Amalia Signorelli
AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
ANTROPOLOGíA Colección dirigida por M. Jesús Buxó
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ANTROPOLOGÍA URBANA
Prólogo de Néstor Garcia Canclini Epílogo de Raúl Nieto Calleja
CJiA UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANA -- _." -
ltlItIW IZTAPALAPA División d9 Ciencias SocIales y Hl.nlaridades
Antropología urbana I Amalia Signorelli ; prólogo de Néstor García Cancl¡n¡ ; epílogo de Raúl Nielo Calleja. - Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial ; México: Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa. 1999 XVI + 252 p. ; 20 cm. - (Autores, Textos y Temas. Antmpología; 35) Bibliografía p. 239-250 ISBN 84-7658-562-4
l. Antropología urbana 2. Ciudades - Investigación I. Carera Canclhu, N., pro JI. Nieto Calleja, R., ep. IIl. Untvcrsídad Autónoma Metropolitana - Iztupalupa (México) IV. Título V. Colección 572.9
cultura Libre Título original: Antropología urbana (Guerini Studio. Milán, 1996) Traducción del italiano: Angela Giglia y Cristina Albarrán F. Primera edición: 1999 iD Amalia Signorelli, 1999 © UAM-Iztapalapa. División de Ciencias Sociales y Humanidades, 1999 © Anthropos Editorial, 1999 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) En eocdición con la División de Ciencias Sociales y Humanidades. Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, México ISBN: 84-7658-562-4 Depósito legal: B. 39.365-1999 Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Ediroríales (Naríño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96 Impresión: Edim. S.c.c.L. Badajoz, 147, Barcelona
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A Lucillo, por la confianza A Giacomo y Margherita por la esperanza
PRÓLOGO
UN LIBRO PARA REPENSAR NUESTRAS CIUDADES
Néstor Carda Canclini"
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¿Por qué Italia, que tiene la red de ciudades más antigua y sólida de Europa, pregunta Amalia Signorelli, posee muy pocas investigaciones de antropología urbana? Esta interrogación hace eco en América Latina y España. Pese a contar con ciudades famosas por su patrimonio histórico, su acelerado desarrollo industrial o su catastrófico crecimiento Y, a veces, por reunir los tres signos de celebridad, son muy recientes los estudios antropológicos sobre Madrid, Barcelona, Buenos Aires, México y Sao Paulo. Existen sobre estas urbes valiosas investigaciones demográficas, urbanísticas y de movimientos sociales, algunas de las cuales, como las de Manuel Castells, renovaron la teoría mundial sobre ciudades. Pero los antropólogos, en general, salvo destacadas excepciones, han llegado a última hora al medio urbano. Del mismo modo que en Italia y en otros países, los estudios antropológicos latinoamericanos se concentraron en lo rural. Cuando comenzaron a ocuparse de las ciudades las miraban * Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana de México.
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corno destino de las migraciones, o por lo que se perdía en ellas de la vida campesina y tradicional. En el área anglosajona los antropólogos iniciaron más temprano la exploración urbana, corno recuerda Signorelli al valorar las Escuelas de Chicago y Manchester, y el interés de algunos de ellos, por ejemplo Robert Redfield, por América Latina abrió antecedentes en nuestra región. Pero las ciudades y la misma investigación antropológica han tenido tales transformaciones que sus trabajos tienen apenas el mérito de haber sido precursores. Basta pensar en cómo ha cambiado el significado y la importancia de lo urbano desde 1900, cuando sólo el cuatro por ciento de la población mundial vivía en ciudades, hasta la actualidad, en que éstas alojan a la mitad de los habitantes del planeta. La alteración es aún más radical en ciertas zonas periféricas, como América Latina, donde el setenta por ciento de las personas reside en conglomerados urbanos. Como esta expansión de las ciudades se debe en buena parte a la migración de campesinos e indígenas, esos conjuntos sociales a los que clásicamente se dedicaban los antropólogos ahora se encuentran en las urbes. En ellas se producen y cambian sus tradiciones, se desenvuelven los intercambios más complejos de la multietnicidad y otras formas de multiculturalidad. Según demuestra la autora de este libro, la antropología dispone de instrumentos calificados para entender los sistemas cognoscitivos y valorativos generados por contextos urbanos, las relaciones de su estructura actual con la historia, de la modernidad con las tradiciones. También para interpretar la articulación de factores económicos y culturales en sus transformaciones presentes, con una perspectiva distinta de otras ciencias sociales. Al interesarse particularmente por la diversidad que contienen las ciudades, la indagación antropológica permite salir de las generalizaciones homogeneizadoras habituales en los trabajos sociológicos, económicos y políticos que prefieren hablar de totalidades compactas, o reducen las diferencias a los indicadores gruesos de los censos y las encuestas. Cuando la metodología apunta a los grandes conjuntos oscurece la heterogeneidad étnica, de edades, entre hombres y mujeres, entre los comportamientos de un mismo sujeto que vive en una zona, trabaja en otra y se divierte en una tercera. Desde las investigaciones de la escuela de Chicago sabernos que es propio
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del horno urbanus entrar y salir continuamente de papeles diversos, pero para comprender este rasgo propio de la vida en la ciudad -y de los conflictos que suscita- es necesario explorar, en las interacciones ambivalentes de los sujetos y los grupos, las peripecias de la multiculturalidad. Se necesitan tanto los censos y estadísticas como la observación densa de lo que ocurre en los espacios productivos, residenciales y de consumo. La antropología irrumpe con fuerza en los últimos años en los estudios urbanos, en buena medida, por la preocupación de encontrar explicaciones para la desestructuración engendrada por la heterogeneidad sociocultural de las ciudades. Se ha vuelto difícil definir qué se entiende por ciudad, en palie por la variedad histórica de las ciudades (industriales y administrativas, capitales políticas y ciudades de servicios, ciudades puertos y turísticas), pero la complejidad se agudiza en grandes urbes que ni siquiera pueden reducirse a esas caracterizaciones monofuncionales. Signorelli coincide con varios autores al sostener que justamente la copresencia de muchas funciones y actividades es algo distintivo de la estructura urbana actual, y que esta flexibilidad en el desempeño de varias funciones se radicaliza en tanto la deslocalización de la producción diluye la correspondencia histórica entre ciudades y ciertos tipos de producción. Lancashire no es ya sinónimo mundial de la industria textil, ni Sheffield y Pittsburgh de siderurgia. Las manufacturas y los equipos electrónicos más avanzados pueden producirse tanto en las ciudades globales del primer mundo como en las de Brasil, México y el sudeste asiático. Esto ha traído, como sabemos, enormes desplazamientos de trabajadores y un replanteamiento de la separación entre ciudades del primer y tercer mundo. El último capítulo del libro se dedica, precisamente, a examinar la ciudad como foco de la economía de procesos migratorios. A propósito de lo que ocurre con los migrantes, como en las secciones que analizan el proceso de trabajo y los festejos deportivos, pone en evidencia la importancia de abarcar lo objetivo y lo subjetivo, la economía laboral o del consumo constituida por los «sacrificios» y las «ganancias». que es también «una economía de los sentimientos, de las relaciones, de la crisis y de la reconstitución de la ídentídad». La obra de Amalia Signorelli construye, así, junto a los coXI
nacimientos generados en el trabajo de campo, las posiciones teóricas con las cuales encontrar una vía entre el racionalismo urbanístico y sociológico, que imagina la ciudad como espacio abstracto, y el empirismo antropológico, a menudo limitado a descubrir las particularidades de lo concreto. Se trata de situar a «los hombres en el espacio y con la conciencia cultural de esa relación», Todo lo cual lleva a identificar la ubicación de diferentes hombres y mujeres, de grupos desiguales (arquitectos y pobladores, planificadores y usuarios) en las relaciones de poder que estructuran los usos del espacio y las representaciones sobre él.
cos progresistas en relación con las necesidades cotidianas de los trabajadores y pobladores urbanos. En el estudio sobre trabajadores en Nápoles, el análisis sutil y riguroso de las historias de vidas permite comprender cómo se construyen mediaciones entre sujetos individuales y colectivos. Aun «un documento modesto, periférico y tardío como esta autobiografía oral, contribuye a demostrar que la clase obrera ha sido no sólo una clase social, sino un sujeto colectivo en el sentido más pertinente del término». La información cualitativa, surgida de biografías personales, puede ser reveladora de procesos amplios en los que las urbes y las sociedades dirimen su futuro.
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3 ¿Cómo es una casa o una ciudad donde «se está bien»? Entend,er las discrepancias en las respuestas entre quienes proyectan, quienes administran y quienes habitan requiere algo más que una discusión técnica sobre necesidades. Supone la confrontación de concepciones culturales y estilos de vida. De este modo, la intervención antropológica amplía y remodela el objeto de estudio urbano. Pero para dialogar con las otras disciplinas que se ocupan de la ciudad, es necesario reformular también los estilos de hacer antropología. Hay que trascender la tendencia a practicar sólo antropología en la ciudad, como los qu~ elige~ est~dia~ en las urbes barrios aislados ~ pequeñas umdades imagmanamente autocontenidas, semejantes a pueblos campesinos, y realizar antropología de la ciudad, que abarque sus estructuras macrosociales. Esta discusión teórica está sostenida, o puesta en ejecución, en el presente libro con estudios sobre las casas campesinas y urbanas, de residentes permanentes y migrantes, las luchas por la vivienda en un suburbio de Roma y en otras partes de Italia. Como en otros textos de esta autora, dedicados al clientelismo o a las interacciones que ocurren en las ventanillas de servicios públicos, los estudios de caso tienen el propósito de sentar las bases o probar los enunciados teóricos, y a la vez plantear problemas políticos: aquí se quiere averiguar cómo debe encararse la cuestión de la vivienda en Italia, cómo podrian volverse más productivas las estrategias macrosociales de los partidos polítiXII
No es común que en un libro europeo o estadounidense sobre cuestiones urbanas se hagan referencias detalladas a ciudades de América Latina, y se comparen con las de países metropolitanos. Además de mostrar cómo pueden articularse diversas escalas de análisis dentro de una nación en la investigación antropológica, Signorelli ha abierto a lo largo de su trabajo la antropología italiana y europea a la interacción con otras regiones. Si la autora de esta obra incorpora a su argumentación análisis comparativos del metro mexicano y el parisino, los imaginarios violentos en las metrópolis y en los países periféricos, así como la confrontación de ciudades europeas y norteamericanas, es porque ha ejercido una curiosidad etnográfica sistemática en sus periodos de residencia fuera de Europa. En México, donde dictó cursos en muchas instituciones y ejerció como asesora de las investigaciones del Programa de Estudios sobre Cultura Urbana de la Universidad Autónoma Metropolitana, tuvimos múltiples evidencias de la observación acuciosa que puede desarrollar, aun en pocas semanas, quien posee un largo entrenamiento de campo en sociedades diversas y deja que las novedades de otros países desafíen sus hábitos de comprensión. En la medida en que las diferencias no ocurren sólo entre lo urbano y lo rural, y en el interior de cada unidad, sino entre ciudades, manejar un repertorio amplio de estas diferencias es XlII
el primer requisito para dar consistencia a las conceptualizaciones urbanísticas que aspiran a teorizar en general. Amalia Signorelli eruiquece sus análisis novedosos sobre lo que es compatible e incompatible entre las principales escuelas de análisis urbano, ocupándose también de las recientes aportaciones francesas, y abriendo el examen antropológico a reforrnulaciones sociológicas (Castells, Harvey), a los estudios culturales (Hoggart, Williams) y a las revisiones posmodernas de las ciencias sociales. También esta ductilidad teórica y esta disponibilidad para nutrir su pensamiento en tradiciones nacionales diversa le aproxima a la multiculturalidad de las bibliografías latinoamericanas. A diferencia de tantos autores metropolitanos que citan casi exclusivamente a los de su país, o sólo lo producido en inglés, encontraremos aquí a Gerard Althabe y Marc Augé cerca de Ernesto de Martino, a Ian Chambers, Kevin Lynch y Richard Sennet puestos a dialogar con Jesús Martín Barbero y José Manuel Valenzuela.
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¿Morirán las ciudades? Entre los imaginarios urbanos, Signorelli presta especial atención a descripciones apocalípticas, libros proféticos y de ciencia ficción que auguran el fin de la vida urbana o una desintegración de la que habría que huir. Como hemos comprobado en varios estudios latinoamericanos (Silva, García Canclini-Castellanos-Rosas Mantecón), las ciudades no se forman sólo con casas y parques, calles, autopistas y señales de tránsito. También las hacen existir los planos que las inventan, las obras literarias, las películas y las imágenes televisivas que las representan e imaginan. Este libro reconoce que ocuparse de las ciudades contemporáneas requiere hablar también de aglomeraciones en las que se extravía la experiencia unificada de la ciudad, catástrofes ecológicas, el descenso demográfico en muchas de ellas, «el urbanismo sin urbanidad» de pueblos conectados electrónicamente y donde los trabajos se harían por tele-cottages, desde las casas, sin reunirse en centros laborales. La vulnerabilidad urbana y el sentimiento de catástrofe fueXIV
ron explorados por la autora al estudiar lo que sucedió en Pozzuoli, ciudad cercana a Nápoles sometida a bradisismos, un tipo particular de movimiento y hundimiento lento de la tierra, a veces imperceptible, que después de varios meses produce daños semejantes a los temblores súbitos. ¿Cómo viven esta crisis los dueños de las casas, los empleados y obreros, los especuladores y los que encuentran vida en las ruinas del anfiteatro de la ciudad, en tanto su valor cultural y científico permite hacer algo con lo que queda? Así la antropología exhibe, a propósito de los imaginarios y de los usos ocasionales de desastres, los diversos sentidos de lo urbano manifestados por quienes buscan comercializar el espacio y quienes, ante la pérdida o el riesgo, toman conciencia de su valor. Sin embargo, esta reflexión sobre los límites y peligros de las ciudades no se complace en la melancolía de lo terminal, como tampoco lo que escribe sobre migraciones y rnulticulturalidad se desliza por las generalizaciones indiferenciadas del nomadismo. Estos temas fronterizos, en los que se juega el futuro de las ciudades, son elaborados con disciplina investigativa y con la preocupación política de quien ha compartido la docencia y la exploración científica con responsabilidades públicas en el gobierno de Nápoles. Esta obra de Amalia Signorelli, con su atención simultánea a lo micro y macrourbano, al conocimiento científico que puede ayudar a construir prácticas políticas donde se vincule lo abstracto y lo concreto, contribuye a repensar los procesos de democratización urbana. Dos de las mayores ciudades latinoamericanas (Buenos Aires y México) eligieron por primera vez en la segunda mitad de los años noventa, en forma directa, a sus gobernantes. En otras, los alcaldes se preguntan cómo hacer participar a los ciudadanos para enfrentar conjuntamente los dramas de la inseguridad y de la ecología. Cuando los Estados nacionales ven debilitada su capacidad de convocatoria y administración de lo público, las ciudades resurgen como escenarios estratégicos para el avance de nuevas formas de ciudadanía con referentes más «concretos» y manejables que los de las abstracciones nacionales. Además, los centros urbanos, especialmente i~~'megaiÓpoHs, se constituyen como soportes de la participación en los flujos transnacionales de bienes, ideas, imágenes y personas. Lo que se escapa del ejercicio ciudadano XV
en las decisiones transnacionales pareciera recuperarse, en cierta medida, en las arenas locales vinculadas a los lugares de residencia, trabajo y consumo. En esta dirección, es posible decir que este libro puede interesar no sólo a antropólogos, sociólogos y planificadores urbanos, sino también a ciudadanos que quieran ser algo más que espectadores que votan.
AGRADECIMIENTOS
Bibliografía ALTHABE, Gerard, el al.: Urbaninuion el enjeux quotidiens, París, Anthropos, 1985. CASTELLS, Manuel: La ciudad iníormacíonal, Madrid, Alianza, 1995. CATEDRA, María: Un santo para una ciudad, Barcelona, Ariel, 1997. GARCtA CANCLINI, Néstor, Alejandro CASTELLANOS y Ana ROSAS MANTECÓN (coords.): La ciudad de los viajeros. Travestas e imaginarios urbanos: México, 1940-2000, México, Grijalbo-UAM, 1996. LYNCH, Kevin: La imagen de la ciudad, México-Barcelona, Gustavo Gili, 1984. SENNET, Richard: The conscience of the eye. The design and sociallife of cities, NuevaYork,AlfredKnopf 1992. SILVA, Armando: Imaginarios urbanos. Bogotá y Sao Paulo: cultura y comunicación urbana en América Latina, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1992. VALENZUELA, José Manuel: A la brava ése. Cholos, punks, chavos banda. Tijuana, El Colegio de la Frontera Norte, 1988.
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Han pasado muchos años desde que algunas personas pensaron que el encuentro entre la antropología y las ciudades pudiese revelarse productivo y me animaron a intentarlo. Me es grato reconocer mi deuda hacia ellas. Guido Cantalamessa Carboni y Vittorio Lanternari, antropólogos; Fabrizio Giovenale, Sara Rossi, Paola Coppola Pignatelli, Franco Girardi, arquitectos y urbanistas. Si el encuentro no ha dado todos los hutas que entonces esperábamos, la responsabilidad es sólo mía. A Carlo Tullio Altan, Néstor García Canclini, a Gérard Althabe estoy agradecida por haberme ofrecido bellas ocasiones para pensar y para aprender. A todos aquellos que en estos años han trabajado conmigo en la Universidad de Nápoles, Federico Il, soy deudora de la posibilidad misma de escribir este libro. Agradezco por el trabajo que hicimos juntos a Lello Mazzacane, Gianfranca Ranisío, Gabriella Pazzanese, Alberto Baldi, Raffaella Palladino, Giuseppe Gaeta, Rosa Arena, Rosanna Romano, Giuliano Romano, Ornella Calderaro y sobre todo a Angela Giglia, Adele Miranda y Paola Massa, inteligentes y apasionadas interlocutoras de un diálogo enriquecedor para mí en primer lugar. Carmíne Amodio y Fulvia D'Aloisio me asistieron en la preparación del manuscrito con la disponibilidad que merece, a
ellos mi gratitud. Los límites de este trabajo que sólo a rnf me pertenecen, no eliminan la deuda que tengo con todos aquellos que aquí he mencionado. Junto a ellos quiero agradecer a Dina D'Ayala, ingeniero, que me enseñó a mirar y a escuchar lo que está construido y sigue sabiéndolo hacer mucho mejor que yo. Nápolcs, febrero de 1996
PRIMERA PARTE
PROBLEMAS
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CAPITULO PRIMERO
UN RECORRIDO DE BÚSQUEDA E INVESTIGACIÓN
Este libro nace de dos provocaciones. Ambas involuntarias, ambas demasiado pertinentes para no aceptarlas. He aquí la primera. Hace algunos años, en el contexto de una cuidadosa reseña de los estudios de antropología urbana en Italia, Angela Giglia señalaba «una sensible carencia en la fonnulación de una sólida problemática teórico-metodológica, que esté en condición, sobre la base de fundadas razones hist6rico-sociales, de motivar la opción hacia la investigación urbana y de precisar la naturaleza de la relación existente entre esta nueva orientación y la tradición de nuestros estudios, sea ésta una relación de filiación directa o de contraposición frontal» (Giglia, 1989:88). No hay nada que replicar, es una observación fundada. Formulado en términos explícitos, me hizo comprender que desde mucho antes, dos decenios por lo menos, también yo buscaba esa «sólida problemática teórico-metodológica), que tuviera sus fundamentos en la tradición de los estudios italianos y al mismo tiempo representara para ellos la apertura de una nueva vertiente de investigación. En el curso de esos años, ya había acumulado cierta cantidad de reflexión teórica; y también había llevado a cabo mucha investigación de campo, sola o con la ayuda de jóvenes colaboradores en Roma, Népoles, Pozzuoli y antes en Foggia. Cosenza, París, Nueva York y Ciudad de Méxi5
ca. De esta producción sólo se había publicado una parte. El desafío de Giglia me aclaró que por una parte, mi resistencia a publicar nacía justamente de la conciencia de que la sólida problemática teórico-metodológica sobre la que trabajaba aún estaba muy lejos de alcanzar la solidez ambicionada; por el otro, me hizo tomar conciencia de que ese proceso de maduración difícilmente podría realizarse sin la confrontación con otros investigadores interesados en la misma problemática. Este libro es y quiere ser precisamente esto: la preparación de un terreno de confrontación. En consecuencia, los temas propuestos son más numerosos que los desarrollados y se presentan objetos de investigación que a veces se indagan en profundidad y a veces apenas se sondean. No he intentado hacer una exposición sistemática de los problemas de la antropología urbana. Más bien he querido reordenar los fragmentos de un discurso singular, organizar en un diseño lo más unitario posible los trozos de un camino de investigación que se desarrolló entre interrogantes y perplejidades, entre aceleraciones y desaceleraciones; y que aún está lejos de cualquier forma de sistematización definitiva. La primera observación a hacer es ya casi ritual: a pesar de que Italia puede enorgullecerse de poseer la red de ciudades más antigua y sólida de Europa, a pesar de que la cultura italiana tradicionalmente ha valorizado la condición urbana respecto a la rural (Silverman, 1986), son muy pocas las investigaciones antropológicas sobre las ciudades italianas, tanto de autores italianos como de extranjeros. Ya en 1975 en esa especie de manifiesto de una posible nueva antropología que fue Beyond the Community (Boissevain y Friedl, 1975), Crump hacía observaciones sarcásticas sobre la imagen de Italia que habría podido extraerse de las investigaciones de comunidad realizadas en el ámbito de los Mediterranean Studies: un territorio de montañas áridas y valles sernidesiertos, con algunas aldeas perdidas habitadas por campesinos embrutecidos... Algunos años más tarde Kertzer retomó esa observación (Kertzer, 1983). Ciertamente la pasión de los investigadores anglosajones por las aldeas campesinas -c-esos objetos de investigación separables de cualquier contexto histórico, geográfico y político- puede explicarse por las tradiciones de las disciplinas (Saunders, 1995). Sin embargo, recientemente se ha propuesto la hipótesis de que la cons6
trucción de esa imagen de Italia (y de los demás países mediterráneos) tenia razones y finalidades políticas (Hauschild, 1995). También los estudios antropológicos italianos, por lo menos entre la década de 1950 y la de 1980 estuvieron fuertemente orientados en sentido, por así decirlo «ruralcéntrico»: no sólo porque se ocupaban casi exclusivamente del mundo rural, o más bien campesino; sino también porque miraban la ciudad misma desde el punto de vista del campo, como terminal, corno punto de llegada del proceso de desruralizacíón, de urbanización, de inmigración. I Podemos encontrar más de una razón para esta orientación de los investigadores italianos. Seguramente entre los factores operantes estuvieron la fidelidad a las tradiciones de la disciplina, la defensa de las divisiones académicas, la subordinación al modelo extranjero de los estudios de comunidad. Sin embargo, personalmente siempre he creído que el obstáculo más resistente era la presencia de dos prejuicios, de gran arraigo entre los intelectuales italianos ~y por consiguiente entre los antropólogos~ desde los años cincuenta, que sólo recientemente han entrado en crisis. El primero era el prejuicio «obrerista». La función de hacer o al menos guiar la revolución axiomáticamente atribuida al proletariado urbano industrial, hizo que se aceptaran tácitamente dos corolarios que tienen implicaciones sumamente graves en el plano antropológico: el primero afirmaba la coincidencia de la cultura obrera urbana con la cultura revolucionaria, de manera que la concepción del mundo y de la vida de los obreros se transformaría inevitablemente en conciencia de clase; por lo menos, todo lo que pudiera contener de heterogéneo o contradictorio respecto a una auténtica conciencia de clase debía ser considerado irrelevante y en vías de disolución, de desaparición; el segundo afirmaba que los demás estratos de la 1. La reseña de Giglia citada en el texto, da un cuadro cuidadoso del estado de las investigaciones de antropología urbana en Italia. Sucesivas a la reseña de Giglia se señalan: Tcruorí 1990, Sobrero 1992, la traducción de Hannerz en Italiano (1992). Un interés constante por las temáticas de la antropología de la complejidad y del «nosotros» lo muestran las revistas Ossirnori y Etnoantropotogia, Ambas iniciaron la publicación hace pocos años. Tradicionalmente. la revista La Ricerca Folklorica ha dado siempre espacio a temáticas «urbanas» y «complejas». En los últimos años parece estar encaminada también una producción de monografías sobre estos temas, algunos de los cuales cito en el texto.
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población urbana -industriales, artesanos, comerciantes, productores de servicios, empleados públicos o subproletarios, nativos o inmigrados- bajo la hegemonía de la clase obrera adquiririan también conciencia de clase o bien se confinarian o serian confinados en una progresiva y cada vez menos relevante condición de residuo. Hoy el prejuicio obrerista, más que estar superado, se ha vuelto obsoleto; sin embargo, en'función de la elaboración teórica que necesitamos, no es inútil reflexionar otra vez sobre el hecho que la cultura de la clase obrera, aun la de más antigua y sólida tradición (como la de cualquier otra clase), no ha sido jamás un granítico y limpio monolito clasista, y esto no tanto por cuestiones de persistencia de las tradiciones o de tiempos largos de la dinámica de la mentalidad; sino porque las relaciones de clase en ningún momento han sido limpias y rigidamente monolíticas y siempre han sido condicionadas por una vasta gama de mediaciones, que excluyen el nivel cultural, sino que más bien lo han escogido a menudo como terreno electivo. Asimismo el otro corolario merece todavía un momento de reflexión, pese a que también ello parece pertenecer más al pasado que a la actualidad: los otros estratos de la población urbana no estaban dispuestos a identificarse y ni siquiera a dejarse hegemonizar demasiado fácilmente por el proletariado de la gran industria, Las diferencias en los roles productivos generaban (y aún generan) conocimientos y valores diferentes, diversos mapas cognoscitivos y una diversa autopercepción, que sólo en circunstancias particulares y por periodos determinados se funden armónicamente. Para determinadas acciones y reivindicaciones, para obtener determinados objetivos, algunas de estas clases han también aceptado la famosa función de guía de la clase obrera, pero siempre por decirlo así pro tempore e sub condicione, mientras que su misma existencia y el interactuar que de ella deriva en la cotidianidad, antes que a nivel político, no podían a su vez no tener efecto en la misma cultura obrera. Pero de toda esta compleja dinámica cultural y social poco se ha observado y registrado en los años pasados. En algunas ocasiones se recunió a la influencia de los grandes eventos internacionales para dar cuenta de transformaciones que a partir del prejuicio obrerista parecían inexplicables, o se les relegó como imprevisibles. 8
El otro prejuicio que retrasa los estudios de antropología urbana es el prejuicio antiurbano. A partir de los años sesenta en Italia la critica de la sociedad capitalista asumió frecuentemente la forma de una critica de la ciudad, considerada el lugar por excelencia no sólo de la explotación capitalista sino también de la enajenación consumista. Paralelamente se desarrolló una abundante literatura «neo-arcádica», pseudo-demológica, evasiva e idealista, que identificaba a menudo desenvueltamente sociedad rural, cultura campesina, protesta y la posibilidad de encontrar una estrategia antienajenación en la llamada recuperación de las raíces. En el rechazo de la ciudad como objeto de estudio, convergían tanto folcloristas como etnólogos de la escuela tradicional, que veían en el interés por la cultura urbana una peligrosa tendencia «sociologizante», como los nuevos teóricos del «folclore» como «cultura de protesta», que se remontaban a Gramsci y a De Martina, simplificando una lectura de estos dos autores propuesta por Lombardi Satriani (1974). Este último señalaba el carácter objetivamente, estaría tentada a decir pasivamente de oposición de la cultura folclórica, que por el sólo hecho de estar presente y operante en la sociedad, atestigua los límites de la hegemonía ejercitada por la cultura dominante. Entre este rol de señal de un límite, y el rol de contracultura activa que al folclore venía atribuido, no hay sólo una grande distancia, sino también un gran mal entendido. De todos modos para los paladines del folclore como cultura de protesta, la ciudad es vista por definición como el lugar del desarraigo, de la pérdida de todo carácter cultural originario y específico, de la enajenación cultural y de la homologación, Vale la pena observar que ni siquiera Pasolini se sustrae a esta visión, al mismo tiempo maniquea e histórica. Desde luego, la ciudad es un objeto invisible desde la perspectiva de la realidad rural, y con las herramientas conceptuales construidas para el estudio de la cultura campesina. Una antropología enfocada en el mundo campesino busca en la ciudad, conscientemente o no, aquellas que hasta hace algunos años en Italia se llamaban supervivencias precapitalistas en contextos urbano-industriales; esta perspectiva llega casi a converger, pero no a coincidir, con la que en los EE.UU. se ha denominado antropologfa en la ciudad (Goóde, 1989).
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Considero que la antropología urbana tiene una tarea distinta: se trata de ocuparse de concepciones del mundo y de la vida, de sistemas cognoscitivo-valorativos elaborados en y por contextos urbanos; contextos industriales y postindustriales, capitaÍístas o poscolonialistas o posreal socialistas o más bien globalizados y a punto de ser virtualizados. Forma parte de mi hipótesis la idea que aquellas concepciones y aquellos sistemas cognoscítívo-valoratívos engloben muchas «sobrevivencias precapitalístas»: más no como inhertes reliquias o despojos, sino como elementos activos de las dinámicas culturales, de los sincretismos y de las hibridaciones, de las transformaciones, de la refuncíonalizacíón, de la resemantización y de las revaloraciones que se entretejen en todo proceso de producción cultural (Canc1ini, 1989; Signorelli. 1983). Este planteamiento se refiere a la «antropología de la ciudad», la otra orientación que por muchos años ha sido dominante en los estudios de antropología urbana en ambiente anglosajón (Leeds, 1973; Eames y Goode, 1977). Es posible entender la antropología de la ciudad en dos formas diversas. Según un enfoque que se remonta a la Escuela de Chicago, se puede considerar la ciudad como una variable independiente: compleja realidad caracterizada por las grandes dimensiones, por la densidad de la población y por la heterogeneidad, que determina comportamientos y mentalidad, reagrupamientos y separaciones, colaboración y competencia: es, en suma, concebida «ecológícamente» como una realidad que incorpora a quien la vive integrándolo en un sistema que se autocondiciona. La misma Goode, Magubane (1973), Rollwagen (1980) y numerosos autores americanos han criticado desde hace muchos años esa hipótesis, llamando la atención sobre la existencia de sistemas económico-políticos --en el ámbito nacional y sobrenacíonal, por los cuales las ciudades son fuertemente condicionadas. Rollwagen, por ejemplo, hace un llamado explícito a los análisis del sistema mundo de Immanuel Wa!lerstein. También Castells (1974) ha estado entre los más severos criticas de la hipótesis ecologista, señalando como son las relaciones sociales y particularmente las relaciones de producción en determinar las ciudades y no viceversa. Se trata de criticas que en gran parte comparto. Creo que permanece todavía un problema, con relación al cuál se puede hablar de un segundo modo de entender la antropología de la ciudad. 10
Partiré de un ejemplo: hace algunos años en Roma, con intenciones críticas hacia la administración comunal, se acostumbraba a decir: «El Coliseo se ha vuelto una glorieta». Afirmación que no tenía nada de paradójico. Efectivamente, el tráfico había sido regulado de ta! modo que el Coliseo funcionaba como el gigantesco arriate de una macroscópica rotación; y para los turistas y visitantes que querían llegar al monumento era difícil y peligroso atravesar el casi ininterrumpido flujo de automóviles. El episodio puede ser comentado de muchas formas. Mi pregunta es: ¿cuál es la diferencia (si la hay) entre circular alrededor de un arriate común y corriente y circular alrededor del Coliseo? En otras palabras: el Coliseo es sin duda un producto humano, mientras que los seres humanos no son producto del Coliseo. Sin embargo, una vez que el Coliseo ha sido producido, está allí en toda su relevancia funcional y simbólica. ¿Con qué efectos? Como mínimo, podemos observar que la afirmación «aquel arriate es un separa tráfico» activa un campo semántico y afectivo bien distinto de la afirmación «el Coliseo es un separatráfíco»: lo cual nos autoriza a pensar que los sujetos implicados perciben el Coliseo como algo diferente de un amate. En substancia, es éste el problema que se presenta no sólo para un monumento, sino para toda la ciudad y para cada ciudad. Producidas por los seres humanos, ¿cómo entran las ciudades en los procesos de producción y reproducción de la condición humana? La pregunta no es nueva, desde luego. La investigación de una respuesta, que sea pertinente en sentido antropológico, es otra forma de decir cuál es el objetivo de este libro. Objetivo ideal. Por el momento conformémonos con observaciones de alcance más modesto, ligadas a datos empíricamente controlables. Conviene enfocar mejor el término mismo, el concepto de ciudad. La comparación histórico-geográfica muestra qué tan diferentes son entre ellas, y cómo siempre lo han estado, las ciudades. Tan diferentes, que construir una tipología de ciudades parece o excesivamente simplificador o imposible. Es más útil, como ha sido recientemente propuesto,' intentar especificar los modelos de ciudad que caracterizan las diversas áreas del globo, identificables, estas últimas, según criterios histórico-geográficos (Rossi. 1987). 11
A partir de esta propuesta, quisiera señalar algunas características socio-culturales que contribuyen a delinear un modelo posible de la ciudad italiana actual, más allá de todas las diferencias que también persisten entre las ciudades de la península, por ejemplo Milán y Matera. Excepto quizá Latina, las ciudades italianas tienen todas una historia plurisecular, a menudo plurimilenaria. Casi todas conservan huellas del pasado en su diseño urbano, en sus monumentos y palacios, en algunas ocasiones y festividades y en algunas usanzas definidas como tradicionales. Es esta antigüedad de las ciudades, un dato tan generalizado y arraigado en Italia que se ha vuelto invisible, dóxico, diría Bourdieu. En cambio hay que volver a problematizarlo, por lo menos para medir que tan lejos en el tiempo está arraigada en la cultura italiana la distinción entre ciudad y campo y la convicción de la superioridad de la primera sobre el segundo. Esta distinción y esta convicción, tan generales en Italia, aunque diferenciadas a nivel local, llegaron a confrontarse con dos procesos, cuyo génesis, escala y efectos trascendían no sólo a las ciudades, sino al entero sistema urbano italiano. - El primero de estos procesos ha remodelado completamente la relación tradicional entre ciudad y campo a través de las migraciones, el urbanismo y la urbanización del campo (Signorelli, 1995). - El segundo ha redefinido radicalmente el papel central que las ciudades teman respecto a sus territorios, a causa del proceso de masificación que ha embestido contra la producción material y cultural, la circulación de los seres humanos y de las ideas, los éonsumos y el tiempo libre (Lanaro, 1992; Ginsburg, 1989; Forgacs. 1990: 265 ss.). Ciudades antiguas, habitadas por un alto porcentaje de inurbanos recientes y embestidas por un violento proceso de masificación: ¿es esto el modelo de las ciudades italianas al final del siglo xx? Es éste de todos modos el modelo interpretativo que he intentado profundizar en la primera y segunda parte de este libro y poner a prueba en las investigaciones presentadas en la tercera parte. Alberto Sobrero fue el autor igualmente involuntario de la 12
segunda provocación, que además es doble. En la conclusión de su esmerada reseña de las teorías de la antropología de la ciudad, Sobrero toma distancia con respecto al «entusiasmo de método de ciertos autores posmodernos» y hace propia la convicción de Lynch que «lo desconocido debe poseer en sí mismo alguna forma que pueda ser explorada y poco a poco también aprendida», y «la sensación que el caos completo sin indicio alguno de conexión nunca es agradable». «En realidad -agrega Sobrero- basta escuchar las voces que corren para entender hasta qué punto "la periferia" de nuestro vivir urbano sea productiva de diferencias y hasta qué punto es urgente regresar a no hablar más sólo en términos imaginarios» (Sobrero, 1992: 234). Encuentro en este párrafo dos estímulos: el primero de orden epistemológico, y el segundo de orden teórico. Jamás he compartido el entusiasmo «interpretativo» que ha contagiado a más de un antropólogo italiano en los años recientes. Pero no porque no reconozca fundamento a muchos de los problemas que la antropología interpretativa ha puesto sobre la mesa: mas bien porque como alumna de Ernesto de Martina aquellos problemas me eran familiares «desde siempre». Estaban incorporados, si puedo usar esta expresión, en la problemática demartiniana desde el inicio de sus primeras formulaciones, ya con la idea de que son las categorías que los occidentales utilizan al realizar investigación, al colocar a los (primitivos» fuera de la historia, al hacerlos «objetos de la naturaleza». En toda la producción demartiniana, el problema regresa insistentemente, como rechazo de la doctrina positivista que naturaliza a los otros, pero también del relativismo absoluto que los postula como desconocidos. En el rechazo demartiniano a aceptar el desconocimiento del otro está incorporado también la dimensión ética, ya que se considera la comprensión del otro como la condición para «ir más allá» de los límites del humanismo occidental, para fundar y garantizar un nuevo, y más humano, «estar en el mundo». La posición demartiniana está muy lejos del optimismo voluntarista y hedonista que trasparenta desde la posición de Lynch: el conocimiento del otro es para de Martina un dardo que pone en crisis nuestras capacidades cognoscitivas y nuestras certezas morales; al mismo tiempo es una tarea que no puede ser eludida. Creo que a partir de sus convicciones de
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Martina difícilmente habría apreciado la propuesta de utilizar el texto como salida de la «paradoja del encuentro etnográfico». Dado que las categorias del pensamiento occidental «entran en acción» no s610 «en el acto de sorprender en vivo un fenómeno cultural "ajeno"», sino también «en el discurso etnográfico que lo describe» (de Martina, 1997: 390), cualquier texto producido por antropólogos no se substrae al etnocentrismo de sus categonas, mientras que los textos producidos por los indígenas no son para el antropólogo menos «ajenos» que los comportamientos que él observa. También si aceptamos la idea de la cultura como texto, el problema es siempre el mismo: el de los modos de la interpretación transcultural o, como gusta decir ahora, de la traducción de una cultura en los términos de otra (Clemente Dei, 1993). No sé si la formulación del problema en términos de análisis del texto 10 haga de más fácil solución respecto a la vieja formulación en términos epistemológicos. Personalmente he intentado hacer mía la propuesta demarliana: La «doble tematización de lo propio y de lo ajeno», la «comparación sistemática y explícita entre la historia que documentan estos [de lo ajeno] comportamientos y la historia cultural occidental que está sedimentada en las categorías del etnógrafo empleadas para observarlas, describirlas e interpretarlas» (de Martina, 1977: 391). Por una parte «el preciso y fatigoso interrogar e interrogarse respecto al carácter y las razones, en cuanto al génesis, la estructura y la función del comportamiento cultural ajeno que el etnógrafo entiende argumentar» (ibíd.: 393), por otra parte «el empleo no dogmático de categonas interpretativas occidentales, es decir, un uso critico, controlado por el conocimiento explícito del génesis histórico occidental de esas categorías y por la exigencia de ampliar y plasmar su significado mediante la confrontación con otros Inundas histórico-culturales» (ibíd.: 395). Siempre me han parecido indicaciones suficientes (¡más que suficientes!) para, como dice Lynch, explorar las formas de lo no conocido: que yo haya logrado utilizarlas correctamente, es obviamente otro discurso. En el pasaje que he citado (y que me ha estimulado precisamente por la multiplicidad de sus implicaciones), Sobrero propone otro problema. Es urgente, él dice, volver a hablar de las diferencias no sólo como productos de lo imaginario. Recorriendo las reflexiones y las investigaciones que en estos años
he dedicado a la ciudad, me he dado cuenta que no he hablado jamás de las diferencias como productos de los imaginarios. Las he tomado siempre en consideración como el producto de la dialéctica entre el imaginario de los sujetos (incluyendo el mío) y las relaciones entre los sujetos. He hipotetizado que la relación, cualquier relación entre sujetos, implique un algo más, no reductible a las representaciones y evaluaciones que los sujetos dan sobre la misma. Me he dado cuenta también de que la tentativa de tornar ese algo, de explicitarlo y analizarlo, me ha conducido a un tipo de práctica teórica en los últimos a110s del todo obsoleta: me ha empujado a pensar «fuerte». Quiero decir que me he encontrado en la necesidad de apelar a una jerarquizaci6n y a una terminología no sólo objetivantes, sino estructuradas; con las cuáles he trabajado para tomar no sólo indicios, cruces, sombras y márgenes, sino nexos: espaciales, temporales, genéticos, causales. ¿Era inevitable?, no lo sé. No estada segura en afirmar ni que pensar fuerte significa pensar bien, ni que pensar bien significa pensar fuerte. De cualquier Iorma se trata de un trabajo de antropóloga. Porque habitantes de las aldeas, sobrevivientes de los terremotos, obreros de industrias metalúrgicas, carpinteros, aficionados del fútbol y emigrantes son sin duda «otros», diferentes con respecto a mí, y me han mostrado claramente al considerarme «otra, diferente de ellos». El objetivo era tematizar estos encuentros.
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CAPITULO SEGUNDO
CIUDAD Y DIVERSIDAD
En el repertorio de palabras y frases que cada uno de nosotros que hablamos en italiano usa cotidianamente, hay algunas de notable interés para la antropología urbana. Por ejemplo, decimos: «aquel señor es una persona civilizada», «ha dado pruebas de gran urbanidad», «se ve inmediatamente que es un villano», y así sucesivamente. Se trata de términos diversos por etimologías e historia, pero unidos por el hecho de que, históricamente, todos derivan su significado de la supuesta procedencia tenitorial de la persona de quién se habla: civil y urbano son términos que remontan a una procedencia citadina, «maleducado» «villano» y «tonto» son términos que remontan a una procedencia campesina. Aun si ya nosotros los usamos sin darnos cuenta de su significado original. Para la antropología, estas formas de decir son buenos indicios. Obviamente, atestiguan de un prejuicio etnocéntrlco antirural (civil y urbano implican un juicio positivo; maleducado y villano un juicio negativo) y se revelan por esto como seguramente nacidas en las ciudades (y en ciudades donde el desprecio por los campesinos debía tener su fundamento en la estructura productiva y en las relaciones sociales y políticas entre ciudad y campo). Por otra parte, al desprecio de los ciudadanos hacia los campesinos correspondía, como muchos proverbios lo demuestran, un juicio no menos negativo, aunque si de diversa 16
índole, de los campesinos sobre los ciudadanos, considerados cínicos, áridos, desconfiados, enredosos, etc. Mas la primera cosa que resulta interesante para el antropólogo es que estos juicios (o pre-juicios) cruzados atestiguan ante todo una percepción recíproca de diversidad. Los ciudadanos se percibían (¿se perciben?) diferentes de los campesinos y viceversa, los campesinos se percibían (¿se perciben?) diferentes de los ciudadanos. Esta simple constatación abre el camino a interrogantes de clásica pertenencia antropológica: ¿Diferentes cómo? ¿Diferentes en qué? ¿A causa de qué? ¿Con que consecuencias? De nuestros ejemplos podemos obtener aún otros indicios. El primero muy importante, es el siguiente: la diversidad parece ser una realidad relacional; en otras palabras nos percibimos y/o somos percibidos diversos sólo en relación a alguien. Se debe todavía observar como, al menos en el caso examinado, la percepción de la diversidad lleva a una jerarquización, a una colocación diferenciada en la escala de valores. En efecto, el juicio implícito contenido en las frases antes mencionadas no es ~(somos diferentes unos de otros, pero equivalentes», sino «ellos (los campesinos, los maleducados) son diferentes de nosotros y por lo tanto inferiores». Y de la parte opuesta: «Ellos, los ciudadanos, son diferentes de nosotros y por lo tanto peores». Y, finalmente, mas no es la observación menos importante, como la diversidad es relacional se debe preguntar ¿existirían los diferentes, si no fueran otros a pensarlos, a verlos, a tratarlos como diferentes? El antropólogo francés Gérard Althabe habla en efecto de la «producción de otros como diferentes» (Althabe, 1990). Detengámonos un momento sobre esta fórmula. Ella subraya, como acabamos de decir, el aspecto relacional de la diversidad: se es diferente siempre en relación y en comparación con alguien. Pero el uso del verbo «producir» implica también otra idea: si un sujeto social (individual o colectivo) produce otros sujetos sociales como diferentes, esto conlleva que él puede producirlos como diversos; en otras palabras, él controla las condiciones (sociales, económicas y culturales), que le permiten definir al otro como diverso y de tratarlo como tal. A este punto, activadas las condiciones que producen la diversidad, esta última se vuelve real, en el sentido de que se concreta en una serie
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de vínculos y condiciones a las cuales el sujeto definido como diverso debe uniformar sus propios comportamientos. Así si tomamos en consideración la relación entre ciudadanos y campesinos y la miramos con perspectiva histórica, es bastante evidente que, a partir de un recíproco percibirse como diferentes y como mejores/peores, inferiores/superiores. ha sido el juicio de los ciudadanos el que viene a imponerse, a volverse paradigmático, a prevalecer históricamente: la condición civilizada y la urbanidad se vuelven el modelo al cual todos tuvieron que conformarse, ciudadanos y campesinos, a costa de la marginación de la que ha sido llamada, no por casualidad, «consorcio civil», En las ciudades, los procesos concretos de producción de la diversidad se presentan en formas complejas y, en absoluto, lineales. Un ejemplo puede aclarar mejor este punto. La ciudad de México, exterminada aglomeración urbana, cuya población es de casi 20 millones de habitantes, posee un excelente sistema de transporte urbano, construido con base en un proyecto elaborado por el mismo equipo de técnicos que atiende el metro de París. Yen efecto algunas similitudes estructurales entre las dos redes se notan. Pero hay una diferencia: en el metro parisino, las estaciones están indicadas con su nombre escrito; en el metro mexicano el nombre de cada estación está flanqueado por un diseño estilizado muy simple, que evoca el nombre de la estación, por ejemplo: «Viveros» está señalado por un árbol, «Emiliano Zapata» por un sombrero de ala larga, «Universidad" por el logotipo, simplificado, de la Universidad Nacional Autónoma de México, etc. Como los nombres en las estaciones parisinas, así los símbolos gráficos de las estaciones mexicanas son repetidos más veces, en tamaños diversos, en los tableros, en las flechas direccionales, en los displays. ¿Cuál es el efecto que esta situación produce? 1 l. Como contribución al análisis de la subjetividad del antropólogo en el terreno, quiero relatar lo siguiente. Por un tiempo, un mes o más, abordé el metro de la Ciudad de México, orientándome «automáticamente» en las indicaciones escritas y prestando a los diseños la escasa atención que se presta a las decoraciones banales de cualquier ambiente público. La constatación (mucho más natural en una «intelectual» como yo) que a pesar de los recorridos larguísimos, se ve poca gente leer en el metro mexicano en comparación al metro parisino o londinense, me puso en la pista del alfabetismo. Una vez entendido para que sirven los diseños, he comenzado a usarlos yo también
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Pensado y concebido para usuarios que en buena medida son analfabetos, el metro mexicano considera a los analfabetos como normales, como usuarios iguales a los demás usuarios; Mientras el metro parisino trata a los usuarios analfabetos (¡que hay también en Parísl) como diferentes, por ser incapaces de usar el sistema de transporte con la seguridad y la desenvoltura de quien sabe leer, por estar obligados a pedir información a los otros pasajeros y, por lo tanto, a establecer con estos últimos una relación de dependencia, de subordinación evidente en un contexto en el cual la relación personal y la comunicación verbal no están previstas y son toleradas con molestia. Las administraciones de los transportes públicos de las dos ciudades, operando selecciones diversas han producido o no una categona de diversos. Sin embargo, se puede profundizar esta observación reflexionando sobre los efectos, de medio y largo período, producidos por las diferentes políticas de transportes públicos. El metro parisino puede ser usado con facilidad sólo por quien sabe leer, se vuelve para los habitantes de la ciudad un estímulo, mejor dicho, una especie de constricción externa a la alfabetización. No es la (mica, pero ciertamente es una de las muchas condiciones de la vida urbana, y no la menos eficaz, que, necesariamente interiorizada por cualquiera que viva en París. lo convenza que saber leer y' escribir no sólo es útil e indispensable sino que, en cierto sentido, es obvio, es una característica normal del ciudadano. El metro de la Ciudad de México opera en sentido contrario. Al permitir la experiencia del viaje dentro de la ciudad también a quien no sabe leer, hace obvia y normal la condición del ciudadano analfabeto. El resultado es que el metro parisino que produce como diferentes a los analfabetos, motiva la eliminación en tiempos medios de la diferencia entre analfabetos y alfabetizados, mientras el metro mexicano que no hace diferencias entre los usuarios, juega un papel importante en la persistencia del analfabetismo, cooperando al mantenimiento de la condición de analfabeto como diferente a la del alfabetizado.
para orientarme, trazar mis itinerarios, y he podido constatar su perfecta funcionali~ dad. La comparación con las señales de tránsito es espontánea. La cuestión que encuentro más interesante para la antropología concierne a la gramática y la sintaxis de estos códices iconográficos.
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Este ejemplo, uno entre los muchos que ofrece la vida urbana, muestra en vivo, por decirlo así, esas características de la diversidad que hemos enunciado: la diversidad es relacional, está producida en relación a las condiciones del contexto social en que se da, es jerarquizante y jerarquizada porque implica juicios de valor y relaciones de poder. Pero es también relativa, ya que lo que en un contexto es diverso, en otro contexto es normal. Agregamos que es dinámica, en el sentido de que no nacemos diversos pero somos producidos como tales: lo que significa que se puede dejar de ser diferentes, ya sea a nivel individual, integrándose en la categoría de los normales (por ejemplo el analfabeto en París que aprendiese a leer), o integrándose en un contexto donde la diversidad «X» ya no es percibida como tal (por ejemplo el analfabeto en París que decidiera irse a la Ciudad de México); como a nivel colectivo, en la medida en que cambian las condiciones del contexto social que ha producido las características que, en el contexto mismo, definen la diversidad (por ejemplo, una transformación del sistema socioeconómico mexicano tan radical como para eliminar el analfabetismo; o una inmigración en París desde los países llamados en vías de desarrollo, tan rápida y fuerte como para volver la condición de analfabeto en París tan común como lo es hoy en la Ciudad de Méxicoj.! Es útil desarrollar otra reflexión. El ejemplo analizado demuestra que, en un contexto social dado, algunos de los sujetos activos en el contexto, producen otros sujetos como diversos no sólo y no siempre en relación a caracteristicas étnicas, como quisiera un lugar común hoy extremadamente difundido. Competencias, pertenencias, disponibilidad de recursos, características de la más diversa naturaleza pueden ser utilizadas para producir diferencia (Bourdieu, 1983). Al mismo tiempo, como hemos visto, las diferencias socialmente relevantes no son sólo prejuicios, entendiendo los prejuicios como meros productos cognoscitivos-
2. Muchas novelas de ciencia ficción utilizan un dispositivo similar al utilizado en el ejemplo -la nansferencía de condíciones-c-, usuales en un contexto históricamente dado, en otro contexto donde parecen absurdas: como se sabe, el efecto que éste dispositivo produce en el lector, es en el mejor de los casos, un desconcierto a menudo generador de reflexiones más acertadas y conscientes sobre la «normalidad» de uno mismo. En ese sentido, considero una lectura muy útil para el antropólogo urbano las novelas como Hocus pocus o Slapstick: de Kurt Vonnegut.
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valorativos de la psique humana; para que un grupo o un individuo pueda ser producido como diferente en el interior de un sistema de relaciones sociales, las condiciones concretas en que se desarrollan las prácticas de los sujetos que producen a los otros como diversos, y de los sujetos producidos como diversos, deben ser tales que ofrezcan una comprobación objetiva al juicio de diversidad. El analfabeto como diferente puede ser producido en un contexto en donde hay algo para leer o también en un contexto en que no hay nada que leer, pero existe la noción de la lectura: ciertamente el analfabeto así diferente no es ni pensable ni posible en una sociedad sin escritura. Las consideraciones desarrolladas hasta ~uí nos permiten indicar, en una primera aproximación, tres grandes ámbitos de diversidad conexos con la existencia de las ciudades: las diversidades entre ciudad y campo, las diversidades entre las ciudades, y las diversidades internas en cada cíudad., Para muchos estudiosos lo que hace diverso el campo de la ciudad es justamente el multiplicarse de las diversidades en el interior de la ciudad misma. Aquellos que se refieren a una teorización de inspiración marxista señalan en las modalidades de participación en el ciclo productivo y en las formas de la enajenación-apropiación del excedente, la base estructural de las diversidades urbanas (Leroi-Gourhan, 1977; Goody, 1988; Castells, 1974). Para Durkhelm y para todos aquellos que en él se han inspirado, es la articulación de la división social del trabajo y, por lo tanto, el aumento de lo que llamaríamos hoy los perfiles profesionales, el factor que favorece-no sólo la diversificación en el ámbito del trabajo, sino también la diversificación cultural, esto se debe al hecho de que la mayor interdependencia de los sujetos sociales debida a la acentuada división del trabajo, hace menos necesaria como garantía de la solidaridad social la existencia de representaciones colectivas compartidas por todos (Durkheím, 1982). Simmel indicó el rápido sucederse de experiencias diversas como una de las características típicas de la vida urbana y ha unido a ellas las características psicoculturales del homo urba-. nus (Símmel, 1968). En la teorización de Símmel, los estudiosos de la escuela de Chicago han subrayado el carácter relacional de las experiencias urbanas y como consecuencia de ello han teorizado sobre la necesidad para el habitante de la ciudad 21
a entrar y salir continuamente de una multiplicidad de papeles diversos, para poder entrar y salir de relaciones sociales numerosas, breves y superficiales, pero ineludibles, ya que la vida urbana está hecha por ellas (Park, Burgess, McKenzie, 1979, Wirth, 1971). No es inútil recordar que muchos autores, en el momento mismo en que subrayan la diversidad como una caracterfstica peculiar de la vida urbana, sin embargo, indican también la existencia de factores o condiciones que determinan formas de tendencial homogeneización de los habitantes de la ciudad. Según la teorfa marxista es el hecho de compartir la misma colocación en las relaciones de producción de la vida social el que determina una objetiva pertenencia de algún ciudadano a una específica clase, o de todos modos a una específica categoría social, cuyos miembros tienen características similares. Estas clases o categorías son consideradas más bien estables, deterrninadas como la estructura productiva de la sociedad: sólo un cambio de las relaciones de producción de la vida social puede determinar un cambio en las formas de la sociedad. Sin embargo, aunque relativamente estables, las categorfas o clases sociales son consideradas, potencialmente o efectivamente -pero siempre- en permanente conflicto, dada la relación de enajenación-apropiación de la riqueza que producen algunas categorías en ventaja con otras. Este conflicto constitutivo de las relaciones sociales es el origen de toda posible transformación de las sociedades. A la objetiva afinidad entre todos aquellos que pertenecen a la misma categoría o clase, corresponde su homogeneidad subjetiva en la forma de una cultura (conciencia social) compartída. Para Simmel, la tendencia a la homogeneización se manifiesta a nivel psicocultural: en respuesta a la multiplicidad de las solicitudes breves y violentas de la vida urbana, todos los habitantes de las ciudades desarrollan tilla actitud blasé, son personalidades despegadas y frías, poco inclinadas a sorprenderse, entusiasmarse, participar, más dispuestas a usar sus propias capacidades lógicas que las empáticas. Para Park el panorama urbano es más articulado. En el contexto urbano, son afines aquellos que tienden a compartir no tanto un papel social, sino sobre todo una ética, un sistema de valores. Esta afinidad ~los empuja a instalarse en la misma área urbana: de tal modo que en el interior de la ciudad se crean verdaderas «regiones
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morales», cuyos habitantes pueden tener en común de vez en cuando el rol, la etnia o el perfil económico, pero ciertamente tendrán en común las orientaciones de valor toriesuamenti di valore) fundamentales. Park insiste en la función del lugar de residencia como efecto-causa-efecto de los procesos de homogeneización-diferenciación en el interior de la ciudad. La copresencia y la tensión, en los contextos urbanos, de procesos de diferenciación y procesos ele homogeneización fue uno de los temas más tratados en los estudios sobre la ciudad. Es, en efecto, un tema extremadamente rico en implicaciones teóricas, ya que remite directamente al problema de la definición de la ciudad; y al mismo tiempo, tiene, o por lo menos podría tener, y alguien considera que debería tener, recaídas significativas en las elecciones proyectuales y, por lo tanto, en las políticas urbanas. Por ejemplo, dos estudiosos allnq'fle diversos como Jacobs (1969) y Sennet (1992) consideran la diversidad como el rasgo principal de la ciudad, su característica de.terminante, que garantiza y alimenta los aspectos mejores del vivir urbano. Ambos, por lo tanto, proponen que se proyecten o "'se reproyecten ciudades que preserven, potencien y desarrollen la diversidad. Viceversa, otros consideran que la homogeneidad de los estándares es una garantía de igualdad para los ciudadanos y de decoro formal para los edificios, ambos -igualdad y decoro- valores considerados irrenunciables. Se proyectan entonces enteras zonas de edificios todos iguales (Giglia, 1994). El hecho de que las respuestas de los urbanistas sean contradictorias y que cambien con sospechosa frecuencia, no significa que no hay razones para hacer preguntas. Que deberemos en efecto, tomar en consideración más de una vez en el curso de este trabajo. Las diversidades que se pueden notar entre ciudad y ciudad constituyen un problema no menos espinoso, ya que también ellas aparecen más o menos evidentes según los parámetros que el observador quiere adoptar. Las ciudades aparecen como diversas si son consideradas bajo el aspecto funcional, entendiendo con esta expresión el conjunto de las funciones de las que las ciudades son sede y en un cierto sentido, protagonistas. Como se sabe, hay ciudades industriales, ciudades-mercados, ciudades-centros administrativos, ciudades capitales políticas, .ciudades de servicios, ciudades
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universitarias, ciudades-puertos y ciudades-estación, ciudades de arte y turismo, ciudades mineras, ciudad caravanera, ciudad de guarnición y ciudades militares. Y la lista podría continuar. Es obvio que ni siquiera en los casos más extremos una ciudad es un asentamiento humano riguroso y exclusivamente monofuncional: las especificaciones enlistadas, al contrario, aluden siempre a una función dominante que, sin embargo, no excluye la presencia de otras funciones, aunque sean de menor importancia. Muchos autores más bien han indicado justamente en la presencia de funciones diversas, el rasgo peculiar del asentamiento urbano. Y, no obstante, la característica común de la multifuncionalidad no basta para borrar la diversidad entre las ciudades. Limitémonos a ejemplos italianos: no es posible no destacar las diferencias entre Florencia, ciudad de arte y turismo y Prato, ciudad industrial, aunque Florencia tiene sus producciones manufactureras y Prato algunos bellos monumentos. Análoga puede ser la comparación entre Venecia y Mestre; todos los italianos distinguen entre una capital de la producción y una de los negocios -Milán- y una capital política -Roma. Unidas por el hecho de ser de todos modos instalaciones polifuncionales (mejor dicho con algunas funciones, por ejemplo la de centro administrativo, muy similares para todas), sin embargo, estas ciudades son muy diversas. También adoptando parámetros de otra naturaleza, por ejemplo el demográfico, geográfico o también el morfológico o topográfico, las diversidades entre las ciudades continúan siendo significativas. Sucede que aunque se clasifiquen todas como ciudades, son, en realidad, diferentes asentamientos humanos, uno de los cuáles tiene una población diez veces más numerosa que la del otro. Pero ¿verdaderamente no hay ninguna diferencia en que un asentamiento humano comprenda 50.000, 500.000 o 5.000.000 de habitantes? Y todavía hay ciudades que han sido construidas y viven en el centro de ricas y fértiles llanuras, mientras otras están en medio de montañas inaccesibles o están en los márgenes del desierto o de la floresta. De algunas ciudades se dice que extraen (o han extraído) su vida del mar o del río que las atraviesa, pero otras ciudades están desprovistas de agua. Existen ciudades con planta radial y ciudades con planta lineal, ciudades-tablero y ciudades-mancha, ciudades monocéntricas y ciudades policéntricas, ciudades que «viven» alrededor
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de una plaza o de un sistema de plazas y ciudades cuya vida se desenvuelve sobre el eje de una avenida o de una calle principal. A todo esto hay que añadir los casos -tal vez los más numerosos- que podríamos llamar híbridos, es decir, aquellos que presentan una combinación de características diversas. Ejemplo: una parte del centro histórico de Nápoles, los cuarteles españoles, tiene una estructura de tablero, con calles rectas que se cruzan perpendicularmente, y delimitan lotes de dimensiones más o menos equivalentes. Como se sabe, este barrio debe su estructura al hecho de haber sido el área de acuartelamiento de las tropas españolas, en el período del Virreinato y de ser una área construida según un proyecto global de asentamiento. En sus márgenes, los cuarteles españoles se unen con áreas urbanas crecidas en forma no programada, con intervenciones individuales de diverso peso, pero de todos modos sujetas todas al doble vínculo por un lado de los recursos de dinero, de poder, y de conocimientos disponibles para quien construía, y por el otro de las características morfológicas del terreno sobre el cuál se construía. En fin, sobre esta estructura ya bastante compleja se introdujeron abruptamente las intervenciones de demolición y apertura de los grandes ejes viales típicos de la política de saneamiento urbano del período postunitario, y las demoliciones y reconstrucciones gobernadas por la especulación de la segunda posguerra. El resultado es una morfologfa urbana de gran complejidad que requiere el manejo, por parte de quien la utiliza, de un repertorio muy variado de conocimientos y de técnicas del cuerpo: en un recorrido no más largo de 1 km, el peatón pasa por la acera espaciosa de una arteria amplia, llena de tráfico urbano, a una calle igualmente llana y transitada pero estrecha y totalmente desprovista de aceras y por lo tanto peligrosa, para después doblar en un callejón de empinada subida, donde el tránsito disminuye, pero caminar es fatigoso. En la cima encontrará una calle larga, estrecha, recta y liana, una de las calles del antiguo tablero; poco animada, que no exige prestar atención al tránsito, pero sí tal vez a los posibles rateros. Desde esta calle, a través de un antiguo camino de escaleras, el peatón podrá regresar sobre la arteria urbana en donde comenzÓsu reconido. La misma distancia en un bulevar parisino o en una avenida de Manhattan requiere de un uso del cuerpo mucho más uniforme.
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Por otra parte, Nápoles tiene muy pocas calles que tengan alguna semejanza con los bulevares parisinos, y ninguna, tampoco en el nuevo centro direccional, que se asemeje a las avenidas neoyorquinas; y Manhattan no tiene callejones, sólo baclcstreets y deadends (cerradas), y no tiene ni siquiera boulevards. En cambio en París hay callejones, pero no se puede decir que se asemejen mucho a los de Nápoles. Sin embargo, Nápoles, París y Nueva York son ciudades. Con este último ejemplo hemos de algún modo traído a colación la historia de las ciudades. La reconstrucción de la historia de una ciudad puede dar cuenta de manera exhaustiva de las particularidades que presenta, o al menos de su génesis. Sin embargo, la antropología urbana está particularmente interesada en un uso comparativo de la investigación histórica, para coger al mismo tiempo las diversidades y sus orígenes, pero también las semejanzas y posiblemente, las constantes de la vida urbana (Lanternari, 1965; Kilani, 1994), En su libro ya citado, Richard Sennet ha evidenciado un caso notable de semejanza-diferencia a propósito de la estructura urbana en forma de tablero que hemos ya encontrado en los cuarteles españoles de Nápoles, La estructura de tablero derivada del antiguo castrum o campamento de las legiones romanas es reconocible todavía hoy en varias ciudades europeas; caracteriza también a Manhattan y a muchas otras ciudades norteamericanas en la planificación de las cuáles ha sido adoptada con un preciso intento ordenador del territorio. Para los romanos respondía a finalidades prácticas de defensa y administraci6n; en el plano simbólico confirmaba los valores de pertenencia, de igualdad civil y de jerarquía militar aceptada en nombre de la salvaguarda del bien común, que orientaban las relaciones en el interior del castrum, y el valor de la solidaridad agresiva que orientaba las relaciones con el exterior. Pero, observa Sennet «ningún esquema físico impone un significado permanente» (Sennet, 1992: 60). Según su interpretación. «el diseño moderno está pensado en cambio como desprovisto de límites, una estructura destinada a extenderse hacia el exterior, un bloque después de otro, con el crecimiento de la ciudad». En el plano simbólico, esta estructura expresa para los americanos «el mundo alrededor de sí como desprovisto de lfrnites» y «el propio poder de conquistar y de asentarse como no sujeto a alguna limitación 26
intrínseca o natural», La consecuencia última, según Sennet, es la «neutralización del valor de cualquier espacio especffico» y, complementariamente, «la neutralización del espacio urbano, a través de la pérdida del centro» (Sennet, 1992: 61), Como sucedió en la edad moderna en otros ámbitos de la vida social, también la producción del espacio como territorio habitable pierde toda especificidad en el interior de un proceso de repetición infinita. El caso examinado por Sennet parece sobre todo poner en evidencia, una vez más, las diversidades; ni siquiera la misma estructura morfológica garantiza que dos instalaciones humanas sean similares. Pero, en un plano distinto de abstracción, el caso de la estructura por bloques de las ciudades americanas evoca, por semejanza, un tipo de instalación humana aparentemente diversa. Sin los límites no se da el centro, es la interpretación que Sennet da de la situación americana. Los Achilpa australianos protagonistas de un célebre estudio de Ernesto de Martina parecerían llegar a la misma conclusión a partir de un recorrido inverso. Poblaciones nómadas en sus cambios a la búsqueda de las fuentes de sustentamiento, los Achilpa llevaban siempre el palo totémico o kauwa-auwa, que erigían y alrededor del cual celebraban un complicado ritual llamado engwura, A través del análisis del rito y del mito al que se hace referencia, además de las historias orales conexas a este conjunto mítico-ritual, de Martina sostiene, que ellas «nos muestran el palo kauwa-auwa en su función de rescatar de la angustia territorial a una humanidad peregrinante. Plantar el palo kauwa en cada lugar de residencia y celebrar el rito engwura, significa reiterar el centro del mundo y renovar, a través de la ceremonia, el acto de fundación cumplido en illo tempore. Con esto el lugar "nuevo" es sustraído a su angustiante historicidad, a su arriesgado caos, y se vuelve una repetición del mismo lugar absoluto, del centro, en el cual una vez, que es la vez por excelencia, el mundo fue garantizado. En la marcha de sur a norte de las comitivas Achilpa, el palo kauwa-auwa absorbía entonces la tarea de deshistorizar la peregrinación. Los Achilpa, en virtud de su palo, caminaban manteniéndose siempre al centro. En los momentos criticas cuando la historicidad de la nueva situación denunciaba su angustiante presencia, ellos inclinaban el eje del mundo [el palo kauwa-auwa. N, del R] hacia la dirección de
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marcha, de tal modo que la nueva dirección era, por así decirlo reabsorbida en el centro, el caminar venía rescatado como un estar, y la angustia paralizante era vencida, o al menos reducida» (de Martina, 1958: 270). Quisiera subrayar en particular el gesto ritual de inclinar el palo en la dirección de marcha: esto significa que una vez fijado el centro se pueden indicar, simbólicamente, los límites, se puede en otras palabras transformar una tierra desconocida y peligrosa en un tenitorio familiar que se recorre sin riesgo. Esta confrontación entre dos situaciones históricas entre las más diversas nos permite poner en evidencia un elemento común: según las interpretaciones de estos dos autores, la tensión y la interdependencia entre centro y límites sería una estructura mental (y por lo tanto cognoscitiva y simbólica) útil a los seres humanos para producir el sentido del espacio en que se mueven, tanto en una metrópoli del siglo XX como entre los nómadas del interior de Australia. Este uso combinado del análisis histórico y del comparativo ha sido propuesto recientemente como hilo conductor de un interesante volumen colectivo (Rossi, 1987) dedicado a las ciudades. Consideremos ahora brevemente el tipo de diversidad de las que ha partido esta reflexión. Las diversidades entre ciudad y campo han sido uno de los temas abordados más frecuentemente en el ámbito de la antropologia urbana, de acorde con buena parte de la sociología. Para comprender por qué se necesita recorrer un camino bastante largo, a partir de las condiciones mismas en que ha nacido la investigación antropológica. Existe hoy un consenso generalizado, sobre el objeto de la antropología: «al centro de su proyecto» está «el problema del estatus del otro, de su diferencia y de su semejanza» (Kilani, 1994: 27). Cuando la antropología nació como disciplina dotada de estatus académico y de un preciso proyecto de investigación, aproximadamente en la segunda mitad del siglo XIX, el otro, el extraño o el diferente fue de inmediato al centro de sus intereses; pero al interior de un paradigma científico muy fuerte, hegemónico, en el sentido verdadero del término, que dominaba en los últimos decenios del siglo XIX todo el horizonte de la investigación científica en Occidente: el paradigma evolucionista. En la perspectiva evolucionista la otredad se explica -y dado el postulado de la unicidad de la mente humana como lo 28
entendían los evolucionistas no puede ser explicada de otra manera- como sobrevivencia, como persistencia de formas de vida biológica, de formas de organización económica y social, de concepciones del mundo arcaicas, propias de fases precedentes de la historia de la humanidad. Tanto el diverso exterior, definido no por nada primitivo, como el diverso interior, el campesino y el aldeano, eran considerados exactamente como los representantes sobrevivientes de épocas que para la parte adelantada de la humanidad estaban ya definitivamente superadas, hundidas en la noche de los tiempos. No entra en la economía de la argumentación que estoy desarrollando un juicio crítico global de la antropología evolucionista. Quiero sólo señalar un punto, el postulado de la unicidad de la mente humana implicaba para los evolucionistas un corolario: la necesidad para todas las formas de sociedad de transformarse pasando a través de las mismas etapas. Más o menos explícita o conscientemente, ellos retenían que, como natura non facit saltum, también la evolución cultural no pudiese sustraerse al rígido esquema de las fases. Obviamente en la perspectiva de una evolución cultural tan rígidamente predeterminada no encontraban lugar, en el sentido de que no encontraban una explicación, todas las formas de cambio social y cultural no reductibles al esquema evolutivo de las fases; lo que significa más o menos todo el cambio social y cultural que involucraba a escala mundial tanto a las poblaciones extraoccidentales, como a las realidades urbanas y rurales europeas, en esa edad de pleno y completo despliegue del primer capitalismo que fue la segunda mitad del siglo XIX. Hubo entre los antropólogos positivistas quienes intentaron interpretar algunas de las nuevas figuras sociales producidas por el colonialismo, por el urbanismo, por la industrialización y la proletarización como sobrevivientes o, más a menudo, como ejemplos de regresión a etapas más arcaicas. Pero la respuesta más común de los antropólogos del siglo XIX al problema de la explicación o de la interpretación de los cambios de su época fue ignorarlos, dejándolos a la atención de los estudiosos de otras disciplinas. Cuando los pueblos de la tierra por una razón o por otra salían de la barbarie y entraban a la «civilización», cesaban de ser objeto de interés de los antropólogos, de los etnólogos y de los folcloristas. En su mundo 29
contemporáneo estos estudiosos recortaron algunos espacios, en el interior de los cuales fue para ellos posible producir su objeto de investigación, es decir el primitivo y el arcaico, por así decirlo, al estado puro, no modificado por el contacto con los «evolucionados». En fin, con los occidentales en el caso de los pueblos extra occidentales; con la ciudad en el caso de las llamadas plebes rústicas europeas. La selección (o más bien ¿la invención?, ¿la producción?) de este objeto de investigación encontraba un reflejo, aunque modesto, en el hecho de que efectivamente el involucramiento en los procesos de modernización no sucedía con la misma velocidad, amplitud y profundidad para todos los grupos humanos. Al final del siglo pasado y todavía en los primeros decenios de este siglo era posible encontrar la isla, si no intacta al menos poco visitada, el pueblo aislado en la floresta tropical o templada, el asentamiento alcanzable sólo a pie hasta el valle alpino o en la cumbre de los Pirineos o en el altiplano (?) subtropical. Pero la hipótesis de la existencia de salvajes incontaminados y de aldeanos auténticos ponía entre paréntesis un hecho esencial: ya la sola presencia del antropólogo y, antes de él, del viajero o del explorador, de los militares y de los funcionarios civiles, de los misioneros, de los mercaderes (?), comerciantes y de los muchos más que tuvieran un motivo u ocasión para dirigirse a los lugares de los «primitivos». ya estas solas presencias comprometían la condición «intacta» del mundo primitivo o arcaico; por no mencionar los efectos más globales, pero más indirectos, de los procesos de modernización. Si quisiéramos considerar la situación en términos abstraetamente lógicos, podriamos sostener que entonces se habrían podido tomar diversos caminos: se podía elegir como objeto de la investigación antropológica, exactamente el cambio, la transformación de los salvajes; o bien, aceptando de todos modos la realidad de la «contaminación» del mundo salvaje o arcaico, se habria podido desarrollar aquella actitud de la antropología a cultivar la arqueología y la historiografía de las sociedades nooccidentales, actitud que, donde se desarrolló, ha dado frutos notables. Pero éstas son hipótesis abstractas. En cambio, las concretas condiciones históricas que crearon, provocaron la producción de aquel extraño objeto de la antropología que es el salvaje o el arcaico que ya no existe, pero
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del cual se habla como si estuviese. Este objeto artificial podía ser estudiado sólo después de haberlo colocado en alguna clase de no histórico eterno presente, aislándolo de cualquier interferencia que modificase su «naturaleza»; ignorando los cambios que, por hipótesis hubiese ya atravesado; borrando del cuadro al mismo antropólogo, también al inevitable elemento de contaminación y de confusión en el ordenado e imaginario cuadro de las sociedades segmentadas o de las comunidades aldeanas. Este artificial objeto de la investigación antropológica, aunque haya brotado como hemos visto, de los postulados. evol~ cionistas de la capacidad de la mente humana y de la uniformidad de los procesos evolutivos, no fue puesto en riesgo por la crisis del evolucionismo; al contrario no ha habido una orientación teórica de las disciplinas antropológicas, al menos hasta tiempos recientes, que no lo haya asumido y no h~ya con~ribui do a reforzarlo. No me parece que haya sustanciosas diferencias, desde este punto de vista, entre difusionistas, Iuncionalistas y estructuralistas.é Timideces intelectuales, subalternidad a los estereotipos, intereses académicos consolidados y presiones políticas han hecho que nos sigamos ocupando del salvaje o del arcaico que ya no existía, fingiendo que existiera todavía, por muchos decenios durante el siglo xx. Es un bonito tema de reflexión antropológica: el de la vivacidad de las reacciones que, en más de un país, recibieron las primeras tentativas de denunciar la existencia de este enésimo rey desnudo. El acuerdo (¿la ficción?) sobre el que se regía la investigación antropológica se volvió pr-ogresivarnente insostenible, desbaratado por un siglo de procesos y eventos históricos de alean3. Encuentro revelador el texto de Evans-Pritchurd, Operatíons
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the Akobo and.
GUa Ril'ers 1940-41 (Evnns-Pritchard, 1973), de donde Gecrtz, cita amplios trozos en
Obras v vidas (Geertz, 1990). Los soldados africanos agregados al ejército de su majestad británica y los protagonistas de las grandes monografías de Evans-Pdtchard no parecen pertenecer al mismo mundo. Sobre este tema se h~ des.mTollado. hace al~ nos anos, una de las raras confrontaciones teóricas de la hístorin de la antropología italiana. véanse Remotti, 1978; Signorelli, 1980. En la persistencia del ideal. del «auténtico otro de nosotros» léase la divertida nota número 1 del ensayo «Contcmporary Problema af Etlmography in the Modem World Systcm» de O.E. M,arcus en ?E. Marcus y J. Clifford, 1986: 165. Si hace un siglo el antropólogo .debl~ descubnr el auténtico primitivo. ahora tiene que recuperarlo y preservar su testlln~mo «bclore t~e deluge» (sic). Según Marees. lo que en realidad los antropólogos persl~e~ auto asígnándose esta tarea es «una etnografía libre de las indeseables complicaciones de la opresiva presencia de una economía política cargada de la historia mundial».
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ce mundial. El urbanismo y la industrialización, más tarde esa forma de urbanismo es la emigración interna e intercontinental que transforman el campo, pero transforman también las ciudades. Después de la segunda guerra mundial la crisis de los imperios y el proceso de descolonización, no sólo cancelan la condición de colonizado, ponen además en crisis la identidad del colonizador. Y sólo después de la segunda guerra mundial -yen ciertos casos varios decenios después de la segunda guerra mundial- ha comenzado a quedar claro para los antropólogos de todos los países occidentales, no tanto que habían perdido su objeto, como se ha escrito muchas veces y en mi opinión no correctamente, sino que el objeto del cual se habían ocupado siempre era el producto de un tácito y extendido acuerdo; y, sobre todo, que este acuerdo se volvió irremediablemente obsoleto, porque no producía más. Sin embargo, esto aunque muy importante y en un cierto sentido dominante, es sólo uno de los hilos rojos que recorre la investigación antropológica (etnológica y folclórica) en el periodo que va desde la mitad del siglo pasado hasta la mitad de nuestro siglo. El ámbito de investigación que etnólogos y folcloristas habían cortado (por más delimitado que fuera), no estaba del todo seguro. No podía y frecuentemente no quena en absoluto serlo, ni lo que sucedía a su alrededor lo habría permitido. A lo largo del siglo XIX, industrialización y urbanismo transformaron la disposición de una parte considerable de Europa. De este cambio radical los europeos mismos tomaron conciencia. Para permanecer en el ámbito de nuestra investigación, basta pensar el interés que suscitó la nueva ciudad en los artistas, en los novelistas, y también en los autores de teatro, en los poetas, en los pintores y en el público. Un personaje típicamente urbano de la segunda mitad del siglo pasado es tal vez la más popular de las heroínas del melodrama del sao, Violetta Valery, la Traviata. En cuanto a los filósofos, a los científicos sociales, y con mayor razón, a los planificadores y administradores del crecimiento urbano y a los políticos, en todos está presente la conciencia de que la ciudad moderna es nueva, que no es el producto de un simple crecimiento cuantitativo de los asentamientos del pasado; y en todos está la búsqueda de categorías analíticas que permitan comprender el nuevo fenómeno. Entre estas 32
últimas un lugar privilegiado lo asumió luego y lo conservó durante mucho tiempo, la oposición ciudad-campo, destinada a una larga temporada de utilización en la construcción de novelas y de obras teatrales, no menos que en las ciencias sociales." En el ámbito de estas últimas la oposición se volvió un clásico instrumento conceptual de las ciencias sociales modernas y contemporáneas y ha sido muchas veces propuesta en versiones diferentes, más refinadas y articuladas, hasta nuestros días (Sobrero, 1992-72). Algunas consideraciones pueden ser desarrolladas a propósito de la oposición ciudad-campo. Ella nacía de la fuerza de las cosas; o más bien de la conciencia que los contemporáneos habían elaborado sobre los procesos en curso y en ese sentido ha sido y es una útil clave de lectura de esos mismos procesos. Probablemente debe su fortuna también al hecho de tener un estatus epistemológico débil que permite utilizarla tanto como un concepto de tipo histórico, tanto como un concepto de tipo estructural. En el primer caso ciudad y campo, implícitamente o explícitamente asumidas como dos formas distintas de la organización económica y social, están pensadas estáticamente como opuestas, a menudo mecánicamente opuestas: de manera que al final el concepto sirve más para construir tipologías descriptivas que para analizar procesos. En el otro caso, ciudad y campo no están en contraposición, sino en sucesión: del campo a la ciudad, tanto en el sentido de dos formas históricas de organización social subsecuentes en el tiempo, como en el sentido de movimiento de seres humanos y de recursos del campo hacia la ciudad. Pero también en esta segunda acepción la oposición ciudad-campo en el ámbito antropológico no ha inspirado, sino en tiempos muy recientes, un análisis exhaustivo del urbanismo. En efecto, han permanecido durante mucho tiempo en la sombra al menos dos niveles del proceso: la incidencia de las aportaciones rurales en las dinámicas sociales y culturales que se desarrollaban en las ciudades; y las transformaciones en el campo, ya sea por efecto del éxodo rural o, sobre todo, por la recaída en los campos de los efectos
4. No se comprende a los héroes y a las heroínas de la gran novela deJ8DOeuropeo si no en el fondo de una oposición ciudad-campo que formo parte integrante de la subjetividad, de lo vivido por hombres y mujeres europeos.
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del proceso de modernización. Se diría que por su prepotente desarrollo y por su inagotable capacidad de innovación, la ciudad industrial pareció a sus contemporáneos como una especie de máquina omnívora que engullía cualquier aportación y la reelaboraba para entregarla plasmada según sus modalidades; mientras lo que contemporáneamente sucedía en los campos, aún suponiendo que alguna cosa sucediese, parecía reducirse, al abandono, al empobrecimiento y a la conservación. De ahí justamente el interés hacia el campo como mina del pasado, donde encontrar los tesoros del mundo tradicional. Vale la pena aún notar que la oposición ciudad-campo ha sido a menudo revestida con fuertes implicaciones de valor, como equivalente de innovación-conservación, libertad-sujeción, progreso-reacción; pero también al contrario, como hemos ya visto, como equivalente de degradación-integridad, corrupción-honestidad, anonimato-identidad, aislamiento-pertenencia, y así sucesivamente. Podemos agregar que estos juicios de valor, tienen siempre alguna razón de ser, en relación a los contextos en que venían formulados pero, como todos los juicios de valor, dicen mucho de quien habla y muy poco de las cosas de que habla. Se podría observar, por ejemplo, que en Europa la segunda mitad del siglo pasado, para cada Violetta a quien se prometía que dejando París sus desazones habrian encontrado remedio, había una Emma que esperaba remedio a sus problemas si sólo hubiese podido abandonar el campo, no se dice si para ir a París, sino al menos a Rowen. La oposición ciudad-campo ha conservado sus fuertes implicaciones de valor, al menos en Italia, hasta hace poco tiempo, y aún los conserva para los que no pertenecen al medio intelectual. A pesar de que en Europa el paso de la sociedad de Antiguo Régimen y la sociedad moderna hubiera podido ser traumático, de todos modos se caracteriza por diversos elementos de continuidad, objetivos y subjetivos, si lo comparamos a lo que industrialización y urbanismo fueron en América y, en particular, en los EE. UU. de América. Un primer dato, fundamental, fue puesto en evidencia. En Europa, industrialización y urbanismo se desarrollaron en un ambiente desde hace muchos siglos humanizado integralmente o casi y caracterizado por la presencia de las ciudades desde
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hace más de dos milenios. América del Norte no presenta nada similar. A excepción de los estados del suroeste, introducidos en la edad precolombina en la órbita de los imperios mesoamericanos y sucesivamente en la órbita de la colonia española, el resto del enorme continente era poco poblado; no había ciudades; no se practicaba la agricultura. En menos de dos siglos y medio se produjo una transformación vertiginosa, sin precedentes en la historia de la humanidad. Seria estúpido decir que en doscientos cincuenta años en el territorio de los EE.UU. se resume la historia de Europa, desde el genocidio ligado a la expansión conquistadora, heredado de los romanos y practicado en contra de los indios, hasta la industrialización. Seria estúpido porque la historia no resume jamás la historia. Quizá en cambio sería sensato preguntarnos acerca de la oportunidad de unificar a Europa y América bajo la misma etiqueta de mundo occidental, cultura occidental y otras denominaciones similares. El nivel de crecimiento demográfíco e industrial de las ciudades americanas, la tipología de los procesos de crecimiento, la mezcla y la concentración de etnias, lenguas, religiones, costumbres y prácticas generadas por las oleadas de inmigración, las infinitas soluciones inventadas para el problema de supervivencia y si acaso, ahorrar un poco de dinero, el choque cotidiano, que todos vivían en carne propia, entre la herencia campesina que la mayor parte de los inmigrantes llevaban consigo mismos y la necesidad de integrarse en la civilización de las máquinas, o al menos en sus márgenes; el deseo de los individuos y de los grupos de realizar su propio ascenso social, y al mismo tiempo el temor de perderse en el anonimato, en la indistinción de la muchedumbre urbana, el temor de perder la red de las relaciones tradicionales que, reproducida en tierra de inmigración, garantizaba un mínimo de seguridad y de reconocimiento: todo esto a menudo se asemejaba sólo superficialmente o no se asemejaba de ninguna manera a lo que sucedió y sucedía en las ciudades europeas, capitales y grandes centros industriales incluidos. Además, había en los EE. UD. del siglo XIX dos presencias inquietantes, de tanto en tanto también amenazadoras: los «salvajes» indígenas y los negros, los primeros presidiendo sus llanuras y montañas, los otros en los plantíos y después en las ciudades. Muchas metáforas han sido inventadas para describir Amé-
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rica. La celebénima del metting pot suena hoy, más que obsoleta, amargamente irónica de frente a las divisiones y a los conflictos raciales que atraviesa los EE. UU.; sin embargo, era acertada al menos en un sentido. Es verdad que la fusión no se ha verificado o al menos no en las formas felices auspiciadas por los utopistas democráticos; pero es cierto que en ningún otro lugar del mundo tanta gente tan diferente se ha concentrado en los mismos lugares, en tiempos tan breves, como sucedió en América.
CAPITULO TERCERO
CIUDAD Y CONFLICTO
Las ciudades no han sido jamás, ni en el caso de la polis griega, o de la comuna italiana, ni tampoco en el de la pequeña capital del generoso e ilustrado soberano medioeuropeo, sistemas equilibrados de relaciones humanas integradas y serenas: al contrario, las ciudades han sido siempre el punto de máxima tensión de todo sistema social, a causa de la marcada división del trabajo que las caracteriza, de la interdependencia de las funciones y del antagonismo de los intereses que de ellas derivan. No obstante, también los autores menos inclinados a idealizar las ciudades del pasado están casi siempre orientados a juzgar la ciudad contemporánea en términos extremadamente negativos, sobre todo, cuando ésta tiene las dimensiones de la metrópoli. La carencia de vivienda y servicios, las dificultades del tráfico, el crecimiento desbordado, la contaminación y los daños a la salud que de todo esto surgen, son los aspectos negativos que más frecuentemente se mencionan; el estrés provocado por el ritmo de vida demasiado tenso, por el ambiente «no humano», la depresión provocada por el aislamiento y la pérdida de identidad, son los daños psicológicos más a menudo citados. Estos dos grupos de factores tienden a señalar el origen del más vistoso y temido fenómeno social metropolitano (aunque sí estadísticamente no el más consistente): el rechazo por parte de
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grupos bastante numerosos a reconocerse e integrarse en las instituciones ciudadanas y el consiguiente desarrollo de la desadaptación. La constatación de lo que frecuentemente se denomina patología social urbana, es generalmente exhaustiva y detallada. Mucho menos satisfactorios y a veces, en lo absoluto, incompatibles, me parecen en cambio los juicios valorativos que se dan de esta realidad y sobre las que se consideran como las causas de la patología urbana. A la metrópoli se le reprocha por ser «inhabitable», por no ser «a la medida del hombre», sin tener en cuenta el hecho que, si por un lado no es la primera vez en su historia que la humanidad se organiza en aglomerados a la medida de centenares y también de millones de habitantes, por el otro, no es cierto, en absoluto, que el pueblo o la pequeña ciudad sean lugares en los que es más cómodo vivir. Para encontrar un terreno común de discusión se necesitan definir las condiciones mínimas de «habitabilidad», cosa que frecuentemente se hace recurriendo a un biologismo, también simplificador y gratuito, que piensa que está en posición de identificar las llamadas necesidades elementales del hombre a través de analogías más o menos rápidas con el comportamiento de los mamíferos superiores o quizá los gansos; olvidando una vez más que desde «siempre», es decir, al menos desde el descubrimiento del uso del fuego, la humanidad manipula su propio alimento, condiciona la atmósfera y la temperatura en la que vive y menoscaba el ambiente en el que se mueve (LeroiGourhan, 1977). El parámetro para un juicio alrededor de las metrópolis no puede ser de ningún modo buscado en la naturaleza, sino en la historia: la metrópoli es un hecho humano que debe ser juzgado por su humanidad, no por su insostenible naturalidad o por su (genérica) inhabitabilidad. Lo negativo de la metrópoli debe ser determinado y analizado en términos de historia humana, no en términos de mayor o menor distancia -de todos modos siempre pretensiosa y pretextuosa- respecto de la naturaleza (Castells, 1974). Si consideramos la ciudad como un hecho histórico hay una primera constante de la realidad urbana que es inmediatamente evidente. Cualquier cosa que haya sido la ciudad para la especie humana, prodigioso acumulador y acelerador de los procesos de
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liberación de los condicionantes zoológicos, o al contrario, nudo critico a partir del cual se ha encaminado un proceso de desviación perversa y, por consiguiente, de involución sin regreso, una cosa es cierta: nunca la ciudad ha sido igual para sus habitantes (Leroi-Gourhan, 1977; Goody, 1988). En cada época histórica, si la ciudad representa una oportunidad. lo es para algunos más que para otros; si representa un riesgo, tal riesgo es para algunos marginal, para otros amenazador. Nos tenemos que preguntar entonces si no existe un nexo interno entre las dos caras de la desigualdad: es decir, si la ciudad es instrumento de libertad y creatividad para algunos, en cuanto que es sede e instrumento de opresión y de explotación de unos sobre otros. y todavía si la ciudad ha sido y es un prodigioso propulsor de la historia humana, precisamente por cuanto es propio de la ciudad constituirse como elemento espacial de un proceso de racionalización, pero también de explicitación, y por lo tanto, de radicalización de la contradicción fundamental de la historia humana: la explotación de los seres humanos por parte de otros seres humanos. Creo que esta hipótesis de trabajo, no del todo nueva, es de las que se revelan más fructuosas para el análisis del fenómeno urbano. En su interior es posible aislar un problema específico que estará en el centro del presente análisis: es el problema de la aceptación de la desigualdad -y, por lo tanto, de las relaciones de explotación que la producen- por parte de aquellos que en la relación desigual están en desventaja, es decir, los grupos y las clases subalternas, dominadas. Teóricamente, en abstracto, se deberla esperar de parte de los subalternos, de los explotados, un comportamiento constantemente revolucionario, o al menos rebelde. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, la respuesta es propia de minorías, más o menos consistentes, y sólo por lapsos de tiempo más o menos largos, para después ser reabsorbida, aunque no siempre integralmente. Son raros en el curso de la historia (pero más frecuentes en ciertos periodos) los casos en que el comportamiento contestatario se desarrolla hasta un verdadero proceso revolucionario, capaz de transformar esas relaciones sociales que en esa situación histórica específica generan aquella específica fonna de opresión contra la cual se levantó la insurrección. Y es ésta la segunda gran contradicción en la
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contradicción: la aceptación del dominio (Marx y Engels, 1972: Rossy Landi, 1968). No se pretende plantear el tema amedrentador, en su vastedad, de las condiciones históricas que determinan una revolución, es decir, el paso de una formación social a otra. Muy modestamente se quiere, si es posible contribuir a un análisis de los procesos de aceptación/contestación de la desigualdad, buscando una primera respuesta a dos cuestiones, que, de cualquier modo abordan sólo un aspecto del problema: ¿La ciudad representa el lugar de una forma específica del papel de la cultura en las relaciones de dominio? En particular, ¿cuál es el papel de la cultura en el conflicto entre las clases y los grupos sociales en las grandes ciudades y metrópolis contemporáneas llamadas postindustriales? Un sistema social, un modo históricamente individualizado y reconocible de producción de la vida social, tiene siempre una relación igualmente individualizada asociada con un espacio. No creemos que tal relación sea satisfactoriamente formulada diciendo que un «X» sistema social ocupa un espacio o está en un espacio: ya que en estas expresiones las dos realidades, tanto la social como la espacial, son asumidas no sólo como distintas sino sustancialmente como no relacionadas. Reaparece en ellas la idea del espacio como contenedor de hechos sociales, y de estos últimos como conterlidos. La insuficiencia de este planteamiento está demostrada por el hecho de que no se puede obtener de él nada que sea útil para comprender las relaciones entre hechos sociales y hechos espaciales. En realidad, poner contenedor y contenido, el espacio y el sistema social, como realidades recíprocamente independientes, significa postular implícitamente algunos importantes corolarios. Por ejemplo, que sea posible una gestión correcta de uno (el espacio) independientemente de las condiciones de administración del otro; aunque si se cree, contradictoriamente, que administrar bien el uno puede no tener en alguna forma efectos benéficos sobre el otro. O bien, viceversa, que los caracteres del espacio tengan un alto grado de constancia y permanezcan por lo tanto estables a pesar de los cambios que intervienen en el ámbito de los hechos sociales: y con esta óptica se tiende a asumir como constante el condicionamiento ejercitado por el espacio en la dinámica social. Como se ve, la falta de un análisis de las rela40
ciones entre los dos ordenes de hechos parece resolverse en un determinismo ahistórico que según los casos privilegia a uno con respecto al otro. En síntesis: o los hechos espaciales (y hasta los hechos geográficos) son la única cosa verdaderamente concreta que condiciona lo demás, o viceversa, el espacio no existe sino como variable dependiente en todo y por todo de las capacidades humanas de utilizarlo, disfrutarlo y explotarlo. Manuel Castells propuso en su momento un planteamiento diverso del problema. No existe sociedad que no tenga una relación con el espacio: pero en alguna formación social histórica-mente individualizada esta relación asume caracteres peculiares. En efecto, no es el producto mecánico de la ocupación física de un contenedor, de parte de un contenido: la relación entre sociedad y espacio es «función de la organización específica de los medios de producción que coexisten históricamente (con predominio de uno de ellos) en una formación social concreta, así como es función de la organización interna de cada uno de estos medios de producción». En otros términos: entre relaciones sociales en el espacio y relaciones sociales con el espacio, existe una interdependencia que es determinante. Y, en efecto, «lo que es significativo es la fusión de ciertas situaciones sociales y de una localización particular en la estructura urbana... Hay un momento a partir del cual la fusión de situaciones seciales y espaciales produce algunos efectos pertinentes -es decir algo nuevo, específicamente espacial- en las relaciones de clase y por esta vía, en el conjunto de la dinámica social» (Castells, 1974: 273). Se trata, por lo tanto, de individualizar concretamente, en cada situación específica, aquellos elementos sociales y espaciales que entrando en «fusión» determinan efectos de orden espacial en la dinámica social. En este proceso de individualización de los hechos determinados por la fusión de lo social y de lo espacial, los criterios que permiten reconocer la pertinencia de un cierto espacio respecto a un cierto grupo social no son simplemente los de su ocupación física y/o de la propiedad formaljurídica, aunque ambos criterios pueden constituir un indicador útil en la fase de inicio de la investigación. Tenemos a disposición otros tres criterios mucho más pertinentes:
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- el primero es el económico, y consiste en la verificación de las interdependencias entre la colocación espacial de un grupo y su participación en los procesos de producción; - el segundo es el sociológico, y consiste en la verificación de las interdependencias entre colocación espacial de un grupo y su papel en la dinámica social; - el tercero es el antropológico, y consiste en la verificación de las interdependencias entre colocación espacial de un grupo y construcción de su identidad en términos culturales, es decir, como percepción que el grupo tiene de sí mismo dentro de una visión general del mundo y de la vida mediata por un sistema de conocimientos y de valores.
Probemos a utilizar estos criterios. En el siglo XIX y en la primera mitad del siglo xx, la ciudad, sede e instrumento de la enajenación y de la opresión propias de la sociedad industrial, es sin embargo también, justamente en cuanto ciudad, matriz y condición de libertad (Bahrdt, 1966). Marx demostró que, una vez realizada la «terrible y difícil expropiación de la masa de la población» que «constituye la prehistoria del capital», cuando los trabajadores fueron «transformados en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital, cuando el modo de producción capitalista se r.ige sobre bases propias, asumen una nueva forma, la ulterior socialización del trabajo y la ulterior transformación de la tierra y de los otros medios de producción en medios de producción explotados socialmente, en medios de producción colectivos» (Marx, 1979,8). De esta extremadamente compleja transformación. en el medio de la cual probablemente estamos todavía, y que está asumiendo formas también muy diferentes de las previstas por Marx, interesa resaltar aquí particularmente un aspecto: la parte que está sustancialmente ya realizada, es decir, la general transformación de la fuerza de trabajo en mercancía, el intercambio generalizado de trabajo con salario, típico de la sociedad urbana industrial, fue condición necesaria para que naciera y se generalizara tanto la conciencia del trabajo como valor, como la conciencia del valor del trabajo. Esquematizando un poco el discurso, se puede también decir que con su reducción a asalariados, los trabajadores urbanizados de la industria perdían todo control en los procesos y en los instrumentos de pro-
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ducción: pero era exactamente su capacidad de distribuir fuerza de trabajo la que, haciéndolos indispensables en el proceso productivo y partícipes de ello, todos según modalidades homogéneas, los constituía en clase dotada de conciencia de clase; capaz, por lo tanto, de actuar en los procesos sociales para defender sus propios intereses, precisamente en cuanto clase trabajadora. En la producción cultural de la clase obrera italiana, hasta el advenimiento del fascismo, el carácter fundamental del valor del trabajo emerge muy claramente: es como trabajadores que se asume un papel social y una identidad cultural, que se pelean y se defienden derechos y reivindicaciones, que se reconace la explotación de la que se es víctima y se es capaz de oponerse; que se remite solidariamente a quien es trabajador y antagonísticamente a quién no lo es. Y es casi innecesario señalar que esta conciencia difundida, que es pre-requisito indispensable de cada forma de organización de las clases trabajadoras, está en contradicción con la estructura del sistema social protocapitalista y constituye, por lo tanto, en su interior un elemento permanente de conflictividad. De hecho, al asumir justamente como propio fundamento el valor del trabajo, la cultura obrera ha sido seguramente alternativa y potencialmente revolucionaria; ya que se ha re-apropiado de la ética de la prestación, producción y competencia y de la norma del comportamiento de presentación (Goffman, 1971; Weber, 1983) que son ciertamente constitutivas y fundamentales de la cultura de la sociedad industrial; pero reorganizándolas y refinalizándolas a la individuación y a la realización de un objetivo que es totalmente antagónico al dominante, al de la ganancia: la creación de la sociedad socialista. Es probablemente la linealidad y la ejemplaridad de esta «revolución cultural», las que contribuyen a damos de la ciudad protoindustrialla imagen de una realidad integrada (desde luego según un esquema de integración antagónico) en tomo a un conflicto de clase claramente legible. Otra fundamental condición de libertad que la ciudad mercantil y protoindustrial determina es, como ha puesto en evidencia Weber, la generalizada distinción entre público y privado y la consiguiente tensión dialéctica que se instaura entre las dos esferas (Weber, 1950, Bardht, 1966). A esta distinción, degenerada en separación entre público y
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privado, han sido a menudo imputados muchos de los males que serían típicos de la vida urbana: aislamiento, desideologización, fetichismo consumista. Sin embargo, estas críticas ignoran un dato esencial: la distinción entre público y privado, entre esfera existencial que pertenece al sujeto y esfera existencial en que se enfrentan los intereses colectivos, es una condición necesaria para la laicización del consenso. La legitimación de la autoridad puede dejar de reposar en las bases emotivas en que se funda el consenso, al poder tradicional o carismático y asumir la forma de aceptación critica y responsable, susceptible de revocación en base a verificación, sólo si y cuando los sujetos de quien viene la legitimación se reconocen como poseedores de la soberanía, de una soberanía histórica y laica, delegable pero no enajenable. El reconocimiento de la autonomía de lo privado es la identificación histórica de una área existencial que se sustrae a la necesidad funcional de delegación de poderes de la soberanía (<
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sos tienen en Italia un desarrollo peculiar, aunque no están desprovistos de analogías como sucede en otros países industrializados. De cualquier forma, los cambios por ellos inducidos inciden en forma diferente sobre la condición y la cultura obrera que se fueron configurando en el curso de la primera fase del desarrollo industrial en Italia. La estructura productiva se articula y se diferencia internamente, provocando diferenciaciones en el interior de la condición obrera. El carácter estratégico de ciertos sectores o de ciertas especializaciones productivas, junto al refinarse del nivel tecnológico en ciertas fases del proceso productivo, generan una correspondiente franja ocupacional de alguna forma privilegiada, no sólo en términos salariales, sino en términos de seguridad de empleo, cualidad de las tareas, prestigio en la fábrica, ventajas indirectas: en términos de integración al sistema. En cambio, se define una franja ocupacional más bien amplia, tanto interna como de soporte al sector productivo industrial, en el ámbito en el que la mayor parte de las tareas son más pesadas, escasamente o para nada calificadas; sobre todo si se trata de una área extremadamente sensible a las variaciones coyunturales o estructurales de la producción y, por lo tanto, sujeta a expansiones y contracciones muy amplias y repentinas; como consecuencia ofrece poca o ninguna seguridad ocupacional y la cosa es grave porque para alimentar esta área en las fases de expansión han sido movilizados contingentes notables de mano de obra de reserva, que en Italia es todavía fácil de encontrar en el interior del país, específicamente en el sur. Mientras tanto, los procesos llamados de descentralización y reestructuración productiva crearon una tercera área ocupacional: la del trabajo de tiempo parcial o determinado, del trabajo negro y del trabajo a domicilio (Foil, 1976). De esta área ocupacional, caracterizada por una importante inestabilidad, ha tomado, a partir de los años setenta (Vercauteren, 1970) una parte notable de sus componentes, aquel nuevo sector de la población urbana que muchos se orientan a definir como marginados y desprotegidos. Tal sector está constituido, por lo tanto, por todos aquellos que trabajan en condiciones precarias en el sector industrial o en sus márgenes y en los servicios; pero se alimenta también por todos aquellos que no se integran en el sistema productivo bajo ningún título: inmigrados recientes, jóvenes, grupos segregados o marginados por
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pertenecer a un determinado grupo de edad, de sexo, étnico. Y, por lo tanto, es la estructura de los procesos productivos la que produce los marginados, no la metrópoli como tal. Pero es cierto que la gran ciudad es la dimensión espacial que «entra en fusión» con el fenómeno de la marginación, provocando su aparición como hecho social reconocible y autoidentificable (aunque no siempre, y no necesariamente en términos de protesta); de tal forma los marginados se vuelven los portadores de una presión social (consciente o menos, organizada o menos) a la que el sistema social responde en diferentes formas, diferentes según la clase de marginados a quien se dirige: aumentando la marginación hasta transformarla en guetización o segregación; adoptando disposiciones asistenciales; finalmente creando oportunidades de trabajo más o menos artificiosas, pero que por estar seguras y protegidas a menudo contribuyen a diferenciar todavía más, en su interior, la condición obrera. Ya que la parte más conspicua tanto de las disposiciones asistenciales como de las oportunidades laborales se localiza en general en las grandes ciudades, también esto se vuelve un factor de atracción de los marginados. Emergen al mismo tiempo en las grandes ciudades nuevas formas de explotación no directamente ligadas a la participación en el proceso productivo, a las que corresponden nuevas formas de acumulación de ganancias. Los ciudadanos son explotados como usuarios de la ciudad por medio de mecanismos como e! pago de! predial y la propiedad inmobiliaria o e! proporcionamiento de servicios muy por debajo del estándar que deberla estar garantizado por el monto de la imposición fiscal. Naturalmente todos estos fenómenos asumen caracteres muy diferenciados de un país a otro y hasta de una ciudad a otra; pero desde nuestro punto de vista, por las características que presentan constituyen la base de un hecho cultural de gran importancia: la crisis del sistema de valores elaborado o de algún modo asumido por las clases subalternas urbanas, cuyo eje central era precisamente el valor del trabajo y el trabajo como valor. Quién está desocupado o permanentemente infra-ocupado, quién se encuentra sin vivienda o quien paga un precio estratosférico por tenerla, quien esta obligado a buscar en servicios sociales caducos o escasos la forma de salir adelante a pesar de un sueldo precario o insuficiente, no puede constIuir su
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propia identidad en relación a una ética del trabajo productivo, así como no está en condición de definir su papel social en relación al sistema de la ocupación. Por otra parte, existe otro fenómeno típico de la gran ciudad tardo industrial que es necesario analizar. Es sabido que la homogeneidad que las clases subalternas urbanas han perdido como trabajadores productivos, la han, en cambio, adquirido, como consumidores particulares de bienes duraderos y no duraderos; el periodo del llamado «boom económico» no ha registrado sólo un importante aumento del nivel cuantitativo y cualitativo de los consumos, sino también una homologación tan amplia de estos últimos como para involucrar en análogas orientaciones de consumo a la clase obrera urbana, a los sectores medios y también a las demás franjas del resto de la población rural. Obviamente esta homologación no ha sido ni espontánea, ni libremente escogida; sino que ha sido inducida a través de una insistente y sagaz manipulación publicitaria: por medio de la estandarización de los consumos se autoriza a obtener un control más estable y seguro del mercado. Como conformismo enajenado, producido a través de una manipulación que frecuentemente alcanza niveles inconscientes de los sujetos a ella sometidos, el consumismo ha sido unánimemente condenado. Desde luego, en cuanto consenso acritico e inconsciente, que por añadidura se autopercibe como libre elección, el consumismo es una regresión con respecto a las formas de consenso que hemos llamado laicas; es decir, del consenso libremente atribuido a grupos de vértice por parte de una base cuya capacidad de reconocer sus propios intereses y de organizarse para defenderlos ya está probada. Pero existe una potencialidad -¡únicamente una potencialidad!- diferente en la sociedad consumista. Para mantener el control sobre el consumo y, por consiguiente, indirectamente sobre la propia producción, las clases dominantes deben forzar a los titulares de un sueldo, es decir, a los potenciales consumidores, a acceder al mercado según modalidades homogéneas. Se determina así la recomposición de un papel económico único para todos aquellos que consuman: los cuales necesitan al mercado; pero al mismo tiempo son necesarios al mercado según modalidades similares para todos. Creo poder afirmar que esta situación no solamente ha gene-
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rado en el nivel cultural, el enajenado conformismo consumista. Precisamente, en ambiente urbano, de ella se ha desarrollado en alguna f01TI1a la petici6n finalizada a sustituir un sistema de consumos enajenantes e impuesto desde arriba, con un sistema de consumos aut6nomamente definido y auto-administrado. Al parecer, esta tesis la comprueba también el hecho de que las tentativas de reapropiaci6n de los procedimientos de definici6n y de satisfacci6n de las necesidades provoquen una resistencia, por parte de los grupos que detectan (7) el poder, que es mucho más dura de la que se daría frente a cualquier solicitud de aumento salarial. El control sobre el consumidor, y más en general el control social sobre el consenso, se ejerce, como es sabido, en gran medida a través de la comunicaci6n de masas. Los efectos de la comunicaci6n de masas, sobre todo de la que se sirve ampliamente de c6dices no verbales (música, imágenes, colores, movimientos) son enormes, como lo atestigua una amplia literatura especializada. En verdad, los medios de comunicaci6n se han mostrado capaces, al menos para el uso que concretamente se ha hecho de ellos, de restablecer plenamente los canales de formación del consenso sobre bases carismáticas y/o tradicionales, que al parecer tenían que ser progresivamente reemplazados por formas de consenso laico. Como es sabido, a través de los medios de comunicaci6n es posible estimular a niveles subliminales y obtener por identificación acrítica el consentimiento de un sujeto no s610 respecto a jabones, lavadoras o a una salsa para carne, sino respecto también a un estilo vida, a un programa político, o a un sistema de valores; sin mencionar obviamente la oportunidad, que la comunicaci6n de masas ofrece a quien la controla, de seleccionar, censurar, manipular la información y los conocimientos. Desde hace tiempo se ha repetido que «el medio es el mensaje»; con lo cual se quena sostener que la reducción del usuario a un receptor pasivo era un resultado y un efecto, ambos no eliminables, del medio con que el mensaje era trasmitido, no de su contenido. Desde el ámbito de las nuevas tecnologías educativas al ámbito de la contra-información, al de la protesta política, hoy día muchos hechos han evidenciado --en Italia y en otros lugares y no por casualidad en circunstancias a veces dramáticas- la insostenibilldad y la pretextuosidad de la tesis de la coincidencia del medio y del mensaje. El problema es una
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vez más el del control sobre los medios, tanto de comunicación como de producci6n, ya que el control sobre el uso del medio es el control sobre los efectos que él produce. Pero existe todavía un aspecto implícito en la realidad de la comunicación de masas, y más en general de la comunicaci6n a distancia, que parece útil analizar en esta sede: parece haber una relación inversa, para el ejercicio del dominio, entre control de la comunicación a distancia y control del tenitorio. En otras palabras, cuanto más eficaz es el sistema de comunicación a distancia del que dispone un grupo dominante y mientras más total es su control sobre ello, mucho menos el grupo en cuestión depende para la conservación de su dominio, de una localización «X», del control sobre un tenitorio dado. Es así no s610 para la fase en que el ejercicio del dominio se concretiza en obtener la actuaci6n de las decisiones tomadas y el consenso o la obediencia a las directivas y a las órdenes impartidas; el control sobre el sistema de la comunicación permite a los grupos dominantes ser autónomos respecto a la localización en el territorio, también en la fase de abastecimiento de las informaciones necesarias para ejercer el dominio y en la fase de su elaboraci6n con el fin de producir decisiones. Se trata evidentemente sólo de una tendencia: pero es significativo que si en el ámbito internacional se reduce siempre más el número de territorios o áreas cuyo control tenga de por si un valor estratégico, en el nacional se descubre que el poder no está en las ciudades, sino en los municipios. Ya está consolidada la tendencia de desprender de las ciudades los asentamientos industriales, no sólo descentralizándolos en el tenitorio, sino despedazándolos en el trabajo a domicillo. También el mercado (siempre menos «Iibre») como lugar de conformación a los estándares del consumo y de canalización del empleo del sueldo, parece destinado a ser disociado de la ciudad: la creación de gigantescos centros comerciales aislados en el campo y el incremento de las ventas por correspondencia, testimonian una tendencia que realizando las condiciones de la reducci6n del ciudadano a consumidor privado, sujetado entre elecciones obligadas, garantiza evidentemente un control óptimo sobre su comportamiento. En suma, aparte el residual papel simbólico y de representación que los centros, sobre todo los centros históricos monu49
mentales, pueden desarrollar y aparte las residuales posibilidades especulativas que la renovación urbana aún puede ofrecer, las clases dirigentes (que antes que otros han dejado de residir en las ciudades) parecen orientadas a disociarse más del destino de la ciudad. Probablemente esta tendencia no nace hoy, está más bien operando desde hace algunos decenIos; y la incapacidad de las clases dirigentes contemporáneas, no sólo italianas, a inventar y a realizar una política de la ciudad, si no innovadora al menos adecuada al statu qua, atestigua quizás no tanto su torpeza como su sustancial y progresivo desinterés por el problema urbano. Precisamente el poder ya está en otra parte. En los EE.UU., esta tendencia parece ya claramente legible en el progresivo transformarse de las ciudades en constelaciones de guetos, miserables o de lujo, recíprocamente segregados, y conectados (siempre que lo estén) pero independientemente unos de otros, a circuitos nacionales de integración política, económica y cultural que tienen siempre menos contactos y nexos con la dimensión urbana y dirigidos por centrales de mando que no tienen necesidad de formar parte de una ciudad. En cambio, los procesos y los mecanismos de integración internos a los guetos, se localizan, se miniaturizan cada vez más, asumen contenidos a escala interna al propio gueto, reforzando así sus características de aislamiento y de segregación. En Italia, estas tendencias no son en absoluto desconocidas, pero no tienen todavía las características y las dimensiones de las americanas. El crecimiento cuantitativo y no cualitativo de las ciudades italianas en los años de las grandes migraciones internas al país ha puesto las bases en muchos casos para una transformación de la ciudad en una constelación de guetos.' La localización urbana, que parece ser no solamente menos 1. En Italia, en los últimos dos años, parece haber una inversión de la tendencia descrita en el texto. En el clima de incertidumbre política determinado después de las elecciones políticas de marzo de 1994, los alcaldes de algunas importantes ciudades, elegidos directamente con base en Jos procedimientos previstos por la nueva ley electoral para las administraciones locales, parecen asumir el liderazgo de un movimiento que aprueba a dar nuevo impulso a las ciudades, en el marco de una reconquistada autonomía local. Se habla nada menos que de un «partido de los alcaldes», Aún reconociendo lo interesante que es este fenómeno, me parece que es demasiado pronto para decidir si representa una tendencia de fondo, o más bien una sustitución respecto a una dirección política insatisfactoria a nivel nacional.
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necesaria, sino por el contrario un obstáculo al ejercicio del poder por parte de las clases dominantes, es en cambio todavía útil a las clases «desprotegidas» para que puedan organizarse y ejercer el poder de oposición y de contestación. Al menos hasta que la comunicación a distancia y la comunicación de masas sean controladas desde arriba y utilizadas como instrumentos de producción de la hegemonía y de gestión del consenso, las ciudades y las metrópolis serán los únicos espacios colectivos disponibles para las clases subalternas: es decir, los únicos espacios donde es posible hacer circular la información y comparar las experiencias en presencia de una concentración de personas suficientemente amplia para que constituya un conjunto de relaciones 'no irrelevantes respecto al sistema social global. Los espacios colectivos, los espacios que todos o que muchos usan, no son de por sí modalidades de emancipación o de liberación. Sin embargo, son espacios cuyo uso puede ser ligado al emerger de una estructura de relaciones sociales (grupo, movimiento, partida, asociación, etc.) capaz de actuar para la satisfacción de necesidades que los miembros de la propia estructura reconocen como comunes, a través del intercambio de información y la confrontación de las experiencias. Por lo tanto, estos espacios son también aquellos en donde el conflicto social latente se vuelve manifiesto, en la forma de choque entre intereses colectivos contrastantes. Una fábrica, un recinto universitario, una plaza, una calle, tienen estas características, pero puede asumirlas el patio de una escuela, un comedor de hospital o --es una experiencia reciente- un punto cualquiera de la ciudad en tomo al cual se estructura una red de información nada menos que sostenida vía radio. La crónica cotidiana ofrece todos los días materiales que respaldan este diagnóstico: es en la ciudad y por medio de la ciudad que la tensión social se coagula y se manifiesta; es en la ciudad y por medio de la ciudad que las clases y los grupos subalternos y, en particular, los grupos «marginados» se organizan y ejercen esa cuota de poder contractual que logran expresar. A la luz de este análisis, y siempre que sea correcto, el prejuicio antiurbano y antimetropolitano aparece como un caso típico de «idea dominante», es decir, un interés de las clases dominantes expresado bajo la forma de valor, que impuesto a las clases subalternas, les oculta sus intereses reales. En efecto, 51
para las clases dominantes, no se trata de ninguna manera de huir de la contaminación o del estrés o de regresar a la naturaleza y a condiciones de vida «más humanas»: la existencia de las ciudades nunca ha impedido gozar del campo, a quién podía hacerlo. En realidad, se trata de obtener un mayor y más fácil control del conflicto social, disgregando y desarticulando las diversas estructuras constitutivas del sistema social (estructuras familiares, estructuras productivas, mercados, estructuras informativas y culturales); estructuras que, en una cierta fase histórica, entrando todas simultáneamente en «fusión» con la dimensión social urbana dieron origen a una formación social" a un alto potencial innovador: la metrópoli, precisamente. Cualquier innovación que dispersando a los sujetos en el territorio, obstaculice la circulación de las informaciones, la comparación de las experiencias, el reconocimiento de los intereses comunes, la organización para defenderlos, no puede más que conducir a las clases subalternas a condiciones de vida menos «humanas».
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CAPITULO CUARTO
CIUDAD: ESPACIOS CONCRETOS Y ESPACIOS ABSTRACTOS
El espacio humano no es un contenedor indiferenciado, homogéneo, tampoco es una abstracción geométrica. Es diferente estar en el espacio aquí o allá: hay espacios buenos y espacios malos, espacios en donde se está bien y espacios en donde se está mal. La expresión «tener espacio» es frecuentemente usada en sentido metafórico, pero metáfora y sentido literal son muy cercanos, ya que el espacio del que dispone concretamente cada individuo, grupo, clase social, en una sociedad dada, mide su poder y riqueza, refleja su prestigio, su colocación en la jerarquía social. En sentido real, no sólo metafórico, tener espacio significa tener libertad, libertad de dirigir, de ser, de relacionarse y viceversa; precisamente en toda sociedad la privación de espacio es la correlación de una posición subalterna o marginal en el sistema social. Se puede, por lo tanto, afirmar que el espacio se define en relación a los seres humanos que 10 usan, que lo disfrutan, que se mueven en su interior, que lo recorren y lo dominan. En ese sentido la definición más satisfactoria es la que considera el espacio como un recurso. Todo el espacio con el que los seres humanos se relacionan en cualquier circunstancia y ocasión, viene de esta misma relación transformado en recurso: es decir, en medio de supervivencia, estímulo a su utilización, ocasión de crecimiento, pero también de riesgo, tanto a nivel biológico
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como psicológico, para los individuos solos, no menos que para los grupos. En el concepto de recurso esta implícita la utilización de un potencial del que se puede disponer y la intervención de un autor consciente que utiliza ese potencial para conseguir un fin. El resultado no está automáticamente garantizado: hay un problema entorno al uso correcto de los recursos. En el caso del recurso espacio, el entrar en relación entre actor y potencialidad puede concluir en catástrofe antes que en progreso, las exploraciones «equivocadas», la condensación o la rarefacción excesiva de los asentamientos, las localizaciones erradas o peligrosas, el sedentarismo imprudente han dejado, a menudo, huellas dramáticas en la historia de la utilización del recursoespacio por parte de la humanidad remota y reciente (Botta, 1991, Lynch, 1992). Sin embargo, ¿es posible definir una utilización óptima del espacio? ¿Es posible individualizar criterios que admitan afirmar que un cierto espacio es usado correctamente? ¿O unos criterios para decidir si el espacio disponible en una situación dada es suficiente? Es obvio que la situación se presenta en los mismos términos para cualquier otro recurso: si se quiere decidir si hay bastante comida, si está bien utilizada o si hay suficiente educación y ha sido bien usada. La individualización de un semejante criterio de optimización, de un parámetro que admitiese establecer el grado de positividad de ciertas situaciones, tendría no sólo un evidente valor normativo, operativo, práctico, sino también una gran importancia cognoscitiva; la definición de un criterio similar presupone en efecto que se lleguen a individualizar y aislar algunas caracteristicas constantes y determinantes de la condición humana. Es cierto, éste es un objetivo al que las ciencias humanas miran con tenacidad. El racionalismo Iuncionalista creyó ya haberlo logrado, y si en arquitectura y en urbanística creyó poder individualizar una necesidad «dada» de espacio a la que una proyectación racional del uso del espacio mismo podía responder, en antropología consideró que todo sistema social, de todas las sociedades, pudiese ser explicado como sistema de respuestas a las necesidades biológicas primarias. Para Malinowsky el fin, o más bien, como él dice, la [unción de cada sistema social es justamente la satisfacción de las necesidades primarias (comer, dormir, aparearse, reproducirse, abrigarse), 54
aunque su satisfacción se realice a través de las complejas mediaciones de los sistemas institucionalizados de tipo secundario u organizado (división del trabajo, sistema de los roles, transmisión de la herencia social a través de la educación etc.). Los límites positivistas y naturalistas de este planteamiento han sido señalados ya frecuentemente; sin embargo, la posibilidad de eludir los problemas de lo social refiriéndolos a nivel biológico es tan sugestiva como para explicar la persistente popularidad del funcionalismo. Es un hecho que el funcionalismo (y el racionalismo que presupone) no logran explicar fenómenos que son específicos y caracteristicos del nivel social, es decir, la diferenciación y la subordinación; en otras palabras, el cambio y el conflicto (Balandier, 1969). Chornbart de Lauwe, al querer anclar su interpretación de la ciudad a una teoria de las necesidades, tuvo que articularla y admitir que es necesario distinguir entre necesidad-obligación y necesidad-aspiración, entre prioridad y primacía o precedencia de hecho que se realiza en la satisfacción de las necesidades (Chombart de Lauwe, 1975). El hecho de que una necesidad sea integralmente satisfecha no significa que necesariamente sea una necesidad prioritaria; ni a la inversa, el parcial o total descuido de una necesidad no significa que no tendría valor prioritario. Está claro que este tipo de afirmaciones no hacen más que multiplicar los problemas en vez de resolverlos. Tullio Altan utiliza las dos categorías de necesidades inconscientes y de necesidades inducidas, para enriquecer la esquemática tipología de Malinowski, basada en el binomio necesidades primariasinstituciones; pero también en este caso queda por explicar lo más importante, es decir la diferenciación (¿por qué ciertas necesidades son conscientes y otras no?), y la subordinación (¿quién y por qué induce tales necesidades en quién?) (Tullio Altan, 1971). En realidad, como también Malinowski demostró en sus investigaciones de campo, la inteligibilidad de la condición humana resulta de lo que ésta tiene de específico y peculiar, y no de lo que tiene en común con otros niveles de lo real. Son las relaciones sociales que plasman las infinitas y dúctiles necesidades o los instintos humanos y no viceversa. Hasta donde sabemos, las relaciones de poder parecen estar presentes y ser constitutivas en todos los sistemas sociales, de modo que en el caso del hom55
bre la relación entre el agente y el recurso no es sólo una oportunidad de satisfacción de una necesidad. sino también una posibilidad de adquirir poder. En las condiciones humanas, el control de los recursos no tiene como fin único su uso funcional a la satisfacción igualitaria de las necesidades, ya que en la condición humana el control de un recurso se vuelve fuente de poder. Como todo recurso, el espacio es fuente de poderes y las modalidades de control de su uso serán decisivas para hacer que ese recurso sea un instrumento de subordinación o de liberación, de diferenciación o de igualdad. Como confirmación de esto se pueden observar dos hechos: en ninguna sociedad el uso del espacio se deja a la inmediatez y a la espontaneidad instintiva; al contrario, siempre está socialmente reglamentado y culturalmente definido. Tal reglamentación y definición encuentran una precisa correspondencia en las relaciones sociales. No es difícil verificar (¡en cada sociedad!) la correspondencia entre clasificación y cualificación de los espacios, reglamentación del derecho de acceso a cada uno de ellos y estratificación de la sociedad en clases, castas, rangos; así como es evidente que el sistema cultural del grupo constituye la raíz ídeológíca y, por lo tanto, el instrumento de legitimación del sistema de organización del espacio adoptado por el grupo mismo. Consideremos sólo la función que pa tenido y que tiene como agente modelador del espacio en l~ sociedades occidentales, el valor culturalmente reconocido de la propiedad privada. En otros términos, la relación hombre-espacio coincide con la relación entre los hombres en el espacio y con la conciencia cultural de esta relación. No se trata, sin embargo, de la racional satisfacción de una necesidad abstracta, sino de una realidad históricamente definida y manipulada a nivel cultural: eso es lo que tenemos delante de nosotros cuando examinamos nuestro espacio. Y, frecuentemente, la conciencia que tenemos de nuestro espacio es ideológica; no es casual, por ejemplo, si en la sociedad occidental, en el interior de una cultura individualista y racionalista, el énfasis cae siempre sobre el hombreartífice que, demiúrgicamente, organiza su propio espacio coherentemente con sus propios deseos y necesidades, con base en una condición de libre elección; mientras, permanece en la sombra, el otro aspecto fundamental del hombre que, desde la
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forma hasta las modalidades de utilización del espacio que encuentra disponibles, está condicionado para organizar según ciertas modalidades su vida y su visión de la realidad. En ese sentido, la forma y las modalidades de utilización del espacio son un importante instrumento de educación. También por medio de la forma históricamente creada del espacio del que disfruta, un grupo social consigue la socialización de las jóvenes generaciones, es decir, que se adecuen al sistema vigente de las relaciones y de los papeles, y se culturalicen, que se interiorice a niveles profundos la visión de la misma realidad propía del grupo en cuestión. El espacio cultura1izado adquiere de tal modo lo que Bourdieu ha llamado «evidencia dóxíca» (Bourdieu, 1992): olvidada su raíz histórica, por el hecho de ser un producto de relaciones entre los seres humanos, el espacio adquiere a los ojos de todos aquellos que lo disfrutan la inmutable razón de ser, de los hechos de la naturaleza. En las periferias de las grandes ciudades italianas -y no es muy diferente a lo que se puede ver en las periferias de las grandes ciudades occidentales- son reconocibles tres tipos fundamentales de asentamientos residenciales: - las colonias suburbanas de habitantes de ingresos medio, medio-alto y alto; - las colonias espontáneas o abusivas con una tipología de construcción muy variada que va desde la barraca de cartón y lámina, la villa unifamiliar hasta la quinta u hotel de dos o tres pisos, para habitantes cuyo ingreso igualmente abigarrado y a veces de proveniencia semi legal o ilegal, va desde los niveles miserables hasta los medio-bajos, medio y medio-altos; - las colonias de construcción social en diferente medida financiadas con dinero público y concedidos según diversas facilidades a usuarios que son siempre populares: obreros, artesanos, pequeñísima burguesía y cuotas de bajo proletariado (Ferrarotti. 1970; W.AA., 1971; Caraccíolo, 1982; George, 1982; Chombart de Lauwe, Irnbert, 1982; Briceño Lean, 1986). Esta tipología, ordenada en base a criterios socio-económicos, corresponde a importantes diferencias de orden cultural, relativas al diseño de los apartamentos, de los edificios y de las colonias.
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Se puede, en efecto, observar que en el primer caso arquitectos y habitantes pertenecen a la misma clase social y al mismo ambiente cultural; en el segundo caso, los habitantes son los arquitectos de sí mismos; en el ter~er caso, en ~ambio, hay, un~ distancia considerable entre arquitectos y habitantes, en térmínos de pertenencia de clase, no menos que en términos de referencias culturales. Sin embargo, cada colonia de construcción social se presenta para el antropólogo -que, por supuesto, haga propia la hipótesis de la relevancia de las diferencias culturales unidas a las diferencias entre clases sociales (Eames y Goode, 1973, Signorelli, 1973; Redfield, Peattie, Robbins, 1984)- como un terreno de contacto cultural entre cultura de los arquitectos y cultura de los habitantes, es más, de verdadera aculturación, más o menos forzada. A reforzar este dato de extrañez cultural, contribuye en gran medida el hecho de que los futuros habitantes no son jamás los que cometen el trabajo de proyectación, sino que más bien no ejercen ningún tipo de influencia. No existe por lo tanto ninguna mediación; en el momento en que el habitante entra en la que será su casa, encuentra incorporada en ella (en la tipología, en la morfología, en los criterios de distribución, en los contactos con el exterior, y así sucesivamente) una cultura que no es la suya (Dematteis, 1982, MeW, 1982; Reberioux, 1982; Althabe el al., 1984). Semejante realidad ofrece al antropólogo motivos de reflexión y de investigación de notable importancia. El proceso de modelación del espacio de la vida es para la especie humana un proceso fundarnental.jradical en el sentido constitutivo de raíces (Lerdi-Gourhan, 1977). Ya Evans-Pritchard señalaba que si es incontestable que el concepto de espacio es «determinado por el ambiente físico» , como el concepto de tiempo, también «incorpora valores» y «depende de principios estructurales que pertenecen a un diverso orden de realidad» (1975: 144). No hay duda que el uso antrópico, es decir, humano, del espacio, es instrumental y expresivo, tanto funcional como simbólico, cognoscitivo y emotivo al mismo tiempo; al interiorizar el orden espacial que su grupo de pertenencia ha construido históricamente, el individuo interíoriza el orden social, y al mismo tiempo la estructura cognoscitiva y ética que ordenará su vida psíquica y corporal (Signorelli, 1977; Pinxten, van Dooren, Harvey, 1983). En otros térmi58
nos, apropiarse cognoscitiva y operativamente de un espacio culturalmente modelado significa integrarse en el grupo social artífice de aquel proceso de modelamiento, Considerados desde este punto de vista los asentamientos de vivienda de interés social representan un caso conspicuo de separación entre modelamiento del espacio y uso del espacio, en el sentido de que la población destinada a usar estos espacios es, como hemos visto extraña a los procesos de modelamiento del espacio que usará (Verret, 1982). Esta separación -que en las sociedades tradicionales no era ignorada, pero se refería a espacios delimitados destinados a usos muy especializados y a menudo predominantemente rituales y muy poco instrumentales- poco a poco se ha hecho más presente y consistente en el curso de la edad moderna, asociándose de manera cada vez más evidente al ejercicio del poder y a su legitimación. Se pueden indicar dos pilares significativos de este proceso, antes de llegar a la situación actual. La creación de grandes espacios escenográficos, capaces de expresar, imponer y legitimar al mismo tiempo, un poder y su ideología: la plaza San Pedro en Roma y la Pennsylvania Avenue en Washington, podrian ser dos ejemplos adecuados (Castells, 1974). Y, en segundo lugar, las instituciones totales: colegios y cuarteles, hospicios y prisiones, hospitales y asilos donde la forma del espacio no es funcional sólo a la legitimación de un poder, sino que representa también la condición y el Instrumento de un ejercicio capilar del poder (Foucault 1986). Pero se trata siempre de intervenciones parciales, aunque imponentes o técnicamente hábiles, en el pnroer caso porque pretenden orientar a tcx:la una población, pero sólo en momentos especiales, festivos, celebrativos; en el segundo caso, porque pretenden modelar la totalidad de los comportamientos, de las ideas y de las técnicas del cuerpo, pero de sectores relativamente reducidos de la población global (jóvenes, militares, enfermos, ancianos, marginados, etc.). En las pocas ciudades europeas en las que sobreviven porciones extendidas del centro histórico, es todavía posible ver hasta que punto la práctica habitacional fuese, si no libre, seguramente autogestionada: en el caso de Nápoles, por ejemplo, permanecen huellas muy claras de esta autogestión en el complicado sobreponerse y enlazarse de sobre elevaciones, divisiones, rellenos, demoliciones, uniones, separaciones, añadiduras, enlaces, em59
bestiduras, aberturas de puertas y ventanas, y todas las demás intervenciones con las que el cuerpo de la ciudad ha estado continuamente y en diversas formas adaptado a las necesidades de quien lo vivía. Sólo cuando la industrialización se vuelve dominante en el ciclo productivo e impone sus exigencias de racionalización integral, progresivamente los lugares del trabajo y los lugares del habitar, ya separados, se sustraen a la intervención plasmadora de quien gastará en ellos su propia vida y se le entregan ya formados y configurados rígidamente: si no precisamente jaulas, ciertos trazos para recorridos obligados. En este sentido el antropólogo no puede no hablar de un caso sui generis de aculturación forzada (Lantemari, 1974). Se puede agregar que es un caso de dimensiones enormes y tendencialmente crecientes, en la medida en que hayan ciudades en expansión o necesitadas de saneamiento, es decir, en condiciones tales como para solicitar la intervención del estado y con ello volver a proponer la separación entre arquitectos y habitantes (VilIani, 1974). El presente ensayo propone la hipótesis de que a esta radical separación de los roles de proyectista y habitante corresponde, en las ciudades occidentales, una profunda diferencia de clases, entendidas estas últimas como «clases de poder según el sistema de desigualdad dominante» (Balandíer, 1977: 23); y que a las diferencias de clases se acompañen significativas diferencias culturales. En Italia, la historia de las colonias de construcción popular ha sido siempre también la historia de Un malestar social transformado y transferido, pero jamás restiejlo. Naturalmente es fácil considerar irracionales o absurdas peticiones evidentemente en contraste con las propias ideologías o con el presupuesto de la empresa o de la institución para la que se trabaja; mientras probablemente esas solicitudes son las no-respuestas detrás de las que se esconde, quien no se siente y sabe que no es socialmente reconocido como competente, en un determínado ámbito, «competente en el verdadero sentido de la palabra, es decir, socialmente reconocido como habilitado para ocuparse de determinadas cuestiones», «a expresar una opinión al respecto, hasta modificar la marcha» (Bourdieu, 1983: 402). En síntesis, no es la ignorancia de los usuarios la que tenemos enfrente, ni el mal gusto infundido en ellos por los medios 60
masivos. La hipótesis que se sostiene aquí es diversa. La cultura de los proyectistas y la de los usuarios no se puede colocar en dos puntos diversos de un ideal coruínuum, como si una fuese la forma desarrollada o avanzada, y la otra la forma retrasada del mismo modo de concebir el mundo. Al contrario, se trata precisamente de dos concepciones diversas, de dos modos radicalmente diversos de concebir y valorar la casa, el barrio, el espacio; quizá el mundo. Veamos por qué. La casa, el edificio, la colonia están frente al proyectista objetivamente, en la planta, en secciones, estáticas y redificadas. Para los usuarios, en cambio, son una especie de esfera en el interior de la cual él se mueve y que en cierto modo se mueve con él, se modifica en el curso y a causa de sus cambios. Para el proyectista, en sí, el espacio es euclidiano, racionalmente divisible, geométricamente configurable; para el usuario, el espacio es una dimensión existencial, que se da, en cuanto y sólo, cuando se experimenta; y que llega a la conciencia, es percibido por la mente, antes de todo y a menudo exclusivamente en términos fenomenológicos. Más sencillamente: para unos el espacio es abstracto, para otros es eminentemente concreto. De esta primera diferenciación derivan otras, no menos relevantes. El tipo de construcción, la construcción de una tipología, el proceso mismo de la composición sirven al proyectista para configurar un espacio ordenado; pero lo que el usuario necesita es un espacio reconocible y, por lo tanto, no tan ordenado sino diferenciado en su interior y respecto a los espacios externos. Se puede analizar esta diferencia aún más a fondo. Precisamente porque el espacio es para el arquitecto una realidad dada, estática, definitiva, él puede concebir el establecer en ella un orden cuya lógica es clara sólo a una lectura global y simultánea del sistema: una lectura como la permiten la planta o la aerofotografia, exactamente. Pero para el usuario la sola lectura posible es la diacrónica, de pasada: y a su criterio lo que en la lectura global aparece como orden, se manifiesta como insoportable monotonía, llana repetición, anonimato. El espacio ordenado a la altura de un metro setenta desde el suelo es un espacio desprovisto de sentido, por la simple razón de que a esta altura y a esta escala no se caracteriza por un sistema de 61
signos organizados en un mensaje, sino que se presenta como monótona repetición, como parataxis de un único o de pocos signos, cuya sintaxis se puede leer sólo desde otra altura, y a otra escala. Dos modalidades cognoscitivas diversas se aplican así al mismo objeto; y éste se revela congruente con la primera y, por lo tanto, por ésta aparece dotado de sentido; pero del todo incongruente con la segunda, por la que permanece opaco. Las desesperadas y empedernidas tentativas, visibles en cada colonia de construcción popular, que realizan los usuarios para diferenciar el exterior y el interior de su casa respecto a las otras, intentos que en general son considerados dañinos para el espacio ordenado, responden -antes que a una necesidad afectiva de identificación- a una necesidad cognoscitiva de ubicación y orientación. Pero si es cierto que
tradición racionalista, los arquitectos asumen una especie de lista de necesidades humanas elementales que es necesario satisfacer en la vivienda; y luego hipotizan un nivel de satisfacción de las necesidades mismas en términos de ubicación, ventilación, aberturas, dotaciones, instalaciones. Son los famosos estándares de vivienda que, en Italia y en general en los países occidentales, son fijados directamente por la ley. Ahora, sin querer quitar a los estándares e! mérito histórico que les compete en el proceso de eliminación de las viviendas insalubres, el análisis antropológico pone en evidencia, en la ideología que inspira la práctica de éstos, una grave simplificación. Como el proyecto del espacio abstracto, geométrico, elimina de la vivienda el espacio real, así el proyecto según estándares elimina de la vivienda e! tiempo real (Zerubavel. 1985), para sustituirlo con un tiempo abstracto, fragmentado, una lista de «acciones» no relacionadas entre sí, a cada una de las cuales corresponde un tiempo fijado de una vez por todas, porque es considerado el «óptimo». Esta tendencia a sobreponer en modo puntual y urúvoco un tiempo, un espacio y una acción, destruye toda la polivalencia, que es polifuncionalidad y polisemia, de la agencia (?) humana: reducción realizada en el ámbito del trabajo por el maquinismo industrial y que en este ámbito ya desde hace tiempo ha sido denunciada, combatida, incluso casi superada. Pero, en cambio, esta reducción se afianza en las modalidades del diseño arquitectónico y en el urbanismo (les machines el abiter!), apoyándose y legitimándose por medio de una concepción esquematizada y desarticulada de las necesidades humanas. En verdad, para los sujetos humanos y, por lo tanto, para los usuarios de los conjuntos de vivienda popular, la adquisición de la conciencia de las propias necesidades, su definición, y la valoración de la adecuación de la satisfacción obtenida, se dan en el marco de una experiencia del mundo que es relacional y no sólo funcional. Necesidades y respuestas son identificadas y valoradas en relación las unas con las otras y en el cuadro de las relaciones que el sujeto «X» tiene con otros sujetos. Para el arquitecto cada problema admite una sola solución correcta; para el usuario existe un abanico de soluciones ligadas a los contextos existenciales específicos, en el interior de los cuáles el problema se presenta. En términos más generales: en 63
la proyectación, la definición de las necesidades y la valoración de la cualidad de su satisfacción está formulada en términos sectoriales y atemporales; mientras que la experiencia de las necesidades y la valoración de la satisfacción existen para los usuarios en términos diacrónicos y contextualizados. Todavía más sintetizadamente se podrá decir que para el arquitecto la valoración de lo construido (apartamento, edificio, colonia) se da en términos funcionales; para el usuario, en términos relacionales; si para el primero el espacio construido es el espacio de las funciones, para el segundo es el espacio de las relaciones.
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SEGUNDA PARTE
A LA BÚSQUEDA DE UN PARADIGMA
CAPíTULO QUINTO
LA ANTROPOLOGÍA URBANA: RECORRlDOSTEÓRICOS
Parece lógico que en la más «americana» de las ciudades americanas se haya formado en los años veinte la famosa Escuela de Chicago a la que, a menudo, se le ha atribuido el mérito de haber fundado la antropología urbana, la sociología urbana, quizás ambas. O al menos de haber estado en sus orígenes. Como muchos autores lo han destacado (Pizzomo, 1979; Hannerz, 1992; Sobrero, 1992) en los trabajos producidos por la Escuela de Chicago existen grandes incongruencias; entre otras, el desfase del trabajo de investigación, presentado en una famosa serie de monografías, que es siempre innovador en la selección de los temas, casi siempre esmerado en el desarrollo y a menudo interesante en los resultados; y, por otro lado, el marco teórico, que además de tener un alcance modesto, no está falto de contradicciones. La contribución más importante de esta escuela, lo que aún hoy merece nuestra atención, está justamente en haber tematizada a la ciudad como tal. La sociología, y en general el análisis social europeo del siglo XIX, consideraban a la ciudad siempre en el interior de una perspectiva teórica más amplia, que hacía de la ciudad el producto, cuando no sólo la sede, del desarrollo, del choque o de la dialéctica por un lado de fuerzas sociales, económicas y culturales; y por el otro, los factores demográficos y los poderes políticos y militares. En la perspectiva europea, los efectos de estas dinámicas eran ur67
banos: pero los factores de las mismas dinámicas nunca eran considerados ni urbanos, ni no urbanos, sino más bien «históricos» o «humanos». Con una cierta ingenuidad simplificadora, pero quizá precisamente por esto también innovadora, los estudiosos de Chicago, por decirlo ase han emancipado a la ciudad. Promoviéndola de producto o lugar a factor determinante de las dinámicas sociales. Para decirlo en forma simplificada, a éstas no les interesa tanto como y por qué la inmigración ha hecho crecer las ciudades, sino que han hecho las ciudades con los inmigrantes. En la firmeza con la que ellos afianzan la capacidad asimiladoro, plasmadora, condicionadora de la metrópoli, está ciertamente el eco de la enseñanza de Simrnel, a cuyos cursos acudió Park, la máxima autoridad de la Escuela de Chicago, en Europa; pero ciertamente también está la experiencia directa del crecimiento vertiginoso y de la transformación incesante de un conjunto de ciudades que lograban, bien o mal, integrar en la sociedad americana centenares de millares, a veces hasta millones de nuevos ciudadanos cada año. La teoría que Park y los otros elaboraron para sostener su convicción, la llamada ecología urbana, es de una desesperante sencillez y de un no menos desesperante determinismo; pero el problema que plantearon no es gratuito. Han sido, sobre todo los estudiosos de orientación marxista, en particular Castells, los que contestaron la acción condicionadora y plasmadora del ambiente urbano, reivindicando para las fuerzas productivas y las relaciones de producción características de una determinada sociedad, la capacidad de producir o al menos de plasmar la ciudad y los ciudadanos de esa sociedad. Sin embargo, el propio Castells tuvo que admitir que el elemento espacial no es irrelevante; y por lo tanto.dos famosos caracteres de amplitud, densidad y heterogeneidad indicados por los de Chicago como distintivos de la ciudad, merecen quizá un momento de reflexión, antes de ser liquidados como meramente descriptivos. El otro elemento interesante en los trabajos de la Escuela de Chicago es la elección de una metodología antropológica. También en este caso, la estructura teórica es discutible. Como posible inspirador de los estudios de dicha escuela se cita a Boas, que en 1928 publicara Anthropology and The Modern Liie, yes posible que detrás de Boas, estuviera, como sugiere Sobrero, la 68
influencia de G.H. Summer y de su oposición entre folkways (costumbres tradicionales, rurales) y mores (costumbres convencionales, urbanas) (Summer, 1962). Pero en sustancia para Park, para Burgess y para MacKenzie la antropología es una genérica ciencia del hombre, que puede con provecho aplicar sus «esmerados métodos de observación» a «el hombre civilizado que es un objeto de investigación igualmente interesante, y al mismo tiempo su vida es más abierta a la observación y al estudio», de los hombres primitivos. La influencia de la antropología de Estados Unidos, caracterizada fuertemente en sentido culturológíco (respecto a los intereses sociológicos de la antropología social británica) se advierte en la indicación, como objetos de investigación, «de las costumbres, de las creencias, de las prácticas sociales y de las concepciones generales de la vida, que prevalecen en Little ltaly, en la parte baja del North Side en Chícago, o en la elevación de las concepciones más sofisticadas de los habitantes del Greenwich Village o del vecindario de Washington Square en New York»; y como siempre para la Escuela de Chicago, el proyecto y la práctica de la investigación en el campo, son mucho más interesantes que la teoría, De modo que si su contribución en el desarrollo de la teoría antropológica es modesta, tiene razón Sobrero en afirmar que sus exponentes supieron «en los casos mejores (Louis Wirth sobre todos) [...] traer de la antropología [...] el gusto por la observación directa, detallada, participante), además de «la capacidad de recoger la diferencia, en donde otros veían sólo realidades opacas y silenciosas, y de encontrar microregularidades, rituales apenas esbozados, correspondencias entre signos, allí en donde otros veían sólo confusión» (Sobrero, 1992). Por desgracia esta, que era la parte más valiosa de la experiencia de Chicago, no encontró muchos seguidores en los EE.UU., ni fuera de ellos por muchos años. Prevaleció la concepción de los asentamientos humanos como comunidad, es decir, como realidades sociales caracterizadas todas por una gran homogeneidad y cohesión interna y autonomía hacia el exterior. Lo más que se admite es que puedan variar de un caso a otro los temas culturales, los valores compartidos y las instituciones específicas que realizan esta homogeneidad y esta cohesión. Para Robert Redfield las diferencias entre asentamientos rurales y asentamientos urbanos, entre pueblo y ciudad existen, 69
pero se pueden ordenar según un continuum rural-urbano. Varían los caracteres, cuya presencia o ausencia (o cuyo grado de presencia) permite asignar al grupo humano estudiado su colocación en el continuum mismo; pero no se toma en consideración la posibilidad que entre un tipo y otro de agrupación humana las diferencias sean de orden estructural y, por lo tanto, recíprocamente irreductibles. Los estudios de comunidad se agotan en los EE.UU. hacia los años cincuenta, pero son exportados y se encuentran con la antropología británica en aquel curioso contenedor que serán los Mediterranean Studies. En los EE.UU. entre los años cincuenta y los años sesenta, nace una nueva orientación que se autodefine por primera vez como antropología urbana. Sobre todo en la fase inicial buena parte de la antropología urbana americana se caracterizó como «antropología en la ciudad», es decir, como una orientación de investigación que ponía en el centro de su interés la recuperación en el contexto urbano de sus tradicionales objetos de investigación: familia y parentesco, grupos locales y vecindarios, tradiciones y rituales, todos objetos que permitían al antropólogo continuar utilizando los instrumentos conceptuales y metodológicos que la tradición de su disciplina le ofrecía. Fue una larga cosecha de investigaciones que tuvieron el merito, junto con algunas orientaciones de la microsociologfa, de evidenciar cómo las formas tradicionales de la estructura social y del patrimonio cultural no se disuelven en el contexto urbano o metropolitano, aplastadas o pulverizadas por los gigantescos mecanismos de la homologación y de la anomia urbana; al contrario, estas formas se rediseñan y se refuncionalizan hasta constituirse en elementos importantes no sólo de las vías de integración de los inmigrantes, sino también del proceso entero de reestructuración que a causa de la inmigración sufre la misma ciudad, tanto como estructura urbana como unidad administrativa. productiva y social. Sin embargo, la antropología en la ciudad no llegará nunca muy lejos. no sólo en las generalizaciones, sino ni siquiera en afrontar nuevos terrenos de investigación (Goode, 1989). Al contrario, le falta la capacidad teorética para asumir el doble, complejo y relacional objeto de investigación que tiene enfrente; y en lugar de estudiar la ciudad termina por estudiar cómo los recién llegados se adaptan a la ciudad, y más raramente, cómo la
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ciudad recibe a los recién llegados. En el ámbito de la antropología cultural norteamericana, esta orientación produce una serie de investigaciones de auténtica antropología de la marginalidad y en el mejor de los casos, es decir, en los trabajos de Osear Lewis, la individuación de una «cultura de la pobreza», que viene correctamente descrita e inteligentemente analizada, pero jamás puesta en relación puntual, funcional y dinámica con el correlato, sólo en relación al cual el concepto de cultura de la pobreza tendría verdaderamente valor heurístico: la cultura de la riqueza (Lewis. 1966, 1972). Los estudiosos norteamericanos de antropología urbana han elaborado también otra orientación de investigación conocida con el nombre de antropología de la ciudad. En este caso, la ciudad ya no es considerada como el telón de fondo de microrrealidades sociales de las que se quieren estudiar los caracteres, sino que está en el centro de la escena, en una de las dos siguientes perspectivas: o como realidad espacial y social que genera y condiciona actitudes y comportamientos; o bien como realidad espacial y social que se identifica, que está constituida por aquellos comportamientos y por aquellas actitudes. Las dos perspectivas no son en absoluto idénticas, ni la adopción de una u otra es indiferente. En todo caso, tienen en común el hecho de que no eluden el dato central de la situación de investigación. La ciudad está ahí, o mejor dicho, las ciudades están ahí. Cualquier cosa que sean no son idénticas ni a las bandas primitivas, ni a las sociedades de tribus, ni a los pueblos. En otros términos, más formales, el enfoque de la antropología de la ciudad, respecto al enfoque de la antropología en la ciudad, ofrece mayores garantías respecto a una limitación que se encuentra frecuentemente en las monografías antropológicas: la ignorancia total o la total puesta entre paréntesis de la relación que existe entre los fenómenos de micro escala que se observan en el campo, y las estructuras y los procesos de macro escala de los que el campo fonna parte. Una antropología de la ciudad no puede olvidarse de este problema, ya que ninguna ciudad es pensable como realidad aislada y circunscrita dentro de sus propios muros. Y es justamente a partir de este dato que la antropología de la ciudad ubica al menos dos cuestiones relevantes a las que es útil anelar, yo creo, cualquier análisis de las situaciones urbanas.
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En el caso en que la ciudad es considerada como un factor determinante de actitudes y comportamientos, el punto importante individuado es e! de la especificidad de la ciudad como ambiente físico; totalmente construido y, por lo tanto, totalmente humano, histórico, éste impone y, al mismo tiempo, testifica una relación ---de los seres humanos con la naturaleza y entre ellos- diversa con respecto a la relación que caracteriza cualquier otro tipo de asentamiento. Es éste un dato de partida que tiene una importancia indiscutible; y e! hecho de que a partir de él se hayan construido discutibles determinismos de inspiración ecologista, usados después tanto para celebrar la gloria de la ciudad como para alimentar el prejuicio antiurbano, no puede hacernos perder de vista el dato de partida, esto es que el contexto urbano es un elemento fuerte, cuyas capacidades de condicionar actitudes y comportamientos deben ser valoradas específicamente y no dadas por descontadas. En suma, deben ser problematizadas. La otra perspectiva, la que considera a la ciudad como el producto de las relaciones sociales que se entrelazan en ella, pone también en relieve un punto importante. Por más que sean diferentes de una ciudad a otra, las relaciones urbanas tienen siempre en común un carácter, que es un requisito necesario y quizá suficiente para el nacimiento de la ciudad: en la ciudad la división del trabajo socialmente necesario se separa, tendencialmente, de los vínculos de sexo y de edad y tiende más a estructurarse y articularse económicamente. Esto es, en base a una relación entre medios y fines que es congruente con los objetivos privilegiados por la estructura de los poderes propios de cada ciudad y de! sistema social del que forma parte. Éste también es un presupuesto de orden general muy útil para estructurar y encuadrar investigaciones a micro escala: por ejemplo, es evidente que un presupuesto, como él que acabamos de mencionar, es indispensable para plantear correctamente las investigaciones sobre familias y parentesco en la ciudad. Puede que también esta concepción de la ciudad, como producto de las relaciones sociales que la constituyen, se esclerotize en teorias dominadas por el determinismo económico o que se fragmente, al contrario, en una visión toda «desde abajo» de las estrategias de los actores. Pero si es utilizada con cuidadoso sentido critico, esta concepción puede Ser extremadamente útil (Goode. 1989). 72
El estudio de la ciudad según hipótesis y métodos antropológicos, que en EE. UU. había sido impulsado por el crecimiento tumultuoso de las grandes metrópolis, en Gran Bretaña nace en relación a las situaciones que se dan en las colonias; casi como una irónica negación de la tesis, propia de algunos antropólogos ingleses, según la cual hipotetizar un vínculo entre evento y contexto corre el riesgo de ser, casi siempre, una operación arbitraria. Generalmente se señala en el grupo de estudiosos reunidos en el Rhodes-Livingstone Institute de Lusaka (Zambia), fundado en 1938 y en segunda instancia en e! contemporáneo East African Institute of Social Research de Kampala (ambos dependientes del Ministerio de las Colonias británico), a aquellos que encauzan el nuevo filón de investigaciones. De ellos se habla también como de la Escuela de Manchester, por e! hecho de que Max Gluckmann, e! segundo y más ilustre director de! Instituto de Lusaka, se transfiera en los años cincuenta a la Universidad de Manchester, donde, como consecuencia, se tornó el centro de gravitación de todo e! grupo. Es verdad que también en otros territorios del imperio británico fueron llevadas a cabo investigaciones nuevas con respecto al tradicional enfoque funcionalista y estructural-funcionalista: sobre todo algunas investigaciones desarrolladas en la India tienen en común con las africanas tanto el interés para el cambio socio-cultural, como la preocupación para una renovación teórico-metodológica de la antropología. Justamente Sobrero ha evidenciado el nexo entre la reflexión teórica de Evans-Pritchards y las investigaciones de la Escuela de Manchester; se puede también oportunamente observar que son las comparaciones y las reflexiones que Leach expondria sistemáticamente en Rethinking Antropology las que permiten sostenerse a las investigaciones de G.F. Bailey. De hecho, Bailey está presente en la antología realizada por Fortes y Evans-Pritchard, African Political Systems, que en 1940 abre una nueva pista de investigaciones y reflexiones (Leach, 1961; Bailey, 1975; Fortes, EvansPrítchard, 1940). Cuando al final de la segunda guerra mundial el crecimiento de las ciudades africanas, en particular las del llamado Cinturón del Cobre, se vuelven objeto de atención por parte de los estudiosos del Instituto de Lusaka, el aspecto que viene privile73
giado como tema de estudio, es la inmigración, analizada sobre todo como experiencia de traslado del pueblo a la ciudad. Aunque Eipstein hubiese escrito ya en 1957 que «las ciudades africanas [...] se desarrollaron en respuesta no a una necesidad indígena o nacional, sino más bien por las exigencias del expansionismo colonial» (Eipstein, 1964), esta constatación no conlleva para los estudiosos ingleses una problematización específica de lo que Balandier llama la «situación colonial»; una situación en el interior de la cual, según el antropólogo francés, nada puede ser comprendido prescindiendo de la fundamental relación de dominación-sujeción y explotación que la caracteriza (Balandier, 1973). Esta posición de los manchesterianos no es fruto de superficialidad o ingenuidad teórica, ni de mala fe ideológica. Está más bien en línea con la tradicional pretensión de «neutralidad» de la antropología social británica, para la que el valor científico de una investigación antropológica está asegurado por el refinamiento de sus instrumentos metodológicos y por su corecta utilización; mientras que no se considera necesario que el investigador explique sus premisas, tanto de orden cognoscitivo como valorativo, tanto personales como del grupo al cual pertenece; ni que problematice su relación con el objeto y el terreno de la propia investigación. En el plano de la afinación de los métodos no cabe duda que la Escuela de Manchester ha empezado un trabajo innovador, con implicaciones interesantes, también en la reflexión epistemológica. La crítica a la distinción entre sociedades simples y sociedades complejas y la adquisición del principio, derivado de la reflexión filosófica de Whitehead, que la sencillez no es un carácter de las realidades sociales, sino el producto del conocimiento científico sobre ellas: es por lo tanto simplificación; la distinción entre las diversas disciplinas fundada ya no en la naturaleza del objeto que escogen, sino en la perspectiva y en la escala de observación de los fenómenos que adoptan; las reglas propuestas para la delimitación del objeto de investigación; finalmente las propuestas metodológicas en sí mismas, como el análisis situacíonal, entre las cuales resalta el concepto de red, aún hoy en día en el centro del debate (Piselli, 1995), atestiguan un nivel de reflexión más refinado que el norteamericano. Sin embargo, mucho escapa a este sofisticado instrumental.
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La preocupadón, por otra parte correcta, de constituir como objetos de investigación campos de relaciones localizadas, circunscribibles y, por lo tanto, accesibles a una observación sistemática, no sólo induce a los estudiosos manchesterianos a considerar los datos económicos y políticos que constituyen el contexto de la situación estudiada, como puros datos de fondo, sino que los exonera de tomar en consideración su incidencia en la situación estudiada. La hipótesis del trabajo originaria (la relevancia del impacto de las fuerzas externas varía al variar la estructura interna de la situación estudiada), a pesar de ser unilateral y unidireccional, podía aún revelarse fructífera; pero se vuelve poco a poco un estilo de investigación en el cual las fuerzas externas son asumidas como una constante y, por ello, igualadas a cero; y las únicas variables tomadas en cuenta como independientes son las internas. La interdependencia de los grupos sociales y la interrelación de las culturas, productos evidentes del urbanismo y de las migraciones en la ciudad, una vez más no se vuelven objeto de investigación. A los antropólogos de la Escuela de Manchester, que también en lo referente a la construcción de instrumentos para el trabajo en el terreno se colocan entre los más refinados estudiosos de la mitad del siglo, les falta esa conciencia de fondo que en cambio ya en los años cuarenta habría madurado en Ernesto de Martina; es decir, que aún el más refinado instrumento de análisis no es neutral y no funciona si al usarlo el antropólogo no emplea su conciencia crítica de pertenecer en forma determinante a una cultura históricamente dada. Para de Martina esta conciencia critica tenía una inmediata consecuencia epistemológica: la toma del dato etnológico como parámetro, por así decirlo, de la cultura del antropólogo, es decir, en la inversión de la tradicional relación entre cultura «blanca» y cultura «indígena». En las ciudades africanas esta inversión y la consecuente posibilidad de construir un sistema con doble referencia (1a cultura de los blancos como parámetro de la negra, de los negros como parámetro de la blanca) era ofrecida por la situación misma, estaba en las cosas. No ha sido tematizada aún por los antropólogos manchesterianos. En sus investigaciones, sin embargo, la referencia externa de la situación de los emigrados es todavía y por siempre su lugar de origen; y objeto de la investigación es el proceso en el curso del cual esos utilizando los recursos que ofrece su cultura 75
tradicional y adecuando sus estrategias a la situación urbana, logran integrarse en la ciudad. Desde las tribus hasta la detribalización y de esta última al tribalismo es el recorrido que viene reconstruido y analizado; respecto al que permanece en e! fondo no sólo la situación colonial, sino la misma situación urbana en su complejidad. Al final de la lectura de las monograffas de la Escuela de Manchester, el lector tiene la impresión de haber visitado una curiosa África, donde están los trenes y las minerías, pero no los hombres blancos. Es muy importante una de las conclusiones más generales de las investigaciones de! Rhodes Livingstone Institute: que e! comportamiento de los inmigrantes es siempre un comportamiento activo, que es guiado por elecciones, administrado según estrategias conscientemente adoptadas y, por lo tanto, de alguna forma innovador. Pero permanece e! hecho de que la falta de análisis del contexto, el aislamiento artificioso en que la situación de los inmigrantes es colocada, hace aparecer sus elecciones más libres y dotadas de poder de lo que son en realidad. En los manuales de antropología urbana se menciona marginalmente, cuando no se descuida por completo, otra comente de estudios británicos que no caben, ni formalmente ni sustancialmente, dentro de los cánones de la antropología social británica, pero que ofrecen al antropólogo interesado en las ciudades y en las dinámicas culturales en contexto urbano, algunos preciosos elementos de reflexión. Se trata de los llamados Cultural Studies, una definición, que, considerado el terreno y el contenido de las investigaciones de estos estudiosos, podremos traducir como estudios de los procesos de producción de la cultura de las clases subalternas en la sociedad industrial y postindustrial. En los orígenes de los Cultural Studies se coloca el estudio ya clásico de Hoggart, The Use o{Litteracy, dedicado al análisis de los procesos y de los efectos de la alfabetización de la clase obrera inglesa (Hoggart, 1957). Su conclusión más interesante y por la época, casi desbaratada, es el descubrimiento de que alfabetizarse no significa necesariamente adquirir instrumentos de emancipación: frente a la escolarización de masa ha sido creada la literatura popular de masa, que ha constituido en Inglaterra no sólo un florido mercado sino un potente instrumento de orientación y dirección de la producción cultural popular: un instrumento de integración social y de producción del con76
senso. Las contribuciones de Raymond Williams y de! denominado grupo de Birmingham (Williams, 1973; Hall, 1977) han sido fundamentales para profundizar en esta problemática. La orientación de fondo de estos estudios es marxista, centrada en e! análisis de! rol de la cultura en las relaciones sociales concebidas como relaciones conflictivas respecto a las relaciones entre clases y grupos sociales cuyos intereses están en conflicto. No se trata de una concepción ni mecanicista, ni determinista de las relaciones sociales; al contrario, el rol de la cultura en las relaciones de dominación y explotación es problematizado como objeto que hay que estudiar a través de la investigación empírica, y ya no como efecto descontado de la relación entre fuerzas productivas que lo superdeterminan (?). Marcus nota que «Williams pertenece a la tradición marxista inglesa y comparte e! interés por la cultura, junto a aquellos que parecen hoy los más capaces de producir la etnograffa más refinadamente realista, sensible a los problemas de! significado cultural pero, al mismo tiempo, firme en arraigar los análisis de la vida cotidiana en la perspectiva marxista sobre la economía política capitalista" (Marcus, 1986: 170). La «etnografía refinadamente realista» que cita Marcus se revela como un instrumento particularmente adecuado para los estudios de antropología urbana. «Es en las ciudades que tiene su morada la cultura popular contemporánea. En los portales, en las tiendas, en las pantallas audiovisuales, en los cines, en los clubes, en los supermercados, en los pubs y en la búsqueda afanosa, el sábado por la tarde, de los vestidos que comprar para e! sábado en la noche... Como cualquier otro espacio también la estructura de la ciudad está cargada de significados y está también cargada de poder, ya que los detalles materiales de la vida urbana, nuestras casas, las calles donde vivimos, las tiendas que frecuentamos, los transportes que usamos, los pubs que visitamos, los lugares de trabajo, la publicidad y los anuncios que leemos, sugieren muchísimas de las estructuras de nuestras ideas y de nuestros sentimientos. Es una experiencia cotidiana que ininterrumpidamente condiciona nuestras orientaciones, ya sea cuando tomamos una decisión, o cuando expresamos una opinión sobre los hechos del día» (Chambers, 1986: 17). No creo que se podría definir de un modo mejor el campo de investigación de la antropología urbana. 77
El paradigma positivista «predominante en las ciencias sociales anglo-americanas en la posguerra» (Marcus, 1986: 169), no ha marcado tan fuertemente las ciencias sociales en Francia. Aquí la influencia dominante ha sido la del estructuralismo. Su más notable exponente, Claude Lévi-Strauss ha expresado un juicio negativo acerca de la posibilidad y de la conveniencia; para la antropología, del estudio de las sociedades occidentales. Lévi-Strauss retoma y repropone, en Iorrna más refinada, la vieja oposición de Durkheim entre sociedades a solidaridad mecánica y sociedades a solidaridad orgánica, que en el planteamiento de Lévi-Strauss devienen respectivamente sociedades frías, gobernadas por reglas mecánicas, con escasa producción de entropía y tendencia! mantenimiento del estado inicial; y sociedades calientes, caracterizadas por un modelo de tipo termodinámico, con gran dispendio de energía y constante mutabilidad. Las primeras son interpretables a través del uso de un modelo mecánico, las segundas sólo a través del uso de un modelo de probabilidades, de tipo estadístico. Como consecuencia de esta situación, la antropología, ciencia interesada en las reglas universales del actuar humano, no puede y no debe estudiar las sociedades modernas, si no para buscar en ellas, lo que subsiste o aparece de las sociedades frias. Sólo estas últimas, en efecto, permiten tomar las estructuras elementales y fundantes de la vida humana (Lévi-Strauss, 1966). Sin embargo, la hegemonía del paradigma estructuralista en Francia,' a pesar de su fuerza, no ha vivido sin contrastes: pese a la prohibición levistraussiana, ha existido y existe en Francia no sólo quién estudia las ciudades en las sociedades complejas occidentales, sino hasta quien fue a buscar la complejidad en las sociedades «simples». En cierto sentido, es justamente a las investigaciones sobre las ciudades africanas y sus procesos de urbanización en África, a las que hay que referirse cuando se buscan los orígenes de la antropología urbana en Francia, ya sea para la individualización de los temas, y quizá todavía más, para el armado teórico. Una contribución de gran relieve es la de George Ba1andier. El marco de referencia de Balandier es ciertamente de origen marxista, pero la suya no es una mecánica aplicación de las categorías marxistas en las sociedades africanas. La problemática marxista le impulsa a ver las realidades africanas en una perspectiva nueva respecto a la tradición ctno78
lógica francesa; al mismo tiempo los nudos problemáticos, que individua, lo solicitan a una reflexión critica sobre las mismas categorías marxistas. El primer resultado es un precoz descubrimiento de la «historia de los pueblos sin historia» en trabajos que no sólo ponen en crisis el estereotipo de África como continente de aldeas, sino que (y este es el segundo resultad') importante) muestran concretamente cuánto el análisis antropológico puede ganar mediante la adopción de una perspectiva historicista (Balandier, 1955, 1969, 1973, 1977). Desde esta perspectiva, es posible darse cuenta de que las sociedades africanas no son estáticos sistemas integrados según un modelo mecánico y destinados a reproducirse infinitamente en ausencia de intervenciones externas. Las sociedades africanas están cargadas de tensiones y, por lo tanto, potencialmente obligadas a encontrar nuevos equilibrios o a enfrentar el riesgo de crisis radicales. Sobre este punto el diagnóstico de Balandier llama a la memoria el de Gluckman en Closed Systems and Ope11 Mind; pero la verdadera novedad introducida por Balandier es la abierta afirmación que también en las sociedades africanas, tensiones y conflictos nacen de desigualdades y de formas de opresión que son estructurales en el sentido que estructuran las sociedades, incluso las sociedades tribales. En las sociedades tribales los hombres ejercen un poder sobre ~_as mujeres, y los ancianos sobre los jóvenes. Balandier demuestra que es posible fundar el poder sobre bases diversas las del monopolio de la violencia o del control de los medios de producción: el poder puede fundarse y legitimarse en el control de la producción de las relaciones de parentesco; en el monopolio del prestigio; en la apropiaciónenajenación del capital mítico e ideológico de un grupo. Son ideas y construcciones analíticas que se revelan fecundas no sólo en el análisis de la realidad africana sino también en la occidental (Ba1andier, 1985). Otro concepto de Balandier parece importante por sus implicaciones teóricas y epistemológicas: el de situación poscolanial. Es como Balandier propone definir al conjunto de condiciones generales en en las que se encuentra el antropólogo que realiza investigaciones en las sociedades africanas a partir de la segunda posguerra. Tal definición subraya la importancia de la relación entre los grupos locales y el contexto en el que estos grupos están incluidos. Poscolonial es, en efecto, un adjetivo 79
que tiene implicaciones temporales y espaciales de gran espesor: evoca una profundidad en el tiempo al menos de dos siglos y una amplitud en el espacio al menos continental. Es más: es un adjetivo que implícitamente se refiere a una relación y a su historia. La idea de colonia implica que haya colonizados y colonizadores; por lo tanto, definir una situación «pos,~olonial» significa inequívocamente hipotetizar que aquella relación no sólo marcó el pasado sino que aún condiciona la situación presente de los grupos objeto de estudio. En otras palabras definiendo poscolonialla situación general de África, se dice implícitamente que las condiciones locales deben ser comprendidas teniendo en cuenta también la situación general a escala continental, el pasado al que esta situación se refiere y las relaciones que, a macro escala, estructuraron y estructuran esa situación. Cuando Marcus volvió a proponer, en 1986, la problemática de la relación entre fenomenología de micro escala y estructura de macro escala, 1 y al encontrar a sus precursores, Raymond Williams, en la tradición del marxismo británico y en el estudio de Paul Williams Leaming lo Labour: How The Working Class Kids Gel Working Class Jobs (Willis, 1981) un ejemplo importante de los resultados que este enfoque puede dar, proponía, por lo tanto, un tema ya explorado; y culpablemente, ha ignorado (¡cómo buen americano que le, sólo en inglésl) la obra de George Balandier. Constantemente está presente en la atención de este autor aquella forma específica de la relación entre fenómenos de macro escala y realidad de micro escala que es la producción de ideología y de consenso, y hay que señalar que de esto él se ocupa tempranamente, en el contexto de la relación entre colonizado y colonizador (Balandier, 1977a), pero también en estudios más tardíos que consideran autónomamente, desde su interior, las situaciones africanas (Balandier, 1977b) o las europeas (Balandler. 1985). l. Marcus, en el ensayo ya citado varias veces, se refiere a la compilación Advances in Social Iheory, coordenada por K. Knorr-Cetina y A. Cicourel en 1981, donde se proponen tres formas de «integrar las perspectivas micro y macro». La más aceptable y eficaz, según Knorr-Cetina y según el propio Marcus es aquella en donde «los macrosistemas son representados en la forma en la que son imaginados o integrados en el desenvolvimiento de los procesos vitales de una rnícrcestructura que sea intensamente estudiada e interpretada» (p. 169, trad. mía). En una perspectiva a la Popper no se puede hacer otra cosa más que alegrarse por la convergencia de juicios entre estudiosos, aunque hayan sido necesarios más de veinte años para su maduración.
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Probablemente, a él le gustarla escuchar que se clasifican como investigaciones de «antropología de las sociedades complejas», ya que justamente rechaza el concepto de sociedades simples. Digamos pues que las investigaciones de Balandier hay que recordarlas con justa razón entre aquellas que, más que otras, han contribuido a liberar la antropología de la equivocación del estudio del «salvaje que ya no existe, pero hagamos corno si existiera todavía». Respecto a la antropología urbana, entendida en sentido estricto, Balandier le ha preparado el terreno donde crecer: no es una mera coincidencia el que haya sido alumno de Balandier quien es hoy quizá el más brillante entre los antropólogos franceses que se ocupa de la ciudad, Gerard A1thabe. A preparar el terreno para la antropología urbana en Francia han cooperado también algunos sociólogos de la ciudad, precisamente Chombart de Lauwe y H. Lefebvre. P.H. Chombart de Lauwe es el autor de La vie quotidienne des [amilles ouvriéres, un libro verdaderamente pionero publicado en 1956. La obra se proponía estudiar «cómo se están modificando las relaciones entre los ambientes sociales, las clases, las prácticas y las representaciones». «La observación en profundidad [...] permitía comprender la relación entre los diferentes aspectos de la vida cotidiana y de los modelos culturales, la relación entre los grupos sociales y un ambiente material en vías de transformación» (Chombart de Lauwe, 1977 3; 13). A pesar de ciertos esquematismos (que Chombart de Lauwe antes que otros ha individuado), el enfoque de su investigación proponía ya algunos ternas fundamentales, entre los cuales me parece que hay que señalar la idea de que las relaciones entre los grandes grupos sociales y entre estos y el ambiente deben ser estudiadas a partir de las vivencias cotidianas de los sujetos y del sentido que las vivencias asumen a través del filtro de la plasmación cultural. Ya a fines de 1956 Chombart de Lauwe proponía una investigación que trataba además de sustraerse a las divisiones disciplinarias para tematizar en cambio «la implicación de los investigadores en los ambientes que estudiaban» (ibíd.: 17). Firmemente ubicado en este terreno teórico y metodológico, a la frontera entre antropología y sociología, Chombart de Lauwe ha realizado a lo largo de los años muchas más interesantes investigaciones: La culture el le pouvoir (1975) plantea el proble81
ma del papel de la cultura en las relaciones de poder; mientras ya en 1982, La [in des vil/es: mythe ou realité pone sobre la mesa algunas de las más urgentes interrogaciones que propone el futuro de la ciudad, logrando integrar la problemática ecológica y las perspectivas ligadas a la tecnología avanzada en un análisis no reductivo, que de todos modos no borra del cuadro los sujetos humanos en cuanto sujetos económicos, sociales y culturales, ni los conflictos que entre estos sujetos se dan. No se puede reconocer al aún fascinante Perecer de Kevin Lynch (1992) un planteamiento teórico tan robusto. Figura compleja de filósofo, sociólogo, critico literario, marxista expulsado del PCF en 1958, Henry Lefebvre es una figura cuya presencia en los alrededores de las investigaciones francesas de antropología urbana no hay que olvidar. Interesado en una revisión antidogmática del marxismo, encuentra también el problema de la cotidianidad, de la vida de cada día, como ámbito en el cual se diría, con el lenguaje de hoy: se confrontan macroestructuras y microsucesos. En la perspectiva de Lefebvre esta comparación no es concebida como una mecánica y neutral reproducción de las macroestructuras en las representaciones que los sujetos producen en la micro escala de la cotidianidad; se trata en cambio de una relación de poder, ya que las macroestructuras condicionan, al menos desde un cierto punto y hasta cierto punto, la misma producción de las representaciones. En este cuadro el problema del espacio presenta un interés especial. Lefebvre mismo resume así su tesis central: «un modo de producción organiza-produce su espacio (y su tiempo), así como produce ciertas relaciones sociales. De esta forma se realiza. [...] El modo de producción proyecta en el terreno esas relaciones y este hecho tiene una retroacción sobre ellos, aunque no existe una correspondencia exacta como si estuviese programada con anticipación, entre las relaciones sociales y las relaciones espaciales (o espacío-temporales)» (Lefebvre, 1986 3: IX). A partir de esta hipótesis central, tan obvia -hoy- como iluminante, Lefebvre ha trabajado muchos años, reflexionando sobre la ciudad, la casa, la urbanística (Lefebvre, 1973a, 1973b). Aunque si bien no es frecuente encontrar a Lefebvre y Chombart de Lauwe citados por los antropólogos franceses, creo que es oportuno tener presente este telón de fondo para colocar adecuadamente la que viene comúnmente indicada 82
como la primera investigación de antropología urbana desarrollada en Francia: Ces gens-la de Colette Petonnet (Petonnet, 1969). Estamos en 1969. Muchos años después Gutwirth observará que el trabajo de Petonnet (y otros contemporáneos inclusive una investigación del mismo Gutwirth de 1970) practicaban «puntualmente la antropología urbana según modalidades que aparecían "naturalmente" una continuación de la lección de la antropología tradicional» (Gutwirth, 1982). En una primera lectura esta impresión parece verdadera y parece reforzada aún por el hecho de que el prefacio del libro de Petonnet es de Andre Leroi-Gourhan mientras que en el libro de Gutwirth es de Roger Bastide. Pero, como observa el mismo Gutwirth, estos importantes decanos de la antropología «supieron reconocer que allí, en efecto, se estaban abriendo caminos nuevos». De modo que a pesar de que los franceses lamentan un retraso en los estudios de antropología urbana y lo atribuyen a causas en cierto sentido análogas a las que operan en Italia, sin embargo, el camino de la investigación en Francia ha sido más veloz y consistente. Lo atestiguan las reseñas bibliográficas y las recopilaciones de contribuciones de autores diversos tEihnologie [rancaise 1982; L'homme, 1982, Terrain, 1984; Althabe, Fabre, Lencloud, 1992). En la actualidad particularmente interesante aparece la posición epistemológica elaborada por Gerard Althabe. Originariamente africanista, directamente influenciado por Balandier, Althabe promovió la constitución, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, primero de un equipo permanente de investigación en antropología urbana, y actualmente de un centro de investigación sobre los mundos contemporáneos. En algunos importantes artículos (Althabe, 1990a, 1990b) Althabe sintetiza los puntos fuertes de su epistemología. En ciertos aspectos su posición recuerda a la antropología reflexiva de Bourdieu (Bourdieu, 1992), y también al etnocentrismo critico de Martino (de Martino, 1979). Asimismo, Althabe propone con mucha fuerza el carácter (fundador» de la relación que el investigador establece con sus interlocutores. Esta relación se desarrolla en un contexto que el investigador ha «producido» ya que es el mismo que, realizando un corte en la realidad social, «produce» sus interlocutores como actores de una particular configuración de la cual él se considera extraño y en la que quiere entrar a 83
formar parte para «conocerla desde su interior». Hasta qué punto esta configuración sea real y no sólo imaginada por el antropólogo, únicamente la investigación puede decirlo; pero esto significa que «la pertinencia de la perspectiva que ha sido seleccionada como cuadro de referencia para la investigación, debe ser constantemente verificada en el curso mismo de la investigación» (A1thabe, 1990b: 128) y sin olvidar nunca que también e! antropólogo es parte de la configuración: son sus interlocutores que, desde que 10 encuentran, lo «producen» como actor de la configuración que él quiere estudiar y lo utilizan en los juegos sociales que pertenecen contemporáneamente a ellos y al campo de investigación que él ha recortado. Simultáneamente comprometido a «entrar dentro» y a «restablecer la propia distancia de», e! antropólogo debe «organizar e! desarrollo de su investigación en forma tal como para poderse permitir una autoreflexión permanente» (ibúi.: 130). Por otra parte, cualquiera que sea la configuración social que e! antropólogo ha recortado, sus interlocutores forman parte de ella de manera, si no es temporal e intermitente como él, ciertamente parcial. En la ciudad, la separación entre la residencia, el trabajo y los lugares de tiempo libre es una condición generalizada; y el antropólogo no puede olvidar que e! lugar en que ha fijado la propia sede de investigación es un «aquí y ahora» de sujetos que pertenecen a una multiplicidad de otras situaciones sociales (A1thabe, 1990a: 127). A1thabe rechaza toda legitimidad a las posiciones que absolutizan y autonomizan el rinconcito de ciudad en que se desarrolla la investigación; no las acepta porque las considera desviadas, expresiones como «cultura de empresa» o «de administración», «pueblo urbano», «tribu urbana» y similares, aunque sí usadas metafóricamente. Si sus interlocutores no pertenecen totalmente a la situación que él estudia, será inútil que el antropólogo intente estudiarla como una totalidad. Más bien A1thabe propone estudiar «e! trabajo de! imaginario que produce la ciudad para aquellos que la habitan: la recomposición, la apropiación, el uso de la ciudad. Este trabajo del imaginario en los discursos de los habitantes, es para el antropólogo un camino para relacionarse con ellos como actores de prácticas y para comprender el sentido de sus posiciones» (A1thabe, 1984: 4). La teorización de Althabe, muy convincente y rica de sugerencias, presenta algunas significativas convergencias con cier84
tas posiciones de Néstor García Canclini, el antropólogo argentino que trabaja en la Ciudad de México, en donde ha realizado algunas extraordinarias investigaciones sobre la producción cultural y el consumo cultural (Canc1ini, 1994a, 1995). Ambos están interesados en la «producción de la ciudad» en las prácticas de los habitantes; ven estas prácticas dibujarse y realizarse en el interior de campos de relaciones que son siempre también relaciones de poder; consideran, finalmente, que e! campo de relaciones no puede ser totalmente comprendido más que en relación a su contexto, que no se puede, en resumen, analizar el local, prescindiendo de la realidad global (Canc1ini, 1994b). Un caso como el de México plantea con mucha evidencia la cuestion de! fin de las ciudades. Como hemos visto ya en 1982, Chombart de Lauwe publicaba un libro con este título. En 1961 salió en los EE.UD. The Death and Life of Great American Cities de Jane Jacobs, un libro profético que identificaba en el automóvil e! peor enemigo de la vida urbana. Jacobs obtuvo una notable fama internacional, y en su patria una alta dosis de ostracismo por parte de los círculos que cuentan; pero ni ella ni nadie ha logrado detener la motorización de masa (Jacobs, 1969). El fin de las ciudades es un tema propuesto siempre, más frecuente en los últimos años. Se presta a infinitas variaciones, más o menos inspiradas en la ciencia ficción; más allá de las cuales, sin embargo, es un tema que todavía merece que se reflexione críticamente sobre él. Según algunos autores, cuando las ciudades crecen a la dimensión de metrópoli, o de megalópolís. tienden, justamente a causa de las dimensiones, a transformarse en aglomerados que tienen poco o nada de urbano: empezando por el imaginario de los habitantes, que ya no las perciben unitariamente y menos aún pueden experimentarlas como realidades unitarias. Estas infinitas extensiones de construcción atravesadas por autopistas urbanas, no tendrían nada que pudiera distinguirlas unas de otras, que les diese una identidad; y, por lo tanto, ya no podrían ser a su vez, matrices de identidad (Sennet, 1992). Sin embargo, justo las investigaciones de Canclini y de otros antropólogos latinoamericanos muestran cómo la imaginación de las nuevas tecnologías, alimentándose recíprocamente, ofrece al menos algunas alternativas al antiguo paseo por la avenida principal, produciendo no la desaparición de la ciudad, sino nuevas prácticas y nuevos imaginarios urba85
nos, a veces, pero no siempre violentos y dramáticos (Canclini, Nivón, Safa, 1993; Martín Barbero, 1993; Herrén, 1993). Oscuro y preocupante parece a primera vista el cuadro dibujado por Kevin Lynch en su último trabajo, publicado después de su muerte, en 1992. Intitulado en italiano Perecer, el título en inglés, Wasting Away, está más cargado de culpables implicaciones. La catástrofe ecológica es explorada en todos sus posibles desarrollos terroríficos pero no improbables, si se toman en cuenta muchos comportamientos ya generalizados a escala planetaria. Pese a ello, Lynch, en la más pura tradición del pragmatismo optimista americano, practicable también porque él borra completamente de su discurso todo análisis de las conveniencias y de las responsabilidades específicas, considera que sea posible convertir «positivamente» los desechos, el desperdicio, el enajenado consumo; en síntesis, en su tesis, se deberá y se podrá aprender a programar y a dirigir la declinación. Más allá de las diferentes interpretaciones, un dato objetivo parece confirmar la tesis de una posible muerte de las ciudades. Después de más de dos siglos de crecimiento, más o menos veloz pero continuo, las ciudades y sobre todo las metrópolis han entrado en un ciclo de baja demográfica. El fenómeno, advertible en todo el mundo occidental, ha asumido dimensiones significativas también en Europa. No puede ser explicado sólo con la baja de la natalidad; como muestran los análisis que señalan el crecimiento de los centros pequeños y medios, se trata de una verdadera y propia «fuga» de las ciudades. No estamos frente a un fenómeno generalizado: además de ser todavía numéricamente contenido, parece presentar algunos caracteres distintivos. Afecta principalmente, a familias de la clase media y sobre todo media alta todavía jóvenes con hijos. Estos sujetos no desean vivir en las colonias suburbanas, sino en un pueblo, en una aldea de pocos millares de habitantes, pero que no esté lejos, ni de la ciudad de medias dimensiones, ni de las grandes vías de comunicación. Por estas características, S. Wallman considera que este fenómeno puede ser considerado típico de la sociedad postindustrial, ya sea en el sentido que se ha hecho posible por las innovaciones ligadas a la tecnología informática y telemática y por las transformaciones del ciclo productivo; sea también en el sentido que expresa los nuevos valores y las nuevas aspiraciones pos modernas. 86
Que sean viajeros urbanos que alcanzan cotidianamente la metrópoli, pero prefieran residir en un pueblo; o que realicen en su casa un trabajo que pueda utilizar las conexiones telemáticas; o que haya puesto en marcha una actividad en el mismo lugar de residencia, de todos modos este nuevo pueblo de habitantes de los telecottages, encamaría todas las megatendencias de la nueva cultura contemporánea, que Wallman resume con las palabras de otros dos estudiosos. «Preferencia por la descentralización contra la centralización; proveerse solos más que contar con la asistencia y los servicios públicos; preferencia por las formas de vida y de organización pequeñas, más que por aquellas de gran escala; preferencia por las opciones múltiples más que por las dicotomías; preferencia por la actividad económica informal respecto a la formal; deseo de una vida centrada en lo privado; reprivatización de la vida familiar» (Naisbitt y Aburdene, en Wallman, 1993). En la sociedad industrial los sujetos decidían su residencia, su identificación con un lugar en base justamente al trabajo y a su propia pertenencia originaria (región de origen, religión, pertenencia lingüística, etc.). Actualmente, se estaría dibujando una petición de contextos locales totalizantes «holísticos». pero que permitan asumir identidades flexibles. Es, según Wallman, l~ petición de un nuevo tipo de vida urbana. Ya que estas peticiones se apoyan en el soporte de la tecnología informática, «no hay razón para que la ciudad postindustrial no pueda satisfacerlas» (Wallman, 1993: 12). Pero, ¿qué clase de ciudad será la ciudad de los telecottages? Hans Schilling, que ha estudiado los pueblos de los alrededores de Frankfurt, ellos también blancos de las clases medias que quieren dejar la metrópoli, habla de «urbanismo sin urbanidad». La nueva urbanidad coincidiría más con la seguridad que con la libertad, con la estabilización de relaciones de familiarídad en lugar de la activación de relaciones heterogéneas y que se renuevan continuamente, con el retiro en lo privado y con una vida pública ficticia, ya que en ella la política es espectacularizada, y el consumo es la base para definir el rango y el prestigio (Schilling, 1993). Que se comparta la posición pseudoneutral y en el fondo optimista de Wallman o el pesimismo de Schilling, es de todos modos imposible no reconocer que la problemática de la socie87
dad postindustrial debe se, incluida desde ya en el cuadro de la antropología urbana. Ya hemos entrado en la sociedad cableada y no es una novedad afirmar que la telemática ya incidió, y más en el futuro, en la estructuración del tiempo y del espacio, en las relaciones sociales, en la división del trabajo. en la cualidad y cantidad del trabajo socialmente necesario. Sin embargo, la tarea de comprender las nuevas formas culturales necesita la misma paciencia y prudencia, yo creo, que tradicionalmente la antropología tuvo que utilizar para interpretar cualquier realidad cultural. Además de los ya someramente indicados, un tema, en particular, me parece fascinante para una antropología reflexiva de la ciudad cableada. La mediatización ha dado nuevo cuerpo a un viejo fenómeno: las modas culturales. Siempre existieron, pero a diferencia de lo que sucedía en el pasado, ahora ya no son elitistas, sino de masa, tienen una difusión capilar a nivel a veces planetario y siempre muy extendidos, tiene una obsolencia muy rápida, hasta ahora inédita aún por las modas ¿Qué aportan, qué destruyen, qué dejan tras de sí como sedimento? Consideraría estúpida una antropología que por juzgarlas como fenómenos efímeros y superficiales, no las considerase como posibles objetos de estudio. Aún más estúpido seria, obviamente, creer que los análisis más adecuados para los fenómenos efímeros, sean los extemporáneos e improvisados.
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CAPITULO SEXTO
ESTUDIAR UN PROBLEMA A ESCALA NACIONAL: LA CASA EN ITALIA
¿Cuántas casas se necesitan para un cierto grupo de seres humanos? Y, ¿cuáles deben ser sus caracteristicas cualitativas? Las sociedades modernas que se encuentran en una contradictoria, y no fácil situación, deben responder a estas preguntas, si no quieren provocar la crisis de un sector importante de su mecanismo de desarrollo o al menos de reproducción, que se funda, en definitiva, en la satisfacción programada de necesidades tanto previsibles como estandarizadas; pero, ya no pueden hacerlo en base a una concepción y a un estilo de vivir UIÚVOCOS, probados y consolidados por una tradición. En las sociedades modernas uniformidad y previsión de las necesidades son producidas no sólo transmitidas como una herencia social. ¿Qué implicaciones tiene todo esto, cuando se trata de la casa? Ciertamente «tener una casa» es una de las características universales de la especie humana. No conocemos un grupo humano, por burda que sea su tecnología no haya elaborado algún tipo de reparo, que cuando menos agilice la relación entre la especie humana y el ambiente. Pero no se trata sólo de esto. El refugio humano nunca es solamente un cobijo, nunca tiene sólo una función exclusivamente instrumental de abrigo. También es siempre una casa (Lanternari, 1965). A la casa o, en términos más técnicos, al sistema habitacional de un grupo humano puede ser legítimamente aplicada la definición de hecho
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social total (Mauss, 1965). Las casas de un grupo, en efecto, incorporan en sí y objetivan dándoles una forma: el saber empírico del grupo y las modalidades de su relación con el ambiente «natural» en que vive; el saber técnico y la instrumentación de que el grupo dispone; la estructura social del grupo, desde los vínculos parentales hasta la estratificiación social y las jerarquías; las reglas con las que son asignados los recursos al interior del grupo, y finalmente el horizonte simbólico del grupo, sus creencias, sus valores, sus mitos y sus ritos. La casa es, por lo tanto, un objeto de análisis muy complejo, ya que, es de hecho un objeto polifuncional y polisémico. ¿Estas polifuncionalidad y polisemia son caracteres todavía actuales, aún reconocibles en las casas producidas por las sociedades contemporáneas? 0, como han sostenido algunos, ¿la exigencia de dar rápidamente respuestas cuantitativamente adecuadas a una petición de vivienda que crecía en forma exponencial, hizo que se produjeran habitaciones extremadamente simplificadas en el plano cualitativo, en el sentido de que se les ha quitado buena parte de sus funciones y significados, reduciéndolas a unas machines a habiter? Y si es así, ¿quién realizó la simplificación del modelo habitacional? ¿Y según qué criterios? Y finalmente, nosotros que vivimos en casas modernas, ¿cómo vivimos en ellas? ¿Hemos renunciado a la multiplicidad de las funciones y de los significados de la casa, o hemos refuncionalizado y resemantizado las máquinas para vivir? Aunque útiles para enfocar el problema, las preguntas que preceden son del todo inútiles para buscar respuestas. Son, en efecto, preguntas al mismo tiempo demasiado generales y densas. Trataré de circunscribir el campo de la reflexión acerca de la casa, limitándolo a Italia en los años de la segunda posguerra hasta el final del decenio de los años setenta, y se trata ya de dimensiones espacio-temporales muy amplias. No las he escogido al azar. En ese lapso, Italia pasó por una transformación radical en términos de urbanismo, urbanización, industrialización y desarrollo del tercer sector (Ginsborg 1989; Lanaro 1992; Barbagallo 1995). Muchos millones de italianos "se cambiaron de casa», en el sentido material de la expresión, pero también en el sentido cultural, ya que han escogido (algunos), han aceptado (otros), y han sufrido (otros también) al adaptarse a un modo de vivir diferente al que estaban acostumbrados. 90
Este estado de cosas ofrece a la antropología una oportunidad de investigación importante. La adopción de una metodología comparativa es posible: la vivienda originaria de los italianos, si queremos decirlo así, la vivienda de «antes de la guerra», puede ser comparada con la de finales de los años setenta. La conciencia de que los dos términos a comparar están unidos por un proceso histórico (no sólo por una decisión del investigador), hace posible la contemporánea adopción de un procedimiento interpretativo de corte historicista, atento en acoger las dinámicas culturales que unen los dos términos a comparar (Lantemati, 1974; Brelich, 1979). Las páginas que siguen presentan un cuadro global de la situación italiana, construido tomando en consideración los fenómenos a escala nacional. En la tercera parte de este volumen, el lector paciente podrá encontrar un ejemplo de investigación sobre la vivienda conducida a escala local.
La casa en ambiente campesino Aún en 1951 la población italiana que trabajaba en la agricultura era el 42.2 % de la población activa. En 1995 tal porcentaje era sólo del 8 %. De este dato se puede deducir que tan radical ha sido, en los últimos cuarenta años, la transformación de la sociedad italiana; pero se puede también deducir que tan alto es el porcentaje de población que nació y vivió la primera parte de su vida en ambiente rural.' Es paradójico, pero es un dato real: el país de las cien ciudades es un país de inurbados. Por ello, me parece correcto empezar el análisis precisamente por la casa campesina, que es para la mayor parte de los italianos una experiencia todavía cercana y con toda probabilidad condicionante. Al final de la guerra, para toda la Italia "pobre» puede decirse que el territorio era el único recurso verdadero disponible, la única posible fuente de subsistencia, de trabajo, de riqueza. No 1. Para muchos ínurbados el desarraigo del campo no es definitivo. Mantuvieron una casa y a menudo también intereses en la ciudad de origen a la que regresan periódicamente, aún cuando son emigrantes en el exterior. Pero no se trata en absoluto, desde ningún punto de vista, de un regreso a la condición campesina. Ver al respecto Miranda (1996).
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era un recurso abundante. Ni siquiera en el pasado lo fue, porque si la densidad de la población no llegaba a los niveles actuales, una parte no pequeña del territorio no era utilizable por la presencia de pantanos, por la inseguridad, por la imposibilidad de utilizar, con los medios que la tecnología de entonces ofrecía; territorios frecuentemente inaccesibles o inhabitables. En esta situación, controlar la posesión y el uso de la tierra significaba tener el control del sólo recurso con que verdaderamente se contaba, significaba tener el control de la riqueza y del poder. No se exagera afirmando que el poder de las clases dominantes en una parte importante del territorio italiano se fundó hasta finales de la ultima guerra (y en gran parte también después, cuando a la renta agraria se la sustituyó con la especulación inmobiliaria) precisamente sobre el control del suelo. En gran parte del territorio italiano, la historia de la tierra como recurso económico no es, en efecto, la historia de una clase que con la explotación directa de un recurso construye su propia riqueza y su propio poder; es, al contrario, la historia de un poder construido por medio de la disociación entre la posesión y el uso del recurso, y por medio del desmedido y brutal control, de parte de quién tenía la posesión de los suelos agrarios, del acceso de otros a su uso. Tal control era legitimado, también para quien tenía que padecerlo, por el valor reconocido a la posesión, primero sobre la base de la ideológia del privilegio por nacimiento, y después por la ideología de la propiedad privada. En las áreas donde esto aconteció, la agricultura no encontró jamás las condiciones necesarias para volverse una actividad empresarial y se cristalizó en una actividad productiva de la mera subsistencia para la mayoría y de la renta para unos cuantos. Para quien no poseía tierra (no sólo los peones y los asalariados, sino también los colonos y arrendatarios), las condiciones de vida podían también permanecer dentro de límites tolerables cuando la agricultura era tan productiva como para dar lugar a una renta, sin que fuese necesario comprimir la remuneración de los trabajadores a niveles más bajos de la pura subsistencia; pero donde esto no era posible, las condiciones existenciales del campesino eran intolerables. Esto sucedió en gran parte del territorio italiano. Aun a pesar de las no infrecuentes
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revueltas y de las múltiples formas de resistencia campesina, la ideología de la propiedad privada, y por lo tanto, el valor asignado a la posesión, penetraba también en aquellos que de la posesión de la tierra eran excluidos. Como siempre, esto podía suceder porque la valoración de la posesión era verificada por hechos aun antes de ser aseverada ideológicamente. En la experiencia cotidiana de cada uno, quedaba claro que uno era libre sólo y en cuanto «poseía», y que era respetado porque «poseía». Para los campesinos la posesión de la tierra era el único instrumento de emancipación que conocían (además de la emigración): ni las condiciones en que vivían les permitían inventar otros; aunque si de hecho la experiencia les enseñaba que ellos estaban excluidos de la posesión, al menos en la medida más allá de la cual la posesión se volvía verdaderamente liberadora, para ellos la tierra no quena decir libertad y respeto, sino fatiga, opresión, explotación, inseguridad y precariedad. Los campesinos aprendían de su experiencia que no contaba el «hacer», contaba el «poseen>; pero al mismo tiempo aprendían que su suerte los condenaba a ser excluidos de la posesión de todo aquello que tenía verdaderamente valor. Creo que en esta experiencia hay que buscar las raíces del llamado individualismo campesino y del Iamilismo conexo: todo aquello que no es «mío» es, inevitablemente, «del otro», no puede jamás ser «nuestro»: y si es del otro, inevitablemente me priva, me daña, me disminuye. En este cuadro, para sobrevivir, para soportar la insostenible tensión que la explotación y la precariedad generaban, para sentirse todavía un poco «hombres», más que vulgares derrochadores, sólo había un camino: la exaltación apasionada de 10 poco que era verdaderamente propio, la construcción de un ámbito, aunque mínimo, de propiedad, la familia y la casa. Casa y familia se volvieron el ámbito por excelencia, quizá el único para la defensa de la identidad, diría de la dignidad personal. La casa, a condición que fuese de propiedad, se tornó verdaderamente el único espacio en que era posible la realización de uno mismo: a la precariedad de la existencia y a la condición subalterna permitía oponer un mínimo de seguridad y autonomía; al control ajeno, a la dependencia de los otros, permitia oponer una privacidad mucho más preciosa, en cuanto que era la única garantizada por la aprobación del
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grupo y por la posesión del ámbito espacial dentro del que debía realizarse. Este estado de cosas, puede también explicar el rechazo generalizado de la cohabitación de una familia extensa o de consanguíneos y el esfuerzo para dotar a cada nueva familia de su casa, por muy pobre o pequeña que fuese (contrariamente a lo que se cree, la casa patriarcal es prácticamente inexistente en el mundo campesino, excepto en las zonas de colonia aparcerada) (W.AA., 1960a); sin trabajo, un hombre era todavía un hombre, puesto que era s6lo la víctima de una cadena de desgracias que, por definición, escapaban de su control; pero sin una casa y una familia, un hombre no era verdaderamente nadie. El uso del espacio interior de la casa campesina ofrece ulteriores elementos de reflexión. La vivienda campesina en los centros habitados, y a menudo también la casa en el campo, estaban en general constituidas por una sola pieza. Con una disponibilidad de espacio extremadamente reducido y con índices de hacinamiento en general muy alto pareciera que estas casas no pudiesen ofrecer alguna posibilidad de uso diferenciado y articulado. Al observador extraño le parecía ya mucho que en un espacio tan restringido encontrara la forma de realizarse el ciclo vital de cuatro, cinco, a veces ocho o diez personas. Sin embargo, no era así: mediante una observación más cuidadosa, no era en absoluto difícil detectar las señas de los usuarios, que en los estrechos límites de espacio disponibles, destinaban, cada rincón a una función precisa; de un esfuerzo de mantenimiento y de embellecimiento no casual; de un modo de vivir que no era el de quien ocupa un refugio provisional, sino una verdadera casa. Algunos usos eran recurrentes en la casa campesina. El primero y más importante se refiere a la alcoba de los cónyuges. Aún cuando la pobreza era bastante grande, los demás muebles -incluyendo la mesa- eran evidentemente muy precarios o más bien inexistentes (Rosso, 1955; Signorelli, 1957), el mobiliario de la recámara conyugal tenía casi siempre una procedencia no casual y se presentaba como fruto de una selección meditada, en la que evidentemente se comprometían los escasos recursos económicos disponibles. La cama matrimonial y si los había, el ropero y la cajonera eran objetos de cuidados particulares, y se prohibía a los hijos usarlos sin permiso. Obviamente
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en la cajonera se conservaban los objetos de familia (quizá algunas joyas o un poco de dinero, desde luego el «papel» que atestigua la propiedad de la casa, el «papel» que da derecho a la pensión y la libreta para los servícios médicos). En algunas regiones, donde en los años sesenta, el pan de trigo hacía poco que se habla sustituido por el pan de cebada o de maíz, era precisamente debajo de la cama conyugal, donde se conservaba la cosecha, aun cuando otras provisiones eran almacenadas en otro lugar (VV.AA., 1960). Cuando las habitaciones utilizables eran dos, la segunda estaba siempre destinada a la recámara conyugal de los padres, lo cual puede parecer obvio. No obstante, hacia reflexionar el ver en tanta penuria de espacio esa habitación esmeradamente ordenada y cerrada, completamente inutilizada durante las horas del día, mientras la primera habitación se llenaba promiscuamente de toda clase de actividades domesticas, infantiles, adultas, etc., a pesar de las que el observador veía como fastidiosas interferencias recíprocas. En la situación tradicional la familia campesina vivía en condiciones económicas muy precarias, en las que la supervivencia de cada individuo era al mismo tiempo condición y resultado de la supervivencia de todos. La familia, en estas condiciones, antes que un sistema afectivo, era vivida por sus componentes como un sistema económico, capaz de producir y distribuir a sus miembros, que jamás hubiera podido procurárselos por sí mismo, los bienes necesarios para sobrevivir. La unidad familiar y la solidaridad eran, por lo tanto, los pilares del sistema de supervivencial, eran el bien supremo, el valor máximo que no podía por ninguna razón ser cuestionado. Como consecuencia, las relaciones afectivas, el vínculo de sangre y la solidaridad económica constituían un todo de componentes sólidamente interrelacionados, que se fundaban y se valoraban mutuamente. Los pocos bienes de que se disponía pertenecían a la familia, más que a uno ti otro miembro de ella; y esto era así para el padre también, que era el jefe reconocido y tenía derecho a que se le obedeciera sólo en cuanto era el que producía más. Así se explica la diversa atención, el cuidado y la distribución del espacio y de los muebles entre la zona destinada a la pareja conyugal, que era raíz y garantía de la unidad familiar; y la zona destinada a la vida en común de la familia, que no tenía 95
un significado específico, una vez terminadas las tareas ligadas a la producción y reproducción. En fin, justo porque se fundaba en los vínculos de sangre y en un sistema de solidaridad afectiva que garantizaba la solidaridad económica, a su vez indispensable en presencia de una realidad estructural tan frágil y precaria como para no poder tolerar la mínima fractura, la familia no podía abrirse a acoger extraños: hacia el exterior se presentaba compacta y cerrada, se daba una apariencia que podía modelarse en los tradicionales ejemplos burgueses locales o, más tarde, en los ejemplos de la sociedad de consumo; pero que nacía de cualquier modo y siempre de la necesidad de establecer una separación entre las relaciones intrafamiliares y las relaciones de la familia con los demás. Se comprende por lo tanto el valor cultural que tiene, en la historia del mundo campesino italiano, la propiedad de la casa familiar, y en qué complejo y amargo entramado de relaciones económicas, sociales y de poder se sitúan sus raíces. Al menos dentro de ciertos límites, esta historia ayuda también a comprender por qué la propiedad de la casa ha sido un fin perseguido con tanto ensañamiento, desde finales de la guerra en adelante, por parte de todas o casi todas las familias italianas, hasta el punto de volverse no sólo impopular sino más bien no proponedor cualquier otro modelo de utilización de los recursos habitacionales que el urbanismo y la urbanización habrían podido hacer posibles y quizá auspiciables.
La casa en ambiente urbano
Para las clases subalternas, la experiencia de vivir en la ciudad, en el periodo entre las dos guerras, tenía al menos dos elementos en común con la del campo. También en la ciudad sólo la propiedad de la vivienda (además para las clases populares aún más difícil de conseguir que en el campo), consentía gozar de la casa con una cierta seguridad, ya que el pequeño arrendatario de un departamento modesto era poco amparado frente a su arrendador.i mientras las viviendas populares eran 2. De una célebre serie humorística de los años treinta, Las cuatro mosqueteros de Nizza y Morbelly, que tuvo una versión radiofónica muy popular, fue publicado un
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pocas y su asignación estaba sujeta a la posesión de requisitos también políticos. E igualmente en la ciudad (deberiamos decir que aún más en la ciudad), el uso del espacio, controlado por una clase dirigente que de ello se servía como instrumento de poder, funcionaba como verificación fáctica y, por lo tanto, como argumento de legitimación de la hegemonía y del control ejercidos por esa misma clase. La preexistencia de un centro histórico generalmente vital y de notable cualidad arquitectónica y urbanística hizo posible en gran parte de las ciudades italianas un desarrollo urbano del tipo radiocéntrico a anillos concéntricos. Esta tendencia fue generalmente favorecida, tanto por razones político-ideológicas como de control social, durante el período fascista, cuando la estructura radiocéntrica fue a veces forzosamente impuesta sobre preexistentes estructuras urbanas de diversa indole (Insolera, 1962). La progresiva descalificación social y urbanística de las franjas urbanas, mientras más se procede del centro hacia la periferia, es bien conocida y probablemente inevitable en ausencia de intervenciones consciente y voluntariamente reequilibradoras. Un tipo de intervenciones que de hecho faltaron antes y después de la guerra, en la medida en que entre otras cosas, el desarrollo por anillos (o, como mejor se ha dicho, como mancha de aceite) consentía y más bien favorecía el instaurarse y el prosperar de los mecanismos de la especulación inmobiliaria. La progresiva expulsión de las clases menos ricas de las viejas colonias del centro muy a menudo no fue otra cosa que una operación especulativa (y/o una provisión de policía) enmascarada con el nombre de resaneamiento: como demuestran las colonias nuevas construidas para acoger a los desterrados. El volumen e inspiró una afortunada colección de figuritas ligadas a un concurso patrocinado por la Perugina, la figura del dueño sobresalía entre las de los ...males». Era representado como un señor de gigantesca estatura, elegantemente vestido, con monóculo, que tenfa bajo de uno de sus brillantes zapatos un entero edificio de viviendas populares, cuyas dimensiones eran como las de un juguete para un niño. Y exhibía también una sonrisa satisfecha, [el desgraciado! Señalo esto que me parece un caso precoz, y por lo tanto particularmente interesante, de un ritual mediático para el control simbólico de un dato existencial que era fuente de mucha angustia colectiva. El ritual opera a través de la adopción de procedimientos simbólicos «canónicos", el agente que desencadena la angustia es controlado reduciendo sus dimensiones y su estatus a los de una figurita, posible objeto de trueques, y enfatizando sus aspectos peligrosos hasta tomarlos grotescos e risibles.
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ejemplo más clamoroso de estos «guetos» de la época fascista son sin duda las aldeas romanas. Más en general, se debe decir que el régimen fascista tuvo una política de construcción popular cuantitativamente de alguna consistencia, cualitativamente no diferente de las otras iniciativas cuyo objetivo era integrar las masas en el régimen; iniciativas que, a cambio del acceso a algún bien y a algún servicio, pretendían de los beneficiarios no sólo la adhesión ideológica al régimen, sino la aceptación acrítíca y consentidora de la propia colocación a los niveles más bajos y más pasivos de la pirámide jerárquica en que el régimen tendía a remodelar la entera sociedad italiana (Insolera, 1962). Cuando las viviendas populares permanecieron en el centro de las ciudades, los habitantes pagaron con la degradación y a veces con la verdadera decadencia de su vivienda la ventaja de vivir más cercanos a los centros de la vida urbana. En las ciudades que tuvieron cierto desarrollo industrial, las colonias residenciales obreras fueron construidas cerca de los lugares de trabajo, fuera del viejo centro urbano; y si no se pudo evitar una cierta concentración de masas obreras, sí se logró mantenerlas de cualquier modo aisladas en zonas descentralizadas. También en las ciudades, la experiencia del habitar tema el aspecto de la incertidumbre, de la elección obligada, cuando no de la discriminación, del abuso: tener una casa era una necesidad tan urgente como dramáticamente insatisfecha. y así como para el campesino las casas de los «señores», también para el habitante de las periferias las palasrine, los condominios burgueses, constituían el único modelo alternativo que el horizonte socio-cultural ofrecía; pero el hecho de ser inalcanzables, mientras reforzaba el peso cultural de ciertos valores (propiedad, decoro, etc.) reforzaba también la autopercepción en términos negativos (soy un pobre, no tengo la casa, estoy en una periferia) para aquellos que por definición no tenían alternativas. En el uso del espacio interior de la casa urbana encontramos, aunque diversamente configuradas, las mismas características «familistas» y de «defensa de la privacidad», que ya hemos visto en la casa campesina. En las viviendas de construcción popular de hecho se vivía en la cocina, pero en cuanto era posible, además de la recamara
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conyugal, si había otra pieza disponible, se decoraba con los muebles de un comedor y de una «salita». Este espacio, normalmente cerrado y muy bien cuidado, se abría sólo cuando había visitas y celebraciones familiares importantes. En las horas nocturnas hospedaba a uno o más hijos con sus catres, pero el comedor no se «sacrificaba» ni se abría para el uso diurno, ni siquiera si la familia era numerosa y si se movía a duras penas en la cocina, donde se tenían que hacer coexistir las ocupaciones o los pasatiempos de muchas personas. La familia pequeña burguesa en esos años quería (¿quiere todavía?) tener una sala de presentación separada de la cocina o del lugar en que transcurrían los días; y la separación entre habitaciones de presentación y habitaciones de estancia, se encontraba también en casas de lujo (Salvati, 1993, Pasquinelli 1995). ' A la exigencia de una «pieza para mostrar a los otros», Do me ha sucedido nunca haber visto sacrificada la recámara conyugal; pero si a menudo, la exigencia -objetivamente más urgente que en el campo- de un poco de espacio libremente utilizable por los hijos. En algunas ocasiones, mientras la sala permanecía cerrada, los muchachos estudiaban y jugaban en la cocina y dormían en una colchoneta en el pasillo. Para el antropólogo un uso tan poco «racional» del espacio no puede dejar de suscitar algunos interrogantes: personas Con poco espacio a su disposición viven en ambientes restringidos gran parte de su vida, para poder exhibir de vez cuando a los extraños un ambiente «decoroso». ¿Qué valores, qué aspectos, qué modelos inspiran semejante comportamiento?
Entre guerra y posguerra Cualquiera que hubiese sido la situación en el país, para decírnoslo es válido todavía un dato muy símple: en 1952, en la Encuesta parlamentaria sobre la miseria en Italia, el 60 % de las viviendas fueron juzgadas impropias por carencia de estructura y/o por hacinamiento. Según un folleto publicado por la CISL milanés en noviembre de 1969, que se refería a los datos del censo de 1961, en Milán 36.340 viviendas sobre 534.660 no tenían agua potable. El 17 % de las viviendas no tenía servicios 99
higiénicos con agua corriente; el 32 %, no tenia baño y el 35 % no tema calefacción central. En parte, al menos, esta grave situación tenía su origen en la guerra, pero la distribución regional de las cifras, demuestra que también en regiones en las que los daños bélicos fueron limitados, la insuficiencia del patrimonio habitacional no era menos grave. Sótanos, buhardillas, barracas, apartamentos de una o dos habitaciones superhacinados y desprovistos de servicios eran comunes no sólo en las ciudades meridionales, sino también en las colonias populares y obreras de muchas ciudades del Norte. En 1949, la política para la vivienda encuentra por primera vez en Italia una definición programática en el plano nacional, en el ámbito del plano llamado lna-Casa. Objetivo prioritario de este Plan era la absorción de la desocupación, pero a ello se unió también un esfuerzo sin duda merecido, tanto para aumentar el parque de casas populares disponibles para quien no tenía vivienda, como para calificar la proyectación, que fue confiada a algunos de los más prestigiados urbanistas italianos. Los planes Ina-Casa fueron dos, ambos de una duración de siete años; al mismo tiempo, la política social de la casa y de los servicios fue recuperada y puesta en marcha en Italia en varias sedes y a cargo de varias instancias. El organismo que había administrado las ayudas estadounidenses de la posguerra fue convertido en Instituto para el desarrollo de la Construcción Social; el movimiento de Comunidad, inspirado por Adriano Olivetti, no sólo propuso una política de vivienda de interés social extremadamente avanzada, sino que llevo a cabo una serie de realizaciones ejemplares en las colonias obreras construidas en toda Italia para los empleados de las fábricas Olivetti. Los proyectos fueron muchos, pero siempre pocos en relación a las necesidades y a los estándares medios europeos. Por desgracia, el escaso peso de la intervención pública en el total de la vivienda construida, se volverla una estable característica del mercado de la casa italiana. En compensación, el debate sobre el ser y el deber ser de la arquitectura de interés social fue muy vivaz. Las realizaciones del Ina-Casa y más en general las de vivienda de interés social fueron acusadas de tener muchos defec-
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tos. Respecto a las tipologias de la vivienda popular antes de la guerra, las viviendas Ina-Casa eran mucho mejores, caracterizándose no sólo por una ejecución y por materiales de nivel superior, sino sobre todo por un diseño tanto de las viviendas como de los edificios y de los conjuntos incomparablemente más calificado. Como se ha dicho, en algunos casos se trató de proyectos de vanguardia, firmados por arquitectos famosos. Sin embargo, hay quien ha notado que se trató de un esfuerzo de calificación en definitiva abstracto, inspirado en modelos extranjeros o en indicaciones de genérica funcionalidad y agradabilidad; los proyectos no se basaban en una adecuada comprensión (para la cual en aquellos años faltaban en gran parte los datos) de la realidad sociológica, económica y cultural de los futuros usuarios de las viviendas. No estuvieron en condición de prever y, por lo tanto, de adecuarse anticipadamente, a los cambios que la estructura demográfica, económica y social del país habría registrado de ahí en adelante. Además, casi ninguna de las colonias nuevas tuvo una función calificadora y estructurante respecto a los centros urbanos ya que, la mayor parte de ellos nació como apéndice periférico, como satélite de los centros mismos. A la marginación de la localización se acompañaban una serie de condiciones que no podían dejar de ocasionar también la marginación social y cultural. Ante todo, los criterios de asignación de las viviendas favorecían justamente a los solicitantes de ingresos más bajos y con la más fuerte carga familiar, pero tal criterio contribuía a determinar en las colonias una fuerte homogeneidad sociológica y acentuar el carácter asistencial de la asignación. La colonia era y venía percibida, tanto por quien la habitaba como por los otros, como (popular». Los habitantes eran por definición «(PObres, pobre gente». La expectativa de ascenso social, de adquisición de estatus que habría debido seguir al pasaje de las barracas, de las grutas y los sótanos hacia la vivienda, fue negada; el asignatario de una vivienda Ina-Casa era un pobre (con un techo» encima, pero finalmente pobre. Se puede observar que como para muchas otras realizaciones de las políticas sociales (escuelas públicas, hospitales públicos, etc.), también la vivienda de interés social está ligada en Italia a un estigma clasista fuertemente negativo. Esto no sucede necesariamente en otros países europeos. Esta costumbre
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nacional constituye en sí un buen tema de investigación para la antropología urbana. Pero regresemos a las viviendas Ina-Casa. El mecanismo del rescate de la habitación por parte de los asignatarios, a través del pago de cuotas mensuales por un lapso de tiempo pluridecenal, fue propuesto e impuesto (excepto para los asignataríos en condiciones de desesperada indigencia), precisamente para quitar a la asignación el carácter de la dádiva benéfica. Se presumía que el pago de las cuotas, transacción comercial normal aunque estipulada bajo condiciones muy favorables, estimulase el sentido de sus derechos y deberes y la admisión de responsabilidad. Este mecanismo manifestó en algunos casos los efectos deseados, pero a costa de consolidarse el valor cultural tradicional de la vivienda como propiedad privada, y no como bien de uso o como servicio. En otros casos, no pocos, los efectos fueron opuestos a los deseados. Como el título de propiedad condicionaba a una serie de pagos muy prolongados en tiempo, y sin embargo gravosos para las familias cuyo ingreso era siempre muy bajo, a veces precario, no se daba inmediatamente a los asignatarios la «certeza» de la posesión, que ellos hubieran recibido como un elemento de seguridad y, por lo tanto, de emancipación y de estabilidad social. No ha sido, en efecto, jamás olvidada, para comprender estas situaciones, la precariedad de la ocupación que caracterizaba la condición económica de muchos habitantes de las nuevas colonias. En fin, la ubicación marginal de muchas colonias populares respecto al centro de las ciudades se transformaba en dramática marginación y casi en segregación a causa de la falta de los servicios de urbanización primaria y de la total ausencia de los servicios de urbanización secundaria. Por ley, tales servicios estaban en gran parte a cargo de las administraciones municipales, que apelando a la crónica escasez de sus finanzas, en la mayor parte de los u.1.S0S dotaron a las colonias sólo de los servicios sociales de urbanización primaria. La carencia de servicios no determina sólo disgusto funcional coyuntural; la falta de escuelas, instalaciones deportivas, sanitarios, cines y teatros por un lado provocó la pérdida de las ventajas ligadas a la utilización de los propios servicios; por otra parte, generando la falta de costumbre al servicio mismo, determína la costumbre a
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un estándar más bajo de vida, a una condición más «pobre», en una palabra, transforma la condición de marginación en un habitus (Bourdieu, 1992; Ledrut, 1968). Sobre todo en el primer septenio, la actitud de «rechazo a la colonia» se manifestó en forma tan frecuente como para poderse juzgar como «sistemática»: vandalismo, negligencia hacia los espacios comunes, falta de pago de las cuotas eran muy frecuentes (VV.AA., 1960b). Tales actitudes fueron casi siempre interpretadas como dificultades para adaptarse a un estandar de vida más elevado del de procedencia, o quizá, se trataba del rechazo a una condición que, en forma confusa y fragmentaria, pero correcta, era percibida como marginante y excluyente. El malestar social difundido se expresaba sobre todo a través de tres tipos de comportamiento: alteración de la planta de la vivienda y de los usos previstos en el proyecto, negligencia por parte de los adultos y agresión por parte de los jóvenes hacia las partes comunes de los inmuebles y de la colonia; comportamientos propiamente ilegales, el más común de los cuales era la falta de pago de las cuotas de alquiler (Signorelli, 1971; D1nnocenzo, 1986). Estos comportamientos eran, por lo tanto, interpretados como indicadores de atraso social y cultural; según los criterios de la Escuela de Chicago y de Redfield, que empezaban en esos años a ser conocidos en Italia, se pensaba que los comportamientos agresivos e ilegales fueran destinados a desaparecer rápidamente para que los nuevos habitantes de las colonias populares lograran moverse en el continuuum que iba desde 10 rural hasta lo urbano y del subdesarrollo al desarrollo. Para acelerar este proceso, los grandes organismos públicos, que desde los años cincuenta dirigían la construcción popular en Italia, se dotaron de una estructura de servicios sociales muy difusa, articulada en centros sociales de colonia, que deberían haber utilizado las técnicas del servicio social de comunidad importadas de EE.UU., curar el malestar de los habitantes y favorecer su adaptación a las nuevas residencias (VV.AA., 1971; Eames y Goode, 1973). La finalidad del servicio social en las colonias no pretendía ser de tipo asistencial. Si quena en cambio:
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1) Valorizar los recursos de los habitantes de estas nuevas colectividades urbanas para la construcción y el desarrollo de las relaciones internas en la colonia, y para la participación de los miembros de tales colectividades en la vida citadina. 2) Contribuir al mejoramiento del ambiente social y material (actividades y servicios de interés colectivo), utilizando los recursos externos e internos de la propia colectividad (VV.AA., 1960b; Catelani y Trevisan, 1961). Como se ve se trata más bien de programas de educación a la autogestión, no de programas asistenciales en sentido estricto. En realidad, los objetivos enunciados con tanta buena fe, rara vez han sido realizados; el servicio social de colonia por lo demás ha desarrollado tareas de asistencia social, ocupándose de casos individuales y familiares en condiciones de malestar o de necesidad. Las posibilidades que el servicio social de colonia tiene para realizar sus objetivos de «comunidad» han sido, en años recientes, objeto de reflexiones criticas. Como otras tentativas de promover programadamente la democracia y la participación desde abajo, también la intervención del servicio social de colonia descuida el problema del poder. Puede, en el mejor de los casos, promover la activación de las instituciones formales de la democracia, que sin embargo, cuando carecen de verdadera eficacia en la toma de decisión, se vuelven ritualismos o a lo mejor sirven para dar una apariencia de modernidad a actividades de tipo tradicional, recreativas o asistenciales. Límites análogos encontraron, en años más recientes, otras instituciones de la participación desde abajo, como los consejos de colonia o los consejos escolásticos (D'Alto, Elia, Faenza, 1977). Un análisis adecuado de estos fracasos requeriría un espacio que la economía del presente trabajo no terna previsto, se trata, de hecho, de discutir la democracia como tal. Si permanecemos en los límites de nuestro tema, se puede observar que con el pasar de los decenios, la persistencia del malestar de los asignatarios en las colonias de interés social ha hecho manifiesto cómo el malestar no fue debido a la desubicación de los recién inurbados, ni pudiera ser considerado reductivamente como un periodo, inevitable pero transitorio, en el camino de la adaptación a la vida urbana. 104
Los inmigrados Como ya había sucedido en los países de antigua industrialización, también en Italia durante el llamado boom, entre los años cincuenta y sesenta, la escasez de vivienda y de servicios adecuados no impidió ni la concentración de grandes masas de población en las áreas urbanas, ni la puesta en marcha, en las mismas áreas, de intensos procesos de desarrollo industrial. La carencia de adecuadas instalaciones para la residencia y para los servicios se hizo un elemento condicionante y de freno sólo después, en un periodo más avanzado y maduro del desarrollo. El movimiento migratorio hacia los centros urbanos, iniciado al final de los años cuarenta, fue poco a poco fortaleciéndose hasta alcanzar cimas dramáticas al final del decenio de los años cincuenta y sesenta (Sígnorelli, 1995). Las masas rurales que en esos años convergían hacia los centros urbanos y del sur hacia el norte, no pedían prioritariamente a la ciudad una vivienda o una vivienda mejor de la que dejaban en su ciudad; a la ciudad se le pedía una ocupación, o al menos la esperanza de ocupación, y un nuevo modo no tanto de habitar, sino de acceder a los mecanismos de la promoción social (Beijer, 1962). Puede decirse, por lo tanto, que la necesidad de vivienda demostró ser en los años cincuenta y también en la primera mitad del decenio sucesivo, una necesidad elástica desde el punto de vista cultural: una necesidad que la cultura misma de los inmigrantes consideraba reducible tanto cuantitativamente como cualitativamente. Como hemos visto, los estándares de partida eran muy modestos. Una mirada panorámica a la tipología de las viviendas rurales en Italia permite aislar inmediatamente algunos modelos notables por complejidad, funcionalidad y decoro, que reflejan obviamente una vida socioeconómica estable y articulada; pero a ellos se contrapone una cantidad de viviendas rurales y semirurales distribuidas en todas las áreas pobres de la agricultura italiana, que tienen en común, más allá de las modestas diferencias formales, de la pobreza de los materiales, de la escasa articulación de la planta, lo modesto de los servicios y de los anexos (W.AA., 1960a). No era mejor (más bien era peor) el nivel de las viviendas 105
populares en los centros urbanos y semiurbanos de las zonas de procedencia de los inmigrantes. Ciudades campesinas de escaso desarrollo comercial y también artesanal, ligadas a la estructura latifundista de la propiedad inmobiliaria, debían dar vivienda prevalentemente a una población de jornaleros sin ningún recurso, para los que no se daba ni la asociación entre vivienda y administración familiar propia del cultivador directo y del artesano, ni entre vivienda, estatus y prestigio social en la vida de relación, típica de las clases burguesas. Las mismas condiciones pluriseculares de miseria que habían constreñido la vivienda campesina dentro de una tipología tan modesta, le daban también sus significados más importantes. La casa era sentida y vivida corno refugio respecto de una sociedad hostil y corno reparo contra la incertidumbre de una vida laboral siempre al borde de la precariedad; como consecuencia, para ser una verdadera vivienda, debía tener tres imprescindibles requisitos: ser rigurosamente unifamiliar, poderse cerrar a los contactos sociales y ser poseída en propiedad. Aunque si era refugio y protección, la casa no daba por sí sola ni comida, ni trabajo. Tradicionalmente, la cultura campesina identificaba la seguridad económica con la posesión de la tierra, la reivindicación de la «tierra para quien la trabaja» fue, en efecto, el objetivo de las luchas campesinas al final de los años cuarenta. Pero en la primera mitad de los años cincuenta se fue evidenciando y generalizando progresivamente la crisis económica de las pequeñas propiedades campesinas creadas por la reciente reforma agraria a partir de los latifundios expropiados; y la población campesina era empujada a identificar cada vez más en la ciudad y en la industria la esperanza de un trabajo seguro y decentemente retribuido. Como consecuencia, para los campesinos que emigraban a la ciudad la expectativa de un trabajo estable y bien remunerado (aunque muy duro), era prioritaria y fundamental, en los años cincuenta, respecto a otras aspiraciones; la repetida imposibilidad de conseguirlo no inducía nunca a una resignación definitiva, mientras cualquier nueva oportunidad se abriera en esta dirección se aferraba a costa de los más grandes sacrificios. La emigración como alternativa al desempleo y a la miseria, no era ciertamente una solución nueva en la experiencia del campesino italiano: basta pensar en el gran éxodo transoceáni106
co a finales del siglo XIX y comienzo del siglo xx. Pero el proceso que se inició a mitad de los años cincuenta no puede ser definido solamente como emigración, sino más bien como un verdadero abandono del campo y búsqueda de una condición de vida urbana (Signorelli, 1955). A los tradicionales factores de expulsión (desempleo y miseria) y a los nuevos factores de atracción (desarrollo industrial en las áreas del norte de Italia y expansión económica en todas las áreas urbanas del país), se asociaron otros hechos nuevos que funcionaron como ulteriores incentivos y proporcionaron nuevos contenidos al éxodo hacia la ciudad de las masas rurales italianas. La política de obras públicas que la «Cassa per il Mezzogiorno" (Fondo para el Sur) y los Entes para la Reforma Agraria habían promovido desde el inicio de los años cincuenta en la Italia del sur, con el doble objetivo de dotar a las regiones meridionales de las infraestructuras de que carecían y de contener en alguna forma el desempleo campesino, tuvo consecuencias importantes desde el punto de vista social y cultural. Conspicuas masas campesinas habían entrado en el sector de la producción Industrial, aunque en el nivel menos retribuido y más aleatorio, el de la más genérica y no especializada mano de obra de la construcción. De tal modo, todo un amplio sector de trabajadores venía experimentando relaciones nuevas respecto al pasado, tanto de trabajo como sobre él; y en calidad de consumidores, estos obreros tenían un sueldo para gastar, aunque fuera escaso y no siempre seguro, pero por primera vez era un sueldo todo en dinero (y no todo prioritariamente en especies). A ello hay que añadir que la intervención pública en el Sur provocó una expansión en los cuadros técnicos y ejecutivos del sector público y un incremento, importante para el ambiente en que se daba, del conjunto de los sueldos percibidos. A partir de este incremento empezó, como es sabido, el desarrollo del sector de la construcción (con relativos mecanismos especulativos) en muchas pequeñas y medias ciudades del Sur; y también su expansión como centros de consumo y de servicios, y finalmente su papel, a imitación del que desarrollaban rápidamente en los mismos años las grandes ciudades italianas, de vitrinas abiertas hacia la incipiente civilización del consumo. En fin, estos incentivos culturales hacia la búsqueda de una 107
diversa condición de vida, que venían también desde el interior del ambiente del Sur (pero eso vale también para las otras regiones campesinas italianas: Veneto, Marche, Umbria y Lazio), se juntaban con una acción sin duda más incisiva de todas las demás unidas, la de la nueva prepotente forma de comunicación de masa: la televisión. A mitad de los años cincuenta, el rechazo cultural de la condición campesina había llegado a maduración en los niveles conscientes; sería suficiente que las condiciones del desarrollo económico del país, ampliando las posibilidades de empleo en la industria, lo hicieran posible, para que el éxodo del campo fuera más fuerte. La perspectiva que el campesino emigrado construye en la ciudad para sí y para su familia implica una ruptura definitiva con su condición de origen, que es rechazada y negada como concreta experiencia de fatiga, inseguridad y hambre, pero no tan radicalmente como sistema de valores y de costumbres. En los movimientos de población que han transformado la estructura demográfica y social del país, el contenido cultural característico es precisamente éste: la ciudad ha sido para muchos el punto de llegada de una fuga surgida del rechazo hacia determinadas condiciones materiales de existencia, pero también es el lugar en que se ha intentado transferir un sistema de relaciones y de valores que jamás ha sido rechazado. El INNESTü ha funcionado. En las antiguas ciudades los inurbados recientes han producido su propio tipo de urbanidad (Signorelli, 1995).
El estallido del conflicto
Entre 1963 Y 1968 las contradicciones implícitas en la situación de las ciudades italianas maduraron con la rapidez de una progresión geométrica y estallaron en 1969. El hacinamiento de la población en los grandes centros urbanos alcanzó en el septenio 1961-1968 los niveles de quebrantamiento: las infraestructuras de servicio no podían cargar con más usuarios, y la insuficiencia de vivienda ---que en los quince años anteriores parecía haberse reducido-- estalló en toda su magnitud. Se fue dilatando progresivamente la distancia no sólo cuantitativa sino también cualitativa, entre la demanda que
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era de vivienda barata, y la oferta, que era de vivienda de un nivel demasiado costoso. En este período. sobre todo en las ciudades del «triángulo industrial » (Milán, Turín, Génova) y también en los grandes núcleos de atracción urbana del centro, los índices de hacinamiento aumentaron vertiginosamente, mientras las casuchas y barracas se ensanchaban como mancha de aceite en la periferia. El problema de la casa, que fue el centro de las reivindicaciones del movimiento de 1969, se tiene que analizar en el marco más amplio de los conflictos sociales y culturales que acompañaron el éxodo del campo y la integración de los inmigrados en la vida urbana. y ya se ha dicho como, no menos que a la ocupación segura, los inmigrantes aspiraban a una condición de vida urbana, a la inserción en ciertos circuitos culturales y sociales y al logro de un estándar de vida distinto al de la vida rural. La llegada a la ciudad, el largo y fatigoso proceso de inserción en la vida urbana ofrecían a los recién llegados grandes desilusiones. Las relaciones con la población local no fueron siempre fáciles, sobre todo en el triángulo industrial. Hechos de crónica clamorosa pusieron en evidencia lo que luego diversas investigaciones han documentado. La percepción que los habitantes del norte tenían de los inurbados estaba sustancialmente condicionada por el prejuicio negativo; los terroni (quienes trabajan la tierra) eran vistos como competidores en el mercado del trabajo, potenciales esquiroles en las relaciones sindicales, portadores de modelos culturales «inciviles» en la vida social. A su vez los inurbados tendían a percibirse a sí mismos y a los ciudadanos según un cuadro de referencia antitético, pero complementario al de estos últimos. El resultado fue que al rechazo que la ciudad les reservaba, los inmigrados oponían la autoexclusión, la cerrazón en el grupo de familiares y paisanos, la organización de circuitos de relación, de solidaridad y de información intern.os al grupo de paisanos, y alternativos a aquellos utilizados por los otros ciudadanos. Efectivamente, de estos últimos circuitos los inmigrantes se sentían y eran a menudo excluidos. Es más: pese a la expansión del mercado del trabajo, encontrar una ocupación era fácil sólo para los jóvenes y para los especializados; pero los no especializados y los analfabetos, antes de transformarse en obreros debían pasar 109
por un largo aprendizaje de trabajo pesado genérico (con sus corolarios de baja retribución, inseguridad y exposición a las formas más agudas de explotación), un aprendizaje que a veces no terminaba, en absoluto con la promoción, es decir, la admisión en una industria, sino con un retroceso en el área de los «serníoficios», que sólo con muy buena voluntad pueden incluirse en el sector de los servicios. Para muchos los «semioficios» han sido la única oportunidad concreta que la ciudad les ha ofrecido (Signorelli, 1995). Mientras las dificultades relativas a la búsqueda del trabajo iban disminuyendo lentamente, aumentaba para los inmigrados la dificultad para obtener una vivienda en la ciudad y la imposibilidad de utilizar los servicios que la ciudad ofrecía, ya que los del sector público eran escasos o poco eficientes y los del sector privado eran demasiado costosos. Precisamente entorno al problema de la vivienda y de los servicios maduró o que en aquel momento pareció una nueva conciencia unitaria de las clases subalternas urbanas. En efecto, mientras al inicio de los años sesenta, casa y servicios (junto a la inserción profesional y a la integración cultural) parecían ser problemas característicos de los inmigrados (y, por lo tanto, localizados sobre todo en las ciudades del triángulo industrial), en la segunda mitad del decenio, es cada vez más claro que el problema de la casa y de los servicios interesaba en todo el país a toda la población; y sin duda en forma más intensa a todas las clases subalternas de los medios y grandes centros urbanos. El crecimiento caótico de las ciudades, gobernado sobre todo por la lógica privada de la especulación sobre las áreas para construir, la distancia entre inversiones productivas y usos sociales de la renta, el orden espacial determinado por las elecciones en la ubicación de las instalaciones industriales, a su vez desprovistas de objetivos programáticos y de equilibrio, todos estos factores juntos hicieron crecer los problemas del habitar hasta tornarlos insostenibles para una buena mayoria de los italianos. La situación de tensión explotó en lo que pasó a la historia con el nombre de «otoño caliente» de 1969. La huelga nacional por la vivienda, el planteamiento sindical enfocado en revindicaciones no sólo salariales, sino -como se decía entonces- en las reformas de estructura, la formación de numerosos grupos espontáneos de protesta y de iniciativa para la autoges110
tión justo en las colonias más periféricas y marginadas, tanto de las grandes como de las pequeñas ciudades, parecían señalar el nacimiento de una concepción de la casa y de la vida urbana profundamente modificada respecto a la tradicional. Parecía que el papel nefasto de la especulación inmobiliaria, la necesidad de enlazar la habitación a los servicios, la relación entre la utilización de estos y la forma de la ciudad, y después la relación entre ciudad, orden del tenitorio y elecciones fundamentales del desarrollo económico, fueran claros para todos y que todos se dieran cuenta de que poseer en propiedad «un techo» no resolvía más que una pequeña parte de los problemas. Parecía que la experiencia de las contradicciones de la vida en el ambiente urbano modificara progresivamente las tradicionales orientaciones de valor familiar y privadores de la cultura italiana; mientras la delegación, por tradición pasivamente confiada a los grupos dirigentes de las clases hegemónicas, parecía que debiera ser revocada o al menos sometida a verificación. La demanda de participación y de autogestión era muy difusa. Nació en esos años un movimiento muy vivaz que reivindicaba la participación de los usuarios tanto en la gestión de las colonias de interés social como en su diseno (D'Innocenzo, 1986). Este movimiento tuvo naturalmente el apoyo del Partido Comunista, de los sindicatos y de la izquierda en general, cuando se expresaba en formas más maduras y organizadas, pero manifestadas también de maneras radicales y anarcoides, según el ambiente y la situación social del que emergía. Los «movimientos contestatarios», como se denominaron, fueron los primeros en señalar que en las grandes aglomeraciones populares periféricas había algo estructuralmente disfuncional: «mientras en el centro de la ciudad las clases sociales vivían unas junto a otras, la periferia es la afirmación más radical de la destinación diferenciada de las áreas y de la segregación socia]" (Boffi, Cofini, Giasanti, Mingione, 1972: 104). Las denominaciones de colonia-gueto y colonia-dormitorio se volvieron usuales en esos años en toda Italia, para designar este tipo de viviendas también y sobre todo por parte de los que las habitaban; y más difusa se hizo la conciencia de los mecanismos especulativos que gobernaban también la construcción de la vivienda de interés social. Pero, en definitiva, y a pesar de momentos de movilización 111
relevante, tanto en sus formas organizadas y moderadas como en las más radicales, el movimiento no logró realizar el objetivo de la participación. Ni la participación en el diseño ni tampoco en la gestión fueron realmente practicadas a gran escala. Se puede fácilmente intuir que si las exigencias de los usuarios hubieran sido aceptadas de veras, hubieran modificado brutalmente tiempos, modos y costos de las realizaciones urbanísticas y habitacionales; de manera que ésta ha sido probablemente la principal razón por la cual intereses especulativos, grupos industriales y corporaciones profesionales se han siempre rígidamente opuesto a toda tentativa para tomarlas verdaderamente en consideración. Sin embargo, el movimiento por la casa logro conseguir algo: en 1971, se sometió a discusión en el parlamento la llamada «Ley sobre la casa», el primer y bastante prudente paso en el camino hacia un régimen público de los suelos. Entorno a esta ley, que nacía de una batalla más que decenal, se desencadenó un debate enfocado con conflictos violentos y fracturas en la mayoría parlamental. La discusión, en el parlamento, coincidió en parte con la campaña electoral para la renovación de las administraciones locales, lo cual contribuyó a hacer el conflicto más visible. Se trata de materiales muy interesantes para el antropólogo, por lo que revelan sobre los valores compartidos de los italianos y las modalidades por medio de las cuales es posible ganarse el consenso. La posibilidad de perder el derecho de propiedad sobre la casa en que se vivía, fue uno de los riesgos más violentamente denunciados por los opositores a la ley, en forma bastante no justificada, visto que la ley amparaba ampliamente tal derecho. El verdadero punto de choque entre las fuerzas políticas representadas en el Parlamento era, en realidad, la expropiación de las áreas para la construcción y el control de su sucesión en uso (cfr., por ejemplo, el Corriere della Sera del 30 de junio de 1971). Pero sobre este último tema los grupos interesados en mantener integralmente el control privado sobre las áreas en donde construir, difícilmente habrían obtenido consensos extensos. Sabían en cambio, evidentemente, que se podía movilizar una parte al menos de la opinión pública presentando la ley como un atentado a la propiedad privada de la casa. Su posición fue abiertamente acusada de ser instrumental y
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de mala fe por una parte de los mismos grupos parlamentarios de la mayoría, que hablaron de «maniobra terrorista» (cfr. La Stampa, 25 de mayo de 1971). Siempre en el mismo periódico, algún tiempo antes, habían sido señaladas «verdaderas y propias distorsiones» utilizadas por «la parte favorable a la construcción privada», en el curso de un debate televisivo sobre el problema de la casa (M. Fazio, «Farsi la casa» [construirse la casa). La Stampa, 17 de enero de 1971). A pesar de tales denuncias, la defensa de la propiedad privada de la casa continuó siendo propuesta e impuesta a la opinión pública como el más importante entre los temas de discusión; y fue dramatizado por defensores muy agresivos. Argumentos recurrentes fueron la inconstitucionalidad de cualquier disposición que limitara el derecho de propiedad, la protección de los intereses de los pequeños ahorradores; la aspiración general de los italianos a poseer una casa. Veamos unos ejemplos. El honorable Greggi (DC) en el curso de la discusión sobre la ley en el Senado, afirma que «el contraste se da sobre el punto esencial de la ley, que es la afirmación o la negación de la propiedad de la casa para los trabajadores italianos [...] Sobre este punto la Democracia Cristiana interpreta seguramente sentimientos y aspiraciones profundamente radicados en los italianos, también y sobre todo en los niveles más populares" (JI Globo, 9 de mayo de 1971). El honorable Zanibelli declara que el principio que «quieren establecer los socialistas», es decir, la casa en propiedad pero en un terreno que no es propio, que pertenece a la colectividad, «quiere decir desanimar a las inversiones del ahorro de la familia hacia la habitación. Es decir, ir en contra de la tendencia universalmente sentida de tener una vivienda propia disponible" (Il Globo, 8 de mayo de 1971). El diputado Guarra (MSI) habló de contraste con la Constitución que asigna a la República la tarea de «facilitar la adquisición de la casa a los trabajadores», mientras Quilleri (PLI) imputaba a los adversarios una «visión distorsionada lejana de las expectaciones de los ciudadanos» (Il Globo, 14 de mayo de 1971). En la vispera del debate sobre la ley al senado, el senador Togni remarcó que «la ley viola los artículos de la Constitución que protegen la propiedad privada y la paridad entre los ciuda-
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danos; L.. no puede] satisfacer la aspiración general a la propiedad de la casa [...] hay que abolir por ser abusivas las disposiciones que limitan la transferencia de la propiedad de estas viviendas o su alquilen> (El Día, 3 de julio de 1971). La Confedilizia (Confederación de los Constructores) definió la Ley sobre la casa, inmediatamente después de su aprobación en la Cámara de Diputados, como una «ley escándalo» (Il Gior110, 5 de junio de 1971), que «no sólo afecta el derecho de propiedad de nuestro ordenamiento constitucional y económico, sino que elude la legítima aspiración a la propiedad que constituye una tendencia de todos los italianos» (Conferencia de prensa del abogado Pompeo Magno, Presidente de la Confederación de los Constructores de Lazio, de Il Globo, 5 de junio de 1971). La Confederación organizó encuentros y manifestaciones contra la aprobación de la ley, otro error que hubiera sido predisponer medidas según las cuales «los (micos en pagar el precio serían como siempre los pequeños propietarios» (ídem, siempre en Il Globo, 5 y 11 de junio de 1971). Se repetía continuamente que el pequeño ahorro se dirigía a la adquisición de vivienda, y que por esto había que defenderlo, afirmando que «las consecuencias de tal orientación [la de la ley] pesarían particularmente sobre las familias con ingresos modestos que podían adquirir su vivienda y sobre los pequeños ahorradores que invirtieron sus capitales en viviendas económicas y popular para dar en alquilen> (JI Globo, 25 de octubre de 1971; Il Mattino, 24 de junio de 1971), en patente contradicción con lo afirmado en otra ocasión (JI Globo, 21 de abril de 1971): es decir, que la inversión inmobiliaria ya no era conveniente, lo que inducirla a pensar que hubiera sido un deber social orientar el pequeño ahorro hacia otras inversiones. Siempre en JI Globo, 19 de junio de 1970, la ley (ya en discusión en el Senado) es definida como «una bomba contra los ordenamientos», Se afirma finalmente que el enriquecimiento que del control de los suelos podría derivar a los Municipios es «absurdo» (Il Globo, 8 de diciembre de 1970) mientras talo cual no parecía hasta que terminaba en las bolsas de los especuladores. También las otras fuerzas políticas, que se colocaban en posiciones muy diversas de las citadas aquí, dan la impresión de verse obligadas a enfrentarse con el valor -real o presunto-que los italianos asignaban a la propiedad privada de la casa. 114
El Ministro del Trabajo aseguró repetidas veces que las casas en alquiler estaban reservadas «a las clases menos acomodadas, a las personas que vivían en barracas o que vivían en lugares insalubres, a los trabajadores inmigrados» (dec1aración a la agencia ADN-Kronos, 18 de junio de 1971). Lo sobreentendido, era entonces que cualquiera que tuviese una situación normal, con un trabajo, que no fuera merecedor de marginación, tendría la posibilidad de disfrutar de casa en régimen de propiedad. Hasta el periódico Yllnita, del partido Comunista italiano, tituló: «Un nuevo camino a la propiedad del apartamento» (22 de junio de 1971) un artículo en el que aclaraba cuáles eran las finalidades y las estructuras de las cooperativas y de la propiedad individida. ¿Pero la ley no nacía como respuesta a un movimiento social que parecía portador de valores completamente distintos? Frente a las movilizaciones del «otoño caliente», otros datos disponibles señalan cuando menos la coexistencia, en la cultura de muchos italianos de dos orientaciones de valor divergente. De 1951 a 1969, el número de viviendas en propiedad habían aumentado el 87 %, mientras que las utilizadas en alquiler habían crecido el 23,9 %. Parece evidente que apenas el crecimiento de la renta y las facilidades crediticias y fiscales se lo consintieron, una gran mayor-ía de los italianos se preocupó por «tener una casa». Era esto, por supuesto, el objetivo prioritario; mientras que el régimen de suelos, la política de los servicios y el crecimiento equilibrado de las ciudades, aún reivindicados enérgicamente, no eran perseguidos con la misma tenacidad con que se realizaba el proyecto familiar -privado de la casa en posesión. En conclusión, la expropiación generalizada de las áreas para construir fue rechazada por el Parlamento, y los que en la mayoría de gobierno, lo sostuvieron, pagaron un alto precio por su no conformismo. Tampoco se puede decir que fue encauzada una diferente política urbana, o una más incisiva política de dotación de servicios para las zonas-dormitorio, A pesar de esto, no hubo más movilizaciones nacionales por una distinta política de la casa. La solución familiar -privada del problema del alojamiento- fue, de hecho, no sólo practicable en tiempos relativamente breves para una gran mayoría de los italianos, sino satisfactoria hasta el punto de hacer relegar en un rincón, 115
por muchos años, los aún evidentes desperfectos que esa gestión de las ciudades y del tenitorio producía. Son posibles interpretaciones diversas. Se puede leer esta historia como un ejemplo de lo que en un tiempo se llamaba «viscosidad cultural», persistencia de la tradición, también en contextos radicalmente cambiados. Pero se puede interpretar la persistencia del valor de la casa en propiedad como una refuncionalización de la tradición, como la respuesta, repetida en cuanto ya verificada, a condiciones de vida que nunca pennitieron salir definitivamente de la precariedad; de modo que la propiedad de la casa seria siempre un dato de seguridad. Se puede también pensar que la casa fuera el más accesible, y el más útil entre los bienes de consumo duraderos, a la posesión de los que los italianos, neoconsumistas, confiaron en los años sesenta la tarea de rediseñar las jerarquías sociales. Y también se puede pensar que la valoración de la casa en propiedad haya sido inducida -con la propaganda política, pero también con las facilidades fiscales y crediticias, con la proposición de modelos sugestivos, pero también con la creación de condiciones ventajosas para los pequeñísimos ahorradores- por un grupo político y económico que sobre la especulación inmobiliaria construyó sus fortunas. Quizá todas estas interpretaciones son aceptables en el sentido de que ninguna excluye a las otras. De hecho, ¿no empezamos nuestra reflexión señalando que la casa sirve y tiene muchos significados? Desde la mitad de los años setenta y durante los años ochenta se manifiesta en Italia lo que se puede considerar una verdadera y propia disociación esquizofrénica. en el ámbito de las políticas sociales para la casa. Mientras una mayoria de los italianos adquiere en el mercado privado la casa donde reside, y con una cantidad no pequeña se compra una segunda casa en un lugar de vacaciones, se desencadena entre los expertos una lucha para denunciar los límites y las carencias de las construcciones populares ya realizadas; criticando el ZONING, las imprevisiones hacia el ambiente y la negligencia hacia las condiciones del bienestar humano, la abstracción de los estándares y la irracionalidad del racionalismo, las carencias en los servicios y la monotonía de las tipologías (Villani, 1974; Coppola PignateIli, 1977; D'Innccenzo. 1986; De Francis, 1988). Al 116
mismo tiempo arquitectos pertenecientes a igual ambiente universitario y profesional proyectan y realizan en muchas ciudades italianas, en el marco de la ley 457178, unos gigantescos y extravagantes grands ensembles, en los cuáles «el contenimiento» de las superficies y de los volúmenes [de los alojamientos individuales] no ha sido en concreto asociado a alguna dirección cualitativa que definiera las caracteristicas tipológicas, funcionales y ambientales de las instalaciones por realizar. Fracasada la tentativa de devolver como servicios externos a la vivienda las superficies sustraídas a la misma, el resultado más evidente del Plan Decenal para la construcción es una nueva y abundante producción de viviendas más pequeñas y más infelices (D'Innocenzo, 1986; 17). De uno de estos mastodontes, conocido como «Le vele» de la colonia en la zona de Scampia Secondigliano (Nápoles), los habitantes pidieron formalmente al Ayuntamiento su demolición. sosteniendo entre otras cosas, que «la gente no debe ser más considerada como un accesorio de los proyectos urbanísticos (JI Manino, 30 de marzo de 1989,21). Lo cual confirma cuanto escribe otro experto en problemas de la casa: «Se debe reconocer que en general (pensamos en todos los países) se conoce muy poco sobre las aspiraciones de la gente hacia los diversos tipos y estándares de vivienda» (Vil1ani, 1975: 20). Cuando por fin se logra activar a la gente para poderle preguntar por lo menos como quema que fuera hecha su casa, los resultados son desconcertantes (Legé, 1984; Portelli, 1985). Los usuarios, habitantes de una vivienda de interés social o destinados a serlo, saben articular muy poco sus demandas: ellos reivindican sobre todo la ampliación de lo que ya tienen o ya conocen. A veces simplemente recababan sugerencias de los modelos «burgueses» propuestos por los medios. También aquí hay un problema importante para la antropología; con una terminología actualmente de moda. se podría invocar la incapacidad de los sujetos a «traducir», a traducirse unos a otros, e imputar a esta imposibilidad de comunicar esa «traición de la participación» lamentada en un estudio de los tardíos años setenta (D'Alto, Ella, Faenza, 1977). Indudablemente entre urbanistas, arquitectos y antropólogos por una parte, y habitantes de las colonias periféricas de interés social por la otra, las diferencias culturales son muy grandes como 117
para que surja un problema de comunicación transcultural. Pero creo que estas diferencias resultan más adecuadamente definidas y su función más comprensible si las conceptualizamos, con Bourdieu, en los términos de capitales culturales, cuya asignación social es siempre decidida en el interior de relaciones de poder.
TERCERA PARTE A LA BÚSQUEDA DE UN OBJETO: ESTUDIO DE CASOS
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CAPITULO SÉPTIMO
PIETRALATA: LAS LUCHAS POR LA VIVIENDA*
Pietralata tiene una historia particular: ya completamente integrada en el tejido urbano de Roma, nació como suburbio (borgata), es decir, como asentamiento satélite querido y realizado programadamente en los años treinta, durante la dictadura fascista. El pueblo de Pietralata está situado al sureste de Roma, cercano a la calle Tiburtina que une la capital con el mar Adriático. En la época de nuestra estancia, la población de la borgata era de 20.000 habitantes aproximadamente. Como casi todos los pueblos romanos coevos (?), y los barrios del centro histórico o las zonas de la primera expansión de la ciudad después de 1870, Pietralata se ha caracterizado durante décadas por una fuerte identidad local que estaba todavía muy viva en los años en que se llevó a cabo la investigación. El localismo ---con hase pueblerina, ciudadana, provincial, regional y étnica- se ha vuelto uno de los temas favoritos de la investigación antropológica de los últimos años (W.AA., 1989a; W.AA., 1989b; W.AA., 1993). Se ha puesto de actualidad no
* La investigación en Pietralata ha sido dirigida por mí, Gianfranca Ranisio y Gabríella Pazzanese desde 1979 hasta finales de 1980, con sucesivas estancias en el lugar de un mes de duración cada una de ellas. Estos materiales no han sido nunca publicados.
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sólo desde la tragedia de la ex Yugoslavia, sino a partir de toda una serie de conflictos endémicos de pequeñas, medianas y grandes dimensiones, a los que el localismo parece proveer el trasfondo ideológico y el contenido de valores. Desde las pandillas de los guetos californianos hasta Chechenia, la reivindicación del control sobre un territorio es legitimada produciendo ese territorio como patria. A veces dicha producción puede referirse a una continuidad de asentamiento históricamente verificada, otras veces el territorio reivindicado constituye para el grupo que lo reivindica un objeto cultural que tiene tanto de la metáfora como de la tradición inventada; como es el caso de los chicanos, los hijos de los inmigrantes mexicanos nacidos en California, cuya Aztlán, es al mismo tiempo la California en que viven y el mítico territorio donde los aztecas iniciaron, guiados por un águila, su bajada hacia el sur, que debía conducirlos a los triunfos y a las glorias de Tenochtitlán (Rodríguez 1993; Valenzuela Arce 1993). A pesar de las diferencias notables que se registran entre un grupo y otro, dos características parecen constituir el mínimo común denominador del localismo de estos grupos. La primera consiste en el hecho de que el localismo se produce en el interior de una relación antagonista entretenida con uno o mas grupos, en el interior de ella el localismo (elaborado en etnicismo y racismo) se toma un arma ideológica. La segunda característica, estrechamente ligada a la primera, es el fundamentalismo tendencial o desplegado del que el localismo está empapado. El pertenecer al grupo es siempre una cuestión de raíces; de patrimonio lingüístico, religioso y cultural, de larga pertenencia y de transmisión a través de las generaciones, y esto vale aún cuando el elemento de la herencia genética no está directamente involucrado. De tal modo que -vale la pena notar- los dos principios de pertenencia, el territorio y la sangre, que en ocasiones son considerados opuestos, terminan fundiéndose en una sola, aunque no definida pero poderosamente sugestiva, «esencia» que hace que «tú seas uno de los nuestros». El interés de la investigación desarrollada en Pietralata es -en mi opinión-e- el hecho que permitió insertar la historia del nacimiento, florecimiento y descenso del localismo de la borgata en un marco interpretativo diferente. Eso será discutido después de la exposición de los materiales recogidos. 122
He decidido presentar los resultados bajo la forma de una historia de la relación entre los habitantes de Pietralata y su territorio. Este corte interpretativo me fue sugerido, diría yo casi impuesto, por los habitantes de la borgata, o mejor dicho, ha sido el corte que ellos antes que nada han elegido para narrarse. Ya en la época de la investigación la bargata había sido absorbida en un continuum urbano que la unía sin importantes rupturas al barrio tiburtino y, por lo tanto, a la ciudad de Roma. No obstante, la primera pregunta que se nos hizo fue: «¿Vienen de Roma?». Pronto nos dimos cuenta de que en Pietralata todos utilizaban frases como «mañana por la mañana vaya Roma por un certificado», «mi hermana vive en Roma», «encontré trabajo en Roma». Si se objetaba: «¿Pero aquí no es Roma?», la respuesta era: «No, aquí es la borgata». Desde su «fundación» Pietralata, como las otras borgatas, fue incluida administrativamente en el Ayuntamiento de Roma; pero sus residentes evidentemente no se identificaban con la ciudad ni se consideraban sus habitantes. Era frecuente la afirmación segón la cual los habitantes de la ciudad de Roma consideraban a los habitantes de Pietralata diferentes a ellos; y también la gran mayoría de nuestros interlocutores de Pietralata se consideraban diferentes a los romanos. La percepción de sí mismos como diferentes a los habitantes de otras borgatas, de las que algunas estaban muy cercanas, era igualmente muy fuerte. También cuando participaban en forma colectiva en manifestaciones que se referían a Roma entera, los habitantes de Pietralata participaban como tales y no como romanos, y señalaban con orgullo esta característica, ~l ejemplo seguramente más significativo al que asistí es el s~ guiente. Desde los primeros comicios de la po~guerra hasta finales de los años ochenta, Pietralata estuvo SIempre entre los dos o tres primeros distritos electorales romanos por número de votos al Partido Comunista Italiano. Los porcentajes que reunía el PCI, siempre superiores a la mayoría absoluta. han tenido en algunos casos dimensiones plebiscitarias. La gran fiesta de los comunistas romanos era por tradición, el discurso del 25 de abril, realizado por el secretario nacional del partido en la plaza de San Giovanni in Laterano,. Por ~ste motivo el 25 de abril de 1979 participamos en la manifestación 123
con los habitantes de Pietralata. No exagero diciendo que se trasladó la borgata entera en un largo cortejo de automóviles, camiones y autobuses urbanos prestados por la administración del ayuntamiento. Todos los vehículos estaban decorados con tiras y banderas rojas, en donde junto a la hoz, e! martillo y la bandera tricolor, símbolos del pel, se evidenciaba y se repetía hasta el infinito el letrero: «Píetralata -sección XXV abril». Todos los cláxones sonaban al máximo. Se cantaba en coro en todos los coches. Reunidos en una pequeña plaza cercana a San Giovanni, dejamos los coches y se formó un cortejo con banderas y tiras cuyos letreros, pronunciados también a manera de eslogan, gritaban: «Pietralata es roja, la D.C. no pasa», y otros que de cualquier forma ponían en evidencia e! nombre de la borgata. El cortejo entró a la plaza San Giovanni in Laterano y, hendiendo la multitud, se detuvo debajo de! palco de los oradores. «Éste es el lugar de los compañeros de Píetralara», lTIe dijeron con orgullo; no de los compañeros albañiles, metalúrgicos o ferrocanileros. Así también « de Pietralata» fue e! festival de la Unita organizado en septiembre del mismo año en la borgata; como «de Pietralatas eran las delegaciones enviadas a las manifestaciones ciudadanas, regionales o nacionales del PCI. ¿De dónde nacía este sentido tan fuerte de identidad local? La historia del poblamiento de! lugar puede ayudamos a individuar al menos algunas razones. Al inicio de los años treinta, Mussolini, ya en el poder, lanzó la política de renovación urbana d~ la ciudad de Roma. Con esta operación quería poner en práctica, entre otras cosas, también un objetivo ideológico: consolidar la imagen del régimen fascista como realizador providencial de orden, paz y prosperidad en el interior, y como temible conquistador de imperios en el extranjero. Para construir esta imagen no se encontró nada mejor que intentar establecer analogías sistemáticas entre la «Era» fascista y la época impenal romana, en particular la época de Augusto. El repertorio de «rornanídad» recuperado y nuevamente propuesto o impuesto (en las divisas, en los emblemas, en las insignias, en las banderas, en los saludos, en e! lenguaje oficial, en los programas escolares, en la arquitectura pública, etc.) fue muy vasto, claramente artificial, a menudo lúgubre; tuvo su culminación en el proyec~o d~ esta~lecer «en los cerros fatales de Roma» la antigua capital imperial, Es sabido que este programa sirvió para hacer 124
emerger algunos monumentos de la época clásica a costa de la demolición de una buena parte de la Roma medieval no monumental y también de monumentos importantes. La operación añadió a los resultados de tipo ideológico, los de tipo sociourbanísticos. La demolición de las viejas viviendas que constituían el centro histórico romano conllevaba la expulsión de! centro mismo de aquellos que ahí vivían. Se trataba de una parte importante del proletariado romano, un proletariado en cierta medida atípico. Siendo desprovista, más aún hoy, de establecimientos industriales importantes, Roma no tenía un proletariado industrial, sino más bien un proletariado de albañiles, obreros, trabajadores de los transportes públicos y privados, de los servicios y además, una consistente población de pequeños trabajadores independientes, artesanos y comerciantes. Aunque desprovistos de la tradición socialista, sólida, tanto en el plano ideológico como en el organizativo, que tenía la clase obrera del norte de Italia, el proletariado romano constituía una realidad potencial y a menudo explfcitamente hostil al régimen. La forma en que fue alejado de! centro histórico de la ciudad demuestra que junto al objetivo de crear un urbanismo monumental, el gobierno fascista perseguía igualmente otro objetivo no menos importante: el de neutralizar marginándolo, un grupo social hostil y potencialmente peligroso. La expulsión del centro histórico no se limitó, en efecto, a un reacomodo en otra zona, en la periferia de la ciudad, sino que fue algo que algunos autores no dudaron en llamar deportación. Para alejar a la población expulsada del centro histórico se crearon las borgatas. Éstas no eran ciudades satélite o colonias periféricas independientes o poblados rurales. La única definición que se puede dar es: dormitorios, conjuntos de barracas dispersas en el campo romano a varios kilómetros no s610 del centro, sino también de la última casa de la periferia. De 1934 a 1939 se construyeron una decena de borgatas (Insolera, 1962), a unos cien metros de alguna de las grandes carreteras de época consular que partían de Roma, pero casi siempre estaban situadas en los valles característicos del campo romano, profundas cuencas hundidas respecto a la superficie, en cuyo fondo había casi siempre agua semiestancada, la llamada marana. De forma tal que, aunque desde todas las borgafas se podía fácilmente alcanzar una carretera, sin embargo, 125
estos asentamientos quedaban invisibles para quien pasaba por la carretera misma. Ubicadas en microclimas insalubres, por el estancamiento y la infiltración de agua, las borgatas estaban constituidas de barracas de dos o tres tipos diferentes. Las más simples carecían de pavimento, tenían muros de paneles prensados y un techo de lámina sin envigado; las más «bonitas» eran de mampostería con piso y entretecho. Se trataba de alojamientos unifamiliares sin servicios higiénicos; de una sola habitación con cocina o de dos habitaciones para las familias más numerosas. Los servicios higiénicos eran colectivos, colocados en barracas, distribuidos en uno por cada tres o cinco viviendas. Carentes hasta el final de la guerra, no sólo de estructuras colectivas, sino de casi todos los servicios sociales, y en el curso de los primeros años también de alcantarillado, de líneas regulares de autobuses que las conectaran a Roma, las bargatas no eran unos campos de concentración sólo porque no estaban cercadas (amuralladas). Evidentemente nadie hubiera ido a vivir por propia iniciativa a lugares así. En efecto la evacuación de la población de las viejas viviendas se hizo gracias a la orden generalizada de expulsión por causa de pública utilidad, y si la gente no se iba _y a menudo no lo hacía-la orden de expulsión ofrecía la cobertura legal para que interviniera la policía y el ejército fascista. No solamente la tradición oral, sino también los archivos de estado atestiguan que las casas fueron desalojadas varias veces, y las personas y los muebles cargados en los camiones bajo la amenaza de los fusiles (Insolera, 1962). Éste es también el origen de Píetralata, borgata construida en 1936, aliado de una vieja cantera de piedras para construcción, abandonada, en el kilómetro 6 de la carretera Tiburtina. El desarraigo fue total. Irse a la bargata implicó perder el terrítorio, la casa, la colonia, la ciudad. Para muchos esto significaba perder también el trabajo y los vínculos creados en el medio laboral. Significaba, finalmente, la ruptura de los lazos familiares y de vecindario, puesto que (como era previsible) los habitantes de cada zona demolida fueron dispersados en más de una bargata. Los relatos de los protagonistas (niños o adolescentes de esa época y adultos o ancianos cuando los entrevistamos), demuestran que la deportación de los barrios urbanos a las borgatas fue para todos el origen de una crisis cultural radi126
cal, de una confusión de la cual nació un sentimiento de cólera, de rebelión impotente frente a la violencia de la que fueron víctimas, y, por lo tanto, de odio profundo para quien la habla provocado e infligido. Fueron necesarios varios años, y un acontecimiento de gran magnitud como la guerra, para que el antifascismo visceral de los habitantes de las bargatas se transformara en conciencia política. La primera crisis cultural que los deportados debieron afrontar fue la de su relación con el espacio. El desarraigo brutal del territorio que les era familiar los obligó a reelaborar completamente su mapa mental, la visión del espacio modelada a través de la experiencia; y el nuevo territorio donde habían sido lanzados, no podía no condicionar profundamente la nueva concepción del espacio que debieron elaborar, al menos en tres niveles: casa, colonia y ciudad. Los testimonios parecen confirmar que, aunque hayan sido habitadas al menos por 15, a menudo 20 o 25 años, jamás nadie ha considerado las barracas como casas. En el curso de las narraciones de los entrevistados, se les evocaba con la ayuda de algunas fotografías que provocaban inevitablemente una serie de comentarios como: «¿Ya éstas tú les llamas casas?», «¿Son unas casas, aquellas cosas de allí?», «No somos bestias para sentimos como en casa en este establo», y así sucesivamente. Este rechazo total de considerar como casa un alojamiento donde se ha pasado un tercio, a veces la mitad de la vida, donde quizá se nació, podría encontrar una explicación en la pésima calidad de las barracas mismas, realmente más parecidas a establos que a habitaciones. Sin embargo, desde el punto de vista del espacio utilizable y de la cualidad de los servicios, como también de la salubridad, las viejas casas del centro histórico no tenían unos estándares mucho mejores que las barracas. A estas últimas, además, con el pasar de los años todos lograron aportar alguna mejoría. Creo que el decidido y generalizado rechazo a considerar las barracas como casas hay que reconducido al valor simbólico de las barracas mismas, más todavía que a su disfuncionalidad práctica. Para los habitantes de Pietralata la casa anterior, aunque modesta, era de cualquier forma un bien seleccionado en plena autonomía según una decisión orientada por un proyecto. También en los estrechísimos límites de los recursos financieros disponibles, la vieja casa en 127
el centro histórico estuvo escogida justamente porque respondía mejor que otra a las necesidades de sus ocupantes, tenia los requisitos que los había inducido a escogerla entre un conjunto de viviendas similares, pero ninguna igual a la otra. Tampoco la situación era muy diferente cuando el alojamiento había sido recibido en herencia (algunas veces se heredaba el contrato de alquiler) de los padres. En las ciudades el mercado de la vivienda para los pobres tiene de cualquier forma su dinámica y, en conclusión, quien accede a ese mercado, tiene alguna oportunidad, más o menos modesta, más o menos ilusoria, de efectuar elecciones y, por lo tanto, de encontrar confirmaciones a su propia identidad y a su propia libertad. Haber sido forzadarnente «arrojados» dentro de una barraca quena decir haber perdido libertad, posibilidad de escoger y decidir con dignidad. El riesgo de volverse «como las bestias» no era menos grave desde este punto de vista, que desde el de la higiene y de la promíscuidad. La tenaz renuncia a reconocerse, y a aceptarse como habitantes de los que durante veinte años continuaron a llamar «establos», ha sido probablemente para los habitantes de Pietralata el elemento de continuidad cultural que les permitió no perder la memoria de la vieja manera de vivir; y, a partir de ésta memoria, proyectar una nueva. No es casual que la lucha por tener de nuevo una casa será el gran acontecimiento durante el cual se construirá la conciencia colectiva local de los habitantes de Pietralata. La relación con la colonia, o mejor dicho, las relaciones de colonia habían sido también, según los testimonios, profundamente modificados por la deportación. El aislamiento del exterior y la nivelación social interna no pareció que produjera a Pietralata las tensiones y la atomización social tan frecuente en situaciones análogas (Gíglia, 1994; Althabe et alii, 1985). En las narraciones de nuestros interlocutores parece haber sido «desde siempre» fuerte, tanto la identificación entre la borgata y el grupo que allí vivía, como el sentimiento de pertenencia del individuo no solamente al grupo sino también al lugar, aún con toda la ambivalencia de odio-amor que el lugar suscitaba. Probablemente el origen dramático, violento de la borgata plasmó desde el inicio la identidad colectiva de un «nosotros» que es también un «aquí», opuesto a un «ellos» que es también un «fuera de aquí», Ya que el «nosotros» se constituyó en el curso 128
de un evento-en-el-espacio, un evento que puso en discusión el equilibrio del espacio, el «nosotros» y el «ellos» se constituyeron como sujetos-sociales-en-el-espacio: el «otro» social está siempre en «otro lugar» espacial. Ya se vio que buena parte de las personas con quienes se ha hablado están convencidas de ser consideradas por los demás como «diferentes» en cuanto habitantes de una borgata. Al mismo tiempo, y a pesar de repetidas denuncias de los defectos, insuficiencias e incomodidad que el vivir en borgata conlleva aún en el tiempo de nuestra investigación, poquísimas personas quisieron expresar el deseo de ir a vivir a otro lugar; la mayoría en cambio estaba atenta a declarar que no hubieran querido en absoluto irse. El cuadro no estaría completo si no tuviésemos en cuenta el hecho que Pietralata es -yen los hechos siempre ha sido- una parte de la ciudad. No es cuestión de distancia espacial; es evidentemente una cuestión de relaciones y de percepción recíproca; y la borgata nació en relación a la ciudad. El primer y más importante ámbito de esta relación es el económico. La borgata no ofrecía y no ofrece medios de subsistencia. No había en la borgata trabajo de tipo urbano y la tierra que la circundaba no era cultivable o ya estaba ocupada desde hace mucho tiempo por verdaderos agricultores. Los habitantes de la borgata de todos modos no habrían sabido ni querido cultivarla, jamás fueron campesinos. Para ellos la búsqueda de un sueldo gravitaba en la ciudad; para encontrar un empleo necesitaban dirigirse a la ciudad. Por tradición los hombres estaban ocupados en las construcciones y las mujeres se ocupaban de hacer la limpieza. Trabajos, por lo tanto muy inestables y precarios; para realizarlos se necesitaba ir a la ciudad, pero sin ocupar un lugar fijo y reconocible en la ciudad. «¿Dónde trabajas>. «En Roma.» «Sí, pero ¿dónde, en Roma>. «Eh, hoy aquí, mañana allá.» Los recursos que se podían encontrar en la ciudad eran de cualquier forma también otros: principalmente la asistencia que se podía obtener gracias a los canales administrativos y a la beneficencia, cuyo descubrimiento era tarea casi exclusiva de las mujeres; y también los recursos típicos de la marginación económica; los pequeños comercios más o menos abusivos, las actividades ilegales propiamente dichas. Naturalmente estaban en las borgatas (y aumentaron lentamente con el paso de la primera a la segunda generación) también personas que tenían 129
una ocupación estable, pequeños comerciantes, algún artesano y, sobretodo, empleados de bajo nivel en los servicios públicos. Pero para la mayoría de los habitantes el cuadro que acabamos de trazar someramente es el mas plausible. La ciudad era indispensable para la supervivencia de la borgata. Pero, en realidad, a la ciudad se «iba a buscar trabajo, comida y dinero», «no se permanecían como sujetos integrados en la ciudad misma. En conclusión, la relación con la ciudad era tan necesaria como precaria. En relación a la ciudad, los habitantes de la borgata se sentían, aún en la época de nuestra investigación, casi unos ocupantes temporales, abusivos, tolerados, más bien temidos, pero permanentemente expuestos al riesgo de ser expulsados nuevamente (G. Berlinguer, P. Delia Seta, 1960; Ferrarotti, 1970). Se puede resumir la experiencia de la expulsión y de la deportación con las palabras de uno de ellos: «¿Sabes por qué las borgatas han sido construidas en los valles? Porque ellos no nos debían ver, nosotros debíamos desaparecer. No se debía ni siquiera saber en donde se encontraban las borgatas». El odio compartido hacia el régimen fascista y la fuerte estructura de las relaciones vecinales en el interior de la borgata, hicieron que ésta participara por decirlo así colectivamente, a la resistencia antifascista y antinazista en el invierno de 1943-1944. Se establecieron probablemente así las primeras conexiones con la organización clandestina del Partido Comunista Italiano. Como ya se ha señalado, en la historia reciente de la borgata, el PCI juega un papel central no sólo desde el punto de vista político (que no examinaré), sino desde el punto de vista cultural que está en el centro del presente análisis. Concluida la guerra en 1945, la lucha por la casa fue el compromiso en torno al cual se consolidaron los vínculos ya existentes entre la borgata y la organización política y muchos nuevos que se crearon. Como ya hemos dicho, la necesidad de casas era evidente y los habitantes de Pietralata eran todos conscientes de ello; las ya terribles carencias cualitativas y cuantitativas de la situación originaria se agravaron con la guerra y la posguerra. Primero gravitaron alrededor de Roma los expulsados de las zonas al sur de la capital, atravesadas por el frente; después, al inicio de los años cincuenta, se activaron imponentes conientes de inmigración hacia Roma, desde el centro-sur 130
de Italia (Signorelli, 1995). Quizá todavía antes de que la guerra terminara, en el verano de 1944, y después con un crecimiento ininterrumpido, el PCI, a través de la presencia difusa de sus funcionarios y activistas, de su excelente red de células y de manifestaciones, había comenzado a desarrollar lo que no me parece exagerado llamar un verdadero trabajo educativo, una pedagogía que transformó a los potenciales bandidos sociales de la borgata, llenos de odio y de ganas de vengarse. Los transformó, ¿en quién? Quizá no tanto en comunistas, como al partido y a ellos mismos les gustaba decir, sino en ciudadanos. En la época de nuestra investigación, al inicio de los años ochenta, la enseñanza del partido parecía sedimentada en algunos principios profundamente interiorizados por todos los habitantes de Pietralata. Las casas son un bien al cual se tiene derecho, no una dádiva más o menos generosa concedida a los pobres por los poderosos; como consecuencia se necesita pedirlas a la saciedad, mejor aún al poder público, al ayuntamiento, al estado; y si nos organizamos de modo tal que se pueda transformar la petición individual de una casa en una reivindicación colectiva, ésta tendrá mayor fuerza, no podrá ser ignorada o abandonada fácilmente. «Derecho a la vivienda» fue la palabra de orden que marcó el período que todavía hoy se llama «de la lucha por la casa», y según los testimonios, parece que en este caso el término «lucha» no es una amplificación retórica. Durante largos años las marchas de protesta, los mítines en el Capitolio donde se encuentra el Municipio de Roma, las banicadas en la calle Tiburtina, las ocupaciones demostrativas, los cortejos y naturalmente los choques frecuentes y violentos con la policía, constituyeron una secuela casi ininterrumpida. La victoria fue completa: a finales de los años setenta, Pietralata fue totalmente reconstruida por los institutos de construcción económica y popular; las barracas habían desaparecido completamente, cada familia había «conseguido la casa». Vale la pena señalar que también si se trata de casas en alquiler, los que las habitaban mostraban el mismo aire de lograda seguridad y estabilidad que podrian mostrar siendo propietarios. No sólo por la absoluta modestia de la renta ni por la protección que la ley acuerda a los inquilinos de las casas populares, en práctica inamovibles; sino también por la conciencia de su propia fuerza, del logrado estatus 131
de ciudadanos titulares de derechos, e! respeto de los cuales estaba garantizado por la fuerza de la organización de la que
constituían una parte sobresaliente. La experiencia había, por lo tanto, señalado a los habitantes de Pietralata que la lucha paga, que da resultados concretos. La lucha era el instrumento gracias al cual se había adquirido un bien: la casa; un estatus, el de habitante de una casa civil; una identidad social y política reconocida por toda la ciudad, la de militante comunista de borgata. La lucha da el poder y el poder da la identidad. «Si no luchas no eres nadie» dice una persona entrevistada. Todavía en la época de nuestra investigación, aunque la administración del Ayuntamiento de Roma estaba en manos de los comunistas desde hacía cinco años, el 60 % de las personas entrevistadas estaban convencidas de que «para obtener el progreso en la colonia, los habitantes se deben movilizar y luchar directamente, en lugar de confiar sus peticiones a una organización que las trasmita a la autoridad competente». Las luchas por la casa han sido una experiencia decisiva, fundamental, pero también muy clara y lineal, casi un recorrido clásico de la formación de la conciencia colectiva. Los marginados, los aislados descubren la fuerza de la organización, la fuerza de la petición que tiene una dimensión colectiva. Descubren al mismo tiempo que la posesión de la fuerza les da derecho a la identidad. Descubren que si son decididos serán respetados. «Si quieres obtener algo, les debes dar miedo», dice otra persona interrogada. La firme oposición «nosotros/ellos» alimentada por e! aislamiento y por la homogeneidad social originaria de la borgata, tuvo al inicio una función defensiva de la identidad, una función de hecho tranquilizante y protectora. Ésta ha cambiado de significado con la lucha y se ha vuelto agresiva: el «nosotros/ellos» no es más el horizonte cultural que ayuda a no desaparecer en los valles, sino el horizonte cultural que ayude. a salir de los valles para entrar en la ciudad. El «nosotros/ellos» se vuelve «nosotros contra ellos». Los valores son antagonismo y agresividad hacia e! exterior; solidaridad y lealtad hacia e! interior. La conflictividad latente o manifiesta es experimentada como un dato constante de la vida y se vuelve, por lo tanto, un carácter del mundo; un carácter no negativo porque es verdaderamente a causa del conflicto que los habitantes de las borgatas «entran de nuevo en la historia». Más allá de todos los valores, 132
el valor supremo es el partido, la entidad que permitió que todo esto se realizara. Pero a la devoción por el partido va unido un sentido muy fuerte de la propia identidad colectiva. No gratuito en verdad, y, además, reforzado por situaciones externas. La violencia y la eficacia de las luchas por la vivienda ganaron a la borgata una reputación de «dura», primero entre los militantes del PCI romano, después en toda la ciudad y al final, a nivel nacional, cuando las historias de las mujeres de Pietralata, comprometidas más que los hombres en las luchas por la casa inspiraron una película, La diputada Angelina (L'onorevole Angelina) cuya protagonista fue Anna Magnani: fotografías de escenas de la película y más aún las fotos instantáneas tomadas a la actriz y con la actriz se conservaban todavía con devoción al inicio de los años ochenta no sólo en algunas casas privadas, sino en las sedes de Pietralata de! PCI. Pero, sorpresivamentc, e! objeto de la devoción no era la Magnani, era la borgata misma y su historia. «Nos tuvieron que hacer la película, entiendes, por el desmán que les hicimos.. En el mismo horizonte de autoestima y de orgulloso pero tolerante reconocimiento del propio papel de líder se inscribe la relación que se creó en el curso de los años de la lucha por la casa entre los pietralatenses y los inmigrantes provenientes de las regiones de Italia central y sobre todo del sur. Estos últimos, no encontrando casas en la ciudad, se instalaron en las borgatas en donde construían sus barracas al lado de las que ya existían. De origen rural, en mayoria ex campesinos, diferentes a los romanos por el dialecto, las costumbres, las prácticas religiosas, las relaciones familiares, a los inmigrantes de los años cincuenta, todavía a fines de los años setenta se les denominaba los burini (palabra del dialecto romano que significa campesino, hombre burdo y torpe, ignorante de las costumbres de la ciudad y, por lo tanto, destinado a hacer e! ridículo y a ser engañado). Pero el juicio sobre ellos era muy articulado: «Son burini porque campesinos nacieron y no pueden cambiar. Pero son capaces, lucharon por la casa con nosotros, para la lucha son como nosotros». Y, en efecto, no hay huellas ni de conflictos ni de tensiones graves entre la gente de Pietralata (como en el resto de las otras borgatas romanas) y los inmigrantes. Conflictos y tensiones que en los años cincuenta, en cambio, no era raro que sucedieran en Milán o en Turín (Signorelli, 1995; Fofí. 1975). 133
Creo que en este proceso de integración relativamente no conflictivo un papel crucial lo tuvo la necesidad común a todos de una vivienda; y tanto más la capacidad del PCI de dirigir la OpOSICIón «nosotros sin casa/ellos deben dárnosla» en forma tal como para hacer de ella el terreno para una identificación de los intereses comunes y de los enemigos comunes, para hacerla hegemónica, por así decirlo, respecto a la otra oposición, romanos/campesinos. Cuando preguntábamos a las personas mayores que habían participado en la lucha por la casa: «¿Qué significa para ti el partído?», no era raro que contestaran: «Todo», sin énfasis, más bien como la constatación de un hecho evidente. Ésta era la respuesta de bastantes militantes comunistas de esa generación (Li Causi, 1993). Seria un gran error ver en la historia de Pietralata solamente la producción de una representación colectiva con base territorial, útil a nivel psicológico porque permite asegurar, consolar y consolidar la identidad; o ver solamente una operación de producción de consenso por parte de un partido activo y hábil. La transformación cultural que he descrito, considero que ha funcionado y se ha arraigado porque ha tenido una correspondencia estructural sólida y evidente: lo ha sido desde el punto de vista económico, porque ha condicionado la destinación y el uso del dinero público; y lo ha sido desde el punto de vista sociológico porque transformó la relación entre Pietralata y la ciudad de Roma, haciéndola pasar de la forma de la integración marginal, individual y aislada en su rebeldía, a la forma de la integración colectiva explícita y conscientemente conflictiva. La etapa sucesiva de éste proceso pareció por lo demás perfectamente consecuente: en 1976, el PCI gano las elecciones administrativas en Roma, y en el distrito al que pertenece Pietralata obtuvo una mayoría verdaderamente aplastante. Era como si con la mediación del partido y junto a todos los compañeros romanos, los pietralatenses hubieran ganado la legitimación política y jurídica para administrar los recursos públicos por el control de los cuáles habían luchado. ¿Esto quiere decir que finalmente la ciudad les pertenecía? Los procesos no son tan lineales, los acontecimientos romanos no son tan lógicos. La situación que encontramos en Pietralata en 1979-1980
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parecía presentar más contradicciones que continuidad respecto al pasado de la borgata. Resumiendo: la borgata no se parecía en nada a la de los años treinta. Las viviendas de interés social de construcción más reciente respondían a estándares más bien elevados de espacio, de accesorios, de acabados; en lo que se refiere a las viviendas más antiguas, fueron objeto en los dos últimos años de un minucioso mantenimiento por parte del Instituto que es propietario. La estructura de la ocupación no había cambiado, pero la categoría de los dependientes públicos se había vuelto relativamente mayoritaria, a menoscabo de los ediles, albañiles, obreros especializados, todos en disminución. El modelo de consumo se presentaba como un mixto sorprendente de consumismo y de tradiciones populares romanas, al perder todas las características de penuria. Una mujer cincuentona, preciosa informadora ya que en su tiempo había sido una joven protagonIsta de la lucha por la vivienda en los años cincuenta, me recibió una tarde en su muy bien equipada cocina-comedor, en donde estaba preparando lo que en Roma se llama ciambellone, una especie de rosca de preparación casera. «Es para mi hijo», me explicó con el aire entre orgulloso y enojado típico de las madres que tienen un niño difícil, pero que con mucha dificultad logran hacerlo crecer bien; «En el desayuno no me come nada, sin embargo, le he hecho probar de todo. ¡Mira!» me dijo, abriendo la puerta de un mueble. Había en el interior, al menos unos veinte paquetes entre galletas, confecciones de panecillos, cuernos, pastelitos, etc., procedentes del más cercano supermercado. El hijo en cuestión en esa época ya había cumplido 22 años, había hecho el servicio militar, y trabajaba. Según lo que afirmaban nuestros interlocutores adultos, entre los cuarenta y los sesenta años, en la segunda mitad de los años setenta se había registrado una disminución muy importante si la comparamos con lo que había sucedido durante los años de las luchas por la vivienda, de la participación en la vida pública de la borgata. El PCI seguía recogiendo una gran mayoría de los consensos electorales, pero parecía menos capaz o menos preocupado de movilizar, reunir, organizar a la población, como lo había hecho en el pasado.
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Parecía haberse debilitado también el interés de la población hacia la borgata, sobre todo con respecto a la posibilidad de mejorarla gracias a nuevas estructuras y servicios mucho más fáciles de obtener con una administración de izquierda en el ayuntamiento. La demanda de nuevas estructuras era, según mis entrevistas, constante pero genérica, era más una ritualizada repetición de una fórmula, que la expresión de necesidades vividas en carne propia; la participación de los ciudadanos en la gestión de las estructuras y de los servicios sociales existentes estaba garantizada en gran parte siempre por las mismas personas activistas delegados por el peI y, en una minoría por otros partidos; mientras la mayoría de la población o se desentendía de la gestión de los servicios o se limitaba a hacer acto de presencia pasivo en las asambleas. muchos interlocutores lamentaban también la tendencia a una cada vez más escasa politizacíón de los jóvenes. Resumo utilizando la frase de una persona anciana, políticamente activa: «Pietralata, como la ven hoy, fuimos nosotros quienes la hicimos, con nuestras luchas, y es por esto que la apreciamos tanto, pero ellos [los jóvenes] han encontrado la papilla hecha y es por esto que no les importa». Naturalmente hoy, a la distancia de más de quince años, las tendencias que a finales de los setenta comenzaban a delinearse en la borgata roja aparecen totalmente coherentes con lo que ha sucedido y está sucediendo a nivel nacional y también internacional. Las primeras señas de despolitización y de regreso a lo privado. pueden ser interpretadas como los primeros síntomas del advenímiento de la llamada sociedad postindustria! o posmoderna. Sin embargo, si esto puede ser el marco de referencia general, yo creo que no se debe renunciar a examinar más de cerca cómo el proceso general se declinó en una situación local, específica y fuertemente caracterizada, como la de Pietralata. Veamos algunos puntos que se merecen una reflexión. El paso del papel de antagonistas que reivindicaban el control de los recursos al de gestores de los recursos mismos pudo haber sido frustrante y no por razones emotivas o simbólicas, sino porque en concreto el segundo rol implicó para los pietralatenses una pérdida de poder respecto al primero. Quisiera explicar esta afirmación que puede parecer paradójica. Cuando participaron en las luchas, cada uno entre ellos fue protago136
nísta, e igua! a los demás, todos protagonistas; la dirección de los recursos obtenidos, al contrario, ya sea por la estructura de los roles que ofrece como por los conocimientos que exige (o que se afirma que exija), obligo a un gran número de participantes a delegar la propia participación y las propias decisiones. Es aquí donde hay que buscar, y no en una retrasada persistencia de la ideología de la lucha, la raíz del malestar perceptible en la bo;gata, en el tiempo de nuestra investigación, en la conciencia difundida, aunque confusa, de una pérdida de poder rea! y por lo tanto, de un nuevo riesgo de pérdida de identidad. Los ínstrumentas del poder antagonista, de la resistencia pasiva a la reSIStencia activa, a la violencia, eran conocidos y poseídos por cada uno y no podían ser usados sin la participación de ~odos. . Los instrumentos del nuevo poder parecían mcomprensibIes reservados para pocos. Los que controlaban estos nuevos instrumentos y a los que era necesario delegar la participación de uno no siempre eran queridos, ya que, el resentimiento por la situación de exclusión se descargaba sobre ellos. Evidentemente, la antigua identificación con el peI y la tradicional consideración hacia los dirigentes prevalecían sobre el descontento y el resentimiento, garantizando todavía las movilizacio~es en la plaza San Giovanni. Sin embargo, el descontento senalaba, en términos elementales pero auténticos, una situación real de exclusión. Una segunda circunstancia que generaba desagrado era la poca visibilidad de los nuevos objetivos para los cuáles se habrían debido comprometer. Las luchas por la vivienda tendían a la satisfacción de una necesidad explícita, consciente; la confrontación con otras realidades (el pasado, las otras zonas de Roma) llevaban claramente en la conciencia de todos no sólo la necesidad de cada uno, sino también la analogía entre las necesidades de todos, y ofrecía al mismo tiempo elementos de conocimiento para prefigurar la satisfacción de la necesidad. De hecho se sabía como luchar, pero se sabía sobretodo claramente por qué se luchaba. Pero, un centro social, o ~n centr~ cultural polifuncional, o mejor aún una «dif:rente ca~Idad de.vida» eran otra cosa. Las necesidades a las cuáles habnan debido responder estas estructuras estaban en gran parte latentes por la falta de experiencias concretas que hubieran hecho madurar la conciencia de una falta de esa naturaleza. En la medida en que
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estas necesidades se volvían conscientes, casi siempre en forma parcial e incompleta, encontraban satisfacción gracias a la adquisición de bienes de consumo en el mercado privado (al que todos ya podía acceder gracias al aumento de sus ingresos). Por ejemplo, la posibilidad de comprar para los hijos calzados anatómicos y de llevarlos en automóvil al campo, esconde -en el sentido que hace desapercibida y desapercibible- la exigencia de un servicio de educación física para la infancia. Hay aún otros elementos, luchar por la casa significaba luchar por un bien concreto, visible, tangible, cuyo goce hubiera sido igual para todos, continuo y organizado en bases familiares. Las infraestructuras que mejoran la borgata, en cambio, a menudo no ofrecen bienes sino servicios; no sirven a todos en forma homogénea, sino que tenían un público diferente y seleccionado por categoría y edad; no sirven en forma continua, sino sólo en ciertos periodos de la vida de cada uno. Para que todos se dedicaran a realizar un círculo para los ancianos o una guardería, se necesitaba que estas estructuras fueran consideradas respuestas a las necesidades de todos y no a las necesidades de los más ancianos o de las jóvenes madres que trabajan. Pero el reconocimiento de la naturaleza colectiva de necesidades como las anteriores puede nacer sólo de una actitud cultural, que no valorice la ventaja inmediata, que se haga cargo de programar el futuro, que valore la inversión, la ventaja a largo plazo. Sin embargo, las experiencias de marginación subjetiva respecto al ejercicio del poder de gestión; el bajo nivel de conciencia de las nuevas necesidades y su satisfacción parcial en el mercado privado; la tendencia cultural regresiva (o nuevamente emergente a la superficie) a pensar en la utilización de los recursos colectivos en relación a la propia situación individual y familiar, más que en relación a las necesidades colectivas, según mi hipótesis, son las razones por las que la identificación entre grupo y territorio se volvieron en Pietralata poco a poco más débiles y menos activas. El caso de Pietralata induce a hipotetizar que la conciencia colectiva localista no nace siempre y sólo de una tradición cultural común y de larga duración, sino también de la experiencia de necesidades comunes, cuya satisfacción depende del control de un territorio: y de la activación de un liderazgo que pudiera organizar la reivindicación de la satisfacción de esas necesidades.
Por algunos decenios, Pietralata -y muchas otras situaciones locales similares- pudieron ser producidas como las retrovías en las que se acumulaba un consistente capital simbólico, para emplear después en las luchas de poder que tenían lugar en el campo político (Bourdieu, 1992), Eran entonces localidades, pero sólidamente ancladas a un contexto; y alimentaban localismos, pero fuertemente integrados en una ideología orientada en sentido universalista. Pero ya en el tiempo de nuestra investigación era evidente que su función estaba agotándose. Parecería sensato entonces el comportamiento de esos jóvenes a los que las personas ancianas les reprochaban por qué «no les importaba la borgata»; quizá no era sólo el conformismo sugerido por la sociedad de consumo a empujarlos hacia la ciudad. sino el sentimiento confuso, pero no por esto menos correcto, de que ya entonces el poder real, el derecho a contar no se conquistaba más luchando en Pietralata. ¿Dónde están ahora, admitiendo que estén todavía en algunos lugares de la ciudad, las retrovías en donde se acumula capital simbólico y los campos en dónde se combate por el poder?
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CAPITULO OCTAVO
POZZUOLI, LA CIUDAD BELLA*
Pozzuoli, una ciudad de 70.000 habitantes aproximadamente, es el más grande centro urbano del área situada al noroeste de Nápoles, conocida aún hoy día con un nombre de inspiración clásica, el de Campi F1egrei, campos ardientes. A pesar de la contigüidad espacial y de la ya sucedida soldadura territorial con el centro urbano napolitano, los Campos Ardientes y en particular Pozzuoli mantienen su autonomía no sólo administrativa, sino también social, económica y cultural. El centro histórico de Pozzuoli tiene cualidades estéticas y urbanas decididamente excepcionales. Se inserta en el extraordinario panorama del golfo y de las islas, cerrado al sur por el promontorio en el que persiste el derruido Rione Terra (Barrio Tierra), el centro más antiguo de la * La investigación en Pozzuoli se realizó desde febrero de 1984 a diciembre de 1986 en el marco de la Convenzione n." 4.032 entre el Ministerio para el Coordinamento della Protezione Civile, el Ayuntamiento de Pozzuoli y la Universidad de Nápoles «Federico U», aprobada el 19-11-1983 para proyectar la reconstrucción tras el bradisisn/O de 1983. Del equipo dirigido por mí formaban parte Lello Mazzacane, Gíanfranca Ranísío, Angela Giglia, Adele Miranda. Alberto Baldí, Paola Massa. Teresa Melchíori, Rosa Arena. Los resultados se hallan en Rapporto di sintesi sui risultati del/a ricerca, a cargo de A. Slgnorelli, Nápoles, 1985, no publicado; Lello Mazzacane, La cultura del mare iu area flegrea, Han, Laterz.a; A. Signorellí, ..Spazio concreto e spazio astratto», en íd. (dir.), «Antropología urbana. Progeuare e abitare: le contraddizíon¡ dell'urban planntng». número monográfico de La Ricerca Folilorica (1989), 20; A. Signorclli, -Anrropologia e cíua», en P. Apolito (dír.), Sguardi e modelíi. Saggi. ítaliani di. ansropoíogia, Milán, Franco Angeli, 1993.
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ciudad, que según una creencia difundida, fue sede de la Acrópolis de la ciudad griega y desde entonces ininterrumpidamente habitado, hasta 1970, cuando fue desalojado después de un bradisismo. El Barrio Tierra domina el puerto, la dársena y goza de un panorama estupendo: el golfo, las colinas detrás de Pozzuoli y los monumentos de edad clásica y medieval, entre los cuáles resaltan el Anfiteatro Romano y el Serapeion, probablemente no un santuario de Serapides, sino un mercado. El Serapeion está muy cercano al mar y sus columnas son famosas porque están marcadas por las huellas de las largas inmersiones a que el bradisismo descendente lo sometió en los siglos pasados. Ciudad de arte, centro comercial, puerto y mercado pesquero, pero también ciudad capital de la más antigua y fuerte área industrial en los alrededores de Nápoles, Pozzuoli es una realidad compleja, caracterizada por el complicado entrelazarse de tradición y modernidad (Signorelli el al., 1985; Progetto Pozzuoli; 1989; Mazzacane, 1989; Amalfitano, Camodeca, Medri, 1990). En los últimos quince años ha sido golpeada tres veces por una crisis aguda de bradisismo. Fenómeno sísmico peculiar y más bien raro, el bradisismo consiste en un movimiento de levantamiento o hundimiento de la superficie terrestre, originado por la actividad volcánica que se desarrolla en el subsuelo. El movimiento es cíclico, de manera que después de largos períodos de inmersión siguen períodos igualmente largos de emersión, que duran siglos; el movimiento es generalmente lento, tanto que a veces es imperceptible. De vez en cuando, puede suceder que este movimiento se acelere bruscamente provocando efectos no diferentes de los de un terremoto, ya sea a nivel geofísico (estruendos, movimientos del terreno) como en términos arquitectónicos y urbanos (lesiones, derrumbamiento de los edificios, fisuras y grietas en el suelo, etc.). En los Campos Ardientes esta actividad telúrica parece no haber sido jamás interrumpida desde las épocas más remotas. E! más importante documento de la duración plurimiJenaria del bradisismo es como ya se ha dicho, uno de los más importantes conjuntos monumentales de la zona, una famosa estructura de la edad romana notable con el nombre de Serapeion. Cálculos efectuados en observaciones fidedignas dicen que desde el inicio del siglo pasado hasta 1970 el suelo «en la zona del puerto de Pozzuoli se hundió más allá de dos metros, a una 141
velocidad aproximadamente de 1,50 centímetros por año» (Luongo, 1986). Al comienzo de 1970, fue revelada una inversión del movimiento del suelo, que respecto a los niveles observados en el puerto en 1968 se había levantado, mientras lesiones y desequilibrios se manifestaban en diversos edificios. El primero de marzo se tuvo un «pequeño enjambre sísmico» (Luongo, 1986); al día siguiente, con la fuerza y hasta con la intervención del ejército, fue desalojado el Barrio Tierra. Escribe todavía Luongo: «en pocas horas fueron desalojadas tres mil personas, de una ciudad que parecía asediada». Los evacuados no regresaron más a sus casas: el Barrio Tierra, cuyos accesos fueron amurallados, está deshabitado; para su población fue construido, por el IACP (Instituto Autónomo Casas Populares, el mayor organismo de vivienda de interés social), el Barrio de Toiano, en un valle hundido entre dos colinas, fuera de la vista al mar y de la ciudad. En el verano de 1982 el suelo comenzó nuevamente a levantarse con una velocidad preocupante: en los últimos meses de 1984, es decir, en menos de dos años, el alzamiento de la zona del puerto era de 1,80 centímetros, lo que hizo intransitables las aceras y condenó al puerto a una dramática crisis. Pero lo peor para toda la ciudad vino al volver las sacudidas del terremoto, advertibles por un largo periodo, desde la primavera de 1983 hasta diciembre de 1984, y culminadas con el pico de un temblor de séptimo grado, registrado el 4 de octubre de 1983. Como consecuencia de esta fase aguda, la ciudad entera fue evacuada, salvo las periferias de más reciente construcción. Después de un inevitable pero no excesivamente largo perlado transcurrido en viviendas provisionales, los evacuados de 19831984 fueron transferidos a Monteruscello, otro asentamiento de interés social realizado con inusual rapidez. Para colmo, fue construido más allá de la cumbre de las colinas que fonnan una corona alrededor de Pozzuoli, fuera de la vista no sólo de la ciudad y del golfo sino también de todos los puntos de referencia geográficos familiares para los habitantes de Pozzuoli. El traslado concierne a decenas de miles de personas, aproximadamente veinte mil, según los cálculos más fiables. Esta compleja y dramática historia suscitó debates y polémicas apasionadas, y hasta violentas a nivel nacional y no sólo local, entre técnicos y políticos. Para los antropólogos este suce142
so ha representado una oportunidad de estudio excepcional (Giglia, 1994). Un dato relevante bajo el perfil epistemológico es el siguiente: la doble y trágica experiencia de la catástrofe natural y del traslado-reasentamiento, ha dado a los habitantes de Pozzuoli una conciencia clara de su historia habitacional, de su relación con la casa, la ciudad y el espacio. Bajo la presión del riesgo de la vida y después en el curso de la amarga experiencia que en otro lugar he llamado la perdida del centro (Signorelli el alii, 1985), los habitantes de Pozzuoli han realizado aquella «reorganización de su vivencia y de su mundo según valores», que se ha dicho ser condición esencial para que las autobiografías orales puedan comunicar al oyente el sentido (significado y valor) que tienen para sus autores (Perrarotti. 1981, Catani, 1982). Por esta razón escogí presentar los párrafos tratados en las autobiografías orales de los habitantes de Pozzuoli que hemos recogido entre 1984 y 1986. Seleccione párrafos cuyo tema es la vivienda, la ciudad, el espacio habitado, excluyendo a sabiendas casi todos los párrafos en que se habla del bradisismo, del miedo, de la pérdida de los lugares, de la huida y del regreso. Temas de los cuales ya nos ocupamos en otra parte (Signorelli 1993 b; Giglia, 1994). Aquí quise verificar cómo se construye la visión del espacio habitado y el sentido de pertenencia a una localidad en aquellos que han tenido la fortuna de vivir en una ciudad extraordinariamente bella y extraordinariamente rica de 10 que los urbanistas denominan emergencias paisajísticas. Veamos entonces si es posible entender qué es para los habitantes de Pozzuoli la experiencia de los tiempos y de los lugares, analizando lo que ellos dicen de sus lugares. Comenzamos por las indicaciones viales. Por ejemplo: «Abajo en el puerto», «abajo en la tierra», «en la tierra a la playa) (es decir corno si se viniese del mar), «cuando vais hacia arriba», «sobre la acera», «en el viejo barrio, la parte de más arriba». «bajando», «cercano al puente», «bajabas estas escaleras y te encontrabas en la plaza». y en la zona de Toiano, «la llaman la plaza del 13, porque primero venía un autobús --el número 13- sólo por acá abajo y entonces para entender se dice a la plaza del 13». Cuando el oyente no se orienta porque no conoce lo sufi143
ciente los lugares, entonces la descripción comienza desde o termina con un elemento fuerte del paisaje urbano, un elemento que es inconfundible para su función o su forma. «¿Sabes el tabaquero? Allá, cerca...}), «estoy, digamos, donde estaba precisamente el banco una vez. Allá arriba estoy yo». «Un edificio que estaba allá abajo en el Poerio: pero estaba enlazado con esta arriba, la Tierra». Naturalmente muy común es la referencia a las emergencias monumentales: «las viviendas por arriba del Anfiteatro Romano», «cuando habitaba cerca al Serapídes», y numerosos ejemplos más que para abreviar no cito. Lo que me parece característico en estas indicaciones, es la falta de utilización de la toponimia oficial, rara vez presente a nivel popular, en particular en la zona napolitana. Más interesante es, en cambio, el hecho de que no existe, por lo que parece una toponomfa local de tipo nominativo: casi siempre los lugares son designados con una paráfrasis que, puntualmente, describe un recorrido. Parecerla que a la pregunta ¿dónde vives? o ¿dónde sucedió tal cosa?, se considere correcta una respuesta que contenga también la información sobre «como se llega al lugar donde vivía». O «cómo se puede llegar al lugar donde sucedió tal cosa». También un barrio entero, más bien el más querido, recordado, añorado barrio de Pozzuoli, el Barrio Tierra, símbolo de la entera ciudad, es descrito en términos de recorridos que lo atraviesan y sobretodo, lo enlazan con el resto del espacio habitado. Las puertas del Barrio Tierra estaban siempre abiertas y había gran cantidad de entradas. El Barrio Tierra estaba hecho como... un monte. Así (gesticulando con las manos), con todas las casas alrededor y para alcanzarlo, se tenía que subir a propósito. No era un valle. Se subían las escaleras del lado del puente o del lado de la marina y se iba a este Barrio Tierra, y que ... había las casas bonitas pero también había las casas feas [Agnese N., 45 años, ama de casa].
La ciudad es, por lo tanto, una red de recorridos que pone en relación los lugares; y los lugares no son sólo lugares «percibidos» (Lynch, 1960); son lugares que se definen en el curso de la experiencia, de una experiencia compleja, que para comodi-
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dad de análisis, podemos distinguir en tres niveles: relaciones entre los lugares, como los experimentan los sujetos; relaciones de los sujetos con los lugares, relaciones entre los sujetos, en los lugares. Podemos adscribir las indicaciones viales en el primer tipo: un lugar se indica siempre en relación a otro; y tal relación es, simplemente, el recorrido que en la experiencia del sujeto, los enlaza. Los materiales recogidos en Pozzuoli ofrecen ejemplos excepcionalmente significativos del segundo tipo de experiencia, el de la relación con los lugares: Uno tenía un cuartito, ¿no? al lado opuesto del Barrio Tierra, que después abajo esta el mar; y entonces tú veías un cuartito de esos y te parecía una cosa miserable, después abrías la ventana, te asomabas... y tenías todas las cosas debajo de ti, Capri, Ischia, Procída, era una cosa... era así, natural [Gennaro R, 51 años,
pescador]. Cuando me casé, no tenía dos baños, no tenía cuatro habitaciones [como tengo aquí a Toiano] pero tenía una bella casita llena de sol, que tenía dos ventanas de donde veía todo el mar entre Procida e Ischia... Entonces aquí es como si fuese un dormitorio [Antonietta M., 48 años, ama de casa]. Yo estaba precisamente en el centro, en la calle Nápoles, al tercer piso, yo... bajaba... ¡Pero no! ¡Ni siquiera bajaba! En verano, me asomaba al balcón y veía todo, la playa, veía el paisaje, veía las rocas, Vincenz' a mare (un famoso restaurante), los coches, todo ... Y ahora, estamos alquilando aquí, y estas calles no las reconocemos ni siquiera... [Gennaro B., 60 años, pescador].
Quisiera subrayar el hecho de que, en estos textos, la relación con los lugares no se caracteriza como un hábito de tipo sentimental. Es más bien una verdadera apreciación estética, es una clara y lúcida conciencia de la calidad de los lugares en que se vivió; y de como esta calidad, gozada como un objeto de contemplación estética, aumenta la calidad de vida en su conjunto; y además, de como las relaciones entre los lugares se enlazan y califican las relaciones de los sujetos humanos que tienen con los lugares, de manera que el admirable panorama hace impagable también el cuarto «miserable» o la casita modesta. Que se trate de capacidad de juicio estético, y no de fáciles sugestiones o de valoraciones escuchadas al contacto con otros ambientes, lo demuestra la capacidad de aplicar en forma igualmente correcta
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las mismas categorías de juicio a emergencias paisajísticas de otra naturaleza, es decir histórico-artísticas: Mi abuela tenía la casa justo cerca del templo de Serapides, había un edificio con una ventanita y ella me explicaba que antiguamente allí estaba el mercado de los esclavos, y muchos años después salió esta fuente de abajo y se llenó de agua, pero antiguamente estaba seca... Mi abuela me decía siempre que esto era el lugar más bello de Pozzuoli porque te asomabas y veías el Templo de Serapides, todas esas cosas bellas que estaban dentro del Templo de Serapides, columnas y cosas, después veías también gente que paseaba, se reunían también las viejitas y la pasaban platicando... [Antonio C., veintisiete años, tortero]. La familiaridad con los monumentos de la época romana, sobre todo el Anfiteatro y el Serapeion, y con los lugares famosos desde los tiempos más antiguos, celebrados y cargados de
valor simbólico (Azufrera, Lago Averno, Antro de la Sibila Cumana, etc.) nada quita, más bien refuerza la conciencia de su belleza y con ello, la conciencia de la competencia de quien los conoce: «Nosotros, las cosas bellas las tenemos delante de los ojos», afirma Mimí S. (sesenta y cinco años, obrero, jubilado), consciente de una «distinción» (Bourdieu, 1983) que por una vez, no lo deja marginado. En el testimonio del joven Antonio acerca del Serapeion emerge otro carácter fundamental de estos espacios urbanos: son lugares plurifuncionales, lugares en los cuales es posible hacer muchas cosas diferentes al mismo tiempo. Como consecuencia, estos espacios son usados simultáneamente por usuarios diferenciados, que buscan y encuentran la satisfacción de diversas necesidades. Un ejemplo muy significativo en este sentido era la calle Nápoles, una larga y amplia calle costera, que del lado de la tierra estaba flanqueada por casas y apartamentos con tiendas y talleres artesanales, y del lado del mar costeaba la playa, en la que se encontraban algunos establecimientos de baños (Vincenz'a mare, La Sirena) con cabinas, embarcaderos de madera y restaurantes: La gente decía: ¿vamos a pasear a la calle Nápoles? Y esa gente cretina de la calle Nápolcs quien sabe que cosa se creía que
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era, superior a todos y más a los de Pozzuoli [Mimí, sesenta y cinco años, jubilado]. Fui a dar un paseo, a la calle Nápoles, el domingo, después de jugar al balón ... Porque allí se conocían a las muchachas [Vincenzo A., cuarenta años, obrero mecánico metalúrgico]. Porque, no sé, cuando uno termina sus quehaceres, tiene la necesidad de distraerse. Entonces teníamos la costumbre: «¿vamos a caminar a la calle Nápoles?», y bajábamos... Pero aquí... [Antonietta M., cuarenta y ocho años, ama de casa]. Los lugares polifuncionales toleran tiempos polivalentes. Teníamos la costumbre, después de haber hecho las labores en las casas, de bajar. Antes habían unas casas bajas, sólo de un piso -hoy, ¿quién vive en esas casas?- donde vivía algún pariente o alguna comadre. Entonces nos reuníamos afuera de sus puertas y nos sentábamos y así pasábamos el tiempo platicando [Filomena V.T.,cuarenta y ocho años, ama de casa]. Los lugares monofuncionales separan. Lo saben bien sobre todo las mujeres: A Toiano o se está en casa o se va fuera, en carro [Filomena V., cuarenta y dos años, ama de casa]. En Monteruscello, bueno, no es que uno quiera despreciar la casa, la casita no está mal como está, pero la lejanía es demasiado fea [Graziella B., cincuenta años, ama de casa].
Lejanía ¿de dónde? y de ¿quién? Ahora se habla que quieren hacer todavía unas demoliciones, de esto y de esto otro en Pozzuoli, pero esta gente, ¿a dónde debe ir? Me dicen: «pero aquellos hicieron todo un barrio nuevo allá en Monterusccllo». Pero yo digo: «la gente después tiene que venir a fuerza por la mañana, porque sin venir acá, a ver el mar, a dar un paseo por el mercado del pescado y el de la fruta, los habitantes de Pozzuoli somos así» [Mimí S., sesenta y cinco años, jubilado]. La próspera red comercial de Pozzuoli era como son todos los mercados, un extraordinario ejemplo de sistema de relacio-
nes complejo que modela los lugares y los tiempos adecuándo-
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los a una multiplicidad de funciones y de significados (De La Pradelle, 1996), No se equivoca « don» Mimí cuando sostiene que los habitantes de Pozzuoli no sabrían renunciar a ello: desde las primeras semanas después de la evacuación del centro antiguo, en los campos de roulotte y de container, se organizaron servicios privados de mini autobuses que llevaban cada mañana a las mujeres a hacer sus compras a la ciudad. Todavía hoy desde Toiano por esta necesidad se va a Pozzuoli «al menos dos veces a la semanal>. Los mini autobuses y el mercado desarrollan así para las mujeres la función de un vecindario móvil, reemplazando otros espacios que en las zonas nuevas han sido abolidos. Polivalentes y poli funcionales, el mercado y e! tiempo dedicado a la compra de! mandado todavía en 1986 servían a las mujeres para hacer circular la información y las noticias, para programar las prestaciones recíprocas, para organizar y controlar los circuitos de intercambio infra e ínter familiares: pero las dificultades prácticas, coyunturales y estructurales hadan prever una progresiva reducción de la utilización del mercado. ¿Lo substituitia el teléfono? Entorno y en conexión can el mercado alimentario se constituían otras redes complementarias entre ellas a causa del alto grado de diferenciación funcional que las caracterizaba. Valgan dos ejemplos extraídos del mismo ámbito de actividad, el de la restauración, y otro relativo a la comercialización. Mi clientela no es una clientela que viene de fuera, que yo le pueda decir: tú me debes dar tanto, como hacen los otros; son obreros, jubilados... Yo me debo adaptar a las exigencias del cliente, no es que yo me deba aprovechar de que estoy en la plaza, que a uno que pasa en carro y me dice: me das un vasito, le pida ochocientas, mil liras, no. Yo siempre me adapto a mis clientes que son obreros, y no es que sean ricachones que vienen acá a derrochar el dinero, sí juegan un partido por una taza de café, no es que juegan dinero o alguna otra cosa... [Giuseppina c., cuarenta y cinco años, propietaria de un bar]. La cantina de mi hermano tenía una clientela no de Pozzuoli, casi ninguno de Pozzuoli, era gente que trabajaba en PozzuoJi; gente adepta al puerto, para hacer la descarga o también gente de paso, que iba a Ischia o venía de Ischia... y después estaba aquella clientela que de noche venía a cenar el pescado, desde
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Nápoles [Tanino C; cincuenta años, custodio del Anfiteatro romano]. Quizá más nuestros clientes se encuentran mal, porque todos estaban en la plaza, entre la plaza de Pozzuoli y la calle Nápoles tenían sus establecimientos. Entonces nosotros estábamos justo en la plaza. Estábamos en el punto de encuentro; también en la noche cuando cenaban sus tiendas, a lo mejor, y nosotros teníamos servicio una hora o media hora más, ellos venían acá y... era más fácil que vinieran a traer sus documentos y cosas. Ahora no, tú les debes llamar, y te dicen: «Señorita pero yo debo ir hasta allá, me molesta ir a Arco Felice, no pueden pasar ustedes a recoger mis papeles, porque debo ir... Tendríamos intención de regresar, nuestro perito tendría intención de regresar a Pozzuoli, pero todavía por ahora no hay quien te diga: aquí puedes estar, no hay peligro» [Lucía D., veintiséis años, empleada en un despacho comercial].
Los monumentos antiguos de Pozzuoli regresan con extraordinaria frecuencia en estas historias de vida. Cuenta Vincenzo, obrero, treinta y cinco años: Yo vivía cerca del Anfiteatro... Recuerdo que cuando era muchacho cabalgaba e iba a visitar arriba y abajo para agarrar los nidos de los pájaros. ¿A qué edad? No recuerdo, catorce o quince años. Jugaba al balón y cabalgaba. Esto hacía.
Su coetáneo Salvador, cocinero en una pizzería: Cuando era niño había una casa en el templo de Serapides, una especie de residencia. No se a quien pertenecía: había un guardián dentro, que vivía... Antes el templo de Serapides no estaba como ahora bardeado por un barandal, pero había un muro y del lado de la bajada hacia el puerto, en donde está el puente, se encontraba esta casa. El guardián que la habitaba era un tipo severísimo. Si jugando con el balón en el templo, se caía abajo, era un desastre. Necesitaba bajar cautelosamente, porque si me veía sucedía el fin del mundo. Si se lo pedías, en vez de dártelo, te lo agujeraba. No había alternativa, tenía que hacer necesariamente el intruso. Ahora está más cuidado, antes el pasto no estaba cuidado y nosotros podíamos jugar en los prados. Los prados, más que ser verdes para el público, eran verdes para los muchachos. No se podía bajar hasta el templo, como ahora. Quizá, alguna vez, aprovechando que no estaba el guardián bajábamos a
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jugar, a agarrar las ranas... Sí, en un cierto punto fluctuaba el agua dulce de un tubo roto y se había formado un pequeño lago, no se por qué en aquel lugar crecían las ranas. Después las vendíamos entre nosotros... en estas cosas mis amigos y yo hicimos de todo. Una vez vendimos un pedazo de mármol que parecía un adorno, quizá una columna. Lo encontramos en la playa de Pozzuoli después de una tormenta. Inmediatamente explotamos la idea, es un pedazo antiguo, si lo dejamos ver a alguien que conazca... así lo amarramos -como era mármol macizo no podíamas cargarlo en brazos, éramos chiquillos- y lo llevamos cerca de la capitanía del puerto, que primero estaba en donde están esos edificios, ahora fue transferida a otra parte. Pensamos que si hubiésemos pasado por allí nos hubieran visto y lo habrían tomado; en cambio en donde estaba el muro --el muro estaba bajo pero para nosotros que éramos niños estaba alto- tomamas unos cordeles y los aventamos encima de la banqueta. Después encontramos a un señor que nos dio doscientas liras por el pedazo de mármol. Lo encontramos por casualidad; nos vio arrastrar esa piedra y nos preguntó que era: es un pedazo antigua lo encontramos en el mar... No se por qué, no porque lo convencimos, ello compró, quizá también pensó, «se están matando [de fatiga] estos muchachos, les doy estas doscientas liras [Ojalá! dejen ya de matarse en esta forma» ... Así nos dio el dinero. Después las liras terminaban como siempre en dulces, juguetes, cine, etc.
caminando por la calle Domiziana, está el Anfiteatro, que es el tercero en Europa y a la izquierda donde están las catacumbas de San Gennaro, se llamaba la calle Cclle (celdas). Estaban unas celdas, en donde se depositaban los huesos de los difuntos. El subsuelo de Pozzuoli es tres cuartas partes antiquísimo, por lo tanto, tiene un repertorio arqueológico que es magnífico y que desgraciadamente los lugareños no lo aprecian.
Gíancario, veintiocho años, mesero: Allá en donde está la calle Luciani y la calle Campana las dos eran bodegas y restaurantes romanos, ahora se han descubierto. También cerca de la iglesia excavaron y estaban otras piezas anliguas abajo, además, si excaváramos abajo de todas las casas de Pozzuoli. encontraríamos antigüedades, por ejemplo: en donde está el palacio que se cayó debajo de la iglesia de San Antonio, han encontrado antigüedades romanas y también en la calle Campana, cuando fue el aluvión en agosto de 1984, se abrió un barranco y se descubrió que eso era un acueducto romano, poco a poco cayó alguna cosa, tú aquí descubres lo que está escrito en los libros ... Aquí abajo está una gruta que me parece llega a UD jardín, porque aquí abajo han encontrado demasiadas cosas.
Emilio, jubilado: El Banio Tierra era una palie importante de Pozzuoli. Al principio estaba Nerón, con los san-acenos que venían del mar... después estuvo la dominación antigua romana... y nosotros después en el Barrio Tierra teníamos el obispado.
Enzo, guardián de la Azufrera de Pozzuoli, cuarenta años aproximadamente: El Templo de Serapidcs dice que era un matadero, y de acuerdo a lo que he leído creo que sí, porque toda la historia de Pozzuoli no la sé. Se llamaba Macellum, Puteum Macellum. una cosa así. Y dice que allí había un matadero de toda la zona de Nápoles, se descargaba mercancía, por ejemplo: telas, gallinas, conejos, era un mercado en general y venía gente de todas partes a comprar esta mercancía. Antonio, obrero mecánico-metalúrgico, ahora jubilado: Zona Flegrea significaba zona de fuego, era muy fértil por esta razón. Los romanos venían a descansar pero siempre hubo el peligro del bradísismo que convivía con la gente de aquí. Tenemas el Templo de Serapides. Después, si se va más adelante,
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Enza, cuarenta años aproximadamente, guardián de la Azu-
frera: En la azufrera en tiempos antiguos hacían el clarión, que sena el material con que los antiguos romanos trabajaban las píezas de porcelana, los floreros hechos a mano. Después salieron varias fumarolas y este lugar se ha explotado como zona turfstica ... en la azufrera se podía tener una idea de como Pompeya fue sepultada por el Vesubio, desde luego miles y miles de veces ampliadas. Luigi, tapicero, cincuenta años aproximadamente:
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Para nosotros, aquí donde estamos, esta casa está sobre ruinas romanas. Y en efecto al lado están las ruinas romanas, ¿no las vieron, en el jardín aquí alIado? Ésta era una villa romana, se hablaba de la Villa de Nerón. Hay abajo unas grutas que eran unas calles romanas. Tenemos unas grutas delante de nosotros, aquí dentro donde yo tengo mi almacén, estaban los silos. Pozzuoli era un puerto muy importante, el primer puerto del imperio y por lo tanto las mercancías venían estibadas dentro de estos silos grandísimos. Había unas grutas, este retículo de grutas que estaban... y en efecto, si ustedes las ven ahora, hay dos grutas concomitantes abiertas, otra esta aquí y pasa abajo de aquellas grutas; y eran retículos de grutas que llegaban al muelle, al puerto, partiendo desde Pozzuoli, en síntesis... El mapa subterráneo de Pozzuoli es importantísimo. Porque Pozzuoli para estar [es decir para reemerger del mar] al nivel de la época imperial romana debería subir aún cuatro metros. Para estar a ese nivel; por lo tanto todavía en ese nivel abajo, hay cosas... que no se sabe. Hay unos túneles subterráneos en Pozzuoli que ahora están cubiertos, están bajo el mar, también a nivel de aguas calientes; o bien a nivel de vapores... Llenos de vapores de la azufrera muy profundos. Unas grutas que llevan a Nápoles. Se caminaba bajo tierra... Ahora están obstruidas bajo el Barrio Tierra, esta montaña de toba esta agujerada completamente como el queso gruyere. Tiene caminos subterráneos que se encuentran uno con otro, se cruzan, se baja..Jos griegos fundaron prácticamente Pozzuoli, tomaron el Barrio Tierra y lo hicieron como fortaleza. No había un puerto natural, lo crearon ellos, con los túneles, las naves entraban directamente por abajo. Después con los sistemas de tornos que todavía pueden verse, sí, pueden ser observados estos sistemas, los pasajes de comunicación dentro de estas grutas... llevaban las mercancías a la superficie. O bien a través de estos pasajes subterráneos, conservan las mercancías... como en silos.
Emilio, jubilado: Los primeros en llegar aquí fueron los prófugos de Sama, pero en ningún lugar no se ha encontrado aún nada. De testimonios romanos hay interminables, pero de objetos verdaderamente griegos en Pozzucli no se ha encontrado todavía nada griego, [eh! griego ... Tonina, empleado público, cuarenta años aproximadamente:
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Los romanos hicieron famosa a Pozzuoli por el turismo, después Bacoli y Lucrino... El centro histórico de Pozzuoli está apoyado en una estructura que es superior por interés histórico a la que nosotros vemos. Es decir, todas esas casas que tienen un siglo, dos siglos, que nosotros vemos, pero lo que está abajo es lo importante. Como el Barrio Tierra por ejemplo... yo sé de todas las estructuras romanas... de varias civilizaciones, no sólo romanas ... porque precisamente el promontorio del Barrio Tierra está todo agujerado, en el interior con túneles, grutas que terminan en el mar. Todos estos pobres que vivían allá se defendían a través de estos túneles que tenían en el subsuelo varias salidas... porque después el resto el Barrio Tierra estaba cerrado. Tenía el puente levadizo desde esa parte y de esta otra parte, tenía la puerta que se cerraba. Una vez cerrado ellos permanecían dentro ... y del lado del Barrio Tierra hay unos caminos por los que se bajaba, unos pasajes estrechos, que después se introdujeron en esas grutas más grandes de tal modo que para escapar... en los pasajes estrechos sólo podía pasar una persona a la vez, así podían defenderse. Después las salidas del lado del mar cuando llegaban las barcas... en efecto estaba una gruta que terminaba en el mar, donde ellos arrojaban la mercancfa.; Hay muchas cosas arriba, sacándolas se podría hacer una zona arqueológica bellísima... después está el templo que es una cosa... que estaba incorporado a la catedral y que estaba arriba. Estaban uno encima del otro. Los monumentos clásicos entran en el proceso de construcción de las identidades individuales como referente de un saber complejo, especial, porque fue aprendido por experiencia directa y después confirmada por lo que está en los libros; un saber en el ámbito del cual la definición del lugar en que se está y la definición de uno mismo, llegan en buena medida a coincidir. Para confirmar lo que acabamos de decir, los lugares monumentales, ya tan estrechamente integrados en la vida cotidiana de cada uno, en la rutina ordinaria, permanecen los referentes privilegiados, tal vez aún más fuertes, en los momentos de crisis. Salvador, cocinero en una pizzería: Mis amigos ahora están en Licola, otros en Mondragone, en el Conjunto Coppola están todos dispersos [después del bradisismo]. Pero nos vemos siempre alrededor del templo de Serapides. Ya hay un arraigamiento a ese lugar. También cuando hubo el
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bradisismo, el lugar de encuentro era siempre ése. Precisamente esta mañana bajé y encontré a mis amigos. Nos encontramos siempre en el templo. El templo siempre ha funcionado y el bar ha permanecido siempre abierto, aún cn el periodo del bradisísmo fuerte ... porque éste es nuestro punto de encuentro. Ya estamas encariñados con el templo.
En el momento más terrible, más dramático de la crisis, es aún el monumento el referente a quien se mira para comprender la gravedad del riesgo en acción. Nicola, obrero mecánico metalúrgico, jubilado: El 4 de octubre, si no me equivoco era domingo, me encontraba cerca del Templo de Serapides, estaba retirándome a comer. .. cuando escuché un estruendo fuertfsimo, me di la vuelta, porque precisamente aquí cerca está mi casa, escuché los gritos de todos más bien los de mi esposa... y escuché todas las campanas de Santa María que sonaban y después un polvo que bajaba, pero polvo de todas partes, vi las columnas del templo de Serapides que se inclinaban y permanecí petrificado, no sabía qué cosa hacer, si seguir adelante o retroceder... son momentos que tú pierdes el control.
Pero está todavía el monumento que inspira a la reflexión responsable y tranquilizadora. Dice Luigi, el tapicero: Pozzuoli tiene esta historia escrita: en dos mil años ha habido tres erupciones por el bradísísmo. Se sabe. Fuertes daños no ha ocasionado por lo menos también cuando Pozzuoli era, sí, la parva Roma, no tuvo grandes daños. Mejor dicho, no está escrito nada que haya habido daños por el bradisismo, Cuando excavan, cuando encuentran todos los objetos antiguos, eso es otra cosa. Eso no se debe al bradisísmo, es debido al tiempo que ha destruido. Ésas son ruinas, que no tienen nada que ver, es otra cosa.
Aún más precisas técnicamente son las definiciones de Antonio, el obrero jubilado: Aquí tenemos el templo de Serapides, prácticamente la medida visual para fases ascendentes y descendentes del fenómeno del bradisismo.
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y de Salvador, cocinero en una pizzería: El Serapides permaneció corno el termómetro del fenómeno.
Sin embargo, la familiaridad con los monumentos de la edad clásica no implica de ninguna manera una banalización a los ojos de los habitantes pozzuolanos. Ni me parece que puedan constatar efectos de enajenación. El monumento, la excavación, la ruina, por notables y frecuentados, no se vuelven ja~ más invisibles y no decaen nunca al rol de objetos cualquiera del paisaje urbano. Hayal contrario, siempre un conocimiento de su valor, también de su valor estético. Gennaro, empleado, treinta y ocho años: Piensa que yo antes del setenta, vivía cerca del templo de Serapides y cuando me levantaba, veía el mar. La gente era feliz aunque tenía poco, porque estaba en un lugar verdaderamente bello.
También para Emilio, jubilado, la experiencia estética es colectiva, no individual, es un hecho compartido por todos los habitantes de Pozzuoli. Encuentra para expresarlo una expresión lapidaria: ¡Aquí en Pozzuoli las cosas bellas las tenemos frente a nuestros ojos! [Mientras quien es menos afortunado debe ir a buscarlas.]
Por último, un texto de Salvador puede ser útil para aclarar hasta qué punto está conscientemente reflexionada y no viseeralmente sentimental la relación con los grandes monumentos. Aunque había crecido cerca del Serapeion, que es, como él mismo dice, «nuestro lugar de encuentro al cual estamos acostumbrados», sin embargo Salvador no pierde el desapego crítico. Es también verdadero, que el Serapeion es el símbolo de Pozzuoli. Pero no es verdad que sea el símbolo auténtico; el verdadero símbolo es el Anfiteatro... El Serapeion es un hecho visual, es decir, allí están los benditos agujeros y todos los ponen en evidencia. Pero para mí es el Anfiteatro la expresión más viva de Pozzuoli, es algo... la ruina que tiene aún vida, que tiene la posibilidad de ser explotada también a nivel cultural, por alguna cosa que se pueda organizar, también a nivel juvenil, mientras el Se-
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rapidcs es un hecho aparte, bien aislado, que tiene algo de científico, pero no tiene nada cultural.
Quisiera llevar mi análisis sólo un paso más allá, para examinar más de cerca cuál es la concepción del espacio y cuál es la concepción del tiempo que los sujetos se construyen en el curso de una experiencia de vida en un contexto urbano como el de Pozzuoli. Como hemos visto, los niños aprendían desde pequeños que había una jerarquía de los lugares, en cuyo vértice se colocaban algunos lugares excelentes: el Serapeion y el Anfiteatro. Que se tratase de lugares excelentes lo afirmaban los adultos, mejor dicho, en ciertas circunstancias, aquellos adultos particularmente autorizados que son las abuelas, que sabían contar historias bellísimas -no cuentos, hay que destacar- en el ambiente de las ruinas romanas. Y lo confirmaba el acudir de personas que venían expresamente desde fuera para verlos y visitarlos. Las cualidades que los hacían lugares excelentes eran la belleza y la antigüedad. No hay ninguna dimensión que se pueda considerar mágico-religiosa en las narraciones y en las valoraciones de nuestros interlocutores; el valor de los lugares está exactamente en su belleza y en su antigüedad. Uno de ellos a nuestra pregunta de si había leyendas relativas a los monumentos, replicó: «Pero [qué leyendas y leyendas! ¡Esto es historia!», Los lugares excelentes no están abiertos para todos, los muchachos no pueden ir a jugar en ellos, pero la violación de la prohibición no conlleva una profanación sino el riesgo de un daño; y el laico custodio no suelta, en efecto, anatemas o maldiciones, sino que, en fcrma del todo instrumental, se limita a destruir el instrumento de los daños eventuales: el balón. Se crea de tal modo en los muchachos un horizonte de valores y un sentido de las reglas y de su violación, de las consecuencias que ello conlleva. Pero, lo que me parece interesante, es que se trata de un horizonte del todo laico e historizado cuyos referentes no están en un extramundo, sino que están en el mundo. Una vez postulada la valoración inicial --es decir, lo que es antiguo es bello, vale- las prohibiciones, prescripciones, inclusiones y exclusiones se derivan según criterios de patente y funcional racionalidad. De manera que el episodio del descubrimiento en la playa y de la venta del adorno marmóreo viene
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a asumir el rol de una especie de rito de paso, una especie de ceremonia de iniciación; pero también muy racional e hístorizada. En la narración del protagonista no se encuentra ningún sacerdote o maestro; es el grupo de jóvenes iguales, que encuentra y reconoce el pedazo antiguo y que supera un cierto número de dificultades y peripecias hasta que encuentra un adulto que reconoce la autenticidad, el valor del descubrimiento de los muchachos; y lo reconoce por medio de aquel extremadamente moderno, racional y secularizado signo de reconocimiento que es el dinero. Los muchachos ganaron así el derecho a hacer del templo de Serapides su lugar de encuentro, a través de la adquisición de comportamientos conforme a los valores de la belleza y de la antigüedad por un lado, pero también de comportamientos conforme a las reglas del mercado por el otro. Un proceso análogo me parece poder leer en la formación de las categorías temporales. Hubo un tiempo de los antiguos que fue un tiempo glorioso, un tiempo en que Pozzuoli era la pmva Roma y el más grande puerto del imperio. De ese tiempo se está orgulloso, obviamente, ya que se ha aprendido a valorar lo que es antiguo y, por lo tanto, también a sí mismos en cuanto a que se tienen raíces antiguas. No obstante, la concepción del tiempo es histórica, rigurosamente lineal, el tiempo de los romanos es irrepetible, no alimenta ni mitos de eterno regreso ni milenarismos, más bien genera un sentimiento de pertenencia a algo que califica, pero que al mismo tiempo responsabiliza. De aquí las propuestas de conservación, de custodia más precavidas y de reutilización, que no he mencionado, y también la disponibilidad al cambio de residencia si esto significa una recuperación de los tesoros del subsuelo de Pozzuoli y el comienzo de una valoración arqueológico-turística verdaderamente adecuada. Quisiera agregar otra observación. Como resulta de los textos que se refieren al bradisismo, los monumentos funcionar! también como instituciones culturales capaces de garantir la presencia de los sujetos humanos frente a su posible crisis (de Martina, 1993), pero, también aquí, las categorías empleadas son laicas e historizantes. Los monumentos garantizan no por algún poder mágico, no por una virtud apotropaíca, sino porque su larga duración, su supervivencia a los riesgos puede ser
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razonablemente considerada una prueba de la relativamente pequeña entidad de estos últimos. En Pozzuoli el espacio esta profundamente modelado por la cultura; este espacio humanizado e historizado se hace a su vez mediador de los procesos de producción y reproducción cultural. PocIemos regresar, para integrarla, a una célebre afirmación de Evans Pritchard (1975): efectivamente en el origen de la concepción y del uso del espacio en Pozzuoli hay un dato natural fuerte, un referente importante, que no se puede ignorar ni reemplazar: el mar. Pero este dato natural fuerte, inmutable igual a sí mismo, parece entrar en la concepción y en las prácticas del esp~cio de los habitantes también, y no menos, por otra y opuesta calidad: la de una extrema ductilidad, que le permite ser la dlm~nslón espacial de experiencias estructurales y simbólicas ~uy d~versas. En síntesis, el mar está ahí para verlo, para trabajar, eXlst~ el mar para los jovencitos, para los pescadores, para l~s trabajadores del puerto y el mar de los turistas y de quienes VIven del tunsmo. Está el mar de los hombres, el de las mujeres, el ma: de .los.niños, el de los jóvenes y el de los viejos. Es un dato espacial s.Igruficante para tod.os y utilizable para cada uno según sus necesidades, en una relación directa o mediata. Ahora me parece que, aún perteneciendo ellos al orden de lo construido y no al de lo natural, las mismas cualidades hacen del centro Pozzuoli, de Plaza de la República, la calle Nápoles y las calles contiguas al Serapeion y al Anfiteatro, una realidad ur~an~ de alta cualidad, con una alta especificidad y una caracterízacrón fuerte, y al mismo tiempo se trata de espacios dúctíles, plasmables, convertibles en funciones diferenciadas. En definitiva, se puede decir que dos son las cualidades más importantes del espacio urbano de Pozzuoli: es flexible, poco constrictivo, tal como para posibilitar el funcionamiento de una estructura soci<:económica compleja y diferenciada, a la que co~esponden SIstemas de conocimientos y valores igualmente articulados: y al mismo tiempo, esta complejidad relacional no s~lo no desest~cturay no banaliza el espacio, sino más bien se alimenta precisamente de los recursos simbólicos que ofrecen los lugares, de su reconocibilidad, de su belleza. En síntesis no son sólo las relaciones que hacen la calidad de los lugares (lacobs, 1969); es también la cualidad de los lugares que integra y potencia la eficacia y el sentido de las relaciones. 158
Indudablemente, el caso de Pozzuoli es excepcional, tanto por la calidad de su estructura urbana, como por el bmdisismo que haciendo real e inminente el riesgo de perder su espacio, su ciudad, ciertamente ha concienzado a los pozzuolanos acerca de su valor. Sin embargo, tanto el caso calificado (???), como el testigo calificado, no quitan valor a la verificación de la hipótesis. Más bien, a propósito de Pozzuoli, nos sugieren una ulterior reflexión. No es la ciudad que es enajenante. es la ciudad enajenada que es enajenante. Pero todo esto, esta riqueza de relaciones en un ambiente que el alto grado de diferenciación interna hada más practicable para muchos recorridos, se terminó o está por terminar. Los habitantes de Pozzuoli lo saben bien: [...] en Pozzuoli ya no hay nada, aunque sí la gente está regresando. Toiano y Monterusccllo han desmantelado completamente Pozzuoli. Aunque si la gente regresa, son pocos los que regresan, dice Salvatore T., electricista automovilista, veintisiete años: Pozzuoli esta «desmantelada». La percepción de lo a que esto conduce, en térrninos de pérdidas, de ganancias, de costos y beneficios, es bastante clara. Estas casas de Toiano son mucho más bonitas y grandes, lo mismo que las de Monteruscello... ¡Si estas casas estuvieran en Pozzuolil. .. Yo después la mía la remodelé: de dos habitaciones hice una sola habitación que de día es una estancia, en la entrada hice una gran jardinera. Rosina, mi sobrina, la hija de mi hermano Gennaro, cuando se casó se tomó sus fotografías en mi casa [Maddalena V., cuarenta y seis años, ama de casa]. Nuevos referentes, nuevos valores, nuevos símbolos toman forma y comienzan a circular. Queda claro a todos, el problema de fondo: Toiano es un lugar más bien escuálido, porque es sólo para dormir,
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dice Luigi N., cincuenta y cuatro años, tapicero, obligado por el bradisismo a cerrar su fábrica en la calle Nápoles. De esto se trata exactamente en las colonias de nuevos asentamientos, el hecho de que están «habitadas solamente). El malestar no nace de la necesidad de alguna adaptación de poblaciones retrasadas, o de los efectos psico-sociales de algún depaysemento Se trata de un choque cultural y factual entre quienes viven, con su memoria, y quien hace el proyecto, con la fuerza -y la prepotencia- de la construcción. De una construcción que puede servir para «habitar solamente).
CAPITULO NOVENO
HISTORIAS DE TRABAJO EN NÁPOLES
El tema y el método El presente texto se basa en la comparación sistemática entre dos historias de vida o autobiografías orales. Me propongo dos objetivos. El primero se refiere al análisis del contenido de las dos narraciones. Como se verá, las dos historias proponen perentoriamente, en forma exclusiva, un núcleo temático central: el trabajo de los dos protagonistas. En cierta forma, más que historias de vida tienden a configurarse como historias de la vida laboral: y esto no a causa sino a pesar de las tentativas de los entrevistadores de ampliar el discurso en otros temas. Se trata de dos trabajadores urbanos tradicionales, un obrero mecánico y un carpintero artesano. Figuras productivas y profesionales que, en tiempos diferentes, fueron centrales en el sistema productivo urbano-industrial, y que hoy son consideradas marginadas y en vías de extinción. Más en general, son las modalidades tecnológicas, económicas, sociológicas y culturales que han constituido el papel de estos dos sujetos a ser consideradas en decadencia y destinadas a desaparecer en el cuadro de una reorganización del sistema productivo que verá (y en parte ya ve) prevalecer una forma de producción electrónica, robotizada, informatizada y cableada. Sin embargo, la hipótesis de trabajo que orienta mis refle160
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xiones en dos textos no forma parte de un horizonte de arqueología industrial o artesanal. En una perspectiva de análisis estructural, las dos historias de vida ofrecen materiales útiles para la individuación de constantes (las constantes de la [abrilidad NDT, para usar el lenguaje de Cirese); en una perspectiva historizante, éstas pueden ser interpretadas como dos variantes de esas constantes. En el cuadro de una antropología de las sociedades complejas, ellas ofrecen un ámbito todavía más especifico de análisis y de reflexión; me refiero al tema del bagaje cultural y de su transmisión o, si se quiere, de la persistencia y del cambio, en una palabra, de las dinámicas culturales. Innovación tecnológica, reorganización productiva y representación y ethos del trabajo están -ésta es la hipótesis general que me orienta-s- seguramente interrelacionados; pero no son isomorfos, isocrónicos e isótopos. Tampoco se puede demostrar, me parece, una relación causal entre ellos, que opere de manera uniforme, constante, unidireccional a toda escala y para cada fracción de tiempo. Podemos decir, y es más o menos obvio, que la complejidad social está aquí o de cualquier forma también aquí: en la irreductibilidad de los sujetos sociales, individuales y colectivos, y de sus historias, en la simplicidad de los esquemas interpretativos que ven el cambio con una óptica de lineal irreversibilidad y las relaciones como una red exclusivamente funcional. La confrontación entre las historias de vida de dos trabajadores urbanos puede ofrecer un pequeño elemento más, alguna añadidura modesta pero específica, en la interpretación antropológica que se está construyendo fatigosamente de la complejidad. El segundo resultado que me propongo es de orden metodológico. Las dos historias de vida que examino no han sido recolectadas por mí, sino por otros, quisiera poner a prueba, por 10 tanto la comparación en determinadas condiciones de textos orales no recogidos directamente por quien los comenta. Los criterios de la comparación en el ámbito antropológico son como es bien sabido, un tema clásico de las disputas entre estudiosos. Evito entrar en el mérito, ya que, esto trasciende en gran medida los límites de la presente contribución; y me limito a exponer las caracteristicas que hacen plausible una comparación entre los dos casos presentados, características que discutiré brevemente. 162
Es generalmente compartido el principio de que procedimientos comparativos pueden ser adoptados, con menor o mayor legitimidad, en relación a la escala y a los caracteres de los elementos culturales que se quieren comparar y a la profundidad y extensión de la comparación que se quiere operar. En el caso presento se trata de materiales recogidos en el terreno sobre este tema y pertenecientes a la misma especie: historias de vida o bien narraciones autobiográficas orales. La legitimidad del procedimiento comparativo es confiada a tres órdenes de criterios adoptados en el curso del relevamiento y de la exégesis de los materiales recogidos. El primero de estos criterios está constituido por el hecho de que los dos protagonistas de las historias de vida por un lado tienen algunos caracteres socio anagráficos de base en común, por otra parte, presumiblemente y en cuanto es a nuestro conocimiento, no se conocen y nunca se han encontrado. Las convergencias averiguables en sus textos, si es que las encontraremos, podrán ser por 10 tanto consideradas convergencias independientes de efectos de imitación, conformismo, mimesis, etc., mientras que las divergencias deberán ser atribuidas a otros factores distintos del contexto histórico-geográfico en que las dos vidas se colocan, ya que eso puede ser considerado más o menos el mismo para las dos, ser entonces anulado como variable explicativa de las diferencias. El segundo orden de criterios que legitima cierta comparación entre los dos textos es dado por la relativa estandarización de los procedimientos de relevamiento. La historia de Gino fue tomada entre 1986-1987, por Raffaella Palladino (fue material para su tesis de licenciatura, Palladino, 1987); la historia de vida de Pietro fue tomada en 1989 por Giuseppe Gaeta (quién también la tomó como material para su tesis de licenciatura Gaeta, 1990)1 Ambos estudiantes de Sociología en la Universidad de los Estudios de Népoles, ellos siguieron los mismos cursos y seminarios de antropología cultural y antropología urbana y, en particular, han desarrollado el mismo aprendizaje de 1. Me referiré a los textos de los dos autores de las tesis con las habituales referencias bibliográficas. Los textos de las historias de vida se citan en transcripción integral en las dos tesis. El conjunto de los fragmentos citados en el texto presente con la indicación del número de página debe siempre entenderse como páginas del Apéndice de la tesis de licenciatura respectiva.
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adiestramiento para la recopilación de los materiales orales. Tal formación análoga de los dos jóvenes investigadores es un elemento importante a favor de la comparación de los materiales de las dos entrevistas, en la medida en que permite asumir como adquirido un cierto nivel de estandarización en los procedimientos de relevamiento. La recolección de materiales autobiográficos orales y de historias de vida, es un instrumento particularmente útil para el trabajo antropológico de recolección de datos de campo, cuando éste se desarrolla en la ciudad (Passerini, 1989; Signorelli 1984a). Los materiales que el uso de estos métodos de relevamiento produce son muy diversos, no sólo de las series estadísticas, sino también de las tradicionales descripciones etnogréficaso Como muchas veces, y justamente, se ha señalado, lo que el antropólogo lleva a su casa son unos textos (Catani, 1982; Clifford y Marcus, 1986). ¿Qué hacer con ellos?, ¿cómo utilizarlos? Un texto requiere de una interpretación. Ésta a su vez puede legítimamente proponerse como totalmente idíosincrátíca, la aceptaremos como tal. Pero si una propuesta de interpretación aspira a ser compartida, deberá estar basada en reglas objetivables, que puedan ser valoradas, criticadas y reutilizadas por otros. Me parece que esta exigencia pueda ser satisfecha, o al menos parcialmente satisfecha basando la interpretación en: a) Un trabajo puntual de Filología aplicado al texto. b) Un trabajo sistemático de contextualización de los contenídos.é
No pretendo desarrollar aquí esta propuesta en todas sus implicaciones. Me limito a exponer algunas modalidades concretas que he seguido en el análisis de las dos entrevistas examinadas, ellas son: 1) La individuación de temas o bloques temáticos y el cómputo del número de páginas de la transcripción que cada uno de ellos ocupa. 2. Para una mayor ampliación de este punto me remito a Signorelli, 1986.
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2) El análisis cuantitativo y cualitativo del uso de los pronombres personales en la narración. 3) La individuación de la cronología seguida en la exposición de la cronología biográfica de cada historia de vida y la comparación entre las cronologías de la narración y la cronología histórica. 4) La determinación de los juicios de valor (negativo, positivo) que los entrevistados dan del preciso tiempo pasado, presente y futuro. La primera y la segunda modalidad de análisis están más relacionadas con la estructura interna de los textos, la tercera y la cuarta enlazan algunos contenidos de las narraciones con algunos contextos de referencia pertinentes. Este trabajo de exégesis, conducido con modalidades análogas en los dos textos, constituye el tercer criterio de legitimación de la comparación. Los protagonistas de las dos historias de vida son dos sujetos de sexo masculino; el primero nació en 1925, el segundo en 1936, aunque si no son coetáneos, de cualquier modo pueden ser considerados como pertenecientes a la misma generación, habiendo nacido ambos antes de la Segunda Guerra Mundial.' Tienen en común el estado civil, ambos tienen familia (cuatro hijos el primero y dos el segundo) los niveles de escolaridad no son muy distantes, uno realizó la primaria y el otro realizó la escuela comercial. Aunque ambos son napolitanos en el sentido extenso de la palabra, ninguno de los dos en efecto nació y vive en el interior de los límites históricos de la ciudad de Nápoles, pero si ambos nacieron y viven en asentamientos que por disposiciones administrativas, y reales gravitaciones socio-económicas se han progresivamente integrado al área metropolitana de Nápoles (Galasso, 1978). El primero de los entrevistados, Gino, es de Pozzuoli; el segundo, Pietro nació y vive en la llamada área oriental entre San Giorgio en Cremano y San Giovanni en Teduccio. Vale la pena señalar, que aún en sus diversidades, tanto el área oriental como el área de Pozzuoli, además de compartir una análoga
3. La Segunda Guerra Mundial es sin duda un acontecimiento «periodizante» incluso mirando la historia «por abajo», es decir, desde un punto de vista subjetivo de los protagonistas de las dos entrevistas.
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historia de relaciones con el centro urbano, han sido ambas áreas de asentamientos de industrias de base y de enteras colonias de vivienda para obreros y se podría decir por consiguiente áreas de gran participación política (IRES, 1987). Las características anagráficas comunes entre las dos entrevistas terminan aquí. Diversas son en efecto las pericias profesionales y su condición profesional. Gino es un trabajador dependiente: es un obrero mecánico metalúrgico (cortador de metal como se define él mismo pero agregando inmediatamente «hoy los metales no los enderezamos más a rnano»), que trabaja en un establecimiento que cuenta aproximadamente con mil empleados y una historia casi secular de producción en la mecánica pesada. Hoyes una fábrica de locomotoras y materiales rodantes para ferrocarriles. Pietro, al contrario, es un trabajador independiente, un artesano con taller propio; más bien como él se define, «un carpintero puro» o también un «carpintero verdadero». Condiciones profesionales diversas, por lo tanto y como veremos, caminos profesionales diversos. Algunos rasgos objetivos, que los dos sujetos mismos indicaron, son comunes en las dos experiencias laborales. Pietro trabajó durante seis años, entre 1963-1969, como empleado en una fábrica carpintera pequeña, muy doméstica, él no ignora del todo el «trabajo con un patrón». En cambio Gino es un obrero de oficio, altamente calificado, que habla tanto de él como de sus compañeros: «Antes trabajábamos todos como artesanos, después empezaron a llegar unas piezas, unas máquinas... ». A su vez, entonces, Gino no ignora de! todo la experiencia del trabajo creativo.
Los bloques temáticos En e! análisis de la historia de vida de Gino, Raffaella Palladino la dividió en cuatro bloques temáticos. Tres de ellos se encuentran exactamente en la entrevista de Pietro, casi agotan el contenido. El cuarto tema de Gino trata el bradisismo, situación que está totalmente ausente en la entrevista de Pietro, de cuya experiencia de vida, el bradisismo no forma parte. Esta diferencia entre los dos textos no me pareció no proponible, la comparación entre ellos en el eje de los otros tres bloques terná166
ticos. Por bloque temático, en efecto, entendimos el tratamiento compacto y una cierta duración de un tema que el entrevistador propone y repropone. En el curso de la exposición el tema debe permanecer en el centro por así decirlo, el desarrollo y las referencias a otros temas deben resultar accesorios, subordinados. Si en dos entrevistas diferentes los dos sujetos proponen dos bloques temáticos que se corresponden, no parece arbitrario comparar estas partes, en cuanto a la comparación global entre las dos entrevistas, esto puede ser más o menos justificado de la riqueza o pobreza del total sistema de correspondencias temáticas. En nuestro caso, el tema del bradisismo, único presente en una entrevista y no en la otra, recibe de cualquier modo un desarrollo sucinto, mientras tanto para muchos habitantes de Pozzuolí «todos los aspectos de la vida cambian del bradisismo en adelante y ello condiciona cada tipo de elección» (Palladino, 1987: 67); no parece ser este el caso de Gíno, que propone como muy significativa en su historia la fractura determinada de las luchas sindicales de los años 1968-1969. En el acompañamiento de estas evaluaciones he llevado a cabo una comparación entre las dos entrevistas a lo largo del eje de los tres temas comunes en ambas; y creí en fase conclusiva poderlas comparar también en su globalización. El primer tema es e! de! trabajo; más allá de los episodios laborales, Palladino incluye las experiencias sindicales y políticas de Gino, que son presentadas por el sujeto inextricablemente enlazadas con las del trabajo, más bien son parte integrante de ellas. En térmínos cuantitativos (tiempo de narración medido en las páginas de la transcripción) es bastante largo e! tema, más amplio y articuladamente tratado en el texto. En la entrevista de Pietro el tema del trabajo ocupa un espacio todavía más extenso, aproximadamente el 90 % del texto. Y si para Gino la experiencia laboral es el cauce que acoge y replasma las experiencias políticas y sindicales, para Pietro es a través de la experiencia laboral por donde filtra el relato concerniente a otros ámbitos de su vida: sus ascendientes, por ejemplo, padre y abuelo, entran en su historia en cuanto le enseñaron el oficio; la ciudad es sobre todo el lugar de sus cambios laborales. Verificaremos sucesivamente cómo en este dominio del tema del trabajo en ambos, las entrevistas encuentran confirmación en los resultados ofrecidos de los otros procedimientos de análisis adoptados. 167
El segundo tema presentado por PaIladino es el de la familia y parientes. En la entrevista de Gino la información acerca del origen de sus parientes y cónyuge son escasas, fragmentadas y casuales. Con una excepción: las siete páginas dedicadas a Tatonn'a fumara (Antonio [hijo] de la panadera), marido de una hermana de la madre de Gino, por lo tanto, era su tío materno político, el cual tuvo un único hijo que murió pequeño. Por este motivo, marido y mujer se inclinaron mucho a los hijos de la hermana de ella; no obstante, la razón por la que Gino recuerda tan vivamente a un pariente difunto cuando él tenía 8 años, no es s610 afectiva: este Tatonn'a fumara, [...] era un jerarca que estaba en Pozzuoli... un jefe violento, desvergonzado y precisamente el masto se casó con mi tía, tuvo un hijo y hace muchos años éste cometió un homicidio y estuvo en la cárcel Debemos regresar a este notable personaje que en la historia de vida de Gino ocupa un papel simbólico más que real de gran importancia. Las noticias que Pietro ofrece de su propia familia no son casuales y fragmentarias, sino, extremadamente sintéticas, él nos informa que su familia conyugal, [...] está compuesta por el papá, la mamá y dos hijos, una jovencita de diecisiete años y un muchachode catorceaños.
y esto es todo. El tema no se volverá a tocar, como tal. Como ya dije tendremos noticias de su padre, del abuelo, de un tío que aún vive y que él visita de vez en cuando, pero ellos entran en la historia de los carpinteros de quien él tomó el oficio. Es sólo por la insistencia del entrevistador, que Pietro habla de su propio hijo, de nuevo del trabajo y sólo del trabajo. Es de mencionar, y requerirá ulterior reflexión, una circunstancia común en ambas entrevistas; los nudos cruciales de la relación de los dos protagonistas con sus respectivas familias, surgen en sede extra -entrevista, con grabadora apagada, como un momento de confianza personal dada a una persona-; (el entrevistador y el entrevistado), la relación profesional con la que enseñó a fiarse. PaIladino así aprendió que la gran 168
preocupación de Gino es la «seriedad» de su esposa y de sus hijas, la honorabilidad de las que él considera debe custodiar imponiéndoles un modelo de vida «estratégico» que las mismas interesadas juzgan muy arcaico e íntimo. Será muy significativo ver cómo la mujer de Gino (en un coloquio con Palladino) justifica de cualquier modo la actitud del marido. También Gaeta colocó una grabadora apagada, ¿cuál es el punctum dolens de la vida familiar de Pietro?: «el hijo sufre de un problema en la vista y que sería para él peligroso el uso de maquinaria como la que tiene Pietro en su taller» (Gaeta, 1990: 174, n. 2). No podemos evitar preguntamos por qué estas noticias precisamente están fuera de la entrevista, de la narración que constituye por así decirlo, el texto oficial de la autorrepresentación, pero no han sido calladas del todo, como habrían podido ser y como muchas otras noticias seguramente lo están. El tercer bloque temático que Palladino individualiza es el de los lugares y relaciones que, ella precisa, incluye «todo lo que puede ser reconductible, en otro sentido, en el área de la sociabilidad» (Palladino, 1987: 67). Se trata de esa parte de la sociabilidad que se realiza fuera de y sin conexiones directas con el trabajo. Son temas que ocupan una parte minoritaria de la entrevista de Gino, pero que se organizan alrededor de una relación fuerte: el Barrio Terra de Pozzuoli, el antiguo y bellísimo barrio construido en el lugar de la Acrópolis de edad clásica que da al mar, y se estructura alrededor de la catedral y del obispado; banio donde Gino nació y vivió la primera parte de su vida. El Barrio Terra fue desalojado forzosamente en 1970, a causa de una crisis de bradisismo que amenazaba su estabilidad. Gino y su familia vivieron en casas más o menos provisionales aproximadamente siete años, hasta que en 1977 obtuvieron una vivienda en la zona de viviendas para trabajadores del asentamiento de Toiano, en donde hasta ahora viven. Gino regresa varias veces sobre la comparación entre la antigua forma de vivir en el Banio Terra y la nueva forma de vivir en Toiano; abunda menos, como ya se ha dicho, acerca del bradisismo y sus efectos no solo geofísicos sino políticos y sociales. Y esto no obstante el hecho de que cuando la entrevista fue recogida la larga y dolorosa crisis de bradisismo de 1983-1984 no se había todavía del todo agotado. 169
Como para la familia, también en lo que respecta a sus procesos de socialización y su sociabilidad, Pietro es más breve que Gino. No sólo las noticias no son abundantes, sino es evidente la falta de interés del narrador para desarrollar temas que claramente él considera irrelevantes. Aprendimos en pocas líneas que Pietro forma parte de un club de aficionados a la bicicleta, al que asiste el sábado por la noche para organizar con sus compañeros los paseos dominicales; [ ...] el domingo, vamos a hacer un bonito paseo o bien, si hay una reunión de ciclistas en nuestra región vamos. Luego de regreso a casa, después de una buena ducha, se come con la familia y por la tarde, o nos quedamos en familia, o hacemos alguna visita... y basta. Después al día siguiente... empiezo una nueva semana de trabajo [p. 237].
Ni un comentario, ni un detalle que nos ilumine acerca de la tonalidad afectiva, acerca del valor que Pietro atribuye a estas relaciones. Y son las (micas que señala, las otras figuras humanas que habitan el mundo que nos cuenta, son todos clientes, proveedores y colegas carpinteros; y un par de vecinos, que son vecinos del taller, no de la casa. Las dos entrevistas tienen por lo tanto un carácter muy significativo en común: el claro predominio de las temáticas del trabajo sobre otros temas. Veremos también cómo los otros niveles de análisis confirman este dato.
El uso de los pronombres personales Esta modalidad exegética nos fue sugerida de la lectura de la historia de Gino en la que parecía presente un uso particular de los pronombres personales, uso que los cálculos pacientes de L. Palladino han confirmado ampliamente. La narración de Gino no se desarrolla teniendo como protagonista siempre la misma persona pronominal. Ya en una primera lectura se evidencia una alternativa entre frases de la narración que tienen como protagonista el «nosotros», la primera persona plural; fases de la narración que tienen como protagonista el «ellos», tercera persona plural, y una sola fase de la narración que tiene 170
como protagonista el «yo», primera persona singular. La cuenta de las fonnas verbales conducida por R. Palladino y el sucesivo análisis de las variaciones persona pronominal/tema de la narración, han permitido llegar a dos conclusiones. La mayor parte de la autobiografía oral de Gino es narrada en primera persona plural; después, a gran distancia de la primera, hay una parte que es narrada en tercera persona plural; y, finalmente, una parte muy pequeña es narrada en primera persona singular. La covariación pronombres/temas se configura corno sigue: - Tema del trabajo, del sindicato, de la política: narración en primera persona plural. - Tema de las relaciones y de los lugares: narración en tercera persona plural. - Tema de Tatonn 'a fumara: narración en primera persona singular. El puntual análisis cuantitativo conducido por Palladino en
el texto permite afirmar que las covariaciones son sistemáticas, no casuales, y nos autoriza, por lo tanto, a atribuirles una función semántica, a hipotetizar que sean portadoras de significados. Esto es aún más creíble en cuanto que en la historia de Pietro existen también covariaciones recurrentes de las personas pronominales en relación a los temas, aunque su contenido es totalmente diverso. Pietro narra utilizando la primera persona singular prácticamente en toda la entrevista que, como vimos, habla casi únicamente de su trabajo; de vez en cuando, aparece la tercera persona singular, ya sea en conexión a formas impersonales del verbo o en conexión con un sujeto-persona que tiene características que diría ejemplares: el carpintero. Muy a menudo, cuando el sujeto de las proposiciones es el carpintero, el contenido de la exposición más que narrativa, tiende a hacerse prescriptiva o gnómica, del tipo: «el carpintero no debe... », «el carpintero sabe... », «el carpintero es aquel que... », Queremos aquí intentar una interpretación cultural del significado de estas variaciones, una interpretación que parta de los procesos de identificación de que el uso de los pronombres personales en conexión con ciertos temas es ciertamente un sín171
toma; y que explicite significados y valores contenidos en las identificaciones individualizadas. Comenzamos a ver cuáles son los objetos de identificación de nuestros dos narradores. El plural insistentemente usado por Gino se refiere en primer lugar, y en forma tan explícita que parece casi estereotipada, al sujeto colectivo con el que, más que sentirse parte, él se identifica totalmente: la clase obrera. Esta última puede en su narración presentarse como conjunto de los compañeros de fábrica; o como trabajadores de los asentamientos de Pozzuoli en lucha para defender la ocupación, o finalmente como clase obrera italiana, comprometida en su totalidad para hacer explotar e! boom del 68. Al variar la escala de! referente, la identificación de Gino no es menos convencida, su «nosotros» no varía de color ni de pertinencia. La clase obrera es aquella entidad absolutamente concreta y universal al mismo tiempo, cuya fuerza ha garantizado e! trabajo para los habitantes de Pozzuoli. Esta huelga se hizo para que permaneciera la fábrica en Pozzuoli y para no dejarla morir, por la economía, por la juvenlud [p. 4].
y garantizó dignidad a los trabajadores:
t...] la gente veía al jefe, y debía saludar al jefe... Pero ¿por qué debía uno saludar al jefe? ¿Acaso viene antes que yo para que lo deba saludar? Mientras que hoy, por la emancipación, hay más libertad... [p. 46]. De esta fuerza, amenazadora para algunos, Pozzuoli tiene una tradición, cuando se hablaba de Pozzuoli
se temblaba [p. 49]. pero precisamente por eso mismo liberadora para él y para aquellos como él. De esta fuerza él se siente parte integrante, más que sentirse beneficiado y protegido. La distinción entre «YO)} Y «nosotros» no se dá porque no tendría nada que expresar. 172
Pero hay otra acepción del «nosotros» de Gino, que se articula a partir de la examinada hasta aquí y todavía en alguna medida se distingue; es el «nosotros» que designa «nosotros fábrica», corno aparece en expresiones tales corno: Hacemos unos carritos, hacemos unos vagones... ahora estamas haciendo, no sé con precisión, 100-104 locomotoras... No podemos trabajar más como antes porque después cuestan más y no podemos competir a nivel internacional... [p. 39].
o también, y con mucha preocupación, cuando habla de las consecuencias que el bradisismo ha tenido para la empresa donde trabaja: [...] éramos un establecimiento que andaba bien, y ahora con el miedo al bradisismo... Si vienen otras sacudidas y terminan de dañar [las vías de ferrocarriles de] la Estación Cumana, termina también la fábrica, porque no pueden salir los vagones ... Ahora tenemos 3 o 4 piezas [vagones, locomotoras] que hemos bloqueado, pero continuamos haciendo otras piezas. Ahora si no se libera el ferrocarril de la Cumana, no se hasta donde llegaremos ... [hasta cuando podremos resistir con las bodegas llenas] [p. 41].
Hago mías aquí para comentar esta relación entre Gino y la empresa en la que trabajó toda la vida, las inteligentes consideraciones de R. Palladino, que reporto integralmente: «¿Es posible que un obrero como él, que conoce demasiado bien la lucha de clase, pueda confundir entre nosotros obreros y nosotros fábrica, olvidando que no sólo la fábrica no son los obreros, sino también que no es de los obreros? Más probable parece, teniendo presente el orgullo con que se habla de toda la estructura productiva C'teníamos un sistema de impresión arriba, que casi no se encontraba en toda Italia") que esta fábrica cuyas fortunas se comparten y de quien se es responsable en la conciencia que es fuente de bienestar ("una vez terminada la fábrica en Pozzuoli, la economía de la ciudad estaba también en el suelo"), es una entidad no extraña, no enemiga sino un bien colectivo por el cual luchar. Se podría afirmar la existencia para Gino de una relación no negativa con las máquinas, los instrumentos de su trabajo en nombre de un principio práctico y crudo que podría sonar, así: mejor obreros que muertos de hambre. Salvo 173
después, se entiende, hacer valer en cada ocasión sus propios derechos... » (Palladino, 1987.74). La identificación compleja entre narrador, clase obrera y fábrica resulta confirmada y contraria por el uso que él hace del pronombre «ellos». En la narración autobiográfica de Gino, «ellos» sirve para designar dos categorías de personas. La primera comprende todos aquellos que se contraponen a «nosotros»: patrones y patronato obviamente; pero también los poderes políticos y administrativos en expresiones como: [...] los establecimientos los querían llevar al interior... dicen que están construyendo las casas en Monteruscellc... todavía hoy deben pagar los propietarios... [p. 16].
Más sorprendente y en cierto sentido más significativo es el uso de «ellos» para indicar a los habitantes del Banio Terra, parientes, vecinos y conocidos. Está claro que, aún estando ligado por un profundo afecto al recuerdo de esas personas, por una profunda nostalgia hacia los lugares de su infancia, Gino rechaza identificarse con «ellos». Gente normal, gente genuina, gente que vivía al día pero era todo corazón, tenía toda una tradición..., eran personas que se ayudaban entre ellos. Uno se asomaba a la ventana, hablaba aquí y allá, porque estaban apretados, había gente que dormía en casas que realmente no se podía vivir, pero, debemos decir, que
aquella gente era feliz [pp. 8-9]. El obrero moderno, emancipado, sindicalízado, en la lucha por la defensa de sus derechos. no puede identificarse con el lumpenproletariat: y no escapa, por la forma en que habla de ello, a la sospecha de ser patemalista. También la identidad de Pietro se construye antes que nada y principalmente con base en su trabajo; como Gino no le hace al obrero sino que es obrero, así Pietro no le hace al carpintero, sino que es carpintero, mejor dicho, según su expresión, «carpintero puro», un carpintero «auténtico». Pero mientras el proceso de identificación de Gino pasando a través de la competencia del oficio y la común responsabilidad de las estructuras productivas, llega a la identificación con el gran sujeto colectivo, la 174
clase obrera, adquiriendo así significados sindicales, políticos, históricos en el interior de los cuales el destino individual encuentra colocación y definición, el reconido de Pietro es totalmente diverso. El referente de su identidad y la meta de su identificación no es un sujeto económico y político de naturaleza colectiva, sino más bien un modelo profesional individual, algo corno un tipo ideal, con valía no solo descriptiva, sino prescriptiva, respecto a la cual su autobiografía asume las características de un camino de acercamiento progresivo. Gino prefiere perder las características que hacen de él un obrero calificado" diverso y quizá más capaz que otros, para defender la competitividad de la empresa y, por lo tanto, de la ocupación: para defender en otras palabras, la fuerza y el poder contractual de la clase obrera. Al contrario para Pietro la competencia, la habilidad, el dominio de las técnicas y ese «saber de la mano» de cuya naturaleza no algorítmica él esta plenamente consciente, son el fundamento y la sustancia misma de su ser «un auténtico carpintero». [...] en nuestro oficio no es que te enseñen como en la escuela. Eh ... miras al abuelo, miras al papá, miras al maestro, mira esto, mira aquello y poco a poco comienzas a memorizar todo eso que miras para poderlo realizar después... [p. 201]; Y después en virtud de la posibilidad que uno tiene de recordar las cosas o en virtud de la propia invención, digámoslo también, se pueden realizar unos trabajos [p. 232].
Esto es lo que le consigue la estima de los colegas, la fidelidad de los clientes y -como sucede en diversos episodios que él evoca con cierta insistente autocomplacencia- el respeto de aquéllos que al inicio, engañados por el traje que usa y por su aspecto simple, lo devaluaban; pero que viéndolo trabajar, constatando su capacidad y la habilidad con que domina el proceso técnico y la belleza de los trabajos acabados, debían cambiar su opinión y reconocerle la calificación de (maestro». Sólo en su oficina, sino lazos fuertes con ningún grupo o categoría, también Pietro conoció las humillaciones y el darse ánimo. Pero lo que para Gino es un producto del boom del 68, asume para Pietro la forma canónica del siguiente episodio:
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Un día viene un señor aquí al taller y queda cortar un pedazo de madera con la máquina, y yo le dije: Por favor, pase usted... Pero lo primero que me preguntó fue por el titular... y yo le dije: Soy yo. Éste lo primero que hace es mirarme de pies a cabeza... y me escudriña una primera vez. Comenzamos a trabajar, y dice: Yo con esta tabla debería hacer unos cortes, para construir el timón de un barco. Digo: Está bien, hágame un trazo de ese timón ¿Tiene un dibujo?... ¿Tiene una medida?... y después se lo corto y él dice. Está bien, entonces ¡dame el metro! Por favor, digo yo. Y dame también el lápiz. Por favor, digo. Se apoya en el banco, hace el trazo y después dice: He aquí, puedes cortar... Yo miré este pedazo, lo vi un poco y pensé: Pero mira un poco éste: primero entra aquí adentro y busca al titular; ahora me dice dame esto, dame aquello, puedes cortar... Aquel corte me parecía un poco extraño, y digo: Pero ¿usted está seguro de esta medida?, porque cortar yo lo hago rápido. Y él: Sí, sí corta, corta. Yo lo acomodé en la máquina, y \íll111111l11 Il ... corté y le dí el pedazo en la mano. El lo miró, y dijo: Dame el metro. Lo mide, y era diez centímetros más pequeño... y, ¿qué hace? Arroja el metro al suelo, buum, y: ¿cómo pude equivocarme en la medida? Precisamente -yo le dije- no todos los males vienen para dañar, porque siendo el timón todo de una pieza es más fácil que se deforme en cuanto lo meta al agua... Ahora, del pedazo que cortamos nosotros mismos vamos a hacer un pedazo para encajarlo con otro, en el costado, de modo que pueda aguantar la deformación de la madera. Pero esto dicho un poco ásperamente, hablándole de tú como él lo hizo conmigo y tratándolo precisamente como a un muchacho de taller... Cuando éste se vio tratado en esa forma, dijo: ¿Qué tipo de trabajo hacen aquí adentro? Ya
Sin embargo, como observa G. Gaeta, el carpintero Pietro tiene un punto de fuerza que se opone a lo que del mundo le es hostil, humillante y hasta amenazador: «.. .la gratificación personal, presentada casi idealistamente, con tintes sugestivos propios del aura quijotesca de que el entrevistado se rodea. Él es el último o uno de los últimos de una gloriosa estirpe de artesanos, aquel que aún habiendo adquirido conocimiento y familiaridad con los nuevos métodos y las nuevas reglas de la producción conserva, en su trastienda, en un cuartucho que desarrolla un papel a mitad entre museo privado y tabernáculo, los vestigios antiguos del trabajo, instrumentos que sólo manos expertas y competentes como las suyas pueden reanimar, restituyéndoles la originaria capacidad creativa... Frente a los problemas del vivir cotidiano, a la dificultad de encontrar sentido para sus acciones fuera del ámbito restringido de la oficina, la ejecución representa "otro" momento, un momento en que las contradicciones aparecen temporalmente superadas. Tal propiedad del acto constructivo resulta directamente proporcional a la calidad del manufacturado, calidad que se mide ya sea en función del nivel técnico incorporado en el producto, como en el grado de creatividad consentida por el comprador y desarrollada por el artesano» (Gaeta, 1990: 178-180).
usando el usted [en realidad el ustedes (N. del T.)] Yno más el tú.
En la historia de la vida de Pietro aparecen pocas fechas, que no son sucesivas como en una cronología formal, sino que siguen la marcha de la narración. La primera es la fecha de su nacimiento (1936), la segunda son sus doce años (el año correspondiente, 1948, no es mencionado), edad en la que comenzó a asistir como aprendiz al taller del padre y del abuelo carpinteros, mientras al mismo tiempo estudiaba; sigue 1970, año en que alquila el local donde actualmente todavía se ubica su taller y empieza a trabajar por cuenta propia; después recuerda los años de 1963 y 1969, inicio y fin del periodo durante el cual él trabajó "a sueldo», es decir, que trabajaba como obrero en una carpintería: varias veces se repite la expresión ('ya van diecinueve años», a propósito de su condición profesional actual de artesano independiente, y de las responsabilidades, honorarios,
Digo: Aquí hacemos trabajos de carpintería... todo lo que es en madera nosotros lo hacemos. Dice:No, polque yo soy ingeniero, tengo una empresa de construcción... ¡Este cabrón! Y tú por esto me dijiste: dame el metro y dame el lápiz, sólo polque eres ingeniero y ahora ¿por qué me hablas de usted? En síntesis al fmal, moraleja del mento, con ese señor, al final nos hicimos amigos...[pp. 279-281].
La experiencia se condensa y se sintetiza en la siguiente constatación sentenciosa: Entonces el traje hace al monje... Muchas veces uno deberla salir con la ropa de trabajo... ¿Pero todos aquellos que lo usan, tienen la posibilidad de salir con esta ropa de trabajo? [p. 282].
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Las cronologías
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satisfacciones, ganancias, etc. que ha recabado de ello. Otras referencias temporales son más genéricas: «en ese tiempo cuando inicié... [a trabajar por mi cuenta]»: «Después llegó el NA .. », «al inicio vino un inspector... », Muy genéricas son las referencias temporales que Pietro utiliza para describir y valorar los cambios que se han dado en su trabajo: «Hace cincuenta o cien años», «En los años cincuenta, o sesenta... »; « ... estamos en el siglo xx...»; Esto es todo. Las pocas fechas de su vida que Pietro reevocó registran una sola anticipación respecto a la cronología real, 1970, año del «trabajar por su cuenta», es mencionado antes de que se dijera qué había hecho el narrador en los años anteriores. Gino inaugura su propia cronología en 1940, fecha de su admisión en la fábrica, sigue después la fecha de nacimiento, indicada indirectamente a través de la precisión de que cuando entró a la fábrica tema quince años. Tres fechas siguen después: 1943, la fábrica es destruida por el ejército alemán; en 1945, las actividades productivas son retomadas en una sede provisional y se trabaja bajo pedido de los ejércitos aliados; en 1946, está el regreso a la sede de la fábrica en Pozzuoli: la sede ha sido reestablecida, la empresa ha cambiado de nombre. Sin solución de continuidad en la narración se llega a 1958, y al bienio 19581960, caracterizado por la reducción de la actividad de la fábrica, los despidos o transferencias de los obreros a otras sedes y una gran movilización de la mano de obra, con huelgas, impugnaciones, enfrentamientos en la calle, que al final consiguen que la empresa sea nuevamente transformada y garantice la ocupación para los habitantes de Pozzuoli. A partir de ese momento la historia laboral cede el lugar a la situación personal y familiar y dos fechas marcan este ámbito: 1970, año del bradisismo y del hundimiento del Barrio Terra, y 1977, año de la asignación de las viviendas en Toiano. Pero casi de inmediato se regresa al tema del trabajo: los años cincuenta con las durísimas condiciones de trabajo y después en el sesenta y ocho, el año de la explosión que cambió todas las cosas: el «boom del sesenta y ocho... esto ustedes lo saben... pero antes estabamos muy... oprimidos». Como nota justamente Palladino «[1968] es para él una fecha que conscientemente vive como un momento de ruptura profunda respecto al pasado» (Palladino, 1987: 55). Hay todavía 178
en la entrevista una alusión a una fecha de los años treinta no indicada {«...cuando tenía ocho años... »); luego la narración se coloca en el pasado muy próximo (los efectos del bradisismo sobre la vida en la fábrica y su ciclo productivo) o en el presente y los cambios que provocó respecto al pasado. Así como es más rica en la articulación de los bloques temáticos, así la historia de Gino respecto a la de Pietro se presenta más rica en fechas, referencias temporales precisas; y también más marcada por inversiones y anticipaciones que permiten tornar, en cierta medida, los recorridos de la memoria. Hay d03elementos en común, pero diversamente articulados: también para Gino la mayor parte de las fechas significativas están ligadas a su vida laboral, pero al contrario que Pietro, ninguna fecha, ni siquiera la de su ingreso al trabajo se refiere a un acontecimiento estrictamente personal que lo ha involucrado a él solamente. Son todas fechas, por decirlo así, colectivas: el colectivo protagonista del evento puede ser «los jovencitos y las mujeres» que, estando los hombres en el frente, en los años cuarenta eran contratados por la fábrica; o las cuadrillas de la fábrica, o la clase obrera de Pozzuoli o napolitana, o, como en el sesenta y ocho, toda la clase obrera italiana estaba en lucha por mejores condiciones de vida y de trabajo; el contraste con el rígido individualismo autobiográfico de Pietro es de lo más fuerte. Otra diferencia notable: no pocas de las fechas que marcan la existencia de Gino, coinciden con fechas que figurarían sin duda en un texto de historia local, nacional o mejor dicho, mundial, de los años cuarenta y sesenta y ocho. Gino es del todo consciente, no sólo de esta coincidencia, sino del hecho que se da justo porque el curso de su personal existencia está estrechamente enlazada con sucesos históricos. En cambio, las fechas que Pietro evoca marcan todas hechos privados; y la eventual coincidencia con fechas históricas, como ejemplo el año de 1969, no suscita en el narrador ninguna reflexión de orden general. Ausente en ambas biografías, está el calendario de los afectos, las fechas privadas familiares, ya sea las más ortodoxas (matrimonio, nacimiento de los hijos, etapas de la vida de los hijos, etc.), ya sea otras eventualmente más ligadas a especiales acontecimientos de las biografías individuales. El acontecimiento debe tener las características de la catástrofe natural, 179
como e! bradisismo, y conllevar la pérdida de la casa, para que Gino le dé espacio en su historia. Obviamente, no es que nuestros dos protagonistas no tengan una historia privada, es que ambos no consideran que deben hablar sobre ello. A la luz de este dato, habrá que valorar las excepciones que lo contradicen; el largo tratamiento de la historia de Tatonn'a fumara en la historia de Gino y las confidencias sobre su familia hechas por ambos fuera de la entrevista.
La identidad y el valor del tiempo
Sobre la base del análisis hasta aquí llevado a cabo, se pueden asumir como aclarados dos puntos: para ambos protagonistas de las autobiografías orales que estamos examinando, existe un nexo muy fuerte entre el trabajo que hacen y la identidad que de ellos mismos se han construido, o mejor dicho, la identificación con el pape! profesional es la base sólida y consistente de su identidad. Correlativamente e inversamente, los contenidos de la identidad personal parecen variar según varia e! pape! profesional. Para Gino la identidad se consolida y se define en la solidaridad, más bien en la coincidencia del destino individual con el colectivo; para Pietro en la persecución constante y tenaz de un destino de excelencia individual. Pero el análisis puede avanzar un poco más, a partir de una inteligente hipótesis que G. Angioni propuso haciendo referencia a de Martina (Angioni, 1986), y que también G. Gaeta retoma. Existe en el trabajo de estos dos hombres, o mejor dicho en su modo de concebirlo, un elemento trascendental. Para ambos, aunque sí en forma diversa, el trabajo no es sólo respuesta a necesidades primarias, de supervivencia; no es sólo fundamento de la identidad, entendida como rol y estatus, como colocación en una estructura social. Para ambos el trabajo funda un ethos, porque se pone como terreno e instrumento para «ir más allá» de una condición de vida no escogida sino asignada por el caso o por el destino; el trabajo es lo que permite estar en el mundo como productores conscientes de un pequeño «demás), de un pequeño «otro» que, en pequeña parte, cambiará el mundo, dejará su rastro. Es a partir de su condición de obrero 180
que Gino experimentó el paso de «oprimidos» hacia «ampliados», Es a partir de su condición de experto artesano que Pietro experimentó e! paso de humillado a respetado. El trabajo, entonces, no da solo de comer, a través de la fuerza y a través de la retribución permite conseguir la dignidad. El carácter proyectual y, por lo tanto, ético de la conciencia obrera, es tema demasiado conocido para que sea necesario abundar en ello. Tal vez viene al caso remarcar, en la autobiografía oral de Gino, el reproponerse espontáneo e inmediato de esta dimensión, con una coincidencia que no necesita de mediaciones entre sujeto individual y sujeto colectivo, entre macro escala y microescala, entre conciencia madurada en la práctica y síntesis teóricas elaboradas en otro lugar y desde arríba. Se puede observar, entre paréntesis, que aún un documento modesto, periférico y tardío como esta autobiografía oral, contribuye a demostrar que la clase obrera ha sido no sólo una clase social, sino un sujeto colectivo en el sentido más pertinente del término. Pero la historia de Gino atestigua también otra dimensión, otro proceso. Está presente en su historia al menos una individualidad fuerte, un individuo excepcional, al que él mismo se relaciona como individuo, mejor dicho, como un niño confiado y lleno de admiración: Tatonn'a fumara, e! guappo, el jefe mafioso de Pozzuoli. Tatonno es un prepotente, un explotador, un macho, un homicida y Gino no lo esconde para nada. Pero, en la visión de Gino, Tatonno es un delincuente especial: Éste dirigía Pozzuoli... era todo diverso entonces, los hechos que te narré... Era más una protección y después eran hombres rectos que tenían el valor también de enfrentarse abiertamente si había un asunto espinoso. Entonces no era como hoy que, por ejemplo, uno va a esconderse detrás de una puerta, te dispara, te mata y se acabó. No, ellos iban personalmente. Sucedía que cualquier habitante de Pozzuoli iba a alguna aldea y le quitaban [robaban] el pescado [que iba a vender]; venía aquí, a que mi tío interviniera. Iba allá con el carruaje y el caballo... iba con el otro jefe de aquella aldea y le decía: Este pobre chamaco viene a buscar el dinero [a recoger el dinero que le tocaba por el pescado que le fue robado]. Entonces el jefe de allá dccía: ¿Conoces quién te quitó el pescado? Y le regresaban el dinero y hasta le daban un poco más... se hacían siempre obras buenas... Estaban ellos en medio, y acomodaban las cosas, a veces se sacrificaban tam-
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bién para dar a entender que habían dado satisfacción a la gente En esos tiempos uno quería ser más fuerte que el otro. Quería mandar, pero no como se hace hoy de hacerlos a un lado: había respeto; antes un hombre de esos era capaz de ir de una ciudad a otra, él tomaba el riesgo, mientras que hoyes diferente. Si debo decir una palabra a alguien a mí me da miedo, eso que me puedan disparar desde su carro.
Otro episodio es para Gino digno de ser recordado como ejemplar: el equipo de fútbol de Pozzuoli debía recibir al glorioso equipo del Genoa pero los dirigentes de Pozzuoli no tenían en casa dinero suficiente para pagar los gastos de la invitación y de hospedaje. Se reunieron todos los mafiosos de Pozzuoll. a la gente se le hizo ir al estadio para hacer el cobro de ingreso, para no hacer el ridículo con los de allá. No lo hacían por ellos mismos como se hace hoy. Se jugó el partido, dieron una buena impresión, hicieron fiesta, pero cada uno pagó su boleto, lo hacían también por el honor de la ciudad, no se hacía como se hace hoy, que yo me robo una cosa, me la guardo en la bolsa y me voy [pp. 67-68].
No nos sorprende la idealización del mafioso tradicional en una suerte de Robín Hood de Pozzuoli. El héroe orgulloso y valiente, generoso con los pobres y despiadado con los prepotentes, ecuánime e invencible, es un símbolo, es decir, es una imagen de valores (Tulio Altán, 1992) en el sentido más pleno del término; no es por casualidad que regresa, declinada en las formas más diversas, en las representaciones colectivas de las sociedades marcadas por fuertes desigualdades, pero también por un potencial de cambio. Lo que sí sorprende es que la fascinación de un proyecto de rescate tan prepolítico pueda influenciar a un hombre politizado y sindicalizado, un obrero moderno como Gino. A esta cuestión R. Palladino propone una respuesta fundada en el análisis del contexto. Ella sugiere tener en cuenta la particularidad histórica de la clase obrera metropolitana y la del sur de Italia en general. «[...] En Gino, este tipo de actitud está netamente consciente al tipo de tradición cultural que heredó. De hecho aun madurando hasta la más moderna conciencia de clase, el espíritu de
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revolución típicamente meridional se ha conservado. Ser compañero, "verdadero compañero" para él quiere decir tener valor de sobra (también para afrontar los golpes de la policía en la calle), ser fuerte, leal, tener iniciativa, caracterizarse por una carga de generosidad que se expresa en la solidaridad con los demás ("uno no combate por sí mismo, siempre es por los que vienen después"). ¿Pero no son éstos los valores de la antigua hampa? La diferencia básica es que el honor y el prestigio ya no son categorías ligadas a un sujeto individual, sino colectivo. Gino ha realizado una verdadera transferencia de los caracteres del jefe tradicional de antaño a la clase obrera de Pozzuoli ("Nosotros somos famosos en Pozzuoli por las luchas"; "Pozzuoli tiene una historia"; "Cuando se decía Pozzuoli se temblaba"). [...] La clase obrera hija del pueblo (como hijo del pueblo era Tatonno) se rescata a sí misma de su condición de subalternidad por la fuerza que le viene de la valentía. El jefe tiene obligaciones ligadas a su prestigio: así la clase obrera es obligada a amparar a todos aquellos (desocupados, obreros, subempleados, explotados) que no tienen a su disposición la misma fuerza y que al contrario que de la clase obrera, no pueden provocar el temor y el respeto que vienen de la fuerza. »En las narraciones de las manifestaciones imponentes, en el orgullo que Gino demuestra al describirlas, se manifiesta el terror que esta muchedumbre incontenible, este torrente humano, debía imponer. Y del terror viene el respeto; el verdadero jefe no recurre a la violencia, no la ama, a él solo le bastan las amenazas. »La clase obrera no recurre a la violencia, se limita a marchar en las calles y a ocupar los lugares del poder, cuando quiere alguna cosa: también se hace respetar sólo con la amenaza» (Palladino, 1987: 234-235). La identificación entre los valores de la mafia «buena» y aquellos de la clase obrera aparecen del todo plausibles, como señala Palladíno, si se tiene presente la peculiaridad de la experiencia obrera en el sur de Italia. Aún siendo cuantitativamente minoritaria, no sólo respecto a todo el contexto social sino también respecto al conjunto de la población activa la clase obrera del sur había tenido, por muchos decenios, el papel de polo de agregación ideal y político de todos los segmentos del proletariado: era el trámite que unía ideal y políticamente a la masa de 183
los desheredados del sur (subocupados, desocupados, precariamente ocupados, etc.) con el mítico norte (de Italia y Europa), en donde el trabajo era seguro, el sueldo era bueno, los «derechos» eran respetados. El ser minoría y, al mismo tiempo, la responsabilidad de representación permiten aclarar las raíces sociales de la autorrepresentación en términos heroicos que la clase obrera del sur da de sí misma en un personaje como Gino: pero lo que es importante señalar es que el heroísmo como él lo entiende no se basa en beaux gestes individuales; el heroísmo que cuenta es el que se despliega como lucha obrera para crear un mundo más justo. Más secreta o al menos más implícita es la tensión a «ir más allá» en la historia de Pietro; pero no menos fuerte e inintenumpida. La señalan claramente las dos dimensiones dentro de las cuales él organiza su historia; ante todo es el heredero de una tradición de diversas generaciones de maestros artesanos: su padre y su tío; y antes de ellos el abuelo y el bisabuelo. Él es, por lo tanto, el heredero de una herencia y el fiador de una continuidad; fiador de un saber que no debe ser disperso, que debe de ser custodiado e incrementado, él representa un puente entre pasado y futuro. En efecto (y es éste el otro esquema dentro del cual su narración se organiza) él debió prepararse poco a poco para esta tarea, a través de un largo aprendizaje («] ...] a los doce años comencé a practicar un poco en el taller del abuelo, ayudándolo en las diversas fases»), y también resistiendo si no precisamente a tentaciones, ciertamente a dudas y a distracciones (e]...] tenía yo dieciséis o diecisiete años y ¡beh! digamos casi hasta los treinta estaba la pregunta ¿hago esto o hago aquello? ¿carpintero o que...? ¿Me pongo a trabajar por mi cuenta o trabajo bajo la dirección del maestro?») y finalmente eligiendo «trabajar por su cuenta», con lo que entra en la plenitud del papel, asumiendo las cargas y las responsabilidades ligadas a ello.
cio. Pietro construye su autobiografía como una novela de formación, un reconido orientado por un telos. Por lo demás, todo su trabajo él lo vive como un ir más allá, un superarse, superando vínculos y dificultades. Es un oficio auténtico porque si no eres un carpintero verdadero, el carpintero no lo sabes hacer... lo debes aprender desde pequeño para poderlo ejecutar con armonía: porque también en la realización de una simple pieza, hay tanta dificultad en realízarla según la regla del arte... Elección de la materia prima ; tipo de elaboración...; tipo de ensamblaje...; tipo de acabado ; lucidez, puesta a prueba, transporte, presupuesto..., complacer al cliente (pausa): no todos los oficios tienen esta característica... Es un trabajo puro porque no puedes ser carpintero sino eres un
carpintero [p. 239].
Después al final surgió esta idea de poner un taller propio. Y ahora después de diecinueve años... esto es y aún permanece. Si debiera ser jefe, lo haría igualmente [p. 238].
Para nuestros protagonistas, entonces, el trabajo es el fundamento de un ethos. Cada uno a su manera, según un recorrido propio, ambos protagonistas narran su pasado como una historia de realizaciones, conquistas, rescate: como historia de vidas vividas según valores. . . Pero, semejantes una vez más, ambos no creen en la pOSIbIlidad de que todo lo que ellos han creado se perpetúe en el futuro y hablan del presente en términos llenos de melancolía. .Por qué? Ambos describen el presente como una situación en la cual se rompió o está a punto de romperse la continuidad con el pasado; no puede entonces haber ni siquiera un futuro: ya no hay un «más allá» hacia donde mirar, no hay un futuro para los trabajadores que ellos han sido y siguen siendo. De ello Gino habla en pocas páginas muy secas en el tono, casi reservadas en donde regresa una entrometida y fatigosa primera persona singular. No es la crisis de la industria ~e~a lúrgica lo que le preocupa, no piensa en despidos o en SUbSIdIOS de desempleo. El tema de este discurso quisquilloso y reticente son el partido y el sindicato. El hombre que había dicho «No se combate por sí mismo, sino por quien viene después», constata ahora que:
Su tarea y su meta consisten de ahora en adelante en garantizar la continuidad y en conservar y mejorar la calidad del ofi-
Hoyes diferente, hoy me parece que ya no hay esta participación, entonces se sentía porque luchaban toda la vida, la miseria
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estaba en todas partes y después se veían cosas que la gente se asombraba... Hoy es difcrente.; Entonces la huelga bloqueaba todas las cosas, mientras hoy no ... Pero ¿qué quieren? ¿Acaso el partido socialista de entonces es como el de hoy? El partido socialista de entonces tenía un solo lenguaje, socialista no era lo
mismo de hoy [pp. 73-76]' ¿Aguanta Gino la crisis de su horizonte, y encuentra todavía una dimensión de valor? ¿O ya vive sólo de recuerdos? No, no sólo de recuerdos. Él tuvo la capacidad de reconstruirse, a partir de los recuerdos y de la herencia moral que estos le entregaron, un nuevo papel. Del cual no sabíamos nada si R. Palladino no hubiese sabido conquistarse la confianza de las mujeres de la familia de Gino. Con el pasar de los años Gino se ha vuelto un padre muy severo con las tres hijas, a las cuales impone horarios rígidos, prohíbe salidas y visitas y no escatima bofetadas, si es necesario. ¿Autoritarismo machista? ¿Recompensa por las desilusiones que encontró en la lucha político sindical? Es también posible. Pero una observación de su esposa sugirió una explicación más sutil y quizá más convincente. [...] el hecho es que ésta [de Gino] es una familia ... no es que fuera acomodada, al contrario, ha sido una familia muy bien llevada en Pozzuoli en cuanto a honestidad, en cuanto a... gente de renombre... Y a él, quién lo conoce; ojalá no suceda jamás, que tenga que aguantar una falta [en la honorabilidad de sus hijas], seria una vergüenza tal! Se sentiría mal... ¿Cómo? ¿Mi nombre ya no vale nada?... No me se explicar, pero yo lo entendí [p. 135].
Gino no vive sólo de recuerdos, él se ha construido un rol de testigo, casi de monumento viviente de la historia de esos valores colectivos de los que se ha sentido integral, para poderlos vivir todavía como actuales y presentes, hasta que presente y combativo sean lo mismo. La clase obrera de las grandes luchas, de las huelgas victoriosas, de los épicos encuentros en la plaza, del rescate y la justicia, no desaparecen del todo. Singular metonimia. Gino será la prueba viviente de su existencia. Los recursos psicológicos y las confirmaciones empíricas, a quien anclar este nuevo rol que se ha señalado, Gino las busca en la vida privada, en la relación con la esposa y las hijas, cuyo 186
comportamiento se volvió a sus ojos potencial amenaza o potencial soporte del honor, no sólo y no tanto de Gino como indívíduo, sino de Gino como representante, parte de un todo, símbolo y testimonio de la «honestidad». Indudable, que el honor de las mujeres sea un instituto cultural que sirve a los hombres para medir unos a otros su propia fuerza, es cosa desde hace tiempo reconocida. Pero la singular mezcla del tradicional sentimiento del honor y de conciencia de clase que se transparenta en la biografía de Gino, es algo, más que un ejemplo de supervivencia; es un caso de hibridación (García Canclini, 1989). También Pietro, aún más joven que Gino y no complicado como él, en una crisis general que afecta tanto a las estructuras productivas como al horizonte ideológico al que él pertenece, habla del futuro en términos negativos no fiables. Pero también él elaboró su luto. Por primera vez, en su narración, una cuestión es sometida en términos colectivos y estructurales; aunque si a él personalmente el trabajo no le ha faltado jamás y no le falta, él nos explica que la artesanía, está destinada a desaparecer...: ¿Cuál es el futuro de este taller? El futuro de este taller es... aunque lo digo con pesar es esto. Frente a mi taller está un frutero, que callejea como chamarilero, va recogiendo Fierros viejos... cuando no logro trabajar más le cedo esto a cambio de una cesta de manzanas (larga pausa)... y ésta es la realidad de los hechos
[p. 220]. También a él el trabajo no le ha faltado nunca y no le falta ...: No ha habido tanto como para poderlo rechazar, pero poco a poco, el trabajo no ha faltado jamás [p. 274].
También en su caso, la confianza que G. Gaeta ha sabido ganarse nos provee de informaciones que permiten analizar el pesimismo de Pietro con más profundidad. Sabemos ya que en el interior de su familia, en su misma casa, el hilo de la continuidad se ha despedazado. Antes de las condiciones del mercado, de la invasión de la producción en serie, del aumento de los costos, factores de baja a los que él se refiere muchas veces, es el defecto de la vista de su hijo el que ha impedido a Pietro transmitir a la nueva generación su herencia de sabiduría, de 187
habilidad, de creatividad, de especialidad. Pero no es en estos términos en los que Pietro narra su dolor. Por primera vez este individualista, este protagonista y artífice del propio destino. explica la propia historia en términos de fuerzas externas que lo condicionan: las tecnologías, el mercado, la producción en serie. Pero también en su caso, más allá de la humana compasión, esto que golpea a la antropóloga es la complejidad cultural del cuadro. Si Gino no fallando en su tarea de padre vigilante, no siente más que como desastre su historia de obrero y de compañero, Pietro, para no darse cuenta de su propio desastre como padre. como continuador y fiador de una tradición, retraduce una sucesión que hasta ahora ha narrado como historia individual y familiar, en los términos de la crisis y de la desaparición de todo el sector productivo al cual pertenece. El colectivista se define como individuo especial al que es confiada una misión; el individualista quiere perderse y desaparecer en un destino colectivo. También así es compleja la complejidad.
CAPITULO DÉCIMO
LA HINCHADA Y LA CIUDAD VIRTUAL*
En este escrito me propongo demostrar -reflexionando sobre materiales producidos en el curso de algunas investigaciones de campo- cómo el tifo [hinchada] constituye hoy en día uno de los puntos de vista (Bourdieu, 1992) a partir del cual algunos sujetos sociales miran la ciudad; y, por lo tanto, un punto de vista desde el cual también para el antropólogo puede resultar provechoso mirarla.' Expondré los materiales de investigación organizándolos por episodios que pueden sugerir, a modo de ejemplos, las coordenadas del discurso que pretendo desarrollar. En 1970, la final del campeonato mundial de futbol se jugó en México, D.F. Brasil, el equipo de Pelé, el jugador más grande del mundo, ganó la final derrotando a un también muy fuerte * La investigación acerca de la hinchada napolitana fue dirigida entre 1986-1988 con la ayuda de Rosanna Romano, Ornella Calderero y otros estudiantes del seminario de tesis en Sociología de la Universidad de Nápoles «Federico H». Una parte de los materiales utilizados han sido analizados desde una perspectiva diferente, en una relación presentada en el XlII Intematíonal Congress of Anthmpologica1 and Ethnologlcal Sciences, México, D.F. 29-VlI al4-VlII de 1993, Sesión 54: cultura popular, cultura de masa (espacio para las entidades). El texto integral como está reproducido aquí ha sido publicado bajo el título e'Ierritoíres: les tiiosí, l'équipe et la cité», en Ethnologie froncaise. Italia, regards d'anthropologuesitaliens, 1994, XXV, 3, pp. 615-628. 1. Respecto a toda la información de la hinchada de Népoles estoy en deuda con Rosanna Romano (Romano, 1991) y Omella Calderaro (Calderero. 1992) a quienes agradezco profundamente su colaboración.
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equipo italiano. Pocos días antes, siempre en la Ciudad de México, Italia había jugado contra Alemania un «durísimo y exaltante» (como escribieron los diarios) partido de semifinales ganando cuatro a tres en los penalties, después de que también los tiempos extras habían terminado con un empate. Wemer, ciudadano alemán de 35 años, empleado como chófer de una gran empresa de transporte para turistas entre Alemania e Italia, vio el partido semifinal del Mundial por televisión, sentado en la sala de su casa, en la ciudad de Colonia. Su colega y amigo Ciro, empleado de l~ misma empresa pero italiano de nacimiento y de nacionalidad, a la misma hora vio el partido sentado en su casa, ubicada en la periferia de Nápoles. Los dos quedaron enlazados por teléfono durante los noventa minutos del partido: Wemer pagó los gastos telefónicos del primer tiempo, Ciro del segundo tiempo y, durante todo el encuentro, se concedieron el enorrue placer no sólo de ver un encuentro de fútbol magnificamente jugado; no sólo se dieron el gusto de echar porras a la selección de su respectivo país; sino también de enfrentarse permanentemente con el amigo-enemigo, en una especie de encuentro cercano de ... algún tipo. El propio Wemer me contó la historia cuando lo conocí dos o tres años después y aunque haya transcunido un cuarto de siglo, es un episodio que no he olvidado. Me puso frente, «en el comportamiento de seres totales», a algunos hechos sociales característicos de la sociedad contemporánea occidental. Antes que nada el elevado nivel de los consumos, pero sobretodo el alto grado de incorporación de las tecnologías avanzadas en los consumos y en el loisir, por lo menos, de algunos segmentos de la clase obrera europea. El segundo hecho significativo es la completa desterritorializacíón y la total mediatización de la interacción entre Werner y Ciro. Dos decenios antes de que en Europa se generalizara la comunicación a distancia en tiempo real y se difundiera la idea misma de la televisión interactiva, los dos habían organizado por su propia cuenta un sistema artesanal pero efícientísímo. Finalmente vale la pena subrayar cómo esta interacción destenitorializada entre dos sujetos se da sobre la base de su preliminar y compartida identificación con el símbolo por excelencia de la colectividad ligada a un tenitorio: la nación. Por otra parte, la nacionalidad es el criterio de inclusión-exclusión sobre cuya base se organiza el evento, el mundial 190
de fútbol, en el cual Wemer y Ciro participaban a través de los medios; pero la nacionalidad es también el valor que fundamenta la conducta preestablecida para participar en ese mismo evento: hay que defender hasta las últimas consecuencias el honor de la nación, hay que luchar para llevar a la victoria a nuestro país. Esta conducta es obligatoria para los equipos que están en el campo; pero la obligatoriedad valía también para Werner y Circo Su interminable llamada telefónica tenía sentido en la medida en que era un encuentro «eufemizado- (Chartrier, 1987) pera al fin y al cabo se trataba siempre de un choque entre adversarios irreducibles. La fascinación especial de aquel partido, la razón por la que Italia-Alemania 1970 ha quedado en la memoria de los aficionados, es el hecho que escenificó el encuentro fina!. Que fuera el último gol en vez de la última sangre, na le restó mucha importancia a su eficacia simbólica. En 1987, un domingo de mayo a las 14:30 horas, el equipo de Nápoles iba a disputar el partido ganando el cual se coronaria campeón nacional italiano por primera vez desde 1926, año en el que fue fundado el Club de Fútbol Nápoles. Aquel día, después de una mañana transcunida en el escritorio, alrededor de las 3 de la tarde, sin saberlo, salí a dar un paseo. El día era bellísimo, la primavera mediterránea resplandecía en todo su fulgor. Caminé algunos minutos sumergida en mis pensamientos antes de darme cuenta que el mundo había cambiado. Nápoles, la ciudad más ruidosa, populosa y caótica de Europa estaba desierta. Debajo del cielo azul, las calles estaban completamente vacías y el silencio era total. Pero curiosamente todo aquello na presagiaba nada siniestro. Bajo el cielo primaveral reinaba en la ciudad una atmósfera de Adviento, de víspera de Navidad; una sensación de espera, de suspenso, de expectativa, confiada, trepidante y algo desconcertada. El primer estruendo que estalló por las ventanas abiertas duplicando la intensidad del estruendo que televisores y radios transmitían en directo desde las gradas del estadio, me iluminó: ¡Nápoles había narrado! En este segundo episodio la relación entre hinchada futbolística y tenitorio se conjuga de manera diferente al anterior. Los aficionados no aparecen en la escena como individuos, sino más bien como masa, una verdadera masa abierta, según la expresión de Canetti (Canetti, 1981). Todos al mismo tiempo hacen la misma cosa: la igualdad es total. Todos son espectado191
res. Como tales, es cierto, son diversos entre sí: los más afortunados están en el estadio; los menos afortunados, están sentados delante del televisor, pocos, los más desafortunados poseen solamente una radio. Pero ¿qué cuentan estas diferencias frente al hecho de que todos, todos son aficionados del Nápoles? ¿Y que no podrían por ninguna razón ser otra cosa? ¿Y que no quisieran, por ninguna razón, ser otra cosa? Tradicionalmente las masas ocupaban las plazas y las explanadas, desbordándose por las avenidas y las calles, invadiendo teatros, asaltando tribunales y parlamentos. Ésta no. Ésta es una masa extraña, la mayor parte de la cual, lejos de reunirse en un lugar público, se encuentra fragmentada en miles de lugares privados. Todos aquellos que la componen hacen lo mismo, todos saben lo que los demás están haciendo y por qué lo están haciendo: pero una parte consistente de ellos lo hace en su propia casa. Como se sabe, es la masa mediatizada. Si la consideramos desde el punto de vista de la ciudad, hay que subrayar que ningún evento, recurrencia o riesgo puede vaciar las calles como lo hace un partido de fútbol: pero es cierto también que ningún evento, real o mediático, puede atraer una masa numerosa, compacta, estable como lo son los espectadores de un gran partido de fútbol. En relación con el territorio existe, sin embargo, un elemento en común en los dos episodios que acabo de relatar. En el caso de Werner y Ciro estaban compitiendo dos países, en el caso del campeonato de fútbol estaban compitiendo dos ciudades. En los dos casos, en vez de ser el punto de referencia objetivo simbolizado por el equipo que lo representa, el ámbito territorial (nación, ciudad, estadio), ya no experimentado materialmente, se vuelve metáfora por medio de la cual se expresan relaciones y redes de relaciones, practicadas y practicables gracias al soporte de la comunicación a distancia. En síntesis: no es el equipo que está en lugar de la ciudad o de la nación; es la asignación a una ciudad o a una nación que da acceso a los individuos y a las masas para entrar en la red de la comunicación de los aficionados al fútbol. Es, para mí, un fenómeno que se puede acercar al señalado por Canclini para México, D.F.: el sentido de pertenencia de los habitantes de una metrópolis demasiado grande para que se pueda efectuar de ella una recognición exhaustiva, ya no se construye tomando corno punto de
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referencia lugares y recorridos sino participando en las redes no materiales de producción y consumo cultural. En los ejemplos que nos ofrece la afición futbolística, se diría que no es tanto la dimensión del ámbito territoríal a determinar su trasformación en metáfora, sino más bien la disponibilidad de los instrumentos de la telemática: podríamos decir que el medio, si no produce el mensaje, crea seguramente la relación. Pero el tenitorio se puede recuperar, dándole así vuelta a la situación. Es lo que aconteció en Nápoles aquel domingo de mayo al final del partido y con el campeonato ya ganado. Todo el mundo se lanzó a la calle para celebrar la fiesta del Scudetto, por el pequeño «escudo» tricolor que el equipo ganador del campeonato nacional tiene derecho a llevar en su camiseta durante toda la duración del campeonato sucesivo a la victoria. La Fiesta del Scudetto en Nápoles fue un evento memorable. Libros, películas, fotos (Ghirelli, 1987) documentan cómo la ciudad aprovechó al máximo su propia tradición teatral, espectacular y festiva (De Matteis, 1991) caracterizada por ese gusto por la ironía, la autoironía, la parodia, lo macabro, lo obsceno, la blasfemia, que según Bromberger son características distintivas de la afición napolitana (Bromberger, 1987, 1990). El territorio urbano fue elemento central constitutivo de la fiesta. Los valores simbólicas de los espacios urbanos fueron activados todos. Cortejos y procesiones que provenían de los barrios populares se adueñaron de las calles y de las plazas elegantes; los que vivían en las periferias ocuparon el centro; los peatones ocuparon los recorridos de los vehículos y los vehículos los de los peatones; las estatuas de los monumentos y las de las fuentes fueron pintadas y vestidas con uniformes de los jugadores, envueltas en banderas y estandartes; el uso diurno de los espacios fue ampliado a las horas nocturnas gracias a una iluminación especial y a los fuegos artificiales; se hizo en las calles lo que desde hacía mucho tiempo ya no se hacía: besarse, abrazarse, bailar, cantar, brindar, comer también con desconocidos y extraños. No faltaron ataúdes y carrozas fúnebres para celebrar el entierro de los equipos rivales seguido por las lloronas que escenificaron la parodia del lamento fúnebre ritual. Particularmente significativas fueron las comidas públicas (cualquier transeúnte podía sentarse a la mesa junto con los otros) servidas en dos zonas del centro histórico de Nápo]93
les, normalmente muy mal frecuentadas: El barrio de Forcella, notoriamente controlado por una temida familia de la camorra, y los llamados Barrios Españoles en los que se reúne la prostitución femenina y masculina. En cada barrio del centro y en muchísimos de la periferia se constituyeron comités que se dieron a la tarea de engalanar las calles con banderas, mantas y globos; alistaron carros alegóricos y desfiles de máscaras que recoman la ciudad de un extremo al otro; organizaron en pequeños escenarios improvisados en las calles sus puestas en escena dentro de la puesta en escena más grande. Entrando y saliendo de estos periormances colectivos, cada quien ofrecía su propia contribución al júbilo general: enmascarándose, enarbolando banderas y símbolos del equipo, decorando su propio coche, tocando localmente las bocinas: de cualquier manera ocupando las calles. Finalmente, se usaron ampliamente los muros de la ciudad para reproducir en gigantescos murales la efigie de Diego Armando Maradona capitán del Nápoles o del scudetto tricolor, pero sobre todo para expresar sus propios sentimientos en leyendas que con frecuencia el genio napolitano para los chistes transformaba en pequeñas obras maestras de humorismo. En una generalizada contraposición al orden establecido, y a despecho de la generalizada hermandad en el culto del equipo ganador, la fiesta expresó, y justamente en el uso de los espacios urbanos, también uno que otro aspecto de enfrentamiento clasista como el goce popular de colonias elegantes, la valorización de lugares degradados, el rechazo burlón de los lugares que celebran la historia oficial. No hubo en cambio ni violencias ni vandalismos y no hubo aumento ni de accidentes automovilísticos ni de robos callejeras. ¿Fue la fiesta una reterritorialización de la afición futbolera? Aún no había acabado y ya se había transformado en un artículo para un consumo «postergable-repetíble», a través de la producción y del comercio masivo de videos piratas que presentaban a los napolitanos los propios napolitanos que festejaban la victoria del equipo napolitano. Una relación aún más compleja y contradictoria con la ciudad es la de un grupo de aficionados napolitanos organizados, conocidos como el Commando Ultra Curva B e identificable sin duda alguna con el área de la afición juvenil organizada y violenta conocida en Europa con el nombre de sus protagonistas 194
ingleses los hooligans (Segre, 1978; Roversi, 1992; Dal Lago, 1990; Dal Lago y Moscati, 1992; Ossimori, 1992). El Commando Ultra Curva B nace en 1972 de la división de otra grupo llamado Blue Lions. Aun hoy en día, dentra del Comando Ultra, los fundadores provenientes de los Lions son llamados «la vieja guardia» (tienen entre los veintiocho y los treinta y cuatro años), gozan de prestigio personal y ocupan cargos importantes. A la vieja guardia pertenece también el actual presidente, G.M., definido por sus admiradores como «una personalidad arrolladora y carismática». Todos los demás miembros del grupo ultra son en cambio muy jóvenes, a menudo poco más que adolescentes. En éste, como en otros aspectos, los ultra de Nápoles no son diferentes a los grupos estudiados en otras ciudades. Hay aspectos y vicisitudes que en cambio los diferencian significativamente. En primer lugar la amplitud y complejidad de su estructura organizativa. Alrededor del núcleo inicial se ha venido desarrollando una compleja organización, que cuenta con n1Uchos centenares, quizá unos míl integrantes y se subdivide en treinta y cuatro secciones, distribuidas en la provincia y en la región de Nápoles, pera también en Sicilia, Roma, Milán, Florencia y hasta en Londres y en Nueva Zelanda, como consecuencia de algún extraño fenómeno de migración de aficionados. La sección central napolitana, centro de control y enlace de la actividad de todas las demás y sede de la presidencia, se halla en uno de los barrios populares más antiguos y característicos de la ciudad. Los socios quieren que se les llame y se llaman así mismos los ultras, nombre que como veremos, expresa no sólo una pertenencia, sino también un deber ser. Desde 1991 en la sección central se ha creado también un grupo de chicas aficionadas, denominadas ultra-girls. Además del comercio de banderas, bufandas, zapatos, camisetas y distintivos, actividades de autofinanciamiento practicado por muchos grupos de aficionados organizados, el Comando Ultra administra otras dos actividades importantes: Una hora en Curva B, programa de televisión semanal transmitido los jueves a las 22 horas por la emisión local Tele A; y Ultranapolissimo, un mensual de información para los ultras y también para los demás tomando en cuenta que se vende en los puestos de periódicos napolitanos. 195
Tanto la transmisión televisiva como la revista son redactadas por los mismos directivos de la asociación. Las tareas se asignan de acuerdo con un organigrama muy rígido, muy especializado y jerarquizado, que contempla: un presidente; un presidente honorario; dos vicepresidentes con responsabilidades operativas diferentes; un consejo directivo de doce personas, muchos de los cuales pertenecen a la vieja guardia y al mismo tiempo son presidentes de las más importantes secciones periféricas; un secretario general, un agregado encargado de la sede; un agregado de prensa; y, con cierta autonomía en su calidad de técnicos, dos fotógrafos oficiales de las coreografías del Estadio del Comando Ultra y el director de la revista. La dirección de la transmisión televisiva es confiada al presidente. Aún cuando la mayor parte de estas personas se ocupa del Comando Ultra sólo a tiempo parcial, serían suficientes como para dirigir una pequeña industria. Y de hecho, como veremos, el capital cultural (Bourdieu, 1992) que el Comando Ultra administra es bastante conspicuo. Un rígido calendario regula las actividades. El lunes la sede central está cerrada. Los otros seis días de la semana está abierta y todo ultra regularmente inscrito puede entrar todas las veces que quiera y detenerse todo el tiempo que desee. Es posible qué, de vez en cuando, el presidente solicite a algunos de los jóvenes socios presentes en la sede que «le dé una mano»: Se trata en realidad de verdaderas pruebas de paso cuyo éxito puede derivarse en un ascenso del jóven como ultra; puede ser que se le asigne un lugar más central y, por lo tanto, de mayor responsabilidad el domingo en el estadio o hasta un pequeño papel en la transmisión televisiva de los jueves. El calendario del grupo directivo prevé que el martes sea dedicado a la programación de la transmisión Una hora en curva B y a la creación y programación de las coreografías el estadio para el domingo sucesivo. El miércoles está dedicado a la puesta en marcha de las decisiones tomadas el día anterior, de acuerdo con las competencias y funciones de cada uno. El jueves, día de la transmisión televisiva, marca generalmente un gran exploit del presidente que es el creador y conductor de la misma. La transmisión una especie de Talk-show, se basa en la presencia, además del presidente, del secretarío general del Comando y del director de la revista Ultranapolissimo; cada serna196
na son invitados de la transmisión uno o más jugadores del Nápoles y una o más celebridades ciudadanas, por lo general del mundo del espectáculo. Los jóvenes ultra tienen la obligación (moral) de asistir a la transmisión por 10 menos desde su casa; mejor si vienen al estudio y participan como público. Los que 10 merezcan conseguirán en este contexto algún reconocimiento, por ejemplo, la autorización para dirigir preguntas a los adorados campeones del equipo. El viernes es el día dedicado a los jóvenes inscritos también en las secciones periféricas. Ellos son esperados en la sede en la tarde avanzada para una larga reunión presidida personalmente por el presidente. La orden del día de estas reuniones contempla generalmente problemas de organización, pero el registro de numerosas sesiones demuestra que se trata de muchos otros asuntos. En realidad, la del viernes por la tarde es una verdadera sesión de ejercicios espirituales, de cuya práctica repetida y asidua tiene que salir forjado el verdadero ultra. La lealtad, la fidelidad, el valor son virtudes que el ultra tiene que poseer y demostrar poseer, no sólo frente al equipo, sino sobre todo frente al commando. Ser un ultra significa gozar de ciertos privilegios como el ingreso con anterioridad al estadio, a veces la entrada gratis, el contacto cercano con los jugadores; pero estos privilegios imponen una contrapartida de «sacrificio» para el grupo y para su líder. El que se sustrae a los sacrificios es un «traidor». El presidente lleva una cuenta meticulosa de las «faltas» de los muchachos; individuales y colectivas; se presenta como «víctima» obligada por el escaso empeño de los demás a sobrellevar todo el peso de la organización; amenaza con darla por terminada, cerrando la sede y liquidando todo: pero finalmente todo concluye en un llamado de aliento y de esperanza; no tanto como sería de esperarse, pregonando futuras victorias del Nápoles; sino más bien dejando entrever a los jóvenes aficionados la posibilidad de llegar a ser algún día un verdadero ultra, de asemejarse a él, al presidente, y poder gozar por lo tanto de todas las ventajas, de los derechos y del honor que significa ser un gran ultra. Al final de la reunión el grupo se disuelve lo suficientemente condicionado para la ya inminente tarde del domingo. El sábado es también una jornada principalmente organizativa: el secretario general reparte los billetes y las entradas al 197
estadio, se reconfinnan las instrucciones de organización para las coreografías del día siguiente. El domingo, los que están encargados de instalar las decoraciones, colocar las mantas, preparar los tambores y todo lo necesario para las coreografías, están ya en el estadio a las 10 de la mañana. De las 14:30 h a las 16:30 h el gran rito tiene lugar. Como se puede ver -y contrariamente a lo que se podría creer- pertenecer al Comando Ultra significa para cada uno de los muchachos sujetarse a un proceso de disciplinamiento bastante rígido. Hemos visto los aspectos del calendario. Reglas no menos rígidas regulan el acceso a los lugares. Los lugares de la presencia ultra son, me parece, cuatro: las sedes de las secciones, en particular la central la Curva B al estadio San Paolo de Nápoles; el estudio de televisión desde donde se trasmite el programa Una hora en Curva B; finalmente, el mundo exterior constituido por una serie de lugares con forma de puntos y fuera de contexto, las «ciudades de las visitas», es decir, las ciudades donde el equipo del Nápoles viaja para jugar partidos como visitante. Para los ultra la imágen de estas ciudades se reduce a la estación de ferrocarril, a la plaza de la parada de los camiones, al estadio y a sus alrededores. Nada más. Los lugares de los ultra son heterogéneos entre sí, pero tienen por lo menos dos aspectos en común. El acceso a cada uno de ellos es reglamentado y discriminante, ya que son lugares separados del resto del mundo por umbrales, cuya superación tiene grandes implicaciones de significado y de valor. Pasarlos significa ser aceptado entre los que son dignos de formar parte del grupo, adquirir la calidad, si no de elegido, seguramente de especial, de mejor, con relación a otros que han quedado fuera. Por lo tanto, ser recibido en la sede no significa todavía tener el derecho de participar a las coreografías del estadio; participar en éstas no significa tener el mérito para participar en la transmisión televisiva y comparecer en ésta no significa ser admitido a los grupos seleccionadísimos de los ultra, a quienes se les paga hasta el traslado ya que su apoyo es considerado indispensable cuando el equipo juega como visitante. Cada uno de los lugares ultra a su vez está repartido en su interior en ámbitos, cuyo acceso es a su vez reglamentado: La jerarquia de los lugares es visible al máximo en el estadio, donde los ultra que el presidente considera mejores, tienen el derecho-deber de ubicarse al centro de la
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curva, donde estarán el corazón y el cerebro del desarrollo de las coreografías; mientras más lejos del centro son colocados progresivamente los menos expertos y los menos hábiles. Por otra parte, el Comando Ultra como grupo organizado se ha conquistado y defiende ferozmente el derecho a ocupar toda la parte central de la curva B; mientras los otros grupos de aficionados organizados, menos «duros» y menos «poderosos» de los ultra, tienen que conformarse con asientos más laterales, menos funcionales no tanto para ver, sino para ser vistos. La otra caracteristica que estos lugares tienen en común y de la cual deriva su carácter separado es que forman parte de un sistema de lugares conectados entre sí y conflictualmente opuestos a otro sistema. El primero de estos lugares es la sede del grupo, lugar en el que los ultra se separan contraponiéndose a aquellos que aficionados no son o al menos no lo son de una manera tan comprometida y auténtica como ellos; los ultra son aficionados de un equipo; el estadio es el segundo de los lugares interconectados, el lugar en el cual cada afición se opone a otra y cada equipo a otro equipo. A su vez, el equipo es equipo de una ciudad; y la visita es el lugar en el que no se contraponen sólo dos equipos y dos grupos de aficionados organizados, sino también, metonímicamcnte representadas por estos últimos, dos ciudades. Por lo que se refiere a la transmisión televisiva, en la misma los aficionados organizados, el equipo (representado por uno o más jugadores) y la ciudad (representado por uno o más ciudadanos famosos) aparecen en escena y se autorrepresentan como ejemplo de perfecta integración entre los tres niveles: al gran equipo corresponde una gran afición, y ambas son expresión de una gran ciudad. Como ya hemos visto, en la experiencia de los ultra, como también de muchísimos otros aficionados, el equipo de fútbol ya no es el símbolo que permite representar la ciudad; más bien es cierto lo contrario, en el sentido de que es bien declarada pertenencia a una ciudad (o a una nación) a legitimar a los sujetos individuales y colectivos, a injertarse en el sistema de comunicación activado por el fútbol y por la afición que alimenta. Desde este punto de vista, los ultra napolitanos no me parecen diferentes de los demás, a no ser por la manera muy particular que tienen de conjugar la relación entre práctica de la afición futbolera, droga, violencia y nexo con la ciudad. 199
El Comando Ultra Curva B ha asumido publicamente una actitud de condena al empleo de la violencia declarando con mucho énfasis por boca de su presidente, profesar más bien el credo de la DO violencia. Esto aconteció a mitad de los años ochenta. Actualmente el rechazo a la violencia es un tema que vuelve con insistencia en las entrevistas hechas por nosotros. La violencia en los estadios yo la estoy combatiendo junto con mis amigos y el presidente desde hace años. El ultra verdadero es aquel que va al estadio solo por el partido. El ultra falso no va por el juego sino para crear pleitos y violencia. La violencia en mi opinión es feísima.
El mensaje se repite continuamente, aunque no sea siempre unívoco. Yo puedo aceptar también el pleito, pero sólo cuando se hace de cierta manera... es decir, yo acepto el encuentro con otra fanaticada, con un grupo, pero no acepto agarrar a patadas un muchacho normal que va al estadio, no acepto que se tenga que destrozar la estación. o el tren o el camión, no, esto no es violencia, los que hacen estas cosas son unos tarados; [...] estos pseudoaficionados, estos idiotas, estos drogados... nosotros luchamos contra estas cosas.
lEI rechazo a la violencia se vincula con otro objetivo de signo positivo que el Comando Ultra se propone realizar. Si ¿es justo dar tanta importancia al fútbol en una ciudad como Nápoles, que tiene tantos problemas. Cómo podría explicarte? Yendo al estadio no se va a hacer otras cosas, no se va con la mafia que hay en Nápoles, la droga... si todos los muchachos fueran al estadio, a divertirse entonces ya no se juntarían con aquellos, ¿entiendes? Mientras para nosotros las porras son un momento de relax, para alguien que tiene otro tipo de problemas son un momento de desahogo: he aquí la razón por la que nosotros buscamos hacer grupo, de juntarlos con nosotros, porque indirectamente ejercemos también una función social...
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Esta función de socialización positiva de los jóvenes es un riesgo, desempeñado por el grupo, .es explícita y programáticamente reivindicada por el secretario general del Comando Ultra: Nosotros hemos trabajado por espacio de veinte años, en quince años hemos logrado crear un grupo de encuentro para los jóvenes napolitanos, de todos modos el estadio puede ser un momento de reflexión para muchachos marginados, para los muchachos que viven en los antros, en los barrios populares; de todos modos puede ser un ancla de salvación, porque se ha dado el caso de que algunos muchachos han abandonado los malos caminos que estaban recorriendo; gracias al amor hacia el grupo de los ultra, hacia el equipo Nápoles, especialmente cuando se les ha confiado alguna responsabilidad mayor. De todos modos, es un argumento difícil y quizá sea una utopía pensar que nosotros solos podemos resolver los problemas de microcriminalidad o de droga en Nápoles, sin embargo, nosotros intentamos trabajar en este aspecto. Para nosotros existe el Nápoles, no obstante, nuestra sede tiene que ser de todos modos un punto de encuentro.
La afirmación del secretario, de treinta años en la época de la entrevista, suena particularmente significativa cuando uno se da cuenta de que es autobiográfica: él es un ex drogadicto que efectivamente ha dejado de usar droga desde el momento en que le han asignado «una responsabilidad mayor». O por lo menos, así lo cuenta la leyenda (metropolitana) de la que es protagonista. La decisión de caracterizar el Comando Ultra como grupo que combate la violencia y la droga fue tomada con plena conciencia hace algunos años por el presidente, el inteligente y emprendedor G.M. Que es un personaje complejo. Treinta y tres años, casado con dos hijos, estudios regulares sólo hasta el cuarto año de primaria, un diploma de escuela superior que ha, como, el mismo lo dice, «conseguido», el presidente de los Ultra Napolitanos es propietario, junto con sus hermanos, de una pequeña empresa que ensambla y vende relojes japoneses, de la cual no se ocupa. Él, en efecto, ha transformado su militancia de ultra en una profesión de tiempo completo. Como hemos visto, es definido, «una personalidad apabullante y carismátíca»; y es practicamente adorado por los jóvenes, que aceptan su leadership sin condición alguna.
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Él encama el ideal del «verdadero ultra»: pertenece a la vieja guardia, era cuando tenía apenas trece años uno de los fundadores del grupo Blue Lions y no ha desde entonces jamás interrumpido su militancia; tiene gran valor físico y capacidades combativas, de las que ha dado prueba en encuentros memorables que son parte de la tradición oral del Comando Ultra; es un fantasioso e incansable director de las coreografias de estadio, que nunca deja de dirigir personalmente prodigándose en el transcurso de todos los partidos. En el plano cultural, él es un ejemplo típico de los lúbridos culturales (Canclíní, 1989) que los procesos de modernización producen. En la administración del rígido y funcional organigrama del Comando, G. M. lo fundamenta con relaciones familiares y de amigos. Para él como para todos los que pertenecen a sociedades familiares, los vínculos de parentesco son un criterio determinante en la selección de las personas a quienes asignan algunos cargos y responsabilídades, ya que garantizan (o se juzga que garanticen) fidelidad, confiabilidad y discreción. A despecho de las afirmaciones de principio «muestra sede tiene que ser un punto de encuentro») también la admisión de nuevos jóvenes inscritos es subordinada, o por lo menos facilitada, por la existencia de un pariente o amigo influyente que pueda con credibilidad testimoniar que el aspirante a ultra es «un buen muchacho). Para los chicos además, y a despecho de la proclamada «modernidad) de las ultragirls, la aceptación y colocación en el grupo son determinadas totalmente por la posición que tiene en el grupo el hombre (hermano, novio, marido), que las ha presentado. Este último es también el garante del hecho de que los demás ultras «las dejaran en paz» no las molestarán: 191. Ya que -y por lo que aparece en la literatura, también ésta es una característica del Comando Napolitano-e- el machismo de los ultras no es sólo valor físico, fuerza, agresividad y capacidad de autocontrolarse, es también ejercicio de la práctica predatoria en relación con las mujeres. Ejercitada con cierta elegancia y con la ironía que caracteriza las relaciones sociales en Napoles: pero fuertemente arraigada en la convicción que las mujeres pertenecen al hombre que sabe tomarlas y conservarlas. G.M. es también en este campo el ejemplo de sus seguidores: colecciona (o al menos todos están seguros que colecciona) aventuras extraconyugales innumerables; y se le reconoce una 202
especie de derecho a cortejar primero a las muchachas que por aventura ingresan en el mundo de los ultras sin ser (hermanas, novias, esposas) de alguien del grupo. A pesar de ello G.M. conjuga con estas características arcaicas del macho mediterráneo algunas intuiciones extraordinariamente modernas: cuando en los primeros años de los ochenta la originaria y genuina inspiración contestarla de izquierda se agotó al interior del grupo ultra, así como se agotaba afuera en los movimientos juveniles, G.M. detuvo una posible quiebra del grupo mismo lanzando el Credo de la 110 violencia. Con esto obtuvo algunos resultados notables: dio al grupo un horizonte ideológico que sirve para distinguirlo de los hooligans italianos y extranjeros y, por lo tanto, a consolidar su identidad y cohesión; escogiendo una ideología contracorriente en relación con los otros grupos de aficionados organizados, llamó la atención de los medios de comunicación sobre el Comando Ultra; proponiendo una ideología que se identifica con los objetivos de orden público de las instituciones se aseguró la benevolencia de las autoridades de la ciudad y de la Sociedad de Fútbol Nápoles; finalmente recogió y dio forma a las vagas aspiraciones pacifistas que circulaban en el mundo juvenil después de la mitad de los años ochenta. El éxito de la propuesta fue en realidad notable, entre los jóvenes aficionados, en las instituciones y en la opinión pública ciudadana. Los vínculos entre el Comando Ultra Curva B, Sociedad Fútbol Nápoles e instituciones ciudadanas se reforzaron; aunque, obviamente en formas no oficiales el Comando dispuso de fondos considerables para permitirle tener una sede, un diario, una transmisión televisiva; G.M. inició y cultivo relaciones personales con jugadores y el personal del equipo, en el avión en el cual a veces es invitado en los viajes como visitante; los jugadores le devuelven la cortesía participando en las transmisiones televisivas o visitando la sede del grupo. Casi al mismo tiempo G.M. lanzó la propuesta de la «función social» del Comando en la lucha contra la drogadicción. También en este caso comprendió qué viento soplaba y lo aprovechó hábilmente, con un golpe maestro: la recuperación de su coetáneo, viejo amigo y antiguo fundador él también de los Blue Lions, que luego se había alejado del grupo y había comenzado a drogarse. Como ya hemos visto a este joven le fue 203
confiado el encargo, delicado y de responsabilidad, de secretario del comando, cargo que hace de él un estrecho colaborador de G.M. El joven secretario se transformó así en la prueba vfviente del hecho de que dentro del comando hay salvación y afuera perdición; que el mal está afuera y no dentro del grupo: una propuesta de identificación del grupo mismo que da un giro radical a lo que la opinión pública de todo el continente piensa de los aficionados organizados. Es probable, sin embargo, que las propuestas de G.M. no hubieran tenido tanta fortuna dentro y fuera del grupo, si no hubie. ran estado en conexión directa con una característica cultural compartida por todas las clases sociales de Nápoles, aunque obviamente rechazado de una manera diferente por cada una de ellas: el rechazo del cliché muy sólido y muy difundido en Italia y en el exterior que define al napolitano como un hedonista superficial, un vago ocioso que vive del cuento, un irresponsable lasrarone; cuando no un mafioso, violento y peligroso. Frente a esta estigmatización los jóvenes Ultra del Comando Napolitano, fuentes de su credo de la no-violencia y de su compromiso contra la droga, se sienten capacitados para darle vuelta a las acusaciones: La violencia existe sobre todo en el norte, porque allí tienen una mentalidad muy diferente a la de los napolitanos... son muchachos extremistas, quien es fascista, quien es comunista, pero principalmente se quieren sentir superiores... Nosotros en Nápoles estamos haciéndo lo posible contra la violencia, pero miren a los del norte como nos tratan, es alucinante, aquellosson losverdaderos ultra entendidos, como teppisti. La pancarta es un medio de comunicación, por ejemplo, las pancartas ofensivas del norte contra nosotros: nosotros podemos contestar con pancartas nunca ofensivas, sino siempre irónicas, por lo tanto es un medio para hacer oír nuestra voz.
justifica en la medida de que es siempre sólo una respuesta a las provocaciones de los nórdicos: [...] nosotros luchamos en contra de estas cosas pero la presencia tiene un límite, cada año vas a sus estadios y escuchas los coros racistas, de la Liga Lombarda ... y entonces cuando te han insultado e insultado todo el partido y tienes la posibilidad de agarrar un aficionado que te ha llamado: ¡TelTone, Calera, Lavatíí, ¡tú le haces daño!... pero después no me siento orgulloso por haberle pegado, más bien me arrepiento. A las declaraciones de los entrevistados hacen eco las numerosas pancartas levantadas en el estadio que insisten en el rechazo de la violencia (svíolencia sinónimo de ignorancia»), pero, lo que más cuenta de la capacidad de rechazar la violencia es la característica de la identidad napolitana (<
La reiterada afirmación del rechazo a la violencia, por lo menos de la «equivocada», tiene por lo tanto un significado preciso: sería lo que distingue los ultra napolitanos «irónicos», «civiles» de los fanáticos de Italia septentrional, expresión de ciudades ricas, que no tienen los problemas de Nápoles, pero que tienen una mentalidad violenta, predicadora y racista. En esta perspectiva, la violencia practicada por los ultra napolitanos se
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CAPÍTULO ONCEAVO
LA CIUDAD MULTIÉTNICA
Quizá no nos deberían ni siquiera asombrar de las reacciones agresivas hacia los inmigrantes asiáticos y sobre todo africanos, que se manifestaron en algunas ciudades de Italia. No he dicho que no nos deban afligir, he dicho sólo que quizá no nos deberiamos asombrar tanto. Los inmigrantes africanos y asiáticos tienen, en efecto, todas las características de los diferentes, empezando por la más vistosa y quizá también la más cargada de valor simbólico, de un aspecto físico diferente. No hace muchos años Lantemari aclaró en su buen ensayo como todos reaccionamos a la presencia y a la contigüidad de cuerpos humanos cuya somaticidad tan diversa de la nuestra pone inevitablemente en crisis nuestra certeza de ser, entre todos, los más seguramente «humanos», más seguramente hechos a imagen y semejanza de Dios (Lanternan, 1983: 61). Por otra parte, los inmigrantes extra europeos más allá de ser tan visibles, se encuentran también concentrados en algunas áreas de nuestro país, sobre todo en algunas ciudades, y esto aumenta todavía su visibilidad y favorece una constante sobrevaloración de su consistencia numérica. Hace algún tiempo Pugliese llamó la atención sobre el hecho de que, más allá de las dificultades objetivas de la valoración del número de los inmigrantes clandestinos, es decir, desprovistos de permiso de trabajo, existe de cualquier forma una suerte de ballet de las cifras, también ofi206
ciales, que no puede no dejamos perplejos. El dato que en ese entonces proporcionaba el Ministerio de Asuntos Internos era de 450.000 inmigrantes regularizados, es decir, en posesión de permiso de trabajo; pero esta cifra comprendía obviamente a todos los extranjeros que realizan una estancia en Italia por motivos de trabajo, por ejemplo: comunitarios, norteamericanos, japoneses y otros. Verdaderamente es sorprendente constatar que solo el año anterior, el entonces ministro de Asuntos Internos, Gava, hablaba de una cifra de regularizados que superaba casi 650.000 unidades. Así comentaba Pugliese: "Si pensamos que a la mitad de los años ochenta el subsecretario Costa había decretado que los inmigrantes [ojo, a los inmigrantes, no a los extranjeros residentes en Italia por motivo de trabajo] eran 1.250.000, la extravagancia de las cifras, no puede más que sorprenden}, Y agregaba: «Dentro de poco quizá comenzaremos a formarnos una idea correcta de las dimensiones del fenómeno. y esto es positivo aunque sí irrita un poco el hecho de ver bajar las cifras oficiales, mientras el fenómeno se expande» (Pugliese, 1989). El auspicio de Pugliese no se realizó. Pero al menos una cosa es cierta: entre la preocupación por un fenómeno que se «expande» y la conciencia del riesgo de subestimarlo, para todos es difícil construimos una visión equilibrada. Que todavía es necesario tratar de elaborar. «Ellos» por lo tanto son visibles y concentrados, parecen mucho más numerosos de lo que son realmente; a esta visibilidad y concentración los italianos reaccionan con comportamientos que no cesan de causar disgusto porque son frecuentes, pero, desgraciadamente, no cesan de ser frecuentes porque causan disgusto: los comportamientos racistas. De esta última categoría no es fácil fijar los límites: si el racismo explícito y violento de las agresiones verbales, o peor, de las agresiones físicas, es el más fácilmente visible y por fortuna el menos frecuente, existen toda una serie de actitudes y comportamientos difusos, muy por debajo de los cuales no es difícil intuir, quizá sin confesar o a menudo directamente inconscientes, ese miedo irracional del otro que, como sabemos bien, es la matriz de las reacciones racistas. La misma sobrevaloración de la presencia de los inmigrantes en Italia, es una señal clara de la existencia del miedo, y mucho más elocuente por su difusión, ya que no es presente sólo en la llamada gen207
te común, sino también en los políticos y técnicos. En síntesis -aunque sí nos dejó sorprendidos y disgustados-los italianos no son «buena gente», como diría el dicho; por lo menos no lo son más que muchos habitantes de otros países de inmigración. Esto sorprende no tanto porque desmiente el lugar común de la innata «bondad» de los italianos, como por algunos datos de macro escala de la historia italiana contemporánea, como la ausencia de una experiencia colonial amplia y duradera, la amplísima, en cambio, y duradera experiencia de migraciones italianas en el extranjero, podían en alguna medida justificar la expectativa de reacciones diversas, o mejor dicho, la esperanza de que, entre el etnocentrismo profundo, actitudinario, como lo llama Lanternari, que forma parte de la cultura de cualquier grupo y la memoria de su historia de inmigrantes, los italianos habrían sabido elaborar una relación con el otro en cualquier medida nueva. Podríamos, si quieren, asombramos también por otro hecho. Italia es un país cristiano-católico, que oficialmente se profesa practicante en porcentaje consistente, al menos según las cifras oficiales. No parece todavía de frente a la intromisión de los diversos, la tradición caritativa y ecuménica del catolicismo sirva para orientar la masa de los juicios y comportamientos, no más al menos de lo que sirve la tradición universalmente orientada del reconocimiento de los derechos humanos y civiles en Francia, Inglaterra y EE. UU. No hago estas observaciones para unírme a la práctica de la autoflagelación complacida de tantos soi-disants antirracistas. Simplemente quiero señalar lo compleja que es la naturaleza de esa actitud-comportamiento humano que llamamos racismo, lo profundas que son sus raíces psicológicas, cómo se revelan superficiales las elaboraciones culturales hasta pluriseculares y milenarias, que intentan substituirlo con ideologías de contenido diverso. Entonces no hay duda de que sí es difícil entender por qué somos racistas, es indispensable aclarar esta situación al menos un poco. Algunas adquisiciones, elaboraciones y resultados de la antropología urbana parecen pertinentes al menos por dos órdenes de razones. El primer orden de razones toma cuerpo a partir de que es un simple dato: es en las ciudades que se concentra la mayor parte de los inmigrantes africanos y asiáticos así como la inmi208
gración procedente de cualquier otro lugar. Las razones de esta elección, si elección queremos llamarla, son múltiples y no siempre reconducibles a la demanda de trabajo y a las ocasiones de empleo. Aun cuando, como sucede preponderantemente en el sur, los inmigrantes «son utilizados en forma de competencia, para mantener un fuerte ejército de reserva y alimentar condiciones de trabajo precarias y sin garantías» (Bertinotti, 1989: 24), y por lo tanto, precisamente por estas razones encuentran trabajo sobre todo en la agricultura, sin embargo, tienden a hacer referencia a la ciudad como al lugar de una parte importante, quizá la más importante, de su vida social y de sus relaciones. Esta constatación nos autoriza a hipotetizar una función específica de la ciudad, la que podtiamos quizá llamar la economía del proceso migratorio, una economía que no está constituida sólo por los «sacrificios» y por las «ganancias», sino que es también una economía de los sentimientos, de las relaciones, de la crisis y de la reconstitución de la identidad. El segundo orden de razones se refiere a la necesidad de interpretar la historia individual de los emigrantes en el interior del contexto en el cual se coloca y las ciudades hacia las cuales se dirigen, representan para el antropólogo un contexto significativo. En el contexto urbano, en efecto, las relaciones interétnicas se colocan en el interior de un espacio construido, cuya dimensión y, sobre todo, cuya morfología se refieren significativamente al sistema de división social del trabajo necesario y al sistema de poderes, que caracteriza a toda sociedad. El inmigrante en la ciudad puede, por lo tanto, ser legítimamente producido (Althabe, 1990a) por el antropólogo, como un «objeto de investigación en su contexto». En contexto urbano las relaciones interétnicas presentan un nivel muy alto de conflictualidad. Generalmente la opinión comente es que esta conflictualidad tenga razones justamente étnicas y raíces etnocéntricas, que es en síntesis el producto de una situación de marginación de los inmigrantes, a su vez fruto del racismo de la sociedad acogedora, incapaz de referirse positivamente a los «otros», a los «diferentes» que se encuentra de frente. No quiero negar la presencia también de estos factores. Pero creo que este análisis es reductivo e indebidamente simplificador. 209
Las ciudades siempre han sido realidades sociales altamente conflictuales; ya sea latente o manifiesto, el conflicto siempre ha caracterizado la situación urbana. Desde la época de Menenio Agríppa y del primer Aventino, la historia de los conflictos, de las revueltas, de las revoluciones nacidas en la ciudad, al menos en las ciudades occidentales, es muy larga y rica de casos. Et pour cause: utilizando categorías en su tiempo propuestas por Manuel Castells, podemos decir que en la ciudad hay una probabilidad muy alta de que «entren en fusión» un hecho espacial y un hecho social, produciendo lo que Balandier llama innovaciones. El hecho social es obviamente, la división del trabajo social, comparativamente siempre más alta en la ciudad que en el contexto sociotenitorial que la contiene, y fuente de la acentuada interdependencia de las funciones y del antagonismo de los intereses que de ella deriva. El hecho espacial es obviamente la concentración de las personas y su recíproca «accesibilidad» (Hannerz, 1992), que permite al disenso de alcanzar, en el plano funcional, el nivel de la organización, y en el plano cultural, la producción simbólica autónoma; por lo tanto, la autorrepresentación y la conciencia de sí. Por lo demás, también la represión del conflicto urbano y la recuperación del poder en las ciudades pasa, o al menos ha siempre pasado hasta ahora, por la recuperación del control en el espacio urbano. En la fase de desarrollo de la ciudad industrial, el conflicto urbano había asumido la forma, por así decirlo, canónica del conflicto de clase; sucesivamente, en años más recientes, la crisis de la industria tradicional y su reestructuración, la descentralización productiva y la transformación de la clase obrera tradicional en una galaxia de operadores diversamente ubicados en el interior del ciclo productivo, no me parece que hayan hecho disminuir el nivel de la conñíctualidad urbana. Pero la han modificado. Escribió Ian Chambers: «[...] el conflicto principal está entre deseo y falta de medios. En una sociedad basada en el consumo (no importa 10 que puedan sostener sus apologistas), negar a muchos la posibilidad de consumir significa materialmente invitarlos a romper el orden social». Y también: «En su cruel elocuencia, esta situación, estas acciones hablan de un mundo en el cual la producción del yo se realiza a través de los signos públicos del consumo, a través de un conocimiento consciente 210
de la lógica de la sociedad consumista: una intuición instintiva del hecho que es necesario marcar las mercancías con la propia identidad o bien ser marcado por ellas» (Chambers, 1986: 59). Pero, como ya se sabe, no hay límites para el consumo, o mejor dicho, para la incentivación del consumo, no se realiza jamás el equilibrio entre deseo y medios para satisfacerlo. Estoy convencida de que si en Italia esta situación no ha llevado todavía a las repetidas revueltas de los guetos sucedidas en Inglaterra, Francia y EE.UU., esto se debió a la consistencia de los mecanismos asistenciales y de las redistribuciones clientelistas por un lado, y a la existencia de las -Ilamémosle así- oportunidades de sueldo ya sea dirigidas o inducidas, creadas por la delincuencia organizada; pero me parece que se pueda diagnosticar correctamente también para la juventud italiana la existencia de aquella específica situación socio-cultural por la cual «el derecho al trabajo ha sido asumido por el derecho al consumo» (Hebdige en Chambers, 1986: 59) y la exclusión (aún relativa) de este último es el origen de mucho malestar individual y colectivo. Los inmigrantes extracomunitarios entran, por lo tanto, en una sociedad urbana en donde los macro conflictos abiertamente desencadenados son raros, pero que, sin embargo, se caracteriza por una difusa tensión, por una difundida agresividad, por una multiplicidad de microconflictos reconducibles en gran parte al desfase entre deseo y posibilidad. Creo que éste es un punto importante para establecer un análisis de las relaciones entre inmigrantes y nativos. Se sostiene siempre que los inmigrantes no deberian ser percibidos por los italianos como competidores en el mercado del trabajo, ya que aceptan tareas laborales y niveles de retribución que los italianos ya rechazan. Considero esta observación muy esquemática. Y creo en cambio que sí existe competencia. Los inmigrantes no quieren el trabajo. El objetivo del inmigrante (si recordáramos un poco mejor a nuestros emigrantes hacia los países de Europa de los años cincuenta-sesenta, lo sabríamos muy bien), no es el trabajo, sino la ganancia, el dinero. Cualquier elección al final que se haga o se tenga que hacer -inser· ción, marginación, regreso al país de procedencia- en la mayor parte de los casos no se emigra con la perspectiva de encontrar una colocación ocupacional calificada para integrarse establemente en la sociedad del país de llegada; se emigra para acu211
mular dinero, para hacerse un «guardadito». No se emigra para volverse (habrían dicho los italianos) alemán o suizo o (dirían los extracomunitarios) para volverse italiano; se expatria básicamente para ganar un poco de dinero, aquel sueldo mínimo o un poco más del mínimo, que en la patria no se puede tener. En un tiempo que ya parece bastante lejano, se pensaba que el pequeño monto acumulado en el extranjero debiera ser orientado hacia empleos productivos, hacia la creación, como se decía, de lugares de trabajo en la patria. Pero ya desde hace muchos años en toda la cuenca del Mediterráneo esta perspectiva se ha revelado ser ilusoria, al menos en todos los países exportadores de mano de obra hacia Europa (Kubat, 1984; Sígnorelli, 1984b). En realidad, al regresar al país de origen los ahorros son gastados en la adquisición de bienes de consumo duradero y de prestigio, el primero de los cuales es la casa, que tiene también un obvio valor no tanto de inversión sino de bien-refugio, más que de bien para el consumo. Ahora, si reflexionamos sobre este dato, si después consideramos que ya ahora como cualquiera puede constatar en Nápoles o en Palenno y como confirma, por ejemplo, Hayot para Marsella (Hayot, 1989), existe un flujo de africanos que vienen de compras a Europa, en el tiempo entre dos vuelos en avión, me parece que tenemos ya datos suficientes para esbozar una primera conclusión: cualquiera que sea el epilogo del reconido migratorio de los alricanos y de los asiáticos llegados a Italia (inserción, marginación, regreso), el objetivo al que ellos tienden está claro: el acceso, quizá sólo temporal, al sistema de consumos europeos. Si esta conclusión es exacta encuentra entonces una diferente explicación la hostilidad demostrada por los italianos hacia los recién llegados. Estos últimos no son sólo genéricamente unos diferentes, son en cambio unos competidores, en los hechos y en la percepción de los italianos. Otros factores refuerzan esta hostilidad. Es sabido que en su conjunto, como nación, Italia en los últimos decenios ha consumido por arríba de sus propios medios. En la experiencia individual de muchos, muchísimos italianos, esto ha querido decir que su personal nivel de consumos se vino desenganchando progresivamente del sueldo efectivo de trabajo disponible para cada uno de ellos, para colocarse a niveles más bien conspicuos, garantizados por el sistema asistencial, por las afiliaciones corporativas y clientelares, por las difundidas posi212
bilidades de mediaciones y especulaciones, también de pequeñas y medianas dimensiones; y finalmente, como ya se ha dicho, por las posibilidades ofrecidas por la delincuencia organizada y por los recursos que esta última genera indirectamente. Es eso lo que se ha llamado bienestar difundido y que al menos por una parte no era tanto salario indirecto, sino verdadera renta parasitaria. Es comprensible por 10tanto que sean percibidos como competidores los inmigrantes, que con su presencia misma, con su evidente necesidad de asistencia, pero también con su no difícilmente intuible deseo de vivir bien, de participar en el festín consumista (quizá resultaría menos irritante si los viéramos siempre rigurosamente vestidos con la ropa del «duro» trabajo), no pueden en esta situación no ser percibidos como una amenaza. Como prueba de esta última hay que añadir el hecho de que lo más visible de ellos, en contexto urbano, son justamente los que realizan trabajos que no es dificil que sean vistos como una especie de pordiosería enmascarada, como el ambulantaje, la limpieza de los vidrios en los altos y otros similares. Escuché precisamente en un semáforo un comentario: al menos las mujeres le echan ganas, van a trabajar como sirvientas, pero éstos... Casi no es necesario agregar que la amenaza de competencia es, al menos por el momento, del todo simbólica, ya que parece por lo menos improbable que estos pocos centenares de miles de personas, además provistas de un muy escaso poder, puedan obtener la asignación de recursos tan conspicuos como para afectar el nivel de vida de los italianos. Sin embargo, sabemos que el enemigo siempre es tal, también y a menudo sobre todo para el papel simbólico que le es asignado: el de encamar el mal, el peligro, el daño posible. El hecho de que en realidad sea poco o nada peligroso, nunca lo ha salvado de las agresiones de quien lo teme. Hay que agregar que lo diferente es percibido como amenazador no por lo que tiene de diferente, sino precisamente por lo que lo hace semejante; como es sabido, no se odia y no se teme al negro que la «hace de negro» sino al negro que pretende «hacerla de blanco». Los niños de Biafra y de Sahel nos causan lástima, pero los africanos que quieren consumir, vestirse bien, quizá viajar por Italia en coche y con teléfono celular, nos parece que tienen pretensiones cuanto menos excesivas. 213
El intento aquí propuesto de analizar las relaciones ínter-
étnicas en contexto urbano, teniendo en cuenta el sistema global de las relaciones sociales urbanas, parece por lo tanto sugerir una posible clave para el análisis de la conílictualidad interétriíca, es decir que en su origen esté también, el sistema de la división social de los consumos (si se acepta usar esta expresión). Intentemos ahora empezar una reflexión también a partir del otro eje conceptual que creí poder individuar, el de las dinámicas inducidas y condicionadas por la existencia de un espacio urbano construido, provisto de ciertas características y de ciertas capacidades de constricción y de condicionamiento sobre el actuar humano. Se piensa usualmente que los inmigrantes tengan dificultad de «adaptación» al ambiente urbano, a la vida en ciudad, porque no «están acostumbrados» a ella. Y se proponen como remedio varias soluciones a menudo muy respetuosas de lo que es llamado ({SU patrimonio cultural". Pero quizá también sobre este punto conviene intentar una reflexión más profunda. Los inmigrantes no son los más o menos serenos y quizá orgullosos portadores de su cultura, como a veces los medios los presentan. Los imnigrantes son personas que están justo en medio de una radical crisis cultural, y para entenderla no sirven categorías genéricas como desarraigo o nostalgia, o al menos no nos ayudan mucho. Yo pienso que podemos individuar algo más específico, un factor directo de la crisis, precisamente en el espacio urbano, en sus características morfológicas y dimensionales, en las modalidades de utilización que impone. Creo que aquí pueda sernas 111UY útil una categoría analítica utilizada por Ernesto de Martina y recientemente repropuesta por Carlo Tullio Altan (1990): «la de la datidad utilizable del rnundo doméstico». Obviamente, todos sabemos que para vivir necesitamos un ambiente, que, siéndonos familiar, no sólo nos dé seguridad, sino que nos haga fácil, casi automático, buena parte de nuestro actuar: pero el análisis demartainiano profundiza mucho más y aclara mucho mejor la situación crítica. Dice De Martina: «Es necesario intentar pensar en lo económico como valor de la securitas y, por lo tanto, como valor inaugural en que debe actuarse el ethos del trascender de la vida. Lo económico es el horizonte de lo doméstico, de la dati214
dad utilizable de un mundo de "cosas" y de "nombres" relacionados según un proyecto comunitario de la utilización posible o actual: un mundo que justamente por ser dado, se puede hacer de él algo útil, y que más bien indique en su datidad su carácter de resistencia operable. Para este horizonte de lo doméstico el ser aquí, ante todo se encuentra corno centro de operatividad utilitaria en ello, como centro de fidelidad a la seguridades pasadas, convertidas en costumbres fácilmente manejables y como centro de iniciativa para instituir aquí y ahora la seguridad preeminente de la que se tiene necesidad. Y por esto encontrarse y ponerse y después todavía encontrarse y todavía ponerse "al amparo" (es decir en condiciones de seguridad), el estar aquí emerge inauguralrnente de la vida, se genera y se regenera ante todo, lanzando la primera base de su vida cultural» (de Martino, 1977: 656). Aparte la sugestión del estilo demartiniano, me parece que esta descripción permite iluminar contrario a la dramaticidad, a la potencial tragicidad de una situación en la que entra en crisis la «datidad utilizable>, del mundo: son las «cosas» y los «nombres» que faltan y, por lo tanto, literalmente, la posibilidad de actuar el proyecto comunitario, compartido con los otros del mismo grupo, de utilización del mundo. Es el «estar aquí» que entra en crisis como centro de operabilidad, de fidelidad, de iniciativa, como «primera base de la propia vida cultural». Yo creo que éstos son los términos en que hay que plantear el análisis de la situación de los inmigrantes. Ellos no sólo son los portadores de otra cultura. Al menos en la fase inicial del tiempo que pasan aquí, ellos experimentan la crisis de la «primera base de su vida cultura]". Esto no sólo a causa de la distancia cultural que separa sus modalidades cotidianas ele las nuestras: y no sólo a causa del hecho de que muchos de ellos son de origen campesino o rural, y se encuentran con tener que vivir en la ciudad. A estos dos factores hay que agregar otro, no menos grave, que una vez más es común a nosotros y a ellos: la ciudad postmoderna, la ciudad del automóvil y de los centros direccionales, también Italia está cada vez más enajenada para sus habitantes, menos utilizable, ya que, siempre es menos habitable, recorrible, manejable útilmente, siempre es menor la seguridad que da y que permite construir. Las «cosas», cada vez más visibles, son cada vez menos ma215
nejables; los «nombres» siempre menos significantes de significados compartidos. . Por parte de los emigrados, la defensa de su propia presen~Ia cultural frente a esta amenaza de disgregación es buscada Justamente en términos espaciales: es la tendencia a reunirse a coincidir en los mismos lugares de la ciudad, para reconstruir al menos un bosquejo de aquel «proyecto comunitario de la utilización posible» del mundo, en que se vive. Es una estrategia de resolución de la crisis de la presencia aparentemente efiCaz y capaz de parecer valorizante de la autonomía de las identidades culturales. Pero, por desgracia, la transformación de las ciudades en constelaciones de guetos (de lujo o miserables que sean) parece ser, según una tendencia mundial, la actual modalidad de control del conflicto urbano (López, 1996; Marshall Smith, 1992). Esta constatación me hace temer que la autoguetízación sea una modalidad sólo simbólica y peligrosamente ilusorra de enfrentar lo negativo del estar en otro mundo ajeno. y no, como quisieran algunos, la condición espacial del mantenimiento de la identidad cultural.
A MANERA DE EPÍLOGO. CULTURA Y ANTROPOLOGÍA URBANAS EN AMÉRICA LATINA: LA EXPERIENCIA MEXICANA Raúl Nieto Calleja*
Los 11 capítulos con que nos obsequia el libro de Amalia Signorelli son un magnífico ejemplo de cómo el trabajo antropológico y las ciudades producen resultados de teoría o pensamiento fuerte. Signorelli generosamente comparte con nosotros los resultados de su mirada etnológica sobre distintas ciudades italianas -Nápoles, Pozzuolí, entre otras- y diversas grandes ciudades -Roma, París, Nueva York y la de México. A lo largo de sus textos fluyen, gracias a su reciedumbre antropológica, comparaciones entre espacios arquitectónicos y urbanísticos tan diferenciados como lo son el metro parisino y el mexicano, los callejones de Nápoles y de París, La plaza de San Pedro en Roma y la Pennsylvania Avenue de Washington. Los actores sociales, de los que ella se reconoce como diferente, son lo mismo obreros metalúrgicos que carpinteros; habitantes de aldeas y sobrevivientes de terremotos; aficionados al fútbol y emigrantes. Todos nada lejanos de sus homólogos latinoamericanos. Estos textos también incluyen una rigurosa búsqueda de paradigmas que implican recorridos teóricos por las principales tradiciones de reflexión etnológica y de teoría social; de esta manera no sólo las escuelas de Chicago y de Manchester están ... Departamento de Antropología, UAM-I, México D.F.
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presentes, sino que nos permite vincularlas con las tradiciones etnológicas francesas y con la antropología italiana. Escuelas que Son puestas en diálogo en múltiples escalas, dimensiones de análisis y campos problemáticos: la diversidad intra e ínter urbana; el conflicto, el espacio y la sociabilidad urbanas; el papel del trabajo, la producción y el consumo en ciudades además de virtuales plmi étnicas; la vivienda. Sus reflexiones, a manera de colección de ensayos, suscitan comparaciones y nos permiten proponer e iniciar una reflexión particular acerca de la naturaleza de las antropologías latinoamericanas y las culturas urbanas presentes en esta parte del mundo, objetivo que nos proponemos realizar en las siguientes páginas.
Al pensar en las ciudades de América Latina todavía sigue siendo frecuente evocar los títulos de trabajos Como el de Robert Kemper Campesinos en la ciudad (1976) o bien el de Bryan Roberts Ciudades de campesinos (1980). Es decir, es común i~aginarlas como el producto de un incesante proceso migratono del campo a la ciudad, que aunado durante décadas al alto índice de crecimiento demográfico que ha padecido la región, dan cama resultado la emergencia de ciudades (medias y grand.es) e incluso megaciudades donde lo característico es lo precano de las formas de vida, a las que incluso se duda en llamarlas o calificarlas como urbanas. Por cierto Falelto, en un antiguo trabajo (1965), ha señalado que en Latinoamérica la ciudad antecedió a la industria y que estos modos de vida urbana precedentes han tenido un gran impacto en las formas específicas que adquirieron estas sociedades; sin embargo, creo que ahora ya no es necesariamente así. Lo que es cierto, si consideramos indicadores demográficos, es que esta parte del continente americano es una de las que posee una de las más altas tasas de urbanización del mundo. Si bien es cierto este origen preindustrial de la ciudad latinoamericana, también 10 es que ahora, como resultado -primero- de las distintas políticas regionales y nacionales de industrialización y -después- de aquellas otras basadas en el dogma de la liberalidad económica, la desindustria1ización y la urbanización acelerada pueden ser eventos simultáneos. Pero en América Latina las ciudades no sólo existieron con 218
anterioridad a la industria. sino que Fueron incluso anteriores al contacto masivo e intruslvo que sufrieron por parte de las sociedades europeas mediterráneas desde el siglo'.,' A su llegada al continente, los europeos no sólo cncontr.uou grupos tribales, cazadores, recolectores y sociedad.' Lw\hiV I ; encontraron ciudades con siglos de cxi:;il·l,l\.:;~\ En efecto las ciudades ya existían y además eran la sede de mmon.u.tcs S(\ciedades estatales. A tales complejos urbanos Sl' k,') han ele-nominado cíndades-Esuulo reconociendo la centralidad llll(' puseían para vertebrar no sólo 1::1 vida pol ilicn y cconónuca de b,'i sociedades precolombinas, sino para enfatizar Jo,'; modos (k vida civilizados y altamente refinados con Jos que los l~LlrOpl'OS se encontraron. En la mejor tradición etucgráficu. cronistas, viajeros, misioneros y soldados han dejado sus relatos y crónicas acerca de las formas de vida que observaron y ele las ciudades que conocieron. Esta profundidad histórica nos permite plantear a la ciudad y culturas urbanas Iatinoamcricnnas como procesos que pueden ser encuadrados como pertenecientes u la longue duree. La diversidad, la diferencia, la alteridad han sido objetivos explícitos de la antropología. La mirada sobre los lenguajes, las formas de vida, las visiones del mundo de los no occidentales, de los otros, de los «salvajes», de los no urbanos, suponemos nos ayudará a entender, además de lo genéricamente humano, nuestras propias especificidades. Esta ruta ha sido la vía privilegiada por la antropología en el conocimiento de las otras sociedades, y en este camino esperamos poder encontrar respuestas significativas a interrogantes sobre nosotros luismos. Sin embargo, tan plausibles objetivos no pueden ser separados de sus condiciones de producción, del ambiente en que fueron engendrados. La antropología, como se sabe, es una hija genuina de Occidente (Duchet, 1977); es producto de sus valores y formas de vida. Fue forjada en sociedades que reconstruían el mundo y definían el nuevo mapa político de nuestro planeta asignando posiciones centrales a las sociedades que encarnaban claramente el modelo civilizatorio de Occidente (con sus ciudades metropolitanas y fábricas), y lugares periféricos a aquellos que eran distintos O no compartían tal empresa. Pero también compartía con las sociedades de las que era producto, además de la cen219
tralidad política que da origen al mundo contemporáneo, un ambiente urbano e industrial decimonónico que, sin duda, va a incidir en su manera de construir su propio campo de estudio. Para que la antropología pudiese surgir eran necesarios, además de un conjunto de Supuestos epistemológicos, otro conjunto de condiciones materiales consecuencia del excedente económico de las sociedades metropolitanas; tal excedente se materializaba en bibliotecas, museos y colecciones etnográficas y en la formación de «masas criticas» que se organizaron en tomo de sociedades científicas, universidades y, desde luego, financiamientos que le pennitiese a algunos dedicarse a estudiar a los otros. Me atrevo a afirmar que desde su origen la antropología no pudo librarse de cierto urbano-centrismo, el que, entre otras cosas, sin duda le permitió construir la alteridad más fácilmente por medio de distintas experiencias de trabajo de campo etno~fico entre sociedades tribales o rurales, en aldeas y en comumdades pequeñas pero, al mismo tiempo, le dificultó hacer otro tanto (es decir identificar y problematizar la diversidad cultural) en otras sociedades y grupos sociales que habitaban en ciudades sean propias o ajenas. Tal dificultad para percibir lo urbano es señalada por Amalia Signorelli cuando comenta que para el caso de Italia, que pue~e enorgullecerse de poseer la red de ciudades más antigua y s~hda de Europa, son muy pocas las investigaciones antropológicas sobre ciudades italianas tanto de .autores locales como de extranjeros (cf. supra: capítulo primero). Si pensarnos que la reflexión y conocimiento sociales no son sólo la obra de grandes pensadores e intelectuales ---<:omo Simm.el o. W~ber, en el caso que nos ocupa- sino de grupos, redes e mstrtuciones productoras de conocimientos, debernos afirmar que las primeras reflexiones sociales sobre la ciudad moderna Se deben al trabajo teórico, pero sobre todo empírico -de los etnógrafos, como los llama Hannerz- de la escuela de Chicago, la c~al abordó a su propia ciudad como objeto de estudio y análisis, La mirada antropológica no estuvo ausente en tal reflexión; de hecho, a manera de ejemplos, los trabajos de Park, Burguess y Mackenzie (1925), Wirth (1938), Whyte (1943) Y Wamer (1963 [1941-61]) demuestran cómo el trabajo de hormigas, al estilo antropológico pudo, en su momento y con sus 220
instrumentos, dar cuenta de procesos de urbanización e industrialización en diversas ciudades norteamericanas. 1 En la primera mitad de los setenta Foster y Kemper, a diferencia de Hannerz, señalaban pesimistamente que «los antropólogos están llegando tarde a la investigación urbana» (Foster y Kemper, 1974: 1). Ellos mismos recordaban que Urban Anthropology «la primera publicación antropológica dedicada a la investigación urbana, empezó apenas en 1972» (ibíd.). En el contexto de esa discusión cabe recordar la afirmación de Gulick «la antropología urbana no es una subdisciplina en el sentido de un sistema intelectual y coherente que el término implica, sino que consiste en un conjunto de nuevas direcciones que algunos antropólogos están tomando» (1973: 980). Años más tarde Kemper mismo (1992), después de analizar información estadística sobre los antropólogos urbanos en Estados Unidos, concluye que el campo aún está en maduración no obstante la gran cantidad de profesionales en él; corrobora que goza de mejor salud que la que tenía al principio de los setenta, aunque lamenta que pocos se encuentren preocupados por desarrollar la parte teórica o metodológica de los procesos de urbanización y el urbanismo. Por otra parte, como bien se sabe, en los estudios de la antropología británica en África se funda otra de las vertientes de los estudios urbanos. En un solo movimiento teórico los británicos desarrollan tres campos problemáticos: la antropología política, la urbana y la de las sociedades complejas cuyas fronteras resultan de difícil definición. En ellas el análisis situacional, el estudio de caso extendido fueron aportaciones metodológicas de primer orden. Gluckman, Cohen, Mitchell, Banton, Kapferer, entre otros serán figuras relevantes en este proceso (cf. Hannerz, 1986 y De la Peña, 1994). Pero regresemos a Latinoamérica. ¿Cómo se funda la antropología latinoamericana?, ¿cómo se desarrollan en ella las investigaciones urbanas y qué desarrollos particulares han tenido? Una primera respuesta que se antoja hacer a estas interrogantes es que en América Latina la antropología se funda con
1. Esta tradición de la llamada ecología urbana seguirá presente durante varias décadas y llegará con sus preguntas y debates hasta América Latina. No obstante, la etnícidad urbana seguirá siendo cultivada en trnbajos como los de Suttles (1968).
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razones y lógicas diferentes a las de Europa y Norteamérica. Para empezar, las sociedades latinoamericanas nunca fueron metropolitanas ni poseyeron colonias, cuyo dominio político requiriera de algún tipo de etnografía. Son sociedades que todavía este siglo se debaten en preguntas acerca de su ser nacional y aspiran a alcanzar procesos de modernización económica y política, lo que no pocas veces significó iniciar varias veces la lucha por la democracia. En efecto, en Argentina, por ejemplo, la antropología aparece como una disciplina más claramente ligada en sus orígenes a la concepción boasiana de un conjunto de disciplinas antropológicas ligadas entre sí; aunque en realidad estaba teórica y paradójicamente más ligada al historicismo cultural alemán. De hecho, sus profesionales deben desarrollar su disciplina en un contexto de ciencias sociales donde el ensayismo enciclopédico decimonónico y la reflexión sociológica son hegemónicos. Pero la antropología no tema como principal enemigo a las otras disciplinas sociales; en Argentina al igual que en Brasil y otras sociedades sudamericanas, los principales enemigos de la reflexión antropológica fueron los Estados nacionales de corte autoritario, que cerraron universidades, persiguieron, encarcelaron, deportaron y asesinaron a profesionales de las ciencias sociales. Los antropólogos, al igual que otros ciencistas sociales, debieron refugiarse en consultorías privadas, en organismos civiles de investigación, en organizaciones no gubernamentales y desde ellas, con patrocinio de fundaciones y organismos internacionales, debieron preservar, a veces de manera fragmentaria y autocensurada, una vocación de investigación social ligada a las causas populares (cf. Herrán, 1998 y Lechner, 1990). El caso brasileño comparte con el argentino el hecho de que durante algún tiempo la antropología debió subsistir enfrentando al Estado. Sin embargo, en Brasil-una de las naciones más urbanizadas de América Latina- la antropología surge en buena medida como el resultado de la investigación de la etnología francesa y también como consecuencia de importantes programas de becarios, estatalmente apoyados, que permiten diseminar en todo su territorio profesionales formados en Europa y Estados Unidos. En efecto, es gracias a esta relación con esas antropologías metropolitanas que en Brasil la disciplina se asocia a museos, universidades y más tarde a importantes progra-
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mas de posgrado. El resultado es que hoyes el país de Amé~ca Latina con mayor número de posgraduados en an~opologIa y con una de las tradiciones académicas más consolIdadas que cuenta con amplio reconocimiento social (Oliven, 19:4). No obstante su importancia Ycrecimiento (d. Arizpe. 1988), las antropologías latinoamericanas no han podido constrttnr una comunidad científica que comparta hallazgos, pregu~tas, campos problemáticos y construya respuestas ,en Intenso diálogo. Hoy los intercambios, investigaciones conjuntas y acces~ a publicaciones locales resultan prácticas poco comunes Yde diffcil materialización. Sin embargo, y no obstante lo correcto de esta afirmación, es innegable que, por distintas razones y~ se han acumulado una buena cantidad de estudios antropológicos que se han realizado en distintas ciudades latinoamencanas sobre experiencias, procesos Y temáticas propiamente ~lrbanas con los cuales se ha podido desarrollar una vena esp:cífican:ente urbana en la antropología, aunque se siga de~auendo SI tal antropología es de la ciudad o antropología en la ciudad. Por su parte, la antropología mexicana a ~iferenc~a de. ot~s antropologías latinoamericanas, no tuvo un ongen umverslt~n~. Su campo de discusión se fue generando d.e cara al poder ~ubh co y sus demandas acerca de la íncorporacíón de la~ pobl~clOnes indígenas a la sociedad nacional. Sin em~a~go, h~ Inc~rslO~ado desde hace mucho tiempo y mediante distintas ínvestígacrones en un campo o subespecialidad: la antropología urbana, o m~Jor dicho, los estudios antropológicos que han tOrnado como objeto analítico distintos procesos sociales que se ven(1Can en l~ c!udad. Como señala Eunice Ribeiro (1986), para el caso brasileno «ha sido más una antropología en la ciudad que de la cIt~dad». Hoy en México contamos con una red nacional de estudiosos de 10 urbano, en la que participan de manera destacada los ~n~rop6lo gos alIado de sociólogos, urbanistas, demógrafos, psicólogos e his;oriadores; también se han consolidado .dist~~tos progra~as de pos grado que incluyen líneas de tnvesngacron "! formación académica con énfasis en lo urbano y existen tamblen. al ~en~s cinco evaluaciones que intentan recuperar esta compleja ~s~ona de la antropología urbana y que problematizan desde dlst~ntas ópticas tal proceso (d. Quintal, 1983; Alonso, 1984; Sariego, 1988; De la Peña, 1993 Y Nivón, 1997). Es interesante recordar que aunque desde hace mucho
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tiempo la escuela de Chicago tuvo una gran presencia en nuestro país (Redfield, Lewis, particularmente), este campo de problemas tarda mucho tiempo cobrar carta de legitimidad en los estudios antropológicos. Su agenda y debate acerca de la contimudad y la ruptura entre la sociedad tradicional [olk y la moderna y secularizada sociedad urbana, su caracterización de la cultura de la pobreza y más tarde de la cultura de la vecindad se dan en un nivel internacional y tiene poco impacto en México.? De hecho los antropólogos mexicanos que incursionan en el estudio de las ciudades (desde los cuarenta y hasta los sesenta) están interesados, más que en la cultura, en otras temáticas más cercanas a lo laboral y a las condiciones materiales de vida resultado de los procesos de industrialización. (Por ejemplo: Gamio, 1946; Pozas, 1958; Stavenhagen, 1958; GonzáIez Casanova y Pozas 1965.) Sin embargo, es en los sesenta donde podemos ubicar un interés por hacer antropología en la ciudad y las temáticas así lo atestiguan: de manera pionera y excepcional los trabajos de Valencia (1965), sobre la Merced, hasta entonces el mercado más grande de la ciudad de México, de Nolasco (1981) que compara cuatro procesos urbanos, de Kemper (1976) que problematiza la etnícidad, el de Lomnitz (1975) clásico en el estudio de redes y procesos y estrategias de sobrevivencia de sectores populares, de Alonso et al. (1980) que parte de los enfoques marxistas y Arizpe (1976) sobre la migración étnica -entre otros- logran, en su conjunto, iniciar esta tradición en México. La ciudad sin duda es el escenario, y no sólo el telón de fondo, de muchos procesos y actores sociales. En ella existen de una manera particular los sujetos y las clases sociales. Tanto unos como otras establecen con el medio urbano en el que viven un complejo de relaciones. Durante los setenta y hasta principios de los ochenta asistimos en la investigación urbana al florecimiento de los estudios sobre movimientos sociales, sectores populares y la fuente de su inspiración al igual que en caso italiano señalado por SignoreIli ha sido el marxismo. Durante estos años Gramsci, Cirese, Lombardi Satriani son fuente de 2. Es interesante señalar que la cultura de la pobreza y más tarde de la vecindad (espacio residencial multifamiliar caracterizado, entre otras cosas, por lo precario de sus servicios y el hacinamiento en el que habitan sectores populares de México cf. Lornnítz 1975. Lewis 1957 y 1959) dieron lugar en su momento a un debate nacional en el que permanecen prácticamente ausentes Jos antropólogos mexicanos.
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inspiración teórica e ideológica en los estudios sobre los movimientos populares, los asentamientos «espontáneos» de los sin techo. En México se estudian los movimientos urbano-populares en ascenso que se enfrentan a las administraciones estatales en busca de tierra y de servicios urbanos, que dan lugar a invasiones de terrenos para construir viviendas en ciudades perdidas, que tienen sus homólogas villas miseria, [ave/as, shantytowns en toda América Latina. Este enonne despliegue de estudios acompaña las movilizaciones sociales en diversas ciudades del país. Las clases sociales, como bien es sabido, son algo más que la suma de los individuos que las componen; poseen una materialidad que se cristaliza no sólo en los propios sujetos, sino en un conjunto de prácticas sociales, ámbitos institucionales y culturales como creemos ya ha sido asentado. Sin embargo, de igual manera los individuos son algo más que ciegos portadores de relaciones sociales o encarnación de la historia; poseen la cualidad de ser sujetos -no sólo estar sujetos- de la historia. Sin embargo, sin esas relaciones e historia probablemente sería ininteligible su acción social e incluso su vida personal misma. Sin duda las relaciones entre clase social, sujeto e historia no son sencillas. Edward P. Thompson ha planteado que la clase obrera es resultado de un proceso histórico mediante el cual se «hace» (making); también ha dicho que
se sabe no se hacen en el vado, se hacen en una espacialidad y temporalidad históricamente determinadas, En el caso que nos ocupa, tienen una existencia urbana por lo que podemos afirmar que las clases existen en la ciudad y la ciudad existe en las clases. La clase se explica por la historia que hace y que la hace, pero también por el espacio, por la geografía, por el territorio donde se hace y que la propia clase ayuda a hacer (cf. Soja, 1989). La fonnación de las clases puede ser entendida como un proceso, pero éste es ininteligible sin algún contexto. Sin embargo, los contextos son múltiples y diferenciados y esta evidencia muchas veces se olvida al plantear --como hizo hace varias décadas el culturalismo norteamericano--- que los modelos de urbanización, de industrialización, de modernización económica y de globalización de las relaciones mundiales tienden a homogeneizar muchos de los aspectos de la vida y cultura de las distintas sociedades. En el caso mexicano, además, se ve con suma preocupación su integración económica a un bloque norteamericano mediante su incorporación desde 1994 al Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA). Sin embargo, también la antropología ha documentado que cada sociedad, que ha transitado de modos de vida tradicionales a estilos de vida modernos, ha debido desarrollar formas de vida social propias e irrepetibles que en su interior portan una gran heterogeneidad y vitalidad. Frente a estas dos alternativas de análisis aquí quiero plantear que las tendencias que apuntan hacia la homogeneización social, no excluyen la heterogeneidad cultural, y que tal heterogeneidad es resultado de la heterogeneidad social misma, que la vida en la ciudad tiende a ocultar en una aparente homogeneidad urbana. Pretendo plantear que la diversidad de formas de existencia de las distintas clases sociales, da lugar a una condición urbana diferenciada y que pocas veces se repara en ello cuando se hacen generalizaciones sobre clases, grupos sociales, ciudades o sociedades enteras. Esto supongo, permitirá replantear, matizar y problematizar las generalizaciones que usualmente se hacen sobre las sociedades latinoamericanas y sobre las clases sociales que las forman. La vida social contemporánea descansa sobre la existencia de un sector de la sociedad que mediante su trabajo produce los bienes, valores y servicios que son demandados por la sociedad. Dada la dinámica de la competencia capitalista el mundo del
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trabajo -es decir el de la producción material- tiende a «estandarizan) flexiblemente la jornada laboral tanto en su duración como en sus caracteristicas organizativas y tecnológicas. Sin embargo, como bien se sabe, la industria es algo más que procesos económicos o tecnológicos. En efecto, las primeras reflexiones científicas sobre la naturaleza de la industria y sociedad moderna sin duda se las debemos a Marx (18721875). Y a partir de ellas -sin que estuviese en Marx mismo--se ha abusado en el análisis y búsqueda de explicaciones en un nivel estrictamente económico o, peor tecnológico, de los procesos de industrialización y urbanización. Sin embargo, y por su parte, muchas sociedades (incluida la nuestra) han desarrollado diferentes formas de vida urbano-industriales sobre matrices culturales pre-existentes dando origen a fonnas «híbridas» de cultura que en si mismas portan una tensión entre la modernidad y la tradición. Ante esta evidencia las preguntas que se antojan hacer ---desde una perspectiva antropológica- consisten en saber si ¿existen formas o modos de vida, visiones del mundo, o culturas propiamente urbanas? En segundo lugar, indagar ¿cuál es el peso de la modernidad y la tradición en ellas? Y, finalmente, ¿cuál es la resultante de este encuentro? (cf. BarIra, 1987; García CancIinl, 1989 y 1990). Las sociedades urbano industriales capitalistas contemporáneas han desarrollado en una escala sin precedente la noción del individuo (cf. Macpherson, 1970), y esto aparentemente lo han hecho a expensas de liquidar muchos de los valores y estructuras que hacían viable la vida en las pequeñas comunidades preindustriales tales como las familias extensas, con sus redes de reciprocidad y otras instituciones y prácticas sociales por medio de las cuales el individuo podía recrear su subjetividad utilizando distintas instancias culturales que ritualmente resolvían los conflictos, facilitaban los pasajes, asignaban los roles, en suma establecían la sociabilidad en el mundo individual, dándole -desde una perspectiva social y subjetiva- un sentido a la vida y una visión del mundo (del ser y del estar). Por tanto, se ha concluido también, que con relación a las antiguas y tradicionales formas de vida -que se desarrollaban en comunidades homogéneas o corporadas-c-, hoy ya existe una gran distancia cultural, espacial y temporal, en las nuevas formas de vida que se desarrollan en modernas sociedades urbanas, estratifica-
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das y secularizadas de la era industrial. Del mundo rural y étnico preindustrial a la sociedad de masas hay una gran diferencia en el tipo y calidad de la vida. En México al igual que en Italia la preocupación por la cultura obrera estuvo cercana al debate de las culturas urbanas, sin embargo, esta preocupación en el caso mexicano no se dio en el contexto de los antropólogos urbanos para quienes, según sus esquemas clasificatorios, tales preocupaciones constituían otra subespecialidad.é Sin embargo, un hallazgo importante de ambas líneas de indagación, consiste en que se pudo constatar que no representa lo mismo vivir en una ciudad industrial de reciente creación (como los polos de desarrollo promovidos por el Estado para industrializar regiones rurales del país), que en una «ciudad media» (especializada industrialmente), hacerlo en una «megalópolis» (como lo es el Distrito Federal y su área conurbada que forman la gran ciudad de México). También se pudo reconocer e identificar empíricamente distintas formas de existencia y experiencias urbanas dentro de una misma ciudad; que no da lo mismo vivir en un edificio de una unidad habitacional multifamiliar, que en una casa de una antigua colonia popular, en un fraccionamiento de reciente urbanización, en un pueblo absorbido por la ciudad o en un asentamiento irregular. Todos
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3. En México podemos observar que el análisis de lo obrero dio origen a un campo: la Antropología del Trabajo. En ella el análisis inicial estuvo orientado a recuperar la condición obrera y a elaborar al mismo tiempo una definición de ella; en ambas empresas podemos observar que la indagación tuvo que recorrer tres momentos analíticos: primero se debió acceder al proceso laboral mismo, a la fábrica, al momento del trabajo; después de vistas las limitaciones de esta sola dimensión, para explicar las prácticas culturales de la clase obrera, en un segundo momento se abordaron distintas formns de organización y acción obrera (estructuras sindicales y procesos de lucha obrera) en las que sin duda había implícito un deseo de encontrar formas esenciales de la existencia y cultura obrera. Finalmente en la medida en que para construir marcos explicativos sobre la condición obrera no bastaba recuperar las dos instancias anteriores -c-trabajo y organización sindical- fue necesario incursionar en el conocimiento y prnblematización de las condiciones de vida y existencia de sectores proletarios que viven en la dudad, y en ellos intentar aprehender lo espedficamente obrero. Un interés que estuvo implícito en todos estos momentos fue el de definir aquellos momentos, ámbitos, procesos y demás características esenciales de la existencia obrera; de ahí que buena parte de este proceso constitutivo de este campo intelectual pueda ser considerado como un proceso de búsqueda de la sustanclalidad o esencia obrera (Nieto, 1994 y 1998). Esta empresa intelectual -y política- si lo pensamos detenidamente, implica un proceso similar al que, en otro contexto social, se hiciera por antropólogos para definir lo campesino en el campesinado {cf. Wolf. 1971).
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estos ámbitos dan existencia a una condición urbana diversificada en una o varias ciudades y permitieron plantear la hipótesis de que asistimos al proceso de constituci~n de ~istintas e~ periencias urbanas, que coexisten en una misma CIudad o a lo largo del sistema urbano nacional. De esta manera se pue~.e hacer relevante además del proceso, el contexto donde son tejidas las relaciones sociales. En efecto las formas de vida urbana que históricamente se han dado en las áreas centrales de la ciudad de México, pueden ser distintas a aquellas que se generan en la periferia metropolitana. Estas nociones -zona central y periferia- serán sujetas siempre a una redefinición que es dada, más que por la geografía y arquitectura urbanas, por el conjunto de relaCIones SOCIales que dan estructura a la ciudad y que. son estructur~ntes de su vida urbana. El territorio, sin duda SIempre es socI~lme?te construido y en él la «periferización» no ~ólo e~ geográfi~a ~mo también social. Se puede constatar la existencia de «penfenzaciór» del centro urbano, al lado de la centralidad de algunas partes de la periferia.4 . ' Sin embargo, y no obstante las dIferenCIas que puedan localizarse en las distintas formas de vivir la experiencia urbana por diferentes clases y grupos sociales, .sabemos.. también que la ciudad es compartida, usada, consumida comunmente -~un que de manera diferente- Y ello da lugar a que e~ un pnmer nivel la experiencia urbana aparezca como un conjunto de rasgas que son el resultado de una experi~nciapropi~me?te urbana --comúnmente compartida. Es decir, la experiencia metropolitana es identificable por los rastros q~: ~eja vivi: en. ésta y no en otra ciudad. Sin embargo, tal espeCIfiCIdad no. impide v~r la generalidad de los procesos Yexperiencias. Es decl~ la :spe~l ficidad de los procesos particulares no creo que nos impida m4. La escuela de ecología urbana de Chicago propuso la teoria de los círculos concéntricos para explicar el cambio en el uso del suelo urbano. En el caso de la ciudad de México actualmente es muy difícil definir qué es su centro.: por ~n~ pm,te, existe el «centro histórico», pero en esa misma zona hay áreas de obvia penfen~clón social; por otra parte, en el norponiente s~ ha configurado una zona que central~za ~~ actividades financieras, sociales, económicas y de alta cultura modernas ~artlc~l mente en el triángulo que formarían Naucalpan, Huixquiluca~Y la Delegación Miguel Hidalgo. Véase la propuesta que elabora Ward (1991: 93-98 Y figura 2.7) para entender la segregación social en el espacio metropolitano donde además de círculos encuentra cuñas.
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tentar algún tipo de generalización -aunque está solo sea de «rango medio» y aplicable a un grupo social (d. Geerlz, 1987). La ciudad de México ha sido, sin duda y literalmente, construida por los trabajadores que en ella han habitado, sin embargo, al mismo tiempo ha representado para ellos la paradoja de ser una ciudad que socialmente les ha sido expropiada y en la que han debido, para habitarla, ubicarse de manera diferenciada y periférica. Algo que es importante señalar es que en la ciudad de México, aunque la clase obrera vive diferenciadamente, no lo hace de manera segregada en guetos clasistas por los que pasan distintas generaciones obreras como ha sido ln experiencia de otras latitudes europeas.s La versión mexicana actual del barrio obrero en la ciudad de México 110 conserva la homogeneidad clasista que pudo haber tenido a principios de siglo donde aparentemente, según testimonios históricos, la cultura obrera florecía como en otras latitudes del mundo en barrios que se distinguían por su sabor proletario del resto de la ciudad. En efecto, los historiadores del movimiento obrero nos han transmitido una imagen de la clase obrera, de principios de siglo, tal vez un poco idealizada, que si bien era pequeña, también era mucho 111ás consistente y homogénea culturalmente que la que hoy podernos observar. 6 Se antoja pensar que en los contextos pequeños, en las estructuras societales más simples la polaridad clasista «clásica» se da casi de manera «natural» y que las estructuras mayores, o más complejas (como puede ser el caso de una gran metrópoli), 5. Para el caso italiano pueden verse los ejemplos de barrios obreros descritos en Levi el al. (1981) y para el caso británico a Hoggurt (1990) y las obras de Hobsbawm y Thcmpscn. 6. Sobre esta época y características se ha afirmado que «una cultura obrera única y diferenciada l ...] fue propio de los inicios de la formación de la clase obrera. en barrios habitados por trabajadores que les permitían una cierta homogeneidad en la fábrica y el tenitorio y la construcción de una identidad que sintetizaba los dos momentos de su reproducción total como sujeto social. En México, aunque tardíamente y con sus propias especificidades culturales, en los años veinte encontramos algunos sectores de la clase obrera que asumen las características de aquel proletariado que era el sujeto revolucionario del marxismo, del anarquismo y de sus continuadores. En las zonas fabriles de las ciudades más importantes, en los compauv towns y demás enclaves industriales de la provincia, existía una clase obrera que asumía su identidad diferenciándose de los empresarios en el proceso de producción, y en sus prácticas de vida cotidiana, procuraba controlar su reproducción fabril y su reproducción cotidiana, aún no le entregaba a la industria cultural el control de su tiempo libre» (Quiroz y Méndez, 1991: 112-113).
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en la medida que se introducen nuevas variables, sujetos y situaciones, se desdibuja, por así decirlo, la centralidad del conflicto biclasista y en la estructura misma del propio espacio se expresa la desigualdad y heterogeneidad social. Por ello hoy podemos afirmar que en la ciudad la clase obrera ya no es homogéneamente segregada; en ella se expresan y r~produc:n las desigualdades sociales que históricamente han sido configuradas; en ella coexisten distintos sectores y clases. SOCIales. Por ello no planteamos la existencia de una forma úm~a de cultu~ y ~ondición urbana para la clase obrera metropohtana; asurmmos que el terreno cultural esta teñido de tensiones y qu~ éstas tienen su eficacia en la heterogeneidad de los modos de VIda urbanos que la clase ohrera ha desarrollado. Pero regresemos a lo urbano. Hacia finales de l~s. oche~ta asistimos a 10 que ha sido denominado como una cnsis teór!c~ de las investigaciones sobre lo popular (cf. García Canclini, 1988 y 1991) Ya la paulatina pérdida de la capacidad explicativa de una de las orientaciones paradigmáticas más frecuentemente utilizadas en la investigación de lo urbano: el enfoque desarrollado por la escuela sociológica de la economía política de la urbanización (de inspiración francesa y espaüola pero con gran influencia y desarrollo local en América Latina). L~ q~e .da como resultado que, de manera generalizada, desde principios de los noventa, asistamos al retorno de lo cultural en los estudios urbanos." Este desplazamiento de la antropología mexicana a lo c~l.t~l ral coincide sintomaticamente con el abandono de los análisis marxistas y la relectura de autores básicos en l.a sociología ~ antropología de la cultura (por ejemplo: Bourdieu, 1990;..Wllliams, 1981; Geertz, 1987; Sahlins, 1976). Coincide también a escala internacional con el nuevo auge de algunas comentes simbólicas y el surgimiento y expansión posmodema de la antropología; procesos que sin duda no son lo mismo: Sobre esta época se ha afirmado que en México el desplazan~lento puede ser sintetizado como el proceso teórico que va de la subcultura a la producción del sentido (Nivón, 1988). Podríamos agregar que
7. Desde mi punto de vista dos trabajos van a ser antecedentes muy importa?tes en este sentido el de Giménez sobre cultura popular y religión (1978) y el de Anzpe (1987) sobre la cultura en tina ciudad media, Zamora.
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puede ser pensado también como el desplazamiento que va desde los movimientos sociales y las culturas populares hacia el consumo cultural y lo ciudadano. O bien, como aquel otro que cambia sus objetos (¿y sujetos?) de estudio tradicionales -como las formas de lucha urbana y nuevos movimientos sociales- por nuevas dimensiones analíticas en el habitar la ciudad. En el ámbito teórico podría simplificarse como el desplazamiento de Gramsci a Bourdieu. En este ambiente se regresa y revaloran las viejas obsesiones del ensayismo latinoamericano acerca de la naturaleza de lo nacional, el debate sobre la tradición y la modernidad y la relación entre el sujeto y la masa," El nuevo ensayismo, no es un proceso mexicano, sino latinoamericano. Está ligado a la reflexión cultural e incluye -además de antropólogos- a sociólogos y estudiosos de la comunicación y los medios, en prácticamente todo lo largo de América Latina. Ha tenido como sedes lo mismo organizaciones no gube~a~e~tales, de escala nacional o en todo el continente, que a mstrtuciones académicas (como FLACSO y CLACSO) y un buen núrnero de universidades. La agenda de este neo-ensayismo actualiza las viejas preguntas en nuevos contextos y con nuevos problemas y propone lo que podríamos considerar un nuevo paradigma de los estudios culturales en América Latina.? el encuentro de la diversidad cultural, la multiculturalidad, la globalización y mundialización de las relaciones sociales con relación a los procesos de producción de sentido; el papel cultural que juegan los medios tradicionales y el de las nuevas tecnologías informáticas y de comunicación; la reflexión acerca de la nueva naturaleza de los bienes simbólicos industriales; los procesos de construcción de 8'. Desde el siglo XIX los ensayistas latinoamericanos han desempeñarlo un pape] muy importante en la constitución de grupos intelectuales y en la reflexión social. Los cafés, .las tertulias literarias, las crónicas y críticas en periódicos y revistas han sido sus trincheras para participar en el debate público. El ensayo, por cierto. sido un género nuevamente actualizado por la producción académica (d. García Canclini 1991 ~ prácti~amente toda la obra de Monsiváis y Bartra), Sobre la importancia de lo~ ensayistas Y filósofos de la cultura y su recuperación heurística véanse Nivón 1998 y Reygadas, 1998. ' 9. Empresa intelectual que nos recuerda la originalidad y éxito que tuvo -durante los sesenta y parte de los setenta- otra temía de Oligen latinoamericann- la de la dependencia. Su existencia confirma la vitalidad de lo que Krotz (1993) denomina antropologfas del sur.
ha
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nuevos espacios para la modernidad y la reapropiación de otros por parte de la tradición; el surgimiento de fonnas nuevas de ciudadanía cultural y las culturas ciudadanas existentes en los contextos multiculturales; entre otros temas. Representantes muy importantes de esta vertiente son: José Joaquín Brunner (1992) en Argentina, Roberto Da Malta (1980 y 1987) Y Renato Ortiz (1996) en Brasil, Jesús Marin Barbero (1980, 1983, 1987 Y 1989) en Colombia, Norbert Lechner (1982, 1983 Y 1990) en Chile, Gilberto Giménez (1987), Roger Bartra (1987 y 1992), Carlos Monsiváis (1984, 1987) Y Néstor Garcia Canclini(l981, 1989, 1990, 1991, 1992, 1994, 1998) en México. Algo característico de esta producción intelectual es que la mayoría de ellas son sustentadas más en enfoques cualitativos que cuantitativos y que todas son resultado, además de la reflexión personal y creatividad propia, de investigaciones de largo aliento muchas veces concebidas como procesos que permiten la formación de grupos y redes de investigación. En muchas de estas investigaciones lo urbano ha sido reelahorado como metáfora de la cultura. La ciudad es un laberinto por donde se debe pasear para comprender las complejidades de las sociedades latinoamericanas. La falta de orden con que es posible pasear por ella nos lleva a un análisis de la cultura siempre complejo y contradictorio. Por ello, no es extraño encontrar incongruencias en diferentes textos de un mismo autor y posiciones divergentes entre ellos, precisamente porque la interpretación del sentido, desde tan variados puntos de vista, es necesariamente múltiple y diversa. Lo micro ejemplifica y contiene lo macro. Para explicamos lo específico de las sociedades latinoamericanas se han intentado ejercicios particulares sobre la sociedad brasileña, chilena y mexicana: Da Malta (1987) nos conduce por la casa, por su sala, el comedor y las habitaciones, que se encuentran en oposición-complementariedad a la calle; por su parte, Leclmer (1990) se interesa por los patios interiores de la democracia y García Canclíni (1989) por las calles, por las entradas y salidas y encrucijadas de la ciudad. La ciudad para todos es el espacio privilegiado de la modernidad y de sus procesos contradictorios de nuestras sociedades donde conviven lo tradicional y lo moderno, el centro y la periferia, el sistema social y la persona, las clases sociales y los ciudadanos; la ciudad es también metáfora de la cultura, de sus posibilidades infinitas de conocerla. 233
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ÍNDICE
Prólogo. Un libro para repensar nuestras ciudades, por Néstor García Canclini
IX
Agradecimientos
PRIMERAPARTE
PROBLEMAS
Capítulo primero. Un recorrido de búsqueda e investigación . . . . . . . . . . . Capítulo segundo. Ciudad y diversidad . . . . Capítulo tercero. Ciudad y conflicto Capítulo cuarto. Ciudad: espacios concretos y espacios abstractos .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5 16 37 53
SEGUNDA PARTE A LA BÚSQUEDA DE UN PARADIGMA Capítulo quinto. La antropología urbana: recorridos teóricos . Capítulo sexto. Estudiar un problema a escala nacional: la casa en Italia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
250
67 89 251
TERCERAPARTE
A LA BÚSQUEDA DE UN OBJETO: ESTUDIO DE CASOS Capítulo séptimo. Pietralata: las luchas por la vivienda. Capítulo octavo. Pozzuoli, la ciudad bella. . . . . Capítulo noveno. Historias de trabajo en Nápoles Capítulo décimo. La afición y la ciudad virtual Capítulo onceavo. La ciudad multiétnica . . . ..
121 140 161 189 206
A manera de epílogo. Cultura y antropología urbanas en América Latina: la experiencia mexicana, por Raúl Nielo Calleja
217
Bíbliografía . . . . . . .
239
252