MODULO. FILOSOFIA antigua y medieval
Actividad de evaluación
Unidad de aprendizaje II. Análisis e interpretación de la filosofía
Fecha: _________________________
Nombre completo: _______________________________________________ Carrera: _______________________ Grupo: __________ Resultado de aprendizaje: 2.2 Distingue las ideas principales de la filosofía de la edad media a través de los planteamientos de Agustín de Hipona, Tomas de Aquino y Guillermo de Ockham Agustín de Hipona (354 – 430) Uno de los conflictos más importantes de la Edad Media es el conflicto entre razón y fe. Para Agustín de Hipona el conflicto entre razón y fe no podía existir. En su opinión, la verdad es una, y una es también, en el fondo, la doble comprensión y posesión de ella, respectivamente facilitadas por una inteligencia y una creencia que no pueden dejar nunca de apoyarse entre sí. Las fórmulas con las que San Agustín trató de resumir esa posición son muy conocidas: «Comprende para creer. Cree para comprender» («Intellige ut credas. Crede ut intelligas»), dice en el Sermón, 43, 7. En cualquier caso, la primacía la tiene siempre la fe: «Creo todo lo que entiendo, mas no entiendo todo lo que creo», reconoce en Sobre el maestro, XI, 37. De hecho, si no fuese así, si no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, entonces el profeta habría dicho sin razón: “Si no creéis, no entenderéis”. Pero el profeta ha hablado con razón, y la frase “Si no creéis, no entenderéis” ha pasado a ser una de las divisas del pensamiento agustiniano. Se puede decir que el enfoque de la filosofía de Agustín es la búsqueda de esa verdad única, la búsqueda del conocimiento. En este contexto, “verdad” no se refiere solamente a una propiedad lógica de ciertas proposiciones, sino que tiene una dimensión existencial fundamental. La verdad que busca Agustín es la verdad que planifica, salva y hace feliz. El conocimiento al que aspira es un conocimiento que conmueve completamente la vida de una persona, un conocimiento en el que el alma puede por fin encontrar paz y descanso. Ante las preguntas: ¿Cuál es el objeto de ese conocimiento? ¿Qué es lo que se conoce en ese conocimiento?, Agustín contesta: es el conocimiento de Dios y del alma, y todo ello en el horizonte de la verdad. En primer lugar, si estamos diciendo que el conocimiento que salva es el conocimiento de Dios y del alma, estamos dando por supuesto que es posible conocer cosas, que es posible conocer ciertas verdades. Estamos presuponiendo, en definitiva, que el conocimiento es posible, y esto es justamente lo que habían negado los escépticos (ver más arriba). Así pues, tendremos que mostrar que el conocimiento es posible (de manera similar a como Aristóteles había tenido que mostrar –contra Parménides– que el movimiento es posible). ¿Cómo demuestra San Agustín que es posible conocer algo con certeza? Mediante un tipo de argumento que utilizará (en otro contexto y con otros fines) Descartes mucho tiempo después y que será fundamental en la Edad Moderna: el argumento de la autoconciencia: puesto que todo lo externo, todo lo que pertenece al mundo de los sentidos cambia incesablemente, Agustín vuelve la vista hacia el interior de sí mismo y descubre dentro de sí una primera certeza fundamental, suficiente para derrotar a los críticos escépticos. Esta certeza consiste en que, piense lo que yo piense, e incluso si estoy equivocado y estoy preso de un engaño, sé con plena certeza que soy algo que piensa. Aunque todas las demás cosas sean mentira y fantasías mías, sé que al menos puedo estar seguro de esto: soy una conciencia pensante. Es pues innegable que «todas las almas se conocen a sí mismas con certidumbre absoluta» (Agustín de Hipona: Sobre la Trinidad, X, 10, 14.). Según San Agustín que se puede conocer, que el alma puede conocer cosas. Y lo ha mostrado dando un primer paso hacia su propio interior. Cuando el hombre se vuelve a su interior y contempla su alma, se tropieza con una pluralidad de conocimientos, y de hecho también en su interior va a encontrar a Dios. La teoría del conocimiento en San Agustín. Tipos de conocimiento Agustín tiene una concepción de resonancias platónicas según la cual la verdad y el ser se dan en lo inmutable y eterno, en aquello que no cambia. En efecto, como toda la tradición neoplatónica a la que se ha adscrito, Agustín considera que «conocimiento» es término que designa, ante todo, información estable, captación de un objeto inmutable y necesario. Sin embargo, lo primero que encontramos en el alma cuando nos volvemos hacia ella son sensaciones, que son representaciones de los objetos sensibles. Los objetos externos dejan su huella en los órganos de los sentidos y provocan la ocasión de que el alma (que es en sí misma incapaz de dejarse afectar por algo material e inferior a ella), genere activamente una imagen semejante al objeto exterior. Así pues, el alma transforma inmediatamente las sensaciones en imágenes de las cosas, que pueden ser almacenadas en la memoria. Ahora bien, los objetos de los sentidos, si alguna característica presentan, es justamente que son cambiantes e inestables, y en ellos no es posible encontrar, en cuanto tales, el reposo que se anhela. El buscador de “conocimiento” propiamente dicho deberá pues dirigir su atención a otra zona de su interior. Y en efecto, si prestamos un poco más de atención, nos percatamos pronto de que además de sensaciones, en el alma también hay reglas, modelos, de acuerdo con las cuales juzgamos acerca de las sensaciones y de las cosas externas. Por ejemplo, podemos tratar con peras o con manzanas, o con cualesquiera otros objetos sensibles, y siempre resultará que son cambiantes, y ahora son pero pueden dejar de ser; sin embargo, si me pongo a sumarlos, tendré siempre (independientemente de si son peras o manzanas) que dos y dos son cuatro. Así pues, aparte de peras y manzanas, en mi alma hay una regla que me Lic. Cynthia Yañez González
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permite ordenar y estructuras los datos sensibles, y esa regla no cambia. Es inmutable, eterna. Este tipo de reglas no son solamente matemáticas, sino en general metafísicas, morales, estéticas. Así pues, cuando el hombre decide no salir al exterior, sino volverse hacia su alma, no solo encuentra en ella las imágenes y los recuerdos de las cosas; ve también en sí mismo una capacidad de juzgarlas de acuerdo con reglas o modelos; esto es, de establecer entre ellas juicios de comparación que establezcan la mayor o menor proximidad de cada una a un modelo, regla, patrón o ideal, que representa la perfección. Con esa operación, el alma consigue un conocimiento científico, racional, de las cosas. Ahora bien, el estadio realmente superior del conocimiento, según San Agustín, no es propiamente el que utiliza los modelos ejemplares a los que las cosas se ajustan o no, sino aquel que se ocupa de contemplar directamente los modelos ejemplares con arreglo a los cuales hemos enjuiciado la condición de los entes. En efecto, quien busque en sí mismo la verdad encontrará también a su disposición, en segundo término, la esfera del conocimiento racional. Y en ella cabe distinguir dos tipos, como acabamos de ver: Una parte inferior, en la que la razón se ocupa del mundo sensible y temporal teniendo en cuenta esos modelos o patrones ideales; con ello el hombre obtiene ciencia (scientia) acerca del mundo y es capaz de orientarse prácticamente en él. Una parte superior, en que la inteligencia se ocupa directamente de lo inteligible y eterno, de los modelos ideales, y a ello se denomina sabiduría (sapientia). Estos modelos eternos de acuerdo con los que el hombre juzga las cosas del mundo externo no pueden provenir, a su vez, del mundo externo, puesto que en el mundo todo es mudable y cambiante y los modelos son inmutables. Tampoco pueden provenir del alma misma, en cuanto que el alma contiene meramente sensaciones, puesto que éstas también son cambiantes. Sólo pueden proceder de algo eterno e inmutable: de Dios. Los modelos ideales o reglas eternas que encontramos en nuestro interior sólo pueden provenir, por tanto, de Dios. Ahora bien, ¿cómo podemos nosotros, que somos temporales y finitos, conocer esos modelos ideales? ¿Cómo llegamos a tomar contacto con semejantes patrones ideales? Agustín de Hipona ofreció una respuesta que sirve en buena medida para identificar las corrientes de inspiración agustiniana: la teoría de la iluminación. La idea de bien, suprema en el cosmos inteligible, es como el Sol de aquel mundo: hace visibles los objetos inteligibles, a la manera como la luz solar hace visibles los sensibles. Para San Agustín, esa misma función desempeña, ahora, Dios, a quien concibe como aquella «luz inteligible» sin cuya intervención no le sería posible al hombre acceder al conocimiento de objetos que manifiestamente, como intemporales que son, trascienden su condición finita y temporal. La posibilidad de acceder al conocimiento de los patrones eternos con arreglo a los cuales ha sido diseñado el mundo no es otra, pues, que esta de que el alma los contemple «en una luz incorpórea especial, lo mismo que el ojo carnal al resplandor de esta luz material ve los objetos que están a su alrededor» (Agustín de Hipona: Sobre la Trinidad, XV, 12, 24). Así como el alma no puede iluminar por sí misma los objetos sensibles, sino que precisa de un foco exterior que los alumbre, así tampoco puede, en virtud de sus solas fuerzas, hacer visibles para sí los objetos eternos, teniendo que recibir la iluminación proveniente de la luz infinita de Dios. La iluminación consiste en una acción de Dios sobre los hombres, y que permite a éstos la captación de lo inteligible en sí mismo. Es un proceso similar al que realiza la luz sobre las cosas, pues, sin ella, éstas no podrían ser vistas. Sabemos ya, en líneas generales, cómo describió Agustín el alma. Ahora bien, ¿de qué índole es la segunda meta de su investigación, esto es, Dios? La noción agustiniana de Dios Lo primero que debe decirse de Dios es que su existencia es demostrable. Ya veremos que el problema de la existencia de Dios será un problema acuciante para toda la Edad Media. En cualquier caso, San Agustín presenta también, aunque sin los tecnicismos de otros pensadores posteriores, algunas pruebas de la existencia de Dios. Entre ellas, y sin ánimo de exhaustividad, pueden citarse: La prueba a partir de las verdades eternas y necesarias (como ya hemos visto). El libro la llama prueba noética. Esta es la prueba más agustiniana y más característica. La prueba por la evidencia psicológica y moral del encuentro con Dios en el interior del alma: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. […] Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo» (Agustín de Hipona: Confesiones, X, 27, 38). La prueba por el orden y la contingencia del mundo: «He aquí que existen el cielo y la tierra, y claman que han sido hechos, porque se mudan y cambian» (Agustín de Hipona: Confesiones, XI, 4, 6). La prueba por el consentimiento universal de los hombres (es «insania de pocos», o de «depravados», dice textualmente, no aceptar la existencia de Dios). En cualquier caso, el problema de la existencia de Dios tiene en San Agustín una importancia menor, secundaria. Lo que sí ocupa a San Agustín en numerosos escritos es la cuestión de qué es Dios, de cuál es la esencia de Dios. De entre todos los nombres y descripciones que podemos dar a Dios, hay una que le corresponde especialmente bien. De hecho, Él mismo lo utilizó cuando le dijo a Moisés: “yo soy el que soy”. Agustín identifica a Dios con el ser, y ya habíamos dicho que Agustín, en remota dependencia de Platón, entiende que Lic. Cynthia Yañez González
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sólo es verdaderamente aquello que es inmutable. Así pues, Dios es el ser mismo. Deus est ipsum esse. O mejor dicho: Dios es el verdadero ser, toda vez que es el único en quien se cumple máximamente la condición de absoluta inmutabilidad que es el rasgo imprescindible del ser. A diferencia de las demás realidades, que cambian, y que, en la medida en que cambian, no tienen la plenitud de ser, y en realidad bien puede decirse que no son, solo Dios es la esencia suma, porque siendo inmutable posee en plenitud el ser. Ahora bien, llámesele «sustancia», o llámesele con más propiedad «esencia», el Dios agustiniano es el cristiano: así, será naturalmente único, simple, perfecto, subsistente; determinaciones bien conocidas a las que, naturalmente, también se añaden las de tratarse del bien en sí, principio y fuente de todas las cosas, luz inteligible y verdad esencial, en la que se funda todo ser y toda verdad. Y no solo eso. En la medida en que, como hemos visto, Dios se perfila como la única esencia absoluta, ajena a todo cambio y, por ende, a todo «no-ser», Dios se manifiesta, al mismo tiempo, como aquel que comunica a cualquier otra realidad la realidad, esto es, la naturaleza o el bien que le corresponda. La forma habitual de expresar esta relación entre Dios (el «ser»), y el resto de los seres, es afirmar que Dios es el creador de estos últimos. La ética agustiniana Inspirado directamente por los ideales morales del cristianismo, Agustín acepta elementos procedentes del platonismo y del estoicismo. Así, compartirá con ellos la conquista de la felicidad como el objetivo o fin último de la conducta humana; este fin será inalcanzable en esta vida, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana, dotada de un alma inmortal, por lo que sólo podrá ser alcanzado en la otra vida. Hay aquí una clara similitud con el platonismo, mediante la asociación de la idea de Bien con la de Dios, pero prevalece la inspiración cristiana al considerar que la felicidad consistiría en la visión beatífica de Dios, de la gozarían los bienaventurados en el cielo, tras la práctica de la virtud. La teoría de la libertad sienta las bases para resolver el problema del mal moral: las malas acciones son consecuencia de la libertad humana, que es un don de dios y un bien en sí misma. Que el ser humano sea libre, implica que tiene capacidad para elegir entre el bien y el mal. San Agustín diferencia entre la libertad y el libre albedrío. La libertad es el estado de bienaventuranza o felicidad en el que el ser humano goza de Dios y no puede pecar. El libre albedrío es la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. La libertad, como tal, se perdió por causa del pecado original, pero Dios concedió al ser humano el libre albedrío para que pudiera elegir el bien y salvarse con la ayuda de la gracia. La cuestión es ver por qué el hombre, según muestra la experiencia, opta frecuentemente por el amor propio y, con ello, contra Dios. La causa primera del pecado es la voluntad, pero no está en el pecador el ser bueno. El pecado de Adán hace culpable a todos los hombres y los condena. A pesar de todo no se ha perdido el libre albedrío. Por otro lado, la opción contra Dios no suprime la libertad como facultad formal, aunque constriñe a determinados fines. Se pierde la libertad de realización última del propio ser en Dios, la cual ya no podrá ser lograda por el hombre por sí mismo. La cuestión pasa al orden de la gracia. Desde el pecado del Génesis necesitamos ese extra, esa ayuda de Dios, porque nos ama. Por tanto, desde el punto de vista teológico el creyente puede salvarse si elige el bien, o condenarse, si opta por el mal. Pero incluso si eligiera el bien, él sólo no puede salvarse, debido al pecado original, sino que necesita de la ayuda divina, es decir la gracia de Dios. Sin embargo, San Agustín mantiene un evidente pesimismo moral: desde el pecado original de Adán y la caída del primer hombre, los seres humanos no pueden dejar de pecar. Esto hace imposible considerar la salvación como el simple efecto de la práctica de la virtud. Dado que la distancia entre el hombre y Dios es infinita, sólo lo gracia, es decir, un don especial de Dios puede ayudar al ser humano a convertirse, de manera que surja en él el impulso a amar y elegir el bien en vez del mal. Es así como el individuo alcanza la salvación y la redención de sus pecados, convirtiéndose en un hombre virtuoso u ordenado. La virtud, que define Agustín de Hipona, como amor ordenado conduce al hombre a respetar la ley eterna y el orden jerárquico de realidades que componen el universo, confiriéndole el verdadero descanso espiritual, esto es la paz. Respecto al problema de la existencia del mal en el mundo (si Dios es la suma Bondad ¿por qué lo permite?) la solución se alejará del platonismo, para quien el mal era asimilado a la ignorancia, tanto como del maniqueísmo, para quien el mal era una cierta forma de ser que se oponía al bien; para San Agustín todo lo creado es bueno, ya que el ser y el bien se identifican. Lo que ocurre es que, en todo lo creado, hay diferentes grados de perfección o de ser, hasta llegar a Dios. No hay nada malo, sino menos bueno. El mal no puede existir, pues entonces sería obra de Dios, y esto es imposible porque él es absolutamente bueno, como el Bien de Platón. El mal, pues, no ha sido creado por Dios. Sin embargo, existe. Por consiguiente, no puede sino consistir en la privación de la perfección debida. Y, por ser privación, para existir se apoya en el bien como en un sujeto. A partir de San Agustín, estas dos identificaciones: del ser con el bien, y del mal con la privación del bien (y, por tanto, privación de ser o de realidad), las encontraremos frecuentemente repetidas por los pensadores medievales. Conviene distinguir entre las diferentes clases de males: 1. El mal metafísico (seres creados por Dios), supone una imperfección ontológica con respecto a Dios, que es el Sumo Bien. Los seres creados al ser 2. Los males físicos o naturales no son propiamente males, según San Agustín, sino privaciones queridas por Dios en vistas del bien total del universo. Lic. Cynthia Yañez González
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3. El único mal verdadero es el mal moral, el pecado, que procede de la libre voluntad de las criaturas racionales. La voluntad humana, considerada en sí misma, es buena, y el libre albedrío es un bien y condición para alcanzar la felicidad. Sin embargo, la voluntad creada es falible, se puede equivocar, y el ejercicio del libre albedrío comporta el riesgo del pecado. Por consiguiente, la voluntad libre se hace mala cuando está privada del orden debido. La existencia de la libre voluntad figura entre las evidencias de la conciencia que nadie puede negar. La voluntad es psicológica y moralmente libre: libre albedrío significa capacidad de elegir independientemente de los motivos. El desear es una posibilidad del hombre. Representa un don bueno de Dios, pero es un medium bonum, un bien medio, puesto que se puede abusar de la voluntad. Ella recibe su calificación más precisa del objeto por el que opta y de la decisión personal que dicha opción conlleva. Por ello la voluntad es la única causa del mal; en la libre opción admite la llamada de Dios o deniega la respuesta que él demanda de ella. La gracia funda al hombre en la libertad, lo libra del mal y lo conduce al bien, del mismo modo que la iluminación funda al hombre en la verdad y lo libra del error. Sólo que la iluminación les es dada a todos los hombres y la gracia procede de la libre determinación de Dios ______________________________________ Resumen elaborado por Guillermo Villaverde http://www.filosofia.net/materiales/sofiafilia/hf/soff_em_1.html, obtenido el 08 de marzo del 2015 INSTRUCCIONES: Después de leer la postura de Agustín de Hipona elabora las siguientes actividades: Actividades Fecha de entrega 1. Elabore un mapa conceptual sobre la propuesta de Agustín sobre el conocimiento 2. Elabore un cuadro sinóptico que explique la prueba de Agustín ante la existencia de Dios. 3. Elabore un cartel grafico sobre la felicidad y su importancia en la vida ética del hombre.
Firma del alumno
Lic. Cynthia Yañez González
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