conquista por parte de los castellano-leoneses de Iznatoraf, Santisteban y C hiclana, con lo que se iba cerrando el cer co en torno a la propia ciudad de Jaén. Pero si en los planes de F ernando III figuraba Jaén com o el prim er objetivo estratégico, los profundos descontentos internos de la sociedad cordobesa van a posibilitar la ocupación de la an tigua capital del califato antes de lo previsto. No parece ajena a este descontento la terrible presión fiscal a la que Ibn H ud tenía que som eter a la población para hacer frente a los com prom isos contraídos con F ernando III. Lo cierto es que, según nos narra la Crónica del obispo Jim énez de R ada, un reducido grupo de caballeros de los que vigilaban la frontera de A ndújar, con la connivencia de algunos habitantes de C órdoba ofendidos con los dirigentes de la ciudad, ocuparon de noche el arrabal de la A jarquia. E nterado de los sucesos, F ernando III se pone en camino y concentra en torno a C órdoba un num eroso ejército constitui do por las huestes nobiliarias y por las milicias de los concejos castellanos y leoneses. El asesdio m ilitar se com pletó con un ase dio diplomático: F ernando III llegó a un acuerdo con B en Nasr que im pedía a Ibn H ud socorrer a los cordobeses. D espués de cinco meses de asedio, C órdoba capitulaba ante F ernando III, quien exigía la entrega de la ciudad intacta y vacía; su población podría llevarse consigo los bienes m uebles. Por otra parte, se es tablecía una tregua con Ibn H ud de seis años durante los cuales éste tendría que pagar al rey castellano 52.000 m aravedís anua les en plazos cuatrim estrales.
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Los fracasos de Ibn H ud iban debilitando su posición. La ocu pación de C órdoba por los cristianos fue seguida de la pérdida de G ranada que al año siguiente rechazó a Ibn H ud y se entregó a Ben Nasr. El año 1238 Ibn H ud caía asesinado. En realidad el fracaso de Ibn H ud era el fracaso de la sociedad andalusí en la últim a oportunidad que se le brindaba de alcanzar una integra ción que superase las viejas rivalidades étnicas y tribales. Inte gración cada vez más difícil a m edida que el intervencionism o de la sociedad feudal castellano-leonesa se iba haciendo más asfixiante. Tras la m uerte de Ibn H ud, A l-A ndalus pierde por com pleto el horizonte político. U nas ciudades, com o A lm ería y M álaga, se entregan a Ben N asr; otras, como Sevilla, retornan a la obe diencia alm ohade; algunas, com o M urcia, se entregan al califa tu necino recientem ente independizado de los alm ohades. En esta situación de anarquía, F ernando III continúa intensificando la presión sobre A l-A ndalus negociando una serie de pactos no ya con los altos dirigentes de la sociedad andalusí, sino con los nú cleos de población y con tos alcaides de los castillos disem inados por la cam piña; Ecija, A lm odóvar, Lucena, E stepa y cantidad de núcleos m enores se com prom eten al pago de tributos y acep tan guarniciones cristianas a cambio de la posesión pacífica de sus tierras y de la práctica de sus sistemas tradicionales de culti vo. Pactos que rem iten muy posiblem ente a la existencia de una estructura política m ucho m ás descentralizada de lo que la his toriografía tradicional ha venido presentando y que queda refle jada en algunos textos. E sta estructura política se basaría en co m unidades campesinas organizadas en distritos castrales que m antendrían una rudim entaria articulación, em inentem ente fis cal, con un poder superior representado por el alcaide del castillo. E sta débil estructura política explica la atom ización de AlA ndalus y la posibilidad de acuerdos parciales de ciudades, co m arcas o reinos con el rey castellano. A la integración de las ciu dades y poblados de la cam piña sucede en 1241 la del reino de M urcia. Los notables de esta ciudad que se había som etido al ca lifa tunecino tem ían un ataque de Ben N asr, ahora bajo obe diencia alm ohade, y desconfiaban de la ayuda de Túnez. E n es
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tas circunstancias la única salida viable era som eterse a Castilla. Esta decisión se form alizó en un acuerdo suscrito en A lcaraz el año 1241 por representantes de la ciudad y por el infante A lfon so. Por este tratado, la ciudad y el reino de M urcia aceptaban no sólo la presencia de guarniciones m ilitares castellanas, sino in cluso la soberanía de Castilla, com prom etiéndose al pago de cier tas rentas. M ientras tan to , B en N asr desde G ranada hostigaba constan tem ente las posiciones cristianas de la A ndalucía oriental, sobre todo A ndújar y M artos. E sta actitud decidió a Fernando III a em prender acciones decisivas contra A rjona y contra Jaén que constituían dos de las bases más im portantes de Ben Nasr. U na vez ocupada A rjo n a se em prende la conquista de Jaén que, d e bido a su em plazam iento y a sus defensas, presentaba enorm es dificultades para conquistarla al asalto y hacía aconsejable inten tar la rendición por ham bre. El cerco se inició a principios de agosto de 1245. Incapaz desde su sede de G ranada de ayudar a los sitiados, B en N asr decidió iniciar negociaciones con F ernan do III. R esultado de ellas fueron las capitulaciones por las cua les la ciudad se evacuaría y se entregaría inm ediatam ente; Ben N asr se com prom etía al pago de 150.000 m aravedís durante vein te años y se declaraba vasallo del rey castellano com prom etién dose a servirle y a acudir a C ortes de Castilla. Conquistadas C órdoba y Jaén, Sevilla se convirtió en el ob jetivo inm ediato. Com o casi siem pre, el pretexto para la inter vención castellana vino dado por la situación interior. La fideli dad sevillana oscilaba entre el califa alm ohade y el tunecino que con anterioridad había conquistado la obediencia — efím era, tam bién es cierto— del reino de M urcia tras la m uerte de Ibn H ud. Pero el asesinato del gobernador sevillano, que había m an tenido la paz con Castilla de la que era protegido, motivó un cam bio brusco en las relaciones con aquélla. Fernando III preparó cuidadosam ente la ofensiva, ya que la ciudad m antenía intacto su potencial m ilitar; esta circunstancia, unida al control que m an tenía sobre el río G uadalquivir y sobre el vecino A ljarafe de don de podía abastecerse perm anentem ente, desaconsejaba un inten to inm ediato de rendirla por ham bre. A ulcs era preciso contro lar m ilitarm ente el río y el territorio ciivum lanlc. I’ara ello o r
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denó al burgalés R am ón Bonifaz equipase en los puertos del C antábrico una flota capaz de operar en las aguas del G uadal quivir. P or tierra, se ocupan las plazas que perm itan el control de las vías principales de acceso a Sevilla. Las prim eras en caer fueron, al norte, C onstantina y R eina, que fueron concedidas p o r el rey al concejo de C órdoba y a la O rden de Santiago, respectivam ente; y en las vías de com unica ción con C órdoba, C arm ona y Lora, que se entregaron m edian te capitulación. La ocupación de estas plazas y la de Alcalá de G uadaira, que se había producido con anterioridad, perm iten un control pleno sobre la m argen izquierda del G uadalquivir. El control sobre la m argen derecha se consigue con la rendición de C antillana y la capitulación de G uillena y G erena. Sólo faltaba rom per el puente de barcas que com unicaba a la ciudad con Triana y el A ljarafe. La intervención decisiva de la flota dejó com pletam ente aislada a la ciudad. Sevilla tuvo que rendirse al rey castellano en las condiciones im puestas p o r él: entrega del alcázar; evacuación en un plazo no inferior a un mes de toda la población m usulm ana que podría lle var consigo todos sus bienes m uebles; entrega de la ciudad y de su territorio. E l día 23 de noviem bre de 1248 la enseña del rey castellano com enzó a ondear en la torre del alcázar. P or la misma época, Portugal llegaba al A lgarbe y al bajo G uadiana, con lo que el reino de Jerez quedaba aislado e inde fenso. D e hecho, la ocupación de estos territorios —Jerez, A r cos, M edina Sidonia, V ejer, Santa M aría del P uerto, R oía, et cétera— se produjo inm ediatam ente; en la m ayoría de los casos, m ediante negociaciones que im plicaban el com prom iso por p ar te de la población m usulm ana del pago de rentas y el reconoci m iento de dom inio p o r parte del rey castellano a cambio de la perm anencia en sus casas y heredades. A la m uerte de F ernando III en 1254 los más im portantes rei nos m usulm anes —Jaén , C órdoba y Sevilla— estaban definitiva m ente ocupados por Castilla. G ranada se había librado de la con quista m ilitar debido a la relación de vasallaje que su rey, Ben N asr, seguía m anteniendo con el rey castellano desde las capitu laciones de Jaén. Algo sim ilar ocurría con M urcia que por el tra tado de A lcaraz había aceptado la soberanía castellana. O tros
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reinos de m enor im portancia, com o Cádiz y N iebla, m antuvie ron una independencia tolerada por Castilla hasta que el sucesor de Fernando III, su hijo Alfonso X, se decidió a suprim irla en 1262. No fue ésta la única intervención m ilitar del nuevo rey. M u cho más peligrosa que la independencia de estos pequeños rei nos fue la sublevación generalizada de la población m udé jar que estalló en 1264 y que tuvo sus focos principales en los territorios de Jerez y M urcia. Las causas de esta rebelión no son bien co nocidas; posiblem ente un m ovim iento tan generalizado tiene algo que ver con el incum plim iento por parte de los repoblado res cristianos si no de la letra, al m enos del espíritu que había anim ado las capitulaciones. Lo cierto es que Alfonso X tendrá que em plearse a fondo reprim iendo el levantam iento con toda dureza y expulsando después a gran p arte de la población m u sulm ana que había perm anecido en el territorio tras la conquista en virtud de los acuerdos de capitulación. La decisión de Alfonso X, justificada por la violencia de la sublevación que ponía en peligro el éxito de las conquistas, p ro dujo una fuerte caída de la población andaluza e introdujo un nuevo factor que m odificaría profundam ente los planteam ientos repobladores y que, de alguna m anera, incidiría en el éxito a lar go plazo de la repoblación. En el horizonte de las potenciales conquistas aún quedaba el reino de G ranada. Pero éste m antenía, form alm ente al m enos, una relación de vasallaje con los reyes castellanos. Por otra p ar te, el esfuerzo conquistador de Castilla y el agotam iento de las reservas dem ográficas consiguiente a la repoblación de territo rios tan extensos aconsejaban posponer una acción que no p are cía reportar beneficios inm ediatos.
4.
Baleares: un objetivo eminentemente catalán
Por los mismos años en que F ernando III de Castilla iniciaba la ofensiva contra A ndalucía, Jaim e I accedía a la m ayoría de edad en A ragón e intentaba dar solución a los graves conflictos y tensiones que habían agitado el reino durante su m inoridad.
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U na de las soluciones fue reanudar la ofensiva contra el Islam, lo que, aparte de desviar la agresividad nobiliaria hacia em pre sas m ilitares exteriores, perm itía una expansión territorial que beneficiaría tanto a la nobleza aragonesa com o a la catalana. Inicialm ente, fueron los intereses de ésta y de la burguesía u r bana catalana, particularm ente de la barcelonesa, los que condi cionaron la expedición contra M allorca. O , m ejor dicho, fue la confluencia de intereses y de dinero. Los corsarios m allorquines estaban perjudicando gravem ente el com ercio en el M editerrá neo occidental y, por tan to , los intereses de la burguesía catala na. Es lógico, por tan to , que esta burguesía estuviese dispuesta a financiar una em presa destinada a erradicar el más im portante foco de piratería y a dom inar un territorio que podía constituir una base excelente en la ruta que unía C ataluña y el norte de Africa donde los intereses catalanes se iban afirm ando progresi vam ente. E n cuanto a la nobleza, la expedición m allorquína le perm itía am pliar sus señoríos con el consiguiente fortalecim ien to de su poder económ ico y social. La nobleza y las ciudades ara gonesas, por el contrario, negaron su colaboración económ ica y m ilitar para una em presa que suponía posponer lo que ellas con sideraban como su propia em presa: la conquista de Valencia. La expedición salió de los puertos de Salou, Cam brils y T arra gona el 5 de septiem bre de 1229. Prácticam ente, el único foco de oposición fue la propia ciudad de M allorca que resistió el ase dio hasta el 31 de diciem bre, fecha en que las tropas feudales ca talanas consum aron una de las m ás atroces conquistas. O cupada la capital, el resto de la isla, form ado por com unidades cam pe sinas indefensas, fue literalm ente aplastado por la m áquina de guerra feudal que sólo encontró una pequeña resistencia en zo nas m ontañosas de la Sierra de T ram untana. La conquista del resto de las islas tuvo que posponerse ante la urgencia de la em presa valenciana. D e todas form as, Jaim e I obtuvo en el tratado de C apdepera de 1231 el som etim iento de las com unidades menorquinas en concepto de tributarias. Eso no les libró de una con quista brutal realizada m edio siglo después por Alfonso III el Franco. E n cuanto a Ibiza, fue conquistada en 1235 por algunos miembros de la nobleza catalana a quienes Jaim e I concedió en concepto de feudo las tierras que conquistasen.
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5.
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Valencia: la confluencia de intereses catalanes y aragoneses
M ientras tan to, el reino de V alencia seguía constituyendo la zona natural de expansión de la C orona de A ragón. Con el con trol de las vías naturales del Jalón y del Jiloca y la incorporación de los territorios de la E xtrem adura aragonesa, quedaba perfec tam ente delineada la expansión aragonesa hacia el sur. P ero la conquista de C uenca por Alfonso V III de Castilla y los tratados de Tudillén y Cazóla restringían las posibilidades de esta expan sión y la reconducían de una m anera clara hacia el reino de V a lencia. Sobre él y, más concretam ente, sobre la ciudad de V a lencia y la franja costera confluían tam bién los intereses de la burguesía catalana. E sto explica que, a diferencia de lo que ocurre con la conquista de M allorca, lá conquista de Valencia se presenta como una em presa en la que están involucrados los gru pos sociales dom inantes de A ragón y de C ataluña. La Valencia islámica se había m antenido bajo el gobierno de A bu Zeyd un tanto al m argen de los graves acontecim ientos que estaban produciéndose en el resto de A l-A ndalus. U na subleva ción interna liderada en 1229 por el jefe de la caballería no al teró la situación de independencia de Valencia. Pero esta independencia era tam bién debilidad. D e hecho, el mismo año de 1229, m ientras Jaim e I se hallaba ocupado en la conquista de M allorca, algunas tropas de la nobleza aragonesa reforzadas p o r las milicias de las ciudades de la E xtrem adura ara gonesa, particularm ente de T eruel, iniciaron las hostilidades en la zona fronteriza del alto Palancia. R esultado de estas acciones es la tom a de Begis y M onleón el mismo año 1229 y, tres años después, la conquista de A res y M orella. M uchos de los inte grantes de estas expediciones eran los mismos que se habían n e gado a tom ar p arte en la cam paña de M allorca, con lo que se ponía de m anifiesto ostensiblem ente cuáles eran los verdaderos intereses de la nobleza aragonesa y de los sectores dirigentes de las ciudades fronterizas; intereses evidentem ente contrapuestos a los de la nobleza y, sobre todo, a los de la burguesía catalana. No se le escapaba a Jaim e I el peligro potencial que encerra ban estos éxitos de una nobleza actuando al m argen de la m o narquía. Por ello se apresuró a tom ar la dirección de una em
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presa que podía aglutinar los intereses de aragoneses y catala nes, de la nobleza y de la burguesía, al tratarse de la conquista de un reino a la vez m arítim o y continental. Su intervención di recta se inicia en las C ortes de M onzón reunidas en 1232, donde el rey obtiene fondos para la financiación de la em presa. Al año siguiente se inician las operaciones. El prim er objetivo es B urriana, en la Plana B aja, plaza estratégica fundam ental en la estruc tura de com unicaciones entre la capital y la zona septentrional del reino. La caída de B urriana en 1233 anula toda posibilidad de ayuda m ilitar desde la capital y posibilita la ocupación inm e diata de una serie de núcleos de la Plana A lta: Peñíscola, Cas tellón, B orriol, A lcalatén, Villafamés en el mismo año; y al año siguiente, A lm azora. El año 1235 una expedición a la H uerta de Valencia dirigida por el propio Jaim e I consigue tom ar la torre de M onteada, a escasos kilóm etros de Valencia. Es el anuncio de una ofensiva directa contra la propia capital. La ofensiva se prepara cuidadosam ente. A nte todo se plan tea com o una em presa conjunta de aragoneses y catalanes, lo que supone tam bién m ayores disponibilidades financieras. Este aspecto de la financiación se cuida con esm ero. Para ello el m o narca convoca C ortes generales para A ragón y C ataluña en M on zón, donde se votan las ayudas solicitadas para la cam paña. T am bién la iglesia contribuye m ediante la concesión por parte del papa G regorio IX de la bula de Cruzada. El dispositivo de la ocupación de V alencia se m onta sobre una amplia operación de cerco a la capital m ediante la ocupa ción de los núcleos más im portantes del entorno. La ofensiva se inicia con la ocupación de El Puig, al norte de Valencia, por la vanguardia del ejército integrada por las huestes de algunos no bles aragoneses y por las milicias concejiles de D aroca y Teruel. El em ir valenciano al frente de sus tropas trata de detener la ofensiva; pero no puede im pedir la llegada del grueso del ejé r cito feudal en el que figuraban catalanes, aragoneses y algunos cruzados venidos del norte de los Pirineos. La d errota de las tro pas m usulm anas fue total y sus resultados decisivos, por cuanto inm ediatam ente se produjo la capitulación de num erosas com u nidades campesinas que apenas disponían de efectivos m ilitares, así com o de posiciones clave que perm itieron cerrar el cerco so
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bre Valencia. E fectivam ente, tras la batalla fueron capitulando A lm enara, Uxó, Nules, M oncosa, Fondeguilla y los castillos de Paterna, B itera y Silla. Firm em ente asentado sobre estas posiciones, en abril de 1238 el ejército catalano-aragonés, reforzado por los contingentes de cruzados que continuaban llegando, inicia el asedio de la capi tal. Seis meses después Valencia capitulaba y se entregaba a Jai me I después de ser evacuada por sus habitantes. Para com pletar la conquista quedaba la parte sur del reino de Valencia, es decir, el territorio com prendido entre el Júcar y la línea B iar-C astalla-Jijona-B usot. E n realidad, el dispositivo m ilitar valenciano había quedado desarticulado. En adelante el ejército feudal lo único que va a encontrar son com unidades cam pesinas que capitularán sin resistencia. A ctitud que no siem pre apartará de ellas los efectos de la violencia feudal. Así, entre 1239 y 1245 se va com pletando el som etim iento de toda la zona m eridional del antiguo reino de Valencia. E n 1242 cae Alcira y en 1244 D enia y Játiva. E sta últim a no sin problem as ya que el infante Alfonso de Castilla, que por encargo de su padre estaba som etiendo el reino de M urcia, había ocupado algunas plazas fronterizas que p or el tratado de Cazóla correspondían a A ra gón y m antenía negociaciones con los m usulm anes de Játiva. Tras algunas tensiones entre las tropas castellanas y aragonesas se llegó al acuerdo de A lm izra en el que se confirm aban y p re cisaban los térm inos del de Cazóla. D ebido a este acuerdo A ra gón pudo ocupar Játiva y en 1245 la plaza de Biar. Con la ocupación de estas plazas A ragón daba por finaliza das sus conquistas peninsulares. Com o resultado de las conquis tas del últim o período la nobleza había am pliado enorm em ente los horizontes para la expansión de sus señoríos y la burguesía catalana había creado sólidas plataform as para la intensificación de sus actividades com erciales en el norte de Africa y en el M e diterráneo occidental.
Capítulo 11 REPOBLACION Y FEUDALIZACION DE LEVANTE Y ANDALUCIA
1.
Repoblación y feudalización de la sociedad islámica levantina
L a repoblación de las zonas conquistadas en el siglo XIII es h e redera de las experiencias repobladoras de períodos anteriores. En el caso castellano, de la experiencia del reino de Toledo. En el caso catalano-aragonés, de toda la actividad repobladora del valle del E bro. En am bos casos la repoblación se realizaba so bre una realidad de base: la existencia de im portantes contingen tes de población en las zonas conquistadas. La agresividad feu dal que em pujaba a la aniquilación de estas poblaciones se veía frenada sobre todo por las necesidades de m antener productivas las enorm es extensiones territoriales recientem ente incorpo radas. El problem a de fondo que subyace a cualquier planteam ien to referido a la repoblación efectuada tras la conquista cristiana es el de la existencia o no existencia de un feudalism o islámico. E ste problem a ya fue planteado por R eyna Pastor p ara la re p o blación del reino de Toledo. Pero la repoblación del siglo X III lo hace más acuciante por cuanto ésta puede suponer la liquidación de la estructura específica de la sociedad islámica peninsular. Evidentem ente, en caso de aceptar la existencia de un feudalis m o islámico, carece de todo sentido el plantearse el problem a de una rem odelación de las estructuras sociales y económicas preexistentes. R em odelación o, m ejor dicho, reestructuración que sí habría tenido que producirse si la feudalización consiguien te a la conquista se hubiese tenido que realizar sobre una base
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social radicalm ente distinta de la que los conquistadores im portaban. F rente a las tesis tradicionales que, a veces muy m atizadam ente, es cierto, defendían la existencia de un feudalism o islá mico, actualm ente no se pueden ignorar los planteam ientos de autores como Pedro C halm eta, M iquel B arceló o Pierre Guichard, los m ejores conocedores del Islam peninsular, que niegan de plano la feudalización de la sociedad islámica. Estos autores no se han dejado seducir por la aparente sem ejanza de algunas instituciones y han planteado el problem a desde las diferencias radicales entre las estructuras económ ica, social y política de las sociedades respectivas. C oncretam ente, ha sido la sociedad de A l-A ndalus oriental la que se ha beneficiado de investigaciones m ás consistentes que han abordado el problem a de la sociedad andalusí, afinando el análisis de la onom ástica, la toponim ia, la arqueología; el resul tado es un estudio m etodológicam ente renovador de los libros de R epartim iento de la zona levantina, particularm ente de Va lencia y M allorca. La repoblación valenciana está supeditada a una serie de con dicionam ientos que van a introducir sensibles diferencias respec to de las formas que adopta la repoblación andaluza. Por una parte, el com prom iso contraído por Jaim e I en las C ortes de M onzón de 1236 de rep artir la tierra conquistada entre los no bles y caballeros que le acom pañasen en la conquista. Por otra, la perm anencia masiva de población m usulm ana en la mayoría de los territorios conquistados —parece que sólo se produce eva cuación en las zonas más septentrionales, sobre todo en la re gión m ontañosa del M aestrazgo— . U n tercer condicionante, y no el de m enor im portancia, provenía de la propia estructura se ñorial que se había desarrollado en el reino de A ragón, sobre todo a partir de la conquista del reino de Zaragoza por A lfon so I el B atallador y de su política de concesiones — bien en con cepto de propiedad, bien com o tenencias u honores— a la no bleza que le había ayudado en la conquista. Lógicam ente, las ciudades — capital y núcleos fortificados más im portantes del reino— eran los centros preferentes de re sidencia de la nobleza y de los sectores m ás encum brados eco
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nóm ica y socialm ente de la población m usulm ana y los puntos neurálgicos de la defensa del territorio. D e ahí el doble interés estratégico-m ilitar y político de la m onarquía por m antener un control absoluto sobre ellos. C ontrol im prescindible para im po ner el dom inio m ilitar sobre el conjunto de los territorios con quistados; pero tam bién para asentar con firm eza la posición de la propia m onarquía frente a la nobleza. E ste interés tan to de la m onarquía com o de gran parte de los repobladores p o r asentarse en ellos provocaron un repliegue ge neralizado de la población urbana m usulm ana. Los sectores más destacados o ptaron por la em igración; el resto se retiró en su to talidad a los arrabales dejando vacío el núcleo de las ciudades. E ste hecho propicia la práctica del sistem a de repartimiento, es decir, el reparto entre la población cristiana de casas y de he redades abandonadas por sus antiguos propietarios musulmanes. Para ello se crean com isiones de repartidores que son los encar gados de realizar las tareas prácticas del reparto. Sobre los datos aportados por esta com isión es el propio m onarca el que otorga los lotes m ediante concesiones individuales. Estos lotes suelen estar constituidos p or casa, huerto, viña y una pequeña exten sión de tierra — unas tres jovadas que vienen a equivaler a nue ve hectáreas— que a veces se entrega en concepto de propiedad, pero más frecuentem ente como concesión enfitéutica, es decir, a perpetuidad, con la obligación del pago de un censo fijo anual. Las únicas condiciones que se im ponen para beneficiarse de es tos repartos son la residencia en el lugar y la prohibición de por vida o durante un tiem po determ inado de enajenarlas sin auto rización regia. E n el ám bito rural, por el contrario, la población m usulm a na, aglutinada en com unidades cam pesinas sin capacidad m ilitar para la defensa, se entregó pacíficam ente a los conquistadores. Es aquí, en los espacios rurales, donde se va a hacer efectivo el com prom iso de la m onarquía de distribuir la tierra entre los con quistadores, particularm ente entre la nobleza que va a recibir im portantes señoríos. Y es aquí donde más problem ático se p re senta el proceso de feudalización, precisam ente porque aquí, al perm anecer la población m usulm ana prácticam ente en su totalidad, la im plantación del feudalism o conlleva un vuelco to
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tal de la organización existente con anterioridad a la conquista. T odo parece indicar que la sociedad andalusí, particularm en te la sociedad rural de A l-A ndalus oriental — Sharq al-Andalus— , se organizaba siguiendo un esquem a tribal constituido so bre todo por una red de com unidades o asentam ientos denom i nados por la docum entación alquerías — qarya— que en sus lí neas generales corresponden a una aldea o a un grupo de aldeas; en definitiva, a com unidades de cam pesinos libres e independien tes, con fuertes solidaridades internas que han posibilitado en muchos casos la construcción, el m antenim iento y la explotación colectiva de com plejos sistem as de aprovecham iento hidráulico, en particular sistemas de regadío. La secular asociación que se observa desde el Próxim o O riente hasta el A tlas entre hidraulism o y sistemas sociales de carácter tribal, el hecho de que la m a yoría de estos asentam ientos lleven nom bres gentilicios — banu, seguido de un onom ástico o nom bre personal— y de que m u chos de estos nom bres correspondan a nom bres de tribus árabes o bereberes ha hecho pensar razonablem ente en el carácter ciá nico y tribal de estos asentam ientos que se identificarían con gru pos de parentesco extenso establem ente asentados en el territo rio, com o se deduce de la transform ación del gentilicio en to p ó nimo. Junto a las alquerías, ocupando una superficie global m u cho m enor que aquéllas, aparecen algunos rahales — rahl— que posiblem ente deben identificarse com o una m ediana o gran ex plotación y que en m uchos casos aparece cercada. Estos asentam ientos constituidos por alquerías y rahales se organizan en distritos en torno a un castillo instalado en una posición elevada que en m uchos casos es residencia de un fun cionario del gobierno central — el alcaide— ; con frecuencia es tam bién sede de un habitat de altura cercado de tapial y yuxta puesto al castillo; y, siem pre, lugar de refugio para las com uni dades del distrito. La presencia del castillo y del alcaide en m edio de esta so ciedad campesina ha dado pie a conclusiones dem asiado preci pitadas sobre supuestos paralelism os entre la organización social y política andalusí y la feudal. En realidad, se trata de estructu ras radicalm ente distintas en las que el carácter tribal de las co m unidades y su independencia económ ica y social no tiene nin
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gún parangón en la sociedad feudal caracterizada por una férrea dependencia económ ica, social y jurisdiccional del cam pesinado respecto de una aristocracia em inentem ente militar. Lejos de la independencia y del poder de los que goza la aris tocracia feudal en sus señoríos, el poder del alcaide andalusí se reduce a funciones m ilitares y fiscales, siem pre limitado por el p oder del soberano. P ero sus poderes están limitados tam bién en la base p or la com unidad de habitantes del castro y de las al querías del distrito castral que están representadas por los shayj, cabezas de familia de cada una de las alquerías. D e hecho, la ca pitulación de los castillos m usulm anes de m ayor im portancia está suscrita no sólo p or el alcaide del castillo sino tam bién por los ancianos que representan a las alquerías del distrito. En el caso de castillos de m enor im portancia el rey negocia directam ente con la com unidad cam pesina, com o única depositaría del castillo. Todos estos datos dan la razón a P ierre G uichard, a M iquel Barceló y a Pedro C halm eta cuando afirm an que los alcaides no constituyen ninguna pieza esencial en la sociedad andalusí y que ésta no puede equipararse de ninguna m anera a la sociedad feudal. La conclusión es que la feudalización del territorio valencia no sólo ha podido producirse m ediante una transform ación ra dical de las estructuras de base de la sociedad andalusí com o con secuencia de la conquista cristiana: ruptura de las estructuras tri bales que se m anifestaban en la cohesión interna de las alque rías y en las form as que adoptaba el proceso productivo; pérdi da de la autonom ía política de las com unidades; som etim iento de éstas al poder social de la nobleza feudal o de la m onarquía que, en definitiva, no es más que la representación al máximo nivel de la nobleza. La prim era etapa de conquista sólo se desarrolló en la zona más septentrional del reino y obedeció únicam ente a la iniciati va de la nobleza aragonesa que con su agresividad produjo una emigración generalizada de población m usulm ana; se hizo, por tanto, necesario colm atar estos vacíos atrayendo a población cris tiana m ediante la concesión de franquicias y de cartas puebla. E sta inicial agresividad nobiliaria cedió pronto ante una p o lítica mucho m ás flexible. No debió ser ajeno a este cam bio el
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hecho de que el propio Jaim e I asum iese la dirección de la con quista. Pero, sobre todo, el cambio debió estar condicionado por la densidad dem ográfica y por la organización social de los es pacios central y m eridional del reino. A quí se impuso una polí tica de pactos con las com unidades campesinas: éstas podrían perm anecer en sus lugares pero entregarían al nuevo poder po lítico los tributos anteriorm ente recaudados por el fisco m usul m án. Por otra parte, los asentam ientos cristianos en esta prim e ra etapa fueron muy escasos. El prim er resultado fue el respeto a la estructura del poblam iento e incluso a la propia organiza ción político-adm inistrativa y fiscal del territorio. El m antenim iento de esta situación no dejaba de ser utópico e incluso contradictorio en cuanto que esa situación respondía a estructuras sociales radicalm ente distintas del feudalism o de los conquistadores. Y, de hecho, se debieron producir infracciones graves de los com prom isos contraídos en las capitulaciones. Lo cierto es que en 1247 se produce una rebelión general de la po blación m usulm ana que tuvo que ser sofocada con dureza. El d e creto de expulsión prom ulgado por Jaim e I una vez controlada la rebelión, tuvo muy escasa efectividad — los señores se opusie ron a él desde el prim er m om ento— ; pero a partir de 1248 se inicia una fase repobladora que va a producir profundas trans formaciones. Los nuevos poderes — m onarquía y nobleza— se instalan en los viejos castillos pero para reconvertir sus funciones anteriores y adecuarlas a la estructura política y social del feudalism o. La antigua relación entre distrito y castillo, lim itada a la protección m ilitar y a la organización fiscal, se transform a en una relación de com pleto dom inio político, social, económ ico y jurisdiccional de los castillos sobre los distritos que se van convirtiendo en se ñoríos feudales. Se intensifican los asentam ientos de pobladores cristianos que tienden a concentrarse en núcleos urbanos o sem iurbanos, p re via expulsión de la población m usulm ana a los arrabales. Se pro duce tam bién una reorganización de la propia población m usul m ana expulsada de unos lugares y concentrada en otros en fun ción de la seguridad frente a potenciales rebeliones y en función de las necesidades señoriales de m ano de obra.
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Tales m odificaciones deben repercutir inevitablem ente en la propia organización productiva, ahora controlada por los nuevos señores. F rente a los cultivos de regadío, la colonización cristia na va a potenciar los cultivos de secano, particularm ente la vid y los cereales, que facilitan la captación de excedentes practica da p o r la nobleza feudal.
2.
L o s mecanismos de reparto de las tierras andaluzas
A unque no sería correcto trasvasar m ecánicam ente las p ro puestas form uladas p ara la repoblación valenciana, éstas sí que deben estim ular y muy posiblem ente reorientar las líneas de in vestigación sobre la repoblación andaluza que, aunque con im portantes aportaciones cuantitativas — cada vez se conocen más datos— , apenas ha experim entado avances cualitativos sobre las conclusiones a las que llegó el palentino Julio González hace casi cuarenta años en su m onum ental estudio sobre el repartim iento de Sevilla realizado con una fina inteligencia pero desde presu puestos m etodológicos que evidentem ente deben ser renovados. E n el caso de los estudios sobre la repoblación andaluza no creo que sea injusta la apreciación de que en el fondo se da por supuesto el hecho del continuism o no sólo en lo que afecta a la organización productiva agraria — la conquista cristiana no h a bría supuesto la reconversión de los tipos de cultivo— sino in cluso en lo que se refiere a la propia estructura de la sociedad. Los cambios operados serían, en una prim era fase, m eram ente accidentales; y, tras la expulsión de la población m usulm ana a raíz de la rebelión de 1264, las m odificaciones se reducirían a un simple problem a de sustitución de la m ano de obra m usulm ana por m ano de o b ra cristiana. A un a riesgo de simplificar puede adm itirse que la población m usulm ana fue respetada en proporción inversa a la resistencia m ilitar que ofreció a la conquista. E n ocasiones se respeta to tal m ente la vida y las heredades de la población m usulm ana, como es el caso de num erosas com unidades cam pesinas y núcleos de población de la cam piña cordobesa y sevillana o el de algunos núcleos que se som etieron a Fernando III tras la conquista de Se
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villa: Jerez, Arcos o M edina Sidonia. O tras veces se produce la aniquilación o esclavización de los habitantes de determ inados núcleos que tuvieron que ser conquistados al asalto, com o son los casos de Q uesada, L oja, C azorla o C antillana. Pero, norm al m ente, tras una resistencia m ilitar m ás o m enos prolongada, se llega a la capitulación por la cual la población m usulm ana se com prom ete a evacuar la ciudad y entregarla intacta a los cristianos; los conquistadores, a cam bio, garantizan la integridad física de sus habitantes a los que perm iten salir con todos sus bienes m ue bles, aunque pierden los bienes inm uebles y las heredades. De acuerdo con esta m odalidad se ocupan las principales ciudades andaluzas: U beda, B aeza, C órdoba, Jaén, C arm ona, Sevilla. C iudades que, aparte de constituir centros fortificados, agrupa ban a un gran núm ero de habitantes — algunas de ellas, como C órdoba y Sevilla, se encontraban entre las más populosas de la E uropa de su tiem po— cuya em igración produjo un vacío d e mográfico y económ ico muy difícil de colm atar. La repoblación andaluza com ienza inm ediatam ente después de la conquista de cada una de las ciudades. En prim er lugar se asigna a éstas un territorio que puede respetar o m odificar, se gún los casos, los distritos adm inistrativos urbanos anteriores a la conquista. Lo que Fernando III inicia y Alfonso X potencia es la creación de poderosos concejos que reproducen el m odelo que se ha venido desarrollando en la antigua E xtrem adura del D uero y en el reino de Toledo. P ara ello se requiere atraer po bladores y garantizarles una situación económ ica y social que haga atractiva la em igración hacia las tierras conquistadas que, por fértiles que sean, han sufrido duram ente los efectos de la guerra y, tras la conquista, se presentan com o una auténtica m ar ca fronteriza. El reparto de tierras se pone en m archa inm ediatam ente des pués de la conquista de cada ciudad con el nom bram iento — al m enos así fue en el caso de Sevilla— de una comisión de repar tidores. Los resultados finales los conocem os a través de los Li bros de R epartim iento. A unque se conocen bastantes de ellos, el más com plejo de todos y el que ofrece un m ayor interés es, sin duda alguna, el L ibro del Repartimiento de Sevilla, a través del cual podem os conocer con bastante precisión las form as que
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adoptó el rep arto de heredades en la ciudad y, sobre todo, en su térm ino. A unque los repartos en otras ciudades pudieron adoptar ciertas peculiaridades, a juzgar p o r lo que conocem os, éstas no son suficientem ente diferenciadoras com o para negar al repartim iento de Sevilla su carácter paradigm ático. A ntes he aludido al interés de la m onarquía en A ndalucía y en M urcia por crear poderosos concejos de realengo sobre los cuales pueda m antener un control m ucho m ás efectivo que so bre los señoríos nobiliarios. P ero m ás significativo que el hecho mismo de la creación de los concejos es la form a que adopta su constitución y que, desde una perspectiva em inentem ente social, establece diferencias sustanciales con la form a de constituirse los concejos de la E xtrem adura del D uero siglo y m edio antes. Allí se procedía a reconocer oficialm ente la existencia de determ ina dos núcleos de población, a integrarlos form alm ente en las es tructuras del reino y a dotarlos de unas instituciones que posibi litasen el gobierno interior de la ciudad y la adm inistración del territorio a ella asignado. A unque en el proceso real de consti tución de los concejos se puedan detectar em briones de feudalización que ponen en entredicho el tantas veces pretendido igua litarismo concejil, no cabe duda que las diferencias internas en el seno de la población concejil de finales del siglo XI y princi pios del siglo XII y se basan más en diferencias económicas que en una jerarquización política y social. Los nuevos concejos andaluces, por el contrario, no parten de ese relativo igualitarism o, sino que desde sus inicios reprodu cen con exactitud la estructura de clases y las divisiones internas de la sociedad de los conquistadores — la sociedad feudal— correspondiente a la fase concreta de desarrollo de las divisiones clasistas internas en que se encuentra esa sociedad. Es a partir de estas diferencias de clase com o se explican las diferencias en el acceso a la tierra entre cada uno de los grupos sociales. E n prim er lugar aparecen m iem bros de la alta nobleza que reciben donadíos que com prenden varias aldeas o alquerías. Sin llegar a las extensiones de las que sólo se benefician los p a rientes del rey, el donadío m edio, según M anuel G onzález, es taría constituido por una alquería (= aldea?), por un núm ero de aranzadas de olivar superior a las 200 y una heredad dedicada al
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cultivo de cereales de unas 20 yugadas de superficie. Los princi pales beneficiarios de estas donaciones se encuentran entre los linajes más elevados de Castilla: los H aro, los Lara, los C astro, los Froila, etc. Tam bién la iglesia recibe im portantísim as donaciones; a la ca beza figura la sede toledana que a partir de 1231 había ido cons truyendo el más extenso señorío eclesiástico en los territorios de C azorla y Q uesada, y que posteriorm ente recibirá nuevas con cesiones en el m edio y bajo G uadalquivir; en segundo lugar se sitúa la sede sevillana, restaurada inm ediatam ente después de la conquista de la ciudad. Las O rdenes M ilitares, aunque obtienen concesiones en la C am piña, van a asentar sus bases principales en las zonas fronterizas con el reino de G ranada, sobre todo a partir de la revuelta m udéjar de 1264. Existen otras concesiones de m enor entidad a m iem bros de la nobleza que o no han participado directam ente en la conquis ta, como son iglesias, obispos, m onasterios, o eran considerados de un rango inferior dentro de la nobleza, com o son los segun dones de las grandes familias o m iem bros de una nobleza local o regional en busca de ascenso social y que han intervenido en la conquista com o servidores del rey o de m iem bros de la fami lia real. E n estos casos los donadíos se lim itan a fracciones de alquerías o extensiones de tierra cerealista y olivarera sensible m ente inferiores. El núm ero de beneficiarios de estas concesio nes es de todas form as muy reducido. M anuel González ha cal culado para Sevilla un total de 63 beneficiarios de grandes do nadíos y 1.384 de donadíos m enores. A la luz de estos datos es evidente que el peso fundam ental de la repoblación recayó en un sector social inferior que es el que se establece en la propia ciudad de Sevilla. A la cabeza de este sector aparece un grupo de caballeros hidalgos o de linaje: unos 200 en total. Estos caballeros, que en los inicios de la for mación de la sociedad castellano-leonesa form aban parte de la aristocracia, habían visto degradarse progresivam ente su condi ción a m edida que la antigua aristocracia m agnaticia consolida ba y form alizaba jurídicam ente su status como nobleza y a m edida que los antiguos caballeros villanos — en su origen cam pesinos com batientes a caballo— se especializaban en funciones
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estrictamente militares, ampliaban sus bases económicas y alcan zaban cotas más elevadas de prestigio y de poder político y so cial en el seno de los concejos fronterizos. Son estos caballeros los que constituyen el grupo preeminen te de los que se asientan en el recinto propiamente urbano. Y todos, lo mismo en Sevilla que en Córdoba, Jaén, Carmona o Vejer, son dotados con heredamientos constituidos básicamente por una o varias casas, tierras de cereal entre cinco y seis yugadas de extensión, más otras tierras de menor entidad dedicadas a otros cultivos: olivar, viñedo, huertos. A continuación, en la es cala de categorías sociales, se encuentran los caballeros no hi dalgos o urbanos dotados también con casas en la ciudad y con tierras dedicadas en su mayoría al cultivo del cereal —de dos a cuatro yugadas— y el resto al cultivo de la vid y del olivo. En último lugar se hallan los peones, que reciben aproximadamente la mitad que los caballeros urbanos: entre una y dos yugadas de tierra de cereal y unas pocas aranzadas de viña. 3. Ruptura o continuidad: un tema a debate Resultado de estos sistemas de repoblación es la implanta ción de una masa considerable de pequeños y medianos propie tarios que fueron durante mucho tiempo el elemento más repre sentativo de la población de la zona (M. González). En un orden
formal podría decirse que el campesino propietario andaluz ac cede a una situación jurídica privilegiada en comparación con la del campesino valenciano que en la mayoría de los casos accede a la tierra a través del régimen de enfiteusis. Diferencia que po siblemente debe atribuirse a una presencia más inmediata y a un control más efectivo de la nobleza aragonesa sobre el proceso repoblador. Pero ambos sistemas posibilitan un estricto control del campesino sobre su explotación, lo que va a suponer una nota ble suavización, incluso la desaparición, de la servidumbre jurí dica; aunque ello conlleve un agravamiento de la servidumbre económica, ahora tanto más efectivo cuanto que los sistemas de repoblación, como ya se ha dicho, venían a reproducir la estruc tura de clases que ya se estaba consolidando en las regiones más
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septentrionales. La reducida extensión de las explotaciones cam pesinas — una o dos yugadas de tierra— y la dinám ica expansiva de los grupos de poder — nobleza y oligarquías urbanas— expli can la enorm e inestabilidad de la pequeña explotación y, en de finitiva, el denom inado fracaso de la repoblación andaluza que parece com enzar a percibirse en la década de los setenta del si glo XIII. Este fracaso o abandono de explotaciones parece coin cidir con im portantes trasvases de propiedad bien docum entados en el caso de m uchos donadíos de C órdoba y Jaén. Es posible, p o r tan to , que sea m ás riguroso hablar de reorganización de la propiedad de acuerdo con la estructura de clases que de fracaso de la repoblación. Este sistem a de repartos se inició sobre la base de la perm a nencia de im portantes contingentes de población m usulm ana, sobre todo en el ám bito rural. D e m om ento parece que esta po blación siguió en las mismas condiciones en que había estado an tes de la conquista en virtud de los acuerdos concluidos con los conquistadores. El problem a, que es tam bién el m ayor reto historiográfico para el estudio del período, es conocer cuál era la form a de articulación social, cóm o se organizaba el espacio, de qué form a se organizaba el proceso productivo en el espacio an daluz en vísperas de la conquista. A plicar m ecánicam ente al espacio social de A ndalucía las conclusiones de los estudios sobre Sharq al-A ndalus no sería m e todológicam ente correcto ni justificable. P ero sí que deberían te nerse a la vista com o orientadoras de una investigación urgente. A priori se puede pensar que no existen razones para que las es tructuras sociales y económ icas de am bas regiones presenten di ferencias sustanciales. Por otra parte, existen indicios que p er miten vislum brar ciertos paralelism os. Así, p o r ejem plo, en el acuerdo im puesto por el representante de Alfonso X al alcaide de M orón — texto reproducido en el apéndice— se puede perci bir el papel que los viejos de la com unidad desem peñan al lado del alcayde en la tom a de decisiones, así com o la im portancia de las huertas y del regadío en los sistemas productivos de la aliama o aljam a de M orón. Es difícil no relacionar este texto y la situación en él reflejada con los acuerdos que Jaim e I concluye con los alcaides de los castillos levantinos y con la realidad so
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cial y económ ica que se refleja en estos acuerdos. Tam bién es significativa la reiterada aparición del térm ino alearía, castellanización del árabe qarya, que ya encontrábam os en el área va lenciana referido a una estructura m uy concreta de poblam iento asociada a su vez a form as específicas de articulación social y de organización productiva. U na investigación en profundidad so bre estas realidades nos ayudaría a situar en su verdadera dim en sión la repoblación andaluza antes y después de la rebelión m u dé jar de 1264. D e todas form as lo que parece cierto es que estos acuerdos que regulaban la perm anencia de la población m usulm ana no siem pre fueron respetados; el traslado obligado de los m udé ja res de M orón a la aldea de Silibar el año 1255 puede ser una de las m uchas infracciones que se producirían. El m alestar provo cado por ellas y, quizá, la instigación de los granadinos que ap ro vecharían el descontento de la población m ora explican suficien tem ente la rebelión que estalló el año 1264 de una form a apa rentem ente similar a los acontecim ientos ocurridos en Valencia dieciocho años antes. D e los campos andaluces la rebelión se ex tendió rápidam ente al reino de M urcia donde tuvo que interve nir Jaim e I de A ragón en ayuda de su yerno el rey castellano, dem asiado ocupado en som eter a los m oros andaluces. Sofocada la revuelta, se prom ulgó inm ediatam ente el decre to de expulsión de la población m udéjar. E s difícil calibrar el ver dadero alcance del decreto; pero parece probado que en A n d a lucía y M urcia se aplicó de una form a m ucho más drástica que en Valencia. E n tre otras razones, porque la proxim idad del rei no de G ranada hacía peligroso m antener dentro del territorio efectivos tan num erosos de aliados de una potencial agresión ex terior; y tam bién porque, al revés de lo que ocurrió en V alen cia, aquí la nobleza no m ostró interés en m antener a la pobla ción m udéjar. L a expulsión p rodujo un vacío de población quizá m ás grave que el que sucedió a la conquista. Lo que obligó a Alfonso X a potenciar la repoblación de los territorios afectados por el de creto de expulsión. Prim ero en A ndalucía, siguiendo los siste mas ya em pleados p o r su padre y por él mismo con anterioridad a la revuelta. D espués en M urcia, donde se vio obligado a revi
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sar la actuación de Jaim e I que, tras sofocar la revuelta, había iniciado ya la repoblación del territorio siguiendo los patrones em pleados con anterioridad en Valencia y condicionado por la actitud de la nobleza aragonesa que había presentado una seria resistencia a la participación en la cam paña. Sin em bargo, los esfuerzos de la m onarquía chocaron con la realidad: la incapacidad dem ográfica de la C orona de Castilla p ara colm atar estos vacíos; m ás aún en un m om ento en que en el horizonte más próxim o com enzaban a hacerse visibles los pri m eros signos del estancam iento dem ográfico y de la recesión eco nómica. E sta situación favorecía los procesos de concentración de tierras en m anos de la nobleza y de las oligarquías urbanas que van a dar el golpe de gracia a los vestigios que aún queda ban de la estructura productiva anterior a la conquista.
BIBLIOGRAFIA Son escasos los manuales dedicados al tema específico de reconquista y re población; y los existentes adolecen de un carácter excesivamente descriptivo y no recogen las tendencias interpretativas más recientes. Se pueden citar: A u t o re s V A R IO S , La reconquista y la repoblación del país, Zaragoza, C.S.I.C., 1951. Aunque la calidad de las distintas colaboraciones es irregular, sigue siendo muy útil. L o m a x , D e r e c k W., La reconquista, Barcelona, Crítica, 1984. Ofrece es casísimo interés. D e M o x o , S a l v a d o r , Repoblación y sociedad en la España cristiana m edieval, Madrid, Rialp, 1979. Una buena puesta al día de las tesis más conservadoras. Existen manuales de Historia Medieval imprescindibles para conocer los as pectos relacionados con la reconquista y la repoblación. Uno de ellos, ya clásico, es el de G a r c í a d e V a l d e a v e l l a n o , L u i s , Historia de España. D esde los orí genes a la baja Edad M edia, Madrid, Revista de Occidente, que ha sido objeto de numerosas ediciones y que incide de manera particular sobre la historia po lítico-militar e institucional. De tanto o mayor interés son otros manuales generales que, aunque no sean tan exhaustivos como el anterior, estudian la reconquista y la repoblación como fenómenos insertos en un proceso mucho más amplio de carácter económico, so cial y político. En este sentido son recomendables: M a r t í n , Jo s é L u i s , La Pe nínsula en la E dad M edia, 3.“ ed., Barcelona, Teide, 1984. C h a l m e t a , P e d r o ; M Í N G U E Z , JO S E M . * ; S a l r a C H , Jo s é M . \ y G u i c h a r d , P i e r r e , Al-Andalus: m u sulmanes y cristianos (siglos VIIl-XIII), en Historia de España, dir. por Antonio
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Domínguez Ortiz, vol. 3, Barcelona, Planeta, 1989. García de Cortázar, José Angel y otros, Organización social del espacio en la España medieval. La coro na de Castilla en los siglos vin a xv, Barcelona, Ariel, 1985. Pastor, Reyna, R e sistencias y luchas campesinas en la época del crecimiento y consolidación de la formación feudal. Castilla y León, siglos X - X i u , Madrid, Siglo XXI, 1980.
Con pretensiones de una divulgación más amplia pero con gran rigor y ac tualización en sus planteamientos son altamente aconsejables las colaboraciones de Sánchez, Manuel, y Martín, José Luis, en los tomos 3 y 4 de la Historia de España de Historia 16. Son también de gran interés algunos manuales sobre historia de cada una de las formaciones políticas peninsulares. Sobre Navarra y Aragón contamos con las obras de: L a c a r r a , Jo s é M.a, H istoria política del reino de Navarra desde sus orígenes hasta su incorporación a Castilla, vol. I, Pamplona, Aranzadi, 1972. L a c a r r a , Jo s é M.a, Aragón en el pasado, Madrid, Espasa-Calpe, n.° 1.435, 1972; esta úl tima es un espléndido modelo de síntesis innovadora y científicamente rigurosa; sin duda, la mejor historia de Aragón hasta el momento; al menos, por lo que se refiere a la etapa medieval. Para Castilla y León, contamos con dos valiosísimas contribuciones: E s t e p a , C a r l o s , El nacimiento de León y Castilla (siglos VIII-X), en H isto ria de Castilla y León, vol. 3, Valladolid, Ambito, 1985; y MARTÍN, JOSÉ LUIS, La afirmación de los reinos (siglos X l-X IlI), Ibid., vol. 4.
Para Cataluña, se pueden citar los trabajos de: D’Abadal, Ramón, Deis visigots ais Catalans. Vol. 1: La Hispània visigóti ca i la Catalunya carolíngia. Vol. II: La fo rm a d o de la Catalunya independent, Barcelona, Edicions 62, 1968. Bonnassie, Pierre, La Catalogne du milieu du X à la fin de X I siècle. Croissance et mutations d ’une société, 2 vols., Toulouse, Pu blications de l’Université de Toulouse-le Mirail, 1975-1976. Salrach, Josep M.a, El procès de feudalizació (segles lll- X ll) , en Historia de Catalunya, dir. por Pierre Vilar, vol. II, Barcelona, Edicions 62, 1987. Aparte de estas obras de carácter más general hay que remitirse a estudios referidos a temáticas y a períodos más concretos. Desde esta perspectiva son del mayor interés los trabajos de: Barbero, Abilio, y Vigil, Marcelo, Sobre los orígenes sociales de la re conquista, Barcelona, Ariel, 1974. Barrios García, Angel, «Toponomástica e historia. Notas sobre la despoblación en la zona meridional del Duero», Estu dios en memoria del profesor D. Salvador de M oxó, 2 t., Madrid, Universidad Complutense, 1982,1 .1. Del mismo autor, «Repoblación de la zona meridional del Duero. Fases de ocupación, procedencia y distribución de los grupos de re pobladores», Studia Histórica. Historia M edieval, III (1985). Bisson, Thomas N., «El feudalismo en la Cataluña del siglo xil», en Estructuras feudales y feudalis m o en el mundo m editerráneo, Barcelona, Crítica, 1984; es una pésima traduc ción del original inglés. Feliu, Gaspar, «El condado de Barcelona en los siglos IX y X: organización territorial y económico-social». Cuadernos de Historia E co nómica de Cataluña, VII (1972). Font Rius, José M.\ Cartas de población y fran quicia de Cataluña, 2 vols., Madrid-Barcelona, C.S.I.C., 1969. Del mismo au-
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TEXTOS Y DOCUMENTOS
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U E R T O él [Favila], es elegido
Inicim dé la expansión X VI com o rey por todo el pueblo cántabro-astur A lfonso, que con la g rad a divina tom ó
“ el cetro del reino. La osadía de los enem igos fue siem pre aplastada por él. E ste, en com pañía de su herm ano F ruela, haciendo avanzar a m enudo su ejército tom ó por la guerra m uchas ciudades; a sa ber: Lugo, Tuy, O p o rto , A negia, B raga la m etropolitana, Vi seo, Chaves, Ledesm a, Salam anca, N um ancia que ahora se lla ma Z am ora, Avila, A storga, León, Sim ancas, A m aya, Segovia, O sm a, Sepúlveda, A rganza, C oruña [la actual C oruña del C on de, junto a la antigua Clunia], M ave, O ca, M iranda, R evenga, C arbonárica, A beica, C enicero y A lesanco, y los castillos con sus villas y aldeas, m atando adem ás por la espada a los árabes, y llevándose consigo a los cristianos a la patria. Por este tiem po se pueblan A sturias, Prim orias, Liébana, Trasm iera, S opuerta, C arranza, Las V ardulias, que ahora se lla m an Castilla, y la parte m arítim a de Galicia; pues A lava, Vizca ya, Aizone y O rduña se sabe que siem pre han estado en poder de sus gentes, com o Pam plona (es D egio) y B errueza. (Crónica de A lfo n so III, traducción de J. L. M oralejo en J. Gil F ernán dez, J. L. M oralejo y J. I. Ruiz de la P eña, Crónicas asturianas, O viedo, Publicaciones de la U niversidad de O viedo, 1985, págs. 206 y 208).
O N T R A él (M uza, el jefe de los B anu Qasi de la zona del E bro realizada por Ordoño ! m edio) movió su ejército el rey O rdocontra los Banu Qasi ño, y a la ciudad que él recientem ente
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turce plantó sus tiendas. El rey O rdoño dividió su ejército en dos colum nas, una que sitiara la ciudad y otra que luchara con tra M uza. Y al m om ento se entabla com bate, y Muza es puesto en fuga con su ejército. Se entregaron a tal m atanza a costa de ellos, que perecieron más de diez mil m agnates... Y el rey O r doño llevó todo el ejército contra la ciudad. Al cabo de siete días de lucha entró en ella. A todos los hom bres en arm as los pasó por la espada, y la ciudad la destruyó hasta sus cim ientos... Tam bién muchas otras ciudades tom ó batallando... a saber, la ciudad de C oria, con su rey llam ado Zeiti, y otra ciudad pa recida, Talam anca, con su rey de nom bre M ozeror. (Crónica de A lfonso III, Ibíd., págs. 218 y 220).
i N la era 888 j m iro, le sucedió en el trono su ciudades al norte del hijo O rdoño... Las ciudades de antiDuero por Ordoño I gU0 abandonadas, es decir, León, Astorga, Tuy y A m aya Patricia, las ro deó de m uros, les puso altas puertas, y las llenó de gentes, en parte de las suyas, en parte de las lle gadas de E spaña... ( Crónica de A lfonso III, Ibíd., pág. 218).
¡i N TO N CES se estableció que él j respondiese por medio de su repor el conde Gatón presentante... y afirmó en presencia de los jueces que la villa de Vim ineta m antiene sus térm inos en la form a en que el obispo realizó la presura de la villa, estando baldía y sin que C atelino hubiese adquirido con anterioridad ningún tipo de derecho o de facultad sobre ella, cuando el pueblo de Bergido (el Bicrzo) con su conde G atón salió para repoblar A storga; el mismo conde se la asignó al obispo y éste m arcó los límites, edi ficó casas, cortes, aró, sem bró las tierras de la villa y asentó allí
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sus ganados... (A ntonio Floriano, Diplomática española del p e ríodo astur (718-910), 2 tom os, O viedo, Instituto de Estudios A s turianos, 1949-1951, t. 11, pág. 126; traduc. de J. M .a M ínguez).
~ R epoblación d e B ranosera p o r el conde N uñ°
'1 7 ' N el nom bre del Señor. Yo Mu\ n ¡0 N úñez con mi esposa Argi)0 asentam os población y condujimos para la repoblación a V alero y Félix, Z onio, Cristóbal y Cerbello y toda la parentela de ellos; y os concedem os para su colonización el lugar que llam an B añosera con sus m on tes y cursos fluviales, fuentes y valles... Y los habitantes de otras villas que vengan con sus ganados a pacer en los pastos situados dentro de los límites establecidos en esta escritura, que los h a bitantes de B rañosera les exijan el m o ntazgo...(Ibíd., t. I, pág. 159; traduc. de J. M .a Mínguez).
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O O rd o ñ o ... otorgo y concedo [a G onzalo, obispo de León] las Salam anca el año 940 iglesias que edificaron en el alfoz de p o r R am iro I I Salam anca los repobladores enviados por mi padre desde León, a saber, el o b isp o O v e c o , Iu sv a d o [G isv a d o Braoliz, conde de B oñar], V erm udo N úñez [conde de C ea], Fortis Fortunius y Pelayo presbítero y todos cuantos se trasladaron desde el alfoz de L eón para repoblar y que obtuvieron m andaciones e hicieron repoblaciones en esta tierra. [J. R odríguez, R a miro 11, M adrid, C .S .I.C ., 1972, pág. 673, año 953; traducción de J. M .a M ínguez).
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O Vítulo, abad, junto con mi her m ano Ervigio, presbítero... a grupos campesinos en nuestros patronos la demarcación ledonio cuya iglesia construim os de administrativa de Mena raíz con nuestras m anos en el lugar de Taranco en el territorio de M ena, y a San M artín cuya iglesia tam bién cons truim os con nuestras m anos en la demarcación [subdicionem] de M ena, en la ciudad de A rea Patriniano en el territorio de Casti lla, y a San E steban, cuya iglesia fundam os con nuestras manos en el lugar de B urcenia en el territorio de M ena tal com o... nues tros padres Lebato y M om adonna lo entregaron al culto divino... así entregam os, concedem os y confirm am os por esta escritura nuestros cuerpos y nuestras almas y todas nuestras pertenencias cuanto hemos adquirido y cuanto podam os increm entar, a saber, caballos, yeguas, bueyes, vacas, jum entos, ovejas, cabras, cer dos... y todas nuestras presuras... y sernas donde hemos cons truido de raíz las iglesias referidas, donde abrim os nuevos culti vos, plantam os, edificamos casas, graneros, horreos, palom ares, cortinas, huertos, m olinos, m anzanares, viñas... (A ntonio Floriano, Ib íd ., t.I, pág. 95, trad. de J. M .a Mínguez).
Colonizaciones de
O Eugenio, presbítero, junto con mis com pañeros Belastar, G ersio y Nona nos entregam os a nosotros mismos a San Em eterio y C eledonio de T aranco junto con nuestras iglesias pro pias de San A ndrés apóstol y San Félix que construim os de raíz con nuestras m anos en el territorio de A rea P atriniano... (Ibíd., pág. 112, trad. de J. M.'1M ínguez).
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O , A lfo n so rey. A v o s o tro s Sarraceno, Falcón y D ulquito. realizada p o r e l rey Com plació y con A lfonso I I I dad realizar con vosotros una escritu ra de perm uta tal como la hacem os; os concedem os y perm utam os con voso tros la villa llam ada A lkam in situada en la ribera del río D uero, en el térm ino de T ordesillas... tal com o yo, estando ella baldía y en poder de extranjeros [gente barbarica: posiblem ente se tra ta de población bereber] la ocupé personalm ente con mis sier vos... (J. M .a M ínguez, Colección diplomática del monasterio de Sahagún. (Siglos I X y X ), León, C entro de Estudios e Investi gación San Isidoro, 1976, pág. 37; trad. de J. M .a M ínguez).
I alguno de ellos en la parte que cultiva para habitar, llevase a rea liza d a s p o r lo s otros hom bres procedentes de otros lih isp a n i najes y ]os hiciera habitar consigo en su porción que llaman aprisiones, se utilice el servicio de éstos [los que vie nen de otros linajes] sin oposición ni im pedim ento por parte de alguno.Y si alguno de estos hom bres que fue llevado por alguno de ellos y colocado en su porción, eligiese com o señor a otro [el patrim onio de otro], es decir, al conde, vizconde, vicario o a otro hom bre cualquiera, tenga licencia para m archarse, pero de las cosas que posee nada tenga ni nada lleve consigo, sino que to das las cosas vuelvan plenam ente al dom inio y a la potestad del prim er señor... Y sea lícito en todo caso que vendan, cambien y donen entre sí, y dejen a sus descendientes todas sus posesio nes o aprisiones, y si no tuvieren hijos o nietos les sucedan en la herencia sus parientes según su ley, de tal forma que, por su puesto, los que hereden no desdeñen prestar los servicios recor dados arriba. (R am ón d ’A badal, Catalunya carolíngia, B arcelo na, Instituí d'E studis C atalans, 1926-1952, segona part, pág. 424; repr. y trad. por A. B arbero y M. Vigil en La form ación del fe u dalism o..., ob. cit. en bibliograf., pág. 356).
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L-N A SIR li-Din Allah penetró con sus tropas en territorio ene-
acostum brado, destruyendo sus bienes hasta que bajó sobre M d m h (¿O l m edo?) el jueves a cinco días pasados de sawwal del año m encionado (25 de julio)]. Se la encontró de sierta, ya que habían huido sus gentes, abandonándola llena de riquezas y víveres. Los m usulm anes saquearon todo esto, aunan do sus esfuerzos para destruirla igualando lo alto con lo bajo arrasándola totalm ente. H allaron en sus m azm orras cierto nú m ero de cautivos m usulm anes que pusieron en libertad. Perm a necieron allí los musulmanes 2 días, trasladándose luego al hisn skr (castillo de Iscar) que fue hallado abandonado, lo arrasaron y asolaron las propiedades de sus gentes. D esde allí (m archaron) a al-Qasrayn (A lcazarén) donde talaron sus panes, trastocaron sus m ojones y borraron sus vestigios. D esde allí (m archaron) a la etapa que está sobre el río Yigah (Cega) de ahí al hisn Burtil A sim (castillo de Portillo). Esto fue el viernes. 13 de Sawwal [2 de agosto] y los m usulm anes (em pezaron) a usar las m oradas de sus gentes, (Ibn Hayyan, Muqtabas, traducido por P. C halm eta en «Simancas y A lhandega», Hispania, 133 1976, págs. 367 y 368).
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T ? N T R A R O N los sarracenos en
Expedición de Almanzor esta tierra y avanzaron hacia la contra el territorio de ciu(ja(j
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y no encontré nada para alim entar a mis herm anos ni para re e dificar el m onasterio... y la tribulación y la angustia nos oprim ie ron para siem pre. (J. M .a M ínguez, Ibíd., pág. 411, trad. de J. M .a Mínguez).
U A N D O conquisté las tierras de los cristianos y sus fortalezas las de Almanzor repoblé [y avituallé] con los m edios de subsistencia de cada lugar y las sujeté con ellas hasta que resultaron favora bles com pletam ente. Las uní al país de los musulmanes y forti fiqué poderosam ente y fue continua la prosperidad. Mas he aquí que yo estoy m oribundo... el enem igo vendrá y encontrará unas regiones pobladas y m edios de existencia preparados, entonces se fortalecerá con ellos para asediarlas, y se ayudará, al encon trarse con ellos, para sitiarlas, y seguirá apoderándose de ellas poco a poco, pues las recorrerá rápidam ente... Si Dios me h u biese inspirado devastar lo que conquisté y vaciar de habitantes lo que dom iné, y yo hubiese puesto entre el país de los m usul m anes y el país de los cristianos diez días de m archa por parajes desolados y desiertos, aunque [éstos] ansiasen hollarlos, no d e jarían de perderse. C om o consecuencia, no llegarían al país del Islam sino en jirones, p o r la cantidad [necesaria] de provisiones de ruta y la dificultad del objetivo. (Ibn Al K aardabus, Kitab aliktifa, traduc. de F. M aíllo, en «Algunas noticias y reflexiones sobre la «H istoria de al-A ndalus» de Ibn al-K ardabus», Studia Histórica. Historia Medieval, 1984, II, pág, 165).
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Y usuf ben T achfin a
Conquista de Toledo por y M arrakech en el mes de rabi seAlfonso VI gundo del año 473 (setiem bre de —
' — 1082), y allí recibió una carta del M utam id ben A bbad inform ándole de la situación de A l-A ndalus y del estado a que había llegado, al
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apoderarse el enem igo de la m ayor parte de sus fronteras y le pedía que la socorriese y ayudase. Le respondió Yusuf: «Si Dios me hace conquistar C euta, llegaré hasta vosotros y em plearé todo mi esfuerzo en hacer la guerra santa al enemigo». Este año se puso en m archa A lfonso con un ejército innum erable de cris tianos. de Francos, Vascones, Gallegos y cruzó A l-A ndalus, d e teniéndose ante cada una de sus ciudades, devastando, arruinan do, m atando y cautivando, para ir luego a otra. A cam pó ante Se villa y perm aneció allí tres días, asoló su región y la deshizo, arra sando en el A ljarafe m uchas aldeas. Hizo lo mismo en Sidonia y su región; luego llegó hasta la isla de T arifa, m etió las patas de su caballo en el m ar y dijo:«Este es el final del país de AlAndalus y lo he pisado. » Luego volvió a la ciudad de Zaragoza, la sitió y juró no levantar su cerco hasta que la tom ase, o que la m uerte se interpusiese entre él y su propósito; era la ciudad que más quería ganar de todo A l-A ndalus. Su em ir, al-M usta'in ben Hud, le envió todo el dinero que pudo, pero no se lo recibió y dijo: «La ciudad y el dinero son míos.» Envió a todas las capitales de A l-A ndalus tropas que las es trechase, con asedio. A poderóse de la ciudad de Toledo el año 477 (10 de mayo de 1084 a 28 de abril de 1085). C uando los em i res de A l-A ndalus vieron esto, convinieron en que pasase el es trecho Yusuf ben Tachfin, y le escribieron todos, pidiéndole ahincadam ente socorro y que impidiese al enem igo ahogar a AlAndalus: que ellos serían con él una sola m ano en la guerra san ta contra los infieles. (Ibn Abi Z ar, Rawd Al-Qirtas, reproduci do por Reyna Pastor, Del Islam al Cristianismo, cit. en biblió grafo págs. 151-152.)
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I I U A N D O el conde don Remon
Repobl ción de Avila
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villa... e fueron poblar en la villa lo más cerca del agua. E los de Cinco villa, que venían en pos dellos. ovieron essas aves mesmas. E Muño Echaminzuide, que veníe con ellos era más aca bado agorador... e fizo poblar y [de la media villa arriba] aque llos que con él vinieron... E entretanto vinieron otros muchos a poblar a Avila, e señaladamente infanzones e buenos ornes de Estrada e de los Brabezos e otros buenos ornes de Castilla. E es tos ayuntaron con los sobredichos en casamiento e en todas las otras codas que acaes?ieron. E porque los que vinieron de Cin co Villas eran más que los otros, la otra gente que era mucha que vino poblar en Avila llamáronlos serranos... E la mucha gen te que nombramos, después metiéronse a comprar e a vender e a fazer otras baratas, e ganaron grandes algos; e todos los que fueron llamados serranos trabajáronse en pleyto de armas e en defender a todos los otros. (Crónica de la población de Avila, edi ción de Amparo Hernández Segura, Valencia, Anúbar, 1966, págs. 17 y 18.)
l L antedicho Alfonso, rey de Casj tilla, declara, concede y confirE Alfonso VIH de Castilla ma para sjempre en su nombre y en el y Alfonso II de Aragón (je sus SUCesores al antedicho Alfonso
rey de Aragón y a sus sucesores el de recho a adquirir, mantener y poseer para siempre... Valencia y todo el rei no de Valencia... Játiva... Biar... y toda la tierra yerma y pobla da situada en el puerto más allá de Biar, puerto llamado de Biar, por la vertiente orientada hacia Játiva y Valencia; y Denia y todo el reino de Denia desde el puerto hasta el mar y hasta Calpe. De forma similar Alfonso, rey de Aragón, conde de Barce lona y marqués de Provenza declara, concede y confirma para siempre en su nombre y en el de sus sucesores al ya referido A l fonso, rey de Castilla, y a sus sucesores el derecho a adquirir, mantener y poseer para siempre... toda la tierra de Hispania yer ma y poblada que está situada más allá del mencionado puerto que está situado más allá de Biar, puerto que se llama de Biar...
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(Julio González, El reino de Castilla en la época de A lfonso VIII, 3 t., Madrid, C.S.I.C., 1960, 2 t., págs. 528 y 529, traduc. de J. M .1Mínguez.)
l quan a§ó haguem feit entramj nos-en la villa. E, quan vene al E ciudad de Valencia tras tercer día, comengam de partir les ca la conquista
ses Tarquebisbe de Narbona, e els bisbes, e els nobles qui estat havien ab nós, e ab los cavaliers aquells qui heretats eren en aquell terme, e partim a les comunes de les ciutats, a cada una segons la companya ni los hómens que hi havia d'armes. E, quan vene aenant en torn de tres setmanes, metem partidors que partissen la terra del terme de Valencia, e vim les cartes de les donacions que nós feites havíem: e trobam que eren més les cartes que no bastaría al terme, segons les donacions que nós feites havíem a alguns: e tais n’hi havia que demanaven poca cosa, e trobavem puis que era dos tants, o tres tants; e per Ten gan que ens havien feit, e car la cosa no podia bastar de les do nacions de les cartes, tolguem-ne a aquells qui sobre n'havien, e tornamho a mesura, si que tots hagueren de la terra convinentment. E així parti’s la terra. ( Libre deis feites del rei Ec Jaume, reproducido por José Angel García de Cortázar, Nueva historia de España en sus textos. Edad Media, Santiago de Compostela, Pico Sacro, 1975, pág. 321.)
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^ n lo de la conquista del reino de Valencia decía [el rey] que aqueE protestan ante Jaime I j|a tierra la ganó con aragoneses y caJ
talanes y con otros extranjeros de su señorío que se hallaron en ella y ha bía heredado a los aragoneses muy bien y asaz honradamente,
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así a los ricos hom bres com o a los caballeros que quisieron h a ber parte de él. Y porque era reino separado y de por sí, y n u n ca había sido sujeto a otro reino, no le quería obligar a otras le yes; antes era su voluntad que en todo se gobernase como reino apartado y no unido con éste; y que cuando era de ello servido hacía en él m ercedes a los aragoneses, por deuda ni prem io no haría merced a ninguno, pues no era obligado a dar su reino a ninguna persona si por su voluntad no fuese. (Jerónim o Z urita, Anales de la Corona de Aragón, reproducido por José Angel García de C ortázar, Ibíd., págs. 321 y 322.)
ESPU ES de pascua, llegó la mi licia castellana; sucesivam ente siguieron leoneses y gallegos. Les p re cedieron los plebeyos de algunas ciu dades, a saber, salm antinos, zam oranos y el pueblo de T oro. E n tendiendo pues, los cristianos que faltarían alim entos en la ciu dad, asediaron caminos y ríos por m andato del rey, y el asedio se afirmó y a nadie le era lícito entrar o salir. Com enzaron entonces los m oros a trata r de la rendición de la ciudad, puesta la condición de que les fuera perm itido salir, salvas las personas y bienes m uebles que pudieran llevar consi go. El rey asintió a la condición y, cuando debían firm ar el pac to los moros se resistieron entendiendo que faltaba al ejército vi tualla y que los concejos del reino de León de ninguna m anera querían perm anecer puesto que com pletaban tres meses de ex pedición. Así pues, nuestro rey, casi burlado por el rey A benH ut, hizo una alianza con el rey de Jaén, que era enemigo del rey A ben-H ut y de los m oros cordobeses. V iendo lo cual, A benH ut y los cordobeses sintieron mucho tem or. Volvieron a nues tro rey, ofreciéndole la ciudad bajo la citada condición. H abía entre los m agnates del rey algunos que le aconsejaban que no aceptara la condición; que los tom ara a la fuerza y los decapitara, lo que podía hacer porque faltaban por com pleto los alim entos y com o desfallecidos de ham bre no podían defender
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la ciudad. Por el contrario, se le insinuaba al rey que aceptara la condición y no se preocupase de las personas de los moros o de los bienes m uebles con tal de que pudiera tener sana e ínte gra la ciudad. De cierto se sabía que los cordobeses habían de term inado que si nuestro rey Fernando no quería aceptar la con dición, desesperados de la vida, destruirían todo lo que de valor hubiese en la ciudad, a saber, la m ezquita y el puente; esconde rían el oro y la plata; quem arían las telas de Siria, es más, toda la ciudad y a sí mismos se darían la m uerte. A sintió el rey al consejo más provechoso y por deseo del rey de Jaén, con el que había hecho una alianza contra el rey A benHut y los cordobeses, aceptó la citada condición. Se firmó el pac to con la condición, concedida y firm ada adem ás una tregua a A ben-H ut y a sus súbditos hasta seis años, de tal m anera, sin em bargo, que A ben-H ut entregara cada uno de los años cuatrim es tralm ente al rey de Castilla once mil y doce mil m aravedís, de cuya suma el rey de Jaén debía recibir cierta parte. Así pues tratadas entonces y firmadas estas cosas, frustrados en la esperanza que habían tenido de conservar su ciudad, los m oros cordobeses, desfallecidos de ham bre, abandonaron su asentam iento llorando y gritando y por la angustia del espíritu gimiendo. (■Crónica latina de los reyes de Castilla, edición y traducción de Luis C haro B rea, Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Uni versidad de Cádiz, 1984, págs. 97-99.)
l N Sevilla, jueves, prim ero día de j mayo, era de mili e dogientos e Sevilla noventa e un annos, con sabor e con gran voluntad que ouo el muy noble e muy alto don A lfonso, por la gracia de Dios rey de Castilla, e de León, de Galicia, de Seuilla, de C ór doba, de M urcia, e de Jaén, de facer servicio a Dios, e por onra del muy noble rey don F errando, su padre, e por gala donar al infante don A lfonso, su tio, e a sus herm anos, e a sus ricos ornes,
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e a sus O rdenes, e a sus fijosdalgo, e a todos aquellos que le ayu daron a ganar la muy noble giudad de Sevilla, el servicio e el aiuda que ficieron al rey don Fernando su padre e a él en ganarla e conquerir la A ndalugia, e por poblar e asosegar la sobredicha noble de la cjudad de Sevilla ouo de saber todas quantas alearías e quanto heredam iento auia e de figueral e de olivar, e de huer tas, e de vinnas, e de pan, e sópolo por don R em ondo obispo de Segovia, e por Ruy López de M endoza, e por Gongalo G a r cía de Torquem ada, e por Ferrán Servicial, e por Pedro Blanco el adalid, que lo anduvieron todo por su m andato, e sopieron todo quanto era; e según la quenta que ellos dieron que avía en cada logar diólo el rey de esa guisa, así com o es escripto en este libro; e diérongelo todo por m edida de tierra e por m edida de pies a ragon de cinquenta pies el arangada; e diólo el rey por la m edida de los pies que era más cierta que la de la tierra, e figo sus donadíos muy buenos e muy grandes e partiólo desta guisa: prim eram ente heredó al infante don A lfonso de M olina, su tio, e a sus herm anos, e a las reinas, e a sus ricos ornes, e a obispos e a O rdenes, e a m onasterios, e a sus fijosdalgo, e desi a los de su criazón que fueron del rey don F ernando, su padre, e desi a los de su com pagna e a otros ornes m uchos; e tom ó heredam ien to para sus galeas e para su gillero que figo, e para su alm acén, e desi heredó hi docientos caualleros hijosdalgo en Sevilla e dio les su heredam iento apartado, e todo el otro heredam iento que fincó diólo al pueblo de Sevilla ansi com o es escripto e ord en a do en este libro. (Julio G onzález, Repartim iento... , cit. en bi bliógrafo t. II, pág. 13.)