El instante de mi muerte La locura de la luz
Maurice Blanchot
El instante de mi muerte La locura de la luz Nota de presentación de
José Jiménez Traducción de
Alberto Ruiz de Samaniego
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© Éditions Fata Morgana, 1973 y 1994 © EDITORIAL TECNOS, S. A., 1999 Juan Ignacio Luca de Tena, 1 5 - 28027 Madrid ISBN: 84-309-3327-1 Depósito Legal: M . 10.687-1999 Print e d in Spain.
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Índice NOTA DE PRESENTACIÓN: LA SOLEDAD DE LAS PALABRAS, por José Jiménez ... Pág.
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EL INSTANTE DE MI MUERTE ................................ 15 LA LOCURA DE LA LUZ ......................................... 27
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Nota de presentación
La soledad de las palabras ¿Dónde puede ubicarse el espacio literario en un tiempo de vaciamiento del lenguaje... ? Esa interrogación radical, obsesivamente presente en el largo itinerario de su obra, dota con una sonoridad especial a la escritura de Maurice Blanchot (Eze, Alpes Marítimos, 1907). Hablo de «sonoridad» en un sentido musical. Y me refiero a ese ritmo seco, sincopado, de su prosa, que tiene como trasfondo un conceptualismo lingüístico en el que se refleja el cansancio de toda una época ante la aventura del
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agotamiento de los lenguajes. Un cansancio que se remonta al anterior final de siglo, en Viena, y cuya «acta notarial» quedaría fijada para siempre en la Carta de Lord Chandos (1902), de Hugo von Hofmannsthal. Pero que tiene que ver, también, con el asalto propagandístico de la palabra consumado por los totalitarismos contemporáneos, y con su posterior evanescencia y futilidad, con su instrumentalización mercantil, en las sociedades de consumo que se han ido constituyendo y desarrollando en los últimos cuarenta años. El sonido de la escritura de Blanchot deja ver en todo momento algo no dicho, pero presente: vivo en el envés, en la sombra de las palabras. Eso no dicho, pero latente , implica una utilización de segundo grado del lenguaje, por la cual, además de hacer aflorar el sentido, las frases se vuelven reflexivamente sobre sí mismas, suscitando el problema y la cuestión de la raíz de la significación. Del espacio literario, en suma. En pocas ocasiones, no obstante, puede percibirse de una forma tan aguda esa interrogación radical como en los textos que vienen a continuación. En su concisión esencial, en su fijeza
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ensimismada, El instante de mi muerte y La locura de la luz son dos de los mejores textos autorreferenciales producidos por la literatura del siglo XX. En ellos, en su brevedad constitutiva, podemos apreciar una concentración extrema de la escritura. Son textos llevados al límite: a la invocación del detalle, la ocasión, el instante. La fugacidad incesante de la vida es retenida no de un modo secuencial, narrativo, sino a través de la desmembración del flujo temporal de su ruptura. De su ruptura en el lenguaje. Lo que quiere decir, evitar la acumulación verbal. Hace hablar a la soledad humana en la propia e intensa soledad de las palabras. Si pudiéramos hablar de «autobiografía», estaríamos ante textos autobiográficos. Pero la autobiografía exige un relato, la construcción de una narración. Y, en este punto, Blanchot es no sólo explícito, sino tajante: «nada de relatos». ¿Dónde nos situamos entonces? Desde luego, en la pregunta por el espacio literario. Y, a la vez, por la manera de plantearla, en una especie de documentos lingüísticos morosamente construidos en torno a la idea de
evocación.
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En ambos textos, el desencadenante es el r e c u e r d o de un acontecimiento fijado en la memoria. En ambos, advertimos el logro de la lucidez del instante, en confrontación con un otro que ejerce su autoridad en tiempos y situaciones especiales. El militar, las fuerzas de ocupación, en la guerra. Los médicos, en la enfermedad. En esa confrontación con el otro, percibimos la impronta de Kafka, quizás la «compañía» literaria más persistente en la escritura de Blanchot: «él me vio tal como yo era, un insecto, un animal con mandíbulas venido de oscuras regiones de miseria». La dualidad entre lo que somos y lo que parecemos se dobla, a la vez, en la dualidad de lo que sentimos y lo que los demás ven en nosotros. La ausencia de manifestaciones externas del dolor producido por la pérdida de los seres queridos sólo deja lugar para la locura de la intimidad. Pero lo que queda más intensamente fijado en la recreación del recuerdo es el instante de todos los instantes, el instante de la muerte, a la que un joven que ya sólo vive en las lejanas brumas de la memoria se siente desde entonces ligado «por una amistad subrepticia».
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En ese sutil juego de espe jos y desdoblamientos, el que no se deja ver: Blanchot el invisible, aparece ante nuestros ojos haciendo resonar en el lenguaje el estallido de luz que nos trae la visión extrema del día, desde la oscuridad, o de la muerte inminente e inesperada, desde la vida todavía por vivir. Iluminación. Lucidez. Litera tura. En ambos escritos , vida y muerte aparecen como espejos de una misma realidad. Su extrema condensación se revela así, en último término, como un ejercicio de levedad. Condensación dirigida no hacia la opacidad, sino a una ma yor transparencia, claridad. La fluidez del cristal.
JOSÉ JIMÉNEZ
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El instante de mi muerte [1994]
Me acuerdo de un joven —un hombre todavía joven— privado de morir por la muerte misma — y quizás el error de la injusticia —Los . aliados habían conseguido poner pie en suelo francés. Los alemanes, ya vencidos, luchaban en vano con inútil ferocidad.
En una gran casa (el Castillo, la llamaban), golpearon a la puerta más bien tímidamente. Sé que el joven fue a abrir a unos huéspedes que sin duda solicitaban auxilio. Esta vez, un alarido: «Todos fuera».
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El instante de mi muerte
Un teniente nazi, en un francés vergonzosamente normal, hizo salir primero a las personas de más edad, después a dos mujeres jóvenes. «Afuera, afuera». Estavez, gritaba. Sinembargoel joven nopretendía huir; avanzaba lentamente, deuna manera casi sacerdotal. El teniente lo zarandeó, le mostró unos casquillos, balas; allí había tenido lugar, de forma manifiesta, un combate, el territorio era un territorio de guerra. El teniente se atascó en un lenguaje extravagante, y poniendo delante de las narices del hombre ahora menos joven (se envejece
rápido) los casquillos, las balas, una granada, gritó con claridad: «He aquíloqueustedhaconseguido.»
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El instant e d e mi muerte
El nazi colocó a sus hombres para apuntar, según las reglas, al blanco humano. El joven dijo: «Al menos haga entrar a mi familia.» Es decir: la tía (noventa y cuatro años), su madre, más joven, su hermana y su cuñada, una larga y lenta comitiva, silenciosa, como si todo estuviese ya consumado. Sé —lo sé— que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo), ¿alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte? En su lugar, no trataré de analizar ese sentimiento de ligereza. Quizás él era súbitamente inven-
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cible. Muerto-inmortal. Quizás el éxtasis. Más bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces, él estuvo ligado a la muerte, por una amistad subrepticia. En ese instante, brusco retorno al mundo, estalló el ruido considerable de una batalla cercana. Los camaradas del maquis querían prestar socorro a aquel que ellos sabían en peligro. El teniente se alejó para inspeccionar. Los alemanes permanecían en orden, dispuestos a continuar así en una inmovilidad que detenía el tiempo. Pero he aquí que uno de ellos se acercó y dijo con voz firme:
« Nosotros no alemanes, rusos», 20
E l instant e de mi muer te
y, con
una especie de risa: «armada Vlassov», y le indicó que desa pareciese. Creo que él se alejó, siempre con el sentimiento de ligereza, hasta que se encontró en un bosque lejano, llamado «bosque de los brezos », donde permaneció resguardado por los árboles que él conocía bien. Es en el bosque frondoso donde, de repente, y des pués de un cierto tiempo , recu peró el sentido de lo real. Por todas partes, incendios, una sucesión de fuego continuo, todas las granjas ardían. Un poco más tarde él se enteró de que tres jóve- nes, hijos de granjeros, ajenos a todo combate y que no tenían otra culpa que su juventud, habían sido abatidos.
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Inclusolos caballos hinchados, sobre la carretera, en los campos, eran testimonio de una guerra que había durado. En realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido? Cuando el teniente volvió y se dio cuenta de la desaparición del joven castellano, ¿por qué la cólera, la rabia no le habían empujado a quemar el Castillo (inmóvil y majestuoso)? Porque era el Castillo. En la fachada estaba inscrita, como un recuerdo indestructible, la fecha de 1807. ¿Era lo suficientemente culto para saber que se trataba del famoso año de Jena, cuando Napoleón, sobre su pequeño caballo gris, pasaba bajo las ventanas de Hegel, que reconoció en él «el alma del mundo», tal como escribió a un amigo? 22
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Mentira y verdad, porque, como Hegel escribió a otro amigo, los franceses robaron y saquearon su vivienda. PeroHegel sabía distinguir lo empírico y lo esencial. En este año de 1944, el teniente nazi tuvo por el Castillo el respeto o la consideración que las granjas no suscitaban. Sin embargo, se registró por todas partes. Tomaron algún dinero; en una pieza separada, «la habitación alta», el teniente encontró unos papeles y una especie de espeso manuscrito -que acaso contenía planes de guerra-. Finalmente partió. Todo ardía, salvo el Castillo. Los señores habían sido perdonados. Entonces comenzó, sinduda, el tormento de la injusticia para el joven. Ya no el éxtasis; el senti-
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miento de que él sólo estaba vivo porque, incluso a los ojos de los rusos, pertenecía a una clase noble. Eso era la guerra: la vida para unos, para los otros la crueldad del asesinato. Permanecía, sin embargo, del momento en que el fusilamiento no era más que una espera, el sentimiento de ligereza que yo no sabría traducir: ¿liberado de la vida?, ¿el infinito que se abre? Ni felicidad, ni infelicidad. Ni la ausencia de temor, y quizás ya el paso más allá.Yo sé, imagino que *
* Juego de palabras intraducible donde el autor saca partido de la ambigüedad de la expresión francesa le pas au-dela. Pas puede ser entendido como sustantivo (paso, de donde nuestra traducción el paso más allá), pero tam bién como adverbio de negación que se emplea en correlación con la partícula ne ( ne... pas ), o en locuciones (como, por ejemplo, pas beaucoup, pas du tout, etc.) en
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este sentimiento inanalizable cam bió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte fuera de él no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él. «Estoy vivo. No, estás muerto.» Más tarde, de vuelta en París, se encontró con Malraux. Éste le contó que había sido hecho prisionero (sin ser reconocido), que había conseguido escaparse, aunque perdió un manuscrito. «No eran más que reflexiones sobre arte, fáciles de rehacer, mientras que un manuscrito no podría serlo.» Con Paulhan, las que condiciona negativamente el sentido del resto de las partículas que acompaña. De seguir esta segunda acepción, la expresión habría de entenderse como lo contrario de la anterior, es decir, «el no más allá». En la traducción se da prioridad al significado más común sin que debamos olvidar, no obstante, el otro sentido latente del que participa todo el texto de Blanchot. (N. del T)
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mandó hacer investigaciones que no pudieron más que resultar vanas. Qué importa. Tan sólo permanece el sentimiento de ligereza que es la muerte misma o, para decirlo con más precisión, el instante de mi muerte desde entonces siempre pendiente.
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Ilustración de Bram van Velde
Yo no soy ni sabio ni ignorante. He conocido alegrías. Decir esto es demasiado poco: vivo, y esta vida me produce el mayor placer. Entonces, ¿la muerte? Cuando muera (tal vez dentro de poco), conoceré un placer inmenso. No hablo del sabor anticipado de la muerte que es insulsa y a menudo desagradable. Sufrir es embrutecedor. Pero tal es la verdad relevante de la que estoy seguro: experimento al vivir un placer sinlímites y tendré al morir una satisfacción sin límites.
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La
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He errado, he ido de un lugar a otro. Estable, he permanecido en una sola habitación. He sido po bre, después más rico, luego más pobre que muchos. De niño, tenía grandes pasiones, y todo lo que deseaba lo conseguía. Mi infancia ha desaparecido, mi juventud se ha quedado en el camino. No me importa: lo que ha ocurrido, me alegro por ello, lo que ocurre me gusta, lo que viene me conviene. ¿Es mi existencia mejor que la de todos los demás? Tal vez. Yo tengo un techo, muchos no lo tienen. No tengo la lepra, no estoy ciego, veo el mundo, una suerte extraordinaria. Yola veo, esta luz fuera de la cual no hay nada.
¿Quién podría quitarme eso? Y 32
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cuando esta luz se oscurezca, me oscureceré con ella, pensamiento, certeza que me arrebata. He amado a algunos seres, los he perdido. Me volví loco cuando recibí ese golpe, porque es un infierno. Pero mi locura ha quedado sin testigos, mi extravío no era notado, sólo mi intimidad estaba loca. A veces, me ponía furioso. Me decían: ¿Por qué estás tan tranquilo? Ahora bien, esta ba consumido de los pies a la cabeza; por la noche, corría por las calles, gritaba; durante el día, trabajaba tranquilamente. Poco después se desencadenó la locura en el mundo. Me pusieron entre la espada y la pared como a muchos otros. ¿Para
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qué? Para nada. Los fusiles no se dis- pararían . Yo me dije: Dios, ¿qué es lo que haces? Entonces dejé de ser insensato. El mundo dudó, luego recuperó su equilibrio.
Con la razón, me volvió la memoria y vi que incluso en los peores días, cuando me creía perfecta y enteramente desgraciado, era, sin embargo, y casi todo el tiempo, extremadamente feliz. Eso me hizo reflexionar. Este descu brimiento no era agradable. Me parecía que yo perdía mucho. Me interrogaba: ¿no estaba triste?, ¿no había sentido mi vida arruinarse? Sí, eso había sido; pero, cada minuto, cuando me levantaba y corría por las calles, cuando que-
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daba inmóvil en un rincón de la
habitación, el frescor de la noche, la estabilidad del suelo me hacía respirar y descansar en la alegría.
Los hombres querrían escapar de la muerte, extraña especie. Y algunos claman, morir, morir, porque quisieran escapar de la vida. «Qué vida, yo me mato, me rindo.» Eso es lamentable y extraño, es un error. Sin embargo, he encontrado seres que jamás le han dicho a la vida, cállate, y nunca a la muerte, vete. Casi siempre mujeres, bellas criaturas. A los hombres el terror los asedia, la noche los consume, ven sus proyectos aniquilados, su trabajo convertido en polvo. Ellos,
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tanimportantes quequerían construir el mundo, quedan estupefactos, todo se viene abajo. ¿Puede describir mis penalidades? No podía ni andar , ni respirar, ni alimentarme. Mi aliento era de piedra, mi cuerpo de agua, y sin embargo moría de sed. Un día, me hundieron en el suelo, los médicos me cubrieron de barro. Qué trabajo en el fondo de esta tierra. ¿Quién la considera fría? Es fuego, es una maraña de espinas. Me levanté completamente insensible. Mi tacto erraba a dos metros: si entraban en mi habitación, yo gritaba, sin embargo el cuchillo me cortaba tranquilamente. Sí, me quedé en los huesos. Mi delgadez, por la noche, se
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erguía para horrorizarme. Me injuriaba, me fatigaba yendo de un lado para otro; ah, ya lo creo que estaba fatigado.
¿Soy egoísta? No tengo sentimientos más quepara algunos, piedad para nadie, raramente tengo ganas de agradar, raramente ganas de que se me agrade, y yo, para mí que poco menos que insensible, sólosufropor ellos, de tal manera que su menor aprieto me provoca un mal infinito aunque, no obstante, si es necesario, los sacrifico deliberadamente, les suprimo todo senti-
miento dichoso (llego a matarlos). De la fosa de barro salí con el vigor de la madurez. Antes, ¿qué
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era yo? Un saco de agua, era una superficie muerta, una profundidad durmiente. (Con todo, sabía quién era, resistía, no caía en la nada.) Venían a verme de lejos. Los niños jugaban a mi lado. Las mujeres se tiraban al suelo para darme la mano. Yo también he tenido mi juventud. Pero el vacío me ha decepcionado mucho.
No soy miedoso, he recibido algunos golpes. Alguien (un hom bre exasperado) me cogió la mano y clavó en ella su cuchillo. Cuánta sangre. Después, él temblaba. Me ofreció su mano para que yo la clavase sobre una mesa o contra una puerta. Porque me había hecho ese corte, el hombre, un loco, creía haberse convertido en 38
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mi amigo; echó a su mujer en mis brazos; me seguía por la calle gritando: « Estoy condenado, soy el juguete de un delirio inmoral, confesión, confesión.» Un extraño loco. Durante este tiempo la sangre goteaba sobre mi único traje.
Vivía sobre todo en las ciudades. Durante un tiempo he sido un hombre público. La ley me atraía, la multitud me gustaba. He sido una sombra en la masa. Siendo nadie, he sido soberano. Pero un día me cansé de ser la piedra que lapida a los hombres solos. Para tentarla, apelé dulcemente a la ley: «Acércate, que te vea cara a cara.» (Yo quería, por un instante, llevarla aparte.) Impruden-
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te llamada, ¿qué hubiese hecho si ella hubiese respondido? Debo confesarlo, he leído muchos libros. Cuando desaparezca, insensiblemente todos estos volúmenes cambiarán; más grandes los márgenes, más distendido el pensamiento. Sí, he hablado con demasiadas personas. Ahora, ello me sorprende; cada persona ha sido un pueblo para mí. Ese inmenso prójimo me ha reportado mucho más bien de lo que hu biese querido. Actualmente, mi existencia es de una solidez sor prendente; incluso las enfermedades mortales me juzgan coriáceo. Me disculpo por ello, pero es necesario que yo entierre a algunos antes de mí.
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Comenzaba a caer en la miseria. Ella trazaba círculos lentamente a mi alrededor, de ellos el primero parecía permitirme todo, el último no me permitía otra cosa que yo mismo. Un día, me encontraba enfermo en la ciudad: viajar no era más que una fábula. El teléfono dejó de contestar. Mis ropas se desgastaban. Tenía frío; la primavera, ¡pronto! Iba a las bibliotecas. Me junté con un empleado que me hacía descender a los bajos fondos ardientes. Para hacerle un favor, corría alegremente por pasarelas minúsculas y le traía volúmenes que luego él transmitía al sombrío espíritu de la lectura. Pero este espíritu lanzó contra mí pala bras poco amables; bajo su mirada, yo empequeñecía; él me vio tal
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como yo era, un insecto, un animal con mandíbulas venido de oscuras regiones de miseria. ¿Quién era yo? Responder a esta pregunta me hubiese causado
grandes problemas. Afuera, tuve una corta visión: a dos pasos, justo en la esquina de la calle que yo debía abandonar, había una mujer parada con un carrito de niños, la percibía bastante mal, ella maniobraba el cochecito para hacerlo entrar por la puerta cochera. En ese instante entró por esta puerta un hom bre al que yo no había visto acercarse. Ya había pasado el umbral cuando hizo un movimiento para atrás y volvió a salir. Mientras él permanecía al lado de la puerta,
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el cochecito, pasando delante de él, se alzó ligeramente para franquear el umbral y la joven, tras haber levantado la cabeza para mirar, desapareció a su vez. Esta corta escena me exaltó hasta el delirio. Sin duda no podía explicármelo completamente y sin embargo estaba seguro, había captado el instante a partir del cual la luz, habiendo tropezado con un acontecimiento verdadero, iba a apresurarse hacia su fin. Ya llega, me dije, el fin viene, algo sucede, el fin comienza. Estaba embargado por la alegría. Me dirigí a esta casa, pero sin entrar en ella. Por el orificio, veía el principio oscuro de un patio.
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Me apoyé en el muro de afuera, tenía, por cierto, mucho frío; el frío me rodeaba de pies a cabeza, sentía que mi enorme estatura tomaba lentamente las dimensiones de este frío inmenso, se elevaba tranquilamente según las leyes de su legítima naturaleza y yo reposaba en la alegría y la perfección de esta dicha, por un instante la cabeza tan alto como la piedra del cielo y los pies en el pavimento. Todo eso era real, sépanlo. No tenía enemigos. No me molestaba nadie. A veces en mi cabeza se creaba una vasta soledad en la que el mundo desaparecía por completo, aunque salía
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de allí intacto, sin un rasguño, nada lo malograba. Estuve a punto de perder la vista, al machacarme alguien cristal en los ojos. Esa acción me estremeció, lo reconozco. Tuve la impresión de entrar en el muro, de errar en una maraña de sílex. Lo peor era la brusca, la horrorosa crueldad de la luz; no podía ni mirar ni dejar de mirar; ver era lo espantoso, y parar de ver me desgarraba desde la frente a la garganta. Además, escuchaba unos gritos de hiena que me ponían bajo la amenaza de un animal salvaje (esos gritos, creo, eran los míos).
Una vez quitados los cristales, me colocaron bajo los párpados una película protectora y sobre los
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párpados murallas de compresas de algodón. No debía hablar, porque las palabras tiraban de los
puntos de la cura. «Usted dormía», me dijo el médico más tarde. ¡Yo dormía! Tenía que hacer frente a la luz de siete días: ¡unbuen achicharramiento ! Sí, siete días a la vez, las siete iluminaciones capitales convertidas en la vivacidad de un solo instante me pedían cuentas. ¿Quién hubiera imaginado eso? A veces, me decía: «Es la muerte; a pesar de todo, vale la pena, es impresionante.» Pero a menudo moría sin decir nada. A la larga, me fui convenciendo de que veía cara a cara a la locura de la luz; esa era la verdad: la luz se volvía loca, la claridad había perdido el sentido; me acosa ba
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irracionalmente, sin regla, sin objetivo. Este descubrimiento fue una dentellada en mi vida.
¡Dormía! Al despertar, tuve que oír a un hombre que me preguntaba: ¿tiene algo que denunciar? Extraña pregunta dirigida a alguien que acaba de tener relación directa con la luz. Incluso sano, dudaba de estarlo. No podía ni leer ni escribir. Estaba rodeado de un norte brumoso. Pero he aquí lo extraño: aunque recordase el contacto atroz, languidecía viviendo tras unas cortinas y cristales ahumados. Yo quería ver algo a pleno día; estaba harto del agrado y confort de la penumbra; tenía para
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con la luz un deseo de agua y de aire. Y si ver significaba el fuego, yo exigía la plenitud del fuego, y si ver significaba el contagio de la locura, deseaba locamente esta locura. En la institución se me concedió una pequeña posición. Yores pondía al teléfono. El doctor tenía un laboratorio de análisis (se interesaba por la sangre); la gente entraba, bebía una droga; echados en pequeños lechos, se dormían. Uno de ellos cometió una travesura notable: tras haber absorbido el producto oficial, tomó un veneno y cayó en coma. El médico lo consideraba una villanía. Resucitó y «Se querelló» contra ese sueño fraudulento.
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¡Encima! Este enfermo, me parece, merecía algo mejor. Aunque tenía la vista apenas mermada, caminaba por la calle como un cangrejo, agarrándome firmemente a las paredes y, cuando las soltaba, con el vértigo alrededor de mis pasos. Sobre estos muros, veía a menudo el mismo anuncio, un anuncio modesto, pero con letras bastante grandes: Tú también, tú lo quieres. Ciertamente, yo lo quería, y cada vez que me encontraba estas palabras considerables, lo quería. Sin embargo, algo en mí cesó bastante rápido de querer. Leer me suponía una gran fatiga. Leer nome fatigaba menos que hablar,
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la mínima palabra verdadera exig ex igía ía de mí no sé qué fuerza qu que e me falt faltaba. aba. Me decían: decían: ust usted ed se se rego reg odea co consusdif ificultade icultades. s. Est ste e pr p ropós ósiito me sorprendía. A los veiinte años, ve años, en la mism sma a co cond ndiición ció n, na nad die me lo ha habrí bría a notado notado.. A los cu cuaren arentta, unpo poco copo pobre, bre, me volvía mis iserab erable. le. ¿De ahí ahí ven venía ía esta est a pen peno osa apa apari rien encia? cia? En mi opiinió op nión n, se me peg pegaba aba de la call calle e. Las calles no me enriquecían como com o hubier hubieran an debido hacerl hacerlo o razon razo nablem ablemen entte. Al contrari contrario, o, al circular por las aceras, al internarme na rme en la clari clarida dad d de los metr etros, os, al pasar por por ad adm mirabl irables es aven av eniida das s en las que la ciudad res pllandecía magn p gníífi fic camente, me vollvía ext vo extrema remada dam men entte apagad apagado o, modesto y fati atig gad ado o y, reu reun niend iendo o y
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una parte una parte ex excesiva cesiva de la rui ruina anó an ónima ima,, atraía a con conti tin nuació ación n tanto más las las mi miradas cua cuanto nto que que no iban a mí dirigidas y me convert ertía ía en alg algo o un tanto vag ago o e info inf orm rme; e; de tan inf influy luyen ente, te, ostensible que ella, la ciudad, parecía. Lo que que es fasti fastid dioso de la mis miseria eria es que se no nota, y los que la ven piiensan: me están acusando; p ¿quién me ataca? Yo no deseaba en abso absoluto luto po port rtar ar la just justici icia a sobre mis espaldas.
Me decían (alguna vez el médico, otras las las enfermeras): usted es instruido, tiene capacidades; al no emplear aptitudes que, repartidas tid as entre diez personas a las las que les faltan, falta n, les permitirían viv vivir, ir, les priva pr iva de lo que no tie tienen nen,, y su
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loccura d e la lu z lo
indig digen encia, cia, qu que e po podría dría ser ser ev eviitada,, es una da una ofen ofensa sa a las nec necesi esida da-des de de ell ello os. Yo Yo pre preg guntaba: ¿Por qué qu é esto estos s serm sermo ones? ¿Es mi mi lugar lugar loquerobo robo? ? Quít uítenm enmelo. elo. Me veí veía a rodeado rodead o de de pensam pensamiientos injustos y de razon razonam amiien enttos mal aliintencion tenc ionad ado os. ¿Y quién quién se enfrentaba con contr tra a mí? mí? Un saber saber inv invis isibl ible e dell cu de cual al nadie tenía prue pruebas bas y que yo mismo buscaba en va vano no.. ¡Era instruido! Pero quizás no todo el tiem ti empo po.. ¿Cap apaz az? ? ¿Dónde estaba estaban n estas est as cap capacida acidad des qu que e util iliizan com co mo jueces sentado sentados s con la tog toga a en sus sus escaño escaños y di dispuest spuestos os a concondenarme den arme día día y no noche? che?
Yo quería bastante a los médicos, no me sentí sentíaa minimizado por sus dudas. El problema problema es que su
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autoridad aumentaba de hora en hora. No nos damos cuenta pero son unos reyes. Abriendo mis habitaciones, decían: Todo lo que está allí nos pertenece. Se lanzaban sobre mis recortes de pensamiento: Eso es nuestro. Interpelaban a mi historia: Habla, y ella se ponía a su servicio. Rápidamente me des- pojaba de mí mismo. Les distri- buía mi sangre, mi intimidad, les prestaba el universo, les daba la luz. A sus ojos, en nada asombra- dos, me convertía en una gota de agua, una mancha de tinta. Me reducía a ellos mismos, pasaba todo entero bajo su vista, y cuando, al fin, no tenían presente más que mi perfecta nulidad y ya nada más que ver, muy irritados, se levantaban gritando: Y bien, ¿dónde
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está usted? ¿Dónde se esconde? Esconderse está prohibido, es una falta, etc. Detrás de sus espaldas yo percibía la silueta de la ley. No la ley que nosotros conocemos, que es rigurosa y poco agradable; aquélla era otra. Lejos de caer bajo su amenaza, era yo quien parecía asustarla. De creerla, mi mirada era el rayo y mis manos motivos para perecer. Además, ella me atribuía ridículamente todos los poderes, se declaraba perpetuamente a mis pies. Pero no me dejaba pedir nada y, cuando me reconoció el derecho de estar en todos los lugares, ello significaba que no tenía sitio en ninguna parte. Cuando ella me colocaba
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por encima de las autoridades, eso quería decir: usted no está autorizado para nada. Si se humillaba: usted no me respeta.
Yo sabía que uno de sus fines era « hacerme administrar justicia». Ella me decía: «Ahora, eres un ser aparte; nadie puede nada contra ti. Puedes hablar, nada te compromete; los juramentos ya no te vinculan; tus actos pem1anecen sin consecuencias. Tú me pisoteas, y yo habré de ser para siempre tu sirviente.» ¿Una sirviente? No lo quería a ningún precio. Ella me decía: «Tú amas la justicia. — Sí, me parece. — ¿Por qué dejas que en tu persona tan notable se falte a la justicia? — Peromi persona 55
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no es notable para mí.
Si la justicia se debilita en ti, se vuelve débil en los otros, que sufrirán por ello. -Pero este asunto no le compete. -Todo le — compete. Sin embargo usted me lo ha dicho, estoy aparte. Aparte, si actúas;
nunca actuar.»
si dejas a
-
los demás
Ella estaba cayendo en palabras fútiles: « La verdad es que noso- tros ya no nos podemos separar. Te seguir é por todas partes, viviré bajo tu techo, tendr emos el mismo sueño.»
Yo había aceptado dejarme encerrar. Momentáneamente, me dijeron. Bien, momentáneamente. Durante las horas al aire libre, 56
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otro residente, un anciano de barba blanca saltaba sobre mis hombros y gesticulaba por encima de mi cabeza. Yo le decía: «¿Así que eres Tolstoi? » El médico me consideraba por ello bastante loco. Finalmente paseaba a todo el mundo sobre mi espalda, un nudo de seres estrechamente enlazados, una sociedad de hombres maduros, atraídos allá arriba por un vano deseo de dominar, por una chiquillada desgraciada, y cuando me derrumbaba (porque yo no era al fin y al cabo un caballo), ·la mayoría de mis camaradas, ellos también desplomados, me vapuleaban. Eran momentos gozosos. La ley criticaba vivamente mi conducta: « En otro tiempo lo he
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conocido muy diferente. -¿Muy dif erente? -No se burlaban de usted impunemente. Verlo costa ba la vida. Amarlo significaba la muerte. Los hombres cavaban fosas y se enterraban para esca par a su vista. Se decían entre sí: ¿Ha pasado? Bendita la tierra que nos cubre. -¿Se me temía hasta ese punto? -El temor no le bastaba, ni las alabanzas desde el f ondo del corazón, ni una vida recta, ni la humildad en las cenizas. Y sobre todo que no se me interrogue. ¿Quién osa pensar incluso en mí? »
Ella se encolerizaba singularmente. Me exaltaba, pero por ponerse a mi altura: « Usted es el hambre, la discordia, la muerte,
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la destrucción. -¿Por qué todo eso? -Porque soy el ángel de la discordia, de la muerte y del fin. -Bueno, le decía, con todo esto ya tenemos más que de sobra para que nos encierren a los dos.» La verdad es que ella me agrada ba. En ese ambiente superpo blado de hombres era el único elemento femenino. Una vez me hizo tocar su rodilla: una extraña impresión. Yole había declarado: No soy hombre que se contente con una rodilla. Su respuesta:
¡Eso sería asqueroso!
He aquí uno de sus juegos. Ella me enseñaba una porción del espacio, entre el alto de la ventana y el techo: «Usted está allí», decía. Yo miraba ese punto
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con intensidad. «¿Está usted ahí?» Yo lo miraba con todo mi poder. «¿Y bien?» Notaba saltar las cicatrices de mi mirada, mi vista se volvía una llaga, mi cabeza un agujero, un toro reventado. De repente, gritó: «Ah, veo la luz, ah, Dios», etc. Yo me quejaba de que ese juego me fatigaba enormemente, pero ella era insaciable de mi gloria. ¿Quién te ha arrojado cristales en la cara? Esta pregunta la retomaban en todas las preguntas. No me la proponían muy directamente, pero er a la encrucijada a la que conducían todos los caminos. Me habían hecho observar que mi respuesta no descubriría nada, porque desde mucho tiempo atrás todo estaba descubierto. 60
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« Razón de más para no hablar. -Veamos, usted es instruido, sabe que el silencio atrae la atención. Su mutismo lo traiciona de la forma menos razonable. » Yo les respondía: « Pero mi silencio es verdadero. Si se lo escondiese, lo encontrarían un poco más lejos. Si él me traiciona, tanto mejor para ustedes, les favorece, y tanto mejor para mí, al que ustedes declaran servir.» Tuvieron que remover cielo y tierra para poner fin a esto.
Yo estaba interesado en su investigación. Todos éramos como cazadores enmascarados. ¿Quién era interrogado? ¿Quién respondía? Uno se volvía el otro. Las palabras hablaban solas. El silencio
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entraba en ellos, refugio excelente, pues nadie más que yo lo advertía.
Me solicitaron: Cuéntenos cómo ha pasado todo «exactamente» . -¿Un relato? Comencé: Yo no soy ni sabio ni ignorante. He conocido alegrías. Decir esto es demasiado poco. Les conté la historia toda entera, que ellos escuchaban, me parece, con interés, al menos al principio. Sin embargo, el final fue para nosotros una común sorpresa. «Después de este comienzo, decían, vaya a los hechos.» ¡Cómo es eso! El relato ha bía terminado. Debí reconocer que no era ca paz de formar un relato con estos
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acontecimientos. Había perdido el sentido de la historia, eso ocurre en muchas enfermedades. Peroesta explicación sólo los vol-
vía más exigentes. Observé entonces por primera vez que ellos eran dos, que esta alteración en el método tradicional, aunque se explicase por el hecho de que uno era un técnico de la vista, el otro un especialista en enfermedades mentales, le daba constantemente a nuestra conversación el carácter de un interrogatorio autoritario, vigilado y controlado por una regla estricta. Ni uno ni otro, en verdad, era comisario de policía. Pero, siendo dos, a causa de ello eran tres, y este tercero quedaba firmemente convencido, estoy seguro, de que un escritor,
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un hombre que habla y que razona con distinción, es siempre capaz de contar unos hechos de los que se acuerda.
¿Un relato? No, nada de relatos, nunca más.
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