Primera edición: 1996 Segunda edición: 1999 Tercera Tercera edición: 2004 Edición y corrección: Ruby Ruiz Bencomo Dirección artística: Alfredo Montoto Sánchez Diseño de cubierta: Adriana Válcarcel Ilustración de cubierta: Huracán, 1946, Wifredo Lam Marcación tipográfica: Belinda Delgado Díaz Diagramación: Isabel Hernández Fernández
Todos los derechos reservados © Sobre la presente edición: Editorial Letras Cubanas, 2009
ISBN 978-959-10-1553-2
Instituto Cubano del Libro Editorial Letras Cubanas Palacio del Segundo Cabo O’Reilly 4, esquina a Tacón La Habana, Cuba E-mail:
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Introducción
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stos cuentos afrocubanos, aun cuando todos ellos están cundidos de fantasía y ofrezcan entre sus protagonistas algunos personajes del panteón yoruba, como Obaogó, Oshún, Ochosí, etcétera, no son principalmente religiosos. Los más de los cuentos entran en la categoría de fábulas de animales, como las que antaño dieron su fama a Esopo, y contemporáneamente a las afroamericanas afroamericanas narraciones del Uncle Remus , que son tan populares entre los niños de los estados del sur en la federación norteamericana. El tigre, el elefante, el toro, la lombriz, la liebre liebre,, las gallinas y, sobre todo, la jicotea, jicote a, a veces vec es la pareja pareja jicotea-venad jicotea-venado, o, o tortuga-cie tortuga-ciervo, rvo, cuyas contrascontrastantes personalidades constituyen un ciclo de piezas folklóricas folklóricas muy típicas típicas de los yorubas, yorubas, donde la jicotea es el prototipo de la astucia y la sabiduría venciendo siempre a la fuerza y a la simplicidad. simplicidad. Algún cuento, como el titulado titulado «Papá Jicotea y Papá Tigre», Tigre», ha debido de formarse en Cuba, por la fusión en serie de distintos distintos episodios folklóricos, pues contien cont ienee
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elementos cosmogénicos seguidos de otros que son meras fabulaciones de animales. Otros cuentos son de personajes humanos en los cuales la mitología entra secundariamente. En va rios de ellos se descubren supervivencias totémicas, como cuando se cita el Hombre-Tigre, el Hombre-Toro, Papá-Jicotea, etcétera. Es curiosa curio sa la definició defi nición n económic eco nómica a que el dios Ochosí, el varón cazador y amoroso de los cielos yorubas, da de la poligamia, distinguiéndola de la prostitución. Aquella Aque lla consiste en que Ochosí, quien tiene muchas mujeres permanentes, no paga nunca a sus hembras, pero pero siempre las tiene bien alimentadas y estas trabajan para él. Otro cuento nos ofrece unas fábulas muy curiosas, cu riosas, de cómo se originaron el primer hombre, el primer negro y el primer blanco. Abundan en el folklore ne gro los mitos de la etnogenia, pero estos son nuevos para nosotros. El gran creador Oba-Ogó hizo al primer hombre «soplando sobre su propia caca», mito este poco halagador para el hombre no obstante su deífica oriundez; pero no se aparta mucho del mito bíblico por el cual el primer ser humano nace del fan go de d e la tierra, que Jehová moldea y vivifica, infundiéndole su soplo divino. No se dice en este mito negro cómo fueron los seres protohumanos, pero se explica que uno de ellos, a pesar de prohibírselo el sol, subió hasta este por una cuerda c uerda de luz y al acercarse al astro ardiente se le quemó la piel; mientras que otro hombre subió a la luna y allá se tornó blanco. La mayor parte de los cuentos negros coleccionados por Lydia Cabrera son de origen yoruba, pe ro no
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podemos asegurar que lo sean todos. En varios aparece evidente la huella de la civilización de los blancos. En algunos hay curiosos fenómenos de transición cultural que son hoy significativos, como cuando el narrador atribuye atribuye a un dios el cargo de Secretario del Tribunal Tribunal Supremo, o el de Capitán de Bomberos. Este libro es un rico rico aporte aporte a la literatura folklórica de Cuba, que es blanquinegra, pese a las actitudes negativas que suelen adoptarse por ignorancia, no siempre censurable, censura ble, o por vanidad tan prejuiciosa como ridícula. Son muchos en Cuba los negativistas; pero la verdadera verdadera cultura y el positivo positivo progreso progreso están en las afirmaciones de las realidades y no en los reniegos. Todo pueblo que se niega a sí mismo está en trance de suicidio. Lo dice un proverbio afrocubano: «Chivo que rompe tambor con su pellejo paga».
FERNANDO ORTIZ
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El mosquito zumba en la oreja
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ra una oreja que había venido a menos. Una oreja muy pobre, y de contra tan prendada de tambores, guitarras, timbales, guayos y maracas, que se olvidaba de vender a buen precio su cerilla. O dándosela a crédito a alguna beata de su parroquia para la lamparilla de sus santos, no se acordaba luego de cobrarla. Que la oreja en el bembé, la oreja en la fiesta de Ocha; la oreja en las rumbantelas, la oreja en las claves —donde quiera que había tiroriro—, y... la oreja iba debiendo tres meses de alquiler de casa. ¡La oreja debió seis meses de alquiler de casa! Ya iban a bajar a la calle su cama-camera, la cama de su madre, donde había nacido. Tenía esta cama un paisaje paisaj e redondo redon do y bellísimo bellís imo a la cabecera: cabec era: un lago azul añil —un pato risueño, un pato-nave bogando en medio—, un cielo azul turquesa y una montaña de nácar. ¡Y aquel solemne armario de caoba maciza, enorme, muy labrado y deteriorado, con una de sus dos lunas rotas, que tanto Oreja respetaba! Porque aquel 8
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armario... Ella, ella era, una pobre oreja venida a menos; en cambio, su abuelo, ¿quién lo creyera?, creye ra?, su abuelo fue caballero. Es decir, rico. El armario le había pertenecido, y a la oreja or eja le habían inculcado sus mayores hasta el fondo de su alma, tam bién venida a menos, una admiración sin límites, un respeto religioso por aquel abuelo potentado que no había conocido; al extremo que el gran armario del abuelo y el abuelo llegaron a ser lo mismo para par a la oreja. ¿Cómo permitir que al abuelo, en especie de mue ble, lo arrojaran a los fosos? De modo que en tan grave aprieto, la oreja corrió a pedir pedir prestado prestado a unas primas primas hermanas hermanas suyas, suyas, invocando invocando la enorgullecedora memoria, la sagrada presencia —real, tangible... abrumadora— del asombroso antecesor; y aun estaba dispuesta a cederles en esta ocasión, para el resto de sus días, la gloriosa propiedad del armario. Pensad: el abuelo en la calle, expuesto a pública vergüenza, a pocas horas de la confiscación y de una muerte definitiva, irreverente, en la infamante promiscuidad de los fosos. Fue la prima Consuelo la que respondió espléndidamente y salvó al abuelo en tan difíciles circunstancias. Consuelo, que descansaba de día y trabajaba de noche, y a veces de día y de noche, maquinalmente, y ganaba buen dinero; que cambiaba de nombre y de precio según los barrios, y cuyo único pudor consistía en guardar para sí, clandestino, su nombre verdadero: Pura. Ella también, a veces, pensaba soñadora en el abuelo. ¡Si aquel abuelo tan rico, tan rico —de seguro que nadie en el mundo había tenido tanto dinero—, no se hubiese arruinado, quizás Consuelo...! 9
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En fin, bien porque el armario iba a ocuparle demasiado lugar en la pequeña accesoria en que vivía a la sazón, o más bien porque le daba no sabía qué íntimo reparo guardar sus ligas inconfundibles en tan austeros cajones, Consuelo renunció a la posesión de la reliquia familiar que la oreja le ofrecía compungida. Aceptó en cambio la cama de hierro por más útil; el paisaje la refrescaba, r efrescaba, la reconfortaba re confortaba la sonrisa so nrisa optimista de aquel pato, y le dio lo preciso para arreglar las cuentas con el casero y arrendar arre ndar otra habitación en que cupiera el abuelo. —En adelante —se juró la oreja, animada de los mejores propósitos— trabajaré lo estrictamente necesario para pagarle un cuarto. Ya no tenía cama. ¿Qué más le daba? da ba? Una oreja duerme donde quiera. Se acostaría sobre sobr e la tabla del medio del armario que, bien visto, era como otra habitación y tenía cabida para todo. (Le servía inmensamente de fiambrera, de cocina, de ropero, y sobre todo —esto era lo esencial— de vanagloria.) Con el corazón ligero, la oreja fue a buscar el carro de la agencia de mudanzas Prontitud y Esmero. Aquel servicio con un solo carretón y una mula —con rosas rosadas de papel pa pel marchito marc hito en la collera, co llera, agriada por la triste experiencia que tenía del mundo y quebrantada por las dietas, los años y el trabajo a palos—, lo hacía el mosquito. El mosquito, como todo un carretonero, estaba aquel día borracho. Quizá un poco más que otros sábados. —¿Cuánto me vas a cobrar? —le preguntó la oreja, inquieta, pues lo cierto era que del dinero de la prima Consuelo ya no le restaba ni un céntimo. 10
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El mosquito, pensando que aún le quedaba un medio litro por beber, respondió: —¡Medio! —¿Medio? ¿Estás seguro? segur o? —¡Sí, medio! —afirmó el mosquito malhumorado. —¡Pues carga, carga inmediatamente! inmediatamen te! —le ordenó la oreja. —Se paga adelantado —refunfuñó el borracho. —¡Carga primero! Alza, ¡uf!, firme, ¡diablos! ¡Eh, ¡ Eh, Mosquito, cuidado! —y fue ardua empresa la de levantar aquel monumento que no se desarmaba, colocarlo luego de pie y, a lo largo, en el carretón. —¡Se paga adelantado! —volvió a decir el mosquito, rendido por el esfuerzo—. Nunca he cargado cosa tan pesada. Es un castillo lo que me llevo. —Es... —le aclaró ac laró la oreja or eja reventando de satisfacción— ¡el armario de mi abuelo! Luego, cuando, después de otras dificultades, el abuelo-armario quedó instalado en el nuevo domicilio do micilio de la oreja y Mosquito exigió el pago, esta le confesó que no tenía dinero: —Mañana sin falta te pagaré. —¡Si no me pagas —dijo Mosquito indignado, tomando interiormente una decisión—, Oreja, tendremos guerra! —¡Mañana sin falta! Pero ni mañana, ni pasado mañana, ni tras pasado mañana... La oreja olvidó aquella ínfima deuda. ¡Un medio!, y volvió a distraerse de las realidades y exigencias mezquinas de la vida. Una noche, Mosquito se presentó en su cuarto. Iba armado de una lanza cuya punta había estado aguzando todo el día. 11
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—¡Mi medio! ¡Oreja, mi medio! —Y la oreja sin dinero. Sin recordar la dirección de alguna beata que le debía la cerilla. —¿Yo —¿Yo no se lo advertí acaso? aca so? Pues ya lo sabe: ¡la guerra está declarada! —y zumbándole en redor, enredándola en la hebra pegajosa de su estribillo, le clava ba la lanza: —¡Mi meeeedio! ¡Meee-dio! ¡Meeeeedio! A partir de aquel día, de cada anochecer anochece r al alba, re petía incansable el ataque. La guerra que le hacía el mosquito duró todo el verano, hasta has ta que la oreja enloqueció de desesperación y de rabia. Cuando creía que había matado al acreedor, im placable verdugo de su reposo, este resucitaba y se burlaba de ella con un nuevo lancetazo: «¡Meeedio!». Y no era la picada lo que la oreja temía. Lo que más la encocoraba, la daba a los diablos —y acabó con ella—, era la cantinela afilada, obstinada, enloquecedora del mosquito que enteramente dueño del silencio, cuanto más ahondaba la noche, atormentador, seguía reclamándole: —¡Mi meee-dio! ¡Meeedio! ¡Meeeedio! ,
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La tierra le presta al hombre, y este, tarde o temprano, le paga lo que le debe
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ue cuando en la tierra no había más que un solo hombre... Junto al mar se elevaba la loma ChechéKalunga. Kalunga se llamaba el mar. El hombre se llamaba Yácara. La tierra se llamaba Entoto. Cuando salía el sol, Cheché-Kalunga veía al hombre abajo, escarbando afanosamente con sus manos en la tierra. Un día, Cheché-Kalunga-Loma Grande le habló a Entoto: —¿Quién es ese que veo a mis plantas, que te hiere, te revuelve, te maltrata, devora tus hijos y luego canta: «Yoo soy el «Y e l rey, el rey del mundo»? mundo »? Y Entoto le respondió a Cheché-Kalunga: —Es Yácara, el enviado de Sambia. Entonces habló el mar. Le dijo a Entoto: —Que no te engañe Yácara: ¡nunca podrá más que yo, ni puede más que tú! Y el hombre oyó lo que hablaron el mar, la montaña y el llano. 13
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Se acercó al mar y le dijo: —Soy el enviado de Sambia. El mar le respondió furioso: —No reconozco a ningún señor. —Y le escupió al rostro. Cuando el hombre, como era su costumbre, quiso continuar abriendo agujeros y hurgando en el suelo, la tierra le preguntó: —¿Por qué tomas lo que es mío? —¡Soy el enviado de Sambia! —volvió a repetir el hombre. Pero esta vez la tierra se endureció y se cerró y no pudo obtener nada de ella. Entonces Yácara se volvió a Cheché-Kalunga y le pidió permiso para escalar su cima y hablarle a Sambia. Cheché-Kalunga le dijo: «Sube», y Yácara llamó a Sambia y hablaron: —La tierra no quiere darme nada de lo que tiene. —Allá ella —contestó Sambia—; arreglen ese asunto entre los dos. El hombre descendió y le dijo a la tierra: —Sambia dice que nos pongamos de acuerdo. —Le pidió que le proporcionara cuanto cua nto necesitaba para vivir, y la tierra respondió: —Bien, te daré a comer mis hijos. Ellos te alimenalimentarán a ti y a toda tu descendencia. des cendencia. Veamos Veamos qué me ofreof reces en cambio. —No sé —dijo Yácara—. No poseo nada. ¿Qué quieres? —Te —Te quiero a ti —contestó Entoto. Yácara aceptó, obligado por el hambre que empezaba a torturarlo. —Así será —dijo—. Mas con una condición. Me sustentarás con tus hijos día a día, y yo, al fin, te paga14
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ré con mi cuerpo, que devorarás cuando Sambia, nuestro padre, te autorice, y sea él quien me entregue a ti al tiempo que juzgue conveniente. Llamaron a Sambia, que halló justo el arreglo, y quedó cerrado el trato del hombre y la tierra. Más tarde el hombre se entendió con el fuego; hizo tratos con los espíritus, con las bestias, con la montaña y el río. Jamás pudo pactar nada seguro con el mar ni con el viento.
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Chéggue
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héggue caza en el monte con c on su padre. Aprende a cazar. Próximo el año nuevo, le dice el padre: —Chéggue, guarda tu flecha. En estos días nos está prohibido cazar, porque así como nosotros celebramos las fiestas del año y nos divertimos en el pueblo, los animales también celebran las suyas y se divierten en el monte. Bajaron al pueblo. Nadie cazaba ni derramaba sangre de animal. Todos los hombres se estaban tranquilos en sus casas. Mañana del año nuevo; Chéggue amaneció llorando. La illaré1 lo mira y le pregunta: —¿Por qué, Chéggue, por qué sukú-sukú? sukú -sukú?2 —Porque he dejado mi flecha en el monte. Lloro por mi flecha. Illaré va a decirle al hombre que Chéggue Chéggu e llora porque su flecha está en el monte. 1 2
La madre. ¿Por qué lloras?
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El padre dice: —No es el momento de ir al monte ni de tocar una flecha. Y Chéggue sigue llorando, y Chéggue dice que no comerá hasta que recupere su flecha. —Deja que vaya a buscarla —suplica la illaré. Chéggue, en el monte. Recoge su flecha. Ve una gran asamblea de animales comiendo y be biendo dengué3 caliente. Dispara la flecha, se la clava en el corazón al más viejo de todos. Chéggue no vuelve del monte. La illaré, con un grupo de mujeres, va a buscar a Chéggue. (Voces (Voces de mujeres mujer es entre los árboles.) Chéggue, ¡ay, Chéggue! Chéggue, ¡ay, Chéggue!
Chéggue no responde. Contestan en coro los animales del monte. Las mujeres no entienden lo que han dicho; van a buscar a los hombres. Ellos saben. Va el padre de Chéggue, va solo. Chéggue, ¡ay, Chéggue! Chéggue, ¡ay, Chéggue!
Y aparecen todos los animales cantando y bailando. b ailando. 3
Bebida hecha de maíz, que se bebe caliente.
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Chéggue, ¡oh, Chéggue! Tanike Chéggue nibe ún Chéggue ono chono ire ló Chéggue tá larroyo...
—Chéggue nos n os vio contentos celebrar c elebrar el año nuevo. De un flechazo mató a nuestro jefe. De un flechazo en el corazón. Chéggue está muerto. Su cuerpo ahí yace en un arroyo... —Ven —Ven —le dice el cazador ca zador a la illaré—. Chéggue está muerto en el arroyo. El hombre lo carga, se lo lleva en hombros…
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Obbara miente y no miente
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ecían que Obbara mentía. Su palabra era tenida por engañosa; mas cada palabra de Obbara escondía una verdad profunda. profunda. Si Obbara mentía, no dejaba sin embargo de expresar algo verdadero. Difícil de interpretar el lenguaje de Obbara, veraz y falacioso a un mismo tiempo. Se dio en llamarle embustero: en no ir hasta el fin de su palabra por temor a extraviarse en un infinito laberinto de ilusión y realidad. Y una vez Obbara, en el pueblo de los orishas —este es el pueblo que acaso está al fondo de la selva donde van los astros a dormir de día; al otro lado de un paredón de montes que sube hasta las nubes y cierra el mundo; o al otro lado del infinito. Más allá de la tierra, más allá de esta vida, ni en la tierra ni en el cielo; o en el cielo y en la tierra al mismo tiempo—, Obbara invitó a comer a todos los santos. Para regalarlos cumplidamente, Obbara había asado aves y reses y viandas en tal cantidad, que los santos, s antos, 19
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glotones, saciando su voraz apetito, no pudieron engullir ni la mitad de lo que Obbara les ofrecía con tanta esplendidez. Terminado el banquete, dijo Obbara: —¡Ni yo ni mi mujer hemos comido! —y la cara de Obbara relucía de contento. Los santos respondieron a una: —¡No es verdad! —y se marcharon contrariados, comentando los embustes de Obbara, que no perdía ocasión de mentir o confundir. Visitaron a Olofi, padre y señor de los santos: el amo distante de todo lo creado, que no visita las cabezas y que nadie ha visto. Le dijeron: —¡Obbara miente! ¡En un banquete opíparo, con la boca aún grasienta, nos asegura alegremente que no ha comido! —¡Obbara sólo miente! —afirman los santos mientras Olofi calla pensativo. —Venid —Venid todos dentro de tres días; decidle a Obbara que le espero —responde —responde el viejo de eternidad—. etern idad—. Quiero Quie ro veros reunidos con Obbara. Y fue entonces a sus siembras a buscar calabazas, Elégguede, de gran tamaño. Entre ellas, una muy pequeña y deslucida que luego colgó del techo de su casa. A los tres días se presentaron los santos: —¿Estáis todos? —preguntó Olofi. Un instante se miraron unos a otros, y Eleguá, el más pequeño, el que abre y cierra los caminos, res pondió malicioso: —Falta Obbara... Explicaron los santos: 20
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—Obbara nos dijo que vendría; mas sucio y andra joso, ¿había de presentarse Obbara en casa de Olofi? Y estaba sucio, cubierto de harapos repugnantes. Obbara no vendrá... Un jinete vestido de blanco, en un gallardo caballo blanco, apareció aparec ió a lo lejos descendiendo descendien do la cuesta cu esta de una loma. —¡Es Obbara! —dijo el viejo señor del cielo. —¡Ah, el mentiroso! —exclamaron los santos des pechados—; ¡ved cómo siempre nos engaña! Mas Obbara, antes de acudir a la cita de Olofi, ha bía practicado ebbó; había purificado su cuerpo y sus ropas y hecho rogación. Había limpiado su corazón y sus ojos. Y a medida que Obbara, inmaculado, se allegaba, un olor de flores blancas, de azucenas, de campanas, se hacía más penetrante. Se desprendía de Obbara la claridad, la albura que es de Olofi y agrada a Olofi. Así, cuando Obbara, resplandeciente de blancura, saltó de su caballo y vino a postrarse a los pies de Olofi, este se volvió a los santos, severo, y les mostró a Obbara: su pureza fundida en su pureza. Después, el viejo de eternidad dio una hermosa calabaza a cada uno. A cada uno según su categoría. A Obbara entregó la que no era deseable, la más pequeña, pequeñ a, y los despidió en silencio. Los santos emprendieron el camino de vuelta, maguados, carifruncidos. Como retornaban enfadados a sus casas, creyendo que el padre se había reído de ellos, ya lejos, Ochosi protestó en alta voz: —¿Para esto es to nos ha llamado Olofi? ¿Para regalarnos una calabaza? —y con viva indignación arrojó la suya al borde del sendero. 21
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—¡Es una burla! bur la! —asintieron los demás, e imitándole, se aligeraron despectivamente de una carga tan molesta como inútil, pues pesaba, pesaba más de lo que hubiera podido imaginarse, aquel burdo regalo de Olofi. Y Obbara..., Obbara guardó preciosamente la menguada calabaza. Bajo la silla de su caballo llevaba unas grandes alforjas blancas, y como viera en el borde del camino el montón de calabazas que los santos habían arrojado al pasar, se dijo: «¡No saben apreciar lo que el padre nos da con sus manos! Han desdeñado la dádiva de Olofi». Respetuosamente las fue recogiendo una a una y llenó con ellas sus alforjas. En su casa, Obbara se desvistió su traje de pureza; volvió a cubrirse con sus andrajos sucios, terrosos, tomó to mó una guataca y se marchó al campo a laborar. Porque entonces Obbara no era nada más que un labrantín, y aquel día no había qué comer en la pobre casa de Obbara. Su mujer, al ver en un rincón tantas calabazas apiladas, cuando se aproximaba la hora en que Obbara solía volver de su faena, tomó una al azar para cocerla. Apenas comenzó a picarla, halló que la calabaza estaba rellena de oro, y apresuradamente, con gran temor, volvió a colocarla entre las otras. Llegó Obbara. Le mostró el portento, y Obbara dijo: —No podemos disponer de ese tesoro ni podemos comer de estas calabazas. Y Obbara durmió tranquilo. No transcurrió mucho tiempo sin que Olofi enviara a buscar a los santos. Sólo Obbara hizo sarallelléo. sa rallelléo. Volvió Volvió a revestirse de blancura. 22
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Sólo Obbara refrescó su cabeza, limpió su corazón y sus manos. Puro, se encaminó al lugar donde vivía el señor del fondo del cielo, llevando bajo el brazo la calabaza que Él le había dado. Y Olofi, cuando todos estuvieron estuvier on reunidos, les preguntó: —¿Qué habéis hecho de mi regalo? Ningún santo se atrevía a responderle. —¿Y tú, Obbara? Obbara le presentó su pequeña calabaza. Le refirió cómo había recogido las calabazas que todos des preciaron; preciaron; lo que había había hallado hallado dentro de una una su mujer. mujer. —Tuyo es el oro escondido —dijo Olofi—. ¡Ver¡Verdad cuanto hable tu lengua mentirosa! La blancura de Obbara se confundía con la blancura de Olofi. Los santos humillaron sus frentes.
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Taita Jicotea y taita Tigre
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uando la tierra era joven, la rana tenía pelos y se hacía papelillos. Al principio todo era verde. No solamente las hojas, la yerba y cuanto sigue siendo verde, como el limón y el grillo esperanza; sino los minerales, los animales y el hombre, que Abá Ogó hizo soplando sobre su caca. Faltaba un poco de orden: los peces libaban en las flores; los pájaros colgaban sus nidos en las crestas de las olas. (Los mares desbordaron de los caracoles; los ríos, del lagrimal del primer cocodrilo que tuvo pena.) Mosquito hundió su dardo en la nalga de la montaña, y la cordillera entera se puso en movimiento. Ese día se casó el elefante con la hormiga. Un hombre subió al cielo por una cuerda de luz. El sol le advirtió: —No te aproximes demasiado, que quemo. Este hombre no hizo caso: se acercó, se tostó, se volvió negro de pies a cabeza... Fue el primer negro, el padre de todos los negros. 24
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(La alegría es de los negros.) Otro hombre se fue a la luna montado en un caballo pájaro-c pájaro-caimá aimán-nu n-nube-c be-chica hica.. La luna tiene tiene un ojo redondo, redondo, en un cerco pintado con carbón: dentro del ojo ,una liebre dando vueltas. Este ojo es una cisterna de agua fría, agua primordial del cielo: la liebre es un pez de hielo. La lluvia vive en el ojo de la luna. La luna nació muerta. Ni hombre ni mujer. Casta. Su madre, al percatarse que había parido solamente la cara chata y de hojalata de un cadáver, tuvo un ataque de nervios. El padre —para calmarla— se la frotó con flores de saúco, la bautizó, Luna, y dijo: —Luna, nace, muere y resucita. La luna bajó rodando por la montaña: se entró en la ceja de un monte donde estaba la liebre sacándole el fuego a una china pelona. La luna le dijo a la liebre: —Corre, ve y diles a los hombres de mi parte que así como yo nazco, muero y resucito, ellos deben nacer, morir y resucitar. La liebre fue a buscar a los hombres y la luna se quedó esperándola en el penacho de una caña brava. En el camino halló a su prima la jutía bebiendo cerveza. Se había robado un tonel y ya estaba borracha, borracha perdida. —¡Déjame probar! —le dijo dijo la liebre. No tenía costumbre de beber; la cerveza se le subió a la cabeza y trabucó el mensaje que la luna le había confiado. Cuando volvió, haciendo eses, ésta le preguntó: —¿Qué les has dicho a los hombres? hombres ? 25
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—¡Ja, ja! Les he dicho: así como yo nazco, muero y..., no resucito, deben ustedes nacer, morir y no resucitar. Y empezaron a cavar sus fosas... La luna agarró a la liebre por las orejas y con una caña le partió la boca. —En castigo te guardaré guard aré prisionera, prisio nera, ¡eternamen¡eter namente! —Y la encerró en su único ojo, con un candado de plata buena; y desde entonces, por más que gira en torno, buscando una salida, no logra escaparse. La luna es fría. El frío es blanco. El hombre que fue a la luna emblanqueció. Fue el primer hombre hombr e blanco, padre de todos los blancos. Son tristes... Todo se ex plica. —Vamos —Vamos a ser hermanos —le —le dijo en aquella época Jicotea al venado Pata de Aire. —Bueno —contestó el venado. —No nos separemos nunca —dijo Jicotea. —Bueno —contestó el venado. Y siguieron juntos el mismo camino. Dieron en un lago. Pescaron con una tarraya la estrella de la tarde. Fueron a buscar a la hija del rey, a Anikosia, y se la ofrecieron, húmeda todavía. La hija del rey, muy contenta, se la colgó de una oreja: era bizca; el vientre le caía hasta las rodillas... No tenía más que un solo pecho estrecho y largo, larguísimo, que se echaba a la espalda para mayor comodidad y le arrastraba. Aunque virgen todavía, de su leche inagotable se alimentaban suficientemente todos los vasallos de su padre Masawé. Les dio marfil marf il y oro; pero ella no quería estrella, aquel arete de luz..., lo que quería era la sangre de Jicotea, que cura el asma. Y el ojo de Anikosia dijo (viceversa): (vicevers a): «Yo «Yo haré un lazo». laz o». Y el ojo 26
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de Jicotea, que lo oyó, dijo: «Yo haré un cuchillo». Y los ojos se rieron, desafiándose como dientes. La hija del rey les dijo entonces: —Huyamos. No puedo volver a la casa de mi padre habiendo robado su oro y su marfil. —Bueno —dijo Pata de Aire. —No perdamos tiempo. El gallo que guarda el tesoro del rey no va a tardar en denunciarme. Y se marcharon sin que nadie reparase en ellos, atravesando la plaza donde los ciegos, calentándose al sol, s ol, se mataban los piojos y se los comían, saboreándolos con deleite. Cuando Anikosia, Anikosia, que los sendereaba, consideró que ya estaban fuera del territorio de su padre, lo suficientemente lejos y a salvo del peligro a que los exponía el primer estallido de cólera del rey —cólera que producía con bastante frecuencia algún lucido cataclismo que alteraba la fisonomía de la tierra—, se detuvieron a reposar bajo un frondoso jagüey. Anikosia se acostó, fingiendo a poco que dormía sueño profundo de cansancio. Venado se tendió a su lado; de veras no tardó en dormirse, y Jicotea, apoderándose vivamente del pecho de la mujer que reptaba por el suelo como un majá, osí, osá, osé, lo ató al tronco del jagüey. Con la misma, haló de su machete —que sonó igual que una campana de plata con el día diáfano adentro—, y despertó d espertó a Venado Venado gritando: —¡Esta mujer tiene una cara muy fea: hay que cortarle la cabeza! De un tajo le separó la cabeza de los hombros, la cual, al sentirse desprendida, lanzada a los aires aire s como una toronja, con tal violencia y ningún preámbulo, 27
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tardó algunos segundos en analizar lo crítico de su situación, deslumbrada por una repentina explosión de luces y aturdida por el tumulto de campanas alucinadas, de pitos y zumbidos que en su interior motivó su choque con una piedra: pero reponiéndose de este golpe tan terrible e inesperado, rebotó con furia indescriptible —inflamada la estopa de la materia pensante— y cayó sobre Jicotea, mordiéndole frenéticamente las protuberancias del carapacho. Y se quebró sus cuatro hileras hileras de dientes, limados en punta, y se desarticuló las quijadas. Enardecida con este nuevo contratiempo —incapaz de pararse a reflexionar un instante fríamente—, pega ba con la la frente, con las sienes, la barba y la coronilla, en la durísima, invulnerable armadura de Jicotea, hasta destrozarse y caer vencida por su propia saña, como una fruta podrida, a los pies de su verdugo impasible. Una nueva cabeza, en tanto —una cara aún más re pulsiva y con mueca de derrota horrible—, retoñaba de revés en el cuello de Anikosia, cuyos dos brazos, en todo lo que duró la lucha, no habían dejado por su parte de tirar desesperadament desespe radamentee del pecho cautivo, haciendo más estrecho el nudo de la atadura. Y otra vez Jicotea la segó de cuajo, exactamente a la altura de la nuez. Esta cabeza no tenía ya bríos para morder y em bestir. Se contentó conten tó con manifestar manife star sus sentimientos sentimi entos más recónditos mediante unos jeribeques, muy expresivos, de odio; pronunciar unas palabras de mucha maldad, y de sus labios voló un enjambre de mariposas oscuras, de tataguas cornudas, con el rostro de Anikosia estampado y vivo, mirando, en el terciopelo fúnebre de las alas. 28
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Una tercera cabeza sólo asomó la frente, vieja y fruncida: el cuerpo de Anikosia se estiró y murió definitivamente en discretas convulsiones. Entonces Jicotea y Pata de Aire vieron la hoja dorada de una planta desconocida brotar en el e l ombligo del cadáver: movidos de curiosidad levantaron la tapa de su vientre y hallaron las semillas y las cepas que no se habían plantado todavía. El primer grano de maíz, como un grano de sol. Siguieron andando en la misma dirección que llevaban los yerbales acostados, navegando por el viento, Pata de Aire cargando el cuerpo de la muerta hasta hallarle lugar de sepultura conveniente; y fue así que, dejando atrás la tierra cubierta de verdor, verdo r, ésta empezó a secarse, a quebrarse, a empinarse, y llegaron al borde de un precipicio, y lo despeñaron. Pero las mariposas que nacieron de los labios y el aliento de la segunda cabeza de Anikosia volaron a contarle al rey lo sucedido, y ahora tornaban por millones, nublando el día. Las paredes del horizonte que habían dejado atrás, temblaron y se derrumbaron en estruendo silencioso. Y Venado Venado creyó ver la talla inmensa de un cazador: el miedo le hizo sentir la ferocidad impaciente de las jaurías, a punto de abalanzársel abalanzárselee de unas nubes nubes de plomo. ¡Su olor, en las narices de los perros! En cambio, Jicotea comprendió que no tardarían en despertarse los volcanes. El vuelo lúgubre y torpe de las tataguas que nacían y morían continuamente, describía en el cielo y sobre sus cabezas los signos reglamentarios de maldición. —¡Pata de Aire, hermano! —dijo Jicotea, de un brinco, asiéndose a sus cuernos—, ¡no me abandones, porque tú eres mis piernas, así como yo soy tu cerebro! 29
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¿Habías de dejarme solo, en el momento en que Masawé prepara su venganza? ¡El viejo se ha puesto a encender con su yesca los volcanes para que vomiten su fuego sobre nosotros! Venado iba huyendo de los perros de las nubes negras, desencadenados y hambrientos; huyendo del de l cazador, del recuerdo de su gesto, de su fantasma —como habían huido todos sus antepasados, y ahora en él, en su corazón de miedo, todos sus antepasados juntos revividos—, con una velocidad sólo comparable a la que Ciclón desarrolla en sus famosas correrías; y no pudieron alcanzarlos los torrentes de fuego líquido, que a esta hora, en efecto, les lanzaban las bocas de los volcanes. Y bajo sus pies al fin acabó la tierra, y empezó el claro mar zafiro; Kalunga. —¡Madre grande de mi raza, salva a tu hijo más chiquito! —imploró en la orilla Jicotea. Y vino hacia ellos un promontorio, que era el gigante Morrocoy, sumergiendo y emergiendo con beatífica majestad. Mago del océano —cuya niñez había mecido en sus brazos—, revestido de insignias, con el hábito de roca y algas, oficiaba desde el principio de los tiempos en el santuario de aquella costa solitaria; pero viejo y desmemoriado, de los antiguos gestos litúrgicos sólo recordaba el de bendecir las aguas, y lo repetía con obstinación milenaria y enternecedora. Mollumba no puede cruzar agua infinita, que se junta al cielo. Morrocoy se los llevó nadando, mole venera ble, y atravesando siete mares de siete colores y un gran lapso de la edad del mundo, los dejó una tarde en las orillas de una isla feliz, allá por el año 1845. 30
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Seguros de que ninguna desgracia podía ocurrirles bajo aquel cielo nuevo que era como una caricia, se internaron confiados por bosques olorosos, y andando, andandito, llegaron a un gran poblado, amurallado amur allado de mar. Las mujeres eran como flores; y muchos hombres parecían mujeres, las caderas caderas blandas blandas y el pie menudo. menudo. Vestían de blanco, y hablaban con la voz azucarada. En fin, Jicotea y Pata de Aire poseían el oro y el marfil y las semillas del vientre de Anikosia, y como se enteraron de que allí la tierra no era del que la tomaba y se decía su dueño, sino de quien la compraba —y precisamente con oro—, adquirieron a cambio de su oro una hermosa finca que más tarde se llamó Ochú-KuáOru-Okuku. —¿Has oído? ¡Aquí vamos a ser hacendados! hacendados ! —le dijo Jicotea a Venado. Venado. —¡Bueno! —contestó el venado. Amén de dos sombreros de d e paja de yarey, se proveyeron de un arado y dos machetes nuevos: araron un buen pedazo de terreno y echaron echa ron las simientes, y sin respetar domingos ni fiestas de guardar, a cuál más, redoblando sus esfuerzos, seguían arando y sembrando siembras diversas. Y todo se iba dando como por encanto, espléndidamente, y no tardaron en medrar. Pasaron largos años, durante los cuales, en buena paz de Dios, Jicotea y Venado Venado atendían y gozaban su hacienda. Venado Venado vivía en su s u extremo norte, ya bohío de mampostería y teja; Jicotea en el sur; su casa daba, en perpetuo olor de piscualas y jazmines, sobre la calzada, por donde, a diario, pasaban chirriando chirriando las carretas y los peones con el ganado. Y eran unidos como los 31
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dedos de la mano, y quizá no podían pasarse el uno sin el otro. Jicotea, de mar allende, había traído también la bru jería escondida en sus pupilas, el arte de curar con las las yerbas, los palos y los cantos. Un día enfermó el venado. Hacía tiempo que Jicotea, demasiado atareado de continuo en sus siembras y cosechas, no reflexionaba a sus anchas sobre las cosas cos as de este mundo; y sucedió que, habiendo subido a lo alto de una colina en busca de ciertas yerbas de Mayombe que necesitaba para aderezarle un brebaje a su compadre y curarle, se detuvo más de lo que convenía —y para mala ventura del Venado— a contemplar el área prodigiosamente fértil de Ochú-Kuá-Oru-Okuku. Fue una emoción muy fuerte y muy nueva la que experimentó entonces Jicotea. Poseer por entero, ser dueño de todo y no a medias, fue en lo que vino vino a meditar, en la cúspide, aquel terrateterra teniente. A sus pies se desarrollaban los palmares, los bosques bosques todavía todavía vírgene vírgeness de cedros cedros y caobas, caobas, los campos campos de cultivo, los maizales de oro, la yuca florecida, el arroz ya amarilleando a lo lejos en la laguna resplanderespland eciente. La codicia de la tierra nadó en su pecho, se hizo inmensa como el día. Pensó con avaricia, una avaricia dolorosa, en los miles y miles de frutos que en aquel instante estaban madurando en cada rama, en cada árbol del vergel. Y todos los quiso para pa ra él solo: los aguacates, las guayabas, las ciruelas que había plantado su hermano... Las naranjas de miel, famosas en toda tod a la comarca; los mangos, en que se bebía tibio, derretiderre tido, el sol. Y los caimitos de morado suntuoso, del color 32
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de los labios de las negras, y los nísperos, níspero s, cuya áspera corteza encierra un corazón tan dulce, que el recuerdo recuer do de su sabor le llenó la boca suavemente. suavemen te. Y los mameyes y las guanábanas perfumadas, que ya en sazón colgaban doblando las ramas con su peso, henchidas y blandas igual que los senos de las mujeres grávidas. Sí, toda Ochú-Kuá-Oru-Okuku, que sólo a medias le pertenecía. Jicotea, cruzado de brisas en la cumbre, respirando con delicia el aire frotado de limón, bebiéndose y nombrando cada efluvio de sus tierras, dejó que su conciencia le hablara claro y hondo. Resolvió abandonar la pista de aquellas yerbas que buscaba porque hacían retroceder los demonios de las fiebres —al mismo Burukú—,1 cerrándoles los caminos de la sangre. Era menester captarlas a fuerza de mucha ciencia y maña, que cambiaban de forma y se trasladaban de lugar al rumor más tenue: bastaba el pasar de una mirada en la que no estuviera Ifá, para que supieran huir confundiéndose en la maleza, esconderse en la hendidura de una un a piedra, volar más alto y más lejos que una tiñosa. Y en las manos inhábiles que no han sido iniciadas por un verdadero verda dero brujo de la noche, hijo y nieto de nietos de Babalá, trocarse en aire. En cambio, Jicotea elevó al cielo una plegaria férvida de maldiciones. La idea de que su fiel amigo pudiera reventar al punto, le refrescó el corazón de una alegría muy pura, y en vez de savias que vuelven la vida al sitio de la vida, Jicotea, apenas enrojecieron los palmares y se apagó en suavidad de atardecer el e l cancanto de los pájaros, le envió a Venado Venado —éste lo esperaba esper aba 1
Demonio que produce convulsiones y mata con la viruela.
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impaciente, temblando en su hamaca— tres chicherekús: muñecos de palo, o niños muy viejos, muertos recién nacidos. Rostros lisos, arrebatados, arre batados, sin ojos, sin sin nariz, sólo una boca ávida con dientes blancos de caracoles. Blandiendo navajas o toletes de guayacán, zarandeándose en suspensión o saltando de los rincones de sombra, burlones, incansables, acosando y force jeando para mostrar mostrar sus dientes dientes de más cerca: —¡Papito, Mamito, mira mi yente! Lo atormentaron toda la noche con sus voces del limbo en punta de alfiler, gritos agudos errantes, cuchilladas de las pesadillas en las arterias de las sienes. De despeñadero en despeñadero, por mucho más allá del sueño, lo vapulearon hasta que el sol —hijos son de las tinieblas— los hizo huir despavoridos al antro de donde habían salido; otra vez a morir a Cunanfinda2 en el pecho de Agallú, que los engendra, «La hembra dueño de la cosa mala». Más de una semana pasó el venado sintiendo que su lengua era una babosa que se arrastraba por el polvo, o todo un camino polvoriento que él no cesaba de tragarse. Si se moría, con dolor en todos sus huesos de los golpes que los chicherekús le asestaban —cuando su cuerpo se quedaba inerte, y su alma lo abandona ba—, oía un chapoteo, dentro del vientre, de una agua densa, caliente, de sol podrido, tan pesada, que q ue no hu biera podido tenerse en pie. Jicotea no apareció con los remedios, y allá se las hubieran curanderos, curander os, que si Venado Venado no vomita aquella aqu ella 2
Camposanto.
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agua donde estaba la fiebre como la raíz de un lirio, y un gato negro —o no hubiese tenido puesto su resguardo3 que le dio su madre, y buen Eleddá4 a su cabecera—, se hubiera muerto entonces, y no de un modo más preciso, cuando le llegó su hora. No obstante, se repuso pronto, y de un todo, con huevos y caldo de gallina. Convencido de que también Jicotea había de estar enfermo, y que a eso se debía exclusivamente su abandono, ya fuerte sobre sus piernas, ensilló la jaca y atravesó la finca al trote largo, ansioso por saber de su compadre; pero éste, reventando de salud, estaba fumándose un tabaco en el colgadizo de su casa. El venado, de verle tan rozagante, muy dolido en el fondo de su alma, le dijo: —¡Buenos días, compadre! ¡Casi ¡ Casi me he muerto de una fiebre mala! Jicotea, como si con él no fuera, no sólo no le devolvió el saludo, sino que apartó la cabeza desdeñoso, y escupió —como se escupe en los casos en que se quiere, más que insinuar, acentuar un ultraje. Pata de Aire no pudo explicarse qué significaba la actitud desconcertante de Jicotea, lo que encerraba encerra ba de hiriente aquel intencionado escupitajo que había reci bido en lo más sensible de su corazón. corazón . «¿En qué habré faltado a mi hermano?», se preguntó; preguntó ; y como no era hombre seg seguro uro de sí mismo, habitualm habitualment entee inclinado a atribuirse faltas que no recordaba, insistió consternado: 3 4
Fetiche protector. Corresponde al escapulario. Ángel de la Guarda.
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—Compadre, —Compadre, buenos días, buenos días; le estoy dando los buenos días, que no hemos dormido juntos..., ¿qué he hecho para merecerme tal desaire? Entonces Jicotea, alargando su pescuezo a todo lo que éste, a rayas negras y amarillas, daba de sí, dignóse responder, con el mismo tono despectivo que antes se infería de su silencio: —¿Acaso no es su deber saludarme el primero..., y rendirme homenaje? —Pero eso..., eso..., ¿a santo de qué, compadre? compadre? Yo..., usté... usté... —A santo de que hasta ahora las cosas no han sido como debían ser. s er. ¡Yo ¡Yo no había pensado en ello! Y por muchas razones que tampoco permitiré que me discuta. discuta . La primera, que yo, ta Jicotea-Jicotea, valgo más que usté. Por asomo de amor propio, débilmente contestó contes tó Pata de Aire: —Eso no..., no estoy conforme. —Usté debe saludarme el primero. Por no saber qué contestar, balbuceó el venado: —Pues..., que no. —¡Y en lo adelante, me rendirá homenaje! —¡Pues no! —Está bien —dijo aquí Jicotea, poniéndose de pie p ie muy redondo y muy orondo, y arremangándose los pantalones, que siempre le quedaban anchos—, ¡vamos a ver cuál de los dos es más hombre, y quién manda! Pero no se fueron a las manos como hubiera creído el sinsonte, que en la rama de un anón interrumpió su trino para atender mejor a aquella escena. Propuso Jicotea: —Talemos —Talemos cada uno un pedazo de monte. El que acabe más pronto su faena, ése mandará manda rá sin discusión 36
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en toda la finca... Es decir, que será el único dueño dueñ o de estas tierras, ¡el único! —Bueno —dijo Pata de Aire tristemente. Era domingo, día que acostumbran los compadres vestirse los pantalones de dril listado y lucir en el pue blo las camisas de estopilla bordada y los pañuelos de rica seda. En vez de enamorar ventaneras, jugar a la brisca o pelear sus gallos finos en la valla, afilaron los machetes y fueron a desbrozar sus respectivos cam pos. Y tala y tala compadre Jicotea, y tala y tala com padre Venado. Venado. A los quince días, los dos a un mismo tiempo, taja y destaja, remataban la labor. —Ni usté ni yo, compadre Jicotea. —Ni usté ni yo, compadre Venado. Venado. En vista de lo cual resolvió Jicotea: —Pues quememos los campos: cuando el mío arda, entraré en el fuego, y en él me estaré hasta que todo se consuma... Si me quemo como un gajo, por ley será usté el amo. Si Dios consiente en que usté se queme, yo, con su conformidad de muerto, haré lo suyo mío. Y en paz. No veo otro modo de zanjar zanja r asunto tan delicado. —Pero, ¿quién se arriesga primero? —Yo, natura nat uralmen lmente te —replic —re plicóó Jicotea Jic otea con arroarr ogancia—, ¡y mientras dure la fogata, yo y o cantaré al rojo vivo, y usté, desde su puesto, fresco, me contestará! La solución pareció buena y justa a Venado: Venado: fogareó el desmonte de Jicotea y lo vio desaparecer desaparece r tranquilamente entre las marañas de las llamas. Jicotea, que conocía el terreno, se metió en una cueva, cueva , tapó cuidadosamente la abertura con una piedra, y el fuego pasó pas ó y repasó crepitando sobre su cabeza, invadiéndolo todo. Muy seguro en su escondrijo cantaba: 37
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Bibiribiriquiá, bericó, Bibiribiriquiá, bericó, Bibiribiriquiá, bericó.
Se extinguió el fuego, y Jicotea salió de la cueva: arrastró al medio del monte la piedra que tan bien lo había encubierto y se tendió sobre ella boca arriba. Sonriente, los brazos cruzados detrás de la nuca, la encontró Venado, sin una quemadura en todo el cuer po: como si despertara de una siesta suave, dormida en el hueco más fresco de un simple incendio de flores de flamboyán. —Aquí —Aq uí he pasado pas ado la prueb pr uebaa como co mo usté us té me ve, ve , corriéndome encima un río de fuego; a brasa me sabe la saliva, y gusto a candela debo tener yo todo: rojo lo veo..., pero no estoy frito... Ánimo, compadre; ahora le toca a usté arder un poco. Y a Pata de Aire, que se lanzó confiado al fuego, lo cercan, lo atrapan, lo enredan las llamas, y a poco, no es más que una llama entre las llamas. Cuando Jicotea, irónico, canta: Bibiribiriquiá, bericó, Bibiribiriquiá, bericó, Bibiribiriquiá, bericó,
sólo le contesta la leña chisporroteando. Luego Jicotea buscó por el quemado el cuerpo car bonizado de su compadre. —¡Ay —¡Ay, Pata de Aire —lloró Jicotea—; Pata de Aire, mi carabela, mi hermano! Cuando viniste al mundo, nada tenías... Le rezó un Padre Nuestro, y le cortó los cuernos que el fuego había lamido sin consumir. 38
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Con los cuernos de su compadre hizo Jicotea un instrumento de música. Todas las tardes, un poco antes de ponerse el sol, Jicotea lo tañía en el colgadizo de su casa. Uno que escuchó aquella música se quedó paralizado de delicia. Fue Buey, Mariposa nombrado, que viajaba al pueblo, a asunto de mucha importancia, sin s in darse prisa. Venía la música de la casa de Jicotea, el solitario. Buey recuerda que, dejándose llevar por la cadencia, turulato, se halló frente a Jicotea, quien, los ojillos entornados y como en otro mundo, empuñaba un raro instrumento en llamas, y del que se desprendían los sonidos que lo habían arrobado. —¡Por lo que más quieras, Jicotea, J icotea, dame tu música! —dijo el e l Buey. Jicotea, bajando de las cimas de una dulzura inefable, calló un largo rato, considerando melancólicamente la enorme masa exaltada y suplicante del cuadrúpedo. —¡Dame esa música, Jicotea! —¡Ay —¡Ay, amigo!, tus patas son muy fuertes, y las mías, demasiado cortas... Pudiera suceder que qu e te llevaras mi música tan lejos que yo, viejo y cansado, no te pudiera pud iera atrapar. —No me ofendas, Jicotea; ¡los bueyes no hacemos ciertas cosas! —Eso dicen los bueyes..., y de un mal deseo nadie se libra. No puedo complacerte, vaya. Pero Buey seguía implorando que le hiciera oír una vez más «aquello» divino que lo hacía temblar de emoción, como una hoja, que le arrancaba lágrimas del fondo del alma, más que el Bogguará arallé
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de los lloros de la medianoche. Y Jicotea acabó por decirle: —Tranquilícese, camará; le daré dar é gusto..., gus to..., pero per o antes, déjeme que caliente un poquito de café. —Y puso al fuego un pailote lleno de chapapote. —Vaya —Vaya —dijo, alargándole los cuernos, ya y a apagados y silenciosos, atravesados por una sola cuerda, delgada y azul como una vena—, al calor de la mano y en virtud de la sangre, la música se produce sola. Así Buey, Buey, apenas lo tocó, todo se inundó de música. mús ica. Y creyó que bailaba en medio de las estrellas, estre llas, y que su cuerpo, que a veces le pesaba tanto, era una brisa. Estaba como hecho de nada, de algo más leve, más sutil, que el perfume que exhala el jazmín. Sus patas aladas no tocaban el suelo. Danzaba, ahora, la más graciosa y ligera de las criaturas, feliz, de una felicidad sin límites y jamás sospechada. Y como el que hace un alto en la delicia de un sueño, para prolongar el sueño, Buey pensó: —¡Por nada le devolveré yo esta maravilla a Jicotea! —E iba a emprender el vuelo etéreo, inasible como la música que lo hacía inmaterial. Hervía el chapapote en la caldera... De la región de lo inexpresable, el buey Mariposa cayó pesadamente al suelo duro, recuperando, entre atroces escozores, la noción de su cuerpo, cuer po, carga abrumadora; y cubierto el lomo de aquella pasta incendiaria, huyó como pudo, con su peso a rastras y un cuerno de menos, «para recuerdo», dijo Jicotea. Otra vez fue un caballo penco que iba muy triste, cuesta arriba, al velorio de su novia, quien al a l cruzar la guardarraya oyó tocar a Jicotea: llorando y jurando que no se robaba —aún con hambre— ni una brizna 40
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de maloja, también intentó, en estado de trance, tran ce, robarse la música que le hizo relinchar de alegría creyéndose por los potreros del cielo. Jicotea le lanzó lan zó a la cabeza el chapapote, lo dejó tuerto, y con las tijeras de podar le cortó una oreja y su gastada cola de espantar las moscas. Casi todos los días algún animal venía, atraído por la misma magia, a pedirle prestado su instrumento. Gracias a su astucia —entre dos platos, única herencia que le legaron sus padres—, y al chapapote bien aplicado a cada arrobamiento, Jicotea seguía cortando tarros, rabos, patas, orejas, sin agitarse él más de lo preciso —«del apuro apur o no se saca más que qu e el cansancio»—, y rescatando su milagrosa música de la codicia de todos, que aun en quien menos se pensaba, le tendía un lazo. Y no se diga la urraca, de profesión ladrona, ladr ona, sino de honorable matrona como la lechona, tan considerada, tan ajena y apartada de toda frivolidad por su gordura y sus santas ocupaciones —a quien sólo, en realidad, interesaban sus preñeces continuas c ontinuas y sus partos envidiables: se coló un anochecer en casa de Jicotea, y esforzándose en ser muy hábil há bil y pasar inadvertida al favor de la penumbra, robó el soñado instrumento. instr umento. Pues si no se gruñe a sí misma al caer en el abismo del quicio de la puerta, que no había previsto, no la pilla Jicotea con el cuerpo del delito en la mano. Por tratarse de una dama, Jicotea no usó en tal ocasión del chapapote que siempre, por precaución, esta ba ardiendo en la hornilla; pero consideró de justicia descargarle un violento puñetazo en la parte posterior que hizo gritar a la matrona, más dolida en su dignidad que en sus carnes opulentas. —¡Oh, caballero, Jicotea, caballero! ¡El trasero de una señora es sagrado! ¿Por quién me ha tomado usté? 41
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De tanto ponderarse la música de Jicotea por todas aquellas tierras —aunque al hacerse lenguas nadie fue hasta confesar por qué le faltaba algún pedazo ostensible de su anatomía—, Tigre, muy señor nuestro, que iba a celebrar próximamente su santo con baile, banquete, voladores y discursos discur sos en su honor, también hubo de antojarse de ella, y se plantó una mañanita maña nita en casa de Jicotea. Éste le recibió muy extremoso como a animal grande que tiene en sus muelas la autoridad y con las muelas la mantiene. Le regaló con lo mejor de su hacienda; ordenó que tomaran los seis pollos más gordos de su cría y prepararan una guacabina de frutas fr utas y viandas para que la llevara en su nombre a la familia. Entonces el cacique le explicó a Jicotea que el objeto de su visita era el de invitarlo a la fiesta de su santo y pedirle prestado su instrumento, que al decir de todos los tullidos que lo habían oído, valía por sí solo las mejores orquestas de la capital y del mundo civilizado. —Favor que usté me hace. Este instrumento, señor compadre, es el consuelo de mi vejez. Yo le llamo Cocorícamo.5 Lo he hecho como el que dice con mi corazón malo y bueno. ¡Mi único entretenimiento desde que me apercibí que la juventud se me había ido! Un día abre uno los ojos, es decir, los cierra, mira hacia adentro, y se ve uno viejo..., y eso que las mujeres se lo hacen comprender a uno con su aire displicente y pidiendo dinero. ¡Ay, ¡Ay, capataz!, prestar es perder, y si me lo diste no me acuerdo: pero basta que sea usté, el prócer, el hombre más honrado, el más vertical, el más carnívoro, el salvador de la patria —y ésta es la 5
Lo imponderable, según Fernando Ortiz. ( Catauro de afrocubanismos.)
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verdad—, para que yo, aunque mucho me cueste por lo engreído que me tiene, vaya a rehusarle a Cocorícamo. Grin, grin, grin... Grin, grin, grin, Grin, grin, grin, ¡Bongo Monasengo, Ci kengó! ¡Bongo Monasengo, Ci kengó! Grin... ¡Bongo Monasengo, Ci kengó!
La música, levantándolo imperiosamente del taburete, tabure te, le impidió a Tigre Tigre contestar... Una cosquilla cosquil la —grin, grin, grin , grin—, de la nuca a la cola, y luego el Cocorícamo, un placer tan intenso, dolor de placer sin tregua, que le hizo perder el juicio y toda la noción de su importancia. Se retorcía, se revolcaba, se remeneaba; daba vueltas, aullaba, peloteaba boca arriba; como el gato loco callejero que se emborracha en el e l tejado de amor y de luna, el poderoso compadre, que tenía entre los grifos la voluntad de todo un pueblo, de porte tan temible como majestuoso, ¡no era más que un gato grande en contorsiones, cubriéndose de ridículo! Cuando, en vez del rugido imponente que hacía tem blar de un extremo a otro de la isla, salió de su gloriosa garganta un sonido equivalente a un ¡miau! ¡ miau! particularmente despreciable, Jicotea lo abatió vertiéndole encima el contenido del pailón de chapapote hirviente. Y Tigre no podía moverse en la pastosa charca de fuego, adherida a sus carnes y abrasándolo entero; e ntero; así fue que Jicotea le cortó nueve dedos y un lado del bigote: le extrajo un colmillo admirable, y como si no fuera bastante, le administró una tunda, llamándole maricón a cada trancazo. 43
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En condición muy lamentable, atado y atravesado sobre su caballo, volvió Tigre a su casa, con la guaca bina y los los seis pollos de regalo, que siguieron siguieron injuriándolo el penoso trayecto, tratándolo de pío, pío. Su pobre mujer, que aquel día se había lavado la cabeza, al ver la sangre que chorreaba chorr eaba todo su marido, sufrió un desmayo en brazos de dos esclavas oportunamente robustas; las hijas también lograron desmayarse por turno, una vez se convencieron de que su padre aún alentaba. Sus hijos —ya en edad de vengar las afrentas de una sola dentellada— le preguntaban quién le había puesto de tal guisa herido, llagado, brumado, abrumado, desbigotado y descolmillado. En su mutismo feroz, del que nadie podía sacarlo, envuelto en hilas y emplastos de telaraña y aceite de alacrán añejo, Tigre convaleció lentamente, recomiéndose los hígados. Una palabra le martilleaba incesantemente el tím pano: «¡Maricón!». —¡Quién sabe! Cinco años pasaron. Cinco años —y se dice pronto— durante los cuales Tigre se miraba sus patas mutiladas, meditando secreta venganza. Otros tantos hacía que su amigo y compinche Conejo se había ido de viaje, a conocer mundo, cuando una mañana, sin que nadie lo esperara, se presentó en el batey. —¡Dios me lo manda, compadre co mpadre Conejo! —exclamó Tigre abriendo los brazos. Toda la tarde la pasó con él encerrado en su alcoba. alco ba. Sin levantar la voz —porque las paredes no sólo tie44
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nen oídos, ojos y memoria, sino lengua, lengua viperina de mujer—, le contó la verdad referente a sus nueve dedos ausentes, al hueco de su hermosa dentadura, a los tolondrones y cicatrices de su s u lomo, omitiendo, sin embargo, algunos detalles inútiles, cuyo recuerdo le amargaba más que otros. Conejo, con un jolongo y un tambor, salió a recorrer la comarca: Sandemania, sandemania Elúero quéngueré, cángara uirimacánga obba Sandemania, sandemania.
Bando del rey, que citaba a todos los terratenientes a una asamblea... Fue a batir su tambor y a pregonar la real rea l orden donde una viuda, Vaca Vaca Sitiera, cuyas tierras lindaban con las de Jicotea. —Si ve a Jicotea, comadre Vaca —y así me evita ir a buscarle—, dígale que no debe faltar a esta es ta reunión. Lo mismo le dijo al burro y al toro pinto, arrendatarios vecinos, quienes se apresuraron a anunciarle a Jicotea que el rey los mandaba llamar. —Para —Pa ra aumen au mentar tar impue imp uesto stoss segur se gurame amente nte —re—re funfuñó seña Vaca, quien, untándose de cascarilla, a toda prisa se calzó los zapatos de raso amarillo canario, se entró en el vestido de muselina azul celeste, con amplios vuelos de tira bordada, y aballenada y sofocada, pero contenta de poder lucir sus aretes y su collar de oro francés, se puso camino del pueblo montada en una mula. Un poco más tarde, Jicotea oyó el tambor repiquetear en su portada. 45
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—¿Todavía —¿Todavía está usted aquí, compadre Jicotea? Allá en el pueblo la asamblea se habrá reunido, y sólo faltamos usted y yo. —¿Qué asamblea? —preguntó Jicotea—. Algo he oído, algo me han dicho, pero no puse atención. Un tanto distraído soy de citas. —El rey, el rey, que nos cita de urgencia... Asunto será de muchísima importancia. —Y también también me parece parece haberle haberle oído decir decir a mi comae la vaca, que Tigre preside la asamblea con el rey. —¡Compadre Jicotea, está soñando! ¡El tigre, Santísimo Sacramento! En paz descanse, y Dios lo tenga en su gloria. ¡Si hace más de dos años que se ha muerto...! Yo Yo asistí al entierro, que fue muy lucido. ¡Le cayó un campanario en una pata, le dio el sereno en las heridas, y a las pocas horas se lo llevó la gangrena! —¿Qué me está diciendo, dicien do, camará? camará ? Primera Primer a noticia. Verdad que vivíamos muy lejos, pero yo lo res petaba y estimaba es timaba en lo que qu e valía. Y aunque ya no es hora, me afecta la noticia. ¿Gangrena en una pata? ¡Parece mentira! —¡Pst! ¡Nadie se escapa esc apa de la muerte, aunque sea s ea Tigre! —Ansina mismo. Por eso cuentan que una vez la muerte tenía hambre... —Vaya, —Vaya, compadre, no nos demoremos más. Póngase el jipi, y andando. Eso me lo contará por el camino. Si quiere, lo llevo metido en el jolongo. «¿En el jolongo? Más vale ir a pie», pensó Jicotea, y echó a andar a gusto con Conejo, que era hombre muy simpático y de buen conversar. Pero al cabo de un rato, dijo Conejo: 46
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—¡A este paso no llegaremos llegare mos nunca! Ya Ya estaría yo en el pueblo, si no fuera por su bendita conduerma... Veamos, Jicotea, acomódese en el jolongo, le repito que no es tanto lo que pesa, y emprendo una carrera como bala de rifle. —Es que no me parece decoroso, compadre, que yendo a una asamblea como hacendado, me vean llegar en canasta como pollo. —A la entrada entra da del de l pueblo pueb lo lo bajo y nadie nad ie lo verá. —Jicotea —Jicote a se metió me tió en el e l jolongo jolon go y Conejo Con ejo se abrió a brió a correr. —¿Estamos llegando? —preguntó Jicotea alzando la tapa con la cabeza, cuando calculó que una hora había pasado. —¡Falta mucho todavía! (Sánsara, sánsara, sánsara.) Transcurrió otra hora de brincos y sacudidas. —¡Compadre Conejo, no n o puedo pued o ya del mareo mare o que tengo! ¿Se columbra el pueblo? —¡Un trecho largo todavía! (Y sánsara, sánsara, sánsara.) El estómago, las tripas heladas colgándole de la boca, volvió a preguntar Jicotea, alzando la tapa del jolongo: —¿Hasta cuándo, compadre? Por fin cesó el zarandeo, las náuseas, el mareo... Jicotea se encontró delante de Tigre, cara a cara, rodeado de toda su parentela. —¡Ya —¡Ya lo creo que está completa la asamblea! —Y escondió instantáneamente la cabeza, por no presenciar su muerte. Con frases lapidarias, mandó Tigre traer una cepa de plátano. 47
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—Saca la cabeza ca beza —rugió—; saca s aca la cabeza cab eza o te la aplasto con estuche y todo. Mira esta cepa de plátano. ¡Mírala bien, canalla! La plantaré yo mismo, hoy día de San Isidro Labrador. Cuando dé frutos y estén en madurazón, te comeré en guiso de plátano y quim bombó. ¡Ah, tu sangre me la beberé en sambumbia!6 Pero antes, te condeno al tormento de la sed y del ham bre. He dicho. Lo encerró en un baúl y ordenó que lo llevaran a la barbacoa, sin más consideraciones. Luego Tigre, íntimamente satisfecho, se sentó a jugar una partida de tresillo. Aquel día, no sólo perdonó a sus negros que sufrían castigo, sino que, después de comer, le rogó a su mujer tocara al piano La paloma y La monona, lo cual no había sucedido en cinco años. Y así que dio el plátano un hermoso racimo, Tigre fue a comprar una cazuela y a invitar a su amigo Conejo, que desempeñaba el lucrativo cargo de presidente del Tribunal Supremo y jefe de los bomberos, con reconocida competencia. Aprovechando la ausencia del padre, los tigres más pequeños subieron a la barbacoa y abrieron el baúl. Dentro, seco, reseco, renegrido, agonizaba Jicotea: el chirrido penoso de la cerradura lo hizo volver en sí, sólo para recordarle que su última hora había llegado..., y por equivocación, en vez de afligirse, se puso a bailar. Bailando, pues, creyeron sorprenderlo, y esto les gustó mucho. El aire nuevo, el día claro, pequeño, que se abrió en el baúl después des pués de un año de tinieblas, le devolvieron vagamente las fuerzas. 6
Bebida de caña fermentada con ají.
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Uno de los tigres —el que era tres minutos mayor que sus tres hermanos— aplaudió: —¡Bravo, Jicotea, sabes bailar muy bien! —¡Oh, tu padre baila mejor que yo! —contestó él, con la voz lejana y vacía de los que se han muerto mucho rato antes de morir. —¡Desde que lo asaltaron una manada de elefantes y cincuenta leones, que venció él solo, papá cojea! —¡Ah, hijitos —suspiró Jicotea aprovechando un destello de lucidez—, si me echaran en una palangana llena de agua, verían entonces lo que es bailar! Lo seco no es del todo mi elemento... Impelidos por la curiosidad, los tigres se precipitaron escaleras abajo, y no tardaron en volver con una palangana desbordante. ¡Agua! ¡Bendita sea! De sentirla tan cerca de su boca, adorada, apasionadamente bebida antes con los ojos, todo Jicotea, en cuerpo y alma, revivía de alegría. ¡Pongueledió, el bongué Pongueledió, el bongá! ¡Pongueledió, el bongué Pongueledió, el bongá!
Y bailó, ante los tigres encantados, un baile de gracias, por amor del agua y de la sed saciada. —¡Iebbé, iebbé! Jicotea, más..., ¡arriba! —gritaban ellos alrededor de la palangana, coreándolo y ya ganados por el ritmo. —¡Ah —volvió a decir Jicotea—, pero aquí apenas puedo moverme! Si pudiéramos ir a un arroyo... —¡Sí, al arroyo, al arroyo! 49
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En el arroyo, Jicotea no hizo más que insinuar algunos movimientos canturreando: ¡Pongueledió, el bongué!...
—Hijos míos, ¡qué lástima que no pase por aquí cerca un río! Ahora los tigres no pensaban más que en bailar. Lo llevaron al río. Y en la corriente ancha, libre, Jicotea Jicot ea bailó con tal tal frenesí, que los tigres, tigres, incapaces incapaces de seguir la rapidez de sus movimientos, vieron confusamente, en vez de una, mil jicoteas, ¡mil jicoteas como un milagro! —¿Si la llevásemos al mar? Pero el mayor de los tigres, espantado de la brujería y sintiendo que iba a perder la cabeza y la cuenta de tantas jicoteas que debían ser una sola, dijo: —¡Dios nos libre! Ya Ya es tarde. Si el taita sabe que q ue hemos sacado a Jicotea del baúl, nos pegará, como el día que le untamos el sillón de cola. Y la llamaron: —¡Jicotea, basta! Ven, acuérdate de que hoy te come mi padre con plátano y quimbombó. —Casi lo tenía olvidado; olvidad o; aquí estoy, hijito —contestaron mil jicoteas, y Jicotea otra vez, al quedarse inmóvil—: Deja que baje un momento al fondo y me despida del río. Escogió una piedra de su mismo tamaño, la envolvió con fango, le dio su forma, y los signos que en su concha nadie ha podido descifrar los grabó con una uña. Enturbiando el agua, la impulsó suavemente hacia la orilla; los tigres la recogieron y echaron a correr camino de su casa. 50
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Cuando Tigre, sonando espuelas de plata, regresó con su amigo Conejo —las alforjas llenas de provisiones—, los tigres jugaban tranquilamente en el portal. ¡Diente por diente, ojo por ojo! Subieron los com padres a la barbacoa y descerrajaron el baúl: allí esta ba Jicotea, tal como la habían dejado un año atrás. La cabeza escondida de vergüenza, de terror. En la misma postura y en el mismo ángulo de desesperación. Para anunciarse, y porque ya no podía retener más su odio, Tigre le dio un machetazo y la hoja se partió en dos. —¡Cómo endurece el dolor! Le hicieron pasar por una serie de tormentos es pantosos, humillantes. Al fin no era más que una piedra. Ni una gota de sangre le pudo exprimir Tigre, para bebérsela en sambumbia, como había jurado. Ni una fibra de carne para darle sabor al quimbombó. ¡No importa! Ahí estaba, en el fondo de la cazuela... ¡Ejem plar había sido el castigo! Y Conejo creyó su deber decirle a Tigre, a una señal que éste le hizo empuñando el tenedor: —¡Cómaselo usté solo, compadre! ¡Su honor está vengado!
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La loma de Mambiala
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o era secreto en el pueblo que el negro Sera pio Trebejos Trebejos estaba dispuesto a todo, menos a ganarse la vida trabajando. Para ello le sobraban pretextos, razones de vocación. Y como tenía labia y gracia, y le daba bien a la guitarra, a fin de cuentas, era difícil negarle lo que pedía: sobre todo, porque parecía que no pedía nada. Unas calderillas para la tagarnina y el aguardiente; lo que sobrara de las comidas, y de tarde en tarde alguna ropa vieja, gastada —ya que no era posible andar sencillamente desnudo. Vivía con su familia, casucho sin dueño ni cobrador, que dudando derrumbarse de una vez para siempre, en soplando fuerte el viento o arreciando un chubasco, se mantenía en suspenso. (Frente a la loma de Mambiala, donde el camino se tuerce al salir del pueblo y baja como un reptil hasta la costa, entre palmeras.) De limosna, bendito sea Dios, y sin más complicaciones, habían comido con bastante regularidad, él, su mujer y sus hijos, dos negras barrigonas, con las 52
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«pasas» revueltas y llenas de piojos, sucias, remolonas, siempre tumbadas en un catre cojo, ya en edad de merecer; y dos negros zancudos, harapientos, mataperros —sin oficio, beneficio ni buena voluntad. En realidad, gente con la cual no podía contarse para nada de proveprov echo. Pero llegó una época muy mala, muy mala —como nunca se pensara—, y la comida se hizo chica para todos. Al negro Serapio nadie lo socorría. Nadie se acordaba de haberlo visto cortando caña, ca ña, guataqueando un pedazo de tierra —¡ni siquiera sem brando un boniato! En vano se anduvo ahora improvisando décimas, tocando la guitarra, alargando el sombrero agujereado de cucarachas. —¿Por qué no trabajas, Serapio? ¡Se acabó la sopa boba, la guaracha, negro manganzón! Y las buenas amas de casa, amantes de la justicia: —Que le digan digan al negro —en la cancela, ¡no dejarlo entrar!— que lo que hoy sobró es para las gallinas. —Perdone, hermano; pase otro día. Así empezaron a sentir, él y su prole, los dolores del hambre. La loma de Mambiala, que no lejos se alzaba, de verde claro, felpuda y redonda como una naranja, estaba cubierta en el tope de calabazas. Calabazar sin calabazas. Era sabido; no daba frutos. Hacía algunos días que el negro y los suyos suyo s se acostaban sin probar bocado, y aquella mañana, que fue la de un Domingo de Ramos, Serapio despertó soñando que estaba metido dentro de una calabaza, de la misma suerte que una criatura nonato, en el seno de la madre; madre ; 53
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y con todos sus dientes intactos, mordía en la pulpa, y la calabaza saltaba y corría rebotando y gritando: «¡Socorro! ¡Guardia!», que le hacían cosquillas; c osquillas; que se iba a volver loca... «¿Será un aviso del cielo?», se preguntó el negro persignándose. «¡Si encontraré hoy en Mambiala tan señora calabaza!» Y después de contarle —muy confortado— el sueño a la familia, subió a lo alto de la loma y estuvo mucho rato buscando con gran ahínco. ¡Hojas y tallos, y más hojas! En todo el tupido, peludo, trenzado calabazar, no había una sola, menguada, calabaza: y no quedó sitio por registrar. Busca y busca, le dieron las doce del día; la hora en que otros hombres se estaban sentando a almorzar. Lloró Serapio, implorando a Dios y a Mambiala. Volvió pacientemente a explorar, mata por mata, de punta a punta, el calabazar. Dámela, Mambiala, Mambiala. ¡Ay, Dio, Mambiala! Yo pobre, Mambiala, ¡Ay, Dio, Mambiala! ¡Yo se muere de hambre! ¡Mambiala, Mambiala!
Estaba ya rendido, pero antes de abandonar una última esperanza, se hincó de rodillas y alzó los brazos al cielo. Se acordó de una estampa que contaba un milagro, y se puso a declamarle al cielo. El cielo no le hizo el menor caso. No llovió sobre su cabeza ninguna calabaza. En el colmo de la aflicción, se dejó caer de bruces. Cuando, después después de haber llorado llor ado 54
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contra el suelo todas las lágrimas de sus ojos, se s e incor poró para marcharse, vio a su lado una cazuelita de barro roja, en cuyos bordes el sol rebrillaba como un oro húmedo. La más graciosa y juvenil que ha debido salir nunca de manos de alfarero. Tan simpática, que sintió alegría y un deseo de acariciarla. Le habló como si fuese muy natural que ella le comprendiese, y aún más natural que pudiese consolarlo. —¡Ay, —¡Ay, qué bonita eres, y qué redondita y nuevecita! ¿Quién te ha traído aquí? ¿Algún desgraciado como yo, buscando una calabaza? —y le preguntó, suspirando—: ¿Cómo te llamas, negrita gorda? La cazuelita, moviéndose sobre sus caderas, con mucha coquetería le contestó: —Yo —Yo se ñama Cazuelita Cocina Bueno. —El hambre me hace oír disparates —pensó Serapio—. ¿Cómo te llamas? ¿Eres tú quien hablas, o soy yo mismo que soy dos, uno cuerdo y otro loco, y los dos hambrientos? —Cazuelita Cocina Bueno. —Pues cocina para mí... Se hizo un rehilete en el aire la cazuela. Tendióse sobre la yerba un blanquísimo mantel, y en vajilla fina —de plata cuchillos y tenedores— tenedor es— le sirvió un almuerzo exquisito al pobre, quien no sabía sab ía emplear otros trinchantes que sus dedos; pero que comió hasta decir no puedo más, y bebió hasta sentir que la loma de Mambiala se bamboleaba. Y fue que ésta se desprendió de la tierra; era un glo bo que se elevaba a suaves tumbos, por el hondo azul, y cada vez más alto, cuando el negro, asido a la hojarasca para no caerse, se quedó dormido. 55
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Perdiendo el sol las fuerzas, con la cazuelita bajo el brazo, volvió a su casa. Lo esperaba la familia, famélica. Apenas lo divisaron, empezaron a gritarle: «¡La calabaza! ¡La calabaza!», pero él les hizo un gesto extraño, un gesto que ninguno le conocía —por lo tanto difícil de interpretar—, y que resultó negativo cuando el negro estuvo junto a ellos. La consternación se pintó en la cara de aquéllos sin ventura, quienes habían pasado un día más a agua con azúcar, confiados en el milagro de Mam biala; y se revolvieron contra Serapio, acusándole acusán dole de habérsela comido él solo ¡Allá arriba, aprovechando que ellos no lo veían! Sólo la madre, la vieja larga y enjuta, para quien todo era indiferente, no se movió ni alborotó, clavada en su taburete. El hambre la había h abía vuelto de palo, o era de palo duro la Mama Tecla. Tecla. No hablaba nunca; si acaso confusamente, se gruñía a sí misma o daba contestaciones bruscas e ininteligibles a algún ser que no era visible más que para ella, y que parecía molestarla con preguntas inútiles. Debían estar, sin embargo, tan de acuerdo, que probablemente lo que Mama Tecla farfullaba, mirándolo de reojo, impaciente, y moviendo apenas el labio inferior que le colgaba con co n un cabo de tabaco apagado, era: —No necesitas decirme nada: lo sé muy bien. La mayor parte del tiempo, la vieja, en e n su rincón de miseria, tan muda y tan rígida, estaba sólo presente como un objeto que expresaba, en su abstracción, intensamente..., nada. Y ninguno reparaba en ella; ya era mucho que se acordaran de pasarle —si algo quedaba— las sobras 56
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del comistrajo. Los dedos largos y secos de Ma Tecla enrollaban los desperdicios, les daban la forma fo rma de una bola, y se los tragaba maquinalmente, maqu inalmente, sin tomarse el trabajo de gustarlos ni masticarlos, con una indiferencia que entonces alcanzaba la perfección del desprecio... —Vayan —Vayan a invitar a los vecinos, ¡sí, señor, señor, a hartarse con nosotros esta noche! —ordenó el negro, mostrando la cazuela con orgullo: pero una de las hijas, la que tenía paperas, replicó: —¿Hartarse con qué? ¿Con ratones? ¡Esto sólo nos faltaba! ¿Han oído? ¡Mi padre se ha vuelto loco! Y no obedeció ninguno de sus hijos. Tuvo que ir Serapio a convidar la negrada del pueblo a procurarse, procur arse, como pudo y donde pudo, unas tablas y dos burros. Unos para reír, otros por curiosidad, no se hicieron esperar los invitados: en fin, muchos que vieron la mesa armada, a lo largo del camino, y en mitad de la mesa, limpia de todo comestible, una cazuela pequeñita y vacía —gente de buena fe—, se declararon agraviados y querían marcharse sin aceptar explicaciones. Trabajo le dio a Serapio reunirlos a todos en torno. —Banquete de camaleón —dijo Cesáreo Bonachea, el cojo que fue pailero, siempre de humor jaranero—. ¡A abrir la boca, que entre mucho aire! Cuando Serapio se dirigió a la cazuelita, con voz dulcísima y haciéndole maforivale.1 —¿Cómo te llamas? —Cazuelita Cocina Bueno. —Pues cocínale a esta gente como tú sabes, linda. 1
Saludo reverente que les hacen los negros de la regla lucumí a sus aylochas y babalaos.
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Y no se habían repuesto de su asombro, que la cazuela había cubierto la mesa de platos, a cual más suculentos y apetitosos. ¡Qué pollos, qué guanajos rellenos, qué chilindrón!; jamones, embutidos, lechones tostados, viandas, frutas y dulces de todas clases. c lases. Todo excelente y sin medida. Y comió el pueblo entero y no hubo quien no se emborrachara con el vino delicioso, que fluía incesantemente de una fuentecilla que había en el fondo de cada vaso. Y fue inevitable bailar toda la noche, todo el día siguiente con su noche. Las comilonas se sucedían con la misma esplendidez, a toda hora, y así Serapio, de pordiosero, se convirtió en amado benefactor de la comarca. Llamáronle Llamár onle don Serapio: aun sus más allegados, sin darse cuenta. Y con el don, el negro, a la par que su vientre aumentaba —digno de leontina de oro y goterón de diamante—, sintió que algo nuevo se le entraba en el alma y le hablaba en un idioma, tan oscuro para él mismo, como el de los breves rezongos re zongos de la Mama Tecla, quien seguía clavada en su taburete, en su mismo mutismo, y mirándolo todo con los mismos ojos fijos, impasibles, duros. En fin, aquello metió ruido y se supo en las cinco partes del mundo. Habló el papel periódico, y el Papa, ante la evidencia del milagro, se apresuró a mandar una encíclica a las calabazas, prohibiéndoles que hicieran otro más, sin su consentimiento. En tanto, a Mambiala la dejaron calva los peregrinos. pereg rinos. Pero la suerte, que cae de repente sobre el hombre humilde, raro es que no le traiga aparejada su perdición al mismo tiempo. 58
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Porque vinieron los ricos a comer con Serapio, y a los postres dijo uno de ellos —uno que tenía la barba negra de charol, como los zapatos: —Te —Te doy diez buenas caballerías, ya sembradas s embradas de caña, por tu cazuela. —No, señor —contestó Serapio—, Serap io—, que caña le so bra a ella, y raspadura, y melado, y todo lo dulce... —Yo —Yo —dijo otro señorón, eructando con elegancia— te daría uno de mis cafetales. —Yo —Yo —dijo el dueñ dueñoo de la Compañía Comp añía Naviera, Navi era, negrero muy honorable— te daría mi goleta «Gaviota», que no va por los mares otra más bella, con carga de ébano... Y estaba, entre los ricachones, un millonario —muy usurero—, un tal don Cayetano, marqués de ZarralarraZarralarra ga —quien, por no perder ocasión de ganar dinero, vendía el pelo, los dientes, la grasa y los huesos de sus muertos—, haciendo cálculos y más cálculos, en su cabeza de roca, mientras comía. —Yo —Yo —dijo Zarralarraga, soñando para sí el monopolio de la comida del mundo— te ofrezco..., ¡ni un centavo más!, ¡un millón millón de pesos por la Cocina Bueno! Cuando el negro negro oyó «millón de pesos», salió corriendo corrie ndo a buscar un notario, y a poco lo trajo por los faldones. f aldones. Ahí mismo se redactó la escritura de venta: al final de un pliego con un sol como un huevo frito, estampado y cruzado por una cinta, Zarralarraga trazó su ilustre nombre en letra gruesa, terminada en punta, con rúbrica de tres curvas sujetas por la cintura. —Firme usted, don Serapio. —Es que yo no n o sé escribir —dijo el negro, percatándose de ello por primera vez en su vida—, y ahora que me acuerdo, tampoco sé leer... 59
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—No hace falta. ¡Estamos entre caballeros! Y hete aquí que el documento era nulo. n ulo. Que el marqués de Zarralarraga, aquella misma noche, resbaló sobre una cáscara de mango, al bajar de su volanta, y se rompió la cazuela: que el negro negr o Serapio —él ya se veía de bomba y frustraque, con un tresillo de brillanbrilla ntes en cada dedo y todos los dientes de oro; de día arrastrando coche, la noche durmiéndola en colchón de plumas— se quedó tan miserable como había nacido. En el curso de los días, ahora muy amargos, pues fresco era el recuerdo del bien tan mal perdido, una mañana Serapio volvió a mirar hacia la loma de Mam biala... Tenía Tenía el estómago en un hilo. —¡Quién sabe —les dijo Serapio a sus hijas, las hi jas que hubiera podido vestir de seda, y que tenía descalzas y andrajosas, mostrando fatalmente los traseros—, quién sabe si Mambiala, compadecida, nos hace otro milagrito! Si no encuentro una cazuela, ca zuela, quizá encuentre una calabaza. Subió a la loma: ya no había el calabazar. Algunas pobres yerbas, entre las piedras. ¡ Ay, Ay, Dio, Mambiala! Mambiala, déjala, Mambiala. Yo pobre, Mambiala, ¡Ay, Dio, Mambiala!
—¡Me muero de hambre, Mambiala, Mambiala, Mambiala! Mambiala! —y repetía su ruego gimoteando, sin esperar nada, cuando cua ndo el dedo gordo de su pie derecho tropezó con un bastón. Un bastón de Manatí. 60
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—¿Cómo te llamas? —le preguntó en seguida, abalanzándosele, radiante de alegría. —¡Señor Manatí. Buen Repartidor! —contestó el bastón con bronca voz de hombrón de pocos amigos. —¡Pues reparte conmigo, señor Manatí! Incontinente, Manatí se escapó de sus manos: celoso celos o cumplidor de su deber —¡zúava, zúava, zúava!—, lo molió a palos..., y hubiera acabado con él, si el negro, neg ro, después de descender a infalibles estacazos media loma de Mambiala, no le dice entre golpe y golpe, escupiendo un pedazo de lengua, dos muelas y un colmillo: —¡Está bu-e-no, señor Manatí! Manatí se detuvo repentinamente en el aire y vino apaciguado a colocarse a su vera, esperando órdenes, muy quieto. —¿Qué haré? —se preguntó el negro perplejo, contándose los chichones que tenía en la frente—. Este señor Manatí, no sé si es prudente presentárselo a la familia... (¡Y sin embargo, buena falta les está haciendo!) Cuando llevé a casa Cocina Bueno, todos se hartaron y cebaron: ni yo ni ella le escatimamos nada a nadie, ¿no es justo que compartan todos la paliza? Abajo, en el camino real, la familia, impaciente, esperaba. Habían prevenido a los vecinos y a los com padres. ¡Estaban muy seguros, se lo decía el corazón, coraz ón, que su padre no volvería con las manos vacías! —¡La cazuela, la cazuela! —gritaron al ver que se acercaba, andando de un modo extraño que no le conocían. —¿Hay invitados a comer? —Algunos. 61
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—¡Anda a avisarle al alcalde, al juez, al cura, al notario: todas las autoridades! ¡A aquel señor Zarralarraga, que me compró la cazuela! ¡No falte nadie, que habrá para todos! ¡Ah, niña..., y el médico y el dueño de la funeraria! Se supo en seguida que Serapio volvía con otro portento de Mambiala, lo cual demostraba, a todas luces, que Dios protege dos veces a los vagos, y que no hay por qué desanimarse, desanimarse, sino tomar ejemplo..., ejemplo..., y pacientar pacientar.. Le aprestaron, como él dispuso, larga mesa en la carretera, mientras afluía un gentío ansioso de presenciar el nuevo hallazgo de Serapio. Los ricachones, los notables, se presentaron de los primeros. Amarillos de envidia, ocuparon sus puestos, Zarralarraga en la cabecera. La chusma rodeaba la mesa, alborozada, prometiéndose banqueteo y luego baile, por todo lo alto. Serapio volvía a oírse llamar don Serapio, cercado de halagos y sonrisas. —Pero no es cazuela..., jum, que q ue dicen que es bastón —recalcó una vieja; y arrebujándose en su manto se volvió a su chinchal, acordándose de que había de jado unos frijoles al fuego y podrían quemarse. —Atención —Atenc ión —gritó al fin Serapio, Serap io, colocando coloc ando el Manatí en medio de la mesa—. No se mueva nadie. —¡Papá, yo quiero jamón! —¡Papá! ¡Pollo! —pidieron las niñas. Se hizo un silencio de ojos muy abiertos, de alientos contenidos. Serapio se alejó cuanto pudo. Se trepó en un árbol, pero nadie apartaba los ojos del bastón. Escondido entre las ramas dijo Serapio, no sin que le temblara la voz un poco: 62
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—Al que está en la mesa. ¿Cómo se llama? —Señó Manatí, Buen Repartidor. —Pues —Pu es repart rep arta, a, señor señ or Manatí Man atí,, equ equitat itativa ivamen mente. te. ¡Pákata! ¡Pakatá! ¡Pákata! ¡Pákata! Empezó la tunda. ¡Zumba y tumba! Tunde Manatí... No se oyó más que pákata, pákata, pákata, rápido y seco, a un mismo tiempo en todas partes; sobre las cabezas sorprendidas, brotándoles instantáneamente estrellas de fuego. En menos de un segundo, los palazos palaz os en remolino habían barrido la turba, que escapó a diente de uña, llevándose su parte del festín en calderones. Más recios llovieron los golpes sobre las costillas de los notables; tan pronto se volvía contra uno que estaba cerca como arremetía contra el que estaba ya más lejos, huyendo a gatas con su vida. Caían en e n racimos unos sobre otros, las carnes abiertas, como granadas maduras, los huesos rotos. Y Serapio, entre las ramas, agitándolas de contentura, como su antepasado Mono, azuzaba. —¡Duro con el alcalde, alcalde, señor Manatí, Manatí, por tantas multas que pone! ¡Duro, más duro y en la crisma, al usurero! A la guardia civil..., ¡en los juanetes! juane tes! Patas arriba la autoridad, desbalazada y dando los últimos ronquidos, Manatí se entró en la casucha donde se refugiaron los hijos del negro alrededor de Mama Tecla imperturbable, haciéndose ovillos. A cada bastonazo que le descargaba señor Manatí, Mama Tecla le decía al otro —a su amigo invisible—, abriendo un poco más sus terribles ojos blancos: —¡Ya —¡Ya lo sé, ya lo sé! La casucha comprendió que era el e l momento preciso de venirse abajo. 63
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Cuando Serapio los vio a todos exánimes —al marqués de Zarralarraga, con la boca monstruosa en diagonal, la nariz berenjena, un ojo pendiendo como una lágrima, la cabeza de roca, un amasijo de sesos y astillas, sus cuatro hijos en pedazos, la vieja muerta, sentada tiesa en su taburete, entre los escombros —y aun el glu-glu de la sangre que se chupaba la tierra—, recogió su bastón y se alejó del pueblo. —¡Hemos exagerado un poco, señor Manatí! Vagó sin rumbo toda la noche, apoyado en su bastón, llevado por su bastón. —¡Ay —¡Ay, Mambiala, qué regalo espléndido me has hecho! No te pedí tanto, ¡Mambiala, Mambiala! Un po bre hombre como yo, que nunca quiso mal a nadie. ¡Abrirse paso a golpes por la vida! ¿Qué me queda ya? Mandar si quisiera, pero ni uno solo de aquellos parásitos que mantener. Amanecía. Rompían a cantar los pájaros en la aurora de los árboles. Se encontró sentado sobre el brocal de un pozo que exhaló su guardada frescura, su olor de agua recóndita, de piedra húmeda que no toca el sol. Miró hacia adentro y el agua le hizo una seña. —¡Sí —dijo Serapio—, es mejor descansar! Dejó caer el bastón y se echó después al pozo. Este es el pozo de Yaguajay. Yaguajay. Las negras sabían la historia. Se la contaban a los niños, que iban por encanto de miedo a lanzarle piedras al silencio del fondo. A escupirle la cara al agua. A mirar, mirar, mirar sin cansarse cansars e nunca de mirar, el alma del pozo; al Ahogado, que no alcanzaban a ver, pero que los veía a ellos, hundiéndose más hondo. De noche, el pozo, el Ahogado, los despertaba haciendo cantar las ranas en las cuencas vacías de sus 64
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ojos, y volvían en sus cuerpos de sueño, atraídos por el misterio intenso —por la delicia de licia del miedo— a mirarlo, a romper de otra pedrada el negro espejo, esp ejo, sumido, la pupila redonda como un plato. A escupir, inclinándose peligrosamente, peligrosamente, en su oscuridad, oscuridad, la tranquila tranquila presencia presencia irresistible. ¡Pozo de Yaguajay Yaguajay en la noche! El Ahogado subía entonces en el agua inmóvil; de lo profundo silencioso, escalando el silencio. Un sordo chapoteo que desleía las estrellas caídas, y todo el Ahogado volvía en dos manos abiertas y desesperadas, desesperad as, subiendo por el olor de la Yerba Yerba Buena. Las habían visto las negras, que qu e al oscurecer no se acercaban al pozo. Demasiado tarde para salvarse, demasiado tarde para que sus gritos se oyeran, solos en el sueño con el pozo, las manos que asomaban por las piedras del brocal se apoderaban de ellos, frías y duras como las piedras y los sumergían en el fondo pavoroso de inenarrables secretos.
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El algodón ciega a los pájaros
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lofi, el dios infinitamente lejano e incom prensible, creó el universo. Hizo a Obatalá. Obatalá. Obatalá hizo al Hombre, le traspasó un poco de su inteligencia, le dio la voluntad. Obatalá es el más grande de todos los orishas. Obatalá es el hacedor de las cabezas, el dueño, el modelador de las almas. Padre y madre de los orishas, de los santos: Obatalá es el que está por encima de todos los santos. Y la gloria de vestir a Obatalá, que es uno y diez y seis a la vez, le tocó a la planta del algodón, a Oú, por la suavidad y la blancura de su vello. Obatalá lo nombró su capa. Oú continuamente envolvía y resguardaba a Obatalá, que no puede exponerse a la intemperie ni sufrir la violencia de la luz solar. Siempre pegado a Babá, cubriéndolo como la piel a los huesos, Oú inspiró envidia a todos los seres vivientes. Los que más lo envidiaron fueron los pájaros. Desde que Obatalá eligió a Oú, el odio no dejaba sosegar sus pequeños corazones, despreocupados y ligeros hasta hasta 66
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entonces. El honor que alcanzaron aquellas borras blancas que el Señor recogía y ceñía a su cuerpo estrechamente, les envenenaba la existencia. Por ser un mero copo de algodón, el orgulloso Chomuggé —el cardenal—, que justificando su pretensión con su belleza se había proclamado rey él mismo y pedía que a su paso se tocase tocase tambor, tambor, hubiese cedido su corona, y una a una, sus magníficas plumas, con las que creía c reía deslucir a Agutté, el pavo real. ¿Quién podía jactarse en este mundo de un privilegio comparable al de Oú? Y sin embargo, el cándido Oú callaba su ventura. Les pareció que atentar abiertamente contra la vida de Oú era ofender a Obatalá, que vive metido en algodón. Y he aquí lo que tramó la pajarería para hacer desaparecer a Oú de la faz de la tierra del modo más seguro. Los pájaros de la noche se elevaron a la luna. «Escucha, Osukuá, lo que venimos a decirte en gran secreto», cuchichearon a su oído. «Oú es un farsante, un fanfarrón. Se ha engreído al extremo de considerarse igual que Obatalá. Lleva su insolencia al punto de asegurarnos que es más blanco y más puro que Obatalá, que finge a su costa la blancura. blancur a. Como lo envuelve de pies a cabeza, fácilmente se s e hace pasar por Obatalá Oba talá y confunde a muchos, que lo adoran creyendo que él es Obatalá y Obatalá es Oú. Los pájaros, que reverenciamos y queremos servir a nuestro Señor, los pájaros que cantamos: Obatalá oro lilé Orisha eyeribó Orolilé nisi obilé ribé Orisa Uón Obatalá Orililé
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»desearíamos darle a Oú su merecido; pero, ¡ay!, Osukuá, nosotros somos débiles. En cambio, tú eres grande, eres fuerte; fue rte; todo está de noche a tu mandar. ¡Destruye en su sueño, cuanto antes, a Oú el impostor!» —Oú merece merece un gran castigo castigo —respo —respondió ndió la luna— luna—.. Lo asirá un frío intenso. Noche a noche derramaré so bre él una luz tan fría que no podrá resistir. Y los pájaros del día volaron al sol. —¡Orúngagoleo! —¡Orúngago leo! Los pájaros, que somos tus esclavos venturosos, te admiramos, porque eres el rey más poderoso de la creación. Te amamos sobre todas las cosas y vivimos agradecidos de ti porque eres generoso y equitativo: por eso todas las criaturas, cuando saludamos al amanecer a Obbá-Olorún, te pedimos que nos preserves de la enfermedad y de la muerte y tú, a todos por igual, sin hacer diferencia diferenc ia entre el amo y el esclavo, alegremente nos das la vida cada día. ¡Orúng, que tu luz no oculte por más tiempo esta falsedad repugnante: hemos venido a decirte a riesgo de que q ue nos consumieras con tu aliento que Oú, la capa de Obatalá, envanecido de rebozar a Dios continuamente, intenta hacer creer, allá en la tierra, que él también fabricó el mundo! Los pájaros, que sabemos la verdad, deseamos ver confundido, derrocado, al impostor que levanta el pecho para mentir con aplomo: «¡Pts!, el universo inmenso y sagrado; el sol, la luna y las estrellas: la tierra y el género humano, humano , los animales, el bosque, ¡todo!; el granito de arena y la montaña, la gota de agua y el mar, todo lo hicimos yo y Babá. Oú es igual que Obatalá, Obatalá es Oú». ¡Orúng, tú que todo lo puedes, haz que triunfe y resplandezca la verdad como el rayo de tus ojos! 68
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—¡Oú es un traidor! —dijo el e l sol—. Lo convertiré en un montón de ceniza oscura. E inmediatamente después los pájaros fueron a tocarle la puerta a Afén, el viento rebatoso, y con análogas razones lo indispusieron con Oú. —¡Azotaré —¡Azotaré a Oú —rugió Afén—, lo desguazaré, desguazaré, partiré sus huesos! Luego, la nubada de pájaros volvió gozosa a la tierra. Buscaron a Cocoro —el gusano que destruye en lo profundo de las cosas—, y le hablaron en tales términos, que, contaminado de la misma tirria, Cocoro abandonó la labor que le ocupaba y se dispuso a roer las raíces de Oú, jurándoles que lo haría padecer con dolor grave y prolongado. —En tanto —dijeron los pájaros—, nosotros picotearemos sus hojas, nos comeremos sus hijos. Pero Oú era inocente. Oú no mentía. No había proferido una sola palabra de falsedad. Al sentir que el gusano —el mejor obrero de la muerte— trasminaba insidioso su tierra y punzaba su raíz sana; cuando a la noche, entredormido, vio descender sobre su copa florecida la mano larga y despaciosa de la luna, que helada lo cubrió como un embudo, y los brazos múltiples del furioso Afén-Chigüí-Chigüí lo zurraron despiadadamente, y luego, aún yerto de frío, dolorido, roto, comenzó a abrasarse en un cernido de candela, Oú corrió a casa del dios más viejo, de Orula el Adivino, que le reveló el nombre y las intrigas de sus enemigos. Oú hizo ebbó con un traje blanco y dos palomas blancas, y Orula le aconsejó que llevase su ofrenda ofre nda a Oké, la loma, por donde debía pasar luego Obatalá, y allí la abandonase al borde de un senderito que bajaba ba jaba de la cumbre. 69
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Era mediodía cuando Obatalá, descendiendo por aquel sendero, tropezó con un envoltorio que manchó man chó la impecable blancura de su vestido. —¡Estoy sucio! —exclamó consternado Obatalá, que sufría atrozmente de la menor impureza, y al volverse a mirar, temblando de repugnancia y de indignación, qué era lo que podía haberle ocasionado oca sionado tan gran contrariedad, vio el traje blanco, inmaculado, sin una arruga. Complacido, se vistió inmediatamente la ropa fresca y limpia. Tomó después las cándidas palomas y se las comió. En aquel momento apareció Elegguá. —¡Oh, Babá, ese traje, esas palomas, paloma s, son ebbó. ¿Quién se ha atrevido a ponerlo en su camino? Los pájaros presenciaban la escena, unos chiflando, otros cantando. Obatalá se dirigió a ellos: —¿Quién ha sido el atrevido? Y los pérfidos, asustados, escapaban gritando: —¡No ha sido ninguno de nosotros! Oú, advertido de antemano por Ifá, fue a presentarse inmediatamente ante Obatalá, y echándose a sus pies, le dijo: —¡He sido yo, Babá, ha sido Oú quien ha dejado este Ebbó en tu camino! —¿Qué necesidad tenías de hacer ebbó? ¿Qué puede haberte sucedido, Oú? ¡Explícate! —Porque soy la capa de mi dueño, que es el dueño de todo lo creado, los pájaros se unieron para acabar con mi vida. Me malquistaron con la luna. Estuve a punto de morir de frío, helándome en el hueco de su mano que toda una noche me retuvo cautivo. Le fueron 70
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con chismes al sol; el sol, por amor de ti, a poco me consume. Incitaron al viento, y el loco viento me azotó enfurecido. El gusano que trabaja escondido en la tierra atacó a la raíz de mi vida, y ellos, estos pájaros malvados que me calumniaron, se reservaban el placer de devorar mis hijos, Babá, tus suaves copos de algodón. Por eso Oú, el puro, hizo ebbó. —¡Nunca más volverán los pájaros a ofenderte ni a causarte el menor daño sin sufrir duramente mi castigo! —respondió Obatalá conmovido. Y allí bendijo a Oú, confirmándole su gracia—: Pototo-Aché-To. Así se cumple por los siglos de los siglos la palabra de Obatalá: pues el pájaro ignorante, el desmemoriado —quizá temerario—, que hunde su pico irreverente en la sagrada cápsula del algodón, pierde la vista y no más levanta el vuelo ligero, ciego, condenado al suelo, se debate en la tiniebla, tropieza, se golpea cruelmente, hasta morir estrellándose en una oscuridad más dura que la piedra.
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Tatabisaco
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as mujeres se iban desde muy temprano a laborar la tierra. Sembraban maní, ajonjolí, arroz, yuca y ñame y quimbombó. Los hombres, a la selva, a cazar. Esta mujer labraba ella sola su campo en una margen de la laguna. Tenía un hijo de pocos meses que se llevaba atado a la espalda, como un fardo. En llegando a su campo se deshacía de él prontamente, lo dejaba a la sombra de algún matojo y se ponía a guataquear. El matojo se quedaba sin sombra, el sol empezaba a caerle a borbotones, en plena cara, al negrito; lo invadía todo abrasando. Lo picaban los mosquitos, las hormigas. Las moscas se le metían en la boca; se levantaba el viento y le llenaba los ojos de polvo ardiendo. Lloraba todo el día. La madre nunca interrumpía su faena. No lo oía. El Amo Agua de la Laguna tuvo compasión del hijo de aquella mujer. Una mañana la llamó desde la orilla. Era muy viejo, v iejo, el pecho de lodo negro, verdoso; sus barbas se extendían por toda la superficie del agua. 72
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—Moana1 —le dijo—, dame tu hijo. Soy Tatabisaco, el Padre de la Laguna. Dámelo, lo cuidará Tatabisaco Tatabisaco mientras trabajas. Cuando termines, llámame y subiré con él. La mujer le entregó el niño. —Tatabisaco, —Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, toma, hijo. No sabía hablar: no supo darle las las gracias como era debido. Desde aquel día, en cuanto llegaba a su campo, al amanecer, se asomaba al borde de la laguna —que dormía todavía— y llamaba a Tatabisaco. Tatabisaco. El viejo Padre Agua contestaba desde el fondo: Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tuá dila Moana a mé Cuenda y bricuendé ¡Tatabisaco!
Invisible, le tomaba de los brazos a la criatura; la mujer no veía nada. Nada más que la transparencia del agua, sin color. Las primeras puntadas de los peces más pequeños, que cruzaban sus hilos imperceptibles en la superficie. Se entregaba ella a su labor. Trabajaba sin descanso hasta ponerse el sol. Entonces Tatabisaco, a las voces que le daba, aparecía con el niño. La mujer volvía a colgárselo a la espalda y corría a su s u choza, sin detenerse a hablar con las mujeres que bajaban en grupos de sus campos. 1
Mujer.
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Preparaba la comida. Llegaba el marido del bosque. Comían, y rendidos de fatiga se echaban luego a dormir pesadamente en sus tarimas. La mujer seguía guataqueando, dormida. El espíritu del hombre se tornaba al bosque. Fantasma en los senderos de la caza, con su arco mágico y su gran cuchillo, perseguía toda la noche los fantasmas alargados de los animales en fuga: cacería vertiginosa, del bosque a la explanada del firmamento. Cuando la mujer echó en los surcos las simientes, s imientes, le hizo regalo de un chivo chiv o a Tatabisaco. Tatabisaco. Pero hablaba h ablaba muy mal. No supo ofrendárselo con palabras justas. Le dijo: —Coma chivo con hijo to. Y el viejo se retiró muy ofendido en su corazón. Así fue que aquella tarde, al acercarse la mujer a la laguna, llamando: «Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco», y así llamó muchas veces, el viejo no acudió. Aún era la tarde grande y clara, puro el azul. La laguna dejó de reflejar el cielo para ponerse, toda, color de encerrada tormenta. Y la mujer, mujer, muy lejos de com prender el enojo del agua, siguió gritando e impacientándose: «Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco». Los juncos de la orilla, extrañamente, se retorcieron —silbaron— —silbaron— y se alargaron alargaron ondulando, ondulando, transformados transformados en negras culebras venenosas; las piedras avanzaron solas, enormes cocodrilos con las fauces abiertas. Los güijes, grises, llorones —hijos de las lluvias inconsolables, de tristeza inmemorial— mitad de plumas, plumas , mitad de hilachas de agua de fiebre, le lanzaron ceñudos ceñud os sus guijos, por tantas lágrimas afilados. Hirvió la laguna negra, roja de sangre. La voz de Tatabisaco retumbó como el trueno: 74
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¡Ungué, wó! ¡Ungué, wó!
Y la noche, torva, maléfica, subió de la laguna. Una noche de fango y de sangre. La negra se encontró en el camino con las otras mu jeres que volvían de sus campos. —El marido de la hermana menor de la luna —oyó que contaba una de ellas— le mató su hijo y se lo dio a comer. En cuanto llegó a su choza, le cortó la cabeza a un carnero, lo metió en una cazuela y la puso a cocer al fuego. A poco apareció su marido pidiéndole de comer, y ella comenzó a dar alaridos y a revolcarse por el suelo. El hombre creyó que su mujer sufría de cólicos, o que la había mordido, en el vientre, algún perro rabioso. Fue a acarrear un poco de agua del pozo para calmarla. En tanto, ella salió a llamar a los vecinos, vecinos , lamentándose y alborotando por todo el villorrio. villorrio. Le preguntaban pregu ntaban qué había ocurrido, y redoblaban sus ayes aye s y sus lloros, sin que nadie lograra comprender por qué se afligía a tal extremo. Al fin se sacó en claro que el marido de esta mujer había metido a su hijo en una cazuela y puesto al fuego, asegurándole que no le sucedería ningún mal. Luego el hombre había tapado la cazuela, y su hijo había dicho: ¡Ungué, wó! ¡Ungué, wó!
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parecido al trueno..., y lo que había h abía en la cazuela era una cabeza de carnero: el hombre se iba a comer esta cabeza de carnero, que era la cabeza de su propio pro pio hijo. Al escuchar todo aquello, también el hombre comenzó a dar alaridos y a revolcarse como un hechizado por el suelo. Gritaron las mujeres y se mesaron las greñas, con la madre, que se hería la cara y los pechos; jóvenes y viejas se lamentaban en coro, llorando a lágrima viva. Los niños se apretaban contra ellas, espantados, espantados , y arreciaba el griterío. Pedían gimiendo que se ajusticiara ajusticiar a al asesino de su propia carne, de sus propios huesos. Los hombres, los viejos, hallaron que esto era justo. Pero el jefe tenía a aquel hombre en mucha estima. Era un buen cazador: nunca volvía de la selva con las manos vacías. Sabía atraer a los animales. Comprendía su idioma. Conocía el origen, las trastiendas de cada uno, y el canto que los cautiva de antemano, untado en la flecha. (Y todo esto dicen que se lo enseñó, por miel, el Pájaro Demonio de la Selva.) El jefe, antes de teñir su cuchillo en la sangre de este hombre, quiso consultar a Babá, el Adivino. Éste vivía a poco más de una un a legua, solitario. Babá tenía una «prenda» que mandaba al Aire Grande y un cuerno de venado que mandaba al Aire Chico: Aire Grande le traía intactas todas las palabras que se s e decían; Aire Chico le contaba todo lo que había visto. vis to. De modo que mucho antes de que viniese a buscarle el mensajero, ya él se había puesto en camino y todo lo sabía. —Este hombre es inocente —fue lo primero que dijo el adivino. 76
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No había manera de acallar al mujerío, que se había cubierto de cenizas y, sentadas en redondo, llevándose las manos a la cabeza y a la cintura, balanceaban sus cuerpos a compás del llanto. Babá ordenó que hicieran silencio, y oyeron como el ruido que hace lejos, en la oscuridad, un agua caudalosa al desbordarse. El Aire Chico va y viene, y le dice al adivino que Tatabisaco se hincha y se dispone a inundar la tierra, tierr a, a arrasar los sembrados; s embrados; que en su cólera, el Viejo Agua Agua no perdonará a ningún hombre, que todos perecerán ahogados, porque subirá hasta las últimas ramas de los árboles más altos. Y el adivino manda a Aire Grande que contenga las aguas y vaya disuadiendo al vie jo de su propósito: escoge doce chivos y doce cabras y se los lleva a todos, hombres, mujeres y niños, a la laguna, y allí hacen un ebbó2 y es la medianoche. Babá, desnudo, se pasa por el cuerpo una paloma blanca, se purifica y purifica. Luego, llama tres veces: Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tatabisaco, Tuá dila Moana a mé Tatabisaco, Moana y tuá dila mé Tatabisaco, cuenda y brincuendé, ¡Tatabisaco!
Echó a flotar una calabaza, que se dirigió al medio de la laguna, y allí se detuvo. «¡Ungué, wó!», respondió respond ió Tatabisaco. Tatabisaco. 2
Purificación.
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El adivino metió los doce chivos en el agua. Nadaron hacia el medio de la laguna y allí se hundieron. «¡Ungué, wó!», volvió a decir Tatabisaco. Tatabisaco. El adivino mandó después las doce cabras, que desa parecieron en el mismo punto que los chivos. Dijo en el fondo fond o Tatabisaco: Tatabisaco: Tatabisaco, túa dila Moana mé, Tatabisaco, cuenda y brincuendé. Tatabisaco, cuenda y brincuendé. ¡Cuma imbimbo yo, yo!
Ante la tribu sobrecogida y muda apareció ap areció el viejo, las barbas resplandecientes de plata viva, de peces des piertos; porque al mismo tiempo brilló la luna. El negrito dormía en el hombro del Padre Agua: dormía acunado en la noche grande, ya serena. Tatabisaco dijo que se daba por desagraviado, que no les haría ningún daño. Le extendió su hijo a la mujer, que no se atrevió a tomarlo ni a levantar la cabeza del suelo. El cazador se llevó a su hijo. El negrito dormía. Y ella, la mujer, escondiéndose como un animal entre las sombras, como un animal que va a dormir, se fue muy lejos —y para siempre—; no se supo nunca adónde. adónd e.
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Jicotea lleva su casa a cuestas, el majá se arrastra, la lagartija se pega pega a la pared
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ékue no tenía padre ni madre. madre . La vida en el pue blo era muy dura. Huérfano, los hombres, apreciando la recia musculatura del adolescente, se creían con sobrados derechos para sacar, sacar, por humanidad, buen provecho de sus brazos. Lo abrumaban de trabajo a cambio de un plato de comida, comida, y de tarde en tarde, de alguna moneda moneda de ínfimo valor. Trabajaba para todos, y todos le hacían la caridad de d e no dejarle morir de hambre —aunque bien podía reventar de fatiga—, prodigándole aquel comentario que se oía repetir desde que llevaron a enterrar a su padre, el yerbero. —No tiene a nadie en el mundo. ¡No tiene a nadie! Amaba los árboles y detestaba a los hombres. «Nadie», pensaba el hijo del yerbero, eran los hom bres. Apenas empezó a hablarle claramente su corazón, le dijo que lejos del pueblo, allá en el monte donde solía ir de pequeño, habitaban ahora, en dos árboles, las almas de sus padres, uno junto al otro, entrelazadas las raíces, e iba a verlos con frecuencia, cuando cierto sentimiento que se apoderaba de él lo impulsaba al 79
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monte. Porque era allí donde su corazón le hablaba y le enseñaba lo que sólo el corazón puede enseñar. Aprendió a ir al monte como se va al mundo de los sueños y de los espíritus. Cómo andar en este mundo peligroso lleno de trampas, de sombras sombr as tan bien urdidas, en el que perros fantasmales ocultos en la maleza, el Allaocán-Ikú, caza y devora a los que tienen el alma torpe y oscura; donde el gigante decapitado, el demonio Aradllá-Araocó, Aradllá-Araocó, se pasea arrastrando sus pies enormes como dos palmeras derribadas. Antes, la cabeza de este demonio se perdía entre e ntre las nubes. Tenía cabeza de gallo. Una noche, por encima de las copas de los árboles, miraba insomne el firmamento estrellado. Alargó el cuello inconmensurable: —¡Qué buen bue n maíz desgranan desg ranan en el e l cielo! —excla—exc lamó; y engulló tal cantidad de estrellas, y hubo tal pánico en la estrellería, que los guardianes de la noche acudieron a toda velocidad, de los cuatro puntos cardinales, en alas de los Cuatro Vientos, y tras de hacerle vomitar los preciosos granos de luz, le cortaron c ortaron la cabeza y se la ataron al extremo de su cola, que es tan larga que sus tres pares de manos no pueden alcanzarla. Pero quedó una estrella pequeña, que no rescataron los guardianes del firmamento, enredada en las zarzas y bejucos de su pecho, y de sus rayos se vale el gigante para descubrir a los que por allí se extravían en sueños, en sus viajes nocturnos, noctur nos, o a los que se aventuran temerarios internándose en la soledad montuosa. Pero el corazón le advertía de qué lado del monte paraban los diablos temibles, roedores de la oscuridad, los espíritus que se posesionan de los hombres para devorarles el hígado: en qué parte las sombras de 80
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los muertos desesperados, que a destiempo dejaron la vida con encono, sin cerrar los ojos —almas sorprendidas por la cuchillada o el balazo artero de la Mala Muerte, despedidas por la boca de una herida amarga y profunda—, se agitan maldicientes en hojas muy negras y retuercen las ramas, las secan con las torturas de una obsesión de venganza, de odio que jamás se satisface. satisface. O en qué arboleda de frutos venenosos venenoso s se cobijan los fantasmas de las mujeres estériles de entrañas malditas, cuyas emanaciones son mortales: dónde se arraciman las sombras ávidas de los niños que no pudieron vivir, vivir, y se abrazan a las sombras de los vivos para llorarles al oído. Las malezas en que penan las almas que fueron arrojadas de sus cuerpos por hechizos poderosos, esperando un cuerpo de qué adueñarse; el rincón malsano, pudridero de luz, donde almas somnolientas, sin intención, sin voluntad, flotan en un vapor cálido y pestilente que al ser aspirado produce la idiotez y el olvido. El pájaro-duende, para encantar —el feroz Yongóngo—, primero silba invisible graciosamente. Luego canta: Tio-tio; Tio-tio; tié- tié-tié-tié. Ocú-olluma... ti ti oulé... ti tio ti: tié-tié-tié.
El que le presta atención siente un deseo incontenible de bailar, y baila confiado. Pronto, cuando menos se lo espera, Yongóngo, abriendo sus alas negras, inmensas, se abalanza impetuoso como un monstruo del d el viento y le arranca los ojos a picotazos. 81
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Allá, detrás de aquellas piedras, cubiertas de helechos y malangas, le decía el corazón, están las entradas de las cuevas de los hombrecitos que viven debajo de la tierra, cornudos, zambos, peludos; orejudos como murciélagos y negros como el betún. Tienen un ojo blanco y saltón, sin pupila, en mitad de la frente. fren te. Son lo que la gente llama Cosa-Mala-Chiquita. Corren pegados al suelo, a veces corpóreos, otras incorpóreos, como sombras, y atacan de noche en descampado a los que van solitarios. Miden un pie no más de estatura; renqueando, andan velozmente. La voz les sale de la nariz, como a Elegguá, y a Osain, a los Chícherekús, a los Endoquis y a los Muertos... El monte, sagrado, avaro de sus tesoros, es el dominio peligroso de fuerzas maléficas, de diablos; de duendes aviesos, de almas malhechoras; pero Fékue conocía su hora propicia y adivinaba sus fueros. Iba a él lleno de respeto y nunca se adentraba sin antes saludar e invocar el permiso de su dueño. Porque su corazón le enseñaba que todo tiene dueño: aun lo más despreciable, y hacía reverencia a las yerbas más humildes. A pesar de su mucha pobreza, cada vez que obtenía o ahorraba unas monedas, las depositaba con fervor en los matojos como derecho que había de pagársele, pagár sele, escrupulosa escru pulosamente, mente, a aquella aque lla poderosa pod erosa divinidad del monte donde moraban las sombras de sus padres. padres . De tiempo en tiempo llevaba dos pollos: uno que ofrendaba a sus muertos y otro al dios del monte. Tocaba en un tamborcito y cantaba con voz fresca y bien timbrada para alegrar sus espíritus. Su música debía agradar al dios. 82
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Secretas relaciones de amistad se iban estableciendo entre el muchacho y ciertas plantas y árboles. Fue aprendiendo sus nombres sin que nadie se lo dijese, y al pronunciarlos en sus adentros conocía de repente su esencia y sus misterios. Llegaron días difíciles para el pueblo y aún más duros para Fékue. Muchos en que, no teniendo nada con qué pagarle tributo, no se atrevió a entrarse en el monte. Sentía sin embargo que éste, los dos árboles paternales, paternales, la turba de plantas plantas amigas, amigas, lo llamaban, llamaban, pero su corazón exigente dominaba el impulso de obedecer a ciegas su llamada: no tenía nada que ofrecerles. Cuando volvió, sólo pudo llevar un poco de tabaco y una triste moneda de cobre. En vez de rociar la tierra con c on la sangre de un pollo negro, se hizo una herida y ofrendó su sangre. En aquel momento se le manifestó el dios dueño del monte, Osain; y vio que el orisha era manco, cojo y tuerto; que sólo tenía un brazo, el derecho, una mano mutilada en la que brotaban tres dedos, y una pierna, la izquierda. Osain es sordo de su oreja izquierda, y esta oreja es tan grande que el lóbulo casi le roza el hombro; en cambio, con la derecha, graciosa, pequeña y bruñida como una concha, percibe el sonido más distante y apagado. Un ojo único que bizcornea, media nariz sana, media boca torcida; y toda su piel rugosa como la corteza de un árbol viejo. (Así es Osain cuando se hace visible.) —Márchate sin volver la cabeza —le dijo el dios Osain-Ochachá-Queregüeye. Mucho antes de llegar al pueblo sintió caer bruscamente un peso sobre sus hombros. No detuvo el paso, 83
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ni siquiera miró de soslayo. Luego le pareció que llevaba un bulto duro y redondo colgado a la espalda. Fékue dormía entonces en un establo abandonado, de paredes ruinosas, que sólo conservaba un pedazo de techo. —¿Qué llevas ahí? —le preguntó alguien. —Todavía —Todavía no puedo saberlo —contestó ingenuamente. Ya brillaba el lucero en el cielo descolorido descolor ido del atardecer cuando se atrevió, una vez en su refugio y asegurándose de que estaba absolutamente solo, a desembarazarse del bulto misterioso. Era un saco que contenía conten ía dinero. Sonó el oro indiscreto. Creyó que nadie podía verlo ni oír el ruido que, a pesar suyo, s uyo, hicieron las monedas; la noche estaba a punto de caer de falondres y no había un alma en los alrededores. Una lagartija, de la parte de afuera, miraba por un hueco del muro. —¡Aquel..., aquel que no tiene a nadie en el mundo, que duerme a la intemperie, en los portales p ortales o donde le pilla la noche, el huérfano, ha encontrado oro! ¡Lo he visto en el establo manoseando su tesoro! Lagartija no había pegado p egado ojo en toda la noche. no che. Tam poco Fékue había dormido, como si tuviese conciencia de que alguien velaba velab a junto a él. A la primera claridad, Lagartija se alejó sigiloso y corrió a la guarida de Jicotea a contarle lo que había sorprendido. —¡Tiene un secreto! —opinó éste después de oírle. Majá estaba tan pobre como Lagartija, que estaba tan pobre como Jicotea: pero ésta se había procurado, gracias a sus mañas, un poco de café, y Majá, buen madrugador cuando anda hambriento, había ido a tomar café, con su amigo. 84
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—¡A ver! —dijo mientras avivaba la lumbre donde hervía el agua en una lata oxidada—, ¿no habrás soñado esta historia? El huérfano no tiene a nadie en el mundo. ¿Quién iba a favorecerle? Por lo demás, el huérfano no roba. Me consta. —Yo —Yo sí robo —dijo Jicotea—. J icotea—. Y tú también, Ma já... ¿No eres ladrón? ladrón? Y de seguro Lagartija Lagartija estaría dis puesto a todo por mejorar su situación. Transcurrió algún tiempo: el muchacho, insensi blemente, se había hecho un hombre, y se convirtió en la muda admiración del pueblo. Por poco que se le observase, había que convenir en que no era un ser como todos los demás. Tenía la prestancia y el aplomo de esos hombres a quienes, a primera vista, se les reconoce como superiores: la gravedad de un mirar que impone respeto e infunde confianza. Reservado, serio, eran los viejos, instintivamente, los primeros en estimarle. Aquéllos que le maltrataron no hacía mucho, obedecían ahora a una supersticiosa necesidad de humillarse, a un sentimiento mezclado mezclad o de temor y de vergüenza que les hacía caer, cuando lo encontraban, en los excesos de una lagotería repugnante. Y era la absoluta indiferencia de Fékue, la ausencia de rencor —tan despectiva—, lo que más les confundía. Un día Jicotea se presentó en su casa. Le pidió hos pitalidad, pitalidad, y el huérfano, huérfano, como todos seguían seguían llamándole llamándole reverentemente, se la acordó. Con frecuencia se marchaba del pueblo y no se le veía en largos días. No tardó mucho en ausentarse dejando en su casa a Jicotea, y ésta pudo escudriñarlo todo a sus anchas. —He buscado el oro. No me ha quedado nada por registrar. La casa está llena de raíces, de palos, de 85
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yerbas. El dinero o el «secreto» no lo guarda en casa. Lo lleva todo encima o lo oculta lejos, en alguna parte. —Sigamos —Siga mos sus pasos paso s —dijeron —dije ron la lagartija laga rtija y el majá—. Hemos de dar con él. Cuando el huérfano regresó de su viaje, Jicotea se despidió agradecido. Le contó que en los días de su ausencia, había tenido la suerte de encontrar un albergue conveniente. Le encomendaron al Gallo-Ofetilé-Ofé la misión de montar una guardia permanente a la puerta de Fékue, y de cantar en un tono convenido al momento en que éste se marchara la próxima vez. Poco tiempo después, entre los cacareos que anunciaban la madrugada, los tres amigos oyeron la esperada señal de Ofetilé-Ofé. Lagartija se armó de un cuchillo; el Majá, de un machete. Jicotea, que no poseía armas de ninguna especie, escogió cuidadosamente, entre las piedras de su covacha, una que le pareció muy a propósito para machacar el cráneo más duro y resistente. Y fueron siguiendo de lejos al a l huérfano, quien, al parecer, no sospechaba que q ue tres malintencionados iban en pos de él, pues pue s ni una vez se detuvo ni volvió hacia atrás la cabeza. Tras mucho andar llegaron al monte. Fékue se internó en la maleza. Los cómplices, reuniéndose, cambiaron una mirada de satisfacción: ningún lugar se prestaba mejor que aquél, por su soledad y alejamiento, al fin que se proponían. Indefenso, Fékue cedería a sus amenazas. Sería em presa fácil intimidarle, arrancarle con un cuchillo al pecho su «secreto», y luego darle muerte sin exponerse a esas molestias que suelen ocasionar a sus autores los robos y asesinatos que se cometen en poblado, don86
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de todo el mundo se cree autorizado a meterse en lo que no le importa. Las casas y las calles del pueblo tenían ojos y ore jas, y lo que era peor, tenían lenguas, lenguas que qu e se hubiesen complacido en encaminarlos al garrote. Cuando Fékue, como si llegase llegas e al término de su ininterrumpida caminata, se sentó sobre unos troncos, los tres a la vez lo atacaron. Lagartija levantó el puñal so bre su pecho; el majá desenvainó el machete. Jicotea, amenazador, hizo ademán de golpearle con una piedra. Él, sin pestañear, se contentó con decir: —Buenos días, Jicotea y la compaña. —¡Eres rico y escondes tu oro! —dijo Lagartija—; no me lo puedes negar; te vi una vez contando co ntando tu dinero en un establo. —Dánoslo —dijo Majá—, Majá—, o te parto en dos con mi machete. —No vamos vamos a tratarte tratarte con contempl contemplaciones. aciones. ¡Habla pronto! ¿Dónde tienes el tesoro? El huérfano se encogió de hombros. Ni siquiera les miraba. ¡No se recibe desdeñosamente, impávido, el asalto de tres ladrones que van a convertirse en asesinos de un momento a otro! Jicotea iba a increparle como se merecía y ponerle en razón, precisamente de una buena pedrada en la cabeza. Mas su lengua tartaleaba, sumida en un barro amargo. La piedra que sostenía en alto aparatosamente se hizo tan pesada que se le fue de las manos, esquivando la bien plantada y arrogante cabecab eza del huérfano. Majá sintió su brazo rígido. Hizo esfuerzos desesperados y no logró moverlo. Los dedos de Lagartija se engarrotaron con dolor insoportable, oprimiendo el mango del cuchillo. 87
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La chicharra Cumandénde, encendiéndose, los aturdió entonces con la sonoridad enloquecedora de su chirrido: los tres quisieron huir, pero sus piernas se habían petrificado y no les obedecían. Majá perdió todos sus miembros. Se abrió la tierra y Osain, terrífico —manco, cojo, tuerto, boquitorcido—, dando dan do un salto inverosímil, se les mostró en aquel momento. Y el dueño del monte, el gran santo de los yerberos, los maldijo. Estas fueron las palabras con que Osain-OchacháQueregüege cambió las formas, castigó y torció los destinos de los que en el Monte-Ocha quisieron matar a un hijo querido de los árboles, de las yerbas y de los muertos: «Por la eternidad, Jicotea quedará en su propio cuer po encarcelada; su cuerpo será su prisión y la llevará siempre a cuestas. »Por la eternidad, Lagartija vivirá pegado a las paredes, atisbando. La perseguirán, la matarán por gusto. Vivirá Vivirá en perpetuo azoramiento, huyendo y temerosa de su propia sombra. »Por la eternidad, Majá se arrastrará por la tierra; oculto en agujeros, en matorrales, evitando encontrarse con los hombres, que lo cortarán en pedazos con sus machetes».
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¡Soquando!
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orrión, que era un bambollero, reunió a todos los miembros de su especie. Llamó a Buey, con quien andaba siempre de pique y en tiquiriquití, y le dijo: —Les voy a cortar a todos la cabeza. Después se las vuelvo a poner. —No —dijo Buey—. Tú no puedes hacer eso. —¡Pst! Nada más sencillo. Vas Vas a verlo. Los gorriones, confabulados, formaron una hilera interminable. Eran todos los gorriones de Cuba, y no faltaba uno. —¿Listos, señores y señoras? Gorrión, machete en mano, se acercó al primero de la fila, que alargó el cuello tranquilamente. Empezó la carnicería. Y Buey, con atenta estupidez, vio que, en efecto, Gorrión decapitaba, decapitaba, uno a uno, a todos sus semejantes. semejantes . —Eséquere Uán. ¡Soquando! Eséquere Uán. ¡Soquando! Eséquere Uán... ¿Tu alé?1 —le gritaba al buey buey,, mostrándole cada cabeza que cortaba. 1
¿Lo ves?
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Cuando terminó, con la mayor rapidez y limpieza del mundo, aquella siega inconcebible, Buey dijo: —Muy bien: me consta co nsta que has ha s muerto sin si n piedad a tus hermanos. Pero dudo mucho que les devuelvas la vida. —¡Ahí está la gracia! —contestó Gorrión muy contento. Y a toda prisa empezó a colocar las cabezas tronchadas en sus cuerpos correspondientes. ¡Y a contar todos los gorriones revividos! (Eran montoncitos de plumas lo que había cortado: los gorriones escondieron la cabeza debajo del ala.) Ante la evidencia, Buey quedó convencido y muy admirado. Ahora Buey congrega a todos los bueyes de Cuba, y cita a Gorrión y a toda su compaña, y dice que a él, cuadrúpedo muy honrado, pájaro farandulero no lo disminuye. Para hacer la misma proeza que Gorrión con sus gorriones, le siguen, no sólo los bueyes, sino las vacas y los terneros. Uno detrás de otro van llegando al matadero. Y Buey empuña el jifero. Tienen miedo. Son So n muchas veces que titubean, que reculan, que se espantan —sin disimulo—, antes de prestarse a la prueba del cuchillazo. —Eséquere Uán. ¡Soquando! Eséquere Uán. ¡Soquando! Eséquere Uán... Caen las cabezas, y la sangre fluye a borbotones. —¿Tú alé? —grita —grita Buey alzándolas alzándolas con trabajo trabajo (porque es asombroso lo que pesan), y mostrándolas a Gorrión, que siente un poco de náuseas. Cuando, después de varias horas muy bregadas, Buey, jadeante y satisfecho —en sangre tinto hasta los los cuernos—, dio por terminada la degollina, Gorrión dijo: 90
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—Muy bien. Me consta que has muerto mue rto a conciencia a todos tus hermanos. Pero dudo que les devuelvas la vida, porque no tienen alas. —¡Ahí está la gracia! —contestó Buey gravemente, cobrando resuello y limpiándose el sudor. Y se puso a la obra de ajustar cabezas. Adaptábalas al cuello y, en cuanto retiraba las manos, ¡cataplún!, la cabeza se desplomaba. Y así fue que ni una sola se quedaba fija; y por más empeño que tomó en soldarlas, no hubo cuerpo que recuperara su cabeza, ni cabeza que reintegrara viva el cuerpo del cual había consentido en separarse —hay que confesarlo— sin grandes entusiasmos. Como el buey recomenzaba una y otra vez, pacientísimo, la misma operación, Gorrión lo dio por vencido, y se fue de rumba con todos los suyos, a celebrar celebra r el triunfo. Al fin, en pegar cabezas que se despegaban se le pasaro pas aronn al bue bueyy las veinti vei nticua cuatro tro horas hor as necesa nec esaria riass para que q ue sus decapita de capitados, dos, por el e l gran calor, calo r, hedieran como es de rigor. Y Buey, Buey, aunque un poco poc o tarde, com prendió. prendi ó. —He matado a mi madre, a mi padre, a mis hermanos, mis mujeres, mis hijos, y mis nietos y biznietos; a todos mis tíos, los hijos de mis tíos, nietos y biznietos. biznie tos. ¡A todos mis «carabelas «car abelas»! »! ¡Ah! Esto es lamentable..., ¡lamentable! Raboteando con mansa tristeza se entró en un estanque y, del modo característico a su noble raza, se ahogó. Tal día aciago aciago hubiera perec p erecido ido íntegra ínte gra la nación n ación bov boviina, si un buey ya viejo y una u na vaca flaca no se hubieran h ubieran abstenido de concurrir a aquel acto extravagante. Es 91
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cierto que presenciaban la escena de bastante lejos, y que, en un momento dado, la vaca, alborotándose, le dijo a su compañero: —¡Magnífico! ¡Vamos ¡Vamos también nosotros a que nos corten la cabeza! —Mira —Mi ra —co —conte ntestó stó el bue bueyy reteni ret eniénd éndola ola por la cola—. Tú y yo ya estamos viejos. No servimos. se rvimos. Esos juegos buenos son para los jóvenes, la gente fuerte. De esta pareja desgraciada nació, sin embargo, un ternerito y una ternera, que se unieron en honesto concubinato y procrearon mucho; y gracias a ellos, aún hay bueyes y vacas en Cuba, la bella.
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Canácaná, el aura tiñosa, es sagrada, e Iroco la ceiba, es divina Barreta con mandarria, ¿quién pué más? Zarza con piñón, ¿quién pué más? Guayacán con Cuabalira, ¿quién pué más? Enculelle tambalele. ¿Quién pué más?
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bá-Olorún es el padre del cielo y de la tierra. Le dijo a la tierra: —Trabaja y reverencia a tu hermano. Y al cielo: —Ampara a tu hermana. Y estos hermanos vivieron en paz. Transcurrió tiempo, y Dios y la tierra discutieron; ésta porfiaba que era mayor y más poderosa que su hermano el cielo, y —porque sin duda se había envanecido y pretendía que su hermano le rindiese homenaje— se acaloró y empleó el lenguaje de la irrespetuosidad. ¡El lenguaje peligroso de la irreflexión! En aquella ocasión, la tierra le dijo a Dios: —Soy la base; el fundamento del cielo. Sin S in mí se derrumbaría, no tendría mi hermano en qué apoyarse. Ni cosa alguna existiría concretamente sin venirse abajo; todo sería vaguedad, inconsistencia, humo, ¡nada! Le sostengo y soy yo quien, además de prestarle siempre mi apoyo mientras él solo contempla, trabajo incesantemente, fabrico todas las formas vivientes, y las fijo y las mantengo. ¡Yo lo contengo todo; todo 93
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sale de mí, todo vuelve a mí! Mi poder no tiene límites ni pueden calcularse mis sólidas riquezas. Y la tierra repetía insolente: —¡Sólida! ¡Soy sólida! Él, en cambio, no tiene cuer po, es vacío enteramente. enteramente. ¿Y sus bienes? ¿Pueden com pararse con los míos? míos? ¡Ah! Los bienes de mi hermano, ¡son intangibles! ¿Qué tiene, diga, que se pueda tocar y pese en una mano: aire, nubes, luces? ¡Nada, nada, nada! ¡Pues considere cuánto valgo más que él y baje a hacerme moforivale! Obá-Olorún, viéndola tan obcecada y presuntuosa, no le replicó por desprecio. Le hizo un signo al a l cielo y éste se distanció amenazador, horriblemente sereno. —Aprende —murmuró el cielo al alejarse a inconmensurable distancia—, aprende que el castigo tarda lo que su preparación. Las palabras de los grandes no las deshace el viento: Iroco las recogió y meditó en el silencio de una gran soledad que se hizo en ella al separarse el cielo de la tierra. Porque Iroco, la ceiba, hundía sus raíces vigorosas en lo más profundo de la tierra y sus brazos se entraban hondo en el cielo —vivía en la intimidad del cielo y de la tierra—; el gran corazón de Iroco tem bló de espanto al comprender... Hasta entonces, gracias al acuerdo perfecto que reinaba entre estos hermanos, la existencia había sido harto venturosa para todas las criaturas terrestres: el cielo cuidaba de regular las estaciones con una solicitud tan tierna y paternal, que el frío y el calor eran igualmente gratos y beneficiosos. Ni tormentas ni lluvias torrenciales, destructoras, ni sequías asoladoras, habían sembrado jamás la miseria y la desolación entre los hombres. Se vivía alegremente; se moría sin 94
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dolor. Males y quebrantos eran desconocidos. Ni los individuos que pertenecían a las especies más voraces hubiesen podido adivinar, antes de la discordia, qué era el hambre; su mano atenaceando en las entrañas. La desgracia no era cosa de este mundo: por un tiem po sin crueldad —por aquel tiempo que nadie vivió y todos añoran— animales y hombres suspiran todavía. La crueldad no era de este mundo. Los espíritus malignos que provocan los padecimientos físicos más abyectos y que invisibles y arteros se introducen por los ojos, o volatilizándose se hacen aspirar, no tenían nombre porque no existían. Nadie enfermaba. enfe rmaba. La muerte deseable —limpia y dulce— se anunciaba con un sueño suavísimo. El hombre había disfrutado de una vida larga y venturosa; viejo, mas sin la triste aparienapar iencia ni los quebrantos de la vejez, sentía s entía un gran anhelo de inmovilidad. Un silencio avanzaba despacio por sus venas, un silencio apacible que buscaba deliciosamente al corazón. Despacio se cerraban sus ojos; despacio oscurecía, y era la felicidad infinita de apagarse, de morir. Se acababa como un bello atardecer. Entonces la bondad sí era de este mundo: un mori bundo podía sonreír al representarse el placentero festín que su cuerpo, hermoso y sano, procuraría procur aría a gusanos innumerables y golosos; pensar enternecido en los pá jaros que picotearían sus ojos brillantes convertidos en semillas; en las bestias fraternales que pastarían sus cabellos mezclados con la yerba fresca y jugosa; en sus hijos, en sus hermanos, que comerían sus huesos transformados en tubérculos. Nadie pensaba en hacer daño. Los elementos no ha bían dado el mal ejemplo. No había brujos malvados; malvados; no había plantas nocivas. 95
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No había había que ganarse ganarse a todo trance el favor favor de fuerzas maléficas, que nacieron después con el dolor y la miseria. No había de precaverse contra ataques de endokis, de chicherekús chicherekús y de ojos malos. Todo Todo era de todos por igual y no había que vencer, ni que adueñarse ni que dominar. No criaba alimañas el corazón humano. Estaban unidos el cielo y la tierra, y jamás del cielo había caído un rayo; jamás el fuego de arriba había consumido al bosque; ni el sol despiadado se había hecho sentir como un castigo. El mar, que tampoco revolvían vientos furiosos, era una balsa tranquila nada amarga, que se perdía de vista sin intimidar a nadie. El ratón, el mejor amigo del gato; una gota de miel, el veneno de los alacranes. Cualquier monstruo era —lo que hoy se dice muy de tarde en tarde— un «alma buena»: buena »: y la hiena h iena y la l a paloma palom a podían podía n trocar troc ar sus corazones. La fealdad vino luego, cuando acabaron los tiem pos de no padecer. Aquí fue el llanto de Iroco: la tristeza tr isteza del árbol amado del cielo y de la tierra, el hondo duelo por lo que para siempre se perdía, lo invadía y penetraba todo. La ceiba dio entonces sus flores impalpables, y así esparció su pena por la tierra. Esta tristeza, tristez a, que iba en el viento leve, se comunicó a los hombres, a las bestias, a todo lo viviente. Un pesar jamás sentido se entró en las almas, e Iroco extendió sus brazos inmensos en un gesto de amparo cuando al caer de la tarde se oyó el grito lamentoso de la lechuza: un chillido agudo, desconcertante, nuevo en la mudez de un atardecer distinto. 96
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Aquella noche —una noche desconocida como la angustia— el miedo hizo su primera aparición, penetró en los sueños, y esta noche engendró a Illondo, dio formas diversas, rostros y garras crueles a la oscuridad. Al día siguiente, el hombre, la bestia, el árbol, todos los seres vivientes, se interrogaban sin darse a comprender unos de otros; aún no había palabras para la turbación y la ansiedad. Eran ininteligibles las voces que se oyeron, amenazadoras, en el viento o en las caídas de las aguas. Comenzó un día d ía áspero y tra bajoso. bajoso . El sol empezó a devorar la vida. La ceiba, a cada criatura que cruzaba su sombra, le decía: —Hagamos rogación por nuestra madre mad re tierra, que ha ofendido al cielo —y tampoco se entendían las palabras de Iroco, pues no se sabía lo que era ofender. Secretamente, la tierra se secaba. Al sol, que obedecía la consigna de no dañarla con su ardor y excesiva lumbrarada, dio órdenes el cielo de agotar las aguas lentamente. Entonces las aguas eran todas potables. Caudalosas, mas inofensivas: claras, mansas, llenas de virtudes. Y todas, por las fauces abiertas del sol, subieron al cielo, y éste las guardó en un abismo. La tierra sentía en sus adentros los efectos ef ectos de la cólera de su hermano: sufría cruelmente de sed y, al fin, le suplicó en voz baja: —¡Hermano, —¡Hermano, mis entrañas se consumen; envíame un poco de agua! Y el cielo, para aliviar la sed cada vez más atroz de su hermana, la anegaba en un fuego blanco y soplaba 97
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luego, sobre su cuerpo abrasado, la violencia de un ventarrón candente que a manotazos, a cabezadas dementes, extremaba el dolor de las quemaduras. Los hijos de la tierra padecieron con ella los tormentos horribles del fuego, de la sed y del hambre. Pero más cruelmente le dolían a la tierra los martirios de sus hijos que los suyos; y por sus hijos inocentes, por la yerba marchita, el árbol moribundo, ahora humilde, le pedía perdón al cielo. Se sufrió al perderse la memoria del menor bien pasado. El dolor abatió a las criaturas hasta borrar la última huella de la felicidad en que habían vivido. Toda ventura se hizo remota e inverosímil. Se maldijo. La fealdad vino al mundo. Fue entonces cuando se incubaron y nacieron todas las desgracias, todos los horrores. La palabra se hizo mala. El reposo de los que habían muerto hacía mucho tiempo fue tur bado: y los que morían ya no descansaron en la belleza quieta de una noche cuya dulzura no terminaba. —¡Perdón! —pedía la tierra. Y el cielo implacable retenía las aguas. Ya todo era polvo infecundo. Casi todos los animales habían muerto. Los hombres, esqueléticos, sin alimentos para sostenerse y continuar cavando y buscando el agua en el seno seco y martirizado de la tierra —sin fuerzas para devorarse los unos a los otros—, yacían inermes sobre las piedras desnudesn udas. La vegetación había desaparecido y sólo un árbol en el mundo árido —la copa gigantesca milagrosamente verde— se mantenía firme y lozano. Era Iroco-Oco, imperecedero, adorando al cielo. A ella fueron a refugiarse los muertos del pasado. El espíritu de Iroco hablaba con el cielo; en lo profundo trabajaba con ahínco inquebrantable por salvar 98
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a la tierra y a sus criaturas. Él, que era como un hijo preferido de la tierra y del cielo. Sus ramas poderosas protegieron a los que se abrazaron a su sombra, y a su amparo resistieron el tremendo castigo de Olorún: a éstos dio instrucción Iroco-Oco. Éstos penetraron el secreto que estaba en su raíz. Éstos aprendieron y, cuando supieron, se humillaron, se purificaron al pie de la ceiba e hicieron ebbó. La poca yerba aún viva, los animales de cuatro patas, los pájaros, los hombres que quedaban y que se habían vuelto clarividentes, consumaron el primer sacrificio en nombre de la tierra; y cuando hubo que enviarle al cielo las ofrendas —como éste se había alejado a una distancia incalculable, y nadie que no tuviese alas al as podía saltar de estrella a estrella como antes—, se eligió al tomeguín de mandadero. Era el más ligero de todos los pájaros, y de seguro su levedad le permitiría alcanzar la máxima altura del cielo. Partió el tomeguín, mas no pudo llegar a su destino; a menos de la mitad del camino sucumbió de fatiga. Se confió en el pitirre por audaz y valeroso, y corrió la misma suerte. Se eligieron otros pájaros, pero sus alas se quebra ban o sus corazones cesaban de latir a gran altura y caían; o bien, incapaces de continuar el largo viaje, volvían extenuados a la tierra. El pájaro Canácaná declaró entonces: —¡Yo —¡Yo llevaré la rogación al cielo! —y aseguró—: Porque nadie más que yo podrá cruzar cruza r arriba, a la otra orilla. Todos miraron con burlona antipatía al sombrío y repulsivo pajarraco que hablaba así, cuando el intré pido cernícalo cernícalo,, gran volador volador,, se elevaba elevaba con las ofrendas ofrendas 99
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y a poco se perdía de vista. Pero a un palmo del cielo, también el veloz cernícalo se abatió, y con él la tierra perdía el último de sus mejores correos. ¿Sería capaz verdaderamente de salir airoso este pá jaro pesado y torpe que se había cebado ce bado devorando a los muertos? Sin embargo, era este pájaro astroso y pestilen pes tilente te la última últim a esperan esp eranza. za. Y Canácan Caná canáá partió par tió llevando la súplica de la tierra que, no confiando en ella, se creyó perdida. Canácaná voló días y noches incansables. Serena, cruzó a la otra orilla de lo infinito, y aún voló más allá, dejó oír las palabras de la tierra y depositó la ofrenda: Edllé li agoggoún kulo Agguó agoggoún kulo Adillé goggoún kulo Akikó goggoún adllá goggoún kulo Ologgüo goggoún kulo-Gunugú gogguón kulo Edllelé caggouó achai ellele cagguo aoundi Allangrete adlla...
—¡Oh, cielo, la tierra me envía a pedirte perdón! Perdón, perdón de corazón te piden los hijos de la tierra que son tus esclavos... ¡Señor, la tierra ha muerto...! ¡Todos hemos muerto! Abajo, los hombres que sabían no cesaban de cantar: Señor: las gallinas han muerto. Los gallos se han muerto. Las palomas se han muerto. Los carneros se han muerto. Y también han muerto el perro y el gato. Todos los hombres h ombres se están muriendo. ¡Perdónanos, perdón, perdón!
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El cielo volvió los ojos a la tierra —¡hacía tanto tiem po que no la miraba!— y la contempló muerta. Observó que los hombres lo reverenciaban debidamente, y aceptó sus ofrendas. —Perdono a la tierra —le dijo a Canácaná, al a l mismo tiempo que abajo las criaturas vieron llenarse de nubes los cuatro ángulos del cielo y oyeron croar las ranas líquidas que venían en las nubes o que resucita ban, invisibles, en el polvo muerto. Rodó el agua estruendosa de los abismos en que había permanecido estancada, y descendió en inmensas cataratas las pendientes del cielo mucho antes de derramarse sobre la tierra. Canácaná Canác aná voló día y noche los infinitos desiertos celestiales huyendo de la crecida que avanzaba tras ella; y ya próxima a la tierra, estuvo a punto de ahogarse en el derrumbe de la lluvia, que durante mucho tiempo cayó torrencialmente y formó un lago profundo que cubrió la tierra en toda su extensión. El pájaro, sagrado desde entonces, se abrigó en la ceiba, que respetaron las aguas alejándose en torno a ella. En Iroco, y por Iroco, las criaturas se salvaron del diluvio. La tierra, que bebió hasta saciarse, revivió; germinó, ocultó su desnudez en verde nuevo y le dio gracias al cielo. No obstante, jamás volvió a conocer la felicidad de los primeros días. El cielo se fue desentendiendo cada vez más de la tierra, que llegó a serle absolutamente indiferente. Y en fin, ya se sabe lo que ha sido la vida desde entonces. 101
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El perrro perdió su libertad
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umbé, el jutía, aventó los carrillos al encontrarse a Chechéngoma, el grillo, vestido de verde caña primavera, que hacía calistenia con las patas traseras posado en el extremo de una hoja. —¡Qué horror, qué horror! —gritó —gritó Chechéngoma y se dio a la fuga, forzando la pequeña maquinaria que regulaba exactamente sus saltos, y a riesgo de romperse los resortes. —¡Oh! —hizo Kumbé, satisfecho del efecto producido. Y siguió andando, la boca henchida de aire, creyendo que así debía parecer un ogro. Venía el perro Ño Buá con dos esclavos ratones que había comprado a Ño Guaí, el gato Bafiota, que era de la trata. Kumbé lo aborda y le espeta a manera de saludo: —¡Usted no es hombre para mí! Búa entiesa las orejas sorprendido: los ratoncitos ratonc itos se atreven a elevar los ojos hasta Kumbé, y de soslayo, parpadeando mucho, aquellos puntitos pu ntitos negros le rinden homenaje de muda y profunda admiración. Kumbé se crece. 102
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—¡Si es verdad que usted es hombre, venga mañana, a esta misma hora, al medio del camino real! Kumbé se introduce en la boca unos corojos; se mira en un charco y a sí mismo espanta. Al día siguiente, a la hora convenida, comparece Búa. Apenas ve a Kumbé que avanza jactancioso, inflados los cachetes a no poder más, más , le dice despectivo: —Sáquese esos corojos de la boca, que nos los vamos a comer enseguida. —¡Usted es un hombre! hombre ! —replica Kumbé—. ¡Así me gusta Empangui! —y alargándole una pata raquítica—. ¡Choca esos cinco! —Bueno —dijo Búa despidiéndose, después de comerse los corojos—, mañana veremos si también usted es un hombre. El perro se disfraza; se cubre enteramente con un saco de henequén, en la frente dibuja un ojo despro porcionado, coloca en el lugar de las orejas dos tarros de chivo; ata racimos de cascabeles en sus cuatro patas, también los cuelga de su rabo, y se guinda al cuello una gangarria. El Jutía espera fumando tranquilamente un cabo cab o de tabaco. ¿Con qué comestible habrá llenado su boca el perro? A poco escucha algo que suena entre unos matojos: ¡Glin glin glin!
Son los cascabeles, que se ríen a la vez que estallan, fingiéndose coléricos los cencerros. ¡Jungongói! ¡Jungongói!
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Apenas si Kumbé reconoce a Búa, ya frente a frente, que le canta en sus narices, parando un momento aquel estruendo: Tamallémbere Yambri-llamaó
y luego todo él resuena temible: ¡Jungongói! Glin, glinglín. ¡Jungongói!
El pobre Kumbé tiembla de pies a cabeza. cabeza . De súbito ha visto al diablo... Se aturrulla, pierde la memoria. memor ia. —Jutía —habla entonces naturalmente Búa debajo del saco—. ¿Usted no es hombre? —¡Ay —¡Ay, tá Perro, por Dios! Dios! —balbucea el infeliz des pavorido. ¡Fuyenyé! ¡Fuyenyé! ¡Marica yo!
Y trepa al primer árbol que encuentra para contemplarlo de lejos. Aquel esperpento y el estrépito que acompaña todos sus movimientos le infunde tal terror, que huye al fin del monte y se sube a un yagrumo, el árbol centinela. Cuando Kumbé se ha repuesto del susto y recupera sus sentidos, se dice que lo prudente para el huevo es no tentar a la piedra. Y tras mucho cavilar, no sabe a qué atenerse: ¿era el perro quien se le apareció o era Lungambé, el mismo diablo en persona? Por la voz reconocía a Búa; pero Búa —ya nadie se lo quitaría de la cabeza— era Diablo. 104
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En tanto, el perro, envalentonado por su triunfo, recorría los caminos disfrazado. Jutía, sin dar más explicaciones que las necesarias, se limitó a contarle a todo el mundo que se había cruzado con Lungambé a pleno sol en la calzada, y aunque era horroroso y había experimentado el mayor asombro de su vida —¡no miedo!, el diablo es implacable con los cobardes—, lo había saludado aparentando indiferencia y seguido de largo, aprisa, corriendo, cuidando de no volver atrás la cabeza. No mentía Kumbé, pues pronto cada uno tuvo ocasión de comprobar la veracidad de su dicho. Búa, persuadido al fin de que era diablo muy terri ble, tuvo en jaque toda aquella zona, z ona, y aprovechando el pánico que producían sus visitas a los conucos, a los bohíos que abandonaban a escape sus moradores, inspeccionaba las cazuelas y se comía los pollos y las gallinas. Para unos era un gigantón bicorne. Parecía que no podía traspasar una puerta sin derribar la casa; para otros, su talla era mediana, más bien declinando a chica; en cambio, su cabeza venía a ser siete veces mayor que la de una criatura humana. Se le describía de mil maneras diferentes, no había dos versiones iguales; seguramente el diablo cambiaba de aspecto aspec to a su anto jo, y de ahí que unos lo vieron andar and ar a rastras y otros levantado. Menos mal que la tierra temblaba ligeramente y un ruido aturdidor siempre le precedía, dando lugar a lugar a escapar y a dejarle el campo camp o libre. Lo más im portante era evitar la mirada de aquel lívido cerco de luna que tenía en la frente; porque, decían algunos, petrificaba, tullía o, según fuese su humor, quemaba de frío allí donde se clavase. 105
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De noche, en los caseríos, se le oía pasar a lo lejos, y no rezaba entonces la letra de Ifá que le dice el babalawo en irioso: Idín aguó adifalún imú imú arubó arubó (todo el cuerpo duerme menos la nariz). El temor al diablo espantaba al sueño, y muchas noches el cuerpo entero las pasaba en vela. Cierto que Búa, al cabo de algún tiempo, habiendo recorrido tantas leguas, perdió uno de sus cuernos, y el otro lo llevaba caído y de d e revés; que el temible ojo, tan blanco y diabólico, había empalidecido al extremo que sólo forzando mucho la vista se hubiese distinguido. Un huraco que a diario se ensanchaba, puso su trasero al descubierto, aunque él lo ignoró en un principio. Las inconvenientes hilachas que empezaron a pender pend er del saco, saco , enredánd enre dándose ose obstinada obsti nadamente mente con todo, aceleraban acelera ban la ruina de la indumentaria portentosa. Encubriéndolo menos cada día, al fin, fatalmente, reaparecía Búa en su forma verdadera. Claro que las gentes estaban demasiado convencidas de que el dia blo las rondaba ro ndaba —se contaban de él nuevas atrocidades; ahora robaba niños y mujeres y desaparecía con ellos en algún pozo abandonado—, y nunca hubiesen creído a sus ojos de encontrarse nada más que con un perro entre cascabeles y calandrajos. Búa no esperaba tanto quizás, y comenzó a cansarse y a preocuparse de ser diablo. Sólo la satisfacción inmensa de amedrentar al hombre —la misma vanidad que en esta especie admirable sostiene al individuo a pesar de los riesgos, las fatigas, fatigas, las terribles desazones que implica, en tantos casos, la simulación atrevida de una superioridad de la que esencialmente se carece—, era lo que mantenía y forzaba a Búa a continuar jugando su escabroso papel. 106
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Abrumado de prestigio, no podía seguir confiando en lo único que sabía que en él era valedero: valedero: su disfraz. disfraz . Aquel continuo continuo glinglín y jungongói era ya exasperante. Mejor sería acabar de una vez, pero después de saborear la gloria, no se resignaba a desvestirse de un todo y que viniesen a verle tal como era, un pobre perro y nada más; uno de tantos, de los más inofensivos y flacos que andaban por el mundo. Prudente, pasaba los días escondido; salía tímidamente de alta noche para hacerse oír a distancia, sin atreverse a saltar las tapias, evitando encuentros, temeroso de la luz como un lechuzo. Y sin los pasados arrestos —la fe, en sí mismo empobreciendo cuanto más se gastaba su tapujo—, Búa, esa era la triste realidad, se alimentaba escasamente. esc asamente. A veces, por un gran silencio, mientras el día hacía siesta, sus orejas atrapa ban algún comentario —que iba en el aire perezoso— relativo a su personalidad demoníaca. Sabía que la gente seguía creyendo en él con firmeza, atribuyéndole entusiasmada cosas inauditas. Búa, con aquellas palabras, llenaba de viento el vacío profundo de su estómago y quedaba un tiempo satisfecho. Pero ya casi muerto de hambre y de melancolía, el perro sintió nostalgia de su vida pasada, de su antiguo rincón: tenía sobrados motivos para creer que su fin —en virtud de la dieta que el honor de parecer diablo le había impuesto— no debía hallarse muy lejano. Y quiso antes de morir contemplar el pueblecito donde había nacido, despedirse de su casa y de todos sus recuerdos. Desde la cima de una loma, hacia poniente podía mirar su pobre caserío que ahora tanto le temía. Reunió las fuerzas que le quedaban, y a la prima noche, 107
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andando lentamente, fatigoso, Búa abandonó su escondite entre espesos matorrales. Había de caminar mucho antes de llegar al pie de la loma, luego subir la pendiente... Las Siete Cabrillas despertaron al gallo. Canta la hora, Ensuso Guarire, Areré. Canta la hora, Ensuso Guarire, ¡Areré!
Y el gallo cantó cuando Búa, que evitaba los caminos —éstos nunca se sabe ciertamente a dónde llevan—, la cercanía de las viviendas de los hombres, y sobre todo el fino olfato de sus semejantes, bien porque el hambre nublase su memoria o porque así tenía que ser, equivocó el rumbo. Andando por la manigua, manigua , preguntándose: preguntánd ose: «¿Voy «¿Voy por la noche muerto o vivo?», cuando ya era tiempo sobrado de haber llegado, Búa se entró por un atajo. Cantaron luego los gallos de Babole —el lucero del alba—, y un hombre apareció en el trillo. Todavía tuvo aliento Búa para sacudir los cascabeles —lo único que le quedaba— y hacer retroceder al hombre. Éste quizá creyó cr eyó de pronto, al oír la gangarria, haber topado con el demonio de que tanto se hablaba. Corrió a su bohío, tomó una soga y un pedazo ped azo de tasajo. Aquel hombre tenía la vista clara, de «Chorrorri»... Vio Vio perfectamente, en la vaga vag a claridad, que el diablo que se decía era un perro pardo, flaco, con trapos y cascabeles. Pero esto se lo calló porque no era conversador. conversador. Volvió al lugar del encuentro y arrojó al suelo el trozo de carne. Esperó. ¡Búa, 108
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rendido de hambre y de cansancio, al a l husmear la carne tan cercana, no pudo resistir la tentación! El hombre lo dejó engullir tranquilamente. Hubiera podido partirlo en dos de un machetazo; era un perro esquelético, pero mejor alimentado, repuesto, podía serle útil. El hombre reía de buena gana. Seguro que no le mordería el demonichucho que, tendido a sus pies, se lamía tristemente y lo miraba humilde y vergonzante, le ató la soga al cuello. —¡Ven —¡Ven conmigo, diablo, te hago mi esclavo! —Guárdarme el secreto —le suplicó Búa—; pierdo gustoso la libertad, seré tu fiel esclavo, te serviré, te sufriré, te adoraré, si no le dices a nadie la verdad. Este hombre, que era brujo famoso —el taita Cufá—, cuentan que un día se perdió con su perro en la manigua. Al mismo tiempo, en un cañaveral, una negrita que chapeaba y cantaba con otras negras había desaparecido súbita y misteriosamente. Una bola de fuego corrió corri ó entre las cañas dejando un fuerte olor a azufre... Se la llevó el diablo, decían; aquel diablo caminero que recorría la comarca robando niños y mujeres. Cuando taita Cufá volvió del monte y se presentó en el poblado, con una mano movía un mazo de cascabeles y con la otra unos cencerros. ¡Glin-glin, Jungongói!
Como una sonámbula pisando en sueños , , vacilante, le seguía la negrita que había raptado el diablo. ¡Ah!, buena presa, bonita y doncella, para un diablo lujurioso. Y el taita Cufá explicó —sin darle importancia a 109
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una hazaña que iba a hacer perdurar su memoria—, mientras acariciaba el lomo de su perro valiente: —Lo tenía abracado y de pronto se me volvió humo. Sin embargo, pude arrancarle estos cascabeles y estos cencerros. Lo dejé preso en la manigua, ¡maldito dia blo! Y ya no volverá, ¡más nunca volverá! ¡Palabra de taita Cufá!
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El caballo de Jicotea
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icotea estaba leyendo La Habana Ilustrada a la orilla del arroyo donde compadre Caballo Blanco, dos veces al día, iba a beber. —Buenos días, comadre Jicotea —dijo el Caballo. Jicotea lo miró fijamente por encima de los lentes, y con desprecio, dejando caer una a una las palabras, le contestó: —Caballo-es-mi-caballo. Compadre Caballo se quedó de una pieza: no supo qué responder. Así, de pronto, no se le ocurrió nada. Pero cuando volvió al arroyo arroy o al atardecer, dejando tam bién caer una a una las palabras, le gritó a la comadre: —¡Jicotea-no-tiene-caballo! Poco después, Jicotea fue a la corte y le dijo al rey: —El caballo-es-mi-caballo. (Lo cual dio lugar a muchos comentarios.) El rey hizo venir al Caballo y le dijo: —¿Conque tú eres el caballo de Jicotea? Caballo no supo responder. Así, de pronto, no se le ocurrió nada. Reflexionó. Fue a casa de Jicotea y le dijo: 111
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—Vamos —Vamos a ver al rey. rey. Me debes una aclaración. —¡Ay! —¡Ay! —gimió Jicotea—. Precisamente Precisame nte hoy me estoy muriendo. ¡Si no puedo andar, compadre Caballo! —Si no puedes andar, te llevaré cargada. —¿Con estos dolores que tengo, compadre Caballo? Caballo? —Móntate en mi grupa. —¡Me caeré, compadre Caballo, me caeré! Hizo un esfuerzo supremo. Subió a la grupa... Cayó al suelo, dura y redonda como una piedra. —Espera, me pondré una manta. Irás mejor. (Pero al menor movimiento de compadre Caballo, Jicotea, dolorida, se desplomaba.) —¡Espera! Me pondré la montura. —¿Y cómo he de sujetarme, compadre Caballo? —Me pondré el freno y las bridas. —¿Y si los perros nos asaltan en el camino? Compadre Caballo le entregó un látigo. —Los espantarás silbando el látigo. —¡Todo —¡Todo sea por el amor de Dios, compadre Caballo! Caballo! Si trotas mucho, me costará la vida. Y emprendieron la marcha. ¡Góngorin-kinyón-kinyón-kinyón, Gorín-gogorín-gogorín, Kinyón-kinyón-kinyón!
Los árboles se reían con todas las hojas al verlos pasar. —Apéate ya, comadre Jicotea, no me vea de esta suerte algún cortesano. —¡No, compadre Caballo, de ninguna manera! —y le arreó un latigazo. —¡Apéate, comadre Jicotea! 112
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Empezaron a discutir; pero el rey desde su mirador había visto a Jicotea muy bien montada en «su» caballo, y a poco más les salió al encuentro dando voces: —¡Ah! ¡Oh!... ¡Tú eres el caballo de Jicotea! No cabe duda. Entonces compadre Caballo se encabritó y se lanzó a campo traviesa, como si en aquel momento le hubieran hundido en los ijares unas espuelas de hierro candente. Jicotea, agarrada a su crin, se sostuvo un largo trecho. Al cruzar un riachuelo: «Gracias», dijo la comadre, y cayó al agua. Compadre Caballo Blanco, perdida la razón, huía de este mundo. Corrió, corrió, corrió, corrió, hasta que se acabó la tierra. Rodó al fondo de un abismo. Rodó al fondo de la noche ciega. Y aún huye, muerto, el caballo blanco. Por soledades de estrellas. Por el sueño desierto de las estrellas...
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Osain de Un Pie
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có ebín kuamín... La negra cansada, recién casada, que tenía antojos, cual dama blanca. —Mi marido, yo quiero comer gallina gallina y fufú, cocinado por ti. —Cocina tú, negra haragana. —No, tú, tú. —Chon, chon obini. Anda y tráeme ñame, mientras preparo un caldo de gallina. Debajo de la casa estaba el ñame apilado: debajo del ñame se había instalado Jicotea, dispuesta a pasar allí el resto de sus días. —¡Suerte envidiable la mía! Ya no más ajetrearme, buscando qué comer... ¡Gracias, Señor Dios santo bendito, por haberme deparado tan buen refugio! Esto le decía Jicotea al Creador, creyéndose allí muy dueña y segura, cuando advirtió que la bóveda de su guarida se entreabría, y rodaban en torno suyo las paredes. La negra cogía el ñame más voluminoso; el mejor y más digno de su apetito. Jicotea reconoció la sombra 114
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de una mano —animal de rapiña— y empezó a gritar, gr itar, con la entonación que hace inconfundibles inconfun dibles la cólera y el celo de todo propietario. —¡Alá lubiaba! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Bosi lubiaba masere cuché cómo aberillélle: ¡Palaba! Lo cual quería decir terminantemente: —¡Atrevida! ¿Quién eres ere s tú para robarte ese ñame que es mío? Empavorecida, la negra soltó el ñame como si éste le hubiese mordido las yemas de los dedos. Se abrió a correr, sin volver la cabeza, sin dar tiempo a que sus ojos se metieran en averiguaciones. —¿Qué pasa, Obiní? —le preguntó el hombre, al verla que traía el corazón en la boca, la color ceniza. —¡Na..., ña..., ñame está hablando! —¿Ñame hablando? ¡A que no habla conmigo! —y dejando una gallina a medio desplumar, salió a buscar el ñame. Amenazador, se acercó en puntillas, sin em bargo. —¡Alá lubiaba! Volvió a vociferar, vo ciferar, iracunda, Jicotea. Y el hombre huyó: lo mismo que su mujer, sin mirar hacia atrás. Fue a dar al palacio del rey. Pidió audiencia. —¡Rey, —¡Rey, ñame está hablando! —Ñame no ha hablado nunca —contestó el rey—. re y—. ¡Nunca! —¡Rey, —¡Rey, ñame está hablando! —Pues he de oírlo yo mismo —dijo el rey, muy contrariado. Salió el hombre seguido del rey; detrás del de l rey, todo el ejército, lanzas en ristre. Llegaron al bohío, y el rey, 115
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al más valiente de sus hombres, ordenó orde nó que tomara un ñame y viera si tenía boca. E inmediatamente se oyó a éste prorrumpir colérico, terrible, en una gritería que no dejó lugar a dudas: —¡Alá lubiaba! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Bosi lubiaba masere cuché cómo aberillélle: ¡Palaba! Tuvo miedo el más valiente entre los valientes del rey. Se aflojaron las rodillas de todo el ejército. El ñame hablaba; ñame bramaba cada vez que una mano, medrosa, insinuaba ademán de asirlo. El ejército hubiera emprendido la fuga; el rey tam bién, pero per o aquél era un buen gobernante, gob ernante, reflexivo r eflexivo y terco. Se dijo: ¡Hay que prohibirles a los ñames el uso de la pala bra! Ordenó que viniese enseguida Osain de Tres Pies. Y vino Osain de Tres Pies, santo de yerbas, santo adivino, que se impuso de la gravedad del de l caso, se ató la frente con un pañuelo y pidió, en consecuencia, consecuenc ia, tres pesos plata, como tres lunas llenas; tres cazuelas nuevas, lustrosas, tres gallos y tres cocos. —¡Olorún madge! —dice Osain de Tres Pies—. Enciende la candela. ¡Soldado! ¡Coge ñame! —¡Alá lubiaba! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Bosi lubiaba masere cuché cómo aberillélle: ¡Palaba! Protestó el ñame con tanta energía, que Osain de Tres Pies le dijo al rey: —Yo —Yo no puedo hacer hace r nada. Llama a Osain de Dos Pies. Él sabe más que yo, porque es más viejo. Y vino Osain de Dos Pies, con las siete albahacas y las mil flores. 116
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Pidió dos pesos plata, dos gallos, dos cocos, coco s, dos cazuelas nuevas. —¡Ochiché! Ahora, soldado, enciende la candela. ¡Chisporrotea, leña! ¡Y tú, soldado, agarra ese ñame! Pero otra vez, indomable, habló el ñame, aún más embravecido. Osain de Dos Pies le dice al rey: —No puedo hacer nada. nada . Llama a Osain de Un Pie. Yo no había nacido, y ya era viejo en el mundo, y sa bio, Osain de Un Pie. —¡Can-can-can! Viene Osain de Un Pie, apoyándose en un pincho. ¡Can-can-can! Canilla sola. ¡Can-can-can...! Del fondo del monte, como un árbol viejo, torcido, rugoso; las espaldas sonoras de zumbidos de insectos; doradas de sueños de lagartos lentos. —A mí —dice Osain de Un Pie— me basta con un peso plata, una cazuela, un coco y un gallo. —¡Ochiché! Aviva Aviva el fuego. ¡Tumba ¡Tumba vallita, afuera miedo! Eh, soldado... ¡Coge ñame! Gritó el ñame violento, y más fuerte gritó el viejo del monte. Palo duro era, bayacán. —¡COGE ÑAME! Trémulo de sentir entre sus dedos la ira del ñame, el soldado —al fin— retiró de la tonga un primer ñame. Y éste no tenía boca. Ni corbata. —¡Coge ñame! ¡Todos, todos, a cargar con ellos! —¡Alá lubiaba! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Teregóngu, Teremova. ¡Tére! Bosi lubiaba masere cuché cómo aberillélle: ¡Palaba! —¡Coge ñame! Jicotea se ahogaba de rabia. Tronaba, gagueando: —¡A... lá lubiaba!, lúbiaba... Teregóngu... Teregóngu... Tére... 117
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Y los soldados obedeciendo, bravos, enteros. Hasta que apareció en limpio Jicotea, corrida, indefensa, ronca. —¡Osain, fódde nure! Perdóname! Osain, perdóname!... —¡Ah, vieja bruja, como si no te hubiese conocido tu dejito de arará!... Osain, con su pincho, le descalabró el carapacho. Feroz y burlón, se complació en triturarla, hasta que Jicotea cesó de gimotear, rendida como una negra esclava a los pies del mayoral. —¡Osain, fódde nure, fódde nure!... Aquí se fueron todos muy circunspectos: el hombre hombr e dueño del ñame; detrás del hombre, can-can-can, Canilla Sola, can-can-can, Osain de Un Pie, podrido, reverdecido, dos ramitas nuevas en los hombros; el rey detrás de Osain, y el ejército victorioso detrás del rey. Lanzas en ristre. La negra cansada, recién casada, comió gallina, comió fufú. El negro salcochó su ñame. Su ñame, ñame —mudo. Y después se acostaron y se durmieron. Y el sol también se fue a dormir; y luego la noche se durmió en la noche, hasta que un silbido la despertó, y se puso en acecho. Un ojo diminuto, redondo, intenso, apareció sobre un guijarro. Otro, en un cacto a poca distancia. Una mano tronchada, apenas del tamaño de una hoja de romerillo, removía levemente, entre las yerbas, el silencio estancado. Empezaron a hormiguear ruidos pequeños: un menudo trajín de miembros que, dispersos y mutilados, se buscaban, se coordinaban y revivían. 118
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Jicotea, sentada en las raíces del árbol del Pájaro que Vela: Vela: «Yo bíbí, bíbí. ¡Tequetébucá! Va Va bíbí... ¡Bíbí! —retejía sus venas—, venas—, y la sangre cantaba. cantaba. Armaba sus huesos, zurcía sus carnes, soldaba su coraza. Del lado del monte, donde cae del cielo un largo chorro de estrellas, con-con-con Osain de Un Pie, por la quietud de la noche muy secreta, venía renqueando. —Yo —Yo bíbí, bíbí. ¡Tequetebucá! ¡Tequetebucá! Va Va bíbí. ¡Bíbí! —Comadre Jicotea —dijo Osain de Un Pie—. ¡Fue broma!... Y el viejo y Jicotea, ya rehecha, cambiaron una mirada de inteligencia. Se leyeron en los ojos el secreto de los cuatro elementos. Jicotea hizo un fuego y se sacó el corazón. Lo puso a arder, y Osain se desternillaba de risa viéndolo brincar, más rojo que el fuego, girar intacto, vivo entre las llamas alegres, abrasarse sin consumirse, hasta que Jicotea volvió a encerrárselo en el pecho. Y fumaron un tabaco; tomaron café, y muy azul la noche entera, fue olor de café.
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El cangrejo no tiene cabeza
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los viejos se les va embrollando el recuerdo de los recuerdos de sus mayores. (Éstos sí que hubieran podido decir exactamente dónde Chémbe dio las tres voces, el jején puso el huevo, o por qué y en qué momento brotó la fuentecilla escondida en el coco. Si es que todavía hay quien se rasque la coronilla perplejo preguntándose: «¿Por dónde le entra el agua al coco?») El viejo Ceferino Baró, del Ingenio Santa Rosa, cuenta que a su padre le dijo su abuelo que el mundo no lo hizo Dios con sus manos. No fue Dios quien lo hizo, sino un diablo hermoso como un hombre y grande como la noche en que estaba tendido —no había más que noche, cielo negro y agua negra en torno suyo—, y este diablo, oprimiéndose el vientre, vomitó todo lo que existe. Los hombres, las mujeres, los animales, los árboles. Todo el universo-mundo lo vomitó este gran diablo. El sol, que le ardía en la boca del estómago; la luna helada, la multitud de estrellas, los cometas, esos caballos-luceros de larga crin que corren desbocados por el cielo. Pero Gabino Sandoval, que 120
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en santa gloria esté con todos sus pecados, aunque ya le flaqueaba mucho la memoria, afirmaba que no, señor, que así no fue como nació el mundo: que eso es cuento de congos y los congos son mentirosos. Congos y lucumíes siempre estaban encontrados, y Baró descendía de congos reales y Sandoval de Egwaddo. No acabarán de ponerse de acuerdo. Los lucumíes..., la flor de África. El mundo lo hizo Olofi. Olofi era albañil, y era, además, lo que hoy h oy se llamaría un mecánico. Un ingeniero. Olofi, Obatalá Ibaibo..., que eran tres, y en el fondo no son más que uno. La piña, el mamey y el zapote: tres nombres, tres formas, tres colores, tres sabores diferentes, pero los tres una misma cosa: fruta. Como el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo —para que se entienda—, en lo divino, lo mismo que piña, mamey, zapote, y Olofi, Obatalá, Ibaibo. Cuando Cuand o Olofi hubo terminado la bola del mundo levantó las montañas, unas muy altas, altísimas, otras medianas, otras más chicas. Todo muy sólido. Todo lo que construye es firme, eterno. Aquí cavó un agujero inmenso, profundo; allí, otro más reducido, y otros más pequeños y más pequeños que llenó de agua; y éstos fueron los mares, los lagos, las lagunas... Y venga a hacer surcos, derechos, sinuosos, más largos, más cortos, más anchos, más estrechos, ciñendo las montañas, atravesando las planuras de la tierra; y el agua, contentísima, se echó a andar por estos surcos. Olofi hizo entonces los caminos a semejanza del río. Pero nadie transitaba por ellos. Sólo el viento. Los caminos tuvieron que marcharse solitarios y mudos. ¡Qué silencio el de los caminos! Sólo se oían los ríos que andaban cantando a toda agua, peregrinando por el mundo. Entonces Olofi se dijo: 121
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«Voy a hacer a los hombres para que animen los caminos». Ahora bien, lo que hizo Olofi —no vaya nadie a confundirse— fue el cuerpo: nada más que los cuerpos de los hombres. No hizo las cabezas. ¿Por qué? No se sabe..., cabe suponer que no le daría la gana. Quizá algún viejo memorioso se acuerde de haberle oído algo más sobre esto a sus viejos. Pero hay cosas que ya sólo los muertos pueden contestar. con testar. Preguntarlo a un muerto. A veces nos aclaran en sueños los recuerdos. Los cuerpos que hizo Olofi se movían. Iban de un lado a otro, pero sin dirección. Andaban sin cabeza y sin rumbo. Continuamente se rompían brazos y piernas. Obatalá le hizo notar a Olofi que a sus hombres les faltaba algo. —Algo con qué pensar. Y fue cuando Obatalá, que era modelador e iba a hacerse cargo del asunto de las almas, les hizo Erí, las cabezas. Para que las cosas queden bien, hay que fabricarlas con despacio. Todo lleva su tiempo. No se puede, no se debe andar de prisa ni haciendo una nariz nar iz de negro, y Olofi, Obatalá, Ibaibo, trabajaban despacio. Y ya nadie los imita; ahora todo el mundo quiere acabar pronto, acabar al empezar apenas, acabar hasta con la propia vida; las manos ya no sienten cariño por lo que tocan —no se tardan—, así se malean los oficios..., y así anda el mundo. La cabeza pensaba. De un modo distinto, d istinto, enmarañado, que nadie puede imaginarse ya. Pensaba con mucha dificultad —pegujones de ideas—, y lo que pensaba se lo callaba, y si lo decía, otra cabeza no entendía nada, porque cada cabeza pensaba lo suyo. 122
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Vino Ibaibo y comentó: —Muy bien, muy lindo. Pero no oigo que hable. —Ibaibo —dijo Olofi—, dale la palabra y la vista. Ibaibo hizo una ceremonia. Con un cuchillo le abrió la boca y en medio de la lengua trazó una cruz. Di bayecumao-cué yumao.
El hombre habló entonces: —¡Etiémi! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo ¡Yo soy! —dijo resueltamente el hombre con mucho fan fan. Ibaibo sólo tiene un ojo en la frente. Un ojo como el de la Divina Providencia y no se le escapa nada. Por eso los santeros nunca destapan de pronto la sopera blanca donde tienen a Ibaibo sin desviar al mismo tiem po la mirada. Los cegaría el rayo luminoso del ojo de la Divina Providencia. A Anón, la pordiosera, con un siglo a cuestas de miserias y recuerdos, le parece ha berle oído decir a un africano, en tiempos de la esclavitud, que cuando se empezó a fomentar el mundo, los hombres tenían los ojos en la parte superior y redonda de la cabeza. Hay quien dice también que q ue al principio los hombres no tenían boca y no comían más que flores con las narices..., pero Mamá Dionisia se ríe de eso; nunca les oyó a los suyos nada semejante. Debían ser cosas de blancos... Lo cierto, lo que ella supo de buena tinta, es que los primeros hombres vivían en el el cielo —que era muy frío—, y que en la tierra vivían los animales. Cuando los hombres bajaron a la tierra, Dios les dio el fuego. Llegaron y encendieron hogueras. Las llamas calentaron el cielo. Era conveniente. Por eso Dios les había dicho que bajasen. Enseguida sacrificaron animales, los asaron y se los comieron. 123
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Nasacó fue el cocinero. Cada negro de nación sabía estas cosas a la manera de su tierra y en la lengua del abuelo de Mamá Dionisia, Olorún, Olofi, Obatalá, se llama Abasí. Bien, Ibaibo le puso al hombre la palabra en la boca, la vista en los ojos. La cabeza pudo ver lo que pensaba y pensar en lo que veía y con el tiempo en lo que no veía, o fue dejando de ver. Habló claro; entendía y la entendían. Ahora las demás criaturas también quisieron tener cabeza. Cosa muy natural. El cangrejo fue el primero que habló del asunto con Obatalá. —A nadie le faltará su cabeza —le dijo Babá—, para eso estoy trabajando sin cesar desde que amanece hasta que anochece. Vuelve de aquí a un tiempo y te daré tu Erí. ¿Qué hizo el cangrejo? Se fue tierra adentro; luego por la costa hasta hasta lo lo último, último, anunciando anunciando que Obatalá, Obatalá, a instancias suyas, estaba fabricando cabezas al por mayor, y que muy pronto todos podrían disponer de un adminículo tan necesario y a veces de tanto adorno. Mientras tanto, pasaron días y días. Obatalá llamó al gran reparto de cabezas que tuvo lugar al pie del árbol Oú, y la multitud de seres vivientes, prevenida por el cangrejo, corrió a recibir el precioso donativo que les hacía el orishanka. Cada cual se encasquetó su cabeza. (La misma que han seguido usando hasta el presente.) El cangrejo, que camina reculando y desviándose, tres pasos atrás, tres pasos a un lado, nunca en línea recta, demoró tanto tiempo, que al regresar de su viaje v iaje oficioso, se habían acabado las cabezas. Cada uno se adueñó de la que Obatalá le tenía destinada. 124
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¿Quién se llevaría la cabeza del cangrejo? Era el único animal que había faltado al repartimiento. —Lo siento —le dijo el Señor—; a estas horas tienes que quedarte como estabas. No hay una sola cabeza de sobra en el taller. Ahora bien, el viejo Rufino, que era Musunde, narranarra ba esta historia de otro o tro modo. mod o. Había Hab ía un hombre que no tenía cabeza; sin embargo, se las arreglaba bastante bien con las manos..., tan bien, que todo se lo apropia ba. El cangrejo era bueno, era e ra noble, fatalmente confiado, y aquel hombre era su amigo. Un día, por hacerle un favor, Cangrejo le prestó su cabeza. Insambia Punguele había citado a todo el mundo a la loma Cheché Kalunga donde vivía, para discutir y resolver entre todos amistosamente, en la medida de lo posi ble, quién debía nombrarse capataz en la tierra para que los mandase a todos. El hombre se desenvolvió tan bien con la cabeza de Cangrejo, miró, observó, movió los ojos, y sobre todo argumentó con tal elocuencia, que Sambia no dudó en proponerlo y hacerlo aceptar como jefe. El cangrejo, que no había asistido a la reunión, es peraba a su amigo, un tanto impaciente, a la salida de la loma. —¿Qué hace usté ahí? —le preguntó el hombre al verlo. —¿Qué hago aquí? Pues esperarlo a usté y a mi ca beza. —Pues bien, sepa que he decidido decidido quedarme quedarme con ella. ella. —No es necesario que se quedé usté con ella, pues pue s cuantas veces me la pida, tendré mucho gusto en 125
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prestársela. prestár sela. Pero ahora, devuélvamela enseguida, que esta noche... —¡Bah! ¡A mí me hace más falta que a usté! ¡Dése por descabezado y asunto concluido! Adiós. —¡De ningún modo! No consiento. No... —pero el hombre, el jefe, sonando el látigo de cuero de manatí que Isambia le había entregado como atributo de su cargo, le dijo así: —¡Cangrejo, si vuelves a molestarme pidiéndome tu cabeza, te desbarato! ¿Podía esperarse tal infamia el bondadoso, el com placiente y desprendido Cangrejo? Tan Tan de sorpresa lo tomó la traición del amigo, y el chasquido chasq uido del látigo lo amedrentó tanto, que de un brinco dio de espaldas en la cumbre de la loma. Luego rodó la cuesta, y donde antes llevaba la cabeza, se le clavaron las dos piedrecitas que hoy le sirven de ojos. Pero todavía taita Abundio Zarazate dice que si el cangrejo no tiene ca beza, es porque Elufá, Eluf á, ¡maldito Elufá...! Pero esta es otra historia, una historia muy larga que contaba un gangá.
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La prodigiosa gallina de Guinea
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iablos tenían a la lluvia prisionera en una tina ja: a la tierra de los que comían arroz llegó doña Miseria sembrando penas. Escaseaban los víveres. Una mañana, atosigado por el hambre, compadre Gallo saltó la cerca de piña y piñón: y camina, camina, camina, camina, camina compadre Gallo, camino luengo. Al fin de la desesperanza halló una hermosa tierra cubierta de granos como un milagro. Creyendo que soñaba —o que había muerto y éste era el paraíso—, se metió entre las siembras. Y tragó: tragó soñando que soñaba que tragaba a tragantadas. Con el buche bien repleto —ya despierto—, corrió en busca de comadre Gallina. —¡Dios nos protege, Dios, que se hizo el sordo, me ha oído! Tornaron marido y mujer a la finca bendita —esta vez con muchas precauciones—, y comadre Gallina pudo engullir a sus anchas hasta sentirse enferma. enfer ma. 127
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Desde entonces, a diario, la dichosa pareja comía opíparamente mientras las otras aves, famélicas, se resignaban a morir de hambre. Comadre Paloma, blanca hasta el lirio —la sangre blanca—, blanca —, se desmayaba desmay aba dulcemente dulcem ente de sólo imaginarse un puñado de millo. Apenas si podía tenerse en pie; y aunque hartos y ya gordos, compadre Gallo y la comae Gallina se apiadaron de ella. Pidiéndole la mayor reserva, se ofrecieron a llevarla a la otra tierra generosa que Dios les había revelado, granero inagotable. Pero..., comadre Paloma jamás se hubiera se parado un segundo segundo de su marid marido, o, compa compadre dre Palom Palomo, o, ni le hubiera callado un secreto, ni probado un solo grano sin compartirlo con él, pico a pico. Así que tam bién fue compadre Palomo. Y lo supo el pato, y su mujer, en un estanque donde el agua se había convertido en piedra. Y lo supo compadre Ganso, y su mujer. Y el pavo... —¡Qué crueldad dejarnos perecer así! Al fin, todos en silencio y con grandes miramientos para no comprometerse ni manchar sus buenos nom bres, visitaban la tierra de la abundancia, y en cada estómago hubo alegría. ¡Ah! ¡Lo supo la gallina de Guinea! —¿Y poqué,1 poqué, poqué no he de comer yo igual que ustedes, egoistones? —Porque es usted muy indiscreta, comadre. Porque usted, que no las piensa, nos descubrirá y nos perderá a todos —contestó el guanajo; autoritario, y algo iba a añadir con sensatez la paloma, remilgada y come1
Imitando el chillido de la gallina de Guinea.
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dida, pero Palomo hizo: «Tracum»—. No te inmiscuyas, inmiscuya s, paloma mía, amada mía. Acariciémonos, aunque no venga al caso. —Escucha, comadre, yo te conozco... Te traeré maíz en un cartucho... —dijo la gallina. No, no hubo más remedio que conducir a la gallina gallina de Guinea, que armó un lío de chillidos, carreras y aletazos, y que al fin juró por las cenizas de su madre —que era muy buena—, y de su padre —que en paz descanse—, comportarse correctamente, como una señora, y evitar sospechas. Ella empieza comiendo aquí: «tchí, tchí..., tchit-tchittchit- tchit», y acaba de comer allá lejos, y todo lo ha revuelto. —¡Que la van a pillar! —observó el gallo. —¡Um, um! (Palomo, disgustadísimo, desaproba ba aquel desorden, de sorden, empujando con ternura torpe a su paloma.) —¡Vámonos! —dijeron los ladrones, honorables, precavidos. —¡Tchit-tchit-tchit!... ¡Tchí-tchí! ¡Tchí-tchí! —seguía escandalizando la gallina de Guinea. Ya andaba el guajiro recorriendo reco rriendo su finca a caballo. ca ballo. Se abrió, como un abanico, la mañana. El guajiro la sorprendió picoteando aquí, allá, acullá. Se bajó del caballo y le echó mano. —¡Canalla, vas a saber lo que es «cajeta de boniato»! —le gritó el guajiro; y un poco más y le tuerce el pescuezo. —¿Poqué-poqué-poqué? —¡Por ladrona! —y la encerró en el corral. —Cuidado —Cuidad o quien ande con «ésa» —le advirtió advirt ió al gallinero, quien dio muestras del más vivo interés 129
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mezclado al desprecio—; a esta pícara desvergonzada tengo que ajustarle unas cuentas. —¡Pacuá, pacuá! —¡No, no me llamo2 Pascual! —y pegó un portazo formidable que hizo huir espantado al pobre perro Canela. Gallina de Guinea se sube a un palo y medita. —¿Y ahora, Yegguá, Yegguá, virgen de los Desamparados, cómo salir de este trance tan peliagudo? ¡Ese «mundele»3 tiene malas pulgas! El hijo del dueño de la finca, un chiquillo desmedrado y verde, allegóse jugando al corral de las aves. Y ella, zalamera, lo llamó. —¡Ven —¡Ven acá, niño, ven acá! —le dijo hablando en cristiano. —¿? —¿Niño, ya te gustan las monedas de oro, los escudos, los centones y las peluconas? —¿? ¿? ¡¡ !! —¡Ah, niño!... Yo Yo te haré rico entonces. Yo Yo sé cantar, y las cruces del cementerio, hasta las torres de los ingenios, si me escuchan, bailan. Llévame a La Habana. Irás pregonando: «¡Esta es la prodigiosa gallina de Guinea, que si me pagan, canta; si no me pagan, no cantará!» —Oye —dijo la gallina, rabisalera. Y cantó: ¡Compadre Gallo vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Comae Gallina vino y se promovió p romovió -ó-ó Arillénlle! 2 3
Siempre imitando a la Gallina de Guinea. Hombre blanco.
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¡Compae Palomo vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Comae Paloma vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Compae Pato vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Comae Pata vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Compae Ganso vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Comae Gansa vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Compae Guanajo vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ¡Isé-Kué! ¡Arillénlle! ¡Isé-Kué!Arillénlle... ¡Isé-Kué! ¡Arillénlle! ¡Isé-Kué! Arillénlle.
El guajiro y todos los peones de la finca, abandonando sus quehaceres, acudieron al corral atraídos por el canto. —Esta es la prodigiosa gallina de Guinea, Guinea, que si me pagan, canta; si no me pagan no cantará. —¡Garganta —¡Garganta de plata tiene tiene la gallina! gallina! Canta, Canta, oh, canta otra vez, preciosa gallinita de Guinea. Canta y bailaremos. ¡No habrá fagina! La gallina enmudeció; y los hombres vaciaron de calderillas sus bolsillos. ¡A La Habana, a La Habana a pie por la carretera! ¡Cantando y bailando. Isé-Kué, Arillénlle! En llegando a las murallas, apareció el celador. Bailó el celador, que era gallego. —¡Sejidme todos a la celaduría! El celador le dijo a su mujer: —¡Aquí traijo una jallina que canta más dulce que todas las jaitas juntas de mi Jalicia! Desenterró una botija y dio los luises que venía ahorrando hacía doce años cabales. Oyó cumbancha el alcalde, que paseaba por la alameda, muy estirado: allá viene, abanderado y golpeando con su bastón al ¡Isé Kué!, ¡al Arillénlle! 131
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—Señores, ¿qué pasa en esta ciudad? ¡Arillénlle! ¡ Arillénlle! ¿Alegría?... ¡Y sin permiso! ¿Qué es esto, pueblo, qué es esto? La gallina se calla: el señor alcalde quería bailar. —¡Vámonos todos a la alcaldía! —Y rompe un paquete de centenos. Baila el alcalde, baila la alcaldesa (y eran de Asturias, cintura dura), bailan el celador y la celadora. ¡Isé Kué! ¡Arillénlle! ¡Isé Kué! ¡Arillénlle!
No tarda en llegar el gobernador, linajudo, mofletudo, zamborrotudo, sacudiendo los recios hombros, las charreteras; y patón y bigotudo —Grandeza de Es paña—, el pecho fulgurante, como un altar cubierto de cruces y medallas de oro. —¡Isé Kué, Arillénlle! Abrirle paso a la autoridad, ¡voto va! ¡Arillénlle! Pero, ¡canastos!, ¿qué es esto, que no me tengo, que hasta has ta los pelos del lunar me bailan? ¡Rediós! ¡Arillénlle! —¡Señor gobernador, algo muy bueno! Y se van todos al palacio de la gobernación. —Hijas —Hijas de mis entrañas; entrañas; y tú, mujer —dice su señoría—, ¡venid todas a escuchar la prodigiosa pr odigiosa gallina de Guinea! A manos llenas, velludas, derramó las onzas. La gobernadora —cubana buena, gorda y bruta—, de entre unos cortinajes rojos entró bailando en el salón. Y baila el celador, baila el alcalde, baila la celadora, ce ladora, baila la alcaldesa; baila el gobernador, baila la gobernadora. 132
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Bailan las nueve hijas solteras del gobernador. Y vino el rey de España, en una fragata con toda la corte; con Cristóbal Colón, de mármol blanco, un verdugo y un padre cura... Decidme, vasallos de tantos colores: ¿es esta la rum ba mambisa? —¡Isé Kué! ¡Arillénlle! ¡Arillénlle! ¡Vaya ¡Vaya un relajo!, y nos com place... ¡Arillénlle! —¡Señor, —¡Seño r, la prodigiosa, prodig iosa, la prodigiosa prodi giosa gallina de Guinea! —¡La haré virreina de mis Antillas verdes, de mis Antillas dulces! ¡Ea, señores, siga el guateque! Subió el rey las escaleras sin perder el compás, al: ¡Arillénlle! ¡Arillénlle! Y la reina, con corona de diamantes y manto de armiño, moviendo el culo: ¡Isé Kué! ¡Arillénlle! ¡Isé Kué! ¡Arillénlle! Bailó el celador y la celadora, el alcalde y la alcaldesa, el gobernador y la gobernadora, las hijas fofas, fainas, del gobernador: el rey y la reina de España, los príncipes y princesas de la sangre. Condes, duques y marqueses. Y el obispo de La Habana. El ejército, la marina, el cuerpo legislativo y la Sociedad Económica de Amigos del País. La cotorra, el perro y el gato. En la cochera, los caleseros; en la cocina, los cocineros, las cazuelas y el sartén. En la azotea, la negra que lava y la negra que plancha. En las tendederas bailan los corpiños, bailan las enaguas: los largos calzoncillos castos de los caballeros. Y las nubes. A las puertas de palacio también bailan los porteros —las farolas— y serenos a deshora: des hora: y se vio en el 133
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parq pa rque ue,, bajo ba jo los lo s laur la urel eles es,, fren fr ente te a los lo s balc ba lcon ones es colmados de mujeres, al futuro capitán Cara de Mogote, que guardaba el puerto y cazaba piratas, piratas, bailar —sin desdorarse— con la negra retinta, cochambrosa, ya matunga, congamondonga. —Ahora —dijo la gallina—, gallina—, llévenme a un escam pado para cantarle al pueblo. —Sea —dijo el rey—; ¡bueno está que el pueblo disfrute también lo suyo..., de vez en cuando! —¡Viva —¡Viva el general Tacón! Tacón! ¡Viva la rumba, la administración, la Constitución, la relajación! Y la chusma libre y gozosa —bozales, ladinos, criollos, repollos, negros, blancos y amarillos —chinos manilas—, revueltos en estruendo de tambores, cascabeles, maracas, marugas y cencerros, la siguió coreando más allá del paseo de Carlos III, a la loma del Príncipe. Decían los tambores: ¡Tengo, ¡Tengo, caló, caló!
Bailaba el pueblo entero. ¡Hasta la guardia civil odiada parecía buena! Salieron los cabildos con sus capitanes: sombrero de tres picos, banda y pendón; las comparsas, las farolas, farolas , los juegos de diablitos, congos, lucumís, mandingas, ararás; los figurines y las figurinas, los curros currutacos currutacos de Jesús María, luciendo sus anchos pantalones de campana, las camisas alforzadas con mangas de charol, el sombrero calañés y los pañuelos de color. ¡Isé Kué Arillenlle! ¡Isé Kué Arillenlle!
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Arriba, arriba: en el Castillo de Atarés, la gallina de Guinea. Levantó un ala —¡Arillénlle! Cuando vinieron a acordar..., ya estaba ella en su terruño con todos los carabelas, narrándoles su aventura. El palomo se escandalizó: ¡Té-Kum!, mal ejemplo, Gallina de Guinea, atrevida y filatera, le daba a una mansa, recatada paloma. El ganso, patiabierto en asombro, por más esfuerzo que hizo, no alcanzaba a comprenderlo todo —y le dolió la cabeza—: y compadre Gallo, por su prestigio de amo, por su hombría, su cresta y sus espolones, se creyó en el deber de reprenderla, no de admirarla. —¡Loca, loca de atar! ¡Un picotazo te merecías en cada ojo..., y te atreves a reírte, y aún, insolente, te vanaglorias! Di, endiablada gallina revoltosa, ¿cuándo tendrás un poco de juicio? —¡NUNCA, NUNCA, NUNCA, NUNCA, NUNCA! —gritó convulso, reventándose de cólera, el compadre Guanajo: muy puntilloso y —verdaderamente— muy estúpido.
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La carta de libertad
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uando los animales hablaban, eran buenos amigos entre sí y se entendían con el hom bre, ya el perro era esclavo. esclavo. Ya amaba al hom bre sobre todas las cosas. En aquella época —de horas largas y poca prisa—, el gato, el perro y el ratón eran inseparables. Los me jores compadres de Cuba solían reunirse en el traspatio de una gran casa de la Alameda, en cuyos vidrios de colores, todavía no hace mucho, venían a morir los reflejos del mar. Allí, Allí, al pie de un laurel laur el —que el tiem po nuevo asesinó con todos sus pájaros—, pasaban charlando la prima noche. Una vez que el gato y el ratón —quien tenía gran comercio con los libros: era un erudito— hacían el elogio de la libertad y discutían largamente los derechos de todos los hijos de la tierra, sin exceptuar los del aire y los del agua, el perro se dio cuenta cue nta de que él era esclavo y se entristeció... Al día siguiente fue a ver a Olofi:1 1
Hay dos Olofi, uno más viejo que el otro. El Santísimo Sacramento.
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¡Babá didé odiddena! ¡Babá burucú odiddena, didé didena!
y le pidió una cédula de libertad. El viejo más viejo del cielo se quedó un tanto per plejo, dudando mucho en complacer al perro, considerándolo con sus ojillos socarrones, que todo lo ven de antemano, y rascándose detrás de la oreja. Pero al fin, después de encogerse de hombros y escupir muy negro por el colmillo —según costumbre suya al tomar una decisión—, trazó su nombre sobre una hoja de pergamino y le dio al perro, en toda regla, la ansiada carta de libertad. Aquella misma noche, el perro, muy orondo, se la mostraba a sus amigos. —Guárdela —Guárd ela bien, compadre, compad re, ¡como oro en paño! —le recomend recomendóó mucho mucho el gato al despedir despedirse. se. Y el perro, pensando que en ningún sitio podía estar más segura —no teniendo bolsillos—, bo lsillos—, se la guardó en el trasero. Pero el precioso documento, allí encerrado, le escocía atrozmente. Le produjo una angustiosa desazón que fue en aumento: se vio obligado a andar en una actitud grotesca, las patas de atrás desmesuradamente abiertas. No se atrevía a hacer el menor gesto, a expresar ningún sentimiento con la cola. De repente, una picazón terrible le acometía, con ansias violentas de correr, de frotarse desesperadamente el trasero con la tierra, sin medir las consecuencias de este acto; accesos estos que, cuando para vergüenza suya, tenían lugar en la calle, provocaban a risa a todo el mundo. Y eran una tortura. La preocupación constante de perder la cédula le tenía ocupado todo el día. Temiendo algún descuido que emborronara el texto, compadre Perro se abstuvo de tomar alimento, y por último, no sabiendo qué 137
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escoger, la libertad o el martirio, se extrajo el documento y lo dio a guardar a su compadre el gato. El gato pensó que era una responsabilidad exponer una cédula de libertad a la intemperie, a la vida azarosa del tejado, y se la llevó a compadre Ratón, que tenía techada la casa... Y fue a casa de compadre Ratón. Éste había salido a la bodega a comprar queso. Lo recibió la ratona, y a ella le confió la carta, con toda clase de recomendaciones. recomenda ciones. Comadre Ratona tenía dolores de parto. Cogió la carta, la ripió, hizo su nido... En esto, el perro tuvo un vivo altercado con su dueño. El perro había dicho: —¡Dame un hueso más! El amo había replicado: —No me da la gana. El perro se le encaró al hombre. Éste iba a levantar el látigo. —¡Necesito comer mucho más, porque soy libre!... El hombre decía: —¡Comerás lo que a mí me parezca! Esclavo naciste. ¡Eres mi esclavo! —No, señor mi amo, no soy tu esclavo —y su cola aprobaba delirante—: Tengo mi carta de libertad. —¡Si es así..., muéstramela enseguida! El perro salió al traspatio y llamó a su amigo el gato. —¡Compadre Gato, pronto, mi carta de libertad! El gato llamó al ratón. —Compadre —Compadre Ratón, pronto, la carta de libertad libertad de compadre Perro, que está en poder de comadre comad re Ratona. El ratón corrió a su casa. La ratona dormía, do rmía, con siete ratoncitos, entre los ripios del pergamino. El ratón volvió corriendo con el alma en grima y le habló al oído a compadre Gato, quien se llevó las 138
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manos a la cabeza. Y fue la primera vez que el gato hizo ¡¡Fuf!!, y saltó, uñas desnudas, sobre el ratón: y esta fue la primera vez que el perro saltó sobre el gato y le clavó los colmillos en el cogote. Con los ojos fuego verde, el gato se defendía boca arriba: se hizo un ruedo de aullidos, de zarpazos, de mordiscos y de sangre. El ratón, como era chico, se escabulló y se metió en la cueva. El gato, erizado, maltrecho, trepó al laurel; de una rama ganó el tejado, y en el alero, tendido como un arco, seguía bufando y desafiando al perro. Pero compadre Perro fue a lamerle las manos a su dueño, y se echó a sus pies sin más explicaciones.
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Suandénde
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l celoso. El hombre que penaba dormido y despierto porque tenía un pulpo en el corazón, huyó del pueblo con su mujer. Joven, ella. Fue al monte: plantó su casa en lo más escondido. (Ya (Ya está seguro.) Ahora, él solo con su mujer. Como la yedra. Hermanado a los árboles vivía en paz. Año va, año viene, sin llevar ni traer. El hombre está fabricando trampas para pájaros. Un día de verano, de fuego blanco el cielo, la mujer fue sola al río. Y se apagó el sol que traía prendido en el cuerpo y estaba jugando con el agua, cuando cuand o la vio un hombre, que venía de muy lejos, siguiendo la orilla del río. Era un tímido. Se llamaba Suandénde, y de oficio, tinajero. (Ocultó la cara entre las manos y la miraba por las juntas de los dedos.) También lo vio ella, y muy inocente —indecente—, salió del río, que la cubría un poco hasta la cintura. Él tenía vergüenza. Ella, no. 140
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El hombre dijo: ¡Allállabómbo, Allállabón! Yo va pasá. ¿Se pue pasá?
La mujer contestó: Sí señó, ¡Allállabómbo, Allállabón! Uté pue pasá...
El hombre adelantó un paso. ¡Allállabómbo, Allállabón! ¿Se pue mirá?
Y la mujer, haciendo brillar sus joyas de agua, rotas: Sí, señó, Uté pue mirá. ¡Allállabómbo, Allállabón! ¿Y me púo acecá? ¡Allállabómbo, Allállabón! Uté se pue acecá.
Iba a su encuentro con la misma suavidad que lleva ba la corriente. Estaban muy cerca uno del otro. Él dijo: ¡Allállabómbo, Allállabón! ¿Se pue tocá?
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Y ella: ¡Allállabómbo, Allállabón! Uté pue tocá.
El hombre la acarició. ¡Ay, ¡Ay, Allállabómbo, Allállabón! ¿Sí se pue besá?
La mujer le ofreció su boca. ¡Ay, ¡Ay, ay! ¡Allállabómbo, Allállabón! ¿Se pue abrazá?
La mujer abrió los brazos. ¡Sí señó, Allállabómbo, Allállabón! Uté sí pue abrazá...
(Se la llevó detrás de unas cañas bravas.) Y el agua casta... Cuando levantó la brisa, la mujer volvió cansada del río. Muy débiles las rodillas. La mirada muy blanca. El celoso despertó a la medianoche. El monte estaba henchido de luna. Abriendo, las flores de cactos, milagrosas. Requirió de amor a su mujer, que lo rechazó jurando que estaba muy enferma. Al día siguiente, el celoso la acompañó al río, porque ella dijo que el baño era bueno para aquellos males, y ya el hombre había acabado de armar todas sus trampas. 142
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Mientras la mujer se desnudaba y se entraba en el agua, el hombre la consideraba tendida en la orilla; crujieron sin viento unas cañas bravas. Se dijo: Mi mujer está enferma, y quiso pensar en otra cosa; pero el deseo crecía en el calor inmenso. Fue a su mujer, y ella se le negó. Le tenía asidas las muñecas, diciendo en fuego: f uego: «Yo «Yo quiero, yo quiero», y la arrastraba de por fuerza. Ella dijo: —Espera un poco —y le habló al oído. El hombre se quedó atónito. —¿Aquí en el río? —Ayer —Ayer —dijo la mujer cruzando cruz ando las manos—. ¡Se me cayó! Entonces el hombre, doblándose de pena, la voz en pedazos, le preguntaba al agua: —¡Ay! —¡Ay! ¿Cómo fue? ¿Cosa duce de mi mujé se pedé? ¡Ay ¡Ay, ya pedé cosita duce mi mujé! Ella quiso darle ánimos y advertirle a Suandénde: Mi marido, vamo a bucá... Suandénde, Andende súa. ¡Ya pedé!
Y se pusieron a mirar entre los guijarros y los juncos. El hombre retiraba una corteza, un poco de limo o una hoja, y se lo mostraba. Cosa duce ya pedé. Mi mujé, mira a ve si ése é. Suandénde, Andende súa. Así no é...
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Le propuso que cada uno buscase en dirección contraria, y el hombre se fue al río abajo, y ella, retrocediendo: Suandénde, Andende súa. Mi marido registra pa allá.
Se iba aproximando, pasito, a las cañas bravas. El hombre se alejó enturbiando el agua, escrutándolo todo desesperadamente, quejándose: Cosa duce de mi mujé, ¡ya pedé! Cosa duce... ¡Se pedió!
Suandénde salió de su escondite. Rodeó la cintura de la mujer, quien todavía —mientras se complacía— gritó otra vez: —Mi marido, buca pa llá... —¡Ay —¡Ay, Dio mío! ¿Cómo fue? Suandénde, el tinajero, se llevó del monte a la mu jer. Volvió con ella al pueblo. Y todos se rieron del hombre que quiso ser como la yedra. Es triste...
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Los mudos
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a primera noche, la luna apareció como un pelo. Luego, como el filo de una hoz transparente; luego, como una tajada de melón de Castilla chorreando su almíbar; luego..., como la rueda de un molino; y al fin se desprendió y cayó en el boquerón de la noche, donde el Escondido Siempre, que nadie ha visto —el que está en el fondo de lo que no tiene fondo—, machaca con una piedra las lunas viejas para hacer las estrellas, mientras viene otra luna nueva. Entonces la oscuridad de la noche era total, y el tigre se había robado el fuego, bailándole al que lo guardaba en una cueva de Insambiapunga. El cazador quiso tener lumbre en su choza. A la medianoche, despertó al mayor de sus hijos sacudiéndole por un brazo. —Ve —Ve a casa del tigre, pídele una candela. —¡Tengo —¡Tengo miedo! —dijo el muchacho. —¡Obedece! —dijo el cazador. Y lo lanzó a la oscuridad de afuera, a la noche compacta de entonces, que entre dos lunas aún no tenía estrellas. 145
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—¡Tun, tun! El tigre tenía sueño ligero desde que se había robado el fuego. Lo ponía entre sus patas delanteras y se dormía custodiándole, sin alejarse demasiado por las veredas en bajada del sueño. Así, seguía sintiendo el vivo calor continuo cerca del pecho, y seguía mirando los juegos de las llamas, más sutiles, con los ojos cerrados. (Era un fuego muy pequeño el primer fuego.) Apenas golpeó el muchacho con los nudillos en la puerta, el tigre, haciéndose muy viejo, cantó como si llorase de una pena muy honda: cantó de una herida de su cuerpo: cantó esta canción, que no se ha de cantar en monte firme cuando se ha puesto el sol. Y para que así fuera, sólo quedaron las palabras; pa labras; y el viento negro de aquella noche sin luna, sin estrellas, se llevó la música a más allá de todo lo que ya se olvidó, cosa de que los hombres imprudentes no traigan de ella memoria precisa a nueva vida, y la repitan: Tanifalloku. ¡Teremina! Tanifalloku. ¡Teremina! Oruniwallo teremina Wallallé Oñiná teremina. Wallallé, ¡teremina!
—Entra —dijo el tigre, abriendo su puerta, mostrando el fuego. —¡Tengo —¡Tengo miedo! Saltó el tigre y se tragó al hijo del cazador. El cazador, que esperaba la candela, matándose los mosquitos, le dijo a otro de sus hijos: 146
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—Ve —Ve a pedirle al tigre una chispa de fuego. —¡Tengo —¡Tengo miedo! —dijo —dijo el muchacho—. muchacho—. ¡Espera que amanezca! —¡Obedece! —dijo el cazador. El tigre estaba echado en el umbral de la puerta, abierta de par en par: ¡Tanifalloku!...¡Teremina!
—Abuelo, dame una brizna de tu fuego, que mi padre me manda que te pida. —Sí —dijo el tigre—. Toma ese tallo que está su biendo. ¡Tómalo pronto, no se te escape! Y se tragó al hijo del cazador. El cazador mandó a sus siete hijos, uno tras otro, por la candela. Ninguno volvía. —Iré yo mismo —dijo el hombre. Ya el tigre había cerrado su puerta. Ya empezaba a cabecear. Sin querer, se resbalaba por la pendiente pendien te del sueño, y su cuerpo, y el fuego, iba dejando lejos, atrás. atrá s. —¡Tun, tun! —Ah, eres tú, el cazador —dijo el tigre—. La puerta no está atrancada, no tienes más que empujar. —No —contestó el hombre—. No entraré. ¡Tengo miedo, tengo miedo! Sólo que el tigre no le dio tiempo a huir. Saltó preci pitado, de la roja oscuridad, y se lo tragó. En el vientre del tigre, el cazador halló vivos a sus siete hijos. Se dio cuenta de que tenía un cuchillo. Rasgó las entrañas de la fiera, y todos salieron, uno a uno, por la brecha de su flanco. El hombre, temblando, se apoderó del fuego, y se marcharon —enmudecidos— bajo el cielo negro, negro, 147
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por la noche profunda profund a y cerrada cer rada que aún no tenía estrellas. Y nunca más recobraron el uso de la palabra. Y por eso hay mudos en el mundo.
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El sapo guardiero
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stos eran los mellizos que andaban solos por el mundo: eran del tamaño de un grano de al piste. Este era el bosque negro de la bruja mala, que hacía inerte el aire; y este era el sapo que guardaba el bosque y su secreto. Andando, andando por la vida inmensa, los mellizos, hijos de nadie. Un día, un senderito avieso les salió al encuentro, y con engaños los condujo al bosque. Cuando quisieron volver, el trillo había huido, y ya estaban perdidos en una negrura interminable, sin brecha de luz. Avanzaban a tientas —sin saber a dónde—, palpando la oscuridad con manos ciegas, y el bosque, cada vez más intrincado, más siniestro —terriblemente mudo—, se sumía en la entraña de la noche sin estrellas. Lloraron los mellizos, y despertó el sapo que dormitaba en su charca de agua muerta, muerta de muchos siglos, sin sospechar la luz. (Nunca había oído el sapo viejo llorar a un niño.) Hizo un largo recorrido por el bosque, que no tenía 149
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voz —ni música de pájaros, ni dulzura de rama—, y halló a los mellizos, que temblaban como el canto del d el grillo en la yerba. (Nunca, nunca había visto un niño el sapo frío.) Donde los mellizos se le abrazaron sin saber quién era y él se quedó estático. es tático. Un mellizo dormido en cada brazo. Su pecho tibio, fundido; el sueño de los niños fluyendo por sus venas. Tángala, tángala, mitángala, tú juran gánga. Cucuñongo, diablo malo, escoba nueva que barre suelo, barre luceros. ¡Cocuyero, dame la vista, que yo no veo! Espanta Sueño, tiembla que tiembla: yo tumbo la Seiba Angulo, los Siete Rayos, la Mama Luisa... Sarabanda: brinca caballo de Palo; Centella, Rabo de Nube... Viento Malo, ¡llévalo, llévalo!
El bosque se apretaba en puntillas pu ntillas a su espalda, y le espiaba angustiosamente. De las ramas muertas colgaban orejas que oían latir su corazón; millones de ojos invisibles, miradas furtivas, agujereaban la oscuridad compacta. Abría detrás, su garra, el silencio. Sorprendido, el sapo guardiero dejó a los mellizos tendidos en el suelo. Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre. Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre.
Al otro extremo de la noche, la bruja alargó sus manos de raíces podridas. Dio el sapo un hondo suspiro y se tragó a los mellizos: Atravesó el bosque, huyendo como un ladrón; los mellizos, despertando de un rebote, se preguntaban: 150
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Chamatú, chekúndale, Chamatú, chekúndale, chapúndale, Kumna, kumatú. ¡Tun, ¡Tun, tun! ¡Túmbiyaya! ¿Dónde me llevan? ¡Túmbiyaya! ¿Dónde me llevan? ¡Túmbiyaya!
En el vientre de barro. Polvo de las encrucijadas. La tierra del cementerio, a la medianoche, removida. Tierra prieta de hormiguero: trabajando afanosamente —sin dolor ni alegría— desde que el mundo es mundo, las bibijaguas, las sabias trajineras... Barriga de Mamá Téngue, Mamá Téngue que aprendió labor de misterio en la raíz de la Seiba Abuela; siete días en el seno de la tierra; siete días, Mamá Téngue, aprendiendo labor de silencio, en el fondo del río, rozada de peces. Se bebió la luna. Con Araña Peluda y Alacrán, Cabeza de Gallo Padre y Ojo de Lechuza, ojo de noche inmóvil, collar de sangre: la palabra de sombra resplandece. Espíritu Malo. ¡Espíritu Malo! Boca de negrura, boca de gusanos, chupavida. ¡Allá kiriki, allai bosaicombo, illá kiriki! La vieja, de bruces, escupía aguardiente, pólvora y pimienta china en la cazuela bruja. Trazaba en el suelo flechas de cenizas: serpientes de humo. Hablaban conchas de mar. Sampunga, Sampunga quiere sangre. —Ha pasado la hora —dijo la bruja. El sapo no contestó: —Dame lo que es mío —volvió a decir la bruja. 151
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El sapo abrió apenas la boca, y manó un hilo verde, viscoso. La bruja tuvo un acceso de risa, una tempestad de hojas secas. Llenó un saco de piedras. Las piedras se trocaron peñascos: el saco se hizo grande como una montaña. —Llévame este fardo lejos, a ninguna parte. El sapo, con sus brazos blandos, blandos , levantó la montaña y se la echó a cuestas sin esfuerzo. El sapo avanzaba brincando por la oscuridad sin límites. (La bruja lo seguía por un espejo roto.) Chamatú, chekúndale, Chamatú, chekúndale, Kuma, Kumatú. Tun, tun, túmbiyaya. ¿Dónde me llevan? ¡Túmbiyaya! ¿Dónde me llevan? ¡Túmbiyaya!
Ahora el sapo, su pecho tibio, alegremente cantaba a cada tranco: San Juan de Paúl, De un solo tranco, San Juan de Paúl, Así yo trago.
Allá lejos, ¿dónde? —pero ni cerca ni lejos—, el sapo hizo salir a los mellizos de su vientre. De nuevo encerrados en la noche desconocida —des piertos—, volvieron a llorar amargamente. La careta grotesca del sapo expresó una ternura inefable: dijo la palabra incorruptible, olvidada, perdida, 152
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más vieja que la tristeza del mundo, y la palabra se hizo luz de amanecer. A través de sus lágrimas, los mellizos vieron retroceder el bosque, deshacerse en lentos jirones de vaguedad, borrarse en el horizonte pálido; y a poco p oco fue f ue el e l día nuevo, el olor claro de la mañana. Estaban a las puertas de un pueblo, a pleno p leno sol, y se fueron cantando y riendo por el camino blanco. —¡Traidor! —gritó la bruja, retorciéndose de odio; y el sapo, traspasado de suavidad, soñaba en su charca de fango con el agua más pura. La bruja iba a matarlo, pero ya él estaba dormido, muerto dulcemente en aquella agua clara, infinita. Quieta de eternidad.
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Se cerraron y volvieron a abrirse los caminos de la isla
a se plantaban las cañas dulces; ya estaban los trapiches, las vegas y cafetales; pero de esto hace mucho, mucho tiempo —¿quién se acuerda, si ya no van quedando negros viejos para contarlo ni quien lo quiera oír?—; se cerraron misteriosamente, se borraron, todos los caminos de Cuba. Y es que nadie, impunemente, por una causa incomprensible, podía transitar por ellos. Aquéllos que cruzaban las lindes de sus fincas, los que se alejaban de sus pueblos, dejaban atrás sus caseríos o su bohío solitario, no retornaban nunca. Toda comunicación entre entr e los habitantes del país, aun entre aledaños, se hizo impracticable. Cada cual vivía cautivo en su lugar. Viajar era morir. El terror a Ikú, apostada al comienzo de las rutas desvanecidas, la Ikú aguardando en todas direcciones, hizo de cada pue blo, de cada hacienda, de cada sitio, de cada casa, rica o pobre, un mundo aparte y cerrado; cárceles cuyas murallas de aire, transparentes como la luz del día, sin embargo, eran infranqueables.
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De un extremo a otro de la isla, la vida quedó estancada. Y todos los hombres se apesadumbraron; apesadumbrar on; sin grillos, sin azotes, sin mayoral, los blancos, mirando al horizonte, se sintieron esclavos: los que eran costeños y vivían tierra adentro lloraban si el viento hacía cantar los árboles como cantan las olas; y los que esta ban junto junto al mar y eran de tierra tierra adentro adentro,, tampoco tampoco podían podían contener ahora sus sollozos cuando cuan do oían cantar al mar con la voz de sus bosques: por el mar moría el hombre de los montes y de las sierr sierras; as; el hombre del mar moría por la tierra inaccesible. Al huir y borrarse los caminos, desaparecieron tam bién los anhelos, los sueños, las esperanzas; espera nzas; los corazones se enmustiaron y se enfermaba de tristeza, de aburrimiento, de nostalgia. Pero muchos hombres valerosos, espíritus demasiado inquietos para soportar la pesadumbre de aquel extraño cautiverio, éstos que en todo tiempo preferirían el infortunio a una felicidad monótona, se marchaban de sus predios fingiendo que tomaban por patarata —historia de Cocos y Moringa, buenas para amedrentar ame drentar sólo a los niños— la evidencia de un peligro desconocido, pero al que a poco de andar por la tierra sin caminos sucumbía el viajero. Ya era hora —decían— de rebelarse contra aquel destino; hora de vencer el miedo, de vencer la muerte, derribando las angustiosas barreras transparentes. De éstos no retornó ni uno. Vivía allá por la Vuelta Abajo, en el asiento de un cafetal abandonado, con otros negros que ocupaban las fábricas ruinosas o sus bohíos de vara-en-tierra, una pareja africana; ¿mas quién se acordaría de sus nombres? 155
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El dueño de la hacienda, un hombre activo y lleno de ambición, había partido un día, desesperado, en un caballo cuatralbo. Su hijo único, un mayoral, y algunos fieles esclavos, armados hasta los dientes, el caballero cubierto el pecho de escapularios, y de amuletos los negros, marcharon luego en su busca. Nunca más volvieron. La «niña», el ama, esperándolos, había muerto de pena. Los negros la enterraron al pie de uno de los mangos frondosos que antes formaban con los naranjos —en una tierra excelente ahora invadida por las malezas, las bejuqueras y las yayas—, las calles y guardarrayas majestuosas del cafetal. Veinte años, quizás más, debían de bían haber pasado desde des de entonces. entonces . Veinte Veinte hijos, que en este tiempo engendraron engendra ron aquellos dos africanos. Veinte, entre varones y hembras. Les nacía un varón, crecía sano y fuerte, y en cuanto era talludo venía a decir a su padre: —Babamí, mo to jaddé (me voy..., ¡pájaro no quiere vivir en jaula!), y quieras que no, se marchaba, escabulléndose como una jutía por el maniguazo. La pobre negra gemía inconsolable: ¡Omó, omó, umbo, chon, chon, chon! (¡Ay, (¡Ay, mi hijo se va andando!) Así perdieron estos negros todos sus hijos varones. Ya viejos los dos, la mujer, sin haberse apercibido de su estado, parió jimaguas. Ibelles. La alegría de una conga centenaria, que hacía las veces de reina en aquel palenque fortuito donde ha bía negros de varias varia s naciones, naciones , no tuvo límites al contemplar a los jimaguas, que dormían cobijados por unas yaguas secas en las cuatro cu atro tablas de palma tendidas sobre dos maderos cruzados que les servían de yacija: 156
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¡Ye ye ye, lukénde, yeyé, yeyé, lukénde, yeyé!
cantó la vieja; y se armó el más alegre zarambeque que en veinte años resonara en aquel lugar. Cada ibelle traía al cuello un collar de perlas de aza bache con una cruz de asta. En nada podía diferenciarse diferenciarse un ibelle de otro. Eran idénticos, como dos granos de café. El que nació primero se llamó Taewo, y el que nació después se llamó Kaínde. A los dos les brillaba una luz vivísima en el pecho. Esta luz que venía con ellos al mundo —decían los viejos del perdido cafetal— era marca divina del Señor Obatalá. La madre cuidó de estos hijos milagrosos con pasión reverente. Todos mimaban y agasajaban a los ibelles; las mujeres velaban por ellos como su propia madre. Venían del cielo: a los jimaguas los envía Oloddumare, son una gracia de Olórun. Príncipes, hermanos o hijos de Lúbbeo, Changó Orisha —el que es fuerte entre los fuertes, heredero universal univer sal de Olofi, el creador de vida—; son ellos los únicos niños que acaricia Yansa, la lívida señora de los cementerios. Los alimentaban con frutas y palomas blancas, los baña ban con yerbas de olor, ungían sus cuerpos con manteca de corojo. Para honrarlos, al nacer se hicieron grandes ceremonias; para contentarlos, se les bailaba y cantaba los cantos que son suyos. Mas así que crecieron, alegres y revoltosos —estrechamente unidos e iguales— y alcanzaron el alto de un caimitillo, los jimaguas le dijeron al viejo Taita las mismas palabras 157
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que antaño, uno a uno, habían pronunciado sus hermanos. —Babamí mo fo iaddé... Al escucharlos comenzó a gemir la madre madr e y con ella todas las mujeres que tanto los amaban. —¡Mis ibelles! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ahora se van también mis ibelles: a morir se van mis ibelles!... —Y he aquí que la conga más que centenaria, un podrigorio que ya no veía ni entendía ni podía tenerse derecha, se irguió re pentina sobre su miseria. Una corriente de vida por unos instantes impulsó su corazón, desentumeció milagrosamente sus brazos, dio firmeza y soltura a sus piernas inútiles. Remozada y fuerte sobre sus pies, no en tenguerengue, sino arrogante como en los días en que era el mejor «caballo» de Siete Rayos, con frescura increíble se alzó la voz de la vieja rediviva dominando el coro plañidero de las mujeres. Se trocaron los llantos en cantos de alegría. ¡Ye ¡Ye ye ye, lukénde, ye ye!
En torno a dos platos de madera exactamente iguales, las negras alborozadas batieron palmas: llorando y riendo a la vez de contento, bailaron b ailaron la ronda saltada de los ibelles —el baile que regocija a los jimaguas, el baile de las Mamá Chuchas—, mientras éstos se aleja ban por las maniguas vedadas. Si los caminos, atajos, dereceras, anchas veredas o delgados trillos se habían cerrado, y luego marejadas de yerba, montes firmes y vírgenes se los habían tragado todos, era, decían los zahoríes o los brujos que hablaban con los dioses y los muertos, por culpa de un ogro o un diablo. 158
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Este diablo Okurri Borukú, cruel y caprichoso, uno y mil a la vez, apenas el viandante recorría un trecho largo, le salía al encuentro, pretendía someterlo a una prueba en la cual invariablemente fracasaba, y se lo comía. Siete días anduvieron los jimaguas por la broza es pesa. Las breñas se desenmarañaban para dejarlos pasar y luego volvían a intrincarse estrechamente; en estos siete días con sus siete noches dormidas en paz al amparo de cedros, ácanas, jocumas o yabas, bajo enredaderas sin maldad, no ocurrió absolutamente nada. A presencia de los ibelles desaparecían Chichicate, Manuelita y Guao, los tres palos malvados del bosque. Luego marcharon a cielo abierto por tierra tierra llallana, pedregosa, olorosa a esparto y granadino. Lejos asomaron unas lomas; subieron costeándolas, y desde una cumbre contemplaron el mar. Otros siete días anduvieron por la sierra, y al descender de mañana hallaron, en la garganta de un pequeño valle, al diablo inmóvil en una talanquera, talanquer a, entre dos enormes montones de huesos humanos. Parecía dormir de pie profundamente, con el mismo sueño del valle, como en un sopor de eternidad y de pesado silencio. Muy cerca ya del terrible guardiero, guardier o, un jimagua —Taewo—, deslizadizo y rápido como una un a lagartija, se ocultó en la espesa yerba botija —esta yerba, lo mismo que Aanamú, la maloliente, tiene virtud de deshacer lo malo. El diablo entreabrió los ojos en aquel momento. Era un viejo gigantesco, horroroso, de cara cuadrada partida verticalmente a dos colores, blanco de muerte y rojo violento de sangre fresca. La boca sin reborde, 159
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abierta de oreja a oreja; los diente pelados, agudos, eran del largo de un cuchillo de monte. Kaínde, al notar que el demonio cerraba de nuevo los ojos, sin ánimo de salirse de su soñera, se le allegó resueltamente, y asiéndolo por uno de los negros plumeros o de las cuerdas que llovían de sus hombros, lo zarandeó de duro. —¡Arriba, taita, despierte! —gritó el chiquillo insolente con todas sus fuerzas. —Mújú-mújú —refunfuñó el ogro viejo, estirándose, volviendo en sí poco a poco; y el valle apacible mugió como un toro. —¡Moquenquén! —exclamó luego, sorprendido sorpre ndido al ver al negrito—. ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Sa bes mi ley? Moquenquén, ¡mira mi diente! Debe hacer muchos años que q ue duermo. ¡Ya nadie cruza por aquí! ¡Me parece que debe hacer muchos años que no saboreo carne humana! Y despierto con hambre, moquenquén, ¡mira mi diente! —¡Déjam —¡Déjamee pasar! pasar! —con —contest testóó dulcem dulcemente ente el ibell ibelle—. e—. ¡Ábreme el camino! —¡Odára! Pero antes tendrás que tocar mi guitarra y hacerme bailar hasta que me canse. Si tu son es bueno y me complace, y demuestras tocando ser más resistente que el diablo, pasarás. Si no, ¡Iléun!, ¡Iléun !, te comeré. ¡Mira mi diente, moquenquén! Esta es mi ley —y el diablo comenzó a arañar furiosamente en su costado hasta abrirse en la carne un gran huraco; hundió las manos hasta el puño en la herida y se extrajo, de bajo las costillas, una guitarrita que entregó al muchacho. Éste templó las cuerdas y comenzó a tocar: 160
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Dínguirin-Dínguirin-Dínguirin Dínguirin-Dínguirin-Dínguirin-Dínguirin-Díngui Dínguirin-Dínguirinrin Dínguirin-Dí Dínguirin-Dínguiri nguirin-Díngu n-Dínguirinirin-Dínguir Dínguirin-dri in-drin. n. Dea Mamandéa dea mamandellín Dea Mamandéa dea mamandellín Dinguirín dinguirín Dea Mamandéa dea mamandellín
—¡Ah! —dijo el diablo, enrojeciendo de pies a ca beza y alargando las orejas—. Esto me gusta, moquenquén. Bailaremos. —Y bailó dos, tres, cuatro horas sin parar. Sentía el jimagua entumecerse sus dedos adoloridos y a punto de impedírsele el brazo. —Taita, —Taita, tengo sed —dijo al fin—; allí, junto a aquel tamujo, veo un ojo de agua; déjame beber. —Bebe —contestó el diablo. Kaínde corrió a esconderse en lugar de su hermano. Éste empuñó inmediatamente la guitarra y continuó rasgueando: Dínguirin-dínguirin-dínguirin...
Chisporroteaba el Okurri Borokú. Se paseaba, mostrándose espantoso. Se estremecía, se remeneaba... Un segundo permanecía inmóvil y, de pronto, avanzaba, brincando y rugiendo de contento; contento; luego recejaba, sor prendido y furioso, como si esquivase a otro diablo inesperado que a su vez se adelantase a embestirle. Daba vueltas vertiginosas, fijo en un mismo punto. Bailaba como una llama, incesantemente, sin sospechar que quieto, en soñarrera de tantos años, sus fuerzas habían menguado. 161
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Horas más tarde volvió a decir el negrito: —Taita, —Taita, quiero beber. —Bebe, moquenquén. Pero, moquenquén, ¡mira ¡mira mi diente! Volvió Kaínde, que ya estaba es taba fresco y bien repuesto. Y el diablo no daba señales de cansancio: continuaba revirándose, sacudiendo sus escamas sonoras, moviendo sus plumeros y escandalizando el valle —que tenía olvidadas aquellas danzas— con el estruendo de sus cencerros y cascabeles y los estampidos de sus explosiones. —Taita, —Taita, ¡un poco de agua! —Bebe, hijo h ijo mío. No podrás po drás beber lo que q ue yo bailo... Detrás del jagüey nace un río. ¡Bébete el río, moquenquén! Pero mira mi diente; mientras toques bailará el diablo. El diablo estaba contento de veras; el fuego seguía brotando de sus ojos desprendidos de las órbitas, de su boca inmensa, de su nariz movediza. Magníficas plumas de llamas salían de su trasero; y mientras el ibelle se retiraba un instante fingiendo que bebía, continuaba bailando y ardiendo, cantándose a sí mismo. Dínguirin-dínguirin dínguirin-dínguirin.
Entonces vino Taewo, que había hecho siesta y devorado seis palomas, de doce que le ofrendó un gavilán. g avilán. ¡Ya iba el sol de caída; ya ennegrecía, abstraído, el valle! ¡Ay! ¡Ay! ¡Dínguirin-Dínguirin! ¡Dínguirin-Díng uirin! Y otras cuatro horas pasó pa só el ibelle arañando las cuerdas de la guitarra. Salió la luna. Descendieron los pájaros de la oscuridad a bai162
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lar con el diablo. Volaban en bandadas tenebrosas en torno a su cabeza moñuda. Los montones de huesos crujieron, se animaron, y el valle se llenó de las osamentas que erraban en todas direcciones, plateadas más tarde por la luna, persiguiéndose, chocando unas con otras. Y Okurri Borokú se bamboleaba, estevado, estevad o, des plumado, anhelante, entontecido. —¡Eh, taita, voy a echar un trago! —y el jimagua, que tomó después la guitarra, lo vio recomenzar sus vueltas tambaleando y caer al fin, pesadamente. —¡Esta es tu ley! —dijo el ibelle—. ibelle—. ¡Mientras ¡Mientras yo toco ha de bailar el diablo! diab lo! Taita, Taita, enséñame los dientes. dien tes. El dentón, forzando una sonrisa, una mueca de cansancio, horrenda y triste, se incorporó fatigosamente. Ya no podía con su s u cuerpo: ya no había lumbre en sus ojos; jadeaba, colgaba su larga lengua bífida. El muchacho lo obligó a moverse al compás comp ás de la guitarra. En el cerco de lechuzas y murciélagos que revoloteaban lúgubres en torno suyo, el diablo perdía el equilibrio, daba tumbos de borracho. Era la medianoche en el valle azul cubierto de huesos humanos. —El agua debe estar muy fresca fr esca con la luna llena —Okurri Borokú Borok ú no deseaba otra cosa: cos a: dócil, vencido, esperaba el momento en que el muchacho cesara de tocar siquiera unos instantes. Estaba desjarretado; sentía su cuerpo muerto de la cintura c intura a los pies, medio muerto de la cintura al cuello. Sin darse cuenta cayó de espaldas, cara a la luna. «Dínguirin din..., gui... rin...», oyó, muy lejos, reírse la guitarra. —¡Llegó tu boca! —dijeron a un tiempo los los ibelles. 163
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Iban a arrancarle las entrañas para quemarlas en una hoguera: mas allí hablaron las cruces de asta de sus collares. —Busca tres hierros que hallarás en el monte, una mata de malva y una cazuela de barro. Arráncale el corazón, despízcalo, májalo con las hojas y entiérralo después metido en la cazuela. Así lo hicieron. Vencido el diablo —desendiablada, libertada la isla—, reaparecieron los caminos sin que fuese menester que el hombre, de nuevo, tuviese que trazarlos y rehacerlos con el sudor de su frente. Dicen también que los ibelles resucitaron aquella noche a cuantos se habían perdido: que por la palma real subieron al cielo y le pidieron a Obatalá —que jamás les niega nada— devolviera sus antiguos cuerpos y las almas a aquellos miles de esqueletos que yacían insepultos inse pultos en el valle y en las sendas que Okurri Borokú había cerrado.
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Cuando truena se quema guano bendito
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ran doce mujeres embarazadas: las doce mu jeres de Fumo. Parieron el mismo día y a la misma hora. Once parieron varones y Guánkila parió una niña. Una niña tan agraciada que se la llevó, prendado, el diablo. Y como Guánkila no tenía un hijo que la ayudase en sus quehaceres, se valía de los hijos de las demás mu jeres, los mandaba al pozo por agua agu a y con frecuencia frecu encia al mercado. Las once mujeres protestaron: —No queremos que nuestros hijos trabajen para ti. ¡Acaba de parir! Un día, a Guánkila le faltaba leña y tuvo que ir al monte. Estaba allí en cuclillas juntando unos palos cuando oyó una gran voz que salía de sus entrañas. —Póngase en la actitud que acostumbran las mu jeres para dar da r a luz —le ordenó or denó la voz—. Bien. Ahora... ¡Kabo Angasi! Párame enseguida. ¡Qué niño tan hermoso, fuerte y talludo, vino al mundo en un instante! El recién nacido saltó a una palma real, y en el cogollo, empinándose arrogante, gritó: 165
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¡Rúúúúúú! Yo soy Uafi, Uafi Tiembla-Tiembla-Tierra,
y se lanzó desde lo alto de la palma. —¡Bendito sea! —dijo la palma, e inmediatamente, la impetuosa criatura arrancó unos cuantos árboles gigantescos de hondos y recios raigones y partió contra sus rodillas troncos y ramas con la intención de proveer de leña a su madre. La sentó sobre el haz descomunal y se lo echó a la cabeza. —Ahora, vámonos a casa. En el camino, cruzaron una vaca que iba a su querencia. Uafi la tomó de un cuerno con una mano y se la llevó bajo el brazo. —Madre, esta es la gallinita del caldo que vas a be ber por haber parido nada menos que a Uafi-TiemblaTierra. Guánkila y su hijo se tendieron a descansar, y no se levantaron hasta pasados cuarenta días. Entonces fue Fumo a conocer a su hijo, y Uafi volvió a lanzar el grito que hiende cielo y tierra. Fumo, empavorecido, le ofreció un tabaco y una botella de aguardiente. El niño exigió sal, ají, pimienta y pica pica. Trituró Trituró estas especias y las las mezcló al aguardiente. Desnudó a su padre y a su madre, madre , los amarró a una palmera, les dio de azotes. Los refregó luego con aquel compuesto, se marchó dejándolos atados y sangrantes al bravo sol, que rabiaran. —¡Oh, Kuandi! ¡Oh, Tatandi! ¿Sabéis por qué hago esto? —¿...? —Por haberme engendrado. Así era Uafi de justiciero en su edad más tierna. 166
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No se había repuesto Guánkila de sus golpes y quemaduras, cuando reapareció Uafi y le preguntó: —¿Dónde está mi hermana? —Tu hermana se la llevó el diablo. —Voy —Voy a buscarla. —No, Uafi, que tu hermana vive en la tierra del dia blo, y el río r ío Menga-Malembo Meng a-Malembo y el Monte CunfindoCu nfindoCuentombo-Fuiri de ningún modo te dejarán acercarte a ella. —No es a mí a quien q uien ahogaría ahog aría tal río ni estranguestrang ularía tal monte. Y dicho y hecho: Uafi partió a la tierra del diablo con un machete y tres güiros. Ya llegó a la ribera del río Menga-Malembo, ancho y profundo de sangre negra, hirviente. Arrojó los tres güiros. Las manos de espuma turbia de Menga-Malembo quisieron apresarlos, pero los güiros brincaron y esquivaron los dedos; ligeros, burlones, saltan, zambullen y beben: Groníní groníní...
Luego, escupen el agua lejos, a un lado y otro: Propongó-Groníní-Propongó. Propongó-Groníní-Propongó.
Un pasaje estrecho, velozmente, se fue abriendo a través de la corriente: «Groníní-¡propongó! Groníní¡propongó!» Y Uafi cruzó el río por un sendero recto y seco entre las aguas separadas que bullían enfurecidas e impotentes. Pero el Monte-Cunfínde-CuentomboEnfuiri se elevaba hasta el cielo en la otra margen, fosco, horrendo, tan espeso y cerrado, que un hilo de luz no hubiese podido filtrarse por sus marañas. 167
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Uafi haló de su machete: Cifra, cifré mi tormenta. Cifra, cifré... Ya son las horas, mi tormenta. Sambianpunga, mal rayo parta. Los troncos malos, mal rayo parta. Mal rayo parta a Kinyúmba-Kisa.
Y derribó el árbol que el sol no mira, un árbol es pantable de fuegos f uegos negros, con profundas nidadas de monstruos y misterios, que abrió las alas para envolverlo. De Embele, el machete de Uafi, saltó una larga estrella. Silbó, fulgente, tajando la oscuridad eterna del Monte-Confindo-Cuentombo-Enfuiri. (Uafi-Tiembla-Tierra es el que atraviesa resplandeciendo la tiniebla densa.) Cuando Uafi pasó, tras él volvió a cerrarse el monte de la noche. Había llegado a la estancia del diablo. Reconoció a su hermana, hermosa, al sol, pilando maíz entre varias mujeres, y el mazo en el pilón hacía son, y todas bailaban pilando. Eran nubes en el cielo de la mañana. —Hermana, soy Uafi, vengo a llevarte. —Vete, —Vete, Uafi, huye, que vas a morir. ¡Mi marido es un diablo muy malo! —Tu marido es un diablo merdoso —y volviéndole la espalda, se dio a fornicar con la madre del diablo y con todas las diablas que estaban presentes. Luego fue f ue al potrero y le arrancó una crin al mejor caballo del diablo. 168
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A la hora en que éste solía volver, su hermana lo metió en su aposento y lo ocultó debajo de la cama. —Mi pitiminí, mi niña pinta tinta pirolinta pitibonita y..., santa, di, ¿qué huelo? —apareció y preguntó el diablo, cuya larga nariz se mueve dócil a todos los vientos y a todos los olores. —¿Ese corazón que traes sangrando sangr ando en la mano? —¿Qué huelo, niña; mi pitiminí, mi niña, niña, pinta tinta pirolinta y pitibonita y..., tonta? —Una ramita de albahaca que tengo en la ventana. —¡Mient —¡Miente, e, miente miente mi caralin caralinda! da! Di, niña, niña, ¿qué huelo? huelo? —El corazón que pena o mi ramita de albahaca contenta. —¡Ni corazón ni albahaca! A carne humana, a carne fres... —y no pudo decir más, porque Uafi salió de su escondite. Lo enlazó por el cuello con la crin de su mejor caballo, y al cerrarse el nudo tronchó la infernal cabeza. Uafi clavó en un horcón el cadáver del diablo, que abría y cerraba, como un zángano-monito, sus piernas —oscuras, verdes, fosforescentes—, fosforescen tes—, y partió inmediatamente, llevándose la casa en hombros, y asomada a la ventana, a su hermana incomparable que había adorado el diablo. —¡Madre, aquí está tu hija! Satisfecho, Uafi estiró los brazos y volvió a gritar, produciendo produciendo el el alarido alarido un temblor temblor de tierra tierra que derribó derribó casi todas las viviendas del Cunánbansatali, Cunánbansatali, e hizo caer de espaldas al rey Gombobiolo. «Uafi es un peligro», se dijo el rey, mal repuesto del susto. «Hay que matarlo». Y envió a Masolari, el jefe de d e la guerra, que q ue lo apresara. Pero Uafi se había 169
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enamorado de una mujer que vivía muy distante, la ardiente Diángora, y se hallaba al otro extremo del mundo o del cielo. Casó con ella, e instantáneamente tuvieron un hijo, Kurú. Cuando regresó a casa de sus padres, con su mujer de chispas y su hijo, Uafi tornó a gritar, y su grito rajó una montaña. Gimió la tierra herida en el vientre, vomitando un chorro de piedras. El pánico se apoderó de todos los mortales. El rey envió de nuevo a Masolari, esta vez con cien hacheros, a apoderarse de Uafi y darle muerte. Pero ya éste, con su mujer y su hijo, cuando llegó a prenderlo Masolari se hallaba muy lejos, jugando a la brisca con co n el diablo Musulungo, en un pueblo perdido que llaman Papá-Kururú-Kandinga. Musulungo le ganó a Uafi, y al día siguiente le brindó el desquite. Estaban jugando, Diángora sentada a la derecha de Uafi, Kurú a la izquierda, y enfrente el diablo. Uafi volvía la cara a un lado. Le daba un beso a su mujer, miraba su juego. jueg o. Tiraba. Volvía Volvía la cara al lado opuesto; le daba un beso a su hijo y recogía las cartas. Besó a Kurú y, al inclinarse luego para besar a Diángora... —Kurú, ¿dónde está Diángora? —En este instante se la ha llevado el cometa que entró y salió con ella por la ventana. —El cometa con su cola. —¡Arrastro! —dijo Uafi. Y le ganó el tres tres de copas al Musulungo con el siete de oros. —¡As de oros! —¡As de bastos! —¡Tres de oros! —¡As de espadas! —Uafi embolsó su dinero. 170
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—¡Corramos ahora en busca de tu madre! —¿No hay desquite? Uafi cortó tres gajos de una mata; se sentó sobre ellos con su hijo en las piernas, cantando: Ya yo Kiafo. yo Uafi. Uafi. Ya yo Kiafo.
Y al canto crecían los gajos y subían al a l cielo, sosteniendo a Uafi y a Kurú. ¡Rúúúúúú! Uafi Tiembla-Tierra. Tiembla Cielo ya llegó.
Al oírlo, los astros temblaban y lloraban de miedo; los santos —las hembras— se desmayaron; palidecieron los varones valientes, y unos se escondieron como ratones en los hondos agujeros celestiales; otros, entre las enaguas de las nubes, que en revuelto tropel se ale jaron espantadas. En la puerta del cielo, Uafi agarró al viejo Oggún San Pedro. —¿Has visto a Diángora? —No —tartamudeó —tartamudeó el clavero, en su propósito, propósito, equivocado, de no comprometerse. —¿Cómo? ¿Eres portero y no ves quién entra? en tra? Uafi lo sacudió: le apretaba el pescuezo, le apolismaba un fruto movedizo y grueso —una naranja— que tenía el viejo en la garganta. —La vi pasar con el cometa y quedé deslumbrado... 171
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En un instante, Uafi recorrió el firmamento; alcanzó al cometa, que huía despavorido; le arrebató a Diángora, le desprendió la cola lumbrosa y bajó a la tierra. ¡Rúúúúúú!...
Esta vez cayeron piedras oscuras y lúcidos pedazos de cielo, haciéndose añicos. Un cristal cercenó el brazo del guerrero Fumabata. —¡Es Uafi, Uafi, que ha roto el cielo! —dijo —dijo el rey, y de nuevo mandó a sus hombres a prenderlo. Lo metieron en una nave de muchos remos, y en alta mar, cinco y cinco marineros lo arrojaron al abismo. Uafi se hunde y grita: arriba una tempestad se desmelena; las olas y los vientos se enfrentan, y discuten furiosos, mientras en lo profundo, en una quietud silente, Uafi encuentra a la mujer del mar. Relámpagos de peces en huida cruzan los ojos de Uafi, que ase la sirena por los cabellos. —En la tribu de los muertos, dime, Baluande, ¿cuántos familiares tiene el rey Gombobiolo? —Son muchos... much os... —Ante Uafi, la sirena, siren a, la dueña cruel, implacable, del hondo mar, se está trémula como un hilo de agua inofensiva y dulce; como una fuentecilla superficial. —Bórdame en una bandera a todos los muertos del rey. —Sumisa, la mujer-pez se sienta a bordar. —Mañana espérame aquí mismo, al mediodía. Y Uafi está en la playa; Uafi anuncia que viene del fondo del mar con un mensaje del mar para el rey. —Tus muertos quieren verte ve rte —le dice Uafi—. He aquí la prueba. —Y pone en sus manos la preciosa bandera. 172
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El rey lee los signos reverentes y, al amanecer, se embarca con todos los suyos: va a contemplar las som bras de sus antepasados, an tepasados, que están en e n alta mar aguardando su visita. La tierra se perdió de vista; la mar brilla, suntuosamente tranquila. Al filo del mediodía, Uafi llamó a Baluande. La nave se detiene. —Ahí te va uno —y por sorpresa, Uafi tomó al rey en brazos y lo arrojó el primero. ¡Por un pie Kalunga me lleva!
—Ahí te va otro —y le arrojó a la reina. ¡Por un pie Kalunga me lleva!
La sirena, antes de que llegasen al fondo, los devoraba. Así quedaron sepultados en el abismo de las aguas, el rey y la reina, con todos sus hijos, nietos, parientes y cortesanos. Y apenas le había lanzado a Baluande la última víctima, ya Uafi estaba en su casa. —Ahora —les dijo a Fumo y a Guánkila— sois los reyes de la tierra. Yo Yo me voy a gobernar el cielo. E instantáneamente se apoderó de los once hijos de las once mujeres que habían parido al mismo tiempo que su madre a la par que de las mujeres de éstos y de sus hijos —ya formaban un pueblo numeroso que incorporó al del difunto rey Gombobiolo—, y se los dio a Guánkila, que dispusiera de sus vidas a su antojo. Luego, en los gajos de la planta que su voz hacía elevarse al cielo, Uafi, Diángora y Kurú abandonaron la tierra. 173
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Inseparables van siempre juntos por el cielo: adelante el rayo y la centella, en pos po s el trueno... El trueno, que rezonga y les advierte a sus padres: —¡Cuidado; que abajo está mi abuelo! Abajo el abuelo, encorvado por los siglos, la cabeza cabe za blanca, se estremece y quema un guano bendito.
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El sabio desconfía de su misma sombra
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n hombre cree que una mujer es, realmente, una mujer. Una mujer está segura de que un hombre no es más que un hombre. ¡Y nadie sabe lo que se esconde en un disfraz humano! humano ! Quien menos se piensa, secretamente puede ser un diablo, una fiera, un monstruo, y a solas manifestársenos en su forma verdadera e inconcebible. Al contemplarlos de cerca, sobrecoge el súbito sú bito misterio de los ojos más queridos y tranquilizadores; mirados a fondo, son los de un extraño; los ojos de alguien que jamás se ha conocido... Antón del Carmen, cochero de punto, iba de retirada por las calles que empezaban a invadir la oscuridad y el silencio de la noche. ¡Cuántas veces no había oído decir a las personas serias que habían tenido tro piezos con los finados, que es prudente apartarse, huir de la mujer que se encuentra en el camino, solitaria, a altas horas de la noche! Precavido, nunca aguardaba a que dieran las doce fuera de casa; pero per o aquella vez, un 175
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caballero le había retenido a pesar suyo, más tarde de lo que acostumbraba. Sin embargo, iba despreocupado hacia el establo, de buen humor porque había recibido una propina generosa, y no pensaba en nada que le inspirase el menor temor, cuando una mujer vestida de blanco le hizo señas que parase y subió rápidamente al coche. ¿Habló la mujer, cuyo cuerpo no debía pesar nada, sin duda, de rostro vago, y cuyos pies imprecisos no hubiera podido ver el cochero? La ciudad se había dormido de pronto, misteriosamente. El caballo, viejo y flaco, dobló resignadamente la primera esquina, negra como boca de lobo. Si no oyó la dirección, que seguramente le dio en voz baja y nasal la mujer vestida de blanco, el animal parecía haberla entendido, y Antón del Carmen fiaba plenamente en el claro entendimiento de su caballo. Pero la carrera, ya hacia las afueras de la ciudad muda y en tinieblas de sueño, se prolongaba demasiado, y comenzó a sentir temor de aquella trasnochadora, apenas entrevista, que le había alquilado sin hablarle. De su paso monótono, el caballo seguía adelante sin s in contar con la voluntad de su dueño, que varias veces intentó hacerle virar. Mas el negro, persignándose con disimulo, no se atrevía a volver la cabeza e interrogar resueltamente a la pasajera, tan callada, que llevaba, no sabía a dónde, en su coche destartalado y polvoriento. ¡La mujer sola a la medianoche, que acaso no es una mujer, sino un fantasma! Y su caballo, que él quería como un hermano o un compadre, su pobre ca ballo, bondadoso, paciente y rendido de cansancio, se iba desnudando de su piel y convirtiendo lentamente, ante sus ojos espantados, en un esqueleto que crujía y 176
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avanzaba despacio, penosamente, desconcertándose a cada paso, pero sin caer ni detenerse: como si otro que no fuese él le guiase y le forzase cruelmente a continuar aquella marcha macabra. Antón del Carmen, temblando de pies a cabeza, se cubrió la cara. Le pareció que también su propia mano era la de un esqueleto. Cuando al fin el coche se detuvo y el negro entreabrió los ojos, reconoció las puertas del cementerio.
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Índice
Introducción / 5 El mosquito zumba en la oreja / 8 La tierra le presta al hombre, y este, tarde o temprano, le paga lo que le debe / 13 Chéggue / 16 Obbara miente y no miente / 19 Taita Jicotea y taita Tigre / 24 La loma de Mambiala / 52 El algodón ciega a los pájaros / 66 Tatabisaco / 72 Jicotea lleva su casa a cuestas, el majá se arrastra, la lagartija se pega a la pared / 79 ¡Soquando! / 89 Canácaná, el aura tiñosa, es sagrada, sagrad a, e Iroco, la ceiba, es divina / 93 El perrro perdió su libertad / 102 El caballo de jicotea / 112 Osain de Un pie / 114 El cangrejo no tiene cabeza / 120 La prodigiosa gallina de guinea / 127 La carta de libertad / 136
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Suandénde / 140 Los mudos / 145 El sapo guardiero / 149 Se cerraron y volvieron a abrirse los caminos de la isla / 154 Cuando truena se quema guano bendito / 165 El sabio desconfía de su misma sombra / 175
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