Sartre Walter Biemel
SALVAT
Versión española de la obra original alemana Sartre, publicada por Rowohll Taschenbuch Verlag GmbH. Hamhurgo Traducción: Rosa Pilar Blanco Diseño de cubierta: Ferran Cartes / Montse Plass
© 1995 Salvat Editores, S.A. © Rowohlt Taschenbuch Verlag GmbH. Hamburgo, 1983 ISBN: 84-345-9114-6 (Obra completa) ISBN: 84-345-9157-X (Volumen 43) Depósito Legal: B-2945I-I995 Publicada por Salvat Editores, S.A.. Barcelona Impresa por Printer. i.g.s.a.. Septiembre 1995 Printed in Spain - Impreso en España
INDICE
1. I n t r o d u c c ió n 2. ¿ Q ué
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8. L ib e r t a d en la n o - l ib e r t a d : «M u e r t o s sin sepu ltu r a » ......................................
90
9. A r r o g a n c ia y r e s ig n a c ió n : « E l d ia b lo y D io s » ...................................................
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10. L ib e r t a d
y e l e c c i ó n ................................................
113
11. L ib e r t a d
y f a c t ic id a d :
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125
12. L ib e r t a d
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138
«L f;s T em ps M odf .r n e s » .
142
14. S a r t r e y e l m a r x ism o : L a r e v o l u c ió n u t ó p i c a .........................................
158
13. S a r t r e ,
La
r e s po n sa b il id a d
p o l e m is t a :
15. E l
t e s t a m e n t o de S a r t r e : SU IN T E R P R E T A C IÓ N D E F l A U B E R T ........................
174
16. E p í l o g o ...........................................................................
192
Notas
.....................................................................................
195
C r o n o l o g ía ...........................................................................
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T e s t im o n io s ................................................................................202
JEAN PAUL SARTRE (1905-1980)
Jean Paul Sartre nació en París en 1905. Finalizados sus estudios en la prestigiosa École Nórmale Supérieure de esta ciudad, orientó su actividad hacia la enseñanza, compaginándola con una brillante creación literaria. En 1933 abandonó temporalmente la labor docente para ampliar sus conocimientos filosóficos en Berlín, en especial de Husserl y Heidegger. Al estallar la II Guerra Mundial, en 1939, fue movilizado, cayendo al poco prisionero de los alemanes, aunque en 1941 pudo reanudar sus clases. A esta época corresponden sus primeras obras: La náusea (1938), El ser y la nada y Las moscas (1943), entre otras, de las cuales las dos últimas contienen la definición del existencialismo y la apología de la libertad absoluta, que retomaría en obras posteriores. En 1945 abandonó definitivamente la enseñanza y fundó la revista Les Temps Modemes, consagrándose a partir de entonces a la actividad literaria y política. Pertenecen a esta época Los caminos de la libertad (1945), A puerta cerrada (1945), Muertos sin sepultura (1946), Las manos sucias (1948), El diablo y Dios (1951) y El existencialismo es un humanismo (1946). En 1964 le fue concedido el premio Nobel de literatura, pero renunció a él; es el año en que escribe Les mots. una especie de autobiografía de su infancia. Su inquietud humanista le impulsó a mantener una actitud de compromiso, a poner en práctica su ética política. En consecuencia, y casi hasta su muerte, en 1980, apoyó activamente a los partidos de extrema izquierda, dirigiendo durante algún tiempo los periódicos La cause du peuple y Libération. Por su concepción del hombre, definido como libertad y proyecto de ser, y por su extraordinario polifacetismo, ha merecido ser llamado filósofo de la libertad y el último hombre universal. ■4 Jean Paul Sartre
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1. INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
El rasgo de la vida de Sartre es su voluntad de actuar por medio de la palabra escrita, fenómeno que se revela en fechas muy tempranas. Sabemos que a los ocho años escribía con auténtico entusiasmo «novelas», es decir, narraciones pergeñadas al calor de las novelas de aventuras que caían en sus manos. Su modelo fue su abuelo materno, figura sobre la que gravitaba la familia, un profesor que «escribía libros», actividad que le granjea ba el respeto de un medio burgués. Sin duda, el primer estímulo de la voluntad de escritor lo constituyó para Sartre el deseo de llegar a gozar algún día del mismo prestigio y admiración que su abuelo. El placer de la fabulación es común a todos los niños, pero en el caso de Sartre subyacía el deseo de imitar a una persona de autoridad para llegar a ser como ella. Lo raro es que este deseo no se reduce a un capricho infantil, sino que se convierte en la «decisión» fundamental, en la elección de su existencia que deter minará toda su vida. Quince años más tarde, Simone de Beauvoir reflejará esta época (1929) con estas palabras: «Sartre vivía para escribir; tenía el mandato de testimoniar todas las cosas y de tomarlas por su cuenta a la luz de la necesidad'.» Y unas líneas más abajo: «Había que recrear al hombre y esa invención sería en parte nuestra obra. Ni siquiera nos planteábamos contribuir a ello de otra manera que con nuestros libros.» Aunque por aquella época todavía no había publicado nada, esta profunda convicción se adueñó por completo de Sartre, contagiando de paso a Simone de Beauvoir. Esa perseverancia en la decisión tomada, esa firmeza, son rasgos caracterológicos fundamentales de Sartre. El mismo experimentó en su carne su teoría de la elección. Rastreemos ahora las raíces vitales del existencialismo en la propia infancia de Sartre.
◄ El filósofo con su compañera Simone de Beauvoir. 9
SARTRE E l abuelo materno, un respetable p ro fe s o r«que escribía libros », sería m odelo de comportamiento para el pequeño Jean Paul.
Jean Paul Sartre nació en París en 1905. Cuando apenas había cumplido dos años, su padre, oficial de marina, cayó enfer mo en ultramar y falleció poco después. De hecho, Sartre apenas le conoció. Al enviudar, su madre se trasladó a casa de sus padres. Sartre, pues, se crió con sus abuelos. Tenía doce años cuando su madre volvió a contraer matrimonio. El paralelismo con la vida de Baudelaire nos viene inmediatamente a la memoria. Sin embar go, hay una diferencia básica: en el caso de Baudelaire. las segundas nupcias de su madre forzaron al poeta al aislamiento, a la sensación de estar condenado a la misantropía. Para Sartre, la ausencia del padre y la educación en una «familia ajena» supusie ron una enérgica autoafirmación. 10
INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
Radio Times.
El niño se siente seguro en el hogar paterno; acepta el cariño de los padres como algo lógico, como una especie de regalo al que se tiene derecho, y gracias a esta seguridad y a esta protec ción se abre al mundo. Sartre no conoció nunca esta situación. Un niño, con un desarrollo normal, vive el cariño de su entorno inmediato como una autoconfirmación que justifica su individuali dad. La situación de Sartre fue radicalmente distinta, pues, aun que a juzgar por los testimonios de que disponemos fue acogido por sus abuelos con extremado cariño, jamás se borró de su espíritu la sensación de ser un extraño, un huésped con el que hay que mostrarse amable, pero que en realidad es un intruso en la familia. En estas circunstancias, Sartre debe demostrar con su comportamiento que es digno de semejante acogida y, en cierto modo, debe ganársela a pulso. Una consecuencia derivada de esto es la ausencia del instin to de posesión, y el mismo Sartre lo ha recalcado: «Jamás he tenido un sentimiento de propiedad; nada me ha pertenecido nunca realmente, porque al principio de mi vida viví con mis abuelos, y tras el segundo matrimonio de mi madre tampoco me sentí “en casa” con mi padrastro; todo lo que necesitaba me lo daban siempre los demás2.»
Sartre a los ocho meses de edad. Su padre m urió cuando apenas había cumplido los dos años. 11
Sartre a los seis años.
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R* » 0 Times. Londres
INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
Esta declaración referida a su infancia será igualmente váli da para su vida futura. Cuando nada se posee, es fácil afirmar que no se tiene instinto de posesión; sin embargo, cuando Sartre ganó fama y sus modestos ingresos de profesor se incrementaron, manifestó la misma ausencia de sentido de posesión: siguió residiendo en la modesta habitación de un hotel, como en años anteriores, y sobre todo, se mostró muy generoso con todos sus amigos y con cuantos reclamaban su ayuda. Por ejemplo, el pintor Wols, que vivía también en el mismo hotel (Hótel de la Louisiane, rué de Seine). y al que Sartre apadrinó como un mecenas. Es éste uno de los muchos ejemplos que se podrían citar. Sartre no daba mucha importancia a su comportamiento; no le parecía especialmente meritorio ni laudable; la renuncia a la posesión era una más de sus concepciones vitales. Si no tenía dinero, se ajustaba a lo más imprescindible, sin torturarse por ello; cuando disponía de él, era capaz de celebrarlo como un sibarita. Sartre disculpa su generosidad aduciendo su desprendimiento, su despego de la propiedad y su situación durante la infancia; y aquí hallamos otro de los rasgos característicos de su personalidad: su modestia, ya que la carencia en su primera etapa de algo propio podría haberle provocado una reacción de avaricia, y no fue así. De las palabras de Sartre sobre su infancia se desprende algo más importante que su actitud frente a la posesión o a la propiedad: no se trata sólo de tener o no tener; la propia existen cia no le es regalada al hombre. Este tiene que legitimarla y cumplirla. El invitado tiene que ganarse su estancia en la familia ajena —puesto que su admisión no es inevitable—, y esta justifica ción o legitimación se convertirá en un punto crucial de la interpre tación sartriana de la existencia humana. El hombre sólo existe en tanto en cuanto puede legitimar su existencia con sus actos y su conducta. La existencia humana es un proyecto que hay que realizar. En su infancia, Sartre llevó a la práctica este pensamiento en las representaciones teatrales con su abuelo. Este poseía aficiones de comediante y le gustaba inventar escenas y representarlas con su nieto. Esta afición, gene ral en los niños, rara vez agrada a los adultos de forma que permitan un juego de igual a igual. En este juego, Sartre gana prestigio porque su compañero es la persona con más autoridad de su entorno inmediato. Creemos que también aquí reside la raíz vivencial de la teoría de Sartre que afirma que nuestra existencia es «interpretada», que cada hombre debe interpretarse a sí mismo, asumir un papel para poder convivir con sus semejantes3. Tesis, por otro lado, que ha 13
14 Richter. París
INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
suscitado numerosas críticas. Sartre representaba su papel de niño listo, gracioso, ingenioso e imaginativo que entretiene a los adultos y que se justifica a sí mismo con dicho papel. Aquí encontramos también el punto de partida de otra de las tesis fundamentales de Sartre que será analizada con más detalle en otro lugar: la relación con el prójimo, con los otros, es bási camente la de ser-observado y ser-juzgado a través de la con templación. Un niño sin padre y sin familia, sin hogar, se expone siempre a la crítica de aquellos que, por decirlo así, le han acogido a prueba. Es una especie de intruso y debe mantenerse siempre en guardia para soslayar este hecho, para relegarlo al olvido. Un intruso se siente continuamente observado; pero si es a través del juego como se justifica el propio ser —tal es el caso de Sartre—, entonces es el ser observado el que provoca la observación. Un niño que goza de seguridad vive desde sus primeros pasos con la evidencia de que su conducta, sus actos, son aproba dos, alabados y admirados, e incluso cualquier crítica implica aprobación en el sentido de que es-tomado-en-serio. por lo que no socava la pertenencia a la familia. Para el niño que vive en un hogar «ajeno» cualquier crítica es vivenciada como posibilidad de ser excluido de la «familia». Si en la actitud del niño «propio» subyace una confianza muy arraigada (esto es, la confianza de que está «en casa», con su familia, de que ocupa una posición ligada a su nacimiento), en el niño «recogido» predomina básica mente la desconfianza, la sensación de poder ser expulsado en cualquier momento, con motivo de la falta más nimia. Por eso no puede permitirse el lujo de representar mal su papel. Su sentimien to básico es el temor a ser-expulsado. El juicio, pues, el serjuzgado, se convierte en una cuestión de vida o muerte. El niño intruso nunca se sentirá seguro, nunca bajará la guardia, porque sabe que su presencia es simplemente tolerada, y la tolerancia puede acabar en cualquier momento. Como la relación con el otro se desarrolla dentro de este marco de riesgo, su actitud es la del combate, la de la agresividad. Una agresividad que es preciso disfrazar, camuflar con sumo cuidado. Al ser-juzgado le domina un constante recelo, y el no saber cómo le juzgan le hace doblemente receloso, puesto que podría suceder que bajo una máscara de amabilidad se ocultase el rechazo fatal. M Una Imagen tomada hacia 1910: Jean Paul, en brazos de su tío. ju n to con sus abuelos y su madre, durante una excursión familiar.
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Bildarchiv Siiddtmtscher Vertag.
Retrato de Sartre a los siete años.
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Rtchter. P/iris
INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA El pequeño Jean Paul (en el centro, con jersey) de rayas] ju n to con algunos compañeros de la escuela elemental. hacia 1916. Su maestro, que había sido movilizado, viste uniform e militar.
En la descripción de Sartre de las relaciones humanas vislum bramos todos estos elementos y estadios, que, si no conociéra mos su ambiente infantil, nos parecerían arbitrarios. Si no com prendemos la pena honda y oculta de su infancia, tampoco entenderemos por qué el Sartre adulto proyecta una agresividad tan desmesurada contra la burguesía, medio en el que se educó y al que hace responsable de estos tormentos. Tormentos que debía ocultar celosamente; por eso, en el instante en que logra la independencia, descarga todo su odio contra la clase de la que él mismo procede. Si la generosidad y la fidelidad a sus amigos, a los que socorre en los trances apurados, son rasgos caracterológicos muy típicos de Sartre, no lo es menos su agresividad, que se proyecta en principio contra su propio origen y luego contra aquellos a los que considera sus enemigos. Procede contra ellos de manera implacable. Su aguda inteligencia descubre contradic ciones en su postura, debilidades en sus argumentos, y su penetra ción psicológica halla —o inventa—razones plausibles para degra dar al interesado. Sin embargo, para ser justos, hemos de recono17
SARTRE
cer que Sartre no persigue con encarnizamiento a sus enemigos: a la fase de agresividad sucede otra de serenidad, y cuando el combate ha finalizado —con victoria para él— Sartre intenta hacer justicia a su enemigo, y éste se convierte en un compañero de lucha a la búsqueda de los interrogantes que plantea nuestra época. Como muestra de este afán polémico citaremos los dos artículos dedicados a Merleau-Ponty y a Camus. El primero de ellos ofrece uno de los análisis más lúcidos e interesantes de una determinada generación y de las transformaciones que le tocó vivir. No faltan en él momentos de autojustificación, pero lo más importante es el empeño de Sartre por analizar con ánimo since ro el desarrollo de una amistad hasta el momento de la ruptura y los inicios de un nuevo acercamiento que se vieron interrumpidos por la muerte. Pero hay un odio que, según afirmación del propio Sartre. no le abandonaría hasta su último suspiro: el odio contra su medio de procedencia. Más adelante intentaremos desvelar su ori gen. La contrapartida es su honda simpatía hacia los oprimidos, hacia los proletarios, que son hipostasiados por el filósofo bajo una imagen ideal. En el ámbito literario la agresividad de Sartre se manifiesta, sobre todo, en sus primeras obras, agrupadas bajo el título El muro, donde se escenifica la provocación por medio de un ataque a la docencia tradicional a base de insistir en lo obsceno (por ejemplo, en Érostrate). Todo lo anterior demuestra que la tesis de Sartre («el hom bre es sólo su conducta, sus actos») fue experimentada en sí mismo. Por su calidad de «extraño» tuvo que afirmarse primero en una familia que no era la suya, y luego en el colegio, donde, a decir verdad, las cosas no debieron de resultarle muy fáciles por su aspecto externo escasamente atractivo. Sin embargo, esta falta de atractivo físico la compensaba con su superioridad intelectual. Así, logró la admisión en el centro de estudios de las elites de Francia, la École Nórmale Supérieure, que, tras una dura criba, becaba a sus alumnos hasta que finalizasen sus estudios. En 1929, Sartre aprobó la agrégation —el último examen— con el número uno, mientras Simone de Beauvoir, su amiga y compañe ra, conseguía el número dos, y Jean Hippolyte, el mejor conoce dor francés de Hegel y traductor de su Fenomenología del espíri tu, el tres. Sartre, el hombre sin-hogar, eligió la «sin-hogaricidad» como destino, convirtiéndose en símbolo de la libertad y de la ausencia de vínculos. Simone de Beauvoir escribe: «El escritor, el narrador de cuentos debía parecerse al “Cómico de la legua” de 18
Nabona!. París
INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA Sartre a los catorce años. Su aspecto físico, muy poco atractivo, fue en su infancia m otivo de infelicidad. No obstante, lo compensaba con su evidente superioridad intelectual.
Synge: no se detiene definitivamente en ninguna parte ni junto a nadie4.» Ni siquiera la relación con su amiga se convertiría para él en una unión rígida. «Sartre —continúa Simone de Beauvoir— no tenía vocación de monógamo; se complacía en la compañía de las mujeres, que le parecían menos cómicas que los hombres; no se le ocurría a los veintitrés años renunciar para siempre a su seductora diversidad. “Entre nosotros —me explicaba utilizando su vocabulario favori to— se trata de un amor necesario; conviene que conozcamos también amores contingentes.” Eramos de una misma especie y nuestro entendimiento duraría tanto como nosotros: no podía suplir a las efímeras riquezas de los encuentros con seres diferen tes. ¿Cómo renunciar deliberadamente a la gama de asombros, ausencias, nostalgias, placeres que éramos capaces de ex perimentar?» En un principio Sartre le propuso un convenio de dos años, y Simone de Beauvoir escribe al respecto; «Yo podía arreglármelas para quedarme en París durante esos dos años y lo pasaríamos en una comunidad lo más estrecha posible. Después me aconseja ba que me ausentara dos o tres años y luego nos encontraríamos en algún lugar del mundo, en Atenas, por ejemplo, para reanudar durante un tiempo más o menos largo una vida más o menos común. Nunca seríamos un extraño el uno para el otro, nunca el uno recurriría en vano al otro, y nada sería más fuerte que esa 19
Las dotes intelectuales de Sartre le abrieron las puertas de uno de los centros de el¡te de Francia, la École Nórmale Supérieur. En la imagen, el filósofo a los dieciocho años.
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INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
alianza; pero no tenía que degenerar ni en obligación ni en costumbre: debíamos salvarla a cualquier precio de esa po dredumbre.» Sartre proyectaba aceptar un puesto en el extranjero, lo más lejos posible, en un mundo diferente, concretamente en Tokio. Al final no lo consiguió. En esta relación hay que mencionar un rasgo más, que es característico de ambos compañeros: la necesidad de sinceridad. «Hicimos un pacto: no solamente ninguno de los dos mentiría al otro, sino que nunca le ocultaría nada. Los “pequeños camara das” sentían una gran repugnancia por lo que se llama “la vida interior”; en esos jardines donde las almas de calidad cultivan secretos delicados, ellos veían pantanos hediondos; allí tienen lugar en silencio todos los tráficos de mala fe, allí se saborean las delicias estancadas del narcisismo. Para disipar esas sombras y esos miasmas tenían la costumbre de exponer a la luz del día sus vidas, sus pensamientos, sus sentimientos. Lo que limitaba esa publicidad es que no eran curiosos: al hablar demasiado de sí mismo cada cual habría aburrido a los demás. Pero entre Sartre y yo esa restricción no funcionaba: por lo tanto, quedó convenido que nos lo diríamos todo. Yo estaba habituada al silencio, y al principio esa regla me molestó. Pero en seguida comprendí sus ventajas; ya no tenía que inquietarme por mí: una mirada, por cierto indulgente, pero más parcial que la mía, me devolvía de cada uno de mis movimientos una imagen que yo consideraba objetiva; esa vigilancia me defendía de los temores, las falsas esperanzas, los escrúpulos vanos, las fantasmagorías, los peque ños delirios que se forman tan fácilmente en la soledad. Poco me importaba que ésta ya no existiera para mí; por el contrario, estaba loca de alegría de haberle escapado. Sartre me resultaba tan transparente como yo misma: ¡qué tranquilidad!» No es difícil suponer que esta nueva actitud debió de consti tuir para Sartre una liberación, un cambio radical tras la atmósfe ra opresiva de su infancia caracterizada por el disimulo, el sersiempre-bueno, tener-que-amoldarse-a-los-demás, etc. Asimismo entendemos que el rechazo de una unión rígida debió de tomarse tras un periodo de convivencia. A Simone de Beauvoir no le resultó fácil afrontar la relación. De octubre de 1929 a febrero de 1931, Sartre hizo su servicio militar en una unidad de meteorología. A continuación, fue profesor de filosofía en el liceo de El Havre y posteriormen te en el liceo francés de Berlín (1933-34). Desde este último año hasta 1936 impartió de nuevo clases en El Havre; acto 21
Biblioteca Nacional. París
Desde muy ¡oven, Sartre logró un lugar destacado en las letras francesas. Pero no se contentaría con escribir; su idea de la esencia humana le exigió llevar la teoría a la práctica.
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INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
seguido (1936-37) se trasladó a Laon y más tarde al famoso Instituto Pasteur de París. Por fin había alcanzado la meta que se había propuesto: enseñar en París. Durante su etapa berlinesa se sumergió en la filosofía de Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología, corriente por la que existía un fuerte interés en Francia hasta el punto de que en 1929 su creador había sido invitado a dar unas conferencias en la Sorbona5. Los primeros indicios de desacuerdo con Husserl apa recen en un artículo de 1936: La trascendencia del ego. Esbozo de una descripción fenomenológica. Su estudio La imaginación (1936) está también influido por la fenomenología. Anteriormen te, Sartre había entrado en contacto con Heidegger por medio de un alumno japonés del filósofo alemán que había regalado a Sartre El ser y el tiempo. Si hacemos caso a los informes de Simone de Beauvoir, en un principio Sartre no entendió demasia do bien el pensamiento heideggeriano. Con todo, en El ser y la nada, obra filosófica fundamental de Sartre publicada en 1943, es muy evidente el influjo de Heidegger, hasta el punto de que Sartre, en ocasiones, transcribe casi literalmente pasajes del filóso fo alemán. Llegados a este punto, es inevitable citar un tercer filósofo que influyó en la obra sartriana: Hegel, autor que resuena constantemente en la preferencia de Sartre por formulaciones dialécticas. Durante el periodo que abarca de 1936 a 1943, Sartre despliega una incesante actividad creadora, que se trasluce en diversas publicaciones filosóficas y literarias. En 1937 la renom brada revista literaria francesa Nouuelle Revue Française reco ge en sus páginas una novela corta titulada El muro. Siguen en 1938 La náusea, su primera novela; en 1939, una recopilación de relatos titulada El muro, que comprende, además de la narración que da título al libro, La habitación, Eróstrato, Intimidad y La infancia de un jefe. Con estas publicaciones Sartre se granjeó un puesto entre los más destacados literatos franceses de su tiempo. Ese mismo año se editó su ensayo filosófico-psicológico Esbozo de una teoría de las emociones, y al año siguiente otro trabajo más amplio, Lo imaginario, subtitulado Psicología fenomenológi ca de la imaginación.
La 11 Guerra Mundial interrumpe todos sus proyectos. En abril de 1941 Sartre logra escapar del campo de prisioneros y reanuda sus actividades docentes en el Instituto Pasteur, y más tarde (de 1942 a 1944) en el liceo Condorcet. Hay que destacar que durante el tiempo de ocupación Sar tre no limita su labor de creación literaria, aunque participa en la 23
SARTRE
JEAN PAUL SARTRE
En 1938 Sartre escribió La náusea, su primera novela. Por aquella época, su actividad creadora era incesante.
LA N A U SE A
resistencia, tarea que siente como un desafío, más concretamente una verificación de la libertad. «No hemos sido nunca tan libres como durante la ocupación alemana. Nos habían arrancado todos nuestros derechos, sobre todo el derecho a hablar; se nos escarnecía a la luz del día, y teníamos que callar; se nos deportaba en masa, ya fuéramos trabajadores, judíos o presos políticos; por doquier, en los muros, en los periódicos, en el cine, hallábamos la imagen repulsiva y distorsionada que los opresores nos ofrecían de nosotros mismos: por todo esto éramos libres. El veneno nazi había inficionado hasta nuestra reflexión, por eso, cada pensa miento acertado era una conquista; una policía todopoderosa intentaba taparnos la boca, por eso, cada palabra tenía el valor de una declaración de principios; éramos perseguidos, por eso, cada uno de nuestros gestos significaba un compromiso6.» Sartre participó con abierta simpatía en la resistencia. «El movimiento resistente era una verdadera democracia: tanto el soldado raso como los oficiales y jefes se exponían a los mismos riesgos, tenían las mismas responsabilidades y la misma libertad absoluta dentro de la disciplina. Así, a base de clandestinidad y de 24
INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA
sangre, se creó un Estado más fuerte; cada uno de sus ciudadanos sabía que era solidario con los demás y que sólo podía contar con sus propias fuerzas; cada uno de ellos desempeñaba su papel histórico y su responsabilidad en el más estricto desamparo. Al combatir a los opresores, cada uno buscó su propia libertad definitiva. Y al elegirse a sí mismo dentro de la libertad, eligió la libertad de todos7.» En 1943 se edita su primer drama: Las moscas, y su extenso tratado filosófico El ser y la nada; en 1945, los dos primeros volúmenes de su trilogía Los caminos de la libertad: La edad de la razón y La prórroga, así como también el drama A puerta cerrada (H
u ís
dos).
Desde entonces, su actividad literaria es incesante. Al princi pio las obras dramáticas cobran enorme importancia, pero no se olvida de estudios filosófico-literarios ni de ensayos políticos. Por ejemplo, su estudio sobre Baudelaire (1947), Entretiens sur la politique (con David Rousset y Gérard Rosenthal) (1949), su gran obra psicológico-existencial titulada Saint Genet, comédien et martyr (1952). Los volúmenes 1, II y III de Situations recogen otros estudios más breves. En 1946 aparecen los dramas Muertos sin sepultura y La puta respetuosa; en 1947, el guión de El juego ha terminado; en 1948, El engranaje y Las manos sucias; en 1949, el tercer tomo de la trilogía Los caminos de la libertad, titulado Con la muerte en el alma: en 1951, El diablo y Dios; en 1954, Kean (una adapta ción de A. Dumas); en 1956, Nekrassou. y en 1960, Los secuestra dos de Aliona. Ese mismo año publica la Crítica de la razón dialéctica, que encierra la polémica de Sartre con el marxismo y su propia teoría social; en 1971 edita los dos primeros volúmenes de su incisiva interpretación de Flaubert El idiota de la familia, a los que seguirá el tercero al año siguiente. Entre sus escritos políticos mencionaremos Consideraciones sobre la cuestión ju día. Psicoanálisis del antisemitismo (1946), On a raison de se révolter, en colaboración con Philippe Gavi y Pierre Víctor (1974), así como el prólogo para Les Maos en France (1972). En 1945, para dedicarse de lleno a su actividad de escritor, Sartre pidió la excedencia del servicio público. En un principio vivió gracias a los artículos y colaboraciones en guiones cinemato gráficos. En 1945 fundó la revista Les Temps Modemes; en ella publicó artículos que implican una toma de postura frente a cuestiones de actualidad política o cultural. Durante largo tiempo, su más estrecho colaborador fue su amigo Merleau-Ponty. Es una revista de izquierdas, aunque no rebasa la frontera de los comunis 25
SARTRE
tas, por más que a menudo sostengan opiniones muy similares. Fracasó en su intento. Durante años Sartre fue criticado con extrema dureza por los comunistas. Sus obras estaban prohibidas en los países del Este. Sin embargo, hasta 1956 se le invitó repetidas vaces a ir a Moscú o a reuniones inspiradas por sus dirigentes, posiblemente porque le consideraban una especie de nexo entre los comunistas y la izquierda no marxista; de cualquier manera, era uno de los simpatizantes más influyentes de la izquierda. Sin embargo, esto no le impidió lanzar críticas muy acerbas contra el marxismo «real». Su eterno afán de independencia no se inclina tampoco ante los comunistas, aunque a menudo ha sentido la tentación de apoyarlos, viendo en su partido la organización de los que se rebelaban contra la opresión. En la última década de su vida evolucionó considerablemente hacia otras posiciones; así, en 1977, durante la visita de Breznev a París, Sartre organizó un encuentro con los disidentes de la Unión Soviética, y afirmó que era en esa reunión donde se estaba celebrando el auténtico contacto franco-ruso. Sartre estaba convencido de que cumplía su misión. Para aclarar esa convicción, comenzaremos por expo ner su idea del escritor comprometido.
2. ¿QUÉ SIGNIFICA «LITTÉRATURE ENGAGÉE»?
Sartre se define como un escritor «comprometido», y subra ya la exigencia que tienen los escritores de comprometerse. Para Sartre existe una diferencia abismal entre poesía y literatura. Ambas crecen dentro del caldo de cultivo del lenguaje, y sin embargo, hay que desligar la una de la otra, ya que el lenguaje, en cuanto mensaje y comprensión, significa diferenciación. El lenguaje mismo se transforma y se diferencia en el ámbito de la poesía y en el de la literatura. El escritor considera al lenguaje un instrumento, es su herra mienta de trabajo; se sirve de él para explicar y apresar unas determinadas circunstancias. El poeta, por el contrario, no lo utiliza como instrumento: es él mismo quien se pone al servicio del lenguaje. «Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lengua je... En realidad, el poeta se ha retirado de golpe del lenguajeinstrumento, ha optado definitivamente por la actitud poética que considera las palabras como cosas y no como signos. Porque la ambigüedad del signo supone que se le pueda atravesar a volun tad como un cristal y perseguir más allá a la cosa significada, o volver la vista hacia su realidad y considerarlo como objeto. El hombre que habla está más allá de las palabras, cerca del objeto; el poeta está más acá. Para el primero, las palabras están domesti cadas; para el segundo, continúan en estado salvaje. Para aquél son convenciones útiles, instrumentos que se gastan poco a poco y de los que uno se desprende en cuanto no sirven; para el segundo son cosas naturales que crecen naturalmente sobre la tierra, como la hierba y los árboles8.» La palabra del escritor es un signo. La esencia del signo es remitirnos a algo. Si uno se aferra al signo sin comprender su carácter referencial, no lo entenderá9. Se pierde entonces el carácter de signo; mejor aún: no llega a vehicular nada, puesto que la función del signo es referirse a algo distinto de él mismo (de ahí que Sartre emplee la imagen del «cristal»). Se ve a través del 27
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cristal, sin considerarlo a él en sí mismo; la atención se centra en las cosas que están tras él. Las palabras del escritor deben po sibilitar el acceso a las cosas, y en consecuencia, al igual que el cristal, deben desaparecer ellas mismas para hacer visibles las cosas. Son éstas las que interesan, no el medio de visualizarlas (las palabras). Pero entonces es posible retroceder hasta el cristal, es decir, regresar a la palabra misma, y así acontece en el caso del poeta. Para él las palabras devienen cosas (objetos); él desvela en ellas atributos ocultos y escondidos, y las trata como a seres autóno mos; de ahí la comparación con los objetos naturales que crecen sobre la tierra, de ahí la alusión al «estado salvaje», concebido como lo no domeñado, lo virgen. El sonido de una palabra, su duración, su ritmo, son elementos significativos que no aparecen en la función instrumental ni pueden aparecer, porque son irrele vantes con respecto a esa función. En vez de designar, al lenguaje se le atribuye otra tarea: representar al mundo, convertirse en una imagen del mundo. Es quimérico exigir al poeta algo parecido a un engagement o compromiso, puesto que eso implicaría la renuncia a su relación con el lenguaje, a su vínculo con él, a su influjo mágico, para utilizarlo únicamente en su calidad de instrumento. ¿Qué es lo más importante para el escritor al manejar el lenguaje? «La prosa es utilitaria por esencia: definiría muy a gusto al prosista como hombre que se sirve de las palabras. [...] El escritor es un hablador; señala, demuestra, ordena, niega, interpela, supli ca, insulta, persuade, insinúa. Si lo hace huecamente, no se convierte en poeta por eso; es un prosista que habla para no decir nada. Hemos visto ya bastante el lenguaje al revés; conviene ahora que lo miremos al derecho. »Ei arte de la prosa —escribe en ¿Qué es literatura?— se ejerce sobre el discurso y su materia es naturalmente significativa; es decir, las palabras no son, desde luego, objetos, sino designacio nes de objetos. No se trata, por supuesto, de saber si agradan o desagradan en sí mismas, sino si indican correctamente cierta cosa del mundo o cierta noción. Así, nos sucede a menudo que estamos en posesión de cierta idea concreta que nos ha sido enseñada con palabras, sin que podamos recordar ni uno solo de los vocablos con que la idea nos ha sido transmitida. La prosa es, ante todo, una actitud del espíritu: hay prosa cuando, para hablar como Valéry, la palabra pasa a través de nuestra mirada como el sol a través del cristal. Cuando estamos en peligro o en una 28
¿QUÉ SIGNIFICA «LITTÉRATURE ENGAGÉE»?
situación difícil, nos agarramos a cualquier cosa que tengamos a mano. Pasado el peligro no nos acordamos ya de si se trataba de un martillo o de un leño. Y, por otra parte, nunca lo hemos sabido: nos hacía falta una prolongación de nuestro cuerpo, un medio de extender la mano hasta la rama más alta; era un sexto dedo, una tercera pierna: en pocas palabras, una pura función que nos habíamos asimilado. Así pasa con el lenguaje: es nuestro capara zón y nuestras antenas: nos protege de los demás y nos dice qué son; es una prolongación de nuestros sentidos. Estamos en el lenguaje como en nuestro cuerpo; lo sentimos espontáneamente al pasar por encima cuando nos dirigimos a otros fines, lo mismo que sentimos nuestras manos y nuestros pies; cuando lo emplea otro, lo percibimos como percibimos los miembros de los demás. Existe la palabra “vivido” y la palabra “encontrado”. Pero, en los dos casos, es durante alguna empresa, sea de mí sobre otros o de los otros sobre mí. La palabra es cierto momento determinado de la acción y no se comprende fuera de ella.» A esta función «designativa» del lenguaje (el lenguaje entendi do como instrumento), por medio del cual nos apoderamos de las cosas, se le añade una nueva: su carácter fáctico. Ahora bien, ¿qué quiere darnos a entender Sartre cuando afirma: «hablar es actuar»? La frase podría interpretarse de forma banal: en el habla se utilizan los órganos de la fonación. Evidentemente, el pensamien to sartriano no va por ahí. El habla implica un fenómeno de denominación (en sentido amplio) de las cosas. Lo denominado ya no es lo mismo que lo no denominado, porque «ha perdido su inocencia» (Sartre), fijada ya por la denominación. En la medida en que este acto implica una intención concreta, implica también resaltar unas cosas y relegar otras a segundo plano. Al contemplar un paisaje, relaciono de manera caprichosa sus elementos entre sí. Yo me puedo centrar exclusivamente en el color, en el movimiento, en los contrastes, o relacionar la dureza del suelo con la blandura del cielo. El acto de la contemplación es todo esto; a través de él accedo a lo existente, de manera que se podría afirmar que lo existente espera mi presencia para manifes tarse. Es cierto que está ahí, independientemente de mí, pero no se me aparece, porque para ello necesita de mis ojos, que sirven para llegar a conocer posibilidades. Husserl definió este fenómeno del llegar-a-aparecer de lo existente en y para el sujeto como un acto de constitución. Lo que aparece se constituye en conocimiento. Gracias a esta idea queda explicada la participación del sujeto en el proceso del aparecer. 29
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echando por tierra la tesis tradicional del sujeto como receptor pasivo de lo dado. Heidegger señaló que el concepto griego de la verdad no debe entenderse como la adecuación entre el concepto y la cosa, como una acomodación de la idea al objeto, sino como un des-velamiento (a-letheia), es decir: un sacar a la luz lo escondido, lo oculto. No nos extenderemos más en este asunto, porque Sartre presupone ambas interpretaciones y argumenta a partir de ellas, pero sin aludirlas explícitamente. El ejemplo sartriano antes citado de la visión del paisaje ilustra la tesis de que el lenguaje no es hacer-aparecer o visualizar únicamente, sino que se trata de la actividad más esencial e inherente a la condición humana. La forma de desarrollar dicha actividad es el habla. Una vez ha aclarado que la importancia del lenguaje reside en esa visualización o patentización, Sartre da un segundo paso, aunque no explica lo suficiente su necesidad. En esa patentiza ción o revelación, el hombre no se conforma con dejar vagar su libertad, sino que cualquier descubrimiento o revelación debe orientarse a transformar la sociedad humana. El escritor es una persona que ha elegido como profesión la acción tendente a revelar las posibilidades de transformación. «Así, el prosista es un hombre que ha elegido cierto modo de acción secundaria que podría ser llamado acción por revelación. Es, pues, perfectamente legítimo formularse esta segunda pregun ta: ¿qué aspecto del mundo quieres revelar, qué cambio quieres producir en el mundo con esa revelación? El escritor “comprome tido” sabe que la palabra es acción; sabe que revelar es cambiar y que no es posible revelar sin proponerse el cambio. Ha abandona do el sueño imposible de hacer una pintura imparcial de la sociedad y de la condición humana.» ¿Qué consecuencias se derivan de todo esto para el escritor «comprometido»? El sabe que su palabra no es una pura descrip ción, sino un acto de revelación, de patentización, gobernado por el proyecto previo de la forma social a la que aspiramos. La revelación debe servir al cambio al que se aspira. «El escritor —continúa diciendo Sartre— ha optado por re velar el mundo y especialmente el hombre a los demás hombres, para que éstos, ante el objeto así puesto al desnudo, asuman todas sus responsabilidades.» El descubrimiento de las formas de conducta humanas en la sociedad ha de forzar al hombre a asumir una postura. El hombre debe tomar conciencia de lo que sucede y ser co-responsable de 30
¿QUÉ SIGNIFICA «LITTÉRATURE ENGAGÉE»?
ello. Mientras las causas permanecían ocultas, el individuo podía sustraerse a dicha responsabilidad. «La función del escritor consiste en obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente.» ¿Y qué hay del estilo? ¿No se juzga a un escritor por su estilo? Sartre afirma lo contrario: no debe ser secundario, pero tampoco decisivo. El escritor, en primer lugar, debe ser absoluta mente consciente acerca de qué quiere escribir, con qué quiere comprometerse y por qué quiere hacerlo precisamente por eso. Una vez lo ha logrado, tiene que hallar el vehículo adecuado: un estilo que no llame demasiado la atención, sino que pase inadverti do. El estilo actúa e influye en proporción inversa a la atención que suscita, evoca en nosotros estados de ánimo sin buscarlos ni ser conscientes de cómo han surgido. Hablar (y escribir) implica un desvelamiento, una revelación y, por consiguiente, una acción. La acción viene determinada por el proyecto de la sociedad-que-esperamos-tener; aspira, pues, a una transformación de lo existente, de lo establecido, y ésta y no otra debe ser la motivación de la literatura. Pero aún habría que añadir otro factor más, que hasta ahora se nos había pasado por alto: el carácter bilateral del fenómeno literario. Citemos una vez más a Sartre para entenderle mejor: «Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.» Puede criticarse la calificación no muy afortunada dada a la obra de arte (objeto imaginario), aunque la denominación es general y hasta el mismo Husserl la emplea. Pero no vamos a discutir este punto. Preferimos centramos en el «esfuerzo conjuga do» del escritor y del lector. ¿En qué consiste el papel del otro? ¿Podemos denominarle, en general, observador del arte y, en este caso concreto, lector? Habitualmente el lector es considerado como algo pasivo, una persona para la que se editan unas palabras que él tolera con resignación. «El lector tiene conciencia de revelar y crear a la vez, de revelar creando, de crear por revelación. No se debe creer, en efecto, que la lectura sea una operación mecánica y esté impresio nada por los signos como una placa fotográfica suele estarlo por la luz. Si el lector está distraído o cansado, si es necio o aturdido, la mayoría de las relaciones se le escaparán y no logrará que el objetivo “prenda”, en el sentido en que se dice que el fuego 31
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“prende” o “no prende”; sacará de las sombras frases que parece rán surgir al azar. Si el lector está en las mejores condiciones posibles, proyectará más allá de las palabras una forma sintética de la que cada frase no será más que una función parcial: el “tema”, el “asunto” o el “sentido”. De este modo, desde el princi pio, el sentido ya no está contenido en las palabras, puesto que es el sentido, por el contrario, lo que permite comprender el significa do de cada una de ellas.» Sartre intenta desentrañar el esfuerzo conjugado de lo dado y del sujeto al que se da. Sin lo dado no existe obra literaria, pero ésta, a su vez, necesita una interpretación, proceso que no es pasivo como el de impresionarse una placa fotográfica, sino que implica actividad, cooperación, pues en caso contrario no tendría sentido. El sentido de lo dicho no reside en las palabras pronuncia das o escritas, sino que se concreta en la síntesis que el lector extrae del material dado y que lo trasciende. Si no es capaz de esto, el texto le parecerá absurdo. El momento creador de la lectura gira alrededor del «hallazgo de sentido». «La cualidad de maravilloso de El gran Meaulnes, el babilonismo de Armance. el grado de realismo y verdad de la mitología de Kafka... He aquí cosas que nunca se dan; es necesario que el lector lo invente todo en un perpetuo adelantamiento a la cosa escrita. Sin duda, el autor le guía; los jalones que ha colocado están separados y hay que llegar hasta ellos e ir más allá. En resumen, la lectura es creación dirigida.» Sartre exagera la aportación del lector para recalcarla, dado que se la suele ignorar. Quiere indicar con ello que la lectura es una tarea que debe ser rentable; en el caso de no ser capaz de sacarle una rentabilidad, la obra le será vedada, le resultará absurda o no le dirá nada. Cierto es que el hallazgo de sentido no es un fenómeno que opere a voluntad del lector, y por eso Sartre llama a la lectura «creación dirigida». Quizá fuese mejor decir: hallar el sentido es crear de nuevo. Durante el proceso de búsque da de sentido, se exige del lector que emplee a fondo toda su persona, su sensibilidad, sus sentimientos, su capacidad de discernimiento. «La espera de Raskolnikov es mi espera, una espera que yo le presto; sin esta impaciencia del lector, no quedarían más que signos que languidecen; el odio del personaje contra el juez de instrucción que le interroga es mi odio, requerido, captado por los signos, y el mismo juez de instrucción no existiría sin el odio que le tengo a través de Raskolnikov. Es ese odio lo que le anima, lo que constituye su carne.» 32
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La participación del lector crea algo que ya estaba ahí, pero que permanecía en ciernes al no identificarse con lo creado. «Así, para el lector, todo está por hacer y todo está hecho; la obra existe únicamente en el nivel exacto de sus capacidades: mientras lee y crea, sabe que podrá siempre ir más lejos en su lectura, crear más profundamente, y. de este modo, la obra le parecerá inagotable y opaca como las cosas.» De acuerdo con esta caracterización de la aportación del lector —necesaria, como hemos apuntado antes—, la obra litera ria puede entenderse como una especie de proclama: «Escribir es pedir al lector que haga pasar a la existencia objetiva la revelación que yo he emprendido por medio del lenguaje.» La obra cumple su destino en esa asimilación por parte del lector, porque su sentido se ha convertido en el sentido del lector. Podríamos preguntarnos qué tiene que ver todo esto con el concepto de «literatura comprometida»; ¿no estaremos, más bien, bosquejando una teoría sobre la comprensión de las obras de arte? De ninguna manera; cuando el escritor se dirige al lector, apela a su libertad; por otro lado, la obra no sirve a la causa de la libertad en el sentido unánimemente aceptado (somos libres, tenemos las herramientas a nuestra disposición, así que usémos las), sino que es el hombre el invitado a la libertad por la obra. Sin la intervención de la libertad, la obra no cumple su destino, ya que tampoco su autor debe forzar al lector, fascinándole, porque entonces le roba su libertad. Antes bien: debe aceptar al lector con su libertad y debe confiar en ella. «Así pues, los sentimientos del lector no están nunca domina dos por el objeto y, como no hay realidad exterior que pueda condicionarlos, tienen su fuente permanente en la libertad, es decir, son completamente generosos, pues llamo generoso a un sentimiento que tiene la libertad por origen y fin.» La condición sine qua non para que se establezca la armonía entre autor y lector es el reconocimiento y la exigencia mutuos de la libertad. «Cuanto más experimentamos nuestra libertad, más recono cemos la del otro; cuanto más nos exige, más le exigimos.» Del reconocimiento mutuo nace la confianza, indispensable para la colaboración entre escritor y lector. «De este modo, la lectura es un pacto de generosidad entre el autor y el lector; cada uno confía en el otro, cuenta con él y le exige tanto como se exige a sí mismo. Porque esta confianza también es generosidad: nadie puede obligar al autor a creer que 33
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su lector hará uso de la propia libertad y nadie puede obligar al lector a creer que el autor ha hecho otro tanto. Los dos toman una decisión libre.» El arte en general —Sartre califica así a la literatura—trata de interpretar el mundo como totalidad partiendo de la descripción de objetos o acontecimientos aislados. «Porque tal es el objetivo final del arte: recuperar este mundo mostrándolo tal cual es, pero como si tuviera su fuente en la libertad humana. [...] El escritor opta por apelar a la libertad de los demás para que, por las implicaciones recíprocas de sus exigen cias, puedan entregar de nuevo la totalidad del ser al hombre y volver a cerrar la humanidad sobre el universo.» La sociedad humana se origina, pues, a partir de esa libertad, y por eso desemboca en la primera la creación literaria y la armonía entre lector y autor. De la sociedad emana también una determinada comprensión del mundo, que se manifiesta en la acción y transformación del entorno. Yo me apropio de mi entor no en la medida en que actúo sobre él o lo transformo. Ya hemos hablado de este deseo de cambio o transformación como rasgo básico de la actividad literaria. El compromiso del escritor, su engagement, consiste en desear cambiar la sociedad apelando a la libertad de los otros mediante un pacto de confianza estableci do con el lector para hacerle co-responsable. Para Sartre el placer estético es el placer de la propia liber tad, visible en la connivencia entre autor y lector; de dicho acuer do nace la comprensión del mundo, que no se puede restringir únicamente a la esfera individual. «Escribir es, pues, a la vez, revelar el mundo y proponerlo como una tarea a la generosidad del lector.» La tarea más noble del escritor —ese deseo de transforma ción social— consiste en luchar contra las restricciones de la libertad. El autor no puede permitirse el lujo de la duda cuando se limita o se quita la libertad. El tiene que hacernos a todos respon sables de semejante opresión. De ello se infiere que la literatura exige una implicación moral o ética. «Y si me dan este mundo con sus injusticias, no es para que las contemple con frialdad, sino para que las anime con mi indignación y para que las revele y cree con su naturaleza de tales, es decir, de abusos que deben ser suprimidos. De esta manera el universo del escritor se revelará en toda su profundidad única mente con el examen, la admiración y la indignación del lector. Y el amor generoso es juramento de mantener, la indignación generosa juramento de cambiar y la admiración generosa jura 34
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mentó de imitar. Aunque la literatura sea una cosa y la moral otra muy distinta, en el fondo del imperativo estético discernimos el imperativo moral. Porque, ya que quien escribe reconoce, por el hecho de que se tome el trabajo de escribir, la libertad de sus lectores, y ya que quien lee, por el solo hecho de abrir el libro, reconoce la libertad del escritor, la obra de arte, tómesela por donde se la tome, es un acto de confianza en la libertad de los hombres.» El compromiso del escritor es un compromiso y una llamada a la libertad. Pero ¿no parecen contradecirse compromiso y libertad? De ninguna manera. Sólo el hombre libre puede respon sabilizarse de su mundo, y esto incluye a los demás. El que renuncia a intervenir, a comprometerse, no es libre; es, sencilla mente, un hombre sin ningún tipo de ataduras. La temática de la libertad constituye el núcleo del primer drama de Sartre: Las moscas.
3. LA ECLOSIÓN DE LA LIBERTAD: «LAS MOSCAS»
El argumento de Las moscas10 puede resumirse con unas pocas palabras: la venganza que Orestes y Electra se toman de Egisto y Clitemnestra por haber matado los últimos a Agamenón después de su regreso de Troya. ¿Tanto le interesaba a Sartre revisar la tragedia griega? ¿Qué relación tiene semejante revisión con su tesis de la literatura comprometida? Anticiparemos un dato: la temática de la tragedia helénica no le interesa a Sartre en cuanto tal. Sartre no pretende refundir la tragedia de los atridas para examinar el fatalismo de la existencia humana, para desen trañar esos vaivenes repentinos de la fortuna a la desgracia, por utilizar las palabras de Aristóteles en su Poética. Sartre elige adrede un tema conocido —para cualquier persona que se precie de culta— para desentenderse precisamente de las peripecias y de la trama y evidenciar lo que les sucede a los personajes concebidos desde una perspectiva moderna. Las moscas es la primera obra dramática de tesis existencialista. Fue escrita, publi cada y representada en 1943, es decir, durante la ocupación alemana. ¿Por qué la tituló Las moscas, y no Electra, Orestes o El fin de Clitemnestra, por ejemplo? ¿Qué son, qué significan las moscas? Examinemos con más detalle la obra; intentemos analizarla. Se inicia con el regreso a Argos de Orestes, disfrazado como un extranjero que viniera de Corinto. A Orestes le sorprende la actitud de los habitantes de la ciudad: cierran las puertas, se refugian en sus casas y llevan ropas de luto. Sus gestos denotan temor, como si alguien los vigilara. El hecho resulta tanto más asombroso cuanto que la hospitalidad griega, la franqueza de sus gentes y su familiaridad son proverbiales. Sin embargo, el cambio en Argos es patente. Júpiter se presenta a Orestes de incógnito y le revela lo que ocurre: una vez al año se celebra una ceremonia fúnebre; en ella el gran sacerdote manda retirar una piedra situada delante de una caverna y las almas de los difuntos retor 36
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nan a sus hogares durante veinticuatro horas. Los vivos no pueden ver a los muertos, pero temen sus reproches por las injusticias cometidas con ellos. La autoacusación pública, la confe sión de sus culpas y el posterior arrepentimiento de cada uno de los habitantes de Argos forman parte de la ceremonia. Este rito fúnebre tiene lugar desde el asesinato de Agamenón a manos de Egisto y Clitemnestra. Hasta el mismo rey reconoce su participa ción en el crimen, y desde el asesinato, las moscas, símbolo del remordimiento, atormentan y persiguen a la población sin darle tregua. Esta omnipresencia del remordimiento hace que las gen tes vivan con un constante temor a sus muertos. La transforma ción de la conducta de los habitantes de Argos es, por tanto, una consecuencia de las «moscas», que se abaten sobre la ciudad por deseo de Júpiter, quien con ello pretende al mismo tiempo consoli dar el poder de Egisto. En efecto, el crimen cometido por Egisto constituye un buen pretexto para mantener a la población sujeta a la esclavitud del remordimiento. Todos los habitantes de Argos son co-responsables de la muerte de Agamenón, ya que ninguno ha intentado hacer pagar su culpa a Egisto. Orestes no ha regresado movido por afanes de venganza. Viene sencillamente a conocer su ciudad natal (había sido expulsa do de ella a los tres años). Es un adolescente sensible y culto, que viaja en compañía de su preceptor, pero, asustado por el recibi miento, quiere abandonar la ciudad. Se inicia entonces el tenso momento de la decisión: ¿debe quedarse en la ciudad o marcharse? Por la conversación que Orestes sostiene con su preceptor conocemos el concepto de la libertad de este último: la libertad consiste en la llamada libertad del espíritu, por medio de la cual se conoce todo; de esto se deriva una ausencia de compromiso, ya que el hombre se sitúa por encima de todo lo demás. Esta libertad del mero conocimiento le parece desdeñable a Orestes, puesto que si le hace elevarse por encima de las cosas, es que él no tiene peso alguno: «Tú me has dejado la libertad de esos hilos que el viento arranca de las telas de araña y que flotan a distancia del suelo.» Una vida sin compromisos es una vida desarraigada. El estar-por-encima-de-las-cosas se revela de pronto como carencia. Los compromisos no derivan de la sabiduría, sino de los recuer dos, que a su vez son fruto del trato diario con las cosas. Hallamos aquí ecos de la interpretación de Heidegger en Sein und Zeit (El ser y el tiempo): según este autor, la cosa en sí se le revela al hombre a través del contacto con ella, y es entonces cuando averigua su importancia. No son ios monumentos arqueológicos los que nos dicen qué es una ciudad, sino la residencia en ella: 37
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entonces cada rincón, cada esquina, son algo realmente conocido por nosotros porque los relacionamos con los acontecimientos de nuestra juventud. En consecuencia, al faltar esos recuerdos, esa vinculación —«un rey debe tener los mismos recuerdos que sus súbditos»—, Orestes decide partir. La escena tercera comienza con la entrada de Electra, que, al creerse sola, en lugar de ofrendas, vacía el cubo de la basura junto a la estatua de Júpiter (representado con aspecto terrible, el rostro embadurnado de sangre, para infundir temor a la pobla ción) y le cubre de improperios. Al mismo tiempo manifiesta su esperanza de que el regreso de su hermano pondrá fin al dominio del dios de los muertos; su hermano hendirá la estatua de Júpiter con su espada para que todos vean que no es más que madera. En la conversación posterior. Orestes se entera de las humillacio nes a que se encuentra sometida su hermana en el palacio, conoce su terrible soledad, su carencia de amigos de confianza: el odio a los asesinos de su padre absorbe toda su vida. Electra, desde fuera de la comunidad, satiriza los ritos del arrepentimiento y el pretendido retorno de las almas de los muertos. Revela a Orestes que las confesiones de culpa son también una mentira, porque sólo se reconocen determinados delitos mientras se ocul tan celosamente otros. La desesperación de Electra, su esperanza reducida al regre so de su hermano, sus sufrimientos, sus humillaciones y su ilimita do desamparo fuerzan a Orestes a quedarse en Argos, al menos un día, para asistir a los ritos fúnebres. El comienzo del segundo acto es similar al del primero; se abre con la descripción de un estado de ánimo general teñido por el miedo y la desesperación. La multitud espera ante la cueva el inicio de la ceremonia; el rey y la reina se han retrasado intentan do convencer a Electra para que acuda. Al fin lo hace, pero no viste ropa de luto, sino de fiesta, atuendo que provoca la cólera de Egisto, que quiere matarla por lo que considera una provocación y una actitud de rebeldía. En efecto, Electra incita al pueblo a sacudirse el yugo del rey y de los ritos funerarios. Apenas ha convencido a una parte de los asistentes, la intervención de Júpiter en apoyo del monarca logra someter de nuevo al pueblo. En la cuarta escena, Orestes se transforma en un vengador. En un primer momento, todavía trata de convencer a Electra para que huya; luego le revela su identidad, pero Electra le rechaza porque no responde a la imagen que ella se había forjado de él. Orestes no sabe cómo estrechar los vínculos con su herma na y con su ciudad, y de pronto lo descubre; «Hay que bajar. 38
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¿comprendes?, bajar hasta vosotros; estáis en el fondo de un agujero..., muy al fondo... (...J Soy demasiado ligero. Tengo que lastrarme con un crimen que pese lo suyo y que me haga bajar en barrena hasta el fondo de Argos.» Es imposible socorrer a nadie cuando no media una causa común entre el donante y el receptor de la ayuda. Orestes se decide a actuar, precisamente, para hacerse solidario con los habitantes de Argos: pretende cargar con los remordimientos ajenos, para librar de ellos a los ciudadanos. En este momento Electra le reconoce. Júpiter descubre la conjura y avisa a Egisto, exigiéndole la detención de ambos hermanos, pero el rey, al borde del derrumba miento, se muestra incapaz de hacerlo. Júpiter compara a los reyes con los dioses: los dos existen para obligar a los hermanos a someterse a la disciplina; en este sentido, cualquier delito que sirva para favorecer ese objetivo cuenta con la aquiescencia del dios; por ejemplo, el asesinato de Agamenón por Egisto, ya que desde que se consumó el pueblo se somete a sus dictados, es su siervo gracias a los remordimientos. (Esta escena está demasiado sobrecargada, exagerada; no se ve claro por qué Egisto, al mo mento siguiente de querer asesinar a Electra, se muestra incapaz de emprender acción alguna.) Hay una réplica de Júpiter muy sugestiva; el dios dice a Egisto, después de confesarle que «el mismo secreto gravita pesadamente sobre nuestros corazones»: «El secreto doloroso de los dioses y de los reyes: que los hombres son libres. Son libres, Egisto. Tú lo sabes y ellos no lo saben.» Y un poco más adelante: «Cuando la libertad estalla en el alma de un hombre, los dioses ya no pueden nada contra él. Porque es cosa de hombres y corresponde a los demás hombres, y sólo a ellos, dejarle hacer o estrangularlo.» He aquí las citas clave. Al principio, Júpiter desea que Orestes abandone la ciudad; luego, al no lograr sus propósitos, intenta convencer a Egisto para que lo haga prisionero, porque Orestes es el hombre, un hombre que sabe que es libre y cuyo ejemplo, en consecuencia, puede arruinar el orden establecido de manera ficticia y artificial. El hombre libre no teme a la «autoridad». Esta temática continúa en el diálogo del tercer acto entre Júpiter y Orestes. Orestes, después de matar a Egisto y a Clitemnestra, se siente libre. «Somos libres, Electra. Me parece como si te hubiera hecho nacer y acabara de nacer yo contigo; yo te quiero y tú me perteneces. Hasta ayer mismo estaba solo y hoy me perteneces. La sangre nos une doblemente, porque somos de la misma sangre y hemos derramado sangre.» Y un poco más abajo leemos: 39
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Orestes. — Soy libre, Electra; la libertad me ha caído encima como un rayo. Electra. —¿Libre? Yo no me siento libre. ¿Puedes hacer que todo esto no haya ocurrido? Algo ha sucedido y nosotros ya no somos libres de deshacerlo. ¿Puedes impedir que nosotros sea mos para siempre los asesinos de nuestra madre? Orestes. — ¿Crees que yo quisiera impedirlo? Yo he hecho mi «acto», Electra, y este acto era bueno. Lo llevaré a hombros como un barquero lleva a la gente de un lado al otro; lo pasaré a la otra orilla y allí rendiré cuentas. Y cuanto más pesado sea de llevar, más me alegraré, porque él es mi libertad. Hasta ayer mismo yo iba al azar por esos mundos, y millares de caminos huían bajo mis pasos porque pertenecían a otros. Yo los utilizaba todos, el de los sirgadores que corren a lo largo del río, el camino de herradura y la calzada empedrada de los arrieros; pero ninguno era el mío. Hoy ya no queda más que un camino, y Dios sabe adónde conduce; pero es «mi camino».
Electra no comprende la alegría de su hermano. Ella ve lo irrevocable de lo sucedido a consecuencia del crimen, y no se siente libre precisamente porque no se puede deshacer lo hecho. Orestes, por el contrario, se siente henchido de felicidad, ya que gracias a su acción ha encontrado su camino, abandonando al fin ese flotar ingrávido de la pura contemplación de las cosas. Se ha convertido en el hombre que ha matado a Egisto y Clitemnestra para liberar a la ciudad de sus tiranos, en un ciudadano más de Argos, y al mismo tiempo ha colmado esa esperanza de su herma na, que le daba fuerzas para seguir viviendo a costa de los nu merosos padecimientos bajo los monarcas ya desaparecidos. El tercer acto se desarrolla en el templo de Apolo, donde se han refugiado Orestes y Electra. Las Erinias, al acecho, intentan convencer a la mujer de que se separe de su hermano para así lograr capturarlo lo antes posible. Orestes le avisa: «Es tu debili dad lo que les da su fuerza. Mira: conmigo no se atreven. Escucha: un horror sin nombre ha caído sobre ti y nos separa. Sin embargo, ¿qué has vivido tú que yo no haya vivido? Los gemidos de mi madre, ¿crees que dejaré de oírlos algún día? Y sus inmensos ojos..., dos mares turbulentos..., en su rostro blanco como yeso, ¿crees que mis ojos dejarán de verlos nunca? Y la angustia que a ti te devora, ¿crees que a mí va a dejar de roerme, de socavarme? Pero no me importa: soy libre. Más allá de la angustia y de los recuerdos. Libre. Y de acuerdo conmigo mismo. No tienes que odiarte a ti misma, Electra. Dame la mano; no te abandonaré.» 40
LA ECLOSIÓN DE LA LIBERTAD: «LAS MOSCAS»
Su intento resulta fallido. Electra comienza a odiar a Orestes. Aquí se opera un cambio brusco: el hermano tan ansiado que ha de liberarla y al que confía su salvación se convierte en un ser odiado y abominable. La escena cumbre del acto es el diálogo entre Júpiter, Ores tes y Electra. El dios les promete su ayuda y el trono de Argos con una condición: el arrepentimiento. Orestes se niega porque no se siente culpable ni quiere expiar lo que en su opinión no constituye delito. Júpiter le recuerda el sufrimiento de su hermana. Orestes. — La quiero más que a mí. Pero sus sufrimientos vienen de ella misma, y solamente ella puede destruirlos: es libre. Júpiter. — ¿Y tú? ¿Tú también eres libre quizá? Orestes. — Bien lo sabes. Júpiter. — Mírate, criatura desvergonzada y estúpida: tienes buen aspecto, es verdad, ahí, resguardado en el seno de un dios protector, con esas perras hambrientas asediándote. Si te atreves a pretender que eres libre, entonces habrá que ponderar la liber tad del preso cargado de cadenas en el fondo de un calabozo y del esclavo crucificado. Orestes. — ¿Por qué no?
Sartre quiere decir con esto que la libertad nada tiene que ver con el poder externo: el hombre puede estar preso, ser crucificado incluso, sin renunciar a su libertad. A Electra, sin embargo, los argumentos de Orestes no la convencen, y accede por fin a la condición impuesta por Júpiter. El dios disculpa su actuación aduciendo que ella soñaba el crimen únicamente para olvidar su penoso destino. En el mismo momento en que Electra admite esta interpreta ción de Júpiter, se convierte para su hermano en culpable. «¡Elec tra! ¡Electra! Ahora te conviertes en culpable. Lo que tú querías, ¿quién puede saberlo si no tú? ¿Vas a dejar que otro lo decida?» Orestes habla así porque en ese momento su hermana ya no se identifica con su acción; ella se niega a sí misma, y ésta es la culpa mayor que puede cometer una persona. «El más cobarde de los asesinos es el que tiene remordimientos.» Nuestra acción es y depende de lo que nosotros pensamos de ella, de cómo nos enfrentamos a ella, de cómo la incorporamos a nuestra vida. Aquel que admite que el otro interprete sus actos y exponga su significado niega sus actos y su propia vida, puesto que la vida del hombre son sus actos. El diálogo con Júpiter alcanza su punto culminante con el 41
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reconocimiento de la libertad de Orestes. Cuando Júpiter com prende que no conseguirá el arrepentimiento de Orestes —o lo que es lo mismo, el sometimiento a su ley—, reconoce que ha llegado el tiempo del ocaso de los dioses. Júpiter, dios de la naturaleza, la gobierna con leyes rígidas; sin embargo, al crear al hombre, ha creado un ser libre, dotado por tanto de la posibilidad de sustraerse a su influjo. Orestes no es dueño ni esclavo de su libertad: es su libertad, y en consecuencia alguien ajeno a la influencia del dios. Orestes. — [...) Pero de pronto la libertad se abalanzó sobre mí y me dejó pasmado; la naturaleza dio un salto atrás, y ya no tenía edad, y me he sentido solo en medio de tu mundillo, tan benigno, como alguien que hubiera perdido su sombra; y entonces ya no ha habido nada en el cielo, ni bien, ni mal, ni quien me diera órdenes. Júpiter. — [...] Vuelve; mira qué solo estás; hasta tu hermana te abandona Estás pálido y la angustia dilata tus ojos. ¿Eso es vivir? Estás ya roído por un mal inhumano, extraño a mi naturaleza, extraño a ti mismo. [...] Orestes. — Extraño a mí mismo, ya lo sé. Fuera de la naturale za, contra natura, sin excusa, sin más recursos que en mí mismo. Pero no voy a volver bajo tu ley: estoy condenado a no tener otra ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; mil caminos hay trazados en ella y todos conducen a ti, pero yo no puedo sentir más que el mío. Porque soy un hombre, Júpiter, y todo hombre debe inventar su propio camino. [...]
La libertad se consuma al abrirse el hombre camino. La muchedumbre, entretanto, ha rodeado el templo de Apo lo para asesinar a Orestes cuando lo abandone. Orestes no se esconde y pide a su pedagogo que abra de par en par las puertas del templo para hablar al pueblo. «¿Ya no gritáis? (La muchedumbre no grita.) Ya sé: os doy miedo. Hace quince años, día por día, otro asesino se puso ante vosotros; llevaba guantes rojos hasta los codos, guantes de san gre, y vosotros no tuvisteis miedo de él porque leisteis en sus ojos que era de los vuestros y que no tenía el valor de sus actos. Un crimen que su autor no puede soportar se convierte en un crimen de nadie, ¿no es verdad? Es casi un accidente. Acogisteis al criminal como rey vuestro, y el viejo crimen se puso a vagabun dear entre los muros de la ciudad, gimiendo dulcemente como un 42
. París
Una escena de Las moscas, obra dramática escrita en 1943.
perro que ha perdido a su amo. Me miráis, gentes de Argos: habéis comprendido que mi crimen es verdaderamente mío; yo lo reivindico a la luz del sol: es mi razón de vivir y mi orgullo; vosotros no podéis ni castigarme ni querellaros contra mí; y os doy miedo por eso. Y sin embargo, oh hombres, os quiero y he matado por vosotros. Por vosotros. Yo había venido a reclamar mi reino y vosotros me rechazabais porque no era de los vuestros, 43
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oh súbditos míos; estamos ligados por la sangre y merezco ser vuestro rey. Vuestras faltas y vuestros remordimientos, vuestras angustias nocturnas, el crimen de Egisto, todo es mío, lo acojo todo sobre mí. No temáis ya nunca a vuestros muertos; son “mis” muertos. Y mirad: vuestras fieles moscas os han abandonado por mí. Pero no tengáis miedo, gentes de Argos: yo no voy a sentarme, ensangrentado, en el trono de mi víctima; un dios me lo ha ofrecido y he dicho que no. Yo quiero ser un rey sin tierra y sin súbditos. Adiós, hombres míos; intentad vivir. Todo es nuevo aquí, todo está por empezar.» Orestes se abre paso por entre la muchedumbre; las Erinias le siguen. No se aclara si la gente habrá comprendido sus pala bras. La obra no termina con el triunfo de Orestes; ha conseguido eliminar al tirano y liberar a los ciudadanos de las moscas; por estos simples hechos, los habitantes de Argos deberían conferirle el derecho de ciudadanía y reconocerlo como su igual. Y, sin embargo, intentan matarle. Su marcha de Argos utilizando una artimaña —interpreta ante ellos la fábula del cazador de rata sconstituye, más bien, una confesión que una victoria. Las moscas no es un drama social ni una pieza psicológica: en ella no abundan los monólogos interiores ni el análisis de los sentimientos; tampoco es un drama al estilo clásico sobre la fatalidad. Es una obra que intenta representar la conquista de la «mismidad», de la «humanidad» entendida en el sentido del existencialismo francés. Sartre ha dicho que el requisito para com prender a un escritor es entender primero los presupuestos metafísicos que constituyen su punto de partida. Evidentemente, este precepto es aplicable a él mismo, máxime teniendo en cuenta que Sartre se esfuerza una y otra vez por ofrecer una determinada interpretación del hombre. Volveremos sobre esta cuestión des pués de analizar otras obras. Examinemos con más detalle en la obra los momentos decisivos del hacerse del hombre. En Las moscas se afirma que Orestes llega a Argos siendo un tierno adolescente. Esto significa que todavía vive la indeterminación, que aún no es realmente hombre ni persona. Por muy culto que sea, hemos visto que esta experiencia le ha dejado insatisfecho, pues no le ha permitido echar raíces en ninguna parte; conoce a la perfección distintas ciudades, pero ninguna es la suya. Ha aprendido las enseñanzas de los sabios, de los filósofos, pero sabe que sólo son teorías, pues una de las consecuencias de su aprendizaje ha sido, precisamen te, la no identificación con aquéllas, estar por encima de ellas. 44
Ones/es perseguido p o r las Erinias, según un dibujo de John Flaxman.
No mantiene relación alguna con su familia: desconoce a su madre, y a su hermana la ve por primera vez durante su viaje a Argos. No acude a Argos para vengarse, sino impelido por la vaga añoranza de conocer su ciudad natal. Uno de los momentos claves de la representación es el cambio de opinión de Orestes: sólo después de conocer a Electra, de enterarse de sus esperanzas de venganza y de liberación, decide permanecer en la ciudad. Cuando, durante las ceremonias en honor de los muertos, su hermana se rebela y corre peligro de pagar con la vida su osadía, Orestes aún intenta convencerla de que huya con él. Al rechazar lo ella como hermano por negarse a la venganza, comienza a tomar cuerpo en Orestes el proyecto de venganza, y en concreto, el asesinato de Egisto y Clitemnestra. Sin embargo, no hemos de olvidar que el punto neurálgico del drama no reside en modo alguno en el acto de venganza en cuanto tal. Queremos decir con esto que la venganza es, básicamente, el acto decisivo por el cual Orestes pretende conseguir una vinculación auténtica con Argos, dejar de ser un extranjero en la ciudad, y al mismo tiempo demostrar que es hermano de Electra. Pero ni siquiera todo esto constituye un fin en sí mismo, puesto que durante la ejecución de los actos que conducen a contraer dichos vínculos sucede algo fundamental: Orestes comprende que sólo mediante decisiones 45
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concretas que llevan a hechos concretos puede el hombre apro piarse de su vida. Pero si hasta entonces no era su vida, ¿qué era? Una vida anónima, generalizada, o —como diría Heidegger—vida bajo la forma degenerada del «se»: se dice y se hace, y así sucede en realidad, pero al mismo tiempo no se implica en el hacer ni en el decir, transfiere a los demás la responsabilidad de sus actos, más concretamente, a esa opinión pública informe. A la vista de este contexto, se comprende por qué Orestes se niega de plano a manifestar arrepentimiento: para él el arrepenti miento implica una negativa a asumir los propios actos, aceptar, en definitiva, que uno ha hecho algo de lo que no puede hacerse responsable. En este sentido, el arrepentimiento no guarda rela ción con la calificación moral o ética del acto, sino que significa un intento de considerar la acción como no-sucedida. Y éste es un delito muy grave, porque sólo a través de mi acto libremente elegido comienzo a existir como individuo. Hasta Orestes seguía el camino indefinido de los otros, un camino prescrito por su pedagogo, es decir, no seguía su propio camino. El hombre, mientras no recorre un camino elegido libremente, no es libre; más aún, en sentido estricto, ni siquiera «es»: vive, sin duda, pero no existe. ¿Qué quiere decir todo esto? Que un hombre así no tiene la culpa de sus actos porque no es él, es decir, porque no se hace responsable de aquéllos. Es la responsabilidad de mi acción lo que convierte a ésta en mi acción, y en tanto no asumamos la responsabilidad de nuestros actos, no seremos nosotros mismos. Por eso Orestes intenta disuadir a Electra de aceptar la disculpa que Júpiter le propone para su acción: el arrepentimiento no la convertiría en no-sucedida, pero Electra se negará a sí misma al no responsabilizarse de ella. Comprendemos ahora algo que anteriormente parecía para dójico: sólo siendo responsables —esa carga que tomamos sobre nuestros hombros—, sólo identificándonos con nuestra acción, tenemos derecho a considerarnos libres. Así pues, el descubri miento de la libertad constituye, al mismo tiempo, una liberación y una carga: liberación de la propia existencia y carga de responsa bilidad, que comienzan en el mismo instante en que el hombre se encuentra a sí mismo y ya no vive, por tanto, la carencia de responsabilidad, o lo que es lo mismo, la proyección de la respon sabilidad sobre los otros, llámense autoridad o simplemente semejantes. No vamos a analizar aquí los precedentes históricos de esta concepción sartriana de la libertad, que pasa por la autolegislación del sujeto de Kant y se retrae hasta el Gorgias de Platón, 46
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diálogo en el que Sócrates exige la amistad con uno mismo, consistente en hacer sólo lo justo, es decir, aquello de lo que podamos responsabilizarnos. Libre es el hombre que ha elegido y asume su elección. Por eso es precisamente en el asesinato de Egisto y Clitemnestra donde la libertad se abre a Orestes, irrumpe en él o —por usar las palabras de Sartre—se abalanza sobre él. Esto deriva del reconoci miento de la acción como suya: ya no la comparte con los ciudadanos de Argos, ni intenta escudarse en la influencia provo cada por su hermana, lo que hubiera sido demasiado fácil. La vivencia de la libertad va unida a la de carga: antes Orestes flotaba por encima de las cosas y sólo experimentaba el puro conocimiento, pero sus actos le han conferido un peso que ya le cierra una serie de posibilidades. En efecto, la elección de un camino implica la pérdida de otros. La libertad no significa apertu ra a una serie infinita de posibilidades; para Sartre, la libertad implica elección, decidirse, con la conciencia de que esa decisión es la mía y, por tanto, me identifico con ella. «Los hombres son libres [...] y ellos no lo saben»: estas pala bras de Júpiter podrían constituir el lema de la obra y en general de todo el existencialismo sartriano. El objetivo básico de Sartre será infundir al hombre la conciencia de su libertad, liberándole y lastrándole al mismo tiempo. No importa que esté preso o a punto de ser ajusticiado: el hombre será siempre libre si se responsabiliza de sus actos, si se reconoce en ellos. Hemos apuntado que el texto no termina como un triunfo para Orestes, y esto es una demostración de coherencia: en efecto, no sabemos si los habitantes de la ciudad se han vuelto desgraciados por la transformación que supone la eliminación de Egisto y Clitemnestra, los responsables de sus vidas. En su descrip ción de la técnica novelesca Sartre indica que la ambigüedad, la oscuridad y la indecisión forman parte de la vida, y él pone en práctica esta idea en el drama. En plan crítico podría aducirse que no es muy consecuente con dicho postulado, ya que, a menudo, los parlamentos de Orestes abundan en tesis. Este fenómeno es comprensible en la medida en que Las moscas constituye su primera obra dramática, y su autor pretende en ella reflejar sus tesis con claridad para hacer oír su voz. Con frecuencia, los diálogos adolecen de racionalismo, siendo así que Orestes encar na el existencialismo. Pese a todo, el drama aún conserva su frescor y vigor, ya que Sartre expone con maestría un trasfondo de distin tos estados anímicos: las dudas de Orestes, el odio de Electra, el miedo de la población, y la arrogancia y el tedio de Egisto. 47
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La obra implica, además, cierta dosis de compromiso: Ores tes interviene en favor de los oprimidos habitantes de Argos y quiere liberarlos de falsos mitos. (Este drama surgió durante la ocupación alemana, en un momento en que las fuerzas de ocupa ción intentaban imbuir en la población francesa la conciencia de culpa por su derrota, para de este modo poder dominarla mejor.) Toda esta serie de motivaciones intervienen en Las moscas, aunque el núcleo lo constituye la transformación de Orestes, su descubrimiento repentino de lo que significa la libertad. Y esto tiene lugar no de manera teórica, sino vivencia!: Orestes experi menta su propio cambio desde el momento en que elige sus actos, otorgando así peso y trascendencia a su vida. La obra es simplemente un comienzo; de haber sido más acabada, el lector o el espectador habría tenido que desarrollar por sí mismo, a partir de los acontecimientos de la obra, la teoría de la libertad, que Sartre pone en boca de sus personajes, sobre todo de Orestes. Es también un comienzo, porque el proceso del hacerse de la persona apenas está esbozado en ella: sólo se apunta, aunque de forma muy aguda, el proceso de transforma ción de una vida despreocupada en una vida autorresponsable, gracias a una acción con la que el sujeto se identifica, por terrible que parezca. Sin embargo, no se explicitan el mecanismo de actuación de dicha acción ni la posterior toma de postura del sujeto respecto a ella. Más adelante, cuando abordemos la descrip ción filosófica de este problema, veremos la importancia decisiva del instante en el ámbito de la libertad humana. De la concepción del hombre como ser libre, hemos visto únicamente una primera aproximación: la abstracta. Hemos de indagar si Sartre en sus obras dramáticas posteriores recoge de nuevo el tema. Ahora pasemos a analizar el fenómeno de la convivencia humana a partir de los presupuestos fenomenológicos de la mirada.
4. LA MIRADA
Los estudios sobre la mirada (le regará) constituyen uno de los pilares de su obra filosófica El ser y la nada11. Ni en Husserl ni en Heidegger—antecedentes de Sartre y autores a los que sigue en algunos aspectos, mientras olvida otros: por ejemplo, la proble mática del ser heideggeriana no halla eco alguno en Sartre— ocupa la mirada el centro de las investigaciones sobre la esencia de la persona. Estos estudios sobre la mirada nos transportan a la dimen sión del «estar-con», es decir, del encuentro del hombre con el hombre, de la convivencia con los otros. La persona es esencial mente solidaria con sus semejantes, su vida se desarrolla en el ámbito de convivencia con el otro desde el principio de su vida. Necesitamos ejercer una abstracción muy artificiosa y elaborada para llegar a imaginarnos una existencia humana pura y aislada. La existencia del hombre se desarrolla siempre en convivencia con los otros, pero este hecho no nos exime de la tarea de desentrañar y mostrar los factores estructurales de esa con vivencia, de visualizar lo que sucede en su transcurso y las posibili dades que encierra. Más aún: debemos analizar hasta qué punto esa con-vivencia es un requisito imprescindible para el hacerse de la persona. Vamos a intentar aclarar el fenómeno de la mirada partien do de un ejemplo. Al hablar de la mirada nos referimos, claro está, a lo que acontece durante su desarrollo, no al proceso descriptible en términos fisiológicos por el cual las imágenes impresionan la retina y nos proporcionan el conocimiento de los objetos. Estoy sentado en un parque y contemplo los añosos árboles, los paseos, la hierba, el cielo, las nubes que pasan. Soy el punto central de todas esas «cosas», todo lo que veo se agrupa en torno a mí. Dicho con mayor exactitud: en este «ver», todo gira alrede dor de mí, que soy el punto cero. Mi visión es ordenación. Mi mirada organiza de manera concreta todo lo existente. Heidegger ha demostrado que el Dasein proyecta su ser hacia la distancia y 49
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Edm und Husserl. filósofo que. ju n to con Heidegger, había ocupado la atención de Sartre durante su estancia en Berlín.
Página manuscrita de ►
El ser y la nada
que se construye su espacio a base de un fenómeno de «desdistanciamiento» o desaparición de la distancia. El espacio no se le da al hombre como una fórmula matemática o como una diversidad tridimensional, sino como un ámbito del que se apro pia «des-distanciando». En Sartre este proceso adquiere tintes muy característicos, porque el Dasein se vivencia como punto central: el hombre es el centro gravitacional que organiza todo a partir de sf mismo. Yo veo las cosas con las sombras concretas (en formulación de Husserl) que proyectan, y así son para mí. Sí, las cosas parecen estar creadas sólo para mí, esperando que yo las organice. Pero de pronto acaece un fenómeno nuevo: en el parque aparece otra persona. En principio yo la considero una cosa más, un objeto entre los demás objetos dados. A mis anteriores percep ciones de las cosas, gracias a las cuales he constituido mi entorno, hay que añadir ahora una nueva relación con el objeto-semejantea-mí. No tardo en darme cuenta de que este nuevo objeto es un objeto privilegiado. ¿Por qué? Porque no se deja atrapar en el juego de distancia que yo he establecido entre las cosas, sino que él mismo está creando distancias. Las cosas se organizan dentro 50
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de unas determinadas coordenadas de distancias, pero el hombre es un ser-sin-distancias, es él el creador de las distancias y de las relaciones entre las cosas. Las cosas son incapaces de establecer relaciones, simplemente sufren la ordenación impuesta por el hombre a partir de la distancia. ¿Qué ocurre cuando yo me doy cuenta de que el otro no es un objeto más sino que pertenece a la categoría antes descrita de existentes creadores de distancias? Sartre describe el proceso con una penetración admirable. Yo pierdo mi posición central, constato con auténtica cons ternación que no soy el único centro, sino que hay otro ser que también lo es. Pero el fenómeno va más allá: al agrupar el otro en tomo a su persona las cosas de mi entorno, me roba mi mundo, me priva de él. «De pronto ha aparecido un objeto que me ha robado el mundo. Todo está en su lugar, todo sigue existiendo para mí, pero ha sido sacudido por una huida invisible y rígida hacia un nuevo objeto. La aparición del otro en el mundo se corresponde, pues, con un deslizamiento rígido de todo el univer so, con una descentralización del mundo que socava, al mismo tiempo, la centralización que yo estoy ejerciendo.» En consecuen cia, el otro es un ladrón, alguien que irrumpe por la fuerza; más aún: un usurpador, ya que no sólo me roba objetos concretos, sino que además me expulsa del lugar privilegiado que yo ocupa ba. El mundo, que yo creía poseer antes de su aparición, deviene, con el otro, algo lleno de agujeros, a través de los cuales lo desangra la mirada del otro. «Así pues, la aparición entre los objetos de mi universo de un elemento de desintegración de este universo, es lo que yo llamo la aparición de un hombre en mi universo. El otro es, sobre todo, la huida permanente de las cosas hacia algo que yo vivencio a la vez como un objeto a cierta distancia de mí, pero que se me escapa en la medida en que él despliega a su alrededor sus propias distancias. Y esta descompo sición se propaga cada vez más lejos...» Tras esta «primera fase» en la que el otro irrumpe violenta mente en mi mundo (en un primer estadio como objeto, privilegia do, claro está) y me roba lo que yo considero mío (las cosas que yo incluía dentro de mi mundo han sido incorporadas al suyo, y yo sé a ciencia cierta cómo acaece dicha incorporación), viene una «segunda fase», en el transcurso de la cual me apercibo de que el otro, además de objetivo privilegiado, es un sujeto. Al principio el otro era para mí un ser que veía lo mismo que yo, constituyén dose en una amenaza para mi mundo puesto que se apropiaba de él. Pero apenas vivencio al otro como sujeto, comprendo que él, 52
N a D o rv a l G a lte rv ,
La mirada del otro. (Fragmento de un retrato de uarón, obra de Antonello di Messina. National Galleiy, Londres.)
aparte de apropiarse con su mirada de los objetos de mi entorno, también puede verme. «Si el otro-objeto se define en relación con el mundo como el objeto que ve lo que yo veo, mi relación fundamental con el otro-sujeto debe poder reducirse a mi posibili dad permanente de ser visto por el otro.» Y ¿qué quiere decir esta posibilidad de ser-visto? Nada más ni nada menos que el otro, al mirarme, me convierte a mí mismo en objeto. El otro deviene para mí el otro cuando lo experimento como el que me mira, es decir, el-que-me-convierte-en-objeto. «El “ser-visto-por-el-otro” es la verdad del “ver-al-otro”». Esto impli ca que sólo me apercibo de la realidad del otro, es decir, de que es alguien semejante a mí, cuando él me mira. «El otro es fundamen talmente aquel que me mira.» ¿Cuál es el elemento decisivo de este ser-visto? Que la mirada del otro ha borrado las distancias y descansa sobre mí al tiempo que mantiene la distancia con respecto a él mismo. Siento su mirada sobre mí y me doy cuenta de que estoy en sus manos. Cuando me sé mirado, yo no miro al otro, mi intención no se proyecta hacia él, sino hacia mí mismo en cuanto estoy expuesto a su mirada. La mirada del otro me proporciona la vivencia de mí mismo: «La mirada es sobre todo un intermediario que me remite de mí mismo a mí mismo.» Mientras miraba las cosas, era yo quien me proyectaba hacia ellas y no hacia mí mismo. Ahora, la experiencia 53
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de ser objeto de la mirada del otro me devuelve a mí mismo. Según Sartre, el hombre topa con su mismidad en esta experien cia, en ella encuentra su yo. Hasta entonces yo vivía en mis actos, pero no tenía conciencia de mi identidad, de mi yo. La experiencia del ser-mirado se capta de manera más inme diata y exacta en otro ejemplo: el fenómeno del avergonzarse. Supongamos que estoy con la oreja pegada a una puerta para escuchar lo que se dice en una habitación contigua. De pronto aparece alguien, y al sorprenderme en esa posición, yo me sonro jo. ¿Por qué? Porque me veo desenmascarado de pronto. Mien tras escuchaba, todo mi yo se proyectaba a experimentar lo oculto, y los objetos todos aparecían a la luz de esa proyección. Todas mis experiencias se organizaban alrededor de mi faceta de hombre-que-escucha: la puerta demasiado gruesa, los ruidos del exterior demasiado intensos... Estaba tan concentrado en el asun to que yo no me concebía de manera expresa a mí mismo. En palabras de Sartre: yo vivía en mis actos, sin conciencia de mi yo, proyectado hacia mi faceta de oyente. Yo vivía la inmediatez de la escucha, sin interesarme por mi verdadero yo. Sin embargo, apenas aparece el otro, me sé visto, sorprendido: me veo de repente —a través del otro— como el que soy en ese momento e introyecto —a partir del otro— mi yo de oyente. Sartre afirma que este fenómeno de la vergüenza es un acto de reconocimiento. La vergüenza me hace reconocerme como soy. Lo terrible de esta situación de ser-visto es que el sujeto percibe su yo a través del otro en esa situación de ser-cogido-infraganti, de ser-sorprendido, lo que de nuevo nos conduce al fenómeno de caer-en-manos-de: ser-visto implica ponerme en manos del que me ve. Para Sartre, esto supone una descomposi ción, una hemorragia de mi mundo. Cuando me avergüenzo, reconozco el juicio del otro sobre mí. Por tanto, ser-visto se confunde con ser-juzgado. La mirada del otro es un juez. Aquí radica, para Sartre, el punto clave de su interpretación del otro. Mi relación con los otros se reduce a un constante ser-juzgado, y si hago algo improcedente, a este juicio hay que añadir el fenómeno de la vergüenza, del ser-sorprendidoinfraganti. En esta última situación el juicio de los otros es mucho más evidente. Para Sartre, la relación con los demás se reduce al ser-juzgado, a exponerse a su juicio. Mi reacción natural ante este fenómeno es juzgar a mi vez al otro, decir, por ejemplo, que es idiota, para invalidar de esta forma su juicio sobre mí. Sin embar go, en el contexto general, esto no cambia nada, ya que Sartre concibe e interpreta las relaciones humanas como un juicio. No 54
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vamos a analizar ahora los porqués de esta cuestión, aunque sí investigaremos qué elementos del hombre posibilitan esta in terpretación. La libertad es inherente al hombre. Si al ser-mirado yo me pongo en manos del juicio ajeno, esto significa que estoy a merced de su libertad. El otro es libre, y por tanto yo soy incapaz de presuponer cómo soy y actúo ante él. Podría afirmarse en tonces que yo renuncio a su juicio. Sartre, sin embargo, con sidera esto imposible en la medida en que yo obtengo mi ipsidad en la confrontación con el otro, en el retroceso de su mirada hacia mí. Hay dos factores que determinan la existencia humana: la «trascendencia» y la «facticidad». ¿Qué significan? Trascendencia es la capacidad del hombre de proyectarse hacia el futuro, de elegir y concretar posibilidades. ¿Por qué Sartre lo llama trascen dencia? Porque, gracias a esta capacidad, el hombre no congela su existencia, no la fija en un estado determinado, sino que quebranta, supera siempre su propia existencia, concretando y configurando a cada paso su proyecto. La trascendencia es inapli cable al objeto: éste jamás supera su condición. La facticidad. por el contrario, se refiere al momento del estar-fijado, de la realización ya establecida. Facticidad es la na ción a la que pertenezco, las aptitudes que poseo, y también todo cuanto he realizado hasta ese instante. Mis publicaciones y los beneficios obtenidos de ellas son ya irrevocables. Facticidad y trascendencia es el par asimétrico de compañeros de la existencia humana que siempre permanecen vigentes. Su funcionamiento se expondrá en el capítulo dedicado a la mauuaise foi, a la inautenticidad o insinceridad. El proceso de ser-mirado supone una pérdida de trascenden cia. En la medida en que el otro me sorprende bajo mi faceta de oyente indiscreto y curioso, congela y fija esta posibilidad descar tando otras muchas. Esa congelación o fijación es facticidad. Al igual que los seres denominados por Sartre «seres-en-sí», conde nados a la pura facticidad, el hombre se convierte en un ser «cuasi-en-sí», a pesar de que su existencia se distingue de la de los demás seres porque el hombre es un ser «para-sí», y por tanto puede actuar sobre sí mismo. Así pues, al emerger el otro, yo me convierto en una «cuasi-cosa» entre las restantes cosas. «Mi peca do original es la existencia del otro», ya que su mirada es una especie de medusa: «Yo siento la mirada del otro en el momento de mi acto, como una solidificación y enajenación de mis propias posibilidades.» Mi trascendencia (o lo que es lo mismo: mi capaci 55
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dad para superar la facticidad) es trascendida por el otro, y. en consecuencia, puesta en manos del otro. «El otro, en cuanto mirada, no es otra cosa que mi trascendencia trascendida.» Al iniciar estas explicaciones veíamos que la emergencia del otro supone una amenaza para mi mundo, es decir, para la estructuración mía de las cosas, puesto que él las estructura considerándose a sí mismo como centro. En el curso de esta reestructuración, el otro me arrebata mi mundo, me enajena mis posibilidades, me expulsa de mi mundo y me fija en un mundo extraño, sin que yo pueda cambiar esa fijación. Mis posibilidades de existir y de recuperar lo existente se transforman al sufrir la mirada ajena, y yo las vivencio como posibilidades que el otro puede anular. Es más: yo lo conceptúo como alguien que me acecha, buscando arruinar mis propias posibilidades para poder disponer de mí. En un principio yo me mostraba orgulloso de poder disponer de las cosas, pero ahora me doy cuenta de que este poder-disponer es algo continuamente expuesto al peligro de quedar enajenado por el otro. En conse cuencia, mi relación con el otro se convierte en miedo del otro, ya que éste amenaza siempre mi mundo y cuestiona mi trascenden cia. «Ser mirado significa concebirse como objeto desconocido de juicios incognoscibles.» En la medida en que el otro me mira, me convierto en objeto para él, pero como es libre, yo no puedo presuponer su juicio. Con estas premisas, Sartre equipara el ser-mirado con el ser-esclavizado: «Soy esclavo en la medida en que, en lo más hondo de mi ser, dependo de una libertad que no es la mía y que incluso es requisito para mi existencia.» Sartre no desmenuza lo suficiente este estado de desvali miento, de estar-a-merced-del-otro, de estar-esclavizado: «Yo es toy en peligro. Y este peligro no es un accidente, sino la estructura permanente de mi ser-para-otro.» El miedo es miedo a la libertad del otro; el orgullo y la vergüenza son momentos del reconocimiento de la propia esen cia, logrado a través de la presencia del otro; el sentimiento de esclavitud emana de la enajenación de mis posibilidades. Lo más inquietante de la mirada del otro es que él me tiene a mí por blanco, sin ser él mismo blanco para mí. El me agarra, me solidifica casi como si yo fuera una cosa, me sitúa en su mundo, del que yo no puedo disponer, porque no soy capaz de desplegar distancias, sino que penetro en las que él despliega. Mencionemos aquí otra afirmación de Sartre: el conocimien to de sí mismo implica necesariamente al otro. Esto es así porque 56
LA MIRADA La escritora francesa Sim one de Beauuoir. A ella debemos el conocimiento de buena parte de los rasgos caracterológicos de Sartre.
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1 i
para conocerme tengo que convertirme en objeto, pero para esto es imprescindible el otro. Para mí mismo, yo sólo puedo ser objeto. Para convertirme en objeto necesito un rodeo que pasa por el otro, reflejarme en una mirada que me devuelva la mía, ya que para el otro soy simplemente un objeto. «Mi ser para-otro es una caída hacia la objetividad a través del vacío absoluto. Y como caída es alienación, yo no puedo constituirme en objeto para mí mismo, porque en ningún caso puedo alienarme a mí mismo.» 57
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¿Somos entonces esclavos? ¿Estamos siempre atemoriza dos, amenazados, o existe la posibilidad de rebelarse, de reaccio nar? Hasta ahora tratábamos de clarificar que la mirada implica «ser-mirado» por los demás, es decir, que el otro aparece como el sujeto que me mira, tomándome como objeto. Vamos a analizar la reacción que subyace al fenómeno de ser-mirado, al desprendi miento de la dependencia del otro y, en consecuencia, a la recupe ración de la trascendencia (o posibilidad de proyectarme hacia mi proyecto). ¿Cómo tiene lugar este fenómeno? Recuperando a través de la conciencia mi espontaneidad, mi libertad, dándome cuenta de que poseo un abanico de posibilidades y proyectándo me sobre una posibilidad libremente elegida. En el momento en que obro así, la relación se transforma. Ya no es el otro, sino yo, quien asume la responsabilidad de mi existencia. Más aún: yo asumo la responsabilidad de la existencia del otro. «En cuanto tomo conciencia (de) mí mismo como de una de mis libres posibilidades y en cuanto me proyecto sobre mí mismo para realizar esta ipsidad, me convierto en responsable de la existencia del otro: soy yo el que posibilito, por la afirmación de mi libre espontaneidad, la existencia del otro, que no hay simplemen te un retorno infinito de la conciencia a sí misma.» El elemento decisivo de todo esto no es la conciencia misma, sino el proyecto. «En el proyecto de mi posibilidad me percibo como ipsidad; no cargo la responsabilidad de mi existencia sobre el otro, sino al revés: la existencia del otro me es adjudicada. Depende de mí no ser el otro. Yo supero su trascendencia al realizar la mía propia. La existencia del otro se me aparece como una existencia degradada. Si yo antes era objeto para el otro, y él el sujeto que me miraba, ahora me he convertido en sujeto y el otro en objeto. El es ahora para mí aquel que no quiero ser.» Por fin me desembarazo de sentimientos que revelaban mi entrega al otro, por ejemplo, de la vergüenza. «La vergüenza genuina no es la sensación de ser este o aquel objeto censurable; sino, en general, de ser un objeto, es decir, de reconocerme en ese ser degradado, dependiente y petrificado que yo soy para el otro. La vergüenza es la sensación del pecado original, debida no al hecho de haber cometido esta o aquella falta, sino de haber “caído” al mundo, en medio de las cosas, y de necesitar la media ción del otro para ser lo que soy.» Sartre cree que el vestido intenta ocultar ese carácter objetual de sustraerse a la mirada del otro para ver uno solo. (Sartre no analiza aquí el papel que la vestimenta puede desempeñar para atraer la mirada de los demás, de aquí que la moda sea 58
LA MIRADA
mucho más importante para el sexo femenino que para el masculino.) Hemos intentado seguir el proceso del aparecer del otro en mi mundo, desde la fase en que es aprehendido como objeto, pasando por la de ser-sujeto que me somete, hasta mi propio sometimiento del otro. Hemos analizado cada fase sucesivamen te, pero en modo alguno hemos de pensar que mi conquista del otro es una victoria definitiva. El otro no ha pasado para siempre a mi poder, ni yo me he librado de su miedo. Se trata de una relación mucho más inestable. «Así pues, el otro-objeto es un artefacto explosivo que yo manejo con precaución, porque huelo a su alrededor la posibili dad permanente de que se le haga explotar y de que, con dicha explosión, yo experimente de nuevo la huida fuera de mí del mundo y la alienación de mi ser. Por tanto, me preocupo constan temente de mantener al otro en su objetividad, y mis relaciones con el otro-objeto no son otra cosa que artimañas destinadas a dejarlo siendo objeto.» Con gran penetración Sartre ha descrito los sentimientos que me animan cuando me vivo como objeto del otro. Contába mos también con ver analizadas las sensaciones inherentes a esa situación de señor-siervo. Pero no existen, y explicamos ahora por qué: porque la victoria es siempre incierta, porque el combate no concluye nunca. En consecuencia, jamás me desembarazaré de la preocupación por los demás ni de su sometimiento. Cabe afirmar que si el otro como objeto me exige constantes artimañas para mantenerlo dentro de sus límites, yo, a mi vez, también estoy en sus manos. Hemos aludido a la dialéctica amo-esclavo, o dominioservidumbre, examinada por Hegel con tanta maestría. No es una casualidad, puesto que caracteriza el concepto que Sartre tiene del hombre. Hasta ahora lo hemos intentado clarificar dentro de un marco teórico. Veamos a continuación una expresión literaria más directa: el drama A puerta cerrada.
5. LA FOSILIZACIÓN DE LA LIBERTAD: «A PUERTA CERRADA»
En el segundo volumen de sus memorias, Simone de Beauvoir escribe a propósito de la génesis de esta obra: «Sartre conti nuaba La prórroga. La interrumpió cuando volvimos a París para escribir una nueva pieza. La empezó como la primera, para ayudar a unas debutantes. Wanda, la hermana de Olga, quería también hacer teatro: seguía cursos con Dullin, que le confió en octubre un pequeño papel en Las moscas. Por otra parte, Olga, la morena, acababa de casarse con Marc Barbezat, que dirigía en los alrededores de Lyon un laboratorio de productos farmacéuticos y editaba con su dinero cada semestre una revista lujosa: L'Arbaléte. La imprimía él mismo con una prensa manual. Deseaba que su mujer aprendiera sólidamente su oficio de actriz. Sugirió a Sartre que escribiera para ella y para Wanda una pieza fácil de montar que pudiera ser paseada a través de Francia: él se encargaba de financiar esa gira. La idea de construir un drama muy breve con un solo decorado y solamente dos o tres personajes tentó a Sartre. Pensó en seguida en una situación sofocante: gente ence rrada durante un largo bombardeo; luego tuvo la inspiración de cerrar a sus personsjes en el infierno para la eternidad. Compuso con facilidad Huís dos (“A puerta cerrada”), que primero llamó Les autres y fue publicado bajo ese nombre en L ’A rbaléte 1Z». Resulta difícil imaginar un motivo más banal en la génesis de una obra. Hay que terminar con el tópico manido de que las obras de creación dependen de la «inspiración», máxime teniendo en cuenta que A puerta cerrada13 es una de las obras maestras de Sartre. Es perfecta, de principio a fin. Si Las moscas abundaba en interpretaciones teóricas del curso de los acontecimientos, aquí ya no hay tesis, es la acción, el diálogo entre los tres personajes lo que nos sumerge y revela el tema tratado, y el espectador o lector quien extrae sus propias conclusiones, no el autor. En A puerta cerrada. Sartre lo consigue plenamente. Sin embargo, no debe mos confundir la motivación accidental de la génesis del drama con su verdadero fundamento. Para escribir esta pieza. Sartre 60
Una escena de Huís dos (A puerta cerrada^.
tuvo que meditar con tanto cuidado como en El ser y la nada la problemática referente a la convivencia humana. Se podría decir que la obra esperaba el momento de ser trasladada al papel. La teoría sobre la convivencia del ser humano, el modo de comportarse unas personas con otras, se inspira en una experien cia concreta de dicha convivencia. Sartre se propuso desarrollar esa experiencia, hacerla evidente, palpable. Sartre no pretendía reflejar experiencias individuales y extraordinarias, sino una viven cia aplicable al ser humano en general. Al leer o presenciar el drama cualquier persona debía decirse: así es, yo también lo he experimentado. Sabemos que Sartre no quiso escribir un drama de caracte res, ni una obra de corte psicológico al modo tradicional, sino un drama situacional, es decir, un drama que refleja la conducta del hombre inmerso en una situación concreta para demostrar que él es también responsable de la situación a que ha llegado. ¿Cuál es 61
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esta situación-clave en A puerta cerrada?¿Qué ocurre durante el desarrollo de la obra dramática? Evidentemente, el espectador exige que una pieza teatral refleje un acontecimiento apasionante, una trama que le fuerce a tomar partido, a implicarse en ella. Sin embargo, a primera vista, uno se inclina a decir que en A puerta cerrada ocurren muy pocas cosas; quizá fuera mejor decir que no sucede nada en absoluto. Ni puede suceder, puesto que vemos a tres personajes encerrados en una habitación, y se advierte que su encierro durará toda la eternidad. Nadie puede entrar en la habitación ni abandonarla. ¿No ha tapiado con ello el autor la posibilidad de dar entrada a nuevos acontecimientos? Es cierto que el espectador sabe que las tres personas —un hombre, Garcin, y dos mujeres, Inés y Estelle— han muerto, y que la obra se sitúa en el más allá, en el infierno. En el drama se limitan tanto las peripecias externas que su contenido es fácil de resumir: tres personas son encerradas des pués de su muerte en una habitación (el infierno). El infierno está conceptuado como un castigo por las faltas cometidas. ¿Qué hay de castigo, de tormento, en que una persona, después de su fallecimiento, sea recluida en un salón con muebles de estilo? Primera sorpresa. Garcin. - ¿Eh? Bueno, es igual... ¡Bien, bien, bien! (Mira a su alrededor.) Sin embargo, no me esperaba una cosa así... Seguro
que usted sabe lo que se cuenta por allá. Mozo. - ¿De qué? Garcin. - De... (Con un gesto vago y amplio.) En fin, de todo esto. Mozo. - ¿Cómo ha podido creerse tales estupideces? Perso nas que nunca pusieron los pies aquí... Porque claro está que si hubieran venido una vez, ya no... Garcin. - ¡Claro! (Ríen. Garcin vuelve a ponerse serio de pronto.) ¿Dónde están los palos? Mozo. - ¿Cómo? Garcin. - Las... Esas estacas en punta, los palos... Y las parrillas ardientes, los..., los embudos, los... Mozo. - ¿Tiene ganas de broma? Garcin. - (Mirándole.) ¿Eh? ¡Ah. ya! No, no tengo ninguna gana de bromas, no... (Un silencio. Se pasea.) Ni espejos, ni ventanas, naturalmente. Nada que sea frágil. (Con súbita violen cia.) ¿Y por qué me han quitado el cepillo de dientes? A ver. Mozo. - Ya está con eso... En seguida ha recuperado la dignidad humana. Tiene gracia. 62
LA FOSILIZACIÓN DE LA LIBERTAD: -A PUERTA CERRADA»
Garcin. - (Golpeando colérico el brazo del sillón.) Le ruego que evite esas familiaridades. No ignoro nada de mi situación, pero no estoy dispuesto a soportar que usted... Mozo. - Un momento. Perdóneme. Pero, ¡qué quiere!, es que los clientes me hacen la misma pregunta. Primero me preguntan por los palos; y en ese momento le juro que no piensan para nada en su «toilette». Y en seguida, cuando se les ha tranquilizado, salen con el cepillo de dientes. Pero, por el amor de Dios, ¿no son capaces de reflexionar? Porque, en fin, yo puedo preguntarle: ¿para qué iban a limpiarse aquí los dientes?
En este pasaje, además de la sorpresa, se advierte una relación típica, y el diálogo se encarga de fijar con absoluta sobriedad el carácter generalizador. La primera pregunta se refie re siempre a los instrumentos de tortura y la segunda, en cuanto este temor desaparece, al cotidiano cepillo de dientes. En efecto, si en el infierno las cosas no son tan terribles como las pintan, ¿por qué no puede continuar el hombre su vida habitual? Sin embar go, ese «siempre» que resuena desde el principio contribuye a delimitar con absoluta nitidez la dimensión de la universalidad, de la intemporalidad, y a ella se traslada el personaje sin demasiados sobresaltos. La decoración impersonal de la habitación, refuerza también su carácter universal, intemporal. No tiene ventanas: ¿para qué? Dispone de luz eléctrica, una luz que no puede ser apagada por los moradores. La habitación carece de camas. Todos estos elementos indican que en la escena no tienen lugar interrupciones o cambios de ritmo como, vigilia y sueño, ver o cerrar los ojos, claridad u oscuridad. El tiempo se ha detenido: he aquí otra de las razones que imposibilitan la existencia de «aconte cimientos». Sartre intenta esbozar así el carácter dudoso de esta existencia que ya ha dejado de serlo. Y decimos dudoso porque algo deben de ser los muertos —aunque ya han perdido la vidapara ser castigados con su estancia en el infiemo. Veamos ahora los tres personajes obligados a convivir: Gar cin, un escritor, Inés Serrano, «mademoiselle», empleada de co rreos, y Estelle Rigault. Los tres conservan sus nombres de la vida anterior, aunque en su estado actual no significan nada. Comen zamos a conocerlos por sus actos, por su comportamiento. Examinémoslos. Garcin: quiere afrontar la situación, no dejarse engañar. Está siempre en guardia. «En todo caso, yo le puedo asegurar que no tengo miedo. No es que me tome la situación a la ligera: soy consciente de su gravedad. Pero no tengo miedo.» 63
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Sus repetidas afirmaciones de que no tiene miedo, de que no quiere dejarse sorprender, podrían infundirnos sospechas, pero por ahora no disponemos de otros elementos de juicio que sus propias declaraciones. El interrogatorio sistemático al que some te al mozo que le conduce a la habitación responde también a ese «afrontar la situación». Quiere poner en orden su vida. Inés: no interroga al mozo ni pronuncia frases grandilocuen tes; apenas ve a Garcin —a quien toma por el verdugo— se dirige a él y le pregunta por su amiga Florence. En su diálogo con
Biblioteca Nacional. Parts
Caricatura de Sartre.
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LA FOSILIZACIÓN DE LA LIBERTAD: «A PUERTA CERRADA..
Garcin va al grano, y sus palabras son directas, casi brutales, y así, cuando un tic hace contraerse la boca del hombre, le dice cara a cara que es un cobarde. «Tiene usted la pretensión de ser una persona bien educada y no se cuida de sus gestos. Pero no está usted solo y no tiene derecho a imponerme el espectáculo de su miedo.» Como mujer inteligente que es, Inés no se hace ningún tipo de ilusiones. Estelle: se queja amargamente porque el canapé que se le ha destinado no hace juego con su vestido. Trata al mozo como si fuera su criada personal, a la que puede llamar cuando le plazca con un simple toque de campanilla. Busca el éxito a través de sus encantos y la pregunta más nimia le resulta tediosa. A ella le basta con ser admirada por un hombre, su identidad o su nombre son lo de menos. En las primeras escenas llegamos a conocer algunos retazos de los acontecimientos posteriores a la muerte de los tres persona jes, ya que, durante cierto espacio de tiempo, éstos pueden seguir los sucesos de la tierra. Con este artificio, Sartre quiere darnos a entender que la muerte consiste en dejar de influir en los pensa mientos o palabras de los demás referidos a nosotros mismos. Después de morir, caemos por completo en sus manos. Aunque alguien nos calumnie, no podemos solucionarlo ni hacer nada al respecto: ya somos ausencia y desaparecemos lentamente del recuerdo de los supervivientes, que tienen otras preocupaciones más importantes que pensar en los desaparecidos. Las cosas serían diferentes si pudiéramos volver, aunque sólo fuera un instante, pero esta vía está descartada. La muerte implica el advenimiento de lo irrectificable, la ausencia de cambio: el muerto ya no interviene, no actúa, y la vida prosigue sin él. Y en el momento en que los desaparecidos ya no significan nada para los vivos, cesa el contacto de los primeros con los segundos. Inés es la primera en sufrir este fenómeno, luego Estelle y por fin Garcin. Esta interrupción restringe a los personajes únicamente a sí mismos, iniciándose con ello una nueva fase en el transcurso de la cual se confiesan los verdaderos motivos de su condena. La reacción de Estelle es normal: «Yo no sé nada, nada absolutamen te... Hasta me pregunto si no habrá sido un error. (A Inés.) No sonría así. Piense en la cantidad de personas que... que se au sentan cada día que pasa. Llegan aquí por millones, y no encuen tran más que a subalternos, empleados sin ninguna instrucción. ¿Cómo quieren que no haya errores? No, no sonría así... (A Garcin.) Diga usted alguna cosa, vamos. Si se han equivocado en mi caso, 65
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también pueden haberse equivocado en el suyo. (A Inés.) Y en el suyo también. ¿No es mejor creer que estamos aquí por un error?» Pero ante la insistencia de Inés, Estelle cuenta una historia conmovedora: ella era una huérfana que cuidaba de su hermano pequeño, enfermo y necesitado de los mayores cuidados, por lo que aceptó casarse con un viejo hombre mayor, amigo de su padre. Dos años antes de morir halló al elegido de su corazón, que le Escena de A puerta cerrada, representada en el teatro Poliorama de Barcelona en 1968, bajo la dirección de Adolfo Marsillach.
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pidió que se fuera con él, pero ella se negó con toda energía. Más tarde murió de una pulmonía. En la primera versión de su propia historia, Garcin aparece como un héroe: él era pacifista, y al estallar la guerra, cuando todos pusieron los ojos en él, se cruzó de brazos y fue fusilado. Pero Inés desenmascara estas imágenes idealizadas: «¿Para quién representan la comedia? Estamos en familia.» Sí, realmente están en familia, en su propio hogar: entre malhechores; la organización no falla, están condenados al infier no y, por tanto, carece de sentido engañar a los otros: ellos ocupan ese lugar por haber atormentado a alguien hasta la muerte. Inés también entrevé la situación: la inexistencia de verdu go se debe a que ellos están condenados a atormentarse mutua mente, a torturarse hasta la saciedad. Deciden aislarse cada uno en su rincón y no hablar, para desbaratar de ese modo el orden del infierno, pero su argucia no da resultado. Estelle tiene una necesidad imperiosa de algo que en la habitación no existe: de un espejo. En vida, ponerse frente a un espejo la enorgullecía. Pero Inés se ofrece como espejo, y en este momento se inicia el combate, el verdadero acontecer del drama. Y esto es trascendental por una razón: en la medida en que el otro es necesario como espejo en el que mirarse, el aislamiento es imposible, ilusorio, echando por tierra la medida propuesta por Garcin. Desde el momento en que Inés le dice a Estelle cómo es, la última pasa a depender por completo de la primera. No es casual que sea la perspicaz Inés la que lo compren da así y afirme dirigiéndose a Estelle: «¿Si el espejo se pusiera a mentir? O si a mí me diera por cerrar los ojos, si me negara a mirarte, ¿qué harías tú entonces con toda esa belleza?» Y luego apostrofa a Garcin: «Hasta la cara me ha robado: usted la conoce y yo no.» Para no extendemos en más detalles diremos que Inés, que es lesbiana, desea a Estelle para ella sola. Pero ésta se defiende puesto que su único interés se limita a gustar a un hombre. En un principio Garcin coquetea con Estelle, pero en el fondo sólo le interesa el juicio de Inés. La fase siguiente del proceso—en sentido jurídico, ya que en el fondo es eso: un proceso— consiste en confesar el verdadero delito cometido. Garcin atormentó a su esposa de forma inhuma na. Inés impulsó al suicidio al marido de Florence, denigrándole sistemáticamente ante su esposa; en realidad, su actuación consis tió en recalcar a Florence las faltas insignificantes de su marido, de forma que llegó un momento en que Florence ya lo veía con los 67
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ojos de Inés y su cariño se derrumbó. Estelle, por su parte, engañó a su marido, mató al hijo habido con su amante, y éste se pegó un tiro. Ella admite su cobardía. Garcin no se cruzó de brazos al estallar la guerra, sino que huyó y después de ser detenido en la frontera fue fusilado en circunstancias penosas. Ahora, en el infierno, necesita justificar sus actos, y para ello necesita el concurso de los demás. El juicio de Estelle no le interesa, porque la considera una mujer cobarde, tonta y de escasas luces. Esta reconoce que jamás podría matar a Garcin si fuera un cobarde, pero, a instancias de Inés, se ve obligada a confesar que ni siquiera eso le importaría si él la amase. Garcin tiene que luchar, por tanto, por el juicio, por la mirada de Inés, una persona incorruptible e inteligente. En defi nitiva: cada uno de ellos está en manos del otro. Llega un momento en que Garcin pierde la esperanza de lograr convencer a Inés, pero entonces cae en la cuenta de que puede atormentarla coqueteando con Estelle. Inés, al borde de la desesperación, exclama: «Haced lo que queráis: sois los más fuertes. Pero acor daos de que yo estoy aquí y que os estoy mirando. No dejaré de miraros ni un momento.» ¿Cuál es, pues, la trama, el meollo, de la obra? La lucha por la mirada del otro. Con otras palabras: cuando dependemos de los demás para saber quiénes somos, debemos luchar sin tregua para ofrecerles una imagen favorable. Esto entronca con la teoría que antes tratábamos de exponer. Sartre añade aquí, sin embar go, un elemento que quedó en esbozo en su ensayo teórico: al hombre no le resulta indiferente qué mirada le juzgue. A Garcin no le cuesta excesivo trabajo convencer a Estelle de que actuó correctamente, pero en la medida en que su juicio no goza de una argumentación sólida, no le sirve. Y por eso se remite a Inés, a la que, por su parte, le interesa apartarle de Estelle. En resumen: el móvil no es obtener un juicio favorable de «una» persona, sino de la persona que nos interesa. Claro está que esto puede conducir al autoengaño si abordamos a una persona que está predispuesta a favorecemos, y precisamente por esa buena predisposición hacia nosotros. «Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Os acordáis, ¿verdad?; el azufre, la hoguera, las parrillas... ¡Qué tontería todo eso...! ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás.» He aquí la explicación que da la obra a la relación del hombre con los otros: dependemos por completo de los otros, y ellos son nuestros torturadores. El infierno no es otra cosa que 68
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esa dependencia. El hombre nunca degusta la paz, siempre per manece en guardia para intentar convencer a los otros de la nobleza de sus actos, y, en el caso de haber cometido un fallo, de la escasa importancia de su culpa. Aun cuando éste es el tema central, conviene no olvidar que existe otro factor en la obra que desempeña un papel básico: el autoengaño. Antes, al hablar de proceso, queríamos referimos al proceso de anulación progresiva del autoengaño, fenómeno muy evidente al comparar los diferentes relatos de la misma vida. En un primer estadio, parecía que el desembarco en el infierno era una pura equivocación; paulatinamente los personajes van reco nociendo sus faltas, y al final salía a relucir la verdad. El autoenga ño no es un fenómeno limitado al yo, al individuo, sino un proceso que se desarrolla al contactar el yo con los otros. Cuando el hombre, al recibir su reflejo en el otro, se recupera, pretende engañar al otro facilitándole una imagen idealizada y favorable de sí mismo: es el fenómeno de la mauuaise foi, «mala fe», insinceri dad, inautenticidad. Esta «mala fe» funciona con tal coherencia que el mismo individuo cae víctima de ella. En efecto, al individuo, que se conoce a sí mismo y sabe cuán a menudo actúa mal y cuán abismal es la diferencia entre su propio proyecto y su yo real, le consuela creer algo bueno sobre sí mismo. Este proceso de liquidación del autoengaño es muy evidente en el siguiente diálogo entre Garcin e Inés. Garcin. ■(La coge por los hombros.) Escucha: cada uno tiene sus objetivos, ¿no es así? A mí... a mí me daba igual el dinero, el amor. Yo... yo quería ser un hombre. Un valiente. Y lo aposté todo al mismo caballo. ¿Es posible que uno sea un cobarde cuando se han elegido los caminos más peligrosos? ¿Puede juzgarse una vida entera por un solo acto? Eso es lo que pregunto. Inés. - ¿Y por qué no? Durante treinta años te imaginaste que tenías mucho arrojo; y te permitías mil pequeñas debilidades porque a los héroes todo les está permitido. ¡Y qué cómodo era! Y luego, a la hora de la verdad, te pusieron al pie del paredón... y cogiste el tren para México. Garcin. - No, yo no me imaginaba ese heroísmo. Lo elegí.
Cada uno es lo que quiere ser. Inés. - Demuéstramelo. Demuestra que no era... una imagina ción. Solamente los actos deciden qué es lo que uno ha querido. Garcin. - He muerto demasiado pronto. No me han dejado tiempo para..., para realizar «mis» actos. Inés. - Siempre se muere demasiado pronto o demasiado 69
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tarde. Y, sin embargo, la vida está ahí, acabada. La raya está hecha y hay que hacer la suma. Tú no eres más que tu vida. En este diálogo observamos las resistencias, los falsos pretex tos, que Garcin opone al abandono del autoengaño. Aquí, Garcin es un fiel representante del existencialismo: se es lo que se ha elegido ser. El ha elegido el heroísmo y, por lo tanto, era valiente. Pero no tarda en llegar una contraargumenta ción: no basta con elegirse como persona excepcional ni con elegir un camino extraordinario si uno no es capaz de demostrar su decisión con actos. No es la elección de un camino concreto lo que determina lo que uno es —esto solamente constituye un paso—, sino su conducta dentro del camino elegido, su adecua ción con él. Esta insistencia en la elección del propio camino supone un acto de autoengaño si uno no se mantiene verdadera mente en el camino y se desvía de él con sus actos. En Las moscas hallamos un pasaje muy similar: Electra, que había soñado siem pre con la venganza, se niega a asumir la acción una vez consuma da. a cargar con su cuota de responsabilidad, porque le resulta demasiado espantosa; así que se siente feliz cuando logra descar gar su responsabilidad en Júpiter mediante el arrepentimiento. Sartre quiere resaltar aquí la diferencia entre la decisión vana, huera, porque no se asume, y la decisión coherente con nuestros actos y realizada por medio de nuestros actos que se convierte en decisión consumada. Por ejemplo, es muy fácil decir que se es bondadoso y generoso, pero que se carece de los medios para concretar esa generosidad. Sin actos, la elección es un puro autoengaño, porque nos fingimos una imagen idealizada de nosotros mismos y concentramos toda nuestra energía en mantenerla viva y en hacerla verosímil a los ojos de los otros. No es extraño que, en la primera ocasión de demostrarlo, todo se venga abajo. Garcin se aferra a la disculpa de que su prematura muerte le ha impedido realizar sus actos. Cae dentro de lo posible una muerte inesperada (por un accidente, guerra o una enfermedad) que arrebate al hombre la posibilidad de desarrollar su proyecto. Pero no es el caso de Garcin: él tenía esa oportunidad, vivía en una situación en la que podía demostrar su heroísmo, una situa ción hecha a su medida, y, sin embargo, escurre el bulto, revelándo se como un cobarde. Cada persona tiene la vida que elige. Con todo, el hombre no debe ser juzgado exclusivamente por su elección, sino por la realización concreta de dicha elección. 70
LA FOSILIZACIÓN DE LA LIBERTAD: «A PUERTA CERRADA»
Mientras dura la vida, la persona está abierta al cambio y no se la puede fijar en una posibilidad determinada, porque eso supondría despreciar su libertad. Sin embargo, en esta obra, al igual que en Les jeux sont faits, se ha elegido adrede el momento en que la vida ha finalizado. En ese preciso instante tiene lugar una especie de petrificación, de congelación: el individuo se que da fosilizado dentro de las posibilidades concretas ya realizadas y pierde el derecho a invocar el proyecto o realización de otras posibilidades. La muerte yugula la posibilidad de elección y de realización: con ella cesa la acción y el hombre pierde la trascen dencia: es ya su pasado, lo que ha sido. Aquí se manifiesta un aspecto nuevo del infierno. El infierno son los otros, es cierto, pero a la vez yo mismo, en la medida en que estoy a solas con mi vida y ya no puedo aducir que haré esto y aquello para justificarme ante mí mismo. Sartre pretende, con todo esto, recordar al hombre que puede morir en cualquier momento, y que después de su muerte será juzgado por sus actos, no por sus proyectos. Esta «petrifica ción» de nuestra vida, esa imposibilidad de cerrar los ojos, signifi ca —ya lo hemos apuntado— la ausencia de tiempo, de aconteci mientos, pero también alude a otra dimensión de la muerte: los muertos ya no pueden enfrentarse a su vida concebida como proyecto, sino que deben afrontarla como algo definitivamente congelado, petrificado. El tormento esencial del infierno es la soledad del hombre enfrentado a su vida, esa obligación de mirarla como algo acabado. El miedo a los demás deriva de que ellos nos enfrentan con nuestros propios actos y con nuestro proyecto. El miedo al infierno es el miedo a la evidencia de la propia vida ya hecha, pasada e irrectificable. Los otros se convier ten en verdugos precisamente porque media un abismo entre lo que somos en realidad y lo que queríamos ser. «Todas esas miradas que me devoran.» Ahora intentaremos aclarar el concep to que Sartre tiene de la situación humana analizando su teoría de la «mala fe», de la insinceridad.
6. LA INAUTENTICIDAD
DPA. Frankfurt am Main
Cuando Sartre intenta desentrañar la esencia de la concien cia (o lo que es lo mismo, del ser-persona) apela a un concepto decisivo: la mauuaise fo¡. Nosotros lo traducimos aquí por «inau tenticidad»14. En las siguientes páginas trataremos de explicar su significado y su importancia. Sartre escribe: «El ser humano no es únicamente el ser a través del cual se desvelan las negatividades en el mundo; es también un ser que puede adoptar actitudes negativas con respec
El filósofo alemán Martin Heidegger.
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LA INAUTENTICIDAD
to a sí mismo15.» ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa relacio nar el ser del hombre con «negatividades», negativités)? Para comprenderlo debemos analizar, siquiera brevemente, el capítulo primero de la primera parte de El ser y la nada. Sartre eligió el título de su libro en claro paralelismo con El ser y el tiempo de Heidegger y no deben asombrarnos los préstamos evidentes que se observan en dicho capítulo de dos obras de Heidegger: la arriba citada y la conferencia «¿Qué es metafísica?». En ese primer capítulo Sartre explica el origen de la negación. ¿Por qué Sartre la considera tan importante? Porque la negación revela un rasgo esencial del ser humano. «...El ser humano descansa en un principio en el seno del ser y luego se desprende de ello por un retroceso nadificador.» El hombre se hace a sí mismo renuncian do al resto de lo existente, aislándose, segregándose. Tal renuncia sólo es posible gracias a la introducción en el mundo de algo parecido a la nada por intermedio del hombre. En efecto, la propia existencia, según la entiende Sartre, se trasciende sin cesar a sí misma, de modo que no deja al mismo tiempo espacio alguno libre para la nada. La nada, en cuanto lo no-existente, tampoco puede ser por sí misma, ya que en ese caso no sería lo «noexistente». La nada, sin embargo, tiene cierta entidad en mi negación, que es una apelación a la nada. Es el hombre quien introduce la nada en medio de lo existente. «Así pues, el hombre se presenta, al menos en este caso, como un ser que hace despuntar la nada en el mundo, en la medida en que con esta finalidad se carga a sí mismo de no-ser.» De esta eclosión de la nada, de esta posibilidad del ser en sí pleno y cerrado de abrirse hacia fuera, de ese distanciamiento, emana la libertad. Si el hombre no fuera capaz de desprenderse del resto de lo existente, sería un punto más de la totalidad de lo existente; y, sin embargo, al objetivar la nada a través de sí mismo, el hombre adquiere una posición muy relevante. La verdadera tarea de la ontología de Sartre—que en el fondo es una antropología—consiste en escla recer esa posición. Esta relación con la nada posibilita la definición sartriana de la conciencia, ya que ésta recoge expresamente la «nada». Cité mosla: «La conciencia es lo que no es y no es lo que es.» La cita sin más explicaciones de esta formulación reiterada una y otra vez a lo largo de El ser y la nada no es muy clarificadora. Sí, es cierto que podemos afirmar que implica una doble contradicción. A Sartre le gustan las formulaciones paradójicas, y esto no debe asustarnos, sino impulsarnos a desentrañar su concepto de ser y no-ser. Tomemos la segunda parte: ¿Qué significa «la conciencia 73
SARTRE
no es lo que es»? ¿Qué entiende Sartre por «lo que es»? Si interpretáramos «ser» en el sentido de esencia, la frase significaría: la conciencia está en contradicción con su esencia. Pero el signifi cado no es ése. porque dicha formulación debe ofrecernos preci samente la definición del ser o naturaleza de la conciencia. Por «ser» se entiende aquí la existencia fáctica o —para usar la termino logía sartriana— «facticidad». Vemos, pues, que «ser» alude a lo realizado fácticamente, a lo poseído continuamente, al ser siempre existente. ¿Cómo puede afirmarse de la conciencia que «no» es precisamente ese «ser»? Porque evidentemente sí que lo es. Si quisiéramos definir con palabras más exactas la naturaleza de la conciencia, diríamos: la conciencia es lo que es real, pero no sólo eso. El segundo compo nente de la definición afirma que no se debe reducir la conciencia a su ser fáctico. ¿Por qué? Sartre lo explica en la primera parte de la definición: «La conciencia es lo que no es.» En estas palabras también resuenan ecos contradictorios, paradójicos, puesto que se equipara, en apariencia, ser y no-ser. ¿De qué ser se trata? ¿Del ser absoluto, del Ser a secas? En modo alguno. ¿De un ser objetual, como, por ejemplo, una mesa? Tampoco, pues de una cosa jamás podríamos afirmar que es lo que no es: una mesa es siempre una mesa, es lo que es. Para subrayar la forma de ser específica de la conciencia frente al resto de lo existente se predica de ella que es lo que no es. Pero el «no» se refiere aquí a las posibilidades de ser abiertas a la conciencia. Es decir: esa formula ción («la conciencia es lo que no es») significa que la conciencia es ese ser existente que se define a partir de sus posibilidades, y en ellas supera siempre el ser-dado fáctico. Llegados a este punto tenemos que introducir el concepto opuesto a facticidad, es decir, la idea de «trascendencia». Sartre entiende por trascendencia la superación de lo ya realizado merced a la existencia del proyecto, a la apertura a otras posibilidades. En este punto Sartre parte—o más bien se inspira— en la definición del Dasein que Heidegger ofrece al principio de El ser y el tiempo. Afirma Heidegger que la naturaleza del Dasein reside en su existencia, que su esencia es su existencia, y que por existencia ha de entenderse un rasgo muy peculiar del Dasein: él no es simplemente como «es» una mesa, un árbol o una montaña: el Dasein tiene que ser, la existencia le está encomendada como una tarea que tiene que realizar. El Dasein es un ser que asume intencionalmente su existencia, un ser de posibilidades, y el hombre se apropia de ellas —es decir, realiza su existencia— sólo en la medida en que las concreta, porque tam bién puede desaprovecharlas. 74
LA INAUTENTICIDAD
En consecuencia, en la formulación sartriana («la conciencia es lo que no es») no-ser no alude a lo absolutamente otro, sino al propio ser de la conciencia en cuanto posibilidad o abanico de posibilidades. Y esa definición de la esencia de la conciencia recoge los dos elementos, facticidad y trascendencia, de manera que se asegura que la conciencia no sólo es facticidad sino también trascendencia en cuanto superación de la posibilidad hacia la posibilidad. Veremos más adelante cómo el juego combi nado de facticidad y trascendencia nos desbroza el camino hasta desembocar en la inautenticidad. Al que miente, se le llama mentiroso. Como primer paso, debemos distinguir entre mentira en sentido propiamente dicho y mentira o falsedad en sentido de inautenticidad o mauvaise foi. Toda mentira implica conocimiento de la verdad, pues en caso contrario no existiría mentira. La mentira es una deforma ción consciente, intencionada, de la verdad. La mentira tiene por objeto engañar a otro. La inautenticidad se diferencia de la mentira o insinceridad en que en la primera engañador y engaña do no son dos personas diferentes, sino la misma persona: yo soy el que engaña y también el engañado. La inautenticidad es, por consiguiente, un autoengaño. Ahora cabe preguntarse cómo es posible autoengañarse, puesto que, si mentiroso y mentido son la misma persona, hay que suponer que el mentido conoce su condición y, si sabe que es mentido, la mentira no surtirá efecto. Y así sucede si, como en el caso de Sartre, se define el ser de la conciencia como conciencia de ser: «El [hombre] inauténtico debe tener conciencia (de) su inautenticidad puesto que el ser de la conciencia es conciencia de ser.» Sartre sitúa el «de» entre paréntesis para indicar que se refiere no a la conciencia de algo, sino a la conciencia previa a la reflexión o conciencia pre-reflexiva. Citemos a este respecto, una vez más, a Sartre: «No hay duda: para el que practica la inautenticidad, se trata de enmasca rar una verdad incómoda o de presentar como verdad un error admitido. Por consiguiente, la inautenticidad tiene, en apariencia, la estructura de la mentira. Pero —y esto lo cambia todo— en la inautenticidad soy yo el que me enmascaro a mí mismo la verdad. Por tanto, en este punto, la dualidad entre engañador y engañado no existe. Todo lo contrario: la inautenticidad implica, por esen cia, la unidad de una conciencia. [...] La inautenticidad no se introduce desde fuera en la realidad humana. No se sufre la inautenticidad, no se es contagiado por ella, la inautenticidad no es un estado. [...] Necesita una intención primaria y un proyecto 75
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de inautenticidad; este proyecto implica una comprensión de la inautenticidad en cuanto tal y un apercibimiento pre-reflexivo (de) la conciencia como efectuándose con inautenticidad. De esto se deduce, en primer lugar, que el que miente y aquel a quien se miente son una sola y única persona, lo cual significa que yo, en mi faceta de engañador, debo conocer la verdad que me está vedada en cuanto engañado. Más aún: yo debo conocer con abso luta precisión esta verdad para ocultármela con más celo aún si cabe —y esto no en dos momentos distintos de la temporalidad—, lo que permitiría en caso necesario restablecer una apariencia de dualidad, sino en la estructura unitaria del mismo proyecto. ¿Có mo, pues, puede subsistir la mentira si se suprime la dualidad que la condiciona?» Queremos subrayar en esta cita que la inautenticidad no es un estado que tengamos que soportar, como, por ejemplo, una enfermedad, sino que brota de un proyecto y, por lo tanto, hay que considerarla como un producto de la conciencia. Después de todo esto, todavía resulta más difícil entender cómo es aún posi ble el engaño. Para indagar las posibles condiciones del nacimiento y pervivencia de la inautenticidad, describiremos algunos casos en los que ésta determina el comportamiento, ya que hasta ahora nada hemos hablado de la posibilidad de que bajo la inautenticidad exista un autoengaño subyacente. «Supongamos, por ejemplo, una mujer que acude a una primera cita. Ella sabe de sobra las intenciones del hombre que tiene a su lado. Sabe también que más tarde o más temprano tendrá que tomar una decisión. Pero no quiere sentirse urgida: prefiere atenerse a lo que de respetuoso y de discreto hay en la actitud de su compañero. Ella no interpreta el comportamiento del hombre como un intento de hacer eso que se ha dado en llamar “una primera aproximación”, o lo que es lo mismo, no quiere ver las posibilidades de desarrollo temporal que conlleva ese comportamiento: lo limita al presente y de las frases que él le dirige sólo entiende su sentido explícito; si, por ejemplo, le dice “La admiro tanto...”, ella le quita a la frase su trasfondo sexual, atribuye a la conversación y al comportamiento de su interlocutor un significado inmediato que ella juzga atributos objetivos. El hombre que habla con ella parece sincero y respetuoso de la misma manera que la mesa es redonda o cuadrada, o la pintura de las paredes azul o gris. Y las cualidades así atribuidas a la persona a la que escucha son, pues, fijadas en una permanencia cosística que es simplemente la proyección hacia el deslizamiento 76
LA INAUTENTICIDAD
temporal de su puro presente. En el fondo ella no es lo que ella desea: es extremadamente sensible al deseo que suscita, pero el deseo crudo y desnudo la humillaría y la horrorizaría. Sin embar go, no hallaría encanto alguno en un respeto que sólo fuera respeto. Su satisfacción necesita un sentimiento que se dirija por completo a su persona, es decir, a su libertad plena, y que sea un reconocimiento de su libertad. Pero simultáneamente es preciso que este sentimiento sea sólo deseo, es decir, que se proyecte hacia su cuerpo en cuanto objeto. En este caso, ella rehúsa concebir el deseo tal como es, ni siquiera lo nombra, y tampoco lo reconoce como tal, excepto en la medida en que se trasciende hacia la admiración, la estima, el respeto, y se asimila por entero a las formas más elevadas de su manifestación hasta el punto de convertirse en una especie de calor y de densidad. Pero hete aquí que él toma su mano. Este acto de su interlocutor puede cambiar la situación emplazándola a tomar una decisión inmediata: permi tirle eso significa, por parte de ella, ceder a la tentación del flirt, comprometerse. Retirar la mano es romper esa armonía inestable y tímida que constituye el encanto de ese momento. Por tanto, hay que demorar lo máximo posible el instante de decidir y, en consecuencia, ella deja así su mano, pero no se apercibe de que la deja. Y no se da cuenta porque se concibe a sí misma, en ese momento, sólo como espíritu. Arrastra a su interlocutor a la cima de la especulación sentimental, habla de la vida, de su vida, se patentiza, se ofrece, bajo su apariencia esencial: una persona, una conciencia. Durante ese tiempo, se consuma el divorcio entre el cuerpo y el espíritu; la mano reposa, inerte, entre las manos cálidas de su compañero: ya no revela aquiescencia ni rechazo: es una cosa.» ¿En qué medida puede hablarse de comportamiento inautén tico por parte de la mujer? ¿Puede hablarse de autoengaño? Sí, Sartre nos muestra cómo ella utiliza diferentes medios para engañarse a sí misma. En un primer momento sólo ve la inmedia tez de la actitud, palabras y gestos de su admirador. Se oculta a sí misma la intención que subyace en las palabras del hombre, es decir, las palabras como intento de aproximación. Prescinde de ellas y de sus actos porque, al fin y al cabo, es un primer paso, pero lo toma por el todo. En la terminología sartriana esto quiere decir que ve en su admirador una especie de ser-en-sí, y por consiguien te algo congelado, petrificado en el ser, siendo así que la esencia de la conciencia consiste precisamente no en ser-en-sí, sino en ser-para-sí, lo cual implica —ya lo hemos apuntado—la obligación de hacerse, de realizar posibilidades. 77
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Al mismo tiempo la mujer se da cuenta del deseo que despierta, pero lo niega considerándolo irrelevante, algo que de be ser superado, trascendido. Percibe su propio cuerpo, es cons ciente de su excitación incipiente, pero niega su corporalidad, vivenciándose como puro espíritu. «Mientras siente en lo más hondo la presencia de su propio cuerpo —quizás hasta el punto de notarse turbada—, ella se realiza como si no fuese su propio cuerpo y lo contempla desde las alturas como un objeto pasivo al que le pueden suceder ciertos acontecimientos que ella no sabría ni provocar ni evitar, porque todas sus posibilidades están fuera de él.» ¿Qué quiere demostrar Sartre con este ejemplo? Que el comportamiento inauténtico implica jugar con conceptos contra dictorios. Se apela a un concepto contradictorio cuando sólo se juzga cierta ora una tesis, ora su antítesis. Retornemos a nuestro ejemplo. Del amor derivan el respeto, la admiración, la adoración, pero también el deseo, la sexualidad, la sensualidad, la pasión. El aferrarse a un solo aspecto, el etéreo, el puramente espiritual, revela una conducta inauténtica, en la medida en que se sabe que la sensualidad es un elemento integrante del amor, pero uno se lo oculta a sí mismo. La inautenticidad es tanto mayor cuanto más vivamente ha prendido en la persona la llama del deseo. Se intenta entonces apagarlo aduciendo que es algo puramente físico. La posibilidad de esta especie de huida frente a sí mismo, de autoengaño, se basa en último término en el funcionamiento combinado de la «facticidad» y de la «trascendencia». «A decir verdad, estos dos aspectos de la realidad humana son y deben ser susceptibles de coordinarse con eficacia. Pero la inautenticidad no desea ni coordinarlos ni trascenderlos en una síntesis. La inautenticidad procura afirmar la identidad de ambos conservando sus diferencias. Tiene que afirmar la facticidad como si fuera la trascendencia, y la trascendencia, facticidad, de manera que en el momento en que se asume una, pueda uno toparse cara a cara con la otra.» ¿Qué quiere decir todo esto? Facticidad y trascendencia son componentes inevitables del Dasein. El hombre es lo que es, pero es capaz de superar o malograr su ser. En cuanto proyecto existente abierto a posibilidades no tiene —ya lo veíamos an tesfijado definitivamente su ser. El está obligado a hacerse, aunque también puede malograr sus posibilidades. La inautenticidad se niega a reconocer este juego combinado de facticidad y trascen dencia. Identifica ambos elementos, pero sin borrar sus diferen78
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das, y lo hace así porque con ese comportamiento siempre le queda una vía de escape. Si se ha hecho algo de lo que uno se avergüenza, siempre puede decirse: yo no soy así, mi acto es un puro acontecimiento fáctico, pero yo soy algo más que facticidad, en el fondo de mi ser soy trascendencia, y por tanto superación de un estado fáctico hacia otro posible. Y surge el consuelo: «Yo no soy el que soy». Pero esto implica reconocer que uno es su trascendencia en el sentido de la facticidad, puesto que, en caso contrario, tendría que reconocer que la trascendencia es mera posibilidad, que no me cae del cielo, sino que tengo que luchar para conseguirla. Otra de las cosas que debe aclarar el surgimiento de la inautenticidad es el funcionamiento conjunto del ser-para-sí y del ser-para-otros. Dicho con palabras más llanas: yo me considero de una determinada forma, pero el otro puede verme de otra radicalmente distinta, y esto implica un juicio. «En cualquiera de mis actos siempre puedo hacer converger dos miradas, la mía y la del otro.» Apenas los pensamientos del otro sobre mí me resultan incómodos, yo puedo enfrentar mi juicio al suyo para justificarme, diciendo que el otro necesariamente sólo es capaz de conocer y juzgar la superficie. Pero también sucede el fenómeno inverso: si estoy descontento conmigo mismo, soy capaz de refugiarme en un juicio de los otros que me sea favorable. De ahí que la insatisfacción consigo mismo busque de forma convulsiva el eco de los otros, de la opinión pública. Por último, la estructura temporal de nuestra existencia ofrece también una posibilidad de emergencia de la inautentici dad. Nuestra existencia la integran los tres éxtasis del pasado, del presente y del futuro. El inauténtico puede aferrarse a un momen to del pasado, intentar retenerlo cueste lo que cueste, y vivir como si no dispusiera siempre de un presente renovado y de un futuro. O puede actuar justamente al revés: negar de manera tajante un pasado porque contiene acontecimientos que no me favorecen a mí ni a mi prestigio. En este último caso, el hombre insiste en que es libre y puede hacerse en cada instante; se justifica diciendo que es absurdo fosilizarse en un estado concreto. Todo esto que hemos intentado aclarar aquí desde una perspectiva teórica, ha dejado también poso en la creación li teraria de Sartre, y así vamos a mostrarlo en el próximo capítulo, al analizar su trilogía, bien entendido que no pretendemos decir con esto que queramos reducirla exclusivamente a la inautenti cidad. 79
7. LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
El mismo título de esta trilogía ofrece claros indicios de lo que su autor pretende: hablar de las posibilidades de la libertad. Si la libertad constituye la esencia del hombre, debe manifestarse en su conducta; es más: debe manifestarse también en la forma en que pierde su vida, ya que sólo si es un ser libre dispondrá de esa facultad. Esta pérdida es precisamente el núcleo alrededor del cual gira el primer volumen de la trilogía.
La edad de la razón Los personajes de esta novela16 malinterpretan la libertad, y creen ponerla en práctica a base de demorar la decisión. Es la posibilidad del aplazamiento lo que determina su existencia. Esta actitud les lleva a un incesante autoengaño. Los personajes concentran sus energías en indagar las razones de su existencia malograda, de ahí que la novela —repitámoslo de nuevo—gravite en tomo a los razonamientos abstractos de la propia existencia, sobre todo por parte del protagonista, Mathieu, pero también de su «amigo» Daniel y de Boris, estudiante y antiguo alumno de Mathieu, al que admira. Los personajes dan la impresión de que llevan una existencia marginal. Dominados de cabo a rabo por la inautenticidad, aplazan y demoran el comienzo de la verdadera vida. Como fruto de semejante indecisión, su libertad degenera en mera disponibilidad. En lugar de ser-libres se limitan a discutir sobre la libertad, se sienten satisfechos con ser conscientes de ella. Este es el sentido de las palabras de Mathieu; «Ella tiene razón: me he vaciado, esterilizado, por no ser más que una espera. Ahora estoy vacío, es verdad. Pero ya no espero nada.» Y en otro pasaje: «Pero en todo esto su única preocupación consistía en permane cer disponible. Para un acto. Un acto libre y meditado que compro metiera toda su vida y fuera el inicio de una nueva existencia. (...) Le parecía estar siempre en otra parte, le parecía como si no 80
LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
hubiese nacido del todo. Esperaba. Y durante ese tiempo, sigilosa y suavemente, habían llegado los años y se habían echado sobre él a traición.» Estas frases se refieren al momento de la elección, y aluden a que nuestra vida se inicia con una elección básica, con la elección original. Pero el aplazamiento de esta elección no supone en modo alguno demorar la vida, preservarse para la vida, sino su pérdida en cuanto posibilidad desaprovechada. El futuro en cuanto tal es siempre retrasado, demorado, perdiéndose en consecuencia. En estas circunstancias la vida se convierte en algo sin valor. «Inclinó la cabeza y pensó en su propia vida. El futuro le había penetrado hasta el corazón, y todo estaba allí demorado, aplazado. Los días más remotos de su infancia, el día en que se había dicho: “Seré libre”, el día en que se había dicho: “Seré grande”, se le aparecían, incluso hoy, con su futuro particular, como un cielo diminuto y personal por encima de ellos, y ese futuro era él, él tal como era ahora, cansado y maduro; esos días tenían derechos sobre él; conservaban sus exigencias a través de todo ese tiempo ido y a él le agobiaban a menudo los remordimientos, porque su presente indolente y sin compromisos era el viejo porvenir de esos días pasados. Era a él a quien habían esperado durante veinte años, era a él, a este hombre cansado, a quien un niño intransigente había exigido que realizase sus esperanzas; dependía de él que esos juramentos infantiles continuasen siendo infantiles para siempre o que se convirtieran en los primeros presagios de un destino. Su pasado sufría sin cesar las acometidas del presente; cada día añadía una nueva decepción a esos viejos sueños de grandeza, y cada día traía un nuevo porvenir; de espera en espera, de porvenir en porvenir, la vida de Mathieu se deslizaba lentamen te... ¿hacia dónde? Hacia nada.» Como esta existencia origina insatisfacción, se buscan toda clase de escapatorias. Una de ellas se centra en el deseo nostálgi co de hacer algo irrevocable: «Todo lo que hago, lo hago por nada; se diría que me roban las consecuencias de mis actos; todo sucede como si yo pudiera rehacer siempre mi jugada. Yo no sé lo que daría por hacer un acto irremediable.» Para Boris la escapatoria consiste en su aversión a la vejez; la teme, y quiere morir antes. Pero es sintomático que demore su decisión para más adelante, para cuando se inicie la vejez. Resulta casi innecesario decir que la dialéctica de la mirada domina las relaciones entre los personajes. Mathieu, que hace la corte a Ivich (hermana de Boris y mucho más joven que Mathieu), teme que ella le juzgue cuando él no esté presente, es decir, 81
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cuando él no pueda influirla. «Dentro de una hora ella será libre, dictará su sentencia inapelable y yo no podré defenderme.» La libertad de Ivich la faculta para juzgar a Mathieu sin que éste pueda influir en absoluto en dicho juicio. Esto es lo típico de la convivencia humana, que, según Sartre, desemboca en un senti miento de dominación o de sentirse dominado. El tema fundamental de La edad de la razón gira en tomo a ese aferrarse a la libertad, a discutir sobre ella, y al mismo tiempo al deseo de aplazarla porque se desconoce qué es lo que le puede conferir a la vida su sentido definitivo. Pero tal aplazamiento es ilusorio, puesto que supone, no una preservación, sino una dilapi dación de la libertad. Apuntábamos antes que Las moscas ofre cen un tratamiento abstracto de la libertad, ya que se analizaba sólo uno de sus momentos (el asumir la responsabilidad de lo ya hecho). Pues bien. La edad de la razón supone todavía un mayor grado de abstracción, puesto que jamás se alcanza el acto decisi vo, sino que cada uno de los personajes lo pospone y se contenta con sucedáneos. Cuando la cantante intenta suicidarse para retener a Boris a su lado, no es que haya decidido suicidarse de verdad; lo único que persigue con ese comportamiento es dar un susto a Boris. Este aplazamiento de la decisión se refleja claramen te en la novela, en la que se demuestra, por otra parte, que cualquier intento de demorar una decisión y un compromiso está destinado al fracaso. Marcelle, la amiga de Mathieu, se queda embarazada; Mathieu se empeña en que aborte; tiene que buscar la persona que realice el aborto y dinero con que pagarle. Mathieu piensa que si Marcelle conservara ese hijo, él adquiriría con ella un compromiso y perdería una parte de su disponibilidad. Sin embargo, todos sus esfuerzos en pro del aborto carecen de sentido, porque ella quiere tener el niño. El acuerdo mutuo entre ambos de no tener hijos ni casarse había estado viciado por la insinceridad. El hecho de que sea Daniel quien haya de decirle a Mathieu que Marcelle se opone al aborto, indica el escaso conoci miento que él tiene de ella, lo ensimismado que está con su proyecto personal de independencia. Se desemboca así en el casamiento de Daniel, un homosexual al que le repugnan las mujeres, con Marcelle, para poner en evidencia a Mathieu. El pensamiento de Mathieu al final de la novela: «Nadie ha estorbado mi libertad, es mi vida la que se la ha bebido», es una chispa de comprensión: la libertad no puede ser prorrogada, aplazada. Interpretar la libertad como carencia de compromisos, como independencia pura, es un síntoma de inmadurez, e inmaduros 82
LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
son la mayoría de los personajes de la novela. Al comprender Mathieu que su concepción de la existencia como ausencia de compromiso es equivocada, comienza para él La edad de la razón.
La prórroga En este segundo volumen de la trilogía17 lo primero que nos llama la atención es la técnica narrativa, en la que percibimos la influencia de Faulkner. Para conseguir la simultaneidad de aconte cimientos, mostrando así que existe una especie de unidad que engloba a los individuos e incluso a los pueblos, Sartre, a menudo, en medio de la frase de una persona, salta a otra pronunciada por una persona diferente, ya sean personajes históricos importantes, como los participantes en la Conferencia de Munich, o individuos irrelevantes, como los miembros de una familia checa de un pueblecito de los Sudetes o de una francesa. ¿Qué pretende Sartre con esta obra? Por supuesto, perviven en ella preocupaciones temáticas antiguas: la patentización de la cobardía de la persona (Pierre, en el barco), de su escasa seriedad (Maud, la de la orquesta femenina) y otras cosas por el estilo. Pero la novedad de la obra consiste en que de pronto personas muy diferentes se ven expuestas a una misma situación, concretamente al inminente peligro de guerra. Se describe, pues, en la obra la tendencia a armonizar, a igualar pensamientos y reacciones que una situación externa provoca en las gentes que la viven. Existen diferencias, por supuesto (un francés pequeño burgués y de dere chas sentirá la tentación de defender a Hitler, de juzgar justas sus reivindicaciones, mientras un obrero se desatará en improperios contra el fascismo), pero, a pesar de tales diferencias, existen gran des grupos con muchos puntos en común. La actitud del hombre de a pie -y también la de los dirigentes políticos- era la de soslayar la situación, aunque para ello se tuviera que abandonar a su suerte a naciones aliadas. La acción de este segundo volumen se desarro lla en una semana, desde los días anteriores a la Conferencia de Munich hasta la firma del Tratado. Sartre no intenta bosquejar grandes teorías, sino ofrecer una descripción lo más objetiva posi ble de las reacciones de los personajes inmersos en ese aconteci miento histórico. Al leer la obra uno se siente tentado a decir: así es, así fue, no pudo suceder de otra manera. Frente a la amenaza de la guerra, las preocupaciones y «problemas» de los personajes del primer volumen parecen irrelevantes. 83
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¿Cabría afirmar que este segundo tomo de la trilogía contra dice o anula al primero? ¡En modo alguno! Lo único que sucede es que abandonamos la esfera de las existencias marginales no com prometidas y ahora nos encontramos con una actitud de aplaza miento generalizada; dicho de otro modo: con el aplazamiento como rasgo característico de una época histórica concreta, anali zada en el momento crítico. En el fondo de todo subyace la pre gunta: ¿Es posible la guerra? ¿Hay que arriesgarse a una guerra para proteger a los aliados? Sartre muestra con gran claridad cómo la táctica de Hitler consiste en plantear reivindicaciones en aparien cia justificadas, de manera que algunos franceses se preguntan: «¿Hemos de entrar en guerra únicamente porque los alemanes de los Sudetes quieran vivir tranquilos y felices?» Asistimos a una acti tud de insinceridad generalizada. La gente se niega a ver la grave dad de la situación, no desea analizar a fondo la cuestión y asumir las consecuencias, carece de base y se alegra de encontrar una opinión cualquiera a la que adherirse, que resulta ser la de mante ner la paz a cualquier precio. Los diplomáticos de las potencias occidentales se sienten cul pables frente a los representantes de Checoslovaquia por haber aceptado los acuerdos de Munich; sin embargo, no les dejan otra opción que asumirlos o quedarse solos. La novela concluye con el aterrizaje del avión de Daladier en Francia. El esperaba que la multitud le recriminaría su proceder, pero se da cuenta de que le aclaman: «Se volvió hacia Léger y masculló entre dientes: “¡Me nuda pandilla de gilipollas!"» Esta huida ante la responsabilidad, que en el primer volumen de la trilogía gravitaba sobre las personas individuales, aparece aquí reflejada en toda su dimensión histórica. Este segundo volumen desarrolla una «situación» decisiva de nues tra generación. Sin embargo, las situaciones no son elecciones impuestas por el destino, algo que el individuo se vea obligado a soportar, sino que son hechura de los hombres, producto de sus actos. Se es insincero, inauténtico, cuando se piensa que las situa ciones se nos vienen encima sin poder evitarlo. De haber sido los franceses más críticos, habrían adivinado antes las intenciones de Hitler y obrado en consecuencia, adoptando las medidas oportu nas, aunque no fueran de su agrado; puede que esto hubiera di suadido a Hitler de ocupar por la fuerza un país tras otro. Si el individuo cede ante la propaganda, si quiere dejarse engañar para eludir el sacrificio, si no presta oídos a los informes de los emigran tes, etc., se desemboca en una situación que provoca su ruina. Hitler siempre toma la iniciativa; los franceses, como máximo, reaccionan. Una de tales reacciones es la movilización; pero no se 84
Radio Times. Londres
Jean Paul Sartre en 1947
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acoge con entusiasmo la tarea de alistarse; predominan el desa liento y la desesperación. Una y otra vez, la gente se hace la misma pregunta: ¿Por qué combatir por los Sudetes, por un país del que no se sabe a ciencia cierta su situación en el mapa? En los cuarteles reina el más absoluto desconcierto, y ni siquiera se dispone de uniformes suficientes para vestir a los soldados. Gómez, el pintor español marido de Sarah, que ha combatido en la Guerra Civil llegando al grado de general, viaja a Marsella con ocasión de un breve permiso. El se alegra de que los franceses se sientan de repente amenazados: se han negado a prestar su ayuda al bando republicano, y la guerra de España toca a su fin. Sólo una guerra generalizada puede cambiar todavía la situación.
Con la muerte en el alma La descomposición, una vez iniciada, no puede detenerse. El tercer volumen18describe el desarrollo de los acontecimientos: hun dimiento de Francia, caída de París, la capitulación, la vida en un campo de concentración hasta el momento en que los prisioneros son deportados a Alemania. Vamos a explicar sucintamente tres situaciones clave de la novela. La caída de París: no se narra directamente. Se la conoce por el efecto que desata en Nueva York. Gómez, que tras la derrota de los republicanos ha huido a Estados Unidos, muestra su enorme decepción porque los americanos no acaban de entender las enor mes consecuencias del descalabro francés. Su mentalidad, claro está, no se adapta al keep smiling, «not to grin is a sin». Si antes los franceses no entendieron lo que se dilucidaba en España, prefi riendo mantenerse al margen a toda costa, ahora a los americanos les sucede lo mismo: no son capaces de vislumbrar la trascendencia de la caída de París. Por un lado, Gómez celebra la derrota de los franceses por haber dejado éstos a los españoles en la estacada, pero, por otro, le horroriza. La situación de las tropas: la inseguridad reina entre los solda dos, que viven al día, sin preocuparse de lo que ocurre a su alrede dor. En el destacamento de Mathieu, los oficiales se largan una noche dejando a la tropa abandonada a su suerte. Algunos solda dos encuentran una bodega y se emborrachan como cubas. Un pequeño destacamento quiere defender el pueblo. Un soldado de la sección de Mathieu se une al grupo. Mathieu, en un principio, intenta hacerle desistir de esa absurda empresa, pero luego él mis mo coge el fusil y le sigue. Les ordenan apostarse en el campanario. 86
LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
Los demás los reciben con recelo, pero la amenaza común y el miedo hacen nacer la confianza mutua. Mueren uno tras otro. Mathieu sólo quiere resistir, resistir quince minutos. En su última opor tunidad demuestra que no es un cobarde; ha penetrado con sigilo en la situación, pero ya la asume y, por intermedio de ésta, asume también el acto irremediable de que se hablaba al comienzo: «Mathieu miraba a su muerto y se reía. Durante años había intentado actuar, pero en vano: a cada tentativa le robaban sus actos; no contaba nada. Pero ahora no, ahora no se lo habían robado. Había apretado el gatillo, y, por una vez, había sucedido algo. Algo defini tivo...» Mathieu, por fin, actúa al final de su vida: mata. «¡Maldición! -gritó-. Que no se diga que no hemos resistido quince minutos. Se acercó al parapeto y se puso a disparar de pie. Era una revancha inmensa; con cada disparo se vengaba de un antiguo escrúpulo. Un tiro a Lola por no haberme atrevido a robarle; otro a Marcelle, por no haberla abandonado; otro a Odette, por no haberme querido acostar con ella. Este, por los libros que nunca me atreví a escribir; este otro, por los viajes que me he negado a mí mismo; éste, a todos esos tipos, en bloque, que deseaba odiar y, sin embargo intenté comprender. [...] Tiraba al Hombre, a la Virtud, al Mundo: la Libertad es el terror.[... ] Disparó de nuevo y miró su reloj: catorce minutos y treinta segundos; ya sólo pedía un plazo de medio mi nuto, justo el tiempo de disparar a ese elegante oficial que corría hacia la iglesia; disparó contra él, contra toda la Belleza de la Tierra, contra la calle, contra las flores, contra los jardines, contra todo lo que había amado. La Belleza se echó a tierra con un movimiento obsceno y Mathieu disparó de nuevo. Disparó: era puro, y todopo deroso, y libre. Quince minutos.» Nadie recogerá este acto, porque todos han muerto. Este acto entraña una carga de sinrazón y, no obstante, supone la culminación de una vida estéril y frustrada. Bien mirado, es absurdo. ¿Compensaban acaso tantos muertos para detener durante quince minutos el avance alemán cuando París ya había caído, el enemigo irrumpía por todos los frentes y estaba a punto de firmarse el armisticio? ¿Cómo se consuma la disponibilidad de Mathieu? Con el exterminio. El quiere librarse de sus inhibiciones, de sus antiguos escrúpulos, principios y compromisos. Pero al mismo tiempo sufre la borrachera de poder de una persona que a lo largo de toda su vida adoleció de impotencia. Mathieu se siente libre en ese tiroteo sin sentido; asume la misión absurda de resistir, durante quince minutos se compromete con ella y realiza su vida dándola a la destrucción. De todos modos, esta última escena tiene tintes iluso rios: razonar esa borrachera de sangre es inverosímil. 87
SARTRE
Tercera situación típica de la época: los campos de concentra ción. Aquí aparece en primer plano la figura del comunista Brunet. Es un personaje que no se rinde. Mientras los demás se dejan llevar de la incertidumbre, de los constantes rumores, él busca posibles compañeros de lucha. En el fondo, desprecia a sus compañeros -presos como él- por sufrir con resignación las circunstancias, en vez de usarlas para servir a una meta inalterable. A cada contra tiempo de los demás prisioneros, él se alegra, y el mayor de todos es saber que no serán liberados en Francia, sino deportados a Alemania. Decíamos que el primer volumen giraba en tomo a existencias vulgares. Cierto que aparecen Boris, Lola, Ivich, Gómez y su es posa Sarah, pero en realidad el protagonista es el hombre co rriente, el hombre anónimo. Un hombre al que no le transforman los acontecimientos, que confía y se engaña para resistir, un hom bre fácil de contentar, un hombre que vive el instante: es ese hom bre cuya vida cotidiana transcurre sin especiales sobresaltos, un hombre que no sabe lo que es la libertad, que se deja llevar. Su opuesto es el comunista Brunet: a éste la libertad únicamente le interesa en la medida en que pueda servir a su partido. Parece como si Sartre pretendiera impulsar al hombre a ejerci tar la autonreflexión retratando al hombre anónimo con su carencia de responsabilidad y su fracaso en los momentos decisivos. Pensar que se logra la libertad aplazando la asunción de com promisos, carece de sentido. A lo único que conduce semejante actitud es a dejar pasar la vida y a llegar a un instante en que nos demos cuenta de que ya es tarde. Este deseo de mantenerse al margen caracteriza en el segundo volumen de la trilogía la actitud de todo un pueblo. El título del tercer volumen (Con la muerte en el alma) quiere resumir ese sentimiento de profunda aflicción, de aba timiento, y así lo evidencia el siguiente pasaje: «Nos están mirando. Cada vez más espesa, la muchedumbre, que les veía tragar esta píldora histórica, iba envejeciendo y retroce día diciendo: “Los vencidos del 40, los soldados de la derrota, por ellos estamos encadenados.” Allí estaban, sin cambiar bajo esas miradas cambiantes, juzgados, examinados, explicados, acusados, condenados, aprisionados en ese día imborrable [...], culpables ante el infinito, ante sus hijos, ante sus nietos, ante sus bisnietos, los vencidos del 40 para siempre. Bostezó, millones de hombres le vieron bostezar: “¡Vaya! ¡Bosteza, un vencido del 40 que tiene la osadía de bostezar!”. (...) Miró a sus camaradas, su mirada perece dera encontró en ellos la mirada eterna y ominosa de la historia: por primera vez la grandeza había descendido sobre ellos. Eran los 88
LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
soldados fabulosos de una guerra perdida. Estupefactos. Dios mío, he leído, he bostezado, he agitado el señuelo de mis problemas, yo no me decidía a elegir y a decir verdad ya había elegido, había elegido esta guerra, esta derrota y este día me estaba esperando a mí. Hay que rehacerlo todo, no hay nada que hacer: estos dos pensamientos se imbricaron el uno sobre el otro y se anularon mutuamente; sólo quedó la tranquila superficie de la nada.» La novela es muy desigual. Existen pasajes y acontecimientos captados con esa penetración que Sartre alaba en Dos Passos. Pero, a renglón seguido, el relato se pierde en divagaciones. Sartre quiere superar la manoseada técnica narrativa del escritor omnis ciente, pero de hecho la utiliza. En la trilogía quedan demasiadas cosas en el aire. Esto nos autoriza a suponer que Sartre, en un principio, pensó continuar la trilogía. Sin embargo, se dedicó a obras dramáticas. Creemos que Camus es un narrador mucho más válido dentro del ámbito de la novela existencialista. ¿Cuál es la situación de la que parte el primer drama posterior a la guerra? ¿Qué relación guarda con la problemática de la libertad?
8. LIBERTAD EN LA NO-LIBERTAD: «MUERTOS SIN SEPULTURA»
El infiemo son las miradas de los otros; los condenados han concluido su vida, que es irrectificable, pero tampoco gozan de la posibilidad de cerrarse en banda ante el pasado: sus ojos perpetua mente abiertos deben de soportar los juicios de los demás sobre sus vidas ya congeladas. En la situación del infierno, la vida deviene tortura porque está ya fijada para siempre, es un acontecimiento inalterable. A puerta cerrada dramatiza el tema de la mirada retros pectiva. Hasta el mismo juego de los personajes gira en tomo a la interpretación de esa mirada retrospectiva, alrededor de la disculpa que se espera encontrar en los otros de lo que se ha hecho. Decía mos que era el proceso de liquidación del autoengaño, precisa mente porque los otros se niegan a admitir nuestras explicaciones fingidas. En Las moscas se representa una libertad todavía abs tracta, vivida únicamente en esa transición de la ingravidez sobre las cosas al acto, fuente del compromiso, que no obstante fracasa, y Orestes se marcha de Argos, condenado en apariencia a la soledad; es, pues, una obra que trata de un acto y de la fidelidad e identifica ción con ese acto. En Muertos sin sepultura19 la situación que se evoca es radicalmente distinta. El despertar de la libertad, la concienciación del carácter irre vocable de la vida, el conflicto con los semejantes a causa del fenómeno de la mirada: son todas ellas situaciones que atañen a todos y cada uno de los hombres. Pero, además, existen otras situaciones excepcionales que sólo vivirán unos pocos. Muertos sin sepultura escenifica una de esas situaciones excepcionales, una si tuación límite, que diría Jaspers. El admitir que así sucede en efecto, plantea de inmediato una pregunta: ¿Qué sentido tiene representar una situación demasiado particularizada? ¿Se puede tratar en ella de algo que nos afecte a todos o dicha experiencia está vinculada a un periodo histórico concreto en el que el ser humano vive una situación límite, por ejemplo la guerra, en la que el matar y el ser matado se cotidiani90
LIBERTAD EN LA NO-LIBERTAD: -MUERTOS SIN SEPULTURA»
zan, fenómeno que no atenúa su carácter terrible, aunque uno se insensibilice frente a él? Muertos sin sepultura no ha sido tan representada como otras obras dramáticas de Sartre; pero esto no se debe a su vinculación con una época histórica determinada: por desgracia la situación descrita se ha repetido desde entonces en los países más distantes. No, el motivo de su menor representación radica en que la temática alcanza el límite de lo soportable, supone un excesivo desgaste para el espectador, y éste evidentemente lo rechaza. La pieza debe de jarle un resquicio de libertad para decir que está asistiendo a una obra de teatro, y esto, en la obra, es imposible. Una buena interpre tación de los actores nos sumerge de tal forma en lo representado que ya no somos capaces de mantenemos al margen. Intentaremos describir primero la obra para luego indagar las motivaciones de su autor al escribirla, lo que va unido a otra pre gunta: ¿por qué interesa este drama a personas que no han vivido tan de cerca una situación semejante? A diferencia de los dos dramas anteriores, la acción se desarro lla en unas coordenadas temporales concretas: el momento del desembarco de los aliados en el sur de Francia. A un grupo de resistentes franceses se les encarga la ocupación y defensa de un pueblo. La misión fracasa: el pueblo queda reducido a cenizas, sus habitantes (trescientos hombres, mujeres y niños) mueren todos, al igual que una parte de los combatientes de la resistencia. Los cinco que quedan vivos -tres hombres: Sorbier, Canoris, Henry, una mujer, Lucie, y un joven de quince años, François- caen en manos de los milicianos franceses, y esperan, en el desván de un colegio, el momento de ser interrogados. Esta es la situación en la que se inserta la obra. Los detenidos no se hacen ilusiones sobre el interrogatorio que les espera, y cuentan con la tortura. Los métodos de la milicia de Pétain no tenían nada que envidiar a los de la Gestapo, pero los milicianos eran mucho más odiados por los resistentes por ser com patriotas suyos. Por esas fechas, el resultado final de la guerra ya no ofrecía duda; este convencimiento, sin embargo, intensificó la crueldad de los milicianos, que, al ver aproximarse su final, acre centaron su brutalidad, con el consiguiente odio hacia sus personas de los resistentes y en general de todos los franceses. Los alemanes no intervienen en la obra. Sartre no pretende fomentar el odio entre los pueblos, practicar una suerte de maniqueísmo situando a un lado a las malvadas fuerzas de ocupación y al otro a los buenos franceses. Los que intervienen en el drama son franceses: resisten tes y colaboracionistas. 91
S a rtre d u ra n te u n o s e n s a y o s d e
Muertos sin sepultura.
Los detenidos dialogan sobre su fallido golpe de mano; re cuerdan los espantosos sucesos: por su culpa el pueblo es un mon tón de escombros; por su culpa han perdido la vida sus habitantes en unas circunstancias espantosas. Sorbier. — Pienso en la muchachita que gritaba. Lude. — (Saliendo bwscamente de su ensimismamiento.)
¿Qué muchachita? Sorbier. — La niña de la granja. La he oído gritar mientras nos traían. El fuego estaba ya en la escalera. 92
LIBERTAD EN LA NO-LIBERTAD: «MUERTOS SIN SEPULTURA.
Lude. — La niña de la granja... No tenías que haberlo dicho. Sorbier. — Ha habido muchos muertos. Niños y mujeres.
Pero yo no les he oído morir. La niña es como si estuviera gritando todavía. No podía guardarme sus gritos para mí solo. Lude. — Tenía trece años. Ha muerto por nuestra culpa. Sorbier. — Todos han muerto por nuestra culpa. Y un poco más adelante: Sorbier. — Había que conseguirlo. François. — No era posible conseguirlo. Sorbier. — Ya lo sé. Pero había que conseguirlo de todos mo dos. (Una pausa.) Trescientos. Trescientos que no habían aceptado
morir y que han muerto por nada. Están tirados entre las piedras y el sol los ennegrece; debe vérseles desde todas las ventanas. Por nuestra culpa. Por nuestra culpa en este pueblo ya no hay más que milicianos, muertos y piedras. Va a ser horrible morirse con todos esos gritos en los oídos. Ya en estas primeras escenas se plantea lo terrible de la situa ción: la operación fracasada ha segado las vidas de trescientas per sonas que, sin buscarlo, se vieron involucradas en los aconteci mientos. La empresa era disparatada, y los encargados de su ejecu ción habían comunicado previamente a sus jefes el absurdo de dicha tarea, pues estaba claro que los alemanes reconquistarían el pueblo en veinticuatro horas. Sin embargo, los resistentes recibie ron la orden y la cumplieron. Después de todo lo sucedido se sienten culpables de la muerte de tantas personas. Lo que más tortura a los cinco supervivientes no es su propio destino, su futuro, sino el que han ocasionado a otros sin ninguna necesidad. Con ello entramos de lleno en una situación excepcional: la guerra, en la que operaciones tan estúpidas como la descrita son algo cotidiano. Hay que defender a toda costa una determinada posición, aunque se sabe que el enemigo la conquistará en menos de doce horas; pero se da la orden de defenderla y se defiende. En el caso que nos ocupa la situación es más terrible por cuanto la población no había intervenido directamente. Sin duda, los combatientes de la resistencia pueden consolarse diciendo que la orden no ha partido de ellos. Sin embargo, son ellos los que han intentado llevar a cabo la operación. François, un adolescente, no puede soportar la carga de res ponsabilidad de la acción; no está a la altura de las circunstancias. Tiene miedo a la muerte; quisiera huir, pero sabe que no es posible. 93
Radio Times. Londres
Sartre durante una entrevista.
«No quiero pensar.» Con estas palabras reconoce que la situación le desborda. Lucie, su hermana, se aferra al recuerdo de su novio: él es libre, vivirá y se acordará de ella, piensa por todo consuelo. Los demás ni siquiera tienen este pequeño consuelo. Henry vivía solo; Canoris lleva demasiado tiempo separado de su mujer, que reside en Grecia y le resulta completamente ajena. A Sorbier, el pensar en sus padres no le consuela. Sorbier. — Tengo a mis padres. Me creen en Inglaterra. Me figuro que ahora se sientan a la mesa; cenan muy pronto. Si pu diera pensar que ellos van a sentir de pronto un ligero encogi miento en el corazón, algo así como un presentimiento... Pero 94
LIBERTAD EN LA NO-LIBERTAD: «MUERTOS SIN SEPULTURA»
estoy seguro de que están completamente tranquilos. Me esperarán durante años, cada vez más tranquilamente, y moriré en su corazón sin que ellos se den cuenta. Mi padre estará hablando del huerto. Siempre hablaba del huerto cuando cenábamos. En seguida irá a regar las coles. (Suspira.) ¡Pobre viejo! ¿Por qué pensaré en ellos ahora? No me ayuda nada. Este recuerdo que no consuela, ya que sus padres desconocen lo sucedido y por tanto no pueden pensar en la situación del hijo, evidencia al mismo tiempo el contraste brutal entre la vida coti diana, placentera y tranquila, y la situación excepcional. En la pri mera dominan las pequeñas preocupaciones, el cuidado del huerto, el riego de las plantas... En la segunda, la muerte de un pueblo entero y la propia muerte. Al mismo tiempo se alude a cómo se consuma la muerte del individuo con el lento olvido de sus parientes. Todos -excepto Lucie- están a solas consigo mismos. En este estado de soledad les inquieta preguntarse qué vendrá todavía, qué les depara el futuro. Por de pronto saben que les espera una dura prueba: el interrogatorio y la tortura. Surge aquí una pregunta básica: ¿Cuál será mi comporta miento cuando me sometan a tortura? Como nunca me he visto en una situación similar, no sé hasta dónde llegará mi capacidad de resistencia ni el aguante de mis nervios. Soy un desconocido para mí mismo, porque mi imaginación es sólo eso: imaginación. Imagi narme el dolor no es lo mismo que sentirlo20. Y si cedo, si confieso, ¿cómo seré capaz de soportarme a mí mismo? Y al final, la muerte. La muerte absurda. Si se comprendiera o al menos se entreviera la causa de la muerte, entonces ésta podría justificarse. Una muerte injustificada es terrible. Henry exclama: «¡Qué demonio! Un hombre no puede diñarla como una rata por nada y sin decir ni pío.» El inicio del interrogatorio interrumpe el conflicto consigo mismo, que supone una especie de último balance de la vida. El comportamiento durante el interrogatorio adquiere vital importan cia porque es el último acto de los resistentes. Su vida está a punto de concluir, pero, si soportan el final, ganará una importancia in mensa. Si se tratara de cualquier otra circunstancia, ellos podrían decirse a sí mismos: ya tendremos otra ocasión para rehacer lo que ahora hemos hecho mal. Pero esto es imposible, y hay que com prenderlo así si queremos entender por qué los prisioneros conce den tanta trascendencia al hecho de no ceder. Desde luego, ellos 95
Ullstein Bilderdlenst. Berlín
Saint-Germain-des-Prés, en el centro del «barrio de los existencialistas» de París; muy cerca se encuentra el Café Flore, del que Sartre era asiduo.
no tienen nada que ocultar, y ésta es precisamente la gran para doja: no poseen secreto alguno, pero están obligados a compor tarse como si lo tuvieran y no quisieran revelarlo. La lucha con sus torturadores será su último acto, y aquélla se desvela en toda su magnitud. Los torturadores necesitan demos trarse a sí mismos que las personas carecen de valor, que sólo es preciso apretarles un poco las tuercas para doblegarlas. Cuando 96
LIBERTAD EN LA NO-LIBERTAD: «MUERTOS SIN SEPULTURA».
Pellerin duda de que los prisioneros hablen, el miliciano Landrieu le responde: «¿Que no? Lo vas a ver. Son como animales; hay que saber cómo actuar con ellos.» Los torturadores creen que la cobar día es algo inherente a sus víctimas; necesitan pensar así porque de lo contrario no intentarían la tortura. A esto hay que añadir su propia cobardía, porque la resistencia a la tortura les parece imposi ble. No vamos a abordar aquí el desarrollo de la tortura. Lo tras cendental es la lucha sorda entre torturadores y torturados. Henry afirma: «Ganar. Hay dos equipos: uno que quiere hacer hablar al otro. (Ríe.) Es una tontería. Pero es lo único que nos queda. Si hablamos, lo hemos perdido todo. Ellos se han marcado unos pun tos porque yo he gritado, pero en conjunto no estamos mal coloca dos, creo yo.» De pronto un nuevo personaje entra en acción: el jefe del grupo de resistentes es detenido por azar y encerrado en el desván. Los milicianos no le han reconocido, pero ahora los torturados tienen de verdad algo que callar durante el interrogatorio. François no podrá resistir el interrogatorio, y Sorbier se suicida cuando se lo llevan por segunda vez, porque sabe que está al límite de sus fuerzas. Entonces, un cambio de disposición se opera en el grupo: Jean, el jefe, es excluido por los otros. Lucie le amaba y los demás ponían en él sus esperanzas, pero de repente le rechazan. ¿Por qué? ¿Por capricho del autor de la obra? ¿Qué indica en realidad este cambio? Una comunidad debe soportar las mismas condiciones de vida, los mismos intereses, las mismas preocupaciones, sobre todo si se trata de una comunidad en lucha. Si en dicha comunidad alguno de sus miembros disfruta de prerrogativas especiales, como en la obra Jean (no está esposado, no se enfrenta a la muerte y espera salir bien del paso, puesto que no saben quién es, no está expuesto a la tortura), se coloca ipso facto fuera de la comunidad. Poco tiempo después, Jean será puesto en libertad: ha reve lado a sus verdugos un escondrijo que sus compañeros afirmarán ser el del jefe de la resistencia. Después de ser liberado, Jean pon drá su documentación en un cadáver situado en la gruta, que los milicianos hallarán cuatro horas más tarde. Entretanto, se origina una violenta discusión entre los tres de tenidos. Canoris quiere utilizar ese ardid, los otros dos no: ellos también han sufrido la tortura, y el asesinato de François para que no confesara les pesa tanto que les imposibilita seguir viviendo; por si esto fuera poco, tampoco desean brindar a sus torturadores el triunfo de haberlos sometido 97
París Match. París
Canoris les revela el supuesto escondrijo y el jefe de los milicia nos les promete la libertad si el informe es cierto. A pesar de todo, otro oficial manda que sean ejecutados. Al preguntarnos por el sentido del drama, hasta el absurdo podría constituir una respuesta atinada. ¿Qué quiso expresar Sartre con él? Ni más ni menos que el conflicto abierto entre Jean y el resto del grupo, que nos conduce a un elemento decisivo: el diferente ser del hombre, según atraviese situaciones límite o no; la solidaridad que nace de una situación común. Lo que une y separa a los hombres unos de otros es la diversidad de situaciones a las que se hallan expuestos. Por ejemplo: es difícil, por no decir imposible, que alguien que nade en la abundancia se imagine lo que significa estar a merced de la miseria y del desamparo. Por supuesto que es necesario matizar: incluso en una misma situación las personas pueden reaccionar de forma diferente; de 98
LIBERTAD EN LA NO-LIBERTAD: «MUERTOS SIN SEPULTURA»
hecho, en la situación planteada en el drama, François no está a la altura de las circunstancias, y da a entender que delatará a Jean. François, al unirse a la resistencia, no calibró bien los riesgos que conllevaba su decisión. Ya hemos aludido a la dificultad de sopesar efectos semejantes. Sólo probándonos sabremos si somos valientes o cobardes. Hasta no exponemos a ese examen, no tenemos dere cho a definimos como cobardes. De todas formas, Sartre no predica el heroísmo. Cuando Sorbier, sumido en la desesperación por haber gritado, dice que es un cobarde, Canoris le consuela: Canoas. — ¡Sorbier! Te juro que no hablarás. No podrás hablar. E l filósofo con Jean Cau (en el centro) y Jean Genet (a la derecha), en el café Pont-Royal.
Simone de Beauuoir.
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SARTRE
Sorbier. — Y yo te digo que entregaría hasta a mi madre. (Una pausa.) Es injusto que un minuto sea suficiente para pudrir toda
una vida. Canorís. — (Con dulzura.) Hace falta mucho más que un mi nuto. ¿Tú crees que un momento de debilidad puede pudrir esa hora en que tú decidiste abandonarlo todo para venir con noso tros? ¿Y estos tres años de valor y paciencia? ¿Y el día en que tú llevaste, a pesar de toda la fatiga, el fusil y la mochila del pequeño? Sorbier. — No te molestes más. Ahora ya lo sé. Ahora ya sé lo que soy verdaderamente. Canorís. — ¿Verdaderamente? ¿Por qué ibas a ser tú más verdadero hoy, cuando te pegan, que ayer, cuando te quitabas de beber tú para darle tu parte a Lucie? No estamos hechos para vivir siempre en los límites de nosotros mismos. Examinemos el caso de Sorbier. El ha comprendido que su capacidad de resistencia es limitada, que está llegando a un límite que ya no podrá aguantar más. ¿Quiere esto decir que es un co barde? No, sólo que conoce su límite, el cual está determinado por su elección, pero también por su constitución física. Y esta última se suele pasar por alto con demasiada frecuencia, aunque, evidente mente, el hombre no es un ser puramente espiritual. Cabe afirmar que en esta obra Sartre concibe al hombre por primera vez tanto desde la perspectiva de la conciencia o conciencia de ser-libre (Orestes) como de la conciencia de ser-mirado (A puerta cerrada). La pura conciencia es insuficiente. ¿Por qué nos es tan simpático Sorbier a pesar de no ser tan fuerte como Canoris, Henry o Lucie? Porque en el momento del trance no se engaña a sí mismo; porque conserva la libertad de no mentirse; porque tiene el valor de sustraerse a la tortura y a la posible confesión a través de la muerte. Con este- acto demuestra que en definitiva él es dueño de su cuerpo. La obra no pretende únicamente demostrar la dependencia de la existencia humana de la corporalidad; también pone de relieve la limitación que la posibilidad de lo sin-sentido ejerce sobre nuestra vida. Al hombre no se le garantiza una vida plena de sentido. No existe poder alguno que nos garantice que cualquier aconteci miento guarda un significado. Se puede desembocar en una situa ción caracterizada por el absurdo. Cabe entonces infundirle un sen tido, pero el intento bien puede fracasar. Comprender la posibili dad del fracaso, la disolución de la esperanza, de nuestra unicidad irrepetible: he aquí otra de las reflexiones patentes en esta obra. La 100
Sartre en Berlín en 1948
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Biidarchiv Süddeutscher Verlag, Munich
SARTRE
falta de sentido puede manifestarse como fuerza de la naturaleza (difícilmente se le podría atribuir sentido a un fenómeno natural como un terremoto, o a las consecuencias mortales que provoca en las personas), pero también en el comportamiento de nuestros se mejantes. Dentro de la libertad del ser humano también tiene ca bida la crueldad. Los representantes de la milicia en la obra, ade más de oponentes, simbolizan esa posibilidad de perversión que, por otro lado, ocurre de forma muy discreta. Son personas a las que les gusta oír las canciones de moda, divertirse, cumplir con su «deber» y cosas por el estilo. Recordemos tan sólo a los dirigentes de los distintos campos de concentración, que se revelaban como excelentes padres de familia, amantes de los animales, etc. ¿Qué tiene que ver todo esto con la libertad? Si las personas no fuesen libres no podrían ser perversas, demostrar esa violencia terrible y aniquiladora. La libertad, entendida como realización de la mismidad, debe ganarse a esa posibilidad de irrupción del absurdo. Sólo cuando el hombre es consciente de la posible irrup ción del absurdo, de su fragilidad, de su vulnerabilidad, puede valorar con justicia el mantenerse firme y la unicidad conseguida como beneficio adicional e infrecuente. La experiencia de la falta de libertad no es supresión de la libertad, sino que demuestra que la libertad puede ser arrancada a la falta de libertad. Con ello, la libertad no pierde, sino que gana el hombre, en cuanto que llega a poseerla a través de un camino duro y angosto. Creemos haber respondido ya a la pregunta anteriormente planteada de si el drama estaba ligado a una situación fija, a un momento concreto. En este contexto el mensaje conserva actual mente todo su vigor y frescura, pues, aunque la guerra ya es cosa del pasado, la obra podría aplicarse a otras situaciones amenazado ras y desgraciadas. Cerraremos el análisis del teatro de Sartre exa minando El diablo y Dios.
9. ARROGANCIA Y RESIGNACIÓN: «EL DIABLO Y DIOS»
No es tarea fácil hallar una especie de lema definitorio de El diablo y Dios21, una de las obras teatrales más completas de Sartre. Nuestro intento («Arrogancia y resignación») debe entenderse como un punto de referencia, no como una tesis moralizante. Si luego resulta que podemos prescindir de él, tanto mejor. Ahora limitémonos a seguir los dictados de la obra para descubrir la in tencionalidad de su autor. La analizaremos en conjunto, sin des cender demasiado a detalles concretos. Comparada con Las moscas, A puerta cerrada. Muertos sin sepultura y Las manos sucias. El diablo y Dios desarrolla una pro blemática más compleja. Abarca tanto el despertar de la libertad, como el juicio de los otros, la ambigüedad de la conducta humana o su inclusión en el engranaje. En las obras antes citadas, el tema se restringe a una situación determinada, alrededor de la cual gira la acción. Precisamente por esto respetan la unidad tradicional de espacio y de tiempo. El diablo y Dios, por el contrario, no trata de actualizar una situación concreta, sino un abanico de situacio nes. Con otras palabras: no se examina el momento culminante de una existencia, sino que se analiza su fluir como un todo. Y ese flujo comprende tanto la elección, el proyecto original que conlleva la vida humana, como la posible variación o transformación de dicho proyecto. Se ha de visualizar en cada instante la estructuración del mundo, las relaciones que guarda con su correspondiente proyecto y con los otros, así como el concepto que el propio individuo se forma de sí mismo. Cualquier análisis minucioso debería considerar todos estos factores. El diablo y Dios es el drama fáustico de Sartre: refleja la bús queda por parte del hombre de su propio ser, su conflicto con lo Absoluto y con los otros. El héroe principal es Goetz, un bastardo. ¿Por qué se le asigna ese origen? El bastardo es un individuo que desde el instante de su nacimiento vive la inseguridad de su exis tencia, al menos a los ojos de los demás. Su existencia está problematizada. Nadie le reconoce como uno de los suyos, ni los nobles 103
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ni los campesinos. Sin embargo, la persona está obligada a hacerse, a realizar su existencia, y con este ejemplo del bastardo se quiere demostrar que dicha realización es algo a lo que el individuo está obligado, que es una tarea que depende única y exclusivamente de él. En efecto, mientras las demás personas pueden apoyarse en sus semejantes, el bastardo carece de ese apoyo, porque es un des arraigado. En consecuencia, debe rendir más que el resto de la gente, máxime teniendo en cuenta que debe hallar sus propios orígenes, y esto es algo que a los otros les viene dado por su adscripción a un grupo determinado. El, por su parte, tampoco puede partir del modelo de los otros. En su diálogo con Heinrich, personaje al que también cabría situar en un estadio similar al de Goetz, puesto que nada entre dos aguas (entre la Iglesia y los pobres, expulsado de aquélla y recha zado por éstos), Goetz afirma: «También tú eres bastardo. Para engendrarte, el clero se acostó con la miseria: ¡qué desabrida vo luptuosidad! (Pausa) ¡Claro que los bastardos traicionan! ¿Qué otra cosa querías que hicieran? Soy, por nacimiento, agente doble: mi madre se dio a un villano y estoy hecho de dos mitades que no ajustan entre sí: cada una de ellas produce horror a la otra. Pero ¿crees que es mejor tu lote? Un medio cura agregado a un medio pobre jamás hacen un hombre completo. Nosotros no “somos” y nada “tenemos”. Todos los hijos legítimos pueden gozar de la tierra sin pagar. Tú, no. Yo, tampoco. Desde mi infancia miro por el ojo de una cerradura: es un hermoso huevecillo bien henchido en el que cada uno ocupa el sitio que le fue asignado; pero puedo asegu rarte que nosotros no estamos dentro. ¡Fuera! ¡Rechaza ese mundo que no quiere saber nada de ti! Haz el mal y verás qué ligero se siente uno.» Las últimas palabras de Goetz son un intento de justificar su propia actuación. Es precisamente la conciencia de desarraigo lo que espolea a Goetz a labrarse una posición que le sitúe por encima de sus semejantes. No se conforma con insertarse entre los que no le reconocen. El derecho a ser reconocido se consigue elevándose muy por encima de ellos. Sólo una posición muy preeminente le asegurará su admisión, sin que le echen en cara su condición de bastardo. Todo esto conduce a una arrogancia desmedida, y así es en efecto: al principio Goetz se caracteriza por su soberbia. Se vive como enemigo de Dios: Dios me escucha. Es a Dios a quien le rompo los oídos, y eso me basta, pues es el único enemigo digno de mí. Dios hace el bien, y por tanto él hará el mal. Pretende convertirse en una especie de diablo en la tierra, y así desprecia 104
París-Match. París
Uno de los ensayos de El diablo y Dios, en París, a los que asistió Sartre. Es la obra de más compleja problemática de ¡odas las que escribió.
todas las convenciones, los pactos, los juramentos de fidelidad, en definitiva, todo lo que implique compromiso. Goetz prefiere la trai ción; traiciona incluso a su propio hermano Konrad, provocando de ese modo su muerte. Humilla y maltrata hasta extremos in concebibles a la mujer con la que vive. Esta fase de la vida de Goetz se caracteriza por la violencia, y sólo le satisface lo que gana por medio de la violencia. Le gusta quebrantar las voluntades ajenas, desprecia todo lo demás. Tiene amedrentados a sus propios solda dos. que sólo le obedecen por miedo. Periódicamente, sus oficiales traman una conjura para eliminarle, pero siempre fracasan. Es cierto que Goetz ha aceptado servir al arzobispo; pero cuando éste le ordena sitiar Worms para castigar a sus habitantes por haberse rebelado contra él. Goetz desobedece sus órdenes, para entregarse a una destrucción indiscriminada, que es su única meta. Goetz, con el fratricidio, pretende superar su bastardía: «Era bastardo de naci miento. pero el bello título de fratricida sólo a mis méritos lo debo.» 105
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Este primer estadio se resume cabalmente en la máxima de Goetz. «...El mal es mi razón de ser.» ¿Por qué ocurre la transformación? ¿Por qué pierde de re pente su atractivo esa presunción jactanciosa de que el hombre sólo se convierte en creador haciendo el mal, posibilitando así la afirmación frente a sus semejantes y frente a Dios al que se consi dera factor del bien? Por la polémica con Heinrich, el cura de los pobres. Este personaje ha huido de Worms, dejando la ciudad en manos de Goetz, y con ella, a los pobres y a la Iglesia. Es cierto que se le había encargado la misión de franquear en secreto las puertas de la ciudad a Goetz, en un intento desesperado de salvar la vida de los religiosos, pero él sabe que Goetz aniquilará a todos sin piedad. Heinrich se burla de las ansias de grandeza de Goetz al presen tarse como enemigo de Dios, como Satán; a lo máximo que puede aspirar es a ser su «bufón». Goetz lucha por lograr su unicidad haciendo el mal: «Odio y debilidad, violencia, muerte, disgusto, es lo único que proviene del hombre; ése es mi único imperio y sólo yo estoy dentro; lo que allí pase sólo a mí es imputable. Anda, anda, y cargaré con todo y nada diré. ¡En el día del Juicio, chitón! Cosidos los labios; soy demasiado orgulloso, me dejaré condenar sin chistar palabra. Pero ¿no te incomoda un poco, ni siquiera un poquitín, el condenar a tu testaferro? Ya voy, ya voy; los soldados esperan, la buena llave me arrastra, quiere encontrar su cerradura natal. (Se vuelve a la salida.) ¿Conocéis a alguien que se me ase meje? Soy el hombre que inquieta al Todopoderoso. ¡En mí, Dios se horroriza de sí mismo! ¡Hay veinte mil nobles, treinta arzobispos, quince reyes: se han visto a la vez tres emperadores, un papa y un antipapa, pero citadme a otro Goetz! A veces me imagino el in fierno como un desierto que sólo me espera a mí.» Heinrich le hace ser consciente de que el destino del hombre, en resumidas cuentas, es hacer el mal. Goetz. — Mi maldad no es la suya, ellos hacen el mal por lujuria o por interés. Yo hago el mal por el mal. Heinrich. — Qué importan las razones si está establecido que sólo puede hacerse el mal. Goetz. — ¿Está establecido? Heinrich. — Sí, bufón, establecido. Goetz. — ¿Por quién? Heinrich. — Por el mismo Dios. Dios ha querido que el bien fuese imposible sobre la tierra. Goetz. — ¿Imposible? 106
ARROGANCIA V RESIGNACIÓN: «EL DIABLO Y DIOS"
Heinrich. — Absolutamente imposible. ¡Imposible el amor! ¡Imposible la justicia! ¡Anda, trata de amar a tu prójimo y cuéntame luego qué sucede! Coetz. — ¿Y por qué no habría de poder amarle si tal fuese mi capricho? Heinrich. — Porque basta que un solo hombre odie a otro para que el odio vaya contagiando poco a poco a la humanidad entera. Esta interpretación de Heinrich del hombre como ser imposibi litado por Dios para hacer el bien en la tierra es fruto de su desespe ración, debido a que, llevado por su afán de hacer el bien, ha caído al final en manos de Goetz. El bien se agosta, mientras el mal fructifica y se extiende. Oigamos las palabras de Heinrich: «... Era inocente y el crimen saltó sobre mí como un ladrón. ¿Dónde estaba el bien, bastardo? ¿Dónde estaba el mal menor? Te tomas mucho trabajo para nada, ¡fanfarrón del vicio! Si quieres merecer el in fierno, basta con que te quedes en la cama. El mundo es iniquidad; si lo aceptas, eres cómplice; si lo cambias, verdugo.» A raíz de esta polémica, Goetz, visto que todas las personas se identifican en el mal, decide intentar una tarea imposible: hacer el bien: «Apuesto, pues, a que haré el bien; sigue siendo la mejor manera de estar solo. Yo era criminal, ahora me cambio; cambio de casaca y apuesto que seré un santo.» Así pues, el cambio no viene motivado por una mudanza de opinión, sino por el intento de lograr la unicidad, tarea en la que siempre ha fracasado el hombre. Segunda fase: Goetz, bienhechor. El motor de la vida ha de ser el amor. Pero para amarse, las personas deben salir de la mise ria, y por eso Goetz reparte las tierras heredadas a la muerte de su hermano; funda una comunidad cristiana: la Ciudad del Sol. Pero con semejante acción vuelvç a situarse frente a los nobles, que juzgan intolerable el reparto de tierras, y frente a Nasty, el dirigente de los campesinos. Este, temeroso de que el proceder de Goetz incite a sus correligionarios a una revuelta para la que no están aún preparados, se opone frontalmente a Goetz, que opina que una acción buena no puede traer consecuencias funestas. Nasty arguye, por su parte, que el reparto de tierras provocará la rebelión de los campesinos, y éstos, debido a su deficiente organización, serán pasados a cuchillo, con lo cual -concluye- jamás podrá decirse que es una buena acción. Goetz se da cuenta de que es más difícil hacer el bien que el mal; el mal aísla, el bien hace al hombre responsable y solidario con sus semejantes. 107
Sartre con Pierre Brasseur, en su papel de Goetz, durante una representación de El diablo y Dios, en París.
A Goetz, al que los campesinos siempre han considerado su señor, le cuesta trabajo convencerles de que desea ser su hermano. Ellos no acaban de entenderlo, les parece una broma de mal gusto. Tampoco le resulta fácil disuadirles de que no compren indulgen cias a Tetzel, argumentando que la misericordia divina no puede comprarse. Goetz llega incluso al engaño, y se autolesiona para fingir los estigmas y ganar con ello fama de profeta milagroso. La fundación de la Ciudad del Sol choca incluso con la oposi ción de Hilda, personaje que aparece caracterizado por su dedi cación a los pobres. Hilda prefiere la solidaridad dentro de la mise ria, al aislamiento en la fortuna. 108
ARROGANCIA Y RESIGNACIÓN: «EL DIABLO Y DIOS»
«Sobre esta tierra sangrante toda alegría es obscena y las gen tes felices están solas.» Goetz predica a sus campesinos el amor cristiano al prójimo, el rechazo de toda suerte de violencia y la cadena de la guerra. Pero durante su ausencia, los campesinos se niegan a guerrear, sufren una derrota y la ciudad es arrasada. Goetz se da cuenta de que ha fracasado, rehuye el contacto con la gente e intenta vivir como un ermitaño, sometiéndose a duras mortificaciones e invocando una y otra vez a Dios, lleno de desesperación. Antes había intentado utilizar la bondad como pa lanca para elevarse sobre el resto de las personas y demostrar su unicidad, pero ahora se da cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos. Las mortificaciones de Goetz hacen sufrir a Hilda. Esta -que le am a- quiere hacerle comprender que todos esos sufrimientos que se inflige a sí mismo son un autoengaño, fruto de su desesperación por haber fracasado la ciudad fundada para bien de los cam pesinos. Un año después aparece Heinrich para discutir con Goetz la apuesta cruzada entre ambos. Goetz se había propuesto hacer el bien, y ahora realiza un sincero examen de conciencia. El pretendía hacer el bien, pero ¿no es más cierto que ha arrastrado a los demás a la destrucción? Su intento de sustituir el mal por bien ¿no consti tuyó más bien una forma refinada de aniquilar a los hombres? Antes los atormentaba con una crueldad y violencia sin cuento, pero ¿no los destruye ahora empleando el bien? Estas autoacusa ciones de Goetz desembocan en una confesión trágica: «Yo supli caba, mendigaba un signo, enviaba al cielo mis mensajes, y no había respuesta. El cielo ignora hasta mi nombre. A cada minuto me pregunto lo que podía “ser” yo a los ojos de Dios. Ahora sé la respuesta: nada. Dios no me ve. Dios no me oye, Dios no me conoce. ¿Ves ese vacío por encima de nuestras cabezas? Es Dios. ¿Ves esa brecha en la puerta? Es Dios. ¿Ves ese hueco en la tierra? También es Dios. El silencio es Dios. La ausencia es Dios. Dios es la soledad de los hombres. Estaba yo solo; yo solo decidí el mal; solo in' ’enté yo el bien. Fui yo quien hizo trampa, yo quien hizo mila gros, yo quien me acuso hoy; sólo yo puedo absolverme. Yo, el hombre. Si Dios existe, el hombre es nada; si el hombre existe...» Heinrich, su antagonista bastardo, se ve desbordado por esta declaración de Goetz. El quiso demostrar antes a Goetz que no podría hacer el bien, porque cuando él quiso hacer lo mismo se convirtió en un traidor, viéndose abocado irremediablemente a un callejón sin salida. Ahora la coherencia de Goetz saca a Heinrich de sus casillas. 109
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Goetz. — Pero si todavía no sabes lo que voy a decirte. (Le mira bruscamente.) ¡Tú lo sabes! Heinrich. — (Gritando.) ¡No es verdad! No sé nada, no quiero
saber nada. Goetz. — Heinrich, voy a darte a conocer una importante travesura: Dios no existe. (Heinrich se arroja sobre él y le golpea. Goetz ríe y grita bajo los golpes.) Dios no existe. ¡Alegría, lágrimas de alegría! ¡Loco! No pegues; te estoy libertando y libertándome. No más cielo, no más infierno; sólo la tierra. Heinrich. — ¡Ah! ¡Que me condene cien veces, mil veces, pero que exista! Goetz, los hombres nos han llamado traidores y bastar dos; y nos han condenado. Si Dios no existe, no hay manera ya de escapar a los hombres. ¡Dios mío, este hombre ha blasfemado: pero yo creo en ti, yo creo! Padre Nuestro que estás en los cielos, prefiero ser juzgado por un ser infinito y no por mis iguales. Goetz. — ¿A quién hablas? Acabas de decir que El era sordo (Heinrich le mira en silencio.) Ya no hay manera de escapar a los hombres. Adiós los monstruos, adiós los santos. Adiós el orgullo Sólo hay hombres. Hombres que te rechazan, bastardo. Goetz. — ¡Bah! Ya me las arreglaré. (Pausa.) Heinrich, no he perdido mi proceso; no hay lugar a proceso por falta de juez (Pausa.) Lo recomienzo todo.»
Heinrich prefiere estar a merced de Dios antes que de sus semejantes, aunque antes había afirmado que Dios había creado al ser humano imposibilitándole para el bien. De esta forma, la justifi cación de Goetz se convierte en una acusación contra Heinrich, ya que éste cree que su pretendida relación con el diablo le dispensa del juicio de los hombres. Heinrich quiere matar a Goetz, pero cae en el intento. Así, este periodo, en teoría dedicado a hacer el bien, se cierra con una muerte. De todos modos, lo fundamental no es el asesinato de Heinrich, sino la nueva postura de Goetz: él afirma que no existe autoridad superior o absoluto alguno frente al cual el hombre deba justificarse o al cual deba servir. En este nuevo giro resuena la proclama nietzscheana de la muerte de Dios, que, al igual que en Nietzsche, lleva aparejada para el hombre la necesidad de no buscar refugio en un mundo sobrenatural y mantenerse fiel a la tierra. Nasty, el caudillo campesino, visita a Goetz para pedirle que asuma el mando de las tropas campesinas, que acaban de sufrir su primera gran derrota. Goetz acepta un ofrecimiento que hasta en tonces había rehusado; sabe que su actuación no será en absoluto fácil, pero ya está plenamente convencido de que ofrendar la vida a 110
Dr Walter Boje. Hamburg
Una escena de El diablo y Dios, cuando fue representada en el Staatliches Schauspielhaus de Hamburgo.
un absoluto incognoscible carece por completo de sentido y de que lo único que lo tiene es única y exclusivamente el ser hombre entre los hombres, su igual. El éxito o el fracaso de esta tarea es algo imprevisible, pero a Goetz no le queda otro camino. Después de la. fase de la arrogancia, llega la de la resignación, pero ésta ya pesa más que el servicio a lo absoluto, ya que ahora la justificación se realizará ante los hombres, no ante un juez justo que todo lo sabe. 111
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Goetz desea empezar de nuevo, luchar y sufrir con sus iguales. Cuando Nasty le pregunta cuál es el comienzo, él le contesta: «El crimen. Los hombres de hoy nacen criminales; debo rei vindicar mi parte en sus crímenes si quiero mi porción de su amor y de sus virtudes. Quise el amor puro; necedad; amarse es odiar al mismo enemigo; me desposaré, pues, con vuestro odio. Quise el bien; tontería; sobre esta tierra y en estos tiempos el bien y el mal son inseparables; acepto ser malvado para llegar a ser bueno.» La obra no concluye con una esperanza que pueda ser predi cada a los hombres ahora que ya ha muerto Dios, porque el poder entre los hombres comienza otra vez con un nuevo crimen: Goetz apuñala a un jefe que se niega a obedecerle. «El reino del hom bre comienza. Bonito comienzo. Vamos, Nasty; seré verdugo y carnicero.» Goetz busca la compañía de los otros, pero comienza precisa mente por aislarse de ellos. Para inspirarles respeto, tienen que odiarle. ¿Y éste es el primer paso para realizar el amor humano? ¿Será este reino más justo que aquel que fue erigido en nombre de un Poder Superior y que se apoyaba en él? Hasta el sincero Nasty engaña a los campesinos para conver tirse en su jefe. Nada funciona sin un compromiso. ¿Qué gana el hombre a cambio de renunciar a Dios? Desde luego, no una vida más fácil, porque a partir de entonces tiene que asumir personal mente la responsabilidad de todo. La resignación no supone un acto de modestia y, frente a la primera, la primitiva arrogancia parece más bien poca cosa. No existe reconciliación, ni una solu ción del conflicto tranquila y razonable, ni armonía de componen das de ningún tipo. Sólo queda la lucha del hombre por sí mismo. El hombre no puede esperar puntos de apoyo situados fuera de su propia persona, su existencia no depende de nadie: es un bastardo. Hemos intentado ilustrar con los análisis de las obras dramáti cas de Sartre los puntos básicos alrededor de los cuales gira su problemática de escritor comprometido. En los tres capítulos si guientes completaremos, esta vez desde una perspectiva teórica, la descripción de la temática de la libertad.
10. LIBERTAD Y ELECCIÓN
Sartre inicia su obra sobre Baudelaire con las siguientes frases: «“No tuvo la vida que merecía”. De esta máxima consoladora, la vida de Baudelaire parece una magnífica ilustración. No merecía, por cierto, aquella madre, aquella perpetua estrechez, aquel con sejo de familia, aquella querida avara, ni aquella sífilis; ¿y hay algo más injusto que su fin prematuro? Sin embargo, con su reflexión, surge una duda: si se considera al hombre mismo, no carece de fallos y, en apariencia, de contradicciones: aquel perverso adoptó de una vez por todas la moral más vulgar y rigurosa, aquel refinado frecuenta las prostitutas más miserables, el gusto por la miseria es lo que le retiene junto al flaco cuerpo de Louchette, y su amor a “la horrorosa judía” es como una prefiguración del que más tarde le inspirará Jeanne Duval: aquel solitario tiene un miedo horrible a la soledad, nunca sale sin compañía, aspira a un hogar, a una vida familiar; aquel apologista del esfuerzo es un “abúlico” incapaz de someterse a un trabajo regular; lanzó invitaciones al viaje, reclamó destierros, soñó con países desconocidos, pero vacilaba seis meses antes de marcharse a Honfleur y el único viaje que hizo le pareció un largo suplicio; ostentaba desprecio y aun odio por los graves personajes encargados de su tutela; sin embargo, jamás trató de librarse de ellos ni perdió ocasión de soportar sus paternales amo nestaciones. ¿Es, pues, tan diferente de la vida que llevó? ¿Y si hubiera merecido su vida? ¿Si, al contrario de las ideas recibidas, los hombres nunca tuvieran sino la vida que merecen?22» Aquí topamos con una tesis excitante. Es absurdo decir que alguien tuvo una vida que no merecía: siempre se tiene la vida que se merece. Vida y esencia del hombre no están disociadas, de manera que no puede darse el caso de que una vida no armonice con su esencia o no responda a ella. El hombre es su vida y, si fracasa en ella, es solamente eso: un fracaso. Veamos cómo Sartre ejemplifica esta tesis en su personaje Baudelaire. Baudelaire idolatraba a su madre, la amaba por encima de 113
SARTRE Autorretrato de Charles Baudelaire. Sartre aplicó su teoría sobre libertad y elección al análisis biográfico de Baudelaire.
todas las cosas. Ella constituía la justificación de su existencia y se sentía ligado a ella por vínculos indisolubles. Al contraer la madre nuevas nupcias, envió a su hijo a un intemado. Este acontecimiento supuso para Baudelaire una ruptura en su vida. Era incapaz de comprender que su madre, en vez de quedarse a su lado, contra jera nuevo matrimonio y se separase de él. Esta no es una interpre tación rebuscada: fue el mismo Baudelaire quien lo expresó así. Desde este momento, el poeta se sintió abandonado, expul sado, condenado a la soledad. En su obra Morí coeur mis á nu. hallamos un pasaje muy ilustrativo al respecto: «Sentimiento de soledad desde mi infancia. A pesar de la familia -y sobre todo entre los amigos- siempre a cuestas con la sensación de estar destinado 114
LIBERTAD Y ELECCIÓN
para siempre a la soledad.» Lo decisivo de esta confesión es que Baudelaire no considera su soledad un estado pasajero; él no in tenta buscar nuevas amistades para superar el trance de la soledad, sino, como dice Sartre: «...Penetra en ella, lleno de ira, y se encie rra, y puesto que ya está condenado, quiere al menos que su con dena sea inapelable y definitiva.» Baudelaire asume la soledad como su destino, la elige como forma de vida. Dicho con más exactitud: será a partir de entonces el eje alrededor del cual girará toda su vida. Pero no porque no le quedara otro remedio, sino porque eligió esta posibilidad como fundamento de su existencia. Para entender todo esto debemos explicar antes lo que Sartre en tiende por elección, máxime teniendo en cuenta que el concepto de elección va indisolublemente ligado al de libertad. Examinemos primero la acción humana. Acción se diferencia de actividad en que la segunda está motivada por lo que la ha precedido. Es necesario que exista la situación A para que la situa ción B pueda ser concebida como resultado de A. Lo que ya es, es origen de lo que será. La acción viene determinada por lo que aún no es, o sea, por el propósito a alcanzar, por la meta. El que yo me proponga ser pintor implica que aún no lo soy. Este no-ser-todavía o proyecto es el momento decisivo de la acción, y adopta en Sartre una importancia muy relevante. Del hecho de que yo pueda ser gobernado por algo no-existente, al menos en el sentido de las cosas, se desprende que lo más hondo de mi ser está gobernado por una nadificación. Sartre incorpora una y otra vez estos elemen tos a su fundamental obra filosófica. He aquí su tesis: el ser-para-sí (el hombre) sólo puede surgir de una nadificación del ser-en-sí (que es, para Sartre, el ser por antonomasia). La conciencia (otro tér mino que designa al ser-para-sí) sólo puede devenir conciencia mediante un desgajamiento del ser-en-sí. Este es concebido por Sartre como colmado de sí mismo, de manera que no existe en él posibilidad alguna de nadificación. Hablar de libertad en el ámbito del ser-en-sí es un absurdo, puesto que éste es la plenitud pura. Sólo lo existente con posibilidad de nadificación y dominado por la negatividad puede tender a algo que aún no es, ya que es capaz de relacionarse con lo no-existente (todavía-no-existente) por medio de la acción. Así pues, el primer requisito de la libertad humana es la relación con el no-ser, el estar-gobemado por esa relación. Sar tre, en El ser y la nada, lo formula de esta forma tan paradójica: «La realidad-humana es libre porque no es suficiente, porque es cons tantemente arrancada a sí misma y porque lo que ella ha sido está separado por la nada de lo que es y de lo que será.» La grandeza de la existencia humana consiste precisamente en esa necesidad o 115
SARTBE
carencia de ser, que posibilita la libertad. El hombre está separado de la plenitud del ser por una carencia y al mismo tiempo también alejado de sí mismo, separado de su pasado y de su futuro por la nada: ya no es lo que era y aún-no-es lo que será. ¿Determina el pasado totalmente los actos del hombre? ¿Actúa el ser humano según su pasado? Evidentemente no: la vivencia absoluta del pasado implica su no destierro del individuo y, en consecuencia, la imposibilidad de obrar de otra manera, la obliga ción de repetir siempre lo ya hecho. Lo que determina la acción es el futuro y, para acercarse a él, el hombre tiene que despegarse del pasado y del presente. Ese acercamiento hacia el futuro es el pro yecto, la meta del hombre, algo que aún no es real. Heidegger había explicado en El ser y el tiempo que el tiempo no es una mera disponibilidad, sino una actualización del Dasein, y que esta actualización se realiza siempre desde el futuro. Sartre toma de Heidegger la actualización del Dasein a partir del futuro. Al igual que el futuro, esta actualización o temporalización sólo existe merced a una nadificación del hombre que le obliga ineludi blemente a hacerse autónomo, a concebir su existencia como una tarea constante y no concluida. «La libertad -dirá Sartre en El ser y la nada- es precisamente la nada que ha sido en el corazón del hombre y que obliga a la realidad humana a hacerse, en lugar de a ser.» De no existir esta nadificación, el hombre no tendría libertad. La libertad no es un atributo más del hombre: su existencia sólo es posible como un continuo proyectarse sobre sus posibilidades, y eso es la elección. Elegirse y existir es para el hombre lo mismo. El hombre no se compone de una esencia misteriosa que es y luego se decide ocasionalmente por cualquier cosa. Existir, para el hombre, significa estar condenado a la libertad, y además a tener que elegir se. Pero cualquier elección supone siempre instaurar algo nuevo, y por consiguiente admitir lo precedente como no determinante. Di cho con otras palabras: la elección es desprenderse de sí mismo mientras se naditica el propio pasado. En esta negación o nadifica ción el Dasein actualiza o temporaliza su proyecto. El miedo prueba, en opinión de Sartre, que el hombre no se siente férreamente seguro de su existencia, sino que más bien in tuye que su existencia está siempre en juego y que jamás gozará de apoyos inconmovibles. (Por desgracia, no podemos entretenemos aquí en realizar la transformación del miedo según la concepción de Heidegger en Sartre.) Pero no debemos equiparar pura y simplemente la elección con lo que a menudo se llama resolución de la voluntad, decisión. 116
LIBERTAD Y ELECCIÓN
Llevado de su gusto por formulaciones exageradas, Sartre llega a afirmar: «De ello se deduce que la deliberación voluntaria está siempre falseada.» ¿Qué pretende decir con esta frase? Lo que nosotros denominamos decisión (por ejemplo, hacer algo concreto, portamos de una forma determinada...) viene precedida por la elección de nosotros mismos. Los motivos de mis actos, la finalidad que les atribuyo, está determinada de antemano por la elección de mí mismo. Mi reflexión y la forma de sopesar los diferentes factores está en germen en el proyecto primordial de mí mismo: si yo me he elegido como «cobarde», siempre encontraré motivos para no in tervenir en una situación concreta. La espontaneidad primaria del elegirse precede a cualquier resolución de la voluntad. Para clarificar este concepto del elegirse, pondremos un ejem plo: la elección de la inferioridad. Parece imposible que pueda existir algo semejante. El hombre está acostumbrado a elegir cosas buenas y placenteras. Pero pensemos por un instante en las pe queñas y grandes «resoluciones» que tomamos en el transcurso del día: jugar al tenis o no, ir o no a trabajar, llamar a un amigo, etc. Nosotros hablamos de una elección diferente: la elección de noso tros mismos, de cómo queremos ser. Esta elección determinará posteriormente nuestra conducta y nuestros juicios. La elección de nosotros mismos puede estar completamente influida por una experiencia penosa; recordemos el caso de Baudelaire que se elige como solitario, como condenado a la soledad en el momento mismo de la pertubadora separación de su madre. Pero la separa ción no constituye el motivo unívoco de su elección, porque en ese caso la libertad sería una ilusión. De hecho, la separación podría haber provocado un contacto hipertrófico con los demás. Baude laire asume con entera libertad su destino; casi cabría afirmar que se obstina en segregarse, en recalcar su soledad, para demostrar a los otros que no les necesita. Y su vinculación con mujeres no precisamente agradables implica admitir dicho vínculo y al mismo tiempo presentarlo como ilusorio. Dicho en otros términos: él quiere demostrarse a sí mismo que las relaciones no tienen sentido, que son incapaces de satisfacer la más mínima exigencia. «Podemos elegirnos como fugitivos, inaccesibles, titubean tes, etc.; podemos incluso elegir no elegimos: en estos diferentes casos, los fines trascienden la situación fáctica y la responsabilidad de dichos fines recae sobre nosotros: nuestro ser, cualquiera que sea, es elección.» El mero hecho de no elegir-se es también una elección, la elección de negarse a elegir, de demorar o dejar indeterminada la opción. Este caso correspondería a una persona caracterizada por 117
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una carencia de perfiles, vacilante, indeterminada -factores que, a su vez, determinan nuestra existencia, por más que el interesado se imagine que se reserva para algo mejor-. La importancia de la elec ción radica en que no viene determinada por ninguna situación concreta, puesto que entonces ya no sería elección, sino por los objetivos o las metas que uno se fija. Yo me elijo a través de lo que considero deseable para mí. Examinemos ahora la elección de la inferioridad. En un primer momento parece absurda: ¿por qué se elige la humillación, el quedar-detrás-de-los-demás, el estar-amargado? ¿Cabe afirmar que con semejante elección se logran también determinados objetivos? Así es, en efecto. Al igual que en el masoquismo, la autohumillación sirve para cargar sobre los otros la responsabilidad de nuestra exis tencia, con el fenómeno de librar a los otros de nuestro propio yo intentamos desembarazarnos de nuestra libertad. En consecuencia, para adoptar dicha elección es preciso conocer la convivencia, el estar-con-los-otros. «Así, la inferioridad sentida y vivida es el instru mento elegido para hacemos semejantes a una cosa, es decir, para hacemos existir como pura exterioridad en medio del mundo.» Y en la medida en que se instrumentaliza la inferioridad, pierde su sentido de fatalidad y se convierte en algo buscado intencionada mente. De esta elección depende que aceptemos sin ambages el oprobio, el enfado o la rabia, la amargura del inferior. El que se ha elegido como inferior buscará conscientemente un ámbito que excluya cualquier posibilidad de obrar, porque el fracaso es su satisfacción y él lo ha asumido de antemano. Este fracaso puede basarse en un deseo de aislarse, de no perderse en la masa, en querer-ser-completamente-otro. Sin analizar con abso luta minuciosidad cada caso, es imposible juzgar las motivaciones concretas. En este tipo de elección se manifiesta a las claras el juego combinado de la elección consciente y de la inferioridad vivencial. Mi reflexión desea a todo trance que yo me convierta en un pintor de renombre. En efecto, si yo eligiera de antemano ser un pin tor discreto, no mediaría ningún contraste entre mi proyecto y la realización posterior que frustra mi expectativa. Este contraste entre la meta que uno se señala conscientemente y lo que se logra en realidad origina la experiencia de la inferioridad, que, en principio, ha sido deseada por mí. Podemos aducir aquí un ejemplo de in sinceridad o inautenticidad: la elección que aquí tiene lugar es in sincera, da la impresión de pretender el deseo de que el pintor ejecute obras maestras, cuando la conciencia, de forma directa y espontánea, ha elegido la inferioridad como forma de vida. La 118
Una escena de la película Les jeux sont faits, realizada en 1947 p o r Jean Delanoy sobre un argumento de Sartre.
decisión (nos referimos siempre, claro está, a la decisión cons ciente) no contradice la elección fundamental, como parece en un principio, sino que está al servicio de la misma. Nuestra libertad desea adrede la separación entre la decisión consciente y su acto de volición y la conciencia directa de lo que somos. «Pero precisa119
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mente este divorcio implica que la deliberación voluntaria decide, con mala fe, compensar o enmascarar nuestra inferioridad con obras cuya motivación profunda consiste, por el contrario, en per mitirnos medir nuestra inferioridad.» En este punto las tesis de Sartre confluyen y por otro lado se diferencian de las del psicólogo Adler. Sartre señala, con Adler, que la inferioridad es un fenómeno voluntariamente deseado y que el sentimiento de inferioridad es enmascarado o compensado por medio de obras. Sin embargo, Sartre se aleja de Adler cuando afirma que el reconocimiento de la inferioridad no acaece de manera insconciente, ya que dicho reco nocimiento constituye la base de la mauuaise foi, de la insinceridad o inautenticidad. La diferencia que Adler establece entre consciente e inconsciente la traslada Sartre a su división de la conciencia en: conciencia no-reflexiva (conciencia auténtica, inmediata o, como él dice, básica) y conciencia reflexiva, que depende de aquélla. En la interpretación sartriana, el papel de la censura, de la represión, de lo inconsciente, deriva de la «inautenticidad». Sartre considera una tarea imposible desdoblar la unidad de la conciencia en consciente e inconsciente, aunque él admite una conciencia inmediata o pre reflexiva y otra reflexiva. A diferencia de Adler, Sartre opina que el sujeto conoce, admite y elige expresamente la inferioridad: «La voluntad no sólo se esfuerza por enmascarar esta inferioridad con afirmaciones no garantizadas y endebles, sino que la impregna con una intención subyacente más honda que elige precisamente la endeble insegu ridad de tales afirmaciones, y lo hace para evidenciar aún más esta inferioridad de la que pretendemos huir y que experimentamos en la vergüenza y en el sentimiento de fracaso.» La elección de la inferioridad como forma de existencia conlleva necesariamente la del oprobio y la vejación inherentes a la primera. Para concluir, intentaremos demostrar cómo la elección implica también una de terminada interpretación del mundo y de uno mismo. La elección primigenia que realizamos -hemos aludido ante riormente a ella- no es una decisión expresamente tomada, ya que precede y fundamenta cualquier otra decisión. Al tomar una deci sión concreta, lo hacemos partiendo de una selección de motivos basada en nuestro proyecto primitivo. Lo posible o imposible lo es a la luz del proyecto original, de la elección primigenia de nosotros mismos. Pero no se debe pensar, por ello, que la elección original de nosotros mismos es inconsciente. No puede serlo, ya que según ◄ Otra escena de Les jeux sont faits. 121
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Sartrc es nuestra propia conciencia. Mi ser en cuanto conciencia depende de la elección original de mí mismo. La conciencia de la elección se identifica con la conciencia de nosotros mismos: «Y como nuestro ser es precisamente nuestra elección original, la con ciencia [de] elección es idéntica a la que tenemos [de] nosotros mismos. Es imprescindible ser consciente para elegir y también elegir para ser consciente. Elección y conciencia son una sola y única cosa.» Somos como nos hemos elegido, y dicha elección supone siempre una relación concreta con la existencia, en formu lación sartriana, con «el proyecto para la solución del problema del ser», pero no se trata de una decisión intencionalmente deseada primero y luego llevada a la práctica. Esa relación es el hombre, y éste la realiza viviendo. Debido a que el hombre es elección, no tiene una conciencia analítica y detallada de aquélla, ya que es en su totalidad elección. Del proyecto (empleamos aquí este vocablo como equivalente a elección) de nosotros mismos depende al mismo tiempo la in terpretación o manifestación del mundo. «Nosotros elegimos el mundo -n o en su configuración en-sí, sino en su significado- eli giéndonos.» De aquí se deduce que el interés o el significado de lo existente para nosotros está en función de nuestra elección. In dependientemente de su significado o su importancia para noso tros, las cosas del mundo son, pero en cuanto rebosan sentido y fundamentan una relación, se originan al calor de nuestro entendi miento, que depende a su vez del propio proyecto de sí mismo. Aquí «mundo» alude siempre al contexto significativo de las cosas establecido por mí. Dicho con palabras del propio Sartre: «El valor de las cosas, su papel instrumental, su proximidad o alejamiento reales (que no guardan relación con su proximidad o alejamien to espaciales23) no tienen otra función que esbozar mi imagen, es decir, mi elección. Mi atuendo (uniforme o traje de calle, camisa blanda o almidonada) cuidado o desaliñado, refinado o vulgar, mis muebles, la calle en la que vivo, la ciudad donde resido, los libros que me rodean, las diversiones que me permito, todo esto que es mío, es decir, el mundo del que soy siempre consciente -al menos en su calidad de significación implicada en el objeto que miro o empleo-, todo me informa sobre mi elección, o lo que es lo mismo, sobre mi existencia.» Y en otro pasaje de El ser y la nada Sartre escribe: «Si la intención es la elección intencional del fin y el mundo se revela a través de nuestra conducta, entonces es la elección intencional del fin lo que revela el mundo y el mundo se revela de esta o aquella manera (o en este o aquel orden) según el fin es cogido. » 122
Bildarchiv Süddeutscher Vcrlag. Munich
Jean Paul Sartre en 1949.
A Sartre le interesa ilustrar cómo nuestra elección no viene determinada ni está sujeta a lo dado, y cómo lo dado se concibe siempre a partir del fin que yo me propongo y conforme al cual me entiendo como existente. Para poder entender algo, yo tengo que distanciarme de lo dado y escalar por mí mismo una posición 123
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desde la que realizar el acto de entender y de juzgar. Todo esto es un acontecimiento unitario, homogéneo: «Así la intención, con su emergencia unitaria, fija el fin, se elige y juzga lo dado a partir del fin.» Al fijarse su meta, el hombre adquiere un compromiso; ahora comprendemos que la libertad actúa precisamente en el engagement. Ser libre no significa suspender o reservarse cualquier posible decisión; libertad significa proyectarse sobre un fin, elegir uno su propia existencia en dicho proyecto y comprometerse con él. Si el hombre tiene que comprometerse, si tiene que elegirse, ¿se puede hablar en rigor de libertad? ¿No indica ese «tiene» una obligación, una coacción? Ya hemos llamado la atención anterior mente sobre la formulación sartriana: el hombre está condenado a la libertad. Si quiere ser, tiene que ser libre, lo cual implica un compromiso y un proyecto constantes. Incluso rehuir la elección es también un elegirse. ¿En qué consiste entonces la libertad? En que lo dado, las circunstancias, no condicionan nuestra elección. La valentía o la cobardía no dependen nunca de las circunstancias, sino de nosotros mismos; también la felicidad o infelicidad depen den de nuestro proyecto. La libertad misma no es algo dado, sino en constante formación, algo que surge o nace de la ejecución. Sea como fuere, la identificación del ser del hombre con la libertad no debe llevarnos al error de afirmar que nosotros somos la razón de nuestra existencia, la causa de nuestro ser. La elección, el proyecto, ¿anulan mi libertad? Evidentemente, no: la elección original de mi ser me abre todo un abanico de posibilidades. Mi libertad, por tanto, se manifiesta en que puedo cuestionar o reafirmar siempre mi proyecto fundamental. «Mi libertad socava mi libertad», afirma Sartre. Esto quiere decir que incluso el proyecto fundamental no es definitivo, ya dado e inmodificable. Surge entonces la cuestión de hasta qué punto cabe calificarlo de proyecto fundamental. Sartre habla de él de un modo muy general, y deja su análisis y su investigación para su proyectado psicoanálisis existencial. Examinando la temática de la libertad a partir de la elección, hemos llegado a la conclusión de que lo dado no condiciona la elección. Podría pensarse entonces que dicha elección se realiza en el vacío. Sin embargo, nada más ajeno a Sartre que mantener semejante afirmación, y así lo veremos al analizar la relación entre libertad y facticidad.
11. LIBERTAD Y FACTICIDAD: LA SITUACIÓN
Aquí puede aducirse una objeción de sentido común: «Esta mos lejos de poder cambiar a voluntad -escribe Sartre en El ser y la nada- nuestra situación. Es más: incluso parece que no somos capaces ni siquiera de cambiarnos a nosotros mismos. Yo no soy “libre” para escapar al destino de mi clase, de mi nación o de mi familia, ni para cimentar mi poder o mi fortuna, ni tampoco para vencer mis inclinaciones o hábitos más insignificantes. Yo nazco obrero, francés, con sífilis hereditaria o tuberculosis. La historia de una vida, cualquiera que sea, es la historia de un fracaso. [...] Antes que “hacerse”, el hombre parece “hecho" por el clima y la tierra, la raza, la clase, la lengua, la historia de la colectividad de la que forma parte, la herencia, las circunstancias particulares de su infancia, las costumbres adquiridas, los grandes o pequeños acontecimientos de su vida.» Este párrafo enumera una serie de condicionamientos a los que el hombre está sometido. Tales condicionamientos parecen refutar de manera definitiva la tesis de que el hombre se elige a sí mismo, se hace a sí mismo gracias a su elección. Comencemos por lo más inmediato: la resistencia que las co sas le oponen al hombre. A primera vista es un argumento muy sólido. (Aplicamos aquí el concepto de «cosa» en sentido lato, en globando en él tanto los objetos de uso cotidiano fabricados por el hombre como el resto de lo existente, incluyendo la naturaleza.) Imaginemos que vamos a escalar una montaña desconocida, en contramos un camino plagado de dificultades y nos vemos obliga dos a abandonar la empresa. ¿No es una ingenuidad decir que depende de nuestra libertad, de nuestra elección, superar el obs táculo o dejamos vencer por él? ¿No demuestra este sencillo ejem plo lo escasamente libres que somos? ¿No son las teorías sobre la libertad palabras vanas para autoengañarnos y encubrir de ese modo la miserable dependencia del ser humano? Revisemos con mayor detalle y minuciosidad este estado de cosas. En primer lugar la forma de expresión: las cosas oponen 125
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resistencia al hombre. Este modo de hablar (las cosas «hacen» algo, oponen resistencia, impidiéndonos alcanzar la meta) supone una personificación de las cosas, y por consiguiente cierta dosis de in genuidad. En sentido estricto no cabe decir que las cosas opongan resistencia; las cosas son sencillamente como son. Para experimen tarlas como hostiles, hay que humanizarlas, incluirlas en un pro yecto humano. Los riscos no se yerguen para impedirme alcanzar la cima. Sólo cuando yo me propongo escalarlos, me parecen un obstáculo infranqueable. Considerados en sí mismos, los riscos no son franqueables ni infranqueables, sino simplemente eso: riscos. Es mi proyecto de llegar a la cumbre lo que relaciona la serie camino-valor-riscos-cima. ¿Qué significa esto? No es lícito decir sin más que el ser de las cosas -es decir, lo que se da al hombre independientemente de su existencia- anula o estorba la libertad. La forma de aparición de las cosas, su relación mutua, su consideración o no como estorbo, sólo pueden patenti zarse a la luz de nuestro proyecto libremente elegido. El proyecto es, pues, requisito indispensable para la patentización de las cosas. Ya hemos recalcado antes que con el proyecto me hago a mí Sartre en el film e La vie commence demain. A la izquierda, el actor francés Jean Pierre Aumont.
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LIBERTAD Y FACTICIDAD: LA SITUACION
mismo, pero también me convierto en un ser fronterizo, limitado por ese proyecto. Retomando nuestro ejemplo anterior, si mi pro yecto cambia, los riscos -que antes me parecían un obstáculo in franqueable- ahora me aparecerán como un excelente tema para una fotografía en color. El mismo peñasco se ilumina con una luz diferente desde el momento en que se integra dentro de un pro yecto distinto. Pero, desde una perspectiva humana, es preciso atender a otros factores. De todo lo dicho hasta ahora se deduce que las cosas están en función de nuestro proyecto, y esto implica una inversión de la teoría corrientemente admitida. Es posible que no hayamos salido ganando gran cosa con el cambio, porque ¿qué relación guarda lo dado con la existencia del hombre, con su liber tad? ¿Consiste acaso la libertad en abolir lo dado, en negarle cual quier tipo de influencia sobre el hombre? ¿Existe alguna otra posi bilidad que no anule el juego de ambos factores sino que los integre en su seno? Un análisis sencillo nos demostrará que la solución pasa por la respuesta a este último interrogante. El hombre vivencia su libertad realizando su proyecto. No basta con fijarse un fin. porque algo parecido sucede en las ensoña ciones. Nuestra acción exige otros componentes mucho más allá del simple sueño. ¿Por qué el proyecto necesita imperiosamente de la realización? Porque lo existente necesita ser organizado. Si yo quiero construirme una casa, tengo que modificar lo existente. Ya no se trata sólo de confeccionar los planos ni de proveerse de los fondos necesarios. Mi proyecto de construir una casa implica una relación específica con lo que existe fuera de mí. La transformación de lo existente es condición indispensable para la puesta en práctica de la meta que me he fijado. Cuando se establece esa armonía entre lo dado y mi proyecto, nos damos cuenta de que la libertad humana para realizarse como libertad, no sólo no excluye lo dado, sino que lo necesita. Este y no otro es el sentido de las palabras de Sartre: «...Las resistencias que la libertad desvela en lo existente, lejos de constituir un peligro para la libertad, le permiten, más bien, emerger como libertad. No puede existir un para-sí libre si no es instalado dentro de un mundo que le opone resistencia» (El ser y la Radio Cinema. París
nada).
Dicho con otras palabras: la resistencia de lo dado no impide la ibertad de acción, sino que constituye el requisito ineludible para i realización de la libertad. El camino que conduce de la fijación de ma meta a su realización pasa por lo dado. No queremos decir con esto que lo dado sea origen de la libertad. El límite de actuación de lo dado se reduce siempre a lo dado, puesto que su ámbito está 127
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determinado siempre por una continua causalidad, y las raíces de la libertad son de otro tipo. Tampoco lo dado es fundamento de la libertad, puesto que su única base radica en el proyecto del hom bre. Lo dado «es, simplemente, la pura contingencia que la libertad intenta negar convirtiéndose en elección». Una puntualización a este respecto: libertad no significa discrecionalidad, arbitrariedad, conseguir todo lo que uno se propone; libertad significa «autodeterminación», y ésta necesita de lo dado para poder concretarse. Si el hombre gozara de la capacidad de prescindir de lo dado, la realización de la libertad no se diferenciaría demasiado de una libertad imaginada o deseada. Libertad significa autodeterminación a partir de mi propio pro yecto (elección). El hombre necesita elegirse para ser; esto es un hecho irrevocable sobre el que el hombre no puede influir porque no depende de su libertad; tiene que aceptarlo como un hecho. Heidegger acuñó el término Geworfenheit aludiendo con él al he cho de que el hombre es «lanzado», «arrojado» a la existencia; con otras palabras: el Dasein, en cuanto proyecto, no es causa de sí mismo. Mi existencia como español, en una época determinada, con una inteligencia concreta, es algo que me viene dado, y que yo no puedo elegir. Es mi Geworfenheit (o elemento de facticidad). Sartre transfiere este concepto a la esencia misma de la libertad: mi existencia de ser libre es algo sobre lo que yo no puedo decidir, estoy condenado a ella. Si concebimos la libertad en el sentido de Sartre, es decir, como una liberación o desprendimiento del ser-ensí, entonces aquélla presupone a éste. El ser-en-sí, lleno de sí mismo (interpretación que difiere radicalmente de la de Heideg ger), no precisa en absoluto de libertad. Sólo un ser marcado por la nada como es el hombre la necesita, pero también necesita del ser a partir de cuya nadificación se origina. A este carácter nadificador lo llama también Sartre «agujero en el ser». La libertad conlleva en su seno un elemento de facticidad, ya que el hombre está obligado a ser libre. Pero existe otro elemento de factibilidad, la referencia al ser. Es necesario entender esta referencia porque en ella se basa la relación entre la libertad y lo dado (quizá fuera mejor decir lo pre viamente dado, puesto que antecede a la libertad, es algo con lo que ésta tiene que contar, y así, por ejemplo, la libertad, a partir del proyecto, estructura de una determinada forma lo dado). De no existir en cada instante lo dado la acción no podría realizarse. La libertad, sin embargo, no tiene capacidad para decidir la aptitud o no aptitud de lo dado en orden a la realización: debe aceptarlo como un hecho. Por ejemplo, si yo quiero efectuar una plantación 128
Pholo Keystone. París
Sartre firm a sus obras durante la Vente des écrivains aneiens combattants, que se celebraba anualmente.
de manzanos, la idoneidad o no idoneidad del suelo es indepen diente de mi proyecto, sólo depende de su propia composición. Yo debo contar con ella, tal cual es, sea para mejorarla con fertilizantes o para elegir las variedades que mejor se adapten al tipo de suelo. El suelo es tal como se me da, y yo sólo descubriré las dificultades que oponga a mi proyecto en el momento en que me plantee dicho proyecto. La inclusión de lo dado en el proyecto determina una función conjunta de ambos factores que origina una situación muy con creta: la situación sólo existe para aquel ser que goza de la capaci dad de proyectarse hacia sus posibilidades. Al hablar de «situación» queremos decir también con este concepto que la libertad debe tener en cuenta lo dado. Mientras al indagar la naturaleza de la 129
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libertad el primer plano se centraba en torno a la idea de la elec ción, es decir, el peso recaía sobre el ser que se dotaba de un proyecto, no discutimos esa idea; sin embargo, apenas iniciamos la investigación de la relación de lo existente con el respectivo pro yecto, el centro de gravedad se desplaza al concepto de situación. Aquí nos encontramos con una interrelación mutua entre los dos conceptos: lo dado va indisolublemente ligado al proyecto en una situación, la libertad necesita lo dado para realizarse. Esta ne cesidad se expresa con una fórmula paradójica; «No existe libertad más que en situación y sólo hay situación mediante la libertad.» Esta afirmación suena demasiado abstracta, así que vamos a intentar matizarla analizando dos de los elementos que integran mi libertad: la situación y el pasado, factores que dentro de la libertad forman parte de su facticidad. Otros elementos del mismo signo son la corporalidad, el entorno, los otros y la muerte. El hombre viene al mundo dentro de una situación determi nada que él no ha elegido. Las situaciones posteriores que ocupa se pueden considerar, con respecto a los orígenes, como variaciones de la situación primitiva. Da la impresión, por tanto, de que esa situación primera limita esencialmente mi libertad. Esto entraña también una relación contradictoria o paradójica. El hombre se sitúa en una determinada posición dentro de lo existente, pero al mismo tiempo -y este pensamiento lo toma Sartre de Heideggersu situación y su posición concreta dependen, de alguna forma, del proyecto del hombre. El hombre es el ser gracias al cual comienza a existir la espacialidad. El espacio visto desde una perspectiva mate mática es únicamente una transformación concreta del espacio di rectamente vivido, a tenor del cual el hombre se posiciona en me dio de lo existente, y asigna un lugar concreto a cada ser concreto: este lugar, por tanto, deriva de la relación existencial con las cosas Por ejemplo, los objetos de una casa ocupan dentro de ella un lugar en el que sean fácilmente accesibles. El lugar respectivo de cada ente individual se justifica a partir de la organización del conjunto. Analicemos a continuación la situación o posicionamiento del hombre. Deriva del proyecto de sí mismo: «...A mi relación con lo que yo proyecto hacer -a mi relación con el mundo en cuanto totalidad, y, por tanto, con todo mi ser-en-el-mundo- se debe que mi lugar se me aparezca como una ayuda o como un estorbo. Posicionarse significa estar lejos de... o cerca de..., es decir: el lugar se provee de un sentido por su relación con un ser aún no existente que se desea alcanzar. Es la accesibilidad o inaccesibilidad de este fin lo que define el lugar.» ¿Qué significa todo esto? Sencillamente, 130
¡ de Kean. adaptación de Sartre Junto a Fierre Brasseur durante las representación* de la obra de Alexandre Dumas
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que el lugar que ocupo no limita mi libertad; es mi libertad la que confiere al lugar su significación o su importancia a partir de mi propio proyecto. Dejando a un lado la posibilidad que tengo de cambiar de lugar -si estudio, vivo en una ciudad universitaria, pero si quiero dedicarme a la agricultura me establezco en el campo-, la importancia del lugar, es decir, del elemento táctico, la «determina mi proyecto». El hombre no dispone de una libertad absoluta e ilimitada. Su Dasein está determinado por condicionamientos tácticos, que sólo se patentizan a través de mi libre proyecto. Pero el hombre puede tomar partido frente a ellas, por ejemplo, negándolas, cambiando de lugar. Para que el lugar aparezca como limitación, es imprescin dible un determinado proyecto previo de sí mismo, que confiere al lugar su calidad de obstáculo o estorbo*4. Llegamos así a la conclu sión de que la libertad necesita, por su propia naturaleza, de la facticidad en cuanto limitación. «Pero sólo puede existir una liber tad restringida, puesto que la libertad es elección. Toda elección -ya lo veremos- presupone eliminación y selección. (...) Por tanto, la libertad sólo puede ser libre constituyendo a la facticidad como su propia limitación.» Por lo tanto, el hecho de que en nuestra existencia entren en juego elementos tácticos no contradice la tesis de la libertad del hombre, puesto que sin ella jamás accederíamos a nuestra propia facticidad. La libertad con respecto al propio proyecto no sólo con siste en proyectarse hacia sus posibilidades; además, y Heidegger lo ha recalcado en Vom Wesen des Grundes, ese proyecto implica una privación, una restricción en la medida en que las posibilidades ya elegidas cierran el paso a otras. La libertad, a la hora de reali zarse, es también limitación; la elección es seleccionar algo concreto y despreciar lo demás. Por lo tanto, en lugar de excluirse, libertad y facticidad se complementan. De cualquier manera podría objetarse que el lugar que ocupa mos es algo táctico, pero secundario, puesto que podemos cam biarlo con facilidad. Sin embargo, existe otro elemento táctico que no es tan fácilmente manipulable: el pasado. «La libertad que huye hacia el futuro no sabría proveerse de un pasado hecho a su capricho ni, evidentemente, tener lugar ella misma sin un pasado. La libertad tiene su propio pasado, y este pasado es irremediable; parece incluso, en una primera aproxima ción, que no puede modificarlo en modo alguno: el pasado es lo que está fuera de nuestro alcance y nos afecta desde la distan cia, sin que se nos ofrezca la posibilidad de volver atrás para contemplarlo.» 132
Photo Keystone.
Sartre en Suecia, acompañado p o r Simone de Beauuoir.
El proyecto es una inmersión anticipada en el ámbito de lo que aún-no-es, en el futuro, una maduración del futuro. Pero para ser capaces de proyecto, es imprescindible ser, tener, en consecuencia, un pasado a las espaldas. El mismo proyecto que, en un principio, es dinámico, en el pasado se congela. Para el hombre el pasado es ya algo sólido, inaccesible e inmodificable. Ni siquiera la libertad puede borrarlo de un plumazo, llana y sencillamente; tiene ya la obligación de asumirlo, de aceptarlo. Sin embargo, incluso aquí existe una mutua implicación; «Yo no podría concebirme a mí mismo sin pasado; más aún: yo no podría pensar absolutamente nada sobre mí mismo sin él, puesto que mis pensamientos giran en tomo a lo que soy ahora y en el pasado; pero por otra parte yo soy el ser por el que el pasado retorna a sí mismo y al mundo.» ¿Qué sentido tiene afirmar que yo convierto al pasado en pasado, que posibilito el pasado del mundo? 133
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Pongamos un nuevo ejemplo. Imagina que vives en medio de un entorno lleno de midos. Frente a tu casa un taller martiriza tus oídos con el estrépito de los tomos, los taladros, las prensas. Los niños alborotan desde por la mañana en la calle. Tú aspiras a la tranquilidad, pero en tu domicilio actual ésta brilla por su ausencia. Para constatar esa carencia, debes ser capaz de salir de dicha situa ción. Si tú permaneces en el ámbito de lo dado siempre, nunca comprenderás la ausencia, porque lo ausente no está ahí. Para vivenciar el ruido que te rodea, has de tener la posibilidad de imagi nar una vivienda tranquila, algo que ahora no tienes. Sólo cuando te das cuenta de eso, adquieres la conciencia de que tu casa ado lece de un grave defecto, que se patentiza mediante la superación de una situación dada. Esa superación es lo que llamamos pro yecto. Por el proyecto, pues, se hace accesible el ser de lo ya existente. Por otro lado, también puede subyacer un único pro yecto en el origen de lo ya existente, ya se trate de mi existencia actual o de mi pasado. Pero para que el hombre conciba el pre sente y el pasado en sí mismos, tiene que haberse proyectado hacia el futuro. Dicho con palabras de Sartre: «Se ve, al mismo tiempo, cómo el pasado es indispensable para la elección del futuro, preci samente en calidad de “aquello que debe ser cambiado”; por con siguiente, sería imposible progresar en la libertad a no ser a partir de un pasado, y, por otro lado, cómo esta naturaleza misma del pa sado deriva de la elección original de un futuro.» El pasado, en cuanto tal, es inmodificable, puesto que cual quier modificación implica novedad. La inalterabilidad del pasado es requisito del futuro. En efecto, si quiero hacerme, debo proyec tarme continuamente hacia el futuro, puesto que me falla el suelo bajo los pies. El pasado del hombre no se desvanece; no se puede afirmar de él lo mismo que se diría de un acontecimiento histórico de hace, por ejemplo, doscientos años. Mi pasado no ha desaparecido, yo lo soy todavía (por eso Heidegger utiliza el término Gewesenheit para reflejar ese peculiar ser-presente del pasado). Si el proyecto sólo cabe concebirlo desde algo ya existente, entonces pasado y pre sente convergen en el acto de proyectar. El proyecto no desecha el pasado, sino que lo conserva, precisamente porque quiere cam biarlo. Si yo no sé con exactitud qué es lo que me desagradaba de mi antigua casa, no sabré elegir la nueva ni acondicionarla. Si esto es válido para los objetos, lo es mucho más para el hombre. En efecto, si el hombre no tiene presentes sus debilidades y defectos, no sabrá contra qué tiene que luchar, ni de quién o de qué tiene que fiarse o frente a quién tiene que ponerse en guardia. Yo sólo 134
LIBERTAD V FACTICIDAD: LA SITUACIÓN
podré elegir una profesión conociendo mis aptitudes y mis deficien cias, es decir, considerando mi presente y mi pasado. «La libertad es la elección de un fin en función del pasado», pero al mismo tiempo mi pasado se ilumina con la luz de mi proyecto, es decir, del fin elegido. Si mi proyecto es sobresalir en la política, veo mi pa sado desde la perspectiva de mi proyecto, y entonces se me revela como insuficiente porque carece de todos esos factores que facilitan una carrera política: adscripción a un partido, relaciones con perso nas influyentes de la economía, de los sindicatos, de la Iglesia, etc. Pero si mi proyecto es otro, conceptúo al pasado de muy diferente manera. Hallamos, pues, la misma implicación entre pasado y fu turo que antes entre lo dado y la elección, al examinar la situación. No obstante, esto necesita una matización: la fosilización del pasado no es tan absoluta como creíamos en un principio. Es obvio que lo ocurrido en mi pasado, en cuanto hecho puro, es inmodificable, pero su importancia, su sentido, no están en modo alguno fijados de antemano, sino que dependen de mi propio futuro. Por ejemplo, un fracaso escolar es un dato más de mi pasado. El que yo lo haya superado, considerándolo un episodio sin importancia, o no, depende de la elección de mí mismo: «El proyecto fundamental que yo soy decide completamente la significación que puede tener para mí y para los otros el pasado que yo tengo para ser. En efecto, sólo yo puedo decidir en cualquier momento el alcance del pasado: no es discutiendo, deliberando o apreciando en cada caso la impor tancia de este o aquel acontecimiento anterior, sino proyectán dome hacia mis metas como salvo el pasado conmigo y decido mediante la acción su significación.» Mi facticidad me obliga a ser mi pasado, pero este hecho no anula en modo alguno mi libertad, ya que ésta es la que inviste de sentido al pasado a través del proyecto. Así, el pasado permanece siempre actual. Tengo continuamente un pasado para ser, y de pende del proyecto de mí mismo que éste se convierta en un lastre que me incapacita o en una fuente de estímulos: «Es el futuro quien decide si el pasado está vivo o muerto.» Teniendo en cuenta que el sentido del pasado deriva del pro yecto del hombre, Sartre llega incluso a afirmar que el hombre elige su propio pasado. No quiere decir con ello que el hombre se con forme un pasado a su antojo (también lo hace así a menudo, pero este fenómeno hay que situarlo dentro del contexto de la inautenti cidad), sino que tiene que incorporar el pasado a su proyecto. Al realizarse, el proyecto se convierte en situación, desvelándose ante los demás y ante mí mismo. Intentábamos mostrar arriba cómo el pasado anula la libertad 135
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humana, cómo libertad y pasado funcionan de manera conjunta para generar la situación. La libertad imprime sentido al pasado, y éste ejerce una función restrictiva, determinativa sobre la libertad. Esto no implica que la relación con el pasado haya de ser la misma en cada ser humano; el juego combinado del pasado y de la liber tad actúa de forma diferente de acuerdo con el proyecto de cada individuo. Examinaremos aquí dos casos extremos: la existencia que persigue un progreso constante, que lanza una mirada retros pectiva llena de desprecio hacia su pasado, pretendiendo desha cerse de él, y la que considera la solidaridad con el pasado como su última meta y se esfuerza por concretar esa fidelidad. Hemos explicado hasta ahora: 1) que la relación con lo dado no es creación del hombre, sino que es independiente de él, aun que no anula su libertad; y 2) que la relación con el pasado suprime la libertad, aunque supone un freno o barrera para el hombre. Pero ¿puede suceder que mi libertad sea ilusoria, debida en concreto a la influencia de los otros? No hemos examinado aún al prójimo como factor limitador, es decir, integrante de mi facticidad. Yo vivo en un mundo determinado por una serie de interpretaciones (sobre este punto ya llamó la atención Husserl) que no proceden de mí. Cuando a raíz de interpretar mi proyecto mi mundo se me paten tiza, se me hace accesible, me ubico no en mi mundo sino en el de los otros por mi referencia a sus interpretaciones. Las interpretaciones de los otros y lo que va unido a ellas, por ejemplo, las diferentes técnicas de abordar el trato con las cosas, hay que considerarlo como un medio que antecede a lo dado y que hay que tener en cuenta: «Ser libre no es elegir el mundo histórico donde uno aparece -esto no tendría sentido-, sino elegirse dentro del mundo, sea éste el que fuere.» Recurriremos a un ejemplo para aclarar este punto: el escultor se ve obligado a trabajar con un material concreto, sea piedra, metal o madera. Pero esa vincula ción o atadura no limita su creatividad artística, su originalidad. Como vimos antes en «La mirada», se entra en conflicto con el otro cuando se mira o se es-mirado. ¿Cómo afecta este hecho a mi libertad? Sartre afirma que la limita: «El verdadero límite de mi libertad reside, pura y simplemente, en que el otro me concibe como objeto y en el hecho de que de esto deriva que mi situación cesa de ser situación para el otro para devenir una forma objetiva dentro de la cual yo existo como estructura objetiva. Esta objetiva ción que me enajena mi situación constituye el límite constante y específico de mi situación.» Así pues, la mirada del otro me cosifica, me convierte en objeto, es decir, en algo fijado de una vez para siempre. Esto, que 136
LIBERTAD Y FACTICIDAD: LA SITUACIÓN
para mí coincide con la situación -o sea, algo que surge del juego conjunto de libertad y limitación-, es considerado en cambio por los otros como una estructura objetiva congelada. En esta contem plación por el otro, el hombre experimenta una nueva dimensión de su existencia: la posibilidad de la distancia. Hasta ahora, en nuestro análisis de la libertad, la hemos pasado por alto, porque era más importante examinar cómo se realiza la libertad. Sin embargo, llegados a este punto ya no cabe soslayar esa limitación que me impone el otro, porque es otro de los elementos de mi facticidad. La superación de mí mismo que viene implicada siempre por mi proyecto, puede también ser lograda por los otros. Mi libertad limita con la libertad de los demás, y este hecho no anula lo dicho res pecto a la situación, sino que le añade un nuevo elemento: la situación no es sólo para mí, sino que lleva en su seno una especie de exterioridad, un ser-para-el-otro. Esta alienación o distanciamiento determina que el otro considere mi situación como algo simplemente dado sin que yo pueda saber qué sentido le da el otro a mi situación. Realizando mi situación yo produzco algo que, sin quererlo, se me escapa. Estas fronteras de la libertad no residen en el hombre que se dota de un proyecto, pero pueden ser asumidas por él, recono ciendo al otro como otro. Este reconocimiento supone que yo acepto voluntariamente ser-para-otros: «Sólo puedo vivirme como limitado por el otro en la medida en que el otro existe para mí, y no puedo hacer que el otro exista para mí como subjetividad recono cida más que asumiendo mi ser-para-otros.» Asumiendo volunta riamente esta distancia o enajenación que efectúa el otro sobre mí, yo experimento su trascendencia, su capacidad de superación. La negación del hombre a aceptar este hecho significa no reconocerle al otro el derecho a juzgarse. Esta posibilidad sólo es analizada de pasada por Sartre, puesto que su pensamiento gravita en tomo a la dependencia, a mi ser-para-otros. Si estas fronteras no anulan mi libertad, cabe deducir de ello que la libertad del hombre en orden a la realización de su proyecto está limitada por la libertad del otro. Se trata de una limitación externa que no impide el proyecto; es más: no puede constituir ningún impedimento real para dicho proyecto. Dado que dicha limitación se presenta en el otro, es externa a mí, soy incapaz de experimentarla y en consecuencia de padecerla. «La libertad es total e infinita, lo cual no quiere decir que carezca de límites, sino que no los encuentra jamás. Los únicos límites con los que la libertad topa a cada momento son los que ella se impone a sí misma.» 137
12. LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD
La limitación no anula la libertad; ésta necesita la oposición de lo dado para concretarse como libertad. En el capítulo dedicado a la «situación» se insistía en el funcionamiento conjunto de «libertad» y «facticidad». El hombre se hace a sí mismo proyectándose sobre sí mismo. El hombre no crea lo dado, aunque le confiere sentido por medio de su proyecto, ya que lo ¡ntroyecta en su mundo. Ni los datos objetivos, ni la facticidad contenida en mi pasado, ni la exis tencia de los otros anulan mi libertad. De ello se infiere que el hombre es responsable del mundo en el que vive y de su propia existencia. «La responsabilidad del para-sí es agobiante -continúa di ciendo Sartre en El ser y la nada-, puesto que gracias a él hay un mundo; y puesto que él es también aquel que se hace a sí mismo. cualquiera que sea la situación en la que se encuentre, el para-sí debe asumir por entero esta situación con su coeficiente de adversi dad, aunque sea insostenible; debe asumirlo con la conciencia orgullosa de ser su autor, pues los peores inconvenientes o amenazas que pueden alcanzar a mi persona adquieren su sentido a partir de mi proyecto; es en lo más hondo del compromiso que yo soy donde aquéllos aparecen. Es, por lo tanto, disparatado quejar se, ya que nada extraño decide lo que sentimos, lo que vivimos o lo que somos.» Puntualicemos, ante todo, que la afirmación de que gracias al hombre existe el mundo, no debe entenderse, claro está, como si el hombre fuera el creador del mundo. Soy yo quien confiere su importancia a las cosas, quien las sitúa dentro de un contexto signi ficativo: cada hombre crea necesariamente así su mundo. Esto no quiere decir que mi creación del mundo no pueda sufrir la influen cia de la creación del mundo de los otros; simplemente significa que las cosas se me hacen accesibles desde el momento en que las instalo en un contexto significativo, que depende, por supuesto, del proyecto original de mí mismo. La afirmación de que el hombre se hace a sí mismo ya la 138
LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD
hemos explicado, y se centra en la tesis decisiva de que el hombre no «es» desde el momento en que viene al mundo; su ser tiene una singularidad; recibe la existencia como una tarea que debe cumplir: «sé lo que eres». Al explicar la idea de situación se apuntaba que ésta existe sólo para el hombre. El origina la situación por medio de su actitud frente a lo dado, actitud que puede concretarse en el rechazo, la lucha o la aceptación. Depende de mí mismo y de mi actitud con respecto a las cosas, cómo se me aparecen éstas y cómo me afectan. Esto no significa que yo sea un ser pasivo, que me conforme con todo, sino que mi posicionamiento frente a las cosas o los acontecimientos depende de mi libre proyecto. A partir del proyecto de mí mismo adquieren su sentido incluso los sucesos más perjudiciales; yo y nadie más que yo puede decidir sobre dicho sentido. Podría objetarse aquí que existen acontecimientos, como por ejemplo la guerra, que yo no he querido: ¿cómo puede pretenderse entonces que yo me responsabilice de ellos? ¿Puede asegurarse sin sombra de duda que no existen «accidentes» en el curso de una vida? «Si me movilizan en una guerra, esa guerra es mi guerra. [...] Yo la merezco en principio, porque en cualquier momento podría haberme sustraído a ella por medio del suicidio o de la deserción: estas posibilidades extremas son las que debemos tener presentes cuando se trata de enjuiciar una situación. Y puesto que no me he sustraído a ella, la he elegido; puede ocurrir esto por falta de ener gía o por cobardía frente a la opinión pública, porque yo prefiero ciertos valores al que implica la negativa de ir a la guerra (el respeto de mis parientes, el honor de mi familia, etc.). Sea como fuere, se trata de una elección. Esta elección será reiterada de manera ininte rrumpida hasta el final de la guerra. [...] Si yo he preferido la guerra a la muerte o al deshonor, es como si asumiera la responsabilidad completa de dicha guerra. La han declarado otros, de eso no hay duda, y por eso podría sentir la tentación de considerarme un puro cómplice. Pero este concepto de la complicidad no tiene sentido fuera del ámbito jurídico, y así sucede en este caso: ha dependi do de mí que la guerra no existiera por mí y para mí, y yo he decidido que exista.» Nos encontramos aquí con una formulación límite de la elec ción. Sartre opina que yo habría podido sustraerme a la guerra suicidándome o desertando, y en la medida en que no he obrado así, he hecho mía la guerra y soy responsable de ella. A cada instante me apropio de la guerra con mis actos, determinados por mi pertenencia al ejército. Es absurdo preguntar qué habría sido de 139
SARTRE
mí de no haberse declarado la guerra, porque yo he sido arrojado a una época concreta de la historia y debo asumir lo dado dentro de mi situación. Por todas partes hallamos la facticidad, pero ésta no nos libra de la responsabilidad, porque vivir como hombre significa integrar lo táctico dentro de un proyecto. Pese a que el hombre no es causa de su propia existencia, ni de la de otros, ni tampoco de las
Richlcr Parts
En 1939 Sartre es movilizado; poco después caería prisionero de los alemanes. En la imagen, una fo to del filósofo vistiendo uniforme militar
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LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD
cosas, está obligado a decidir el sentido de su propio ser y de lo que existe fuera de él. Expresión de esta situación paradójica es, según Sartre, el sentimiento del miedo. Heidegger en su conferencia «¿Qué es metafísica?» interpretaba el miedo como experiencia de la nada, experiencia, ésta, fundamental, puesto que sustenta la oposi ción entre nada y ser; de aquí surge el interrogante decisivo de la metafísica: ¿por qué es lo existente y no más bien la nada? Para Sartre, el miedo es experimentar la propia nadificación al mismo tiempo que la libertad y consecuentemente la responsabilidad. Cuando ya no podemos soportar por más tiempo esta última, pasa mos del miedo a la insinceridad. Las explicaciones que ofrece sobre la responsabilidad caracte rizan a Sartre como filósofo y como escritor. En teoría son refuta bles, puesto que están demasiado exageradas. Sin embargo, la motivación de Sartre es sacamos de la inautenticidad y obligarnos a asumir la responsabilidad. Esto, que dentro de este contexto suena a teoría, intenta él concretarlo dentro de su actividad literario-periodística. El asume su cuota de responsabilidad por la guerra de In dochina, por la invasión de Hungría, por la guerra de Argelia (por citar unos pocos ejemplos). Sus opiniones, a menudo, son dema siado exageradas, y su elección tiñe necesariamente sus juicios; pero nadie puede discutirle el mérito de forzar a los hombres a ser responsables, ni el de ser coherente con esta postura. La guerra nuclear y las consecuencias que de ella derivarían para el hombre deben romper nuestra limitación y hacemos más responsables; pero también debemos responsabilizamos de que alguien, en un país lejano, sea condenado injustamente, y lo seremos tanto más, cuanto más lejos llegue nuestra voz. Las opiniones vertidas por Sartre en su revista Les Temps Modemes nos van a permitir acer carnos a esa toma de postura concreta de Sartre, que emana de su teoría filosófica. En este aspecto, la coherencia es muy difícil, y así lo demostró la polémica sobre los campos de concentración en la Unión Soviética, a consecuencia de la cual finalizó la amistad de Sartre con Camus. Camus exigía que en este terreno había que proclamar la verdad y toda la verdad, lo que implicaba censurar los defectos; Sartre, sin embargo, opinaba que una crítica semejante favorecería a las fuerzas reaccionarias y perjudicaría a la causa del proletariado®. Sin damos cuenta hemos desembocado en una acti vidad de Sartre que podríamos calificar de polémica, sin que pre tendamos darle al término un sentido peyorativo.
13. SARTRE, POLEMISTA: «LES TEMPS MODERNES»
En 1945, Sartre y un antiguo amigo de su época de estu diante, el filósofo Merleau-Ponty, fundaron la revista Les Temps Modemes. En realidad, la revista la dirigían ambos, aunque, según nos informa Sartre en el artículo necrológico escrito a la muerte de Merleau-Ponty, éste se negó a figurar como codirector. El citado artículo constituye también la descripción más minuciosa realizada hasta la fecha de la historia de la revista hasta la ruptura entre los dos amigos en el año 1952. El objetivo de la publicación era litera rio y político al mismo tiempo. Merleau-Ponty asumió la tarea polí tica, aunque debatía con Sartre los artículos más relevantes. No pretendemos reseñar la historia de la revista, sino que nos limitare mos a citar algunos párrafos de Sartre para analizar su posición con respecto a temas de actualidad. En este campo no interviene el filósofo, ni el literato, sino el polemista. Es éste un aspecto que completa los expuestos hasta ahora, y constituye una vía para for mamos una idea más aproximada de la figura de Sartre. Tras los sucesos de Hungría en el año 1956, Sartre dedicó un número extraordinario de la revista a la sublevación húngara. Abría el número un análisis de Sartre muy extenso (unas 120 páginas). Citemos algunos pasajes.
El fantasma de Stalin «En la Unión de los Escritores, en el Círculo Petófi, el movi miento de los intelectuales había sido, sobre todo, crítico y nega tivo: se había amurallado en una oposición cada vez más violenta, en vez de trazar positivos proyectos de gobierno; es que la situación exigía esa actitud y no otra; la misión de los intelectuales era repre sentar la negatividad: no se trataba de proponer a Rákosi que hiPortada de la reuista Les Temps Modemes. ►
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Les Temps Modemes 16* aimée D
REVUE MENSUELLE ir e c t e o r
n°* 173-174
: JEAN-PAUL SARTRE
Aoüt-Septembre 1960 NUMÉRO SPÉCIAL APRÉS SAISIE Déclaratlon sur... JERZY ANDRZEJEWSKI. — Les portes du paradls.
• JUAN GOYTISOLO. - Terres de Nijar (fin). TÉMOIGNAGES
EXPOSÉS
DISCUSSIONS
ADAM SCHAFF. — Sur le marxlsme et l ’exlstentlallsme. CHRONIQUES
ADEL MONTASSER. — La répresslon antl-démocratique en égypte. SAID BEN CHEKROUN. — Que se passe-t-il au Maroc ? MARIA BRANDON-ALBINI. — La nouvelle Réslstance Itallenne.
•
ARLETTE EL KAIM. — A propos des « Bonn es fcmmes ». RENÉ LEIBOWITZ. - Le respect du texte. NOTES
- La* lirrai.
M ANUEL T U N O N D E LAKA : < L'iutre hce » . de Jo»* Corrales E g e a . — M AURICE M ASCHINO : « Le t r a i t é de palx » . de Fr*d*rk Grendel: « Le lleu du suppllce ». de Vladlmlr Pozner. — La co urs da* chota*. M. P. : Le lleutenant Servan-Schrelber pleldera-t-ll c o u p a b l e I — J . P. : P ó l i c e et Informatloe. — T. M. : Une exdustolt* d ’e E l t e »
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SARTRE
ciera ciertas mejoras al sistema; había que denunciar sus crímenes, terminar de desprestigiarlo, forzarlo a renunciar. Es sabido que tu vieron éxito. Si la crítica de ellos tuvo una indudable influencia sobre las masas obreras, fue precisamente por ser negativa. Los acontecimientos de Polonia mostraron el camino que había que seguir; había que unirse y llevar al poder, antes de cualquier otro cambio, comunistas nacionales que pudieran negociar con la URSS. Todo el país reclamaba a Nagy. Este comunista tenía un buen juego por delante: el programa, los métodos, los ritmos, el alcance de la democratización no habían sido definidos; por el mo mento, era objeto de reivindicaciones poderosas y precisas que era menester ordenar dentro de la perspectiva de las posibilidades prácticas: el escritor que denunciaba el idanovismo y el obrero que pedía un aumento de salario real contribuían uno y otro a determi nar el sentido y el contenido de la democratización. Todavía era necesario elaborar, sobre esa situación, una política total que tu viera en cuenta a la vez las disposiciones rusas, las aspiraciones húngaras, la situación económica y las amenazas revolucionarias. Todo esto favorecía al señor Nagy: para los húngaros la democrati zación debía confundirse, al menos en principio, con la acción de un gobierno sincero que disponía de una experiencia política, que se iba a apoyar en especialistas y en técnicos y que sería suficiente mente competente para afrontar el problema en su totalidad; al ponerse a la cabeza del movimiento reformista, diciendo toda la verdad, sobrepasando ciertas reivindicaciones, explicando en se guida al país por qué otras peticiones no podían ser satisfechas inmediatamente, el gobierno Nagy podía acrecentar la influencia del partido comunista y disminuir la de los socialdemócratas; una democratización sincera y total hacía imposible la liberalización. »En la noche del 23 al 24 todo es sacudido: la democratización pasa al segundo plano, la agresión soviética provoca una explosión de nacionalismo. Todos estos hombres, la víspera misma, procura ban entenderse en tomo a un programa político y social: se vuelven a unir en el seno de un Frente Unido, espontáneamente consti tuido, cuyo objetivo inmediato era combatir al agresor. La interven ción rusa fortificó los vínculos, logró cristalizar el antisovietismo la tente, pertrechó a esta población en estado de efervescencia, le dio otros objetivos, esencialmente negativos. No hay que ver en esa rebelión ni una reacción ciega y desordenada ni un movimiento de dirección única. Que el señor Garaudy se tranquilice: no se trata de espontaneidad. Años de opresión han forjado a estos hombres y a los vínculos reales que los unen. La unidad del Partido, de sus métodos y de su terror determinó en el pueblo, a pesar de las 144
23 de octubre de 1956: una instantánea de ia sublevación en Hungría.
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divergencias de intereses, la unidad difusa del rechazo. Se trataba de reacciones idénticas, inorganizadas, pero no solitarias: nadie te nía necesidad de hablar para saber que su actitud personal era la de todos. Entre nosotros, la explotación se apoya en fuerzas desintegradoras: se requiere un constante esfuerzo para mantener la uni dad. La dictadura de Rákosi, por el contrario, al querer realizar la integración por la violencia, unió a los trabajadores, pero los unió contra ella; al unirlos por medio de falsas relaciones que ocultaban su dependencia, les hizo tomar conciencia de sus relaciones reales. [...] Cada grupo de combatientes tiene conciencia de representar al pueblo entero, justamente porque su reacción particular es una particularización de la reacción general. No es necesario, a fin de saberlo, conocer en detalle los episodios de la batalla: para cada insurrecto, estos combates dispersos ya son nacionales, contienen la promesa y muestran la necesidad de la unidad de la insurrección. Cada grupo elige sus jefes; en poco tiempo se establecen contac tos entre los responsables: algunos de ellos adquieren una influen cia considerable (el más escuchado es Maléter, un comunista). Pero la insurrección seguirá siendo, hasta el fin, una hidra de varias cabezas... »EI señor Stil^6 señala desdeñosamente la extrema juventud de los combatientes: este desprecio le sienta muy bien al represen tante de un aparato esclerótico, que ya no logra adeptos entre los jóvenes y cuyo término medio de edad aumenta de año en año Pero su observación se vuelve contra él: en el año 45, en esa Hungría dividida, asolada, exangüe por los años del fascismo, ¿con quién podía contar contra el régimen sino con la juventud que habría de formar? Tuvo doce años para ganarla y el único resultado de sus esfuerzos es que los jóvenes son quienes ponen más ardor en derrumbarlo. ¡Hasta qué punto habrán sido pedantes y escolás ticos sus maestros! ¡Hasta qué punto habrá sido simplista y pedestre la enseñanza del marxismo! Entre los estudiantes, están los que se han disgustado con Marx por causa de Stalin: éstos, privados de todo contacto con la cultura occidental, no tienen ideología de repuesto; se han vuelto hacia su literatura nacional, que siempre fue política y que desde hace más de cien años refleja la aspiración del pueblo a la independencia. Nadie duda que sean nacionalistas y sólo nacionalistas; algunos continúan en la izquierda, pero su odio al despotismo burocrático se extiende a los principios invocados por sus tiranos: quieren libertades antes que nada, la libertad de criticar, de ser informado, de reunirse. Estas reivindicaciones ente ramente legítimas, ellos no creen, desgraciadamente, que se pue dan apoyar en un marxismo del cual sólo ven el aspecto autoritario; 146
SARTRE, POLEMISTA: -LES TEMPS MODERNES»
esto determina en ellos, como en algunos escritores, una vuelta inconsciente a una especie de anarquismo. Nadie duda que esta tendencia puede ser peligrosa, pero sólo a la larga: lleva a la falta de disciplina mucho más que al fascismo; y esta falta de disciplina, mientras duró el combate, desaparecería ante la disciplina volunta ria de los combatientes. Además estaban los otros -tal vez los mejo res-, a quienes el catecismo reseco de los estalinistas no había logrado esconder las inmensas posibilidades del marxismo. Estos luchaban por salvar la cultura. «Bajo el nombre de rakosismo, hay pequeños burgueses que luchan contra el socialismo, conscientemente o no. Pero no son muy numerosos entre los insurrectos, y por otra parte sería un grave error -estoy seguro de que el señor Casanova no lo come terá- confundirlos con los miembros del aparato, los cuadros, que vivían burguésmente y entre los cuales algunos, sin embargo, han tomado las armas. Ante todo, la verdad innegable es que los obre ros formaban la mayoría de los combatientes. Según las declaracio nes de un sindicalista húngaro que los dirigentes de la C.G.T. en contraron en Praga, los obreros de los barrios industriales no esta ban armados en el primer momento. Se explica; la insurrección estalló en el centro de Budapest; dije que las primeras entregas de armas a la multitud fueron hechas por los cuarteles: y en esa multi tud había de todo, obreros, pero sobre todo estudiantes y pe queños burgueses. Estas primeras entregas agotaron rápidamente los abastecimientos accesibles, y, durante algunas horas o días, el personal de las grandes fábricas permaneció con las manos vacías. Pero hoy está probado que Nagy intentó armar sistemáticamente al proletariado a fin de oponer las fuerzas auténticamente revolucio narias a un retorno eventual de la reacción (probablemente por intermedio de los sindicatos). No se pondrá en duda, supongo, el testimonio del mariscal Zukov, que decía el 30 de octubre: “Consi dero que el hecho de dar armas a los obreros es prueba de que el nuevo gobierno húngaro se apoya efectivamente en la clase obrera.” Por desgracia para él, la clase obrera ha utilizado estas armas para defender al pueblo húngaro de los soldados soviéticos: es en Csepel, entre los obreros, donde la batalla es más violenta, es ahí donde más ha durado. ¿Qué podríamos pensar nosotros de una insurrección que tuviera lugar en el “cinturón rojo" de París?... »[...] Mal alimentados, mal alojados, fatigados, espiados, a pe sar de su mutismo, los obreros conocían su importancia verdadera. Asediados por las degradantes mentiras de la propaganda, por la inquisición policial, se sentían revalorizados por la extrema necesi dad que de ellos se tenía. De modo que las contradicciones del 147
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régimen fortalecían su valor y su sentimiento de clase. Los húnga ros tomaron las armas para derribar una tiranía que conducía el país a la ruina, pero nunca —fueran comunistas o socialdemócratas— han puesto en duda la socialización de la industria: hace mucho tiempo que habían aceptado el sacrificio por la Hungría socialista; se han rebelado cuando han visto que estos sacrificios inútiles no impedían ni el debilitamiento de la nación ni la liquidación -pró xima o lejana- de las bases socialistas. Se piense lo que se piense del levantamiento de Budapest y de lo que hubiera sido sin la intervención del 4 de noviembre, nunca se insistirá bastante sobre el hecho capital que lo caracteriza: los obreros habían tomado las armas y no querían -¿qué locura los hubiera empujado a ello?devolver las fábricas a los capitalistas sino, como el acontecimiento lo ha demostrado, asegurarse el control de la industria eligiendo comités de empresa y consejos obreros. Estos consejos obreros que se constituyeron desde los primeros días de la insurrección, que nunca han dejado de funcionar, que siguen funcionando, transfor maron la resistencia armada en huelga general, y son ellos quienes supieron, en varias ciudades de provincias, poner fin a la agitación reaccionaria, fueron ellos los que forzaron a Kádár a negociar con ellos: después del aplastamiento de la rebelión, la única fuerza viva, socialista y nacional a la vez, que se opone a un mismo tiempo a los rusos y a la reconstitución de la burocracia, es la de ellos: ¿quién puede negar que representan un pasado positivo para el pueblo húngaro? Especialmente querría preguntar, a los comunistas que aún dudan si esta huelga que se prolonga a pesar del terror y de los arrestos en masa, si estas negociaciones reanudadas sin cesar, de las cuales Radio Budapest nos informa todos los días, no tienen un carácter que puede lanzar cierta duda sobre el color contrarrevolu cionario de la resistencia húngara. Los diarios soviéticos pretenden que el Ejército Rojo intervino contra los sublevados, junto a los trabajadores; los obreros les dan un humillante mentís: la huelga y el mantenimiento de sus reivindicaciones prueban que han estado y siguen estando con los sublevados y contra el Ejército Rojo. La clase obrera de Hungría asume y se convierte en custodia de esta revolución aplastada, cualesquiera que hayan sido sus riesgos y sus faltas. ¿Quién, pues, ya que los mismos rusos admiten las negocia ciones de Budapest, quién, entre los dirigentes del partido comu nista francés, se atreverá a recusar el testimonio de un proletario en su totalidad?»27. Como ejemplo de la actitud de Sartre -o lo que es lo mismo, de Les Temps Modemes- con respecto a las torturas en Argelia 148
SARTRE, POLEMISTA: «LES TEMPS MODERNES-
incluimos el editorial del número 145 correspondiente al mes de marzo de 1958.
La respuesta de Henri Alleg «Detenido en junio de 1957 por los paracaidistas de Argel, torturado con métodos que se han convertido en habituales y casi oficiales -los golpes, el agua, la electricidad, la droga-, Henri Alleg, que aún sigue en prisión, salió vencedor de esas pruebas que él supo transformar en un combate. Vencedor no existe palabra me jor para calificar a este hombre, cuyo informe debía correr de mano en mano. Sus torturadores no han podido convertirle ni en un cadáver ni en un traidor; han hecho de él, muy a su pesar, el testigo de su ignominia y sobre todo -y lo que es todavía más importantede su derrota. Recobrando toda la conciencia que el pentotal había oscurecido pero no arrebatado, él logró gritar; “Venid con vuestro magnetofón, os estoy esperando: no os tengo miedo. ” »La fuerza de donde sacó ese difícil valor es tan sencilla como ejemplar: desde los primeros momentos, Alleg se negó a entrar en el juego de sus torturadores, y le negó cualquier significación a la tortura. No quiso ver en ella un medio para arrancar una confesión, y por la misma razón, jamás consideró la confesión un medio para evitar la tortura; nunca sintió esta terrible tentación. Alleg tampoco se permitió un respiro con una mentira que pudiera ser creíble, aunque sólo fuera por un instante, a los ojos de los paracaidistas; aceptó la tortura como un sometimiento a una fatalidad externa, sin proferir una palabra ni una protesta. “Desnúdese”, le dijeron, y se desnudó. [...] Escapó a sus torturadores admitiendo voluntaria mente no ser más que un pobre cuerpo torturado. “No le sacare mos ni una palabra”, dijo por fin uno de ellos. En definitiva, convir tiendo la tortura en irracional, le hizo perder su eficacia. •Esto, sin duda, es fácil de describir. Pero no lo es tanto vivirlo, y nadie que lea La question¿H puede equivocarse al respecto. Pero lo que Alleg quiere hacemos comprender, su “respuesta” -que hemos de subrayar una y otra vez- a la “pregunta”, es que pode mos salir victoriosos de ese trance y que desde ese momento el verdugo se convierte en el verdadero vencido. A decir verdad, él no es el único que lo ha experimentado en la noche de las prisiones, pero sí es el primero en mostrarlo de una manera tan sobria e irrefutable. Se han publicado ya otros informes sobre torturas y hay que conocerlos, pero mostraban la impunidad de los torturadores, su violencia, baldía sin duda, aunque no cuestionada. Daban la 149
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sensación de una crueldad insuperable y no les importaba tanto restaurar la confianza como conmover, inspirar cólera: seres marti rizados pedían socorro. También Henri Alleg nos hace oír su lla mada de socorro, pero él la inviste de una significación completa mente distinta: no se trata tanto de vengar a un hombre torturado como de ayudar a un combatiente, al que su adversario no ha sido capaz de someter. En este sentido, y sin que parezca una paradoja, puede decirse que este libro es el primer libro optimista sobre la guerra de Argelia: en él se dice que es posible vencer, que el “tiempo del desprecio” encierra la promesa de la victoria. »Es también un libro que disipa cualquier equívoco. Demasia dos buenos apóstoles han condenado las torturas en sí mismas -y esto también hay que hacerlo, claro está-, pero desgajándolas de su contexto, la guerra, como si se pudiera abominar de las primeras y resignarse a la segunda. Alleg ha hecho saltar en pedazos esa mentira o esa insinceridad. Sus torturadores y sus jefes no son ni especialistas aislados, ni simples ejecutores; algunos son oficiales con importantes responsabilidades, uno de ellos es ayudante de campo del general Massu, encargado por Lacoste de la dirección de la policía. Es una misma política -si merece ese nombre- la que se revela en esta guerra y en estas torturas. Pretender disociarlas significaría hacerles el juego a los responsables de ambas, sería traicionar a Henri Alleg.» En el número 135 de Les Temps Modemes (mayo de 1957) Sartre insistió sobre la temática de la guerra argelina con un artículo titulado: «Vous étes formidables».
Ustedes son formidables «Acaba de publicarse un resumen de las declaraciones y docu mentos de nuestros métodos de pacificación: Des rappelés témoignent (Testimonios de los movilizados). ¿Lo han leído ustedes? Estos hombres son cristianos, curas castrenses, clérigos moviliza dos. Parecería verosímil que sus opiniones sobre política general difirieran entre sí, pero no dicen una palabra sobre el asunto. Todos tienen en común el deseo de descubrir esta gangrena -que si bien está lejos de extenderse al ejército entero, ya no se puede restringir a un lugar concreto-, el empleo sistemático y cínico de la violencia absoluta. Saqueos, violaciones, represalias contra la población civil, fusilamientos con arreglo a la ley marcial, torturas para arrancar confesiones o informaciones, no se callan nada, denuncian todos 150
SARTRE, POLEMISTA: «LES TEMPS MODERNES»
los crímenes de guerra cometidos ante sus propios ojos. Sus in formes mesurados, inteligentes, deseosos de hacer justicia a todos, incluso a los más culpables, constituyen un dossier de lo más abru mador. Su lectura es absolutamente insoportable; hay que es forzarse para pasar de una línea a otra. Sin embargo, yo asumo la tarea de recomendar encarecidamente la lectura de este opúsculo a cuantos no lo conocen, y por lo que a mí respecta, desearía que lo leyesen todos los franceses. Porque estamos enfermos, grave mente enfermos; febril y extenuada, obsesionada por sus antiguos sueños de gloria y por el presentimiento de su propia vergüenza, Francia se debate en medio de una oscura pesadilla, de la que no puede escapar y a la que no puede entender. O la clarificamos o acabará con nosotros. «Desde hace dieciocho meses nuestro país es víctima de lo que en el código se llama una “campaña de desmoralización”. Pero no se desmoraliza a una nación socavando su “moral”, sino corrom piendo su moralidad; en cuanto al procedimiento, es de sobra co nocido: precipitándonos en una aventura abyecta, se nos ha imbuido desde fuera una culpabilidad social. Nosotros, sin embargo, votamos, conferimos las actas de diputado y, en cierta manera, podemos también revocarlas: la resaca de la opinión pú blica hace dimitir a los ministros; tenemos que considerarnos cóm plices de los crímenes que se cometen en nuestro nombre, porque de nosotros depende terminar con ellos. Esta culpabilidad que des cansa en nosotros, inerte y extraña, debemos asumirla y humillar nos a nosotros mismos para ser capaces de soportarla. »A pesar de todo, no hemos caído tan bajo como para oír sin estremecernos los gritos de un niño torturado. ¡Qué sencillo sería todo y qué pronto se solucionaría si una vez, sólo una vez, oyéra mos esos gritos! Sin embargo, se nos hace el favor de ahogarlos. No nos desmoralizan ni el cinismo ni el odio: no, es la falsa ignoran cia en la que nos hacen vivir y que nosotros mismos contribuimos a preservar. Para garantizar nuestra tranquilidad, nuestros dirigentes políticos son tan solícitos que llegan a socavar la libertad de expre sión, se oculta la verdad o se la revela convenientemente tamizada. Cuando los fellagha masacran a una familia europea, los grandes periódicos no nos ahorran ni siquiera las fotografías de los cuerpos mutilados: pero cuando un abogado musulmán no encuentra otra salida frente a sus verdugos franceses que el suicidio, se nos in forma del suceso en unas pocas líneas para no herir nuestra sensibi lidad. Ocultar, tergiversar, mentir: he aquí en qué consiste el de ber de los informadores de la metrópoli; sería un delito inquietar nos. [...] 151
Lessing-Magnum. París
Sartre en el Congreso M undial de la Paz, celebrado en Viena en noviembre de 1952.
»¡Si al menos pudiéramos dormir, ignorarlo todo! ¡Si estuviéra mos separados de Argelia por un muro de silencio! ¡Si se nos enga ñase realmente!, el extranjero podría dudar de nuestra inteligencia, pero no de nuestra ingenuidad. »Pero no somos ingenuos, somos repugnantes. No se han turbado nuestras conciencias y sin embargo están intranquilas. Nuestros dirigentes lo saben de sobra; es así como desean tener nos: lo que quieren conseguir con sus solícitos cuidados y sus mira mientos tan públicos y notorios es nuestra complicidad, bajo la capa de una falsa ignorancia. Todo el mundo ha oído hablar de las 152
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torturas, pero a pesar de todo algo se ha filtrado a los grandes periódicos; los periódicos honestos, pero de menor tirada, han pu blicado testimonios, circulan panfletos, y los soldados que regresan hablan. Pero es esto precisamente lo que sirve a los desmoralizado res: porque todo se amortigua y se desvanece en la frondosidad social. Hay que abrir un camino a las noticias, pero el camino se interrumpe pronto y las noticias mueren. La mayor parte de los franceses no han leído esos periódicos, esos panfletos, ni han po dido leerlos: simplemente conocen a gentes que los han leído; mu chos de nosotros no hemos escuchado jamás el testimonio de un testigo presencial, se les ha remitido a lo dicho por ciertos militares. Transmitidos de boca en boca y oficialmente desmentidos, esos testimonios lejanos pierden progresivamente credibilidad a medida que se extienden. [...] Pero es necesario esperar, suspender el jui cio hasta estar bien informado. En consecuencia, no se juzga. Pero tampoco es posible informarse: en cuanto uno intenta procurarse las actas del proceso, nuestra diáfana sociedad se transforma en una selva virgen: se percibe a lo lejos el sonido del tam-tam, pero uno no llega a acercarse jamás a él, siempre vuelve al punto de partida. Además, bastante tenemos ya con nuestros problemas per sonales como para cargar con los ajenos. No se le puede pedir a aquel que trabaja todo el día y sufre en la oficina las mil y una agresiones de la vida cotidiana, que dedique la noche a recopilar información sobre los árabes. »[...] Los periódicos nos cortejan; quieren hacemos creer que somos buenos. Cuando la radio o la televisión nos piden un dona tivo, titulan sus emisiones: “Ustedes son formidables". [...] »[...] Los amigos podían disentir a propósito del problema argelino sin perder por ello su mutua estima. Pero ¿y los fusilamien tos sumarísimos? ¿Y la tortura? ¿Se puede ser amigo de alguien que las apruebe? [...] Es la mala conciencia lo que nos convierte en culpables: en el desgarramiento de nuestro espíritu, en el juego al escondite que jugamos con nosotros mismos, en esa lacerante in sinceridad, no vemos salvación, sino el síntoma de una descompo sición profunda. Nos deshacemos: Ya nos encolerizamos por sa bemos juzgados y nuestra cólera nos hunde más y más en la com plicidad: “ ¡América no tiene derecho a decir ni una palabra! ¡Si tratáramos a nuestros negros como ellos los tratan!...’’ Es cierto, América no tiene derecho a decir nada. Tampoco Suecia, que ca rece de colonias. Nadie tiene derecho a decir nada: pero nosotros sí, nosotros tenemos obligación de hacerlo. Pero nos callamos. Hay informadores sinceros, valientes, que dicen lo que saben cada día o cada semana, pero se pretende arminarlos o encarcelarlos y su 153
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audiencia no aumenta. Pero ¿qué ha sido de aquellas voces grandi locuentes y virtuosas que vibraban como órganos el pasado no viembre? ¡Ah! Es que entonces todavía éramos formidables: noso tros, en nuestra inocencia, manifestábamos nuestra indignación, condenando -con toda justicia- la intervención soviética en Hun gría. Pero ustedes, los de las voces grandilocuentes, no asumieron, en medio de su tormenta sublime, el compromiso de decírnoslo todo también sobre nosotros mismos. Pero ustedes saben, sí, sa ben. No pueden escudarse en la ignorancia. Conocen documentos y testimonios. Somos nosotros, que hoy estamos embarcados en el mismo barco, los que necesitamos saber, creer. Es a nosotros a quienes pueden ustedes librar de nuestras pesadillas y de la ver güenza. Calláis, pero erráis en los cálculos. [...] »[...] Falsa ingenuidad, huida, insinceridad, soledad, mutismo, complicidad negada y al fin asumida, a todo esto lo llamamos, en 1948, responsabilidad colectiva. Entonces, la población alemana no podía alegar desconocimiento de los campos de concentración. “¡Claro que no! -decíamos nosotros-. ¡Lo sabían todo!” Teníamos razón, lo sabían, y es hoy cuando podemos entenderlo: también nosotros lo sabemos todo. La mayoría nunca había visto o estado en Dachau o Buchenwald, pero conocían a gentes que a su vez conocían a otras gentes que habían visto el alambre de espino o habían tenido acceso en un ministerio a informes confidenciales. Ellos pensaban, al igual que nosotros, que dichas informaciones no eran seguras, y por eso callaban y desconfiaban los unos de los otros. ¿Nos atrevemos todavía a condenarles? ¿Podemos seguir lavándonos las manos? [...] »Aún es tiempo de poner coto a la empresa de demolición nacional, aún es posible romper el cerco infernal de esta responsa bilidad irresponsable, de esta inocencia culpable y de esta in consciencia consciente: miremos la verdad cara a cara, que nos obligará a cada uno de nosotros a condenar públicamente los crí menes cometidos o a asumirlos, ahora ya con pleno conocimiento de causa. Es por esto por lo que he creído necesario llamar la atención de la opinión pública sobre el informe de los movilizados. He aquí la prueba, he aquí el horror, nuestro horror: conociéndolo, no nos quedará otro remedio que desembarazamos de él y ani quilarlo24.» Para terminar, citaremos la necrológica de Sartre escrita a la muerte de Camus, su antiguo amigo hasta la ruptura de ambos en 1952. El intercambio de cartas publicado en el número 82 de Les Temps Modemes confirmó dicha ruptura. 154
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Albert Camus «Hace apenas medio año, nos preguntábamos: “¿Qué hará?” Ayer mismo nos repetíamos otra vez esta pregunta. Desgarrado por numerosas contradicciones, que merecen todo nuestro respeto, él guardaba silencio. Era una de esas personas singulares acostum bradas a esperar, porque les cuesta elegir, pero cuando lo hacen se mantienen fieles a su elección. Ya le llegaría el momento de hablar. Nosotros no osábamos aventurar la más mínima conjetura sobre sus palabras. Pensábamos únicamente que él, al igual que todos nosotros, cambiaba el mundo: eso bastaba para mantener viva su presencia. »E1 y yo nos habíamos enemistado: sin embargo, nuestras desavenencias —incluso sabiendo que ya no nos veríamos más- no significaban nada, no eran más que otra forma de “convivir”, sin perderse de vista en este mundo pequeño y estrecho en el que hemos sido situados. No cesaba de pensar en él, de imaginarme cómo paseaba su mirada por la página de un libro o del periódico que estaría leyendo en ese instante, preguntándome: “¿Qué dirá a esto? ¿Qué respondería en este momento?” »Su mutismo, que yo, dependiendo de los acontecimientos y de mi estado de ánimo, juzgaba a veces demasiado cauteloso y otras muy doloroso, formaba parte de mi vida cotidiana, como el calor o la luz, con la diferencia de que él era “humano”. Todos estábamos en parte de acuerdo con su ideario -reflejado en sus libros, sobre todo en La caída, quizá el más bello y el peor com prendido- y en parte en oposición a él, pero en cualquier caso muy próximos. El ha representado un estadio único dentro de nuestra cultura, un movimiento cuyos inicios, evolución y término intenta mos analizar a fondo. »En él se encarnó, dentro de nuestro siglo y a contracorriente de la historia, el heredero renacido de esa larga serie de moralistas cuyas obras suponen una de las aportaciones más originales de la literatura francesa. Su obstinado humanismo, a la vez puro e íntimo, austero y sensual, mantenía una lucha desigual con los acontecimientos de nuestra época, llenos de violencia y brutalidad. Con su tenaz negativa, atestiguó, a pesar del maquiavelismo y de la idolatría del realismo, la existencia de una ley moral en nuestro tiempo. »E1 era ese testimonio inquebrantable. Simplemente con leer algunas líneas o reflexionar sobre ellas, uno hallaba esos valores humanos que él custodiaba como un celoso guardián: cuestionaba sistemáticamente cualquier acción política. No quedaba otro ca 155
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mino que eludirlo o enfrentarse a él: en definitiva, era alguien in dispensable para provocar esa expectativa que constituye el ali mento del espíritu. Hasta su silencio de los últimos años tenía un aspecto positivo: este cartesiano del absurdo se negaba a abando nar la tierra firme de lo moral para aventurarse por las inciertas sendas de la “praxis”. Nosotros lo presentíamos, sí, sospechába mos los conflictos que él ocultaba celosamente: porque la moral, considerada en sí misma, supone una revolución y una condena al mismo tiempo. «Esperábamos. Estábamos obligados a esperar, pero de una cosa nos sentíamos seguros: cualquier cosa que hubiera hecho o decidido Camus en el futuro, habría sido una de las fuerzas motri ces de nuestro mundo espiritual y, a su manera, un símbolo de la historia de Francia y de nuestro tiempo. Quizás entonces habríamos reconocido y comprendido su camino. Había cumplido su tarea -su obra- y, sin embargo, aún estaba todo por hacer. El mismo lo reconoció: “Todavía tengo mi obra ante mí.” Ahora todo ha con cluido, y el principal motivo de escándalo de su muerte reside en que lo inhumano haya suprimido el orden humano. «Hasta hoy el orden humano es un puro desorden, es injusto, está amenazado, comprende el asesinato y la muerte por inanición: pero al menos es hechura del hombre, construido y derruido por él. Este orden constituiría el espacio vital de Camus: con su proyección hacia delante nos cuestionaba, y se convertía él mismo en un in terrogante que exigía respuesta; vivía en medio de una larga vida; para nosotros, para él mismo, para las personas que preservan ese orden y para las que lo rechazan, era de suma importancia arran carle de su silencio, era vital que eligiera y actuara. Algunos mueren de viejos, otros están amenazados de muerte -viven, por decirlo así, de prestado- sin que la vida cambie o determine el sentido de su existencia. Pero nosotros, los inseguros y desorientados, necesi tamos que los mejores de nosotros lleguen al final del túnel. Esta es una de esas raras ocasiones en las que una obra inacabada y las exigencias del momento histórico exigían imperiosamente que un escritor siguiera vivo. «Califico de escándalo al accidente que le costó la vida porque en medio de nuestro mundo humano evidencia ante nuestros pro pios ojos lo absurdo de nuestras más apremiantes demandas. Afec tado a los veinte años por una enfermedad que transformó su vida, Camus descubrió el absurdo -la negación insensata del hombre-. Pero él lo asumió, reflexionó sobre su destino casi insoportable, y escurrió el bulto. Y sin embargo podría parecer que sólo sus obras tempranas se atienen a su verdadera vida, porque ahora este en156
Bildarchlv Stiddeutscher Veriag. Munich
SARTRE, POLEMISTA: «LES TEMPS MODERNES»
E l escritor francés Albert Camus. amigo y colaborador de Sartre hasta 1952, m om ento en que se produjo la ruptura entre ambos.
fermo ya curado ha sido arrebatado por una muerte inesperada, una muerte que ha venido por una dirección completamente dis tinta. En este caso lo absurdo sería ese interrogante que ya nadie le plantea ni él plantea a nadie, y ese silencio, que ya ni siquiera es silencio porque ya no es nada. »Yo no opino así. Lo inhumano, desde el momento mismo de su aparición, pasa a integrarse en lo humano. Cualquier existencia detenida -incluso la de un hombre tan joven- es simultáneamente una placa hecha pedazos y una vida ya íntegra. Todos los que le querían consideran su muerte como algo absurdo e insoportable. Sin embargo, tendremos que irnos acostumbrando a ver su obra truncada como un todo. Si el humanismo de Camus supone una actitud humana frente a la muerte que ahora le ha herido, si su orgullosa búsqueda de la felicidad implicaba y presuponía la nece sidad inhumana de la muerte, hemos de reconocer en su obra, y en la vida ligada a ella por vínculos indisolubles, el intento puro y victorioso de un hombre de arrancarle a su futura muerte cada instante de vida.» 157
14. SARTRE Y EL MARXISMO: LA REVOLUCIÓN UTÓPICA
Nuestro intento de exponer la obra creativa de Sartre, tanto en su vertiente literaria como en la filosófica, se limita a bosquejar los rasgos esenciales, y esto tropieza con el inconveniente de desaten der otros aspectos. Sólo podemos citar aquí los ensayos tempranos La imaginación y Lo imaginario, que no hemos sometido a examen en la presente obra, pese a que estimularon de manera decisiva su pensamiento filosófico. Tampoco se ha abordado su novela La náusea ni la colección de relatos titulada El muro, que sin duda pertenecen a lo más granado de la producción literaria de Sartre. Desde esta perspectiva, ¿es admisible dedicar un capítulo entero a discutir la actitud de Sartre frente al marxismo? ¿No desplazamos con ello el centro de gravedad de su obra, en perjuicio de su com prensión global? Nuestra opinión es que no; creemos que soslayar esta temática distorsionaría el sentido de la obra y de la actuación de Sartre, lo cual sería de todo punto injustificable. Sartre fue muy parco en manifestaciones sobre su propia evolución y sobre los filósofos y textos que influyeron en él. Es evidente que, al analizar El ser y la nada, topamos una y otra vez con Husserl, Heidegger y Hegel. A menudo, aunque no se le cita expresamente, hallamos ideas pro cedentes de Heidegger. Sin embargo, no son éstos los únicos fi lósofos que le inspiraron. En Marxismo y existencialismo, artículo aparecido en 1957-58, hallamos un pasaje muy interesante a este respecto: «Cuando yo tenía veinte años en 1925, no había cátedra de marxismo en la universidad, y los estudiantes comunistas se cuida ban mucho de recurrir al marxismo y hasta de nombrarlo en sus disertaciones; no habrían aprobado ningún examen. Era tal el ho rror a la dialéctica que hasta Hegel nos era desconocido. Desde luego que nos permitían leer a Marx y hasta nos aconsejaban su lectura: había que conocerlo para “refutarlo”. Pero nuestra genera ción, como las precedentes y como la siguiente, sin tradición hegeliana y sin maestros marxistas, sin programa y sin instrumentos de pensamiento, lo ignoraba todo del materialismo histórico'10. Por el 158
SARTRE Y EL MARXISMO: LA REVOLUCIÓN UTÓPICA
contrario, se nos enseñaba minuciosamente la lógica aristotélica y la logística. Hacia esa época leí El Capital y La ideología alemana; comprendía todo luminosamente y en eso no comprendía absolu tamente nada. Comprender es cambiarse, es ir más allá de sí mismo; pero esta lectura no me cambiaba. Lo que, por el contrario, empezaba a cambiarme era la realidad del marxismo, la pesada presencia, en mi horizonte, de las masas obreras, cuerpo enorme y sombrío que uiuía el marxismo, que lo practicaba, y que ejercía a distancia una atracción irresistible sobre los intelectos de la pequeña burguesía. Esta filosofía, cuando la leíamos en los libros, no gozaba para nosotros de ningún privilegio. [...] Lo que nos turbaba no era la idea; tampoco era la condición obrera, de la cual teníamos un conocimiento abstracto, pero no la experiencia. No; era la una unida a la otra, era, como habríamos dicho entonces con nuestra jerga de idealistas en ruptura con el idealismo, el proletariado como encamación y vehículo de una idea. Y creo que aquí hay que completar la fórmula de Marx: cuando la clase ascendente toma conciencia de ella misma, esta toma de conciencia actúa a distan cia sobre los intelectuales y separa las ideas en sus cabezas. Nega mos el idealismo oficial en nombre del “sentimiento trágico de la vida”31. «Este proletariado lejano, invisible, inaccesible, pero cons ciente y actuante, nos daba la prueba -oscuramente para muchos de nosotros- de que todos los conflictos no estaban resueltos. Nos habíamos educado en un humanismo burgués, y este humanismo optimista estallaba, porque adivinábamos, alrededor de nuestra ciudad, a la inmensa multitud de los “sub-hombres conscientes de su sub-humanidad”; pero nuestra forma de sentir este estallido era todavía idealista e individualista: los autores que nos gustaban nos explicaban por esta época que la existencia es un escándalo. Sin embargo, lo que nos interesaba eran los hombres reales con sus trabajos y sus penas; reclamábamos una filosofía que diese cuenta de todo, sin advertir que ya existía y que era precisamente ella la que provocaba esta exigencia en nosotros. [...] Influidos por la guerra y por la Revolución rusa, oponíamos -claro que sólo teóri camente- la violencia a los dulces sueños de nuestros profesores. Era una violencia mala (insultos, peleas, suicidios, catástrofes irre parables) con la que corríamos el peligro de desembocar en el fascismo; pero para nosotros tenía la ventaja de poner el acento en las contradicciones de la realidad. Así el marxismo, como “filosofía devenida del mundo”, nos arrancaba de la cultura difunta de una burguesía que malvivía de su pasado. [...] Aún no teníamos la idea de considerar primero al hombre que queríamos conocer como un 159
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trabajador que produce las condiciones de su vida. [. ..] Los hechos políticos nos llevaron a utilizar el esquema de la “lucha de clases” como una especie de verja, más cómoda que verdadera; pero hizo falta toda la historia sangrienta de este medio siglo para que llegáse mos a alcanzar su realidad y para situarnos en una sociedad desga rrada. Lo que hizo que saltase el envejecido marco de nuestro pensamiento fue la guerra. La guerra, la ocupación, la resistencia, los años que siguieron. Queríamos luchar al lado de la clase obrera, comprendíamos por fin que lo concreto es la historia y la acción dialéctica32.» En esta mirada retrospectiva Sartre interpreta su propia evolu ción aludiendo a que desde el inicio de su formación se sentía relativamente cerca del marxismo, cercanía que no parte de una comprensión teórica sino de una vivencia sobre la existencia de la clase trabajadora, hacia la que se dirigen sus simpatías y en la que ve la auténtica realidad, opuesta a la burguesía, clase de la que procede el mismo Sartre, al igual que la mayoría de sus colegas escritores. Aun cuando esta mirada retrospectiva sea una interpre tación, es significativo que en ella se indague por su proximidad al marxismo. Cuando Sartre, en el mismo trabajo, escribe acerca de la filosofía: «En ciertas circunstancias muy definidas, una filosofía se constituye para dar su expresión al movimiento general de la socie dad. [...] En primer lugar, es cierta manera de tomar conciencia de si la clase “ascendente” y esta conciencia puede ser neta o confusa, indirecta o directa: en los tiempos de la nobleza de toga y del capitalismo mercantil, una burguesía de juristas, de comerciantes y de banqueros, algo captó de sí misma a través del cartesianismo; siglo y medio después, en la fase primitiva de la industrialización, una burguesía de fabricantes, de ingenieros y de sabios se descu brió oscuramente en la imagen del hombre universal que le propo nía el kantismo», en sus palabras resuenan ecos de un marxista fervoroso que lo reduce todo a la economía, incluso las cotas su premas del saber, la propia filosofía. Queda claro, por tanto, que resulta imposible pasar por alto la cuestión del posicionamiento de Jean-Paul Sartre con respecto al marxismo. Examinemos la definición que nos ofrece el mismo Sartre. Anticipemos que él diferencia con absoluta nitidez las épocas de fecunda creatividad filosófica, extremadamente escasas, y la fase de los ideólogos. ¿Qué quiere decir Sartre con semejante distin ción? Según él, la auténtica filosofía «tiene que ser al mismo tiempo totalización del saber, método, idea reguladora, arma ofensiva y comunidad de lenguaje». La verdadera filosofía, opina Sartre, 160
SARTRE Y EL MARXISMO: LA REVOLUCIÓN UTÓPICA
emerge de un movimiento social, es un movimiento social ella misma, que, por consiguiente, estructura el futuro. «Toda filosofía es práctica, aunque en un principio parezca de lo más contempla tiva; el método es un arma social y política...» Y unas líneas más abajo: «Entonces la filosofía sigue siendo eficaz mientras se man tiene viva la “praxis” que la ha engendrado, que la lleva y que ella ilustra. Pero se transforma, pierde su singularidad, se despoja de su contenido original y con fecha, en la medida en que impregna poco a poco a las masas para convertirse en ellas y por medio de ellas en un instrumento colectivo de emancipación.» Este párrafo expresa sin lugar a dudas que la filosofía, según Sartre, hay que interpretarla en relación con una praxis concreta; asimismo afirma que su des tino, si es efectiva, es perder su riqueza original. No quiere decir con ello que pierda importancia, sino que al irradiar sobre la sociedad se desprende de su originalidad, pero a cambio se vuelve más efec tiva. Su efecto consiste en propiciar la emancipación, liberar a las personas. Para Sartre, en el período que abarca desde el siglo XVII hasta el XX, existen tres etapas creativas en filosofía: 1 ) la época de Des cartes y Locke; 2) la de Kant y Hegel; 3) la de Marx. A propósito de la filosofía marxista escribe: «El marxismo, lejos de estar agotado, es aún muy joven, casi está en la infancia, apenas si ha empezado a desarrollarse. Sigue siendo, pues, la filosofía de nuestro tiempo; es insuperable porque aún no han sido superadas las circunstancias que lo engendraron. Cualesquiera que sean, nuestros pensamien tos no pueden formarse más que sobre este “humus”; tienen que mantenerse en el marco que les procura, o se pierden en el vacío o retroceden.» Su adhesión al marxismo no deja lugar a dudas. El marxismo es la filosofía de nuestro tiempo y no puede ser superado porque las condiciones que lo han provocado no han sido aún superadas. Podría objetarse que esta interpretación marxista de la filosofía es sumamente discutible y, en consecuencia, que la afirmación de Sartre sólo tendría validez si la demostrara de manera fehaciente. Pero, en fin, no tratamos aquí de polemizar con Sartre, sino de aclarar su posición. Si el marxismo es la filosofía de nuestro tiempo, ¿qué papel desempeña el existencialismo, es decir, la filosofía de Sartre? El de una ideología, y este concepto lo entiende Sartre así: «No es conve niente llamar filósofos a los hombres de cultura que siguen a los grandes desarrollos y que tratan de arreglar los sistemas o de con quistar con los nuevos métodos territorios aún mal conocidos; estos hombres son los que dan funciones prácticas a la teoría y se sirven 161
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de ella como si fuera una herramienta para construir o destruir, explotan la propiedad, hacen el inventario, suprimen algunos edifi cios y hasta llegan a hacer algunas modificaciones intemas; pero siguen alimentándose del pensamiento vivo de los grandes muer tos. Este pensamiento, sostenido por las multitudes en marcha, es lo que constituye su medio cultural y su porvenir, lo que determina el campo de sus investigaciones, y hasta el de su “creación”. Pro pongo que a estos hombres “relativos” los llamemos ideólogos.» Tras esta definición de los ideólogos como hombres que parten de una filosofía ya dada y la trasladan a la praxis, sin abandonar jamás el suelo filosófico que ellos simplemente labran, continúa Sartre: «Y ya que tengo que hablar del existencialismo, habrá de compren derse que para mí sea una “ideología”; es un sistema parasitario que vive al margen del saber», precisando a renglón seguido: «...al que en un primer momento se opuso y con el que hoy trata de integrarse», puntualización ésta muy interesante. Sartre admite, pues, que, en un principio, él se oponía frontal mente al marxismo, pero que en esos momentos se esfuerza no por asimilarlo, sino por incorporarse a él, por entrar a su servicio como ideólogo. Sartre se conforma con haber levantado un sistema para sitario y asume esa expresión peyorativa como una calificación acertada de su filosofía. Podríamos caer en la tentación de creer que se ha respondido ya a la cuestión de la actitud de Sartre con respecto al marxismo. El marxismo es la filosofía de nuestro tiempo; Sartre hunde sus pies en ese suelo, se pone a su servicio. Sin duda, los conocedores de su obra filosófica fundamental y del papel que en ella se asigna a la libertad se preguntarán si semejante sumisión no es una tarea autoimpuesta. Existen conversiones religiosas y también políticas. Esta podría ser una respuesta satisfactoria. Pero una conversión de ese tipo repudiaría la situación anterior a ella como heterodoxa, y Sartre jamás lo hizo. El no renegó de su obra anterior para precipi tarse en brazos del marxismo; simplemente consideró que podía apoyarse en el marxismo. ¿Por qué no renunció Sartre a su independencia? ¿Por qué no se disolvió en el marxismo, si llegó tan lejos como para definirse mero ideólogo? ¿Por qué le han criticado tan acerbamente los marxistas? ¿Por qué le han lanzado críticas mucho más severas que los denominados filósofos burgueses? Porque Sartre, admirador y partidario del marxismo, fue al mismo tiempo su crítico más vehemente. Su crítica, por provenir de un filósofo que considera a Marx el filósofo de nuestro tiempo y no lo tacha a priori de anticuado, afecta a los marxistas mucho más 162
Sartre durante una uisita a la URSS, en mayo de 1954.
que cualquier otra crítica procedente de fuera del ámbito marxista. En su respuesta a la obra de Lukács titulada Existentialisme ou marxisme?, Sartre afirma acerca del marxismo: «Tras habernos visto atraídos por él como la Luna atrae a las mareas, tras haber transformado todas nuestras ideas, tras haber liquidado en nosotros las categorías del pensamiento burgués, el marxismo, bruscamente, nos dejaba en el aire; no satisfacía nuestra necesidad de compren der; en el terreno particular en el que nos encontrábamos, ya no tenía nada nuevo que enseñamos, porque se había detenido.» Este anquilosamiento -por no decir fosilización- del marxismo lo explica Sartre tomando como ejemplo a la Unión Soviética. En una época caracterizada por la industrialización y el aislamiento, los dirigentes del partido temían que un análisis libre en el seno del mismo perturbase la unidad que precisaban para organizarlo: «Se reservaron el derecho a definir la línea y a interpretar los hechos; además, por miedo a que la experiencia llevase a sus propias luces, cuestionase alguna de sus ideas directrices y contribuyese a “debili tar la lucha ideológica”, colocaron a la doctrina fuera de su alcance. La separación de la doctrina y de la práctica tuvo por resultado que 163
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ésta se transformase en un empirismo sin principios, y aquélla en un saber puro y estancado. Por otra parte, la planificación, impuesta por una burocracia que no quería reconocer sus errores, se convertía en una violencia que se hacía a la realidad, y ya que la producción futura de una nación se determinaba en las oficinas, y muchas veces fuera de su territorio, esta violencia tenía como con trapartida un idealismo absoluto: se sometía a priori los hombres y las cosas a las ideas; si la experiencia no confirmaba las previsiones, no tenía razón.» La expresión «idealismo absoluto» alude aquí al sometimiento de las personas y de las cosas a una idea apriorística, y no a lo que significa en el terreno filosófico, es decir, la interpretación del ser como idea. En vez de existir una permeabilidad constante entre teoría y praxis, de modo que la teoría esclareciese la praxis y aprendiera de ella, se desembocó en una violencia de la realidad. Esa orientación, que se arrogó el derecho a conocer y a estructurarla a partir de ese conocimiento, provocó una disociación radical entre teoría y praxis. He aquí las consecuencias; «El intelectual marxista creyó durante años que servía a su partido violando la experiencia, desdeñando los detalles molestos, simplificando groseramente los datos y sobre todo conceptualizando los hechos antes de haberlos estudiado.» Se perdió por completo el análisis riguroso y exacto de los hechos, que es lo que debe diferenciar el marxismo de otras teorías, se despreciaron los análisis de cada situación para ajustar a dicha situación las acciones adecuadas. De este modo, según Sartre, el marxismo se desvirtuó y degeneró en un idealismo voluntarista, a consecuencia de lo cual Sartre le reprochó lo que a menudo achaca el marxismo a las teorías no marxistas. En lugar de adaptarse a los hechos, de abordarlos, de comprenderlos, se dictamina sencilla mente qué es lo que hay que considerar como hecho. Si no se cumplen los resultados previstos, se acusa a los saboteadores. Nada más fácil que encontrar chivos expiatorios para tranquilizarse a sí mismos y a los demás. Con estas actuaciones, sin embargo, la atmósfera de mentira, de insinceridad, se expande aún más y acaba por envenenar las relaciones. Citemos un ejemplo: Rákosi decidió que Budapest debía contar con un metro, pero no se preocupó de averiguar si el subsuelo ofrecía condiciones. Al conocerse que el terreno no era apto, se le tildó de contrarrevolu cionario. Es cierto que aún se habla de análisis, pero es ficticio, o (reco giendo la formulación de Sartre) ha quedado reducido a una simple ceremonia. 164
SARTRE Y EL MARXISMO: LA REVOLUCIÓN UTÓPICA
«Ya no se trata de estudiar los hechos con la perspectiva gene ral del marxismo para enriquecer el conocimiento y para aclarar la acción; el análisis consiste únicamente en desembarazarse del deta lle, en forzar el significado de algunos sucesos, en desnaturalizar hechos o hasta en inventarlos para volver a encontrar, por debajo, y como sustancia suya, unas “nociones sintéticas” inmutables y fetichizadas. Los conceptos abiertos del marxismo se han cerrado; ya no son claves, esquemas interpretativos; se plantean por sí mis mos como saber ya totalizado.» En otro pasaje, Sartre fustiga ese falseamiento de los hechos juzgándolo como una renuncia a abordar lo que en sí es diferen ciado, y habla de una centralización de la burocracia: «El forma lismo marxista es una operación de exterminio. El método equivale a una dictadura por su rígida negativa a diferenciar. Su meta es asimilarlo todo al menor costo posible. No se trata de integrar lo diferente en cuanto tal sin merma de su relativa autonomía, sino de borrarlo de un plumazo: así, la incesante tendencia hacia la identifi cación refleja la praxis estandarizada de los burócratas.» Esta cons tante violación de los hechos genera una continua creación de fetiches. La crítica de Sartre alcanza su punto culminante en las siguien tes líneas: «En cuanto al marxismo, tiene fundamentos teóricos, abarca toda la actividad humana, pero ya no sabe nada: sus con ceptos son diktats, su fin no es ya adquirir conocimientos, sino constituirse a priori en saber absoluto.» Por no abordar la realidad, por no esforzarse en revelar las mediaciones objetivas que están en juego, el marxismo se convierte en una «suspensión de la tarea de pensar» y en una «negativa a querer entender». Dicho de otra forma: «El marxismo integra, pero aparte de eso no descubre nada nuevo.» Citemos un ejemplo: «...Flaubert, que pertenecía a la bur guesía, tuvo que vivir como vivió y escribir lo que escribió dentro de unas circunstancias dadas y de esta o aquella lucha de clases. Pero lo que se silencia es precisamente el significado de estas cuatro palabras: “pertenecer a la burguesía”.» Sin embargo, el análisis se inicia con la explicación y comprensión de dicha procedencia. No vamos a entrar aquí en si la adscripción a esa clase es fundamental o no para la comprensión; el caso es que no se intenta analizarla. Estas expresiones, fosilizadas, convertidas en puras fórmulas, ya no explican absolutamente nada, tan sólo simulan una explicación. Un ejemplo más: para un marxista debe de ser muy molesto, desazonador e inquietante que catorce años después de haberse instau rado en Hungría un gobierno marxista estallara de repente una sublevación popular, sofocada con inusitada violencia por las tro165
En mayo de 1955, con //ya Ehrenburg.
pas soviéticas. Así las cosas, en vez de buscar las causas objetivas, se recurre a un manojo de tópicos manidos. Se admiten «errores humanos» en el partido, aludiendo entre líneas a ese factor conna tural al hombre del que tampoco se ve libre el partido; luego se invoca la actuación de elementos reaccionarios, porque, evidente mente, es imposible que exista descontento dentro del marxismo; y por último, se citan las tenebrosas maquinaciones del «imperialismo mundial»; «Estos comentadores presentan al imperialismo mundial como una fuerza inagotable y sin rostro cuya esencia no varía, sea el que fuere su punto de aplicación. Con estos tres elementos se constituye una interpretación que sirve para todo (los errores, la reacción-local-que-se-aprovecha-del-descontento-popular y la ex166
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plotación-de-ésta-situación-por-el-imperialismo-mundial), que se aplica bien que mal a todas las sublevaciones, comprendidas las revueltas de la Vendée de 1793, con la única condición de reem plazar “imperialismo” por aristocracia. Es decir, no ha pasado nada. Esto es lo que había que demostrar.» Es cierto que Sartre no cuestiona los fundamentos del mar xismo, pero niega rotundamente lo que en la actualidad exigen esos fundamentos y que se califica de marxismo. En efecto, la crítica más dura que se les puede hacer es afirmar de los marxistas que ya no saben nada, que sólo dan diktats apoyándose en su prestigioso origen. En lugar de profundizar y atesorar conocimien tos, se presentan con la pretensión de ser el saber absoluto. Ya Hegel había recalcado la futilidad de semejante actitud. Con la explicación simplista que el marxismo ofrece de la ideo logía de las clases, no se llega a vislumbrar el valor específico de un sistema cultural concreto, porque en seguida se remite al tópico: la pertenencia a una clase determinada. Sartre, analizando, a modo de ejemplo, la situación del marqués de Sade, muestra la extraordi naria complejidad de las relaciones y cuán poco entendemos cuando lo tildamos con la calificación simplista de aristócrata. A raíz de tales simplificaciones, los marxistas se han vuelto incapaces de entender la significación específica de un acontecimiento histórico. Insistir en el carácter determinante de la economía, convertirlo en absoluto, conduce a un marxismo inhumano. Otra crítica, que no afecta a cuestiones metodológicas, sino al contenido mismo, es la siguiente: «Los marxistas de hoy sólo se preocupan de los adultos; leyéndolos se podría creer que el hombre viene al mundo el día en que gana su primer sueldo; han olvidado su propia infancia y pare cen creer que las personas se dan cuenta de su propia alienación y objetivación por primera vez en su labor profesional, como si no la hubieran experimentado ya durante la infancia en el trabajo de sus padres.» Este reproche insiste en la crítica fundamental de que en el marxismo de nuestro tiempo el hombre depende por completo de una idea. Cualquier decisión sobre su situación es sencillamente tachada de accidental. «...Reprochamos al marxismo actual que atribuya al azar todas las certidumbres concretas de la vida humana y que no deje a la totalización histórica más que el puro esqueleto de una generalidad abstracta. Esto ha conducido, en definitiva, a desvirtuar por completo el sentido y la conciencia de lo que es un hombre: sólo él decide, y esto ya colma la medida de sus errores, eso sin mencionar la absurda psicología pavloviana.» A tenor de todas estas críticas, ¿se ha de abandonar el mar167
En 1962. Sartre firm ó un manifiesto reivindicando el derecho a no com batir en la guerra de Argelia. En represalia, la organización terrorista OAS colocó una bomba en la casa del filósofo, que, como muestra la imagen, quedó destrozada.
xismo, sustituyéndolo por otra teoría filosófica? En absoluto: el re chazo de la forma actual del marxismo no implica para Sartre re chazar el marxismo en cuanto tal. Hay que «volver a reconquistar el lugar del hombre dentro del marxismo». La tarea del existencialismo consiste en abordar dicha reconquista. Comparándola con su obra anterior El ser y la nada, en ésta la dimensión del futuro no goza de unas prerrogativas absolutas; Sartre postula un método progresivo y regresivo. Permanece intacto el proyecto y todo lo 168
SARTRE Y EL MARXISMO: LA REVOLUCIÓN UTÓPICA
que con él se relaciona (véase la teoría de Sartre sobre la libertad), pero, al mismo tiempo, la comprensión de la persona exige tam bién retroceder al propio pasado, y en este punto Sartre afirma que el psicoanálisis es el único método capaz de lograr un retroceso semejante. Los resultados del psicoanálisis han de servir para com prender una situación histórica determinada, así como para en tender lo que media entre lo individual y lo esencial. «Por el contra rio, el existencialismo cree poder con dicho método, ya que éste ha descubierto el punto de partida de la persona dentro de su clase, es decir, la familia de cada individuo como mediación entre la clase abstracta y el individuo: la familia se constituye realmente en y por el transcurso universal de la historia y, no obstante, se experimenta también como un absoluto en la profundidad e impenetrabilidad de la infancia.» Mientras el marxismo fundamente su saber en una metafísica de la naturaleza anticuada y dogmática, en lugar de basarla en la comprensión de la persona, el existencialismo tendrá que proseguir por su cuenta sus investigaciones piara «lograr dentro del marxismo un verdadero conocimiento, que vuelva a ver al hombre en el mundo social y le observe incluso en su propia praxis o proyecto, el cual, en virtud de una situación determinada, confronta al hom bre con lo socialmente posible». En el primer volumen de la Crítica de la razón dialéctica -S ar tre no llegó a escribir el segundo, ya que durante la década si guiente se consagraría a su obra sobre Flaubert-, Sartre define una y otra vez al hombre como un ser social. La Crítica de la razón dialéctica pretendía profundizar en el marxismo, ya que la doctrina marxista clásica no podía aplicarse a unas circunstancias tan dife rentes. Explicaremos ahora de manera sucinta cómo se transformó también la interpretación de Sartre del hombre como ser conde nado a la libertad. Ahora para Sartre la meta es la existencia del hombre dentro del grupo. ¿Cómo es dicha existencia? ¿Cómo se piensa en el grupo? Para Sartre -que ofrece un riguroso esquema de las distin tas modalidades de existencia dentro del grupro- consiste en que cada uno de sus miembros despliega respecto a los demás una relación de reciprocidad (réciprocité). Ya no existe, pues, una dia léctica del mirar y ser-mirado, de dominar y ser-dominado, del ser-sujeto y del ser-objeto (en la que, por ejemplo, el amor es una forma de existencia imposible, según dice en El ser y la nada), sino un estado de aceptación recíproca, lo cual significa también la com prensión recíproca, la transparencia. Esta modalidad de existencia la contrasta Sartre con aquella que sitúa en la cúspide de la socie169
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dad a un gobernante que ordena mientras los miembros de la colectividad obedecen y se someten a su autoridad. En ésta reina la alienación, puesto que el individuo no sigue los dictados de su razón, sino que acata órdenes, se somete a la presión dominante. En lugar de la razón, en ella impera el dogma (la opinión). En contraposición a esto, la existencia ideal dentro del grupo es, según Sartre, aquella en la que cada individuo actúa de acuerdo con su razón. Esta función mediadora de la razón en el seno del grupo es esencial, puesto que sus miembros desembocan en la acción en virtud de sus propias convicciones, que son las que generan la unidad y la cohesión. El concepto husserliano de la evidencia ad quiere ahora una significación filosófico-social. La evidencia es in directa. Se facilita a los otros el acceso a la misma experiencia, la cual da como resultado la evidencia. El grupo debe estar consti tuido de tal modo que imposibilite la alienación, convirtiéndose en verdadero caldo de cultivo de la libertad. En este estadio, ésta se basa en la reciprocidad. Sólo reina la libertad cuando los miembros del grupo se aceptan los unos a los otros. A la transición del estado de «serialidad» -o existencia de la persona aislada que obedece las órdenes coactivas de la autoridad- a la existencia dentro del grupo la califica Sartre de «apocalipsis», puesto que en él tiene lugar un desvelamiento, un resurgimiento de la libertad. Si antes el prójimo era el otro, el enemigo, ahora se convierte en mi igual. La reciproci dad constituye la estructura fundamental de las relaciones interhu manas. Mientras las instituciones estén cimentadas sobre la autori dad, mientras impere en ellas una jerarquía de poder, Sartre las combatirá. He aquí los puntos básicos de la concepción anarquista de la sociedad de Sartre. Pero para que dicha sociedad sea posible, debe desaparecer previamente el estado de pobreza. Sartre excluye la posibilidad de armonizar autoridad y la propia razón. En su modelo utópico, la sociedad debe ser eliminada, el Estado abolido. En con secuencia, la profesión de político es superflua. Este modelo de vejez evidencia un claro carácter utópico-ilusorio. Este giro de su interpretación de la libertad se remonta a sus vivencias al estallar la guerra: «La guerra dividió mi vida en dos partes. Hasta entonces me había considerado soberano; tuve que vivir la negación de mi propia libertad impuesta por la movilización para hacerme cons ciente del peso del mundo y de la importancia de los vínculos que existían entre el mundo y yo33.» Habrá que esperar dos décadas para que este giro encuentre su expresión en la Crítica de la razón dialéctica. En sus manuscritos parisinos, Marx interpreta la aliena ción del hombre como una alienación del proceso de trabajo, como 170
En Río de Janeiro con Simone de Beauuoir (1960).
una enajenación al trabajador del fruto de su trabajo, y como una alienación de su pertenencia a una clase; Sartre concibe este estado de superación de la alienación como praxis colectiva, como un desprendimiento de los imperativos de lo material: el hombre ya no depende de sus productos, ya no es determinado por ellos -esto implicaría alteridad-, sino que es un producto del grupo con el que se identifica, deviniendo de esta forma su propio producto (véase la Crítica de la razón dialéctica).
De 1952 a 1956 Sartre había depositado algunas esperanzas en el partido comunista francés; lo consideraba un partido que abogaba por la transformación de la sociedad, guiado por el afán de conseguir una mayor libertad. Cierto es que durante su visita a la 171
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Unión Soviética en 1954 le surgieron ya dudas, que sin embargo no manifestó en público34. La ruptura llegó como consecuencia de la sublevación húngara y el enmascaramiento de lo acontecido por los comunistas. La insinceridad, la mendacidad con que el partido reaccionó a esta sublevación popular, la traición a la exigencia marxista de discutir de manera rigurosa y objetiva cada situación histó-
SIPA. París
En la última etapa de su vida, el pensamiento de Sartre evidenciaba un marcado carácter utópico. Decepcionado de los grandes partidos, prefiere vincularse a grupos de extrema izquierda, en los que cree ver una mayor representación de la verdadera voluntad popular.
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SARTRE Y EL MARXISMO: LA REVOLUCIÓN UTÓPICA
rica, se patentizan -ya lo veíamos- en las duras críticas contenidas en Marxismo y existencialismo. Si la situación actual está aún demasiado lejos del proyecto utópico del Sartre de los últimos años, ¿cómo justificar el brioso nacimiento de este modelo que supone una situación no coactiva? «...Es la certidumbre vivida de mi propia libertad, en cuanto que es la libertad de todos, lo que me plantea la exigencia de una vida libre y me proporciona al mismo tiempo la certeza de que dicha exigen cia -más o menos consciente- es compartida por todos los hom bres35.» De la revolución que conducirá a ese estado de cosas, afirma: «La revolución futura será muy diferente de las que la pre cedieron. será más duradera, más dura, más profunda.[...] Se ne cesitarán al menos cincuenta años de lucha, con victorias parciales del poder popular sobre el burgués, con avances y retrocesos, con éxitos y fracasos pasajeros, antes de alcanzar esa sociedad en la que todo poder será abolido porque cualquier individuo dispondrá de la plena posesión de sí mismo. La revolución no consiste en un poder para instaurar otro, sino en un largo proceso de superación del poder36.» Y de su propia concepción del socialismo escribe: «...El socialismo no es una certeza, sino un valor: es la libertad, que se propone a sí misma como finalidad37.» Esta postura explica por qué Sartre se apartó de los grandes partidos, estructurados jerárquicamente, y dirigió sus simpatías ha cia los grupos de extrema izquierda, que de hecho carecían de influencia o poder político, como, por ejemplo, los maoístas en Francia, pero que con sus acciones espontáneas constituían la su puesta representación de la verdadera voluntad popular, ridiculiza ban al poder establecido y demostraban al mismo tiempo que, además de combatir la autoridad, practicaban también el antiauto ritarismo en el seno de sus propios grupos.
15. EL TESTAMENTO DE SARTRE: SU INTERPRETACIÓN DE FLAUBERT
El idiota de la familia (L'idiot de la famille), la última obra de Sartre, es una monumental interpretación de Flaubert y puede ser considerada su testamento. Diez años de su vida dedicó a este trabajo. Puede producir extrañeza ver que un filósofo cierre su obra con la interpretación de un escritor. ¿No supone este hecho pasar de la filosofía a la literatura? ¿No constituye la mejor prueba de que el existencialismo -como siempre opinaron algunos críticos- es, en el fondo, más una corriente literaria que una filosofía? Para responder a estos interrogantes, hay que hacer una serie de puntualizaciones previas. El estudio de Sartre sobre Flaubert no tiene parangón; no es una de esas interpretaciones al uso de la obra de un escritor. El mismo Sartre la define como una «novela verí dica», calificativo insólito, pues nosotros nos cuidamos muy mucho de separar los sucesos novelescos de los reales. El estudio de los primeros compete a la historia de la literatura; el de los segundos, a la historia. En el caso que tratamos, ambas cosas se hermanan y coinciden de manera notoria. Al inicio de la obra, Sartre declara sus intenciones: ¿...qué se puede saber hoy de un hombre? La ciencia que se ocupa del hom bre se denomina antropología. En consecuencia, el estudio de Sar tre es un trabajo antropológico. No estudia al hombre desde una perspectiva individual, sino como un «ser genérico aislado [...]: to talizado por su época -por eso se convierte en abstracto-, él la retotaliza, re-creándose en ella como particularidad». Deducimos de estas líneas que es imposible comprender al individuo al margen de la sociedad de su tiempo, en la que se incardina, sobre la que influye y cuya influencia sufre. La ciencia que estudia la sociedad es la sociología. Sin embargo, para conocer y explicar las transforma ciones sociales, para captar lo característico de una época, hemos de recurrir a la historia. Cuando Sartre afirma que no quiere com prender al hombre en cuanto individuo, quiere decir con ello: no en cuanto individuo aislado. Sin embargo, el núcleo de su obra no gira alrededor del burgués del siglo XIX, sino en tomo a una persona 174
EL TESTAMENTO DE SARTRE: SU INTERPRETACIÓN DE FLAUBERT
muy concreta de dicho siglo. Para captar la vida de su personaje, Sartre no se contenta con esbozar una biografía -en el sentido habitual del término-; quiere visualizar su vida desde dentro hacia afuera. Para ello, ya en El ser y la nada postulaba la exigencia de un psicoanálisis existencial, e incluso lo iniciaba. Sartre interpreta la vida desde la perspectiva de la psicología profunda, y esta ciencia es un método absolutamente necesario para comprender la obra. La persona objeto de su investigación es un escritor, lo cual implica la exigencia de analizar sus obras literarias; la historia de la literatura también participa, por tanto, en el juego. Con un escritor de tanta trascendencia como Flaubert, que inaugura una nueva forma de concebir el arte -el arte por el arte-, no se pueden soslayar las teorías sobre el arte. De hecho, en este análisis interpretativo de Flaubert subyace una teoría teórico-artística de especial relevancia. Ya hemos apuntado que Sartre pretende, en Marxismo y existencialismo, renovar la metodología marxista del conocimento. Esta obra incluye un proyecto de análisis marxista. La empresa se carac teriza por su trascendencia hermenéutica, ya que no sólo aborda la interpretación, sino que llega a presentarla como un tipo especial de conocimiento. ¿Qué cabe deducir de los primeros indicios en la caracteriza ción de esta obra? Este ensayo supone un intento de comprensión global que hace saltar en pedazos las fronteras tradicionales entre las ciencias. Al eliminar dichas fronteras, amalgamando las distintas vías de conocimiento, Sartre parece querer compendiar todo el saber del hombre. El primero en abordar una totalización seme jante fue Hegel: la quiso llevar a cabo a partir de lo absoluto. Sartre no parte del mismo punto, pero sí se propone un conocimiento absoluto de una persona, de sus obras, de su tiempo. Ese conoci miento es imposible conseguirlo desde la perspectiva de una cien cia aislada, sino que debe ser abordado desde un punto de vista filosófico que tenga en cuenta el conjunto global. Con esto creemos haber contestado el interrogante planteado al principio referente al posible alejamiento de Sartre de la filosofía en la obra que comen tamos. Aclaramos también el objetivo que se propone esta filosofía; comprender al hombre. En el fondo subyace la intencionalidad de que esta comprensión tiene que propiciar el encuentro del hombre consigo mismo, la liberación de las coacciones que le deforman, le violentan y le someten, la liberación de la alienación que pende sobre él como una continua amenaza. Una comprensión así de la persona sólo puede lograrse com prendiendo al mismo tiempo la época en la que vive, que le marca, mientras él contribuye, a su vez, a configurarla. Por otro lado, la 175
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autocomprensión del hombre depende de la época, un motivo más para no excluir la dimensión histórica. En realidad, el título de la obra es Gustaue Flaubert 1821 -1857. aunque en diferentes pasajes -sobre todo en el tercer volumen- su autor aborda también el periodo comprendido entre 1857 y 1880. El año 1857 -en que aparece Madame Bouaiy- constituye una línea divisoria clara. De la época posterior, se analiza en el segundo volumen La légende de Saint Julien l ’Hospitalier. Antes de pasar a comentar la estructura de la obra, hemos de hacer una aclaración metodológica. Si hemos entendido bien lo que significa la comprensión glo bal de Sartre, comprenderemos por qué no puede recurrir a unas herramientas metodológicas previamente dadas, por qué debe fa bricarse él mismo su propia metodología en el curso de la investiga ción. No cabe, a este respecto, obviar su procedencia del campo de la fenomenología. En primer lugar, Sartre aspira a presentar las circunstancias con suma exactitud, por ejemplo, el ataque a Pontl’Évéque. Dado que el núcleo de los dos primeros tomos (los cuatro primeros volúmenes de la traducción) lo configura la historia vital de la infancia y adolescencia del personaje, debe ser examinada hasta el más mínimo detalle. Para este propósito, Sartre crea la psicología profunda existencial como vía de análisis que facilite la comprensión de este caso individual y que, paralelamente, revele sus rasgos característicos a través de los cuales se vislumbren las circunstancias. Aquí, la conversación con el paciente -indispensa ble en la psicología profunda- es sustituida, obviamente, por toda la información que el intérprete sea capaz de obtener, es decir, por fuentes escritas, ya sean obras literarias, cartas o anotaciones en un diario, o manifestaciones de familiares o amigos. Es obligado com probar su autenticidad así como la posibilidad de cualquier simula ción o deformación consciente o inconsciente. Sartre analiza la vida de Flaubert partiendo de los testimonios escritos, y viceversa: analiza su obra a la luz de su vida. Para ello tiene que imaginar lo que ha sido ya vivido, poniéndose en el lugar de su personaje e intentando copiar lo ya vivido por aquél, puesto que en cuanto vivido es ya algo dado. Sartre utiliza, a este respecto, el método de la empatia o compenetración, que adquirió un enorme desarrollo en el ámbito fenomenológico. No resulta nada fácil averiguar por qué Sartre eligió precisa mente a Flaubert -uno de los mejores novelistas franceses, pero también un autor contra el que Sartre revelaba cierta animosidadcomo tema de su investigación; no obstante, es seguro que una de sus motivaciones fue que Flaubert trasladaba al papel sus propios problemas; con otras palabras: Flaubert fue un hombre que eligió la 176
Una fotografía de Sartre en la década de los setenta.
escritura como forma de existencia -igual que el mismo Sartre, véase, por ejemplo, Las palabras-; por otro lado, Flaubert nos ha legado una correspondencia tan extraordinaria y abundante que constituye para el analista una auténtica mina. Tampoco se debe olvidar que ambos escritores padecían neurosis. Esta vivencia de la 177
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misma situación facilita la tarea de reconstruir la vida de Flaubert, incluyendo el momento de la creación literaria. «Así podría haber sido», se dice entonces en el texto, sin que tengamos la absoluta certeza de que haya sucedido así. Es una novela-carácter, según resalta el propio Sartre expresamente. Hay que añadir, además, a todo esto extensas explicaciones sobre el vasallaje, el fracaso, la inferioridad, el resentimiento y la envidia. Resulta innecesario decir que esta actuación no depende en modo alguno de la persona con la que Sartre trata de compenetrarse, ni de su erudición, ni de su imaginación. En la entrevista con Michel Contat, Sartre afirma: «A lo largo de toda la obra Flaubert es tal como yo me lo imagino, pero como no dispongo de métodos que me parezcan convincentes, creo también que es tal como era en realidad.» En la citada entre vista, Sartre no oculta que lo que le fascinó de la vida de su perso naje fue la historia de un fracaso. Lo que en la Crítica de la razón dialéctica Sartre denomina método del análisis regresivo y de la síntesis progresiva, halla en Flaubert su aplicación concreta. Un ejemplo: la dificultad del apren dizaje de la lectura que el niño debe superar. El análisis regresivo descubre que falta en la descripción de dicha circunstancia algo que le es inherente: la pasividad del niño, que Sartre observará a lo largo de toda su existencia. En la síntesis progresiva complementa ria se señalan las causas de esa importante situación. Análisis regre sivo y síntesis progresiva se alternan y se complementan en la des cripción de lo vivido. Ahora es preciso describir, aunque sea de forma esquemática, la macroestructura de la obra, y analizar, con más detenimiento y a modo de ejemplo, ciertos pasajes. Los dos primeros volúmenes se dividen en tres partes: parte I, La constitución; parte II, La personclización; parte III, Elbehnon o la última espiral. El tercer volumen se subdivide en dos libros: La neurosis objetiva y Neurosis y progra mación en Flaubert: el Segundo Imperio. ¿Qué sentido tienen to dos estos títulos? Debemos aclarar, en principio, el concepto de constitución. Este vocablo no alude a su significado tradicional de idiosincrasia física y psíquica del individuo; en Sartre la aceptación se relaciona con la fenomenología. Para Husserl cualquier significado deriva de una actividad constituyente del sujeto. Es esta actividad lo que ori gina la significación. Por tanto, si ésta ha de ser comprendida hay que retrotraerse hasta esa actividad. En el fundador de la fenome nología hallamos numerosos ejemplos de análisis de constitución. Sartre confiere al concepto un nuevo campo de aplicación: la histo ria vital de una persona, su evolución. Muestra con ello que la 178
EL TESTAMENTO DE SARTRE: SU INTERPRETACIÓN DE FLAUBERT Retrato del novelista Gustave Flaubert, p o r E. Giraud. Museo Histórico, Versalles.
evolución, en su primera fase, no está determinada por el propio ser que evoluciona y se desarrolla, sino por las personas de su entorno inmediato, sobre todo por la madre. Donde Husserl decía: la significación no es simple, sino constituida, Sartre dice: el indivi duo no es simple en esta fase de su vida, sino constituido. La constitución es un proceso. Para describir su carácter de acción en desarrollo podríamos expresar esta idea utilizando la forma sustan tivada del verbo: el constituir. Así al principio del capítulo Sartre escribe: «Padre e hijo: el fervor piadoso y glacial de su madre cons tituyó a Gustave como un actor pasivo; la señora Flaubert es la causa de esta “naturaleza”...» La pasividad del niño no se analiza como determinación fisiológica, sino como algo producido por una relación especial con la madre. «Por consiguiente, para entender la pasividad, de la que Gustave está constituido, nos vemos obligados a remitimos a la historia personal de Caroline Flaubert.» Vemos, pues, la extraordinaria importancia que tiene recons truir el núcleo en el que se desarrolló la constitución. «...Nuestra única oportunidad para comprender la relación primaria del niño con el mundo y consigo mismo, se cifra en reconstruir con objetivi dad la historia y la estructura del núcleo Flaubert.» Con esto se justifican los principales análisis de esta parte: II. El padre; III. La madre; IV. El hermano mayor; V. El nacimiento del hermano me179
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ñor; VI. Padre e hijo. Hay que mencionar también las consecuen cias de la relación padre-hijo: B. El uasallaje; C. El fracaso; D. La inferioridad; E. La sumisión; F. El resentimiento; G. El mundo de la envidia. Nos enteramos en todo este proceso de cómo se formaron los modelos básicos de conducta del niño Gustave, sometido al influjo de un padre autoritario (típico cirujano-jefe), de una madre sumisa (que hubiera preferido una niña en vez de su segundo hijo, al que no dispensa el cariño que éste necesita) y de un primogénito (discípulo modelo y hombre predestinado a suceder al padre, con el que comparan constantemente a Flaubert, cuya persona se ve devaluada en esa comparación). El título elegido (El idiota de la familia) es una provocación. Sus padres jamás consideraron idiota a Gustave, pero también es verdad que lo juzgaron de menos luces que su primogénito, sobre todo por sus dificultades iniciales con la lectura; su padre le destinó a estudiar leyes, y a su hermano mayor, a la medicina. Esta dependencia de la familia, este ser-constituido por la fa milia, equivale a sustraer la libertad, pero si la posibilidad de elegir es connatural a la existencia humana -idea, ésta, que Sartre jamás abandonó, aun cuando variara el campo de aplicación de lo elegi ble-, ese robo de la libertad no es algo a lo que el niño esté irremisi blemente predestinado. El individuo siempre disfruta de la posibili dad de reaccionar frente a este ser-constituido. Con esto desembo camos ya en el concepto de personalidad, temática que abarca la segunda parte de la interpretación. ¿Qué es lo que entiende Sartre por personalización? Sartre da a esta idea una especial relevancia. Es un concepto que hay que entender en sentido dinámico; a tra vés de él hemos de acceder a un proceso determinado del indivi duo: el proceso mediante el cual el individuo reacciona a la consti tución que se le impone. Sartre denomina a este proceso personali zación, ya que sólo a través de él llega el individuo a convertirse en una persona concreta. Tan importante como la influencia de la familia es la respuesta a dicha influencia. Pongamos un ejemplo: su familia condenó a Gustave a la pasividad, pero la forma de vivir esa pasividad es hechura del propio Flaubert, y eligió una pasividad activa. El modo de reaccionar a la posición que se le asigna dentro de la familia -el resentimiento- constituye su respuesta personal. Sartre concibe aquí un proceso que podemos describir de forma esquemática de la manera siguiente: la influencia de la familia marca al niño, y el niño interioriza dicha influencia, lo cual quiere decir que acepta la estructura familiar en la que se sitúa; pero para lelamente a la interiorización emerge en él su particular forma de expresarse, que es una transgresión de la predestinación que ha 180
EL TESTAMENTO DE SARTRE: SU INTERPRETACIÓN DE FLAUBERT
interiorizado. (No podemos evitar recordar aquí la idea de trascen dencia de El ser y la nada.) Renunciamos aquí a describir el proceso utilizando los términos dialécticos totalización, des-totalización y re totalización. Lo importante es que en la personalización sobreviene un proceso de conservación y transgresión simultáneas de los fac tores actuantes. De no existir la transgresión, Sartre habría renun ciado a la libertad. Esta está restringida, pero en modo alguno aniquilada. En su confrontación con el mundo, el individuo se esfuerza siempre por hallar su unidad, por lograr esa unidad. Sartre utiliza la metáfora de la espiral para encerrar en ella el camino de la vida, a lo largo del cual acaecen múltiples movimientos alrededor del mismo centro, a distancias diferentes, tanto en altura como en anchura. La última espiral es aquella en la cual la persona encuentra su forma definitiva. He aquí la formulación que ofrece Sartre de este hacer se-persona: «En todo caso, la personalización en el individuo no es otra cosa que transgresión y conservación (aceptación y negación íntimas) de lo que la vida ha hecho de él -y hace todavía- dentro de un proyecto totalizador.»Dado que las influencias que marcan al individuo no acaecen únicamente en el seno de la familia, Sartre califica al mundo de determinante. El mundo es el otro, lo exterior, algo frente a lo cual el individuo tiene que tomar partido, adoptar una postura, eligiendo sus propias posibilidades, proyectándose en su hacerse-persona. Al explicar este concepto de la personalización, se observa que constitución y personalización se imbrican la una sobre la otra. Si hemos comenzado esta exposición con la primera ha sido para desvelar al lector el fenómeno. Lo ya hecho se conserva, pero hay que relacionarlo con el proceso del hacerse-de-la-persona, en tendiendo por esta locución la reacción concreta de Flaubert frente a las estructuras que le marcan. Sartre recalca el hecho de que incluso la reconstrucción del proceso de constitución se nos hace patente a través de los testimonios literarios del niño, es decir, por medio de un acto que pertenece al hacerse-persona. En estos testi monios se observa que el ser-constituido por los otros es conser vado y transgredido simultáneamente. Sartre analiza con sumo cui dado cómo el niño desemboca en un sentimiento de irrealidad, cómo intenta lograr su realidad por medio de representaciones dra máticas, y cómo se efectúa el tránsito al proyecto de ser escritor. Algunos momentos especiales de esta evolución son: el sentimiento de rechazo durante el aprendizaje de la lectura a los siete años: a los catorce, la opción fundamental de ser escritor, y más tarde, a los veintidós, el estallido de la neurosis. 181
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Al concluir el Collége Gusta ve aplazó el inicio de su carrera pretextando su delicada salud, estado condicionado por razones de tipo psicosomático. Por un lado desea demostrar a sus amigos, estudiantes aprovechados, que él también es capaz de estudiar con éxito, pero, a la vez, le aterran los estudios de leyes, le resultan completamente indiferentes y de ninguna manera se plantea ejer cer en el futuro como abogado. Sartre demuestra cómo su pasivi dad es la causa de su aversión al trabajo, de su tedio por la acción, de su abrutissement. Cómo el intento de recuperar a la fuerza los aspectos desatendidos le sume en la desesperación, que quiere combatir a base de alcohol. Sartre refleja con aguda penetración cómo su negativa a hacer madurar el futuro, desemboca de alguna manera en una actitud que le hace fosilizarse38. Cuando Gustave concluye su relato autobiográfico Noviembre (octubre de 1842), se conciencia de su propia situación. El nuevo final del relato, visto desde la perspectiva del narrador objetivo, conduce a una duplica ción que le permite distanciarse de sí mismo. Este conocimiento aplaza la emergencia de la neurosis. Gustave se demostró a sí mismo que no era un escritor imaginario, que realizarse por medio de la escritura no era un mero subterfugio. No obstante, los poste riores estudios de su carrera se convirtieron para él en una carga insoportable. La tercera parte -la última espiral39- expone el giro radical y decisivo que imprime a su vida la aparición de la neurosis. En enero de 1844, durante el viaje de regreso a su casa desde Ruán en compañía de su hermano Achille, otro carruaje (es una noche oscura como boca de lobo) les adelanta; Gustave se desploma de repente, presa de un ataque epileptoide, que de hecho le convierte en un enfermo. Sartre demuestra cómo la aparición de la enferme dad no es producto del destino, sino más bien una reacción rebo sante de sentido, gracias a la cual Flaubert conquista ese espacio que necesita para sus actividades literarias. La enfermedad no es simulada, porque los ataques se repiten, de forma más benigna, periódicamente. El análisis de Sartre se divide en tres partes; reconstrucción lo más exacta posible de las circunstancias, autointerpretación de lo? acontecimientos por el propio Flaubert, y por último discusión del tema central: ¿hasta qué punto cabe interpretar la neurosis como respuesta a una situación determinada? Esto nos recuerda los análi sis trascendentales de Freud, pero Sartre no se dedica a repetir lo dicho ya por Freud. En principio, Sartre rechaza el concepto freudiano del inconsciente, así como su teoría del instinto. Sartre in terpreta la neurosis de forma muy personal. Esperemos que los 182
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terapeutas profesionales se pronuncien al respecto. En este mo mento, Sartre analiza el conjunto global -en cierto modo desde dentro- de todos los datos de la existencia de Gustave estudiados hasta entonces. Para ser más exactos, hemos de precisar que el análisis se realiza desde dentro y a la vez desde fuera, desde una posición superior. Sartre aclara en esos pasajes cómo la neurosis es susceptible de ser interpretada como una regresión a estadios de la infancia y simultáneamente como un asesinato simbólico del padre. La misma autointerpretación de Flaubert -antes citada- revelaba su satisfacción por el diagnóstico erróneo de su padre (ataque de apo plejía), al igual que el tratamiento (sangrías, dieta, etc.). Con esto se quebranta la amenazadora autoridad paterna, que tantos sufri mientos había infligido al niño, y el enfermo consigue por fin las atenciones que -en su opinión- se le habían negado desde la in fancia. Las consecuencias de esa crisis, que hiende la vida de Flaubert en dos mitades, las analiza Sartre en el apartado titulado Quien pierde, gana. En junio de 1845, Flaubert reinicia su labor de escri tor. Termina el primer borrador de la Éducation sentimentale. Sar tre investiga con sumo cuidado el final de la novela y muestra la transposición de Gustave en la figura de Jules. Su aventura consiste en que el fracaso le convierte en genio. En este punto, Sartre re calca el papel de la imaginación, del criterio estético, del estilo, del lenguaje, que convierten lo indecible en comunicable. Flaubert in sinúa por medio de Jules: «...Cuando todo se ha perdido, se es cribe.» Y también: «Morir al mundo significa renacer como artista.» La neurosis significa una pérdida en el plano de lo real y una ganancia en el plano de la irrealidad. Por la neurosis se accede a la solución de los problemas literarios. A Flaubert, en su juventud, por masoquismo y por resentimiento sádico, le gustaba ser un perdedor por el afán de serlo. Ahora llega a la conclusión de que «quien pierde, gana». Sartre describe en dos pasajes esta postura. En el primero, el personaje intenta racionalizar el hecho de la neurosis, precisamente estructurando la parte final del primer borrador de la Éducation sentimentale; en el segundo, Sartre se propone descubrir el signifi cado vivencial de ese lema, partiendo de las obras y lecturas de la época comprendida entre 1845 y 1847. Ahora el comportamiento de Gustave se diferencia del de Jules: vuelve a pretender huir de la maduración mediante el salto a la intemporalidad, ocupándose de obras literarias clásicas, que suscitan en él la capacidad de soñar. Esta vía le conduce a una pérdida efectiva de realidad. Lo imagina rio deviene para él lo absoluto, la vida activa le produce horror. 183
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Gustave asegura no haber sufrido pasión alguna después de 1844. Sartre quiere demostrar que miente. En la última espiral de la per sonalización, la escritura, se convierte en pasión. Todo se pone al servicio del proyecto vital de la escritura, incluso la neurosis coad yuva al proyecto. En contra de la teoría de la inspiración del crea dor, Flaubert acentúa la exigencia de una larga maduración de la obra40. En el acto creativo, Gustave se convierte en señor del mundo de las imágenes. Pero cuando Sartre escribe: «la suprema belleza es la ilusión absoluta y el aspecto de la muerte», su afirma ción es tan discutible como su intento de reducir el arte a irrealidad y apariencia. La divisa «quien pierde, gana» experimenta un cambio en la narración tardía titulada La légende de Saint Julien ÍHospitalier. Sartre ve reflejado a Flaubert en la figura de Julien. «Cada aconteci miento se nos ofrece con un doble significado: desde el punto de vista vivencial es un eslabón más en una cadena de faltas y catás trofes que conducen a Julien a su ruina final, y tiene, por consi guiente, un futuro terrenal que es inseparable de él; desde el punto de vista narrativo, describe de manera inexplicable, pero segura, una etapa en el camino de la santidad, que desemboca en la cano nización.» El fracaso en la tierra es santificado por Dios. Esta espe ranza posibilitó que Flaubert escribiera Saint Antoine y Madame Bouaiy.
Retrospectivamente puede decirse: Sartre quiso demostrar que en la neurosis debemos ver una doble reacción de Flaubert: por un lado, «una respuesta táctica y negativa al padre, y en el plano más profundo, una respuesta estratégica y positiva a la pre gunta que se había planteado a causa de la exigencia e imposibili dad de Gustave de ser artista. Por eso, la neurosis provoca una transformación en la personalidad que aboca a una nueva com prensión de la belleza, del arte, de la escritura. En el tercer volumen, titulado Neurosis objetiva y subjetiva, cambia la perspectiva de interpretación de la obra de Flaubert, pasa del psicoanálisis existencial al descubrimiento de las condiciones histórico-sociales. En este volumen se observan digresiones histó ricas relativas a la autocomprensión de los escritores de los si glos XVII, XVIII y XIX, a su actitud frente a la clase dominante y al cambio derivado de todo esto. Se investiga la estructura de las clases en el siglo XIX y la concepción del hombre entonces impe rante. A este respecto debemos aclarar también el concepto del arte, la relación escritor-lector y de los artistas entre sí, sobre todo del grupo que Sartre denomina «los caballeros de la nada», en el que se incluye a Flaubert, Baudelaire, Leconte de Lisie, los herma 184
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nos Goncourt, Gautier y BouilheL Hay que examinar una situación curiosa: la obra de un neurótico no es una obra neurótica. En efecto, las que merecen ese calificativo no buscan la comunicación, sino que tienen como fin exclusivo la autosatisfacción de su autor; la obra de Flaubert, al contrario, desplegó un influjo muy poderoso. En este volumen nos limitaremos a analizar los temas básicos, a través de los cuales intentaremos perfilar la estructura de la obra. Como punto de partida citemos un interrogante que, por un lado, concierne a la obra creativa de Flaubert, a su realización, y por otro a la aceptación de su época: «...Dado que permaneció hasta el final fiel a sus valores, es decir, a la transformación de sus fantasmas neuróticos en leyes del arte y del estilo, ¿a qué se debe entonces que una obra nacida de dicha fidelidad haya podido adaptarse a un espíritu objetivo? Dicho de otra manera: ¿cómo la locura de un individuo ha podido convertirse en locura colectiva, más aún, en la base estética de su época?» Primeramente hay que clarificar el concepto de obra. La obra, como el hombre, es, para Sartre, algo «genérico individual». ¿Qué significa esta expresión? Que el autor registra algo general, lo in terioriza, lo individualiza y, por tanto, lo aísla de ese modo. La estructuración de dicha experiencia, su objetivación (alienación) hace surgir la obra única. Es preciso para ello su interpretación por el lector, que generaliza la experiencia individualizada del autor. Al mismo tiempo, el lector reencuentra su particularidad dentro de la generalidad. Después de haber presentado Sartre a Flaubert como un neu rótico, dado que habitualmente el neurótico no es capaz de crear objetividad, es decir, de efectuar la transición de lo individual a lo general, reflejando gracias a dicha transición de manera crítica a la sociedad, aquí tiene que intervenir un proceso diferente. Sartre asegura: «Es el propio público el que en este caso especial trans forma a este testigo falso en un testigo verdadero de su época. Y puesto que la objetividad de la obra sigue siendo fundamental mente falsa (...], su verdad [...] sólo cabe atribuírsela a la época misma.» ¿Cómo sucede este fenómeno? El público es capaz de hacer que una objetivación falsa se convierta en verdadera «...cuando el conjunto de las capas sociales que constituyen su público experimenta su pasado y su situación presente a la luz de una objetividad falsa». La sociedad francesa (o sea, la clase dominante) -ésta es la tesis de Sartre- no sólo falsea su situación, sino que además en esa falsa interpretación revela un rasgo neurótico que coincide con la neurosis de Flaubert. Así es como la estructuración subjetiva de 185
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Flaubert asume al mismo tiempo una función objetivadora. «La enfermedad de Gustave sólo le permitirá objetivarse en obras re presentativas cuando aparezca como un caso aislado de lo que hay que denominar una neurosis del espíritu objetivo.» La perspectiva de la descripción ha dado un giro tan brusco que ahora nos preguntamos si la neurosis de Flaubert no será una consecuencia del desafío planteado al arte de su tiempo y que, por la contradicción que entraña, sólo puede lograrse de un modo neurótico. ¿No pierde con esto validez el minucioso análisis de la neurosis de Flaubert y de sus condiciones familiares? En modo alguno. Sartre quiere demostrar que es perfectamente posible armonizar ambas modalidades: la que explica su enfermedad como una acti tud del individuo y la que produce la neurosis debida a la dificultad que implicaba crear arte en su tiempo. La creación de Flaubert disfruta, pues, de una significación especial. Este sería el aspecto positivo de la neurosis41. ¿Qué entiende Sartre por «espíritu objetivo»? El adjudica a este concepto una «función instrumental» para interpretar de una ma nera materialista la historia. «...El espíritu objetivo [...] no es otra cosa que la cultura como algo práctico e inerte.» En el fondo, el espíritu de la época, objetivado en sus manifestaciones. Toda praxis conlleva siempre una comprensión implícita, pero no necesaria mente halla su expresión lingüística, aunque apenas la encuentra acaece una especie de materialización, de objetivación4^. El con junto de lo que se materializa en y por el fenómeno de la compren sión es para Sartre el «espíritu objetivo», lo cual es una expresión negativa. El espíritu objetivo abarca cualquier producción cultural que se ha precipitado, fijado. De aquí se infieren ciertas exigencias para los individuos de una época determinada que conciernen a su autocomprensión, a su comportamiento con sus semejantes, a su actitud respecto a la naturaleza y a su interpretación del mundo. Hay que sacar a la luz este espíritu específico propio de la literatura de una época. La sociedad confiere al escritor una posición determinada, ya que vincula a su actividad expectativas concretas. Puede entonces originarse una situación en la que las condiciones impuestas a la fuerza al escritor por la sociedad sean inadmisibles, es decir, in compatibles con su concepto del arte. La consecuencia será que él se marginará, se des-solidarizará. Si considera a la sociedad una realidad vital, querrá «des-realizarla», irrealizarla. Esto es una actitud neurótica. Un escritor joven de la época de Flaubert exigía la autonomía 186
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de la literatura, se negaba a servir a ninguna ideología, y menos al utilitarismo burgués. Esto trae como consecuencia que, tras la vic toria política de la burguesía, el escritor pierda su público. Anterior mente, su público compartía su crítica a lo establecido. Ahora el escritor rehúsa la comunicación, se concentra en su tarea de traba jar el lenguaje. La obra se convierte en su propia finalidad. En el siglo XVlll el escritor, inconscientemente, era un escritor de clase. Trabajaba en favor de la burguesía ascendente mientras escribía sobre la humanidad y sobre los derechos del hombre. Cien años más tarde se autoprohíbe la literatura de clase. Su objetivo es el desclasamiento (déclassement). Aunque vive una vida burguesa (es profesor, abogado, médico, funcionario), escribe de una manera no-burguesa; ansia la aprobación de un público burgués al mismo tiempo que rechaza a la burguesía. Estas condiciones desembocan en la exigencia de la autonomía del arte como valor absoluto. Los jóvenes escritores combaten a su propia clase y se desprecian a sí mismos. Esta actitud negativa es típica en ellos. Tras la negación total de lo real sólo les queda la esfera de la irrealidad. El arte absoluto se convierte en un arte inhumano. La opción de la exis tencia del escritor implica un triple fracaso: un fracaso del escritor, un fracaso del hombre y un fracaso de la obra. El arte exige al escritor «la anulación de las clases, la deshuma nización, la superación, la imperturbabilidad». Tales exigencias son irrealizables; de este modo, el artista llega, alrededor de 1850, a simular algo y a creer que él es así realmente. En esta situación neurotizante se encuentra sumido el escritor, y fracasa. ¿En qué consiste el fracaso del hombre? El artista se siente expulsado de la sociedad, debido a ciertos atributos, que para él son positivos; la hipersensibilidad, una especie de feminidad, y con sidera su fracaso inmerecido. El concepto guignon (fracaso) alcanza una significación muy importante. Mientras que para el burgués el éxito es un signo de aptitud, para el poeta el fracaso es signo de su ser-diferente y al mismo tiempo la expresión de su desprecio frente a la vida consagrada al negocio. Su fracaso es la demostración negativa de que es un auténtico poeta. La situación neurótica se manifiesta en el rechazo de lo real y sobre todo de lo humano, en el constante intento de des-realizar, en el salto a lo irreal. «Así pues, la actitud de fracaso es una acción que se enmascara y disfraza de pasión porque asegura el resultado que se pretende conseguir: los padecimientos.» El sujeto disimula, disfraza, el verdadero estado de cosas para rechazar la culpa por el fracaso. ¿Cómo debemos interpretar el fracaso de la obra? La reivindi cada autonomía del arte y la consiguiente falta de público condena 187
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al escritor a no escribir, o a escribir para Dios, cuya no-existencia proclama al mismo tiempo. En la opción de lo imaginario, el escri tor pone en práctica su propia des-realización. Pero la exigencia de la supresión total de lo que él es, sólo puede conseguirla mediante la opción de lo imaginario. Esto trae como consecuencia que la obra tampoco pueda añadirse al ámbito de lo existente, de lo real, sino que se convierta en pura apariencia, que, en cuanto tal, no es capaz de negar la realidad, que es lo que de verdad interesa al escritor. La obra se convierte en un «artículo de broma*. «La conse cuencia es la despersonalización, la ruptura con lo real, la soledad, el lenguaje hipostasiado, la misantropía, el odio a sí mismo, el senti miento de fracaso, la búsqueda de lo imposible43.» Sartre quiere demostrar con esto que en esta época sólo es posible una literatura bajo la forma de la neurosis. Sartre considera que el rasgo funda mental del movimiento de l'art pour l'art es el odio, y, según su interpretación, este odio procede de una actitud fundamental del burgués, que se interioriza el odio que se le profesa44. En este punto coinciden, según Sartre, el escritor, que es antiburgués, y el burgués, de modo que ese arte sin público encuentra, sin embargo, un público. A decir verdad, cuando Sartre identifica el pensamiento de lucro del burgués y la idea del «arte por el arte» del artista, por cuanto en ambas formas de pensar subyace un carácter imperativo, y cuando equipara la inhumanidad de la burguesía a la inhumani dad de la obra de arte, está cayendo en un marxismo primitivo, muy discutible y problemático. Se comprende que el movimiento de L A rt pour L A rt le resulte odioso a Sartre en cuanto represen tante de la literatura comprometida, pero su afirmación de que el nuevo arte representa el odio total, y por tanto es un arte burgués, revela más bien el odio de Sartre a dicho movimiento, y no un análisis sereno de la situación histórica, cosa, por cierto, que Sartre pretende ofrecer. ¿Como explica Sartre el gran éxito de Flaubert? He aquí su sorprendente tesis: con su neurosis subjetiva anticipó la futura neu rosis de su época. «...Lo experimentado por él vaticina la catástrofe de 1848. Puede, pues, decirse, que Gustave ofreció a esa época la imagen del artista ejemplar.» En el destino de Madame Bovary halla de nuevo «las fatalidades [...] que hicieron germinar y perecer, contaminada, a la Segunda República». En la crisis de Pont-l’Évéque, Gustave anticipa los acontecimientos de febrero y junio de 1848 y el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851. La micromaduración del individuo se adelanta a la macromaduración. Una época puede terminar antes en un individuo que en la realidad. La «neurosis subjetiva» de Flaubert «tal como es transgredida en la 188
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generalidad individual de la obra narrativa, debe ser una anticipa ción real de la temporalización (maduración) del lector». Según Sartre, Flaubert, en su neurosis de 1844, anticipó el entorno social que aún no existía, pero en el que se sentiría feliz más tarde: el Segundo Imperio. Sartre quiere demostrar con múltiples ejemplos que Flaubert se identificaba con esta época y también con Napo león 111, aunque existen otros pasajes en los que Flaubert le critica con inusitada vehemencia. La victoria prusiana de 1870 hace desmoronarse en Flaubert el mundo de la irrealidad, y en su lugar se instaura la realidad. Como los prusianos representan también la victoria de la ciencia sobre la imaginación, Bismarck se convierte en un nuevo padre crítico que destruye el mundo de Gustave. Este deviene otra vez el «idiota de la familia», porque los homenajes que se le tributaron en el Segundo Imperio no eran otra cosa que los homenajes de la dictadura de la irrealidad. Después de 1870 el propio Flaubert se califica de «fósil». Sus Trois contes merecieron la aprobación de la crítica, es cierto, pero no la del público. Bouuard et Pécuchet, obra publicada después de su muerte, es tildada por Sartre de intento absurdo; nosotros añadimos que fue concebida como una repre sentación de lo absurdo. Sartre dejó su interpretación sobre Flaubert inacabada. Es una obra que provoca al lector y le obliga a tomar postura. Es al mismo tiempo el ejemplo extraordinario de un modelo de comprensión global, que es lo que en definitiva le interesa siempre a Sartre. Este ensayo no supone un desvío de la filosofía a la literatura y a la historia, sino que es una filosofía concebida como una antropología integral. Si Flaubert buscaba el arte absoluto, Sartre pretende una comprensión absoluta del hombre. Pero mientras reprocha al arte absoluto que se convierta en un fin en sí mismo, en su propio proyecto de comprensión global Sartre quiere abarcar los factores relevantes de la existencia humana, empresa, ésta, que parece tras cender los límites de lo humano, que es imposible de llevar a cabo por una sola persona; sin embargo, es esto lo que estimula y espo lea a Sartre. El quiere demostrar que, a pesar de las limitaciones, el hombre es capaz de ampliar las fronteras del conocimiento, de demostrar con ello su libertad, una libertad que jamás constituye una posesión segura, sino algo que hay que conquistar continua mente, una libertad siempre amenazada por la posibilidad del error y del fracaso. Después de leer esta obra desacostumbradamente extensa, esa novela pedagógica sobre la psicología profunda de un indivi duo y toda una época45, no resulta sencillo dar una visión de con189
En su novela Madame Bovary, Flaubert dibujó con escrupuloso realismo el tedio y la hipocresía característicos de los ambientes burgueses provincianos. La obra, juzgada inm oral en su época, costó un proceso a su autor.
junto. Sartre reconstruyó la vida del hombre Flaubert con una pre cisión admirable. Cada fase de su existencia está reflejada de ma nera dinámica, de un modo que sólo seria capaz de conseguir un psicoterapeuta tras una relación de años con su paciente. Sartre funde en una impresionante síntesis vida y obra de su personaje, sin menospreciar el factor de ficción que es inherente a esta «novela verídica». Sartre ha encajado el horizonte histórico en el que vivió Flaubert dentro de su vida y, a la vez, ha investigado y dilucidado la 190
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relación del escritor con sus contemporáneos. Ha intentado captar los orígenes de una importante corriente artística -permítasenos dudar aquí de que la haya juzgado con imparcialidad-, pero nos queda la desazón de que no llegase a perfilar la interpretación de Madame Bouary (última parte de su magno proyecto). ¿No es la obra lo que perdura, lo que sigue vigente, y no la vida, en la que por ese fenómeno del amor-odio de Sartre se descubren tantas mezquindades y debilidades? La antropología filosófica centrará su interés en la vida, incluyendo en ese término -como es lógico- la obra. Hay que comprender la vida para descubrir y explicar todo lo demás. En ese descubrimiento se descubre también a sí mismo el autor, en este caso Sartre. Los futuros investigadores tendrán que averiguar numerosos datos, entre ellos las causas de su relación de amor-odio con Flaubert. Este testamento mantendrá viva su me moria. El futuro decidirá si esta «novela verídica» inaugura un nuevo tipo de novela, siguiendo el camino trazado por Madame Bouary de Flaubert, de la que arranca la novela moderna.
16. EPÍLOGO
Puede reprochársele a este libro que no hable demasiado de la personalidad de Sartre y de su vida. El mismo Sartre fue muy parco en manifestaciones autobiográficas. Al lector interesado en estos aspectos le recomendamos la lectura de Las palabras, Sartre par lui-méme y los tomos segundo y tercero de las memorias de Simone de Beauvoir, compañera de Sartre durante muchos años. No hemos pretendido tampoco ofrecer una especie de in terpretación psicoanalítico-existencial de la opción personal de Sar tre, ni mucho menos explicar ésta a partir de su medio social. La extracción social del filósofo y literato nos resulta indiferente. Lo que nos interesa de él es su obra, tanto en su vertiente filosófica como en la literaria y en la política, y su significado, es decir, su concepción de la persona a partir de la libertad. Puede aducirse que desde 1942 (año de aparición de El ser y la nada) sus ideas sufrieron algunas modificaciones, que sus investi gaciones ya no se centraron en una ontología fenomenológica, sino en una filosofía de la sociedad (véase Crítica de la razón dialéctica) y al mismo tiempo en una antropología filosófica (así su interpreta ción de Flaubert). De cualquier forma, el núcleo de toda su produc ción continúa siendo la libertad humana, por más que Sartre va riara su primitiva tesis de la libertad total. Sus análisis sobre la praxis humana (por ejemplo, los que muestran las condiciones de forma ción de los grupos) se basan también en que, según Sartre, los grupos se procuran un proyecto libre y ajustado a una meta. Al estudiar a un individuo (su obra sobre Flaubert, por ejemplo) ve mos cómo la personalización no implica una determinación exte rior, sino una reacción de la que tiene que responsabilizarse el individuo. Cuando, en sus distintas obras. Sartre analiza las relaciones interhumanas afirmando que están mediatizadas por un elemento de poder y condenándolas por ello al fracaso, nosotros mostramos nuestro desacuerdo con su tesis. Sin embargo, él llama la atención sobre los acontecimientos que envuelven no sólo a los individuos 192
El filósofo ju n to a Simone de Beauuoir en Sartre par lui méme (1972), un film e de Alexandre Astmc y M iche! Contat.
sino también a las naciones, y que representan una amenaza posi blemente fatal para la humanidad, aunque nos neguemos a admi tirlo. Sartre es uno de los escritores más fascinantes de nuestro tiempo; no el mejor, ni como filósofo ni como artista, pero sí uno de los más fascinantes, porque desvela alguno de los arcanos de nues tra época. Analizando a fondo su obra de creación, disentiremos de algu nas de sus tesis y posturas. No obstante, no deja de inspiramos un profundo respeto su coherente intento de concebir la historia no como un destino que se nos echa encima sin poder evitarlo, sino como algo de lo que todos somos partícipes y por lo tanto co-responsables. Este es el sentido de su invitación -fallida, por cierto193
SARTRE E l 15 de abril de 1980 moría Jean Paul Sartre en el hospital de Broussais. Más de 30.000 personas acompañaron sus restos hasta el cementerio de Montpamasse, donde fue sepultado. Si la esencia del hombre es su libertad, ésta ha de manifestarse en su conducta, en cómo vive V en cómo muere. La libertad de Sartre fu e su compromiso social.
lanzada en Moscú durante el verano de 1962 para fundar una agrupación internacional de escritores. Aunque esta exposición de Sartre nos haya enseñado única mente que estamos condenados a la libertad, a elegirnos, nuestra obra no habrá sido inútil. Seguro que el autor de Las moscas habría deseado que sus lectores fueran libres frente a sus propias tesis; a él no le habría gustado, sin duda, que las admitieran a pies juntillas, porque entonces se convertirían en dictados, y la motivación de Sartre ha sido precisamente enseñarnos a combatirlos. Nadie puede quitarnos la responsabilidad de buscar nuestro propio ca mino, pues en dicha búsqueda se dirime quién o qué somos. 194
NOTAS
1. Simone de Beauvoir, La p le n itu d de la vida, Buenos Aires, Ed. Sudamericana. 1962. 2.
Citado por Francis Jeanson, en Sartre p a r luí máme, París. 1955.
3. Permítasenos citar aquí un pasaje de L 'É tre et le N éant (El ser y la nada): «Observemos a este camarero de café. Denota movimientos rápidos y seguros, un tanto precisos y veloces; avanza hacia los clientes con pasos un tanto presurosos, y se inclina sobre ellos con una pizca de celo; su voz, sus ojos expresan un interés un tanto solícito por los deseos del cliente; mirémoslo en fin a su regreso intentando imitar con sus andares el riaor inflexible de no se sabe qué autómata, portando al mismo tiempo su bandeja con la audacia de un funámbulo, manteniéndola constantem ente en un equilibrio entre inestable y perturbado, que él restablece siempre gracias a un suave movimiento del brazo y de la mano. Todo su comportamiento nos parece un juego. [...] El juega y se divierte al mismo tiempo. Pero, ¿a qué juega entonces? No es preciso observarle durante mucho tiempo para darse cuenta: juega a ser camarero de café. No hay en ello nada sorprendente: el juego es una especie de búsqueda y de investigación. El niño juega con su cuerpo para explorarlo, para inventariarlo. El camarero de café juega con su condición para realizar ésta. Es una obligación que no difiere demasiado de la que se le impone a cualquier comerciante: su condición es pura ceremonia, y el público exige de ellos que lo ejecuten como tal; hay una danza de comerciante de ultramarinos, de sastre, de subastador, por medio de la cual cada uno se esfuerza por persuadir a su clientela de que él no es otra cosa que un comerciante de ultramarinos, un subastador, o un sastre...» (L ’Étre et le Néant, París, Ed. Gallimard, 1943, págs. 98-99). 4.
S. de Beauvoir, op. cif.
5.
El texto de estas conferencias puede verse en el primer tom o de las Obras
com pletas de Husserl, editadas p or Stephen Strasser.
6.
Alexandre Astruc y Michel Contat: Sartre. Un film . Reinbeck, 1978.
7.
Ibíd., pág. 50.
8.
¿Qué es literatura?, Buenos Aires, Ed. Losada, 1967.
195
SARTRE
9. Cf. Martin Heidegger, E l ser y el tiempo, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1980, cap. 17. 10. Las moscas, en Obras completas, tom o 1, traducción de Alfonso Sastre, Madrid, Aguilar, 1970. 11.
L ’Étre et le N é a n t París, Gallimard, 1943.
12.
S. de Beauvoir, op. cit., págs. 602-603.
13.
A puerta cerrada, en O bras completas, op. cit
14. Hem os preferido utilizar el término «inautenticidad» —ya utilizado por Heidegger— y no el m ás obvio de «insinceridad» o «mala fe». (N. del T.) 15.
L ’Etre et le Néant, op. cit.
16.
Les chem ins de la liberté. 1. L'áge de raison, París, Gallimard, 1949.
17.
Les chem ins de la liberté. 2. Le sursis, París, Gallimard, 1951.
18.
Les chem ins de la lib e rté 3. La m orí dans l ’áme, París, Gallimard, 1949.
19.
M uertos sin sepultura, en O bras completas, op. cit.
20. Cf. El relato de Sartre titulado E l m uro (en Obras completas, op. cit.): a la vista de la certeza de la muerte, el cuerpo se independiza, uno ya no es dueño de si mismo. Es más: también la conciencia se independiza, y en ella aparecen y desaparecen los recuerdos. El hombre está, entonces, distanciado de si mismo. 21.
E l dia b lo y Dios, en O bras completas, op. cit.
22.
Baudelaire. Barcelona, Anagrama. 1969.
23. Sartre tom a de Heidegger esta diferenciación entre el espacio neutral, establecido, dado, y el espacio del Dasein. Cf. El ser y el tiem po, op. cit, cap. 23. 24. Permítasenos aquí un ejemplo del propio Sartre: si yo vivo en una ciudad pequeña, puede decirse que eso me impide viajar a Nueva York, puesto que si viviera en una gran metrópoli, mi deseo no constituiría nada extraordinario. Sin embargo, aquí hallamos un fenóm eno ya conocido: es mi proyecto de viajar a Nueva York lo que me hace aparecer la ciudad pequeña como un obstáculo. Si yo fuera, por ejemplo, un coleccionista de sellos, la vida en una ciudad pequeña y su lejanía de Nueva York carecerían de importancia para mí. Es a la luz de mi proyecto de viajar a Nueva York como yo me sitúo y vivencio la ciudad como pequeña, provinciana, e tc Sin embargo, habría que considerar si el proyectado viaje no se reduce sólo a un pretexto para lamentarme de la vida en una ciudad de provincias. Si así es, en realidad yo no pretendo en absoluto salir de mi ciudad, sino criticarla; la imposibilidad del viaje se convierte entonces en una especie de autoengaño, porque yo en realidad no quiero irme de la ciudad, y sin embargo deseo distanciarme de ella, demostrarme a mí mismo y a los demás que no me identifico con ella. El concebir el proyecto de viaje como algo serio depende, en última instancia, de mí mismo. 196
NOTAS
25. Cf. Simone de Beauvoir, Los m andarines de París, cuyos personajes son personajes-tipo. 26.
Importante escritor comunista francés.
27.
El fantasm a de Stalin, Buenos Aires, Santiago Rueda, editor, 1958.
28.
Henri Alleg, La question, Paris, 1958.
29.
«Vous étes formidables», en Les Temps Modem es. a ° 135, mayo de 1957.
30. Esto es lo que explica que los intelectuales marxistas de mi edad (comunistas o no) sean tan malos dialécticos; han vuelto sin saberlo al materialismo mecanicista. 31. Era una expresión puesta de moda por el filósofo español Miguel de Unamuno. Claro está que este trágico no tenia nada en común con los verdaderos conflictos de nuestra época. 32. Crítica de la razón dialéctica, precedida de Cuestiones de m étodo: I. Marxism o y existencialism o. Edit. Losada. Buenos Aires, 1970. 33.
Francis Jeanson, op. cit.
34. En su entrevista con Michel Contat, Sartre reconoce haber sido insincero, «pues dije de la URSS cosas amables, que no pensaba en realidad». 35.
Francis Jeanson. op. cit.
36.
Ibid.
37.
Ibid.
38. Esta idea de la maduración la toma Sartre de Heidegger. Intenta demostrar cómo Flaubert quiere evitar la maduración del futuro mediante una detención del tiempo que implica concebir el futuro como algo ya realizado (anticipación de la vejez y de la muerte, predilección por las estatuas funerarias yacentes, los gisants) o negarlo con la idea ilusoria de que el presente es eterno. 39. El título remite a Elbehnon, personaje de la obra de Mallarmé ¡gitur, escrito erróneam ente en el original Elbenhon. La relación con Mallarmé se analiza en la última parte. Ambos conciben el lenguaje como arte absoluto. 40. «Hay que leer mucho, meditar, pensar siempre en el estilo y escribir lo menos posible, lo justo para calm ar el estímulo de la idea, que exige una determinada forma y se retuerce en nosotros, hasta que encontramos una hecha a su medida, precisa, adecuada a ella.» (El id io ta de la fam ilia , Gustaue Flaubert, 1821-1857.) 41. Utilizando la provocadora formulación de Sartre en E l id io ta de la fam ilia : «Las palabras escritas son piedras». 42. «...Es [...] el arte, el que, debido precisamente a su imposibilidad, transforma a Gustave en aquel elegido que salvará a la literatura del naufragio y la conducirá a buen puerto...» 197
SARTRE
43. Citemos también otro pasaje de E l id io ta de la fa m ilia : «Hay que escribir la obra para malograrla y m ostrar que la grandeza de la literatura reside en su irrealidad; que, por consiguiente, la grandeza del poeta y su aristocracia emanan de su fracaso real y de su irrealización en cuanto autor imaginario de una obra m aestra imposible, ya que la insatisfacción y el tránsito a lo imaginario van aquí indisolublemente ligados». 44. «Con otras palabras: mediante la interiorización del odio que se le profesa, el burgués identifica en sí mismo el odio a la naturaleza, al trabajador, a la persona y a si mismo.» 45. Citem os un párrafo de Je a n Améry: «Sartre ha descrito una novela pedagógica en el pleno sentido de la palabra: una novela que describe la educación de un hombre; una novela que reúne los elementos esenciales de la pedagogía de una época, una novela, en fin, que exige del lector una elevada educación en el sentido de saber interdisciplinario». (Die W órter Gustaue Flauberts, en M erkur, 12. 1971. pág. 1198).
CRONOLOGÍA
1905
21 de junio: nace en París Jean-Paul Sartre, hijo de un oficial de marina.
1907
Muere su padre y Sartre es llevado a vivir con sus abuelos.
1915
Estudia en el liceo Henri IV de París.
1916
Su madre contrae segundas nupcias; Sartre vuelve a vivir con ella en La Rochelle.
1917
Estudios en el liceo de La Rochelle hasta 1919.
1919
Estudios en el liceo Louis-le-Grand de París hasta 1922.
1922
Obtiene el diploma de bachiller.
1924
Estudios en la École Nórmale Supérieure hasta 1928. Comienzo de su amistad con Simone de Beauvoir.
1929
Obtiene por oposición una cátedra de filosofía. Servicio militar como meteorólogo en Tours hasta 1931.
1931
Profesor de filosofía en el liceo de El Havre hasta 1933.
1933
Becario en el Instituí Français de Berlín durante este año y el siguiente. Estudia filosofía alem ana contem poránea, sobre todo a Husserl y Heidegger.
1934
Profesor de filosofía en el Instituto de El Havre hasta 1936.
1936
La im aginación.
1936
Profesor de filosofía en el liceo de Laon.
1937
Profesor de filosofía en el liceo Pasteur de París hasta 1939. Inica colaboraciones en distintos periódicos.
1938
La náusea.
1939
Esbozo de una teoría de las emociones. El muro.
Es movilizado y destinado a prestar servicio como camillero. 199
SARTRE
1940
Sartre cae prisionero de los alemanes. Lo im aginario.
1941
Abril: finaliza su cautiverio. Reanuda su actividad docente en el liceo Pasteur.
1942
Profesor en el liceo Condorcet de París hasta 1944. Colabora activamente con la resistencia.
1943
E l ser y la nada. Las moscas.
1945
Abandona la actividad docente. Desde entonces Sartre vivirá de su traba jo como escritor en el barrio de Saint-Germain-des-Prés de París. Fundador y director de la revista político-literaria Les Temps M odemes. Fracasa su intento de crear un partido de izquierda no comunista, el Rassemblement Démocratique Révolutionnaire. Viaje a Estados Unidos. La edad de la razón. A puerta cerrada.
1946
E l existencialism o es un hum anism o. Consideraciones sobre la cuestión judía. M uertos sin sepultura La puta respetuosa.
1947
Situatíons /. Baudelaire. La prórroga. Les je u x sont faits.
1948
Las obras de Sartre son incluidas en el Indice de libros prohibidos. Diserta en Berlín sobre su obra filosófica y literaria. Situations II. Las m anos sucias. E l engranaje.
1949
Situations III. Con la muerte en el alma.
1950
Conferencias en Frankfurt Viaja a Africa e Italia.
1951
E l d iablo y Dios.
1952
Participa en Viena en el Congreso para la Paz de los Pueblos (comunista). Polémica pública con su antiguo amigo y futuro oponente filosófico y político Albert Camus. S a in t Genet, comédien et m arfyr.
1953
Sartre dicta conferencias en Friburgo.
1954
Kean.
200
CRONOLOGÍA
1954
Viaja a Rusia.
1955
Visita China.
1956
Protesta públicamente por la intervención soviética en Hungría («El fantasma de Stalin»), Nekrassov.
1960
Viaja a Cuba. Crítica de la razón dialéctica. Los secuestrados de A lion a .
1961
M erleau-Ponty, vivo.
1964
Obtiene y rechaza el premio Nobel. Situations IV ó VI. Las palabras.
1965
Situations Vil. Eurípides. Las troyanas.
1971
L ’id io t de la fam ille. volúmenes I y II.
1972
Situations V III y IX : L 'id io t de la /am ille, vol. III.
1976
Situations X.
1980
15 de abril: muere Jean-Paul Sartre en París.
TESTIMONIOS
Maurice Merleau-Ponty Cabe esperar todavía aclaraciones y apéndices a E l ser y la nada. Pero es innegable que Sartre profundiza con mucha agudeza en el problema central de la filosofía. (Les Temps Modem es, noviembre de 1945)
Viktor von W eizsácker No es cierto que Platón fuera un filósofo poeta; fue un error identificar a Bacon con Shakespeare; por el contrario, el hecho de que Sartre sea un filósofo y escriba obras literarias no se puede reducir a un problema psicológico. Nos tranquiliza en grado sumo que sea capaz de realizar ambas tareas, porque descubrimos con inquietud que una ciencia aislada arruinaría hoy a la persona. Nos damos cuenta también de que una creencia que no ha llegado a enfrentarse a la incredulidad, no sería verosímil. De aquí emana quizás esa pasión simpática que Sartre, a pesar de su marcado escepticismo frente a las pasiones, ha despertado en nosotros. (Die Umschau, 1947)
André Gide En mi opinión. La puta respetuosa, de Sartre, es una de sus obras maestras... Desde las excelentes narraciones de El m uro no había escrito algo tan vigoroso y perfecto. (Anotación en su diario, 15 marzo 1947)
Emmanuel Mounier En el fondo, Sartre se asemeja bastante al Lutero de un ateísmo en el que Marx sería el Pablo de nuestro tiempo, apóstol y fundador de la Iglesia. Existe, sin embargo, una diferencia: Lutero negaba la Iglesia para celebrar la omnipotencia de Dios sobre la nada del individuo; Sartre, por su parte, después de secularizar las Iglesias y los dogmas referentes a su dios, niega la historia o causalidad, para afirmar la omnipotencia de la nada individual. [...] La nada de Sartre supone ur. progreso innegable con respecto a sus predecesores. [...) El pensamiento de Sartre se centra alrededor de una argumentación neo-ontológica, esto es, en una demos (ración de la nada a partir de la aversión a lo perfecto, en la que la repugnancia y la aversión al ser desempeña el mismo papel que, por ejemplo, en Pascal el «movi miento infinito», o lo que es lo mismo, la energía interior de la trascendencia, que es lo que constituye el ser. Iln tro d u ctio n aux existentialismes, 1947) 202
TESTIMONIOS
Max Bense El autor de la novela La edad de la razón ha publicado los libros filosóficos más sugestivos y a la vez más polémicos desde los tiempos de Bergson, y ha sabido convertir cierta filosofía de Europa Occidental en un acontecimiento público. Sus novelas revelan al mismo tiempo el vigor considerable del literato y la agudeza penetrante del filósofo. (Deutsche Zeitung und W irtschaftszeitung. 1949)
Hans Egon Holtlunsen El existencialismo va más allá de la pura especulación psicológica o de la mera crítica social para fundirse con una idea metafísica fundamental: «la existencia precede a la esencia». El hombre, en cuanto existente, es libre, goza de una libertad desmesurada, ilimitada. Puede y tiene que proyectarse a sí mismo, «crear su camino». «El hombre se hace a sí mismo», afirma Sartre. Este pathos de la libertad, de una libertad [...] exclusiva y monista, llena por completo el mundo sartriano, pues no descansa sobre una base divina, sino en una ausencia de base, es decir, cuelga de la nada mientras desarrolla una actividad ciega y febril. Sartre parte del axioma de la inexistencia de Dios y a partir de ahí practica una coherencia sin fisuras. La libertad del hombre remueve a los dioses de sus asientos. [...] Esta y no otra es la temática de su famoso drama Las moscas. Es una idea radicalmente racionalista, y él una especie de Voltaire llevado a sus últimas consecuencias. (D e r unbehauste Mensch, 1951)
François Mauriac Ese Dios al que el héroe de la obra de Sartre E l diablo y Dios busca y del que exige una señal vive en nosotros, y la señal que nos da es el hombre mismo: el hombre Sartre, un hombre dotado de un espíritu franciscano desbordante: un hombre fiel a los más pobres de los pobres, a los que es absolutamente fiel [...], un hombre de encendida elocuencia, con la excrecencia cancerosa de un espíritu que se devora a sí mismo y choca con una palabra: Dios. El hombre Sartre. que se niega a rem ontarse al origen de la poderosa energía de la inteligencia y del alma, que le desborda por completo y cuyo verdadero nombre es el amor. (fíg a ro , 23 diciembre de 1952)
Jean-Louls Barrault Hemos declarado en ocasiones que la opinión de ciertas personas sobre Sartre no se ajustaba a lo que él era en realidad. El destino de todos los hombres combativos que además de parir nuevas ideas adquieren un compromiso desacostumbrado en la vida es ése: dar una imagen distorsionada de sí mismo, que no se les parece en absoluto. La responsabilidad de semejante desfiguración hay que achacarla tanto a sus partidarios como a sus detractores. ¿Se puede identificar a Descartes con lo que se denomina cartesianismo? ¿Y a Sartre con lo que se ha dado en llamar existencialismo? No, no es una tarea vana intentar conocer a Sartre desde una perspectiva libre de prejuicios, ni para los que lo admiran, ni para los que lo critican ni para los que conocen su nombre pero no su identificación. (Connaissance de Sartre, 1955)
Sim one de Beauvoir La originalidad de Sartre consistía en que concedía a la conciencia la más orgullosa independencia, a la vez que no le quitaba a la realidad ni un ápice de su 203
SARTBE
importancia. Esta se ofrecía al conocimiento con absoluta diafanidad, aunque también con la densidad inalterable de su naturaleza. No establecía diferencias entre la visión y lo visto, y esto le precipitaba en algún dilema: con todo, las dificultades eran incapaces de socavar sus convicciones. [...] Sartre vivía para escribir. Se sentía llamado a dar testimonio de todas las cosas y a crearlas de nuevo, a la luz de la reflexión y urgido por la necesidad. (La p le n itu d de la uida, 1960)
Ernesto Sábato En un ensayo publicado en 1953, sostuve que el pensamiento y la literatura de Sartre acaso derivaban de su fealdad. Su autobiografía, publicada muchos años después, confirma aquella presunción. Fue un niño horriblemente feo, hasta el punto de describirse a sí mismo como «un sapo» en esas páginas dolorosas. Y aun imaginando todo lo que en esa creencia pudo haber de masoquista exageración, esa era su creencia; y en esto, como se comprende, basta con la convicción íntima que tiene el que la sufre. Ignoro si se ha escrito una psicología de los sistemas fisiológicos. Pero, en lo que a Sartre se refiere, me parece que la m irada de los otros es el hecho que no sólo es posible derivar su obra de ficción sino también su pensamiento. (Tres aproxim aciones a la literatura de nuestro tiem po, 1968)
Fernando Savater Jean Paul Sartre ha sido la razón social más fuerte de las letras europeas de este siglo. Tal como llegó a ocurrirle a Picasso, su simple firma convertía en valor cualquier superficie en la que se dignara aparecer. Manifiestos, protestas, periódi cos subversivos, todos debían contar con esas tres palabras mágicas que tenían algo de n ih il obstat. (Impertinencias y desafíos, 1981)
Octavio Paz A pesar de que Sartre había hecho un corto viaje a México, apenas si me habló de su experiencia mexicana. Creo que no era buen viajero: tenía damasiadas opinio nes. Sus verdaderos viajes los hizo alrededor de sí mismo, encerrado en su cuarto. La naturalidad de Sartre, su franqueza y su rectitud me impresionaron tanto como la agilidad de su pensamiento y la solidez de sus convicciones. Estas dos cualida des no se contraponían: su agilidad era la de un pugilista de peso completo. Carecía de gracia, pero la suplía con su estilo campechano, directo. Esta falta de afectación era una afectación en sí misma y podía pasar de la franqueza al exabrupto. Sin embargo, acogía con cordialidad al extraño y se adivinaba que era más áspero consigo mismo que con los otros. Era rechoncho y un poco torpe de movimientos; rostro redondo y sin acabar: más que una cara, un proyecto de cara. Los gruesos vidrios de sus anteojos hacían más distante su persona. Pero bastaba con oírlo para olvidar su fisonomía. Es extraño: aunque Sartre ha escrito páginas sutiles sobre la significación de la mirada y del acto de mirar, el efecto de su conversación era el contrario: anulaba el poder de la vista. (Hombres en su siglo,. 1984)
El puesto que Jean-Paid San re ocupa en el panorama de las ideas de nuestro siglo es de tal importancia que a raíz de su muerte, ocurrida en 1980. se llegó a decir que con ella se cerraba toda una tradición filosófica. A partir de ahí, y como prolongación del carácter polémico que siempre acompañó a aquel militante antinazi, filósofo existendalista. escritor comprometido y defensor de la libertad que Sanre fue, se han sucedido las apologías y los rechazos en un amplio debate revelador de la complejidad y el atractivo de su obra. Walter Biemel, tras unas bret es precisiones biográficas, analiza en este libro las principales aportaciones de Sartre, ya que -dice“lo verdaderamente interesante de él es su obra, tanto en su vertiente filosófica, como en la literaria y política, y su significado, es decir, su concepción de la persona a partir de la libertad".
SALVAT