CÁTAROS ¿HEREJES O «BUENOS HOMBRES»? Martín Alvira Cabrer Resumen El boom editorial de los últimos años ha convertido a los cátaros en los herejes medievales por excelencia. A ello hay que añadir una oferta de turismo cultural en el sur de Francia que los ha acercado a un público amplio. ¿Pero quiénes eran realmente estos místicos que se llamaban a sí mismos “los buenos hombres”? esta es su verdadera historia.
¿Qué era un hereje en la Edad Media? Herejía significa en griego “elección” (haeresis). Herejes eran, en principio, los que elegían una opción espiritual distinta de la ortodoxia (la fe justa o verdadera) compartida por la comunidad y defendida por la iglesia jerárquica. La conocida definición del rey Alfonso X el Sabio es elocuente: “Herejes son una gente loca que procura escatimar las palabras de nuestro Señor Jesucristo, y les l es da otro entendimiento que aquel que los Santos Padres les dieron y que la Iglesia de Roma cree y manda guardar”. Las herejías suelen asociarse a la Edad Media, época en la que abundaron conflictos doctrinales y eclesiásticos de los que se derivaron disidencias consideradas heréticas. En realidad, las grandes herejías del Occidente medieval aparecieron después del célebre año 1000, como consecuencia de importantes transformaciones (expansión demográfica y económica, apogeo de feudalismo, renacimiento de las ciudades, etc). Estos cambios fueron acompañados de otros de índole espiritual y mental que condujeron a una creciente insatisfacción con las fórmulas religiosas tradicionales. Así, muchas de las voces heterodoxas –como los cátaros- no nacieron de la falta de religiosidad, sino que la necesidad de una nueva espiritualidad. Otro factor clave para comprender los cambios espirituales fue el control de la vida religiosa por parte de la jerarquía eclesiástica, consecuencia de la llamada Reforma Gregoriana (que tomó su nombre del papa Gregorio VII, 1073-1085). Este movimiento de inspiración pontificia, que aspiraba a resolver los problemas de los clérigos (dependencia de los señores laicos; simonía o compraventa de cargos eclesiátistcos, y nicolaísmo o disfrute de cargos eclesiásticos por hombres sin vocación, para usufructuar sus rentas), dio el Papado la supremacía moral sobre toda la cristiandad e impulsó la instauración de una Iglesia fuertemente centralizada. En este contexto, es posible perfilar rasgos comunes de herejes como los cátaros: cristianos fervientes; procedentes, en general, de las ciudades; defensores de la vuelta a un cristianismo más puro a través de la pobreza y la vida apostólica; partidarios de una relación con Dios sin mediación del clero; disidentes de la corrupta Iglesia romana, pero no por ello marginados sociales, y próximos, en ocasiones, a la subversión social. De ahí la necesidad de acallar su voz desde los poderes establecidos.
Como los templarios, los cátaros figuran hoy entre los colectivos medievales más populares. Unos y otros sobreviven envueltos en leyendas y mitos. En su célebre saga “Los hijos del Grial”, Peter Berling hizo a los cátaros veneradores del Grial. En “El último cátaro”, el escritor Luis Racionero los consideraba ancestros de los actuales depositarios de secretos milenarios transmitidos a través de generaciones. En “El número de Dios”, el medievalista José Luis Corral los relaciona con la construcción de las primeras catedrales góticas españolas. Y en “La Cena Sagrada”, el periodista Javier Sierra vincula Leonardo da Vinci con sus creencias. Estas visiones responden, en su mayoría, a lo que se conoce como neocatarismo, una interpretación del catarismo medieval nacida en el siglo XIX y basada en elementos muy alejados de la realidad histórica. ¿QUIÉNES ERAN LOS CÁTAROS? En realidad, los cátaros (“puros” en griego) eran cristianos medievales que seguían al pie de la letra los preceptos de los Evangelios, persuadidos de que la materia (el cuerpo y el mundo, obras del Diablo) impedía alcanzar la plenitud del espíritu (el alma, obra de Dios). Tal credo exigía una vida de gran ascetismo (pobreza, castidad, ayuno, vegetarianismo) solo al alcance de unos pocos, los llamados perfectos, buenos cristianos o buenos hombres. Estos eran los rectores de la comunidad, condición a la que se accedía a través del consolamentum, una ceremonia de imposición e manos que perdonaba los pecados. Sus seguidores, los creyentes, tenían exigencias muchos menores y solo recibían el consolamentum antes de morir. Algunos realizaron la endura, una especie de suicidio ritual por extenuación, aunque fue una costumbre tardía. Los primeros cátaros (llamados maniqueos, búlgaros, publicanos, patarinos o tejedores) aparecieron en Renania y el norte de Francia a mediados del siglo XII. Pronto se extendieron en Lombardía y, sobre todo, en Languedoc. De hecho, el nombre más común de los cátaros hasta el siglo XX iba a ser un gentilicio de esta región: albigenses, en alusión a la ciudad de Albi y su comarca, el Albigés. ¿POR QUÉ EL SUR DE FRANCIA SE CONVIRTIÓ EN BASTIÓN CÁTARO? El sur del Reino de Francia contaba con grandes ciudades (Toulouse, Montpellier, Carbona, Albi, Carcasona) abiertas a muchas influencias. Además, el desarrollo cultural facilitaba la difusión de nuevas ideas religiosas. Si Culturalmente era una región homogénea (la patria de los trovadores), políticamente estaba muy fragmentada. La nobleza nativa, siempre en guerra, no había podido vertebrarse en torno a un poder local fuerte. Aunque a fines del siglo XII la Corona de Aragón devino la potencia dominante, la región vivió un tanto aislada de los principales centros políticos, como los dominados por el emperador germánico y los reyes de Inglaterra, Francia, Aragón y Castilla. En ausencia de una autoridad fuerte, se dio otra circunstancia que favoreció el catarismo: la Iglesia nativa, que era muy poderosa, muy independiente deroga y muy vinculada a la aristocracia, actuaba como competidora de la nobleza laica, lo que acentuó las tendencias anticlericales. En tal estado de inestabi-lidad y equilibrio de fuerzas, ni los nobles ni el alto clero podían actuar eficazmente contra aquellos vasallos convertidos en herejes sin poner en peligro sus propios intereses. Todo ello favoreció un sólido arraigo del catarismo en el territorio.
¿CREYENTES FERVOSOS O HEREJES? La característica que siempre se ha considerado más definitoria y rompedora del catarismo es su visión dualista del mundo. El debate sobre este punto sigue aún abierto. Se ha dicho que el catarismo habría recibido in-fluencias del bogomilismo búlgaro, una herejía dualista orien-tal, y que ya habría elementos cátaros en algunos herejes mar-ginales del siglo XI (los llama-dos maniqueos,). Hoy se tiende a pensar que las concepciones dualistas -Dios contra Satán, el bien contra el mal, el espíritu contra la carne- son insepara-bles del cristianismo de todos los tiempos y que, durante los siglos XII y XIII, eran parte esencial de la mentalidad del Occidente medieval. Por esta ra-zón, ahora se insiste más en el mensaje radicalmente evangéli-co del catarismo. Sus compo-nentes dualistas son evidentes, pero es posible que se acentua-ran a medida que el movimiento se radicalizó como conse-cuencia de la persecución su-frida desde el siglo XIII. ¿Pero por qué eran considera-dos herejes los cátaros, si eran tan piadosos? Aunque su modelo de vida era cristiano, el choque con el Papado tuvo lugar porque negaban la materialidad de Cristo y, por ello, su muerte física (la cruz, considerada un instrumento de tortura, les producía rechazo), así como la eucaristía (toda conexión cátara con el Grial resulta, pues, absurda). Se oponían también a la veneración de los santos, la oración por los difuntos, to-dos los sacramentos y la mediación del clero. Finalmente, su oposición a la Iglesia Católica era radical, pues creían, como le dijo un perfecto al legado papal en 1207, "que la Iglesia romana [...] no era la esposa de Cristo, ni santa, sino la Iglesia del Diablo y la doctrina de los demonios, y que era aquella Babilonia que Juan en el Apocalipsis llama “la madre de la fornicación y de la abominación, ebria de la sangre de los santos y de los mártires de Jesucristo”: que su institución no era ni santa ni buena, ni instaurada por Nuestro Señor Jesucristo, y que jamás Cristo ni los apóstoles habían instituido el rito de la misa tal como se celebra hoy. Un eslabón importante del enfrentamiento pudo ser la supuesta organización de las iglesias cataras en un ente paralelo a la Iglesia Católica a partir del Concilio de San Félix de Caramán, celebrado en 1167. Aunque ello no hubiera sido así, el desafío a la teocracia pontificia estaba ser-vido y la reacción de Roma no iba a tardar en vislumbrarse. UNA HEREJÍA DE MASAS DESIGUALMENTE IMPLANTADA Desde mediados del siglo XII, el catarismo creció constantemen-te en el mediodía de Francia por su buena adaptación a la estruc-tura socioeconómica y mental de la región. LOS cátaros censu-raban el poder económico y po-lítico del alto clero, con lo que fa-vorecían los intereses de la nobleza laica; daban respuesta a las inquietudes espirituales y so-ciales de mercaderes y burgue-ses, negadas por la Iglesia al condenar la práctica de la usura; atraían a la pequeña aristocracia rural, cada vez más presionada por los grandes poderes feuda-les, y daban oportunidades a la sociabilidad y a la religiosidad de las mujeres nobles en una época de auge de su papel (se cantaba al llamado amor cortés, se exaltaba la piedad femenina). En suma, el mundo de creencias cátaro caló en un universo social muy heterogéneo al dar respues-ta a distintas inquietudes.
Pero, aunque fue un fenómeno de gran atractivo, el catarismo occitano no tuvo ni la implantación ni la organización que le atribuyeron sus enemigos católicos, que lo magnificaron. Siempre minoritario, su presencia fue importante en algunas comarcas (Lauragés, Albigés, Carcasés, Foix y Mirepoix), pero nula en otras (Narbona, Montpellier). Los poemas de los trovadores -máxima expresión de la cultura occitanaapenas dan señales de herejía, ni siquiera entre quienes combatieron abiertamente a la Iglesia. Los grandes señores (los condes de Toulouse, los vizcondes de Béziers y Carcasona y los condes de Foix y Comminges) toleraron a los herejes, pero no se implicaron en el catarismo. En ellos. y en otros occitanos, se observa una cierta actitud de ambigüedad y confusión religiosa. Y es que, más allá de las críticas a la Iglesia, quizás les fuera difícil distinguir entre el buen católico y el buen hombre ca-tara Esto explicaría, al menos en parte, la coexistencia de unos y otros en muchas familias occitanas: la célebre Esclarmonda de Foix, cátara convencida, era hermana del conde Ramón Roger, sim-ple consentidor de los herejes. LA RESPUESTA DE LA IGLESIA A los ojos del Papado, el cataris-mo rompía la unidad de la Igle-sia y no podía ser tolerado. Al principio, se adoptaron medidas persuasivas basadas en el con-vencimiento y el diálogo. Las primeras predicaciones contra los cátaros fueron obra de san Bernardo de Claraval, padre espiritual de la Orden del Císter, fundada en 1098. Los cistercienses eran la punta de lanza de la Iglesia teocrática na-cida de la Reforma Gregoriana y desde entonces iban a asumir la lucha contra el catarismo. Una de sus labores habituales fue el enfrentamiento con los herejes en debates públicos. El que tuvo lugar en Carcasona en 1204 fue arbitrado por el rey de Aragón Pedro el Católico. Desde 1206, las prédicas fueron dirigidas por el castellano Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de los Pre-dicadores (dominicos), aunque obtuvo escaso éxito. La vía de la represión vio-lenta se abrió paso ya desde finales del siglo XII. A medida que el poder papal se fortale-cía, la legislación canónica también se hizo más dura. El hereje pasó a tener la condición de traidor y perturbador del orden público. Las autoridades laicas estaban obligadas a perseguirlo. Esto explica que los cá-taros no proliferaran donde había poderes seculares fuertes que colaboraban con la Iglesia (Inglaterra; el norte de Francia; las coronas de Aragón, Castilla y León). No era el caso, como se ha visto, del sur de Francia. Entre 1178 y 1181 se organizaron las primeras operaciones militares de tipo represivo. Como los poderes occitanos no ponían coto al peligro, pronto tomó forma la idea de utilizar la guerra santa cristiana, la Cruzada. A ello contribuyó la imagen de los herejes como enemi-gos "peores que los sarracenos", pues combatían a la cristiandad desde dentro. Y también las imágenes difundidas por los ideólo-gos cistercienses, asustados ante unos herejes "miembros del Anti-cristo seductores de los corazo-nes simples, [que) habían infectado con el veneno de su perfidia la provin-cia de Narbona casi toda entera". El catarismo, en realidad una disidencia heterogénea y circunscrita a te-rritorios relativamente concre-tos, aparecía como un gran enemigo que amenazaba la su-pervivencia de la Iglesia y de toda la sociedad cristiana. Se justificó así una
operación a gran escala que debía acabar con esta herejía y con las su-puestas causas de su propaga-ción: la debilidad de una Iglesia occitana demasiado autónoma (en beneficio de una centraliza-ción pontificia) y el vacío de poder occitano (a favor del rey de Francia, menos condescen-diente con los nobles cátaros que el rey de Aragón). LA CRUZADA CONTRA LOS ALBIGENSES En 1208, el legado papal Pedro de Castelnau murió a manos de un vasallo del conde Ramón VI de Toulouse y el papa Inocencio III proclamó la Cruzada contra los albigenses. Un gran ejército de cruzados, en su mayoría france-ses, penetró en tierras de Ra-món Roger de Trencavel, acu-sado de hereje, y tomó las ciudades de Béziers y Carcaso-na, en 1209. El vizconde fue des-poseído y sus tierras se entrega-ron a un noble francés, Simón de Montfort, a quien se enco-mendó acabar con los herejes. Para ello contó con refuerzos regulares llegados del norte y con el apoyo de Roma y del Episcopado local, controlado ya por cistercienses leales a la política papal. En los años si-guientes, Montfort conquistó a sangre y fuego sus nuevas tie-rras y atacó el Condado de Toulouse. La Cruzada se transformó rápidamente en una empresa de conquista de las tierras occita-nas. No era una cuestión religiosa la que se dirimía, sino de es-feras de poder, de ahí que la lucha pronto perdiera el supuesto carácter de enfrentamiento entre católicos y herejes. En este contexto, el rey de Aragón Pedro el Católico, señor de gran parte de la feudalidad occitana, intervino militarmente con-tra los cruzados. Estaba en juego la hegemonía que la Corona de Aragón ejercía sobre el país. Pero la Batalla de Muret (1213) ter-minó con la victoria total de los cruzados y la muerte del bon rey d'Aragó. Sin ningún apoyo externo, los nobles occitanos se so-metieron. En 1215, el IV Concilio de Letrán concedió a Montfort la posesión del Condado de Toulouse, esto es, de casi todo el territorio occitano. La paz, sin embargo, iba a durar poco. Desde 1216, el hijo del conde de Toulouse encabezó una revuelta general. Montfort murió durante el asedio de Toulouse en 1218 y los cruzados se retira-ron en 1224. La victoria occitana tampoco fue larga, pues el rey de Francia, interesado ya en contro-lar firmemente el sur, se puso al frente de la Cruzada. La inter-vención militar francesa forzó al conde Ramón VII de Toulouse a aceptar un acuerdo. La Cruzada Albigense terminó con la firma de los 'tratados de Meaux-París, en 1229: el conde de Toulouse re-cuperó sus tierras, pero el rey de Francia sustituyó al rey de Ara-gón como potencia hegemónica de la región. En los años si-guientes, la nobleza nativa iba a volver a levantarse, pidiendo ayuda en varias ocasiones al rey Jaume 1 de Aragón. Pero, al final, el Tratado de Corbeil, en 1258, sancionó la definitiva incorpora-ción de los territorios occitanos a la Corona de Francia y el fin de las aspiraciones catalano-arago-nesas más allá de los Pirineos. LOS ÚLTIMOS CÁTAROS ¿Y los cátaros? Digamos para empezar que jugaron un papel secun-dario en la Cruzada Albigense. Ningún cronista de la época quiso tomar su bandera. Muchos nobles cátaros lucharon contra la Cruza-da, pero casi todos los occitanos que combatieron a Simón de
Montfort y al rey de Francia eran católicos. Es cierto que los mo-mentos de auge del catarismo coincidieron con los de victorias mili-tares occitanas. Ello se explica por la actitud de permisividad exis-tente ya antes de la Cruzada y no por una identificación nacional entre occitanos y catarismo. Esta existió, sí, pero sobre todo para sus enemigos eclesiásticos y franceses, es decir, para quienes amalgamaron un territorio heterogéneo, una población dividida y una herejía dispersa en el concepto genérico de albigenses. Paradójicamente, la Cruzada no aca-bó con los cátaros. Muchos murieron en las hogueras encendidas desde 1209. Unos se exiliaron en la Corona de Aragón; otros, en el norte de Italia, donde el catarismo contaba con importantes comunidades y donde lograría su ma-yor desarrollo intelectual. La mayoría pasó a la clandestinidad para resurgir desde 1220 al cam-biar la suerte militar de la noble-za occitana. Ahora bien, la "paz de clérigos y franceses" (en ex-presión de los trovadores) im-puesta en 1229 puso las bases de un sistema represivo mucho más eficaz. Su máxima expre-sión fue la Inquisición, estableci-da en Toulouse ese mismo año. La idea de crear un instrumento de investigación (inquisitio) y persecución de la herejía venía de lejos. Hasta entonces, el Papa-do había recurrido a la confisca-ción de bienes, al apoyo de los poderes seculares y a la Cruza-da. Ahora estaba en condicio-nes de centralizar y sistemati-zar la represión. La labor policial de los inquisidores -dominicos desde 1233-, con el apoyo militar del rey de Francia, descabezó y desestructuró lenta-mente el movimiento cátaro. Uno de sus reductos más im-portantes fue el mítico castillo de Montsegur, sometido, tras un año de asedio, en 1244. El cataris-mo, con todo, tardaría casi otro siglo en ser desarraigado. El últi-mo perfecto de nombre conoci-do, Guilhem Belibaste, murió en la hoguera en 1321. Se cerraba así una página de la historia. Otra, más propia de la leyenda, se abriría siglos más tarde. LOS CÁTAROS EN ESPAÑA EI catarismo no tuvo gran im-portancia en la península. El reino más afectado fue la Co-rona de Aragón por su proximidad y sus estrechos vínculos con el sur de Francia. Los reyes Alfonso el Trovador y Pedro el Católico dicta-ron medidas muy duras para com-batir las herejías en 1194 y 1198, pero orientadas sobre todo contra los valdenses (llamados ensabatats o "enzapatados"), cuya pre-sencia en tierras catalano-aragone-sas parece más importante que la de los cátaros. Uno de los valdenses más conocidos fue el arago-nés Durán de Huesca, líder de un grupo moderado que se reconcilió con Roma en 1212. Las comunidades cátaras más notables estaban en las comarcas pirenaicas de Catalunya (Berga, Puigcerdá. Castellbó, Josa). En el siglo XIII, estas y otras menores formaban un diaconado de la Igle-sia cátara de Toulouse. Entre los cátaros catalanes, cabe citar a los diáconos Pere de Corona y Felip Catalá y al célebre vizconde Arnau de Castellbó. Más allá de la importancia del catarismo, lo cierto es que la Corona de Aragón se convir-tió desde 1209 en el santuario de los exiliados occitanos (cátaros y católicos) del siglo XIII. Grupos de cátaros se instalaron en Catalunya y en los reinos de Mallorca y Valencia, aunque su presencia pasó desaper-cibida. A principios del siglo XIV, el perfecto Guilhem Belibaste, que huía de la Inquisición, residió en Catalunya y en el norte del Reino de Valencia, donde tomó contacto con algunas comunidades cátara residuales. En cuanto al Reino de Castilla y León, la presencia del catarismo se redujo a algunos fo-cos localizados hacia 1230 en el Camino de Santiago.