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Cándido o el opt1rn1srr10 VOLTAIRE
Traducción de María Teresa León
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Clásicos Losada Primera edición: febrero de 200 5 ©Editorial Losada, S A, 2004 Moreno 3362 - 1209 Buenos Aires, Argentina Viriaro, 20 - 2.8010 Madri_d, España T +34 914 45 71 65 F +34 914 47 05 73 ww\v.ediroriallosada .com Distribuido por Editorial Losada, S. L. Calleja de los Huevos, 1, .2º izda - 33003 Oviedo Impreso en la Argentina Título original: Candide ou l'optimisme Traducción del francés: h1aría Teresa León Tapa: Peter Tjebbes Maquetación: Taller dei Sur Queda hecho d depósito que marca la ley l í 723 Libro de edicióñ argentina Tirada: 3 .000 ejemplares
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2005 164 p.; 18 x 12 cm - (Biblioteca Clásica y Contemporánea. Clásicos Losada, 686)
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ISBN 950-03-0635-2 Traducido por Ma1ía Teresa León 1 Narrativa Francesa. l. León, Maria Teresa. II Título CDD 843
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Nota sobre la traducción
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CANDIDO O EL OPTIMISMO
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. NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
Esta versión castellana de Cándido o el optimismo, de Voltaire, respeta en lo posible el uso de lo~ tiempos verbales que, con libertad y osadía, hizo en su época el autor. También quiere respetar esta versión el empleo de los signos de puntuación de las ediciones más antiguas y autorizadas, puntuación que no siempre concuerda con la que acepta hoy día la oficialidad de b lengua castellana.
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Cándido o el optirnisrno
Traducido del alemán por el doctor Ralph {Con las adiciones encontradas en el bolsillo del doctor, cuando murió en M.inden, el Año de Gracia 1759.)
Capítulo I Cómo fue educado Cándido en un hermoso castillo y cómo lo echaron de él
Había en la Vestphalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un muchacho a quien la naturaleza había dado las costumbres más dulces. Su rostro anunciaba su alma. Su juicio era· bastante seguro, su espíritu muy simple; tal vez, por esta razón, le llamaban Cándido. Los viejos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honesto y buen gentilhombre de la vecindad, con quien la muchacha no quiso casarse nunca, porque no había podido probar él más que setenta y un cuartos,1 y porque el resto de su árbol genealógico se había perdido por la injuria del tiempo. El señor barón era uno de los más poderosos señores de la Vestphalia, porque su castiilo tenía una puerta y ventanas. El gran salón estaba adornado con un tapiz. Todos los perros de sus corrales formaban, si era necesario, una jauría; los palafreneros eran sus monteros; el vicario del pueblo, su gran limosnero. Todos le llamaban Monseñor, y reían cuando contaba sus historias. ' La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, gozaba por ello de una con1 Los cuartos de nobleza representan la totalidad de los antepasa-
dos nobles de una persona, pertenecientes a la misma generación.
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sideración muy grande y hacía los honores de la casa con una dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era arrebatada de color, fresca, gorda y apetitosa. El hijo del barón parecía en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa y el pequeño Cándido escuch::i_ba sus lecciones con toda la buena fe de su edad y de su carácter. Pangloss enseñaba la metafísico-teólogo-cosmolo-·nigología. Demostraba2 admirablemente que no hay efecto sin causa y que en éste, el mejor de los mundos posibles, el castillo del se_ñor barón era el más hermoso de los castillos y la señora la mejor de las baronesas imaginables. "Está demostrado, decía, que las cosas no pueden ser de otra manera, ya que, estando hechas para un fin, todo conduce necesariamente hacia el mejor fin posible. Notad bien que las narices fueron hechas para llevar anteojos, así pues "'tenemos anteojos. Las piernas fueron visiblemente hechas para ser calzadas, y tenemos las calzas. Las piedras fueron hechas para ser talladas y para hacer castillos, por eso monseñor tiene un hermoso castillo; el barón más grande de la provincia debe ser el que esté mejor alojado; y los cer-· dos fueron hechos para ser comidos, y por eso comemos puerco todo el año. En consecuencia, los que han dicho que todo está bien han dicho una tontería; hubieran debido decir qhe todo es lo mejor posible." Cándido escuchaba atentamente, e inocentemente 2 Voltaire se burla aquí y en toda esta obra de la filosofía de I.eib-· niz (1646-1716).
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lo creía; ya que encontraba a la señorita Cunegunda muy hermosa, aunque no hubiese tenido nunca el atrevimiento de decírselo. Pensaba que después de la dicha de haber nacido barón de Thunder-tentronckh, el segundo grado de la felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla todos los días; y el cuarto, escuchar al maestro Pangloss, el más gran filósofo de la provincia, y por tanto de toda la tierra. Un día, Cunegunda, paseándose cerca dei castíllo, en el pequeño bosque que llamaban el parque, vio entre la maleza al doctor Pangloss dandb una lección de física experimental a la camarera de su madre, morenita, muy bonita y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía una gran disposición para las ciencias, observó, sin respirar~ las expeüencias reiteradas de las que era testigo; y vio con claridad la razón suficiente del doctor, les efectos y las causas, y se volvió muy agitada, pensativa, llena de deseos de ser sabia, so· ñando que ella podría muy bien ser la razón suficiente del joven Cándido 5 que también podía ser la suya. Al regresar hacia el castillo, se encontró con Cándido y enrojeció; Cándido enrojeció también; ella le dijo buenos días con la voz entrecortada, y Cándido habló sin saber lo que dedaº Al día siguiente después de, comer, al levantarse de la mesa, Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió, ella le tomó inocentemente la mano, el joven besó ino·· centemente la mano de la muchacha con una vivacidad, una sensibilidad, una gracia muy particular; sus bocas se encontraron, sus ojos se inflarnaron, sus ro dillas temblaron, sus manos se extraviaronº El señor
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barón de Thunder-ten-tronckh pasó cerca del biombo, y, viendo aquellas causas y aquellos efectos, echó del castillo a Cándido dándole patadas en el trasero; Cunegunda se desvaneció; fue abofeteada pot la señora baronesa cuando volvió en sí; y todo fue consternación en el más bello y agradable de los castillos posibles.
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Capítulo U Lo que le sucedió a Cándido entre los Búlgaros
Cándido, expulsado del paraíso terrestre, anduvo largo tiempo sin saber por dónde, llorando, levantando los ojos al cielo, volviéndolos muchas veces hacia el más hermoso de los castillos que encerraba a la más bella de las baronesas; se acostó sin cenar en medio de los campos entre dos surcos; la nieve caía en gruesos copos. Cándido, helado, se arrastró al día siguiente hacia el pueblo más próximo, que se llamaba Valdberghoff-trarbk-dikdorff, sin dinero, muriéndose de hambre y de cansancio. Se detuvo tristemente a la puerta de una taberna. Dos hombres, vestidos de azul,3 lo observaron: "Camarada, dijo uno de ellos, he ahí un muchacho bien formado y que tiene la talla requerida." Avanzaron hacia Cándido y le rogaron muy amablemente que comiese con ellos, "Señores, ies dijo Cándido con encantadora modestia, me hacéis mucho honor, pero yo no tengo con qué pagar mi parte. -¡Ah! Sejior, le dijo uno de los azules, las personas con vuestra figura y vuestro mérito no pagan nunca nada: ¿no tenéis cinco pies y cinco pulgadas de alto? -Sí, Señores, ésa es mi talla, dijo haciendo una reverencia. -¡Ah!, Señor, sentaos a la mesa; no solamente noso3 Cándido fue publicado durante la guerra de los Siete Años, 1756-1763.. Los reclutadores prusianos iban de azul
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tros pagaremos, sino que no consentiremos jamás que a un hombre así le falte dinero; los hombres estamos hechos para socorrernos los unos a los otros. ·-Tenéis razón, dijo Cándido; es lo que el señor Pangloss me ha dicho siempre, y veo que todo es para mejor." Le rogaron que aceptara algunos escudos, los tomó y quiso firmar recibo; no quisieron y se sentaron a la mesa: "¿No amáis tiernamente? ... -¡Oh, sí!, respondió, amo tiernamente a la señorita Cunegunda. --No, dijo uno de los señores, os preguntamos si amáis tiernamente al rey de los Búlgaros. --·Para nadá, qijo, porque jamás lo he visto. -¡Cómo!, es el más encantador de los reyes, y hay que beber a su salud. --Con mucho gusto, Señores"; y bebe. "Ya es bastante, le dicen, ya sois el apoyo, el sostén, el defensor, el héroe de los Búlgaros; vuestra fortuna está hecha, y asegurada vuestra gloria." Inmediatamente le ponen en los pies las espuelas, y lo llevan al regimiento. Lo h;i.cen andar a la derecha, a la izquierda, alzar la baqueta, 4 bajar la baqueta, echarse cuerpo a tiena, tirar~ dob_lar el paso, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente hace las maniobras menos mal, y no recibe más que veinte golpes; al otro día no le dan más que diez, y sus camaradas lo miran como a un prodigio. Cándido, muy asombrado, no acertaba a comprender bien por qué era un héroe. Amaneció un día hermoso de pr;imavera y se fue a pasear, echándose a andar en línea recta, creyendo que era un privilegio de la especie humana, tanto como de la especie animal, el servirse a su antojo de las piernas. No había 4 La baqueta del fusil servía para introducir la pólvora en el cañón.
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hecho dos leguas cuando se encontró con otros cua.tro héroes de seis pies que lo alcanzan, lo ligan, lo meten en un calabozo. Le preguntaron jurídicamente qué era lo que más le gustaba, si ser azotado treinta y ~eis veces por todo el regimiento o recibir de una vez doce balas de plomo en el cerebro. De nada le valió decir que las voluntades son libres, y que no deseaba ni lo uno ni lo otro, tenía que elegir; y se decidió, en ~irtud de un don de Dios que se llama libertad, a pasar treinta y seis veces por los palos; hizo dos pasadas. El regimiento era de dos mil hombres; lo que sumaba cuatro mil golpes que, desde la nuca y el cuello hasta el culo, le descubrieron los músculos y los nervios. Cuando iban a proceder a la tercera pasada, Cándido, no pudiendo ya más, pidió como gracia que tuvieran la bondad de romperle la cabeza; y obteniendo ese favor le vendan los ojos y le ponen de rodillas. El rey de los Búlgaros, pasando en ese momento, se informa del crimen del paciente; y, como era un rey in teligente, comprendió, por todo lo que le dijeron de Cándido, que éste era un joven metafísico, muy ignorante de las cosas de este mundo, y le concedió su gracia con una clemencia que será alabada en todos los periódicos y por todos los siglos. Un bravo cirujano curó a Cándido en tres semanas con los emolientes enseñados por Dioscórides. Ya tenía un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey de los Búlgaros libró batalla al rey de los Ábaros.s
5 Los Ábaros, pueblo escita, representan aquí a los franceses; los Búlgaros son los prusianos .
Capítulo III Cómo Cándido se escapó de los Búlgaros, y lo que le ocurrió
Nada tan hermoso, tan ágil, tan brillante, tan bien ordenado como aquellos dos ejércitos. Las trompetas, los pífanos, los oboes, los tambores, los cañones, formaban tal armonía como no la hubo jamás en el infierno. Los cañones derribaron primero cerca de seis mil hombres de cada lado; luego la mosquetería sacó del mejor de los mundos alrededor de nueve o diez mil bribones que infectaban su superficie. La bayoneta fue también la razón suficiente de la muerte de algunos millares de hombres. El total podía muy bien subir a unas treinta mil almas. Cándido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo dlfrante esta heroica carnicería. -Al fin, mientras los dos reyes hacían cantar el Te Deum cada uno en su campo, él tomó la decisión de irse a razonar a otra parte acerca de los efectos y las causas. Pasó primero sobre un montón de muertos y de moribundos, y alcanzó un pueblo vecino, todo cenizas; era una aldea ábara que los Búlgaros habían quemado, según las leyes del derecho público. Aquí los ancianos acribillados' a golpes miraban morir a sus mujeres degolladas, que sostenían sus niños en los pechos ensangrentados; allá las hijas con el vientre abierto después de haber saciado los deseos naturales de algunos héroes rendían su último suspiro; otras, a 2I
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medio quemar, gritaban que ies diesen la muerte. Los sesos estaban esparcidos sobre la tierra entre brazos y piernas cortadas. Cándido huyó lo más rápidamente posible a otro pueblo: éste pertenecía a los Búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tratado igual. Cándido, pasando siempre sobre miembros palpitantes o a través de ruinas, llegó al fin fuera del teatro de la guerra, con algu nas pocas provisiones en su saco, y sin olvidar nunca a la señorita Cunegunda. Las provisiones le faltaron al llegar a Holanda; pero, habiendo oído decir que en ese país todo el mundo es rico; y que eran cristianos, no dudó de que sería tratado tan bien como en el castillo del señor barón antes de que lo echasen por los bellos ojos de la señorita Cunegunda. Pidió limosna a varios graves personajes, que le respondieron que, si continuaba ejerciendo ese oficio, lo encerrarían en la casa de corrección para enseñarle a vivir. • Se dirigió entonces a un hombre que acababa de hablar, él solo, una hora seguida sobre la caridad ante una gran asamblea. El orador lo miró de reojo y le dijo: ¿Qué venís a hacer aquí? ¿Estáis por la buena causa? -No hay efecto sin causa, respondió modestamente Cándido, todo está necesariamente encadenado y arret:;lado para lo mejor. Tenían que echarme del l
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pan. --Tú no mereces comerlo, dijo el otro; vete, bribón, vete, miserable, y no te me acerques más en tu vida." La mujer del orador se había asomado a la ventana y viendo un hombre que dudaba de que el papa fuese el anticristo, le volcó sobre la cabeza todo un orinal...! i Santo cielo, a qué excesos lleva a las damas el celo por la religión! Un hombre que no había sido bautizado, un buen anabaptista, llamado Jacques, vio la manera cruel e ignominiosa con que trataban a uno de sus hermanos, un ser de dos pies sin plumas, que poseía un alma; y lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines, y hasta quiso enseñarle a trabajar en sus fábricas de telas de Persia hechas en Holanda. Cándido, casi postrándose ante él, le decía: "Ya me decía el maestro P;:ingloss que todo es para mejor en este mundo, puesto que estoy infinitamente más emocionado ante vuestra extremada generosidad que ante la dureza de ese señor de abrigo negro y de su señora esposa. A la mañana siguiente, paseándose, encontró un pordiosero cubierto de pústulas, con los ojos muertos, la punta de la nariz comida, la boca torcida, los dientes negros, de voz gutural, atormentado por una tos violenta y que escupfa un diente a cada esfuerzo.
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Capítulo IV Cómo Cándido encontró a su antiguo maestro de filosofía) el doctor Pangloss) y lo que sucedió Cándido, más conmovido de compasión que de horror, dio al espantoso pordiosero los dos florines que había recibido de su honesto anabaptista Jacques. El fantasma lo miró fijamente; vertió algunas lágrimas, y saltó a su cuello. Cándido, aterrado, re-· trocede. "¡Ay!, dice el miserable al otro miserable, ¿no reconocéis ya a vuestro querido Pangloss? --¿Qué es lo que oigo?- ¡Vos, mi querido maestro, en ese estado horrible! ¿Qué desgracia os ha sucedido? ¿Por qué no estáis más en el más hermoso de los castillos? ¿Qué ha ocurrido a la señorita Cun.egunda, la perla de las hijas, la obra maestra de la naturaleza? -No puedo más", dijo Pangloss. Cándido inmedia·· tamente lo llevó a la barraca del anabaptista donde le hizo comer un poco de pan; y cuando Pangloss se repuso: "Y bien, le dijo, ¿y Cunegunda? -Ha muerto", contestó el otro. Cándido se desvaneció ante estas palabras; su amigo le volvió ios sentidos con un poco de mal vinagre que encontró por azar en la ba rraca. Cándido reabre los ojos. ¡Cunegunda muerta! ¡Ah! el mejor de los mundos, ¿dónde estás? Pero ¿de qué enfermedad ha muerto? ¿No sería por haberme visto echar del castillo de su señor padre a punta·· piés? -No, dice Pangloss; la han desventrado los soldados búlgaros después de haber sido violada cuan)
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to se puede serlo; han roto la cabeza del señor barón que quiso defenderla; la señora baronesa fue cortada en pedazos; mi pobre pupila fue tratada exactamente como su hermana; y en cuanto al castillo, no quedó piedra sobre piedra, ni un establo, ni un cordero, ni un pato, ni un árbol; pero hemos sido bien venga-· dos, porque los ábaros han hecho otro tanto en una baronía vecina que pertenecía a un señor búlgaro." Ante este discurso, Cándido volvió a desvanecerse; pero, vuelto en sí, y habiendo dicho todo lo que debía decir, se informó de la causa y el efecto, y de la razón suficiente que había puesto a Pangloss en tan triste estado. "¡Ay! dijo el otro, es el amor; el amor~ consolador del género humano, el conservador del universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor. -¡Ay!, dijo Cándido, yo he conocido ese amor, ese soberano de los corazones, esa alma de nuestra alma; no me ha v~lido nunca más que un beso y veinte patadas en el culo. ¿Cómo esta bella causa ha podido produciros un efecto tan abominable?" Pangloss le respondió en estos términos: "¡Oh, mi querido Cándido! Habéis conocido ..a Paquette, esa línda doncella de nuestra augusta baronesa; he gozado en sus brazos las delicias del paraíso, que han producido luego estos infernales tormentos que como veis hoy me devoran; ella estaba infectada, tal , vez esté ya muerta. Paquette había recibido ese presente de un franciscano muy sabio, que había remontado a las fuentes; porque lo había recibido de una vieja condesa, que lo había recibido de un capitán de caballería, quien se lo debía a una marquesa, quien lo tenía de un paje, que lo había recibido de un 2.6
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jesuita que, siendo novicio, lo había recibido en línea recta de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. En cuanto a mí, no se lo daré a ninguno, porque me muero. -¡Oh Pangloss!, gritó Cándido, ¡he aquí una extraña genealogía! ¿No está el diablo en su origen? ---·Nada de eso, Teplicó el gran hombre; era una cosa indispensable en el mejor de los mundos, un ingrediente necesario: porque, si Colón no hubiese atrapado en una isla de América esta enfermedad que en venena la fuente de la generación, y' que a menudo llega hasta a impedir la generación, y que es eviden-· temente lo opuesto del gran fin de la naturaleza, no tendríamos ni el chocolate ni la cochinilla; hay también que observar que hasta hoy, en nuestro continente, esta enfermedad es partic:Jlarmente nuestra, como la controversia. Los Turcos, los Indios, los Persas, los Chinos, los Siameses, los Japoneses no la conocen todavía; pero hay una razón suficiente para que la conozcan a su vez dentro de algunos siglos. 1v1ientras tanto, ha hecho un prodigioso progreso entre nosotros y sobre todo en esos grandes ejércitos compuestos de honestos mercenarios bien educados que deciden ei destino de los Estados; se puede asegurar que, cuando treinta mil hombres combaten en orden de batalla contra tropas de igual número, hay alrededor de veinte mil sifilíticos de cada lado. -Lo cual es admirable, dijo Cándido, pero hay que haceros curar.--¿ Y cómo conseguirlo?, dijo Pangloss; no tengo un céntimo, are.igo mío; y, en toda la exten~ sión de este globo, no puede uno hacerse sangrar ni la• • 1 var sm pagar, o sm que a1gmen pague por uno. l
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Este último discurso determinó a Cándido, que fue a echarse a los pies de su caritativo anabaptista Jacques, y le hizo una pintura tan conmovedora del estado a que había quedado reducido su amigo que el buen hombre no dudó en recibir al doctor Pangloss, y io hizo curar a sus expensas. Pangloss, en la cura, no perdió más que un ojo y una oreja. Escribía bien y sabía perfectamente la aritmética. El anabaptista Jacanes hizo de él su tenedor de líbros. Al cabo de dos meses, obligado a ir a Lisboa por asuntos de sucomercio, llevó en su barco a sus dos filósofos. Pangloss le explicó entonces cómo todo era lo mejor de lo mejor. Jacques no opinaba igual. "Forzosamente, decía, los hombres han corrompido un poco la naturaleza, ya que no han nacido lobos, y lobos se han vuelto. Dios no les ha dado ni cañones de a veinticuatro ni bayonetas, y ellos han hecho bayonetas y cañones para destruirse.6 Podría pq,ner en la misma cuenta las quiebras, y la justicia que se apropia de los bienes de los quebrados para frustrar a los acreedores. -Todo esto era indispensable, replicaba el doctor tuerto, y las desgracias individuales hacen el bien de todos, de manera que cuanto más desgracias particulares hay, mejor va todo." Mientras así razonaba, se oscureció el aire, los vientos soplaron de los cuatro rincones del mundo, y el barco se vio envuelto en la más horrible tempestad ante el puerto de lisboa. i
6 Entonces se indicaba el calibre por el peso en libras del proyectil.
Capítulo V Tempestad) naufragio) terremoto y lo que les sucedió al doctor Pangloss) a Cándido y al anabaptista Jacques
La mitad de los pasajeros, debilirados, expirando en las inconcebibles angustias que los balanceos de un barco producen en los nervios y en todos los humores del cuerpo agitados en sentido contrario, no tenía ya ni fuerzas para inquietarse del peligro. La otra mitad lanzaba gritos y rezaba oraciones; las velas estaban desgarradas, los mástiles rotos, el barco entreabierto. Trabajaba el que podía, nadie se oía, nadie mandaba. El anabaptista ayudaba un poco en la maniobra; estaba en la cubierta, y un marinero furioso le golpea rudamente, tumbándole en las tablas; pero también él, del golpe que dio, recibió una violenta sacudida que le hizo caer cabeza abajo fuera del barco. Quedó suspendido y colgado del mástil roto. El buen Jacques corre a socorrerlo, ayudándolo a levantarse, y del esfuerzo que hizo cae en el mar ante los ojos del marinero, quien lo dejó morir sin ni siquiera dignarse mirarlo. Cándido se acerca, ve a su bienhechor, que reaparece un momento, y es tragado para siempre. Quiere arrojarse tras él al mar; pero se lo impide el filósofo Pangloss, demostrándole que la rada de Lisboa estaba hecha expresamente para que se ahogase ese anabaptista. Mientras estaba demostrándolo a priori, el barco se abre y todo perece, salvo Pangloss, Cándido, y ese marinero brutal que ha-bía ahogado al virtuoso anabaptista; el bribón nadó fe-
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lizmente hasta la orilla, a donde Pangloss y Cándido fueron transportados sobre una tabla. Cuando volvieron en sí, se encaminaron hacia Lisboa; les quedaba algún dinero con el que esperaban salvarse del hambre, habiéndose salvado de la tormenta. No bien ponen los pies en la ciudad, llorando la muerte de su bienhechor, sienten que la tierra tiembla bajo sus, pies; el mar se alza hirviendo en el puerto, y destroza los ban:os allí anclados. Torbellinos dellamas y cenizas cubren las calles y plazas públicas; las casas se desmoronan, los techos caen sobre los cimientos y los cimientos se desintegran; treinta mil habitantes de toda edad y sexo quedan aplastados bajo las ruinas. El marinero decía, silbando y jurando: "Algo habrá que ganar aquí. --¿Cuál será la razón suficiente de este fenómeno?, decía Pangloss. -¡He aquí el último día del mundo!", gritaba Cándido. El marinero corre desenfrenado entre. los escombros, afronta la muerte por hallar dinero, ío halla, lo toma, se emborracha y~ habiendo dormido la borrachera, compra los favores de la primera muchacha de buena voluntad que encuentra, entre las ruinas de las casas destruidas y en medio de moribundos y de muertos. Pangloss mientras tanto le tiraba de la manga. "Amigó mío, le decía, esto no está bien, faltáis a la razón universal; no es éste el momento. -¡Rayos y centellas! respondió el otro, soy marinero y nacido en Batavia; he pisoteado cuatro veces el crucifijo en cuatro viajes al Japón;7 ¡diste con tu hombre en eso de tu razón universal!" 7 Parece que los japoneses obligaban a ciertos enemigos o traidores a profanar así la cruz.
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Algunos trozos de piedra habían herido a Cándido; estaba tendido en la calle y cubierto de escombros. Decía a Pangloss: "¡Ay! procúrame un poco de vino y de aceite; me muero. -Este temblor de tierra no es cosa nueva, respondió Pangloss; la ciudad de Lima sufrió las mismas sacudidas en Améríca el año pasado; a mismas causas, mismos efectos: hay seguramente una capa de azufre bajo tierra, desde Lima hasta Lisboa. -Nada más probable, dijo Cándido; pero, por Dios, un poco de aceite y de vino. --¿Cómo, probable?, replicó el filósofo; sostengo que la cosa está demostrada." Cándido perdió el conocimiento y Pangloss le trajo un poco de agua de una fuente cercana. Al día siguiente, habiendo encontrado, metiéndose por entre los escombros, algunas provisiones comestibles, pudieron recuperar un tanto sus fuerzas. Trabajaron luego como íos demás para aliviar el sufrimiento de los habitantes que habían escapado de la muerte, Unos ciudadanos a quienes socorrieron les ofrecieron una cena tan buena como era posible en semejante desastre. Es verdad que la comida fue triste; los comensales rociaron su pan con sus lágrimas; pero Pangloss los consoló diciéndoles que las cosas no podían ser de otro modo: "Porque, dijo, todo esto es lo mejor posible. Porque si hay un volcán en Lisboa, no podía hallarse en otra parte. Porque no es posible que las cosas no estén en donde están. Porque todo está bie~." Un hombrecillo negro, familiars de la Inquisición, sentado junto a él, tomó cortésmente la pala8 Oficial a cargo de las detenciones.
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bra y dijo: "Aparentemente el señor no cree en el pecado original porque si todo es lo mejor posible, deduce que no ha habido caída ni castigo. -Pido humildemente perdón a Vueistra Excelencia, respondió Pangloss más cortésmente aún, pues la caída del hombre y la maldición formaban parte necesariamente del mejor de los mundos posibles. -¿El señor no cree entonces en la libertad?, dijo el familiar. -Vuestra Excelencia me excusará, dijo Pangloss; la libertad puede convivir con la necesidad absoluta; porque era necesario que fuéramos libres; , porque, en fin, la voluntad determinada ... " Pangloss estaba en mitad de su frase cuando el familiar hizo un gesto con la cabeza a su lacayo que le estaba sirviendo vino de Porto, o de Oporto.
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Capítulo VI Córrio hicieron un hern1oso auto de fe para impedir los terremotos~9 y cómo Cándido fue azotado
Una vez que el terremoto hubo destruido las tres cuartas partes de Lisboa, los sabios del país no hallaron método más eficaz para impedir la ruina total que ofrecer al pueblo un hermoso auto de fe; fue decidido por la universidad de Coimbra que el espectáculo de algunas personas quemadas a fuego lento, con gran ceremonial, es un secreto infalible para impedir que la tierra tiemble. Habían arrestado por consiguiente a un vizcaíno convicto de haberse casado con su comadre; y a dos portugueses que al comer un pollo le habían quitado el lardo; 1º vinieron después de cenar para maniatar al doctor Pangloss y a su discípulo Cándido, uno por habet hablado y el otro por haber escuchado con aire de aprobación: ambos fueron llevados por separado a ciertos apartamentos extremadamente frescos, en los que no se es nunca incomodado por el sol; ocho días después les pusieron a ambos sendos sambenitos,11 y 9 El famoso terremoto de Lisboa, en
el que murieron treinta rnil
personas, ocurrió el 10 de noviembre de 1755 . Hubo otro terremoto el 21 de diciembre del mismo año . 10 Habían 'judaizado", se habían comportado como judíos . 11 El sambenito, con forma de escapulario, lleva pintados diablos y llamas. Lo llevan los condenados a la hoguera . Quien confiesa y se sal va, lo lleva con las llamas al revés y sin diablos .
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adornaron sus cabezas con mitras de papel: la mitra y el sambenito de Cándido llevaban pintados llamas al revés y diablos sin colas ni garras; pero los diablos de Pangloss llevaban garras y colas, y las llamas estaban al derecho. Así ataviados anduvieron en procesión, y oyeron un sermón muy patético, seguido de una bella música en fabordón.12 Cándido fue azotado, siguiendo la cadencia, mientras se cantaba; el vizcaíno y los dos hombres que no habían querido comer el lardo fueron quemados, y Pangloss fue colgado, si bien ello no es habitual. El mismo día la tierra volvió a temblar con horrible estruendo. Cándido, espantado, turbado, perdido, todo ensangrentado, palpitante, decíase a sí mismo: "Si éste es el mejqr de todos los mundos posibles, ¿cómo se-· rán los otros? Vaya y pase que me hayan azotado, ya lo he sido por los Búlgaros. Pero ¡oh, mi querido Pangloss! ¡el más grande de los filósofos! ¡haberos visto colgar sin saber por quér¡Oh, mi querido ahabaptista! ¡el mejor de los hombres! ¡tuvisteis que ahogaros en el puerto! ¡Oh, señorita Cunegunda! ¡la perla de las muchachas! ¡tuvieron que abriros el vientre!" Apenas si podía tenerse en pie, sermoneado, azotado, absuelto y bendecido cuando, al aleíarse, una vieja le dirigió la palabra y le dijo: "Ánimo, hijo mío, seguidme."
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12 El fa bordón es un contrapunto sobre canto llano usado especialmente en la música religiosa .
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Capítulo VII Cómo una vieja curó a Cándido y cómo éste volvió a hallar lo que amaba
Cándido no se animó, pero siguió a la vieja hasta un cuchitril; la vieja le dio allí una pomada para que se frotase, y le dejó de comer y beber; mostróle un pequeño lecho bastante limpio. Juntb al lecho había un traje completo. "Comed, bebed, dormid, le dijo, y que Nuestra Señora de Atocha,13 monseñor San Antonio de Padua y monseñor Santiago de Compostela os guarden: volveré mañana." Cándido aún sorprendido de lo que había visto, de lo que había sufrido, y r:iás aún de la caridad de la vieja, quiso besarle la mano. "No es mi mano la que se debe besar, dijo la vieja; volveré mañana. Frotaos con la pomada, co· med y dormid." Cándido, pese a tantas desventuras, comió y durmió. Al día siguiente la vieja le lleva de almorzar, ausculta su espalda, lo frota ella misma con otra pomada; le trae luego de comer; vuelve por la noche, y le trae de cenar. Al otro día repitió el ceremonial. "¿Quién sois? le decía Cándido cada vez; ¿quién os ha inspirado tanta bondad? ¿Cómo puedo daros las gracias?" La buena mujer no respondí~ nada; volvió esa noche sin traer la cena. "Venid conmigo, dijo, y 13 "Esta Nuestra Señora es de madera, ilora todos los años el día de su fiesta, y el pueblo llora también" . (N. de Voltaire)
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ni una palabra." Lo coge por el brazo y camina por el campo con él por espacio de un cuarto de milla: llegan a una casa aislada, rodeada de jardines y canales. La vieja golpea a una portezuela. Abren; conduce a Cándido, por una escalera reservada, hasta un gabinete dorado, lo deja sobre un sofá de broca-· do, cierra la puerta y se va. Cándido creía soñar, y veía toda su vida como un sueño funesto, y el momento presente come un sueño dichoso. La vieja reapareció casi enseguida sosteniendo con dificultad a una mujer temblc>rosa, de majestuoso talle, brillante de alhajas y cubierta por un velo. "Levantad ese velo", dijo la vieja a Cándido. El joven se acerca y con una mano levanta tímidamente el velo. ¡Qué instante! ¡Qué sorpresa! Cree ver a la señorita Cunegunda; y la veía en efecto, era ella. Le faltan las fuerzas, no puede pronunciar palabra, cae a sus pies. Cunegunda cae sobre el qnapé. La vieja los colma
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por qué extraña aventura me habéis hecho llegar a esta casa? --Todo lo contaré, replicó la dama; pero antes debéis contarme todo lo que os ha ocurrido, desde aquel beso inocente que me disteis y las patadas que recibisteis." Cándido obedeció con un respeto profundo, y aunque estaba turbado, aunque su voz era débil y temblorosa, aunque la espalda le dolía un poco todavía, contó de la manera más inocente todo lo que había sufrido desde el momento de su separación. Cunegunda levantaba los ojos al cielo; lloró por la muerte del buen anabaptista y de Pangloss; y des-· pués habló en estos términos a Cándido, que no perdía palabra y la devoraba con los ojos .
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Capítulo VIII IIistoria de Cunegunda
"Yo estaba en mi cama y dormía profundamente cuando plugo al cielo enviar a los Búlgaros a nuestro hermoso castillo de Thunder-ten-tronckh; degollaron a mi padre y a ini hermano, y cortúon en pedazos a mi madre. Un Búlgaro grande, de seis pies de altura, viendo que ante este espectáculo yo había perdído el conocimiento, se puso a violarme y esto me hizo volver en mí, recobré mis sentidos, grité, me defendí, mordí, arañé, quise arrancarle les ojos a ese Búlgaro ta:J. grande, no sabiendo yo que todo lo que sucedía en el castillo de mi padre eran cosas corrientes, El animal me dio una cuchillada en la cadera izquierda, donde aún llevo la marca. -¡Ah, espero verla!, dijo inocentemente Cándido. --Ya la veréis, dijo Cunegunda; pero continuemos. --Continuad", dijo Cándido. Ella retomó así el hilo de su historia: "Un capitán búlgaro entró, me vio toda ensangrentada y el soldado que no se molestó. El capitán montó en cólera ante el escaso respeto que le testimoniaba ese bruto y lo mató sobre mi cuerpo. Enseguida) me hizo vendar y me llevó prisionera de guerra a su cuartel. Yo le lavaba las pocas camisas que tenía, le hacía la cocina; él me encontraba muy bonita, hay que reconocerlo; y yo no negaré que él estaba bien formado y que tenía la piel blanca y dulce; pero poco espíritu, poca filo39
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soffa: se veía bien que no lo había educado el doctor Pangloss. id cabo de tres meses, habiendo perdido. todo su dinero y habiéndose cansado de mí, me ven-·
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"En fin, para ahuyentar la calamidad de los temblores de tierra, y para intimidar a don Issacar~ le s:omplació al señor inquisidor el celebrar un auto de fe. J\1e hizo el honor de invitarme. Me colocaron en buen sitio; sirvieron a las damas refrescos entre la misa y la ejecución. La verdad es que me estremecí de terror al ver arder éi los dos Judíos y a ese honesto Vizcaíno que se había casado con su comadre; pero ¡cuál no fue mi sorpresa, mi estremecimiento, mi horror, cnando vi, con un sambenito y bajo una mitra, una figura queparecía la de Pangloss! Me froté los o'jos, miré atentamente, lo vi colgar. .. y caí desmayada. Apenas volví a mis sentidos os vi despojado y desnudo: fue el colmo del horror~ de la consternación, del dolor~ de la desesperación. En verdad os diré que vuestra piel es aún más blanca, de una cunación m:is perfecta que la de mi capitán de los Búlgaros. Al ver esto redoblaron en mí todos los sentimientos que me postraban, que me devoraban. Lancé un grito, quise decir: '¡Deteneos, bárbaros!' Pero me faltó la voz, y mis gritos hubieran sido inútiles. Cuando os hubieron bien azotado, .. '¿Cómo es posible, decía yo, que el amable Cándido y el sabio Pangloss se encuentren en Lisboa, el uno para recibir cien azotes, el otro pará ser colgado por orden de monseñor el inquisidor~ de quien yo soy la amada? Pangloss me engañaba bien cruelmente cuando me decía que todo iba lo mf'.jor del mundo.' "Agitada, descompuesta, fuera de mí y pronta a morir de angustia, tenía la cabeza llena de la masacre de mi padre, de mi madre, de mi hermano, de la insolencia de mi horrible soldado búlgaro, de la cuchillada que me dio, de mi servidumbre, de mi oficio
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de cocinera, de mi capitán búlgaro, de mi infame don Issacar~ de mi abominable inquisidor, de la ejecución del doctor Pangloss, de aquel gran miserere cantado en fabordón mientras os azotaban y, sobre todo, de aquel beso que yo os había dado detrás del biombo el día que os vi por última vez. Alabé a Dios que os traía a mí después de tantas pruebas. A mi vieja le recomendé que os cuidase y os trajese aquí en cuanto pudiese. Sabe curr:plir muy bien mis órdenes; he sentido el placer inexpresable de volver a veros, de escucharos, de hablaros. Debéis tener un hambre devoradora; yo también siento apetito; comencemos por comer." Y aquí los dos se sientan a la mesa; y, después de comer~ vuelven al hermoso diván del que ya hemos hablado; y en él estaban cuando el señor don Issacar, uno de los amos de la casa, llegó. Era el día del sabbat. Venía a gozar de sus d~rechos y explicar su tierno amor.
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Capítulo IX Lo que les sucedió a Cunegunda y a Cándido, al gran Inquisidor y a un Judío
Este Issacar era el Hebreo más colérico que se ha visto en Israel desde el cautiverio de Babilonia. "¡Qué!, dice, perra de Galilea, ¿no te basta con el señor inquisidor? ¿Hace falta que este sinvergüenza te comparta conmigo?" Al decir esto, saca un largo puñal que llevaba siempre, y, no creyendo que su adversario llevara ar-· mas, se arroja sobre Cándido; pero nuestro buen Vestphaliano había recibido, con el traje completo que le había dado la vieja, una hermosa espada. Saca la espada, aunque sus costumbres fueran muy dulces, y os deja tendido al Israelita, rígido y muerto sobre las losas, a los pies de la bella Cunegunda . ., \ !' 1 . 'l · ¡:Yanta v Irge11., gnto el1a, ¿que va a ser (,e nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si la justicia viene> estamos perdidos. ·-Si no hubiesen ahorcado a Pangloss, dice Cándido, él nos hubiera dado un buen consejo en este trance, porque era un gran filósofo. Faltándonos éi consultemos a la vieja." La vieja era muy prudente, y comenzaba a decir lo que pensaba, cuando se abrió otra portezuela. Era una hora des: pués de la medianoche, se iniciaba el domingo. Ese día pertenecía a monseñor el inquisidor. Entra y ve al azotado Cándido espada en mano, un muerto tendido en tierra, Cunegunda aterrada, y la vieja dando conse1os. ~
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He aquí lo que en ese momento pasó por la mente de Cándido y cómo razonó: "Si este santo ~ombre pide socorro, infaliblemente me hará quemar; podría hacer lo mismo con Cunegunda; me ha hecho azotar sin piedad; es mi rival; yo estoy en tren °de matar, no debo dudar." Este razonamiento fue claro y rápido; y, sin dar tiempo al inquisidor a volver de su sorpresa, lo atraviesa de parte a parte y lo tira junto al judío. -"Otra de ésas tenemos, dijo Cunegunda; no hay remisión; estamos excomulgados, llegó nuestra última hora. ¿Cómo habéis hecho, nacido tan dulce, para matar en dos minutos a un judío y a un prelado? -·Mi bella señorita, respondió Cándido, cuando se está enamorado, celoso y azotado por la Inquisición, uno ya no se reconoce." La vieja, entonces, tomó la palabra y dijo: "Hay en la cuadra tres caballos andaluces, con sus sillas y sus bridas. Que el valiente Cándido los prepare. La señora tiene moyadores14 y diamantes: montemos a c~ballo inmediatamente, aunque yo sólo pueda sostenerme sobra una nalga, y vámonos a Cádiz; hace el tiempo más hermoso del mundo, y es un placer grande el viajar en la frescura de la noche." Inmediatamente Cándido ensilla los tres caba~ llos. Cunegunda, la vieja y él hacen treinta millas de un tirón. Mientras se alejaban, llega a la casa la San14 Mayador~ en la versión original francesa, no figura en ningún dic-
cionario ni tratado de monedas . La mayor paite de las ediciones sustitu-· yen mayadores por pistolas (cf. la primera frase del capítulo siguiente) . En realidad parece que mayador era el nombre portugués de ciertos recaudadores de impuestos, no el de una moneda.
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ra Hermandad, entierran a monseñor en una hermo-· sa iglesia y tiran a Issacar en un muladar. Cándido, Cunegunda y la vieja estaban ya en la aldea de Avacena, en plena Sierra Morena, hablando así en una taberna.
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Capítulo X En qué estado de angustia Cándido, Cunegunda y la vieja llegan a Cádiz y se embarcan "¿Quién ha podído robarme mis pistolas y mis diamantes?, decía llorando Cunegimda. ¿De qué vi-· viremos ahora? ;Cómo haremos? ¿Dónde encontra. . . remos inquisidores y Judíos que me den otros? ·-·¡Ay!, dice la vieja, yo sospecho del reverendo padre franciscano que durmió ayer en el mismo albergue que nosotros en Badajoz; ¡Dios me libre de hacer un juicio temerario! pero entró dos veces en nuestro cuarto y se fue mucho antes que nosotras. --¡Ah!, dice Cándido, el buen Pangloss me ha demostrado mu . . chas veces que los bienes de la tierra son comunes a todos los hombres, que cada uno tiene igualmente derecho a ellos. El franciscano debía, siguiendo estos principios, dejarnos lo necesario para terminar nuestro viaje. ¿No os queda ya nada, mi bella Cunegunda? -Ni un maravedí, dice ella. -¿Qué partido tomar?, dice Cándido. -Vendamos un caballo, dice la vieja; yo montaré en la grupa detrás de la señorita, aunque no pueda sostenerme más que sobre una nalga, y llegaremos a Cádiz," Había en el mi,smo hotel un prior de benedictinos; compró el caballo a poco precio. Cándido, Cunegunda y la vieja pasaron por Lucena, por Chillas, por Lebrija y al fin llegaron a Cádiz. Se equipaba una flota y se reunían tropas para someter a los reve47
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rendos padres jesuitas del Paraguay,1s a quienes se acusaba de haber hecho rebelarse una de Sus hordas contra los reyes de España y Portugal, cerca de la ciudad dei Santo Sacramento. Cándido; habiendo servido con los Búlgaros, hizo la maniobra búlgara ante el general del pequeño ejercito con tanta gracia, rapidez, destreza, valor y agilidad que le dieron el mando de una compañía de infantería. Ya es capi-. tán; se embarca con la señorita Cunegunda, la vieja, dos criados y los dos caballos andaluces que habían pertenecido al señor gran inquisidor de Portugal. Durante la travesía mucho razonaron sobre la filosofía del pobre Pangloss. "Vamos hacia otro universo, decía Cándido; es en ése sin duda que todo está bien. Porque hay que confesar que tendríamos para gemir un poco ante lo que sucede en el nuestro, físicamente y moralmente. -Yo os quiero con todo el corazón, decía Cunegunda; pero aún tengo el alma espantada por lo que he visto, por lo que he pasado. -Todo irá bien, replicó Cándido; el mar de ese nuevo mundo ya vale mucho más que los mares de nuestra Europa; es más tranquilo, los vientos más constantes. Ciertamente es el nuevo mundo el mejor de los universos posibles. -¡Dios lo quiera!, decía Cunegunda; pero he sido en el mío tan horriblemente desgraciada que mi corazón casi está cerrado a la esperanza. -Vos os quejáis, le dijo la vieja; ¡Ay, no habéis pasado infortunios como los míos!" Cunegunda ca15 Los jesuitas habían fundado una república agrícola, artesanal y comunitaria con los indios, hacia 1607, que mantuvo a los españoles a raya hasta 1768 .
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si se echó a reír y encontró divertido que esa mujer pretendiese haber sido más desgraciada que ella. "¡Ay! le dijo, mi amiga, a menos que hayáis sido violada por dos Búlgaros, que hayáis recibido dos puñaladas en el vientre, que os hayan destruido dos castillos, que hayan degollado ante vuestros ojos dos madres y dos padres, y que hayáis visto a dos de vuestros amantes azotados en un auto de fe, no creo que me ganéis; añadid que yo he nacido baronesa, con setenta y dos cuartos, y que he sido cocinera. -.Señorita, le contestó la vieja, no 'sabéis cuál es mi nacimiento; y si os mostrase el trasero no hablaríais como lo hacéis, y suspenderíais vuestro juicio." Es-· tas patabras hicieron nacer una gran curiosidad en el alma de Cunegunda y en la de Cándido. La vieja les habló en estos términos.
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Capítulo XI Historia de la vieja
"No siempre he tenido los ojos arañados con bordes rojizos; mi nariz no ha tocado siempre mi barbilla, no he sido siempre criada. Soy la hija del papa Urbano X y de la princesa de Palestrina.16 Hasta los catorce años me educaron en un palacio al que todos los castillos de los barones alemanes hubieran podido servir de cuadras; y uno de mis trajes valía más que todas las magnificencias de Vestphalia. Yo crecía en belleza, en donaire, en talento, en medio de los placeres, el respeto y las esperanzas. Inspiraba ya el amor; mis senos se formaban. ¡Ah!, qué senos blancos, firmes, tallados, como los de la Venus de Médicis. ¡Y qué ojos! ¡Qué párpados! ¡Qué cejas negras! ¡Qué llamas brillaban en mis dos pupilas, y borraban el titilar de las estrellas!, como me decían los poetas del lugar. Las mujeres que me vestían y desvestían caían en éxtasis mirándome por delante y por detrás, y todos los hombres hubieran querido hacer otro tanto. "Fui novia de un príncipe soberano de Massa-Carrara. ¡qué príncipe!, tan hermoso como yo, lleno de 16 Observemos la extrema discreción del autor; no ha habido hasta el presente ningún papa llamado Urbano X; teme atribuirle una bastarda a un papa conocido . ¡Qué circunspección, qué delicadeza de concien .. cía! (Nota póstuma del autor. Cabe señalar que Palestrina era propiedad de los Barberini, que habían dado el papa Urbano VIIL)
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dulzura y de gracia, brillante de espíritu y ardiente de amor. Yo lo amaba como se ama por primera vez, con idolatría y arrebato. Se prepararon las bodas. Todo era de un lujo, de una magnificencia e.¿::traordinaria; todo eran fiestas, corridas, ópera bufa continua, y toda Italia hizo para mí sonetos de los que ni uno resul tó pasable. Ya alcanzaba yo el momento de mi ftlicidad cuando una vieja marquesa, q11e había sido amante de mi príncipe, lo invitó a tomar el chocolate con ella. En menos de dos horas murió entre convul-· siones espantosas. Pero esto no es nada. Mi madre, desesperada, y mucho menos afligida que yo, quiso apartarse por algún tiempo de días tan tristes. Tenía cerca de Gaeta una tierra muy hermosa. Nos embar-· camos en una galera del lugar, dorada como un altar de San Pedro de Roma. Pero he aquí que un corsario de Salé nos embiste y nos aborda. Nuestros soldados se defendieron como soldados del papa: se pusieron todos de rodillas, tirando las armas y pidiendo al corsario la absolución in articulo mortis. "Inmediatamente los despojaron, dejándolos desnudos como monos, como así a mi madre y a nuestras damas de honor y a mí también. Es admirable la rapidez con que esos hombres desnudan a la gente. Pero lo que me sorprendió fue que a todos nos pusieran el dedo en un sitio en el que nosotras las mujeres de or-· dinario no nos dejamos poner más que las cánulas. Esta ceremonia me pareció extraña: así es como se juzga todo cuando no se ha salido del propio país. Pronto supe que era para ver si no habíamos escondí-· do ahí algún diamante: ello es uso corriente desde tiempo inmemorial entre las naciones civilizadas que
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recorren el mar. Me enteré de que los religiosos caballeros de Malta no dejan nunca de hacerlo cuando prenden a los Turcos y a las Turcas; es una ley del derecho de gentes que jamás ha sido derogada . . "No os diré hasta qué punto es duro para una princesa ser llevada como esclava a Marruecos, con su madre. Podéis imaginaros lo que tuvimos que sufrir en el barco corsario. Mi madre era aún muy hermosa; nuestras damas de honor, nuestras simples doncellas tenían mas encanto que el que puede en-· contrarse en África entera. Yo era e.ncantadora, la belleza, la gracia misma, y era virgen. No lo fui por largo tiempo: esa flor reservada al bello príncipe de Massa-Carrara me fue robada por el capitán corsario, un negro horrible, que además creía hacerme un gran honor. Verdaderamente la princesa de Palestrina y yo tuvimos que ser bien fuertes para resistir a todo lo que tuvimos que pasar hasta llegar a Marruecos. Pero dejémoslo; son cosas tan comunes que no vale la pena hablar de ellas. "Marruecos, cuando llegamos, nadaba en sangre. Los cincuenta hijos del emperador Muley-Ismael habían formado cada cual su partido, lo que producía cincuenta guerras civiles de negros contra negros, de negros contra morenos, de morenos contra morenos, de mulatos contra mulatos. La carnicería era continua en toda la extensión del imperio. "Apenas hubimos desembarcado, los negros de una facción enemiga de la de mi corsario se presentarori a arrebatarle su botín. Después de los diamantes y el oro, nosotras éramos lo más precioso. Fui testigo de un combate como no se ve jamás en vuestro clima 53
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europeo. Los pueblos septentrionales no tienen la sangre bastante ardiente. No tienen el hambre de mujeres tan desarrollado como en África. Parecería que los Europeos tuvieseis leche en las venas; pero es vi-· triolo, fuego lo que corre por las de los habitantes del monte Atlas y de los países vecinos. Se combatió con el furor de los leones, de los tigres y de las serpientes del campo, para decidir quién nos llevaría. Un Moro agarró a mi madre por el brazo derecho, el teniente de mi capitán la retuvo por el brazo izquierdo; un soldado moro la agarró por una pierna, uno de los piratas por la otra. En un momento nuestras muchachas se encontraron casi todas así tiradas por cuatro soldados. M.i capitán me tenía escondida detrás de él. Empuñaba una cimitarra y mataba a todo lo que se oponía a su furia. En fin, vi a todas nuestras Italianas y a mi madre desgarradas, cortadas, deshechas por los monstruos que se las disputaban. Mis compañeros cautivos, quienes los hal5ían cautivado, los soldados, marineros, negros, morenos, blancos, mulatos y, en fin, mi capitán, todos fueron muertos y yo quedé moribunda sobre un montón de muertos. Escenas parecidas ocurrían, como se sabe, en una extensión de más de trescientas leguas, sin que se dejasen de rezar las cinco oraóones diarias ordenadás por Mahoma. "Me desembaracé con mucho esfuerzo de la mu-· chedumbre de tantos cadáveres sangrientos amontonados, y me arrastré bajo un gran naranjo al borde de un río vecino; caí desmayada de miedo, de cansancio, de horror, de desesperación y de hambre. Pronto mis sentidos postrados se entregaron a un sueño que más tenía de desvanecimiento que de re1
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poso. Estaba en ese estado de debilidad e insensibilidad, entre la muerte y la vida, cuando sentí que algo me oprimía y se agitaba sobre mi cuerpo. Abrí los ojos, vi a un.hombre bianco y de buena cara que suspiraba y decía entre dientes: 'O che sciagura d' essere senza coglioni!"'
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Capítulo XII Siguen las desgracias de la vieja
"Asombrada y feliz de oír la lengua de mi tierra, y no menos sorprendida de las palabras que profería el hombre, le respondí que había desgracias más gra-· ves que aquellas de las que se quejaba. Le conté en pocas palabras los horrores que me habían tocado, y caí desmayada. Me llevó hasta la casa vecina, me hizo poner en el lecho, me hizo dar de comer, me sirvió, me consoló, me halagó, me dijo que no había visto nada tan hermoso como yo y que jamás le había faltado tanto lo que nadie podía devolverle. 'Yo he nacido en Nápoles, me dijo, allí castran a dos o tres mil niños todos los años; unos se mueren, otros tienen un
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"Le conté todo lo que me había sucedido; él me contó sus aventuras y supe cómo había sido enviado al rey de Marruecos, por una potencia cristiana, para concluir con ese monarca un tratado según el cual le darían la pólvora, los cañones y los barcos para ayudarle a exterminar el comercio de los otros cristianos. 'Mi misión está cumplida, dijo el honesto eunuco. Me embarcaré en Ceuta y os regresaré a Italia. Mache sciagura d'essere senza coglioni!' "Le di las gracias con lágrimas de enternecimiento; y en lugar de conducirme a Italia, me condujo a Argelia y me vendió al reyde esa provincia. Apenas me vendieron, esa peste que da la vuelta al África, al Asia, a Europa, se declaró furiosamente en Argelia. Habéis ya visto los temblores de tierra; pero, Señori-· ta, ¿habéis tenido alguna vez la peste? -Nunca, contestó la baronesa. "---Si la hubieseis tenido, siguió la vieja, admitiríais que está por encidia de un temblor de tierra. Es bastante común en África. Me atacó. Figuraos qué situación para la hija de un papa, a la edad de quince años, que en tres meses había probado la pobreza y la esclavitud, había sido violada casi diariamente, había visto cortar en pedazos a su madre, padecido el hambre y la guerra y moría apestada en Argelia. No morí, sin embargo. Pero mi eunuco y el dey, y casi todo el serral.lo de Argel, murieron. "Cuando pasaron los primeros estragos de esta horrible peste, vendieron los esclavos del dey. Un comerciante me compró y me llevó a Túnez; éste me vendió a otro comerciante, que me revendió en Trípoli, de Trípoli fui revendida a Alejandría, de Ale-
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jandría revendida a Esmirna, de Esmirna a Constantinopla. Al fin, pertenecí a una agá de ienízaros18 oue pronto fue encargado de ir a defender Azof contra los Ru~os que la sitiaban. "El agá, que era un hombre galante, llevó consigo todo su serrallo, y nos alojó en un pequeño fuerte sobre las Palus-Meótides, guardado por dos eunucos negros y veinte soldados. Matamos una cantidad prodigiosa de Rusos) pero ellos nos la devolvieron. Azof fue puesto a fuego y sangre y no perdonaron ni sexo ni edad; quedó sólo nuestro pequeño fuerte y los enemigos quisieron rendirnos por hambre. Los veinte jenízaros habían jurado no rendirse. Los extremos del hambre a que se vieron reducidos los llevó a comerse a nuestros dos eunucos, ante el miedo de violar su juramento. Al cabo de algunos días, resolvieron comerse a las mujeres. "Había con nosotros un imán muy piadoso y muy compasivo que les hizo un bello sermón con el cual les persuadió a no matarnos del todo. 'Cortad solamente una nalga de cada una de esas damas y tendréis buena comida; si os hace falta más, aún tendréis otro tanto dentro de algunos días; el cielo os agradecerá acción tan caritativa y seréis socorridos.' "Era muy elocuente; les persuadió. Hicieron esa operación horrible. El imán nos aplicó el mismo bálsamo que se a plica a los niños después de ser ~ircun cidados. Nos sentíamos morir~ todas. "Apenas los jenízaros concluyeron la comida que les habíamos procurado, los Rusos llegaron sobre ~
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barcazas. No se salvó ni un jenízaro. Los Rusos no hicieron caso alguno del estado en que estábamos. Pero en todas partes hay cirujanos franceses: uno de ellos, que era muy hábil, cuidó de nosotras; nos curó y me acordaré toda la vida de que, cuando se cerraron mis llagas, me hizo proposiciones. Por lo demás, nos dijo a todas que nos consoláramos, asegurándonos que en muchos asedios habían sucedido cosas como ésta y que era la ley de la guerra. "En cuanto mis compañeras pudieron andar, las hicieron ir a Moscú. Yo ql!edé con un boyardo que me hizo jardinera suya, y que me daba veinte fustazos cada día. Pero siendo este señor sometido al suplicio de la rueda, al cabo de dos años, con unos treinta boyardos, por alguna intriga de palacio, aproveché esta aventura, huí, crucé toda Rusia; fui sirvienta mucho tiempo en una taberna de Riga, después en Rostock, en Vismar, en Leipsick, en Cassel, en Utrecht, en Leyden, en La Haya, en Rotterdam. Envejecí en la miseria y en el oprobio, sin tener más que medio trasero, recordando siempre que era hija de un papa. Quise matarme cien veces, pero amaba aún la vida. Esta ridícula debilidad es tal vez una de nuestras incl inaciones más funestas, ya que ¿puede haber nada más tonto que el empeñarse en llevar a cuestas un fardo del que siempre queremos descargarnos? ¿Sentir horror por· su ser y aferrarse a él? En fin ¿acariciar la serpiente que nos devora, hasta que nos coma el corazón? "En los países que la suerte me ha hecho recorrer y en las tabernas que he servido, he visto un número prodigioso de personas que execraban su existencia, pero solamente he visto doce que hayan puesto fin 60
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voluntariamente a su miseria: tres negros, cuatro ingleses, cuatro Ginebrinos y un profesor alemán de nombre Robeck. Terminé por ser criada en casa del judío don Issacar; él me puso cerca de vos, mi bella Señorita; estoy atada a vuestro destino y me he ocupado más de vuestras aventuras que de las mías. Yo nunca os habría hablado de mis desgracias si no hu-· bieseis insistido y si en un barco no fuese costumbre esto de contar historias para no aburrirse. En fin, Se-· ñorita, tengo experiencia, conozco el mundo; concedeos el placer de pedir a cada pasajer'o que os cuente su historia; si hay uno solo que no haya maldecido con frecuencia su vida, que no se haya dicho a sí mismo que era el más desgraciado de los hombres, arrojadme de cabeza al mar."
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Capítulo XIII Cómo obligaron a Cándido a separarse de la bella Cunegunda y de la vieja
. La bella Cunegunda, después de oír la historia de la vieja, le hizo todas las cortesías debidas a una persona de su rango y mérito. Aceptó la proposición y pidió a todos los pasajeros que uno por uno le contasen sus aventuras. Cándido y ella convinieron en que la vieja tenía razón. "Es una lástima, decía Cándido, que el sabio Pangloss haya sido colgado contra la costumbre en un auto de fe; nos hubiera dicho cosas admirables sobre el mal físico y sobre el mal moral que cubren la tierra y el mar, y yo me sentiría con bastante fuerza como para atreverme a hacerle respetuosamente algunas objeciones." A medida que contaba cada uno su historia, avanzaba el navío. Atracaron en Buenos Aires. Cunegunda, el capitán Cándido y la vieja fueron a ver al gobernador, Don Fernando de Ibaraa, y Figueora, y Mascarenes, y Lampourdos, y Souza. Este señor tenía el orgullo lógico de un hombre que tantos apellidos llevaba. Hablaba a los otros con el desdén más de manoble, levantando la nariz tan alto, alzando , nera tan sin piedad la voz, con un tono tan autoritario, afectando una actitud tan altanera que todos los que le saludaban sentían la tentación de pegarle. Amaba a las mujeres furiosamente. Cunegunda le pareció lo más bello que jamás hubiera visto. La pri-
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mera cosa que preguntó fue si era la mujer del capitán. El aire con que hizo esta pregunta alarmó a Cándido: éste no se atrevió a decirle que era su mujer, porque en realidad no lo era; no se atrevió a decirle que era su hermana, porque tampoco lo era y aunque esta mentira oficiosa había estado muy a la moda entre los antiguos 19 y, aunque pudiera ser útil a los modernos, su alma era demasiado pura para traicionar la verdad. "La Señorita Cunegunda, dijo, ha de hacerme el honor de casarse conmigo y suplico a Vuestra Excelencia que nos case." Don Fernando de Ibaraa, y Figueora, y Mascarenes, y Lampourdos, y Souza, levantando sus bigotes, sonrió amargamente y ordenó al capitán Cándido que revistase su compañía. Cándido obedeció y el gobernador se quedó con la señorita Cunegunda. Le declaró su pasión, le aseguró que al día siguiente se casarían por la Iglesia o como sus encantos quisiesen. Cunegunda pidió Ún cuarto de hora para meditarlQ, para consultar a la vieja y decidir. La vieja dijo a Cunegunda: "Señorita, tenéis setenta y dos cuartos, y ni un céntimo; de vos depende ser la esposa del más grande señor de la América meridional, que tiene unos hermosos bigotes. ¿Por ventura os preciaréis de una fidelidad a toda prueba? Habéis sido violada por los Búlgaros; un Judío y un inquisidor han gozado vuestras gracias: la desgracia tiene sus derechos. Yo confieso que, si me encontrase en vuestro lugar, no tendría ningún escrúpulo en casarme con el gobernador y hacer la fortuna del ca19 Abraham y Sarah, Isaac y Rebeca .
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pitán Cándido." Mientras la vieja hablaba con toda la prudencia que dan los años y la experiencia, vieron entrar un barco pequeño en el puerto; en él ve-· nían un alcaide y unos alguaciles. He aquí lo que había ocurrido. La vieja había adivinado muy bien que era un acaudalado fraile franciscano quien había robado el dinero y las alhajas de Cunegunda en la ciudad de Badajoz, cuando aquélla huía precipitadamente con Cándido. Este fraile quiso vender algunas piedras a un joyero. El joyero reconoció que eian las del gran inquisidor. El fraile, antes de ser colgado, confesó que las había robado e indicó las personas y el camino que cogieron. La huida de Cunegunda y Cándido ya era conocida. Los siguieron hasta Cádiz; enviaron, sin perder tiempo, un barco a perseguirlos. El barco ya estaba en el puerto de Buenos Aires. Se ex-· tendió la noticia de que un alcaide iba a desembarcar, y que se perseguía a los asesinos del señor gran inquisidor. La prudente vieja vio en un instante todo lo que había que hacer. "No podéis huir, dice a Cunegunda, y nada tenéis que temer; no fuisteis vos quien mató a monseñor; y, por otra parte, el gobernador os ama y no admitiría que os maltratasen: quedaos." Luego corre a Cándido: "Huid, le dice, o antes de una hora seréis quemado." No había minuto que perder; pero ¿cómo separarse de Cunegunda, y dónde refugiarse? ,
Capítulo XIV Cómo Cándido y Cacambo fueron acogidos por los jesuitas del Paraguay
Cándido había llevado consigo desde Cádiz un criado como se encuentran muchos en las costas de España y en las colonias. Era un cuarto de español, nacido de un mestizo en Tucumán; h~bfa sido niño de coro, sacristán, marinero, fraile, agente, soldado y lacayo. Se llamaba Cacambo y quería mucho a su amo, porque su amo era un hombre muy bueno. Ensilló rápidamente los dos caballos andaluces. "Vamos, amo mío, sigamos el consejo de la vieja. Partamos y corra·mos siu mirar hacia atrás." Cándido lloró: "¡Oh, mi querida Cunegunda! Tener que abandonaros justa· mente cuando el señor gobernador iba a celebrar nuestras bodas. Cunegunda, traída de tan lejos, ¿qué será de vos? --Será lo que ella pueda, dijo Cacam bo. Las mujeres no se desalientan nunca; Dios provee; corramos. "--¿Adónde me llevas? ¿Adónde vamos? ¿Qué haremos sin Cunegunda?, decía Cándido. -Por Santiago de Compostela, dijp Cacambo, ibais a hacer la guerra a los jesuitas; ahora la haremos por ellos; conozco bastantes caminos y os llevaré a su reino, estarán encanta dos de tener un capitán que hace la maniobra a la búlgara; haréis una fortuna prodigiosa; cuando no hay satisfacción en un mundo se ia encuentra en otro. Es un gran placer ver y hacer cosas nuevas.
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"-Entonces ¿tú ya has estado en Paraguay?, dijo Cándido. -Verdaderamente sí, dijo Cacambo; yo he s·ido cocinero en el colegio de la Asunción y conozco e1 gobierno de Los Padres como conozco las calles de Cádiz. Es cosa admirable ese gobierno. El reino tiene ya más de trescientas leguas de diámetro y está dividido en treinta provincias. Los Padres tienen todo y el pueblo nada; es la obra maestra de la razón y la justicia. Para mí no hay Eada más divino que Los Padres, que aquí hacen la guerra al rey de España y al rey de Portugal y que en Europa los confiesan; que aquí matan a los españoles y en Madrid los envían al cielo: me encanta; sigamos; vais a ser el más feliz de los hombres. ¡Qué placer para Los Padres cuando sepan que les llega un oficial que sabe hacer la maniobra a la búlgara!" En cuanto llegaron a la primera barrera, Cacambo dijo al primer centinela que un capitán quería hablar con el señor comandante. Fueron a advertírselo alcentinela mayoL Un oficial paraguayo corrió a los pies del comandante para comunicarle la nueva. Cándido y Cacambo fueron desarmados primero, luego les quitaron sus dos caballos andaluces. Los dos extranjeros pasan entre dos filas de soldados; el comandante espera ba al final, con el sombrero de tres picos en la cabeza, arremangada la sotana, la espada al costado, el espontón en la mano. Hizo un gesto; inmediatamente veinticuatro soldados rodean a los recién venidos. Un sargento les dice que esperen, porque el comandante no les puede hablar~ que el reverendo padre provincial no permite que ningún Español abra la boca más que en su presencia, ni que se quede más de tres horas en el país. "Pero, dijo Cacambo, ¿dónde está el reve68
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rendo padre provincial? -Está en la parada, después de 11'.l ber celebrado la misa. resoondió el sarQ:ento. v no podréis besar sus espuelas hasta dentro de tres horas. -Pero, dijo Cacambo, el señor capitán, que muere de hambre como yo, no es Español, es Alemán. ¿No podríamos almorzar mientras esperamos a Su Reveren cia?" El sargento inmediatamente fue a dar cuenta de estas palabras al comandante: "¡Dios sea loado!) dijo este señor. Puesto que es Alemán yo puedo hablar con él. Que lo lleven a mi cenador". Inmediatamente condujeron a Cándido a un lugar cubierto de verde, c..dornado de columnas de mármol verde y oro y de enrejados que encerraban loros, colibríes, pájaros mosca, gallaretas y todas la aves más raras. Un excelente almuerzo esperaba preparado en bandejas de oro, y mientras los Paraguayos comían el maíz en platos de madera, en pleno campo, bajo el ardor del sol, el reverendo padre comandante entró en el cenador. Era un hombre muy hermoso, joven, de rostro lleno, bastante blanco, de buen color, cejas altas, ojos vivos, orejas rojas, labios encarnados, aire altivo, pe-· ro de una altivez que no era la de un Español ni la de un jesuita. Devolvieron a Cándido y a Cacambo las armas que les habían quitado, y también los dos caballos andaluces. Cacambo, les hizo comer la avena cerca del cenador sin perder1os de vista por temor a cualqmer sorpresa. Cándido besó primero el borde de la sotana del comandante, después se sentaron a la mesa. "Entonces ¿sois Alemán?, le preguntó el jesuita en esa lengua -Sí, mi Reverendo Padre", dijo Cándido. El uno y el otro, _LJ,.....-
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al pronunciar estas palabras, se miraban con extremada sorpresa y una emoción de la cual no eran dueños. "¿Y de qué región de Alemania sois?, dijo el jesuita. --De la sucia provincia de Vestphalia, dijo Cándido: he nacido en el castillo de Thunder-ten-tronckh. -¡Oh cielos! ¿Será posible?, gritó el comandante. -¡Qué milagro!, gritó Cándido. -¿Seríais vos?, dijo el comandante. -No es posible-, dijo Cándido. Y los dos se dejan caer~ se abrazan, vertiendo torrentes de lágrimas. "¡Entonces! ¿Seríais vos, mi Reverendo Padre? ¡Vos, el her-· mano de la bella Cunegunda! ¡Vos, el que fuisteis muerto por los Búlgaros! ¡Vos, el hijo del señor barón! ¡Vos, jesuita en el Paraguay! Hay que admitir que este mundo es cosa extraña. ¡Oh, Pangloss! ¡Pangloss! ¡qué bien os sentiríais si no os hubiesen colgado!" El comandante hizo retirar los esclavos negros y los Paraguayos que servían de beber en vasos de cristal de roca. Dio gracias a Dios y a San Ignacio mil veces; es-· trechaba entre sus brazos a Cándido; sus rostros estaban llenos de lágrimas. "Más asombrado estaríais, di-· jo Cándido, más enternecido, más fuera de vos mismo, si os dijese que la señorita Cunegunda, vuestra hermana, que creéis desventrada, goza de buena salud. -¿Dónde está? -Cerca, en casa del gobernador de Buenos Aires; y yo que venía para haceros la guerra." Cada palabra que pronunciaban en esta larga conversación, acumulaba prodigio sobre prodigio. Sus almas volaban íntegras sobre sus lenguas, estaban atentas en sus oídos y resplandecían en sus ojos. Como eran Alemanes, permanecieron largo tiempo en la mesa, esperando al reverendo padre provincial; y el comandante habló así a su querido Cándido. 70
Capítulo XV e
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Cómo Cándido mató al hermano de su querida Cunegunda
"Toda mi vida tendré presente en mi memoria aquel día horrible en que vi matar a mi padre y a mi madre, y violar a mi hermana. Una vez retirados los Búlgaros no se pudo encontrar a mi hermana adora-· ble, y pusieron a mi madre en una carreta, con mi pa dre y conmigo, dos criados y tres niños degollados, para llevarnos a enterrar a una capilla de jesuitas situada a dos leguas del castillo de mis padres. Un jesuita nos echó agua bendita, horriblemente salada, y algunas gotas entraron en mis ojos; el padre se dio cuenta de que mis párpados se movían un poco; puso la mano sobre mi corazón y lo sintió palpitar; me socorrieron y, al cabo de tres semanas, no me quedaban rastros. Ya sabéis, mi querido Cándido, que yo era muy hermoso, y cada día lo era más; así que el reverendo padre Croust, superior de la casa, sintió por mí la más tierna amistad; me dio el hábito de novicio y, algún tiempo después, fui enviado a Roma. El padre general necesitaba una quinta de jóvenes jesuitas alemanes. Los soberanos del Paraguay reciben el menor número posible de jesuitas españoles; les gustan mucho más los extranjeros, de los que se creen más dueños. Yo fui juzgado por el reverendo padre general apto para trabajar en esta viña. Partimos un Polaco, un Tirolés y yo. Al llegar me honraron con 71
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un subdiaconato y un tenientazgo. Hoy soy coronel y sacerdote. Recibimos valientemente las fuerzas del rey de España. Yo os respondo de que serán excomulgadas y vencidas. La Providencia os manda aquí para ayudarnos. Pero ¿es realmente cierto que mi querida hermana Cunegunda está cerca de aquí, en casa del gobernador de Buenos Aites?" Cándido le aseguró, jurándoselo, que nada era más cierto. Sus lágrimas comenzaron otra vez a correr. El barón no podía dejar de abrazar a Cándido. Le ·llamaba su hermano, su salvador. "¡Ah!, quizás, le dijo, podamos entrar juntos, querido Cándido, como vencedores en la ciudad y recobrar a mi hermana Cunegunda. -Eso es lo que deseo, respondió Cándido, porque esperaba casarme con ella y lo espero todavía. --¡Qué insolente!, contestó el barón. ¡Tendríais la impudencia de casaros con mí hermana que tiene escudo de setenta y dos cuartos! ¡Me parecéis demasiado atrevido al hablarme de plan tan temerario!" Cándido, petrificado ante tal discurso, le respondió: "Mi Reverendo Padre, todos los cuartos del mundo no son nada. Yo he sacado a vuestra hermana de los brazos de un judío y de un inquisidor; dla me debe bastante y quiere casarse. El maestro Pangloss me ha dicho siempre que los hombres son iguales y seguramente me casaré con ella. -¡Eso ya lo veremos, bellaco!", dijo el jesuita barón de Thunder-ten-tronckh, y al mismo tiempo le dio en el rostro un golpe de plano con su espada. Cándido en un instante saca la suya y la hunde hasta la empuñadura en el vientre del barón jesuita; pero, al retirarla toda humeante, se puso a llorar. "¡Ay, Dios mío!, dijo, he matado a mi antiguo maes72
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rro, mi amigo, mi cuñado. Soy el mejor hombre del mundo y ya he matado a tres hombres, entre ellos a dos sacerdotes." Cacambo, que hacía de centinela en la puerta del cenador, corrió. "No nos queda más que vender ca-· ra nuestra vida, le dijo su amo: seguramente van a entrar en el cenador y hay que morir con las armas en la mano." Cacambo, que ya había visto otras muchas, no perdió la cabeza; cogió el hábito de jesuita que llevaba el barón, lo puso sobre el cuerpo de Cándido, le dio el bonete cuadrado del muerto y le hizo montar a caballo. Todo esto sucedió en un cerrar y abrir de ojos. "Galopemos, mi amo. Todo el mundo os tomará por un jesuita que va a dar órdenes, y podremos pasar las fronteras antes de que corran de-· trás de nosotros." Y volaba ya al pronunciar estas palabras, gritando en español: "Paso, paso al reve-· rendo padre coronel."
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Capítulo XVI Lo que les sucedió a los dos viajeros con dos muchachas~ dos monos y los salvajes llamados .. ore¡ones
Cándido y su criado pasaron las barreras antes que nadie en el campo supiera de la muerte del jesui-· ta alemán. El prudente Cacambo había tenido la precaución de llenar su saco de pan, @e chocolate, de jamón, de frutas y algo de vino. Con sus caballos andaluces entraron en un país desconocido, donde no descubrieron camino ninguno. AJ fin, una hermosa pradera, toda cortada de arroyos, se presentó ante ellos. Nuestros dos viajeros hacen pastar a sus caballos. Cacambo propone a su amo que coman y le da el ejemplo. "¿Cómo quieres tú, le decía Cándido, que coma jamón cuando he matado al hijo del señor barón y me veo condenado a no ver más en mi vida a la señorita Cunegunda? ¿Para qué me serviría el prolongar mis días miserables, si tengo que transcurridos lejos de ella entre remordimientos y desesperación? ¿Y qué dirá el periódico de Trévoux? "20 Hablando así, no dejaba de comer. El sol se escondía. Los dos extraviados oyeron unos chillidos que parecían ser de mujeres. No sabían si los gritos eran de dolor o de alegría, pero .se levantaron preci·· pitadamente con la inquietud y' la alarma que despierta todo en un país desconocido. Estos clamores 20 Periódico de los jesuitas.
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provenían de dos muchachas desnudas que ligeramente corrian por el borde del prado, mientras dos monos les mordían las nalgas. Cándido sintió piedad; había aprendido a disparar con los Búlgaros y era capaz de pegarle a una nuez en un matorral sin tocar las h ojas. Agarra su fusil español de doble disparo, tira, y mata a los dos monos. "¡Dios sea alabado, mi buen Cacambo! He librado a esas dos pobres criaturas de un gran peligro; y si he cometido pecado matando un inquisidor y un jesuita, bien lo he reparado salvando lá vida de dos muchachas. Puede que sean dos señoritas de alta condición, y esta aventura me procure grandes ventajas en este país." Iba a continuar~ pero su lengua quedó paralizada cuando vio a las dos muchachas abrazar tiernamente a los dos monos, cubriendo de lágrimas sus cuerpos y llenando el aire de gritos dolorosos. "No esperaba tanta bondad de alma", dijo al fin a Cacc;mbo, el cual le replicó: "Bella obra maestra habéis logrado, amo mío. Habéis matado a los dos amantes de esas señoritas. -¡Sus amantes! ¿Será eso posible? Os reís de mí, Cacambo; no puedo creerlo. -Mí querido maestro, siguió Cacambo, os asombráis siempre de todo. ¿Por qué encontráis tan extraño que en algunos países los monos obtengan la atención de las damas? Son un cuarto de hombre, como yo soy un cuarto Espaüol. -¡Ah!, siguió Cándido, recuerdo haber oído decir al maestro Pangloss que ya otras veces han sucedido accidentes semejantes, y que esas mezclas habian producido los egipanes, los faunos, los sátiros que varios grandes personajes de la antigüedad han visto; pero yo creía que todo eso eran fábulas. -Ahora ya debéis 0
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estar convencido, dijo Cacambo, de que es verdad y ya veis c~mo usan de ella las personas que no han recibido cierta educación; io que temo es que esas da. mas nos hagan alguna mala faena." Estas sólidas reflexiones indujeron a Cándido a dejar la pradera y a entrar en un bosque. Comió con Cacambo; y los dos, después de haber maldecido al inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos Aires y al barón, se durmieron sobre el musgo. Al despertarse sintieron que no podían moverse; la razón era que durante la noche los Orejones, que habitaban la región y a quienes las dos damas los habían denunciado, los habían atado con cuerdas de corteza de árbol. Rodeábanles unos cincuenta Orejones todos des-· nudos, armados de flechas, de mazas y de hachas de piedra; los unos hacían hervir una gran caldera, los otros preparaban los asadores y todos gritaban: "¡Es un jesuita, es un jesuita! ¡Nos vengaremos, haremos un banquete; comamos jesuita, comamos jesuita!" "Ya os lo había dicho yo, mi buen maestro, gritaba tristemente Cacambo, que esas dos muchachas nos iban a jugar una mala pasada." Cándido, percibiendo el caldero y los asadores, gritó: "Seguramente vamos a ser asados o hervidos. ¡Ah!, ¿qué diría el maestro Pangloss si viese cómo la pura naturaleza está hecha? Todo está bien; sea, pero confieso que es muy cruel haber perdido a la señorita Cunegunda y ser pinchado en un asador por los Orejones."· Cacambo no perdí,; la cabeza jamás. "No desesperéis por tan poca cosa, dijo al desconsolado Cándido; entiendo un poco la jerga de estos pueblos, voy a hablarles. ·-No dejéis, dijo Cándido, de decirles qué co-
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sa tan inhumana y horrible es cocer a los hombres Y lo poco cristiano que es hacerlo." Jenores, GlJO \...,acamoo, noy pensa1s que comeréis a un jesuita: bien hecho; nada más justo que tratar así a los enemigos. En efecto, el derecho natural nos enseña a matar al prójimo, y así se hace en toda la i:ierra. Si no usamos el derecho de comerlos es que tenemos donde encontrar buena comida en otra parte; pero vosotros no tenéis los mismos recursos que nosotros; así es mejor comerse a los enemigos que abandonar a los cuervos y a las cornejas ese fruto de la victoria. Pero, Señores, no querréis comeros a vuestros amigos. Pensáis poner al asador a un jesui- ta; y es a vuestro defensor~ el enemigo de vuestros enemigos, al que vais a asar. En cuanto a mí, he nacido en vuestro país; este señor que veis es mi amo y, lejos de ser jesuita, acaba de matar a un jesuita y lleva sus despojos: he aquí el motivo de vuestro error. Podéis controlar lo que digo: tomad su hábito, llevadlo a la primera barrera del reino de Los Padres; informaos si mi amo no ha matado a un oficial jesuita. Necesitaréis poco tiempo; podréis siempre comernos si probáis que os he mentido. Pero: si os he dicho la verdad, ya conocéis demasiado los principios de] derecho público, las costumbres y las leyes, para no concedernos la gracia." Los Orejones encontraron muy razonable este discurso; dos notables se disputaron el hacer la diligencia e informarse de la verdad; los dos delegados cumplieron su cometido como gentes de inteligencia que eran, y pronto volvieron con buenas noticias. Los Orejones desataron a los dos prisioneros, les "{'
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presentaron toda clase de disculpas, les ofrecieron sus hijas, les dieron ~·efrescos y los condujeron hasta los confines de sus Estados, gritando alegremente: "¡No es un jesuita!, ¡no es un jesuita!" Cándido no se cansaba de admirar el porqué de su libertad. "¡Qué pueblo!, decía, ¡qué hombres! ¡qué costumbres! Si no hubiese tenido la suerte de dar estocada tan grande a través del cuerpo del hermano de la señorita Cunegunda, me hubieran comido sin remisión. Pero, en definitiva, la pura naturaleza es buena, puesto que estas gentes, en vez de comerme, me han hecho toda clase de honores al enterarse de que no soy jesuita."
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Capítulo XVII _ Llegada de Cándido y su criado al país de E/dorado y lo que vieron
Cu.ando llegaron a la frontera de los Orejones: "¿Veis, dijo Cacambo a Cándido, cómo este hemisferio no vale más que el otro? Creedme, volvamos a Europa por el camino más corto posible. ·-¿Cómo se vuelve?, dijo Cándido. ¿Y adónde iremos? Si yo voy a mi país, los Búlgaros y los Ábaros degüellan a todos; si vuelvo a Portugal, soy hombre quemado; si nos quedamos en este país, nos arriesgamos en todo momento a que nos metan en el asador. Pero ¿cómo deridirse a dejar la parte del mundo don-· de vive la señorita Cunegunda? -Volvamos a Cayena, dijo Cacambo; allí encontraremos franceses, que van por todas partes del mundo y podrán ayudarnos. Dios quizás se apiade de nosotros." No era fácil ir a Cayena: aproximadamente sabían en qué dirección tenían que andar; pero las montañas, los ríos, los precipicios, los bandoleros, los salvajes, eran por doquier obstáculos terribles. Sus caballos murieron de cansancio; consunlieron todas las provisiones; dural1te un mes entero se alimentaron con frutos salvajes y, al fin, se encontraron cerca de un pequeño río, bordeado de cocoteros, que sostuvieron sus vidas y sus esperanzas. Sr
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Cacambo, que daba siempre tan buenos consejos como la v:ieja, dijo a Cándido: "No podemos ya más: ya hemos andado demasiado. Veo una canoa vacía,_ en la orilla; llenémosla de cocos, tirémonos en la barquita, dejémonos llevar por la corriente; un río siempre lleva a algún lugar habitado. Si no encontramos nada agradable, encontraremos al menos cosas nuevas. ---Vamos, dijo Cándido. Encomendémonos a la Providencia." Navegaron durante algunas leguas entre las márgenes, floridas unas veces, otras veces áridas, unas veces llanas, otras escarpadas. El río se ensanchaba cada vez más y al fin se perdía bajo una bóveda de espantosas rocas que se levantaban hasta el cielo. Los dos viajeros tuvieron el valor de abandonarse a las ondas bajo esta bóveda. El río, estrechándose en ese lugar, los arrastró con rapidez y ruido horribles. Al cabo de veinticuatro horas, volvieron a vú la luz; pero la canoa se es-· trelló contra los escollos y tuvieron que arrastrarse, de roca en roca, durante toda una legua, y al fin descubrieron un horizonte inmenso bordeado de montañas inaccesibles. El país estaba cultivado tanto para el placer como para la necesidad; por todas partes lo útil era agradable. Los cami · nos estaban cubiertos o más bien adornados de coches de una forma y una materia brillante, que llevaban hombres y mujeres de singular belleza, velozmente arrastrados por unos grandes corderos rojos que sobrepasaban, en rapidez, a los caballos más hermosos de Andalucía, de Tetuán o de Mequínez.
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"He aquí pese a todo, dijo Cándido, un país que vale más que la Vestphalia." Y echó pie .a tie-· na con Cacambo, en la primera aldea que encontró. Algunos niños del pueblo, cubiertos de b!ocados de oro desgarrados, jugaban al tejo a la entrada del pueblo; nuestros dos hombres del otro mundo se divirtieron mirándolos: los tejos eran bastante anchos y redondos, amarillos, rojos y verdes y lanzaban un brillo singular. Sintieron los viajeros el deseo de recoger alguno; eran oro, eran esmeraldas, rubíes y el más pequeño hubiera podi-· do ser el más grande adorno del trono del Mogol. "Sin duda, dijo Cacambo, estos niños son los hijos del rey de este país, que juegan al tejo." El maestro de la aldea apareció en ese rnomento para hacerlos volver a la escuela. "He aquí, dijo Cándido, el preceptor de la familia real." Los pequeños desarrapados interrumpieron inmediatamente el juego, dejando en tierra los te-· jos y todo lo que les había servido para divertirse. Cándido los recoge, corre hacia el preceptor y se los presenta humildemente, dándole a entender que Sus Altezas Reales habían olvidado su oro y sus piedras preciosas. El maestro del pueblo, sonriendo, las tiró por tierra, miró un momento muy sorprendido la cara de Cándido, y siguió su camino. Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los rubíes y ias esmeraldas. "¿Dónde estamos?, gritó Cándido. Verdaderamente los reyes de este país tienen que haber educado bien a sus hijos, puesto que desprecian el oro y las piedras preciosas. Cacambo estaba tan sorprendido como Cándido. Se
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acercaron, por fin, a la primera casa de la aldea; estaba construida como un palacio de Europa. Un gran gentío se amontonaba en las puertas y más aún ~n la casa. Una música muy agradable se deja-· ba ofr y un olor delicioso de cocina se hacía sentir. Cacambo se acercó a la puerta y oyó que hablaban peruano, que era su lengua materna, porque todo el mµndo sabe que Cacambo habfa nacido en Tucumán, en una aldea donde únicamente conocían esa lengua. "Yo serviré de intérprete, dijo a Cándido. Entremos, esto es una taberna." Inmediatamente dos mozos y dos muchachas de servicio, vestidos de telas de oro y con los cabe11os atados con cintas, los invitaron a sentarse a la mesa del posadero. Sirvieron cuatro sopas, ador-· nada cada una con dos papagayos, un cóndor hervido que pesaba doscientas libras, dos monos asa-· dos de un gusto excelente, trescientos colibríes en un plato y seiscientos $pájaros mosca en otro; unas salsas exquisitas, dulces deliciosos, todo en fuen-· tes de una especie de cristal de roca. Los mozos y las muchachas de servicio vertieron varios licores hechos con caña de azúcar. Los comensales eran, en su mayor parte, mercaderes y cocheros, todos de una finura extremada, quienes hicieron algunas preguntas a Cacambo con la más circunspecta discreción y respondieron a las suyas de manera satisfactoria. Cuando concluyó la comida, Cacambo creyó, así como Cándido, que debía pagar su parte tirando sobre la mesa común dos de las monedas de oro que había recogido. El patrón y la mujer rieron
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buen rato a carcajadas. Al fin se repusieron: "Señores, dijo el patrón, bien comprenpemos que sois extranjeros; no estamos acostumbrados a verlos. Perdonadnos si nos hemos echado a reír cuando nos habéis ofrecido pagarnos con las piedras de nues-· tras carreteras. Sin duda no tenéis moneda del país, pero no es necesario tenerla para comer dquí. Todos los albergues construidos para la comodidad del comercio están pagados por el gobierno. Aquí no habéis comido bien porque es una pobre aldea; pero en todas partes os recibirán· como merecéis serlo." Cacambo explicaba a Cándido las afirmaciones del patrón y Cándido las escuchaba con la admiración y el mismo desvarío con que su amigo Cacambo las contaba: "Entonces ¿qué país es éste, decían el uno y el otro, desconocido en todo el res-· to de la tierra, donde la naturaleza toda es de una especie tan diferente de la nuestra? Probablemente es el país donde todo va bien; porque sin duda ha de haber países de esta especie. Y diga lo que djga el maestro Pangloss, muchas veces he visto que to-· do iba mal en Vestphalia."
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Capítulo XVIII Lo que vieron en el país de Eldorado
Cacambo manifestó al patrón toda .su curiosi-· dad. Éste le dijo: "Soy muy ignorante, y no me quejo de ello; pero tenemos aquí a un viejo retira-· do de la corte, que es el hombre mas sabio de todo el reino y el más comunicativo." Inmediatamente lleva a Cacambo a ver al viejo. Cándido no desempeñaba ya más que un papel secundario y acompañaba a su criado. Entraron en una casa muy sencilla, pues la puerta sólo era de plata y, dentro, los revestimientos solamente de oro, pero trabajados con tanto gusto que los más ricos revestimien tos no los eclipsaban. En realidad, la antecámara estaba solamente incrustada de rubíes y esmeraldas; pero el orden con que todo estaba colocado reparaba bien esta sencillez extrema. El viejo recibió a los dos extranjeros sobre un sofá acolchado con plumas de colibrí, y les dio licores, presentados en vasos de diamantes; luego, satisfizo su curiosidad en estos términos: "Tengo ciento setenta y dos años y he sabido, por mi difunto padre, caballerizo del rey, de Jas asombrosas revoluciones del Perú, de las cuales él fue testigo. El reino donde estamos es la antigua patria de los Incas, que muy ímprudenternen-· te salieron de él para ir a dominar una parte del
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mundo, y que al fin fueron destruidos por los Españoles. "Los príncipes de su familia que se quedaron en ~u país natal fueron más sabios; ordenaron, con el consentimiento de la nación, que ningún habitante saliese nunca de nuestro pequeño reino; y esto es lo que nos ha conservado nuestra inocencia y nuestra felicidad. Los Españoles han tenido un conocimiento confuso de este país, lo han llamado El Do·-· rado, y un Inglés, llamado el caballero Raleigh, se acercó por aquí, también, hace alrededor de cien años; pero, como estamos rodeados de rocas inabordables y de precipicios, siempre hemos estado al abrigo de la rapacidad de las naciones de Europa, que codician con furor inconcebible nuestras piedras y el fango de nuestra tierra, y que, por tenerlos, nos matarían a todos, hasta el último.;, La conversación fue larga: se habló sobre la forma de gobierno, s~obre las costumbres, sobre las mujeres, sobre los espectáculos públicos, sobre las artes. Al fin Cándido, que siempre gustaba de la metafísica, hizo preguntar a Cacambo si en ese país había una religión. El viejo enrojeció. un poco. "¿Cómo, dijo, podéis dudar de esto? ¿Es que nos tomáis por ingra.-. tos?" Cacambo preguntó, humilderr1ente, cuál era la religión de Eldorado. El viejo volvió a enrojecer. "¿Es que puede haber dos religiones'?, dijo. Nosotros, creo yo, tenemos la religión de todo el mundo: adoramos a Dios de la tarde a la mañana. -¿No adoráis más que a un solo Dios?, dijo Cacambo, que servía siempre de intérprete a las du-· 88
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das de Cándido. --Aparentemente, dijo el anciano, no hay ni dos, ni tres, ni cuatro. Os confieso que las gentes de vuestro mundo hacen preguntas muy singulares." Cándido nos~ cansaba de hacer interrogar al buen anciano, pues quería saber cómo se rezaba a Dios en Eldorado. "Nosotros no le rezamos nunca, dijo el bueno y respetabíe sabio; no te-· nemos nada que pedirle; nos ha dado todo lo que necesitamos; se lo agradecemos continuamente." Cándido sintió curiosidad por ver a los sacerdotes y preguntó dónde estaban. El buen viejo sonrió. "Amigos míos, les dijo, todos somos sacerdotes; el rey y todos los jefes de familia entonan solemnemente cánticos de acción de gracias todas las mañanas y cinco o seis mil músicos los acompañan. ·--¡Ah! ¿entonces no tenéis monjes que enseñen, que disputen, que gobiernen, que intriguen y hagan quemar a la gente que no sea de su opinión? --Tendríamos que estar locos, dijo el viejo; aquí todos pensamos igual y no comprendemos qué queréis decir con eso de los monjes." Cándido, ante estas palabras, estaba extasiado y se decía para sí: "Esto sí que es diferente de la Vestphalia y del cas·tillo del señor barón: si nuestro amigo Pangloss hubiera visto Eldorado, ya no habría dicho que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor de la tierra; la verdad es que hay que viajar." Después de esta larga conversación, el b4en anciano hizo enganchar seis corderos a una carroza y dio doce de sus criados a los dos viajeros para que los llevaran a la corte. "Perdonadme, les dijo, si mi edad me priva del honor de acompañaros.
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El rey os recibirá de modo que no quedaréis descontentos y perdonaréis, sin duda, las costumbres del país si hay alguna que os disguste." Cá.Qdido y Cacambo montan en la carroza; los seis corderos volaban, y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey, situado en un extremo de la capital. La puerta tenía doscientos veinte pies de alto y cien de ancho; es imposible expresar de qué materia estaba hecha. Se ve bien la superioridad prodigiosa que debía tener sobre esas piedras y sobre esa arena que nosotros llamamos oro y pedrerías. Veinte hermosas muchachas de la guardia recibieron a Cándido y a Cacambo cuando descendie ron de la carroza, los condujeron a los baños, los vistieron con trajes de una tela de pluma de colibrí; después los grandes dignatarios y dignatarias de la corona los llevaron al apartamento de Su Majestad por entre dÓs filas, cada una de mil másicos, según el uso corriente. Cuando se acercaron a la sala del trono, Cacambo preguntó a un gran oficial cómo debía saludar a Su Majestad, si había que echarse de rodillas o vientre a tierra; si se ponían las manos sobre la cabeza o sobre el trasero; si se lamía el polvo de la sala; en una palabra, cuál era la ceremonia. "La costumbre, dijo el gran oficial, es abrazar al rey y besarle las dos mejillas." Cándido y Cacambo saltaron al cuello de s'u Majestad, quien los recibió con toda la gracia imaginable y les rogó gentilmente que comieran con él. Mientras tanto, les hicieron ver la ciudad, los edificios públicos, altos hasta las nubes, los merca-
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dos adornados con miles de columnas, las fuentes de agua pura, las fuentes de agua rosa, las de licores de caña de azúcar~ que corrían continuamente en las grandes plazas, pavimentadas con ciertas piedras que esparcían un olor parecido al del clavo y la canela. Cándido pidió ver el palacio de justicia, el parlamento, y le dijeron que no los había, porque nadie pleiteaba nunca. Quiso saber.si había prisiones, y le contestaron que no. Lo que más le sorprendió y le causó mayor placer fue el palacio de las ciencias, en el cual vio una galería de dos mil pasos llena de instrumentos de matemática y de física. Después de haber recorrido cerca de la milésima parte de la ciudad, antes de cenar~ los llevaron ante el rey. Cándido se sentó a la mesa, entre Su Majestad, su criado Cacambo y algunas damas. Nunca habían comido mejor y nunca, er.. cena alguna, se derrochó más ingenio que el que tuvo Su Majestad en aquella ocasión. Cacambo explicó a Cándido las ocurrencias del rey, las cuales, aun traducidas, conservaban su gracia. De todo lo que asombraba a Cándido, no fue esto lo que menos le asombró. Pasaron un mes en esta hospitalidad. Cándido no cesaba de decir a Cacambo: "Es verdad, amigo mío, que el castillo donde nací, lo repito, no vale lo que el país en que estamos; pero lo cierto es que la señorita Cunegunda no está aquí y vos tendréis alguna amante en Europa. Si nos quedamos, seremos sólo como los demás, pero si volvemos a nuestro mundo con doce corderos cargados con piedras de Eldorado, seremos más ricos que todos
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los reyes juntos, no tendremos que temer a ningún inquisidor y podremos fácilmente recuperar a la señorita Cunegunda." Estas palabras complacieron a Cacambo: tanto gusta correr, darse importancia ante los suyos, alardear de lo que uno ha visto en los viajes, que los dos afortunados resolvieron dejar de serlo y pedir a Su Majestad licencia. "Hacéis una tontería, les dijo el rey. Yo sé bien que mi país es poca cosa; pero cuando se está pasablemente en un lugar; hay que quedarse; por supuesto, no tengo el derecho de retener a los extranjeros~ es una tiranía que no está en nuestras costumbres, ni en nuestras leyes: todos los hombres son libres; marchaos cuando queráis, pero la salida es difícil. Es imposible remontar la corriente veloz del río por el que milagrosamente habéis llegado y que corre bajo bóvedas de roca. Las montañas que rodean Íni reino tienen diez mil pies de altura y son rectas como murallas, ocupando cada una, en anchura, un espacio de más de diez leguas; no se puede bajar más que por los precipicios. Sin embargo, como verdaderamente queréis marcharos, voy a dar orden a los encargados de las máquinas de que hagan una que pueda trans· portaros cómodamente. Cuando lleguéis a la otra parte de las montañas, ya nadie podrá acompañaros, porque mis súbditos han hecho voto de no salir de ellas y son demasiado atinados para romperlo. Podéis pedirme lo que queráis. - No pedimos a Vuestra Majestad, dijo Cacambo, más que algunos corderos cargados de víveres, de guijarros y 92
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fango del país." El rey rió. "No comprendo, dijo, por qué gusta a las gente~ de Europa nue~~ro barro amarillo; pero llevaos todo lo que quera1s y gran bien que os haga." . Enseguida dio orden a sus ingenieros de hacer una máquina para izar a esos dos hombres extraordinarios hasta ponerlos fuera de su reino. Tres mil buenos físicos trabajaron en ella y al cabo de quince días estaba concluida, y no costó más de veinte millones de libras esterlinas, moneda del país. Pusieron en la máquina a Cándido y a Cacambo; también dos grandes corderos rojos ensillados y con riendas para servirles de montura cuando hubiesen pasado las montañas, veinte corderos con albardas cargados de víveres, treinta que llevaban los regalos de lo que este país puede tener de más curioso, cincuenta cargados de oro, de piedras preciosas y diamantes. El rey abrazó tiernamente a los dos vagabundos. Fue un bello espectáculo su partida y la manera ingeniosa como fueron izados, ellos y las ovejas, a lo alto de las montañas. Los físicos se despidieron después de haberlos puesto en lugar seguro, y Cándido no tuvo ya más deseos ni más objetivo que el de presentar sus corderos a la señorita Cunegunda. "Ya tenemos, dijo, con qué pagar al gobernador de Buenos Aires, si la señorita Cunegunda pudiera tener precio. Vayamos hacia Cayyna, embarquémonos, y después veremos qué reino nos podemos comprar."
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Capítulo XIX Lo que les sucedió en Surinam y cómo Cándido conoc,_ió a lv1artín
La primera jornada de nu~stros dos viajeros fue bastante agradable. Los alentaba la idea de verse en posesión de más tesoros de los que juntas podían reunir Asia, Europa y África·. Cándido, entusiasmado, escribió el nombre de Cunegunda en los árboles. Al segundo día, dos de sus corderos se hundieron en ciénagas y fueron tragados con sus cargas; otros dos corderos, algunos días después, murieron de fatiga; siete u ocho perecieron de hambre en un desierto; otros, al cabo de pocos días, cayeron por los precipicios. En fin, después de cien días de camino, no les quedaban más que dos corderos. Cándido dijo a Cacambo: "Amigo mío, ya véis cómo las riquezas del mundo son perecederas; únicamente es sólida la virtud y el placer de volver a encontrar a la señorita Cunegunda. -Lo acepto, dijo Cacambo, pero todavía nos quedan dos corderos con más tesoros de los que tendrá jamás el rey de España, y ya veo a lo lejos una aldea que sospecho sea Sarinam, perteneciente a los Holandeses. Estamos al final de nuestras fatigas y al comienzo de nuestra felicidad." Al acercarse a la aldea, encontraron a un negro tendido en el suelo, sólo con la mitad de su vestimenta, esto es, un calzón de tela azul, faltándole al 95
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pobre hombre la pierna izquierda y la mano derecha. "¡Ay, Dios mío!, le dijo Cándido en holandés. ¿Qué haces aquí, amigo mío, en este horrible estado en que te veo? -Espero a mi amo el señor Vanderdendur~ famoso comerciante, respondió el negro -·¿Y es el señor Vandetdendur~ dijo Cándido, quien te ha tratado así? -.Sí, señor, dijo el negro, así es la costumbre. Nos dan un calzón de tela por todo vestido dos veces al año. Cuando trabajamos en las azucareras y la muela nos arranca un dedo, nos cortan la mano; cuando nos queremos esca-· par, nos cortan la pierna: me he encontrado en ambos casos. A ese precio coméis azúcar en Europa. Sin embargo, cuando mi madre me vendió por diez escudos patagones en las costas de Guinea, me decía: ".Lvlí querido niño, bendice a nuestros fetiches, adóralos siempre, ellos te harán vivir feliz; tienes el honor de ser esclavo de nuestros señores blancos y con ello ~haces la fortuna de tu padre y de tu madre." ¡Ay! no sé si hice su fortuna, pero ellos no hicieron la mía. Los perros, los monos y los papagayos son mil veces menos desgraciados que nosotros. Los fetiches holandeses que me convirtieron me dicen todos los domingos que todos, blancos y negros, somos hijos de Adán. Yo no soy genealogista, pero si esos predicadores dicen la verdad, todos so1nos primos nacidos de herma-· nos. Me confesaréis que no se puede tratar a los parientes de manera más horrible. --·¡Oh, Pangloss!, gritó Cándido, tú no habías adivinado este horror, pero es un hecho y al fin tendré que renunciar a tu optimismo. -¿Qué es
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optimismo?, decía Cacambo. -·¡Ay!, dijo Cándido, es el delirio de sost~ner que todo está bien cuando está mal." Y vertía lágrimas mirando a su negro y, llorando, entró en Surinam. De lo primero que se informa es de que en el puerto no hay ningún barco que pueda ir a Buenos Aires. Se habían dirigido ju~tamente a un patrón español que se ofreció, en cambio, a hacer con ellos un negocio honesto. Les dio cita en una ta-· berna. Cándido y el fiel Cacambo fueron allí a es-· perarle con sus dos corderos. Cándido, que tenía el corazón en los labios, contó al Español todas sus aventuras y le confesó que quería raptar a la señorita Cunegunda. "Me cuidaré bien de llevaros a Buenos Aires, dijo el pa·trón: me colgarían y a vos también. La bella Cunegunda es la amante favorita de monseñor." Fue como un rayo para Cándido; lloró mucho tiempo; al fin arrastró aparte a Cacambo: "Te diré, queri·· do amigo, lo que tienes que hacer. Cada uno de nosotros tiene en los bolsillos cinco o seis millones en diamantes; tú eres más hábil que yo; vete a Bue·nos Aires a buscar a la señorita Cunegunda. Si el gobernador pone dificultades, le das un millón; si no cede, le das dos, tú no has matado a ningún in-· quisidor y nadie dudará de ti. Yo equiparé otro barco; iré a Venecia a esperarte; es un país libre donde nada hay que temer 1de Búlgaros, ni de Ábaros, ni de judíos, ni de inquisidores." Cacambo aplaudió esa inteligente resolución. Estaba desesperado por tener que separarse de un buen amo, ya su amigo íntimo; pero el placer de serle útil pu97
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do con el dolor de abandonarlo. Se abrazaron llorando. Cándido le recomendó que no olvidase a la buena vieja. Cacambo partió aquei mismo día. Era un muy buen hombre ese Cacambo. Cándido se quedó algún tiempo todavía en Su-· rinam y esperó que otro patrón quisiera llevarlo a.. Italizi a él y a los dos corderos que le quedaban. To-· mó criados y compró todo lo necesario para un via., je tan largo; al fin, el señor Vanderdendur, patrón de un gran navío, se presentó ante él. "¿Cuánto pedís por llevarme directo a Venecia a mí, a mis gen-· tes, mi equipaje y los dos corderos que aquí tengo?" El patrón pidió diez mil piastras. Cándido no dudó. "iüh, oh! se dijo el prudente Vanderdendur; este extranjero da diez mil piastras así de golpe. Ha de ser muy rico." Volvió un poco después, rectificó diciendo que no podía zarpar por menos de veinte mil. "¡Pues bien, las tendréis! dijo Cándido. -¡Ajá! se dijo para sí el comerciante, este hombre da veinte mil piastras tan fácilmente como diez mil." Volvió de nuevo y le dijo que no podría llevarle a Venecia por menos de treinta mil piastras. "Tendréis las treinta mil, respondió Cándido. ·-¡Oh, oh! se dijo otra vez el mercader holandés, treinta mil piastras no cuestan nada a este hombre; sin duda sus corderos llevan tesoros inmensos: no insistamos más; hagámonos p'agar primero las treinta mil piastras y luego veremos." Cándido vendió dos diamantes pequeños, de los cuales el menor valía más de todo lo que pedía el patrón. Pagó por adelantado. Fueron embarcados los dos .
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corderos. Cándido les seguía en una lancha para akanzar el barco en la rada; el patrón escoge el momento, se da a la vela, se pone en marcha; el viento le favorece. Cándido, perdido y asombrado, lo pierde pronto de vista. "¡Ay!, gritó, ésta es una jugada digna del Viejo Mundo!" Regresa a la orilla abrumado de dolor; porque, en definitiva, había perdido tanto como para hacer la fortuna de veinte monarcas. Se encamina hacia la casa del jµez holandés y como estaba un poco turbado, golpea fuertemente la puerta. Entra, expone su aventura y grita un poco más alto de lo conveniente. El juez comenzó por hacerle pagar diez mil piastras por ei ruido que había hecho. Después lo escuchó paciente-· mente, le prometió examinar su asunto en cuanto retornase el mercader y se hizo pagar otras diez mil piastras por los gastos de audiencia. Este trámite acabó por desesperar a Cándido. La verdad es que él ya había sufrido desgracias mil veces más dolorosas; pero la sangre fría del juez y la del patrón que le había robado, encendió su bi-· lis, y lo huadió en una negra melancolía. La maldad de los hombres se le presentaba en toda su fealdad; solamente lo alimentaban tristes ideas. Al fin, un barco francés estaba a punto de partir para Burdeos, y como ya no tenía corderos cargados de diamantes que embarcar, tomó un camarote en el barco a precio justo, diciendo en la ciudad quepagaría el pasaje, los alimentos, y daría dos mil pías-· tras a un hombre honesto qee quisiera hacer el viaje con él, a condición de que este hombre fuese 99
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el más asqueado de su propio estado y el más des,,.,.,.,,..;,., rln. rite> la _tJJ.. nrAH;nr;a JSl. Q.\,....1Q..U\..J' \....!.\...... J. V V .11..l'--.l •
Se presentó tal muchedumbre de pretendientes, que una flota no los habría podido alojar. Cándido, queriendo elegir entre los mejores, distinguió una veintena de personas que le parecieron bastante so-· ciables, y todos pretendían merecer la preferencia. Las reunió en la taberna y les dio de comer a condi-· ción de que cada una jurase fielmente que ccntaría su historia, prometiendo elegir a aquélla que lepareciese la persona más de§dichada y más justifica-· damente descontenta de su situación, dando a las demás algunas gratificaciones. La sesión duró hasta las cuatro de la mañana. Cándido, escuchando todas sus aventuras, recor-· daba lo que la vieja le había contado yendo hacia Buenos Aires y la apuesta que le había hecho de que ninguno había ene! barco a quien no le hubieran sucedido grandes desgracias. Pensaba en Pangloss a cada aventura que le contaban. "A ese Pangloss, decía, le sería difícil demostrar su sistema. Me gustaría que estuviese aquí. Ciertamente, en donde todo va bien es en Eldorado y no en el res-· to de la tierra." Al fin se decidió en favor de un po-· bre sabio, que durante diez años había trabajado para los editores de Amsterdam. juzgó que no había trabajo en el mundo del que pudiera estarse más asqueado. Este sabio, que por otra parte era un buen hombre, había sido robado pcr su mujer, golpeado por su hijo y abandonado por su hija, que se había hecho raptar por un Portugués. Acababan roo
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de privarle de un pequeño empleo con el cual sub-· / 1 . / 1 . 1• 1 ' ,; • sistrn; io persegman 10s premcaaores de ~unnam porque lo tomaban por un sociniano. Hay que ad-· mitir que los otros eran por lo menos tan desgraciados como él; pero Cándido esperaba que el sa··· bio le evitaría el aburrimiento durante el viaje. Todos sus otros rivales encontraron que Cándido era muy injusto con ellos; pero éste los apaciguó dando a cada uno cien piastras.
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Capítulo XX 1
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Lo que les sucedió en el mar a Cándido y a Martín
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Así es que el viejo .sabio, llamado Martín, se embarcó para Burdeos con Cándido. Uno y otro habían visto mucho y sufrido mucho, y aun si el barco hubiera debido hacer velas· de Surinam al Japón por el Cabo de Buena Esperanza, habrían tenido de qué conversar sobre el m2l moral y el mal físico durante todo el viaje. Sin embargo, Cándido llevaba una gran ventaja sobre Martín, y era la de esperar volver a ver a la señorita Cunegunda; Martín ya no esperaba nada. Además tenía el oro y los diamantes, y aunque hubiese perdido cien corderos rojos cargados de los tesoros más grandes de la tierra, aunque siem-· pre tuviese sobre el corazón la bellaquería del pa-· trón holandés, sin embargo, cuando pensaba en lo que le quedaba en los bolsillos y cuando hablaba de Cunegunda, sobre todo al final de la c01nida, se inclinaba entonces por el sistema de Pangloss. "Pero vos, señor Martín, le dijo al sabio ¿qué pensáis de todo esto? ¿Cuál es vuestra idea sobre el mal moral y el mal físico? -Señor, respondió Martín, mis curas me acusan de sociniano;21 pero 21 Lelio y Fausto Socini fueron reformadores religiosos en Siena en el siglo XVI. Eran adversos al dogma de la Trinidad y la divinidad de Cristo.
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la verdad es que soy maniqueo. -Os reís de rní, dijo Cándido, ya no quedan maniqueos en el mun-· do. -Quedo yo, dijo Martín; no sé qué hacer~ pero no puedo pensar de otra manera. -Tal vez tenéis el diablo en el cuerpo, dijo Cándido. -Se mezcla tan-· to en los asuntos del mundo, dijo Martín, que bien podría estar en mi cuerpo, como está por todas partes, pero os confieso que al echar una mirada sobre el globo, o mejor digo sobre el globulillo, pienso que Dios lo ha abandonado a algún malhe-· chor, excluyendo siempre a Eldorado. No he visto ciudad que no desease la ruina de la ciudad vecina, familia que no pensase exterminar a alguna otra familia. Por todas partes los débiles execran a los poderosos, delante de los cuales se arrastran, y los poderosos los tratan como rebaños de los que se vende la lana y la carne. Un millón de asesinos uniformados corre de una parre a otra de Europa, ejerciendo la muerte y el bandidaje con toda disci-plina par¡l ganar su pan, porque no hay oficio más honesto. Y en las ciudades que parecen gozar de la paz y donde florecen las artes, los hombres son devorados por más deseos, cuidados e inquietudes que las plagas que debe soportar una ciudad sitiada. Las angustias secretas son aún más crueles que las miserias públicas. En una palabra, he visto tanto, sufrido tanto, que soy maniqueo. --·Hay, sin embargo, cosas buen~s, replicaba Cándido. ---·Puede ser, decía Martín, pero yo no las conozco." En medio de esta disputa, se oyó un ruido de cañón. El ruido redobla de momento en momento. Cada uno toma su catalejo. Se divisan dos bar-
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cosque combatían aproximadamente a tres millas de distancia; el viento llevó a uno y otro tan cerca del barco francés, que tuvieron el placer de ver el combate a su~ anchas. Al fin, uno de los barcos lanzó al otro una andanada tan baja y tan justa que lo echó a pique. Cándido y Martín distinguie-· ron un centenar de hombres sobre la cubierta del barco que se hundía; levantaban las manos al cielo y lanzaban clamores horribles; en un momento todo lo tragó el mar. "Y bien, dijo Martín, he aquí cómo se tratan los hombres los unos a los otros. --Es verdad, dijo Cándido, que hay algo de diabólico en este caso." Hablando así, percibió alguna cosa de color rojo brillante que nadaba junto a su nave. Baja-· ron la chalupa para ver lo que podía ser: era uno de sus corderos. Cándido se alegró mucho más de encontrar ese cordero que lo que le afligió perder ciento, todos cargados de grandes diamantes de EldoraQ-Q--=El capitán francés vio pronto que el capitán del barco sumergidor era español y el del sumergido un pirata holandés, precisamente el que había robado a Cándido. Las riquezas inmensas que ese malvado había robado fueron enterradas con él en el mar; y sólo se salvó un cordero. "Ya véis, dijo Cándido a Martín, que el crimen es a veces casti- , gado; ese bribón de patrón holandés ha tenido su merecido. --Sí, dijo Martín, pero ¿hacía falta que los pasajeros que estaban en su barco pereciesen también? Dios ha condenado al bribón, el diablo ha ahogado a los otros." ·
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Entretanto el barco francés y el español continuaron su ruta y Cándido sus conversaciones con Martín. Disputaron quince días seguidos, y al cabo de quince días habían progresado tanto como el primero. Pero hablaban, se comunicaban ideas, se, consolaban. Cándido acariciaba su cordero. "Puesto que te he encontrado a ti, decía, puedo también encontrar a Cunegunda."
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Capítulo XXI Cándido y 1'v1artín se acercan a las costas de Francia y razonan
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Por fin se empiezan a ver las costas de Francia. "¿Habéis estado alguna vez en Francia, señor Martín?, dijo Cándido. -Sí, dijo MartÍD, he recorrido varias provincias. Hay unas donde la mitad de los habitantes son locos, otras donde son demasiado astutos, otras donde comúnmente son bastante dulces y bastante tontos, otras donde son de espíritu burlón; y, en todas, la ocupación principal es el amor, la segunda la maledicencia y la tercera decir tonterías. -Pero, señor Martín ¿ha-· béjs visto París? -Sí, he visto París; allá hay de todas las especies; es el caos, una prensa en la cual todo el mundo busca su placer y donde casi ninguno lo encuentra, al menos eso me pareció a mí. Estuve poco tiempo y al llegar, unos bribones merobaron todo lo que llevaba, en la feria de Saint Germain. Iv1e tomaron a mí también por un ladrón y pasé ocho días en la cárcel; después fui corrector de imprenta para ganarme con qué volver a pie hasta Holanda. He conocido la canalla de los escritorzuelos, la canalla de los conspiradores y la canalla jansenista. Diceri que hay gente muy distinguida en esa ciudad; quisiera creerlo. - Yo, no tengo ninguna curiosidad por ver Francia, dijo Cándido; se puede comprender fcícil-· 107
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mente que, cuando uno ha pasado un mes en El . . dorado, no se preocupe de ver en la tierra más que 1 · 0 ..1 1 a ia senonta 1..._,unegunua. voy a esperana a Venecia y atravesaremos Francia para ir a Italia. ¿No me acompañaréis? -·Con mucho gusto, dijo 1Vl:ar··· tín; cuentan que Venecia no es buena más quepa-· ra los nobles Venecianos, pero que, sin embargo, allí reciben muy bien a los extranjeros cuando tie· nen mucho dinero; yo no lo tengo, vos lo tenéis, os seguiré por doquier. --A propósito, dijo Cándido, ¿creéis que la Tierra ha sido en su origen un mar, como lo asegura ese libro .tan grande que pertenece al capitán del barco? -Yo nada creo, dijo Mar~· tín, ni tampoco esos devaneos que nos cuentan desde hace algún tiempo. ·-Pero ¿con qué fin ha si-do hecho este mundo?, dijo Cándido. -·Para hacernos rabiar, respondió 1\1artín. -·¿No :as asombra, continuó Cándido, el amor que esas dos mucha-· chas del país ~de los Or:ejones sentían por esos dos monos, de quienes os conté la aventura? ··-Nada de eso, dijo Martín; no veo nada extraño en esa pasión; he visto tantas cosas extraordinarias que ya no hay para mí nada extraordinario. -¿Creéis entonces, dijo Cándido, que los hombres siempre se han destruido como hoy? ¿Que siempre han sido mentirosos, pícaros, pérfidos, ingratos, bandidos, débiles, volanderos, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, corruptores, fanáticos, hipócritas y tontos? -¿Creéis, dijo Martín, que los gavibnes se han comido a los pichones, siempre que los han encontrado? -Sí, sí, sin duda, dijo Cándido. -Pues ""\:T
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bien, dijo Martín, si los gavilanes han tenido siempre el mismo carácter, ¿por qué queréis que los hombres cambien el suyo? -·¡Oh!, dijo Cándido, hay muchas diferencias, porque el libre albedrío ... " Y así razonando llegaron a Burdeos.
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Capítulo XXII Lo que les ocurrió en Francia a Cándido y a J\1artín
Cándido. no se detuvo en Burdeos más que el tiempo necesario para vender algunas piedras de Eldorado y para procurarse dos plazas en una diligencia, porque ya no podía prescindir de su filósofo Martín. Le costó mucho separarse de su cordero, que dejó a la Academia de Ciencias de Burdeos, la cual propuso como tema del premio de aquel año el por qué la lana de ese cordero era roja; y el premio fue adjudicado a un sabio del :Norte que demostró por A más B, menes C, dividido por Z, que el cordero debía de ser rojo y morir de morriña. Entretanto, todos los viajeros que encontraba Cándido en las tabernas del camino le decían: "Va1nos a París." Este anhelo general le dio en fin también a él el deseo de ver esa capital; no era mucho desviarse del camino de Venecia. Entró por el barrio de Saint Marceau y creyó estar en el más feo pueblo de Vestphalia. Apenas llegado a la posada enfermó ligeramente a causa de sus fatigas. Como llevaba en el dedo un diamante enorme y habían visto en su equipaje una caja prodigiosamente pesada, tuvo enseguida junto a sí dos médicos que no había pedido, algunos amigos íntimos que no lo dejaron y dos beatas que le calentaban las cataplasmas. Martín decía: III
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"Recuerdo haber estado enfermo también en París durante mi primer viaje; era muy pobre: así que no tuve ni amigos, ni beatos, ni médicos y me curé." A todo ello, a fuerza de médicos y de sangrías, la enfermedad de Cándido se puso seria. Un clérigo del barrio vino a pedirle con dulzura un billete para el otro mundo22 pagabie al portador; Cándido no quiso saber de nada. Las devotas le asegura·· ron que era una nueva moda; él les contestó que no era un hombre a la moda. Martín quiso tirar al clérigo por la ventana. El clérigo juró que no enterrarían a Cándido. Martín juró que él enterraría al clérigo si continuaba importunándolos. La querella se calentó. Martín lo tomó por los hombros y lo echó rudamente, lo que causó un gran escánda-· lo, por el que se levantó un acta. Cándido curó y durante su convalecencia tuvo buena compañía para comer con él. Jugaban fuerte. Cándido estaba asombr~ado de que jamás le viniesen los ases; pero Martín no se asombraba de ello Entre los que le hacían los honores de la ciudad, había un abate perigurdino, uno de esas gentes apre-· suradas, siempre alerta, siempre serviciales, desvergonzadas, acariciadoras, acomodaticias, que acechan a los extranjeros cuando pasan, les cuentan la historia escandalosa de la ciudad y les ofrecen placeres de todo precio. Éste llevó a Cándido y a Martín, primeramente, a la comedia. Representaban una tra-· gedia nueva. Cándido se encontró sentado cerca de 1
2 2 "Billete de confesión', otorgado por los clérigos que habían firmado Ja bula Unigenitus.
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alguna gente refinada, lo que no le impidió llorar con ciertas escenas perfectamente representadas. Uno de los refinados que estaba a su lado le dijo en u.n entreacto: "Estáis muy equivocado en llorar: esa actriz es muy mala y el actor que trabaja con ella es aún peor; la obra es aún peor que los actores; el autor no sabe una palabra de árabe y, sin embargo, la escena es en Arabia; es además un hombre que no cree en las ideas innatas:n mañana os traeré veinte libros contra él. ·-Señor, ¿cuántas obras de teatro te·néis en Francia?", dijo Cándido, y el'abate le respondió: "Cinco o seis mil. --Son muchas, dijo Cándido, ¿y cuántas son buenas? ·-Quince o dieciséis, replicó el otro. ·-Son muchas", dijo Martín. A Cándido le gustó mucho una actriz que ha·· cía de reina Isabel en una tragedia bastante insignifican.te, que se representa algunas veces. "Esta actriz, decía a Martín, me gusta mucho; tiene un cierto parecido con la señorita Cunegunda; me placería saludarla." El abate perigurdino se ofreció para presentársela. Cándido, educado en Alem;;mia, preguntó cuál era la etiqueta y cómo se tra-· taba en Francia a las reinas de Inglaterra. "Hay que distinguir, dijo el abate; en las provincias se las lleva a la taberna; en París, se las respeta cuando son bellas y se las echa al muladar cuando están muertas. -·¡Las reinas al muladar!, dijo Cándido. -Sí, verdaderamente, dijo Martín, el s~ñor abate tiene razón; yo estaba en París cuando la señorita Monime pasó, como se dice, de esta vida a la otra; 23 Alusión al pensamiento de Descartes.
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le rehusaron lo que la gente llama los honores de la sepultura, es decir, el pudrirse con todos los pordioseros del barrio en un horrible cementerio; fue enterrada, sólo ella de su banda, en un rincón de la calle Bourgogae; lo que debió darle una pena horrible, porque pensaba muy noblemente. -Eso es muy poco fino, dijo Cándido. -¿Qué queréis?, dijo Martín. Estas gentes así están hechas. Imaginaos todas las contradicciones, todas las incompatibilidades posibles, las veréis en el gobierno, en los tribunales, en las iglesias, en los espectáculos de esta rara nación. -¿Y es- verdad que en París se ríe siempre?, dijo Cándido. -Sí, dijo el abate, pero rabiando, porque se lamentan de todo con grandes carcajadas y hasta se ríen cuando hacen las acciones más detestables. -¿.Quién es, dijo Cándido, ese cochino que me habló tan mal de la obr'} con la que lloré tanto y de los actores que tanto me gustaron? --Es un cualquiera, respondió el abate, que gana su vida hablando mal de todas las obras y de todos los libros. Odia a los que triunfan tanto como los eunucos odian a los que gozan; es una de esas sierpes de la literatura que se nutren de fango y de veneno; es un foliculario. -¿A qué llamáis foliculario?, dijo Cándido. --Es, dijo el abate, un llenahojas, un Freron" .24 Así Cándido, Martín y el perigurdino conversaban en las escaleras, viendo desfilar la gente al 1
24 Elie Freron (1718-1776) fue célebre por sus polémicas con los "philosophes". La palabra foliculano puede haber sido inventada por Voltaire .
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salir de la obra. "Aunque me apremia volver a ver a la señorita Cunegunda, dijo Cándido, quisiera comer c'on la señorita Clairon; porque me ha parecido admirable." El abate no era hombre de acercarse a la señorita Clairon,2s que solamente iba en buenas corn-pañías. "Ya está comprometida para esta noche, dijo; pero tendré el honor de llevaros a casa de una señora de calidad, y allá conoceréis París como si hubieseis estado en él cuatro años." Cándido, que por naturaleza en1 curioso, se dejó llevar a casa de la señora, al final del barrio St. Honoré; estaban jugando al faraón;26 doce tristes puntos tenían cada uno en la mano un pequeño mazo de naipes, registro cornudo de sus infortu-· nios. Reinaba un profundo silencio, la palidez cubría la frente de los puntos, la inquietud la del banquero, y la dama de la casa, sentada junto a ese banquero implacable, miraba con ojos de lince todos los "párolis", todos los " sietelevar" con que cada jugador marcaba las esquinas de sus naipes; ella les hacía quitar las marcas con atención severa pero bien educada, y no se enfadaba nunca, por miedo de perder sus clientes: la dama se hacía llamar marquesa de Parolignac. Su hija, de quince 25 Mademoiselle Clairon fue la célebre intérprete de las tragedias de
Voltaire. 26 Faraón era un juego de cartas. Los puntos podían apostar a diestra y siniestra . El banquero abría cartas alternadas a siniestra y diestra. La carta mayor ganaba . El banquero retiraba sencillo pero pagaba doble del otro lado. Hacer "pároli" era apostar el doble de lo apostado la primera vez. Hacer "sietelevar", multiplicaba la a puesta por siete. 115
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años de edad, estaba entre los puntos y advertía con un guiño las trampas de estas pobres gentes que traraoan ae reparar 1as cruewaaes de la suerte. El abate perigurdino, Cándido y Martín entraron; nadie se levantó, ni los saludó, ni los miró; todos estaban profunddmente ocupados con sus naipes. "La señora baronesa de Thunder-ten-tronckh era más fina", dijo Cándido. Mientras tanto, el abate se acercó al oído de la marquesa, quien hizo gesto de levantarse honran-· do a Cándido con una graciosa sonrisa y a Martín con un gesto de cabeza muy noble; hizo dar una silla y un mazo de cartas a Cándido quien perdió cincuenta mil francos en dos jugadas; después co-· mieron alegremente y todo el mundo estaba asom-· brado de que a Cándido no le hubiese impresionado su pérdida. Los lacayos decían entre ellos, en lenguaje de lacayos: "Debe ser algún lord inglés." La comida fue como la mayor parte de las comidas de París: primero silencío, luego un ruido de palabras que no se distinguen, después ocurrencias casi todas insípidas, noticias falsas, malos razonamientos, un poco de política y mucha maledicencia; hasta se habló de libros nuevos. "¿Habéis lef-· do, dijo el abate perigurdino, la novela del señor Gauchat,27 doctor en teología? ·-Sí, respondió un convidado, pero no pude terminarla. Hay un montón de escritos impertinentes, pero todos juntos no llegan a la impertinencia de Gauchat, doctor en teología; estoy tan harto de esta inmensidad de li1
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27 Gauchat, teólogo adversario de Voltaire.
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bros detestables que nos inundan, que me he pues-· to a apuntar al faraón. -Y de las Misceláneas del 1 1·.... _1 -1 _,__ arcnimacono l ... Lº ¿que oprna1sr, UIJU e1 aoate. -¡Ah, respondió madame de Parolignac, qué individuo aburrido! ¡De qué modo tan curioso dice lo que todo el mundo ya sabe! ¡Cómo discute de pesa-· do lo que no vale la pena ni comentar ligeramente! ¡Cómo se apropia sin gracia de la gracia ajena! ¡Cómo estropea lo que plagia! ¡Cómo me asquea! Pero no me asqueará más: me basta con haber leí-· do algunas páginas del archidiácono." Había en la mesa un hombre culto y de buen gusto que apoyó lo que decía la marquesa. Luego, hablaron de tragedias;29 la dama preguntó por qué algunas tragedias que algunas veces se representaban no se podían leer. El hombre de buen gusto explicó muy bien cómo una obra podía tener algún interés y no tener casi ningún mérito; probó en pocas palabras que no era bastante poner una o dos de esas situaciones que se encuentran en todas las novelas, y que seducen siempre a los espectadores, sino que lo que hace falta es ser nuevo sin ser extravagante, a menudo sublime y siempre natural; conocer el corazón humano y hacerlo hablar; ser un gran poeta sin que ningún personaje de la obra parezca poeta; saber perfectamente su lengua, hablarla con pureza, con constante armonía, sin que jamás la rima robe nada al sentido. "El que no ob-· serve, añadió, todas estas reglas, puede hacer una ~
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Respuesta de Voltaire a los críticos de sus tragedias. II7
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o dos tragedias aplaudidas en el teatro, pero nunca estará en el rango de los grandes escritores; hay muy pocas tragedias buenas; unas son idilios en diálogos bien rimados y escritos; otras son razo-· namientos políticos que dan sueño, o exageracio-· nes que repelen; otras, sueños de energúmenos, en estilo bárbaro, afirmaciones interrumpidas, lar-· gos apóstrofes a ios dioses, porque no se sabe hablar a los hombres, máximas falsas, lugares comunes ampulosos." Cándido escuchaba estas habladurías con atención, y se formó una gran idea del que hablaba; y, como la marquesa había cuidado de colocarlo al lado de ella, él se acercó a su oído, y se tomó la libertad de preguntarle quién era ese hombre que hablaba tan bien. "Es un sabio, dijo la señora, que no juega y que el abate me trae algunas veces a comer. Sabe todo sobre tragedias y libros y ha escrito una tragedia que fue silbada. y un libro del que no se ha visto fuera de la tienda de su librero más que el ejemplar que me dedicó a mí. --¡Qué gran hombre!, dijo Cándido. Es otro Pangloss." Entonces, volviéndose hacia él, le dij o: "Señor ¿pensáis sin duda que todo es para mejor en el mundo físico y en el moral, y que no podía ser de otra manera? -Yo, Señor, le respondió el sabio, no pienso nada de eso: yo encuentro que todo entre nosotros marcha mal; que nadie sabe ni cuál es su sitio ni cuál su obligación, ni lo que hace, ni lo que debería hacer, y que excepto la comida, que es bas-· tante alegre y donde parece haber bastante unión, todo el resto del tiempo se va en querellas imperti118
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nentes: jansenistas contra molinistas,30 gentes del parlamento contra gentes de la iglesia, gente de le-tras contra gente de letras, cortesanas contra cortesanas, financi¡:ros contra el pueblo, mujeres contra maridos, parientes contra parientes; es una guerra eterna." Cándido le replicó.: "He visto algo peer. Pero un sabio, que tuvo luego la desgracia de ser colgado, me enseñó que todo es una maravilla; éstas son las sombras de un hermoso cuadro. -Vuestro ahorcado se burlaba de nosotros, dijo Martín. Vuestras sombras son manchas horribles. -Son los hombres quienes hacen las manchas, dijo Cándido, y no pueden dejar de hacerlas. -Entonces no es falta suya", dijo Martín. La mayor parte de los jugadores, que no entendían nada de este ]enguaje, bebían; y Martín razonaba con el sabio, y Cándido contaba una parte de sus aventuras a la dueña de casa. Después de comer, la marquesa lleyó a Cándido a su gabinete y le hizo sentarse en un sofá. "Y bien, dijo ella, ¿amáis todavía apasionadamente a la señorita Cunegunda de Thunder-ten-tronckh? -Sí, señora", le respondió Cándido. La marquesa le contestó con una tierna sonrisa: "Me respondéis como un joven de Vestphalia; un Francés hubiera dicho: "Es verdad que amo a la señorita Cunegunda, pero al veros, Señora, temo ya no amarla más." -Ay, Señora, dijo Cándido, contestaré como queráis. -Vuestra pasión por ella, dijo la marquesa, ha comenzado recogiendo su pañuelo; yo quiero que 30 Apodo de los jesuitas, del español Molina (1535-1601) .
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recojáis mi liga. -Con todo el corazón", dijo Cándido, recogiéndola. "Pero quiero que me la pongáis otra vez", dijo la señora, y Cándido se la puso. "Véis, le dijo la señora, sois extranjero, a veces hago languidecer a mis amantes de París quínce días, pero a vos me rindo la primera noche, porque hay que hacer los honores del país a un joven de Vestphalia." La bella, habiendo visto en las manos del joven extranjero dos enormes diamantes, los elogió con tan buena fe que de los dedos de Cándido pasaron a los de la marquesa. Cándido, al regresar con el abate perigurdino, sintió algún remordimiento de haber sido infiel a la señorita Cunegunda; monseñor el abate comprendió su pena; no le correspondía más que una pequeña parte de las cincuenta mil libras perdidas al juego por Cándido y del valor de dos diaman-· tes, a medias dados, a medias arrebatados. Su idea era aprovechar, cuanto pudiera, las ventajas que el conocer a Cándido podían procurarle. Le habló mucho de Cunegunda; y Cándido le dijo que pediría perdón a la bella, por su infidelidad, en cuanto la encontrase en VeneCía. El perigurdino redoblaba su amabilidad, sus atenciones, y prestaba un tierno interés a todo lo que Cándido decía, todo lo que hacía, todo lo que , quena. "Entonces,' Señor~ tenéis una cita en Venecia, le dijo. --Sí, señor abate, dijo Cándido; es indispensable que vaya a encontrarme con la señorita Cunegunda." Entonces, atraído por el placer de hablar de la que,_amaba, contó, seg~n su costumbre, una 120
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parte de sus aventuras con aquella ilustre Vestpha-· liana: "Supongo, dijo el abate, que la señorita Cunegunda es inteligente y que escribe cartas encantadora~·.
·-No he recibido ninguna, dijo Cándido; porque, figuraos que habiendo sido expulsado del castillo por amor a ella, no he podido escribirle; que poco después me enteré de que estaba muerta, que luego la encontré y la perdí y que le he envia-· do un mensajero, a dos mil quinientas leguas de aquí, de quien espero aún la respuesta." El abate escuchaba atentamente y parecía un poco pensativo. Se despidió de los dos extranje·-· ros, después de abrazarlos tiernamente. Al otro día Cándido recibió, al despertarse, una carta concebida en estos términos:
Señor, mi queridísimo amante, hace ocho días que estoy enferma en esta Ciudad; me entero de que estáis aquí. Volaría a vuestros brazos si pudiera moverme. He sabido de vuestro paso por Burdeos; allí he dejado al fiel Cacambo y a la vieja que deben venir pronto. El gobernador de Buenos Aires se ha quedado con todo~ pero me queda aún vuestro corazón. Venid. Vuestra presencia me devolverá la vida o me hará morir de placer. I
Esta carta encantadora, esta carta inesperada, embriagó a Cándido con una alegría indescripti-· ble. La enfermedad de su querida Cunegunda lo abrumó de dolor. Dividido entre estos dos sentíI2I
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mientas, toma su oro y sus diamantes y se hace conducir con Martín al hotel donde vivía la señorita Cunegunda. Entra temblando de emoción, su corazón palpita, solloza su voz; quiere abrir las cortinas del lecho, que le traigan una lámpara. "Cuidaos muy bien de hacer eso, le dice la doncella, la mataría la luz", y rápidamente cierra las cortinas. "j\;fi querida Cunegunda, dijo Cándido llorando, ¿cómo estáis? Si no podéis verme, ha-· bladme al menos. -No puede hablar", dice la doncella. La señora entonces saca de su lecho una mano regordeta que Cándido rocía largo tiempo con sus lágrimas, y luego llena de diamantes, dejando además un saco lleno de oro sobre la butaca. En medio de estos transportes llega un oficial seguido del abate perigurdino y de una escuadra. "¿Éstos son entonces, dice, los dos extranjeros sospechosos?" Los hace detener inmediatamente y ordena a sus gentes qué los arrastren a la cárcel. "No es así como tratan a los viajeros en Eldorado, dice Cándido. --Hoy soy más maniqueo que nunca, dice Martín. -Pero, Señor, ¿dónde nos lleváis?, dice Cándido. ---A una mazmorra", dice el oficial. .i\1artín, recobrando su sangre fría, juzgó que la dama, que pretendía ser Cunegunda, era una tunanta, el señor abate perígurdino un tunante que había abusado inmediatamente de la inocencia de Cándido, y el oficial otró tunante del que podrían fácilmente desembarazarse. Antes que exponerse al proceso de la justicia, Cándido, iluminado por' su consejero y además in1paciente siempre por volver a ver a la verdade-· 122
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ra Cunegunda, ofrece al oficial tres pequeños dia~antDs . \....-
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"¡Ah, Señor!, le dice el hombre del bastón de marfil, así hubierais cometido todos los crímenes imaginables, sois el hombre más honesto del mundo; ¡tres diamantes, cada uno de tres mil pistolas!, ¡Señor! Yo me dejaría matar por vos, en vez de llevaros a una celda. Ahora detienen a todos los extranjeros, pero dejadlo en mis maPos, tengo un hermano en Dieppe, en Normandí~; allá os llevaré y, si tenéis algún diamante que darle, os cuidará tanto como yo mismo. -¿Y por qué detienen hoy a todos los extranje-· ros?", dice Cándido. El abate perigurdino tomó entonces la palabra y dijo: "Es porque un pordiosero de la tierra de Atrebatia31 ha oído decir sandeces; solamente eso le ha empujado a cometer un parricidio, no como el de mayo de 1610, sino como aquél de 1594 en el mes de diciembre, y como otros que se cometie-· ron en otros años y en otros meses por otros pordioseros que habían escuchado decir sandeces." El oficial entonces explicó de qué se trataba. "¡Ah, los monstruos!, gritó Cándido. ¡Que haya tales horrores en un pueblo que baila y canta! ¡Si pudiera yo salir lo más deprisa posible de este país donde los monos provocan a los tigres! He visto, 31 En tiempos de César; la tierra de Artois. El atentado a Luis XV, el
5 de enero de 1757, provocó la detención de extranjeros . El culpable, Damiens, andaba desequilibrado a causa de las querellas entre jansenistas y el clero . En 161 O Ravaillac atentó contra Enrique IV; en 1594 ya Jean Chite! había atentado contra el mismo rey. 123
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osos en mi país, pero no he visto hombres más que en Eldorado. En nombre de Dios, señor oficial, llevadme a Venecia, donde he de esperar a la señorita Cunegunda. ··-Sólo puedo llevaros a la Baja Normandia", dice el oficial. Inmediatamente le hace quitar los hierros, dice que se equivocó; reti-· ra a su gente y lleva a Cándido y a Nfartín a Die-· ppe, dejándoles en manos de su hermano. Había en la rada un barquito holandés. El normando, convertido mediante tres diamantes más en el más servicial de los hombres, eµibarca a Cándido y a su gente en el barco pronto a levar velas hacia Portsmouth en Inglaterra. No era éste el camino de Venecia, pero Cándido creía liberarse del infierno y contaba retomar la ruta hacia Venecia en la primera ocasión. l ]
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Capítulo XXIII
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Cándido y Martín van a las costas de Inglaterra y lo que allí ven
. "¡Ah, Pangloss, Pangloss! ¡Ah, Martín, Martín! ¡Ah, mi querida Cunegunda! ¿Qué mundo es éste?, decía Cándido a bordo del barco holandés. -Cosa loca y abominable, respondía Martín. -Conocéis Inglaterra, ¿son tan locos con10 en Francia? -Es otra clase de locura, contestó Mar-· tín. Ya sabéis que estas dos naciones están en guerra por algunos arpendes de nieve hacia el Canadá, y que gastan más en esta guerra que lo que vale el Canadá todo junto. Deciros si hay más gentes de atar en un país que en el otro, no me lo pernliten mis pocas luces. Solamente sé que, en general, las gentes que vamos a ver son muy atrabiliarias." I-Iablando así, atracaron en Portsmouth. Una multitud cubría la costa y miraba con atención a un hombre grueso, de rodillas, con los ojos ven-· dados, sobre la cubierta de uno de los barcos de la flota; cuatro soldados, de cara al hombre, le dispararon apaciblemente en el cráneµ tres balas cada uno y toda la asamblea se retiró muy satisfecha. "¿Qué ha sido esto?, dijo Cándido. ¿Qué demonio ejerce su imperio por todas partes?" Preguntó quién era el hombre gord9 que ceren10niosamente acababan de matar. "Es un almiran-· 125
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. y /1 te,32 le respon d ieron. --¿ por que matan a un atmirante? -Según dicen, porque no ha matado a bastante gente; libró combate a un almirante francés y se descubrió que no se había acercado lo bastante a él. -Pero, dijo Cándido, el almirante francés estaba tan lejos del almirante inglés como éste lo estaba de aquél. -Eso es incontestable, le replicaron, pero en este país hay que matar de cuando en cuando a un almirante para envalentonar a los otros." Cándido estaba tan aturdido y asombrado con lo que veía y lo que oía, que ya no quiso bajar a tierra e hizo trato con el patrón holandés (aunque éste le robase como el de Surinam), para que lo llevara sin tardar a Venecia. El patrón arregló todo en dos días. Costearon Francia; pasaron a la vista de Lisboa, y Cándido se estremeció. Entraron en ~1 estrecho y en el Mediterráneo y, al fin, atracaron en Venecia. "¡Dios sea loado!, dijo Cándido, abrazando a Martín. Aquí veré de nuevo a la bella Cunegunda. Cuento con Cacambo como conmigo mismo. Todo está bien, todo va bien, todo va lo mejor posible."
32 Se trata del almirante Byng, ejecutado el 14 de marzo de 1757 por su derrota en Menorca contra el francés La Galissoniere . Le faltó coraje. Vo!taire intercedió a su favor.
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Capítulo XXIV T"'-
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.ue I'aquette y ae111ermano v-irortee
En cuanto llegó a Venecia hizo buscar a Cacambo por todas las tabernas, en todos los cafés, en casa de todas las mujerzuelas, y no lo encontró. Mandaba a esperar cada día todos 10s barcos y to-· das las barcas: ninguna noticia de Cacambo. "¡Cómo!, le decía a Martín, he tenido tiempo de pasar de Surinam a Burdeos, de ir de Burdeos a París, de París a Dieppe, de Dieppe a Portsmouth, de costear Portugal y España, de atravesar todo el Mediterráneo, de pasar algunos meses en Venecia ¡y la bella Cunegunda no ha ve~ido! ¡He encontrado en cambio a una ramera y un abate perigur· dino, Cunegunda sin duda está muerta, no me queda sino morir. ¡Ah, más valía haberme quedado en el paraíso de Eldorado que regresar a esta maldita Europa! ¡Qué razón teníais, mi querido Martín! Todo no es más que ilusión y calamidad." Y cayó en una melancolía negra y no tmnó parte alguna en la ópera alfa moda ni en ninguna otra diversión del carnaval; ninguna mujer le ten-· taba ya. Martín le dijo: "Sois verdaderamente ' muy simple si creéis que un criado n1estizo, que tiene en el bolsillo cinco o seis millones, va a ir a buscar a vuestra amante al fin del mundo para traérosla a Venecia. Se quedará con ella, si la en127
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cuentra. Si no la encuentra, cogerá otra. Mi canse-· jo es que olvidéis a vuestro criado Cacambo y a vuestra amante Cunegunda. '' Martín no era un buen consuelo. La melancolía de Cándido aumen-· tó y lvlartín no cesaba de demostrarle que había poca virtud y poca felicidad sobre la tierra, excepto quizás en Eldorado, donde nadie podía ir. Disputando sobre materia tan importante y esperando a Cunegunda, Cándido vio en la plaza de San Marcos, a un joven teatino33 que llevaba del brazo a una muchacha. El teatino parecía fresco, gordo, vigoroso; sus ojos eran brillantes, su aire seguro, su rostro altivo, su andar valiente. La mu·chacha era muy bonita y cantaba; miraba amorosamente al tea tino y de cuando en cuando le pelliz-· caba sus gruesas mejillas. "Al menos admitiréis, dijo Cándido a Martín, que esta gente es feliz. f-Iasta ahora no había encontrado i:n toda la tierra habitable, a excepción de Eldorado, más que infortunados; pero apuesto que esta muchacha y este teatino son criaturas muy felices. -Yo apuesto que no, dijo Martín. -·No hay más que invitarlos a comer, dijo Cándido, y veremos si me equivoco." Inmediatamente se acerca a ellos, les saluda y les invita a venir a su hostería a comer macarrones, perdices de Lombardía, huevas de esturión y a beber vino de }vfontepulciano, Lacryma·-christi, de Chipre y de Samas. La señorita enrojeció, el teatino aceptó la partida, y la muchacha les siguió,
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mirando a Cánd~do 'con ojos de confusión y de sorpr~sa, oscurec~dos por algunas lágrimas. Ape-· nas entraron en el cuarto de Cándido, ella le dijo: "¡Ay, .señor Cándido, no reconocéis ya a Paquettel" A estas palabras, Cándido, que hasta ese momento no se había fijado en ella, porque no se ocupaba más que de Cunegunda, le dijo: "¡Ay, mi pobr~ niña! ¿Sois vos quien ha puesto al doctor Pangloss en el estado que lo he visto? -¡Ah, Señor!, soy yo misma, dice Paquette; veo que ya sabéis todo. He sabido de todas las desgracias horribles que sucedieron a todos los de la casa de la señora baronesa y a la bella Cunegunda. Os juro que mi destino no ha sido menos triste. Yo era muy inocente, cuando me visteis. Un franciscano que era mi confesor n1e sedujo fácilmente. Las consecuencias fueron horribles; me obligaron a dejar el castillo un poco más tarde, después que el barón os echó dándoos patadas en el trasero. Si un famoso médico no hubiese tenido piedad de mí, estaría muerta. Fui, durante algún tiempo, por agradecimiento, la an1ante del médico. Su mujer~ que era celosa a rabiar, todos los días me pegaba despiadadamente; era una furia. Este médico era el más feo de los hombres y yo la criatura más desgraciada, apaleada diariamente a causa de un hombre a quien no amaba. Vos sabéis, Señor, lo peligroso que es para una mujer rabiosa' el ser la mujer de un médico. Un día, cansado del proceder de su esposa, para curarla de un resfrío~ le suministró una 1Iledicina tan eficaz que dos horas después murió en medio de convulsiones horribles. 129
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Los parientes de la mujer intentaron un proceso criminal; él se escapó y a mí me metieron en la cárcel. lvíi inocencia no me habría salvado si no hubiese sido bonita. El juez me liberó a condición de suceder él al médico. Pronto fui suplantada por una rival, echada sin ninguna recompensa y obligada a continuar este oficio abominable que tan agradable os parece a los hombres y que para nosotras sólo es un abismo de miserias. Vine a Venecia a ejercer mi profesión. ¡Ah, Señor!, si pudieseis imaginar lo que es estar obligada a acariciar indiferentemente a un viejo comerciante, un abogado, un monje, un gondolero, un abate; estar expuesta a todos los insultos, a todas las afrentas; tener a veces que pedir prestada una falda para ir a que te la quite un hombre asqueroso; que uno te robe lo que has ganado con otro; tener que pagar a los ofi-· dales de justicia y no tener más perspectiva que una vejez horrible, un h~ospital, un estercolero, sacaríais en consecuencia que soy una de las criaturas más desgraciadas del mundo." Paquette abría así su corazón al buen Cándi-· do, en un gabinete, en presencia de Martín, quien decía a Cándido: "Ya véis que he ganado la mitad de la a puesta." El hermano Giroflée se había quedado en el comedor y bebía un trago esperando la comida. "Pero, dijo Cándido a Paquette, teníais un aire tan alegre, tan feliz cuando os encontré; cantábais, acariciábais tan naturalmente al teatino que me parecíais tan feliz como ahora pretendéis ser infortunada. -·¡Ah, Señor!, dijo Paquette, ésa es otra 13º
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de las miserias del oficio. Ayer me ha robado y apaleado u:q_ oficial, y hoy tengo que tener buen humor para complacer a un fraile." Cándido.,no quiso oír más; admitió que Martín tenía razón. Se sentaron a la mesa con Paquette y el teatino; la comida fue bastante alegre y hacia el final empezaron a hablar con cierta confianza. "Padre, dijo Cáµdido al fraile, me parece que gozáis de un destino que todo el mundo debiera envidiar; la flor de la salud brilla en vuestro rostro y vuestra fisonomía anuncia la felicidad; tenéis una muchacha hern1osa para vuestro recreo y parecéis contento de ser teatino. -Os aseguro, Señor, dijo el hermano Giroflée, que ya quisiera yo que todos los teatinos estuviesen en el fondo del mar. He estado tentado cien veces de dar fuego al convento y de hacerme Turco. Mis padres me obligaron a la edad de quince años a endosar este hábito detestable, para dejar más dinero a mi maldito hermano mayor~ que Dios confunda. La envidia, la discordia, la rabia, viven en los conventos. Es verdad que he predicado unos sermones que 1ne han valido un poco de dinero, del cual el prior me roba la mitad. El resto me sirve para mantener a las muchachas; pero cuando por la noche entro en el monasterio, me rompería la cabeza contra los muros del dormitorio; y todos mis compañeros están en el mismo caso." Martín se volvió hacia Cándido con su sangre fría de siempre: '(¡Y bien! ¿No he ganado toda entera la a puesta?" Cándido dio dos mil piastras a Paquette y mil piastras al padre Giroflée. "Os ase-
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guro, dijo, que con esto serán felices. --Yo no lo creo para nada, dijo lviartín; tal vez con ese dinero les haréis aún mucho más desgraciados. -Sucederá lo que suceda, dijo Cándido, pero una cosa me consuela, el ver que a veces se vuelve a encontrar gente que uno no creía volver a encontrar. Pudiera ser que, habiendo encontrado mi cordero rojo y a Paquette, encuentre también a Cunegunda. -Deseo, dijo Martín, que un día ella haga vuestra felicidad; pero lo dudo mucho. -Sois muy duro, dijo Cándido. -Es que he vivido mucho, dijo Martín. -Pero mirad a esos gondoleros, dijo Cándido. ¿No cantan sin cesar? -Pero no los véis en su casa, con sus mujeres y su chiquillos, dijo Martín. El dogo tiene sus penas, y los gondoleros las suyas. Es verdad que, teniendo que elegir, es preferible la suerte del gondolero a la del dogo; pero la diferencia es tan pequeña que no vale la pena examinarla. -Se habla, dijo Cánélido, del senador Pococu ·· rante que vive en ese hermoso palacio sobre el -Brenta y que recibe bastante bien a los extranjeros. Se dice que es un hombre que nunca ha tenido tristezas. -·Me gustaría ver una especie tan rara", dijo Martín. Cándido hizo inmediatamente pedir al señor Pococurante permiso para ir a verle al día siguiente.
Capítulo XXV Visita al señor Pococurante, noble veneciano
Cándido y Martín fueron en góndola por el Brenta y llegaron al palacio del noble Pococurante. Los jardines estaban muy bien arreglados y adornados con bellas estatuas de mármol; el palacio era una bella obra arquitectónica. El dueño, hombre de sesenta años, muy rico, recibió muy amablemente a los dos curiosos, pero fue poco solícito, lo que desconcertó a Cándido y no disgustó a Martín. Primeramente, dos bonitas muchachas muy bien cmnpuestas, sirvieron el chocolate que ha-· bían hecho muy espumoso. Cándido no pudo evitar alabarlas por su belleza, su gracia y sus habili
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pré muy caros por vanidad hace algunos años; se dice que son los más bellos que hay en Italia, pero a mí no me gustan nada: el color está muy oscurecido; las figuras no son bastante redondas y no se destacan bastante; las colgaduras no se parecen nada a una tela; en una palabra, digan lo que digan, yo no encuentro en esto la imitación verdadera de la naturaleza. Sólo me gustaría un cuadro en el que yo creyese ver la naturaleza misma; no hay ninguno de esa clase. Tengo muchos cuadros, pero ya no los miro más." Mientras esperaban la comida, Pococurante se hizo dar un concierto. Cándido encontró la músi-ca deliciosa. "Este ruido, dijo Pococurante, puede divertir media hora; si dura más, cansa a todo el mundo aunque nadie se atreva a decirlo. La música de hoy no es ya más que el arte de ejecutar cosas difíciles, y lo que no es más que difícil a la larga deja de gustar. · "Tal vez me gustaría más la ópera, si no hubiesen encontrado el secreto de hacer de ella un monstruo que me asquea. Que vaya quien quiera a ver esas malas tragedias con música en que las escenas están concebidas sólo para llegar, sin venir al caso, a dos o tres canciones ridículas que hacen valer la garganta de una actriz. Que se desmaye de placer quien quiera o quien pueda, viendo a un castrado canturr'.ear el papel de César o de Catón y pasearse empachado por las tablas; por mí hace ya tiempo que he renunciado a' esa pobreza que hoy hace la gloria de Italia y que sus soberanos pagan tan cara." Cándido disputó todavía un poco, 134
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pero con discreción. Martín fue totalmente del parecer del senador. Se sentaron a la mesa y, después de una comida excelente, entraron en la biblioteca. Cándido, vien'do un Homero magníficamente encuadernado, alabó el buen gusto de su ilustrísima. "He aquí un libro, dijo, que hacía las delicias del gran Pangloss, el mejor filósofo de Alemania." -Pues no hace las mías, dijo fríamente Pococurante; me hicieron creer una vez que sentía placer al leerlo; pe-· ro esta repetición constante de combates que todos se parecen, de esos dioses que actúan siempre para no hacer nada decisivo, esta Helena, que es el motivo de la guerra y que es apenas una actriz de la obra; esa Troya asediada y que no llegan a tomar, todo me causaba un aburrimiento mortal. Algunas veces he preguntado a algunos sabios si se aburrían con esta lectura tanto como yo. Todas las gentes sinceras me han confesado que el libro se les caía de las manos, pero que había que tenerlo siempre en la biblioteca, como un monumento de la antigüedad y como esas medallas herrumbrosas que ya no son comerciables. --¿Vuestra Excelencia no pensará así de Virgilio,?, dijo Cándido. -Admito, dijo Pococurante, que el segundo, el cuarto y el sexto libros de su Eneida son excelentes, pero su piadoso Eneas y el fuerte Cloanto y el amigo Acates y el pequeño Ascanio y el imbécil rey Latino y la burguesa Amata y la insípida Lavinia, no creo que pueda haber nada más frío ni más desagradable. Me gusta más el Tasso y los aburridísimos cuentos del Ariosto. I.3 5
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·-·fv1e atrevería a preguntaros, Señor, dijo Cándido, ¿no habéis experimentado un gran placer leyendo a Horacio? --Tiene máximas, dijo Pococurante, de las que un hombre de mundo puede aprovecharse y que, estando unidas en versos enérgicos, se graban más fácilmente en la memoria. Pero me importa muy poco su viaje a Brindisi y su descripción de una mala comida y de la riña de rufianes entre un tal Pupilo, cuyas palabras, según dice, estaban llenas de pus, y otro cuyas palabras eran de vinagre. No he leído sino asqueado sus versos groseros contra las viejas y las hechiceras; y no veo el mérito que tiene el decir a su amigo Mecenas que, si lo ponen en el rango de los poetas líricos, tocará los astros con su frente sublime. Los tontos admiran todo en un autor estimado. Yo sóc lo leo para mí; no me gusta más que lo hecho para mi uso. Cándido, a quien habían enseñado a no juzgar nada por sí mismo: estaba muy asombrado con lo que oía, y Martín encontraba la manera de pensar de Pococurante bastante razonable. "¡Oh, he aquí un Cicerón!, dijo Cándido. Supongo que a este gran hombre nunca os cansaréis de leerlo . .,...No lo leo nunca, respondió el Veneciano. ¿Qué me importa a mí que haya alegado en favor de Rabirio o de Cluencio? Tengo ya muchos procesos que juzgar; me hubieran gustado más sus obras filosóficas; pero cuando he visto que dudaba de todo, saqué en conclusión que yo sabía tanto como él y que no necesitaba a nadie para ser un ignorante. -·¡Ah, he aquí ochenta volúmenes de recopilaciones de una academia de ciencias!, gritó Martín;
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puede que haya algo bueno. -Habría segura1nente, dijo Pococurante, si al menos uno de los autores de ese fárrago hubiese inventado ei arte de hacer alfileres; pero en todos estos libros no hay más que vanos sistemas y ninguna cosa útil. -¡Cuántas obras de teatro veo aquí!, dijo Cándid0; ¡en italiano, en español, en francés! -Sí, dijo el senador; hay tres mil y ni tres docenas son bue-· nas. En cuanto a esta colección de sermones, que todos juntos no valen una página de Séneca, y a todos esos gruesos volúmenes de teología, ya com-· prenderéis que no los abro nunca, ni yo ni nadie." Martín descubrió estanterías cargadas de libros ingleses. "Imagino, dijo, que a un republicano deben gustarle la mayor parte de estos libros escritos tan libremente. -Sí, respondió Pococurante; es hermoso escribir lo que se piensa, es un privilegio del hombre. En toda nuestra Italia se escribe nada más que lo que no se piensa. Los que viven en la patria de los Césares y de los Antoni-· nos no se atreven a tener una idea sin el permiso de un jacobino. Estaría contento con la libertad que inspira a los genios ingleses si la pasión y el espíritu de partido no corrompiesen todo lo que esta preciosa libertad tiene de estimable." Cándido, encontrando un Milton, le preguntó si no consideraba a ese autor como a un gran hombre. "¿Quién?, dijo Pococurant'e, ¿ese bárbaro que hizo un largo comentario del primer capítulo del Génesis en diez libros de versos duros como la piedra? ¿Ese grosero imitador de los Griegos que desfigura la creación y que, mientras Moisés represenI
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ta el Ser Eterno creando el mundo con la palabra, hace .tomar al Mesías un gran compás en un arma· rio del cielo para trazar su obra? ¿Yo, estimar a aquél. que ha estropeado el infierno y el diablo del Tasso; que unas veces disfraza a Lucifer de sapo y otras de pigmeo; que le hace rehacer cien veces los mismos discursos; que le hace disputar sobre teología; que, imitando seriamente la cómica invención de las armas de fuego del Ariosto, hace que en el cielo los diablos disparen el cañón? Ni a mí, ni a nadie en Italia pudieron gustar estas tristes extrava-· gancias. El matrimonio del petado y de la muerte y las culebras que el pecado pare, hacen vomitar a todo hombre que tenga el gusto un poco delicado, y su larga descripción de un hospital no es buena más que para un enterrador. Ese poema oscuro, extraño y asqueroso~ fue despreciado desde su nacimiento y yo lo trato hoy como fue tratado en su patria por sus contemporáneos. Además, yo digo lo que píen-· so y me preocupa poco que los otros piensen como yo." Cándido estaba dolorido por estas palabras; respetaba a Homero y amaba un poco a Milton. "¡Ay!, dijo por lo bajo a Martín, mucho me temo que este hombre tenga un soberano desprecio por nuestros poetas alemanes ......]'Jo importaría mucho esto, dijo Martín. -¡Oh, qué hombre superior!, decía aún Cándido entre dientes. ¡qué gran genio es este Pococurc;mte! ¡Nada le gusta!" ' Después de haber pasado así revista a todos los libros, bajaron al jardín. Cándido alabó todas las bellezas. "No conozco nada de peor gusto, di-· jo el dueño: no hemos plantado aquí más que pe-
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rifollos; pero mañana mandaré hacer otro de un dibujo más noble." Cuando los dos curiosos se despidieron de Su Excelencia: "Y bien, dijo Cándido a l\1artín, convendréis conmigo en que éste es el más feliz de los hombres, ya que está por encima de todo lo que posee. -¿No habéis visto, dijo 11artín, que está harto de todo lo que posee? Platón ha dicho, hace ya mucho tiempo, que los mejores estómagos no son los que rechazan todos los alimentos. -·Pero, dijo Cándido, ¿no hay placer en crÍticar todo, en ver sólo defectos donde los otros hombres creen ver bellezas? -¿Es decir, replicó lv1artín, que puede haber placer en no tener placer? -¡Pues bien!, dijo Cándido, el único feliz soy yo cuando vuelva a ver a la señorita Cunegunda. -Es siempre bueno esperar", dijo lvlartín. Sin embargo, los días, las semanas pasaban; y Cacarnbo no volvía y Cándido estaba tan sumido en su dolor que ni comentó que Paquette y el padre Giroflée no habían venido ni siquiera a darle las gracias.
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Capítulo XVI De la comida que hicieron Cándido y Martín con seis extranjeros y quiénes eran
Una noche que Cándido, seguido de Martín, fue a sentarse a la mesa con los extranjeros que se alojaban en el mismo albergue, un hombre de rostro color de hollín se le acercó por 'detrás y to-· mándole por el brazo le Jijo: ''"Preparaos pronto a venir con nosotros, no faltéis." Se vuelve y ve a Cacambo. Solamente el rostro de Cunegunda po-· día asombrarlo y cornplacerle n1ás. Estuvo a punto de volverse loco de placer. Abrazó a su querido amigo. "Está aquí Cunegw1da sin duda, ¿dónde está? Llévame a ella, que muera de alegría con ella. ·-·Cunegunda no está aquí, dijo Cacambo, es·-· tá en Constantinopla. -¡Ay, cielos! ¡En Constan-· tinopla!, pero, aunque estuviera en China, vuelo a su encuentro, partarnos. -·Partiremos después de comer, respondió Cacambo, no puedo deciros más; soy esclavo, mi dueño me aguarda; tengo que Ír'a servirle la mesa; no habléis; cenad y estad preparado." Cándido, entre la alegría y el dolor~ feliz de haber vuelto a ver a su fiel agente, asombrado de ver-· lo esclavo, lleno de ilusión ante la idea de encontrar a su amante, con el corazón agitado, el espíritu trastornado, se sentó a la mesa con Martín, que miraba con sangre fría estas aventuras, y junto a seis
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extranjeros que habían venido a pasar el carnaval en Venecia. Cacambo, que servía de beber a uno de los extranjeros, se acercó al oído de su amo, hacia el final de la comida, y le dijo: "Señor~ Vuestra Ma-· jestad partirá cuando guste, el barco está pronto." Habíendo dicho estas palabras, salió. Los convidados, asombrados, se miraban sin pro-· nunciar una sola palabra, cuando otro criado acercándose a su amo, le dijo: "Señor, la silla de Vuestra Majestad está en Padua y la barca está pronta." El amo le hizo un gesto y el criado partió. Todos los convidados volvieron a mirarse y la sorpresa común redobló. Un tercer criado, acercándose a un tercer extranjero, le dijo: "Señor, creedme, Vuestra Majestad no puede permanecer aquí más tien1po, voy a prepararlo todo"; y desa-· . parec10. Cándido y 11art:ín no dudaron entonces de que aquello fuese u!)a mascarada de carnaval. Un cuarto criado dijo a un cuarto amo: "Su N1ajestad partirá cuando quiera." Y salió como los otros. El quinto criado dijo lo mismo al quinto amo. Pero el sexto habló de otro modo al sexto extranjero, que estaba al lado de Cándido. Le dijo: "Señor, no quieren dar ya crédito a Vuestra 1v1ajestad ni a mí tampoco, esta noche podríamos estar encerrados vos y ym Me voy a mis negocios. Adiós." Habiendo desaparecido todos los servidores, quedaron los seis extranjeros, Cándido y Martín, en un profundo silencio. Al fin, Cándido lo rompió: "Señores, dijo, ésta es una extraña broma: ~
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¿por qué sois todos reyes? Por mi parte, os confieso que ni yo ni Martín lo somos." El amo de Cacambo tomó entonces gravemente la palabra y dijo en italia,no: "No soy bromista: me llamo Achmet: III.3 4 Durante varios años he si-· do gran sultán; destroné a mi hermano; mi sobrino n1e destronó a mí; cortaron el cuello a mis visi-· res; termino rrii vida en. el viejo serrallo; mi sobrino el gran sultán Mahmud me permite a veces viajar por mi salud y he venido a pasar el carnaval en Venecia." Un hombre joven que estaba junto a Achmet habló luego y dijo: "Yo me llamo Iván;3s he sido emperador de todas las Rusias; me destronaron en la cuna; encerraron a mi padre y a mi madre; me educaron en la prisión; tengo algunas veces permi·so para viajar~ acompañado con los que me guardan, y he venido a pasar el carnaval en Venecia." El tercero dijo: "Yo soy Carlos Eduardo,36 rey de Inglaterra; mi padre me ha cedido sus derechos al trono; he combatido para sostenerlos; arrancaron el corazón a ochocientos de mis partidarios y con él los abofetearon. He estado en la cárcel; voy a Roma para hacer una visita al rey mi padre, destronado como yo y mi abuelo, y he venido a pasar el carnaval en Venecia." 34 Achmet lII fue depuesto en 17 30 y murió en 1736 35 El zar lván VI fue derrocado por Isabel, exiliado, apresado y ase-· sinado en 1764 . 36 Carlos Eduardo, pretendiente al trono, arrestado y expulsado de Francia por orden de Luis XV en 1748.
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El cuarto tomó entonces la palabra y dijo: "Yo soy el rey de los Polacos;J7 la suerte de la guerra. me ha privado de mis Estados hereditarios; mi pa·dre ha sufrido las mismas derrotas; yo me inclino ante la Providencia como el sultán Achmet, el emperador Iván, el rey Carlos Eduardo, a quien Dios dé larga vida, y he venido a pasar el car na val en Venecia." El quinto3s dijo: "También yo soy rey de los Polacos; he perdido mi reino dos veces, pero la Providencia me ha dado otro Estado, en el cual he hecho más bien que el que todos los reyes de los Sármatas juntos hicieron nunca en las orillas del Vístula; yo también me resigno ante la Providencia y he venido a pasar el carnaval en Venecia." Faltaba que hablase el sexto monarca: "Señores, dijo, yo no soy tan gran señor como vosotros, pero, en fin, yo fui rey como cualquier otro. Yo soy Teodoro;39 me han elegido rey de Córcega; me llamaban Vuestra lv1_ajestad y ahora casi ni mellaman Señor. Yo, que hice acuñar moneda, no tengo hoy ni un céntimo; yo, que tuve dos secretarios de Estado, tengo hoy apenas un criado; me vi sentado en un trono y luego estuve largo tiempo en Londres prisionero, sobre la paja. Mucho me te-· mo ser tratado igualmente aquí, aunque haya ve-
37 Augusto III, expulsa do por Federico II en 175 6. 38 Stanislas Leczinski perdió Polonia en 173 3 y obtuvo en cambio Lorena . 39 Teodoro de Neuhoff, aventurero alemán, rey de Córcega por unos meses en 1736, encarcelado luego en Londres por deudas.
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Capítulo XXVII Viaje de CándÍdo a Constantinopla
El fiel Cacambo ya había obtenido del capitán turco que iba a conducir de nuevo a Constantinopla al sultán Achmet, que recibiera a CándiJo y a Martín a bordo. El uno y el otro se presentaron después de haberse prosternado ante Su miserable Alteza. Cándido, mientras caminaban, decía a Martín: "He aquí seis reyes destronados, con qliienes hemos comido, y entre esos seis reyes hay uno a quien yo he dado limosna. Fuede que haya otros príncipes más infortunados. Yo no he perdido más que cien corderos y vuelvo a los brazos de Cunegunda. Mi querido Martín, una vez más, Pangloss tenía razón: todo está bien. --Así yo lo deseo, dijo Martín. -·Pero, dijo Cándido, ¡qué inverosímil aventura hemos tenido en Venecia! Nunca se había visto ni oído jamás contar que seis reyes destronados comiesen juntos en una taberna. --Eso no es más extraordinarío, dijo Martín, que la mayor parte de las cosas que nos han sucedido. Es cosa común que los reyes sean destronados. Y en cuanto al honor que hemos tenido de comer con ellos, es una bagatela que no merece nuestra atención." Apenas subió Cándido al barco, saltó al cuello de su antiguo criado, de su amigo Cacambo. "Y bien, le dijo, ¿qué hace Cunegunda? ¿Es siempre I47
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un prodigio de belleza? ¿Todavía me ama? ¿Cómo está? Tú, sin duda, ¿le has comprado un palacio en Constantinopia? ---lvli querido amo, respondió Cacambo: Conegunda lava platos en la margen de la Propóntide, en casa de un príncipe que tiene pocos platos: es esclava un ex soberano llamado Ragotski 4 º a quien el Gran Turco da tres escudos diarios por asilo; pero no es esto lo más triste; es que ha perdido su belleza y se ha puesto horrible. ---·¡Ah! hermosa o fea, dijo Cándido, soy hombre honesto y mi deber es amarla siempre. Pero ¿cómo ha podido verse redu-· cicla a un estado tan abyecto con los cinco o seis millones que tú le habías llevado? -Sí, dijo Cacambo, pero ¿acaso no tuve que dar dos millones al señor don Fernando de Ibaraa, y Figueora, y Mascarenes, y Lampourdos, y Souza, gobernador de Buenos Aires, para tener el permiso de recuperar a la señorita Cunegunda? ¿Y un pirata
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40 Príncipe húngaro apoyado por Luis XV contra los austríacos. luego, internado en Turquía .
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Después Volviéndose hacia Martín: "¿Qué pensáis, dijo; quién es más de compadecer, el emperador Achmet, el emperador Iván, el rey Carlos Eduardo o yo? -No sé nada, dijo Martín; tendría que estar' en vuestros corazones para saberlo. -¡Ah!, dijo Cándido, si Pangloss estuviese aquí lo sabría y nos lo diría. -Yo no sé, dijo Martín, con qué balanzas vuestro Pangloss habría podido pesar los infortunios de los hombres y apreciar sus dolores. Todo lo que yo presume es que hay millones de hombres sobre la tierra cien. veces más dig-· nos de compasión que el rey Carlos Eduardo, el emperador Iván y el sultán Achmet. -Eso podría muy bien ser así", dijo Cándido. En pocos días llegaron al canal del 1Y1ar Negro. Cándido empezó por rescatar muy caro a Cacam bo, y sin perder tiempo se arrojó sobre una galera, con sus compañeros, para ir a las costas de la Propóntide a buscar a Cunegunda, por muy fea que estuviese. Allí había, entre la chusma, dos forzados que remaban muy mal y a quienes el cómitre levantino aplicaba de cuando en cuando algunos vergajazos sobre los hombros desnudos. Cándido, por un movimiento natural, los miró más atentamente que a los otros encarcelados y se acercó piadosamente a ellos. Algunos rasgos de sus rostros desfigurados le parecieron tener cierto parecido con Pangloss y con el desgraciado jesbita, ese barón, ese hermano de la señorita Cunegunda. Esta idea le emocionó y en tristeció. Los miró con más atención todavía. "La verdad, dijo a Cacambo, si yo no hubiese visto col149
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gar al maestro Pangloss, si no hubiese tenido la desgracia de matar al barón, creería que son ellos los que reman en esta galera." Al oír el nombre del barón y de Pangloss, lós dos forzados lanzaron un gran grito, se detuvieron en su banco y dejaron caer los remos. El cómitre levantino corrió hacia ellos y redobló los vergajazos. "¡Deteneos, deteneos, Señor!, gritó Cándido. Yo os daré toda la plata que queráis. -¿Qué? ¡Es Cándido!, decía uno de los forzados. -¿Qué? ¡Es Cándido!, decía el otro. -¿Es un sueño?, dice Cándido. ¿Estoy despierto? ¿Estoy en la galera? ¿Es éste el señor barón que yo he matado? ¿Es aquél el maestro Pangloss que vi colgar? -Somos nosotros mismos, nosotros mismos, contestaron. -¿Qué? ¿Es ése el gran filósofo?, decía Martín. --¡Eh! señor cómitre, dijo Cándido, ¿cuánto dinero queréis como rescate por el señor de Thunder-ten-tronckh, uño de los primeros barones del Imperio, y por el señor Pangloss, el más profundo metafísico de Alemania? --Perro cristiano, le contestó el cómitre levantino, puesto que estos dos perros de forzados cristianos son barones y metafísicos, lo que es sin duda una gran dignidad en su país, me darás cincuenta mil cequíes. ·-Los tendréis, Señor; volveos y llevadme como un rayo a Constantinopla y seréis pagado inmediatamente. Pero no, lleva'dme donde la señorita Cunegunda." El cómitre levantino, ante la prime-· ra oferta de Cándido, ya había vuelto proa hacia la ciudad y hacía remar más rápidamente que los pájaros hienden los aires.
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Cándido abrazó cien veces al barón y a Pangloss: "¿Y cómo: no os he matado, mi querido barón? Y mi querido Pangloss, ¿cómo estáis con vida después de haber sido ahorcado? ¿Y por qué estáis los dos en las galeras turcas? ·-¿Es verdad que mi hermana querida está en este país?, decía el barón. --Sí, respondía Cacambo. -Así es que vuelvo a ver a mi .querido Cándido", gritaba Pangloss. Cándido les presentaba a Martín y a Cacambo, se abrazaban todos, hablaban todos a la vez. La galera volaba, estaban ya en el puerfo. Hicieron ve-· nir a un judío a quien Cándido vendió por cincuenta mil cequíes un diamante del valor de cien mil y que le juró por Abraham que no podía dar más. Pagó inmediatamente el rescate del barón y de Pangloss. Éste se tiró a los pies de su salvador y los bañó de lágrin:.as. El otro agradeció con un gesto de su cabeza y le prometió devolverle esa plata en la primera ocasión. "¿Pero será posible, decía, que mi hermana esté en Turquía? --Nada más posible, replicó Cacambo, puesto que friega la vajilla de un príncipe de Transilvania." Hicieron venir inmediatamente a dos judíos. Cándido vendió más diamantes y, en otra galera, zarparon todos para ir a libertar a Cunegunda.
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Capítulo XXVIII. Lo que les sucedió a Cándido, a Cunegunda, . a Pangloss, a Martín, etc.
"Perdón una vez más, dijo Cándido al barón; perdón, mi Reverendo Padre, por haberos atrave··· sado el cuerpo de una estocada. --No hablemos más, dijo el barón; yo fui demasiado brusco, lo confieso; pero, puesto que queréis saber por qué azar me habéis visto en galeras, os diré que des-· pués de que el hermano farmacéutico del colegio me curó la herida, fui atacado y raptado por una partida española; me encarcelarün en Buenos Ai-· res justo cuando mi hermana acababa de partir. Pedí volver a Roma junto al padre general. Fui nombrado para ir de capellán a Constantinopla junto al señor embajador de Francia. No hacía ni ocho días que había entrado en funciones, cuando vi al atardecer a un joven icoglán41 muy bien he-· cho. Hacía mucho calor; el muchacho quería bañarse; aproveché la ocasión para bañarme también. Yo no sabía que fuese un pecado capital para un cristiano el ser encontrado desnudo junto a un joven musulmán. Un cadí me hizo dar ci~n azotes en la planta de los pies y me condenó a galeras. No creo que jamás se haya cometido una injusticia más horrible. Pero quisiera saber por qué mi her41
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mana está en la cocina de un soberano de Transil-· vania refugiado entre los Turcos. -Y vos, mi querido Pangloss, dijo Cándido, ¿cómo es que os vuelvo a ver? --Es verdad, dijo Pangloss, ya que me habéis visto colgar; yo debía, naturalmente, ser quemado; pero ya recordaréis que llovía con violencia cuando me iban a quemar: la tormenta fue tan fuerte que no pudieron encender el fuego; me colgaron, porque no podían hacer otra cosa; un cirujano compró mi cuerpo: me llevó a su casa y me disecó. Me hizo primero una incisión crucial desde el ombligo hasta la clavícula. Jamás nadie fue peor colgado que yo. El ejecutor de las grandes obras de la Santa Inquisición, que era subdiácono, quemaba a las gentes maravillosamente, pero no estaba acostumbrado a colgarlas: la cuerda estaba mojada y se deslizó mal, se enredó; en fin, yo respiraba aún. La incisión crucial me hizo lanzar un grito tan grande que mi'cirujano se cayó de espaldas y, creyendo que disecaba al diablo, huyó muerto de miedo y volvió a caer por la escalera al huir. Al ruido acudió su mujer, de un cuarto vecino, me vio tendido sobre la mesa con la herida crucial y tuvo más miedo que su marido; huyó y cayó so-bre él. Cuando volvieron un poco en sí, oí a la ciru-· jana que decía al cirujano: "lvli querido, ¿cómo se os ocurre disecar a un hereje? ¿No sabéis que el diablo está siempre en el cuerpo de esa gente? Voy a buscar enseguida a un sacerdote para que lo exor·· cice." Me estremecí ante estas palabras y reuní todas las fuerzas que me quedaban para gritar: "¡Tened piedad de mí!" Al fin, el barbero portugués se 154
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sobrepuso; recosió mi piel; su mujer misma me cuí-· dó y al cabo de quince días estuve en pie. El barbe/ ' . 1 • 1 1 ro me encontro un puesto y me mzo iacayo ae un caballero de Malta que iba a Venecia, pero como mi amo no tenía 'con qué pagarme, me puse al ser-· vicio de un mercader veneciano y lo seguí a Cons-· tantinopla. "Un día mi fantasía se empeñó en hacerme entrar en una mezquita; en ella no había más que un viejo imán y una joven devota muy bonita que decía sus padrenuestros; su pecho estaba descubierto, llevaba entre sus dos tetas un bello ramo de tulipa··· nes, de rosas, de anémonas, de ranúnculos, de jacintos y de orejas de oso; dejó caer su ramo; yo lo recogí y se lo volví a poner con solicitud respetuosa. Tardé tanto en entregárselo, que el imán montó en cólera y, viendo que yo era cristiano, pidió ayu-· da. Me llevaron ante el cadí, quien me hizo dar cien azotes en las plantas de los pies y luego me mandó a galeras. Me encadenaron, precisamente en la misma galera y al mismo banco que al señor barón. Había también en esa galera cuatro muchachos de Marsella, cinco curas napolitanos y dos frailes de Corfú, quienes nos dijeron que aventuras como la nuestra sucedían a diario. El señor barón pretendía que él había sufrido una injusticia mayor que la mía; yo pretendía que estaba más permitido poner flores sobre el pecho de una mujer que estar desnu-· do con un icoglán. Disputábamos sin cesar y recibíamos veinte vergajazos por dfa, cuando el encadenamiento de los hechos de este universo os condujo a nuestra galera, y nos habéis rescatado. r55
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"-·Y bien, mi querido Pangloss, le dijo Cándi-do, cuando fuisteis colgado, disecado, molido a L L · golpes y nu01ste1s remaao en ias galeras ¿uaueis pensado siempre que todo iba lo mejor del mun-· do? -.Siempre vuelvo a mi primer sentimiento, di· jo Pangloss, porque al fin soy filósofo y no me conviene desdecirme, puesto que Leibniz no podía equivocarse, y dado que la armonía preestablecida es la cosa más bella del mundo como lo es la plenitud y la materia sutil." 1
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Capítulo XXIX Cómo Cándido encontró a Cunegunda y a la vieja
Mientras que Cándido, el barón, Pangloss, lvíartín y Cacambo contaban sus aventuras, razonando sobre los acontecim.ientos contingentes y no con-tingentes de este universo, y disputaban sobre los efectos y las causas, sobre el mal moral y el mal físico, sobre la libertad y la necesidad, sobre el consuelo que puede sentirse en las galeras de Turquía, atracaron sobre las costas de la Propóntide en la ca·· sa del príncipe de Transilvania. Los primeros obje·tos que se presentaron fueron (~unegunda y la vieja, que tendían líenzos a secar sobre cuerdas. El barón palideció al verlas. El tierno amante Cándido, viendo a su bella Cunegunda ennegrecida, con los ojos inyectados, el pecho seco, las me-· jillas arrugadas, los brazos rojos y despellejados, retrocedió tres pasos, muerto de horror, y avanzó luego para salvar las formas. Ella besó a Cándido y a su hern1ano; besaron a la vieja y Cándido rescató a las dos. Había una pequeña alquería en la vecindad y la vieja propuso a Cándido acomodarse allí mientras esperaban todos un destino mejor. Cunegunda no sabía que se había afeado, nadie se lo había dicho; hizo recordar a Cándido sus promesas con un tono tan enérgico que el buen Cándido no se atrevió a 157
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rechazarla. Dijo, pues, al barón que iba a casarse con su hermana. "No toleraré jamás, dijo el barón, tal bajeza de parte eHa y tal insolencia de la vues-· tra; esta infamia nunca me podrá ser reprochada: los hijos de mi hermána ya no podrían entrar en las asambleas de la nobleza de Alemania. No, jamás mi hermana se casará sino C0!1 un barón del Impe·rio." Cunegunda se arrojó a sus píes y los bañó de lágrimas; pero él fue inflexible. "Enloquecido señor, le dijo Cándido: te rescaté de las galeras, pagué tu rescate, pagué el de tu hermana, que aquí lavaba los platos; está fea, tengo la bondad de hacerla mi mujer ¡y tú pretendes oponerte! Te volvería a matar si obedeciese a mi cólera. --·Puedes matarme otra vez, dijo el barón, pero no te casarás con mi hermana mientras yo esté vivo."
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Capítulo XXX ,.-,
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Cándido, en el fondo de su corazón, no tenía ninguna gana de casarse con Cunegunda.· Pero la extremada impertinencia del barón le empujaba a contraer matrimonio y Cuneguncla le empujaba tan. vivamente que no podía ya desdecirse. Con·-· sultó a Pangloss, a Martín y al fiel Cacambo. Pan gloss escribió un memorial en el que demostraba que el barón no tenía ningún derecho sobre su her-· mana y que ella podía, según todas las leyes del Imperio, contraer un matrimonio de la mano iz·-· quierda con Cándido. Martín propuso tirar al barón al mar; Cacambo decidió que había que devolvérselo al cómitre levantino y volverlo a galeras, después de lo cual se lo enviarían a Roma al padre general en el primer barco. La solución pareció muy buena; la vieja la aprobó; no dijeron nada a la hermana y la cosa fue hecha mediante algún di-· nero, y así tuvieron el placer de entrampar a un jesuita y castigar el orgullo de un barón alemán. Era muy natural, al cabo de tantos desastres, imaginar que Cándido, casado con su amante y viviendo con el filósofo Pangloss, el filósofo Martín, el prudente Cacambo y la vieja, y habiendo traído tantos diamantes de la antigua patria de los Incas, llevaría la vida más agrada ble del mundo; 159
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pero había sido tan estafado por los judíos que ya no le quedaba más que su pequeña granja; su mu-· jer, volviéndose cada día más fea, se hacía cada día más irritabie e insoportable; la vieja estaba enferma y de peor humor que Cunegunda. Cacambo, que trabajaba en el huerto y que iba a vender legumbres a Constantinopla, tenía
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Este discurso hizo nacer reflexiones nuevas, y Martín sacó en conclusión.que el hombre había nacido para vivir en ia convulsión de ia inquietud o en el letargo del aburrimiento. Cándido no esta-· ba de acuerdo, pero tampocó afirmaba nada. Pangloss admitía que había sufrido horriblemente, pero habiendo sostenido un día que todo iba para bien lo seguía sosteniendo aunque no lo creía. Una cosa había acabado de confirmar a Martín en sus detestables principios, hecho dudar más que nunca a Cándido y confundido a Pangloss. Y es que vieron desembarcar en su granja a Paquette y al hermano Giroflée, ya en la última miseria; muy pronto se habían comido las tres mil piastras, se habían separado, vuelto a encontrar, habían reñido, les habían metido en la cárcel, huyeron y, al fin, el hermano Giroflée se había hecho Turco. Pa-· quette siguió ejerciendo por todas partes su oficio, pero ya no ganaba nada. "Yo había previsto, dijo Martín a Cándido, que gastarían pronto vuestros regalos y sólo aumentarían su miseria. Habéis rebosado de millones de piastras, vos y Cacambo, y no sois más felices que el hermano Giroflée y Paquette. -·¡Ah, ah! dijo Pangloss a Paquette; ¡el cie·lo os ha puesto entre nosotros, mi pobre niña! ¿Sabéis que me habéis costado la punta de la nariz, un ojo y una oreja? ¡Cómo os han puesto! ¡Ah, lo que es este rnundo ! " Esta nueva aventura les llevó a filosofar n1ás que nunca. Había en la vecindad un derviche muy famoso, que pasaba por ser el filósofo más grande de Tur-· quía; fueron a consultarle; Pangloss tomó la palar6r
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bra y le dijo: "Maestro, venimos a rogaros que nos digáis, ¿por qué. un animal tan extraño como el hombre ha sido creado? -¿Por qué te metes tú en eso?, dijo el derv;iche. ¿Es asunto tuyo? -·Pero, mi Reverendo Padre·, dijo Cándido: hay infinitos males sobre la tierra. -¿Qué importa, dijo el derviche, que haya mal o bien? Cuc:indo Su Alteza envía un bajel a Egipto ¿le.importa que las ratas que están en el barco estén cómodas o no? --·¿Entonces, qué hay que hacer?, dijo Pangloss. --Callarte, dijo el derviche. ·-Acaricié la idea, dijo Pangloss, de razonar con vos sobre los efectos y las causas, sobre el mejor de los mundos posibles, el origen del mal, la naturaleza del alma y de la armonía preestablecida." El derviche, ante estas palabras, les dio con la puerta en las narices. Durante esta conversaóón se esparció la noti-· cia de que acababan de estrangular en Constantinopla a dos visires del consejo y al muftí y que ha bían empalado a varios de sus amigos. Esta catástrofe hizo mucho ruido durante unas horas por todas partes. Pangloss, Cándido y Martín, al volver a la pequeña granja, encontraron a un viejo que tomaba el fresco en su puerta bajo una bóveda de naranjos. Pangloss, que era tan curioso como razonador~ le preguntó cómo se llamaba el muftí a quien acababan de estrangular. "Yo no sé nada, respondió el buen hombre; nunca he sabido el nombre de nin-· gún muftí ni de ningún visir. Ignoro completamen-· te de qué aventura me estáis hablando; supongo que, en general, los que se mezclan en asuntos pú162
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blicos mueren a veces miserablemente y que se lo merecen~ vero nunca me informo de lo aue se hace en Constantinopla; me contento con enviar a vender allí los frutos del huerto que yo culti;vo." Habiendo dicho estas palabras, hizo entrar en su casa a los extranjeros. Sus dos hijas y sus dos hijos les presentaron varias clases de sorbetes que hacían ellos mismos, kaimac claveteado con cortezas de cidra dulce, naranjas, limones, limas, piñas, pista-· cho, café de Moka sin mezclar con el mal café de Batavia y de las islas. Después de lo cual, las dos hijas del bnen musulmán perfumaron las barbas de Cándido, de Pangloss y de Martín. "Debéis tener, dijo Cándido al Turco, una tierra vasta y magnífica. -No tengo más que veinte arpendes, respondió el Turco; los cultivo con mis hijos; el trabajo aleja de nosotros tres grandes fila· les: el aburrimiento, el vicio y la necesidad." Cándido, volviendo a su granja, hizo profundas reflexiones sobre las palabras del Turco. Y dijo a Pangloss y a Martín: "Ese buen viejo me parece que ha conseguido una suerte mucho más preferible que la de los seis reyes con los cuales hemos tenido el ho·· hor de cenar. -Las grandezas son muy peligrosas, di-· jo Pangloss, según dicen todos los filósofos; porque en definitiva Eglón, rey de los Moabitas, fue asesina . do por Aod; Absalón fue colgado por los cabellos y atravesado por tres dardos; el rey Nadab, hijo de Je-· roboam, fue muerto por Baasa; el rey Ela, por Zam . bri; Ocozías, por Jehú, Atalía, por Joás; los reyes Joachim, Jeconías, Sedecías, fueron esclavos. Ya sabéis cómo perecieron Creso, Astiajes, Darío, Dioni;
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ciano, Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II, Enrique VI, Ricanio III, María Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de Francia, el emperador Enrique IV. Sabéis .... -Yo sé, también, dijo Cándido, que debemos cultivar nuestro huerto. -Tenéis raz:ón, dijo Pan-· gloss, porque cuando el hombre fue puesto en el jardín del Edén, fue puesto ut operaretur eum, para que trabajase; lo que prueba que el reposo no es el desti-· no del hombre. -Trabajemos sin razonar~ dijo Martín; es el único medio de hacer la vida soportable." Toda la pequeña sociedad entró en este laudable designio y cada uno se puso a ejercer sus talentos. El pequeño terreno rindió mucho. Cunegunda era verdaderamente fea, pero se convirtió en una excelente pastelera; Paquette bordaba, la vieja tu-· vo cuidado de la ropa. Ffasta el hermano Giroflée trabajó; fue un excelente carpintero y hasta se vol-· vió un hombre honesto. Y Pangloss, algunas veces, decía a Cándido: "Todos los acontecimientos están encadenados en el mejor de los mundos po-· sibles, porque, en fin, si, no os hubiesen echado de un hermoso castillo a patadas en el trasero por amor de la señorita Cunegunda, si no hubieseis si-· do llevado a ia Inquisición, si no hubieseis corrido a pie la América, si no hubieseis dado una estpcada al barón, si no hubieseis perdido vuestros corderos del bello país de Eldorado, no estaríais co1niendo aquí estas cidras dulces y estos pistachos. -Eso está bien dicho, respondió Cándido, pero de-· bemos cultivar nuestro huerto."
ISBN 950-03-0635-2
1111111' 11
9 789500 306355