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© Copyrigh C opyrightt 2011 Mauricio Carlos Moday “Cuando “Cua ndo salíde Cuba... y otros cuentos” Hecho el depósitoque marca mar ca la Ley Le y 11.723 11.723 Impreso Impr eso en Argentina - Printed inArgentina ISBN: Reservados todos Reservados todos los los derechos derechos.. Queda Queda rigurosa rigurosamente mente proh prohibida, ibida, sin sin la autorización escrita del titular del “Copyright”, bajo las sanciones sancio nes es tablec tablecidas idas por las leyes, la rep reproducci roducción, ón, al almacenamacenamiento o transmisión parcial o total de esta obra por cualqui er medio me dio mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia fotoco pia u otro pr procedimi ocedimiento ento establec establecido ido o a establ establecerse, ecerse, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribució distribuc ión n de ejempla ejemplares res de de ella mediante alquiler alqu iler o pré préstamo stamo público. públi co. Moday, Mauricio Carlos Cuando salí de Cuba... y otros otros cuentos De Las Tres Lagunas, 2011. 170 p. : il. ; 20x14 cm cm.. ISBN
. - 1a ed. - Junín :
1. Narrativa Narra tiva Argentina. Argentina. 2. Cuentos. I. Título Título CDD A863
Edic iones d e las Tres Tres Lagunas España 68 - CP 6000 - Junín - Pci Pcia. a. de Buenos Air Aires es Repúblicaa Argentina Repúblic Argentina Telefax 54-2362-631017 E-mail:
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Agradecimientos A mi esposa Gabriela por haber cambiado mi vida A mis hijos Hernán y Marina y mis tres nietos. A mi amiga Edda Sartori Simmons, mi "alter ego".
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ilson había nacido en los alrededores de Carmelo, Uruguay. Con esa típica característica de la vecina orilla. Era mulato, con su pelo de rulos pequeños, castaños claros y ojos grandes. Sus dos amores desde botija 1 fueron el balón pie y la guitarra eléctrica. Cuando llegó a La ciudad de La Plata tenía dieciocho años, había comprado su pase en permuta por otros jugadores, uno de los dos clubes más importantes de la ciudad. El joven venía del equipo de Danubio, con buenos antecedentes, ocupando el puesto de zaguero z aguero central. Cuando cumplió todos los requisitos legales con el club, comenzó a entrenar. La recepción que sus compañeros le efectuaron fue excelente, integrándose rápidamente al plantel. Con gran sacrificio llegó al puesto de titular seis meses después. Nunca había abandonado su otra pasión, así que preguntando aquí y allá, llegó hasta un bajista muy importante de la música Platense, quien aceptó impartirle clases de dicho instrumento. Se lo podía ver por las tardes, al inicio de la primavera, con el bajo colgado sobre sus espaldas, enfundado en un magnifico estuche, caminando por la avenida 73 rodeado de tilos y aromas de azahar, así como también, algo más tarde, 1
botija: niño en idioma vulgar uruguayo.
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casi en noviembre, las maravillosas flores azules del jacarandá. Entrenaba de mañana temprano, luego comía una porción de pizza y una gaseosa, y tomando su bajo eléctrico que guardaba en su casilla del club durante la semana se encaminaba a tomar sus clases de música. Cuando llegaba el viernes lo llevaba a su departamento, que tan amablemente le habían alquilado los directivos de la entidad. Durante los fines de semana concurría a uno de los varios boliches que rondaban a la Estación Vieja, donde predominaban los parroquianos que escuchaba jazz. Esta zona parecía el barrio francés de Nueva Orleans en Luisiana al sur de los Estados Unidos. Allí, los centenares de descendientes de esclavos que habían llegado para el cultivo del algodón cantaban en los pequeños bares sus blues y espiritual nativos, acompañados por una trompeta y un contrabajo solamente. La música de Wilson se fue inclinando hacia ese son, pero con el agregado del candombe de su Uruguay natal. Integró por primera vez un conjunto, cuando un bajista del mismo se enfermó de improviso. Siempre lo acompañaba su instrumento y esa noche justamente no era distinta. El solo nombre de su profesor le abrió la puerta para reemplazar el guitarrista ausente. El grupo, de mediana calidad, tocaba jazz puro y algunos blues, que le hicieron recordar a su infancia en la ciudad de Carmelo. Ninguna dificultad le ocasionó acompañar al conjunto y sus acordes fueron muy aplaudidos. Aquella noche regresó tarde al departamento, muy cansado y algo tenso todavía por el debut pasado. Los
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granos de su cara, exacerbados por la primavera, la transpiración, los nervios de la noche y su propia adolescencia hicieron eclosión por cientos, dando a su cara una peculiar irregularidad. Al día siguiente jugaba de titular en su puesto de siempre. Pero la trasnochada le costó una grave lesión en la rodilla izquierda. Fue a defender una pelota, algo blando muscularmente, contra un contrario que enderezaba hacia el arco. Un sonido como un latigazo se escuchó ante el choque de ambos, pero el tono que oyó Wilson en su cerebro, junto al dolor que tenía era tan atroz que pensó que estaba fracturado. Inmediatamente lo sacaron en camilla y lo internaron en el sanatorio de la calle 51. Las radiografías y los otros estudios mostraron que la rotura de los ligamentos era grave. Permaneció internado y a las cuarenta y ocho horas lo operaron. Pero su rodilla jamás recuperó su total movilidad y casi con seguridad no volvería a jugar fútbol. El total restablecimiento le llevaría cerca de un año. A los cinco meses comenzó a andar con muletas e intensificó sus conocimientos teóricos de música, integrándose a un conjunto que tocaba tango fusión y milongas. Sabía que no era su fuerte, pero necesitaba ejercitar el instrumento y hacerse conocer en el ambiente de jazz. Pese a su yeso y muletas, jueves y domingos ejecutaba su instrumento subido a un taburete alto, por todos los bares de la Estación Vie ja. Los acordes de su tango ablusado o con cierto dejo de lamento de sus spirituals le hicieron ocupar un lugar importante entre los ejecutantes del bajo electrónico.
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Cuando le sacaron el yeso y efectuó la rehabilitación se encontró con la realidad de su rodilla; la inestabilidad de la misma no le permitiría jugar más a la pelota. Para entonces, le faltarían dos cosas para que la felicidad volviera a alumbrar sus grandes ojos. Es en ese momento de su vida que conoce a Goyo Carrasco, que venía de Montevideo como percusionista, tocaba el bongó y la tumbadora 2. Establecieron una amistad de compatriotas y en las numerosas charlas que habían tenido, decidieron formar un nuevo conjunto con orientación rioplatense. Sólo les faltaba un tecladista que interpretara sus sentimientos. Cuando llegó, aquel domingo de la nueva primavera, en uno de los bares de la Vieja Estación, con sólo unos pocos amigos para escuchar y algunos parroquianos tomando café, Wilson empuñó el bajo y comenzó a tocar con acordes de banda uruguaya carnavalesca; su amigo Goyo lo acompañó en la tumbadora. De inmediato la vio en la puerta, no dudó que era la mulata más hermosa que había observado en su vida. Vestida con un trajecito rojo entallado al cuerpo y zapatos de tacos altos muy finos. Ella, nacida en Costa Rica, se acercó a la banda fumando y se sentó en una mesa muy cercana pidiendo un jugo de naranja.
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tumbadora: timbalera o tamboril uruguayo
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Los acordes del candombe parecieron recordarle a su añorada rumba y poniéndose de pie como impulsada por un resorte, comenzó a moverse hacia el teclado que se encontraba solo, esperando quien lo ejecutase. Su figura oscilante, voluptuosa y cautivante recorrió los pocos metros que la separaban del instrumento y arrancó, de pie, con los acordes del candombe rioplatense, como si toda su vida hubiese tocado lo mismo. Continuó meneándose y ejecutando el teclado. Wilson impactado ejecutó el bajo como si fuera la última vez de su vida que lo haría y ella ya enardecida por la música y el son ancestral que ejecutaban, se desplazó junto a Goyo y tomó el bongó comenzando una percusión infernal de ambos, que puso a todo el público de pie aplaudiendo a rabiar. Cuando finalizaron su espectacular e insólita función, un aplauso cerrado desde todos los confines de la Vieja Estación sonaron en sus mentes durante varios minutos. La gente había salido de todos los bares hacia la calle al escuchar el son del tamboril. Wilson sabía que había nacido en aquella primavera su trío Uruguayo de Candombe y sin dudar su familia para siempre.
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legábamos a Kentucky, luego de haber pasado por Miami. Mi esposa Gabby y yo habíamos recorrido esas enormes distancias y gastado todos nuestros ahorros para la presentación de un trabajo científico en un Congreso Profesional.
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Durante el vuelo charlamos muy amigablemente con otro matrimonio. Él era bioquímico y habíamos trabajado en alguna comisión del Ministerio de Salud. Se dedicaba a Normas de Calidad Total. Su esposa viajaba, recomendada por un amigo mutuo que vivía en Estados Unidos, a un Hospital de Veteranos. Padecía cáncer de mama y organizaba unos estudios que no existían en nuestro país. Nuestra charla fue muy amena, hablamos de sus hijos, ellos tenían cinco. El mayor entraba a la Universidad. Orgulloso le nombre a mis dos vástagos, del primer matrimonio, ambos profesionales y trabajando. La plática nos llevó a nuestros orígenes. En ese terreno mi sentimiento patriótico me hizo empequeñecer. El matrimonio de mi nuevo amigo "Moroco" estaba compuesto por descendientes directos de indios "Huarpes", geográficamente ubicados en la actual provincia de Mendoza, en el norte argentino. Él era descendiente directo del cacique "Huaquinchay". Habían sido los verdaderos dueños de las tierras, al menos dos a tres siglos antes que llegaran los colonizadores. Mauricio Carlos Moday | 16
Sus ancestros fueron cazadores-recolectores hasta su asentamiento en aquel lugar. Ahora eran sedentarios y cultivaban hortalizas, habiendo desaparecido el último autóctono presumible conocido en 1987, de apellido Quiroga, por lo cual se cree que tenía aunque menos fuere, un 25% de español, debido al fuerte mestizaje a partir del siglo XVII. Sin embargo los colonizadores tomaron sus tierras y los remitieron a una reservación. Los obligaron a vivir de la leña caída que juntaban diariamente, la cual cambiaban por sal, harina, frutos silvestres y animales de caza selváticos. Les llegaron a pagar ocho dólares por año y los que no se sometían eran asesinados. Arribamos por fin a Kentucky luego de varios decolajes y nos instalamos en un hotel muy bonito junto al río Ohio, del cual sólo nos separaba una autopista, paralela a la vía de agua. Desde la ventana de la habitación veíamos las barcazas transportando troncos, petróleo o frutas. En la misma residencia se llevaba a cabo una reunión Nacional de indígenas de todo América del Norte. Había caciques típicos, con sus tiaras de plumas de halcón, lanzas y tomahowks (hachas), tal cual nosotros habíamos visto en las películas. Según pudimos averiguar, el objetivo de la reunión anual era para mantener las diferentes Lenguas Nativas a través de los tiempos. Consideraban que el idioma era una de sus más conspicuas tradiciones y se empecinaban en mantener su identidad. Por la tarde bajé al estar de planta baja del hotel; esperaría a mi esposa y al matrimonio amigo. Nos reuniríamos con nuestra traductora, una mujer Argentina que hacia Cuando salí de Cuba… | 17
treinta años vivía en Louisville (Kentucky), que nos llevaría a conocer la ciudad. En otro de los sillones de la misma sala de espera descansaba un cacique, que se encontraba en el hotel. Con su gran tocado de plumas y su lanza parecía esperar algo o alguien. Del grupo nuestro, el único que entendía algo de inglés era yo, pero no lo hablaba fluidamente. Se me ocurrió decirle a Moroco si quería charlar algo con el indio; no terminé de expresarme, que mi amigo se sentó junto al cacique. Me dirigí al mismo con gran respeto y pleitesía. En mi inglés de marinero de barco turco, anclado en puerto, le presenté a Moroco como indio de América del Sur. Inmediatamente se puso de pie, era imponente. Debía medir más de dos metros, su tez rojiza, pelo muy largo y la tiara de plumas sobre su cabeza caía hasta la mitad de su espalda. Faltaba John Wayne y estaba reviviendo una película de cowboys de mi infancia. Hubo saludos muy respetuosos entre todos, ya que en ese momento llegaron nuestras esposas. Allí agrego que la esposa de mi amigo Moroco también era nieta de nativos, siempre en mi inglés de vestuario de porristas. Pareció transformarse, comenzó a hablar tan rápidamente, que le perdí el sentido a lo que decía. Le repetía permanentemente: "Slowly please..." (despacio por favor) para que fuera más lento y poder comprender. Parecía no vernos y menos escucharnos. Gesticulaba y miraba hacia arriba hablando en un idioma que tampoco parecía inglés.
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En ese instante llegó nuestra traductora, salvándome del papelón. Ella, en corto tiempo obtuvo respuestas. Se trataba de un cacique "Wichita" de los Apalaches. Su actitud se refería a rezar en idioma nativo para agradecer a los cielos. Según le contó a nuestra traductora, había tenido un sueño donde un águila en vuelo le informó que vendrían unos hermanos del Sur. Para él, el origen de los indios americanos se inicio por debajo del Ecuador. Había tenido oportunidad de estudiar con antropólogos, la antigüedad de una momia de la Patagonia Argentina que se encontraba en el Museo de Chicago y aseguraba que había sido la primer habitante hallada de América, usando tecnología para medir la antigüedad con Carbono 14. Esta charla se interrumpió bruscamente, ya que había llegado su chofer para transportarlo al aeropuerto. Rápidamente nos dijo, siempre a través de nuestra traductora, que había sido piloto de avioneta, chofer de ambulancia, siempre trabajando con su comunidad. En la actualidad, casi un anciano, trataba de mantener el idioma y las costumbres Wichita para que perdurara su cultura, por lo menos en el Estado de Kansas, por eso estaba en aquel Congreso. Le pedimos una foto con Moroco para perdurar el momento vivido, antes que perdiera su vuelo. Ambos abrazados, sollozando y todos los demás con una angustia incontenible, fotografié a los dos con atuendos típicos, ya que Moroco se había colocado un poncho Huarpe sobre sus hombros.
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El cacique Americano subió a una camioneta y partió rumbo al aeropuerto. Nosotros recorrimos la ciudad. Dos días más tarde retiré las fotografías, que había mandado a revelar, entre las cuales estaba la foto citada. Separé la postal para regalársela a Moroco, pero al verla previamente, un terror inmenso me estremeció. Una luz intensa alumbraba sus cabezas, como si fuera un aura. Era un semicírculo sobreiluminado que involucraba ambos cráneos en su parte superior, que sólo personas muy sensibles solían ver. Había visto pinturas renacentistas con esa luminosidad, pero eran interpretaciones del artista. También había leído que la "empatía" podía hacer ver el "Aura" en personas impresionables, o con compulsión a creer en fenómenos extraños o extraterrestres. Otra de las cosas que había averiguado era que la observación sólo era posible con cámaras especiales que impresionaban fenómenos electromagnéticos, denominadas Kilian. Luego del susto, mi impresión se inclinó a un reflejo del flash o a un mal funcionamiento del mismo. Moroco sabía mucho de fotografía y manifestó que era tenue y opaco para ser el flash. Me solicitó el negativo para hacerlo revisar a través de una pariente que trabajaba en Cancillería. Regresamos con Gaby, trayéndonos el tercer premio del Congreso. Nos olvidamos del episodio con Moroco. Varios meses después supe que Interpol y La Nasa habían revisado el negativo. Sus técnicos interpretaron que
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no era defecto del flash ni de la película. Que toda vez que reproducían el episodio aparecía el Aura. Lo archivaron dentro de los sucesos sin resolución de los expedientes "X". Yo, en cambio, al conocer la certeza del aura fotográfica pensé que era el halcón, en vuelo, que retiró parte de esas dos almas, Wichita y Huarpe, para difundir y perpetuar sus respectivas culturas en América para toda la eternidad.
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esultó ser una hembra la lora barranquera que le fue obsequiada a un amigo abogado hace aproximadamente seis meses. La familia que la crió desde pichón no había podido cuidarla debidamente y en concupiscencia con el ave se dedicaron ambos a los placeres mundanos, por lo tanto la madre de la familia, en un ataque de decencia, decidió regalarla, denominándola antes del obsequio "Sin Justicia", por lo que ella creía que era un despojo hacia su persona, no así a la de su familia. Nos acostumbramos a verla en la casa del abogado Hermenegildo Rodríguez apodado "Catalejo". Como se imaginarán cualquier tipo de alcohol era identificado por él desde gran distancia, con una certeza casi absoluta para un lego en el tema. Sólo pequeñas diferencias podían observarse en el año de emisión de algún varietal durante la cata; eso sí, siempre a mayor distancia de cinco metros y con los ojos vendados. A cortas distancias era capaz de diferenciar hasta las vinerías a donde había sido adquirido. Lo más complicado era que, con escasos mililitros de cualquier alcohol ingerido, trataba de adiestrar a la lora en la discriminación de marcas y variedades, la cual y dado el volumen corporal del ave, pasados los cinco centímetros cúbicos era capaz de cantar la marcha peronista en Esperanto. Los motivos de la depresión de Catalejo eran debidos a que en épocas de piquete le salió un juicio en la localidad de
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Carlos Casares, debiendo trasladarse hasta aquella ciudad en varias oportunidades. Aquél viernes llegó sin problemas con el micro desde la Estación de Retiro a las 11hs y luego de presentados los correspondientes escritos en la Fiscalía del Juzgado número 12, en aquella ciudad, decidió retornar a su domicilio particular. Cuando ingresó a la estación de Casares, ya iniciando su regreso, un gran cartel dominaba la entrada del edificio, que rezaba "SUSPENDIDOS LOS VIAJES HASTA NUEVA ORDEN POR PIQUETES SOBRE RUTAS Y FALTA DE COMBUSTIBLE". De inmediato, su mente se coloreó como su cara, simulando un caleidoscopio de colores y formas geométricas definidas en un cono de cartón, y decidió en su fuero interno tomarse los efectos de estos actos lo mas sedado posible. Le preocupaba enormemente la alimentación de la lora "Sin Justicia"; ella estaba acostumbrada a que se le abriera la jaula, apenas llegaba Catalejo a su casa y se le ofreciese el agua limpia y sus granos frescos de calabaza, trigo y girasol. Con enorme disciplina y como una gracia, salía de su hábitat al abrírsele el cerrojo y comenzaba a bajar por la madera torneada, que sostenía a modo de pedestal su jaula. Durante el descenso hacia el piso de la cocina parloteaba el irreproducible idioma de todos sus congéneres, pero además se lo escuchaba cantar la típica marchita del partido dominante: –"Los Muchachos Peronistas, todos unidos..." –allí hacía
un alto, ya que no recordaba o no sabía el resto del texto. Continuaba caminando con el bamboleo típico de estas aves y volvía a repetir el estribillo. Cuando salí de Cuba… | 23
Evidentemente el ave estaba acostumbrada a manifestaciones políticas desde pequeña, antes de ser adoptada por mi amigo. Había nacido en el Chaco y allí en su domicilio de origen se suponía que le habían transmitido sus propias orientaciones partidarias. Cuando Catalejo la adopta, el ave permaneció en silencio durante aproximadamente diez días y sólo se alimentaba de sus granos más comunes y tomaba agua fresca de su latita de sardinas, instalada en el piso de su jaulón. El seguimiento de su amanecer como ave parlante durante la estada en casa de mi amigo comenzó con la imitación de un silbido, que Catalejo le ofrecía a un llavero que había comprado y que era utilizado para que el mismo respondiese con un sonido electrónico similar, que identificaba el lugar donde se hallaban las llaves de la casa. El mismo era un ingenioso mecanismo para ubicar el llavero, un minúsculo título en su dorso interrogaba: "¿donde están esas putas llaves?". Mecánicamente y sin meditarlo, cuando Catalejo debía salir por algo de su domicilio y se preguntaba en voz alta. –¿Dónde estarán esas putas llaves? –emitía un silbido
para ubicarlas. A la Lora "Sin Justicia" le fueron suficientes escuchar solamente en tres oportunidades estas combinaciones de sonidos, habiendo comenzado primeramente por emitir un silbido y luego, poco más tarde se escuchaba: "¿Dónde están las putas llaves...? Prr…" y lo repetía a modo de estribillo.
Todo era muy gracioso hasta que tocaban el timbre en la casa; la lora emitía un silbido parecido y comenzaba: Mauricio Carlos Moday | 24
"¿Dónde están las putas llaves?, ¿dónde están las putas llaves? Prrrr..." Sólo cuando se abría la puerta, si alguien estaba en la casa, el ave dejaba de repetir el estribillo y cantaba la marchita partidaria. Al agregársele cosas nuevas que comenzaba a repetir, lo hacía en primera instancia por imitación, pero siempre terminaba en la marchita, que era lo más antiguo que había aprendido. Nuestro país pasaba por el fantástico paro agropecuario de principios del 2008. Comprometido el regreso a su domicilio de mi amigo, el ave pasó todo el día sin alimento y agua fresca en su jaula, pero lo que más la deprimía era no poder salir y caminar por la casa, sintiéndose libre. Como nunca le había sucedido una cosa parecida, o sea permanecer un día entero sola y dentro de su solitaria jaula, comenzó a deprimirse y cantar permanentemente la marchita partidaria cada vez más fuerte, lo que molestó al vecindario, habiendo sufrido una denuncia por ruidos molestos. Todo el día había padecido Catalejo con aquellas definiciones, campo, soja, girasol, retenciones, tractorazo, que escuchar uno solo de dichos vocablos le ejercían unas intolerables sensaciones nauseosas y cólicas intestinales como anticipo de una diarrea cataclísmica. Cuando llegó a su casa a las tres de la madrugada, con un frío terrorífico por regresar subido a la pértiga de un camión de hortalizas que venía al mercado concentrador, prendió la luz de su hogar insultando hasta en sanscrito, recordándose de las retenciones y la puta que los parió, por
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ser éste el hecho que lo había demorado realmente de tal manera. Sin Justicia, que se hallaba agazapada en su jaula, escuchaba a Catalejo putear varias veces y fuerte; como no se acercaba a liberarla ni se animó a cantar la marchita, como para hacer notar su presencia, motivo que la obligó a permanecer toda la noche en su jaula, tratando de dormir pero con hambre y sed de halcón. Apenas despuntó el alba la lora comenzó a canturrear como lo hubiere hecho en libertad, acompañando a sus congéneres de bandada, tratando de que Catalejo se despertara. Como ello no sucedió comenzó con: –...Las retenciones... las retenciones… prrr… y la puta que los parió" –como estribillo, despertando a su dueño del
profundo pesar y cansancio del día anterior y por haber sido lo último que se situó en su mente, cuando apagó la luz. Catalejo, sobresaltado por el nuevo vocabulario del ave, emitió un silbido en voz fuerte, como para que se callara. El ave contestó: –¿Dónde están las putas llaves, prrr?, ¿dónde están las
putas llaves, prrr? – ¿Pero quién te enseñó eso, lora de merde? –Los muchachos peronistas... prrr, los muchachos peronistas... Prr…
Fue en aquel momento que Catalejo recordó que la lora no había comido ni bebido agua fresca, así que abrió los anaqueles donde tenía las semillas de girasol, observando que se habían terminado. Encontró unos granos de soja coMauricio Carlos Moday | 26
cidos en la heladera, como para paliar transitoriamente el hambre del ave, arrojándoselos a su jaula, olvidando abrirla como lo hacía habitualmente. La lora, al percibir que no le abría la puerta del jaulón, comenzó a silbar y agregando: –¿Dónde están la putas llaves? –cada vez en tono más
fuerte, por lo que le recordó a Catalejo que había olvidado de abrir su puerta. Éste recapacitó la intención con la que la lora lo indujo y se acercó a destrabar la puerta del hábitat del ave, como lo hacía diariamente en otras circunstancias. Al verse libre, Sin Justicia tomó un grano de soja del fondo del jaulón y con sus dos dedos delanteros sosteniéndolo, comenzó a bajar por el pedestal de madera, tratando de pelar el alimento. Al llegar al suelo comenzó a caminar por el pasillo y cada oscilación bamboleo que daba, de su marcha habitual, emitía una deposición, en forma de chorro, marcando en su paso, a derecha e izquierda de su cuerpo, una línea blanca continua, como si estuviese marcando la cancha con merde. –Pero lora de porquería –dijo Catalejo –, ¿qué te sucede
que a cada paso que das dejás una estela de mierda? –Las retenciones. Las retenciones y la puta que los parió.
Prrrrr... –Habrá sido la soja que te di, para la cual no estás habituada a comer –dijo Catalejo. Es en ese instante que el ave
se tropieza y se introduce dentro de una capa de color claro para lluvia, que Catalejo había desplegado en el comedor para que se secase, luego de su periplo por Carlos Casares.
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–Las retenciones... las retenciones... prrrrr… y la puta que los parió... –dijo, tratando de salir de la capa, a medio
secar en el living, que más parecía una "Carpa instalada en el Congreso". Protestando por las sucesivas agachadas del ave a su dueño, éste a su vez agregó: –La soja, la diarrea, las retenciones es todo una merde
estos días, ¿no es cierto "Sin Justicia"? –Las retenciones, las retenciones... prrr... y la puta que los parió –dijo la lora tratando de salir de la capa de agua, y
continuó emitiendo un silbido agudo –¿Dónde están las putas llaves…? Prrr… –y cuando se alejaba ya definitivamente hacia el dormitorio, agregó – Los
muchachos peronistas... todos unidos...
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os movíamos en el área de enfermos graves, "Terapia Intensiva", como la denominamos en Argentina. Pequeños acontecimientos algo graciosos o también anécdotas humanas en el lugar donde permanentemente se camina por el fiel de la balanza, entre la vida y la muerte, que lo ponen en alerta y lo condicionan al observador narrador. Historias risueñas o no, "reales", algo ficcionadas para ser contadas y entendidas con gracia, escritas fuera del lugar original y descargadas de las propias tensiones, pero de sólo recordarlas cortan la rutina, rígida y lapidaria de la técnica y la asistencia sistematizada, convirtiéndola en más humana o menos deshumanizada quizás, que es aquello que queremos transmitir.
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no de los profesionales, muy responsable, preocupado y con gran estrés frente a su nueva guardia, pasó aquel día por la sala con el subjefe y los residentes. Al atravesar la cabecera de la cama seis, observó que el señor Doyenar, internado por un infarto de miocardio, mostraba en su monitorización electrónica una línea horizontal. El paciente, en total silencio y tapado hasta la nariz, permanecía quieto, inmóvil. El profesional destacadísimo, sin constatar pulso o respiración, gritó: –¡Paro cardiaco! –y agregó –: ¡Código Azul!
De inmediato le conectó un uper-cut en el tórax, como el mejor boxeador buscando su knock-out. Todos se colocaron en alerta esperando la respuesta cardíaca del paciente. El enfermo, lejos de resucitar, gritó a su vez: –¡La puta, doctor, eso me dolió! ¿Por qué no le pega a su
hermano? Resultó que lejos de que su corazón estuviera en paro, se hallaba dormido y se le había salido un cable del monitoreo. COROLARIO: NUNCA TE FIES DE LAS APARIENCIAS, ÉSTAS ENGAÑAN. ¡AÚN LA MUERTE!
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n conocido profesional del área Terapia Intensiva concurría diariamente a la sala correspondiente. Realizaba su monótono recorrido para visitar a los enfermos con los residentes y otros médicos de planta. El Centro de Reuniones se encontraba en el fondo de la sala. Allí se discutían los casos complejos o que tenían difícil diagnostico. Una débil anciana, que llevaba varios días ingresada, le había visto pasar un número importante de veces. El colega canoso, de aspecto distinguido, respondía a las preguntas de los residentes jóvenes. Se animó a detenerle y preguntar: –Doctor, ¿me puede tomar el pulso?
El profesional, muy técnico, mirando de soslayo al monitor, respondió: –Su pulso es perfecto, abuela, tiene ochenta latidos por
minuto. Cada día que pasaba, más de una vez el mismo día, la abuela le solicitaba que le tomara el pulso. Ante la reincidencia en la solicitud, el profesional se detuvo frente a la cama y le preguntó: –¿Su requisitoria es por algo en especial? –ya que el monitor permanente le indicaba el pulso –. Usted está bien,
casi siempre tiene ochenta. La viejecita contestó:
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–Sabe doctor, aquí nadie me toca, por eso lo hago. Dis-
culpe. COROLARIO: PESE A ESTAR ALTAMENTE TECNIFICADOS, NOS OLVIDAMOS QUE TRABAJAMOS CON HUMANOS Y QUE LAS CARICIAS SON MÁS IMPORTANTES QUE LA TÉCNICA. AÚN CON RIESGO DE MUERTE.
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na médica residente, con poca experiencia, hablaba muy animadamente con una paciente de setenta y cinco años. La enferma había sido operada y muy recuperada. Una semana después, pese a la compleja cirugía, tuvo el alta firmada por su cirujano de cabecera. Se la había preparado para llevar a una unidad de menor complejidad. Luego se iría a su domicilio. La doctora le insistió que tratara de levantarse y sentarse en la silla común o en la de ruedas, así la transportaban. En cada oportunidad en la que la médica le decía que se levantara a la señora, manifestaba: –No, hija, tú sabes que no puedo.
La doctora respondía: –Vamos, que está mejor que yo, abuela. Además, tiene
el alta firmada y en algún momento deberá caminar. –Pero hija, te dije que no puedo, ¡en la operación me
cortaron las piernas! COROLARIO: NUEVAMENTE LAS APARIENCIAS ENGAÑAN. CONVIENE VER BIEN TODOS LOS DETALLES, REVISAR TODO CONCIENZUDAMENTE Y NO SÓLO LO QUE ES OBVIO O SE VE ESPONTÁNEAMENTE.
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quella sala tenía una gran dispersión estadística de personalidades. Entre sus profesionales había afables, graciosos, voluntariosos/as, etc. En suma, muchos positivistas. Más aún por el tipo de tareas que cumplían por la mañana, optimistas y con buen ánimo. Luego de levantarse, alinearse la ropa o el pijama de guardia y lavarse los dientes entraban a la sala y dirigiéndose a los trabajadores y a los enfermos lúcidos, les mimaban con palabras. A todos les encantaba. Adoraban los cariños más que otras personas y se les notaba.
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Uno de ellos, al que llamábamos "el Cura" por lo serio y circunspecto que simulaba ser, entraba y decía: –Hola, buen día, ¿cómo están? –y casi al unísono enfer-
meras y enfermos respondían: –Bien, doctor, ¿y usted?
Era muy gracioso, pareciera imitar a un sacerdote que rezara por cada uno. La antítesis era la guardia de los jueves. Su encargado, un profesional muy técnico pero poco humano, lleno de problemas personales y muy conflictivo, durante un de sus guardias se levantó por la mañana con el pelo enmarañado, sin acicalarse ni lavarse los dientes. Abrió la puerta del Servicio y dijo:
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–Hola, ¿cómo (hizo una pausa prolongada), están? –di-
rigiéndose a los pacientes. Al ver la cara de todos los que allí se encontraban, cambió el tono de voz y dijo –Era una chanza, ¿me creyeron? –Nadie contestó nada,
el silencio lo dijo todo. COROLARIO: TRATAR CON SERES HUMANOS DEBERÍA HUMANIZAR CADA DÍA A QUIEN LOS TRATA.
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n residente de tercer año, muy bondadoso y gran compañero, solícito y amable, ayudaba a todo el mundo en el Servicio y todos le querían. Le apodaron "Ángel". Casado y con dos hijos, parecía el padre ideal. Al llegar por la mañana besaba a todas las enfermeras una por una, como un padre lo hace con sus hijos en el momento de dormir. Pulcro y bien alineado. Muy ordenado en sus cosas, hasta tal punto que algunas enfermeras llegaron a pensar que era homosexual. Así lo murmuraban por la mañana con el beso consabido a veces del denominado vulgarmente "piquito". Todo el personal llegó a mostrarse despiadado con Ángel. Con tal de bromear decían cualquier fábula riendo en los rincones. Sin embargo, le programaron una broma terrible que se animaron a llevar adelante todas las enfermeras. Aquella mañana se reunieron casi todas a la hora del desayuno para esperar la llegada de Ángel. Una enfermera nueva se agregó en el círculo: en realidad, se trataba de un travestido del servicio de diálisis. Cuando la víctima llegó le informaron de la incorporación una enfermera nueva tomando el té con ellas. Por supuesto, comenzó a besar una por una, como siempre lo hacía. Al llegar al transexual vaciló, pero éste rápidamente le besó en la boca. Nadie emitió siquiera una mueca de sonrisa.
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Hacerlo hubiera sido terrible. Cuando Ángel se fue, la risa fue incontenible y las historias detrás de aquel beso duraron cierto tiempo. Nunca nadie habló con él de aquella broma macabra, de la cual todos eran responsables. COROLARIO: MANTENER LAS FORMAS Y LA UBICACIÓN ANTE LOS DEMÁS HACE QUE EL RESPETO SEA MUTUO, AÚN ANTE UN IRRESPETUOSO INTERPUESTO.
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aciente con largo proceso de intervenciones sobre su aparato digestivo alto, con evoluciones tórpidas y mejoras transitorias que permaneció durante dos meses en la unidad de Terapia Intensiva. Por fin es trasladada a una habitación personalizada, para que sus familiares la acompañen y generen la fuerza psicológica para su recuperación física. Muy adelgazada pero intentando su ascenso de peso se le agregan colaciones con "Merengues", proteína pura del huevo batida con azúcar como excelente alimento para ganar kilos y poder plástico de los tejidos. La enferma, muy deprimida y con desconexión del medio ambiente, come muy frugalmente y es visitada durante sus guardias por una famosa médica, que la saluda y ocasionalmente apetece alguno de los merengues, que se hallaban en la mesa de luz. Le pregunta: –Cómo está la paciente –a ella misma, no recibiendo
respuestas en varias oportunidades, ingiriendo cada vez uno de los exquisitos Merenguitos. Interroga a sus familiares recibiendo comentarios generalmente positivos de ingesta y conexión con el medio ambiente. Dudando de dicha comunicación y luego de reiteradas semanas de verla en posición semiinconsciente, decide llamar al profesional de terapia que había efectuado el seguimiento de su padecimiento. Éste se hace presente una tarde en presencia de sus fami-
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liares para dilucidar la situación; la médica se encuentra a la derecha de la cabecera y el terapista se sienta junto a la señora del lado izquierdo; los hijos se situan a los pies de su madre, rodeándola en semicírculo. El profesional, con gran ternura le pregunta: –¿Cómo anda, doña Luisa? –sin recibir respuesta alguna. Insiste –: ¿Se encuentra mejor, come la colación de meren-
gues que está en su mesa de noche? La enferma abre grande los ojos y expresa ante la sorpresa generalizada: –Si la doctora me deja alguna, seguramente comeré.
COROLARIO: PARTICIPAR DE LA ACEPTACIÓN DE UN PEQUEÑO HURTO INVOLUNTARIO O POR GULA A LOS DUEÑOS, HACE DESAPARECER LA ACCIÓN COMO UN DELITO Y PASA A SER UN JUEGO MUY HUMANO.
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urante uno de los pasajes de sala, uno de los profesionales resume una exquisita interpretación de cierto cuadro clínico del paciente Salcedo de la cama tres. Éste se hallaba tapado como un gran quemado; sábanas estériles lo cubrían amplia y totalmente. Sólo se hallaban destapados los miembros superior e inferior del lado derecho. Ambas extremidades presentaban lesiones muy feas y rojas con centros negros, específicos de tejidos muy mortificados como quemaduras graves; rodeando a esos tejidos ampollas de varios tamaños, lo que indicaba que las lesiones continuaban por debajo de la piel, ocupando extensas áreas. Al discutir el caso, el citado profesional reconoció que revisando bibliográficamente la literatura sobre el tema y dado el estado del paciente, aparentemente se trataría de una infección severa o por contacto con un caustico. El enfermo, con la tensión arterial baja pero lúcido, no podía precisar contacto con substancia agresiva alguna. Sólo recordaba un pequeño pinchazo agudo en el hombro derecho, que luego se le puso rojo y comenzó a sentirse mal con mareos y vómitos. El diagnostico de picadura por araña casera fue la observación inmediata. El arácnido involucrado sería la denominada "arañita de los rincones", de cuerpo pequeño y patas largas y finas, cuyo nombre científico es Loxosceles laeta,
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por lo tanto se indicó el suero específico, que sería requerido al Centro Toxicológico de la zona y mantenimiento expectante del estado general. En ese momento ingresó una residente muy joven de primer año que veía por primera vez al paciente. Su cara de asombro y la expresión primitiva: –¡Pero che, está hecho mierda! –dicho a viva voz sonó
atronador dentro de la sala. Fue sacada inmediatamente a empujones, mientras le contestaban –Boluda, está despierto y escucha.
NUNCA HABLAR HASTA CONSTATAR QUE EL SER HUMANO QUE SE NOS HA ENCOMENDADO ESTÁ LEJOS DE NUESTRA VERBORRAGIA.
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uego de haber padecido un reemplazo de cadera, el señor Domínguez sufrió la infección de la herida, que comenzó a supurar enormemente y a desmejorar su estado general; suponiéndose que se extendía a todo el organismo la infección se internó en la Sala de Emergencias, trasladado desde su domicilio, donde se mantenía su herida no muy limpia que se precie y además que el paciente dormía en la galería de su rancho, donde pululaban insectos y perros.
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Al ingreso se curó su herida supurada con gasas estériles, se extrajeron muestras de cultivo y posteriormente se le administraron antibióticos potentes. Al día siguiente la enfermera del sector informó que los apósitos del costado de la cadera parecían moverse por debajo del mismo. Cuando el cirujano destapó la curación, centenares de larvas de mosca de color blanco ocupaban la parte inferior de la herida, moviéndose activamente. Las mismas pertenecían a la denominada mosca de queresa o mosca doméstica ponedora de huevos en las heridas, etc. Las mismas, que se estimaba fueron depositadas en el domicilio del enfermo, serían combatidas con "éter sulfúrico", líquido volátil que años atrás se usaba en anestesia general con máscara de gas. Le informaron al profesional que esa substancia no estaba en el stock del hospital, ya que como se hallaba en desuso desde hacía varios años dejó de adquirirse sistemáticamente.
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En lugar de mandar a comprar de inmediato a alguna droguería la substancia, el cirujano recordó que en uno de sus viajes por oriente observó el tratamiento de ciertos ectoparásitos con "té de orégano", por lo que se decidió solicitar la hierba a la cocinera del nosocomio. La misma penetró con su aroma toda la sala de médicos donde fue lograda la infusión. Luego de enfriada la misma se embebieron gasas con el líquido y se aplicaron sobre la herida, ocluyéndola completamente. El médico solicitó que al día siguiente la enfermera destapara la herida para comprobar la muerte de las larvas. Al requerimiento telefónico del cirujano de los resultados del ya famoso "té de orégano", la enfermera expresó: –Mire doctor, parece que no les gustó el olor, la herida
está limpia, pero los gusanos vivitos y coleando están todos acantonados acá en el teléfono, que es negro y los deja ver bien; aparte se encuentran calentitos.
MAS VALE MALO CONOCIDO QUE BUENO POR CONOCER, DECÍA MI ABUELO.
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a sala de urgencias de cualquier hospital concentra accidentes viernes y sábados por la noche. El alcohol y las drogas causan estragos entre los jóvenes, sobrecargando la tarea profesional.
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Emergencias J. J., en su cama diez, presentaba mortalidad elevada, los miércoles de madrugada, hacía tres meses. El "examen" bioquímico, retrospectivo a un año, nada tenía fuera de los estándares, no hallándose bacteria agresiva alguna. Sin tiempo ni causas visibles, se decidió expectativa armada durante la madrugada problemática siguiente. María, la mucama supernumeraria ingresó a las cinco de la madrugada, desenchufó el soporte vital y enchufó la aspiradora aprestándose a limpiar prolijamente; era analfabeta y practicaba los miércoles LOS MUERTOS QUE VOS MATAIS "NO" GOZAN DE BUENA SALUD
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ra frecuente que los médicos residentes ingresaran a la mañana temprano, buscando las novedades, para luego comentarlas en el pasaje de sala, aparte de resumir sucintamente el estado de los pacientes y recoger los datos de enfermos nuevos y sus patologías, internados durante la guardia transcurrida. Cuando la bella residente Inés Lafuente se acercó a la cama siete, la abuela sonriente que hacía tres horas que había ingresado, contestó cortésmente el saludo que la profesional puso en sus labios –Buenos días doctora –respondió.
La enferma, con rubor en sus mejillas y tenue lápiz marrón en su boca, peinada de peluquería con largos bucles castaños, esperaba ansiosa el cuestionario de la médica. –¿Cómo es su nombre, abuela? –pregunta la médica. –Soy Isabel –responde la paciente y agrega –: Encantada
de conocerla, doctora. –Por qué la internaron –interroga Inés. –Es mi diabetes, sabe doctora, baja y sube pero durante
la noche me sentí muy mareada y traspirada y debía cerrar los ojos, me dieron azúcar en la vena y me trajeron. –Y ahora está mejor, ¿ya ve bien? –volvió a preguntar la
doctora. –No la veo para nada.
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–Pero abuela, fíjese, estoy frente suyo y me está ha-
blando normalmente, abra bien los ojos. –No hija, le digo que no la veo. –¿Pero está segura? –dijo Inés. –Claro doctora, como no voy a estar segura, si soy "cie-
ga" hace cinco años.
CUANDO LOS PACIENTES, AL IGUAL QUE LOS CLIENTES DE UN NEGOCIO EXPRESAN ALGO, SIEMPRE TIENEN RAZÓN.
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on Braulio era un excelente jinete de "potros" en Chascomús. Aquel día había generado una apuesta con los otros domadores locales, amansaría al Cimarrón Tobiano, antes de retirarse de los palenques. Ya había cumplido cuarenta y ocho años y sus huesos cansados de revuelcos y corcovos decidieron por él, para que dejara la profesión de montar caballos broncos. Cuando sonó la campana y ya sobre el tobiano en pelo, éste, aún atado y con los ojos vendados, tomó las riendas con su mano derecha enguantada y sus piernas abrazaron con inusual fiereza los costados y la panza del cimarrón, para que no lo arrancara virtualmente de su lomo, cuando le liberaran su visión y le aflojaran la atadura. El brazo izquierdo al aire con el sombrero aludo en su mano se agitaría acompasado en un ir y venir con los corcovos del animal. "Son sólo ocho segundos los que me restan a mi retiro", apretando aun más sus deshilachadas piernas enguantadas en la bota de potro. –Soltalo –le dijo a su amigo y camarada Villar, que sos-
tenía firme el caballo a la estaca de amarre. Los primeros tres segundos fueron firmes y de buena actuación para el paisano, pero un giro inesperado a la izquierda, una pausa de centésimas de segundo y otro giro, más inesperado aún a la derecha hicieron trastabillar al indomable, que cayó pesadamente al suelo arrastrando en su caída a Braulio debajo de él. Cuando salí de Cuba… | 47
Una inspiración brusca y otra con una exclamación de terror invadió al público presente ubicado alrededor del rodeo. El caballo se levantó de inmediato corriendo raudamente a los corrales. Don Braulio quedó allí confundido pero tratando de sentarse; se notaba que respiraba mal, sin embargo se paró sobre sus piernas como tantas veces lo había hecho en su vida, por lo cual un gran aplauso, vítores y boinas se arrojaron a la lid. Pero el paisano hizo tres pasos y cayó como petrificado por un rayo. Cuando ingresó ese mediodía a la sala de Emergencias, el profesional de guardia describió gráficamente el tórax como un "morral de serpientes". Esa expresión mostraba el asincronismo de su respiración, con movimientos reptantes en todas direcciones que presagiaban un sinnúmero de fracturas costales y seguramente algún golpe sobre el pulmón que se hallaba debajo. La simple radiografía mostró la cruda realidad: se contabilizaron veintiocho fracturas de costillas, algunas en dos y tres segmentos. Braulio, con una máscara de oxígeno, se mantenía lúcido y bien conectado con el medio ambiente. Más aún, pidió un té para tomar algo, el cual le fue negado ante la posibilidad de tener que dormirlo para asistirlo con un respirador automático. –Tiene suero, ya se le pasará la sed –dijo el residente de tercer año y le preguntó de inmediato –: ¿Tiene dolor, don
Braulio?
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Éste bajo la máscara, con voz entrecortada por el resuello pero fuerte para que lo escucharan todos los presentes que lo observaban atónitos: –Sólo cuando me río, doctor.
Nos apartamos y nos fuimos a sonreír al patio del Hospital como para no herir susceptibilidades por la salida del domador. LA FORTALEZA DE ESPÍRITU DOBLEGA MUCHAS VECES A LA FORTALEZA FÍSICA, ESPECIALMENTE EN PERSONAS ACOSTUMBRADAS A TUTEARSE CON EL DOLOR PROPIO Y AJENO.
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l recientemente recibido doctor Héctor del Corro había estudiado Medicina por vocación; nadie en su familia había abrazado tal profesión, sin embargo él desde pequeño sabía que sería matasanos, pese a su aprensión muy elevada. Su recepción al club de graduados fue con gran pompa y se agregó una gran fiesta con bautismo de fuego, que le auguraron sus compañeros de guardia, aunque no se lo comunicaron. Sólo esperaban que la oportunidad les diera la fortuna de ofrecerles el ansiado don del festejo para con el nuevo colega. Durante la segunda jornada de guardia del equipo apareció el ansiado suceso, o sea el momento justo. Un paciente fallece en la Sala de Emergencias por un infarto agudo, pero tenía una operación de cataratas en el ojo izquierdo, con una cicatriz residual, que no le permitió la dilatación normal postmortem de su pupila correspondiente. Así que al enviarlo a la morgue, los colegas pergeñaron un festejo pesado para el nuevo doctor. El jefe envió a una mucama que le informó al Dr. Del Corro que se le vio al recién fallecido mover una mano, que por lo tanto, fuera a confirmar con certeza la defunción. Son muy frecuentes las contracciones de acomodamiento por el "rigor mortis"; el recién recibido debía utilizar todos los medios tanatológicos aprendidos recientemente, a sabiendas
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que el diagnóstico de muerte es uno de los más difíciles de precisar, aún para los muy avezados. Se lo vio a Héctor bajar en incontables ocasiones, preocupado por la falta de dilatación pupilar del occiso, debiendo entre los viajes a la morgue informar a la familia del estado de los acontecimientos y que pronto seguramente se firmaría el certificado de defunción. Dentro de ese aquelarre de funeraria, se le permitió solicitar a una mucama un pequeño espejo de mano para comprobar el vapor de la exhalación, como una medida más de certeza de óbito, observado en las antiguas películas de terror. También se le ofreció pedir el pupilómetro al servicio de Ojos para medir el diámetro de la misma. Como final del acto teatral del diagnóstico de muerte, se escondió el cadáver y un practicante se instaló en la mesa donde había permanecido el occiso, tapado con una sábana. Cuando el "aprendiz de difunto" escuchó que se acercaba Héctor, se incorporó suavemente y emitió un pequeño sonido gutural. Ello terminó con la carrera profesional y comenzó con la carrera pedestre del recientemente graduado, que escapó definitivamente de la Guardia para dedicarse a vender zapatos en el negocio de su padre en forma permanente, no regresando jamás a la medicina.
NUEVAMENTE LA PARCA CAMINA POR LOS PISOS DE NUESTRAS CASAS, PERO PARECE DIFICIL DE PODER CERTIFICARLA.
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ra una eterna discusión el momento preciso de conectar un paciente con problemas respiratorios a un ventilador automático. Pese a que hay parámetros inequívocos para instalarlo, muchas veces el arte y la experiencia pospone la conducta invasiva, que no está exenta de complicaciones. En general se observaba más agresividad en los profesionales jóvenes que en los médicos adultos, que eran cautos y más contemplativos. El paciente Etchegoyen, de la cama seis, tenía una enfermedad pulmonar terminal, especialmente previo a la era del trasplante como era el caso. Se escuchó en la Sala la siguiente conversación entre el jefe y uno de los residentes de segundo año, muy tecnificado: –Jefe, hay que ventilar a José de la cama seis. –Por qué, si su enfermedad pulmonar obstructiva cróni-
ca (EPOC) es terminal, colóquele una máscara al 28% de oxígeno y esperemos que el supremo decida; he visto varios que zafan y duran unos meses o años más. –Pero jefe, respira muy mal y no quisiera que se muriera
hoy, que es mi guardia y conozco a la familia. –Esa no es una indicación, conocer a la familia o estar de
guardia y tampoco querer bajar su propia mortalidad personal.
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–Sí jefe, pero fíjese, respira con la panza, cortito y rápido
y con gran esfuerzo, aparte parece estar medio azul; le mediré el anhídrido carbónico en sangre. –¿Probó sentarlo, apoyar el corazón con drogas o admi-
nistrarle diuréticos? –Sí jefe, probé todo, me da la sensación que no da más. –Bueno, entonces dele "RESINA".
El residente, que no entendía nada, pensó en otra droga de la cual desconocía y preguntó: –¿Cuál jefe, la Resina de Intercambio Iónico? –No hijo, la "Resina… ción"; si tiene que irse, sólo dele
una muerte digna, llame a un familiar para que le tome la mano sentado a su lado.
CUANDO LA MUERTE NOS LLAMA SÓLO HAY QUE MAQUILLARSE Y ESPERARLA DIGNAMENTE.
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n honesto ciudadano, mientras estudiaba trabajaba con su pequeño ciclomotor en un delivery de pizza, en el conurbano bonaerense. Debía esmerarse ya que su consigna de trabajo era que si desde que fuera solicitada la masa hasta que llegaba bien caliente al domicilio no pasaran más de quince minutos; en caso contrario, él personalmente debía pagar la pizza. Pero aquel día de invierno muy frío había poca presión de gas, por lo cual cuando le entregaron el paquete sólo le quedaban seis minutos para la entrega de un domicilio muy cercano. Sucedió lo impensable: Ramón salió muy de prisa sin su casco protector. En la esquina del negocio se le cruzó un auto y por tratar de esquivarlo cayó pesadamente golpeando su cabeza en el cordón de la vereda. Lo que continuaba era frecuente para los emergentólogos: estado de coma por traumatismo de cráneo con hematoma subdural, comprobado en la "Tomografía Computarizada"; debía ser intervenido para aliviar la presión de su cerebro, que aumenta por encontrarse en una caja de huesos inextensible. Luego el drenaje, el control de la presión cerebral con drogas, etc. Evolucionó casi sin complicaciones y luego del segundo día de la operación se permitió a que algún familiar allegado lo visitara, aún cuando se encontraba en coma todavía.
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La peculiaridad de este joven se situaba que encontrándose casado, en ocasiones de algún transporte visitaba una familia alterna que tenía. Se trataba de una novia que frecuentaba desde hacía un año. Ambas mujeres desconocían su verdadero estado civil. Desde la sala se autorizó a los familiares de los pacientes a ingresar de a uno por enfermo, sucesivamente. Cuando se las invitó a entrar, las dos se molestaron para pasar y apareció el interrogatorio: –Y vos, ¿quien sos? –Soy la novia desde hace un año, ¿y vos? –La esposa legal desde hace tres y tenemos un niño de un año con él. Por lo tanto ambas pasan juntas a la antesala vidriada expresando mutuamente: –Si esa pasa, yo también y ahora –comenzando una escena de pugilato femenino muy típico, con tirones de pelo y ropas, más escupitajos. Intercedió el jefe, expulsándolas a ambas y advirtiéndoles que no permitiría escenas dentro de la Sala. Ese día Ramón, el delivery, pasó solo, es decir sin familiares directos y comenzó a recuperar el sensorio. Quedó así con su confusión mental y luego día a día se fue mejorando, pero ninguna de las dos mujeres volvió a visitarlo, ni aún cuando se le dio el alta. UNA MUJER ES UN INCONVENIENTE, DOS JUNTAS A LA VEZ UNA CATÁSTROFE.
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umersindo Sosa era hachero del bosque chaqueño, en el norte Argentino. Nació allí mismo. La misma tarea que habían realizado toda su vida su padre y su abuelo. Por motivos económicos se trasladó a la provincia de San Juan. La empresa para la cual trabajaba había cerrado en el verano del año 2000. Los desastres monetarios de aquel período manejados por políticas erróneas causaron grandes quebrantos. Su único tesoro estaba constituido por su herramienta. El hacha que había pertenecido a sus ancestros la heredó de su padre, que a su vez la traía de su abuelo. Vivía en el bosque "El Impenetrable", con su progenitor viudo, ya anciano, y su hijo Juanito de cinco años. Su esposa había dejado transitoriamente el quebrachal. Se dirigió a la ciudad para trabajar de sirvienta, colaborando de esa manera con la economía de la familia. Se reuniría con ellos una vez por mes. Cuando se encontraban, durante dos días, intercambiaban sollozos, abrazos y contaban penurias, pero con la esperanza que sería Juanito quien dejaría el bosque para estudiar en la gran ciudad. Ambos tenían como objetivo que su hijo se instruyera y progresara.
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Juanito era un niño afable, lleno de vida, con su pantalón corto raído y zapatillas desflecadas, con la "hondera" en el bolsillo de atrás. Todo pájaro o bicho pequeño era apuntado con diminutas piedras de canto rodado, que encontraba cerca del río donde iba diariamente a pescar. Juntaba los guijarros con esmero, guardándolos en un morral de cuero que perteneció a su abuelo. Tenía escasas oportunidades de bajar algún pájaro, pero siempre su mente volaba como gran cazador de aves y otros animales. Cuando alguna desdichada caía por sus piedras, se lo llevaba a su abuelo para cocinar. –Hoy tenemos polenta con pajaritas – decía el anciano. El niño diariamente bajaba al río, por un sendero de pedregullo, llevando su cañita de pesca. Como anzuelo, un alfiler doblado en su punta y como carnada, pequeños trocitos de polenta del día anterior ya endurecida. En forma ocasional encontraba alguna lombriz en la base de un árbol, que se encontraba a la vera del camino al río. Se sentaba en la margen del arroyo mientras preparaba su tachito de duraznos con la tanza. Miraba el agua que corría suavemente, y a favor de la corriente arrojaba el hilo. Se sentaba en un tronco a esperar el pique de los dentudos y su mente divagaba por el espacio. Había encontrado, hacía tiempo en el sendero y seguramente arrojada por algún turista, una revista de la National Geografic. Aquel número mostraba la historia de los tres primeros astronautas que pisaron la luna. Desde entonces Juanito pensaba y soñaba ser un navegante espacial. En sus devaneos se veía dentro de un traje Mauricio Carlos Moday | 58
blanco con escafandra, con dos pequeños cohetes a su lado para desplazarse en el vacío. Siempre le contaba a su abuelo, sus sueños. También a su padre, cuando éste volvía del monte. –Quizás algún día, Juanito, en la Nasa piloteará una nave y colaborará en la investigación del espacio –decía don Gu-
mer. Cuando Gumersindo llegó a San Juan realizó diversas tareas. Desde mantenimiento en una estancia hasta arar con caballos varias hectáreas. Cambió varias veces de trabajo, ya que el mismo escaseaba o se terminaba rápido. Un patrón ocasional, sabiendo que su verdadera profesión era la de hachero, le pidió que le acompañara. Irían al "Valle de la Luna, El Ischigualasto", a buscar talas y espinillos, y necesitaba que los cortasen y acomoden en la camioneta. Muy dispuesto, Gumersindo aceptó inmediatamente. Cuando llegaron no podía creer lo que veía. Todo era de una aridez indescriptible. Ocupaban el lugar piedras que a través de millones de años custodiaron el lugar. Las variadas formas que tomaron, los humanos las compararon con elementos tangibles y les pusieron denominaciones casi insólitas. El submarino, las grutas, el cerro de las manos y la cancha de bochas. Esta última era de una rareza insospechada. Piedras redondeadas, casi esféricas, esparcidas en un terreno de seis manzanas. Se sentó en una gran roca, mirando todo como irreal. Él realmente pensó que aquél pedazo de desierto era lunar. No
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entendía aquello de la erosión. Que a través de millones de años de pulimento entre ellas, el rodamiento y la sílice del lugar las haya esmerilado y dado esa extraña forma, como le explicó su patrón. También recordó el paisaje que Juanito le había descripto de la revista. Pronto volvería al monte y le contaría lo que vio. En esa ensoñación recogió un guijarro esférico pequeño del suelo y lo guardó en un bolsillo de su chaqueta. Su hijo estaría orgulloso del símbolo que le llevaría, de lo que tanto anhelaba. Una lágrima descendió por sus pómulos curtidos por el sol, de sólo pensar en el rostro de su niño al ver la piedra. Su patrón le cortó la abstracción, tenían que cargar leña y volver a la estancia. De regreso se durmió en la cabina de la camioneta volviendo a soñar con "la piedra lunar". Llegaron al casco de la mansión y una mala noticia embargó su estructura humilde. Juanito había tenido un accidente, debiendo ser internado en el hospital del "Dorado". El patrón, al ver la decepción y la inmensa tristeza en la cara de Gumersido, se ofreció a llevarlo hasta allí. Eran casi mil kilómetros. Éste no podía hablar por la congoja que lo embargaba, así que agradeció con una pequeña reverencia de la cabeza. Sólo quería ver a su hijo lo más rápido posible. Llegaron al hospital de la ciudad del Dorado veinte horas después. Encontró a su esposa sentada en la sala de espera. Contó que Juanito había caído al regresar de pescar, en el sendero, y había golpeado su cabeza. Cuando su abuelo lo encontró desvanecido parecía tiritar todo su cuerpo. Gumersindo pidió hablar con el médico y preguntó: Mauricio Carlos Moday | 60
–¿El golpe fue malo? –preguntó el Gumer.
El profesional le informó: –Tenía un traumatismo de cráneo grave, con convul-
siones y que podría morir. Le operaron el cerebro para descomprimir la presión, pero seguía en coma. Gumer no entendió nada de lo dicho, sólo quería verlo. Pidió con mucho respeto acercarse y tomarle la mano. El doctor asintió sin dudarlo. Se aproximó lentamente al lecho. El niño, con un tubo en la boca para respirar, yacía totalmente inmóvil, totalmente vendada su cabeza y su cara hinchada le hicieron difícil reconocer sus facciones. Cuando estuvo seguro que era su Juanito, le tomó la mano y en voz baja le dijo –Te traje la" piedra lunar" –la puso en su diestra y agregó –: Ya puedes viajar hijo, te esperan allí. Ya tienes
puesto el traje y el oxígeno. Volvió al monte, luego del funeral. Siempre pensaba en Juanito. ¿Qué estaría haciendo allá en la luna, ahora? Se preguntaba: –¿Cómo le habría ido en el viaje?
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omo siempre, por lo menos desde el año 1959, todos los jóvenes y no tan jóvenes de nuestro país habían sentido una extraña devoción por visitar la isla de Cuba. Se unían en pequeñas remesas de personas, juntaban un dinero en dólares, ya que no había otra moneda libre en la isla, y negociaban pasaje y estadía completa en la Habana y Varadero o en algunos de los callos. Generalmente eran profesionales jóvenes con buen trabajo o por lo menos estable; años después el cambio dólar 1 a 1 de ciertas épocas haría el resto. También se ubicaban en este sendero al Caribe, estudiantes, comerciantes, trabajadores con relación de dependencia de fábricas y algunos dueños de pequeñas empresas con visiones distintas de una Latinoamérica convulsionada. Todos los extranjeros debían comerciar en la moneda americana, por lo menos en La Habana, salvo que desearan comprar algún libro de autor cubano, como José Martí o Alejo Carpentier. También adquirir un disquete de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés o cualquier integrante de lo que en ese tiempo se llamaba la nueva trova cubana, de los '60 ó '70, con grandes compromisos revolucionarios y políticos de la época, debía incursionar en el cambio de moneda cubana. No salía un solo peso mirar la pared de un Ministerio donde una gigantesca imagen del "Che Guevara" impactaba a los transeúntes ocasionales, en la pared lateral del edificio de cuatro pisos.
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Por lo tanto sólo los libros, ya sean de de la escuela como de dichos u otros reconocidos autores comprometidos con la revolución, la música y algunos regalos provenientes de la manufactura exclusiva de la isla, se pagaban en dinero con la imagen del Che Guevara o de Fidel en su traje de fajina militar, equivalente 50 a 1 con respecto al dólar. Para ello había que cambiar solamente diez dólares y recorrer las pocas librerías de La Habana, tomando notas a lápiz, ya que no había bolígrafo y soportar a los muy amables niños cubanos pidiendo jabón y chicle, formados detrás de los turistas como en cortejo a pie libre. En cambio el tabaco, por su valor agregado aunque se confeccionaba totalmente a mano y produjera el mismo cáncer que el de los países no socialistas, debía abonarse en verdes billetes, con la imagen de Franklin estampada y se ubicaban en los Free Shopp de la línea aérea cubana y aún yanquis, denominados genéricamente habanos. La isla representaba una especie de gran prostíbulo de Latinoamérica como previamente había sido del sur de los Estados Unidos y Florida, la cual fue una de las causas probables de la expulsión del gobierno de Fulgencio Batista en La Revolución de 1959, además de la opresión del pueblo cubano por parte de las huestes contra-revolucionarias. Daba la sensación, al visitante más desprevenido, que habían cambiado un opresor por otro o un proxeneta por una madame. Corrían los primeros días de diciembre de 1970; la provincia de Buenos Aires decide enviar una misión de estudio, no estrictamente oficial, para analizar la excelente organización sanitaria que se comentaba de la Revolución Castrista, Mauricio Carlos Moday | 66
habiendo obtenido durante los últimos años en la población en general, especialmente en asistencia primaria, niveles de atención y mortalidad infantil con excelentes resultados estratégicos. Por lo tanto, se prepararon profesionales y técnicos al comando del Viceministro de Salud de la época, para tomar conocimiento del sistema. Las cinco voluntades representaban estamentos diversos del Ministerio. Pablo, el más joven, era en aquel momento empleado administrativo y su rol de salida habría sido la reseña de los logros obtenidos a través de "La Misión", como se la denominó. Distante fue de aquél objetivo la tarea ocupada por Pablo durante la travesía por los caminos de Cuba, como veremos más adelante. El segundo personaje técnico en Medicina Sanitaria resultó ser Domínguez, un calvo médico de Bahía Blanca, que tenía gran experiencia estatal y privada en el tema. También tenía más agachadas que un tero, era ladino, rebuscado y se conocía todos los caminos para la asociación ilícita y la coima. Había sido subdirector del Hospital Zonal de su área. Luego dos médicos, como meros representantes de los profesionales del ministerio, un neurocirujano con gran formación quirúrgica en su especialidad y tecnología utilizada para llevar adelante las operaciones. Participaba en las licitaciones correspondientes a su especialidad, incorporando equipos para casi todos los hospitales de la provincia. Eduardo era pícaro, rápido, alto, delgado y con muchas mu jeres en su haber. Un clínico era el más inocente de los enviados y que sólo había tenido relevancia en la asistencia de pacientes comple jos y jefe substituto de su Sala cuando el titular se hubiese Cuando salí de Cuba… | 67
tomado vacaciones o licencia por enfermedad; en esos caso solamente firmaba equipamiento, pero sólo asignado a su servicio. Su solidez económica derivaba de su posición familiar, casado con esposa profesional, hija de terratenientes de la zona del sur de la provincia, de la cual habían nacido tres hijos, pero que no se conocía con exactitud si vivía con ella o estaba divorciado. Carlos Parducci llevaba solamente su ropa en una valija y no transportaba nada más que sus propios enseres de viaje, a diferencia de sus colegas, que llevaban algunos más de tres bolsos o porta trajes de viaje. Por último, el enviado del Ministro y coordinador de La Misión era un Sanitarista de la ciudad de La Plata, con gran predicamento político y la certeza de pasarla lo mejor posible, o lo más desapercibido posible, si podía traer muchos datos positivos, mejor; su nombre y apellido era Armando Formicar. Era casado pero no castrado, como siempre decía, tenía cinco hijos y esposa legal. El día anterior al traslado retiró un paquete de dólares de la caja fuerte del Ministerio, como adelanto de los gastos de la comisión mencionada, destinada a todo el grupo de trabajo y totalmente blanqueado. Los demás nunca pudieron especificar el monto de los billetes americanos. El Capo, como lo llamaba Pablo, era bajo, con avanzada calvicie y permanentemente se movía con lentes oscuros, como para que sus enemigos no adivinaran sus tácticas o estrategias, mirando sus pupilas.
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La línea aérea cubana que voló al grupo desde Ezeiza aterrizó en tiempo y forma en el aeropuerto internacional José Martí de La Habana. Los transportadores locales de pasajeros llevaron a los cinco al hotel Habana Libre, modelo derruido del esplendor del Habana Hilton inaugurado sólo un año antes de que la revolución castrista de 1959 comenzara a corroerlo, por dentro y por fuera. Formicar pidió lugares especiales para sus hombres, por lo cual los destinaron a unas habitaciones muy decoradas, con alfombras en sus paredes y pisos de color rojo fuerte, boiserie, camas con donceles y cientos de caireles en las majestuosas arañas de todos sus pasillos, todo de un antiguo y majestuoso pasado que seguramente no volvería. Se observaba la falta de mantenimiento de la enorme infraestructura y se vislumbraba la falta de formación técnica internacional de los chef que manejaban los manjares en aquellos inmensos salones. En una de las habitaciones asignadas dormía el jefe y su chofer y en la otra los otros tres actores de la comedia de visita semioficial. Los dormitorios tenían sus balcones casi derruidos, especialmente aquellos que daban a la calle del fondo del otrora hotel de lujo, que sólo tenía once años de construido. La misma también podía observarse desde las celosías de sus persianas, que no abrían ni haciendo palanca. Reflejaba esa callejuela la verdadera pobreza de sus habitantes, con el basural ofrecido a los niños que revolvían sus tachos y cajas buscando restos de fiambres, cáscaras de quesos, fideos fríos y pastosos que llevaban a sus domicilios y que nosotros vomitaríamos de sólo verlos, como restos Cuando salí de Cuba… | 69
demostrativos del abandono y la pobreza del imperio ganado por las huestes guerrilleras. Por la noche el grupo concurrió, luego de la cena, a un concierto de los nuevos músicos de la trova. Era extraño ver buenos ejecutantes tomando té frío o comiendo helados de limón. Sólo se fumaban habanos que se compraban en las mesas, al igual que corría el ron para los hermanos no cubanos, especialmente para los latinos que tenían billetes verdes, ya que ciudadanos norte americanos, por supuesto, no había. Cuando La Misión regresó a sus aposentos, los efluvios del alcohol, ya sea por el ron tomado sólo o por los mojitos consumidos con él, marcaron los caminos de sus donceles por colores a los cuales cada uno respondió como automatizado, sumergiéndose en sus sábanas, de antiguo hilo fino. El despertar del día siguiente, luego de la correspondiente ducha restringida por el agua y custodiada por cancerberos celosos, que ordenaban y controlaban desde el amanecer la conducta de los turistas. Eran impresionantes los desayunos, con todos los panes, scones, manteca, dulce, frutas caribeñas de todas clases y embutidos o yogurt de origen checoslovaco o ruso. También se podían apreciar gaseosas del mundo desarrollado, obtenidas desde terceros países por triangulación comercial. Sobre las mesadas de oferta, grandes jugueras donde recirculaban durante días líquidos de maracuyá o sandía que también coloreaban los majestuosos desayunos. El café y la leche los alojaban en grandes termos con canillas pequeñas que los centenares de turistas se servían personalmente.
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na rápida recorrida por la ciudad fue lo que condecoró al opíparo desayuno; estaban previstas visitas a la "Bodeguita del Medio" y a la fábrica de habanos. Sólo se pudo cumplimentar esta última, ya que el horario de partida a Varadero atentaba contra las visitas guiadas dentro de La Habana. Se los autorizó a deambular por la callejuela de la parte de atrás del hotel, en búsqueda de la envasadora de cigarros. Luego de caminar tres cuadras, los envolvió un intenso olor a tabaco fuerte con tonalidades acres que parecían las bombas de rechazar gente en los motines; comenzaron a llorar como si hubiesen pelado cien cebollas a la vez, sin embargo sólo se veían casas semidestruidas. Se le preguntó a un anciano, que observaba el cortejo con un enorme delantal azul casi hasta el piso y que no permitía ni ver su calzado. Para él indudablemente era un grupo de turistas: primero, las cámaras de fotos, luego las vestimentas con camisas y zapatillas de marca americana. –¿Dónde estará la fábrica de cigarros, abuelo?
El hombre muy solícito dijo: –No soy su abuelo, me llamo Domingo y si ustedes quie-
ren los acompaño hasta la fábrica. Se dejaron llevar por esa especie de pordiosero cubano, del cual sólo salió la pregunta: –¿De dónde vienen?
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Y la respuesta casi a coro de las cinco personas: –De Argentina...
Dos entradas de hierro de tipo palomar urbano atravesó La Misión antes de encontrarse frente a la elegida. La tercera persiana de color celeste de la cuadra fue entreabierta por Domingo, que los invitó a pasar. Luego de un pasillo de unos diez metros de largo, un enorme salón de unos cuarenta por sesenta apareció ante los ojos de los enviados. Unos veinte cubanos los recibieron con un levantar de sus ojos; todos vestían como el señor Domingo, que había servido de ocasional guía de los visitantes y que en realidad había salido a fumar. Algunos sentados, otros parados en pequeñas máquinas, tenían como piso inmensas hojas de tabaco de tonalidades diferentes que conformaban un marmolado de colores ocre y confeccionaban los distintos tipos y tamaños de habanos, conocidos algunos y otros no tanto. Todos presentaban una especie de barbijo de color azul, igual que el uniforme, no respirando directamente el profundo olor a tabaco virgen, que provocaría bronco espasmo aún abajo del agua, y donde se encontraban los residuos tóxicos y tan cancerígenos como si los fumaran. Pese a todo había personas como nuestro guía que hacía veinte años que era operario de la fábrica. El grupo miró los distintos cigarros que se confeccionaban, compraron dos cajas de Partagás y salieron catapultados para poder respirar aire puro. En su huida saludaron a Domingo, quien les agradeció la deferencia.
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Cuando salieron de la fábrica de habanos, una camioneta negra los esperaba para trasladarlos las tres cuadras que los separaban de su hotel. El vehículo tenía la función de transportar grupos de turistas algo importante o que viniesen juntos por arriba de cuatro personas. La Misión solicitó, aunque más no sea, pasar por la esquina de la Bodeguita del Medio famosa, porque según la historia, Hemingway salía por las tardes a tomar su mojito, luego de dar la vuelta del perro saliendo de su casa, la llamada Finca Vigía, donde vivió veinte años y recibió el Pulitzer y el Nobel de Literatura por su "Viejo y el Mar". Desde el bus parecía no haber cambiado en años aquel lugar histórico.
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os participantes pensaban qué organización importante tenían los cubanos, pero en realidad la idea era que aquellos grupos de personas viajaran cómodas pero vigiladas por el chofer y la guía de turismo, sin desviarse de su planificación programada convenientemente. –La gente que nos visita en general es muy buena, pero si se la controla es mejor –se le escuchó decir a un jefe de guías de turismo, como se enteraron posteriormente los del grupo semioficial argentino. Aquello les pareció haberlo escuchado en ruedas políticas partidarias en su país de origen. Acomodaron tres grupos de visitantes, en total 12 personas, en la camioneta de marca alemana y cumplieron un plan de viaje de 140 km. por los intrincados caminos de tierra de los pantanos atestados de cocodrilos del paraje denominado ciénaga de Zapata. Fueron visitadas en el camino reservaciones de los indios tainos, habitantes primitivos de la isla. Pantanos divididos por cercas y edades de los cocodrilos, ofreciéndose en prueba carne de dichos saurios, la cual era parecida al pescado, según comentaron. Los más grandes de esos animales dormían al sol cerca de las rejas que los separaban de los humanos; se permitía fotografiarlos desde unos cinco metros detrás de los hierros, desde donde controlaban su crianza. Sólo la piel del abdomen era utilizada en marroquinería, pero lo más brutal era como los cazaban: hombres con tachos y tapas de metal sin calzado ingresaban a los pantanos desplazándose con el ruido de cacerolazos como en tiempos
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de piqueteros engañados por bancos o el corralito, como embargo de políticos. Movilizaban a todos los cocodrilos hasta que el jefe informaba cuál cazarían (si alguno no los mataba a ellos previamente). El saurio elegido era montado literalmente por un sacrificado cazador que tomaba su boca para lazarla, mientras otro lo agarraba fuertemente de la cola que despegaba de su cuerpo como un ariete, hasta darlo vuelta. Allí el animal se tranquilizaba, para mansamente terminarle de atar su boca. Luego la camioneta lo transportaba con los ojos vendados hacia los lugares donde se los mataba con gas; luego de cuerearlos se dejaba de los mismos la piel de la parte más blanda y clara del abdomen, utilizado para exportar y confeccionar zapatos o carteras. El resto se reciclaba como carne o se los arrojaba como vísceras al resto de los saurios dispersos por la ciénaga, como alimento fresco. También se arrojaban todos los restos de alimentos de los hoteles de La Habana y Varadero, que llegaban regularmente mañana y tarde en camiones refrigerados a barras de hielo de la época de los cincuenta y que pertenecían al estado cubano. Esa tarea alienante, donde hasta las moscas tenían forma de barra de hielo, y bajo un calor agobiante y un olor nauseabundo, los trabajadores debían alimentar a los feroces saurios en casi condiciones infrahumanas. Habían observado uno de los grandes secretos a voces de los cubanos: la cría de cocodrilos y yacaré para las marroquinerías de las vidrieras del mundo, por lo tanto subieron a la combi y procedieron a reiniciar el camino hacia Varadero, la primera y más clásica de las playas caribeñas; la distancia total desde La Habana eran de unos ciento cuarenta kilómetros y faltaban unos setenta, por caminos sinuosos de pantano. Cuando salí de Cuba… | 75
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l maravilloso hotel Sol Palmeras era el paraíso. Toda persona que se precie de ambicioso desearía pisar sus playas. Era un complejo turístico situado en un lugar especial del mar Caribe, que sincronizaba todos los hallazgos de un lugar de esa belleza. Sus palmeras, que le daban parte del nombre y el sol casi garantizado en más de trescientos días al año, que también participaba de su denominación y el verde de su mar calmo, provocaban una conjunción de sectores que con la arena blanca y fría participando mancomunadamente, producía el más maravilloso de los panoramas de felicidad y bienestar que una persona puede soñar para sus vacaciones. El clan del ministerio eligió utilizar un bungalow ubicado en un camino alejado unas tres cuadras del bullicio del hotel; se llegaba por un área asfaltada desde el comedor general del complejo y se revelaba como lugar más tranquilo y acogedor. En sus manos se hallaba también la posibilidad de alquilar una especie de camionetas de marca japonesa, que sólo estaban disponibles para turistas con cierto poderío económico y que circulaban por la ciudad de Varadero como termitas en la selva, saliendo de cada lugar de alojamiento de pasajeros. Luego de bajar nuevamente los numerosos trapos con que cada uno de ellos viajaba y ya encastrados en las ber-
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mudas y la remera caribeña, con coloridas ojotas, decidieron acercarse a los lugares de comida. Alimentos sibaritas y gourmets competían por ocupar los sectores de la boca y el estómago de los centenares de turistas. El arroz a la cubana, las tablas de mariscos y las frutas en todos sus colores y formas ocupaban la preferencia de los latinoamericanos, para beber el ron cubano, el mojito (ron con hierbabuena, limón y azúcar) y la cuba libre (ron con cola), que esperaban como espirituosas en sus vasos para que las tragasen sus respectivas fauces, formados como haciendo fila en todas las mesas de los buffet del hermoso palacio medieval, venido a hotel desbastado de la postrevolución. Ya entrada la noche y después de una cena opípara, se decidieron a regresar caminando a sus aposentos. Pablo llevó la camioneta japonesa al bungalow estacionándola en su puerta. El resto a pie se desplazaba entre los intrincados caminitos de las casas para alojamiento, casi sin advertir que ese traslado era vigilado por guardias armados, que velaban por sus petates y por sus dólares y que ocupaban desde los árboles hasta las zonas de penumbra de las construcciones, lugares estratégicos. Esa noche, entre ron y truco el grupo se acostó a las cuatro de la madrugada; los dos técnicos se habían situado en la habitación más grande pero con cama matrimonial. Las bromas de quien usaría la bombacha de lata arreciaron, y como a través de las ventanas los guardias armados parecían cercar el bungalow, por las risas fuera de horario que se escuchaban; sin embargo no llegaron a molestar.
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Pablo no jugaba al truco, por lo que se retiró a dormir a la habitación con el jefe como le había tocado. Así que el neurocirujano y el capo jugaron en pareja. El pelado de Bahía había ligado esa noche como para cuatro, así que el juego fue sólo un medio para poder metabolizar el ron durante seis horas aproximadamente. Ya empezaba a clarear cuando el silencio coronó el interior del habitat de la Misión. El flaco debió dormir en la habitación más pequeña, pese a un primer intento de salir de cacería femenina, pero el cerco de guardias y su estado de sopor, por alcohol, lo disuadieron de manejar la camioneta de alquiler; se acostó y dijo: –Chau muchachos, mañana será otro día.
Ya era otro el otro día, pero ellos no lo supieron hasta que Pablo regresó de cargar combustible a las 11,30 hs. aproximadamente. El grupo se comenzaba a despertar, pero fundamentalmente a asomarse a los secretos del viaje. Indudablemente, Pablo era conductor y ejercía ese trabajo, por lo menos así lo parecía. Formica informó que comerían frugal del buffet y sólo tomarían jugos y té frío. El programa del primer día involucraba marcha por una multiplicidad de pueblos cercanos a la Bahía de lo Cochinos, lugar donde fueron rechazados las tropas contrarrevolucionarias cubanas agrupadas por la CIA en la Playa Girón y vencidos totalmente por las tropas de Fidel Castro, aproximadamente dos años después de la revolución.
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Todas aquellas poblaciones contaban con el plan de salud que la isla había adoptado para todos sus habitantes, especialmente dirigidos a los pobladores con atención externa o sea no internados, y los invalorables planes para embarazadas, niños y vacunaciones obligatorias. Luego del desayuno, Pablo solicitó agua para el mate en la cocina del hotel, depositándola en un termo que para esa época era bastante sofisticado, ya que el impulsor bombeaba el agua y luego la dirigía hacia una canillita que llenaba el mate. El agua caliente fue depositada en el fondo del baúl de la camioneta japonesa que evidentemente tenía asignado a Pablo como conductor, motorman, chofer o motorista del grupo. El viaje de lo más ameno se constituyó por ciudades fuera del circuito turístico y que evidentemente le habían sido asignadas a Pablo, previamente, como constaba en los mapas todos circunscriptos con birome roja. Aquellas visitas a los hospitales y salas barriales se repitieron a través del día. En todas ellas se conversaba con las autoridades, se solicitaban prácticas realizadas por los profesionales, amén de estadísticas vitales y datos de mortalidad infantil, hepatitis, etc. Se tomaba cronológico apunte de lo conversado con las autoridades sanitarias y se aceptaban fotocopias ofrecidas por los anfitriones de sus planes.
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l regreso fue más ameno todavía. Pablo detuvo el vehículo a cargar nafta y se acercaron unas señoritas, niñas aún, pero superadas a la edad apuntada en los registros civiles, por exuberantes cuerpos de diosas negras, enhebradas en pantalones o blusas dos números más bajos que los reales, para sus diámetros de nalgas correspondientes. Sólo una de ellas pudo subir y sentarse junto al más vulnerable de los participantes del tour. Todas las bromas y venenos cubiertos y encubiertos lo agredieron de tal forma que ella lo adoptó como su benefactor y descartaba todo tipo de ofensa para algunos de los otros pasajeros. Luego los arrumacos, besuqueos y abrazos terminaron por cerrar la escena de su defensa ferviente hacia Carlos Parducci. Según relataba Doris, su hermano era personal de seguridad de Fidel Castro y ella lo visitaba para quedarse en su casa y poder estudiar en La Habana. Pese a ello se quedaría unos días con el grupo, especialmente en agradecimiento a Carlos, al cual serviría como su esposa en todo sentido, sin pedir nada a cambio, según manifestó abiertamente. Por decantamiento, a Carlos le tocó la habitación matrimonial, donde desarrolló sus cualidades amatorias durante dos días enteros; sólo se los vio a la hora del desayuno y en una cena que Carlos solicitó al bungalow; en cambio eran frecuentes las exhalaciones de placer que se escuchaban desde la habitación. Ello acusó que algo raro pasaba en la
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cabaña con uno de sus habitantes, ya que la joven no había sido declarada a la guardia armada. Pese a manifestar enfermedad de uno de los miembros del grupo, los cuidadores arreciaron su observación, pero ropa femenina en una soga de lavado terminó por despejar sus dudas. Lo que era vigilancia se convirtió en cerrojo y el avance de efectivos armados hacia el bungalow trajo la necesaria palabra esclarecedora del jefe de La Misión en una conversación cara a cara con el encargado de la vigilancia, previo chapeo de sus credenciales de embajador Sui Generis del Ministerio de Salud. El encargado de la seguridad explicó que la joven podría ser una enemiga del régimen y debían detenerla; con su apellido y documento en mano fue descartado el entredicho por lo que le fue solicitado a los controladores que la dejaran llegar a La Habana para vivir con su hermano, siendo autorizada pero fuera de horario y de ojos avizores. Sacarla del barrio de viviendas fue toda una odisea, de madrugada, y suponiendo que vigilancia no sabría de detalles, el neurocirujano alquiló otra camioneta de las japonesas. En un famoso salón de baile había encontrado una morena paralizante que lo invitó a su domicilio, así que él sería el encargado de transportar al paquete joven femenino hacia uno de los barrios; luego se le entregaron varios dólares para que Doris tomara un taxi a la capital de la isla y llegara a la casa de su hermano.
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a personalidad fiestera de Eduardo había pergeñado, en su mente acostumbrada a los juegos sexuales multitudinarios, invitarla a Doris a participar de un famoso trío, para los cuales sólo había que contar con buena disposición, lengua, orificios disponibles y tiempo, los cuales en la zona sobraba ya que eran casi todas desocupadas del régimen. El varón debería contar con algo más que un instrumento adecuado a las necesidades del momento, sino también dólares que lo respaldaran para los servicios prestados por las damas, las l as cuales eran esculturales. esculturales.
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El primer intento de besar a Doris lo generó Eduardo cuando la subió a la camioneta japonesa gris humo, que recién había alquilado. La extremada depresión que se le observaba y que a todos les había parecido fingida, pareció tener algún viso de realidad; ella declaró que hasta que contactara alguna persona establemente, su amor había sido el famoso ya entonces Carlitos Parducci, y por el régimen, lo había perdido. Evidentemente, la técnica amatoria, sus prolongadas relaciones, sus conocimientos profundos del Kama Sutra y de la fisiología femenina lo pusieron a Carlitos en el estandarte del frontispicio de los amantes famosos como Romeo y Julieta, Ladislao Gutiérrez y Camila O ’Gorman, Felipe I y Juana La Loca, Cleopatra y Marco Antonio y tantos otros de la historia.
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Motivó que el neurocirujano frenara sus delirios sexuales y tratara de dedicarse a la nueva adquisición que todavía no había tocado; ni su nombre conocía, sólo había tenido un acercamiento, durante el baile y lo había enloquecido en la aproximación durante los lentos. Cuando fue al baño y se notó mojado con un exudado incoloro, pensó: "Todavía me camina el pito". Se puso contento, se lavó las manos y arrió los ratones. Pasaron dos puestos policiales, donde el flaco bajó la velocidad y las mujeres sumergieron sus cabezas en el piso. Las reglas del lugar no penaban a las mujeres que atendieran clientes en sus casas, pero no permitían entrar con ellas a sus domicilios. Doris casi llorando le solicitó a Eduardo: Eduardo: –Déjame en el próximo pueblo, cerca de la l a parada de los
taxis, así me voy a La Habana. Esto fue sentencioso para Eduardo y lo cumpliría antes que las mujeres lo mataran. Cuando dejaron a Doris, una sensación de tranquilidad recorrió la espalda de Eduardo y de todos cuando volvió al bungalow del hotel y los informó de esa arista de su viaje. Luego de que todos estaban levantados, comenzó con los pormenores. Al dejar a Doris se adentró con la otra morena en un barrio, que no se veía más pobre que el resto, pero como todo era estándar allí, desde las casas, la gente, los micros, los vehículos y la comida, a Eduardo le pareció mejor que el resto. Se bajó de la camioneta y en un kiosco compró cigarros, que al prenderlos parecía que se trataban de espirales para los mosquitos. También adquirió unos choCuando salí de Cuba… | 83
colates y lo más importante, unos condones que parecían fabricados con cámaras de desecho. La monumental morena le indicó dónde llevarla y al llegar le pidió que lo esperara un momento en la puerta, que pasaría al departamento seis, ordenaría algo y luego en diez minutos, con la puerta abierta, que avanzara Eduardo hasta el mismo. La construcción era una especie de palomar con varias entradas y salidas posteriores y mono ambientes en construcción o abandonadas, más parecido a la Villa 31 de Retiro que a un Resort de Varadero. El bestia preguntó si entraba con el forro ya colocado, y la mulata sonrió, pensando la calentura le había dejado al pobre galeno. Pasados los diez minutos y sin señales de la morocha, Eduardo comenzó a subir la escalera toda cortada, rota y en zigzag que se elevaba frente a sus ojos. Cuando encontró el departamento seis golpeó suavemente y una voz susurrante le dice ya abro. Una anciana inválida en silla de ruedas responde: –Ah... usted busca a Areta Voyporpolvo –dijo. Que la es-
perara en el departamento doce, que se bañaba y ya llegaba. –Pero no tiene ducha en el doce –dijo Eduardo. –No, recuerde que acá con don Fidel hay una ducha cada
ocho departamentos y una heladera cada seis, pero que la esperase recostado, no tardará seguramente. Nuevamente Eduardo asciende por la escalera y llega al doce, donde había un camastro con una funda de pana roja, parecida a la que se hallaba en las paredes del gran hotel, un banquito de hierro fundido por mesita de luz y una lamparita
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colgando de sus cables en un techo color tiza con grandes manchas de humedad. El olor a pescado frito inundaba el ambiente y los gritos de los chicos jugando al bateo, en el terreno del fondo, terminaban de mezclar un cuadro de intratabilidad del acto sexual, en una persona normal, con cierto pudor. Entró con cuidado a la habitación y luego de asegurarse de que se hallaba sólo, se recostó sobre la antigua pana roja. Pasaron diez minutos y se durmió profundamente. Cuando despertó, a las dos horas, seguía sólo, así que asomó su faz por la puerta. Le llamó la atención el silencio y que no había olores de ninguna especie. Tomó la escalera de regreso y se topó con la puerta seis. La señora inválida le informó que la morena se había cansado de esperarlo sentada en la cama y se fue, ya que tampoco había dormido. Bajó el resto de la escalera como una exhalación y llegó a la vereda, observando que tampoco se hallaba la camioneta japonesa. Todo el que pasaba era interrogado por el desesperado Eduardo a ver si alguien había visto el vehículo. Pidió llegar a una parada de taxis y se hizo llevar al bungalow del hotel. Eran las siete de la mañana y su angustia era casi marginal. Pensaba: "Un país sin seguridad jurídica, en aislamiento de otras naciones, manejado por ejércitos revolucionarios y por fin dirigido por un demente, con persistencia vitalicia en el poder detentado hasta su muerte, seguramente sería peor que la Argentina de los militares o algunos peronchos y por lo menos similar el afano de un auto." Cuando vio la camioneta gris humo en la puerta de la habitación, puteo en todos los idiomas posibles, pero le volCuando salí de Cuba… | 85
vió el alma a su cuerpo. Había sucedido que en la isla se sabe a quién se le entregan los vehículos alquilados; y el mismo, como se hallaba estacionado en un barrio de los suburbios, fuera de los lugares turísticos, lo mandaron a buscar con la grúa pensando que no arrancaba y se lo trajeron a la puerta de la habitación a remolque. Como ven, no importaba quién la manejaba sino el bien que les permitía ingresar divisas por alquiler, combustible y aceite, que sólo utilizaban los viajeros no cubanos. El flaco, de a pie, al paso rápido, gastando el doble en taxi y libre de putas, más bien de pajas, entró al bungalow a eso de las nueve AM, cuando levantó la voz y cruzó el umbral puteando: –¡Calavera no chilla! –le gritaron al unísono desde la ca-
ma los restantes personajes de La Misión.
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l despertar de esa mañana denotó una liberación o una relajación de la indudable presión que habían padecido los días anteriores, con la niña conviviendo en el bungalow con Carlos. La salida de Doris de su habitación nupcial liberó a Parducci, el menos experimentado de todos, del peso probable de una sanción disciplinaria de las autoridades de la isla, con el consiguiente estatus que a modo de enroque de ajedrez podría haberse transformado en aislamiento, conspiración o aún prisión para uno o más de los desacreditados profesionales de este bendito país de Sudamérica en recorrida técnica por la isla. Nuevamente el opíparo desayuno caribeño conspiró contra el trabajo a desarrollar en aquel día. Tablas de distintos quesos y fiambres y variedades de panes y frutas tropicales aderezaban las inmensas mesas de manjares que esperaban que centenares de turistas deglutiesen para iniciar el nuevo día de vacaciones, o como en el caso de La Misión, comenzar la recorrida por servicios de medicina estatal periférica. Se dirigieron luego de cargar gasolina y devolver la segunda camioneta en los locales correspondientes hacia una zona suburbana con gran concentración poblacional denominada Ciego de Ávila. Como toda la geografía de la isla, calles anchas con centenares de personas en bicicleta y cada tanto "la guagua", especie de colectivo urbano que en reali-
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dad no era más que un camión de la segunda guerra, a cuya caja posterior ascendían por una escalera de hierro los habitantes, hombres y mujeres que se dirigían a sus tareas habituales. El sol y las inclemencias del tiempo no importaban, dado que el acercamiento a sus trabajos era el objetivo primordial y para lo cual estaban pre programados. Sólo algunos automóviles de la época victoriana, o sea prerrevolucionaria, se observaban por las calles; sombras y esqueletos con innumerables arreglos y pintura, de lugares sin los repuestos ni los elementos, convirtiendo a aquellas máquinas en grandes dinosaurios de varios colores, pintados a pincel y atados con alambre. El jefe, impecable, en bermudas color claro y camisa con arabescos, siempre incluido dentro de los anteojos oscuros, los demás muy adormilados por la falta de sueño prácticamente desde que habían ingresado en la isla y otros por el desgaste sexual solos o acompañados. Trataron de estimular a Pablo, que era el que tenía que llevarlos por los destinos del municipio de Ciego de Ávila durante todo ese día y encontrar las direcciones a las cuales había que observar. El calor era exuberante; el utilitario tenia aire acondicionado pero o no daba lo suficiente o funcionaba deficientemente, por lo cual luego del primer destino se compraron unas aguas minerales, las cuales no sólo se bebieron sino que sirvieron para mojar el pelo de los integrantes de La Misión y aprovechar la apertura de las ventanas con el viento corriendo y enfriando lo que parecía una tormenta de arena del desierto de Namibia. Mauricio Carlos Moday | 88
Los naturales de aquellas tierras padecían muchísimo menos y en cada lugar que los simpáticos profesionales recalaban para pedir datos estadísticos y de atención primaria, daba la sensación que los desfallecientes eran aquellos que solicitaban los datos, acompasados por los lugares de traba jo, algunos sucios y muy vetustos pero con excelente y ejemplar Medicina Sanitaria. El itinerario técnico fue muy interesante, los datos coincidían con aquello que La Misión solicitaba y daba la pauta de que sin pausa trabajaban para la asistencia primaria y convencida de que allí se jugaba, aún sin medios y bloqueados, "salud para todos los habitantes de la isla". Lo único que menos pudieron entender los misionarios fue el asunto de la lepra. Tenían en la isla un poco más allá que novecientos enfermos y se desconocía en esa época el número total de pacientes. Cada director o informante de datos estatales mencionaban el control biológico con los test sanguíneos para hepatitis a cerca de 13.000.000 de personas, 2.000.000 por arriba del total de habitantes cubanos. De la misma manera se sabía a ciencia cierta la ubicación de los enfermos. A media lengua, debido a la reticencia, se pudo extractar que se encuentran en una especie de comunidad o aislamiento, más allá de la Ciénaga de Zapata, o sea de los cocodrilos. Las condiciones sanitarias que presentaban no se conocían bien, pero se sostenía que sería de gran comodidad, no como el leprosario de principios del siglo XIX de la isla del Cerrito, en el norte argentino, comentándose
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que enfermos deformes o algunos muy afectados tenían un cascabel que indicaba su llegada cercana. Cabe consignar que a La Misión se le ofreció un viaje en avión y luego en un transfer al aislamiento de la Isla, siendo descartado por el tiempo de demora que generaría el traslado. Lo único que le importunaba su trabajo era aquello de no poder acceder a los lugares donde se asistían los pacientes; se podía observar de soslayo que eran paredes vetustas descascaradas y probablemente con bacterias; pese a ello se observaban grandes dosis de cloro en tambores de pasillos y salas, que participaba ampliamente en la limpieza y por ende los niveles de infección hospitalaria era baja, probablemente, coincidente con la que ellos citaban. Esa tarde los acercaron en un vuelo a una ciudad cercana a Callo Largo. Era un hermoso lugar con aire acondicionado, con un escritorio de aproximadamente catorce metros de largo, con personas sentada de traje militar de fajina por detrás del mismo. Se ubicaron entre el numeroso público concurrente y de inmediato apareció la imponente figura de Fidel Castro, cerca del metro noventa de altura, una barba canosa tupida y su voz quejumbrosa que comenzó a hablar. Describió con inmejorable conocimiento del tema todas las estadísticas y planes habidos y por haber. La perorata duró más de dos horas y cuando terminó se acercaron para darle la mano. Luego volvieron a Varadero, donde esperaba la camioneta japonesa.
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in dudarlo, aquella noche le tocaría quedarse en la habitación chica a Carlos. Presentó casi tres noches de recién casado, se liberó de una probable prisión del régimen y debía ceder sin más demora la cama matrimonial, ya que el jefe la había solicitado por intermedio del pelado de Bahía Blanca, con quién compartiría la salida nocturna de ese día. En un encuentro furtivo, se habían cruzado a la salida del baño durante la mañana, al salir de lavarse los dientes y sentenciaron: –Hoy cogemos nosotros, ¿no te parece, pelado? Pablo
nos alcanza al boliche y si él pesca algo fifamos los tres, los demás cuidan –dijo Armando. Con sus mejores conjuntos de pantalones pescadores y guayaberas y el capo metido en sus inefables anteojos para sol, subieron a la camioneta y Pablo los alcanzó hasta la bailanta. El joven chofer le pidió unos dólares para luego de depositar el vehículo en el estacionamiento poder ingresar a la milonga. Todos los voluntarios atravesaban una pasarela, donde mujeres de todos los colores y etnias con vivos vestidos de géneros multicolores se mezclaban con los turistas, tratando de ingresar como sus compañeras de baile o de salida. Las damas no pagaban ingreso, siempre y cuando lo hicieran acompañadas de un varón, fuese homo, hetero o bisexual. Así al pelado le tocó una escultural morena, que parecía su hija, pero que debería entrar con el Bahiense de canto, ya que si entraban ambos en forma normal el monolítico traste Cuando salí de Cuba… | 91
les impediría su ingreso. Armando Fornica, en cambio, fue asediado por una rubia, algo más alta que él pero con el pelo retocado a la antigua; seguramente se habría entretenido casi toda la tarde con los ruleros en la isla Mujeres, de donde era oriunda. Tanto insistió antes del ingreso que Carlos dijo: –Bueno, vení, te pago el boleto –para que no entrara
con él; lo podría haber comprometido, total si luego surgía esa eventualidad se la cambiaba por una mejor. Faltaba Pablo, que se las arregló para entrar con una espectacular morena de nombre Osiris, el cual parecía el nombre de guerra. Algo distinta en su trato, era muy callada, sumisa y manifestaba que no le gustaba bailar en esas condiciones, o sea llena de personas a su alrededor, muchas de ellas que no conocía. Mientras escuchaban música y trataban de adentrarse en el monumental local de baile, consiguieron una pequeña mesa para seis personas: –Traé seis cervezas –le dijo a una especie de mozo con un pequeño delantal color verde –, y conseguime cambio de
cien. Cuando las seis iguanas blancas aparecieron, peló cien dólares y se los dio al moreno, proyecto adelgazado de mozo, que gritó ya te traigo el cambio. La cantidad de gente era increíble y las esculturales morenas llevaban los ritmos tropicales al son de sus nalgas en sus lugares; así pasó casi cuarenta minutos, sin su vuelto, escudriñando cada morocho que se le cruzaba reclamando el vuelto adeudado. De pronto un pequeño fajo de dinero atravesó varios grupos de personas desde la pista hacia el exterior y el jefe Mauricio Carlos Moday | 92
respiró, tomó los billetes envueltos y los guardó en su pantalón. Los volvió a sacar, intrigado pero con una premonición. Cuando llego al baño quince minutos después, luego de metabolizar la cerveza ingerida y desenrolló los billetes señalados, se dio cuenta que lo habían timado: los famosos pesos con la cara de Franklin se habían trocado por otros de José Martí, con relación de uno en cincuenta, en el cambio estatal de La Isla. –No importa –dijo Formica –, me fornicaron pero de algún culo saldrá sangre –refiriéndose al Estado Argentino,
ya que el dinero lo había traído él, del Ministerio. En camino a la toilette encontró a Pablo y preguntó: –El pique, ¿como anda?
Y este respondió: –Todo vale como mínimo cien dólares, jefe, así que elija
bien y luego apueste, yo voy a tratar de rebuscármela gratarola, para fundamentalmente ahorrar los cien verdes que usted nos dará, ¿verdad maestro? Entró a la toilette y orinó, junto a Pablo, mirando las cataratas de pis que se deslizaban por inmensas bañeras en lugar de mingitorios, en un baño donde habría cuarenta hombres, con penes en mano, tratando de mear en algún agujero. Allí pensó: "La cerveza es evidentemente un diurético de primera clase." –La mercadería en general es muy buena, en especial en aquellos apartados donde hay pendejas –dijo Armando al
regresar junto al pelado de Bahía, refiriéndose a las mujeres que había observado en su corto paseo.
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Bajó dos escalones e hizo algunos tanteos para conocer los costos, y lo mejor que pudo apuntar fue una espectacular morena con vestido largo. Primero le refregó el orto con uno de sus muslos, y cuando el giro de ella se hizo violento como para matarlo preguntó: –¿Cuanto vale –señalando el culo?
La morena se le sentó encima y dijo: –Para vos toda la noche, quinientos. –Es muy caro –y agregó –: A las nalgas parecería que
habría que darle algo de gimnasio; aparte debajo del vestido largo todos los gatos son pardos, a ver si cuando levantas las bragas bajan las varices. –Si me llevas a Argentina no te cobro y me caso con vos,
donde quieras; te garantizo servicio completo los 365 días del año. –Tengo que pensarlo –dijo Armando con desparpajo,
mientras le tocaba el culo a una rubia alta y delgada. La misma lo miró y como percibió algún cortocircuito no dijo nada, tomándolo por exceso de seres humanos concentrados en un lugar pequeño. Fue en ese momento donde se le ocurrió la más osada de sus anécdotas dentro de la bailanta. Apoyado en una tabla junto a la pista de danza se sentó en uno de los bancos altos típicos de bar. Pidió dos cervezas y sacó el pene, apoyándolo directamente en el vestido de la morena, pero forcejeando con la misma para levantarle la larga falda. Es en ese momento la morocha apretó el miembro con la mano, sin quererlo, y lo soltó como si se hubiese quemado
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con un chorizo de la parrilla. Sin embargo, al percatase de la ocasión, se agachó en el pequeño espacio entre la tabla y el taburete y comenzó con un sexo oral furioso, que desconcentró a Formica hasta volarlo como una pastilla de falopa; él, que hasta ese momento había sido un señorito francés. En ese estado lo encontraron el Pelado y Pablo, que se hallaban buscándolo para ver cómo seguían con la joda. Dijo por lo tanto: –Pidan dos cervezas más y esperen que guarde el paque-
te y les buscamos dos pendejas con mi amiga, que conoce mucha gente, y nos rajamos al bungalow. Raquel entrevistó a dos jóvenes, una blanca y una mulata; la primera parecía la madama, era algo más grande, tendría unos veintisiete años, y la mulata no pasaba los veinte. Tomaron sus sacos y comenzaron a salir hacia el portón. Raquel agarrada de la mano de Carlos le metió el pene dentro del pantalón y cerró la bragueta, dio la vuelta y empezó a salir; era un monumento, alta, escultural, con grandes pechos y labios gruesos. Hicieron el corto trayecto entre el boliche y el bungalow en un pacto de silencio, para que la vigilancia estricta de los mismos no arruinase aquella noche que ingresaba aún sin haber transcurrido en una de aquellas multitudinarias de sexo, esperada desde hacía mucho tiempo por los hombres participantes en general y los casados en particular. Las jóvenes cubanas participaban de la excursión como si la conocieran desde ancestros; se deslizaban entre los árboles y la casa en penumbra como los ofidios buscando a un ratón para cazarlo. Ingresaron a la casa sigilosamente Cuando salí de Cuba… | 95
pero asustando a Carlos, que dormía en el sofá del comedor. Eduardo, al escuchar la llave y movimientos se incorporó y fue al baño, encendiendo la luz pequeña. Mientras los demás entraban al bungalow, la flaca más grande se acostó con Carlos, en el sofá, alegando frío y deseos sexuales. El pelado, al ver que Carlos parecía apropiarse de la mercadería recién ingresada, le ordenó rajar de la cucheta y se metió en ella. Inmediatamente se lo observó devorado por una come hombres monumental, que ya se había sacado toda la ropa y le usaba el pene de chupetín; simultáneamente hablaba, succionaba y le daba órdenes a las dos morenas restantes. Carlos, en calzones y erección completa se sentó en la mesa y se sirvió agua de una jarra que se encontraba en la superficie, mientras la flaca le gritaba: –Tranquilo, ya te la chupo a vos también. –El resto trató de silenciarla para que no fuesen descubiertas las mujeres por la vigilancia del hotel. El cuadro era dantesco: una señorita rubia en pelotas tirada en el sofá en una felatio al pelado. Carlos sentado en la mesa en calzones con el pene parado, echándose agua aparentemente para enfriarlo según el tono rojo violáceo con las venas dilatadas que se podía observar de la semiología. Al jefe se lo vio en el comienzo bajándole el cierre a la imponente morocha de labios gruesos y se perdió en la habitación matrimonial. Sólo quedaba la habitación pequeña y se hallaba ocupada por el chofer con una morena infartante. Allí se dirigió Eduardo con el nabo en la mano en completa erección. Los gritos de la mulata, llenaron el departamento de quejidos y
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sonidos de placer, que convirtieron la reunión en una verdadera orgía. Cuando el pelado se relajó posteriormente a un "polvo de estrellas", como lo calificó él mismo, le tocó el turno a Carlos, que enhebró la verga como un verdadero maestro, previo a que la cubana le colocara un forro con la boca, lo cual lo enloqueció de tal manera que gritaba: –Mátenme que no los denuncio. Era un verdadero aquelarre; las mujeres no tenían problemas de ningún tipo y eran todo terreno; cosa que se le pedía, cosa que interactuaban como en la realidad virtual. El jefe, aparentemente el más experimentado junto con el pelado, propusieron que mientras tomaban mate, las cubanitas actuaran con una felatio entre ellas y luego se sortearían segundos o terceros polvos entre los cuatro restantes, ya que el jefe eligió la misma que anteriormente había utilizado, para avanzar en la habitación matrimonial por la retaguardia como él mismo manifestó públicamente. Era casi de día cuando se silenciaron las idas y venidas, y se decidió que Eduardo las llevara hasta la parada de taxis más cercana y les entregara U$S 500 a cada una y U$S 200 más a la que sirvió al jefe, entregándole el dinero al flaco de la cuenta total de la pasantía, en un pequeño sobre, poco advertidamente por el resto de personas de la Misión. El destino de las tres mujeres se había cerrado por aquel día; a ellas sólo les correspondía repartir el dinero, el semen ya se había distribuido.
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uego de aquel día acogedor (con perdón de la palabra), el riguroso descanso después del evento y el horario del almuerzo preanunciado por el telefonista de turno, al cual el jefe había instruido para despertarlos cuando fuese el último turno para almorzar, ya que si no comían los súbditos se les debilitarían.
L
Fueron saliendo de la noche y la modorra de aquella bacanal parecida a las fiestas de la antigüedad de los romanos, donde había salida o vomitorium, para rajar a lanzar en perfecto castellano y latín respectivamente. Es así que luego del frugal menú decidieron preparar las valijas, ya que esa noche emprenderían el regreso a sus respectivos hogares, agradeciéndole a Fidel y su hermano las enseñanzas sexuales, lo pésimo de su transporte o aseo y lo escaso de su alimentación y agua, lo ajustado de sus necesidades y lo correcto de su educación y salud pública, más lo incisivo de su vigilancia y sus cancerberos formados en escuadrones. No pensaron los integrantes de La Misión que habían causado bastante revuelo en el avispero por la manera que fueron secretamente custodiados hasta su completo despegue del aeropuerto "José Martí de La Habana". Raudamente habían vuelto a la capital por un camino casi desconocido muy poseado, que como estaba oscuro lo atravesaron sigilosamente casi dormidos durante dos horas.
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Su salida se encaminó hacia un túnel vigilado austeramente, con comienzo precoz, tres horas antes del decolaje del avión de la línea aérea nacional. Caminaron por aquél desfiladero de cemento, que terminaba en la puerta de un micrómnibus donde se los transportaba directamente al aguantadero de la terminal internacional. Allí se los identificaba casi como a delincuentes y se los autorizaba a salir del país, previa requisa de cualquier petate que pensaran que era de patrimonio nacional como una pequeña estatuilla de obsidiana (piedra de lava volcánica negra), adquirida en un anticuario de La Habana por el Jefe de La Misión para regalar al Ministro de turno. Sólo cargaron sin problemas ron y habanos, comprados mientras esperaban en el aeropuerto, en el puerto libre. Finalmente decoló la aeronave y la sonrisa durante todo el viaje del personal cubano hacia el grupo, y en general a los argentinos que salieron de la isla les demostró la alegría y la tranquilidad que significaba alejarse de su terruño y de su polémica forma de gobierno dictatorial a ultranza y a perpetuidad.
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C
uando mi padre vendió a instancias de mi abuelo, ya enfermo, el negocio de la costa del cual eran socios, dejó de ser un próspero comerciante con futuro promisorio para convertirse en un asalariado dependiente. El dinero que le correspondió era la mitad de la transferencia por el bar de la playa y quedó guardado bajo cinco llaves para el adelanto de un departamento o una casa cuando cuadrara la ocasión. Había que mudarse a la capital, ya que en Mar del Plata no existía trabajo alguno en aquella época. Momentáneamente mi madre sugirió que nos traslademos a Buenos Aires al departamento de la abuela Dora, que era muy grande, ocupaba el sexto piso "A" sobre la calle Cangallo en la zona de plaza Once. Se accedía por un vetusto ascensor, rodeado por rejas y puerta acordeón con rombos abiertos de hierro, seguramente funcionando desde hacía treinta años, acompañado por una escalera de mármol blanco con los peldaños gastados en su centro por el paso del tiempo y de los transeúntes. El departamento de mi abuela era externo y por lo tanto todas sus habitaciones daban a la calle, había dos por planta, el otro era interno y sus ventanas miraban hacia un tragaluz que se extendía a través de todos los pisos. Era una gran esquina que seguramente en los años treinta, cuando fue construido, había sido de contextura lujosa. El tiempo, que todo altera y corroe, lo había transformado en lúgubre, con sus celosías metálicas desteñidas y
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casi permanentemente cerradas, especialmente la del dormitorio de la abuela, sus pisos descoloridos sin encerar por décadas, con paredes y boiseries raídas y opacas. Sus cuatro dormitorios, sala de estar, ingreso y pasillo eran de parquet de roble Eslavonia, en cambio cocina y antecocina, baños y pieza de servicio estaban revestidos de un linóleum de color verde musgo, con los caminos de tránsito totalmente gastados, pegados sobre mosaicos irreconocibles como tales. La abuela dormía con su hija solterona en la primera habitación sobre camas de metal plateado brilloso con respaldares con imágenes redondeadas de la comedia medieval doradas, todo inalterable a pesar del tiempo. Mi tía era la mayor de las tres hermanas mujeres, pelirroja y con anteojos de gruesos cristales, que deformaban sus facciones cargada de pecas convirtiéndola en una cara parecida a un búho. Era empleada de una tienda gigantesca, trabajando en la sección cierres de cremallera. Nunca se le conoció pareja alguna. La segunda habitación pertenecía a la ochava y en los primeros tiempos era usada como living comedor. Estaba integrada por una gran mesa de roble, un sillón cama que usaba su hija más chica con su esposo cuando visitaban a su madre y un gigantesco bargueño de madera torneado. Continuados por un pasillo, se observaban dos piezas, casi vacías de mobiliario, cercanas al baño principal. Ambas le fueron ofrecidas a mi madre cuando solicitó ayuda a su familia para alquilar departamento. La cocina y la toilette principal eran compartidas y la pieza de servicio con su baño corresponCuando salí de Cuba… | 101
diente estaba ocupada por basura y trastos viejos con sus artefactos y cañerías totalmente inservibles. Cuando mis padres acordaron mudarse a las dos habitaciones vacías, estimaron que la tercera pieza sería mi dormitorio, compartido con el comedor de mi familia. La cuarta y última habitación, más cercana al baño sería el dormitorio matrimonial de mis padres, donde luego pondrían la cuna, al agregarse mi hermana al año siguiente. Cuando nació Yelena, yo recién cumplía seis años y comenzaba el colegio primario. Mi padre, desde que llegamos a Buenos Aires comenzó a trabajar en una fábrica textil. Los fines de semana mi abuela y mi tía pelirroja por lo general se desplazaban a San Isidro donde vivía su hija menor, rubia natural, con su esposo que era curtidor de cueros. Ambas regresaban el domingo por la noche, ya que la solterona debía concurrir a su trabajo al día siguiente, para lo cual preparaba su uniforme de color verde con botones negros de carey que usaba en la gran tienda. Esos días de soledad, para mi familia era un regocijo, porque mi padre estaba el sábado desde el mediodía y todo el domingo. Él jugaba conmigo a la pelota en el departamento, la había confeccionado con trapos y viejas medias de red de mi madre. Los naipes y juegos de salón eran también entretenimientos utilizados. También concurríamos a la plaza cercana y me deslizaba por el tobogán o me subía a la calesita, excitado cuando sacaba la sortija, ya que me regalaban una vuelta extra. Otro divertimento de fin de semana era pescar en la costanera con una vieja caña que mi padre había traído de la Mauricio Carlos Moday | 102
costa. Frecuentemente los días festivos, si había buen tiempo, concurríamos al desfile en la plaza de Mayo o del Congreso. El primer año de mi estancia en Buenos Aires fue hermoso, nos conformábamos con poco y no había televisión. Por las noches mi madre, ya embarazada, acomodaba el sillón y estiraba la cama durmiéndome con la lectura de algún cuento o las enseñanzas del libro Upa. Al nacer mi hermana, la cuna empequeñeció el dormitorio de mis progenitores y su llanto nocturno comenzó a molestar en principio a mi padre, quien debía levantarse muy temprano, y seguidamente a mi abuela y a mi tía solterona, que luego supe eran insomnes. Muchas veces escuchaba que el té de Tilo que tomaban luego de la cena no alcanzaba para que durmieran cómodamente, por lo cual vagaban por el pasillo del departamento hasta el baño principal compartido, durante las noches. Escuchando al bebé que bramaba por hambre o algún dolor, la siguiente mañana mi abuela murmuraba comentarios exasperantes, como ser: –O haces callar a la nena o preparan las valijas y se van –sen-
tenció en varias oportunidades. Mi madre hacía lo imposible para que la niña no berreara: le mojaba el chupete en miel o se pasaba acunándola casi toda la noche para que no despertara. Otras veces le administraba la mamadera, que para tal fin calentaba en un dispositivo eléctrico dentro de la habitación, para no trasladarse a la cocina y hacer ruido o encender las luces.
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La mayor complicación la planteó mi abuela cuando su hija menor enfermó. Decidió trasladarse al departamento debido a que su médico atendía cerca y el tratamiento sería largo. En lo personal no entendía de qué se trataba, pero comencé a ver que mi madre lloraba en los rincones y le repetía a mi padre: –Leonardo, no podemos pagar un alquiler, el sueldo no
alcanza. Comenzaron con rencillas personales y con la familia por el lugar, al ver que la seguridad de sus hijos estaba amenazada y sus expectativas eran nefastas. Ante la inminencia de la mudanza de mi tía de San Isidro, mi padre planteó una reunión con el resto de las partes manifestando que en ese momento le era imposible trasladarse a otro sitio, por la situación económica en que se encontraba. Ese domingo el comedor se llenó de insultos e improperios extraños que jamás había escuchado. La posición de los demás era la estadía por vecindad con su médico de la tía menor, aparentemente muy enferma. La abuela la defendía abiertamente. Luego de varios cabildeos y horas de discutir, acordaron que el primer dormitorio lo usaría la rubia con su esposo. En el sillón cama del comedor dormiría mi abuela, y mis padres debían ordenar, limpiar y arreglar los artefactos del baño secundario y la pieza de servicio para que la pelirroja lo habitara. Mi madre siempre fue la morocha y más pobre de la familia, ¿sería por ello que la trataban de distinta manera,
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me preguntaba en aquella época? Lo evidente, que mis padres eran los obreros de la familia. Mi tía rubia no trabajaba, pero su esposo se trasladaría con todos sus paneles y tableros de cueros para estirar a la mesa del comedor; los balcones ventilarían o secarían las pieles del nauseabundo olor del líquido utilizado en el proceso de curtido. Por la noche mi abuela dormía en esa habitación. Al día siguiente se quejaba de la situación con mi madre o de su incomodidad, no del olor percibido. Nadie se hablaba de la familia, sólo al cruzarse por algo en los lugares comunes como el baño y la cocina emitían alguna palabra, u ocasionalmente algún saludo; aún los menores recibíamos el mismo tratamiento. Cuando mediaba el año 1953 se desató la epidemia de poliomielitis en el país; sus secuelas invalidantes y la inexistencia aún de vacuna para su tratamiento o prevención asustaron a padres de niños en edad escolar, que acatando a las autoridades Sanitarias no permitieron que sus hijos concurrieran a lugares de concentración de personas, incluida la escuela. Las clases se suspendieron y mis padres, durante varios meses, nos recluyeron a mi hermana y a mí en el departamento del sexto piso, sin siquiera poder bajar a la puerta de calle. Yelena sólo contaba con escasos dos años y medio y el encierro causó estragos en su personalidad. Pese a la pelota de trapo, los naipes españoles y los innumerables juegos de mesa que mi padre nos alcanzaba permanentemente. Ella comprendía juegos de cartas y las damas, contaba los puntos Cuando salí de Cuba… | 105
de los dados para avanzar con la oca o mentía los valores con los billetes del estanciero. Garabateaba con colores los libros que mamá nos leía por las noches para conciliar el sueño. Todo ese tiempo fue un calvario para nosotros. Yo, aparte de jugar con ella, hacía algunas incursiones por el comedor donde mi tío político trabajaba, generalmente cuando esa habitación se encontraba sola, porque el curtidor retiraba o entregaba trabajos en la barraca. Había descubierto un cajón en el cual me introducía y podía ver por un pequeño agujero la habitación donde dormía el matrimonio, que estaba permanentemente cerrada. Solamente observaba a mi tía rubia durante sus traslados al baño principal en camisón, pero caminando sola y pasando junto a mí, casi sin verme. Tenía una gran intriga sobre su enfermedad. Nosotros, si padecíamos gripe o dolor de panza, nos acostaban y no nos levantaban para nada hasta curarnos. En mi mente de ocho años ella era una desconocida hasta entonces, que vivía cerca nuestro o sea atravesando la puerta divisoria del pasillo y que era una pariente, pero que prácticamente no salía de su habitación. En una de esas excursiones al cajón observatorio, pude constatar que se pasaba sentada en el borde de su cama mirando el espejo del ropero, a veces casi sin pestañear o arreglándose y desarreglando un rulo que caía sobre su frente; una vez creo que estuvo inmóvil frente al cristal casi siete horas, dado el número de visitas que hice a mi cajón observatorio.
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Frecuentemente se escuchaban discusiones con su esposo y en ocasiones hasta ruidos de cristales rotos. Otro día observé que mi abuela le alcanzaba un plato de sopa y se lo dejaba en la mesa de luz; varias horas después volví a mirar y estaba tal cual en el mismo lugar. Una de esas mañanas de intriga llegué a su lado; había entrado en la habitación sin recordar las reservas que pesaban sobre el hecho en la familia; no se movió de su pose de estatua y no creo que me haya visto. Intuía que algo muy malo sucedía ya que mis alegres años de infancia se transformaron en permanente desazón e inquietud por no entender qué le sucedía a mi tía, cercana a nosotros, que parecía estar tan distante como la luna. Una mañana mi madre se encontraba en el mercado y se escuchó un grito desgarrador: mi hermana, dormida, comenzó a llorar desconsoladamente. Cuando pude llegar al puesto donde espiaba, observé que la rubia se desgarraba la ropa y rompía todo lo que se hallaba cerca de su mano. Mi abuela y su esposo trataban de contenerla hasta que la pudieron recostar, esperando al doctor. Ése era un individuo alto, canoso, que yo ya había visto alguna vez desde mi cajón, pero esa vez pude constatar que le colocaba una especie de chaleco con cinturones que le sujetaban los brazos en forma cruzada. La pinchó con una vacuna como la que me dieron en el hospital Rivadavia; ella no lloró nada, pero al rato se tranquilizó y durmió. Al día siguiente el doctor volvió, según escuché, para controlar a la paciente; mi abuela lo asistía. Le alcanzaron una pequeña toalla de lino de color blanco, espeCuando salí de Cuba… | 107
cialmente confeccionada para esas ocasiones, al igual que en la sala de ingreso al departamento sobre la mesa ratona lo esperaba la palangana y la jarra floreada de cerámica para que lavara sus manos al retirase de la visita. Esa tarde no pude mirar desde mi observatorio pero según oí, el doctor de gris le decía al esposo que la enferma se encontraba me jor y que le había sacado el chaleco. Pasaban los meses y nosotros aún no concurríamos a clase, ni siquiera habíamos bajado a la puerta, en tanto observaba ocasionalmente a mi tía quien seguía frente al espe jo o desgarrándose las vestiduras. Realmente nos conmovió a mi hermana y a mí cuando nos levantamos una mañana y no encontramos a nuestra madre; esto era frecuente debido a las compras matutinas, sin embargo la puerta del pasillo que dividía los dos hogares se hallaba cerrada con llave. Habitualmente nos acercábamos a la cocina para abrir la heladera Siam con su bocha en la puerta y nos servíamos un vaso de leche o de agua, o comíamos una fruta marcada por mi madre como nuestra, esperando su regreso. Cuando tocaron el timbre traté de escuchar en la puerta citada, apoyado sobre el vidrio; corrí escasamente la cortina y nuevamente vi que ingresaba el doctor de traje gris con una valija. Venía con una señora vestida de blanco que arrastraba una especie de carro con ruedas. Inmediatamente penetraron en la habitación de mi tía rubia y cerraron detrás de ellos; no se escuchaba sonido alguno y no podía llegar a mi cajón de observación; sólo traté de oír algo, por lo que agucé mis sentidos. Sin embargo habrían pasado diez minuMauricio Carlos Moday | 108
tos y se oyó un ruido sordo, como una descarga y luego un zumbido extraño intermitente, como cuando la radio se salía de onda; de pronto otra vibración y el zumbido entrecortado se dejó de escuchar. Poco rato después se escuchó a mi abuela que usaba la jarra de agua y agradecía al doctor cuando se retiraba. Ese día no me permitieron acercarme a la puerta y cada uno que la transponía lo hacía con llave, que estaba inserta del otro lado. Cuando mi madre debía ir a la cocina, golpeaba y alguien abría; virtualmente era como una prisión para mi hermana y para mí. Esa noche, a pesar de verlos apenados, mis padres se mantuvieron al margen de mis tías y especialmente de mi abuela, a quien según pude oír culpaban por desunir a la familia, o por lo menos del trato diferente que le daba a mi madre, posiblemente por ser la más pobre de la familia. Nuestro padre, sabiendo lo que le esperaba trajo una pizza y la comimos en intimidad, para no tener que utilizar la cocina comunitaria. Aquella noche no pude dormir y ellos charlaron hasta la madrugada; algo escuché de la "rayadura" de mi tía rubia, sin entender en aquel momento de qué se trataba y nuevamente de la responsabilidad de mí abuela en separar las hermanas. Al otro día la puerta continuaba cerrada; escuché temprano llegar al doctor de gris con la señora y el carro, pero cuando mi madre salió de compras olvidó girar la llave, por lo cual me deslicé al cajón de observación. Los visitantes ya no estaban, el curtidor se encontraba tratando de que la rubia tomara unos sorbos de té con una cuchara, con su boca entreabierta con la lengua saliendo de la misma, hablan-
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do incoherencias, con una extraña sonrisa y los ojos como inyectados de sangre. Me recordaba a los muertos vivientes que había leído en una revista "El Tony" de la época. Presentaba dos marcas rojizas en las sienes y restos de una crema blanca. Huí despavorido del mirador y regresé totalmente asustado a mi pieza, tratando de que mi madre no se percatara de mi estado, para lo cual me puse a leer un libro de piratas de un tal Salgari. Nunca terminaba de entender qué enfermedad tenía; la había visto nerviosa y rompiéndose la ropa o las cosas que se le cruzaban, otros días paralizada frente al espejo, como una estatua, también ocasiones que apenas si respondía y alguna oportunidad de temblor de brazos y piernas, por momentos tan fuertes que perdía el conocimiento y se mordía la lengua y los labios; esto último lo había observado desde el cajón. Una tarde que se encontraba el doctor de traje gris y le colocaron una inyección en el codo y una goma en la boca, cuando se durmió le conectaron unas chapitas con cables que salían de la máquina con ruedas y la señora de blanco tocaba unos botones hasta que apareció el zumbido que había escuchado días pasados. No pude verla cuando se fueron ya que esa tarde casi descubren mi punto de observación y el susto me había empalidecido huyendo despavorido, más que si me encontraran por haber espiado. Debido a que pasaron varios días sin poder pasar detrás de la puerta divisoria, nuestros juegos se habían acabado y mi padre terminó con las revistas del kiosco, pero esa tarde trajo una novedad, había casi pasado la epidemia y los niños
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podrían comenzar a tomar sol, todavía sin reunirse en grandes concentraciones. Yo, por otra parte, no quería ni pasar por la habitación donde se hallaba la rubia enferma, la que me parecía que era la máscara del diablo encarnado en una mujer. Pero ese sábado mi padre, volvió al mediodía de la fábrica y nos dijo que los hijos de sus compañeros habían comenzado a salir, por lo cual decidimos tomar el ascensor y bajar. Me resistí algo, por miedo a atravesar el pasillo, así que papá me subió a sus hombros y tomó a mi hermana de la mano; en ese momento comenzaron los gritos y los ruidos de vidrios en la habitación de mi tía. Papá cruzó raudamente la sala de entrada, abrió la puerta y salimos. Mientras el ascensor subía lentamente al sexto piso, continuamos escuchando los ruidos desde la pieza. Cuando lo embarcamos, papá marcó la planta baja y nuestro susto comenzó a tornarse en esperanza. Llegamos al palier y de la calle venía un bullicio infernal; gente corriendo para aquí y para allá y una mujer tirada en camisón en la vereda. Mi progenitor tratando de protegernos de la visión; nos escondió en el sótano donde el portero manipulaba la caldera, hasta que todo se tranquilizara. Sin salir a la calle volvimos a ascender al departamento del sexto, que se encontraba abierto al igual que el dormitorio de mi tía enferma. El espejo donde se miraba todo el día se encontraba roto, no había nadie de la familia y la persiana con el pequeño balcón abierta de par en par. La tía rubia tampoco estaba y nunca la volvimos a ver.
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H
ace cerca de cien años que los ingleses colaboraron plantando miles de kilómetros de vías para los trenes de nuestro país. Estos rieles fueron extendiéndose hasta los albores de la primera gran conflagración mundial. El pueblo de Altamirano había aumentado su población y su superficie. La llegada de la reparación de grandes locomotoras a vapor en la estación del viejo poblado comenzó un gran período de superación. Muy organizados, los ferroviarios británicos instalaron estaciones en lugares estratégicos desarrollándose a sus alrededores poblaciones, que comenzaron a expandirse sobre terrenos elevados, elegidos especialmente para que no se inundaran. Posteriormente se extendían, de acuerdo a las cualidades manuales preferentes de sus habitantes, los cultivos, los tambos o la instalación de empresas en el camino que acompañaba a las vías del ferrocarril; eran las tareas más importantes a que los pobladores dedicaban su tiempo, junto al empleo ferrovial. Altamirano había acompañado ese desarrollo por haber sido terminal de carga y reparación de vías que unía en definitiva a Buenos Aires con Mar del Plata. Corría la década del setenta y algunas reformas antilatifundistas, amparadas en gobiernos pseudo populistas, habían aumentado la llegada de mano de obra barata por tras-
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humancia interna, desarrollando aún más los pueblos en expansión o iniciando un aumento de población en lo que se denominó segundo cinturón fabril del Gran Buenos Aires. Vecino a Altamirano se situaba el pueblo de Jeppener, inserto entre Coronel Brandsen y el citado poblado. El mismo hizo su base poblacional ante la instalación, en primera instancia, de torneros y otros técnicos Italianos, que en una miniempresa casi familiar, fabricaron máquinas de coser. Luego, y por reconversión industrial, trasladaron sus máquinas al primer cinturón fabril e instalaron en su lugar una subsidiaria automotriz. Los primeros Citroën 2 CV y 3 CV salieron de aquel complejo. Eran automóviles utilitarios, de bajo costo, destinado a los trabajadores. La estación posterior con rumbo sur se denominaba Gándara y era cabecera de una importante fábrica de lácteos, con el potencial del 15% de introducción en el mercado de la zona sur y era alimentada por los innumerables tambos manuales de la zona, que comenzaban a mecanizarse paulatinamente. La misma dio origen al nombre del pueblo. Más allá, la ciudad de Chascomús coronaba como poblado de mayor envergadura la vía férrea a Mar del Plata. Su laguna, con pesca costera o embarcada, atraía a innumerables adoradores de la caña de pescar. Rodeada de polvorientos caminos que circundaban la laguna con amplios espacios para acampar y el emblemático paradero "El Atalaya", con una de las fábricas de medialunas de confitería más importantes del país, para la época. Los pasajeros que ocupaban el tren eran en general de buen nivel económico y viajaban a Mar del Plata, especialCuando salí de Cuba… | 113
mente durante los veranos de la primera mitad del siglo XX y parte de la segunda. El último cuarto de siglo se comenzó a compartir con los micros de larga distancia, que recorrían norte a sur y sur a norte la ruta número dos, en muchos tramos paralela a la vía férrea. Prácticamente casi todos los viajeros paraban o bajaban en Chascomús a comprar facturas, panes de campo, quesos, embutidos, beber agua fresca de bomba o embotellada. Pero había otra historia que se desarrollaba en el ferrocarril de regreso desde Chascomús a Coronel Brandsen, originalmente denominado "la chanchita", la cual era un pequeño tren de tres vagones y una máquina generalmente a vapor, que paraba en toda las estaciones. Fundamentalmente durante los inviernos y especialmente los días de lluvia, se convertían en fangal los caminos de acceso a los trabajadores, desde sus domicilios hasta los poblados, donde ejercían sus labores. Los mismos, al igual que Eduardo mantenían sus estructuras familiares, o sus hogares los casados, con sus correspondientes tareas, en cada una de las ciudades vecinas. Sus trabajos originales fueron simples tareas rurales como jornaleros o medieros en los tambos cercanos a sus domicilios. Cuando aparecieron los beneficios sociales que ofrecían las fábricas y la demagogia político-sindical, habían cambiado sus perspectivas y por lo tanto sus actividades, a partir de la década del '40, se diferenciaron. Muchos, entonces, reciclaron las vacas por los tornos, los cueros por asientos de autos y algunos hasta el tambo por la motoniveladora; aún patrones de campo como Eduardo se acercaban a las em-
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presas para obtener un sueldo fijo, no vinculado a inclemencias del tiempo y dejaban a sus hijos o familiares al cuidado de los animales, el ordeñe o el sembrado del terreno; eran tiempos muy difíciles y el dinero no alcanzaba. El denominado tren "obrador" salía a las cinco horas de la madrugada de Chascomús, llegando a las siete a Coronel Brandsen. Todos los trabajadores animadamente se situaban en los dos últimos vagones, uno de los cuales permanecían a oscuras para permitirles dormitar durante el viaje a sus trabajos. Los más bulliciosos, despiertos o hambrientos, viajaban en el último vagón, que contaba con una salamandra redonda y grande, con un caldero central a leña, donde coronaba una gran pava de cinco litros que llenaba el asistente del guarda del tren, antes de la salida del mismo. Este era el personaje más importante del vagón, a esa hora. Prendía el fuego a veces una hora antes de la partida del tren, traía las facturas que vendía a los trabajadores, ganando unos pesos extra, llenaba y calentaba la pava para que los parroquianos prepararan sus respectivos mates y comenzaran sus rondas. También se les ofrecía alguna ginebrita, de botella escondida, que calentaba por dentro. Sentados algunos en los bancos de madera totalmente deteriorados y otros en los tablones que conformaban el piso del vagón, hablaban, gesticulaban y hacían bromas animadamente algunos, otros no tanto. Más allá jugaban a las barajas, mientras tomaban mate, recargando los termos periódicamente con la famosa pava del fogón, o se acercaban a su chimenea para resguardarse del crudo invierno. Lo Cuando salí de Cuba… | 115
más importante era escaparle al helado viento del sur que se colaba por las celosías de las ventanas, en pésimo estado de mantenimiento. Algunos llegaban hasta media hora antes de que partiera el tren para situarse lo más cerca posible de la salamandra, donde luego se intercambiarían por aquellos que subían o bajaban en las estaciones intermedias. Se iluminaban con las escasas lámparas que el vagón de cola pudiera contar en sus escasos bancos; el resto se alumbraba con pequeñas velas que los trabajadores traían en sus bolsillos. Desde el campo y totalmente a oscuras, el ambiente parecía un candil desplazándose por la vía, como un hilo agusanado, en movimiento continuo en el aire. Los paisanos, con pensamientos mágicos según su desarrollo educacional, la emulaban a "la luz mala", producida por la fosforescencia de los huesos de las osamentas de animales en la superficie del campo. Durante varios años, los lugares preferenciales fueron disputados por los amantes del truco y los mates. Pero en los inviernos, especialmente los muy lluviosos y fríos, el calor de la salamandra y las historias prevalecían entre los traba jadores del tren obrador, llamado a esa altura "El Candil de Altamirano". El desarrollo automotriz y las sucesivas reconversiones industriales, llevaron a preponderar los caminos por tierra, con su desplazamiento en automóvil y camiones, al ferrocarril como transporte seguro, de buena calidad y bajo costo. La construcción de un camino angosto de conchilla que unía la ruta dos con Gándara para poder aceptar y despachar Mauricio Carlos Moday | 116
los camiones con tachos, que transportaban la leche como materia prima, recogidos de las chacras con carro o tractor y la salida de los productos finales industrializados, con destino al público en general, iniciando el progreso y la salida hacia el futuro. Fueron asfaltados caminos zonales en los primeros tres pueblos y renovado a nuevo el camino entre Jeppener y Coronel Brandsen. La preferencia por transportarse en sus propios vehículos a la automotriz Citroen, de los trabajadores a los cuales se les vendió las primeras unidades, presionaron para la realización en tiempo record de la ruta hasta Altamirano. Cuando estas dos ciudades quedaron definitivamente unidas por un camino totalmente confiable ante cualquier contingencia climática, los operarios preferían llegar sobre la sirena de las siete horas en sus vehículos, descansando mayor tiempo en sus domicilios, aprovechando más las horas de sueño y sus propias familias, relegando el tren como transporte principal a segundo plano. Las sucesivas reconversiones ferroviarias por los nombrados y otros motivos, tanto políticos como económicos, hicieron que el ferrocarril Roca trasladara sus talleres al primer anillo del conurbano, eligiendo para dicha mudanza la ciudad de Avellaneda. Fue así que una noche, regresando Eduardo desde Chascomús de una fiesta a la madrugada, abordó el último vagón con la esperanza de ver algunos de los habitúes al mismo. Su turno era en esa época de día permanentemente, distanciándose de aquellos compañeros de viaje desde hacía tres años.
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En aquel mismo sitio, junto a la salamandra donde tantas noches Eduardo se sacara el frío o departiera con amigos, le informaba el guarda que definitivamente era la última formación que partía a esa hora. Sólo tres personas ocupaban el vagón; la leña se hallaba encendida, pero el viejo asistente del guarda ya se había jubilado. La antigua pava, que siempre viajó encima de los hierros de fundición, se había agujereado y no había sido repuesta. Aquellos vagones que viajaban atestados de trabajadores durmiendo en bancos de madera, a oscuras, se encontraban vacíos totalmente. Mi amigo Eduardo se sentó junto al caldero, y con la tenue luz de los troncos encendidos se dirigió a los personajes que se encontraban en el vagón, a los cuales no conocía, pero en voz alta, totalmente acongojado, les dijo: Adiós amigos, hasta siempre, "adiós Candil de Altamirano", los extrañaremos.
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–¡Q
ué difícil es divorciarse, Zoilo!, te quedas como Jesús en la cruz. –¿Cómo es eso, don Mauro?
–Sí, Zoilo te separás y te pasa el vendaval, pierdes hijos,
ropa, casa, libros y hasta algunos que pensabas que eran amigos. –Y por qué, ¿como Jesús? –Mi estimado Zoilo, desnudo y sin documentos. Pero te
sirve, aprendes a acomodarte solo, a mejorar el nuevo rancho y a cuidarte vos mismo. A propósito, le tendrías que poner el piso nuevo al baño, cambiar el calefón y la cocina, ya que el horno no da más; también cortar el pasto del parque. Acúerdate de afilar la cuchilla antes de pasar la máquina, no te olvides que es casi una hectárea. –Don Mauro, cuando cambie el calefón de alcohol, ¿me
lo regala? El nuestro está muy quemado y acarreamos agua en balde desde la cocina económica para bañarnos. Duplicamos el consumo de leña, y mi cintura, con el hacha, ya me duele mal. –Dalo por hecho Zoilo, pondré un calefón a gas de garra-
fa. Le tengo un poco de miedo al alcohol de quemar. A propósito, mañana me traes la leche fresca y las galletas que hace tu esposa en el horno de barro. –Mientras usted se baña, mañana temprano preparán-
dose para ir al trabajo, me deja la lecherita en la pared baja del frente, la que une todas las piezas y la cocina, que cuanCuando salí de Cuba… | 119
do paso a llevar los tachos del tambo al camino, se la lleno y le dejo una bolsita con bollitos de campo; al volver le corto el pasto. Ahora me llevo la cuchilla para pasarle la piedra. –Son las seis horas treinta minutos –comentó Jacinto Balbuena, el locutor de la radio de FM local –. El día es muy
frio y la escarcha invadió el pueblo, la temperatura es de "un" grado bajo cero y se registra viento en superficie de diez kilómetros por hora –acotó. –Merde que frío –susurré mientras repasaba en voz alta las cosas que debía hacer –. Primero encender el calefón de
alcohol y luego dejar la lechera, en ese transcurso calentar el baño. –Mauro se rodeo con una frazada y salió a dejar la ollita. Cuando volvió al excusado se quitó la ropa y cerró la puerta para no enfriarse. Seguidamente miró su cara en el espejo mientras escuchaba el viento azotar los sauces llorones que estaban alrededor de la casona. Cuando miró el reflejo que le devolvía el cristal de su imagen, notó que estaba transpirado y pálido. Secó su sudor con la toalla y se apoyó en el lavamanos. –Me siento mal, carajo –murmuró –, pero no me puedo morir acá, solo como un perro. –Giró la cabeza y miró la pe-
queña ventana que daba a la oscuridad del campo y allí los vio. –Son soldados –dijo por lo bajo –, están invadiendo mi
terreno, llevan cascos con antenas pequeñas, para escuchar las órdenes seguramente. Como en una ensoñación escuchó fuertes ruidos cercanos que interpretó como helicópteros bajando más tropas. Mauricio Carlos Moday | 120
–Me habrán tomado por guerrillero, como hace un
tiempo, cuando los militares llegaron al pueblo y se llevaron cuatro jóvenes universitarios de los cuales nada se sabe aún. También creo que hay camiones y policía, veo luces y escucho sirenas –agregó –. Allí vienen más soldados, muchos caen cuerpo a tierra cerca de mí, pero no parecen verme, tampoco yo les veo sus caras. Huelo el combustible de los móviles, que seguramente es el que me produce esta descompostura. –En el lavamanos regurgitó un líquido ácido por la boca, con nauseas agregadas. Cuando miró nuevamente a la ventanita, un vapor intenso lo envolvió y tras un ruido ensordecedor, un viento muy frío lo invadió bruscamente y perdió el sentido. –Don Mauro, don Mauro, despierte, se desmayó. Debi-
mos romper la puerta con los bomberos y el chofer de la ambulancia que llamé por mi viejo celular. Usted no contestaba y parecía inconsciente en el baño. Apagamos el calefón de alcohol que quemaba mal. Todas las paredes estaban llenas de bichos bolita, del resumidero seco por desuso, que pareció su cueva –expresó Zoilo, agregando –: No se preocupe, cuando vuelva del hospital tendrá destapada la cañería y arreglada la puerta de calle. Me quedaré hasta que regrese para que no entre nadie. En el hospital del pueblo, la enfermera de turno, luego de darle oxígeno y suero según indicó el profesional de guardia dijo: –Esta vez ha tenido suerte señor, su peón llegó justo, la intoxicación por monóxido de carbono en general no perdona.
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J
ulio debía terminar de arreglarse tres molares y un canino de la parte inferior de su boca. Conocía de años a su odontóloga de cabecera, María, ya que su madre era amiga de ella desde que eran pequeños. Incluso, sus padres fueron compañeros de trabajo durante un período corto en la boletería del hipódromo local. Cuando eran niños, Julio y María jugaban al dentista entre los sillones del living. Abrían lo más grande posible sus pequeñas bocas e imaginaban que hacían arreglos y enjuagaban sus bocas en vasitos con o sin agua. Como la madre de María era asistente de un odontólogo, su casa estaba plagada de aromas a clavo de olor, adhesivos y amalgamas que ella llevaba para reparar. Pese a aquella felicidad lúdica de la infancia, Julio siempre había sufrido en sus consultas odontológicas. Palpitaciones y una transpiración fría recorrían su cuerpo cada vez que se acomodaba en aquel sillón que emulaba, para él, una silla eléctrica. Antes de cualquier maniobra intervencionista se ponía tenso y en estado de alerta máximo. Había dos cosas que eran las que más miedo le daban: las agujas de la anestesia local y la máscara de óxido nitroso. Lo cierto era que restaba bastante del tratamiento: cerrar conductos, probar los moldes, colocar pernos y coronas. Sin embargo, y con estoicismo, Julio iba religiosamente dos veces por semana a las consultas. Las noches previas a las visitas soñaba con todos los elementos del consultorio: tor-
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nos, turbinas, luces extrañas, olores propios del lugar, aspiradores y hasta la toallita de género para evitar derrames en su ropa. Las pesadillas eran un presagio de las horribles sensaciones del día posterior. Cada vez que Julio se sentaba en el fatídico sillón, padecía una contractura de los músculos mandibulares que le impedía abrirla completamente. Después, la odontóloga tomaba la máscara de gas y se la acercaba a la cara. Él respiraba hondo tres o cuatro veces y luego de una pequeña obnubilación de la conciencia, muy transitoria, se relajaba y abría la boca. Acto seguido le inyectaba la anestesia local y comenzaba con su propia interpretación de "la tortura". Curioso, Julio investigó en Internet acerca del gas utilizado: se denominaba óxido nitroso, era totalmente inocuo y su efecto tan transitorio que no necesitaba que se utilizase ningún apoyo a la respiración. En ocasiones provocaba hilaridad, tal es así que algunos alg unos lo llamaron "gas de la risa". Ya había pasado la etapa de toma de moldes y no era momento para abandonar el barco antes de que se hundiera. El día en que le tocaba el tallado de los frentes del segundo molar que debía ser implantado, era una jornada de verano muy calurosa. A las 7 de la tarde el cemento de la calle parecía ablandarse con los 39 grados. El pánico odontológico de Julio se exacerbaba. exacerbaba. De sólo pensar que ese día María comenzaría con los tornos, usaría la turbina con líquido para enfriar el tallado de su corona, e instalaría el aspirador en forma de gancho colgado en la parte anterior de su boca, que como era insufi-
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ciente para retirar toda la saliva le provocaba sensación de ahogamiento inminente, sus temores se acrecentaron. –Recuéstese en la camilla, Julio –manifestó la ayudante
de la odontóloga. Esas palabras bastaron para que se sintiera un sentenciado a la pena capital. La asistente le acomodó sus manos en los soportes laterales y le puso el babero. También le alcanzó un vasito de enjuague que cargó con agua de una pequeña canilla sobre la salivadera del sillón y encendió la luz especial sin sombra que usan los dentistas. Se representó en su cerebro la silla eléctrica y los ayudantes del verdugo asegurándole las manos y mojándole la cabeza. Tradujo el murmullo de las noticias de las 7 que salían de una radio en un sacerdote santificando a un condenado a muerte. Mientras pensaba: "¿Cuánto faltará para que la corriente comience a pasar por mi cuerpo?" El instante de esa pregunta retórica coincidió con la contractura de sus músculos masticadores que le cerró la boca. Estaba obnubilado por el pánico. Pensó que la máscara que le acercaban a la cara era la capucha final de todos los sentenciados. Entonces Julio vio el famoso túnel que citan aquellos que regresaron de exitosas reanimaciones cardiocirculatorias. Vio también luces multicolores titilantes que formaban un semicírculo, y a sus padres, parientes y amigos fallecidos, pero no pudo detenerse a hablar con ellos. Al final de aquel caleidoscopio de colores, lo esperaba María para terminar su tarea. Julio, aún dentro de su cuerpo, volaba a una velocidad
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vertiginosa a media altura, cerca de las luces incandescentes que parpadeaban. Al llegar al fondo de aquel túnel, los resplandores se atenuaron y la velocidad de desplazamiento se hizo más lenta. El choque contra la profesional era inminente. Ella, con movimientos reptantes parecía una cobra al salir del morral de un encantador de serpientes. Cables, tubos y otros aparatejos salían de sus brazos, piernas y hasta de su cabeza. De inmediato colocó una goma negra para mantenerle abierta la boca e introdujo alternativamente dichos instrumentos. De golpe, el fin de la cinematográfica escena y la odontóloga desapareció como si Julio mismo se la hubiese tragado. Se apagaron las luces y un silencio profundo invadió el lugar. Pensó que había arribado a la salida de la gruta y que se acercaba el pasaje al infinito. La quietud, el silencio, la oscuridad y la falta de movimientos de su cuerpo le dieron una sensación de paz indescriptible. Pensó que si la ejecución se había concretado, su cuerpo entraría pronto en rigor mortis y sería colocado en su última morada de madera y cubierto de tierra con la correspondiente congoja de sus familiares. Julio cavilaba sobre esas cosas cuando sintió una mueca rara en su boca. Era una sonrisa que se transformó primero en risa y después en una serie de carcajadas. No podía parar de reírse, aún al sentir que lo estaban sepultando de pie. En la oscuridad tocaba la textura de las paredes, evidentemente era madera. Además había géneros que parecían trozos de mortaja o lienzos suaves como velos. Aquel momento culminó con una incontenible sensación de orinar. Comenzó a Cuando salí de Cuba… | 125
sentir cómo la lluvia golpeaba contra la madera del cajón, mojando todo el alrededor y salpicándolo. Se despertó por los gritos de la odontóloga y su asistente, que llegaron corriendo desde la otra habitación, en que se hallaban reconstruyendo un nuevo molde para su molar. –¡Pero qué hace Julio! ¡Está orinando el consultorio!
Las mujeres lo habían encontrado de pie y tambaleante; lo tomaron por los brazos y lo sentaron en un taburete. Se reía a mandíbula batiente. –Tranquilízate, tranquilízate, no es nada, nomás estabas
orinando contra el fondo del ropero los guardapolvos y abrigos. –Subite el cierre, Julio –dijeron ambas mujeres al unísono –. En el baño podes lavarte la cara y las manos. –Parece que el gas te hizo volar bastante esta vez, Julio. Ya te podes ir, f ue el óxido nitroso… ya terminé mi trabajo por hoy –dijo María. –Entonces me voy a terminar de orinar en casa –dijo
riendo a carcajadas, retirándose del consultorio.
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ra un matrimonio común. José era el padre de aquella familia, típica trabajadora de la provincia de Buenos Aires. Su entorno giraba alrededor de su labor, su casa y sus hijos. Desde hacía cinco años su tarea en la misma empresa le había creado estabilidad monetaria en su hogar. Eran tiempos muy difíciles y escaseaban las ofertas. Su viejo despertador sonaba a las cinco de la mañana. Se duchaba mientras escuchaba las noticias del día en la radio. Había desistido de adquirir el periódico diariamente; con esas monedas compraba chocolate a sus hijos. Quince minutos antes de las seis horas, partía de su hogar. Tomaba el tren a las seis, en punto, y había siete cuadras hasta la estación de Berazategui, localidad donde moraba. Caminaba aquellas cuadras a paso vivo; lo utilizaba para mantenerse en forma; había dejado de concurrir al gimnasio del barrio, apretado por el presupuesto. Luego de una hora de ferrocarril subía al micro, que quince minutos después lo dejaba a dos cuadras de su traba jo. Era el taller metalúrgico donde ganaba su salario; lo esperaba su torno. Lo cuidaba como propio, dependía toda su familia de su producción. Fabricaba cubiertos de mesa, de mediana calidad. Trabajaba a destajo; cuantos más cuchillos tenía al final del día, más cobraría esa semana. Su esposa dedicaba todo el día a sus hijos en su casa, que era alquilada, pero mantenida como una piedra preciosa brillaba en toda su expresión. Cortinas, manteles, toallas y
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servilletas relucían en sus respectivos lugares. La comida diaria era simple pero elaborada personalmente. Su hijo mayor, con sus ocho años concurría a segundo grado. El segundo hijo, de cuatro años, era muy revoltoso. Don Luis, el padre de José, como abuelo era el mejor, sus dos nietos lo adoraban. Siempre tenía algo para entretenerlos, desde dulces, pequeñas historias o algún paseo. Toda su vida trabajó en la sodería del barrio, habiendo realizado variados tipos de tareas, desde la limpieza y aseo del local, envasado con la máquina automática o distribuir en los domicilios los cajones con la chata a caballos. Cuando llegó su jubilación comenzó a sembrar el fondo de su pequeño terreno; los vegetales frescos fluyeron para él y su familia. Cuando su nieto más pequeño lo visitaba, ambos regaban el huerto y sacaban yuyos. Le enseñaba al niño el arte de cultivar. Por la tarde, concurría al club Social a jugar a las barajas o a las bochas. Al fallecer la compañera de toda la vida, lo embargó una gran depresión. Poco tiempo después comienza con movimientos anormales de sus manos y su cabeza. Se sentía observado y escondía sus dedos en la espalda o debajo de la mesa cuando estaba sentado. Junto a dichos movimientos comenzó una invalides creciente; sus manos se tornaron toscas y duras, cayéndosele las cosas o derramando los líquidos. Cada vez le costaba más caminar, arrastraba los pies, no podía asearse correctamente, tampoco a su casa, y su huerto se llenó de malezas. También dejó de concurrir al club; sus movimientos no controlables lo avergonzaban y la invalides lo hizo depenMauricio Carlos Moday | 128
diente, pero huraño y ermitaño. Hacerse un té o una sopa era un suplicio; adelgazó y cambió su humor hasta hacerse hosco y depresivo. Se convirtió en un ser solitario, introvertido, que escondía sus manos para que el ruido contra la mesa no fuera percibido. Llegó a atarse la mano derecha al muslo con un pañuelo para que no se observare el movimiento o escuchase el repiqueteo. La medicación para el mal de Parkinson lo mejoraba algo, pero no le quitaba el temblor. José decidió llevarlo a su casa; veinte cuadras de distancia no permitían atenderlo adecuadamente: –Papá, ordenamos el galponcito para que estés lo mejor
posible, es por el bien de todos. Éste asintió con un movimiento de cabeza, no quería molestar a su familia. Todo lo sentía perdido: su casita, sus verduras, sus recuerdos, pero su mente lúcida trataría de mantener vívida el alma de su señora, para que no murieran sus ilusiones. Partió con su hijo. Sólo llevó, aparte de su poca ropa, la radio Spica que su esposa le había regalado; escuchaba noticias y deportes; Boca Juniors estaba primero en la tabla. t abla. La convivencia con su familia duró sin problemas muy poco tiempo. Su nuera comenzó a quejarse del aseo de su habitación, de su lentitud para hacer o desplazarse, o aún hablar. Todos reunidos en la cena escuchaban el repiquetear que el temblor traducía a la mesa con los cubiertos en la mano. Era un redoble de tambor que los llenaba de angustia. Dificultaba la charla o mirar el deporte o seguir la novela en
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la televisión. El sonido era molesto, pero la insensibilidad de ellos era mayor. Sólo el nieto más pequeño seguía a su abuelo a todos lados y lo acompañaba a su habitación. Algunas veces hasta se llevaba un colchón pequeño y le hacía compañía por las noches. Llegaron a ponerle una mesita en un rincón, lo cual aumentó su aislamiento. El límite de la incomprensión llegó cuando José, a instancias de su esposa, fabricó en su torno cubiertos y platos de madera, para que al cenar se minimizara el ruido y poder escuchar la famosa novela. Don Luis, aislado y avergonzado por su propia familia, lloraba frecuentemente, dormía poco, tratando de no temblar por si lo escuchaban de sus habitaciones sus familiares; sin embargo estaba alejado y eso era poco posible. Su nieto menor no comprendía porque lo habían aislado en la cena y muchas veces le hacía compañía con su mesita más pequeña aún; tampoco entendía los cubiertos de madera del abuelo. Una noche, su madre se encontraba haciendo la cena para todos, su padre mirando el mundial de fútbol en la televisión; el más pequeño, sentado en el suelo, jugueteaba con una madera, clavos y un martillo de juguete. El ruido molestaba a su padre para escuchar el partido, así que se sentó junto a él y preguntó, –¿Qué estás construyendo, hijo?
El niño respondió: –Platos y cubiertos de madera para cuando papá y
mamá fuesen grandes y temblaran.
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José se paralizó, apagó el televisor y acercó la mesita en que el abuelo cenaba, expresando: –Desde hoy todo el mundo hace ruido al cenar, no sólo
el abuelo Luis. El niño causó el cataclismo. Su padre, de sólo pensar que lo mismo podría sucederle cuando su edad avanzara, llegó a su torno en la fábrica a la mañana siguiente y moldeó platos y cubiertos para toda su familia. Cuando regresó dijo: –A partir de esta noche todos comemos en platos de
madera. Su esposa, comprendiendo a José, los decoró y llegó a venderlos en la feria artesanal local de los domingos. Don Luis falleció al año siguiente. Aún hoy lo recuerdan con gran cariño durante la comida, utilizando los decorados platos de madera.
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M ¿Qué estarán haciendo esa noche de intenso uchos se preguntaron:
–
diluvio don Rojo y el doctor en la Citroneta? Rojo era el apellido del viejo enfermero práctico, español naturalizado, de aquel pueblo de campo, donde se unían muchas voluntades. Lo apodaban "El Pibe", nunca supe por qué. Cruzamos El Paso a nivel, sin barreras, al costado de la vieja estación de trenes que a principios de 1900 habían fundado los ingleses. Lugar alto y muy barroso como todo el poblado. Una sola calle de asfalto con luces de mercurio recorría de norte a sur el pequeño emplazamiento urbano; empezaba en la entrada de la ruta provincial y terminaba en la fábrica de máquinas de coser, que Italianos visionarios habían instalado allí. Muchos técnicos y mano de obra calificada, de la segunda postguerra mundial, exilados escapando de la hambruna, recalaron en el segundo círculo del conurbano bonaerense, así llamado porque el primero en general dio asilo a la migración interna del país, y se ubicaba cercano a la gran ciudad. Era mano de obra barata, influenciada por políticas populistas, pero sin ninguna preparación educativa o racionalización de ningún tipo. Los habitantes del interior recalaban en los alrededores de Buenos Aires, desordenadamente; salían de los campos y Mauricio Carlos Moday | 132
eran volcados a tareas fabriles o de la construcción, tratando de convertir un país agrícola ganadero en una avanzada industrial. Se vendieron innumerables cantidades de máquinas de coser, pero el tiempo inexorable y la industrialización decretó la reconversión de la empresa. Comenzó a producir autopartes; los franceses habían comprado los viejos tornos y estampadoras, agregando a ello inversión tecnológica, sin desestimar el capital técnico humano. El antiguo poblado de paisanos del campo, aquellos de bombacha bataraza, cinturones de rastras de monedas y sombrero aludo, se internalizó. Cambió el atuendo por el vaquero y la camisa a cuadros y el asado por la hamburguesa. Pasaron los baquianos a tornear y los chacareros a estampar chapas o fabricar asientos de automóvil. El poblado se transformaba en una pequeña ciudad cosmopolita, donde se mezclaron los gringos con los nativos. Estos realizando tareas de menor calidad, rutinarias, y los foráneos dirigiendo como técnicos. También, discurriendo por el asfalto, se instalaron numerosos comercios de todo tipo, especialmente alimenticios y de servicios. Así fue que ese asentamiento humano, nacido alrededor del ferrocarril, se extendió hacia la periferia. También tentaba a los tamberos, que buscaban mejores jornales y leyes sociales; aún aquellos que eran dueños de pequeñas parcelas de tierra con animales se prendieron en el emprendimiento fabril.
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Diez años después de instalada ya tenía casi 1.000 almas trabajando activamente y muchos más secundariamente. También llegaron familias de todos lados. Había pobres trashumantes, trabajadores no calificados, ladrones y oportunistas, instalándose en terrenos fiscales o privados sin autorización, usurpando lo que encontraban, auspiciados por las leyes muy benévolas de aquella época. Sólo los menos instruidos, o tamberos, con vacas propias, no se acercaban a buscar trabajo; aún estos últimos pedían algún jornal y su familia se dedicaba al ordeñe. La fábrica incorporaba a todos, salvo aquellos que estuviesen enfermos o no hubieren concurrido a la escuela primaria. El enfermero asistía al pueblo y a la empresa, igualmente lo hacía yo, ambos con turnos predeterminados. Las urgencias que se presentaban se atendían donde fuera posible. Mi casa era de la fábrica donde vivía con mi familia. Don Rojo tenía su propia vivienda en el poblado. Esa noche de invierno se desato una tormenta muy intensa de lluvia, relámpagos y granizo. Un paisano en sulki pasó por la casa de mi asistente y a los gritos dijo: –Creo, pibe, que la esposa del gaucho aguja está muy
enferma. ¿Podrá llegarse a verla, con el doctor? –Vamos a tratar, espero no empantanarme con la Citroneta –dijo don Rojo.
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Me pasó a buscar, me informó la novedad y sin más trámite partimos para el bañado. –Llegaremos, pibe –le pregunté. –Peores barriales he sorteado para ir a pescar, quédese tranquilo –me contestó.
Parecía un baqueano a caballo, recorriendo la pampa húmeda, más que un vasco idóneo en Citroneta. Le había disminuido el aire a las gomas y el pequeño furgón tiraba como un tractor. Avanzando por donde podía, cruzando anchos charcos, badenes profundos y un pantano, bajo en nivel de agua pero de tres cuadras de extensión. Veinte minutos después me depositó en la puerta del rancho. Con el sonido del motor apareció el Gaucho Aguja. Personalmente nunca lo había visto, sabía que existía porque pedía limosna en la estación del Micro. Ocasionalmente pasaba por ella con mi automóvil y veía a un pordiosero, todo raído, casi sin dientes, desgarbado, y con un bastón de caña; en ese momento confirme que era él. Nunca había visto de tan cerca la indigencia, la miseria y la mugre. El gaucho, sólo tapado bajo la lluvia con una sábana hecha jirones, parecía que tenía más de setenta años. El pelo ralo, los pómulos salientes, condicionados por la pérdida de la masa muscular, hacia resaltar sus ojos en la penumbra, que sólo iluminados por los faroles de la Citroneta, tangencialmente, le daban un aspecto fantasmagórico. Su peso sería de 40 kg, de allí su apodo.
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Antes de bajar del furgoncito le pregunté al enfermero cuantos años tenía el gaucho aguja: –La edad de Cristo, doctor, treinta y tres –respondió.
Don Rojo descendió primero y desplegó un gran paraguas para resguardarnos a ambos, luego baje yo. Al depositar mi pie derecho, éste se sumergió en el fango hasta el tobillo; creí que me caería, pero me estabilicé y me incorporé. Inmediatamente se acercó el Gaucho Aguja, me extendió la mano derecha sonriente; en la izquierda llevaba un balde, que traía de un aljibe a ciento cincuenta metros de su tapera. –Por si hace falta agua buena, doctor –me dijo. –¿Qué sucede? –le inquirí de inmediato. –Voy a tener mi cuarto hijo, doctor –me contestó son-
riente. Entré de inmediato al rancho, una sola habitación para todo servicio, con piso de tierra apisonado, paredes y techo de cartón prensado. El viento, la lluvia y el frío se colaban por cientos de pequeños orificios, que el tiempo y los materiales habían hecho permisivos. Una vela medio consumida sobre una mesa de cajones, alumbraba el lugar. Sobre una cama casi sin colchón, tres niños me miraron atemorizados. Cerré la cortina que hacía las veces de puerta
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de entrada, y por fin al fondo de la penumbra vislumbre la parturienta. Se encontraba en un camastro hecho de caños, sobre un colchón ensangrentado y todo mojado. Al acercarme para ver mejor, una cabeza de bebe coronaba los genitales de la señora. La indigencia, la incultura y la desidia gritaban; la inocencia reía. Los niños seguían asombrados de mi imagen de médico, sin trasuntar que su madre coronaba a su hermano en la pelvis menor. El charco de sangre se extendía hasta el piso, no era buen augurio. Cuando pude acostumbrarme a la oscuridad, la flama bailoteaba con el viento, que soplaba fuerte. No habíamos llevado elementos para asistir un parto y no teníamos tiempo de volver a buscarlos. A mano limpia termine las maniobras que recordaba de la cursada de obstetricia y me dedique al alumbramiento. Hacía poco más de tres años que había salido de la Facultad y era mi primer parto en soledad. El pibe me quería ayudar, alcanzándome cosas de su bolsillo, pero necesitaba cortar el cordón, que previamente habría que anudarlo. El enfermero tenía una tijera que esterilizamos, o mejor dicho calentamos, encima de la vela. Pedimos una zapatilla al gaucho, para sacar sus cordones. Con ese instrumental anudamos y cortamos el cordón umbilical que unía el bebé a su madre a través de la placenta.
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El pibe tomó al bebé y lo envolvió en una lona que encontró en la Citroneta. Se lo entregó al padre, al cual se le ilumino una amplia sonrisa. Luego saqué la placenta, que tardó como media hora en salir, la tomé con un diario y con la luz mortecina la mire concienzudamente, estaba completa. Se la di al gaucho con la consigna que la enterrase durante el día. Había escuchado que los perros cimarrones suelen comer la de las vacas, en el campo, y me atemorizó. Momentáneamente la deposité en un viejo tacho de pintura. Revisé al neonato, lloraba normal, tenía hasta donde podía ver buen color y estaba entero, moviendo los cuatro miembros. Lo trasladaríamos al pueblo, con nosotros, para luego llevarlo al hospital zonal; seguramente lo introducirían en una incubadora por dos o tres días. Tal alegría tenían todos por el nuevo vástago que el Gaucho Aguja ofreció té o mate cocido. Rojo y yo nos miramos y dimos las gracias. Los hermanos, de corta edad, reían y jugaban en el camastro, dos de ellos aún con chupete. Miramos en derredor, agradecimos y con la excusa del traslado del infante, salimos rápidamente. Sucios, embarrados y asqueados pero felices de haber traído una vida nueva al mundo, en esas condiciones nos retiramos con el bebé en brazos. Luego supimos que a los cinco días la ambulancia se los alcanzó al rancho, en buen estado sanitario, con las correspondientes vacunas.
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Permanecí cerca de una hora debajo de la ducha, sin saber si tratar de hacer consciente todo aquello que había vivido y sentido o lavármelo con agua corriente y jabón de mi cerebro, para olvidarlo. Al día siguiente, cuando encontré al enfermero en el consultorio y pregunte por qué no trabajaba el gaucho en la fábrica, donde tantos otros subsistían o salían de la indigencia para mejorar como personas o como ciudadanos, su respuesta fue tajante: –Fue rechazado hace seis meses, doctor, porque nunca
fue a la escuela.
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S
ólo una libreta de direcciones y una pequeña caja de fósforos encontró José en la alcoba de Garní, sobre su mesa de luz. En la escuela primaria habían sido compañeros. De adolescentes, vivía a sólo una cuadra de su casa y se complementan para las tareas del colegio Garní era muy bonita, pero José jamás le demostró cuán enamorado estaba de su persona. Ella le gustaba, soñaba con largos encuentros platónicos que terminaran en un noviazgo formal. Eran otros tiempos y frecuentemente si algún joven la invitaba a alguna fiesta, generalmente aceptaba, pero eso sí, un acercamiento más íntimo le producía extrañas crisis de pánico que la paralizaban. Solía sollozar cuando aquello le ocurría y era incapaz de articular palabra. El compañero ocasional huía despavorido, sin regresar ni siquiera a preguntar qué había pasado. Terminado el secundario, ambos viajaron a estudiar a distintas facultades y se dejaron de ver. Aquella lejanía acusó en él un olvido de su enamoramiento juvenil. Pasaron los años y José regresó como profesional. Supo que ella había vuelto al pueblo dos años antes, que se había casado con uno de los gerentes de banco de la ciudad y que tenía dos hijos varones. Su profesión era absorbente, casi no podía separarse del teléfono o de las guardias. Justamente en una de ellas llamaMauricio Carlos Moday | 140
ron de urgencia, era de su casa: Garní había vuelto a sufrir un desmayo con una crisis de rigidez que la envaraba. Su esposo, al cual José no informó que la conocía, manifestó el episodio certificando que siempre le ocurría ante una relación sexual o una depresión; la respuesta era la contractura y el mutismo. Superado ese episodio, José comenzó a visitarla asiduamente como viejos amigos que eran. Siempre lo invitaba a tomar un riquísimo té importado. Conversaban de viejos tiempos; le contó que no se había recibido de arquitecta; la maternidad temprana la había sorprendido y regresó con su esposo cuando a él lo rotaron por aquella ciudad, que a ella la había visto nacer. Garní permanecía sola todo el día. Sus hijos concurrían a escuelas de doble escolaridad, donde se le garantizaba su aprendizaje en tiempo y forma. Su esposo solía llegar tarde a cenar, siempre estaba enfrascado en reuniones gerenciales. Por la mañana acompañaba a sus hijos a la escuela y luego concurría a su oficina bancaria. Con José en urgencias, una de las noches llamaron desde la casa de Garní; eran aproximadamente las cuatro de la tarde. Al llegar, apretó el timbre y nadie acudió. Al empujar la puerta notó que estaba abierta y entró. Con voz temblorosa y casi desconsolada la nombró. Nadie contestó y temió lo peor. Aquella llamada telefónica fue real, pero, ¿quién telefoneó?
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Al pasar la puerta se escuchaba agua cayendo profusamente: era la ducha del baño superior. Cada vez más alarmado subió las escaleras, pasó por el dormitorio de Garní que estaba en penumbra. Sólo en su mesa de luz se destacaban la libreta y los fósforos, todo parecía en orden. La cama con las sábanas dobladas en sus extremos en ángulo, desde el borde hacia el centro, como si esperase al matrimonio. Seguramente la dejaba la mucama preparada desde la mañana. Siguió por el pasillo buscando el baño. Lo guiaba la tenue luz de la calle a través de un extremo de aquel corredor. Cuando encontró la toilette entró pausadamente. Allí estaba ella de pie, desnuda, con los cabellos lacios y ligeramente húmedos; solamente una toalla cubría parte de su dorso. –Te esperaba –le susurró.
Fueron al dormitorio y sin mediar palabras hicieron el amor hasta caer exhaustos. En la ensoñación posterior al acto, José entreabrió los ojos y leyó la libreta. Suficientes hojas, dos a tres por mes, tenían su nombre con el escrito que rezaba: "Siempre té esperaré". También los fósforos mostraban la inscripción: "Tú eres la lumbre de mi vida". Ambas esquelas en cada lugar que estuviesen estampadas tenían su inconfundible firma, Garní.
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mbos progenitores observaron con ingenuo horror complaciente el cambio insinuado por sus dos hijos. Aquel matrimonio de ancianos, con una vida entera de trabajo y dificultades, disfrutaban su casa con su pequeño jardín delante y su amplio parque con flores en el fondo.
A
Luego de su jubilación forzosa por discapacidad, el padre presentaba pequeñas pero grandes secuelas: debía leer el diario con un solo ojo por tener visión doble y hablaba poco porque su palabra arrastrada lo influenciaba mucho en su vida de relación; pronunciaba lo estrictamente necesario, ya que le daba mucha vergüenza sentirse observado. Sus hijos habían terminado el colegio secundario y el varón cinco años mayor que su hermana se había recibido de profesional en la Universidad local. La madre había insistido en que ambos cambiaran la vida de la fábrica que ellos propiamente, como hijos de inmigrantes debieron adoptar. Cubrieron con honestidad puestos fabriles con la mano de obra necesaria para mejorar sus vidas desechas por las guerras para avanzar en desarrollos personales con alguno de sus sueños. Ante su retiro, los sexagenarios disfrutaban de la paz y la tranquilidad de aquel barrio del conurbano que habían elegido como hábitat definitivo y que Leonardo, el padre de aquel matrimonio típico de clase media baja de la provincia de Buenos Aires, adquirió con innumerables sacrificios, ya que veinte años antes, en la década del cincuenta, no había
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podido nada más que compartir con parientes un departamento entre dos familias. Posteriormente, trabajando de sol a sol y con un pequeño capital que le había dejado su padre como herencia, adquirió aquella coqueta casa que construía una honesta empresa inglesa, con una hipoteca a treinta años, cancelada a los quince. Las ventanas con celosías de madera, los altos techos de tejas coloniales, los plafones redondos de yeso y el maravilloso descubrimiento del termo-tanque a gas natural, toda una invención en la época del calefón eléctrico o a garrafa. Todo mejorado y con depurado orden impuesto por Caty, la madre, con cortinas, manteles y delantales multicolores que alegraban la vista. Los años de la pareja fueron pasando hasta que su hijo "el doctor" partió por trabajo, alejándose de su compañía. Sin embargo, los cinco niños de su hija menor, que nacieron y vivían en la casa del fondo con flores, se hicieron grandes. Cuando desapareció la zanja que en la acera de enfrente a su casa, donde sus nietos pequeños aún pescaron ranas y cazaron anguilas y fue reemplazada por una pared de dos cuadras de largo, perteneciente al Colegio Secundario, donde los más grandes comenzaron a cursar su adolescencia. Caty y Leonardo empezaron a darse cuenta de su desplazamiento a límites tolerables a su intimidad, o mejor a la tranquilidad que los años les habían otorgado por tantos desvelos. La incomodidad fue aquel hogar muy coqueto pero pequeño para albergar dos matrimonios y cinco vástagos, no pudiendo encontrar una solución aceptable, ya que su hija Mauricio Carlos Moday | 144
no contaba con trabajo y su yerno era vendedor y sólo cobraba porcentaje de facturación, no siendo estables sus ingresos. Muchas veces Caty había tenido que colaborar con la leche o la comida de los niños, amén de pagar todos los servicios. El padre tomó una decisión heroica: construir una nueva casa dentro de su propia casa. Su presupuesto acotado de jubilado por incapacidad sólo alcanzó para una pequeña prefabricada de madera con desniveles y techo de chapa rural que abarataba toda la operación. Pagó en cuotas rigurosas durante treinta y seis meses su diseño e instalación. Su hijo mayor, a la distancia y en las pocas ocasiones que su trabajo le permitía, trató de disuadirlo, pero como siempre lo había hecho Leonardo, la decisión estaba tomada. La construcción demandó dos meses y desde que bajaron la madera, su fondo de flores desapareció. Caty lloraba por los rincones, no estaba segura si era real lo que miraba, desde el piso de cemento con tarugos de madera para atornillar la estructura hasta el pozo ciego para el baño que fue necesario construir, que transformó su fondo en un desgüesadero de informes desechos de materiales, machimbre y piedras. La conexión a los servicios fue problemática, ya que todo debía pasar por el garaje de la casa, en aquel momento ocupado por el dormitorio de las niñas menores. Pese a todo la "casita de madera", como la llamaban los chicos, fue aumentado su volumen y se terminó en el tiempo programado. El matrimonio se mudó y al principio como novedad parecieron alegres y aún eufóricos, pero cuando se percataron que la ventana del dormitorio miraba el ligustre del vecino,
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las habitaciones del frente se orientaban al fondo de su ex casa y sólo la unía a la misma un sendero de ladrillos de diez metros que los comunicaba con el exterior, pero que los separaba fundamentalmente de sus sueños y memorias de una vida de honor, trabajo y decencia. Luego de varios meses, al desayunar en la pequeña cocina o almorzar en el comedor, sus miradas se encontraban y denotaban cansancio y el sentimiento silencioso de haber sido usurpados de su necesario bienestar en sus últimos años de vida. Cruzaban la habitación de sus nietas y salían al exterior para ver su propia vereda, aquella que los conectaba con sus propias vidas, sus amigos y sus pequeños placeres como jugar a las barajas en el club Social; todo lo demás lo miraban a través de la ventana del cielo y la memoria, seguían con su rutina, vivían. Cuando los dos sexagenarios enfermaron, sólo alguna de sus nietas más chicas los visitó asiduamente; a sus hijos ocupados en sus cosas o en sus profesiones no les quedaba tiempo. El yerno y la nuera, casi ausentes del problema, no aportaron nada en su beneficio. Ambos por igual se sumieron en aquella cárcel con olor a pino, incomunicados y ermitaños, con el techo de listones por compañía, dentro de la casita de madera y solamente el cielo estrellado durante las noches fuera de la casa. Su muerte se constató paulatinamente con sus corazones desgarrados y solos. Pasaron los años, las maderas de lo que fuera su casa encendieron muchas estufas a leña y cocinaron gran cantidad de asados, sus nietos recuerdan ocasionalmente a sus abuelos, que entregaron sus destinos para que ellos vivieran
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más dignamente. Las piedras y el cemento fue cambiada por tierra abonada, algunas hasta se convirtieron en maceteros, volvieron a emerger las flores como naciendo lágrimas de sus propios ojos en una tumba virtual. Sus hijos, ya sexagenarios, se reúnen hoy con sus descendientes y parejas y sus nietos en la casa vacía de todo recuerdo, con algunas flores, pensando y charlando de sus cosas y trabajos, pero cuando miran el fondo se perfila en el espacio, perdida en ese tiempo que nunca volverá, la silueta inconfundible de la casita de madera.
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D
ía extraño le tocó vivir al padre Colodrero. Esa mañana de martes, como todas las semanas, luego de levantarse y asearse a las seis horas, se preparó para nadar en la piscina del club del pueblo. Era sacerdote por vocación, y luego de haberse ordenado en el Seminario de los Monjes Benedictinos fue enviado a aquella pequeña ciudad del interior de la provincia. Tomaba mate temprano, mientras leía salmos y versículos de la Biblia. Al tomar su baño diario, previamente se pesaba en una vieja balanza casera. Comenzaría una dieta, ya que se encontraba excedido en varios kilos. También decidió hacer algo de ejercicio, luego que su médico amigo le informara que su colesterol estaba algo alto. Había cumplido cincuenta años y era momento de cuidarse. La alberca del club "Poseidón" le fue ofrecida antes de que abriera sus puertas por la mañana. Su dueño, un antiguo feligrés de su diócesis, era amigo personal del cura. Solía cenar en su mesa en noches cálidas, especialmente del verano. No nadaba muy bien, pero mejoraría con el tiempo. No quería correr una carrera náutica sino sólo bajar algunos kilos. Cuando llegó a la alberca era aún de noche. Las medidas olímpicas eran perfectas para coordinar movimientos y nadar largos trechos. Los pequeños orificios en la lona que cubría la superficie del agua reflejaban la luna. Al oscilar con Mauricio Carlos Moday | 148
el viento parecían estallar, como los quebrachos encendidos en el brasero, en miles de luciérnagas multicolores. Abrió la puerta con la llave que le habían prestado, de un viejo portón de la parte posterior del terreno. Éste daba al costado del alisado municipal, donde se situaba todos los martes la feria de alimentos no perecederos. Atravesó el pórtico para dirigirse al vestuario y colocarse el pantalón de baño. De un pequeño estuche plástico extrajo los tapones de oídos; el agua con cloro de la piscina le alteraba los conductos auditivos. También se colocó unas viejas gafas de nadar, que usaba en el seminario. Tomo la toalla y recorrió los pocos metros que lo separaban del natatorio. Tocó el agua con los pies, para tomar su temperatura; estaba climatizada y era muy agradable. Se incorporó los tapones y las gafas y se lanzó de pie al líquido elemento. Comenzó a nadar estilo pecho, para calentar músculos y ablandar las articulaciones. Sólo le llamó la atención la intensa bruma que envolvía la enorme pileta. Sabía que la misma tenía un caloventor (se utilizaba para calefaccionar grandes lugares); era la manera en que desaparecía el rocío del ambiente por la gran humedad concentrada, normal en todo espejo de agua cerrado, pero dicho equipo no estaba funcionando. Disfrutaba realmente el momento, nadando y contrayendo sus músculos, tratando de colaborar con la dieta que lo haría bajar de peso. Por momentos le parecía escuchar un ruido en el otro extremo de la alberca, pero sus oídos con tapones de silastic
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más el sonido de su propio desplazamiento pensó que se trataría de un artefacto, amén, en los momentos de total silencio que acompañaban al supuesto ruido, hicieron que no le llamara la atención en lo más mínimo. Llego a uno de los extremos y se tomó del borde para descansar unos segundos. Nuevamente algo sonó en el seno del agua; ahondó su perfil tratando de escudriñar en la bruma, pero la misma no le permitía ver nada. El sonido, parecido a una chalupa desplazándose en un lago para cambiar el lugar de pesca, lo sobresaltó. Sacó los tapones de los oídos y sin duda algo medianamente grande flotaba en aquella superficie. Había observado en recientes noticias por la televisión affaires de sacerdotes que habían tenido dominio público. Homosexualidad, paidofilia, sodomía y erotismo de un seminario de la ciudad de Santa Fe, amén del libro de Humberto Ecco, "En Nombre de la Rosa", que había leído recientemente, pasaron como ráfaga por su mente. Los horrores y la perversión vinieron a sus pensamientos debido al temor por la soledad del momento. Pero él tenía una conducta ejemplar y no había nada de esos desvíos en su tarea corriente, pensó. Vivía para los feligreses y la diócesis, meditó, tratando de sobrellevar el miedo creciente. Por lo tanto, nada de ello podía pasarle a él. Se enterró prácticamente los tapones en los oídos y se lanzó al agua en una alocada carrera estilo crawl, como si Satanás mismo lo corriera. Recorrió los cincuenta metros ida y vuelta y volvió a detenerse a tomar aire. El sonido en medio de la bruma volvió Mauricio Carlos Moday | 150
a meterse en su cerebro, bloqueándolo nuevamente. Pensó en el martes seis del seis, día del anticristo de los paganos, que también hicieron referencia en los medios de difusión, que él había elegido para comenzar sus ejercicios físicos. Trepó por la escalerilla y se sentó sobre el borde donde se había detenido a tomar aire. Besó largamente el crucifijo y escuchó el sonido apagado chapoteando cada vez más cercano. De pronto un bulto flotando de color rojo le pareció que se le venía encima. En esos momentos se encendieron los reflectores de la piscina, había llegado el vigilador del lugar. La imagen roja alargada no era otra cosa que uno de los flotadores que se usan en rescate marítimo y que alguien había olvidado en el agua. El día anterior se había llevado a cabo un curso de rescate acuático, con teatralización y reanimación caardiopulmonar en el borde de la piscina. El padre Colodrero respiró profundamente, tratando de disminuir la adrenalina segregada, y se arrojó nuevamente al agua para relajarse. Pese a los reflectores, la bruma todavía no se había disipado, así que nadó tranquilo entre la niebla. Su grito agudo de socorro estremeció al cuidador. Éste, como había llegado se arrojó al agua, con ropas y botas de abrigo. –Un muerto, un muerto –el sacerdote había encontrado
un cadáver flotando.
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El difunto no era otra cosa que el muñeco que se utilizó para rescate y que también se hallaba flotando, seguramente impulsado por algún bromista. Por quince días no concurrió a la piscina. Meditó, leyó salmos y varios tramos de la Biblia. Concluyó que la fecha del sexto día del sexto mes del año le había jugado una mala pasada a su sensibilidad jesuítica. Él creía en Cristo y en el hombre. Sabía que había buenos y malos, pero que el anticristo y el cabalístico seis, seis, seis eran producciones de la mente de Roman Polansky u otros que la usaban en sus películas para impresionables o esotéricos. Nunca más tocaría el tema.
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C
orría el mes de agosto y la caja boba se comenzó a llenar de sonidos e imágenes de inconfundible tinte oriental. Una variedad de personajes, tocados por las varas mágicas del deporte y de los dragones buenos y mitológicos, algo distintos de los descriptos por mi amigo Alfredo que provienen de la cultura portuguesa de las Azores. Estos dragoncillos que observamos habitualmente son los del barrio chino de la ciudad de Nueva York, que vemos en las series de televisión y se representan en el fin de año oriental con marionetas dirigidas por cientos de amarillos, que con sus palos y telas de colores simbolizan el dragón y la buenaventura, que aprendieron de las doctrinas de Confucio, taoísta o de la naturaleza. Cuando China decidió hacer los juegos olímpicos, se me ocurrió que podría concurrir al importante evento, aprender alguna de las disciplinas y quizás actuar como entrenador de alguna de ellas. La falta de trabajo serio y permanente era lo común en nuestro país durante el año, así que esperaba poder contar con la tarea para conseguir algún empleo duradero en el invierno próximo. Me fui a Ezeiza y comencé a hacer el aguante para viajar. Sin que nadie me observase, me introduje dentro de uno de los pontones de los velocistas del yathing de la clase Tornado, que pese a ser una caja fría y lúgubre como cajón de finado, pude viajar medianamente cómodo.
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Todo el tiempo en aquel cajón me permitió meditar en las posibilidades de ser manager de algún deporte poco convencional o discretamente conocido, de las cuales nuestros compatriotas no se destacaran, o en forma innata que los habitantes de este país no practicasen. Por lo tanto descarté de entrada el fútbol, desde el cual, cuando aún no han dejado de jugar, un cursillo de morondanga los transporta a sueldos jamás sospechados por todos nosotros como técnicos expertos, aunque sean advenedizos; pero sabía que todo eso era sólo para algunos elegidos. El rugby no era una disciplina olímpica. Descartamos el tenis y el basket, agregando más tarde el jockey, ya que han debido jugarse previamente. Por último, decidí separar todas las disciplinas derivadas de la equitación, ya que los caballos son muy costosos y no tengo donde guardarlos, o el ciclismo, ya que no sé andar en bicicleta, o el water polo, ya que en la Pelopincho es un poco complejo jugar, por no dar las medidas reglamentarias. Por lo tanto comencé mi investigación en prácticas de menor jerarquía donde la inversión fuera mínima, empezando por la más económica a mi modo de ver. Concluyendo y en un dechado de ingenio, decido comenzar por el "Tenis de Mesa". Llego al estadio representativo del correspondiente deporte, en Beijín, y pregunto en mi mandarín básico extractado de computadora, a un asiático que vigilaba una puerta –La sala de Ping... Pong... Fue en ese momento que una
cerrada descarga de luces multicolores, cohetes, cañitas voladoras y rompe portones estallaron a escasos 15 cm. de mí; Mauricio Carlos Moday | 154
en realidad eran todos los fuegos artificiales de Beijín que reprobaban mi torpeza, ya que Ping Pong es sólo onomatopeya y no existe como deporte; eso me lo gritaron en el oído medio en inglés y medio en cantonés, otro de los idiomas que la China utilizaba, especialmente en los sectores sociales mas bajos. Por lo tanto y casi decidido por este deporte, ingresó al estadio correspondiente y que en su frontispicio rezaba "Tenis de Mesa". Me detiene un Samurai a pedirme la habilitación de ingreso al recinto; como no la tenía me mandaron a buscarla con epítetos que no entendí en Cantonés. Cuando pude aproximarme a la ventanilla que decía en caracteres chinos e ingleses "Tenis", pregunto en mi inglés de carpa de circo si era la cola del tenis de mesa y un vozarrón junto a mí me contesta en español: –La de la derecha es para "Cancha de Tenis" y la de la iz-
quierda para "Mesa de Tenis". Lo más interesante que el que me contestó no era otro que Rafa Nadal, que también estaba en la cola; él para la de "cancha", por supuesto. Presuroso saco mi llavero birome para ver si le pedía un autógrafo, pero lo único de papel que tenía entre mis ropas era un profiláctico y de un solo lado, ya que del otro era transparente, así que me firmó el cuadradito, que ahora reposa en un cuadro en casa como trofeo de paz, con la rúbrica del notorio Rafa. Me separo del tenista por las propiedades de la cola de espera, que comenzaba a girar a la izquierda hacia "Mesa de Tenis", hasta que ya en la ventanilla me preguntaron por qué deporte competía o entrenaba y si era en esta segunda insCuando salí de Cuba… | 155
tancia, a quién representaba como entrenador y cuál era su record. Me extienden el documento como asistente de un tenista de mesa que todavía no había arribado a Beijín y que les dije que se llamaba José Bonsái, cuyo record era de 5 al hilo, según manifesté; entendieron que había batido a 5 adversarios sucesivos durante la clasificación, por lo cual me felicitaban. Por fin se apiadaron de mí y por las grandes dificultades del idioma me obsequiaron con la autorización a ingresar, que colgué de mi cuello como si hubiese sido la medalla de oro que ganó Curuchet. Regreso nuevamente al estadio en que se practicaba Tenis de Mesa, con mi autorización en el cogote y el asiento numerado. Exactamente era algo esquinado, pero la mesa de juego se situaría a unos 300 metros de mi asiento. Allí comprendí por qué los chinos miraban como espiando pero llevaban larga vistas, pensando que la pelotita se vería desde ese lugar como un dedal blanco. Bajé con mucho disimulo y, como decía Tato Bores, me disfracé de ikebana para poder observar todas los secretos de este deporte del futuro, desde una mesa accesoria a la lid. Comencé por mirar las necesidades edilicias, olvidándome totalmente de las tribunas, ya que como máximo alquilaría el polideportivo de Gimnasia de La Plata o usaría cualquier otro de donde me contrataran. Observé con detenimiento la mesa de la disputa; primero pensé debe ser muy sólida, luego la pintura verde con bordes blancos es fácil de conseguir. Anotaba todo en mi Mauricio Carlos Moday | 156
libreta, que pareciera auspicioso para mi objetivo. La red si podía la compraría, si no mi hermana me la tejería al crochet. El gasto mayor era la mesa y las paletas, de las cuales debía tener unas cuantas, al igual que pelotitas. Las bebidas en una heladerita circular, toallas y seca manos bordados con los nombres eran de segunda necesidad, así que me decidí a esperar los contendientes, para observar las necesidades de recursos humanos. Previamente miré sobre la mesa accesoria, ya que había un libro gigante como un bibliorato donde firmaban los oponentes y jueces los resultados y alternativas de los partidos jugados. También se situaba un volumen de la Enciclopedia de "Tenis de Mesa Ilustrado", de John Mini Raquet, un americano especialista en recorrer el mundo con la paletita. La misma era obligatoria, por si se trasgredía alguna regla del juego, se constataba con el Video-Referencial y dicho volumen. Tratando de no perderme nada de la contienda y sus necesidades, casi no reparé en los 4 asiáticos que pasaron junto a mí vestidos de traje y un quinto vestido de blanco. Se distribuyeron por los cuatro puntos cardinales del estadio y el juez principal dijo en correcto Mandarín: –AIJUUU –en la gran pantalla se leía la traducción al
inglés y al español. Significaba: vamos a empezar, los jueces están ubicados, en un momento pasarán los contendientes y que Confucio los proteja e ilumine. El público se puso frenético, pequeñas banderitas rojas con estrellas amarillas se desplegaron y agitándolas con un palito se situaron en su típica pose de espiar, con los ojos Cuando salí de Cuba… | 157
semicerrados de todos los asiáticos. La contra, exasperada, desplegando enormes banderas, gritaba: –Hijo de Futa... hijo de Futa... ya que el tenista asiático
era de aquella ciudad. No quedaba otra cosa que esperar los contendientes. En primer término apareció el chino Sing-Uante, que ingresó temeroso con su paletita en la mano, y detrás su entrenador, llevando una toalla y un balde. Una tercera persona portaba un maletín de profesional enfermero, con vendas, apósitos y otros petates, en caso de que el jugador se lastimara. El segundo gladiador era un italiano más parecido a Swarseneger que al chino Sing-Uante. Sus seguidores le gritaban pale… tudito… pale… tudito al asiático, o si no chino paletudo... chino paletudo. El tano también ingresó con su manager que no llevaba balde, ya que escupiría el agua en el depósito del chino y el enfermero. El asistente de la Mesa de Tenis trajo las pelotitas, que se abrieron frente al público y junto con las paletas bendecidas por Mao, que eran las que debían ser utilizadas, revisó la red central y recorrió la pintura con una lupa. El juez llamó a los contendientes y en primer término detalló las biografías de los gladiadores en correcto chino Mandarín y luego nombró: –De azul a Sing-uante de FUTA y de rojo a Pepino Paleta
de SICILIA, agregó: –AIJUUU-Tá Bien –en la traducción aparecía: comportase
correctamente, no pegarse con las paletas, no arrojarlas al
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público, no escupir al contrario y no agarrarse los genitales enfrentando a la tribuna. Comenzado el partido, realmente los oponentes eran magos en la manera que contestaban la minúscula pelotita. A veces desde lejos de la mesa la rescataban casi desde el suelo y la enviaban al área contraria, en pases de alto efecto cinematográfico, como si el centro de la paleta tuviese un imán y la pelotita otro, pero más pequeño, que los contendientes conectaban a voluntad con un botón en la empuñadura, y en ese momento atraía el otro imán, generando esos raros jeroglíficos del balón, en el aire, que hacía gritar a la tribuna. El tano Pepino llevaba la delantera en el puntaje. En el momento que tenía 2 sets a uno, un fallo anómalo de uno de los jueces principales en contra del europeo llevó a que éste, con cara de asesino, manifestara: –Porca Miseria, emplearé la defensa Siciliana –instante
en que se trepó a la mesa como un mono y gritó a todo pulmón –Mascalzone...
El chino Sing-uante optó por gritar: –AIJUUU… Po... –en la traducción de la pantalla se ob-
servaba: te ganaré por muerte ya que nos queremos ir rápido, te moldelé los testículos y el culito…
Toda la tribuna asintió, agitando sus banderitas rojas y amarillas. La barra Itálica contestó:
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–Hijo de futa... hijo de f uta…
El cuarto juez de la Confederación de Mesas de Tenis y Afines de Beijín decidió intervenir y dijo en acotado tono Mandarín: –AIJUUU Ton... –en la traducción se leía: suspendido el
partido por Iphon o símil puesta de espaldas del yudo, dándole por ganada la partida al chino Sing –Uante por orden de los jueces y aplicación de los reglamentos. Me saqué el disfraz de Ikebana y grité Tongó Tongó y comencé a rajar ya que los 5.000 asiáticos me dirigieron el palito de la banderita roja pero con estribillos amarillos al asiento donde terminaba mi espalda. Pronto elegiría otro deporte olímpico y los volvería a molestar.
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umpliendo mis convicciones y a sabiendas que en City Bell me sería imposible sobrevivir como entrenador de "Tenis de Mesa", comencé a recorrer canchas de todo tipo, gimnasios y pistas de carrera. Caminando sin rumbo fijo, observo un edificio gigantesco, como todo lo de Beijín, pero en lugar de estar diseñado en colores vivos y muy brillantes era convencional, todo blanco, paredes y techos con marcos de madera marrones y puertas con bronces lustrados. En el frontispicio delantero rezaba un gran cartel en inglés y caracteres asiáticos "Departamento de Artes Marciales y Boxeo". Entre las disciplinas que se practicaban en aquel edific io, el YU-DO y el TAE-KWON-DO me llamaron la atención, ya que el Box me parecía sanguinario. Pero sólo estas disciplinas eran Olímpicas, no había Karate como en mi barrio, del cual recuerdo que mi hermana enviaba a mis sobrinos con unos trajecitos de toalla, azul y un cinto al tono con un nudo donde creo que lo único que aprendieron fue a cagarse a palos entre ellos, especialmente cuando volvían, pero siempre primero gritaban para avisarle al ocasional adversario que atacaban. Así que me incliné para el ala correspondiente al Tae Kwon Do, a ver si podía pescar qué merde era y cómo aprender a entrenarlo, tratando de regresar y poner algo
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para engatusar a muchos si fuera posible, y ganar unos pesos, capeando el paro que había. Cuando paso por el costado del área de Yu-Do, miro hacia adentro y veo dos grandes alfombras de cuatro lados, sillas por cada costado y dos muñequitas peleando en su superficie, observadas por cuatro asiáticos de traje y uno de blanco. Justo estaban peleando las yudocas de menos de 47 kg., donde ganó una compatriota nuestra la medalla de bronce. La gente enardecida. Todo el público "ponja" en contra de los jueces que le dieron a la enana argentina Iphon en el Tatami. El entrenador de la peleadora china gritaba tongo, tongo, no haber Iphon. Yo justo pasaba por la puerta, dije que te recontra, por las dudas y le pregunté al entrenador de la petiza argentina, informándome que Iphon era como el Knock-out del boxeo, o sea afuera de una toma o un tortazo. El Tatami era la alfombra donde estaban paradas las contendientes y sagrado, como el Dojo, en Karate Kid, que era lo único que me acordaba de la mítica película. Seguí caminando y me enfrenté a un salón lleno de gente con banderitas y globos, azules y rojos. Cuando transpongo el dintel de la puerta, veo dos torres de aproximadamente cinco metros de diámetro sobre elevadas a unos sesenta centímetros del suelo, con una escalerita en cada lateral y dos sillas para jueces; allí se luchaba. La alfombra era de un tono verde con un centro naranja, igual en todo el mundo, ya que era un principio de Orden Universal, extraído del Taoís-
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mo, y se llamaba Dojan como en Corea, donde este deportearte se hallaba más desarrollado que en cualquier otro lugar del planeta. En ese momento, un latino disfrazado, en perfecto español me pregunta: –¿Acá se lucha Tae-Kwong-Do? –Merde –dije yo, cada vez más Ki-Lom-Bo.
El latino era colombiano, alto morocho y con cara de dirigir el Cartel de Medellín; portaba un traje blanco de toalla gruesa, una pechera con el número 1243 y un casco, ambos de color azul; se hallaba descalzo, con los pies vendados. Lo acompañaba su Coach, un nativo de Saigón llamado O-JO-TA, que también hablaba español, con un balde y una heladera portátil con agua. Detrás la señorita FO-LLAN-DO con un bolso de curaciones. Con mi tarjeta de entrenador de Tenis de Mesa me mandé con ellos al Dojan y me senté en una silla. El Coach pregunta: –¿Conoce este arte?
Y contesté que: –Yo venía a ver una lucha y no una galería de pinturas. –No amigo, no comprende que el Tae-Kwon-Do no es
una pelea, es la "búsqueda de la verdad a través de la luz". –Pero entonces, porque carajo se pelean, que elijan a
uno que prenda las lámparas y listo. –No entiende una pepa, al buscar la luz se encuentran
escollos en el camino y hay que pelear para hacerlos de lado.
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–Está bien, pero los tres jueces que pasaron al lado
nuestro, ¿qué administran?, la compañía de electricidad. –Alguien tiene que repartir puntaje a los golpes para sa-
ber cuando llega la luz. –En casa, casi siempre es alrededor del 10 de cada mes,
generalmente la pagamos en el segundo vencimiento, ya que no alcanza la guita. –Bueno, como veo que estás totalmente vacío de infor-
mación te mostraré las Artes Marciales y sus corrientes. –Claro, para llegar a la luz hay que tener corriente, si no
te la cortaron por falta de pago. –Basta, cállate que hablaré yo –dijo O-JO-TA. –Se considera a Corea el punto de Oriente que mejor in-
terpretó las corrientes espirituales de los chinos y estos lo denominaron País del Honor Oriental. Casi todos los principios pacifistas venían de religiones como el taoísmo o el confusionismo. En ese momento el más confundido era yo, estaba enfrentando otra lucha intestina intensa, había tomado yogur en el desayuno y para no desentonar dije: –Creo que viene a luchar el competidor GAR-CAN-DO, ya
lo escucho hacer ruido. –No puede ser, el contrincante del colombiano es un sueco –dijo el coach. –Sí, ya sé –dije por lo bajo –, soy yo que estoy descom-
puesto. Pero en ese momento me vieron la cara pálida, como flatulencia de fantasma y les pregunté si podía usar el Mauricio Carlos Moday | 164
balde detrás de las cortinas. Para guardar el honor expresé: –Tengo el Cólon (parte final del intestino delgado) como un "Papiro" de fino y lo debería vaciar urgente antes de que estalle en múltiples pedazos, para preservar el "CONOCETE a Ti Mismo y CONOCERÁS el Universo", que significaba desprenderse de las mezquindades, la violencia y el consumismo, como opinaba Confucio. Inmediatamente la enfermera FO-LLAN-DO interpretó mi necesidad y no permitió que le usara el balde, me acompañó rápidamente al baño, del cual nos separaban 20 metros. Con la energía del "Tándem de la filosofía Zen" efectué una excursión violenta del diafragma hacia abajo y el (KIAI) o sonido de exhalación, como el de la tenista Sharapova se hizo escuchar, transformando el acto en una obra artística, volviendo la armonía a mi mente en forma lenta y paulatina, para inmediatamente ir en busca de mi Ser, desparramado. Cuando regresé del sanitario, dijo el coreano O-JO-TA: –Allí seguramente reveló su fortaleza y su paz interior –agregando –: Confucio decía que el "Arte expresa la Armonía y
la parte Marcial o ritual el Orden, ambos del Universo". Por lo tanto había alcanzado la verdadera Libertad y la Sabiduría de no tomar, nunca más la Activia antes del desayuno. –A Espíritu libre, Universo libre –dijo el coreano, agregando –: Las Artes Marciales apuntan a establecer una guerra
interior, previa a la del Mundo Exterior, como le pasó a usted.
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A continuación establece fundamentos técnicos del TaeKwon-Do, los Hyongs o formas, que representan movimientos de tipo ballet, con el equilibrio del Yin y Yang, especialmente ágiles y bellos para poder rajar rápido, así no te cagan a patadas. Comienzan con pequeños saltos a pata descubierta, como si los contrincantes se quisiesen pisar. Esas elevaciones tipo tarántulas enfrentadas activan los sentidos y las funciones motrices, en la búsqueda del Conócete a ti mismo y el de tu Vecino. Luego comienzan las patadas a la cabeza, la carótida y la amígdala izquierda, zona de mayor puntaje. Para ello hay que agarrar al contrincante, con la boca abierta estando de pie, pero no vale el olor a pata, cultivar hongos interdigitales infectantes o portar cura juanetes no digeribles. Los grupos que desarrollaron las Artes Marciales fueron los Samurai en Japón y los HU-YEN-Do de Corea, que seguramente eran Budistas o Taoístas algo confusos. Decían estos Amarillos: cuando "como-como" y cuando "bebo-bebo". Esto no es común en nuestra sociedad actual, en donde deglutimos, eructamos, miramos TV, servimos las milanesas o cacheteamos a algún hijo retobado y otras yerbas. Por todo ello el Tae-Kwon-Do, que significa "Camino o sendero hacia la iluminación a través de las manos y los pies descalzos", genera tanto respeto al Doján (lugar sagrado de lucha) en donde jamás se ingresa con calzado. El saludo se hace con una reverencia hacia delante y significa que "Mi espíritu saluda a tu espíritu", o Ishi-Den-Shing.
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En ese momento intenté el saludo, para tratar de ir ensayando, con la desgracia que era la primera genuflexión que hacía, luego de la explosión intestinal, por lo tanto un ruido sordo pareció interponerse entre el saludo y nuestro espíritu. El juez principal, al observar nuestra inclinación, preguntó de qué color era mi cinturón, refiriéndose a qué momento del entrenamiento estaba, si en el Kup o en el Dan, ambos con 10 estamentos. –Si no se apuraban el color será marrón pastoso –dije
poniéndome inmediatamente en posición Chumbi, la misma con las manos cerradas entrelazadas frente al plexo solar o cinturón, por el dolor de barriga; trae relajación interior sin diarrea. Lo único que faltaba era la puntuación, el coach me informó: si te zapatean la trompa son 2 puntos, siempre sobre el protector, mejor es en la nuca, ya que la pata te engancha y con los dedos te sopapean. En el torso el puntaje por repiqueteo es uno. Los jueces pueden disminuir puntaje por faltas o alteraciones de la corrección. La aplicación en la amígdala representaba el fuera de combate directo. Esta disciplina no tiene Nocaut como el boxeo ni Iphon como el yudo (puesta de espaldas), por K-GA-DE-RA se debe huir rápido del Doján para no ensuciarlo; en caso de urgencia recuerden usar el balde del Coach, donde no lo vean. Cuando terminaba de escuchar todas las opiniones sobre este Arte, le ponen al colombiano un patadón en la cabeza que casi se la vuelan. Con los ojos negros saludó con
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maestría y agarrado del Coach (O-JO-TA) y de (FO-LLAN-DO) la enfermera, ya que no veía nada, comenzó a salir del Doján. Era el tercer y último round, perdió lamentablemente 5 a 2 y se fue insultando en taiwanés, los peores del sudeste Asiático.
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