Seminario “Estética y Política”. Clase 2. Prof. J. Fernández Vega
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CLACSO, programación 2014 Seminario “Estética y Política” coordinado por Roberto Jacoby Clase Nº 2 Prof. José Fernández Vega
La estética en la modernidad
La estética como rama de la filosofía tiene una larga historia que se remonta a los propios orígenes de la disciplina en la Grecia clásica. Más adelante, en esta clase, habrá ocasión de referirnos a los principales pensadores de esa época, Platón y Aristóteles, y mencionaremos algunas de sus consideraciones sobre el tema. “Estética” deriva de una palabra griega, aísthesis griega, aísthesis,, asociada inicialmente a las sensaciones y al conocimiento –siempre dudoso para los filósofos-que generan los sentidos (en general los dos más jerarquizados ya desde la antigüedad: la vista y el oído). Durante siglos fue utilizada con este significado, y sólo fue adquiriendo su sentido actual –la reflexión sobre lo bello o sobre el arte— en la modernidad, más concretamente a partir del siglo XVIII, cuando surgieron una serie de preocupaciones sobre asuntos como el gusto, lo sublime, la belleza natural y la artística, etc. Un pens pensad ador or alem alemán án de la escu escuel elaa de Leib Leibni nizz y Wolf Wolff, f, Alex Alexan ande derr Baum Baumga gart rten en (171 (17144-17 1762 62), ), empe empezó zó a ente entend nder er la estét estética ica abri abrién éndo dose se a los los fenóm fenómen enos os del del arte. arte. Para Para Baumga Baumgarte rten n la estética estética era una especi especiee de gnoseo gnoseolog logía ía (o teoría del conoci conocimie miento nto)) inferio inferior, r, separada de la lógica o gnoseología superior, porque frente a la razón esa gnoseología “baja” y proveniente de los sentidos nos brinda solo un saber inseguro. Estética, para Baumgarten, es todavía un tema de la teoría de conocimiento, pero ya proyectada también hacia el arte. Porque para él existen hechos de la sensibilidad que tienen un valor cognitivo, y estos hechos incluyen a las obras de arte. Por tanto, la filosofía, según Baumgarten, podía ocuparse de las obras de arte. Esta afirmación puede parecer obvia hoy, pero no lo era en su época y su contexto. Su punto de vista marca un hito y abre la posibilidad de un estudio filosófico sobre el arte y la belleza. Baumgarten propone una nueva disciplina que sistematice y discuta la belleza. En su opinión, la estética no es arte en sí mismo, mismo, ni tampoco una disciplina disciplina que establece preceptos preceptos o una normativa normativa o una forma de crítica. Baumgarten, un autor un poco marginal en la historia de la gran filosofía moderna, se erige, para nuestro campo, como un primer impulsor de la estética.
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Incluso poco después de Baumgarten, “estética” todavía refería solo al conocimiento sensible. En su célebre Crítica de la Razón Pura (1781) Immanuel Kant (1724-1804) propone una estética trascendental la cual, en su personal jerga técnica, es la ciencia de todos los principios a priori de la sensibilidad. En otras palabras, se ocupa de las condiciones de posibilidad de nuestro primer acceso al mundo puesto que los sentidos nos proveen las impresiones iniciales que luego serán procesadas conceptualmente. La expresión designa entonces una categoría propia del conocimiento. Sólo unos años más tarde, en su Crítica del juicio (1790), habla de estética otorgándole ya un significado muy próximo a nuestra manera de entenderla. De hecho, ese libro sienta las bases de la estética moderna y de su independencia respecto del conocimiento, el saber científico, la moral y la religión. En la primera sección de la Crítica del juicio de Kant la estética va a jugar un papel central pero no referida al arte sino en tanto sentimiento de placer del sujeto suscitado por la belleza natural . Kant, en efecto, se ocupa exclusivamente de la belleza natural , no de la artística. El objeto estético (natural) se presenta como apto para producir en el sujeto un placer, un sentimiento estético, cosa que no ocurre cuando se limita a conocerlo como un objeto entre otros. La belleza, por tanto, no es una propiedad cognoscible del objeto, vale decir, algo que se predica de él como una cualidad suya (como por ejemplo su color o su tamaño). En realidad, cuando digo: este objeto es bello, no estoy afirmando algo sobre él sino manifestando un sentimiento de placer . Ese placer deriva de una sensación de armonía interna que expresa la unidad del yo cuando se verifica el libre juego de dos facultades (la imaginación y el entendimiento) dispuestas sin interés. Kant habla de interés en su uso característico bajo la sociedad burguesa. Quiere decir que el sentimiento subjetivo de placer que genera la belleza carece de cualquier orientación productiva o apropiadora; no se trata de perseguir un propósito o buscar un beneficio (conocer, controlar, adueñarse de algo o actuar con vistas a una finalidad moral). El libre juego de las facultades no tiene una finalidad o provecho (como ocurre cuando están aplicadas a conocer algo), y es por eso que Gadamer lo compara con el libre juego de las olas del mar, en oposición a los juegos competitivos donde hay ganadores y perdedores. Se trataría de un juego puro, sin una ambición de victoria, sin una pretensión de ganancia material o intelectual o moral. La belleza y el placer estético no provienen directamente de la cosa, como sucede en el placer sensible expresado en un juicio de agrado (cuando disfruto de una comida que me gusta y estoy, por lo tanto, interesado en ese objeto y lo manifiesto). Lo que me permite decir que algo es bello es la
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experiencia de una armonía interna, y no la visualización de algo exterior o la experimentación de un sabor, por seguir con el ejemplo gastronómico. La estética que propone Kant no es empírica puesto que el placer no proviene los sentidos. En la Crítica del juicio las ilustraciones aluden a la belleza de la naturaleza (una rosa, un paisaje). Lo que le interesa a Kant de la naturaleza es el hecho de que nos place sin recurrir a un lenguaje, sin intenciones, nos place porque sí . La satisfacción que se busca es desinteresada, fuera de las normas de la sociedad burguesa donde todo se orienta a la satisfacción de algún tipo de beneficio. La estética kantiana, en consecuencia, termina siendo independiente del conocimiento, de la moral y de la religión. Tiene sus propias normas: es autónoma. Se interpreta a la Crítica del juicio, como el primer establecimiento de la autonomía de la estética. La Crítica del juicio ocupa, además, un lugar central en el desarrollo del complejo sistema filosófico kantiano: intenta ofrecer una mediación entre la libertad y la necesidad; entre el mundo de la acción moral y el conocimiento de las leyes de la naturaleza. La Crítica del juicio es probablemente la última gran reivindicación filosófica de la belleza natural, porque después la estética se encamina hacia el estudio de las distintas artes como productos humanos. Como se dijo, para Kant el placer que depara la belleza no es utilitario o interesado, pero sí es interesante pues nos hace pensar en un trasfondo metafísico. Es, por tanto, interesante en general, aunque sin apuntar a ningún interés inmediato. El costado político-moral de dicho trasfondo alude a la unidad del género humano y a su progreso cultural. El juicio estético o juicio de gusto, que es solo singular (i.e.: “esta rosa es bella”), apunta sin embargo a la universalidad, explica a Kant. Pretende o aspira a ser compartido por otros, si bien no se respalda en conceptos y en consecuencia no puede ser universal en sentido estricto. En otras palabras, cuando afirmo: esto es bello deseo que se comparta mi juicio estético, que los otros coincidan conmigo. ¿Cómo es posible que los demás compartan un juicio que se basa en un sentimiento subjetivo y no en un modelo ideal y objetivo de belleza? Es que cuando un sujeto declara “esta rosa es bella” está reflejando operaciones que se suponen que son comunes a todos. No lo dice sólo acerca de sí mismo, tal como en el juicio de agrado puedo afirmar “a mí me gusta tal comida”, algo en definitiva puramente personal. De lo dicho pareciera que la belleza es ese ámbito donde todos podríamos que coincidir porque estamos provistos de las mismas facultades que se ponen libremente en juego en el juicio estético, y ello implica también un vínculo entre estética y política. Quizá sea útil hacer aquí una comparación con fines clarificadores y para poner la cuestión en relación con lo que podríamos
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llamar el individualismo radical de la época posmoderna. Vivimos en un mundo donde el juicio de belleza es, por lo común, considerado algo íntimo y subjetivo. Nuestra cultura reivindica un contexto pluralista en el cual cada uno está habilitado a sostener una opinión distinta. Para Kant, en cambio, el juicio de belleza alude a mis afinidades con los otros y en última instancia testimonia la pertenencia al género humano. Porque el juicio de belleza compartido demostraría, indirectamente, que formamos parte de una comunidad donde todos somos iguales. Esa idea de comunidad hoy se encuentra por lo menos cuestionada. Se supone que, entre nosotros, nadie tiene por qué coincidir con el gusto del otro. En contraste, Kant escribe en la Crítica del juicio que sería ridículo afirmar que algo es bello solo para mí. Esto puede sorprendernos porque en el mundo contemporáneo resulta lo más habitual. La belleza, por tanto, reafirma al sujeto como miembro de un común cuyos miembros quieren y pueden comunicarse entre sí y que, en la comunicación de sus sentimientos, hallan algo que los hermana, un sentimiento de co-pertenencia que podemos llamar humanidad . Humanidad es una noción moral que también está presente en la ética kantiana, pero se encuentra plasmada de otra manera en la estética: surge de la evidencia de un sentido común. No hay que pensar aquí en el sentido común entendido como doxa, como conocimiento errado o sin respaldo, mera opinión popularizada pero carente de fundamento, sino más bien como un sentido en común, aquello que comparten los seres humanos. De esta manera se puede respaldar la idea de una comunicabilidad de los sentimientos —como el de belleza— sin que medie ningún concepto que lo vuelva universal y, de paso también, la posibilidad de la sociabilidad humana. Esto último constituye el gran problema de la teoría política de la época burguesa: cómo crear sociedad con hombres egoístas y malvados quienes, en ausencia de un orden político coercitivo, acabarían aniquilándose mutuamente. Dicho orden, por supuesto, no debe ser puramente represivo, sino racional y fundado en derecho. El desafío reside en que los hombres accedan a la idea de derecho la cual, de acuerdo con Kant, posee un contenido moral y racional. O sea que el gran problema consiste que los hombres superen el estado de conflicto permanente entre ellos que la tradición filosófica moderna denomina estado de naturaleza. Aquí vemos nuevamente el desafío que representa el pasaje de la naturaleza a la moral. Dicho pasaje implica a la moral tanto como a la política, pero el arte juega en este proceso un papel. Considerada desde sus distintos ángulos, la Crítica del juicio nos lleva a la compresión de un proceso estético, aunque asimismo político, moral y cultural. Nos orienta hacia los fundamentos de la sociedad civil. Esto empieza a quedar claro cuando se
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comprueba que los individuos son capaces de comunicar sentimientos. Un punto central para Kant es el de avanzar desde la belleza hacia una justificación de la cultura, el punto más alto de la evolución humana, una dimensión moral hacia la que se debe y se puede progresar. En la Crítica del juicio que, como dijimos, se considera la primera fundamentación de la estética moderna, Kant afirma la autonomía de lo estético y al mismo tiempo la vincula —evita aislarla y también rebajarla— al introducir fines propios de la moral y de la política. A esto fines vincula la autonomía del placer para legitimarlo pero sin someterlo, y no hace descansar el placer en lo puramente personal o sensorial empírico, ni tampoco en lo conceptual. No sentimos placer sólo porque un objeto se acerque a un modelo ideal (o conceptual) de belleza. Aquello que Kant denomina “sentido común” se afianza en la posibilidad de un sentido ampliado en el momento de emitir un juicio. El sentido común tiene unas máximas que podemos asociar a teorías políticas contemporáneas, como las de Arendt, quien justamente resalta estos aspectos en su curso sobre Kant. Se trata de situarse en el lugar del otro y de poner entre paréntesis las pretensiones de poder. Para Kant, las máximas del sentido común se condensan en tres. Primera, pensar por sí mismo. Este es el lema de la Ilustración: atrévete a saber , sé independiente. Dicho de otro modo: que tu juicio exprese las conclusiones de tu propio razonamiento independiente y no el peso de la tradición o la presión de la autoridad. Segunda: Pensar en el lugar de cada otro. Aquí se invita a un descentramiento y a superar el egoísmo intelectual que limita el conocimiento. Tercera: Pensar siempre de acuerdo consigo mismo. Mientras que primera máxima postula un modo de pensar autónomo y libre de prejuicios y la segunda habla de un modo de pensar extensivo que amplía la perspectiva unilateral incorporando otros puntos de vista (pero como un ejercicio intelectual, no preguntando realmente sobre ellos de vista sino representándose otros puntos de vista), la tercera y última promueve la coherencia en el razonamiento. Kant conecta al juicio en general –es decir, no específicamente al de gusto-- con el programa moderno de la Ilustración. Le imprime una reverberación a la vez cultural, moral y política a toda su argumentación. De este modo la belleza se vincula al el programa de legitimación de una nueva sociedad y contribuye a explicar por qué el sujeto burgués, egoísta dado que sólo persigue sus propios fines como agente en el mercado, puede finalmente convivir en una sociedad política en tanto ciudadano. Vamos hacia lo bello movidos por el mismo impulso que nos permite vivir en sociedad, ser miembros de un estado de derecho. Cuando comunico algo (mi sentimiento sobre la belleza, por ejemplo) entablo sociedad, busco, al menos
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imaginariamente, a los otros. El tema de la comunicación no tiene importancia empírica para la filosofía kantiana. En otras palabras, se trata menos de comunicar realmente un juicio de gusto a los demás que de lograr representarme a los otros cuando juzgo. Kant sostiene la posibilidad de percibir la belleza natural como una disposición al sentimiento moral, es decir que una persona obtusa sería aquella que tiene dificultades para percibir la belleza natural, aquella no está inclinada a reconocer la belleza natural, porque le falta cultura y desarrollo moral. La afinidad del hombre moralmente desarrollado con la naturaleza se muestra en su disposición para encontrar placer en la belleza que ella nos ofrece. Hay, por tanto, una correspondencia entre moral y naturaleza. Vincular lo sensible con lo suprasensible, el dominio de la naturaleza con el dominio de lo que está más allá de la naturaleza –un plano metafísico— es un tema central de la filosofía kantiana y entre esos dominios se halla el juicio de gusto o estético. El desgarramiento de esa unidad humana capaz de manifestarse en las pretensiones de universalidad que exhibe el juicio de gusto individual y particular será parte de la crítica de Hegel a la modernidad, como se explicará en la siguiente clase. En lugar de avanzar en el tiempo hacia el siglo XIX, haremos ahora un enorme salto retrospectivo para explorar algunos vínculos del arte con la política en los inicios de la reflexión filosófica entre los griegos. *
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Posiblemente el primer texto en tratar en extenso la cuestión del arte en la antigüedad, la primera mitad del libro X, el último capítulo de la República de Platón, sea también el mayor testimonio de la intensa y estrecha relación que el tema tenía con la política. En efecto, República expone una utopía política y al final de esa obra Platón se pregunta acerca del lugar que deberían ocupar el arte y los artistas en una ciudad ideal. Los griegos, por supuesto, no utilizaban “estética” en el sentido que le dio la modernidad, pero tampoco tenían una palabra para designar el arte porque no lo concebían como una actividad autónoma, sino dependiente. Estaba subordinada, por un lado, a las habilidades técnicas del artesano (pensemos en el escultor o el pintor) y, por la otra, a la inspiración divina que motivaba las creaciones de los poetas. Estos últimos gozaban de un gran reconocimiento social en la pólis griega, aunque en este capítulo de República tienen un estatuto devaluado: los artesanos manuales (el zapatero, el carpintero) producen al menos bienes útiles; los poetas (o los pintores) solo los copian y producen confusión en los espectadores. Pero esta consideración, acaso insólita para nosotros, tiene que ver con la rivalidad del discurso filosófico naciente que encarna Platón con el prestigio social del arte.
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En efecto, para los griegos Homero era considerado no sólo el mayor poeta sino también una auténtica autoridad en muchos órdenes de la vida, una enciclopedia de saberes diversos. El discurso filosófico irrumpe justamente como rival de estos conocimientos carentes otra base de sustentación que el prestigio cultural de quien los propagó en sus obras. La filosofía, de la cual Platón es quizá el primer representante plenamente autoconciente de la novedad que ella representaba, emerge como un saber que busca los fundamentos del conocimiento. Ellos, según el idealismo platónico, deben ser racionales, vale decir, no respaldados apenas por intuiciones, impresiones sensibles (que siempre son engañosas) u opiniones meramente transmitidas por la tradición que Homero encarna. El modelo de ciudadano ideal que se propone en República es el de un hombre virtuoso y racional. El arte –usamos aquí la palabra en su sentido actual— perjudica, para Platón, la formación de los ciudadanos. En República lanza una crítica diferenciada a los poetas y a lo que podríamos denominar “artistas plásticos” en general. Estos últimos confunden los sentidos de los espectadores porque sus imágenes recurren a trucos técnicos con el fin de hacer pasar por real lo que no son sino simples reproducciones. Platón repudia los engaños pictóricos y los ubica en un rango todavía más inferior que los conocimientos poco fiables que nos aportan los sentidos cuando intentamos conocer la realidad. De modo que nuestro acceso a un objeto cualquiera –una silla, digamos—se aleja de su definición racional cuando solo la apreciamos con la vista. Vemos un perfil de ese mueble, y apenas una cierta clase de silla, no el concepto mismo, que sólo podemos vislumbrar mediante la razón. Es claro que cuando vemos una silla reproducida en un cuadro estamos todavía más lejos de la verdad. Y lo peor es que el artista, siempre según Platón, intenta convencernos de que su silla pintada es real. El arte privilegia así a los sentidos y desvía a los ciudadanos del camino correcto. Este argumento puede resultar muy extraño en nuestra cultura, pero Platón no sólo se encuentra interesado en el conocimiento auténtico (según los principios de su filosofía), sino en una batalla cultural que busca discutir la hegemonía de la que gozaba el arte –ante todo la poesía— entre los griegos. Quiere afirmar los poderes incuestionables de la filosofía por sobre toda otra disciplina o práctica, puesto que la filosofía que él representa es la reina de los saberes y una comunidad política debe fundarse en sus enseñanzas. Por ese motivo el filósofo está llamado a gobernar la ciudad ideal, tal como se afirma en República. Es claro que la estrategia de Platón habría sido imposible en una cultura en la cual la autonomía del arte hubiera estado tan afianzada como en la nuestra. Por otro lado, la causalidad
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psicológica en la que se basa resulta débil: quien le da crédito a la silla pintada tenderá a confundirse sobre todo lo demás. Este razonamiento se encuentra asimismo presente en la crítica a la poesía, un término que, en su vocabulario, abarca desde la épica de Homero hasta el teatro. Si bien la música es rescatada como un arte lo suficientemente abstracto y ligado a las matemáticas, un saber privilegiado y no contaminado por lo empírico, y por ello recomendada para la educación de los jóvenes, la poesía, en cambio, se dirige a conmover los sentimientos mediante ficciones y ello no puede sino ser perjudicial para la formación moral de los ciudadanos. Homero pretende hacernos creer que no ignora nada aquellos temas que tematiza en sus relatos: la guerra, la navegación, la vida civil, etc. Pero no tiene los fundamentos de lo que presume conocer. En conclusión, como autoridad intelectual, Homero debe ser rechazado. Por otra parte, los poetas no sólo cuentan historias falsas, que en algunos casos, llegan a sembrar en el pueblo desconfianza hacia la autoridad política de la ciudad, y apelan sólo a la sensibilidad estimulando la expresión incontrolada de las emociones. Esto lleva al alejamiento del modelo de virtud aristocrático que Platón propugna: el hombre debe gobernarse a sí mismo, actuar racionalmente movido por altos ideales y no ceder jamás a las reacciones emocionales. El ciudadano ideal es un individuo independiente, equilibrado, racional y también alguien dispuesto a defender a su ciudad en la guerra. Los dramaturgos, en cambio, ponen en juego otros valores en sus obras. Estimulan los desbordes pasionales, apelan al desorden de la risa que provoca el comediante o al llanto por la desdicha del héroe en la tragedia. No sólo mienten con sus relatos inventados; también afectan al ideal que debe guiar la formación civil de los habitantes de la pólis. En conclusión, por bellas que sean sus creaciones, los artistas deben abandonar la ciudad porque constituyen un peligro político. Aristóteles, discípulo de Platón, planteó en su Poética una concepción muy distinta, acaso en polémica contra su maestro. La obra se ocupa centralmente de la tragedia y es posible que se trate de unos apuntes de clase y no de un libro pensado para la difusión pública. Además, el manuscrito nos llegó mutilado, puesto que promete reflexiones también sobre la comedia –el otro gran género del teatro griego—que o bien se perdieron o no se escribieron nunca. En Poética Aristóteles defiende al arte trágico como una forma de conocimiento, ciertamente no superior a la filosofía, porque no es por entero conceptual, pero sí por encima de la historia, puesto que ésta se limita (así la veían los griegos) a la mera crónica de acontecimientos pasados. Mientras que el relato histórico nos habla de lo que sucedió, la tragedia pone en escena una ficción que abre posibilidades imaginarias. Dicho de otro modo, ella no alude a lo que
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efectivamente ocurrió sino aquello que podría llegar a ocurrir . Por eso sus enseñanzas, no atadas a ningún evento pasado o presente, ponen en juego algo casi conceptual: aluden a las potencialidades de lo real. Aristóteles discute la restringida concepción de verdad que expone Platón en República X, pero también rechaza que la expresión de los sentimientos sea dañina para la ciudadanía. Todo lo contrario, los sentimientos desatados en el escenario, y su gran impacto en la audiencia, pueden obrar beneficiosamente en la colectividad. Como la tragedia no debe medirse con la vara de los hechos –la verdad empírica a la que están sujetos los enunciados del conocimiento de lo que hoy podríamos llamar ciencia—su eficacia se juega más bien en la capacidad de verosimilitud que ella despliega. Una obra debe ser ante todo coherente en su relato –cada evento tiene que estar bien conectado con su antecedente y su consecuencia—y de ello derivará su credibilidad y su efecto sobre el público. La tragedia, explica Aristóteles, tiene como tema básico el paso de la felicidad a la inmerecida desdicha de un hombre superior al promedio, al que llamamos héroe. Su triste deriva suscita sentimientos de temor y compasión entre los espectadores. Ellos sienten temor porque asisten a la injusta derrota de un héroe que suscita admiración por su rectitud y grandeza humanas (el héroe no es un dios, sino un hombre de grandes cualidades). Si alguien ejemplar sufre ese destino, ¿qué le espera a un individuo corriente? La compasión deriva de la identificación con el personaje en escena. La tragedia excita así las pasiones, pero su término produce una descarga de excesos emocionales que Aristóteles designa con una noción que se volvió célebre: catarsis. Hay muchas versiones sobre el origen de esta palabra, por lo común vinculada con la medicina. Catarsis sería la eliminación de un exceso patológico que impide el equilibrio, la purga que restablece la salud. Las pasiones excitadas por la tragedia tendrían entonces una finalidad política positiva porque recupera un equilibrio perdido en el cuerpo social. Los espectáculos teatrales tenían en Grecia un fuerte atractivo popular, como los deportivos en las sociedades contemporáneas. De allí su importancia política, y la defensa que Aristóteles hace de ellos en Poética, una obra que durante mil años estuvo perdida hasta que regresó a Occidente de la mano de unos eruditos árabes y comenzó a ser traducida, primero al latín y luego a todas las lenguas europeas. Vemos así que las primeras reflexiones occidentales sobre el arte tienen un nítido sentido político. Aristóteles, por si hiciera falta remarcarlo, habla siempre del arte (aunque no use esa palabra, como ya advertimos) pensando en sus consecuencias sobre la comunidad. Se opone a Platón en el sentido de que el arte, lejos de ser pernicioso, beneficia la vida en común de la pólis,
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la ciudad antigua. Por otra parte, el arte no es engaño, sino más bien una vía para ampliar el conocimiento. En lugar de oponerse a la filosofía, actúa como una introducción a ella.
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Suele compararse la época del clasicismo griego con el florecimiento especulativo que tuvo lugar en la época del idealismo alemán, en la transición entre el siglo XVIII al XIX, con el fuerte trasfondo político que significó la revolución francesa iniciada en 1789. En la generación que siguió a Kant (fallecido en 1804) floreció el romanticismo artístico, al que Kant quizá promovió, al menos en parte, a través de ciertos conceptos incluidos en su Crítica del juicio (como por ejemplo, el del artista como genio, que tanta influencia tuvo después en la imagen del artista como creador, ser especial –esta idea ya está en Platón--, aunque incapaz de formular conceptos). Algo importante en Kant es notar su ambición moderna por formar comunidad a partir del arte. Kant seguramente no se propuso ese objetivo, pero estaba implícito en su proyecto, como intentamos explicar más arriba. Al mismo tiempo, hemos remontado el problema hasta los griegos, para quienes era evidente que el arte tenía que ver en primer lugar con la política. Platón y Aristóteles nos ofrecen perspectivas diferentes sobre el tema, pero no opuestas. Ambos consideran que es preciso justificar políticamente al arte, o repudiarlo por las mismas razones. Si bien Platón pasó a la historia de la estética como el gran enemigo del arte, debe decirse, a su favor, que escribió diálogos que se consideran hoy como cumbres literarias. Por otro lado, se dice que compuso obras trágicas en su juventud y que su maestro Sócrates fue escultor. Sabemos poco de todo eso, pero es claro que los griegos consideraron al arte como una cuestión esencial de la vida en común.
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Discutiremos las concepciones de Hegel en la próxima clase y, a partir de ellas, las de un filósofo contemporáneo, Arthur Danto, y en la última clase, algunas visiones artísticas sobre el siglo XX. Una consideración final sobre la bibliografía. Encontrarán un artículo de Francesca Menegoni, que es de lectura optativa y no figura en el programa. Ofrece otra mirada sobre la
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Crítica del Juicio kantiana (que también encontrarán mencionada en otros textos como Crítica de la facultad de juzgar ; la palabra alemana es Urteilskraft ). La intención de esta clase, y de este texto sugerido, se cifra en el planteo del problema estético en la modernidad y sus vínculos con la política. No podemos pretender un acercamiento más detallado a Kant porque ello implicaría una serie de dificultades, entre otras, la exposición sistemática de su doctrina o la aclaración de una terminología muy técnica. Los otros dos textos de la bibliografía anticipan el tema de la clase siguiente. El primero, que conviene leer, es del gran erudito alemán Ernst Gombrich (muchos recordarán su difundida Historia del arte, una gran introducción al tema). El segundo, es del propio Hegel y está destinado a quienes quieran ampliar lo tratado en la próxima clase o se animen a enfrentarse a la prosa de este filósofo, célebre por su dificultad. Puede ser un primer acercamiento a su obra. Se trata de su introducción a sus cursos sobre estética, de lo que nos ocuparemos en el siguiente encuentro. Sugiero que nadie se obsesione en comprender cada palabra, cada frase, si no tienen una formación específica sobre el autor. Se trata simplemente de una experiencia de lectura, sobre la que no podremos profundizar en este curso solo introductorio.