DESEO Y OLVIDO1
Mario Rafael Mendoza Orozco Sícalo me dijo que lo recogiera como a las nueve y media en la puerta de su casa, que había conocido a unas cachacas en un hotel de Marbella y había invitado a dos de ellas a la Quemada. Quedó en pasar a recogerlas conmigo como a eso de las diez. Al principio estuve pendiente, pero el ensayo se prolongó más de lo que pensé y no pedí permiso para retirarme porque estaba distraído: pensaba en Briseida todo el tiempo. Enamorado hasta los huesos sin atreverme a decírselo. Celoso de mi primo que la cortejaba. Celoso de un vecino que tenía una lancha y la invitaba a pasear por la bahía. Celoso de sus amigos, de sus amigas y de sus familiares. Imaginando los besos que jamás tendría el valor de pedirle o de robarle, idealizándola, deseándola, torturándome. Por eso decidí salir de rumba con mi amigo. “Un clavo saca otro clavo”, me dijo: yo me lo repetía como quien se consuela por aquello de
que las uvas están verdes. Pero de todas formas se me olvidó pedir permiso por estar pensando en ella, porque la música de Corelli que estábamos ensayando en esos días me hacía pensar en ella, me conmovía casi hasta el llanto. Tocaba con tanto gusto que el Maestro Mejía me dejó ensayar como solista la Romanza en Fa de Beethoven. Me equivoqué una sola vez, al principio, en una apoyatura sobre la primera cuerda. Todos aplaudieron. Inés, mi profesora de violín, estaba orgullosa. Yo era su alumno desde los 12 años, después de que terminé mi formación básica con una viejita alemana dulce que me enseñó digitación, las posiciones, el vibrato y la técnica de la mano derecha: cómo sostener el arco, cómo mantener el codo y la muñeca, el ligado, el estacato, el martelé, el talón, la punta. Aún recuerdo las interminables redondas con calderón que me hacía tocar hasta el cansancio, para que aprendiera a ahorrar el arco sin perder el sonido ni el vibrato. Con Inés estudié la cuarta sonata y las romanzas de Beethoven, el concierto en la menor de Bach y otras piezas de Mozart y Handel. Me puso en los segundos violines del grupo de cámara que ensayaba en su casa, frente a las murallas de la plaza del Tejadillo. Al ensayo de esa noche habíamos asistido todos. El Maestro Mejía, que cuando perdíamos el ritmo enfatizaba el último tiempo del compás con un ¡carajo!, y era del carajo oírle decir ese carajo rítmico en un compás de cuatro por cuatro: Un, dos, tres, ¡carajo!; Un, dos, tres, ¡carajo!, con su cara muy seria mientras llevaba el compás con una pequeña batuta. También estaban el doctor Pereda, y Machado, que estaba de visita porque ya tocaba en la Sinfónica de Bogotá. Teresa Orozco y Michael Corleone me acompañaban en los segundos violines. Fueron además unos barranquilleros que tocaban viola y chelo, c helo, el papá de Machado, que tocaba el chelo, 1
Tomado del blog personal del señor Mario Mendoza ( www.mariomendozaorozco.com www.mariomendozaorozco.com))
y Millavarín, Mil lavarín, que no tocaba sino cantaba arias de Verdi, de Gounod y de Puccini Pu ccini y echaba chistes y hablaba casi todo el tiempo con Mejía y le mamaba gallo a todo el mundo, pero que se quedaba sentado muy serio y muy juicioso cuando comenzábamos a tocar. Sin embargo, esa noche no cantó porque como se hizo muy tarde, no hubo trago ni tertulia t ertulia después del ensayo. Siempre practicábamos allí, en medio del silencio de la plaza del Tejadillo, frente a las murallas, con el ruido ocasional de los cascos de un coche sobre los adoquines y algún rumor de parejas que buscaban los huecos de las murallas para el amor furtivo. Al fondo estaba el ruido del mar y más allá la oscura noche n oche salitrosa. No sé qué fue lo que pasó en esa ocasión, pero cuando terminó el ensayo y luego de que Inés se me acercara con su largo pelo rubio y su olor tan intenso de mujer hermosa a darme el beso de despedida en la mejilla, de pronto me encontré, como en un sueño, caminando con el Maestro Maest ro Mejía hacia la Plaza de la l a Merced. El aire de la noche era quieto y fresco. A través de los agujeros del lienzo negrísimo del cielo sin luna y sin nubes se filtraban, innumerables, los puntos titilantes de luz de las estrellas. Le pregunté por mi madrina Rosita. Está bien, allá en la casa, pero yo por ahora no voy para la Calle de los Puntales. ¿Y tú? ¿A dónde vas con ese violín a esta hora? ¿A la Calle Larga? No, Maestro. Voy a la Calle de Don Sancho, donde Sícalo Pinaud. El violín me lo guarda él, porque vamos con unas amigas para la Quemada. Pero ya son más de las diez. Tu mamá te va a regañar. No creo, porque yo le voy a decir que estaba con usted, le dije con atrevida picardía. ¡Ni se t e ocurra! ¿Tú qué quieres, que tu papá me mate por estar corrompiéndote? Maestro, pero ya yo estoy grande, ya casi voy a cumplir los 18 años y mi papá me da permiso para llegar tarde. La que más friega es mi mamá, pero yo me he quedado en la calle como hasta las tres, y como tengo llave, entro despacito y al día siguiente digo que llegué más temprano. Hasta que te cojan y te claven por estar abusando. Le voy a tener que decir a Manolo que no ande contigo, porque te estás volviendo muy arbitrario, me dijo con una sonrisa cómplice. Me puso su mano derecha en el hombro, mientras que con la otra sostenía el saco sobre su hombro izquierdo. En los labios llevaba una colilla de Pielroja que casi no aspiraba. Sentí que me arañaba el hombro por encima de la camisa y me acordé de cómo sonaba el golpeteo de las largas uñas de guitarrista de su mano derecha sobre las teclas cuando tocaba el piano. Era un sonido tan característico que uno, sin verlo, podía saber cuándo era él quien tocaba. Seguimos caminando por la Calle de Don Sancho. No se veía gente en los andenes ni en los balcones. Las ventanas de las casas estaban cerradas. Había tanta soledad y tanto silencio que nuevamente me pareció p areció estar soñando. Pensé que qu e el Maestro y yo éramos como dos fantasmas, y me sobresalté porque no sentí el ruido de nuestros pasos, pero apenas lo noté comencé a escucharlos, y también su voz: ¿Y
qué hacen ustedes en la Quemada? ¿Hay música viva? Sícalo nos esperaba en la puerta de su casa. Parecía otro fantasma, flaco, largo, solitario y silencioso. Claro Maestro. Hay un conjunto que toca jazz, música cubana, bossa-nova, porros y boleros. Allá canta Cenelia Alcázar, la morena del coro de la Escuela de Música, ¿se acuerda? ¿Cenelia? Claro, mijo, cómo no voy a acordarme de ella, con esa voz tan especial, tan pastosa, tan dulce y afinada. Y hay un saxofonista que es una maravilla. ¿Cómo se llama? Carlitos Rosales. ¿Rosales? ¿De dónde? De Centroamérica, lo mismo que el baterista, Oscar Cruz. El que toca el bajo se llama Arsenio Montes. A ese no lo conozco. Bueno, entonces venga con nosotros nosot ros y así los conoce a todos. El que más le va a gustar es Sofronín, el guitarrista. Claro que él no toca ese tipo de música que le he oído a usted en el patio de Crespo, pero hay que oírlo improvisar cuando lo dejan suelto y cuando pone a dialogar su guitarra con el saxo de Carlitos. Hola, Mario, cómo está, Maestro, dijo Sícalo, que había caminado un poco hacia nosotros. Hola mijo, ¿cómo está Don Moisés? Bien, Maestro. ¿Y tu mamá? Bien también. Todos estamos bien, Maestro. Ajá, ¿y cómo va el negocio de la imprenta? Bueno, ahí bien, Maestro, todo muy bien. Mierda, Mario, perdí el contacto con las muchachas, ellas me llamaron cuando yo estaba en el baño y me dejaron razón con la Mayi de que las llamara al hotel, pero cuando lo hice ya no estaban. No joda, esas son las vainas típicas tuyas, siempre te demoras mucho en el baño. ¿Y ahora qué hacemos? Pues vamos a la Quemada de todas formas, que a lo mejor nos están esperando. Le di el violín y lo puso sobre el escritorio del papá. ¿Y cuántas muchachas son al fin?, le pregunté. Eran dos, pero a última hora como que se les pegó otra. Ah, carajo, entonces son tres, una para cada uno, dijo el Maestro con una risita pícara. No sabía si hablaba en serio o en juego pero de todas formas se fue con nosotros. Íbamos, oscuros, por la solitaria Cartagena, por la sombra sin luna de las aceras, en silencio. Yo pensaba, sin saber por qué, en alguna profecía de la memoria, no sé si de Borges o de Virgilio. Algo quise decirle a Sícalo, pero me quedé callado. Me gustaba el silencio de la ciudad. Su soledad. Esa soledad y ese silencio eran uno de los principales encantos de la Cartagena nocturna. Cuando pasamos por el negocio de la Mona Corredor en la Calle de la Iglesia oímos un bolero de Rolando Laserie y sentimos un fuerte olor a cerveza mezclado con berrenchín de orines. Todo me parecía tan irreal como mi pensamiento, que de nuevo había retornado a Briseida. ¡Ah!, esa fragancia de sus cabellos finos, rubios. Ese brillo discreto de sus ojos castaños. Esa expresión tan dulce y tranquila. Esas pequeñas pecas de su escote. Caminamos por la Calle de los Santos de Piedra y después por las aceras del Parque de Bolívar, donde estaba una pareja como esperando a que pasáramos para magrearse mutuamente y se oía, repetido, el ladrido insomne de un perro lejano.
Por fin llegamos a la Quemada. Al abrir la puerta nos invadió una densa mezcla de humo, de olor a licor y a madera húmeda, de risas, música, tráfico de gente, ruido de copas. Como era viernes, todas las mesas estaban ocupadas. En una estaban las tres cachacas, que se alegraron mucho cuando vieron a Sícalo. Dos eran bien jóvenes, pero la otra era mayor, como de 35 años o más. Era Er a una tía t ía de la amiga de Sícalo, que había venido a acompañarlas. Al Maestro lo presentamos como al “esposo de mi madrina”. Resultó que la señora era profesor a de Historia de la Música en el conservatorio de la Universidad Nacional, y de inmediato se puso a hablar con Mejía. La Quemada estaba deliciosa. Los meseros algo presurosos. La mezcla de olores de la gente, las carnes, los mariscos, los licores, los perfumes de las mujeres. Al fondo sonaban unos boleros de Tito Rodríguez. Sentado en una mesa del pasillo, cerca de la barra, dando instrucciones con la mirada a los cajeros y los meseros estaba el propietario, Alberto Méndez. Me hizo una seña como de pasar un arco sobre un violín imaginario, arqueando las cejas y sonriendo. Yo le hice señas de que esperara, moviendo dos veces la palma de mi mano en su dirección. En otra mesa vi a Rafael Martínez sentado con una muchacha muy hermosa, alta, delgada, de pelo negro y mirada penetrante. Tenía una guayabera blanca de lino de olán y zapatos de capricho. Me saludó levantando el vaso lleno de licor, con una leve inclinación de la cabeza. En otra mesa grande, que parecía el festejo de un cumpleaños, estaba mi primo José María Martínez Aparicio bebiendo whisky Old Parr con El Marqués de la Bobadilla, Tasgón Melaitre y otros viejos que le estaban reclamando a gritos a Alberto Méndez que se sentara con ellos. Apenas me vio se levantó y me dio un abrazo. Me raspó la mejilla con los cañones de su barba y me envolvió en un tufo de licor, cigarrillo y agua de colonia Jean-Marie Farina. Estaba más o menos borracho y me dijo, mostrándome su ropa: Mario, todo lo que tengo puesto es Christian Dior. La camisa, el pantalón, la camisilla, las medias, hasta los calzoncillos son Christian Dior, y todo, ab-so-lu-ta-men-te-to-do es del mismo color. Si no me lo crees, te muestro las marcas y el color de los interiores. No, tranquilo, te creo, te creo, le dije mientras leía la marca que me estaba mostrando en el bolsillo izquierdo de la camisa y la media gris clara, del mismo color no sólo del pantalón, sino también de los zapatos, que creo, también tenían el logotipo Christian Dior. Entonces me dio otro abrazo bien fuerte y me dijo, mirándome a los ojos con mucho cariño: ¡Cagasangre! Eres un pezzonovante del calibre noventa, y se devolvió para su mesa. El Maestro pidió una botella de Tres Esquinas, y cuando el mesero estaba poniendo los vasos y la hielera metálica, escuchamos por primera vez la guitarra de Sofronín, que llamaba al resto de los músicos. Tocó dos o tres acordes, torció la cabeza, puso los ojos en blanco y mostró su espléndida dentadura en una amplia sonrisa que llenó todo el estrado, y, como respondiendo a un conjuro, aparecieron Oscar,
después Arsenio y por último Carlitos. Esa noche comenzaron con “La chica de Ipanema”, con solos alternados de Carlitos y Sofro y un impecable golpe de bossa -
nova en la batería de Oscar que se imbricaba como un engranaje preciso con el bajo de Arsenio. Cenelia cantó tres boleros: “Contigo en la distancia”, “Sabrá Dios” y “Soy lo prohibido”. Sofronín siguió con “Me faltabas tú” y “Si me comprendieras”.
Al final de cada canción la taberna se llenaba de hurras, de aplausos, de gritos de entusiasmo. Algunas parejas comenzaron a bailar en el estrecho espacio despejado que había entre la tarima donde estaban los músicos, la barra y las mesas. Entonces Cenelia atacó un popurrí que comenzó con “Río Badillo” y siguió con “Carmen de Bolívar”, “San Fernando” y otros porros sabrosos. La pequeña pista se atiborró de
parejas, entre las cuales estábamos Sícalo y yo. El maestro y la tía se habían quedado conversando y no nos prestaban atención. La cachaquita que estaba conmigo se llamaba Perla. Era pequeña, delgada, muy fina, de talle delicado. Tenía el pelo castaño y una piel muy fresca. Me dijo, con cierta ternura de niña consentida en el dulce acento andino de su voz, voz, que acababa de terminar quinto de bachillerato y que tenía 17 años. Que estaba fascinada por Cartagena. Que era la primera vez que venía. Que vivía en Chapinero, y que el año entrante pensaba venir en Semana Santa. Que nunca había tenido novio. Que no, con una mirada coqueta, que nunca le habían dado un beso. Por momentos se dejaba apretar un poco. Entonces yo podía sentir su cuerpo bajo la frágil tela de su traje. Sus pechos pequeños, blandamente firmes. La curva esquiva de su vientre, sus muslos, su pubis que por momentos alcanzaba a rozar, pero entonces se me soltaba y se ponía a bailar sola, mirándome. Me gustaba su estilo, era muy alegre y bailaba sabroso, no como otras cachacas que perdían el paso. Busqué a Sícalo con la mirada y me di cuenta que la de él parecía que se lo estaba poniendo todo. Ambos bailaban con los ojos cerrados y él tenía una sonrisita pendejona de satisfacción que ya yo le conocía. Cuando terminó la tanda, Sofronín fue a visitarnos a la mesa y me dijo: Ajá, y ¿cómo te parecieron los acordes que te tiré? Y sin esperar respuesta continuó: Tú perdonarás, perdóname, per-dó-na-me, pero fueron súper-exclusivos, y abrió su mano negra y gordita con la que choqué palmas. Soltamos unas carcajadas y yo le dije: Sofro, estuviste del putas, lo que más me gustó fue cuando cantaste “Si me comprendieras”, y el solo de guitarra que te jalaste. Mira, te presento al Maestro
Adolfo Mejía, también es músico y guitarrista. Mucho gusto Maestro. Ya Cenelia me había hablado de usted. Mucho gusto, pero más maestro es usted, mi querido Sofronín ¿Martínez fue que me dijo? Si señor, así es, Sofronín Martínez. Es que usted sí que toca esa guitarra con gusto, lo envidio. Yo toco cosas más complicadas, pero sin su espontaneidad y su frescura. Usted es todo un músico, Sofronín, un soberano músico, me quito el sombrero. Carajo, Maestro, que usted me diga esas palabras sí que es un compromiso. Entonces me miró y me dijo: Mira gordito, y ¿es
que no me vas a brindar un trago? Le preparé un Tres Esquinas con coca-cola, limón y hielo. Se tomó un buen sorbo, chasqueó la lengua, se acercó al Maestro y le dijo en voz baja: Yo tengo una guitarra blanca guardada atrás, una guitarra de verdá-verdá. Quisiera que usted la tocara t ocara y me dijera cómo le l e parece. Pero aquí es imposible, hay mucho ruido, mucho desorden, ya comenzaron a poner música (se oía, como si fuera un mágico telón de fondo “Out of nowhere”, de Charlie Parker). No, Maestro, por eso no se preocupe. Atrás hay un patio donde podemos aislarnos: no llega el ruido y casi nadie va. Pero ¿y las damas? Que se vengan con nosotros, yo le digo al mesero que nos cuide la mesa. Oy e, e, cara’e crimen, ─le dijo al primer mesero que pasó─ cuídanos la mesa, que vamos para el patio. ¡Y no le digas a
nadie, que no queremos que nos vayan a joder! Cuando llegamos al pequeño patio adoquinado, como si fuera un maestro de ceremonia, ya nos estaba esperando Alberto Méndez con un vaso en la mano y una sonrisa expectante. Luego llegaron los músicos del conjunto. Nos saludamos todos, nos presentamos y Sofronín le pasó la guitarra blanca a Mejía. No sé de dónde aparecieron Rafael Martínez y Eduardo Camacho Piñeres, cada uno con un vaso en la mano. Eduardo Camacho me sonrió y se puso un dedo en la boca sin dejar de sonreír, indicando silencio. El Maestro afinó brevemente la guitarra, y de pronto las l as notas de “Lágrima” de Tárrega irrumpieron como joyas e n el silencio íntimo del patio. Parecía que uno pudiera tocar la música. Que las notas se enredaran en los helechos, en las trinitarias, que se incrustaran en las piedras de la pared desnuda y aún mas, que subieran por el breve trozo de cielo que nos servía de techo hasta más allá de las estrellas. Luego tocó el Tercer Preludio de Villa-Lobos, un Minueto de Sor, otro de Aguado y por último “Recuerdos de la Alhambra”, de Tárrega.
Asistíamos a un ritual tan extraordinario que no nos atrevíamos a movernos, a conversar o aplaudir. La noche se había transmutado en música y poesía en ese pequeño rincón de La Quemada. Al final Sofronín irrumpió en aplausos mientras decía: Bravo, carajo, Maestro, usted es un verraco, y le dio un abrazo que el Maestro correspondió con entusiasmo. Luego lo felicitamos los demás y también José María Martínez que a última hora apareció, dueño de una inusitada mesura. No recuerdo cómo fue que regresamos a la mesa, todavía perturbado por la vivencia que acababa de tener, embriagado por el licor y por la música. Poco después comenzó a tocar el conjunto. Sofronín tenía un nuevo brillo en los ojos; algo como una felicidad melancólica impregnaba los acordes de su guitarra, y el timbre de su voz se había llenado de una nueva y áspera ternura. La alta noche de la taberna estaba rebosante de belleza, de magia, de bohemia. Volvimos Vol vimos a bailar. Esta vez Perla se pegó a mí con una sensualidad que me hizo vivir un tiempo sin pasado y sin futuro, un presente perfecto ocupado por el olor de sus cabellos, por la tersura de su piel. Sentí que no
me esquivaba, sino que más bien propiciaba el contacto de nuestros cuerpos. En un rincón de la pista, ocultos entre las demás parejas, nos dimos un largo beso. Tampoco puedo recordar cómo, pero Sícalo de pronto me tomó de la mano y me dijo que fuéramos con las muchachas a pasear en coche, que la tía les había dado permiso. No alcancé a mirar hacia la mesa, sino que de un momento a otro me encontré respirando el aire fresco de la noche. Comenzamos a caminar por la Calle de las Damas hacia la playa. Sícalo me dijo que en vez de pasear en coche les mostráramos las murallas. Todos estuvimos de acuerdo. Cuando llegamos a las murallas era más de medianoche. Subimos por la rampa inclinada del Baluarte de Santo Domingo. Arriba sólo se escuchaba el rumor de la brisa y de las olas. Sin ponernos de acuerdo las dos parejas nos separamos. Perla se quedó mirando hacia el mar y yo la abracé por la espalda. Le di un beso en la nuca. Se volteó. Buscó mi boca con su boca. Acarició mi lengua y mis dientes con un ardor para mí desconocido. Su respiración era irregular y presurosa, su aliento olía a chicle y a licor. Sentí la urgencia de su deseo, la fuerza desproporcionada de su abrazo, el ansia de su furia erótica desatada. Besé sus pechos y su cuello mientras ella me abría la camisa, me mordía los hombros, me soltaba el cinturón. Toqué su sexo húmedo y caliente que se abrió sin reservas. Cuando la penetré gritó tan hondo e intenso que temí que la escucharan en la calle. En un esfuerzo por dilatar el momento yo me quedé quieto, pero ella me atraía moviéndose con fortaleza, hasta que sentí el frío de mil agujas recorrer mi piel y exploté dentro de ella. Cuando me recuperé noté que aún no aflojaba su abrazo. Seguía abriéndose, penetrándose de mí. Sus párpados temblaban sin parar, sus ojos en blanco carecían de iris y de pupilas. Entonces sentí que tocaba una o dos veces algo duro y resbaloso en lo más profundo de ella, y fue como si un dique se quebrara, como si un torrente se desbordara: con bruscos sollozos quedó desmadejada entre mis brazos, aún penetrada, aún con palpitaciones en su interior, aún con escalofríos en la piel. Caí sobre ella, exhausto. Un olor sexual intenso nos envolvía. Poco a poco me recobré, volví a mí desde la trampa en la que el placer había atrapado mi conciencia. Volví a sentir el rumor del mar, la caricia de la brisa, la presencia de la noche, el pulso remoto de la ciudad dormida. La miré largamente. Se parecía a Briseida. Se parecía tanto que tuve que abrir y cerrar los ojos varias veces para reconocerla. Sí, era Perla, pero se parecía a Briseida. Se parecía no. Era también Briseida. Era Perla, y era Briseida disputada por Agamenón y Aquiles, era Helena generando guerras y epopeyas, era Eurídice extraviada en los infiernos, era Circe urdiendo conjuros, era una Sirena mitológica, una Amazona peligrosa, una Eva primigenia y pecadora, una Lolita hecha mujer. Al rato oí la voz de Sícalo que me llamaba desde la oscuridad, en un rincón opuesto de la explanada sobre el baluarte amurallado. Nos arreglamos con rapidez, y en
pocos momentos nos volvimos a encontrar. La amiga de Sícalo se puso a hablar en susurros con Perla, la ayudaba a peinarse y le arreglaba los vestidos. Yo estaba un poco asustado. asus tado. Me temblaban las piernas y sentía dolor en los codos y en otras partes del cuerpo. Sobre todo me dolía el pubis, sentía un dolor dulce por la presión constante de su pubis contra el mío. Varios días después, ese dolor aún me hacía recordarme de ella, de su intensa pasión desencadenada en esa noche de ensueño. Después todo transcurrió sin mayores sobresaltos. Cuando regresamos a la Quemada encontramos al Maestro conversando con la tía de las muchachas. No hubo comentarios, no hubo preguntas. Poco tiempo después nos fuimos. Al día siguiente no pude comunicarme con Sícalo porque tenía dañado el teléfono, y del hotel me dijeron que Perla se había ido en una excursión para Bocachica, que regresaba en horas de la tarde. Volví a llamarla en la noche, pero tampoco estaba. Había salido a comer pizza a Bocagrande. El lunes llamé temprano y me dijeron que todo el grupo había regresado a Bogotá en el primer vuelo. Nunca más la volví a ver. No supe cuál era su apellido y sólo compartí con ella algo más de cuatro extrañas y maravillosas horas de mi vida, pero jamás he podido olvidarla. Más aún: todavía no sé si todo lo que he narrado fue un sueño, pero desde mi remota adolescencia su recuerdo persiste. Perla. Briseida. Puede más el deseo que el olvido.