LOS REYES INFIELES AMANTES Y BASTARDOS: DE LOS REYES CATÓLICOS A ALFONSO XIII LOS REYES INFIELES AMANTES Y BASTARDOS: DE LOS REYES CATÓLICOS A ALFONSO XIII José María Solé Primera edición: septiembre de 2005 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copy-right, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. © José María Solé Mariño, 2005 © La Esfera de los Libros, S.L., 2005 Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos 28002 Madrid Teléf.: 91 296 02 00 • Fax: 91 296 02 06 Pág. web: www.esferalibros.com Diseño de cubierta:Tasmanias Ilustración de cubierta: Ilustraciones de interior:AISA,Archivo Arlanza y colección particular de don Leandro Alfonso de Borbón. ISBN eBook: 978-84-9970-204-9 Depósito legal: M. 29.610-2005 Fotomecánica: Star-Color Impresión: Cofás Encuadernación: Méndez
Impreso en España- Printed in Spain Índice XVIII. ISABEL, LA PERFECTA CASADA ..................................... 13 Fernando, un marido ideal ....................................... 19 XVIII. JUANA Y FELIPE, AMAR HASTA LA LOCURA .................. 25 La sombra de una duda ............................................ 30 XVIII. CASI UN INCESTO ..................................................... 35 XVIV CARLOS V, EL FIEL EMPERADOR .................................. 39 La perfecta bastarda .................................................. 39 Los disfrutes de un joven monarca ............................ 42 Una novela de amor ................................................. 44 ¿Amores de santo? ................................................... 46
Una indeseable oportunista ...................................... 51 XVIV. FELIPE II, EL REY SIN PASIONES ................................... 59 La amante emparedada ............................................. 63 Tía y sobrino ........................................................... 65 Legítimo, pero inaceptable ....................................... 69 Amores de ópera ...................................................... 75 Modelo de bastardos ................................................ 80 8 Los reyes infieles Las correrías de un burlador ..................................... 85 Cuarta y última ........................................................ 86 Baile de intrigantes .................................................. 90 La bastarda del bastardo ............................................ 97
XVVI. FELIPE IV, EL REY PLANETA ...................................... 103 De muertes abreviadas ............................................. 103 Crápulas de altos vuelos ........................................... 106 Un ambiguo burlador .............................................. 112 Amores sobre la escena ............................................ 116 Las delicias del Buen Retiro ..................................... 120 Demonios en el convento ........................................ 122 El rey y su monja ..................................................... 127 XIVII. EL DUENDE DE PALACIO ............................................ 131 Un duende corre por palacio ................................... 131 El otro gran bastardo ................................................ 133 Un patético remate ..................................................
136 XVIII. FELIPE V. REINAR DESDE EL LECHO ........................... 143 Del «Animoso» al «Melancólico» .............................. 143 El esclavo de su esposa ............................................. 148 VIIIX. LUIS I. UN PARÉNTESIS MUY MOVIDO ........................ 153 El reino de las ambigüedades .................................... 156 VIIIX. FERNANDOY BÁRBARA, EN SU ORONDA TRANQUILIDAD. 163 Pompas y rapiñas ..................................................... 167 Índice 9 VIIXI. CARLOS III, EL INTRANSIGENTE SOLITARIO ................ 171 El pícaro narigudo ................................................... 177 VIXII.
LA FAMILIA DE CARLOS IV, DESGARRO GOYESCO .......... 185 Todo el mundo lo sabía... ......................................... 191 Secretos de familia ................................................... 195 VXIII. JOSÉ I. AMORES EN GUERRA ..................................... 199 IIXIV. FERNANDO VII. LOS PLACERES DE UN INFAME ............ 207 Bastardos anónimos .................................................. 210 Esposas y mancebas .................................................. 214 A la cuarta, la vencida .............................................. 217 IIIXV. FARSA Y LICENCIA DE ISABEL II .................................. 221 Desfile de amantes ................................................... 226 Hijos de todos ......................................................... 231
Genio y figura ......................................................... 238 IIXVI. EL CABALLERO AMADEO ............................................ 243 Amores y dineros ..................................................... 247 IXVII. ALFONSO XII. ROMANTICISMO FATAL ....................... 253 «El Ángel» y «La Favorita» ................................... 258 Un real apaño .......................................................... 265 Virtudes y venganzas ................................................ 269 10 Los reyes infieles XVIII. LA ANSIOSA BÚSQUEDA DE ALFONSO XIII .................. 275 Historia de un desencuentro .................................... 280 Las dos familias ........................................................ 284
Por ley, hijo de rey ................................................... 291 Epílogo. MODERACIÓN SIN BRILLOS ........................................ 295 Referencias de ilustraciones .................................................... 297 ¿Están hechos los príncipes de la misma carne que los humanos? Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon (1675-1755) I ISABEL I, LA PERFECTA CASADA ESCASAALEGRÍA de esponsales había,un desapacible 19 de octubre de 1469, en el palacio vallisoletano de don Juan de Vivero. Con una muy reducida presencia de nobles y prelados de segunda fila, se celebraba el matrimonio de la princesa Isabel de Castilla y el príncipe Fernando de Aragón. Ella tenía dieciocho años; él, uno menos. La sombra de toda una compleja maraña de intereses se cernía sobre lo que era presentado como una unión por amor. Siguiendo la tradición, la consumación efectiva del matrimonio tuvo sus obligados testigos presentes y, a la mañana siguiente, ante el regocijo de los desocupados que merodeaban por las calles, desde el balcón de la alcoba nupcial fue mostrada la sábana ensangrentada, como demostración del cumplimiento por parte de Fernando de su primera obligación marital. Como el de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, nunca un matrimonio principesco que iba a ser tan mitificado —para ensalzar-lo hasta el más absurdo paroxismo o para condenarlo a unos infiernos asimismo injustificados— había estado rodeado de más irregularidades. Pieza deseada por la conjunta avidez de Juan II de Aragón y de su hijo Fernando, en quien despuntaban todas sus futuras capacidades políticas, la joven y calculadora Isabel se dejó llevar desde la inicial aceptación de los planes que para ella tenía su hermano, el rey Enrique IV, hasta la agradecida aceptación de las propuestas de más allá del Ebro. Antes, se habían ido frustrando por diversas causas otras opciones matrimoniales. Por mucho adorno que se le quisiera poner, aquel matrimonio era fruto de una realidad política y nada tenía que ver con el aporte amo-14 Los reyes infieles roso con que lo adornaron los ditirambos de los poetas áulicos, que en gran cantidad pululaban en aquella Corte andariega por las tierras de Castilla. Para su casamiento, Fernando e Isabel precisaban
contar con el expreso consentimiento de Enrique, que cada vez se fiaba menos de su hermana, a la que veía útil instrumento en manos de sus enemigos, decididos a apartar de la sucesión a la legítima heredera, la infanta Juana. Una boda sin aquella autorización era nula y los interesados en realizar la operación no querían caer en tal riesgo. Otra complicación que no era en absoluto pequeña se venía a unir al asunto. El próximo grado de consanguinidad entre los novios exigía de una dispensa papal. Pero aquí toparon con la negativa del papa Paulo II, que no se avino a razones al considerar que algo debía significar la no aceptación de Enrique de Castilla, jefe de la Casa Real. Así las cosas, quienes estaban ya preparando con decisión el gran entramado de la unidad de las dos Coronas decidieron tirar por la calle de enmedio y presentaron al pontífice una carta en la que supuestamente Enrique solicitaba del papa la dispensa. La misiva acababa con una burda falsi-ficación de la firma del rey. Nuevamente el papa, cabe suponer que irritado, denegó el permiso e incluso rechazó una tercera petición. Estaba claro que aquellos jóvenes príncipes disponían de un fuerte impulso en los ámbitos que les apoyaban, dado que siguieron recurriendo a medios que, aparte de su valoración eclesiástica, llegaban a caer en el mismo delito civil. Decididos a terminar con tan enojosa cuestión, se falsificó una dispensa papal emitida algunos años antes para otras personas. Otro burdo engaño, que únicamente sirvió para enojar todavía más al pontífice, que sin más decretó la excomunión de los que serían conocidos como Reyes Católicos, supuestamente los más firmes defensores de la fe y de las ins-tituciones de la Iglesia. La joven pero poco deseable Isabel no estaba dispuesta a dejar esca-par a aquel atractivo joven, que dejaba adivinar un evidente temperamento sensual. Así, después de la casi vergonzante ceremonia, Isabel y Fernando pasaron a vivir a partir de entonces en situación de abierto concubinato, al ser ilegal su matrimonio. Situación que se prolongó a lo largo de tres años, vio el nacimiento de su primogénita Isabel y volvieron a ver denegada en tres ocasiones más la petición de dispensa Isabel I, la perfecta casada 15 papal. Sobre ello, la tan pía Isabel no tenía inconveniente en afirmar que tenía «saneada» su conciencia. Era evidente que Paulo II se había tomado la irritante cuestión como algo personal, pero en este asunto, como en muchos otros de sus vidas, la fortuna vino en su ayuda con la muerte del papa y su sustitución por Sixto IV, dócil personaje en manos de Rodrigo Borja, que sería el futuro pontífice Alejandro VI y fundador de la célebre y oscura saga de los Borgia y que, por el momento, era legado pontificio para Castilla. La manipulación era su fuerte y consiguió para la pareja la normalización de su situación eclesiástica. Asegurando a Enrique que ambos habían reconocido a Juana como heredera, consiguió del débil monarca el permiso para el matrimonio; con él, la bula de Roma ya no era más que un siguiente y fácil paso.Todos los implicados acabaron beneficiándose de tan vidrioso asunto. El arzobispo Mendoza, que actuó como hábil intermediario, se ganó un capelo cardenalicio; Rodrigo Borja, por su parte, se llevaba a Italia dos barcos rebosantes de riquezas y la promesa —luego adecuadamente cumplida— de la concesión del ducado de Gandía para su primogénito.
Así las cosas, aquella pareja de inteligentes oportunistas se dedicó ante todo a romper sus promesas de fidelidad al rey legítimo y sumie-ron a Castilla en destructora guerra civil a lo largo de los siguientes años. Isabel se había formado en un medio familiar nada fácil, con una madre desequilibrada y un padre —Juan II— siempre ausente e interesado por cuestiones muy alejadas de los hijos. Ello la había dotado de un férreo carácter que era capaz de blindarla frente a los efectos de cualquier hecho exterior incontrolado. Inteligente y capaz, podía perfectamente disimular sentimientos y penas, como demostraría en sus relaciones conyugales con Fernando. Dejar traslucir su pensamiento le parecía absolutamente inaceptable. Hay más que suficientes testimonios de toda clase que hablan de su gran capacidad de combinar severidad y dulzura, comprensión y despiadada dureza, siempre viéndolo todo desde la cúspide, imbuida hasta lo más hondo de la dignidad y el prestigio de su papel de reina. Una extrema rigidez que conservaría hasta el día de su muerte y que, sin duda, era en gran medida fruto de la clara conciencia de ser una usurpadora sentada en un trono que en realidad no le corres-16 Los reyes infieles pondía y que había obtenido por la fuerza de las armas y la compra de voluntades. Podría decirse que, en este sentido, Fernando se situaba en el extremo opuesto de su esposa. En primer lugar, él llegó a ser monarca de la Corona de Aragón por legítimo derecho de nacimiento y ello le hacía tratar las cosas de una forma mucho más relajada. No tenía que estar continuamente justificando nada.Astuto, sagaz e inteligente posibilista, contando con un físico bastante atractivo y un carácter abierto, se convertiría en el perfecto prototipo del político europeo del Renacimiento, tal como le veía una opinión tan autorizada como la del mismo Maquiavelo, que le erigió en El Príncipe como modelo para gobernantes en aquella brillante Europa renacentista. Las piezas estaban dadas y el juego, iniciado. Con toda una sucesión de hijos, jalonada por las directas tareas de gobierno, la pareja real parecía cumplir a la perfección los esquemas más tradicionales del género. Ella, llegada al matrimonio libre de pasado, parca, austera, aparentemente sin defecto reseñable alguno, solamente preocupada por el cumplimiento de sus múltiples deberes: religiosos, maternales, políticos... Él, dado a los disfrutes cotidianos que su condición le regalaba, nunca había tenido inconveniente alguno en compaginar sus obligaciones políticas y sus preferencias privadas. Fernando tuvo cuatro hijos fuera de su matrimonio, fruto de esporádicas relaciones con mujeres de las que, si bien se conoce el nombre, en ningún caso tuvieron papel alguno en su vida, más que en el momento del encuentro físico que lanzó a aquellos niños al mundo. Niños que tuvieron unos destinos bien diferentes.A mediados del año 1469, mientras los correspondientes representantes estaban tratando bajo cuerda las condiciones de su matrimonio con la lejana infanta castellana, el joven Fernando, de diecisiete años, alegraba en la localidad leridana de Cervera sus esperas con una Aldonza, hija de una pareja de cierta alcurnia local, la formada por don Pedro Roig y doña Aldonza de Ivorra. Sin que los padres lo supiesen o contando con su silenciosa complacencia, el príncipe, en capilla de matrimoniar, entregó a esta muchacha, tres años mayor que él, todo su frescor sin estrenar. Como en muchos casos parecidos, él no puso más que pasión juve-nil y abierta ansia de sexo. Ella, por
motivos que debían ser variados, Isabel I, la perfecta casada 17 hizo una entrega de mayor enjundia, que se manifestó cuando, al cabo de los correspondientes meses, le anunció jubilosa el nacimiento de un Alonso, fruto de aquellos breves encuentros. Conocida la noticia y en todo especialmente sobrio, el recién casado le ordenó que se trasladase con el niño a Zaragoza, donde ambos serían tratados en la forma debida. Fernando comunicó a su padre el rey la noticia de este nacimiento pero —lo que parece muy lógico— a su flamante esposa no le comentó nada. Aunque el asunto no iba a quedar ahí y, en el verano de 1474, Fernando reconocía a Alonso como bastardo suyo, lo que le permitía portar el nombre de Alonso de Aragón. La reina de Castilla se enteró entonces de todo pero, siguiendo su costumbre, decidió sufrir en silencio y entregarse a sus consoladores rezos. Con todo, algunos testimonios existen de una breve conversación habida entre los dos en los salones del alcázar segoviano, con griterío e incluso alguna bofetada, para terminar en cálidos sollozos adecuadamente sofocados. Mientras, Isabel cumplía adecuadamente con todos sus deberes. Enamorada de su esposo, ofrecía la imagen que de ella se esperaba, como escribía un untuoso cronista: Fue muy buena casada, celosa de su casa […], dio de sí muy buen ejemplo […], que durante el tiempo de matrimonio y reinar, nunca hubo en su corte otros privados en quienes pusiese el amor, sino ella del Rey y el Rey de ella... Todo muy bonito y muy respetable tan absoluta fidelidad. Una fidelidad que, por otra parte, se preocupaba Isabel mucho de poner de manifiesto, como cuando, en ausencia de él de la Corte, abría el baile emparejada con alguna linajuda dama, para que se viese bien que no admitía el menor trato físico con un caballero que no fuese su Fernando. Demostrando que ni siquiera sus posibles torturas íntimas anulaban su sentido de la dignidad que la monarquía representaba, cuando alguien la criticó suavemente por el hecho de que se preocupase por la crianza y educación de este pequeño Alonso, ella afirmó, altanera: «Es hijo de mi augusto esposo y, por consiguiente, debe ser educado conforme a tan noble origen...» De nuevo iban a ser las tierras de la Cataluña interior, en este caso las de Tárrega, escenario de otro breve episodio erótico del rey que 18 Los reyes infieles tendría sus consecuencias. Él volvía pletórico después de haber obtenido en la batalla de Perpiñán el dominio de la Cerdaña y el Rosellón, que la Corona catalanoaragonesa consideraba propios. Fue bajo aquella euforia y de regreso a casa, en el invierno de 1472-1473, cuando se relacionó con Joana Nicolau, hija de un modesto oficial viudo. Parece que solamente se acordó de aquel momento cuando fue informado del nacimiento de una niña, bautizada con el nombre de Juana. Lo que sí se sabe es que Isabel, debidamente informada por fieles servidores, supo mantener ante la noticia su ya conocida entereza, pero se llegó a afirmar también que impuso la bien conocida venganza femenina de negarse a cumplir físicamente con su marido hasta que debió considerar pagado el pecado.
Cabe suponer que, unido a una estricta de este calibre y considerando la enorme diferencia de caracteres, el Católico debió tener bastantes historias privadas a lo largo de su vida. Para completar el panorama de esta excepcional pareja, otras dos bastardas han quedado para la Historia. Entre los años 1478 y 1483, dos niñas venían al mundo, producto de esporádicos encuentros sexuales de Fernando, como puede verse, poco aficionado a cualquier tipo de implicación emocional con ocasionales relaciones. En Vitoria nacía María, hija de la vizcaína de visigótico nombre doña Toda de Larrea; muy lejos de allí, en la anchurosa Extremadura, otra María nacía de una dama portuguesa de apellido Pereira. La diplomacia y las guerras llevaban continuamente al rey hasta territorios muy alejados entre sí, en los que no parecía tener inconveniente alguno en buscarse solaz y compañía. La celosa Isabel naturalmente no podía imaginar que Fernando le guardase fidelidad y, como sucede con los celosos a niveles enfermizos, como era su caso, con toda seguridad estaba puntualmente informada de cualquier nuevo trato o relación femenina de él. El problema estallaba, sin embargo, de la forma más violenta cuando había noticia de los resultados de aquellos encuentros. Entonces, incluso los más dóciles cronistas no pueden por menos que hablar de violentas discusiones entre la pareja, en algunas ocasiones haciéndolo incluso en presencia de los hijos. La reina, obsesivamente preocupada por la educación de los infantes, en realidad estaba contraviniendo todas las normas que hablan de separar a los hijos de Isabel I, la perfecta casada 19 los problemas entre los padres. Pero ella se consideraba perfecta y debía pensar que tenía derecho a todo. Isabel estaba decidida a anular cualquier posible interés de Fernando por otra mujer y, con ese fin, había tomado la decisión de llenar la Corte de correosas damas que no ofre-ciesen el menor peligro para lo que consideraba la estabilidad de su matrimonio. Como una arpía, vigilaba con el más absoluto descaro todo cruce de miradas que se estableciese entre Fernando y cualquier mujer que fuese introducida en palacio. A la más mínima sospecha, incluso si era injustificada, la potencial pecadora era arrojada sin más de allí.Y que no le hablasen a la Reina Católica de escrúpulos cuando se trataba de solucionar cualquier problema que se le presentase. Pero eran muy largas las separaciones entre ellos y todo daba lugar a cualquier tipo de sospechas. Con un Fernando alejado y dedicado a actividades de todo tipo, ella llegaría a pedir la intervención de su confesor, fray Hernando de Talavera, que recomendó al escapista marido «ser mucho más entero en el amor y acatamiento que a la excelente y muy digna compañera es debido». Conociendo bien a su rey, el sagaz fraile terminaba aconsejándole, no sin cierta dosis de cómplice cinismo, que estuviera «muy medido en todos los juegos y pasatiempos», y no debía referirse ciertamente a las cartas y a la caza, que también ocupaban mucho de su tiempo. Fernando, un marido ideal La posterior historia de estos niños y de sus madres, que por una vez habían tocado el cielo con la punta de los dedos en brazos de Fernando, es variada y presenta enormes diferencias en cada caso. La primera, Aldonza Roig, fue casada apresuradamente por sus padres, angustiados por lavar su honor puesto en entredicho con el nacimiento del niño, con un hombre vulgar natural de Lérida, que seguramente debió cobrar una sustanciosa cantidad por prestarse a tal operación.
Anulado pronto tal matrimonio por acuerdo mutuo, que declaraba que el consentimiento para el mismo había estado viciado, a los dos años ella volvió a casarse. Pero en este caso, la cosa era muy diferente, ya que 20 Los reyes infieles lo hizo con absoluta libertad y con la persona que había elegido, que era un pequeño noble que tuvo la buena ocurrencia de morir muy pronto, dejándola en desahogada posición económica. El resto de su vida lo pasó Aldonza en retirada, tranquila y respetable viudez, manteniendo siempre unas fluidas y cordiales relaciones con su hijo, lanzado a otras metas por la decisión de su padre. En efecto, el destino de Alonso no podía presentar mejores auspicios. A los nueve años, su abuelo, el rey aragonés Juan II le convirtió nada menos que en jovencísimo arzobispo de Zaragoza, silla episcopal en la que pasaba a sustituir a su tío Juan. Una decisión del monarca que le valió una dura fricción con el papa Sixto IV, interesado en promocionar para el cargo a un protegido suyo que, en definitiva, acabó perdiendo en el pulso entablado. De cualquier manera, no era cuestión de indisponerse abiertamente con el pontífice y, hasta que cumplió los veinticinco años, Alonso sólo figuró nominalmente como administrador apostólico de tan rentable diócesis. Siempre estuvo muy próximo a su padre, que se preocupó especialmente de su educación, consiguiendo hacer de él un hombre culto, un humanista arquetípico de su época, estrechamente relacionado con los hombres del saber hispanos e italianos. Tal interesante personaje terminaría su experiencia zaragozana para convertirse sucesivamente en arzobispo de la siciliana Monreale y, a continuación, de una Valencia que vivía sus más esplendorosos momentos culturales. La profunda confianza que Fernando tenía en sus capacidades le llevó a entregarle en varias ocasiones los cargos de lugarte-niente del Reino y de la Corona Catalanoaragonesa. En su mismo testamento, el Rey Católico demostraba su aprecio por él y le nombró gobernador del Reino de Aragón durante las ausencias del país de un Carlos de Gante que todavía no había puesto pie en la Península. Un hecho que no fue bien aceptado por los aragoneses, que se nega-ron a que prestase el preceptivo juramento y únicamente le permitieron utilizar el título de curador. Sobre este personaje tan especial, correría luego una historia referida a la voluntad de Fernando de desmarcarse de la frágil unidad personal que había establecido con Castilla y dejar su trono aragonés a este hijo, el único varón que tenía, cuando se produjeron sus enfrentamientos con su rapaz yerno Felipe el Hermoso. Incluso se llegó a hablar de ges-Isabel I, la perfecta casada 21 tiones ante el romano pontífice para devolver a Alonso al estado seglar, lo que le hacía más aceptable como rey. En cualquier caso, quedaba el dato de que el flamante arzobispo solamente había celebrado una misa en su vida, concretamente a los dieciséis años, hay que suponer que para hacer méritos ante sus poderosos valedores. Se decía también que toda esta gestión habría fracasado a causa de las presiones ejercidas sobre el papa por Felipe el Hermoso, que veía peligrar su posición, y por su propio padre, el emperador Maximiliano, que no había casado a su hijo con la heredera de Castilla, la inestable Juana, para admitir tranquilamente que la presencia de un bastardo viniese a modificar sus planes.
De cualquier manera, Alonso de Aragón no dejó de mantener una vida regalada y, de una estable relación con la dama llamada Ana de Gurrea, de noble linaje, a lo largo de los años se vio siendo padre de siete hijos.Y, para comprobar el profundo sentimiento familiar que les unía a todos, hay que decir que dos de sus retoños —Juan y Fernando— fueron los sucesivos sucesores de su padre en el arzobispado zaragoza-no. Patriarca feliz, Alonso moría en la localidad de Lécera llegado el año 1520. Isabel trataba de compensar en la medida en que podía los disgustos conyugales que le proporcionaba su fogoso marido. Totalmente obsesionada por el mantenimiento visible de la dignidad real mediante un complejo ceremonial cortesano, en su vida ordinaria era persona parca y ahorradora, incluso con la comida. Bonita leyenda existe que afirma que ella misma cosía las camisas de su marido. Camisas que ella sabía bien caían de cualquier forma al suelo cuando él se entregaba a sus distracciones con mujeres que no le exigían más que un contacto físico.Y, mientras tanto, iban viniendo los hijos: Isabel, Juan, Juana, María y Catalina. La historia de Juana, venida al mundo tras las jornadas de Tárrega con Joana Nicolau, pletórico el joven príncipe de veinte años descan-sando victorioso entre campos de olivos, tras los éxitos obtenidos al otro lado de los Pirineos, también vale la pena. Siguiendo su costumbre, tras aquel encuentro, en el invierno de 1472-1473, Fernando marchó a la Corte y lo olvidó, hasta que le llegó noticia del nacimiento de la niña producto del mismo. Como en ocasiones anteriores, la reina fue debidamente informada y, tras el enfrentamiento a gritos que debió 22 Los reyes infieles producirse entre ambos, decidió negarse una vez más como venganza al cumplimiento del débito matrimonial. Quizá a Fernando eso no debió importarle demasiado, ya que debía tener alternativas más divertidas. Pero Isabel quedaría, una vez más y asesorada por sus consejeros religiosos, convencida de que había salvado su imagen de esposa y de reina. Fernando no se despreocupó en absoluto de la niña y en su primer testamento, del verano de 1475 y en plena guerra civil castellana, la venía a favorecer económicamente para posibilitar su crianza y educación. Un episodio en verdad curioso está referido a esta muchacha cuando su padre, lanzado como estaba a una política de alianzas matrimoniales de sus hijos con príncipes y princesas europeos, trató de casarla, ya con dieciséis años, con el heredero al trono de Escocia. Ningún partido mejor hubieran podido esperar en aquel marginal y pobre reino, siempre enfrentado a la vecina y expansiva Inglaterra. Pero aquí fallaron los procedimientos y todo acabó yéndose al traste. Al hacer el ofrecimiento de matrimonio habían presentado a la muchacha como una hija legítima habida en matrimonio secreto del rey. Pero los escoceses no tardaron en enterarse de la verdad y, ofendidos al haber sido víctimas de tamaño engaño, rompieron indignados las negociaciones. Con todo, Juana tuvo un destino muy favorable. Fracasada la operación escocesa, su padre la casó con un gran señor, don Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías y gran condestable de Castilla, que fue quien hizo construir en Burgos ese magnífico palacio renacentista que es la Casa del Cordón, hoy pieza fundamental del patrimonio artístico de la ciudad. Hasta el fin de la vida de su madre, Juana mantendría también una buena relación con ella, quien jamás volvió a encontrarse con Fernando. Las otras hijas, las dos Marías, nacidas entre los años 1478 y 1483, en tan dispares lugares como Álava y
Extremadura, tuvieron un destino absolutamente distinto, pero perfectamente acorde con lo que esperaba a las hijas nacidas fuera de matrimonio real. Las dos profesaron en el convento de las monjas agustinas de Santa Clara, en Madrigal de las Altas Torres. Nunca sabrían quién era su padre y su misma existencia fue objeto de tal grado de encubrimiento que parece que incluso la propia reina jamás supo de su existencia. La mayor ocupó el puesto Isabel I, la perfecta casada 23 de priora, mientras que la menor ejercía de vicaria.Todo parecía conforme, pero en este caso, el aparentemente crápula y disoluto Fernando volvió a demostrar verdaderos sentimientos paternales. Muerto el niño que tuvo con Germana de Foix, los escrúpulos le atenazaron hasta el punto de pedir al papa un breve de legitimación. Le pesaba en la conciencia la posibilidad de que su condición de evidentes bastardas les causase algún sinsabor moral.Así fue como conocieron sus orígenes, al tiempo que entraban en la posesión de su nueva situación legal, que mucho debió de sorprenderles, dado que está comprobado que sus respectivas madres habían respetado celosamente el secreto acordado. Sin abandonar su condición monjil, murieron sucesivamente las dos Marías en 1530 y en 1548. Los años de madurez de Fernando e Isabel nunca estuvieron libres de tensiones debido al temperamento de él y a los enfermizos celos de ella. Isabel nunca había sido una mujer atractiva y el paso de los años había impreso además sobre su físico y expresión toda la rigidez y la agriedad que habían ido penetrándola. Fernando, por el contrario, mantuvo durante largo tiempo su atractivo erótico, que tan buenos resultados le proporcionaba. La reina, cuando quería, también sabía dar lecciones de tolerancia, como sucedía cuando recibía a los tres hijos que su querido cardenal Mendoza, elemento que resultó fundamental a lo largo de todo este reinado, había tenido con destacadas damas de la corte. Haciendo alarde de tolerancia, Isabel les llamaba, con un sentido del humor del que realmente carecía, «los bellos pecados del cardenal». Por real orden, Isabel legitimó a esta descendencia y llegó a obtener del papa Sixto IV la autorización para que el cardenal pudiesen testar y crear pingües mayorazgos en su favor. Por cierto que el «pecado primogénito», de nombre Rodrigo, tuvo también un magnífico destino de bastardo, si no real sí eclesiástico. Cuando casó con doña Leonor de la Cerda y Aragón, nieta del príncipe de Viana, los Reyes Católicos fueron sus padrinos de boda y le obsequiaron con un marquesado. Isabel, con el paso de los años, iba convirtiéndose en una figura patética, que mantenía una extrema dureza en los asuntos públicos pero que moralmente estaba agotada por las sucesivas muertes de sus hijos y el progresivo alejamiento de su marido. Con la imagen de una amo24 Los reyes infieles jamada monja que escondía rígidos hábitos de estameña bajo sus ropajes negros, resultaba difícil creer los rumores que hablaban de alguna especie de interés nacido en el pasado entre ella y el Gran Capitán. Algo que para muchos, que daban crédito a ellos, podría explicar las malas relaciones que aquel gran general mantuvo siempre con Fernando.
Un benévolo cronista de la época anotaba acerca de Fernando: «Amaba mucho a la Reina, su mujer, pero dábase a otras mujeres...» Y seguiría «dándose» durante mucho tiempo, a través de esporádicas relaciones, que su estado de viudez, entre la muerte de Isabel —en noviembre de 1504— y su nuevo matrimonio con la joven princesa francesa Germana de Foix no hizo más que aumentar. Su buen cuidado tenía el rey en mantener sus vigores íntimos con la persistente ingesta de criadillas de toro, a las que las creencias de la época atribuían importantes efectos afrodisíacos. Cuando murió y refiriéndose a estos aspectos privados de los protagonistas de tan trascendental reinado, otro cronista podía escribir: […] estos pecados, más de hombre que de rey, que tanto suelen turbar la serenidad de los reyes y la paz pública de los palacios y los reinos, estuvieron tan lejos de causar embarazos en el gobierno, que ni aquellas mujeres fueran hoy conocidas, sino por sus hijos, ni éstos ni aquéllas pudieron alterar a la república... Con Germana de Foix nos volveremos a encontrar más adelante. II JUANA Y FELIPE, AMAR HASTA LA LOCURA LATAN PARTICULAR historia de la pareja formada por Felipe de Austria y Juana de Castilla, que impuso en los tronos de España a la dinastía Habsburgo, constituye un verdadero melodrama donde no falta apenas uno solo de los necesarios ingredientes. Se produjo entre ellos el esperable desencuentro de pareja, característico de muchos matrimonios pactados, pero en este caso el asunto alcanzó niveles de alto voltaje. Los problemas mentales de Juana recuperaron las peores formas de los que habían mostrado varios de sus antepasados, mientras que las escapadas extramatrimoniales de Felipe también tuvieron un carácter menos discreto que las de su señor suegro.Además habría otra diferencia entre los dos casos: si de Fernando quedaban nombres de ocasionales amantes e hijos bastardos como pruebas conocidas de estas actuaciones, sobre las de Felipe únicamente se ha impuesto el anonimato. La infanta había sido educada en las estrechas rigideces de la Corte castellana, en la que al calor del pensamiento de la reina Isabel se imponían todos los principios de la moral y la religión.Algo que tanto Juana como todas sus hermanas vivieron en sus carnes y que gozosamente debieron dejar atrás cuando partieron a sus respectivos destinos maritales en Portugal y en Inglaterra, aunque no pueda decirse que el destino de todas ellas fuese en absoluto envidiable. Para Juana, Flandes parecía presentarse como el prometedor escenario de una nueva vida. Así, a principios de 1496, los Reyes Católicos hacían una fuerte apuesta en su política de enlaces matrimoniales sobre los que basar alianzas políticas y se celebraron dobles bodas entre dos parejas de hermanos: Juan, 26 Los reyes infieles heredero de Castilla y Aragón casaba con Margarita, hija del emperador Maximiliano I; su hermana Juana lo hacía con Felipe, hermano de Margarita.Tenía Juana dieciséis años y Felipe, uno más.
De hecho, los inicios de la relación mostraban todas las papeletas de buen augurio para ellos y, por supuesto, nada podía hacer pensar en la dramática sucesión de hechos que iba a desencadenarse en sus vidas. Existen testimonios de que cuando tuvo lugar la primera entrevista entre Juana y Felipe se produjo una positiva tensión entre ambos. Ella tenía entonces un aspecto agradable y, quizá exagerando un poco, podría decirse que incluso algo atractivo. Él, que pasaría a la Historia con el injustificado sobrenombre de El Hermoso, que nunca ha quedado puesto en claro a quién se debe, era en realidad un individuo de físico bastante vulgar, con una dentadura completamente podrida a su edad, el labio inferior caído y marcados mofletes flamencos. El hecho de que continuamente se le desencajase una de las rótulas, que él mismo volvía a colocarse en su sitio, podía añadir todavía menos encanto al conjunto. Pero el hecho es que Juana, en cuanto lo vio, quedó fulminada de amor, quizá mirando las bellas manos de él, que es algo que ponderan los testigos de la época. Felipe tenía fama de ser un infatigable amante, con una larga lista de relaciones previas de lo más esporádico y Juana debía estar enterada de ello. Pero, como en tantos otros casos ha sucedido y sucede, ella debió de pensar que el lazo conyugal lograría reconducirle y la pobre ilusa se lanzó de lleno a tal tarea. Cuando se encontraron en ambiente cálido y cortés, Felipe se exaltó imaginando la posesión física de aquella ingenua muchacha e insistió en celebrar la boda cuanto antes para proceder a la plasmación práctica del matrimonio. Hiciéronse así las cosas, pero desde el primer momento estaba claro que para Felipe, criado en un país donde reinaba una mayor libertad de costumbres y un príncipe podía en estos campos hacer lo que le viniera en gana, el respeto a la fidelidad conyugal no tenía importancia alguna.Ahora tenía una esposa, pero ello no iba a impedirle seguir con sus bien arraigadas costumbres anteriores. Juana, en medio de un ambiente que no era el suyo, no se equivo-caba mucho cuando se consideraba ignorada e incluso menospreciada por quienes la rodeaban. Cierto que muchos podían envidiarla por estar Juana y Felipe, amar hasta la locura 27 casada con quien era presentado como modelo de joven caballero de la época, que destacaba como bailarín, jinete, conversador de salón, practicante del juego de pelota... Pero también todos sabían y comentaban las nada ocultas aventuras galantes de Felipe fuera de casa. Junto al progresivo enamoramiento de ella, lo más grave de todo. La inocente Juana había descubierto en brazos de aquel experimentado semen-tal todas las inesperadas y jamás imaginadas delicias del sexo, a las que se había enganchado y a las que ahora no era capaz de renunciar y que, por supuesto, no estaba dispuesta a compartir con otras. Así las cosas, el deterioro de la relación comenzó a afectarla en otros aspectos, con su débil mente ocupada en otras cosas, se dejó llevar por el abandono de las prácticas religiosas, hasta el punto de que, informada de ello, su alarmada madre llegó a enviar a Flandes a un fraile de su confianza para comprobar los hechos y conseguir remediarlos adecuadamente. Por el momento, Felipe era capaz de asegurarle a ella su ración de sexo, sin tener que, paralelamente, renunciar a otras posibilidades. El sucesivo nacimiento de los hijos era prueba de esta realidad, en la que se limitaban a cumplir lo que sus respectivas dinastías esperaban de ellos. En la noche del 23 de febrero del año 1500, la embarazada por vez primera creyó sentir durante la celebración de una fiesta en Gante un natural movimiento intestinal; a los pocos minutos, en el estrecho y apestoso espacio destinado a tan bajos menesteres, venía al mundo el futuro emperador Carlos V.
Pero la enjuta esposa peninsular no era capaz de apartar a su voraz marido de las posibilidades que le ofrecían las generosidades carnales de las flamencas, que de forma tan gráfica iba a representar el genio del gran Rubens. Cuando había desencuentros o se enteraba de alguna eventual infidelidad, que siempre las buenas gentes le relataban con todo detalle, Juana no le montaba a Felipe las escenas que Isabel le había organizado en casos similares a Fernando. La hija tenía un carácter infinitamente más débil que la madre y su reacción natural era presentarse pálida, quejosa y doliente ante el crápula. Ella no quería entender que las cosas eran así y punto y que, en definitiva, estaba condenada a compartirlo con todas las demás que pudieran ir apareciendo. En su cerrazón, extremada por los problemas mentales que la aquejaban, unía a unos reiterados arrebatos de celos la angustia de la necesidad del sexo, 28 Los reyes infieles en prestaciones que suplicaba a un Felipe cada vez más harto de ella. La presión llegó a manifestarse en las cartas de él, donde la llamaba «La Terrible», por el acoso permanente y las exigencias eróticas a que le sometía.Todo un penoso tira y afloja que solamente servía para fomentar el desequilibrio de ella y el desprecio de él. Cuando el personal español abandonó Flandes, Juana se sintió ya absolutamente sola y todas sus angustias se incrementaron todavía más.Y, para terminar de encres-par más la cuestión, un perverso Felipe comenzó a vengarse de sus presiones, racionándole cada vez más el sexo, lo que acababa por enloquecer a la desgraciada. La visita que hicieron a Castilla, a principios de 1502, con el fin de erigirla legalmente en heredera del trono, una vez muerto su hermano Juan, no sirvió para nada en la deseada conducción de la relación de la pareja. Felipe no ocultaba el desprecio y desinterés que le merecían la patria de su esposa y sus habitantes e hizo todo lo posible por acelerar su regreso al norte. Embarazada por cuarta vez, del que sería futuro emperador Fernando, la abandonada Juana cayó en un absoluto hundimiento moral, obsesionándose con todo lo que su marido podía estar haciendo sin estar ella al lado. Su deterioro mental alcanzó niveles tan preocupantes que el cardenal Cisneros aconsejó a la reina Isabel que la recluyese en el castillo de la Mota. Allí tuvo lugar el dramático episodio de la noche que, en su más absoluta desesperación al verse impedida de marchar para reunirse con su marido, pasó bajo la lluvia. Fueron treinta y seis horas a la intemperie, lo que para su madre venía a constituir un paso más en su particular viacrucis personal, jalonado por los desencuentros con su esposo y los alejamientos y sucesivas muertes de sus hijos. Instalada María en Lisboa como reina de Portugal, tras haber sucedido en el lecho de Manuel el Afortunado a su hermana Isabel; muerto el heredero Juan, en quien se depositaban todas las esperanzas y con una Catalina en Inglaterra casada con el heredero de la Corona inglesa... Ahora, para Castilla la única salida dinástica era esta Juana que venía a reunir todos los males mentales familiares, exasperados por la falta de una estabilidad matrimonial que hubiera podido contrarrestarlos. Así, la habitualmente reservada Reina Católica podía decir a su embajador en Flandes, acerca de su hija: «Habló conmigo de modo Juana y Felipe, amar hasta la locura 29 rudo, con un desdén y una falta de respeto que no habría consentido de ninguna manera, de no ser por su estado mental.» Y unos entregados médicos de la Corte exageraban obsequiosamente cuando llegaban a advertir a Fernando sobre sus preocupaciones: «Creemos que la vida de la reina está en peligro por su relación con la princesa.» Y proseguían: «Confiamos en que el fuego que la consume desaparezca. Su vida y sus actos han afectados seriamente a la vida y a la salud de nuestra reina y señora.» Estaba claro
que Juana era un grandísimo engorro para todos, pero ahí estaba y venía involuntariamente a poner en peligro la persistencia de todo aquel entramado de la unión de las dos Coronas, urdido con tanto esfuerzo y manipulaciones, que se había plasmado en la práctica a golpe de uniones personales «tanto monta, monta tanto», expansiones imperiales, descubrimientos de nuevos mundos y represión étnica y religiosa, justificada por el reforzamiento del poder real, que ahora iba a quedar en manos de una pobre discapacitada. Una vez hubo tenido a su hijo Fernando, hecho que se produjo en el Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares, Juana ya no podía soportar el angustioso alejamiento de su marido y, contraviniendo todos los consejos, se presentó en el palacio real de Bruselas. A pesar de estar enterado con la lógica y larga antelación, hay que suponer la escasa gracia que le haría a tan gran zascandil un regreso que, de alguna manera, venía a poner un freno a sus particulares y libres formas de vida. Aquí alcanzamos un episodio que pasaría a los anales y es el referido al enfrentamiento de Juana con una muchacha de cuya relación con Felipe le habían hablado nada más desembarcar. Sobre una base inicial de insul-tos, se dijo que, armada de afiladas tijeras, se lanzó a rasgar su preciosa y odiada cara, pasando luego a cortarle desordenadamente mechones de sus rubios cabellos. Mechones que a continuación arrojaría al rostro del infiel. Un Felipe ya harto de todo decidió actuar por la vía rápida y dio la orden de que fuese recluida en sus aposentos particulares, donde la servidumbre aseguraba que se producían entre ellos escenas de griterío y golpes, que quizá habían pasado a formar parte de su particular sistema de relación.Todas aquellas costumbres de Juana, como lavarse y per-fumarse frecuente y cuidadosamente el cabello, el uso de ropas sueltas 30 Los reyes infieles «a la morisca», combinadas con la presencia de ricas joyas y siempre tumbada en blandos y multicolores almohadones, en un principio ha-bían fascinado a aquel majadero, cuando la veía rodeada de las esclavas moras que se había traído de la Península y parecía ser el paradigma del más erótico exotismo. Pero ahora, para él, ella se había convertido ya en «El Horror» , mientras que, para ella, él seguía siendo «el más hermoso de todos los hombres». La secuencia cotidiana de aquella difícil convivencia era bien conocida.Tras las habituales trifulcas nocturnas, ella se encerraba negándose a ver a persona alguna; por la mañana, él se iba de caza (de animales, a aquellas horas). Cuando despertaba, ella se dedicaba a escribirle encendidas misivas que le entregaba al atardecer, cuando él regresaba de sus cinegéticos esfuerzos. Parece que todo esto hacía su efecto y, después de la cena, durante la que públicamente mantenían un tono cordial y relajado, volvían a entregarse a unas prácticas que iban adqui-riendo tintes de lo que unos cuantos siglos después podría ser calificado de sadomasoquismo puro y duro.
La sombra de una duda Ella solamente admitía la compañía de una dama anciana y, por tanto, nada peligrosa cuando Felipe entraba en sus habitaciones. Él no le admitía sus exigencias de que se apartase definitivamente de todas las ocasiones de riesgo y, para cubrirse las espaldas, se dedicaba a difundir confidencias en las que naturalmente se presentaba como víctima de una Juana que estaba convirtiéndose en objeto de burla o de conmi-seración, según las sensibilidades, de toda Europa. Una actividad que se reactivó cuando murió la reina Isabel, en noviembre de 1504. Fue entonces cuando Felipe vio la oportunidad soñada de ser rey, y su mujer era evidentemente el instrumento que se lo iba a posibilitar.Ahora, no tenía El Hermoso problema alguno en moverse activamente para situar-se en el trono de una Castilla a la que ha despreciado, aunque para ello debiese contar por el momento con la presencia de una esposa a la que en público arranque de furia había llegado a jurar que no volvería siquiera a mirar. Juana y Felipe, amar hasta la locura 31 Tras una intensa campaña de desprestigio, dirigida sobre todo a su suegro Fernando, que en absoluto tenía la más mínima simpatía o confianza en él, llegado el año 1506, la desfachatez de Felipe llegó a pretender marchar en solitario a Castilla, dejándola a ella entre unos flamencos indiferentes cuando no hostiles.Todos aquellos infundios lanzados de forma sistemática habían logrado parte de sus objetivos y, si efectivamente Juana adolecía de desarreglos mentales, no debía ser la irre-cuperable loca peligrosa que su desleal marido presentaba. Una «loca» a la que, a saber con qué artes, había arrancado la firma de un edicto otorgándole poderes absolutos «por el amor que le tengo». Mientras tanto, sus agentes se ganaban las voluntades de los nobles castellanos, siempre opuestos al detestado «catalán» Fernando y a los que ahora el yerno ofrecía mercedes y mejoras. Navegando hacia España y sabedores de que Fernando les esperaba en Laredo, Felipe hizo dirigir a La Coruña la nave que les llevaba. Nada más llegar, incomunicó y rodeó de guardia a Juana, impidiéndole comunicarse con su padre. Estaba claro que nunca habría acuerdo tranquilo y, por el Tratado de Villafáfila en junio, Fernando renunciaba a todos sus derechos sobre Castilla. En sus entrevistas, el padre oyó hablar de «la locura y las desviadas pasiones» de su hija, de sus extrañas costumbres moriscas de lavarse mucho o cambiarse de ropa demasiado a menudo, de sus enfermizos celos y sus incontenibles e insoportables ataques de llanto. Cierto que el hábil Fernando no entregaba todas sus armas a aquel elemento del que no se fiaba en absoluto y, así, firmó un documento en el que declaraba que había llegado a estos acuerdos obligado por las circunstancias. Si el chisgarabís de Felipe se consideraba muy listo, no sabía bien con quién se medía. Reina de su reino, compartido con un marido hacia el que mantenía una relación de amor-odio (la de él era de odio-desprecio), Juana sólo admitía ahora vestir ropajes negros y habitar estancias decoradas en el mismo color. Recuperado su orgullo de estirpe, afirmaba que Castilla no debe ser gobernada por un flamenco ni por la mujer de un flamenco. Mientras, aquellos nobles castellanos están comprobando que las promesas de Felipe para conseguir su apoyo estaban quedándose en nada y que todos los mejores cargos y prebendas iban pasando a manos de los ávidos flamencos que le habían acompañado. Juegos, deportes, 32
Los reyes infieles banquetes, reuniones especiales y cacerías jalonaban la vida de la Corte. Con Juana encerrada en sí misma, nunca faltaba la caterva de los decididos a pescar en tan revueltas aguas, mientras que el inconsciente Felipe se dejaba laxamente llevar, como escribía un dolido cronista: «Tráenlo de banquete en banquete y de dama en dama, y así todo va...» Pero el destino iba a solucionar sin demora todo este enredo y lo haría de la forma más drástica. En septiembre de 1506, azotadas las comarcas castellanas por la hambruna producida por las malas cosechas seguida por mortífera peste, Felipe cayó enfermo en Burgos, tras haber estado jugando un partido de pelota. Se dijo que el mal se debía a haber bebido agua fría estando todavía acalorado, pero lo cierto es que la peste estaba actuando en aquellos días de la forma más eficaz. Encamado el febril, Juana no se separó de su lado, a pesar de hallarse embarazada de seis meses. Temiendo hasta el final ser envenenado, cuando el mal ya lo tenía dentro de forma irreversible, al cabo de un semana moría, con veintiocho años bien vividos. La noticia solamente afectó a quienes se estaban beneficiando de su favor y que ahora veían llegado el forzoso momento de la marcha. El Rey Católico y Cisneros volvían a recuperar el control de la situación, mientras para Juana se inicia una dolorida cuenta atrás que iba a durar casi medio siglo. Desde el primer momento voces se alzaron murmurando que todo se debía a un envenenamiento ordenado por Fernando, del que se sabía que en su familia había antecedentes de prácticas de esta naturaleza. También se habló de que la desquiciada Juana, presa de un incontenible arrebato de celos, habría preparado el envenenamiento del infiel. Naturalmente, nunca se probaría nada en este sentido, pero lo cierto es que la muerte —natural o provocada— de tan indeseable yerno venía a quitar de en medio un problema ciertamente molesto. El hecho es que al cadáver le fueron extraídas las vísceras para su preparación para el embalsamamiento y éstas fueron quemadas de prisa y corriendo, viniendo a fundamentar las posibles sospechas de lo poco natural de aquel fallecimiento. La reacción de Juana iba a ir incluso mucho más allá de lo que, dadas sus condiciones mentales, podía haberse temido. El cadáver fue depositado en la Cartuja de Miraflores, espléndido panteón de los monarcas de Castilla y León.Vigilaba día y noche Juana y Felipe, amar hasta la locura 33 el ataúd que guardaba el cuerpo de aquel elemento, de vez en cuando ordenaba Juana que fuese abierto para contemplar el estado de quien le había proporcionado a la vez tanto placer y tanto sufrimiento. Nadie más que ella lo podía abrir, ya que llevaba las llaves colgadas de la cintura. Entonces, sumida en el más profundo silencio y con una expresión ausente, acariciaba y besaba sin cesar aquel rostro inanimado. Cuando en la ciudad se declaró la peste, Juana se trasladó a Torquemada, donde dio a luz a la hija póstuma, Catalina, que sería madre de la emperatriz Isabel, el gran amor de Carlos V. Fue aquel un peregrinar de varios meses de duración, con absurdos y repetidos iti-nerarios a través de los campos del corazón de Castilla la Vieja, durante los que sus patológicos celos la llevaban a negarse sistemáticamente a aceptar la hospitalidad de los conventos de monjas, para evitar cualquier riesgo... La oscuridad y la intemperie le parecían ser sus mejores apoyos y coberturas. Un monje le había dicho que al cabo de catorce años, él volvería a su lado y, así las cosas, decidió esperar. Mientras, en el lóbrego cortejo que espantaba a quienes se encontraban con él, los cientos de humeantes hachones daban una luz espectral a
esta absoluta desesperación. Maldormía al raso ella y así les obligaba a hacer a los demás, porque como afirmara, plena de convencimiento: «Una viuda que ha perdido el sol de su alma no puede exponerse a la luz del día...» Finalmente Fernando el Católico, harto ya de todo aquello, en febrero de 1509, dio orden de encerrar a Juana, junto con la pequeña Catalina, en la localidad de Tordesillas. Muy cerca de ella, la mudéjar iglesia de Santa Clara pasaba a albergar los baqueteados restos de aquel Hermoso que nunca había sido tal. Dos años más tarde, la evasión de la realidad que facilitaba el crecientemente agravado estado de Juana permitió que fueran trasladados al Panteón Real de Granada, donde hoy se encuentran bajo suntuoso mausoleo marmóreo, junto a los de su sufrida esposa y a los de sus grandes suegros. Reina titular de Castilla pero apartada del ejercicio del poder, Juana vivió un largo encierro de cuarenta y seis años, hasta su muerte en 1555, mientras su hijo Carlos desempeñaba las funciones de rey y de emperador. El hijo, voluntariamente recluido en Yuste, solamente sobrevivi-34 Los reyes infieles ría tres años a su madre.Víctima de los intereses de quienes la rodeaban o efectivamente desequilibrada hasta el extremo de justificarse su apartamiento de la escena, su figura y su historia constituyen todavía hoy uno de los más grandes y sugerentes enigmas de la Historia de España. III CASI UN INCESTO VIUDOAPENASentrado en la cincuentena,no había tardado mucho Fernando el Católico en buscar una nueva mujer y, en julio de 1505, nueve meses después de la muerte de Isabel, contraía matrimonio con Germana de Foix, sobrina de Luis XII de Francia y muchacha de diecisiete años. Si nacía un hijo de aquel matrimonio, hereda-ría la Corona catalano-aragonesa y se fracturaría la unión personal entre los dos grandes reinos peninsulares conseguida por medio del matrimonio de los Reyes Católicos. El caduco monarca debió de ser víctima de los celos producidos por los moscones que volaban alrededor de su joven esposa, que todavía no se había lanzado por el camino del más desaforado engorde que la llevaría a una prematura muerte. El atrevido vicecanciller de la Corona de Aragón,Antonio Agustín, sufriría una larga pena de prisión en el castillo de Simancas, «por haber requerido de amores a la reina Germana», aunque quisieran solaparlo con otro motivo menos comprometido. El hecho es que el único hijo que nació, en 1509, no sobrevivió y las Coronas hispanas continuaron unidas. Cuando Fernando murió, en la aldea extremeña de Madrigalejo, en enero de 1516, dejaba a una joven viuda afectada no se sabe hasta qué grado de tristeza, de soledad o de abiertas necesidades físicas. Dejaba el difunto rey como regente del reino al anciano cardenal Cisneros, su hombre de confianza de toda una vida, a la espera de la venida desde Flandes de su nieto Carlos, a quien había nombrado heredero de todos sus Estados. En septiembre de 1517 pisaba por vez primera suelo español en la costa asturiana el que ya era Carlos I y pronto iba a ser el V en el orden de los emperadores.Tenía solamente diecisiete años y 36 Los reyes infieles
no hablaba castellano; venía acompañado por un nutrido grupo de flamencos que inmediatamente se lanzaron a ocupar los puestos más lucrativos, ganándose el odio de los castellanos. Al año siguiente tuvo lugar en Valladolid el encuentro entre la rozagante viuda de veintinueve años y su inexperto nietastro Carlos, heredero de todos los imperios posibles. Con respecto a ella, el muchacho debía venir con las mejores intenciones, ya que en su última carta, el abuelo Fernando se preocupaba por la que estaba a punto de ser su viuda y venía a ordenar al nieto: «... miraréis por ella y la honraréis y acataréis...» y añadía que debía instalarla en lugar adecuado «... donde pueda ser honrada y favoreci-da de vos y remediada en todas sus necesidades...». Parece que se cayeron bien desde el primer momento, unidos como estaban en el uso de la lengua francesa y en su falta de arraigo en su país de adopción. Todo parecía llevarles a estrechar sus relaciones, que no debieron tardar en adquirir una naturaleza muy diferente de la meramente familiar. Hay testimonios de testigos de su tiempo de la visible demostración de la caballerosidad con que Carlos trataba a Germana, además de las confidencias de él a sus amigos, acerca del enamoramiento que experimentaba con respecto a una dama «muy de su agrado». El caserón que Carlos habitaba en la capital castellana se encontraba casualmente enfrente del que ocupaba Germana, pero tal proximidad no debía ser suficiente para el impaciente ardor de los enamorados, ya que el rey ordenó construir entre ambos edificios un puente de madera para así hacer la comunicación más fácil, evitando el engorro de atravesar la estrecha calle que les separaba. Un cronista cortesano pudo así escribir sobre este —hay que suponer que muy comentado— puente: «... hecho para el disfrute de las gentes de bien, y sobre todo para los enamorados...». La historia debió de ser sin embargo fugaz, pasado el primer deslumbrado calentamiento por ambas partes. Podría decirse que el muchacho cumplió estrictamente los mandatos del abuelo y favoreció y remedió a la joven viuda en todas sus necesidades, que debían de ser muchas. El mismo cronista anotaba: No duró esta cortesía mucho tiempo, porque el rey luego cobró autoridad y ella miró poco por la suya, gustando más de sus placeres, comidas, huertas y otras cosas ajenas de quien era, aunque ni en lo que toca a la limpieza de su persona, que de mirar por el respeto que sus tocas pedían... Casi un incesto 37 Nada tuvo, sin embargo, carácter público. Todos podían ser muy comprensivos con los lógicos devaneos de un joven de la edad de él, pero una liason con la viuda de su abuelo adquiría los peores tufos de un incesto. Consecuencia material de sus efusiones fue el nacimiento de una niña, a la que se bautizó con el nombre de Isabel y pasó a ser criada dentro del más absoluto incógnito. Pero el enfriamiento mutuo fue pronto un hecho, aunque Germana le acompañó en su coronación en la Capilla Imperial de Aquisgrán. Carlos se la quitó de encima casándola con un insignificante personaje de su Corte, el marqués de Brandenburgo, pero se comportó como un agradecido caballero y la nombró nada menos que virreina de Valencia, donde ella organizó una espléndida y alegre Corte, en la que los abundantes consumos materiales de toda clase se combinaban con una actividad cultural nada desdeñable. Cuando el marido
murió, el emperador se preocupó por encontrarle un nuevo marido, que en este caso fue el duque de Calabria, que pasó así a ser nada menos que virrey de los valencianos. Mientras tanto y en la más absoluta oscuridad, crecía el producto del que sería considerado «el secreto mejor guardado del Imperio». Cuando, en el otoño de 1538, moría Germana en su palacio de Liria, se abría su testamento, naturalmente plagado de legados a personas concretas y demandas pías. Llamaba la atención el hecho de que dejaba un collar compuesto por ciento treinta y tres perlas, «el mejor que tenemos» —como había dictado aquella gran bonne vivante— a «la serenísima doña Isabel, Infanta de Castilla, hija de la Majestad del Emperador, mi señor e hijo, y esto por el sobrado amor que tenemos a Su Alteza». Se levantaba algo el tupido velo que cubría aquel producto de una momentánea pasión. Pero iba a ser el duque de Calabria, el comprensivo viudo de Germana, quien viniese a completar la información sobre tan secreto asunto. Cuatro días después de la muerte de Germana, escribía a la emperatriz Isabel —la bella, feliz y amada única esposa de Carlos V— una carta en la que apuntaba: «Con esta irá la copia de dicho testamento, porque por ella vea Vuestra Majestad el legado de las perlas que deja [Germana] a la serenísima infanta doña Isabel, su hija.» Un legado que suponía en valor el segundo en importancia, tras el primero, de una copa de oro, que dejaba al Carlos que tan bien la había atendido 38 Los reyes infieles años atrás. Indudablemente, el calificar de «infanta» a esta hija clandestina no era correcto en sentido estricto, pero todo el secretismo que rodeó sus orígenes y existencia podían admitirlo. Con todo, lo único que se sabe es que esta doña Isabel residió y fue educada en la Corte. Estaba en la época plenamente admitida la existencia de hijos bastardos de personajes de la realeza, pero en este caso se presentaba el fuerte morbo añadido de que fuese fruto de lo que podría calificarse de «casi un incesto». Carlos y Germana no tenían en absoluto lazos de sangre que les uniesen, y este «casi» vendría dado únicamente por la circunstancia de su relación familiar que, con todo, no dejaba de ser muy especial y justificaría el espeso silencio con que se consiguió cubrir todo el asunto. Se supone que la emperatriz Isabel sabía de la existencia de la primera bastarda conocida de su marido, Margarita de Parma, nacida mucho antes de su matrimonio. Pero cabe preguntarse si conocía la relación y las consecuencias materiales que el buen trato entre una abuela y un nieto había sido capaz de generar. IV CARLOS V, EL FIEL EMPERADOR
La perfecta bastarda HOMBRE SEXUALMENTE muy activo debía ser,a semejanza de su padre, Carlos de Gante, ya que las crónicas no dejan de mencio-nar tempranas relaciones con mujeres. Una vez ocupado el trono y en absoluta disposición de su voluntad, el episodio que compartió con su abuelastra Germana sin duda abrió sus actividades a la libertad como monarca que era y como tal dispensado de todo tipo de cuidados. Coronado emperador en la Aquisgrán del mítico Carlomagno, en octubre de 1520, el joven monarca se debió enfrentar al mismo tiempo a los conflictos que en sus estados alemanes despertaba la Reforma protestante liderada por Lutero y, paralelamente, a la ebullición que en la península iba a desencadenar las guerras de las Comunidades y las Germanías. No obstante, había tiempo para el descanso y el deleite del joven coronado, que a su edad trataba de huir de controversias religiosas y de problemas políticos, y gustaba en ocasiones de presidir suntuosas reuniones de altos vuelos, como la de la orden del Toisón de Oro, creada por su antepasado Felipe III el Bueno de Borgoña, y que, en medio de la guerra con Francia, tuvo lugar en la primavera de 1521 en el castillo del conde de Montigny. Cerca de allí, se hallaba la pequeña localidad de Oudenarde, célebre por sus talleres de fabricación de ricos tapices y por su cerveza. Entre sesión y sesión de añosos caballeros, nobles en busca de distinciones y trepas de toda especie en ascenso, Carlos debió de tomarse más de un agradable respiro. Entre ratos de ocio y paseos fluviales por el Rin, mantuvo algún apasionado encuentro con una joven 40 Los reyes infieles del lugar, hija de un honrado —y para algunos, hasta afamado— tapi-cero: Juana van der Gheynst, o Gheyst, que de varias formas se ha trans-crito el apellido de esta familia. Se dice que la chica tenía una hermosa voz, que era una de las debilidades de Carlos, y parece que el episodio fue bastante rápido, estrictamente físico y carente pues de significado amoroso. Fruto de aquel encuentro fue el nacimiento, el 18 de enero de 1522, de una niña. Bautizada con el nombre de Margarita y, como en trama propia de novelita sentimental, al principio quedó al cuidado de un matrimonio de labriegos de confianza.Todavía muy pequeña, su padre decidió que tuviese presencia en el Palacio Real de Bruselas como hija suya. Este reconocimiento fue en definitiva lo que decidió su suerte. La tuteló, en su corte de la ciudad de Malinas y de forma muy directa, Margarita de Austria, tía de Carlos y gobernadora de los Países Bajos, mujer enérgica y culta que había sido quien le criara a él y a sus hermanos, alejados de su madre Juana, recluida en Tordesillas. Cuando la tía Margarita murió, otra mujer fuerte de la familia, María, la hermana mayor del emperador y futura reina de Hungría, pasó a hacerse cargo de la afortunada niña, que recibió una magnífica educación. La trayectoria vital de esta mujer, que alcanzaría a vivir hasta los sesenta y cuatro años, es realmente espectacular y podría hacer que se la calificase de «la perfecta bastarda», tanto por su carácter particular como por los escenarios de los que fue primera figura y por las personalidades relacionadas con ella. La especial protección del emperador se manifestó a la hora de elegirle un marido y, a los catorce años, fue casada con un vástago de una de las familias más importantes de la Europa del momento: Alejandro de Médicis, duque de Florencia y sobrino del papa Clemente VII. Con el que fue calificado de «ignorante, perverso y vicioso», Margarita tuvo una breve y sin duda nada agradable vida conyugal, en los
majestuosos aposentos del Palazzo Pitti. Al año de casados, el turbio Alejandro fue asesinado, en acción tan característica de la época, y liberándola a ella de tan indeseable yugo. Apenas vivió Margarita dos años como jovencísima viuda, ya que en 1539 fue entregada a un nuevo esposo. Carlos V quería estrechar sus relaciones con el Pontificado y fortalecer su presencia en Italia y se valió de su hija para hacerlo. En este caso, el marido también pertene-Carlos V, el fiel emperador 41 cía a una de las familias fundamentales en la vida italiana: Octavio Farnesio. Era sifilítico y un personaje también bastante horrible. Su entorno íntimo presentaba fascinantes complicaciones, muy características de aquel a la vez espléndido y tenebroso período de la Historia europea, que en Italia mostraba siempre rastros de puñales y pócimas en diabólica danza. El abuelo del nuevo marido de Margarita era nada menos que papa, Paulo III. Considerado el último de los grandes pontífices del Renacimiento y retratado por el mismo Tiziano, fue él quien convocó el trascendental Concilio de Trento. Pero las particularidades de la familia no acababan ahí. Hijo de Paulo y padre de Octavio y, por tanto, suegro de Margarita, era Pedro Luis Farnesio, duque de Parma y Plasencia. Cruel personaje y despiadado tirano que, en un momento dado, fue apuñalado en una conjuración nobiliaria, a la que no era ajeno su propio padre y de la que estaba al tanto el mismo emperador. Su heredero, Octavio, consiguió tras el asesinato hacerse con sus ducados patrimoniales de Parma y Plasencia y se convirtió en pieza clave de la política italiana, siempre bajo las riendas de las grandes potencias del momento. En agosto de 1545 nacía en el Palazzo Farnesio de Roma el hijo de la pareja, Alejandro, que se convertiría en uno de los más brillantes jefes militares de su época. La historia de la bastarda Margarita resulta absolutamente excepcional. Su medio hermano Felipe II, que sentía por ella un gran aprecio, la nombró gobernadora de los siempre levantiscos Países Bajos en 1559, cuando él se vino a instalar a España. Desde tan difícil puesto, esta mujer dotada de un cierto aire varonil y rasgos, se dijo, algo caballunos quizá —que los retratistas cortesanos trataron de suavizar—, demostró una gran habilidad y flexi-bilidad en medio de permanentes convulsiones. Pero toda su positiva acción pacificadora, en un país levantado en pie de guerra contra el poder español, al que rechazaban todas sus capas sociales, acabó frustrándose. Felipe envió al rígido duque de Alba, con el fin de asegurar la preeminencia del catolicismo frente al expansivo y amenazador protestantismo y la sistemática imposición de la fuerza y de la represión fue la sentencia de muerte para la política de inteligencia que preconizaba Margarita. Mujer interesante en verdad, que mantuvo unas estrechas y cordiales relaciones con su medio hermano Juan de Austria, de las que queda abundante correspondencia en la que 42 Los reyes infieles se evidencian tanto el cariño como la más decidida complicidad entre los dos. Unas relaciones fortalecidas por las que siempre mantuvo don Juan con el hijo de ella,Alejandro, prácticamente de la misma edad que él y su más íntimo amigo. El vehemente don Juan se refirió a Margarita como «una de las más valerosas y prudentes mujeres que agora se cono-cen, y aunque la quiero como hermana y amiga, no pasión me hace decir esto, sino en ser eso ansí, y mucho más de lo que publica el mundo della...».
Comprobando el fracaso de su racionalizadora política en los Países Bajos, Margarita presentó su renuncia como gobernadora a Felipe II en el verano de 1567 y se instaló en la tranquilidad de una pequeña localidad del Reino de Nápoles.Volvió a visitar los Países Bajos, a los que se encontraba muy unida, durante el mandato de su hijo como gobernador, tras haber tenido la satisfacción de seguir su brillante carrera militar. Moría esta «perfecta bastarda» en la ciudad de Ortona, en enero de 1586; muy poco después la seguía a la tumba su nada ejemplar marido. Los disfrutes de un joven monarca En el mismo año 1522, los amplios escenarios europeos por donde se movía a golpe de política y de guerra, seguían dando sus frutos —y nunca mejor dicho— al insaciable monarca. Así, producto de otra eventual relación, parece que en este caso también por completo carente de afectividad alguna, nacía otra niña, a la que se le puso el nombre de Juana. Carlos demostraba ser muy tradicional con los nombres de sus bastardos, habituales en la familia y que portaban al mismo tiempo los vástagos que nacían dentro de la legalidad. La madre de esta Juana era una joven dama, supuestamente de una mediana aristocracia y perteneciente al círculo privado del conde de Nassau. También en este caso se preocupó el padre de la debida asistencia a su hija y, nacida la niña, fue trasladada junto con su madre al convento de Madrigal de las Altas Torres de donde era abadesa doña María de Aragón, la ya conocida hija natural de Fernando el Católico, que moraba allí al lado de su hermana de padre, la otra María.Vivió poco, apenas dos años, esta pequeña Juana bajo la tutela de las monjas. Carlos V, el fiel emperador 43 Aquel 1522 resultó ser de espectacular cosecha para la fogosidad imperial, porque nacía una tercera niña, hija de la italiana Ursolina della Pena, de Perugia, a la que llamaban La bella Pennina Perusina. Cuando la tal bella tuvo su encuentro con Carlos, se encontraba en Bruselas acompañando a su marido, que desempeñaba un cometido en la Corte de Flandes. Información documental del momento apuntaba sobre este episodio, en el hermoso estilo de la época, tan metafórico y directo al tiempo: «Tuvo conversación y fue tan íntima que la bella perugina quedó preñada.» A su regreso a Italia, ella dio a luz una niña, a la que se le impuso el nombre de Tadea. Nada se sabe de lo que pensaría el marido de todo esto... Aquí también se demostró el interés de Carlos por su nueva hija. Durante su estancia en Roma, de regreso de la brillante campaña de Túnez, que desarrolló en el año 1536, el emperador la vio, ya adolescente, y siguió tratándola a partir de entonces. Cuando Tadea contrajo a su vez matrimonio, su padre le envió una fuerte suma como regalo, acompañándola eso sí de una fuerte reprimenda por haberlo decidido antes de habérselo consultado. De hecho, en esto hay que decir que Carlos, aunque en este caso no lo fuese, demostraba comportarse como un padre convencional. La continuación de la existencia de Tadea adquirió tintes poco rosados. Su madre murió pronto —al parecer, envenenada— y ella, joven viuda, tuvo que convivir con unos hermanos bastante violentos que la atormentaban sin piedad. Llegado el año 1562, escribió una carta a Felipe II solicitando de él su reconocimiento como hija que era del padre común. No hay noticia de que El Prudente accediese a tal deseo y se dijo que Tadea finalmente, a la vista de lo torcidamente que le iban las cosas, decidió pasar sus últimos años en el retiro de un convento. Del Carlos anterior a su matrimonio con Isabel de Portugal se sabía por todas partes donde andaba por su gran afición a los placeres del sexo y su gusto por las mujeres hermosas, de las que gustaba rodearse y
con cuya relación disfrutaba de forma evidente. No hay que olvidar el momento histórico que se vivía, cuando la plena eclosión del Renacimiento arrumbaba viejos tabúes, levantaba caducas prohibicio-nes y permitía a los hombres lanzarse en la medida en que pudiesen a zambullirse en los disfrutes de la vida en plenitud. 44 Los reyes infieles Se apuntó que, nuevamente en España y siempre antes de su boda, se le conocieron relaciones más o menos estables con varias mujeres de los círculos próximos a la Corte, que era indudablemente el lugar donde tenía más a mano el campo de caza de apetitosas y bien dispuestas piezas.También se sabía que en ningún caso hacía ascos a rela-cionarse eventualmente con jóvenes de niveles sociales inferiores. De lo que podría deducirse que, en el campo de las estrictas carnalida-des, tan alto caballero podía comportarse como un verdadero «demócrata». Una vez más, producto de una de estas relaciones con una de aquellas damas, cuyo nombre ha permanecido en el anonimato, volvería a dar muestras de su capacidad como generador de féminas y nacería otra pequeña Juana. Ingresada, como correspondía, en un convento, en este caso el de Las Angustias, de Madrid, habría muerto a la edad de ocho años. A punto de contraer famoso matrimonio que por unos años le convirtió en un hombre fiel, era el brillante emperador del que se escribía, en tono admirativo: «Allí donde ha ido, se le ha visto dedicarse a los placeres del amor con mujeres de toda condición.»
Una novela de amor Carlos había visitado en Inglaterra al rey Enrique VIII, todavía casado con su tía, Catalina de Aragón. Allí se había acordado su boda con su prima María Tudor, pero debido a que ésta tenía solamente seis años, la cuestión se pospuso y no llegó a nada. Más adelante, sería esta María la que se casaría con Felipe II, el hijo del emperador. En 1525, las Cortes de Castilla, reunidas en Toledo, le pidieron que se casase y le recomen-daron que lo hiciera con su prima carnal Isabel de Portugal. Esta elección era la que menos disgustaría a Francia e Inglaterra, porque no representaba un fortalecimiento de ninguna de ellas al enlazar con el imperio. Así, hasta que alcanzó los veintiséis años, edad para aquellos tiempos ya algo tardía, no contrajo nupcias Carlos con la que iba a ser su única esposa legal. Su madre era María, hija de los Reyes Católicos, que había sucedido a su hermana mayor, Isabel, en el tálamo de Manuel I de Portugal. Isabel venía a reunir en su persona riqueza, belleza y fideli-Carlos V, el fiel emperador 45 dad, pasando a convertirse, a través de los pinceles de Tiziano, en un verdadero icono de nuestro Renacimiento. La boda tuvo lugar en los Reales Alcázares de Sevilla, en marzo de 1526; la bellísima infanta portuguesa, con veintidós años, ya superaba ampliamente la edad habitual en los casamientos de la época. Se formaba una pareja que venía a satisfacer a muchos y a generar fuertes envidias en otros. Él ciertamente era el soberano más poderoso de Europa y su imperio colonial iba extendiéndose en Ultramar a golpe de la acción de conquistadores y predicadores sin piedad. Pero para sus siempre maltrechas arcas particulares le venía sumamente bien la aportación de la dote de ella, la exorbitante cantidad que entonces eran las 900.000 doblas de oro castellanas, que el rey portugués abonaba por la boda de su hija. Durante un siglo, los monarcas portugueses habían sido los más acaudalados de Europa, gracias a los beneficios extraídos del comercio con sus colonias. Ahora, casi en lo que era ya un canto de cisne de tal opulencia, todavía con su hija Isabel, Manuel el Afortunado podía hacer alarde de una riqueza que comenzaba a flaquear. Pero ahora, de lo que aportaba esta princesa, educada bajo los auspicios de Beatriz Galindo, la Latina, y del gran humanista valenciano Luis Vives, podía escribirse que era «una dote que nunca mujer que no fuese heredera trajo en casamiento a su marido». La historia de Carlos e Isabel como pareja presentaba los ingredientes de una novela de amor escrita para deleite de gustos populares. Toda una secuencia, perfecta por su entramado y con final infeliz incluido, tal como agrada a lectores y espectadores poco exigentes. La luna de miel, que transcurrió entre la gracia y las fragancias de Sevilla y prosi-guió por los embrujos de Granada, constituyó el mejor pórtico de catorce años de buena comunicación y confianza mutuas, de indudable dicha y del aparente mantenimiento de la fidelidad por parte de él, acostumbrado como estaba a sus permanentes aventuras en busca de variedad y mero disfrute. Algunos historiadores no han dudado en poner en entredicho esta supuesta buena conducta del sempiterno buscador de variados goces, pero lo cierto es que no han quedado testimonios fehacientes de que la cosa fuera de otra manera, diferente a la versión habitualmente aceptada. De lo que no parece haber duda es de que este matrimonio tuvo 46
Los reyes infieles unos inmejorables inicios, como reflejaba un cronista presencial en la boda sevillana: «Entre los novios hay mucho contentamiento, a lo que parece... y en cuanto están juntos, aunque todo el mundo esté presente, no ven a nadie; ambos hablan y ríen...» Y otro, éste ya abiertamente complaciente y lisonjero, llegaba a exagerar: «Son los mejores casados que yo sepa en este mundo. Plegue a Nuestro Señor los conservar siempre así.» Dentro de este cuento de hadas y para mayor felicidad de todos, el primer vástago que venía al mundo era un varón, el futuro Felipe II, que nacía en Valladolid al año siguiente de la boda. Luego, asegurada la sucesión masculina y entre varios hijos inviables, sobrevivirían dos mujeres que iban a ser muy importantes en la historia de la familia: María, que casó con el emperador Maximiliano II, y Juana, que lo hizo con el heredero de la Corona portuguesa y sería madre del infortunado y legendario rey Don Sebastián. Pero como todo lo bueno se acaba, aquel bonito cuento tuvo un rápido final. El primer día de mayo de 1539 Isabel moría de mal sobreparto, en el toledano Palacio de Fuensalida. Durante su enfermedad final, había sido atendida sin fortuna por el doctor Laguna, la mayor eminencia médica de su tiempo, quien para un situación tan problemática como la que se presentaba había prescrito extender por las zonas afectadas del cuerpo de la paciente «estiércol fresco de caballo cocido en vinagre y con telas de araña». La temprana muerte de la emperatriz dejaba un extendido y hondo pesar. Ella había vivido un matrimonio feliz y estable, pero jalonado con las repetidas y prolongadas ausencias de un marido que sin cesar recorría una Europa en la que era el principal protagonista. Cuando marchaba, siempre dejaba en manos de ella los asuntos de gobierno de absoluta confianza, seguro de poder contar con su inteligencia y discreción, y llegó así ella a adquirir una considerable habilidad en los asuntos de gobierno. Ahora, el desconsolado viudo debía adecuarse a la nueva situación que el destino le deparaba. ¿Amores de santo? Un noble de elevada condición y muy estrechamente unido a la pareja imperial, Francisco de Borja, marqués de Lombay y duque de Carlos V, el fiel emperador 47 Gandía, fue personalmente encargado por Carlos para que se ocupase de trasladar el cuerpo de Isabel hasta Granada, donde sería enterrado en la Capilla Real, junto a los de sus abuelos, los Reyes Católicos, y los de su padre, aquel prescindible Felipe el Hermoso. Los de la abuela, Juana la Loca, encerrada en Tordesillas, todavía tardarían muchos años en venir a juntarse con los demás. De forma tradicional se ha dicho, en historia que se convirtió en bella y romántica leyenda, que Francisco de Borja, hombre casado y absolutamente fiel a su señor Carlos V, estaba íntimamente torturado por una profunda pasión que en silencio habría desarrollado hacia la emperatriz, con la que convivía en la Corte y con la que mantenía la más íntima y amigable relación. Así, hay que imaginar el dolor que le proporcionaría su muerte y, todavía más, el hecho de tener que acompañar su cadáver por prolongado y difícil camino a través de La Mancha y Sierra Morena hasta llegar a Granada. Esta historia, real o no pero en infinitas ocasiones repetida, hablaba de que cuando alcanzaron su destino, en función de lo establecido por el protocolo, se vio obligado Borja a ordenar abrir el féretro de plomo
que contenía el cadáver, para levantar acta y dar fe de que efectivamente aquél era el cuerpo del que se le había hecho entrega en Toledo. Se dijo que, cuando se enfrentó al hediondo olor de la corrupción y el horror de ver bajo la obra del gusanerío aquel cuerpo, envuelto ahora en rudo hábito franciscano, que tan hermoso —y quizá amado— había sido, decidió renunciar a los placeres e incluso a la vida en el mundo, tomando la decisión de «nunca más servir a un señor que pueda morir». Pero en realidad, esta efectista frase no era de su cosecha, sino que fue pronunciada por el beato Juan de Ávila durante la oración fúnebre en las exequias de la emperatriz. El hábil Francisco de Borja debió encontrarla en su momento muy adecuada, se identificaría con su significado y habría decidido convertirla en lema de su vida. Con ella consiguió ciertamente pasar a la Historia. Pero lo cierto es que el asunto de tan radical transformación no fue inmediato. Solamente al cabo de algunos años, al quedar viudo, entraría en religión y llegaría a ser el tercer general de la Compañía de Jesús y su trayectoria personal representaría una verdadera pirueta ejempla-rizante que llegaría incluso a elevarlo hasta los altares. Sobre el posible 48 Los reyes infieles enamoramiento, nada ha podido nunca afirmarse con base documental. Estrecho compañero de Carlos V en sus campañas, Borja se había distinguido con riquezas y honores y la misma Isabel le había casado con la dama que de entre todas era su predilecta, la también portuguesa Isabel de Silva, dándoles magnífica dote y altos cargos cortesanos. Pero todos estos magníficos tratos y evidente armonía, ¿podían ser por sí mismos prueba absoluta de que no había nada más en la trastienda? O, por el contrario, ¿vendrían acaso a demostrar una voluntad de ocultar bajo una bella imagen algo que evidentemente no era presentable? Volvería a aparecer el futuro san Francisco de Borja en muy estrecha relación con la familia real, cuando se hablaba de la muy especial —y por lo visto, para algunos bastante sospechosa— intimidad que mantuvo con Juana de Austria, la última de las hijas del matrimonio de Carlos e Isabel y efímera princesa heredera de Portugal. Personaje enigmático, mujer estricta y devota, a la muerte de su marido, el heredero Don Juan, volvió a España tras dar a luz en 1554 a su hijo Don Sebastián. En actitud chocante con la tradicional idea sobre el sentido de la maternidad, le dejaba atrás con solamente tres meses de vida y ya nunca le volvería a ver ni regresaría al país vecino. Su declinante padre Carlos, en Madrid, la requería para que se encargase del gobierno en su ausencia. Enérgica y severa, ejerció con eficacia el cargo de gobernadora del Reino de 1554 a 1559, en ausencia del emperador y del inminente rey, su hermano Felipe. Como tal, presidió impasible el gran auto de fe que tuvo lugar en la Plaza Mayor de Valladolid en mayo de este último año. Por consejo de su confesor Francisco de Borja —aquí reaparecía el personaje— fundaba Juana en Madrid, en 1559, el Monasterio de Santa Clara, conocido como Descalzas Reales, ese verdadero remanso de Historia en el mismo corazón de la ciudad, donde se encuentra su sepulcro, ornado con bellísima estatua tallada por Pompeo Leoni, que tanto trabajaba por entonces en El Escorial. Pues bien, se rumoreó en su momento que el estrecho y cotidiano trato establecido entre ambos —ella,
mujer sola sin alcanzar los veinticinco años; él, maduro de buen ver rozando los cincuenta— había superado el nivel del consejero espiritual para convertirse en algo bastante más profano y tangible. No existe constancia de la veracidad del Carlos V, el fiel emperador 49 rumor, pero vale la pena citarlo, sobre todo por el añadido que supone el hecho de lo que tanto se había hablado del supuesto enamoramiento de él por la madre de ella, con el mórbido añadido de la triunfante podredumbre. Se dice que, cuando Carlos V decidió abandonar todos sus inmensos poderes y territorios y buscar — extremeño y aislado, pero no riguroso— retiro, alguien le habló de la grandeza de espíritu que ello implicaba, a lo que el emperador habría respondido, en frase que no quedaba mal para pasar a los anales de la que se sabía protagonista de primera fila: «¿Qué es nuestra retirada del mundo, si la comparamos con la del padre Francisco de Borja?» Lealtad amistosa hasta el fin, al menos de forma aparente, lo que no está nada mal para los personajes entre los que en estas páginas nos movemos. Pero sobre la misteriosa Juana todavía hay más.Actuando como estricta viuda, que ni para recibir a los embajadores se quitaba el velo con que cubría su rostro, tenía una gran relación con otro futuro santo, Ignacio de Loyola. Relación de la que se llegó a hablar como de enamoramiento por parte de él y que a ella la llevó a insistir, hasta que lo pudo conseguir, en convertirse en miembro de la Compañía de Jesús, que él había fundado y que no preveía la introducción de mujeres. Eso sí, fue admitida con la condición de mantener esta condición absolutamente oculta. Así, sintiéndose totalmente apoyada por Borja, que oficialmente era su consejero, esta tan insólita «jesuita secreta» manipuló todo lo que pudo para retenerle en España, impidiéndole realizar en otros lugares de Europa las tareas que la Compañía le encomendaba.Amiga del jefe Loyola, Juana podía hacer más o menos lo que le viniese en gana. Con el paso de los años, Borja llegaría a ser tercer general de la Compañía de Jesús, mientras ella actuaba en la Corte española como elemento de obligada referencia y enorme influencia, tanto con su hermano Felipe II como con su conflictivo sobrino, don Carlos. En septiembre de 1572 moría Francisco de Borja; once meses más tarde lo hacía Juana, con sólo treinta y siete años de cerrada y densa vida. Cinco años después, su hijo Sebastián, al que nunca más había vuelto a ver, desaparecía luchando en el norte de África y dejaba abierto a su tío Felipe II un muy discutido camino hasta el trono de Portugal. ¿Un santo con merecimiento de honra en los altares había sido capaz de man-50 Los reyes infieles tener relaciones amorosas con una mujer y, más adelante, con su hija? Turbadora sugerencia que todavía hoy sigue abierta. Tras perder a su mujer, el impetuoso Carlos quedó sumido en una profunda aflicción y se retiró durante varios días en apenada meditación al Monasterio de Sisla, próximo a la Ciudad Imperial. Sin duda, dedicaría muchos momentos del día a contemplar con dolor los retratos en los que la genial mano de Tiziano había conseguido reflejar toda la belleza, exquisitez y sensibilidad de la muerta. La siempre activa crea-tividad de los copleros populares demostraba un generalizado sentimiento, cuando recitaba: La emperatriz de Alemania,
de España la augusta Reina, hermosa entre las hermosas, discreta entre las discretas; la gentil, fresca, radiante y embalsamada azucena, que dio a Toledo Lisboa de paz y dominio prenda. Los historiadores que han considerado positivamente la compleja figura de Carlos V siempre han gustado de recalcar de forma muy especial el hecho de que, después de tan feliz matrimonio, el emperador no vol-viera a contraer matrimonio, como había sido y era habitual costumbre en los monarcas de todos los tiempos. Presentaban así a un dolorido viudo decidido a no dar a ninguna otra mujer el título de emperatriz, que con tanta dignidad y eficacia había ostentado Isabel. Fuera esta u otras las verdaderas razones, lo cierto es que en un personaje de tal naturaleza una supuestamente solitaria viudez resulta difícilmente creíble.Todo hace pensar en que retomó con voluntad sus viejos hábitos, aparentemente abandonados durante los años de paz y felicidad domésticas. Existe noticia de que, en expresión de un cuidadoso y pudibundo cronista, «para consolar la soledad, tuvo muchos amores inconfesables para no minar la moral pública...». Original y curiosa justificación, pero es la que el testimonio ofrece, sirviendo al menos como ilustración de los siguientes años de la vida de Carlos, hasta el encuentro con el que Carlos V, el fiel emperador 51 iba a generar el más acabado modelo de bastardo, producto de amores reales clandestinos de nuestra Historia.
Una indeseable oportunista El 10 de abril de 1546, ya bien maduro y atormentado por la salud, Carlos presidía la dieta que se celebraba en la ciudad alemana de Ratisbona. Los problemas derivados del enfrentamiento con los protestantes parecían ya haber amainado, mientras el Concilio de Trento trataba de encarrilar las nuevas vías de la Iglesia para la militante épo-ca de la Contrarreforma. Para entonces, los médicos le habían impuesto una estricta dieta, que le sirvió para restaurar su maltratada salud, víctima de sus permanentes excesos en la alimentación. Todo parecía tener un moderadamente positivo aspecto y es en este contexto donde una de las eventuales relaciones que sus próximos le prepararon iba a dar nacimiento a uno de los iconos fundamentales del pasado hispano: don Juan de Austria. Se mantuvo durante mucho tiempo la controversia acerca de la verdadera identidad de la madre del más famoso y glorificado bastardo de la Historia española.Aduladores estudiosos la elevaron al rango de princesa real inmediatamente, para mejorar todavía más si cabe la figura del hijo. Otros, por el contrario, hablaron de una relación casi incestuosa del emperador con la jovencísima hija del duque de Baviera, uno de sus mayores hombres de confianza. Apoyando esta segunda tesis, se apuntaba que, para evitar la deshonra a esta familia debido a semejante mancha, se habría acordado, a cambio de sustanciosa indemnización, hacer pasar por madre a una tal Bárbara Plumberger, hija de una familia mucho más modesta y, según los cánones de la época, capaz de asu-mir tal carga sin sufrir los devastadores efectos que tendría en el caso de que la pecadora perteneciese a la alta nobleza. Era entonces Bárbara Blomberg una muchacha de dieciocho o die-cinueve años, parece que de exuberante y vulgar belleza. Hija de un hogar burgués de nivel medio, de artesanos fabricantes de objetos de cuero o, según otras fuentes, de ricos mercaderes de Nuremberg. Otros incluso, a sabiendas del escaso escrúpulo que Carlos tenía a la hora de 52 Los reyes infieles considerar la pertenencia social de sus eventuales amantes, han afirmado que no se trataba más que de una humilde lavandera que debía de poseer algunas dotes para el canto, lo que hubiera sido el vehículo que la acercase a Carlos, siempre amante de la directa interpretación musical. Sobre el apellido de esta mujer hay variaciones, ya que se ha escrito que lo modificó ligeramente cuando, más adelante, se trasladó a aquel Flandes donde tan bien iba a vivir. De hecho, en las cartas que de ella se conservan utiliza la forma Blomberch. Fuese cual fuese su origen y hubiese o no música por medio, la relación había alcanzado los adecuados niveles cuando él hubo de marchar de nuevo a la guerra. Concebido en la primavera de 1546, el 24 de febrero de 1547, nacía un varón, fruto de aquel romance. No existe seguridad acerca de la fecha del nacimiento, que coincide día por día con la de Carlos, por lo que muchos han supuesto que se fijó así por una cuestión sentimental. Los señores Blomberg, lógicamente teme-rosos de que el hecho arruinase la fama de la hija, la casaron precipita-damente con un comisario de los ejércitos imperiales o —el asunto no está claro— elemento de la corte de doña María de Hungría —hermana del emperador— en Bruselas. Su nombre era Jerónimo Píramo Kegell, y de él cabe suponer que se habría prestado a la operación a cambio de alguna retribución que considerase adecuada. En homenaje a su padre legal, el pequeño fue bautizado como Jerónimo. En la casa familiar nacerían otros dos niños del matrimonio Kegell. El mayor murió a los doce años, ahogado en un barril, en escena
típicamente flamenca que no puede menos que hacer recordar las que por entonces estaban recreando en sus telas Brueghel y El Bosco. El pequeño, de nombre Conrado, llegaría a convertirse en coronel y destacado miembro del ejército imperial. Hasta los tres años vivió con ellos Jeromín , cuando su padre decidió su traslado a España y comenzó una trayectoria que le convertiría en don Juan de Austria, modelo de caballero de su época. Fallecía en 1568 el señor Kegell y Bárbara se vio como una viuda todavía apetitosa y con ganas de hacer su vida. Pero la escasez de recursos que sufría la llevó a solicitar de Felipe II, debido a la maternidad de que era titular, una pensión que le fue concedida. Con todo, en muchas ocasiones eran las arcas públicas las que debían acabar pagando sus gas-Carlos V, el fiel emperador 53 tos. Cambiaba con frecuencia de domicilio y en los registros policiales de Amberes, de Gante y de Luxemburgo existe constancia de sus alegres correrías, que preocupaban a las autoridades correspondientes porque era conocida su condición de madre de un hijo del emperador. Pero el hecho es que, mientras Jeromín recibía en España una cuidada educación y un gran cariño por parte de quienes ejercían con él de verdaderos padres, la Blomberg dejaba discurrir su vida entre fugaces amores abundantemente regados con vino y cerveza. Durante su estancia en Amberes frecuentó a una mujer de apellido Frayken, que regentaba un activo burdel. Parece que entre la clientela del local encontraba Bárbara compañeros de solaz. Una y otra vez era discretamente inducida por las autoridades locales para que cambiase de lugar de residencia, cuando el escándalo de su vida era imposible de ser ocultado. Una verdadera patata caliente que, en cualquier caso, no tenía inconveniente alguno en repetir mudanzas, siempre que se le asegurase el pago de la sustanciosa pensión que recibía. A tal punto llegó el escándalo de la situación que el duque de Alba, nada más tomar posesión del cargo de gobernador de los Países Bajos, escribió preocupado a Felipe II: La madre del señor Don Juan vive con tanta libertad y tan fuera de lo que debe a madre de tal hijo, que conviene mucho ponerle remedio, porque el negocio es tan público que me han avisado de que ya no hay mujer honrada que quiera entrar por su puerta. Y añadía, resumiendo: «Es terrible y de una cabeza muy dura.» Y sobre la pensión, añadía: «darle dinero es arrojarlo al río porque en dos días lo tiene todo banqueteado». Bárbara, que en su madurez se había convertido en una mujer gruesa pero siempre ágil, vivaracha y preocupada por su aspecto, se negaba siquiera a escuchar al duque, cuando le hablaba de la conveniencia de volver a España.Y aducía, no sin razón, que allí a las abandonadas amantes de los reyes las metían en conventos y que ella no estaba en absoluto dispuesta a aceptar una cosa así. Alba, el verdadero terror de los holandeses, no pudo con esta mujer, y eso que utilizó todos los medios a su alcance, que la discrecionalidad de que le había dotado en este asunto la voluntad del rey le permitía. 54
Los reyes infieles A aquel hombre de hierro, considerado un verdadero demonio carente de humanidad por sus adversarios y sus muchas víctimas, no le valie-ron con Bárbara ni las suaves e indirectas insinuaciones, ni los abiertos intentos de sabroso soborno y, ya pasando a otros niveles, las más fuertes amenazas. Estaba claro que el envalentonamiento de Bárbara tenía su base en el hecho de ser la madre del vencedor de Lepanto, de aquel modelo de príncipes caballeros al que toda Europa admiraba y por quien su medio hermano Felipe II sentía una mezcla de aprecio, resquemor y desconfianza. Pero fue precisamente él quien iba a dar un decisivo viraje en su desordenada vida. Cuando, en 1576, don Juan llegó a los Países Bajos para hacerse cargo de su gobernación, Bárbara solicitó inmediatamente una audiencia con él. Hasta ese momento, don Juan apenas había mostrado el menor interés en encontrarse frente a frente con su madre, de la que sin duda algunos comentarios sobre su desarreglada conducta le habrían llegado. Se ha apuntado que en alguna ocasión se encontraron, al menos una vez en Italia, sin que pudiese comprobarse la más mínima demostración de amor materno por parte de ella ni filial por parte de él. Era todo absolutamente lógico. Tenía muy claro el héroe que la mujer que lo había cuidado como una verdadera madre era la generosa y siempre comprensiva doña Magdalena de Ulloa, allá en la vieja Castilla. La flamenca que le había dado materialmente el ser y de la que le habían separado en edad tan temprana no ocupaba ningún lugar en sus sentimientos. Parece que ella en algunas ocasiones, en busca de compensaciones materiales para sufragar sus elevados gastos, le había chantajeado con la idea de que realmente no era hijo del emperador. De la entrevista que mantuvieron en Bruselas no hubo más testigos que sus dos protagonistas. Por ello no es conocido ni el contenido ni el tono que se em-plearon. Alguien ha aportado referencia de que, observando su decisión de sacarla del país, Bárbara le había declarado que solamente era ella quien sabía con certeza si realmente él era hijo de Carlos V, añadiendo para terminar la venenosa y conocida duda. Lo cierto es que, al poco tiempo, Bárbara se replegaba para hacer aquello a lo que siempre se había negado y salía para acabar instalándose en España, un destino que sin duda veía con el más negro receCarlos V, el fiel emperador 55 lo. Sin duda, una contraprestación económica que consideraba suficiente la había decidido a ello. Para llegar hasta aquí, vivió un periplo un tanto especial, ya que, para evitar una negativa final muy propia de su inestable carácter, se la trasladó primero a Italia y, una vez llegada a Génova, fue embarcada para la Península. Su lugar de destino era el Convento de Santa María la Real, en la pequeña localidad de San Cebrián de Mazote, en las soledades que rodean a Valladolid. Otra vez volvió a actuar doña Magdalena de Ulloa, que la aposentó en el palacio del Marqués de La Mota. Resulta curioso pensar cómo debió ser la relación entre estas dos mujeres, absolutamente antitéticas entre sí y tan estrechamente unidas por la persona de don Juan de Austria. Con la considerable pensión otorgada por Felipe II y, ya muerto su hijo, se instaló Bárbara, en 1580, en la activa costa cántabra y se aposentó en la villa de Colindres, en casa de Juan Escobedo, que había sido fiel secretario de don Juan. Manteniendo al parecer unas discretas formas de vida, que quizá le venían dadas por el mismo paso del tiempo, cuatro años más tarde se trasladó a la casa del aposentador Juan de Mazateve, en Ambrosero, en el que actualmente se conoce como el Barrio de la Madama, en recuerdo de la presencia de tan particular personaje, que quedó inscrito en la memoria colectiva.
Murió Bárbara Blomberg llegado el año 1598, el mismo año en que lo hacía también Felipe II, ya en una setentena poco habitual para la época. Dejaba por escrito su voluntad de que su cuerpo fuese enterrado en la Iglesia de San Sebastián, en el Monasterio de Montechano, «hasta que la voluntad del rey nuestro señor sea servido de trasladar-lo a otra parte». Hay que pensar que el novel y apocado Felipe III apenas tendría el menor interés en preocuparse de algo como aquello. El sepulcro de esta mujer puede ser hoy visitado en su original empla-zamiento. Muy cuidadoso fue Carlos con respecto a la existencia de todos estos hijos, que mantuvo de forma muy visible —caso de Margarita— o cuidadosamente a la sombra, si bien preocupándose de su adecuada supervivencia. De hecho, el mismo Felipe II no tuvo constatación de su carácter de hermano de don Juan hasta el mismo año 1556, cuando las abdicaciones de su padre le entregaban el dominio de medio mundo. Antes de marchar a su elegido retiro de Yuste, Carlos le entregó en sobre 56 Los reyes infieles cerrado un codicilo separado del testamento, en que reconocía la existencia del bastardo. Resultaba así extremadamente interesante el hecho de que en su testamento, firmado dos años antes, el caduco emperador se refiriese exclusivamente a Margarita como hija natural suya, dejando bien claro el hecho de que era producto de una historia tenida de muy joven y, sobre todo, sin haber caído en la infidelidad ni el adulterio, dado que había sido antes de su matrimonio.Y se preocupa en que esto quede bien claro: «... estando en estas partes de Flandes, antes que me casase ni desposase, hube una hija natural que se llama madama Margarita...» El texto del codicilo separado, referido a don Juan, rezaba así: Demás de lo contenido en este mi testamento, digo y declaro que, por quanto estando en Alemania, después que enbiudé, hube un hijo natural de una mujer soltera, el cual se llama Jerónimo, y mi intención ha sido y es que por algunas causas que a esto me mueven, que pudiéndose buenamente endereçar, que de su libre y espontánea voluntad él tomase hábito, en alguna religión de frayles reformados, a lo cual se encami-ne sin hacerle para ello premia ni extorsión alguna.Y no pudiendo esto guiar ansí, y queriendo él más seguir la vida y estado seglar, es mi voluntad y mando que se le den de renta, por vía ordinaria, en cada año, de veynte a treinta mil ducados en el reyno de Nápoles, señalándole lugares y vasallos con la dicha renta. Lo qual todo, assí en el señalar los dichos, como en la cantidad de la renta, que la suma susodicha sea como pareciese al príncipe mi hijo, a quien lo remito, y en defecto del, sea como pareciese a mi nieto el infante Don Carlos, o a la persona que, conforme a este mi testamento, fuese mi heredero o heredera al tiempo que se abriese.Y cuando el dicho Jerónimo no estuviese por entonces ya puesto en el estado que yo deseo, gozara de la dicha renta y lugares por todos los días de su vida, y después dél sus herederos y sucesores legítimos, de su cuerpo descendientes. Y en cualquier estado que tomase dicho Jerónimo, encargo al dicho príncipe, mi hijo, y al dicho mi nieto, y a cualquiera mi heredero que, como dicho tengo, tubiere al tiempo que este mi testamento se abriese, que le honre y mande honrar y que le tenga el respeto que conviene, y que le haga guardar, cumplir y ejecutar lo que esta cédula es contenido. Lo cual firmé de mi nombre y mano, y va cerrada y sellada con mi sello pequeño y secreto, y se ha de guardar y poner en efecto, como cláusula del dicho mi testamento. Hecha en Bruselas a seis días del mes de junio de 1554. Carlos V, el fiel emperador 57
Hijo o nieto, o cualquiera que al tiempo que este mi testamento y cédu-la se abriese y fuere conforme a él mi heredero o heredera, si no tuviéredes razón de dónde esté este Jerónimo, lo podreys saber de Adrián, mi ayuda de cámara; o en caso de su muerte, de Oger, mi portero de cámara, para que use de él conforme a lo susodicho. Aparte bien aireadas fidelidades conyugales y sin entrar en contra-dicción con ellas, dejemos al emperador en lapidaria opinión de uno de aquellos sagaces embajadores que la República de Venecia distribuía por toda Europa y que eran inmejorables informadores de la realidad que vivían: «Por dondequiera ha estado, le han visto consagrarse a los placeres del amor, de una manera inmoderada, con mujeres de alta como de baja condición.» V FELIPE II, EL REY SIN PASIONES PERSONAJE MUY ESPECIAL,según todos los testimonios de quienes le conocieron, dotado de un carácter frío y muy poco dado a evidenciar sus emociones, si es que las experimentaba, la personalidad de Felipe II puede quedar definida por lo que apuntó el mismo embajador veneciano: «Estar solo es su mayor placer.» Parece demostrado que la gran mitificación que desde siempre había visto de la brillante figura de su padre, generó en él una inseguridad que nunca fue capaz de vencer. Paralelamente y aparte casos muy concretos, mostró una marcada frialdad en todos sus afectos, tanto conyugales como fraternos, paternales y, por supuesto, los referidos a las eventuales relaciones de base exclusivamente sexual. De hecho, la misma disparidad de mujeres con las que se vio sucesivamente emparejado por matrimonio — nada menos que cuatro, absolutamente distintas entre sí— vendrían a corres-ponderse en cierta medida con esta personal frialdad. Para él, la obligación por razón de Estado se anteponía a cualquier otra motivación más humana.A ello habría que añadir en todas las ocasiones matrimoniales la presión nacida de la necesidad de conseguir un heredero al que transmitir el inmenso imperio que sus antepasados habían formado. Todo lo que podría haber sido próximo y humano, iba a ser para él, pues, un mero negocio infectado por el pernicioso añadido de la obligatoriedad. Fue en octubre de 1543, teniendo los dos dieciséis años, cuando tuvo lugar la boda entre dos primos hermanos por parte de padre y de madre: Felipe y María Manuela de Portugal. Un preocupado emperador daba a Felipe algunos consejos previos a este su primer matrimonio, 60 Los reyes infieles en los que traslucía la experiencia de su propia trayectoria personal: amantes esporádicas e hijos de la oportunidad antes de la boda; luego, fidelidad absoluta y, en caso de viudez, vuelta a viejos usos, pero ya sin la carga de la culpa del adulterio. Así, escribía al muchacho: Os ruego, hijo, que se os acuerde de que, pues no habréis, como estoy cierto será, tocado a otra mujer que a la vuestra, que no os metáis en otras bellaquerías después de casado, porque sería el mal y pecado muy mayor para con Dios y con el mundo, y demás de los desasosiegos y males que entre vos y ella se podrán seguir dello, sería mucho contra el efecto porque os apartáis della. Era toda una manifestación de pragmatismo, que a Carlos aparentemente le había funcionado
suficientemente bien. Pero el caso de su hijo iba a ser bien diferente. En cualquier caso, las habladurías cortesanas y de los círculos de embajadores, siempre prestos a enterarse y a difundir bajo mano todo lo que sucedía en las alturas, se hacían eco del escaso interés que el joven Felipe parecía sentir por las mujeres.Al contrario que su fogoso progenitor, que había dejado buenas muestras de sus actividades nada más superar la pubertad, el futuro Rey Prudente desplegaba su frío carácter, al no mostrar la menor atracción visible ni por la posibilidades sexuales de cualquier encuentro que sin duda se le propiciaría ni por la mera compañía de las siempre bien dispuestas damas que animaban los ámbitos cortesanos. Todo príncipe debe tener bien claro que la finalidad de su matrimonio, o de sus sucesivos matrimonios, cuando sea el caso, no es el placer erótico sino la procreación para asegurar el mantenimiento de la familia en la cúpula del poder.Y lo cierto es que, en este sentido, Felipe cumplía todos los requisitos exigidos: en él nunca se manifestará por ninguna de sus cuatro esposas la menor chispa, ya no de pasión, sino de simple y ocasional deseo. A tal punto que, en el caso de su primer matrimonio, su propio padre y sus preocupados suegros tendrían que darle algún toque de atención en este sentido. Escribiéndole acerca de alguna información que le hubiese llegado acerca de algún temporal episodio erótico protagonizado por su hijo, le prevenía, también pragmático: «No tornéis tan presto, ni tan a menuFelipe II, el rey sin pasiones 61 do a verla, y cuando tornaredes, sea por poco tiempo.» Resulta muy curioso que un personaje como Carlos V, indiscutible protagonista durante años de la convulsa escena europea, se dedicase a entrar con tanto detalle en cuestiones que, en definitiva, pertenecían a la esfera de decisión privada de su hijo. Pero estas intromisiones, permitidas y aun solicitadas por los inexpertos vástagos, se repetirán con frecuencia en las siguientes generaciones de ocupantes del trono. A aquel remiso adolescente se aproximaba una graciosa y sonriente rubia que parecía tener en la comida el primer interés en la vida.Y la alargada sombra del padre volvía a hacerse sentir de forma casi omi-nosa, cuando antes de embarcarse para Italia, volvía a inmiscuirse en la mayor privacidad de su hijo, instándole a que se moderase en sus usos conyugales y que evitase así recibir «el daño que el príncipe don Juan de Aragón y de Castilla sufrió y pagó con su muerte...». Recordemos a este único y malogrado hijo varón de los Reyes Católicos, del que se decía que había «muerto de amor» en plena juventud, por haberse extra-limitado ampliamente en la práctica del débito matrimonial con su esposa, Margarita de Austria. El conjunto de los cuatro matrimonios del Prudente supone un verdadero muestrario de naturaleza absolutamente cosmopolita, ya que fueron sus sucesivas esposas una portuguesa, una inglesa, una francesa y una austriaca. La historia del primero resulta en general bastante patética. De hecho, ya había empezado poco románticamente cuando, antes de pasar a la preceptiva consumación del matrimonio, una oportuna sarna que afectaba a la extremidades del novio les impuso una separación, que le permitió a él aplazar el indeseado encuentro físico con su flamante mujercita. El emperador había encargado a Juan de Zúñiga, fidelísimo ayo del príncipe, una vigilancia y control absolutos y permanentes de la vida íntima de la pareja, hasta el extremo de que era este servidor quien disponía sus encuentros, les marcaba los tiempos que consideraba adecuados y llegaba incluso a
«separarles camas», aduciendo los peligros que para la supuestamente débil salud del heredero podía tener una cohabitación conyugal demasiado intensa. Mientras ella esperaba pacien-temente la solución del problema de la sarna, él se dedicaba a curarse en la localidad vallisoletana de Cigales, pero sin dejar por ello de lado 62 Los reyes infieles divertidas salidas nocturnas y deliciosamente extenuantes cacerías. Cuando finalmente debió cumplir como esposo, lo hizo mostrando la más absoluta frialdad y distanciamiento. Si la obsesión del emperador por la vida sexual de su hijo era absoluta, no menor era la preocupación de la reina de Portugal y madre de la novel esposa. Era ésta la infanta castellana Catalina, aquella hija póstuma del Hermoso, que había compartido con su madre, Juana la Loca, una niñez de encierro en Tordesillas. Muy cauta ella, escribía ahora a su hija: «Mucho os pido que no se os ocurran celos, porque no servirían sino para dar descontento al príncipe vuestro marido y a vos...» Y le añadía recomendaciones sobre reputación personal que demuestran una absoluta preocupación por el temor a cualquier rumor de infidelidad: «Conviene que las mujeres no estén solas, ni con una mujer, sino acompañadas de muchas […] pero si vuestro marido no duerme en vuestra cámara, que siempre duerman en ella cuatro o cinco mujeres...» Un celoso funcionario escribía por entonces: «Téngalos Dios de su mano y presto veamos el fruto que se desea. No pierden noche...», y añadía: «No sé si se juntan mucho, que ambos hablan muy poco.» El hecho es que, de aquellas relaciones regladas acabó saliendo algo y, en el verano de 1545, nacía aquel desgraciado príncipe Carlos que tantas preocupaciones iba a dar a su padre. Cuatro días después moría María Manuela, de resultas de un parto mal llevado. Un nuevo mundo se abría ante el joven viudo. De hecho, desde hacía ya tiempo, la escena de fondo de los aposentos del príncipe estaba ocupada por una importante presencia, que el fugaz matrimonio no había conseguido modificar. Era Isabel de Ossorio una hermosa dama de la emperatriz Isabel y, más adelante, de las infantas María y Juana. Como tal, había tratado desde niños y con gran intimidad tanto a Felipe como a sus hermanas. Más adelante, su presencia junto a las infantas siguió manteniéndola en constante contacto con él, que en ocasiones gustaba de jugar a galan-teador, a caprichoso príncipe que disfruta de efímeros amoríos. Nunca ha quedado claro el hecho de que las posibles relaciones amatorias entre ambos acabaron plasmándose en la práctica. Caso de ser así, no dejarían de tener un sustancioso añadido casi incestuoso, dado que está probado que, en tiempos, Isabel de Ossorio había acunado en sus brazos a este hijo de su señora la emperatriz. En cualquier caso, de haberse Felipe II, el rey sin pasiones 63 producido tales relaciones —un discreto apaño en casa—, se calcula que se habrían iniciado ya antes del matrimonio de Felipe con la infanta portuguesa. Guillermo de Orange, el Taciturno, el dirigente de los levantiscos holandeses, escribió en su momento textos en los que de forma directa atacaba a Felipe, su gran enemigo, acusándole de haber mantenido
estos «antinaturales» amores. E incluso iba más allá, denunciando la celebración de un matrimonio secreto y la existencia de dos hijos fruto de él, a los que Felipe nunca reconocería. Según esta versión, serían sus nombres Pedro y Bernardino. Fuese como fuese, la historia con la Ossorio —que parece que fueron unos amores bastante conocidos en algunos ámbitos— debió servir como útil y, sobre todo, cómoda iniciación erótica a un muchacho siempre frío e inapetente. Como toda esta historia ha quedado envuelta en nebulosa, resulta asimismo imposible concretar en qué momento acabó; podría tener alguna lógica pensar que quizá fuese con el matrimonio del príncipe, cuando ya la madura amante habría pensado que terminaba una etapa y ahora ella debía apartarse del camino de él. Fuese la historia como fuese, algo debió haber ahí, ya que Felipe la compensó en cierta manera por haberle imposibilitado un matrimonio convencional, ya que la notoriedad de sus amores por lo visto había sido muy pública. Desde Bruselas, le hizo documentalmente mercedes económicas y ella, unos años después, contaba con suficiente caudal como para fundar un señorío con mayorazgo en las cercanías de Burgos, herencia que pasaría a sus sobrinos. Aparte de estas mercedes, cuando se produjo la testamentaría de la dama, a su muerte en 1589, hay constancia de la presencia de ricas joyas en su ajuar, que se afirmó eran regalos del acalorado amante que había sido Prudente en su juventud.
La amante emparedada Alrededor de la fecha de la muerte de María Manuela, se sitúa otra historia amatoria, que no amorosa, del joven Felipe. Se trataba de Catalina Lénez, con la que se solazaría en su recuperada libertad. Sería esta muchacha hija de uno de los secretarios del príncipe y, embarazada por él, 64 Los reyes infieles habría sido inmediata y discretamente casada antes del nacimiento de una niña. Un oportuno destino en Italia para el consentidor marido habría solucionado las cosas. Más enjundia tenía otro episodio «paralelo» en la vida del futuro rey, localizada aproximadamente por estos mismos años. Se trataba de la truculenta historia protagonizada por otra de las amantes que se le han atribuido: la bella Elena Zapata. Había nacido en una familia de monteros de modesta hidalguía provincial del norte cantábrico. Con un exiguo capital trabajosamente acumulado y esperando amplias sus expectativas de vida, se instaló Elena en Madrid con uno de sus hermanos. Tras haber conseguido emparentar por matrimonio con la acaudalada familia Zapata, habitaba en el palacio de las Siete Chimeneas, entonces en el extremo oriental de la villa que todavía no era capital. Cuando Felipe la conoció y enta-blaron una relación, se dijo que —cual redivivo y bíblico rey David, actuando miserablemente con Urías— se deshizo de la incómoda presencia del marido enviándole a los Tercios acantonados en Italia. Se dijo también que el capitán Zapata habría acabado muriendo más adelante en la tan gloriosa batalla de San Quintín. Con las manos libres, los amantes se entregarían a su asunto a lo largo de los meses que siguieron, hasta el momento en que él debió marchar a Inglaterra para contraer matrimonio con la reina María Tudor. La más abierta truculencia entraba ahora plenamente en la historia, ya que la tradición afirma que Elena, ya sin su príncipe, habría decidido no quedarse tranquilamente en casa a la espera de su ausente marido. El hecho es que un mal día fue apuñalada hasta la muerte en su propio lecho, quizá por un pretendiente despechado. Pero más aún y para terminar de completarlo todo, se llegó a afirmar que su propio padre, decidido a evitar cualquier escándalo o simple habladuría, habría sido el homicida y habría emparedado el cadáver en uno de los muros de la mansión. Para justificar todo aquello, se apuntaba que el padre se suicidó poco después, por el tradicional método de colgarse de una viga oportuna. Ello vendría a justificar en alguna forma la fama que este edificio, actual sede del Ministerio de Cultura, adquiriría. Dice la leyenda que, de vez en cuando, algún noctámbulo paseante observó la nebulosa figura de una joven que transitaba por los inclinados tejados de la mansión Felipe II, el rey sin pasiones 65 con una vela en la mano y, de vez en cuando y en melodramático gesto, se daba golpes en el pecho mientras se arrodillaba dando cara a la oscura y lejana mole del alcázar, que apenas podría vislumbrar en la noche. El último dato conocido que podría referirse a esta densa historia fue el hallazgo, durante unas obras realizadas ya a fines del siglo XIX, del cadáver de una mujer en los sótanos de la casa; a su lado, había un sa-quito conteniendo varias monedas acuñadas a mediados del siglo XVI. Pero, antes de someterse al indeseado yugo matrimonial inglés, el reacio Felipe deambuló un poco por los dominios paternos de los Países Bajos y Alemania. Estaba claro que no tenía demasiada prisa en
entregarse en los brazos de una María Tudor de la que sin duda habría recibido las menos excitantes referencias.Así, mientras al otro lado del canal, ella le esperaba enferma de ansiedad, se dijo que el flamante prometido volvería a tener otra hija secreta, en este caso con una dama de Bruselas. Hija que sería criada en la mayor clandestinidad y de la que nunca más habría noticia. Felipe era un hijo muy responsable y comprendía perfectamente el interés y la preocupación que su agotado padre tenía por asegurar su posición, decidido como estaba a abandonar el mundanal ruido para retirarse a las soledades de Yuste. El papa había intervenido de forma muy activa en esta unión matrimonial, que parecía asegurar definitivamente el retorno de la díscola Inglaterra protestante al seno de la Iglesia. Un Felipe como rey consorte se presentaba como la mayor garantía de ello y a él, personalmente, nunca se le ocurriría cuestionar las decisiones de su padre, por mucho que le repugnasen. Estaba claro que estaba enterado de la realidad de aquella mujer con la que iba a compartir tálamo matrimonial. Tía y sobrino Era María Tudor tía suya, como hija de aquella desdichada Catalina de Aragón; tenía doce años más que él y su físico suponía una depri-mente presencia. Envejecida antes de tiempo, seca, con un ajado rostro surcado de arrugas y una agria expresión, trataba de compensar su podrida dentadura y una avanzada calvicie utilizando estrambóticas pelucas 66 Los reyes infieles de chocantes colores. Él tenía muy claro su cometido en todo el asunto y, de hecho, lo demostró cuando le comentó a un amigo que se iba a Inglaterra a «apurar cuanto antes tan amargo cáliz...». El retrato que de ella realizó Antonio Moro por encargo de Carlos V la muestra en absoluto agraciada, adusta y altiva. En fin, todo lo contrario de lo que podía desear cualquier joven prometido. Algo patético, en fin, que vino a agravarse cuando nada más verle, ella cayó rendida de amor por él. De hecho, se había pasado los meses previos al encuentro mirando y besando continuamente los retratos que, siguiendo la costumbre, de él se le habían enviado.Ahora le tenía en carne y hueso y ordenó acelerar al máximo todos los trámites previos, que le permitiesen hincarle el diente a tan deseable y rubicundo joven. La ceremonia de la boda se celebró el día de Santiago del año 1554, en la catedral de Winchester. Desde el primer día, lo que para él no era más que el cumplimiento de una obligación política, para ella era la plasmación práctica del amor más apasionado. De hecho, Felipe supo comportarse como el caballero que de él se esperaba que fuese y todos los testimonios existentes hablan de una aparente armonía de la pareja, de una relación que traslucía plena felicidad. En cualquier caso, para nadie era un secreto la base de aquella unión y si un untuoso cortesano escribía: «Sus Majestades son la pareja más feliz del mundo», otro apuntaba: «A darnos un hijo se va todo el bien que se pretende...» y si un tercero gustaba de reflejar cosas como «La tiene tan contenta que el otro día, estando los dos solos, parecía que ella le hacía el amor a él y el rey la contentaba de igual modo», un cuarto, pragmático, no ocultaba un pensamiento generalizado entre la población: «No le necesitamos más que para esto; tenga la reina hijos y puede volverse él por donde vino.» Entre la población inglesa, la boda con el español no cayó bien, debido a lo que venía a representar como instrumento del Papado y Felipe nunca llegó a ser coronado rey ni intervino apenas en
los asuntos de Estado. Fuese como fuese aquella luna de miel entre los jugosos y verdes prados que rodean al castillo de Windsor, lo cierto es que es en esta época donde se ha situado toda una serie de esporádicos episodios extramatrimoniales protagonizados por el recién casado, al que no debían resultar suficientes las tristes efusiones de su esposa. Se ha hablado en Felipe II, el rey sin pasiones 67 concreto de varios «amores vulgares», que vendrían a justificar las tendencias en el hijo similares a las mostradas por su padre, cuando no se molestaba en hacer ascos o distingos sobre la procedencia social de sus temporales aventuras. Durante aquellos meses, se habló de relaciones de Felipe con una panadera del lugar y con una mujer de nombre Catalina Laínez. Por último, pero sin pretender agotar las posibilidades, se habló de una doncella de su propia esposa, llamada Magdalena Dacre, con la que el contacto vendría a ser más fácil y llevadero. Relaciones algunas de ellas de las que algunos llegarían a afirmar que hubo descendencia. De entonces dataría un bonito episodio, digno de una de las escenas de comedia que pocos años después iba a inmortalizar el genio de Shakespeare. En ella, una tal vizcondesa de Montagne le habría propinado un recio bastonazo al principesco zascandil, cuando éste se puso ya demasiado pesado en su insistencia en acceder a su dormitorio por una ventana. De cualquier manera, hay que suponer que la sufrida esposa recibía cumplida información de todas estas actividades y que, aparte de estar absolutamente enamorada de su marido, debía considerarlas propias de todo príncipe normal de la época. Por su parte, Felipe, que no era ningún tonto, no debía poder quitarse de la cabeza la idea de que era una mera herramienta de intereses políticos, al igual que de forma tradicional lo habían sido todas aquellas infantas castellanas que sirvieron de material de trueque con las demás cortes europeas por la vía matrimonial. Por el momento, él conseguía aproximar a María a su medio hermana Isabel, a la que había tenido encerrada en la Torre de Londres, mientras todos los plácemes y parabienes venían a saludar a la recuperación para Roma de aquella arisca Albión. Lo que sí está probado es el hecho de que Felipe siempre trató de mitigar el rigor que los sectores más intransigentes del catolicismo aplicaban en su política religiosa, utilizando a la reina como máximo instrumento. Pero en menos de tres años, unas trescientas personas serían quemadas en la hoguera a causa de su fe protestante. La reina se ganaba con creces el sobrenombre de «María la Sanguinaria» con el que pasaría a la posteridad. Cuando se difundió la noticia de que María estaba embarazada, exultante cardenal católico hubo que llegó a expresar verbalmente una exageración que llegaba a rozar la impiedad: «¡Dios te salve, María! Bendita 68 Los reyes infieles eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre...» Algo verdaderamente extremo que hablaba del interés y aun de la ansiedad con que todas las partes implicadas en la cuestión consideraban el asunto crucial de la descendencia de tan imposible matrimonio. Llegado el mes de marzo de 1555, todo parecía anunciar el tan esperado momento y en el palacio de Hampton Court, cerca de Londres, se tomaron las medidas pertinentes. Pero todo acabaría en un fiasco, ya que resultó que se trataba de un embarazo histérico, inducido al unísono tanto por la propia ansia procreadora de ella como por las fuertes presiones a las que se hallaba sometida. No sería éste el único embarazo histéri-co que sufriría.
No hay demostración de que Felipe sintiese demasiado aquella perdida posibilidad y de hecho marchó en agosto de ese año a Bruselas, para recibir la investidura de los estados que su padre en vida le entregaba. Desde Inglaterra, ella le bombardeaba obsesivamente con apasionadas cartas que quizá él ni se molestase en leer. Ella entonces, enve-jecida, no encontraba más recursos para seguir viviendo que entregarse al regodeo de la enfermedad y la apatía, olvidándose de sus obligaciones de gobierno y pasándose la mayor parte del día metida en la cama. En Bruselas, Felipe estaba decidido a darse las alegrías que los meses ingleses le habían negado — aunque no del todo, como se ha visto— y no se privaba de todo tipo de placeres, como se consideraba en la época que correspondían a su edad y condición, al punto que un embajador informaba: […] el rey de Inglaterra no da la impresión de que se preocupa en despachar los asuntos, ni aun los más importantes, a pesar de que el Emperador le frun-ce el ceño y le ha hablado con acritud e incluso de forma punzante... Cuando al cabo de dos años él regresó a Inglaterra, estaba ya claro que únicamente lo hacía con fines políticos para implicar al país en la guerra que tenía entablada con Francia. Fueron solamente cinco meses, pero a ella le sirvieron para recuperar la alegría de vivir. Cuando él marchó de nuevo y de forma que ya se veía definitiva, entrado el verano de 1557, ella le despidió en el puerto de Dover. Desde Flandes y en carta privada, escribió Felipe a uno de sus íntimos que su mujer le había Felipe II, el rey sin pasiones 69 estado engañando durante meses, haciéndole creer que se hallaba embarazada solamente con el fin de retenerlo a su lado y que, desde luego, tan molesta experiencia le decidía a marchar a España y no volver a salir de allí. Moría aquella patética María en soledad, un día de noviembre del año siguiente, víctima de un cáncer de ovarios. Su cuerpo era enterrado, bajo las góticas arcadas de la abadía de Westminster, amor-tajado con austero hábito de monja, siguiendo la costumbre que ha-bían establecido su madre, Catalina de Aragón, y su abuela, Isabel la Católica. Legítimo, pero inaceptable La venida al mundo en 1545 del heredero Carlos, aparte de provocar la muerte de su madre, abrió época de zozobra en el interior de la familia. Desde un principio, mostró una débil salud física y una precariedad mental todavía más marcada. Caprichoso y perfectamente imbui-do de su principal papel, con todo, en sus primeros años dio muestras de un aceptable grado de normalidad. Para integrarlo socialmente, fue enviado a estudiar a la Universidad de Alcalá de Henares, junto a su tío don Juan de Austria y a su primo Alejandro Farnesio. Fue durante esta estancia cuando se produjo una caída por una escalera —se dijo que en persecución de la hija de un sirviente de palacio— y se golpeó en la cabeza de tal forma que fue necesario practicarle una trepanación. Parece demostrado que desde aquel momento no iba a remontar su problemático estado psíquico. Episodio espeluznante de esta enfermedad fue aquel en que, con ánimo de que mejorase, se le introdujo en la cama el cuerpo incorrupto del muy venerado fray Diego de Alcalá, que al parecer tenía propiedades curativas.A pesar de la negativa impresión que aquello pudo producir en el ánimo del enfermo, lo cierto
es que mejoró, por lo que Felipe aceleró en el Vaticano el proceso de canonización del franciscano, que acabaría convirtiéndose en santo patrono de la ciudad de Alcalá de Henares. Para entonces, Carlos había expresado extravagantes caprichos y dado muestra de terribles estallidos de violencia. Sobre esto, se hablaba de cuando arrojó por una ventana a un paje o cuando atacó con un 70 Los reyes infieles enorme cuchillo a varios ministros de su padre, entre ellos el temido duque de Alba, o de la brutal forma con que trataba a los caballos, hasta casi matarlos, o de cuando obligó a un zapatero a comerse en su presencia unas botas que consideró le había hecho demasiado estrechas... Luego, siguió creciendo y creando cada vez más problemas.Adolescente violento, sabía rodearse de crápulas amigotes mayores que él, desca-rriados hijos de grandes familias que únicamente se dedican a despil-farrar las fortunas familiares sin guardar respeto por nada. Con ellos, frecuentaba durante noches enteras los más arrastrados garitos de los arrabales madrileños que descendían hasta las riberas del Manzanares. Era comidilla muy extendida el hecho de la impotencia sexual del príncipe, por lo que él se esforzaba en desmentirla, haciéndolo de las formas más groseras. Estúpido exhibicionista, se lanzaba inesperadamente sobre cualquier mujer a la que viese, en cualquier lugar y circunstancia, la manoseaba con violencia y cuando ella reaccionaba, la insultaba gravemente. En fin, una repetida actitud que obligaba reiteradamente a su padre a pagar sustanciosas indemnizaciones a ofendidos padres, maridos y hermanos de las insultadas. Felipe II era en esos momentos el monarca más poderoso de la tierra, con unos dominios en los que ciertamente no se ponía el sol. La voluntad de su padre le había descargado del peso de la púrpura imperial europea, que había pasado a su tío Fernando, aquel emperador que desde Viena nunca dejó de añorar los paisajes de la Castilla donde había nacido y se había formado.Ahora, las permanentes hos-tilidades con Francia habían ido decreciendo y todo demostraba deslizarse hacia la firma de la paz. Nada mejor para sellar tan esperada concordia que una boda principesca y se había pactado la del conflictivo heredero Carlos con Isabel de Valois, hija de Enrique II y de la gran Catalina de Médicis, una de las más interesantes mujeres de su época. Tras una prolongada y desesperante esterilidad, Catalina había sido capaz de darle a su marido nada menos que diez hijos. Para conseguir tan abundante descendencia había recurrido a métodos un tanto especiales, como la ingesta de infusiones hechas mediante cocciones de gusanos, leche de burra, rayadura de asta de ciervo y heces de vaca o, en otros casos, combinados de cenizas de rana y genitales de jabalí. Felipe II, el rey sin pasiones 71 Pero la muerte de María Tudor dio un giro total a estos proyectos. La nueva reina Isabel de Inglaterra se negó a las proposiciones de matrimonio con Felipe. Se dice que la
voluntariosa hija de Enrique VIII, que pasaría a la Historia como «la reina virgen», estaba físicamente incapa-citada para la vida sexual, debido a una aplasia vaginal y a la imposibi-lidad de menstruar. Pero el nuevo rey de España se presentaba entonces como el mejor partido de Europa y, después de las necesarias conversaciones, Isabel de Valois pasó de ser la prometida del hijo a convertirse en esposa del padre, algo que satisfizo sobremanera a la Corte francesa, sabedora de los desarreglos que en todos los órdenes manifestaba Carlos. El novio tenía treinta y dos años; la novia, catorce y fue presentada de la forma más espectacular como la más hermosa y efectiva prenda de garantía de la paz que se firmaría en el Tratado de Cateau-Cambresis, en abril de 1559.Algún avispado corifeo cortesano tuvo la afortunada ocurrencia de pensar que la novia del rey se merecía el título de «Isabel de la Paz», con la que se le recibe para sus bodas y pasa a la posteridad. La boda por poderes tuvo lugar en la catedral de Notre-Dame de París, actuando el duque de Alba como representante del novio. El encuentro tuvo lugar, a fines de enero de 1560, en el palacio del Infantado de Guadalajara. Una sombra planeaba sin embargo sobre todos estos fes-tejos. Durante un torneo celebrado para festejar el enlace de su hija, la astilla de una lanza había penetrado en el ojo del rey Enrique II, causándole la muerte. Ello no impidió que la enérgica Catalina de Médicis se mostrase en la nueva situación y desde el primer momento como una suegra de altos vuelos y, sin pelos en la lengua, hizo saber a su flamante yerno «el deseo que tenemos de ver hijos», esperando que justificase «la opinión que tenemos de que es un buen marido».A esta suave imper-tinencia, él respondía en poca habitual expresión humorística en él, asegurándole que «se esforzaría por conservar la reputación que había adquirido...». En cualquier caso y a la espera de la llegada de la novia, Felipe entretenía sus ocios con una dama de compañía de su hermana, aquella infanta Juana, compleja y secreta jesuita. Su nombre era Eufrasia de Guzmán y pertenecía a una familia de Valladolid de rancia ejecutoria, que no 72 Los reyes infieles había podido librarse de una contaminación grave en aquellos momentos: uno de sus abuelos se había casado con la hija del rabino mayor de Burgos. Cuando su asunto con el rey tomó forma de un embarazo, se buscó el habitual apaño bajo la forma de comprensivo y bien retribuido marido. La cobertura del real devaneo estaría en este caso a cargo de Antonio de Leyva, príncipe de Áscoli, que aceptó lo que se le propuso y se casó con Eufrasia en la misma capilla del alcázar. La boda tuvo padrinos de postín, ya que lo fueron el hermano del rey, don Juan de Austria, y —en provocador desafío del que la interesada seguramente era inocente— la propia y recientemente desposada Isabel de Valois. En este caso, era todo un aristócrata el que se prestaba a cubrir con su nombre cualquier habladuría. Eso sí, a cambio de las suficientes cantidades que le sirviesen para cubrir algunos agujeros económicos que le tenían preocupado. Áscoli falleció oportunamente a los seis meses de la boda, dejando encinta a su esposa. El hijo de la pareja, Antonio Luis, supuesto bastardo del rey, fue un personaje que actuó como alto jefe militar, llevó una vida bastante irregular y tuvo permanentes problemas con la justicia, que eran solventados discreta y oportunamente una vez conocida su personalidad. Afortunado con sus hijas, mujeres inteligentes, válidas y de trayectoria personal intachable, desde luego Felipe II no tuvo suerte alguna con sus hijos varones, ni con los legales —don Carlos y Felipe III—
ni con los ilegales. Aparte de este niño, se habló también del nacimiento de una hija, producido ya antes de la boda de Eufrasia y que habría servido para sellar aquella relación, de cuyo final no existen pruebas, pero que debió acabar, siguiendo la costumbre de Felipe, de forma bastante expeditiva.También se comentó acerca de otra simul-taneidad erótica del por entonces reciente esposo, esta con muchas menos complicaciones de toda clase, con una dama de nombre Magdalena Girón. Isabel, la nueva reina, era una verdadera niña mimada que viviría un matrimonio feliz, rodeada de un pueblo que la adoraba y que le había cantado de la forma más agradable: De Francia viene la niña, De Francia, la bien guarnida. Felipe II, el rey sin pasiones 73 Venía a encontrarse con un marido que jamás le iba a negar ninguno de sus muchos caprichos, pero su primer encuentro sexual presentó algunos problemas, debido tanto a los temores de la adolescente como a motivaciones físicas, que un entregado embajador francés comentaba con delicadeza a la suegra Catalina: «... la constitución del rey causa grandes dolores a la reina, que necesita de mucho valor para evitarlo...» Aquí también hablaba la nodriza, que la había acompañado y que escribía a París, en carta que se conserva llena de tachaduras en los puntos más calientes: «El rey es de una complexión que […] la importuna […], la reina no puede tomar ese camino aunque quisiera...» Lo que son las cosas, la difunta María Tudor, tan seca y agria ella, no parecía tener problema alguno en este asunto concreto y nada parecía agradarle más que, una y otra vez, «tomar ese camino». Se conserva una amplia y sabrosa información documental sobre la vida matrimonial de Felipe e Isabel, incluso en sus detalles más íntimos, como la estricta ordenación de los rituales que rodeaban sus encuentros físicos. Cuando el rey lo decidía, normalmente después de la cena, pero antes de las once de la noche, era Felipe quien acudía a los aposentos de su mujer. Allí le esperaba ella, adecuadamente prepa-rada por sus damas. En ningún caso era la reina quien iba a las habitaciones de su marido, algo absolutamente impensable, por considerar la etiqueta palaciega que podía ser relacionado con las frecuentes visitas que las prostitutas de alto nivel solían hacer a sus blasonados clientes. Durante estos encuentros reales, que nunca se prolongaban por más de dos horas, los criados vigilaban los pasillos e imponían silencio, con el fin de asegurar «el buen dormir de nuestro católico rey y nuestra señora doña Isabel». Un ceremonioso saludo de él ponía fin a la sesión y daba paso a las ajetreadas damas, que procedían a borrar de la piel de su señora cualquier señal del encuentro.Todo estaba muy bien, por lo visto, pero por la misma época, acerca de aquel monarca sin pasiones, podía escribir un bien informado embajador veneciano: «... se deleita-ba con mujeres, juntándose con ellas a escondidas con mucha frecuencia...» La reina era feliz en una Corte que solamente vivía pendiente de sus deseos y de sus más absurdos caprichos. Realizaba unos gastos espectaculares y derrochaba todo cuanto llegaba a sus manos. Si solamente 74
Los reyes infieles utilizaba una vez cada costoso vestido que le hacían, acumulaba sin cesar joyas y piedras preciosas, mientras en las fiestas, saraos, cacerías y recepciones que se organizaban para agradarle, los costos que se refle-jaban en las listas de gastos alcanzaban niveles de verdadero escándalo. El austero Felipe nunca le recriminaba nada, aunque vigilaba escrupulosamente con sus administradores todo aquel dispendio, que ponía a la casa real en el brete de verse enfrentada a la negativa de los proveedores a servir sus géneros al verlos sistemáticamente impagados. Ella, en cartas a su madre, no cesaba de quejarse de la aburrida —y para ella, desagradable— ciudad de Toledo y es posible que el agradarla fuese, entre otras, causa destacable de la decisión del rey de trasladar la Corte a Madrid en el año 1561. En el Real Alcázar, la vida se deslizaba agradablemente. Dominaba por encima de todo la juventud. Don Juan de Austria, rubio, guapo, intrépido y bastante insolente, estudiaba con su sobrino —que tenía su misma edad—, Alejandro Farnesio, atractivo moreno, muy italiano, en la cercana Universidad de Alcalá de Henares. Junto a ellos estaba el absoluto desastre que era Carlos, a quien estas compañías en cualquier caso no podían menos que proporcionarle benéficos efectos.Y también estaban allí dos sobrinos austriacos del rey: los archiduques Rodolfo y Ernesto. Presidiéndoles a todos en las alegres reuniones, la reina Isabel. Al fondo de la escena, el adusto Felipe debía contemplar complacido tan agradable panorama. Se ha conservado memoria de un curioso hecho, cuando aquella Eufrasia de Guzmán, bien pública amante del rey, tuvo la osadía de presentarse en una recepción palaciega ataviada de forma desafian-temente ostentosa. Parece que Isabel, aquella mimada y comprensiva esposa, no lo pudo resistir y se puso a sangrar por la nariz, hasta el punto en que fue preciso llevarla al lecho. Soponcio verdadero o chantaje emocional a su infiel marido, lo cierto es que el asunto acabó llegando hasta el aborto en el embarazo en que se hallaba.Todo este asunto iba a servir como temporal correctivo a Felipe, quien, por un tiempo, se controló hasta el punto de que uno de sus ministros comunicaba en privado que «amores pasados» habían terminado y que todo marchaba en la real pareja tan bien «que no se podía desear más». Felipe II, el rey sin pasiones 75 Era Isabel mujer de salud delicada y con frecuencia sufría de todo tipo de males, pero a pesar de todo, fue la que proporcionó a Felipe su etapa de vida familiar más tranquila. Tuvieron dos hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela.Tras el nacimiento de la segunda, su salud empeoró de forma irreversible y, en octubre de 1568, moría en el palacio de Aranjuez, adonde su marido había ordenado que la trasladasen para mejor tratarla. Parece que nunca mostró de forma expresa su frustra-ción por no haber dado un hijo varón a su marido. Un Felipe cada vez más abstraído en cuestiones de otro calibre se mostraba en todo esto muy comprensivo y, cuando vino al mundo Isabel Clara Eugenia, la verdadera niña de sus ojos, comentó que prefería que el recién nacido hubiera sido una niña, «ya que son las hijas quienes, mediante las alianzas y matrimonios, acrecen los estados, mientras los varones los suelen apocar y dividir». Cierto que como heredero había estado el inestable Carlos, pero cuando la reina moría, expulsando un
feto hembra de cinco meses, en octubre del año 1568, la verdadera pesadilla que era Carlos ha dejado de molestar e inquietar a su señor padre hacía ya algunos meses. La historia de una posible relación amorosa entre don Carlos y su madrastra ha sido motivo de permanente atención, tanto desde perspectivas estrictamente históricas como desde la literatura y la ópera más entregadas al sentimiento romántico. Amores de ópera Cuando, con bastante cinismo, su brillante tío don Juan de Austria recriminaba a este patético hombrecillo la disipada vida de la que todos hablan, él reaccionaba agriamente. Ambos se tenían un gran cariño, pero Carlos no soportaba los controles y mucho menos las broncas, por amables que fuesen y viniesen de quien proviniesen. Hay testimonio de una escena verdaderamente deliciosa en este sentido. En una ocasión, cuando el «perfecto» don Juan sermoneaba a su sobrino hablándole de su mala vida, el otro reaccionó en plan príncipe altanero y le respondió: «No puedo discutir con un inferior.Vuestra madre fue una ramera y vos sois un bastardo.» Pero el orgulloso guerrero no se ami-76 Los reyes infieles lanó y replicó a tan insolente sobrino: «Con todo, mi padre fue un hombre mucho más grande que el vuestro.» Se supone que después de decirse lindezas de este calibre, quedarían tan amigos como antes. Carlos había aceptado sumisamente la pérdida de su novia francesa en beneficio de su padre. Quizá para él todo esto le quitaba un peso de encima, ya que el cumplimiento de los deberes matrimoniales no debía ser para él una perspectiva muy atrayente. De hecho, había tratado de demostrar, «de forma científica», la falsedad de los rumores que cundían malignos sobre sus supuestas incapacidades. En un nuevo capricho, hizo que varios médicos y un barbero le administrasen una póci-ma y, a continuación, una experimentada prostituta trató de provocar en él alguna reacción. El fracaso del experimento, que inmediatamente fue divulgado como cabía esperar, se convirtió en materia de burlones y malévolos comentarios en todos los ámbitos. Había que buscarle ahora un acomodo matrimonial al que, a pesar de tan grandes pesares, era el heredero del mayor imperio del mundo. Y a la Viena de los primos Habsburgo se recurrió para encontrar alguna archiduquesa disponible, que pudiese ser emparejada con aquel conflictivo ser. Los parientes imperiales conocían perfectamente el problema, pero tenían muy claro que ello no les iba a impedir acceder a entroncar tan directamente con el heredero de tan poderoso monarca. Cosas tanto o más extrañas se habían visto y habrían de verse en el complejo entramado de los matrimonios de la realeza europea. La «suerte» en este caso le tocó a Ana, una de las hijas del emperador Maximiliano II que, en el momento de los acuerdos nupciales, solamente tenía doce años. Circunstancia muy característica de aquella enloquecida endogamia que unió durante siglos a Habsburgos españoles y austriacos era el hecho de que la madre de ella era la emperatriz María, hermana mayor de Felipe II, y la propia futura novia era, pues, prima carnal de Carlos y nacida en la localidad vallisoletana de Cigales, muy frecuentada por entonces por los miembros de la familia real. Felipe no estaba muy seguro de querer asegurar su descendencia por la más que dudosa vía que le presentaba un hijo del que desconfiaba absolutamente y quizá incluso temía. Ello hizo que fuese posponien-do la boda, con la creíble excusa de la reducida edad de la novia, pero el padre de ella no
parecía dispuesto a soltar la presa e insistía una y Felipe II, el rey sin pasiones 77 otra vez en la celebración del enlace. Cuando cumplió dieciocho años, Ana solicitó de su padre instalarse en un convento en España, a lo que aquél se negó y, harto y ofendido por la inacabable espera a que lo sometía Felipe, entabló conversaciones para casarla con Luis IX de Francia, personaje al que su pretendida novia parece que detestaba a fondo. El hecho es que, mientras se producían estos tiras y aflojas en torno a su destino más íntimo, Carlos no abandonaba sus costumbres y, en compañía de broncos amigotes, seguía visitando asiduamente burdeles, tabernas y garitos.Aparte de beber y provocar fuertes alborotos, en ocasiones armado de un amenazador arcabuz, aquel tan especial hijo de papá poco más hacía en tales lugares, ya que parece demostrado que en ningún momento de su corta existencia alcanzó a mantener relaciones físicas convencionales con mujer alguna. Pero lo más grave para su padre eran sus veleidades políticas. Había conseguido ser nombrado miembro del Consejo de Estado y, cada vez de forma más abierta y descarada, reclamaba un territorio para organizar sobre él su propio reino. En esto venía a coincidir con las apetencias de su brillante y ambicioso tío, don Juan de Austria, que tampoco le perdonaba a su hermano de padre que le negase esta gracia. Tío y sobrino se entendían, pero ello lógicamente dio lugar a suspicacias y delaciones sobre supuestos actos de traición perpetrados de acuerdo con los rebeldes holandeses. Felipe podía llegar a digerir mal que bien todas las excentricidades de su conflictivo hijo, pero el tema político era algo que no estaba dispuesto a admitir, y así, en los primeros días del año 1568, Carlos fue encerrado en un torreón del alcázar, donde murió de causas nunca aclaradas a fines del mes de julio. Naturalmente todos acusaron a su padre de haberle suprimido. La leyenda negra anties-pañola, que tenía en Felipe II a su más destacado protagonista, venía a encontrar nuevos fundamentos en este drama para justificar su tiranía y falta de piedad, incluso en un asunto situado tan en el interior de su intimidad como este. En aquella ocasión, sin embargo, había que guardar las apariencias y nada menos que un obsequioso fray Luis de León llegó a escribir en una cuarteta un adulador epitafio al túmulo que guardaba los restos de aquel desastroso personaje: 78 Los reyes infieles Aquí yacen de Carlos los despojos: la parte principal volvióse al cielo, con ella fue el valor; quedóle al suelo miedo en el corazón, llanto en los ojos. Los grandes enemigos de Felipe II, desde Guillermo de Orange hasta Antonio Pérez, se preocuparon de propalar, además del hecho de que el príncipe había sido eliminado por orden de su padre, el de sus relaciones con su madrastra.Todo estaba directamente dirigido al descré-
dito del que era el gran adversario, atrincherado en su helado Escorial, desde donde a través de la lectura y la escritura de documentos gober-naba medio mundo. El de Orange llegaría incluso a acusar a Felipe no sólo de la muerte de Carlos sino también de la de Isabel y atribuía al rey, por si todo ello fuera poco, el delito de bigamia, afirmando que, al contraer su primer matrimonio, estaba casado en secreto con Isabel de Ossorio.Algún otro vendría incluso a rizar el rizo y justificar la veracidad de la historia entre Isabel y Carlos, aduciendo que al estar previamente prometidos, había sido el propio padre el que había cometido adulterio al quitársela... Pero de hecho no existe, aparte suposiciones y sospechas de quienes estaban en el ámbito cortesano por entonces, prueba de que tuviese realidad alguna aquel pretendido lance amoroso entre ambos. Resulta un poco difícil admitir que la caprichosa y mimada Isabel, acostum-brada a que todo se hiciese de la forma más agradable y según su voluntad, se sintiese atraída por un ser tan complejo, difícil y escasamente atractivo como él. En todo momento Isabel trató a Carlos con gran afecto y camaradería, en las repetidas ocasiones en que la mala salud de ambos les tenía recluidos en sus habitaciones. Eran entonces entre ellos muy frecuentes las cariñosas visitas y los muy significativos regalos, que por parte de él eran con frecuencia objetos de valor, como pinturas, ricas alfombras y joyas. Sin duda, tanto el físico como los problemas mentales del príncipe debían causar en Isabel un sentimiento de lógi-ca lástima, a la que se iría añadiendo el cariño generado por la convivencia cotidiana en palacio. Cuando, en 1564, Isabel sufrió el aborto supuestamente desencadenado por el enfado al ver en palacio a la amante de su marido, episo-Felipe II, el rey sin pasiones 79 dio que casi le costó la vida, Carlos se arrastraba como alma en pena a lo largo de los pasillos del Real Alcázar, mostrando incluso más pesar que su propio padre. Un padre que, por cierto, en esta ocasión dio órdenes para que su hijo no pudiese acceder hasta la enferma, a pesar de saber el afecto que se profesaban. Carlos no podía hacer entonces más que participar en todas las rogativas, ayunos e incluso episodios de fla-gelaciones con niños incluidos, que se organizaban para solicitar del Altísimo la curación de la reina. Durante todos estos días, a Carlos se le había visto silencioso y afectado por la suerte de la que era su mejor amiga y compañía. El príncipe llevaba en todo momento colgado de su cuello un meda-llón de ágata, en el que estaba grabado el retrato de ella, pero eso tampoco significa necesariamente que entre ellos hubiese nada. De hecho, él no tenía inconveniente alguno en mostrárselo, infantilmente feliz, a todo el mundo, cosa que desde luego no haría si hubiese algo que ocultar. Por otra parte, existía además un impedimento material de prácticamente imposible superación. La estricta y autoritaria duquesa de Alba tenía perfectamente controlado el funcionamiento de las estancias de la reina y hubiera sido imposible cualquier encuentro secreto entre los supuestos amantes sin que ella tuviese noticia, a través de la densa red de sirvientes perfectamente adiestrados en la observación con que contaba. Pero la intimidad entre los dos era mucha y daba pábulo a fáciles conjeturas. Incluso algunos historiadores han encontrado en todo ello indicios de que, si por parte de ella no habría más que una mezcla de lástima y cariño, en la encendida mente de él quizá bullese una escondida y desgraciada pasión sin futuro. La noche anterior a su arresto, la había pasado el príncipe en las habitaciones de la reina jugando a las cartas, pasión que los unía y los arruinaba. Dice un testigo que en esta ocasión, Carlos llegó con una elevada cantidad, cien coronas, en su bolsa y que cuando salió después de la partida, la bolsa
estaba completamente vacía. Cuando fue encerrado, Isabel escribió a su fiel confidente, el embajador francés: «Dios ha querido que se haga pública su condición.» Puede parecer una expresión fría y acaso desdeñosa, pero testigos de aquellos dramáticos días hablaron de que no cesó de llorar, sufrimiento 80 Los reyes infieles que se recrudeció cuanto tuvo noticias de su tan sospechosa muerte. Se dijo que los lloros de Isabel se prolongaron ininterrumpidamente durante dos jornadas, hasta el punto de que su marido le prohibió de forma terminante que siguiese con ello. Lo cierto es que, abandonada la Corte por los brillantes y alegres tío y sobrino, Juan de Austria y Alejandro Farnesio, a nadie más que al desgraciado de Carlos había tenido en el Real Alcázar con el que pudiera mantener una amistosa relación entre iguales. El hecho es que la Monarquía quedaba sin un heredero varón que le prestase estabilidad y perspectivas de futuro, pero Felipe, junto con su tan ponderada prudencia, era un ser de carácter expeditivo y, en esta ocasión, había preferido tentar al destino a la espera del posible nacimiento de un hijo varón de Isabel.Todo, antes que seguir admitiendo lo insoportable que era la misma presencia y actividades de un hijo al que sin duda despreciaba y en el que no tenía la más mínima confianza. A un ser tan frío como Felipe, acaso la muerte de Carlos le activó algún sentimiento de tristeza como padre, pero sin duda como rey se veía libre de un gran peso que ya había llegado a serle insoportable.
Modelo de bastardos A estas alturas, ya se ha comprobado la activa y determinante presencia de aquel Jeromín en la Corte de su hermano. A muy temprana edad, el emperador había decidido que aquel hijo de su tranquila viudez pasase a España, donde él ya tenía sin duda previsto tomar su retiro. Se manifestaba así su voluntad de tenerlo cerca, aunque por el momento la elección de sus cuidadores y educadores —personas resi-dentes de la localidad de Leganés, próxima a Madrid—, no fue en absoluto afortunada para el progreso del muchacho.Ya con nueve años se decidió encomendarlo a la atención de don Luis Quijada, fidelísimo mayordomo del emperador, quien, con su esposa, doña Magdalena de Ulloa —tranquilo matrimonio sin hijos—, lo educaron con todo cariño y dedicación en su castillo vallisoletano de Villagarcía de Campos. Ya en sus últimos tiempos de vida, quiso Carlos conocer a aquel tardío hijo e hizo que se lo presentasen, sin aclararle en ningún caso sus Felipe II, el rey sin pasiones 81 propios orígenes, en el Monasterio de Yuste, donde se había recluido con sus colecciones de relojes y su sempiterna glotonería. Cuando el emperador murió, sobre el reconocimiento de filiación que se hacía en el codicilo anexo al testamento de Carlos V, Felipe reconoció al muchacho de doce años como hijo de su común padre y, por tanto, hermano suyo. Fue en el transcurso de una cacería cuando Felipe eligió el momento para comunicárselo en privado al interesado, que hasta aquel momento no tenía la menor idea de su misterioso origen, dada la absoluta fidelidad prometida al emperador por parte del matrimonio que le había cuidado como a un hijo verdadero. La primera vez en la que Felipe le reconoció públicamente hubo de ser un poco más tarde, con ocasión de la solemne jura de don Carlos como heredero, en noviembre de 1560. En aquella ocasión, y por vez primera en la historia de las monarquías hispanas, un hijo real habido fuera del matrimonio era expresamente citado como «el ilustrísimo Don Juan de Austria, hijo natural del Emperador». Tras pasar por la Universidad de Alcalá de Henares, muy pronto don Juan dio muestras de poseer un fuerte carácter, que venía a formar una perfecta y verdaderamente explosiva combinación con su gran atractivo físico. Junto a una apostura que los ejercicios de gim-nasia, los juegos y la equitación contribuían a perfilar de la más agradable forma, su rostro no mostraba ni rastro del prognatismo que era la seña de identidad de la familia paterna y que se renovaba y poten-ciaba de generación en generación, debido a la ciega voluntad de los Habsburgo de formalizar coyundas con parientes próximos. En esto, quienes prestaran atención al hecho, tendrían pruebas más que suficientes de los beneficios que tenía la apertura genética a otras posibilidades. La más que turbia Blomberg podía tener sus defectos, ciertamente, pero la verdad es que el producto de sus efímeros amores con el emperador había salido mucho mejor en todos los aspectos que la mayor parte de lo nacido durante generaciones dentro de la familia. Llevado por su impetuoso carácter, desde un principio se negó don Juan a ejercer el obligado papel de segundón de un hermano con el que, además, no tenía demasiados canales de entendimiento afec-82 Los reyes infieles
tivo. Era tremendamente ambicioso y fue esta circunstancia la que hizo nacer en Felipe una permanente prevención contra él. A cada victoria militar que su hermano iba consiguiendo, añadiendo más gloria a su nombre, el receloso Felipe respondía negativamente y, de hecho, acaso la mejor muestra de ello fue que nunca le concedió el tratamiento de Alteza, algo que para el bastardo constituía una verdadera obsesión, una negativa que interpretaba como una sangrante afrenta. Se ha afirmado que Felipe tenía unos profundos y lacerantes celos de su brillante hermano, ya que él en ningún caso fue ni valorado jefe militar ni adorado héroe popular, como él. De hecho, la única vez que Felipe se ciñó la armadura y se vistió para el combate había sido con ocasión de la tan celebrada jornada bélica de San Quintín. Pero entonces en ningún momento había intervenido en el combate, manteniéndose a más que prudente distancia desde un bien protegido puesto de observación. Una actitud que había producido la indignación de su padre, pero que era la búsqueda de eficacia que iba a caracterizar a los reyes de la Era Moderna. Desde un bien situado puesto de mando, monarcas y generales iban a dirigir las operaciones de la mejor forma, fuera del fragoroso centro de la batalla, desde el que nada podía decidirse con el necesario rigor.Todo lo contrario que el arrogante, imprudente y excesivo guerrero que era don Juan. Físicamente, también era el bastardo la verdadera antítesis de su hermano. Frente a un Felipe que nunca destacó por sus atributos visibles, don Juan unía a su hermosura de rostro y apostura de cuerpo unos modales mundanos y elegantes. Por las alegres cortes europeas gustaba de lucir trajes nada discretos y enjoyadas manos, mientras su hermano prefería el color negro en sus soledades escurialenses. Eran, como algunos de quienes les conocieron dijeron, con acierto, el «Rey Prudente» frente al «Príncipe Imprudente ». De cualquier forma, Felipe se comportó con él de forma incluso mejor que la que el padre común hubiera podido sugerir en su encargo testamentario. Cierto que siempre le privó de aquel tratamiento de Alteza que era tan importante para él, pero a cambio le introdujo en su Corte, le concedió unas cuantiosas rentas y le hizo miembro de la más que exclusiva y ambicionada Orden del Toisón de Oro. Al mismo tiempo, facili-Felipe II, el rey sin pasiones 83 taba todo lo que podía su carrera de armas y parece que se alegraba sinceramente cada vez que llegaban noticias de los triunfos de don Juan, fuesen al mando de las galeras en el Mediterráneo —con el llamativo nombre de «General de los Mares»— contra los turcos, en la sublevación morisca de Las Alpujarras y, sobre todo, en el tan emblemático triunfo de la Liga Santa que comandó en la gloriosa jornada de Lepanto. Pero el triunfador no dejaba de ser un héroe incómodo y su hermano en ningún momento acabó de fiarse de aquel que nunca ocultaba que se sentía herido, víctima de una gran injusticia que consideraba absolutamente necesario reparar. En su arrogante irascibilidad esperaba que sus méritos le proporcionasen todo lo que ambicionaba, sobre todo la posesión de un reino propio, algo que Felipe no estaba dispuesto a consentir de ninguna manera. Era una cuestión de prestigio que en alguna medida hubiera podido igualarles y, en este caso, por muy comprensivo que fuese o se mostrase, el hijo legítimo mantendría siempre las distancias con el nacido de forma irregular. De los delirios de grandeza de don Juan, el papa Pío V se había convertido en porta-voz, con una potencial audiencia evidentemente muy amplia, llegando al delirio de proclamarle «elegido por Dios».Y, mientras se hablaba de erigirle un reino propio en Túnez, las colectividades cristianas de Albania y de la griega península de Morea
llegaban a ofrecerle una teórica corona de sus territorios. Poco más necesitaba el desconfiado Felipe para reforzar su vigilancia sobre el hermano. Era Antonio Pérez, el hábil y manipulador secretario del rey, quien más leña al fuego echaba en este sentido, actuando, como era habitual en él, a dos bandas. Por una parte, calentaba la fácilmente inflamable imaginación de don Juan hablándole de todas las posibilidades que tenía a mano y que el rey le asfixiaba. Por otra, confiaba Pérez a Felipe unas incesantes sospechas sobre las actividades de don Juan, con lo que el trato entre ambos hermanos acabó agriándose definitivamente cuando el mínimo resto de confianza existente desapareció bajo el mar de las mutuas sospechas. De hecho, las capacidades políticas de tan brillante guerrero eran muy limitadas y en ningún caso su hermano le habría concedido la elevación a los altos cargos a que su prepotencia y orgullo parecían conducirle. Cuando murió en Namur, en octubre de 1578, a la tem-84 Los reyes infieles prana edad de treinta y tres años y de forma tan rápida, se anunció que había sido víctima del tifus que por entonces hacía estragos. Naturalmente, los enemigos del Prudente tuvieron carnaza más que suficiente para lanzarse a acusarle de haberlo envenenado. Guillermo de Orange, el pertinaz alimentador de la leyenda negra, no dudó en acusar a Felipe de haber emponzoñado al héroe por medio de su médico personal, repitiendo la misma historia que había lanzado años antes, con ocasión de la muerte del príncipe Carlos. De cualquier forma y a pesar de las apariencias, en ningún caso pudo demostrarse que don Juan, en sus ansias de rehabilitación personal e impulsado por su tremenda ambición de mayor gloria y recompensas tangibles, hubiese incurrido en deslealtad alguna con respecto a su hermano y siempre siguió las directrices de éste, incluso en las ocasiones en que lo hiciera a su pesar, como cuando hubo de renunciar a poseer un reino propio. Glorificado y halagado hasta su mismo final, como era de esperar, aquel héroe moría a la mítica edad en la que los grandes genios habían entrado en la Historia. Don Juan pasaba así a integrar una esplendoro-sa triada, al lado nada menos que del mismo Jesucristo y de Alejandro Magno. Antes de morir, había expresado su deseo de que sus huesos fuesen depositados junto a los de su padre y a esta petición sí ya pudo responder con toda benevolencia su hermano, al que sin duda esta inesperada muerte le quitaba un permanente peso de encima. Por el momento, el exquisito cadáver, introducido en su armadura y ostentando el collar del Toisón, recibió todos los honores posibles de las autoridades civiles y militares de la localidad donde falleció, que le depositaron en lugar preferente en su catedral. Luego, su aliviado hermano Felipe ordenó que el cuerpo del héroe fuese traído secretamente a España, por lo que fue troceado para su más fácil transporte. En mayo del siguiente año, aquellos baqueteados y más o menos reconstituidos restos fueron solemnemente depositados en el Panteón de Infantes del Monasterio de El Escorial, donde hoy se encuentran, bajo una bellísima escultura de puro mármol blanco, que le presenta espada en mano como el verdadero arquetipo de guerrero de su tiempo que en vida había sido. El modelo de bastardos pasaba así a ocupar un magnífico lugar en la posteridad. Felipe II, el rey sin pasiones
85 Las correrías de un burlador Es lógico considerar que aquel personaje, que nunca contrajo matrimonio, había de tener una faceta amatoria acorde con su perfil público: variada, brillante, nada preocupada por los prejuicios dominantes y, sobre todo, distinguida por una fascinadora fugacidad. Hay que suponer que desde muy joven habría tenido sus historias, pero la primera de la que existe constancia es la que mantuvo en el invierno de 1566, antes de ser nombrado General de los Mares y lanzarse a la aventura medite-rránea.Tuvo por entonces amores en la Corte madrileña con doña María de Mendoza, de la ilustre familia de los duques del Infantado, linajudos al máximo y de los más opulentos aristócratas de España. Quienes tantos personajes de primera fila dieron a la escena castellana tenían su feudo en La Alcarria y contaban entre sus ascendientes con un personaje de la talla del gran poeta que había sido el marqués de Santillana. Con esta mujer, don Juan tuvo una hija, que sería conocida como Ana de Austria, nacida en octubre de 1567, que habría de tener el papel de protagonista femenina en aquel verdadero enredo teatral —trágico y absurdo a la vez— que fue el episodio del Pastelero de Madrigal. Más adelante, el bello e infatigable crápula encontró en medio de la belleza de Nápoles el mejor campo de acción, donde nunca le fal-taron incentivos y ofrecimientos más o menos interesados. Dos amantes bien conocidas de todo el público —puede suponerse que entre otras, desconocidas— tuvo nada más llegar a las fecundas faldas del Vesubio. Con la primera, Diana de Falangola, tuvo un hijo que nació en el otoño de 1573, mientras el padre se hallaba enfrascado en Túnez en la que sería otra de sus triunfales campañas. En el lecho del fogoso guerrero, no tardó en sustituirla otra mujer, Zenobia Saratosia, quien dio también otro hijo, que murió al poco tiempo. El resto de la vida de las dos se ciñó a lo que era habitual en estos casos, completando un esquema por demás arquetípico. Mientras Diana era casada con un noble arruinado y dispuesto por ello a darle su nombre a cambio de una pactada contraprestación económica, Zenobia tuvo un destino bien diferente.Acabó su vida encerrada en un convento situado bajo la advo-cación de Santa María Egipcíaca, es decir, un centro de reclusión de supuestas arrepentidas de previas existencias calificadas de licenciosas. 86 Los reyes infieles Una tercera relación que siguió tuvo otros fustes bien diferentes. Fue la que, con gran escándalo de todo el mundo, estableció don Juan de forma abierta y podría decirse que provocadora, con doña Ana de Toledo, de muy ilustre familia española en Nápoles. Mujer mayor que él, fue sin duda de todas sus amantes la única que supo dirigirlo y controlarlo. Luego, cabe suponer que sus trasiegos por Europa le permitieron goces de todo tipo, de los que no han quedado rastros fehacientes ni nombres a citar. De la misma edad que don Juan, por ser nacidos ambos en el año 1547, era el entonces todavía escasamente conocido Miguel de Cervantes, su compañero de lucha en aquella ocasión que nunca igual vieran los siglos que fue Lepanto. Algo de lo que el autor del Quijote siempre estuvo orgulloso y buena muestra de esa fascinación que en tantos casos han ejercido los hombres de acción sobre los que viven de la pluma —en este caso, además, un verdadero genio literario— es la composición que a su muerte escribió, en espesos y viscerales versos: ¡Bien decís, perros! ¡Bien decís, traidores!
Que si Don Juan el valeroso de Austria gozara del vital amado aliento, a sólo él, a sola su ventura la destrucción de vuestra infame tierra guardara el justo y piadoso Cielo. Más no le mereció gozar el mundo: antes, en pena de tan graves culpas como en él se cometen, quiso el hado cortar el hilo de su dulce vida y arrebatar el alma el alto Cielo. Ciertamente, no era el mejor Cervantes el que se dedicaba por entonces a pergeñar loas a su admirado colega de armas. Cuarta y última La muerte de la tan querida reina Isabel fue en verdad bastante sentida por el pueblo, acostumbrado a ver a sus reyes felices y tranquilos Felipe II, el rey sin pasiones 87 y, sobre todo, siempre en casa, lejanos ya los tiempos en los que el emperador apenas venía a España en breves y espaciadas visitas. A la gente del común siempre le han molestado los monarcas absentistas, que parecen dar la impresión de desinteresarse por el cuidado de sus súbditos. Felipe, después de sus breves aventuras europeas, ya no salió de la Península y, cuando la construcción del monasterio de El Escorial le permitió instalarse en él, ya apenas se movería del interior de esta magna obra, cuya última piedra fue puesta llegado el año 1584. Testimonio del generalizado pesar por la muerte de Isabel es esta composición de un Miguel de Cervantes poco dado a florituras cortesanas, pero de tan limitada calidad literaria como el visto más arriba dedicado a don Juan de Austria: Cuando dejaba la guerra libre nuestro hispano suelo, con un repentino vuelo la mejor flor de la tierra fue trasplantada en el cielo. Ya al cortarle de su rama el mortífero accidente,
fue tan oculta a la gente como el que no ve la llama hasta que quemar se siente. Mientras tanto, el viudo, ya con cuarenta y dos años encima, pocas apetencias parecía tener de volver a casarse, pero al haberse quedado sin más descendencia que las dos hijas que eran la luz de su vida, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, se vio obligado a reincidir en el matrimonio. El rey sin pasiones ahora se veía, una vez más, obligado a aceptar la razón de Estado en los aspectos más privados de su vida. Gajes del oficio y obligaciones del cargo, que de las dos formas podría decirse, y no iba a ser el último monarca español que se viese en tan displicente tesitura.Y, ya puestos a elegir, se volvió a echar mano de la tan traída y llevada Ana, a la que la muerte de Carlos y el fracaso de un matrimonio francés mantenían en obligada reserva al lado de sus padres. 88 Los reyes infieles Lógicamente, su madre, la infanta María, realizaría las oportunas gestiones destinadas a colocarla, no ya con el problemático heredero desaparecido, sino directamente con el poderoso rey, su hermano Felipe. Ahora, la endogamia seguía rozando el incesto, si bien sin caer en él, y en lugar del enlace entre primos, que podía parecer en cierta medida más aceptable, se efectuaba una unión —menos habitual, ciertamente — entre tío y sobrina carnales. Una circunstancia que incluso llegó a justificar las repetidas reticencias del papa, que acabaría sin embargo siendo adecuadamente convencido, dado quienes eran las dos familias interesadas en llevar a cabo el enlace. La emperatriz María intervino a lo largo de todo este proceso como la más activa promotora de su hija hasta el trono de su amada España, que la mantenía siempre llena de nostalgias allí en sus lejanías centroeuropeas, desde donde mandaba a educarse aquí a sus hijos, cuya lengua familiar no era otra que el castellano. Efectuado el traslado de la novia vía Países Bajos, desembarcó Ana en Santander y el encuentro con su marido —ya casados por poderes— estuvo programado en el alcázar de Segovia. Indudablemente, era aquel un entorno más amable que la rigurosa y fría severidad de El Escorial, donde en definitiva iban a instalarse. Ella tenía la mitad de la edad de su marido, torturado ya por la gota, pero responsable con su obligación de dotar a la Corona de un heredero varón. Era Ana la antítesis de su brillante y manirrota antecesora en el real tálamo. Amante de la vida casera y tranquila, poco dada a brillos y saraos, dulcificó y simplificó mucho las rigideces de la vida cortesana y le dio a su marido una década de plácida tranquilidad. Él había tomado medidas para que se cortase la sangría de gastos que había generado la difunta Isabel, pero el temperamento de la nueva esposa no lo iba a hacer necesario. «La Corte parece un convento de monjas», anotaba algún decepciona-do visitante, cuando veía una más que evidente retracción con respecto a fastos y derroches de la época anterior. Ahora, los paseos por el campo y las veladas de lectura y costura sustituían a las fiestas y animadas partidas de cartas de antaño.
Seis hijos, de ellos cuatro varones, nacieron de la coyunda. Parecían cumplirse los mejores deseos, pero la realidad fue desmontándolos, inmisericorde, poco a poco. El primogénito murió a los siete años; el Felipe II, el rey sin pasiones 89 que le siguió no consiguió cumplir dos; el tercero vivió algo más, hasta los seis. Fue el cuarto y último — el futuro Felipe III— el que conseguiría superar tan dramático sino colectivo y sentarse en el trono a la muerte de su padre. Murió Ana de gripe a los treinta años, en 1580, estando la Corte en Badajoz de camino a Portugal. Devota leyenda hay sobre todo ello.Afirma que quien primero se engripó fue el marido y que la devota esposa ofreció su vida a cambio de la de él.Y, como cuidadosamente anotó el cronista reverendo padre Flórez, «... oyó el Señor su plegaria, pues mejorando el Rey, cayó mala la Reina...».Y añadía, no sin frío distanciamiento: «Sangrías y purgas y lo que en aquél fue sólo amago de muerte, en ésta resultó irreparable golpe.» Eso sí, Ana podía tener la póstuma satisfacción de ser la primera reina cuyo cuerpo tuvo el alto honor de ser depositado en el entonces flamante Panteón de Reyes del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Así, apenas superada la cincuentena, Felipe seguía siendo el mejor partido posible del mundo y su antigua suegra, Catalina de Médicis, con la que mantenía una estrecha relación epistolar y que estaba muy al tanto de todo lo que ocurría, no dudó en endosarle un problema familiar que ella tenía y proponerle a otra de sus hijas que permanecía soltera. Era la brava Margot que pasaría a las crónicas paralelas del momento y que, con sus descontrolados furores sexuales y subsiguien-tes escándalos, iba a convertirse durante un tiempo en sabroso objeto de comidilla en todas las cortes europeas. Tuvo Felipe el buen sentido de declinar amablemente la envenenada proposición y, además, no tuvo mucha dificultad en hallar para su negativa un delicado argumento que encima le hacía salir airoso del trance: «… tengo por tan escrupuloso el casar con dos hermanas, que en ninguna manera podría concurrir ni convenir en ello.» Él, a estas alturas, ya solamente quería soledad para estudiar sus papeles —que le ocupaban unas diez horas al día, según se decía— y consideraba que había cumplido con su deber genésico al dejar un hijo varón con aceptables expectativas de supervivencia. Pero la espada del peligro de la alta mortalidad de la época no dejaba nunca de blandir su larga y amenazadora sombra. Su único hijo varón y heredero, Felipe, tenía doce años y en cualquier momento y siguiendo la larga tradición familiar, podía caer mortalmente víctima de algún 90 Los reyes infieles mal. El alto sentido de responsabilidad del Prudente le llevaría incluso a plantear otro matrimonio, con el fin de asegurar su descendencia. Habló con su hermana María, sugiriéndole la posibilidad de un quin-to matrimonio.Ahora, los escrúpulos que había aducido ante Catalina de Médicis para no casarse sucesivamente con dos hermanas parecían haber desaparecido y se postuló como marido de Margarita, la hermana menor de la difunta Ana. Pero ella no parecía estar interesada en la operación y declinó tan alto honor. Pasó a vivir Margarita, junto con su madre, en el madrileño Convento de las Descalzas Reales, donde acabaría rematando una ejemplar y penitente vida como religiosa. Eran éstas mujeres de la dura estirpe habsbúrgica, que atendían a las obligaciones políticas a que su
nacimiento les obligaba, algo que no se había dado ni se iba a dar en el panorama de las familias reinantes en Europa. De hecho, en las tres últimas generaciones, mujeres de la familia habían desempeñado el nada fácil papel de gobernadoras —con una amplísima autonomía de decisión— de las conflictivas y bullentes provincias que conformaban los Países Bajos. La archiduquesa Margarita, efímera esposa del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos que «había muerto de amor», la leyenda había sido la primera de la serie, durante la minoría de edad de su sobrino Carlos I. Más adelante, habían estado las largas y fecundas etapas presididas por la reina María de Hungría, hermana del emperador; la de la varonil Margarita de Parma, hija bastarda de éste y, por último, la de Isabel Clara Eugenia, la tan amada hija mayor de Felipe II.Y en ningún caso podría afirmarse que elementos tan celebrados como el duque de Alba y don Juan de Austria, que desempeñaron en su momento tales funciones, superaron en su desempeño del puesto los niveles alcanzados por esta serie de mujeres.
Baile de intrigantes Con diez años, había llegado en 1526 a la Corte castellana el joven noble portugués Ruy Gómez de Silva, formando parte del séquito de la bellísima infanta Isabel, que venía a matrimoniar con Carlos V. Menino de la soberana, pasó luego a ser paje del príncipe Felipe, con quien entabló una fraternal amistad. Más adelante, avanzado en la treintena, Ruy Felipe II, el rey sin pasiones 91 se mostraba absolutamente desinteresado en la idea de casarse, pero fue su rey y amigo quien le preparó una espléndida unión con Ana de Mendoza y de la Cerda, del gran linaje ya mencionado que, además del marqués de Santillana, había aportado tantos grandes generales, políticos de pro, e incluso a su mismo bisabuelo, el cardenal Mendoza, mano derecha que había sido de Isabel la Católica. Un matrimonio que, sin premura alguna por parte del novio, hubo de esperar cuatro años hasta que, en 1557, pudo consumarse, al alcanzar la novia la edad de trece años. Permanente compañero de Felipe, éste le concedió el título napolitano de príncipe de Éboli, que le situaba a la par de los más altos caballeros castellanos, título que él y su mujer vinieron a unir a los muchos otros que por herencias poseían. Era Éboli secretario personal del rey, sumiller de Corps, consejero de Estado y de Guerra, intendente de Hacienda y primer mayordomo del príncipe Carlos. Grande de España, fue sin duda el primero en la larga serie de validos que acompañaron siempre a los monarcas españoles durante los siguientes siglos. Si bien en este caso, la fortaleza del carácter de Felipe II y el comedimiento del de Éboli no llevaron la situación a los extremos de dominio de la voluntad real por parte del favorito, como repetidamente sucedería más adelante. En el interior de la Corte, Éboli lideraba siempre las posiciones de moderación y benevolencia en todos los graves conflictos que fueron surgiendo, tanto en el caso de los moriscos granadinos como respecto a los soliviantados Países Bajos. Una moderación que se enfrentaba abiertamente con las posiciones belicistas de que hacían gala el duque de Alba y sus partidarios, estableciendo de este modo una permanente tensión en los máximos centros del poder, que la prudencia de Felipe II trató en todo momento de atemperar, apoyando las posiciones de uno u otro bando, en decisiones no siempre acertadas. En cualquier caso, el príncipe siempre se mantuvo fielmente al lado de Felipe en los momentos más difíciles de su tan prolongado reinado. Pero lo que en estas páginas importa en todo este complejo entramado es la sugerente presencia de la princesa de Éboli que, con el paso de los años, se había convertido en una atractiva mujer, de subyugadora y misteriosa belleza. Aquella que había sido jovencísima novia, 92 Los reyes infieles «bonita, aunque chiquita», al decir de un contemporáneo, vivió un matrimonio tranquilo, con un marido que, debido a los veinticuatro años de diferencia —y, sobre todo, a su demostrado desinterés por el vínculo conyugal— más bien ejercía de padre que de esposo. De carácter dominante y altivo, que no admitía opiniones en contra ni valoraba otras opiniones, era Ana una verdadera mujer fatal de su época. A toda su fascinación venía a añadirse la atrevida extravagancia del negro parche que portaba con ostentación sobre su ojo derecho. Se habló mucho acerca de si ocultaba el defecto —nunca aclarado— de una biz-quera de nacimiento o una tuertez debida a la caída de un caballo o a un accidente de esgrima.
Con un estilo de habla desgarrado y castizo, venía a ser la antecesora de todas aquellas aristócratas goyescas que dos siglos más tarde introdujeron las fórmulas más chabacanas en los más exclusivos ambientes palaciegos. Ilustrando acerca de esta extraña pareja, existe el inapreciable testimonio de Teresa de Jesús, que los trató y llegó a conocerlos bien, a partir del momento en que fue llamada por los príncipes a establecer en su señorío alcarreño de Pastrana un convento de monjas y otro de frailes, organizados según las normas del reformado Carmelo. La literata santa andariega habló en sus escritos y sin tapujos de los muchos trabajos que en su relación le causaba el difícil carácter de la princesa, que finalmente siempre acababan siendo solventados satisfactoriamente por la cordura del príncipe, «que era mucha». Tuvo la pareja once hijos, de los que sobrevivieron cinco. Entre ellos, hubo todo un repertorio de dedicaciones de vida, absolutamente característico de la familia noble de la época: dos militares, un poeta, un eclesiástico —que fue arzobispo de Granada y de Zaragoza— y una monja. Cuando murió el marido, en 1573, la princesa se encontró viuda con treinta y tres vitales y animosos años, pero por el momento decidió mantener una existencia que se considerase adecuada a su nuevo estado y decidió ingresar, junto con su hija menor, en el convento de Pastrana fundado por Teresa de Jesús. Allí se instaló con una amplia servidumbre, estableciendo unos modos de vida que nada tenían que ver con los rigores impuestos por la fun-dadora, hasta el punto de que tal trasiego de sirvientes y visitas acabó por hacer huir de allí a las propias religiosas.Ya lo había predicho la Felipe II, el rey sin pasiones 93 sabiduría de la madre abadesa que, cuando tuvo noticia de la temida llegada de tan especial personaje, había exclamado, llena de pavor: «La princesa, monja. ¡La casa doy por deshecha!» Ésta sería la extendida historia oficial, pero por debajo —realmente, muy por encima— había otra, llena de atrayentes enredos, que iban a constituir motivo de estudio y polémica entre egregios historiadores durante los siguiente siglos, hasta casi el día de hoy. Según ella, doña Ana de Mendoza habría sido una más de las amantes —destacada por motivos obvios, eso sí— de Felipe II. E incluso se llegaría a afirmar que el primogénito de la familia, Rodrigo, en el que recayeron los principales títulos familiares y del que se supone que su padre se sentiría orgulloso, sería hijo del monarca sin pasiones. Arquetipo del militar elemental y bravucón, pudo mostrar aquel Rodrigo el valor de sus matonerías en varias guerras, pero nunca llegaría a alcanzar el grado de lo sublime que su segundo hermano y colega en armas, Diego, personaje de la misma naturaleza, obtuvo cuando llegó al extremo de dar su vida en la suprema ocasión de Lepanto. Rodrigo, el supuesto bastardo real, intervino con señalado éxito en las operaciones militares de anexión de Portugal, fue general de Caballería con Alejandro Farnesio en los Países Bajos y acabó muriendo en Luxemburgo en 1596, después de una existencia bastante agitada. Pero, dejando aparte cuestiones tan estrictamente familiares, aquí entraba en escena otro personaje de primer orden: se trata de Antonio Pérez, clave en la historia de la España moderna, de la que fue uno de sus más enigmáticos protagonistas. Había nacido este personaje en Madrid, en 1534, producto de clandestinas relaciones del clérigo Gonzalo Pérez, secretario que fue sucesivamente de Carlos V y de
Felipe II. Adecuadamente oculto su origen como hijo de eclesiástico, algo bastante mal visto para lanzarse a cualquier carrera que se preciase, el muchacho se benefició de la protección de las mayores alturas y pudo recibir una inmejorable educación, que realmente difícil parangón podía tener, ya que estudió en las aulas de las mejores universidades de la Europa del momento: Alcalá, Salamanca, Padua,Venecia y Lovaina. Con tal bagaje educativo, sus protectores no tuvieron problema alguno en convertirle en joven secretario de Estado, en unos momentos en que Felipe II vivía algunas de sus horas más bajas, cuando los problemas 94 Los reyes infieles que le suponían la guerra en Las Alpujarras y la permanente sublevación en los Países Bajos se venían a unir a los dramas íntimos que suponía el oscuro proceso que llevó a la muerte del príncipe don Carlos, seguida muy poco tiempo después por la de su tercera esposa, aquella encantadora, manirrota y ludópata que fue Isabel de Valois. Cuando murió el príncipe de Éboli, que había sido el mayor protector de Pérez, éste se convirtió en elemento esencial en la más íntima proximidad de Felipe. Resultaba así el gran valido del momento y, a su lado, se alzaba la presencia de una Ana de Mendoza que ya había superado su temporal retiro conventual, que seguramente le había sido muy difícil de mantener, para regresar a las pompas y circunstancias que configuraban el día a día de la Corte. Circulaba por los corrillos palaciegos la suculenta especie de que tan destacada ascensión en el favor del rey, que tan estricto era en cuestión de las circunstancias personales de quienes le rodeaban, se debía a un motivo muy especial. Sería éste una íntima relación establecida entre el todopoderoso Ruy Gómez y el joven estudiante Pérez, al que todos achacaban muy especiales costumbres amatorias adquiridas durante su estancia en «la depravada Italia». Parece que la frecuentación entre ambos era tan desmedida que la propia princesa de Éboli y su hijo mayor —el supuesto bastardo del rey— decidieron cortar por lo sano, lanzando la idea de que el avispado muchacho era hijo natural del príncipe, lo que en cierta medida podría venir a explicar toda aquella exa-geradamente afectuosa relación. Ahora, el campo estaba abierto para los ambiciosos Ana y Pérez, que no se privaron de disfrutar de su privilegiada posición, instrumentándola a fondo en función de sus particulares intereses. Él supo conducir con gran habilidad la persistente desconfianza que Felipe sentía desde siempre hacia su brillante hermanastro don Juan de Austria y, en función de ello, había recomendado a Juan de Escobedo, procedente de la nobleza media de Cantabria, como secretario particular del bastardo. Pero el que había sido elegido como confidente —y delator de cualquier supuesta maquinación del sospechoso— acabaría convirtiéndose en su mayor defensor. El secretario Pérez se encontró entonces con un abierto y decidido enemigo en el mismo seno de la Corte. Escobedo, de ser una personal hechura suya se dedicó a investigar todas sus actividades, que eran muchas. Felipe II, el rey sin pasiones 95
Además de divertirse juntos en los espacios más privados, aquellos dos verdaderos intrigantes de novela se dedicaron en otro orden de cosas a un fructífero tráfico de influencias y, confiados en la fortaleza de su posición, parece que se arriesgaron a un juego más fuerte, interviniendo en asuntos de mayor enjundia y riesgo, como eran los abiertos y candentes problemas de Portugal y de los Países Bajos. Negocios todos estos que eran escrupulosamente espiados por un Escobedo que se arrogaba un pretendido puesto de defensor de los intereses de don Juan de Austria. En esta línea, se habría producido aquella escena que tan divulgada fue y que iba a hacer las delicias de tantos amantes de la petite histoire y que hablaría de una sorprendente intimidad de todos estos personajes en salones, pasillos y alcobas. Según ella, Escobedo habría abierto la oportuna puerta y sorprendido en la cama a Antonio Pérez con la princesa. Escena que parecía venir a servir a Escobedo para presionar a sus adversarios con la abierta amenaza de contárselo a Felipe, pero que des-montaría inmediatamente el desparpajo de la Éboli cuando le contes-tase, desdeñosa: «Escobedo, haced lo que queráis, que más quiero el culo de Pérez que al Rey...» La devota dedicación de Escobedo en defensa de los intereses de don Juan no podía dejar de tener sus consecuencias. Ni al rey le interesaba tener cerca de sí a un elemento que tanto trabajaba para su hermano, del que seguía desconfiando con toda razón, ni a los intrigantes que pululaban a su alrededor podía apetecerles verse en todo momento con tan entregado espía. El asunto terminó solventándose por la vía rápida que era la propia de la época. Se dijo que Antonio Pérez había intentado en dos ocasiones eliminar a Escobedo, invitándole a su mesa y administrándole un «agua mortífera» en la primera ocasión y un postre cargado de arsénico en la segunda.Vistas las dificultades de llevar a cabo la acción por estas moderadas vías, los que querían que el ya más que molesto Escobedo desapareciese de una vez por todas optaron por el camino más directo. En la noche del 31 de marzo, lunes de Pascua, de 1578, medio año antes de que falleciese de muerte natural su señor don Juan de Austria, su fiel secretario caía víctima de su estricta dedicación. «El Verdinegro», que así era denominado por los colores de su preferencia a la hora de 96 Los reyes infieles elegir atuendo, era apuñalado en las proximidades de su casa, en los principios de la Calle Mayor, muy cerca de la mansión donde vivía la princesa de Éboli. Tras la acción, inmediatamente partió un correo urgente hacia El Escorial para dar noticia al rey de que el asunto estaba concluido. Casi tres siglos más tarde, el apogeo del Romanticismo hallaba en un romance del duque de Rivas la expresión más vívida de tan truculento episodio: En aquella corta calle, más bien callejón estrecho, que por detrás de la iglesia sale frente a los Consejos se halló tendido un cadáver de un lago de sangre al medio.
Con dos heridas de daga en el costado y el pecho, y como rico ostentaba la cadena de oro al cuello y magníficos diamantes en los puños y en los dedos que obra no fue de ladrones se aseguró desde luego el horrible asesinato que a Madrid cubrió de duelo. Seguramente que a los madrileños todo aquello, más que duelo, les aportó un morboso disfrute de comprobación material de las luchas en los altos niveles. De todo esto quedaba el recuerdo de marañas de intrigas y manipulaciones decididas en sofocantes despachos repletos de estanterías llenas de legajos, siempre con la opresiva presencia del rey, al que nada se escapaba y que estaba decidido por encima de todo a mantener su autoridad, aunque fuese a costa de la vida de seres para él queridos.Y del asesinado, hasta hoy existe ese retrato que ha sido atribuido a los pinceles del Greco, donde se le representa distante en la oscuridad, diríase que casi tenebroso y con una ambigua mirada, quizá llena de sugerentes interrogantes. Felipe II, el rey sin pasiones 97 Con todo, Felipe no iba a pararse ahí y los dos cómplices en el cri-men fueron inmediatamente víctimas de sus real y absoluto rigor. Antonio Pérez fue procesado y solamente su huida a los reinos de Aragón le salvó la vida. Ana de Mendoza fue desterrada y confinada en varios lugares sucesivamente y desposeída del control de las propiedades de sus hijos, para morir doce años más tarde en su palacio de Pastrana. Era el final de esta complicada historia, con unas ramifica-ciones de gran envergadura, que adquirió tintes de folletín debido a tantos amores y desamores, encuentros sexuales y dudosas paternidades. Siempre alrededor de aquella mujer de la que se llegó a decir, sin duda con romántica exageración, que fue capaz de «entretejer alrededor del cuello de todo un rey una soga hecha con pasiones, que a punto estuvo de acabar con un gran Imperio». La verdad es que la cosa no fue para tanto... y menudo era alguien como el frío Felipe como para entrar en terrenos que no pudiese controlar.
La bastarda del bastardo La tan discutida muerte del rey de Portugal don Sebastián, en batalla contra los musulmanes en Alcazarquivir, en suelo de Marruecos, había dado paso, en el año 1578, hasta el trono de Portugal al que era su legítimo heredero dinástico, su tío Felipe II. Pasaba así éste a unir en su persona las dos Coronas y conseguía establecer no sin problemas la unidad de toda la Península. Pero aquel Don Sebastián, oscuro personaje de ambigua sexualidad mezclada con resabios sobrenaturales, seguiría siendo una seña de identidad para las ilusiones y los anhelos de los portugueses que no admitían aquella anexión por el tan temido como detestado vecino español. Así, por el hecho de no haber sido encontrado nunca su cadáver sobre el campo de batalla, fue apareciendo a lo largo de los siguientes años una serie de impostores que afirmaban ser el monarca, presentándose después de haber cumplido supuestamente un voto de silencio en algún remoto lugar. Fue en este clima donde se desarrolló la trágica farsa del Pastelero de Madrigal, cuyo protagonismo femenino correspondió a doña Ana, la hija bastarda de don Juan de Austria. 98 Los reyes infieles Nacida en 1567, cuando su padre apenas tenía veintidós años, la nobleza de la niña le venía por las dos vías: la real aunque bastarda del padre y la egregia entre la nobleza hispana de los Mendoza. Aquí volvió a aparecer la figura de doña Magdalena de Ulloa, que de forma tan amorosa había cuidado del pequeño Jeromín en su castillo de Villagarcía de Campos.Ahora, otra vez, la abnegada mujer, esposa sin hijos, volvía a abandonar la Corte para hacerse cargo de la hija de aquél. Cuando la niña cumplió siete años, fue ingresada en el Convento de las Agustinas de Madrigal de las Altas Torres que, como se ha visto, era tradicional punto de destino de tanta alta bastardía femenina.Allí profesaría como novicia, en medio de un desconocimiento por todos de su verdadera personalidad, de la que sin embargo sí estaría adecuadamente enterada, como correspondía, la madre abadesa. Cuando, en 1575, se produjo el inesperado fallecimiento de don Juan, fue el propio Alejandro Farnesio, su inseparable amigo antes que sobrino, quien halló el momento adecuado de descubrir el secreto y comunicó a Felipe II la existencia de aquella niña. El rey inmediatamente concedió a la niña el derecho al uso del apellido Austria más el tratamiento de excelencia. Allí llevó la vida retirada propia del lugar, entre rezos y retiros, si bien disfrutando de unas formas de vida escasamente rígidas, como era habitual en los conventos donde se con-centraban las hijas de las grandes familias, a la espera de un acuerdo matrimonial que las lanzase al mundo exterior. Pero había doña Ana alcanzado la edad de veinticuatro años, que eran muchos para la época en mujer soltera, y no dejaba de imaginar otro tipo de vida diferente a la que hasta entonces le había sido impuesta.Y hete aquí que vino a convertirse en vicario de las monjas del convento de Madrigal el curioso personaje que iba a ser el organizador de toda esta trama. Se trataba del agustino portugués fray Miguel de los Santos, un fogoso partidario del bando de quienes se oponían a la presencia de Felipe II en el trono luso, lo que le había valido el destierro en Castilla, sin que ello sirviese para apagar sus pasiones políticas.Y en la pequeña villa abulense vinieron a coincidir todos los elementos para tan compleja acción.Ya solamente faltaba el protagonista de primera línea.
Guapo y rubio, tan alto como gallardo, buen jinete, hábil en el uso coloquial de varias lenguas, Gabriel Espinosa era natural de Toledo e Felipe II, el rey sin pasiones 99 hijo de padres desconocidos que le habían depositado en la inclusa, lo que le había llevado a convencerse de ser descendiente de noble linaje. Unas ínfulas a las que apoyaba con su atractivo físico y de trato, que no le sacaron sin embargo de los humildes trabajos de tejedor y de pastelero.Tras un vidrioso episodio con muerte de un tercero incluido, se había visto obligado a poner tierra por medio y huir posiblemente al país vecino, para luego regresar acompañado de una mujer y una hija, para establecerse, llegado el año 1590, en la tranquilidad de Madrigal, donde vivía resignado y entregado a sus labores en un asfixiante obra-dor de panadería, entre la harina y la masa. Cuando le vio por las calles de la villa, la imparable imaginación de fray Miguel de los Santos le dio inmediatamente una idea que debió parecerle genial. El magnífico físico del pastelero se unía a los finos modales que cultivaba y que consideraba acordes con sus supuestos altos orígenes, hablaba portugués y sus pretensiones nobiliarias le hacían renegar de la oscura existencia que llevaba.Ya no era necesario añadir ningún ingrediente más para que diese comienzo la función. Cabe suponer que cuando le propuso a Espinosa llevar a cabo la arriesgada operación de hacerse pasar por el desaparecido Don Sebastián, los dos truhanes estarían de acuerdo en que tenían en su mano bastantes triunfos como para ganar y acabar haciendo un buen negocio. Tal como estaba previsto, cuando el trapacero fraile llevó a Gabriel al convento, doña Ana quedó inmediatamente rendida de amor por él, que además era el primer hombre que se le aproximaba en su vida. Estaba ya harta de su obligado estado de religiosa y ahora, encima, tenía ante sí la posibilidad de convertirse por vía matrimonial nada menos que en reina de Portugal. Algo que, en cualquier caso, no debía parecerle una exageración a la hija del tan idolatrado héroe de Lepanto, que sin duda debía tener una autoestima bastante elevada. El agustino había explotado ya a fondo su candidez, junto a sus ardientes y nada ocultos deseos de abandonar el obligado retiro conventual. Difundida por vías varias la noticia de la presencia en Castilla del rey Don Sebastián, destacados nobles portugueses enemigos de Felipe II fueron acudiendo a Madrigal y no dudaron en reconocer en el pastelero al ya legendario monarca desaparecido en las ardientes arenas africanas. Mientras, doña Ana sin cesar escribía encendidas cartas a 100 Los reyes infieles Gabriel, que también era destinatario de valiosas joyas que la ingenua monja le enviaba en prueba de amor. Cartas estas que se conservan hoy en el Archivo Nacional de Simancas.Adecuadamente enterado estuvo desde un principio el rey Felipe de toda esta trama, de la que los aspectos personales indudablemente debieron importarle muy poco. Se trataba ante todo de un cuestionamiento de su autoridad en Portugal, que podría tener consecuencias imprevisibles y que era preciso atajar de forma radical. Estaba claro para todos —menos para doña Ana, por lo que se veía— que Gabriel Espinosa era solamente un impostor más, otro
«falso Don Sebastián». Pero era un elemento útil que podría ser bien instrumentado por las poderosas fuerzas que en el país vecino rechazaban a Felipe II y luchaban soterradamente en su contra. Pero iba a ser la propia actividad del protagonista la que desencadenase el procedimiento con el que el asunto iba a cerrarse. Quedándosele pequeño Madrigal, el pastelero se había marchado a Valladolid, donde se daba a la buena vida gracias a los dineros que doña Ana le proporcionaba. En un momento dado, no tuvo reparo alguno en hacer un gesto de gran señor y pagar los servicios de una prostituta con una de las joyas que su enamorada le había entregado. Joya, por lo visto, perfectamente identificable que, por la forma que fuese, acabó llegando a manos del corregidor de la ciudad, don Rodrigo de Santillana. También Espinosa habría vendido varias piezas preciosas más en lugares habituales de recepción de materiales de sospechosa procedencia. La justicia real estaba ya sobre aviso, de forma solapada, pero el episodio vallisoletano lo aceleró todo y, como suele decirse de forma tradicional, «por el hilo se sacó el ovillo». Cuando fue detenido, al supuesto «Sebastián» se le encontró encima una carta de fray Miguel parece que altamente comprometedora en cuanto a los fines que perseguían en la operación. El rey no estaba dispuesto a que su autoridad fuese discutida ni siquiera por una conjura de tan bajos vuelos como la que nos ocupa y decidió cortar por lo sano. Si lo había decidido con su propio hijo, ¿cómo no iba a actuar, además por la abierta vía judicial, contra unos truhanes de medio pelo, molestia pequeña pero viva en una cuestión tan vital como era la de Portugal? Felipe II, el rey sin pasiones 101 Entrado ya el año 1595 y trasladado a Medina del Campo, Gabriel Espinosa fue condenado a la horca. El gran urdidor de la maraña, fray Miguel de los Santos, por su parte, debió someterse a un proceso de degradación, debido a su estado eclesiástico, antes de conocer los rigores máximos de la ley civil. Después de ser ejecutado, el cuerpo del falso monarca lusitano fue descuartizado para ejemplar escarmiento de traidores a la autoridad real. El agustino fue simplemente ahorcado en Madrid, en la plaza pública habitualmente utilizada para estos casos. Varios implicados en la trama sufrieron en esta causa penas de diversos tipos, que fueron desde los azotes a la pena de destierro o, lo que era infinitamente peor, de galeras. La ingenua e infeliz doña Ana fue trasladada, por expresa decisión real, a un convento de Ávila, donde se vio sometida a una forma de reclusión extremadamente rigurosa. Perdido el tratamiento de excelencia, fue «condenada», todos los viernes y de por vida, a mantenerse a pan y agua. Con todo y visto que su implicación había derivado de su ignorante buena fe, a los cuatro años, estos castigos le fueron levantados y se la trasladó al gran monasterio burgalés de Las Huelgas, prestigioso cenobio de donde llegó a ser abadesa perpetua. En calidad de tal, en 1615, recibió allí, en su camino hacia Madrid, a la princesa francesa Isabel de Borbón, casada con el heredero de la Corona, el futuro Felipe IV. Así terminaba la novelesca intriga que le había tocado protagonizar a la bastarda del bastardo. Los prolíficos escritores de truculentos folletones de la época romántica encontrarían en la historia uno de sus más fecundos y atrayentes filones.
VI FELIPE IV, EL REY PLANETA
De muertes abreviadas NACIDO EN 1578,el tercer Felipe de la familia,el deseado heredero del Prudente, tenía todas y cada una de las cualidades que se pudieran desear para un hombre normal que no tuviese ante sí grandes expectativas en la vida. Pero ciertamente no eran las que exigía el puesto de cabeza de una monarquía universal. Era persona diríase que normal, amable incluso con los criados —algo no muy habitual en la época— y en absoluto violento como había sido su desgraciado hermano Carlos. Reservado en la palabra, meticuloso, buen hijo y carente de grandes defectos. Su padre, temiendo neciamente que pudiese reproducir los excesos de Carlos, había promovido que fuese educado de forma totalmente apartada del mundo, para evitar amenazadores peligros y malsanos contagios. El nefasto resultado de tal remedio no tardaría en comprobarse. Fervoroso católico, para el joven Felipe la importante práctica religiosa alcanzaba en su vida grados casi patológicos, tanto en la asistencia a los habituales rituales como a los cada vez más prolongados tiempos que dedicaba a la oración, lanzado a unas formas de misticismo que el paso de los años no hicieron más que ahondar. Profundamente imbui-do de un rígido y ferviente catolicismo, parece que su mayor preocupación consistía en que todo el mundo conociera el misterio de la Inmaculada Concepción. Las abstracciones ascéticas se complementaban en él con el uso de esos artilugios de santa tortura que tanto se prodigaron en tiempos 104 Los reyes infieles barrocos.Tan peculiar personaje, si bien en un principio había tranquilizado a su padre por su básica placidez, no dejó luego de inquie-tarle. El Prudente ha confiado en sus etapas finales a un fiel servidor: «¡Ay, don Cristóbal, que me temo que le han de gobernar!» Y nada desacertado estaba el monarca al pensar esto, ya que el hijo no daba muestras de ir mucho más allá de lo que otros le indicasen.Y aún la leyenda filipina abundaría más en esta constatación de la cortedad del hijo por parte del frustrado padre. Se afirmaría que, estando el Prudente en su lecho de muerte, lanzaría una postrer y dolorida queja contra el destino: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos...» Y si el hijo le parecía evidentemente incapaz para el alto cargo al que la providencia le había destinado, ¿qué hubiera podido pensar el solitario de El Escorial del nieto, Felipe IV y, llegado el extremo, del bisnieto Carlos II, que cerraría de la forma más dramática y patética a la vez la dinastía tan brillantemente inaugurada por el primer Carlos? Lo cierto es que en esta historia que nos ocupa, dedicada a revisar amantazgos más o menos clandestinos y bastardías de semejante naturaleza, el período protagonizado por Felipe III solamente ofrece un breve y prescindible panorama de absoluta esterilidad. Para esposa, se le eligió, como no podía ser menos, una pariente muy próxima: Margarita de Austria, de catorce años, nieta de aquel emperador Fernando nacido en Alcalá de Henares e hija del archiduque Carlos, primo hermano del que iba a convertirse ahora en su suegro. En septiembre de 1598, cuando la comitiva nupcial pisaba suelo italiano, se tuvo noticia de la muerte de Felipe II. La recién desposada pasó entonces ya a ser tratada como reina. Levantado el luto para la ocasión, el papa Clemente VIII oficiaba en la catedral de Ferrara la ceremonia del matrimonio
por poderes, entre una profusión de perlas, diamantes, oro y plata. Luego, a Génova. Hasta el siguiente mes de marzo no pudo llegar Margarita a España, desembarcando en Vinaroz. En la catedral de Valencia, el novio la esperaba acompañado de su hermana Isabel Clara Eugenia, a la que se había casado en la misma ceremonia con un hermano de Margarita, el archiduque Alberto. Los dos jóvenes reyes eran muy parecidos en carácter, pero algo les distinguía. Frente a la sobriedad de él, ella no dudaba en Felipe IV, el Rey Planeta 105 combinar la sobriedad de los obligados lutos por la muerte de su suegro con el brillo de las piedras preciosas y las piezas de oro y plata que gustaba de lucir de forma extremada. Eran dos perfectos Habsburgos, dotados del mismo prognatismo facial y dedicados a similares prácticas religiosas. Se complementaban en su dejar hacer a quienes en el momento adecuado les dominasen. Es lo que sucedió cuando el duque de Lerma, dueño de la voluntad de su señor, consiguió incluso que se trasladase la capitalidad del Estado a Valladolid, haciendo con ello el negocio de su vida y de la de muchos de sus allegados. Fue durante aquel período vallisoletano cuando vino al mundo, en 1605, el que sería el heredero, Felipe IV, de vida absolutamente opuesta a la de su padre. Cuatro varones y cuatro mujeres tuvo la real pareja.Además del heredero y futuro Felipe IV, fue aquél un conjunto en el que hubo de todo: desde los que murieron a muy temprana edad hasta los que tuvieron brillantes destinos, como una Ana que fue madre del Rey Sol, una María que fue emperatriz y un Fernando, curioso y atrayente cardenal-infante. La pareja real venía a representar los mejores estereotipos de la épo-ca barroca, fascinados ambos por las posibilidades que la materia religiosa aportaba y, al mismo tiempo, obsesionados por la permanente idea de la muerte, que tan útil era para las manipulaciones de las mentes débiles. Embotados ambos, como alguien con gran acierto afirmó, por las prácticas frailunas.Y si la manipulación era de la mente de tan poderoso rey, la cosa no era en absoluto baladí. Margarita tuvo sus más y sus menos con el prepotente valido Lerma debido al absoluto control que éste ejercía sobre su marido, algo que parece lógico. En concreto, la ofendía gravemente el hecho de tener que lidiar con el valido de su marido para obtener las cantidades que sus obras piadosas constantemente exigían. Murió ella, a los veintisiete años, de un sobreparto, en el año 1611, tras el nacimiento del que fue llamado «el Caro», por haber costado la vida de su madre y que fue un Alfonso de efímera existencia. En aquella Corte que era un terreno inmejorablemente sembrado para el cohe-cho, la venalidad y la corrupción, todo ello fomentado y capitalizado primero por Lerma y luego por su hijo, el duque de Uceda, Margarita había sido una presencia pura, situada por encima de las debilidades humanas y acaso tocada por la gracia divina, que se hacía presente en 106 Los reyes infieles las visiones religiosas que se decía experimentaba. Cuando murió, se dijo, siguiendo viejas tradiciones que tardarían mucho en perderse, que su rápido fin habría sido obra de la larga mano del detestado favorito del rey. Un estado de opinión del que se hizo eco el mismo Quevedo cuando escribió: Enfurecióse el sentimiento, que fue grande, con la falta de reina tan soberana, y decían todos que la vida de Su Majestad fue muerta de abreviada y no de enfermedad, y que de su fin tenían más culpa los malos que los males...
A lo largo de los diez años que le quedaban de vida, el viudo no cesó de rechazar serias propuestas de matrimonio y reiterados llamamientos a placenteros encuentros ocasionales con amables damas, que sin duda le encontrarían el punto a la posibilidad de darse un tranquilo revolcón con el piadoso monarca. Pero al tercer Felipe ya nada le importaba más que el mundo sobrenatural, que le permitía sumirse en místicos ataques de terror que casi llegaron a arrastrarle hasta los mismos abismos de la locura.Afirmaba él que tenía visiones de naturaleza sobrenatural y, algo todavía más llamativo, que percibía voces celestiales que le aseguraban tras su muerte un favor divino que le reservaba algún lugar preferente en aquel orden celestial.Testigos de aquella ferviente fidelidad conyugal, aseguraban que nunca permitió que fueran tocados varios pañuelos y otros objetos de uso personal que la difunta reina había dejado sobre su peinador, en unas estancias que ya nadie volvería a utilizar, al menos mientras vivió el desconsolado solitario. Después de despedirse de sus hijos, a los que largó sermones y consejos en su último lecho, moría Felipe III en el viejo alcázar madrileño el último día de marzo de 1521, a punto de cumplir tan sólo cuarenta y tres años. Crápulas de altos vuelos Contaba el futuro Felipe IV cinco años cuando se formalizó su matrimonio con Isabel de Borbón, dos años mayor que él. Era ella hija de aquel gran libertino que había sido Enrique IV de Francia, aquel Felipe IV, el Rey Planeta 107 cínico posibilista que había inscrito en los anales la célebre frase de «París bien vale una misa», tras haber abandonado su religión protestante y pasarse al catolicismo para conseguir ocupar el trono de Francia. La madre era María de Médicis, otra destacada mujer de aquella familia que imponía refinados usos y formas italianizantes en cortes poco preocupadas por estas cuestiones. Las bodas de tan jóvenes esposos se formalizaron ya en 1615. En la isla de los Faisanes, sobre el fronterizo río Bidasoa, los franceses hicieron entrega de la princesa Isabel para esposa de Felipe. Al mismo tiempo, los españoles realizaban la misma operación entregando a la infanta Ana, destinada al futuro Luis XIII y que sería madre del Rey Sol. Hacía cinco años que aquel «posibilista» Enrique IV había sido asesinado. Otros cinco hubieron de pasar hasta que se permitiese al fogoso Felipe la materialización de su matrimonio, tiempo durante el que fue sometido a una rígida vigilancia, para evitar el encuentro entre dos esposos demasiado jóvenes. Para entonces, ya su voluntad estaba en manos de Gaspar de Guzmán. Inteligente personaje que pasaría a la Historia bajo los títulos de conde-duque de Olivares, controló muy pronto el débil carácter de Felipe. Además de solucionarle todos los problemas de la gobernación de tan inmensos y heterogéneos territorios, le abría vías a todos los placeres cotidianos a los que las fórmulas habituales dominantes en la Corte no le permitían acceder con tanta facilidad. Favoreciendo caprichos y halagando y fomentando devaneos, Olivares había conseguido dominar por completo a aquel verdadero «paralítico de la voluntad» que era Felipe IV, ya desde mucho antes de que la muerte de su piadoso padre le elevase al trono.
A la muerte de éste, según disponían los rituales cortesanos, el nuevo rey se retiró en meditación al Monasterio de San Jerónimo el Real y su esposa, al de las Descalzas Reales.Toda la extensión entonces de la Villa y Corte de Madrid los separaba, pero ello no constituía cortapisa alguna para que aquel verdadero obseso sexual que era Felipe consiguiera, a pesar de los lutos impuestos, cumplir el débito matrimonial y cada tarde abandonaba su retiro y, de la forma más discreta posible, su coche recorría calles y plazas hasta que alcanzaba su objetivo y, luego, se pasaba unas dos horas en la monjil celda que ocupaba su mujer. Eran pasiones de esposo novel, que muy pronto canalizó hacia alternativas más atra108 Los reyes infieles yentes, acordes con sus gustos y, sobre todo, variadas. Como tantos otros elementos que han ido sucesivamente ocupando el trono de España, este cuarto Felipe era en el plano sexual podría decirse que absolutamente «democrático». Tres niñas y un varón tuvieron los reyes, en una relación que para todos estaba claro no hacía más que cumplir la obligación de asegurar la conservación de la dinastía. Algunos sobrevivieron y otros, siguiendo la lógica de la época, no. Nadie desconocía que la casquivana naturaleza del rey no podía conformarse con los encuentros mantenidos con su esposa y cronista de la época hay que escribió sobre la relación interna de la pareja real: «... el Rey la honra y la demuestra estimación, pero íntimamente no la ama...» De cualquier manera, la francesa se acomodó muy bien a su papel e impuso en la adusta y severa Corte madrileña unas costumbres bien diferentes, habituales en los palacios parisinos. Sus maneras francas y desembarazadas y su afición por los juegos o las bromas desentonaban con la habitual gravedad del viejo alcázar.Tras rezos y penitencias que tanto placían a los anteriores monarcas, la cosa iba a cambiar mucho. Así, entre saraos y fiestas, corridas de toros y la pasión por el teatro, la Corte madrileña alcanzó en estos años unos niveles de desenfreno que eran capaces de horrorizar a los viajeros extranjeros más mentecatos que hasta ella se acercaban. Las tácticas del más atrevido galanteo se mostraban bajo las velas de los grandes salones, en la penumbra de los templos y, sobre todo, en los paseos nocturnos en coche que se realizaban a lo largo de las entonces verdes orillas del Manzanares. Ello no era un impedimento para que Isabel interpretase adecuadamente el papel que, como reina de España, se esperaba de ella. Así, dedicaba una importante parte de su tiempo a las obras pías, a la fundación de conventos, a la dotación de damas sin fortuna y a la asistencia a todo tipo de actos religiosos, en los que se desplegaba toda la magnificencia del espíritu barroco, que en esos años conocía su mayor esplendor y mostraba sus mejores y más espectaculares excesos. En una época en la que proliferaban las hojas volanderas y los panfletos de burla y denuncia, en libelos y versos satíricos que fluían por doquier, lo cierto es que la forma de ser libre y desembarazada de la reina en ningún momento dio pábulo a murmuración alguna en el sentido de aven-Felipe IV, el Rey Planeta 109 turas o asuntos de índole dudosa. Si disfrutaba participando en juergas a la luz de la luna en los jardines reales y se la veía muy activa como espectadora en los corrales de comedias, torneos a caballo y corridas de toros, jamás la sombra de una posible infidelidad osó rozarla. Bastante tenían por entonces
los madrileños en seguir las complicadas vicisitudes sexuales de su marido. Felipe, aquel «libertino sin convicción y voluptuoso sin alegría» —como le definió algún agrio moralista— fue denominado «Rey Planeta» y «El Grande». Unos adjetivos que el sarcástico genio de Quevedo matizó, cuando anotaba con su habitual mordacidad: «A nuestro Rey le llaman El Grande, al estilo de los agujeros, que cuantas más tierras les quitas más grandes son.» Siempre pegado a él, el conde-duque le proporcionaba todo cuanto pudiera desear en todos los sentidos, y nunca mejor dicho. A tal extremo llegaba su poder sobre el monarca, que se permitía incluso amonestar a la reina. Así fue en una ocasión en que ella dio su opinión sobre un asunto político; entonces la cortó en seco sin reparo alguno, diciéndole: «La misión de los frailes es sólo rezar y la de las mujeres, sólo parir.» Y Felipe lo toleraba todo, llevado por sus intereses y apetencias más íntimos y para cuya satisfacción cotidiana contaba con la poderosa mano de su hábil y manipulador valido. Se afirmaba, con razón o no, que Felipe IV de España era el monarca de vida más disoluta de su tiempo, lo que ya es decir. Las costumbres imperantes en aquellas cortes de la Europa del Barroco, lanzadas a la liberalidad de las costumbres y al más desenfrenado e inmediato disfrute de los placeres, debían ser bastante parecidas entre sí y una cla-sificación entre ellas podía resultar realmente un tanto dificultosa. Existen dudas sobre el número de hijos extramatrimoniales que pudo haber tenido aquel compulso sexual que, naturalmente, no adop-taba medida de prevención alguna para evitar el nacimiento del gran número de bastardos que incesantemente debía ser capaz de generar. Se dijo, al final de su vida, que habían sido nada menos que treinta y dos, pero otros elevaban la cifra hasta la cuarentena. De todos ellos, solamente uno vería reconocida su condición de hijo del rey: don Juan José de Austria, el otro gran bastardo de la Historia de España. La identidad de la mayor parte de las madres y de los hijos quedaría siempre, por razones 110 Los reyes infieles más que lógicas, sumida en la oscuridad. Se registraron, sin embargo, algunas excepciones. A sus veintiún años, se sitúa el nacimiento del primer bastardo real conocido, habido por Felipe con la jovencísima hija del conde de Chirel, que fue enviado a Italia al mando de las galeras para alejarlo de Madrid y facilitar a la muchacha sus encuentros con el rey. Parece, en cualquier caso, que la familia Chirel estaba al tanto de lo que sucedía y que no le costaba demasiado trabajo admitir la situación a cambio de las prebendas que indudablemente debía recibir por su comprensión. Este inicial bastardo, de nombre Fernando Francisco de Austria, moríría a los ocho años de edad en la localidad vasca de Éibar y su padre hizo trasladar el pequeño cadáver hasta los panteones de El Escorial. De los ramalazos religiosos combinados con el brutal erotismo del rey derivó otra decisión: la casa donde se había entrevistado con tan buenos frutos con la hija de los condes fue transformada por personal decisión de Felipe, una vez fallecida la interesada, en el Convento de la Concepción Real. Desaparecido el convento, hasta hoy se conserva en los principios de la calle de Alcalá la bella iglesia de Las Calatravas, con sus retablos de Churriguera. En su momento, la guasa popular no tardó en sacarle punta a tan particular metamorfosis: Caminante, esta que ves
casa, no es quien ser solía; hízola el rey mancebía para convento después. Lo que un tiempo y lo que es aunque con roja señal y título en el umbral ella lo dice y lo enseña, que casa que el Rey empreña es la Concepción Real. Muy poco después, se habló de los amores, nunca confirmados, del joven Felipe con una francesa que decía ser duquesa de Cheuvieuse, atraída a Madrid por su fama de conquistador. Parece que ahí no hubo nada y es que Felipe debía ser escasamente proclive a que fuesen las Felipe IV, el Rey Planeta 111 mujeres las que le conquistasen a él, prefiriendo las relaciones pactadas por terceros intermediarios, mucho menos complicadas y con menores posibilidades de indeseadas consecuencias. Otra bastarda con nombre propio fue a continuación la llamada serenísima señora doña Ana Margarita de San José, que siguiendo la tradición fue encerrada en un convento con las tocas de la orden agustina, en este caso, el Monasterio de la Encarnación, del que llegó a ser madre superiora y donde murió a la temprana edad de veintidós años. El siguiente bastardo conocido fue ya don Juan José, hijo de la famosa comediante María Calderón, la Calderona. Otros hermanos en la irregularidad que les siguieron fueron, en medio del alto número total, Alfonso de Santo Tomás, dominico que llegaría a ser obispo de Málaga; un Carlos de desconocido apellido; Fernando Valdés, futuro general de Artillería y gobernador de Novara hasta su muerte, en 1702; Alonso Antonio de San Martín, nacido de sus relaciones con una dama de la reina de nombre Tomasa Aldama; el que sería célebre predicador fray Juan del Sacramento, de la orden de San Agustín... Resulta curioso y dramático a la vez comprobar qué calidades personales y fortaleza física debían tener algunos de estos bastardos, contraponiéndolos a aquel patético alfeñique, degenerado epílogo de una dinastía enferma, que fue el heredero que a punto estuvo de no nacer: Carlos II. Divertida historia es la que la tradición madrileña sitúa en la plaza de Puerta Cerrada. Según ella, allí viviría la deseable viuda de un opulento indiano, que recibía con regularidad las visitas reales. Se dijo que en un momento dado, alguien avisó a la autoridad acerca de que solía parar ante la casa un carruaje del que descendía una presencia sospechosa. Un celoso teniente corregidor se habría presentado allí exigiendo conocer la identidad del visitante y, después de haber inspeccionado toda la casa, se encontró frente al balcón de la alcoba de la dama, cubierto por un tapiz.
La dueña de la casa le diría que tras él se ocultaba un retrato del rey de cuerpo entero, en una representación tan natural que podía llegar a perjudicar gravemente a quien lo viera.Aun ante este riesgo, el corregidor habría ordenado que el tal tapiz fuese descorrido y, al hacerlo, se enfrentó a un Felipe IV que ya debía estar harto de tanta pantomima. 112 Los reyes infieles Visto lo visto, el probo funcionario dejaría caer el tapiz, se supone que temblando y afirmando que en su vida había visto un retrato tan fiel de Su Majestad, y naturalmente nunca volvió a interesarse por tan peligroso asunto.
Un ambiguo burlador Juan de Tassis y Peralba, conde de Villamediana, el que iba a convertirse en verdadero prototipo del Burlador literario, el amante caprichoso y desdeñoso, de tan proclamada como ambigua sexualidad, era hijo del Correo Mayor del rey Felipe II y había nacido en Lisboa en 1582, durante la estancia de la Corte en la capital portuguesa. Pasó su primera juventud entre diversiones y estudios en Salamanca, Madrid, Roma, Milán y Nápoles y, como se había dicho de Antonio Pérez en su momento, aquellas largas estancias italianas le habían proporcionado, además de la cultura, unas costumbres personales poco afectas a los ortodoxos rigores de aquella España de la Contrarreforma. Perfecto arquetipo de lo que se esperaba que fuese el caballero de la época, mostraba de las formas más evidentes sus habilidades tanto con las armas como en las letras. Era un hombre muy atractivo y de trato encantador, cargado de distinguidos títulos nobiliarios apoyados en una sólida fortuna y, algo que le distinguía y le hacía figurar en primera fila en la escena cortesana, en la posesión de un alto cargo real. Era Villamediana todo lo que un buen arribista pudiera desear como modelo, aunque en su caso todo le había venido dado y no precisamente debido a su esfuerzo personal. Debido a todos estos atributos, debía de estar convencido de ser intocable y de que podía permitirse muchas licencias que en ningún otro hubieran osado ni siquiera imaginar. De ahí le venía una ostentosa arrogancia sonriente y con gesto protector que prodigaba, que encandilaba a sus admiradores y admiradoras e irritaba a sus numerosos y envidiosos enemigos. Era bien conocido y experto tahúr, diestro jugador de todos los juegos —que siempre le tenían endeudado— y no menos experimentado y triunfante galan-teador de las más bellas damas y también ocasional compañero de cama Felipe IV, el Rey Planeta 113 de muchos hombres de toda condición. Casado muy joven, nunca dejaría de rodearse de un aura erótica, haciendo de la inmediata seducción y del rápido placer su seña de identidad, lo que le convertía en buen parroquiano de los burdeles de la villa. Era, como se decía, con una mezcla de crítica y admiración, «el más mal cristiano» de aquella alegre y libertina Corte, plena de intrigas de toda clase. Amigo y seguidor de la obra literaria de Góngora, mantendría una declarada animadversión mutua con Quevedo, mientras no se preocupaba por ocultar su desprecio por la prolífica obra de Lope. Este gran libertino y vividor tenía tiempo de compaginar sus disfrutes con la tarea de pluma y escritorio y hoy se le considera autor de más de doscientos sonetos de una reconocida calidad. Al joven Felipe IV le había escrito infinidad de poemas, con los que el príncipe se ayudaba en sus conquistas amorosas y de ahí había sur-gido una complicidad que hubiera podido convertirle en el todopoderoso valido del nuevo rey cuando se produjo el recambio generacional en el trono. Pero su propia ligereza y seguridad en sí mismo, en su personal valía y en sus bienes de fortuna no le convirtieron en un trepador, así que se quedó como destacada figura de primera fila en el verdadero escenario que era aquella Corte, enseguida dominada por Olivares. No tenía tan brillante personaje empacho alguno en denunciar públicamente los casos de corrupción que se multiplicaban en las altas esferas y que se silenciaban por temor. Él se consideraba por encima de
todo y ejercía como mordaz y burlón crítico desenmascarador de toda la podredumbre que configuraba aquel ámbito en el que tan bien se movía.Y otra de sus desafiantes preferencias de este amante de jugar con fuego venía a ser tan peligrosa como la anterior. Corría la especie de que mantenía una liason amorosa con la reina y él no solamente no hacía nada para desmentirlo, sino que gozaba fomentando la murmuración. Exagerado de gesto y palabra y muy extravagante en el vestir, aquel petimetre, en banquetes de palacio o en las casas de los nobles, en las polvorientas corridas de toros o entre el asfixiante griterío de los corrales de comedias, gustaba de lucir un traje de color azul plagado de monedas de un real, y en la solapa una leyenda que decía ambigua-mente: «Son mis amores...», para que se entendiese «... reales», en cla-114 Los reyes infieles ve de juego muy propia de la época. Adivinanza que un bufón de la Corte se permitió transcribir, a lo que el rey había comentado: «Yo se los haré cuartos...» En alguna ocasión,cuando alanceaba toros en la Plaza Mayor de Madrid, ante la Corte, autoridades y pueblo, había desplegado en su atavío una divisa con una leyenda asaz provocadora: «Francelina, mis amores son reales.» Muchos pensaron en una provocadora referencia al origen francés de Isabel. Otros comentarios apuntaban, por el contrario, a que toda aquella ostentación se refería a la más que inocente dama portuguesa doña María de Tavora, a la que también cortejaba el rey y que, por lo visto, había preferido al más atractivo Villamediana. En otra ocasión, en la que aquel gran exhibicionista mostraba sus habilidades como jinete y rejoneador, la reina habría comentado: «¡Qué bien pica el conde!», a lo que su marido habría replicado, rápido: «Pica bien, pero muy alto.» La mosca, en cualquier caso, estaba molestando detrás de la real oreja. De todas formas, aquel imprudente no dejaba de estar enormemente satisfecho de que se hablase por lo bajo de su posible aventura de tan altos vuelos, algo que colmaba la vanidad de aquel que era «la gala y flor» de la vida cortesana. El 15 de mayo de 1622, en el teatrillo del Jardín de los Negros, de Aranjuez, y para celebrar el cumpleaños del rey, se representó la comedia El vellocino de oro, de Lope de Vega. Durante la sesión se produjo un pequeño incendio que causó una gran confusión. La reina cayó desmayada y fue oportunamente sacada del lugar en brazos de Villamediana. Inmediatamente, los rumores de un adulterio a alto nivel recobraron su fuerza. Se hablaba de que había sido el conde quien habría organizado el número del falso incendio para poder «salvar» a la reina como un especial triunfo. El caso es que antes de acabar aquel verano, el día 21 de agosto, Villamediana fue asesinado en una acción callejera del Madrid nocturno, verdadero modelo para las escenografías de la literatura de capa y espada. Góngora escribía dos días después: En la Calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo que llevaba el conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejándole tal batería que aún en un toro diera horror. Felipe IV, el Rey Planeta 115 Se dijo que si el instigador había sido el celoso rey o que, por el contrario, habrían sido Olivares y todos
los demás altos personajes a los que denunciaba con sorna y desdén los que hubieran decidido suprimirle. Su amigo y protegido Góngora escribió unas décimas que se harían famosas: Mentidero de Madrid, Decidnos: ¿quién mató al conde? Ni se sabe ni se esconde. Sin discurso discurrid. Dicen que lo mató el Cid, Por ser el conde lozano . ¡Disparate chabacano! La verdad del caso ha sido Que el matador fue Bellido , Y el impulso, soberano. A esta tan directa acusación contra el rey, respondía Lope, en su calidad de literato al servicio de la autoridad y, con su habitual y bien conocida celeridad, escribía: Atenciones de Madrid, No busquéis quién mató al conde, pues su muerte no se es-conde. Con discurso discurrid que hay quien mate sin ser Cid al insolente Lozano ; discurso fue chabacano y mentira haber fingido que el matador fue Vellido siendo impulsor soberano . Por su parte,Vélez de Guevara, el creador de El diablo cojuelo, parecía apoyar la idea de Góngora, cuando anotaba: 116 Los reyes infieles
De tan poderosa mano, donde apenas hay defensa, aun los amagos de ofensa pagan tributo temprano. La incógnita quedaba abierta y ofrecía el más fértil campo a la imaginación de los literatos, que han encontrado en la personalidad y dramático final del personaje un inagotable filón de inspiración. Su espléndida obra literaria, que le pondría a la altura de los mayores autores del Siglo de Oro, se vería hasta el día de hoy oculta por toda la oscura y apasionante trama que culminó con su asesinato y postrera destrucción de su fama. En cualquier caso, nunca existió prueba alguna de una relación entre la reina y el conde que fuese más allá de una amistad cortesana. El personaje había recibido en más de una ocasión amenazas de muerte, que cabe suponer recibiría con orgulloso desdén, hasta que se produjo de verdad. Sin entrar a valorar autorías y responsabilidades ni hacer, por supuesto, planteamiento moral alguno, con su habitual con-cisión, Quevedo apuntaba sin más que el conde «se había buscado su castigo con todo el cuerpo».A los pocos meses de su muerte, varios de sus sirvientes más próximos eran entregados públicamente a las llamas condenados tras ser acusados del «delito nefando». Su memoria quedaba ahora además manchada por la culpa de la homosexualidad. El buen pueblo ya le había regalado una breve composición, graciosa en su ramplonería: A Cupido le han matado en un coche, ¿quién le manda a Cupido andar de noche?
Amores sobre la escena A través de la amplia y muy densa red de cargos y servidumbre de palacio, las voces de la calle estaban siempre perfectamente al tanto de la situación interna de la real pareja. Isabel se veía cada vez más desatendida por su marido y, por su parte, Felipe estaba absolutamente Felipe IV, el Rey Planeta 117 entregado en manos de un Olivares que no cesaba de proporcionarle aventuras y distracciones que le hiciesen olvidar sus obligaciones en todos los órdenes y le permitiesen conservar en solitario las riendas del poder. El sensual monarca, preso de sus apetencias y en nada dispuesto a renunciar a ellas, que tan fácilmente le venían dadas, además, era un gran aficionado al teatro. De hecho, también tenía tiempo para escribir varias comedias y conjuntos de versos, que editaba bajo el seudónimo de Un Ingenio en la Corte, que lógicamente todo el mundo sabía a quien encubría. Habitual frecuentador de los más destacados corrales de comedias de la época, el de La Pacheca y el de La Cruz, también gustaba —como les pasaría a varios de sus sucesores en el trono español— de la compañía y, llegado el caso, del trato íntimo de bellas actrices y cantantes. Se decía que gustaba de las complejas y entretenidas piezas de Tirso y de Lope, pero que no dudaba en entregarse a un reparador sueñecito frente a las tremebundas seriedades morales que Calderón ponía en escena. Muchos días, al final de la representación, hacía que las actrices fuesen al alcázar, donde eran invitadas a realizar pequeñas actuaciones, en reuniones que eventualmente podían acabar de otra manera. Aquí también estaba la mano del real alcahuete Olivares y cabe suponer que a tales tertulias nunca asistiese una dolida reina que se encerraría en sus aposentos mientras duraba la juerga. En 1627 conoció Felipe IV a la que sería su amante más conocida y madre del único bastardo al que reconoció como hijo: María Inés Calderón, a la que se llamaba «La Calderona» en los ambientes teatrales.Tenía él veintidós años y llevada casado siete; ella solamente contaba dieciséis. No era en absoluto una magnífica belleza de escenario, sino una rubia de físico bastante corriente, pero dotada de un gran encanto personal y una cautivadora voz. Cuando se conocieron, acababa de debutar como actriz en la compañía del Corral de la Pacheca. Era hija de Juan Calderón, activo proveedor de tejidos de precio a los profesionales de la escena, que tampoco tenía reparo alguno en hacer de bien dispuesto prestamista cuando a algún actor o actriz le venían mal dadas. Las historias del viejo Madrid hablaban de que en aquel siempre bullente corral de comedias, disponía Felipe de un habitáculo secreto, 118 Los reyes infieles desde el cual podía verlo todo sin ser visto y al que accedía por un pasadizo también secreto abierto en uno de los portales que daban a la plaza del Ángel. Naturalmente, en el encuentro entre el rey e Inés, todos volvieron a ver la larga mano de Olivares, del que había quien decía que recibía los favores de ella.Toda la historia constituye un embrollo, como un enrevesado argumento plagado de las sorpresas y los golpes de efecto que llenaban las comedias que por entonces hacían las delicias del público.
También decíase que era La Calderona amante del duque de Medina de las Torres, poderoso confidente del rey. Sobre esto, las informaciones que corrían iban bastante más allá y se decía entre susurros que el duque habría comentado a Felipe algunas particularidades anatómicas de la muchacha que la hacían especialmente apetecible a sus gustos de acreditado caprichoso. Mediante esta labor de tercería, el noble habría cedido a su rey el disfrute de «su más preciado bien», lo que venía a asegurar su posición ante un agradecido patrón. Lo cierto es que, en la primavera de 1629, venía al mundo un niño, Juan que, madrileño castizo, nacía en una casa de la calle Leganitos, que Medina de las Torres había proporcionado a la que era públicamente amante del rey. En su acta parroquial de bautismo, quedó el niño registrado como «Juan, hijo de la tierra», que tal era la apelación que se daba a los nacidos de padres desconocidos. Dos años duró la relación, mientras el rey se encariñaba con el niño, pero a distancia, ya que le fue quitado a su madre nada más nacer y entregado para su crianza a una humilde familia de León, hasta que decidió su traslado a Ocaña. La Calderona nunca lo volvió a ver. Para entonces, la real pareja había perdido varias hijas muertas apenas nacidas y Felipe debió pensar que aquel niño podía ser una salida de emer-gencia para el futuro de la dinastía, por lo que decidió darle una educación y una pensión correspondientes a su origen. Pero la presencia del niño actuó en sentido contrario al que podría parecer lógico y los amantes se distanciaron. Todo el asunto servía para excitar las imagi-naciones o para propalar hechos ciertos y bien adornados. Así, se decía que ella había tenido que sufrir una delicada operación quirúrgica que le permitiese recibir de la forma más adecuada los emba-tes físicos del fogoso. El interés del rey por ella se mantendría vivo sola-Felipe IV, el Rey Planeta 119 mente durante aquel par de años, corto tiempo que sin embargo dio para mucho. Como cuando, para la celebración de una corrida de toros en la Plaza Mayor, él insistió en la imprudente provocación de ofrecerle un puesto de privilegio nada menos que en un balcón justo al lado del de la reina.Aquello parecía ya demasiado y Felipe se vio obligado a abandonar la idea, pero cedió otro bien situado balcón muy cerca del ocupado por la familia real y que el público no tardó en bautizar como «el balcón de Maripalos», por el título de una pegadiza canción que la actriz había popularizado desde la escena. Con todo ello, las sabrosas habladurías no cesaban y crecían y crecían, ante la absoluta indiferencia del rey, únicamente interesado en sus particulares disfrutes. Pero el asunto Medina de las Torres no dejaba de colear y, en un momento dado, el hasta entonces poderoso noble fue fulminantemente desterrado de la Corte, bajo una ambigua acusación formal de «mala conducta», que no especificaba nada más y que dejaba abiertos los más sugerentes interrogantes.Activos mentideros de coti-lleos y noticias propalaban la historia de que, en una visita repentina y no anunciada a casa de ella, el rey había sorprendido allí al duque. Éste habría llegado entonces a echar mano del puñal para enfrentarse al encolerizado Felipe, pero ella se habría interpuesto melodramáticamente entre ambos y la cosa acabaría quedando tapada con esta orden de destierro que en realidad a nadie venía a engañar. Fuesen las cosas como fuesen, lo cierto es que Olivares se quitaba de en medio a otra persona que podía mediatizar el poder que mantenía sobre el rey y ya muy conocidas eran las expeditivas tácticas que el valido empleaba cuando se enfrentaba a cualquier problema u obstáculo que pudiera presentársele. Mientras, la inspiración popular se complacía en aquel complicado embrollo a las máximas alturas: Un
fraile y una corona, un duque y un carterista estuvieron en la lista de la bella Calderona. Coplilla ésta, como muchas otras de su mismo jaez, que iba a ser profusamente utilizada años más tarde para incordiar y aun atormen-120 Los reyes infieles tar a su hijo, el que sería tan temido como envidiado don Juan José de Austria, en sus momentos de mayor altanería, gloria y expectativas. Sería en aquellos momentos cuando se produjese la melodramática escena durante la que la actriz, ya con su fama puesta en boca de todos, se habría arrojado, ante testigos, a los pies del ya desganado rey, solicitando la venia para retirarse a la vida monjil.Tras perder a manos del barbero su hermosa cabellera, la ya ex Calderona ingresó en el aislado Monasterio de Valfermoso, en el valle de Utande.Y, a pesar de los pesares, hasta allí, en el corazón de la serranía alcarreña, se decía que el rey iba a verla en secreto. Los mejor pensados preferían hablar de una verdadera y radical conversión de una pecadora, a la que una larga vida ejemplar la haría alcanzar en su retiro casi niveles místicos. Moriría como abadesa del convento y, como verdadera arrepentida de pro, lo haría en olor de santidad. De esta mujer se conservan dos supuestos retratos. El primero estaba en Valformoso y en la imagen que en el lienzo aparecía identificada con el arcángel san Rafael, pintado por Carducho, hasta que un experto descubrió, oculta bajo la firma del autor, la anotación «La Calderona». Inmediatamente fue retirado del lugar que ocupaba. El otro retrato de la cómica se puede ver en el madrileño Monasterio de las Descalzas Reales, en este caso atribuido a una representación de la Virgen María. La imagen femenina aparece en plena escenografía barroca, como una bella y deseable joven, de atractiva mirada y espléndidas carnes, cobi-jadas por lujosa vestimenta y coronadas por unos largos cabellos rubios oscuros. Una muy especial representación de la madre de Jesús que únicamente la estética del momento hubiera podido crear.
Las delicias del Buen Retiro Era tal el poder del valido Olivares que incluso se permitió hacer al rey un regalo de una envergadura tal que en cualquier otra circunstancia hubiera sido considerado como una intolerable desfachatez. En la parte más oriental de Madrid, en las estancias que formaban el denominado Cuarto Real de San Jerónimo, o del Buen Retiro, habían acostumbrado a recluirse los antiguos reyes de Castilla durante la Cuaresma Felipe IV, el Rey Planeta 121 o en periodos de penitencia y lutos. Era también lugar dedicado a celebraciones absolutamente distintas, ya que por su posición se prestaba de forma perfecta para ser utilizado con ocasión de la presencia en la villa de reinas, esposas de príncipes y todo tipo de destacados visitantes que accedían por el tan transitado camino de Aragón. Junto a esta añeja propiedad real, el sagaz conde-duque adquirió una pequeña finca arbolada, que contaba con una colección de aves exóticas. Una vez convenientemente ampliada, algo que venía a mejorar la enjundia del presente, se atrevió a regalarla al rey. Éste, débil, indolente y totalmente dominado por él, no tuvo inconveniente alguno en aceptarla. A principios del año 1630, se empezó a construir allí un complejo palaciego, rodeado por un jardín que fue creciendo en extensión y que llegaría a alcanzar una superficie mayor que la del actual Parque del Retiro. Se trataba de proporcionar al joven rey una mansión de placer u holganza, absolutamente distinto del tétrico y des-tartalado viejo alcázar. Para amueblar y enjoyar sus amplias estancias, los obsequiosos cortesanos realizaron costosos regalos, mientras que el pueblo de Madrid se veía obligado a soportar incrementos de impuestos sobre bienes de consumo básicos, como el pan y la carne.Toda una serie de despilfarros, en medio de una situación general de estrechez material y aun de miseria bastante extendida, que permitía erigir el palacio propiamente dicho, y entre los verdores de la vegetación, toda una serie de edificios destinados al placer y disfrute del rey y su Corte. Salas y salones mostraban la mejor producción de los grandes artistas del Siglo de Oro, con el genio de Velázquez en primer término. En el salón «de comedias», que fue inaugurado con el estreno de El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, se representaban por vez primera obras de Lope, de Moreto y de Calderón, en un ambiente de inigualable y regia pompa que, como un olvidado historiador apuntaba, con evidente y rendida exageración: Fue la apoteosis del placer, de la galantería, del lujo, de la magnificencia. Ni Babilonia, ni Roma, ni Venecia, ni París, disfrutaron tal vez de fiestas más ruidosas y alegres, de pedestal más propicio para comentar las glorias fáciles de su soberano gozador. 122 Los reyes infieles En medio de todas las señaladas vicisitudes que azotaron a aquel largo reinado, Olivares seguía actuando como eficaz alcahuete del monarca, con el que parece que no tenía problema alguno en compartir placenteras relaciones. Se comentaba que, estando el valido en una partida de cartas con el duque de Veragua, abandonó la partida y marchó a buscar al rey para conducirle a encontrarse con su mujer, la duquesa, que se supone debía estar dispuesta a la aventura. Pero a punto de entrar en el palacio
ducal,Veragua, que tendría la mosca tras la oreja, les acome-tió en la oscura calle con sus espadachines, resultando Felipe levemen-te herido y la ocasión, frustrada. Las correrías del crápula real eran objeto de habitual charla, entre un pueblo que lo sentía muy próximo y hacia el que sentía un manifiesto aprecio y comprensión. Manifestábase Felipe materialmente muy tacaño para con sus ocasionales relaciones y corría la historia de que una de ellas, prostituta de postín, llegó a lanzarle al monarca una bolsa con doscientos doblones, diciéndole desdeñosa: «¡Así pago yo a mis putas!» También se contaba otra historia acaso mejor todavía, relacionada con la costumbre dominante de encerrar en un convento a las amantes reales ya desechadas. En este caso, sería una dama acomodada la que, tras ser requerida por terceros para acceder a los deseos del rey, habría respondido, horrorizada: «¡No, que no quiero ser monja!» El rey, que tan simpático y próximo podía parecer por la anchura de sus mangas a la hora de elegir compañera de disfrute, mantenía siempre sin embargo toda la soberbia y el autoritarismo de que su nacimiento le había dotado.Y si del real golfo algún contemporáneo escribía: «Lo mismo le daba la puta completamente tirada que la dama más reservada», no tenía problema alguno en ordenar sin posible perdón el destierro o una grave pena a cualquier noble que entorpeciese, incluso de forma involuntaria, sus enfermizas ansias eróticas.
Demonios en el convento Fundado en 1623 por doña Teresa Valle de la Cerda para seguir la regla de san Benito, el Monasterio de San Plácido se emplazó en la cén-trica calle de San Roque y se había especializado en el acogimiento de Felipe IV, el Rey Planeta 123 muchachas de buena familia destinadas tanto a esperar un adecuado matrimonio o, si esto no se producía finalmente, a convertirse definitivamente en monjas. Fiel a sus obligaciones de tercería, habría Olivares comentado al rey acerca de las apetecibles prendas físicas de una de las jóvenes novicias —de nombre sor Margarita de la Cruz o sor María Beatriz— que acababan de ingresar. Arrebatado de deseo, el inflamable Felipe no vivió hasta que, oculto bajo un disfraz, se hizo pasar por uno de los muchos visitantes que las monjas recibían y en el locutorio, que más que de estancia conventual tenía de mundano salón de recibo a pesar de la austeridad de su decoración, pudo verla.Y decidió no parar hasta conseguir el cumplimiento del que era por el momento su último capricho. Inmediatamente, la larga mano de palacio comenzaría a mover fichas en el interior del convento y la muchacha se vería presionada por quienes se beneficiaban de una u otra forma con su mediación. La novelesca trama continuaría por la excavación de una galería sub-terránea iniciada en un edificio contiguo y que terminaría en los espacios destinados a carboneras del convento. Se dijo que, cuando la obra ofreció suficientes niveles de seguridad, pudo Felipe penetrar en aquellos virginales recintos, según se dijo, «temblando de impaciencia y de deseo». Recorriendo los corredores conventuales, que los acuerdos previos mantenían adecuadamente desiertos sin posible indiscreta mirada, habría entrado en la celda de la deseada y allí se habría encontrado con una buena y macabra sorpresa. La madre superiora, aunque no estaría en absoluto interesada en indisponerse con el monarca, no se mostraría muy de acuerdo en favorecer lo que debería considerar una especie de sacrilegio en su propia casa y habría preparado una estratagema, mezcla de religiosidad y muerte, tan propia de la época. Así, el rijoso Felipe se encontraría, ocupando la celda que imaginaría como un nido de pasión, un ataúd ocupado por la joven, vestida con un sudario, con un rosario entre las manos y fingiéndose muerta. Según un viejo relato, la lóbrega luz que despedían las velas que la rodeaban verían la espantada del horrorizado y frustrado amante. En este punto, diferían las versiones que corrieron acerca de tan particular asunto. Unos, afirmaban que el a su manera religioso Felipe habría agradecido a la superiora haberle privado de cometer tan execrable delito. 124 Los reyes infieles Otros, por el contrario, hablaban de la ira del monarca ante tamaño engaño, cuando tuvo noticia del montaje, asegurando que había ordenado a Olivares que amenazase a la abadesa hasta conseguir por fin el acceso libre y directo a la novicia, que, según esta segunda versión de los hechos, incluso se habría
prestado con manifiesto agrado a tan particular operación. En expiación de este amor sacrílego, que unía morboso erotismo y fervorosa religiosidad, nacería también en el imaginario popular madrileño la versión de que Felipe le habría encargado a Velázquez, su genial pintor de cámara, la realización de un lienzo con la imagen de Cristo crucificado, que efectivamente pintó muy poco tiempo después el sevillano para el convento, portando por ello el nombre popular de Cristo de San Plácido y que hoy es una de las mayores joyas del Museo del Prado. Otras versiones son más prosaicas y hablan de que fue la madre superiora la que le hizo el encargo a Velázquez, diciéndole simplemente: «Queremos un Cristo en la Cruz.» Y así nació esa espléndida y majes-tuosa imagen, llena de dignidad y serenidad, que a tantas generaciones había de impresionar. Un antiguo novio de la que era entonces abadesa, Jerónimo de Villanueva, protonotario del Reino, era una presencia continua entre sus muros y, dada su cercanía al rey y a Olivares, les había llevado allí en repetidas ocasiones en visita plenamente social de las que se estila-ban en los cenobios de entonces que albergaban a damas y caballeros de la nobleza que no por haber decidido vestir hábito habían renunciado a las más agradables mundanidades. Fruto de estas relaciones fue toda la historia que nació de las supuestas prácticas llevadas a cabo por el conde-duque, que se encontraba verdaderamente desesperado tratando de conseguir que su esposa quedara nuevamente preñada tras la muerte de su querida hija. Olivares incluso habría recurrido directamente a la abadesa, que tenía entre el pueblo fama de santa, para que intercediese ante los poderes celestiales con el fin de conseguir tal anhelo. Por lo visto, en una ocasión, la monja le habría dado a entender que, en una visión divina que habría recibido, podía ver el cumplimiento de este deseo, si bien condicionándolo a la práctica de un muy concreto y ciertamente chocante ritual, que bien podría considerarse extravagante producto de un más que exacerbado misticismo. Felipe IV, el Rey Planeta 125 Se escribió malévolamente que, en cumplimiento de tal rito, fue allí el todopoderoso con su mujer y que: […] en un oratorio tuvo acceso con ella, viéndolos las monjas que estaban con él, de que resultó hincharse la barriga de la condesa, que al cabo de once meses se resolvió, echando gran cantidad de sangre y agua, lo cual fue muy público en Palacio, y las monjas decían: «O Dios no es Dios o esta señora está preñada.» Fuese o no cierto tan chusco asunto, el hecho es que la comidilla fue inmediatamente difundida por los muchos enemigos que el valido se había más que sobradamente ganado y todo sirvió para ahondar todavía más su ya ampliamente extendido descrédito. Aquel Madrid del cuarto de los Austrias no dejaba nunca de hablar de las correrías de su señor. Contra Olivares nacían uno tras otro los infundios y las acusaciones, generadas por el absoluto y despótico poder que imponía a través de la inexistente voluntad del manipulado rey. Otra nueva historia callejera alimentaba las conversaciones, que cada vez se hacían menos discretas. Según ella, un nuevo encontronazo se habría producido entre el permanentemente embozado monarca y
otro aristocrático marido, asimismo mosqueado y a la misma puerta de su palacio, cuando Felipe trataba de entrar a ver a su mujer, previamente advertida por el valido alcahuete. Olivares, que acompañaría a su señor, habría increpado al noble, advirtiéndole acerca de la real personalidad del empujado, a lo que el otro le habría respondido cínicamente que ello no era posible, ya que el rey «era demasiado virtuoso para hacer una cosa así...». San Plácido volvió de nuevo a estar de actualidad con ocasión de otro episodio no menos llamativo y sabroso. El capellán del convento era en el año 1628 el benedictino Francisco García Calderón, hombre de mundo y de gran habilidad para conocer la psicología de las personas con las que trataba. En aquel medio podría decirse que venía a ser como el zorro al que se le hubiese encargado el cuidado de un galli-nero. Las novicias de San Plácido, de corta edad y sin conocimiento alguno del mundo, a las que se les había impuesto el preceptivo voto de castidad, eran piezas de caza especialmente atractivas. El padre Francisco les planteaba cuestiones basadas en lo que él mismo había 126 Los reyes infieles acuñado como «filosofía natural» y conseguía un calentamiento de ánimos y una exaltación que acababan por tener muy poco que ver con materia religiosa. Las inocentes monjas comenzaron a ver entonces amenazadores demonios acechándolas por todas partes y, hábilmente conducidas por aquel elemento, confundían fácilmente sus desconocidos y reprimidos deseos sexuales con la posesión demoníaca que él continuamente les anunciaba. Parecía como si todas las estancias, pasillos y oscuros reco-vecos de aquel enorme convento se hubiesen convertido en oportunas guaridas de demonios, dispuestos a asaltar la inocencia de las novicias, que esperaban los ataques con una deliciosa mezcla de terror y esperanza de desconocidos placeres, de los que el capellán solamente les hablaba con medias palabras e insinuaciones, que obviamente eran mucho más excitantes que cualquier comentario más explícito. Como era de esperar, por Madrid comenzó a correrse la voz de lo que en los interiores de San Plácido sucedía. Pensar en un convento lleno de jóvenes novicias, procedentes muchas de ellas de familias nobles bien conocidas, en peligro de ser arrastradas al pecado por libidinosos demonios, era algo que la imaginación popular agradecía mucho. Incluso se decía que la propia madre abadesa, de tanto protagonismo en todos estos sucesos, tenía —lógico privilegio debido a su cargo— un particular personaje demoníaco, que respondía al satánico y sugerente nombre de «Peregrino Raro». El hecho es que acabó naturalmente interviniendo la Inquisición para poner orden en todo aquel desorden. Aparte de sus connotacio-nes religiosas, era vox populi que San Plácido tenía una peligrosa proximidad con las actividades del rey y de su valido que no podían airear-se de ninguna manera. El resultado fue la imposición de una serie de moderadas penas. García Calderón, el organizador de todo el tinglado, fue objeto de una orden de reclusión de por vida. Un hecho probado en su favor fue que en ningún momento había tenido la más mínima relación sexual con las novicias, lo que podría hacer pensar que había montado todo aquello por el puro placer de una diversión cargada de tono. De hecho, él siempre se había mantenido fiel a una relación podría decirse que laica, con una mujer ajena a cualquier referencia eclesial. Por su parte, la imaginativa madre abadesa recibió la pena de unos cuan-Felipe IV, el Rey Planeta 127
tos años de reclusión conventual, durante los que acaso siguió recibiendo las visitas del amable «Peregrino Raro». La comunidad monjil, inocente carne de escándalo y víctima de aquel ilusorio universo de poderes supuestamente demoníacos, generado por su aislamiento del mundo real fue, a su vez, distribuida por diferentes cenobios del país.
El rey y su monja Producto de esta, que sin duda hoy puede resultar chocante, estrechísima unión entre piedad y libertinaje que se dio en aquel tan especial personaje que fue el Rey Planeta, fue la larga relación epistolar que mantuvo con sor María de Ágreda y que sólo la muerte de ambos —en el mismo año de 1665— fue capaz de interrumpir. Un trato por carta que, mantenido con gran sigilo, hizo de esta monja, aislada en su solitario convento soriano, en los confines de Castilla y Aragón, su gran confidente. Incluso a Olivares nunca Felipe le abrió su corazón de una forma tal como lo hacía ante aquella monja, cuyo especial misticismo acabaría atrayendo sobre ella a las suspicacias de la Inquisición. Más de trescientas misivas se conservan de cada uno de estos tan especiales corresponsales, y si por una parte son muestra de la complejidad del carácter del gran crápula, por otra demuestran que la monja en ningún caso se aprovechó de tan privilegiada posición. Por el contrario, le rei-teraba desinteresadas recomendaciones de conducta, basadas en el más básico sentido popular.Y le hacía ver lo inapropiado de muchas de las cuestiones en que se veía sumido, tanto las derivadas de su abandonis-mo de los asuntos políticos en manos de quienes le rodeaban y hala-gaban, como en sus momentos de dolor e incluso en la problemática derivada de su irrefrenable compulsión sexual. Una relación realmente atípica ésta, que a lo largo de los siguientes siglos atraería la cuidadosa atención de historiadores y psicólogos. Cuando Isabel murió, en 1644, tras veinticuatro años de matrimonio, se volvió a hablar de envenenamiento. Mucho antes se había comentado el hecho de que Olivares, con el que mantenía un mutuo odio, había nombrado médico personal de ella a un antiguo fraile merceda-rio, que había sido hecho preso y procesado por la Inquisición. Más 128 Los reyes infieles adelante se había dedicado a las tareas de hechicero profesional y, en un momento dado, había bendecido y perfumado unas camisas de Isabel, «en las cuales echó unas purgaciones que le impedían concebir».Algo realmente un poco difícil de creer, teniendo en cuenta que a lo largo de su vida conyugal, la francesa había traído al mundo seis hijas y un hijo. Cierto que la mala fortuna se cebó con furia sobre esta descendencia: cinco niñas nacieron y murieron consecutiva-mente de inmediato y solamente se salvaron el esperado príncipe heredero Baltasar Carlos —de tan efímera existencia también— y la infanta María Teresa, la única de todos los hermanos que alcanzaría una edad respetable y llegaría a matrimoniar nada menos que con el Rey Sol. El rey escribía a su confidente, la monja de Ágreda: Me veo agobiado de insoportable tristeza, pues en una sola persona he perdido cuanto perder podría en este mundo.Y si no conociera por fe que Dios nos envía aquello que nos es mejor y más conveniente, no sé qué sería de mí... La difunta reina Isabel siempre había visto a Juan José, el hijo de La Calderona, como un peligro para la herencia de su hijo, pero no podía haber imaginado que las cosas iban a tomar otros derroteros. Un año después de su desaparición, una mayor desgracia venía a afligir a la tam-baleante monarquía hispana. El adorado heredero, Baltasar Carlos, la única esperanza visible en la preservación de la dinastía, aquel altivo muchachito que pintara Velázquez montado sobre un encabritado caballo, moría a los diecisiete años, tras practicársele una sangría de urgencia. A primera hora de la mañana, había regresado a palacio, presa de altísima fiebre, tras una agitada noche pasada en brazos de una prostituta, en una salida para la que había recibido el permiso de su gentilhombre de cámara.
Cabe pensar que la causa de su muerte fuese la crisis de una afección venérea contraída con anterioridad. Aquel atractivo pero poco inteligente y superficial príncipe de Asturias era en todo digno hijo de su padre y no tenía traza alguna de haber podido llegar a ser un buen rey.A pesar de su juventud, tenía por costumbre la habitual frecuentación de las profesionales del sexo, y no de las más exquisitas, por lo que Felipe IV, el Rey Planeta 129 se decía.Así como le había sucedido a Felipe II, mientras varios de los reales bastardos mostraban una floreciente salud, la persistencia de la dinastía en el trono volvía a correr un verdadero peligro, que llevó a decidir un nuevo matrimonio del monarca. Bien parecía que siguiese llevando sus hábitos conocidos de vida y su frecuentación de una amplia variedad de mujeres, pero no había descendiente varón legítimo y muy pocos se decidían a apostar por el joven don Juan José, que ya daba muestras de su extrema ambición. Actuando con la misma ceguera de los antepasados, el sentido endogámico de los Habsburgo volvió a imponerse y la elegida para casarse con Felipe fue su sobrina carnal, la archiduquesa Mariana, hija de su hermana, la emperatriz María.Y, al igual que había sucedido en el caso de Felipe II e Isabel de Valois, también ahora la novia elegida para el hijo pasaba a convertirse en esposa del padre. En efecto, Mariana había sido mantenida en reserva en Viena con destino a su primo, el malogrado Baltasar Carlos y estaba, tras la muerte de él, compuesta y viuda sin casar. Ahora se esperaba de ella una descendencia que asegurase el trono, aunque el panorama no era precisamente el más halagüeño. Frente a aquella inexperta adolescente de quince años se presentaba un decrépito hombre de cuarenta y cinco, que andaba ya de irreversible capa caída —nunca mejor dicho— debido a sus muchos excesos. Una general decadencia física venía profundizada por las enfermedades venéreas y otros varios males, pero la boda, que se celebró en la localidad de Navalcarnero en el otoño de 1649, tras casi un año de viaje de la novia desde Viena, pareció abrir nuevas esperanzas a aquel innegable declive dinástico. Sobre su nuevo matrimonio, a Sor María aquel decadente Rey Planeta le confesaba que esperaba que ahora, merced a esta nueva unión legítima, podría ser capaz de abandonar sus malos hábitos y concentrar sus fuerzas en el adecuado cumplimiento de sus deberes conyugales y dinásticos. Pero una cosa eran los deseos y los planes teóricos y otra, muy diferente, la realidad de viejas y arraigadas inclinaciones y tendencias. Mientras los testigos de la época veían a una Mariana que se limitaba a cumplir con sus deberes sin ningún entusiasmo con su caduco marido, como es lógico dadas las circunstancias, un detallado cronista escribía sobre: 130 Los reyes infieles […] la gran diferencia de edad, sin gran semejanza de caracteres ni gustos, y el cansancio y la tristeza, y las infidelidades del soberano, nunca cansado para la aventura de tapadillo, que ya a veces ni tapaba; y el genio de ella, que pasó de la alegría a la hurañez […] y el ambiente de España, que a ella no le agradaba;
y la rigidez de ella, que no le gustaba a él […] todo se unió para que aquel matrimonio no fuera ningún modelo de felicidad... Con todo y entre una y otra de sus fugaces aventuras, el Felipe siempre atormentado por sus remordimientos consiguió de su remisa mujer el nacimiento de tres varones y dos hembras. La mayor fue la infanta Margarita, la bonita niña rubia que centra las velazqueñas Meninas y que llegaría por matrimonio a ser emperatriz de Alemania. Tras otra efímera infanta, el nacimiento de Felipe Próspero trajo de nuevo las esperanzas de todos, que se hundieron con su muerte, a los cuatro años. Un Fernando Tomás apenas sobrevivió uno y, por fin y tras «duras jornadas», en expresión del propio rey, la última cópula que pudo conseguir aquel desgastado fornicador volvía a dejar embarazada a su mujer. Era realmente un verdadero milagro, destrozado como estaba Felipe por la viruela y todo tipo de males. Fruto de tan lamentable episodio iba a nacer aquel patético ser que fue Carlos II, el Hechizado, el encargado de dar el cerrojazo a dos siglos de brillo y esplendor, de decadencia y de sombras, en la Historia de España, protagonizados por los monarcas Habsburgo. Al comentar la precariedad del que quedaba como su heredero, uno de sus galenos se atrevió a recriminarle a un Felipe que ya estaba por encima del bien y del mal: «... es que Su Majestad deja para la Reina sólo las escurridu-ras...» Brutal comentario que hablaba de la existencia de una Mariana que, sólo con veintisiete años, se mostraba amargada, rígida, adusta, siempre envuelta en vestiduras y velos negros, como llevando luto por su propia existencia. VII EL DUENDE DE PALACIO
Un duende corre por palacio EN SEPTIEMBRE de 1665 y «con una dulce expresión en el rostro», moría cristiana y plácidamente aquel perezoso ensimismado y gran crápula que fuera Felipe IV, que solamente ha merecido pasar a la más alta inmortalidad por su relación con el genio de Velázquez. Legaba a aquel verdadero engendro de menos de cinco años que era su heredero Carlos un imperio sumido en la más absoluta e imparable decadencia. La calle ya hacía tiempo que hablaba: El Príncipe, al parecer, por endeble y patizambo, es hijo de contrabando, pues no se puede tener. Había nacido aquel patético personaje en una Corte lóbrega, en la que habían desaparecido las alegrías que había traído la primera esposa de su padre, para ser sustituidas por los estrictos rigores de una Mariana cada vez más entregada a las prácticas religiosas como forma de vida y fanatiza-da por la acción de los consejeros jesuitas de que se rodeaba.Ahora,Mariana, reina regente y con todo el poder en sus manos durante la minoría de su hijo, parecía dispuesta a limpiar de toda sombra de pecado aquella Corte que durante tantos años había sido centro de atención y de divertidas habladurías. Con sólo treinta años, su amargo matrimonio la había convertido en una persona ambiciosa y desconfiada, terca e imprudente.Tenía 132 Los reyes infieles la joven viuda en su confesor personal, el jesuita padre Nithard, que había atendido a sus necesidades espirituales desde la adolescencia, a su más íntimo confidente.Algo que naturalmente hizo nacer comentarios al respecto entre un pueblo que la odiaba y al que ella despreciaba de forma demasiado evidente y sin hacer nada por ocultarlo. Expulsado finalmente el padre Nithard de la mayor intimidad de la reina por la decisión de la poderosa nobleza, apareció en el alcázar madrileño un personaje verdaderamente curioso. Era Fernando de Valenzuela hombre de humilde origen, hijo de un corrido capitán y había nacido en Nápoles. Cuando apareció por Madrid, se encontraba en una atrayente treintena y había accedido a aquellas alturas debido a su matrimonio con una dama de palacio. De guapo y pálido rostro y bien formado cuerpo, como refleja el retrato que de él se conserva debido a la mano de Carreño, era el clásico arribista, simpático y decidor, que además componía fáciles versos de consumo inmediato. A aquella amargada y solitaria Mariana no debió desagradarle tal compañía, ya que le convirtió en su inseparable confidente, con la evidente anuencia de su esposa, que era una de sus damas de honor y le hizo protagonista de un disparado ascenso que solamente podría volver a verse, poco más de un siglo después, cuando María Luisa de Parma se dedicase a fondo a la promoción de Manuel Godoy. No tardó el guapo trepador en ganarse el divertido y cómplice apodo de «Duende de Palacio». Para entonces, ya le había concedido el tan ambicionado hábito de la Orden de Santiago, era introductor de embajadores, primer caballerizo y marqués, con Grandeza de España para que nada faltase.
Debido precisamente a tan extremado favor, que permitió al valido establecer una verdadera oficina de tráfico de influencias, inmediatamente se buscó la clave en una secreta pasión de la reina viuda por él. De hecho, la adusta Mariana no había conocido, que se supiera, más varón que aquel desgastado fauno en declive que había sido el real crápula Felipe IV y ahora podía resultar casi lógico que, de cara a una anunciada soledad, se diese alguna alegría para el cuerpo con el atractivo «Duende» antes de caer en una rápida madurez y envejecimiento. En este asunto nada quedaría nunca demostrado y parece, además, que ella estaba desinteresada de todas estas cuestiones. Su rígida educación y la cuadratura de su mente simple se vendrían a unir a una supuesta El duende de palacio 133 frigidez y a un incapacitador pudor físico, razones inapelables para una viuda que quiera vivir tranquila. Lo que sí debió de suceder es que las limitaciones de Mariana y su terquedad le impedían admitir a su lado personas que no estuviesen lisonjeándola de continuo.Y así, simplemente, cayó en las redes del atractivo embaucador y confundió su listeza, pillería y simpatía con la necesaria inteligencia para hacerse cargo de las altas funciones que fue delegando en él. Con un punto de cursilería, un embajador veneciano apuntaba sobre aquella mujer de agrio gesto y siempre cubierta de negras tocas que la hacían parecer una monja: «Aunque viuda a la temprana edad de treinta años, es motivo de edificación su vida piadosa y la inocencia de sus costumbres, semejante a un espejo tersísimo...» Otros, no obstante, preferían hablar acerca del valido, de que si tenía las puertas de palacio abiertas a toda hora, las tenía igualmente y «con preferencia, a deshora». El cardenal primado de las Españas, adversario de Valenzuela por los poderes que éste había acumulado, se permitía advertir a Mariana de los peligros a que se exponía si persistía en esta actitud, que afectaba «no ya a su autoridad, sino a su decoro». El hecho es que aquello no podía durar mucho y fue sobre todo la decisión del por entonces omnipotente bastardo don Juan José de Austria lo que decidió la definitiva caída del poder del valido.A principios de 1677 fue detenido, procesado y confiscados sus bienes, llegó hasta ser condenado a muerte, de lo que le libró al conseguir verse reclamado por la jurisdicción eclesiástica. En cualquier caso,Valenzuela sufriría en sus propias carnes todos los rigores que conllevaba el hecho de ser un favorito real en desgracia. Se le conmutó la pena capital, pero hubo de sufrir un destierro de doce años nada menos que en Filipinas, al otro extremo del mundo y dominio del monarca en cuyo imperio seguía sin ponerse en sol. Después, consiguió instalarse en Nueva España, donde murió ya cincuentón de la coz que le propinó un potro al que estaba tratando de domar.
El otro gran bastardo Fue durante el reinado de su hermano cuando las actividades del otro gran bastardo de la Historia de España, don Juan José de Austria, 134 Los reyes infieles tuvieron una mayor incidencia política, en espectacular pirueta existencial con el final más apropiado que podía tener. Desde sus más tier-nos años y la vista del tratamiento y cuidados de que era objeto — educación principesca y crecida renta—, tomó el hijo de La Calderona conciencia de su personal posición en la vida. En 1641, Olivares, que, debido a su falta de hijos varones, quería legitimar a su bastardo Julianillo Valcárcel, presionó al rey para que le proporcionase una especial forma de cobertura moral e hiciera lo mismo con Juan, que pasó a llamarse oficialmente don Juan José de Austria. Tremendamente ambicioso y ostentosamente pagado de sí, se vio convertido en jovencísimo prior de Consuegra, en cuyo castillo formó una pequeña Corte. Su benevolente padre, considerando que era el único hijo al que había reconocido y quizá pensando que podría ser su natural sucesor en el trono, le fue encomendando una serie de empresas de carácter militar, que se correspondían a los ímpetus del voluntarioso bastardo. Pero realmente su intervención en todos los escenarios en los que intervino no pudo considerarse siquiera notable. En las grandes revueltas producidas en el Reino de Nápoles sí tuvo una actuación militar a tener en cuenta, pero se vio seguida a continuación por una serie de sonados fracasos en la guerra de Flandes y en el finalmente frustrado proceso de recuperación de Portugal. A la vista de esto, Felipe consideró la posibilidad de encauzar su fogosidad hacia la carrera eclesiástica que, en definitiva, era la tradicionalmente seguida por los bastardos reales. Recuérdese en este sentido el especialmente brillante caso de don Alonso de Aragón, hijo bastardo de Fernando el Católico. Pero no era esta solución del gusto del ambicioso don Juan José que, por el momento, se vio obligado a recluirse en su dominio de Consuegra a la simple espera de la muerte de aquel padre que le promocionaba, pero no hasta los niveles que él consideraba justos. Con la desaparición de Felipe y la regencia de la detestada reina viuda, don Juan José encontró de inmediato motivos de actuación. Primero, se lanzó contra la privanza del padre Nithard, hasta que se convirtió en uno de los principales ejecutores de su caída. Más adelante, fue capaz de reunir a su alrededor a todos los descontentos contra el nuevo valido,Valenzuela, hasta que se logró su apartamiento del poder tan fulminantemente obtenido. El duende de palacio 135 A la vista de la precaria salud y cada vez más débiles posibilidades de sucesión de su hermano Carlos II, el bastardo fue envalentonándose.Y, si ya había presionado sobre la regente con fuerzas militares, llegado el año 1677, pasó a convertirse en primer ministro efectivo del reino. Estaba claro que en su pensamiento sus planes debían ir mucho más allá y que, para él, era simplemente una cuestión de tiempo esperar a que el débil Carlos abandonase la escena, por la puerta que fuera. Recibido por el pueblo como una esperanza cierta frente al negro futuro que auguraba quien ocupaba el trono, cierto es que don Juan José intentó aplicar una honrada política de saneamiento y de regeneración de una situación general de la postración que el país padecía.
Pero no fue capaz de desprenderse de los compromisos que había adquirido con la vieja nobleza que le había utilizado en defensa de sus intereses. El final no iba a tardar, pero por el momento todo parecía ir bien, hasta el punto de que consiguió enviar al destierro en Toledo a Mariana. Pero tras poco más de dos años de gobierno, con una desastrosa situación exterior en el persistente conflicto de los Países Bajos y una serie de malas cosechas que extendieron la hambruna y la carestía de vida, en medio del descontento general, moría a los cincuenta años, en el verano de 1679, aquel que había pretendido convertir la bastardía reconocida en un derecho legal para acceder a un trono que nunca podría ocupar.Al tener noticia de su muerte, Carlos no dio muestras de pesar alguno y se limitó a esperar a que le sugiriesen el nombre del futuro hombre de confianza para que se encargase de las tareas de gobierno. En las interioridades de sus hábitos monjiles, Mariana debió frotarse las manos ante la desaparición —y además, por vías naturales— de aquel arrogante y decidido enemigo y fugaz triunfador. De la personalidad de don Juan José habla un muy especial episodio, históricamente probado y en su momento muy difundido por sus numerosos enemigos. Se trata de la ocasión en que presentó a su decrépito padre una miniatura en la que se recreaban, idealizados, los incestuosos amores míticos de Júpiter y Juno, que en la pintura mostraban con nitidez respectivamente los rostros de él mismo y de la infanta Margarita, su media hermana. Con ello querría dar a entender que pensaba seriamente en la posibilidad de acceder al trono por el directo 136 Los reyes infieles camino del incesto, considerada la inviabilidad de la posible descendencia de Carlos. Pero aquello debió de suponer demasiado incluso para un elemento como Felipe, disfrutador y nunca hastiado de tanta aventura física. Así, terriblemente irritado por aquella impertinente y obscena propuesta, que insultaba a sus profundas convicciones religiosas, había expulsado de palacio al incontrolado ambicioso, al que no volvió a permitírsele la entrada hasta que pudo aproximarse al lecho en el que su padre vivía sus últimos instantes y pasaba a mejor vida. Un patético remate Tan escuálido como débil, el heredero de la monarquía hispana nació y vivió sus primeros años en una sofocante atmósfera de rezos y devociones, rodeado por una tétrica parafernalia de imágenes, reliquias y exvotos a los que se atribuían poderes milagrosos. Solamente pudo ser destetado a los cuatro años, cuando murió su padre y pasó a ser rey, después de haber consumido la producción láctea de hasta veintiocho rollizas nodrizas montañesas. Cuando tuvo edad de erguir su abultada cabeza e intentar caminar, se pudo comprobar que sus piernas no le sostenían y anunciaba lo que iba a ser el resto de su vida: un penoso alfeñique apenas sin fuerzas físicas ni, como se comprobaría, mentales. Toda aquella enloquecida y ciega política matrimonial realizada entre consanguíneos por los orgullosos Habsburgo alcanzaba en el desdichado Carlos su más dramático remate, como vivo exponente de un anunciado «final de raza». Mientras, sus muchos hermanos de padre, libres de taras por la aportación de las sangres de sus madres, presentaban normales desarrollos y evoluciones vitales normales.
Este degenerado ser recibió lógicamente la nefasta educación que se esperaba de una mujer como Mariana, fanática religiosa y cerrada a cualquier posibilidad de renovación de unas formas de vida y de etiqueta extremadamente rígidas y ya anacrónicas en su tiempo, pero en las que parecía hallarse perfectamente a gusto. Por su parte y en el extremo opuesto de su siempre tan encendido padre, el joven Carlos en ningún momento de su adolescencia manifestó el más mínimo interés por el sexo o la persona de las mujeres, algo que por otra parte debía pla-El duende de palacio 137 cer extraordinariamente a su posesiva madre. Pero, dado que era todavía importante moneda de cambio en la escena europea, su hermano el bastardo negoció el matrimonio de Carlos con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV, a la que consideraba podía controlar y utilizarla como arma en su actuación contra el poder de Mariana. Pero el destino no le iba a responder y aquel gran manipulador iba a morir antes de que la novia cruzase la frontera. También en este caso se recurría a la familia, ya que los novios te-nían lazos de sangre muy directos que precisaron de la pertinente autorización pontificia para celebrar las bodas. Realizadas en agosto de 1679, llevaba ya varios meses un Carlos sorprendentemente ardiendo de pasión, esperando con ansiedad aquello que le tenían preparado; no se desprendía del retrato de ella que le habían enviado y continuamente lo besaba diciendo «¡Mi Reina, mi Reina!», le escribía con su desastrosa ortografía varias cartas al día y los correos urgentes volaban entre Madrid y París. Para los muchos enemigos de Mariana, que ya había vuelto a imponer su férreo dominio en el Real Alcázar, la nueva presencia femenina parecía anunciar más esperanzadores tiempos. El novio tenía dieciocho años y ella, uno menos. Era María Luisa una muchacha inteligente y bella, que sin duda se hubiera merecido otro marido muy distinto del que le tocó en suerte. Antítesis de éste, había nacido y se había educado en la brillante y corrompida Corte de Versalles donde, a la luz y bajo el calor del Rey Sol —nunca mejor dicho—, sucedía todo lo que pudiera imaginarse. Su padre, Felipe de Orleans, hermano del monarca y conocido como Monsieur, era un conocido y provocador ludópata y homosexual, que gustaba de vestirse con ropas de mujer y siempre andaba rodeado de hermosos muchachos, con los que se entregaba a «placeres mal explicados». La madre había sido la princesa Enriqueta de Inglaterra, hija del decapitado rey Carlos I y de la que se decía que durante algún tiempo fue una más de las múltiples amantes de su cuñado, Luis XIV. Lo cierto es que cuando ella murió, muchos señalaron a su marido como inductor de un envenenamiento que le quitaba de en medio a una presencia siempre molesta para sus personales actividades. Diez años iba a durar aquel tan desigual matrimonio sentado sobre el trono de la monarquía hispana. Alegre y aficionada a la música, a la 138 Los reyes infieles joven reina la veía su rígida suegra como a la típica francesa, ligera de cascos y nada digna de confianza. La rivalidad entre ambas envenenó el aire de palacio y contribuyó a formar alrededor de cada una de ellas partidos opuestos y duramente enfrentados. Misas diarias, largas con-fesiones, vespertinos rezos del rosario y las permanentes murmuraciones contra su nuera eran las principales actividades de la reina madre, que continuamente acusaba a la francesa de exigir del rey prestaciones físicas que le debilitaban
todavía más. Consideraba, además, que la muchacha era demasiado aficionada a exhibir sus encantos y muy libre —por no decir algo peor— en sus gustos y costumbres. Del asunto carnal se sabía todo o nada, que era lo mismo, ya que no existió desde un principio.Tras la boda, el embajador francés escribía: «... intuí que había un defecto atribuido a demasiada vivacidad por parte del Rey, que impedía que la cópula fuese perfecta, no habiendo podido simultanear ambos sus efusiones...» Por lo visto, la clave debía ser, sin más, la falta de erección que la debilidad del rey provocaba, lo que impedía la realización normal del acto. Muy pronto se temió que de aquella unión no hubiera fruto y nacieron las malévolas coplillas que se canturreaban, como aquella que fue la que más difusión tuvo, llena de chulesca altanería: A pesar de ser extraña, sabed, bella flor de lis; si parís, parís a España. Si no parís, a París. Las críticas y murmuraciones en su contra se enconaban, animadas por los partidarios de su suegra, mientras Carlos se inhibía de una cuestión que ya había dejado de interesarle. Frente a la intocable figura del rey, era la esposa considerada la «culpable» de la falta de descendencia, como tradicionalmente sucedía, y se vio atiborrada de supuestos remedios para solucionar un problema que seguramente no era en ella donde radicaba. El embajador francés no tenía reparo alguno en pagar a los criados de las estancias reales para que le proporcionasen la ropa interior usada de Carlos, para mandarla analizar por supuestos expertos que acreditasen en los residuos orgánicos que en ella encontrasen El duende de palacio 139 las causas de su supuesta infertilidad. Pero tales peritos no se pillaban los dedos en tan espinosa cuestión y siempre dejaban envueltas en la más densa nebulosa todas posibilidades negativas o positivas. Cuando María Luisa murió, a los veintisiete años, de una peritoni-tis, se habló mucho acerca de que había sido envenenada para quitarla de en medio y buscar otra esposa «fértil» para el que ya era llamado «El Hechizado». Intoxicada de ponzoñas debía estar sin duda por todo lo que le hicieron ingerir en sus etapas finales.Al saber de su muerte, Carlos se lanzó a correr despavorido y aterrorizado, gritando y arrancándose mechones de cabellos. Pero lo cierto es que, incluso antes de que ella falleciese, altos responsables cortesanos ya habían iniciado discretas conversaciones para buscarle una inmediata sustituta en el lecho real. Sólo un mes después de la muerte de su predecesora se anunciaba el nombre de la que iba a ser reina de España: Mariana de Neoburgo. En todo este asunto, el gran mangoneador que era Luis XIV ni se tomó la molestia de intervenir. Conocía
perfectamente las incapacidades para engendrar de Carlos y ya le daba lo mismo quien fuese la esposa dispuesta a hacer el papel de potencial madre de heredero. La cuestión era simplemente esperar a que aquel real alfeñique muriese para hacer valer los derechos que al trono de España tenía su nieto, Felipe de Anjou, el futuro Felipe V, que a estas alturas de la trama contaba solamente siete años de edad. Era María Ana de Neoburgo princesa de Baviera y de familia excep-cionalmente fértil; su madre había tenido veinticuatro embarazos. De ahí había venido su elección, que fue muy apoyada por la reina madre, encantada de tener a su lado y bien controlada a una nuera germana como ella, de buenas costumbres muy alejadas de las de su predecesora. Robusta mujer de veintidós años, entre rubia y pelirroja, orgullosa y de impetuoso carácter, desembarcaba en La Coruña en la primavera de 1690. Sus hábiles padres habían sabido colocar a sus hijas y la que ahora iba a reinar en Madrid tenía una hermana emperatriz; otra, reina de Portugal; una tercera, heredera de Polonia y, finalmente, la última era gran duquesa de Parma. La verdad es que el panorama no estaba nada mal para la tan dificultosa tarea de situar bien a tantas jóvenes. En contra de lo que esperaba, con su nueva nuera la suegra se iba a encontrar con la horma de su zapato y la que Mariana imaginaba como 140 Los reyes infieles dócil instrumento en sus manos no tardó en enfrentársele, henchidas ambas de soberbia y de burda tozudez. Seis años se mantuvo esta pugna palaciega entre suegra y nuera. La cuestión se solucionó cuando en 1696 murió la reina madre, de un tumor en el pecho llamado zaratán en castellano viejo. Obsesionado por la pérdida de la que había sido realmente la mujer de su vida, el desdichado hijo llegó a ordenar que se sacase el cadáver de su sepultura, en el Panteón Real de El Escorial, con el fin de comprobar de forma directa aquello en lo que él se convertiría cuando muriese. Ahora la reina, ávida de riquezas, vio el campo abierto para la plasmación efectiva de sus intereses. Pero, a pesar de todo, no dejaba de ser una mujer joven a la que debía apetecer la práctica del sexo con su marido, como correspondía.Y dado que el pobre Carlos no demostraba ser capaz de funcionar de forma medianamente admisible, a pesar de todos los salvajes exorcismos y variados remedios que se le admi-nistraban, María Ana recorría histérica los interminables pasillos palaciegos. Estaba condenada a soportar un matrimonio blanco, tenía muy claro el hecho de que con aquel marido ya nunca iba a poder ser madre. Veía así frustradas las tendencias multiplicadoras dominantes en su familia, a la que tan apegada estaba y a la que materialmente colmaba de valiosos obsequios y dinero procedentes de las arcas reales. Entre multitudinarios autos de fe —donde se tostaban a fuego lento los condenados por judaizantes—, bailes y cacerías, el pobre Carlos se enfrentaba a una esposa que había dado rápidamente en el clavo. Con fría meticulosidad —para eso era una cuadriculada germana— le hacía objeto de unas peleas matrimoniales que a él le horrorizaban y que, para evitar, le llevaban a transigir en todo lo que ella plantease, que iba desde la instalación de una granja alemana en la Casa de Campo hasta la aceptación de cualquier extravagante capricho. El pueblo la odiaba abiertamente, tanto por su despegada y altanera manera de ser como por su supuesta infertilidad, que nadie se atrevía a endilgársela al rey, prefiriendo cargarla en la cuenta de ella. Paralelamente a toda la parafernalia que se organizó en la Corte sobre el supuesto hechizamiento del rey
y los remedios a aplicar, la intrigante y vengativa María Ana había decidido que recibiría las compensaciones debidas por su infértil prestación. Así, desarrolló un efec-El duende de palacio 141 tivo sentido de venta de información y se inventaba falsos embarazos, que llenaban de esperanza a todos y que acababan en falsos abortos que volvían a hundir todas las expectativas. Incapacitado para la reproducción por su debilidad congénita, Carlos vio caer sobre él toda una serie de supuestos hechizos que se inventaron para justificar aquellas carencias y que convirtieron su vida en un verdadero infierno. El conocido exorcista fray Antonio Álvarez de Argüelles fue el siguiente personaje que decidió los últimos actos del penoso melodrama, ya en los últimos tiempos de la vida del rey. Afamado experto en la espinosa tarea de extraer presencias diabólicas de posibles afectados, se prestó a reafirmar —hay que suponer que a cambio de sustanciosa retribución— la opinión de quienes sostenían que la falta de descendencia del rey se debía a un posible hechizamiento de que hubiera sido víctima.Y así, por medio de las declaraciones de una monja embruja-da, se llegó a la conclusión de que efectivamente el desdichado había sido víctima de un maléfico conjuro a los catorce años. La responsable habría sido su ya fallecida y detestada madre. La vía del hechizamiento habría sido el chocolate, por el que Carlos tenía una verdadera adicción, como en general toda la nobleza de la época. Su fallecimiento, el 1 de noviembre de 1700, sin alcanzar a cumplir los cuarenta años, vino precedido de un ataque de epilepsia que determinó el final. Para nadie era un secreto que moría sin haber catado mujer aquel hijo de padre tan sensual. Según testigos, su cadáver presentaba el aspecto de llevar un año entero enterrado y, cuando se le practicó la autopsia, se encontró que tenía el hígado «completamente encogido, con una negruzca piedra en su interior del tamaño de una judía».Tenía «la cabeza llena de agua» y era portador de «un solo testícu-lo, negro como el carbón». María Ana, una vez entablada la guerra de sucesión, entre los partidarios de Felipe de Anjou frente a los del archiduque Carlos, siempre apoyó a éste. Un elemento humano muy particular fue esta insi-diosa mujer, a la que un receloso Felipe V hizo recalar fuera de las fronteras de su reino. Junto a la misma frontera, en la localidad francesa de Bayona, se rodeó de una corte personal que empleaba a cuatro centenares de personas.Todavía no demasiado mayor y, se suponía, virgen, le fueron adscritos varios episodios amatorios. El más sonado fue 142 Los reyes infieles el protagonizado por un oportunista caballero apellidado Larrétéguy, del que se dijo que fue objeto de apasionado amor de la ex reina. Novelesca sí fue la supuesta continuación de la historia. Se decía por Bayona que María Ana habría tenido al menos dos hijos de su relación con aquel hombre y que, en una ocasión, un hermano de él habría comentado al paso del coche de ella por las calles de la ciudad: «¡Dejad paso a mi cuñada!» Desfachatez prepotente, nada rara entre los próximos a las familias reales hasta el día de hoy, pero que entonces al interesado le costaría la prisión en el castillo de If, frente a Marsella, donde siglo y medio más tarde la fantasía de Alejandro Dumas iba a encerrar al conde de Montecristo. Cuando Felipe V le permitió regresar a España, María Ana se instaló en el magnífico Palacio del Infantado, de Guadalajara, donde vivió con gran boato hasta su muerte, ya en 1740.
VIII FELIPE V. REINAR DESDE EL LECHO Del «Animoso» al «Melancólico» COMOESCRIBÍAun relamido cronista de la época,a Felipe V,el primer rey Borbón en el trono de España: […] que había nacido en el lujurioso magma de la Corte más libertina de Europa, le acabaría tocando a los diecisiete años cambiarla por la profunda sequedad de la meseta castellana, azotada por los vientos. Su abuelo era el Rey Sol, modelo de monarca de su época y singular ejemplar de usos y costumbres, verdadero catálogo de vicios y alguna que otra virtud, de los esplendores que siguieron a los tenebrismos del Barroco. Su padre era el heredero y Gran Delfín, un personaje dotado de la mente más depravada posible, capaz de llevar a cabo las más crueles acciones y pasar a continuación a entregarse a los más amables placeres en un entorno personal que había diseñado con este fin. La madre de Felipe, desde su nacimiento en 1683 duque de Anjou, era una princesa bávara que había aportado el bien arraigado ramalazo de insanía mental que caracterizaba a su familia. El muchacho se había criado en soledad, desarrollando un carácter melancólico, taciturno y abúlico, muy próximo al autismo, en el mismo corazón de aquella brillante hasta la extravagancia Corte de Versalles, donde hasta la exageración se rendía culto a la belleza física, al encanto personal y al placer en todas sus posibles manifestaciones.Tuvo como preceptor al afamado predicador Fénelon, cuya especialidad eran las 144 Los reyes infieles oraciones fúnebres que elaboraba y que siguen siendo obligada cita en toda referencia a la mejor expresión en lengua francesa. Pues bien, tan conspicuo personaje imbuyó en el joven Felipe una serie de ideas de místico fanatismo religioso que ni de adulto podría sacudirse de encima. Era sobre todo el terror al pecado —estaba claro que era mejor morir que pecar— y, como adecuado complemento, el permanente temor a morir en falta, lo que había de hundirle directamente en los temidos fuegos infernales. Esta dura irracionalidad, unida a la más decidida intransigencia en todos los órdenes, iba a fomentar la formación de una compleja personalidad, de la que hablan los propios sobrenombres con los que Felipe fue popularmente conocido: de ser en un principio «El Animoso» pasaría a convertirse en «El Melancólico». Durante su angustiada adolescencia, el muchacho se entregaba, tras cada episodio masturbatorio, a una serie de arrebatos conjuradores para librarse de la culpa derivada de los actos y no vivía hasta poder dar puntual cuenta a su confesor de la «sucia culpa» que le martirizaba sin piedad una y otra vez. Se cuenta que, a los quince años, fue objeto de directas provoca-ciones físicas por parte de una chica un poco mayor y con alguna experiencia. La historia naturalmente fracasó y tres meses de mortificacio-nes le costaron al pecador los excesos que su imaginación había fabricado durante el episodio. Mientras tanto, el gran zorro que era su abuelo manejaba con habilidad todos los hilos que iban a llevarle al trono de España, a la vista de la extinción sobre él de la Casa de Habsburgo, debido a la más que evidente incapacidad generativa del desdichado Carlos II.
Llegado el año 1700, nada más entrar en su nuevo reino, hastiado de un largo reinado carente de expectativas de futuro, un Felipe de diecisiete años levantó, sin planteárselo ni molestarse en hacerlo, muchas esperanzas de renovación latentes entre la población de la que todavía era la mayor potencia imperial del mundo. Pero si su buena apariencia, amables modales, gusto parisino en el vestir y hermoso cabello rubio causaron la mejor impresión, pronto pudo comprobarse que no era más que un muchacho inmaduro, únicamente interesado en infantiles juegos y, además de la caza, en la práctica de deportes moderados como la pesca del cangrejo. Indudablemente, debía tener muy presente la idea Felipe V. Reinar desde el lecho 145 del matrimonio, que ahora era cuestión prioritaria, pero su absoluta vocación de castidad llegó a hacer pensar a muchos de quienes le rodeaban que España tenía ahora «un rey marica».Aquel hombre, del que se ha dicho que, a lo largo de su vida, sólo se le vería sonreír en dos o tres ocasiones, dejaba hacer en esto a sus mayores y era realmente muy bien mandado. Como programado autómata, aceptó complacido la elección para esposa de María Luisa Gabriela de Saboya, entonces de trece años de edad, y se dedicó a esperar su llegada. Pero cuando ésta se acercaba, no pudo resistir más su deseo de conocerla y pasó a interpretar uno de esos episodios de la petite histoire que en general son de dudosa veracidad, pero que añaden un punto de calor al neutro relato oficial. Así, habiendo penetrado la comitiva que traía a «La Saboyana» — como se la conocería popularmente— por la frontera pirenaica, el joven Felipe se habría aproximado, adecuadamente disfrazado, a la carroza donde viajaba la joven, haciéndose pasar por un simple caballero de la Corte. Un episodio que, en cualquier caso, recuerda sospechosamente a uno muy parecido que protagonizó el joven Fernando de Aragón en vísperas de su más que vidriosa boda con Isabel de Castilla. Pues bien, a Felipe sus amigos le habían organizado en Figueras una despedida de soltero a la manera tradicional, con llamativas señoritas del oficio expresamente venidas de Barcelona para agradar a tan destacados celebrantes. La reacción del novio, al que hay que imaginar rampante de deseo por entrar en unos ámbitos hasta entonces sólo imaginados con delicioso terror, fue la que cabía esperar. Reservándose para su inminente esposa, se negó en redondo a participar en tal feste-jo, afirmando tajante: «No he pecado nunca y, menos, ahora...Y menos todavía con mujeres de este país...» Él sabría lo que quería decir con esto, pero durante su banquete de bodas una salvaje ansiedad le llevó a comer y beber con la más absoluta desmesura, mientras sus ímpetus devoradores se complementaban con los que reflejaba su mirada, que no podía abandonar a su jovencísima esposa. Junto a Gabriela venía la princesa de los Ursinos, que tendría un destacado papel en toda esta historia, como camarera mayor de la reina y directo agente de Luis XIV en la Corte de Madrid, que el de Versalles quería tener absolutamente controlada. Personaje inteligente 146 Los reyes infieles y brillante, muy pronto se ganaría el odio de la nueva reina, que no podía soportar su altivez y prepotencia y de la que diría «Manda más que yo», algo que, por otra parte, era absolutamente cierto. Pero una nueva vida se abría ante aquel libidinoso Felipe, víctima de tan prolongada y torturadora represión. Golpes, gritos, forcejeos y lágrimas —derivados de los nervios y de la ansiedad de él y del
terror de ella— parece que jalonaron los primeros encuentros amorosos de los recién casados. Con esta su primera mujer, Felipe estableció ya la costumbre del coito diario, hábito que prácticamente no abandonaría hasta el último día de su vida. Ella, de agudo temperamento, se dio cuenta de la cuestión y pasó a dominarlo a cambio de la aceptación de sus exigencias físicas. Al mes de la boda, la Ursinos escribía a Versalles: «No hay manera alguna de que el Rey abando-ne la alcoba y por su gusto estaría en la cama todo el día con la Reina...» Varios desapasionados cronistas y biógrafos vendrían a coincidir en la afirmación de uno de ellos: «El Rey, durante años, pasó la mayor parte del tiempo encerrado con su esposa en la más estricta de las intimidades...» El perspicaz duque de Saint-Simon, privilegiado testigo de aquellos momentos, escribiría acerca de Felipe: De placeres solo conoce la caza y el matrimonio, y si algo puede abreviar la larga vida que le promete su temperamento nervioso, sano y de buena complexión, será el exceso de comida y de ejercicio del deber conyugal, en que trata de excitarse con algunos socorros continuos... No se aclara a qué se refiere esto de los «socorros continuos», pero se ha hablado de una verdadera adicción a un múltiple orgasmo, en algo que era para él la razón fundamental de su vida. Una práctica sexual incesante bendecida por la Iglesia y que en todo momento estaría super-visada por sus agentes. Cuando Felipe le preguntó al padre jesuita confesor de ambos si podía ser causa de pecado mortal la reiterada complacencia en «determinados juegos», el discípulo de Ignacio de Loyola le habría contestado, sibilinamente, como correspondía: «Si cuanto me refiere Su Majestad tiende a la procreación, mandato divino, no incu-rre en ofensa a Dios Nuestro Señor.» Felipe V. Reinar desde el lecho 147 El abuelo Luis estaba especialmente preocupado por esta descendencia, que aseguraría a su linaje la permanencia en el trono hispano, disputado por el pretendiente austriaco en la ya desencadenada guerra de sucesión. Y, mientras Felipe y Gabriela se dedicaban a practicar juegos como el del cucú y el del escondite, que incrementaban su deseo y acababan arrojándoles al lecho, la Ursinos escribía, displicente, a su gran patrón: «Mucha cama, pero sin resultado positivo alguno.» Cuando la guerra se extendía por Italia, Luis exhortó a su nieto para que abandonase tan muelle e infructífera existencia y se pusiese al frente de las tropas que en definitiva estaban defendiendo su trono.Así, tras escasos meses de luna de miel, una llorosa Gabriela despedía a su Felipe en el puerto de Barcelona, camino él de la Italia en guerra. Iba allí a ganarse con creces el efímero pero llamativo sobrenombre de «El Animoso». Entre las fuerzas llegadas de Francia y comandadas por el general Vendôme existía la costumbre de organizar lúdicas cenas que acababan convirtiéndose en estimulantes orgías nocturnas, a las que eran llevados «jóvenes de ambos sexos» para disfrute y jolgorio de los esforzados milites. Cuando alguien le propuso participar en lo que era costumbre habitual, Felipe se consideró insultado y parece que llegó a retar a duelo al propio Vendôme. Sufriendo enormemente por la ausencia de su compañera de juegos eróticos, lo compensaba con la más absoluta falta de moderación en comida y bebida y, sobre todo, en sus enloquecidas intervenciones en las batallas que se trababan. Nunca, ni siquiera en aquellos momentos de tensión y lejanía, se supo nada de cualquier episodio de infidelidad de este joven que prefería, para su propia tranquilidad espiritual, practicar el torturador placer solitario. Permanentemente angustiado por ello, le había pregun-tado a su confesor si el tal placer
podría obtener perdón, caso de haber recurrido a él pensando en la legítima esposa. El hábil jesuita le habría contestado que, vencida la voluntad, el pecador disfrutaría de la comprensión de Dios y del perdón, naturalmente por medio del preceptivo acto de la confesión. Desde Carlos V, ningún rey español había participado en persona en batallas; ahora, el primer Borbón parecía querer demostrar de la forma más visible su voluntad de defender el trono y, cuando se producían enfrentamientos armados con el enemigo, se lanzaba enloquecido a lo 148 Los reyes infieles más encarnizado del combate. Le excitaban el olor de la pólvora, el choque de las armas, el tronar de los cañones, los gritos de los combatientes, las quejas de los heridos y, por encima de todo, la visión de los cuerpos desmembrados, destrozados y cubiertos de sangre. Algo parecido le había ya fascinado durante su viaje a España, cuando por vez primera en su vida había presenciado una corrida de toros y no pudo apartar su obsesiva mirada de los toros hostigados y finalmente muertos por la acción conjunta de todos cuantos intervenían en tan salvaje fiesta. Esta actitud, que le reprocharían incluso sus propios generales, debido a la irresponsabilidad e imprudencia que conllevaba, sería la que le hiciese ganarse entre el pueblo el sobrenombre de «El Animoso». A su particular forma de masoquismo exhibicionista correspondieron también varias escenas que en aquellos días protagonizó públicamente en sus estancias, haciéndose maltratar de palabra y obra por los ena-nos con que contaba para su diversión, a los que obligaba a golpearle y escupirle.
El esclavo de su esposa En Madrid, María Luisa le esperaba, habiéndose ganado el cariño del pueblo y cada vez más enfrentada a la irritante prepotencia de la Ursinos y al hecho de ver tratado a su nuevo país como una provincia más del abuelo Luis. La pequeña saboyana tenía su carácter y había sabido hacerse con la absoluta voluntad de su marido, algo que alcanzó el máximo con ocasión del nacimiento, en 1707, del primer hijo, Luis, heredero de la Corona. Después de otros dos hijos de breve existencia, seis años más tarde nacía el último, que a la muerte de su padre reinaría como Fernando VI. Del dominio público eran los tormentos que Felipe debía soportar durante las forzosas cuarentenas que seguían a estos partos y que le privaban de su ración diaria de sexo. Incluso cuando ella entró en la fase final de la enfermedad que acabó conduciéndola a la muerte, debía acceder a los requerimientos de él en busca de su imprescindible goce. Pero seguía negándose a consentir que los médicos la reconociesen, poniendo sus manos sobre el Felipe V. Reinar desde el lecho 149 cuerpo de la reina de España, que solamente a él pertenecía. Fue en esta difícil época cuando un aristócrata francés se permitió comentar-le que, cuidando de la frágil salud de María Luisa, «debía tomar por manceba a una de las damas de la servidumbre de la Reina», lo que en estos casos tradicionalmente había sido práctica habitual. Un encolerizado Felipe, después de haberles contado lo que consideró un verdadero sacrilegio a su mujer y a la Ursinos, ordenó el abandono del país de aquel insolente. La ya casi moribunda había entrado plenamente en el juego y llegaría a decir sobre esto que no iba a favorecer «que el Rey busque bajo techo pecador lo que yo, mientras viva, pueda darle...». Cuando ella murió, quedaba un viudo de treinta años e, instalada en la vivienda frontera a la suya en la calle del Prado, una princesa de los Ursinos, dueña de los mecanismos de la Corte y brillante y odiada reina de los salones madrileños, de setenta y dos. Se dijo que entre ambas casas se había construido un pasadizo secreto de comunicación, y se comentó que «alguna que otra noche, el monarca cruzó el disimulado y furtivo coladero...». Se llegó a apuntar, seria y preocupada-mente, que podrían incluso llegar a casarse, pero tal locura no llegó a hacerse realidad. Informado sobre esto, el Rey Sol se limitó a comentar, desdeñoso: «Ese botarate es capaz de todo.» La Ursinos tenía un amplio historial amatorio, que la relacionaba íntimamente hasta con el amo de Versalles, pero en esta ocasión tuvo la suficiente inteligencia de no caldear aun más el deseo del rey, que sin duda se complacía en su amarga soledad y enfermizo desinterés por todo. Cuando algún cortesano se atrevió a sugerir que podría propor-cionarse al rey «un momentáneo alivio bajo la forma de una amante», aquella gran mangoneadora pudo responder con altivez: «Su Majestad repudia los oficios de una meretriz por encopetada que sea, porque su conciencia de rey católico es tan fuerte como su ardiente temperamento.» Así las cosas, y preparando un futuro en el que seguía viéndose conservando su privilegiada posición, se dedicó a buscar a Felipe una nueva esposa, que fuese de dócil naturaleza y no opusiese resistencia alguna a su dominio. El astuto abate Giulio Alberoni, agente del duque de Parma en Madrid, le ofreció la idea de colocar a una de las hijas de su señor, Isabel de Farnesio, a la que presentó como «una joven dócil, vir-150
Los reyes infieles tuosa y encantadora, a la que únicamente le interesan el bordado y la costura». Este perfil de nueva esposa era lo que la Ursinos necesitaba y, en esta tarea, no cesaba de referirse a la necesidad de acabar con la penosa situación que vivía el rey, ya que, entrando en detalles, confiaba: «Su Majestad, joven todavía, sufre continuos dolores de cabeza y a menudo también suda con angustia de forma harto exuberante», y concluía teatralmente: ¿La causa? Señores, su peligrosa continencia perjudica su salud y todos saben que, por sus profundas y admirables convicciones religiosas, Su Majestad se negará mientras viva a recurrir a los oficios de una amante. Así se lo presentó al atormentado Felipe, que realmente no vivía, esperando impaciente que le arreglasen un nuevo matrimonio, sin importarle quién ni cómo fuera su futura pero abrasadoramente deseada compañera de lecho. La intrigante explicaba, sibilina: «A mi humilde entender, lo que Su Majestad y España necesitan es una reina que haga la ventura del atribulado monarca y no se inmiscuya con exceso en los asuntos de Estado.» Cuando le habló a Felipe de Isabel, culta conocedora de varias lenguas y amante del arte y de la música, «posee-dora de la fascinación de una tigresa y la docilidad de un animal de compañía», Felipe accedió encantado a la boda, que quiso se celebrase lo más rápidamente posible. En vísperas de la Nochebuena de 1714, esperaba la Ursinos a la nueva reina en el castillo alcarreño de Jadraque. Isabel de Farnesio se había entrevistado con la reina viuda María Ana, en su suntuoso destierro de Bayona, quien la puso en antecedentes de las interioridades de la Corte madrileña. Como la presencia de aquella mandamás no casaba con el fuerte carácter de Isabel, que con veintidós años nada tenía que ver con una joven discreta y sumisa, está claro que debió haber previsto la radical operación que llevó a cabo. La pequeña historia se ha nutrido mucho con este episodio, considerando las posibles causas del enfrentamiento entre ambas mujeres, aunque las preferencias se inclinan por la idea de que la Ursinos se permitió hacer algún comentario desfavorable acerca del abundante físico de «la Parmesana», que ya tenía en sus manos el instrumento para proceder. Felipe V. Reinar desde el lecho 151 En la propia estancia donde las dos mujeres se entrevistaron, y poniéndose recado de escribir directamente sobre las piernas, Isabel firmó la orden de la destitución de Ursinos del cargo de camarera mayor y su inmediata expulsión del territorio español.Así, en medio de una intensa nevada y vigilada por varios guardias, la antigua todopoderosa era lanzada a los helados caminos castellanos hasta la frontera del Bidasoa. No era capaz de entender qué había pasado y se dedicó a escribir rei-teradamente al rey, pidiéndole inútilmente su apoyo. Pero las cosas ha-bían cambiado y aquella confabuladora iba a ser sustituida por una mujer de rompe y rasga, que nada más verse, pasó a controlar la voluntad de un Felipe que ansiaba con desesperación ser dominado. Cuando se encontró ante ella, bastante gruesa y con el rostro lleno de marcas de viruela, se limitó a comentar: «No es en absoluto lo fea que malas lenguas me murmuraron y, para mi gusto, la encuentro
apetecible y hasta hermosa.» La inteligente Isabel comprobó de inmediato que las informaciones que había recibido se justificaban plenamente y comprendió que su trono iba a ser el lecho matrimonial y todo ello le pareció adecuado a sus intereses y expectativas.Algo preocupaba la primera noche al retorcido cerebro de Felipe, ya que le dijo: «Espero que seas virgen.» Debía serlo y complacerlo con ello y, a partir de ese momento, a cambio de la entrega de su voluntad, ella complacerá todos los deseos y compartirá los ya conocidos jueguecitos de él. Aquel genial chismoso que era el duque de Saint-Simon anotaba malévolamente en el Palacio del Infantado, donde se produjo el encuentro de los novios: «La real pareja permaneció encerrada a cal y canto veinticuatro horas ininterrumpidas...» Hay que entenderlo; el pobre Felipe debía de estar que ya no podía más e Isabel se limitaba sin más a hacer su aportación al contrato firmado, que tantas satisfacciones en todos los órdenes iba a darle en la vida. Cada uno de ellos obtenía lo que buscaba y de ahí iba a venir su perfecta y prolongada conjunción durante décadas. Nada más llegar a Madrid, en el palacio del Buen Retiro, el feliz novio condujo a su esposa a la estancia donde había muerto su predecesora y se dijo que la había obligado a yacer junto a él sobre el mismo lecho mortuorio, en aquella penumbrosa y sofocante habitación que no 152 Los reyes infieles se había ventilado desde el fallecimiento de «la Saboyana». Cuando se difundió tan extraña y aberrante escena, los defensores de Felipe adu-jeron que el rey consideraba «como un deber protocolario mostrarle a la reina el lugar donde su anterior esposa iniciara el sueño eterno de los justos». Isabel le daría a su insaciable marido seis hijos, mientras mantendría una fría relación con los dos que la difunta había dejado. Volvemos al imprescindible Saint-Simon, que anotaba escrupulosamente: El Rey y la Reina duermen en la misma cama y les ha sucedido verse atacados de fiebre a la vez, sin haberlos podido convencer que se sepa-raran, aun haciendo llevar otra cama al lado de la suya. En la que los he visto, no tiene ni cuatro pies de ancha, con columnas y muy baja. Hace cinco años, el Rey estuvo enfermo durante varios meses y la reina durmió siempre con él durante su enfermedad. Lo mismo ocurre cuando la Reina da a luz y en cualquier otra ocasión. Con la difunta Reina, sólo dejó de dormir dos días antes de su muerte. Se ha contado que en una ocasión, estando en sus dominios de La Granja de San Ildefonso, Felipe mostraba su ansiedad por cabalgar sobre el animal que fuera, a falta de caballo. Habiendo visto a un campesino con una cabra, el enloquecido monarca se habría montado sobre el animal, que emprendió una apresurada carrera y acabó por tirarlo al suelo. Parece que Isabel, que sólo presenció la última escena del asunto, debió de pensar en un primer momento que se enfrentaba a un incontrolado acto de bestialismo por parte de su marido. Pero el hecho de que no reaccionase de forma especial hace pensar en lo que podrían ser sus secretos de alcoba. Pero a aquellas alturas ya no había problema en los repartos del poder. Ella le tenía dominado por la práctica regular del sexo y desde un principio aplicó una técnica que le funcionó hasta el fin: cada vez que planteaba una exigencia a su marido en materia política y él se negaba a complacerla, ella se negaba a la cohabitación; la desesperación no tardaba en decidir al angustiado Felipe a admitir todo lo que ella quisiera.Y así, una y otra vez, a lo largo de los años. Como escribía entonces el embajador francés: «La Reina es la única persona capaz de tomar decisiones
viriles.» IX LUIS I. UN PARÉNTESIS MUY MOVIDO ERALUIS,príncipe de Asturias,un muchacho alto y esbelto,en general bien parecido y que bailaba con una gran habilidad y, siendo el primer Borbón nacido en España, el pueblo le tenía una abierta simpatía y cariño. Además, la temprana muerte de su madre y su sustitución por la nada amigable madrastra que era la Farnesio, venía a apor-tarle todavía más calor general.Ya desde antes de su temprana boda, se decía que poseía una personalidad más infantil que lo que de natural correspondía a su edad. Se divertía con sus amigos saliendo a correr de noche por los melonares del Buen Retiro y, siendo ya demasiado mayor para ello, siguió disfrutando con juegos infantiles como principal interés. No hay que olvidar lo aficionado que hasta edad bastante considerable había sido su padre a los jueguecitos, si bien en el caso de él tenían una muy concreta finalidad erótica. De cualquier manera, tampoco las infantiloides escapadas de Luis se verían libres de similares interpretaciones. Se decía que también abandonaba palacio con unas persistentes salidas nocturnas a barrios extremos, donde frecuentaba casas de dudosa reputación, en las que daba rienda suelta a un temperamento fogoso, heredado de su padre. Pero, a diferencia de él, en lugar de torturarse con la abstinencia, prefería lanzarse a cualquier tipo de disfrute. Con todo y durante su tan breve existencia, Luis no parece haber sufrido aquellos atormentadores ataques de culpa que siempre debió arrastrar Felipe.Aunque su estabilidad mental tampoco parece que fuese muy firme, en ningún caso llegó a manifestar los desvíos de su padre, cierto es que al morir tan joven no tuvo tiempo para ello. Como afir-154 Los reyes infieles maba un contemporáneo, que se admiraba del cariño que el pueblo sentía por él: «Tiene la inteligencia de un niño, la curiosidad de un adolescente y las pasiones de un hombre...» En sus salidas nocturnas se hacía acompañar de un viejo lacayo venido de Francia y de apellido Lacotte, que era un bien conocido homosexual y del que se llegó a decir algo tan fuerte como que habría tratado de seducir al joven príncipe una vez hubo comprobado las dificultades que éste parece que tenía para alcanzar la cópula con aquellas profesionales del sexo que se pagaba. Pero a la gente siempre le habían gustado reyes que respondiesen al arquetipo del perfecto macho. No había más que recordar las simpatías de que siempre gozó aquel gran fauno que había sido hasta el fin Felipe IV y, por el contrario, el escaso aprecio tenido por un pobre Carlos II, cuya falta de actividad erótica e incluso las manchas de sus propios calzoncillos habían servido como carne de atroz comentario. Alguien, que debía amarle un poco menos que la entregada mayoría, había acuñado un dicho que corría, referido al príncipe Luis: «Fogoso como su madre, lascivo como su padre, caliente como su madrastra y masturbador como su pederasta.» Un completo retrato, en fin, al que no le faltaba detalle. Rodeaba a Luis el aura del misterio nacido de una historia que acerca de él se contaba. Se decía que, paseando por los jardines del Buen Retiro, una vieja gitana le había abordado y, tras leer su mano, le había hecho una turbadora predicción, en la que se mezclaban una «corona de espinas» y un «sueño de muerte». Nada más necesitaba el pueblo para otorgarle una especie de aura, que al ocupar el trono le haría ser destinatario del tan halagador sobrenombre de «El Bienamado».
Cuando se pactó su matrimonio con Luisa Isabel de Orleans, cuarta hija del regente de Francia, él tenía quince años y ella, tan sólo doce. El padre de la novia era el mayor libertino que conociera la Corte francesa, curada desde siempre de esta clase de espantos. La madre, una bastarda legitimada de Luis XIV. Hija de tío y sobrina, no mucho podía esperarse de sus descendientes, que iban a ir mostrando a lo largo de su vida las taras que cabía lógicamente esperar. Como era costumbre en tales casos, Luis recibió el envío de un favo-recedor retrato de su prometida, que aparecía representada con un gran Luis I. Un paréntesis muy movido 155 escote. La obsesiva contemplación del retrato, que hizo colocar en sus estancias particulares, llevaría a su padre a ordenar que fuera retirado, «porque hay razones para creer que altera seriamente el reposo de Su Alteza». Por lo visto, el buen padre Felipe trataba de evitar a su hijo los sufrimientos posmasturbatorios que él tanto había sufrido hasta encontrar la seguridad cotidiana que obtenía de sus dos esposas mientras reinaba desde el lecho. Doble boda la que se arregló: de Luis con Luisa Isabel y de la pequeña infanta María Ana Victoria, de sólo cuatro años, para el futuro Luis XV. La niña sería enviada a Versalles para vivir en el entorno al que se le había destinado. La política matrimonial de las monarquías alcanzaba en este caso el verdadero extremo de irracionalidad. Felipe había ordenado que, dada la temprana edad de los contrayentes, la consumación del matrimonio fuese pospuesta hasta el momento que se considerase adecuado. Como el séquito de acompañamiento francés exigió la comprobación de algún tipo de constancia de una unión formal entre ambos, aunque no fuese más que puramente simbólica y proto-colaria, se acordó que los recién casados se encontraran en el palacio de Lerma. Allí, se les obligó a tumbarse juntos pero sin tocarse en el lecho durante un rato, recibiendo las toscas bromas de los caballeros y las contenidas risitas de las damas presentes. Una escena humillante para cualquiera, pero en cualquier caso aquellos dos jóvenes elementos tampoco se merecían ningún tratamiento mejor. Cuando se decidió la boda, los versallescos y desinteresados padres habían caído en que la niña no había recibido los convencionales sacramentos, por lo que los recibió de una sentada, desde el bautismo a la eucaristía. Absolutamente carente de educación, la adolescente era una verdadera bestezuela con un carácter endemoniado, caprichosa y absolutamente insoportable. El tiempo que medió entre tan especial boda y el cumplimiento del débito correspondiente no debió de parecer especialmente duro a la nueva princesa de Asturias, que se dedicaba a coquetear con su marido y a divertirse en juegos y travesuras con sus criadas y con los soldados de palacio, mientras su suegra esperaba que la maternidad pusiese punto final a todo aquello. Parece que, dadas las infantiles pero sin duda peligrosas correrías de ella, ya corrieron malévolos comentarios 156 Los reyes infieles
acerca del posible nacimiento de un «heredero» antes incluso de que consumase su unión con el marido. El siempre hábil Saint-Simon había encabezado la comitiva que la había traído desde París y se ganó por ello nada menos que la Grandeza de España que un generoso Felipe le concedió.Ya había anotado cumplidamente acerca de su carencia de educación, su carácter engreído y déspota, la obstinación en todos los caprichos... Pero la mejor prueba de ello la iba a tener en sus propias carnes, cuando en la ceremonia de despedida, al finalizar su misión y después de pronunciar el preceptivo discurso protocolario, de su regia compatriota solamente recibió como respuesta tres rotundos eructos que le lanzó en plena boca. Luis mataba la espera de la consumación de forma bastante diferente a como lo habría hecho su estricto padre. De día, se machacaba cazan-do por el monte de El Pardo, matando venados a mansalva, pero las noches eran mucho mejores. En compañía de su fiel Lacotte seguía fre-cuentando los morbosos burdeles de medio pelo, con mujeres bravas e ignorantes que debían ser las de su preferencia, actitud en la que se asemeja a través de los siglos a sus sucesores en el trono Fernando VII y Alfonso XII. Sobre las cuestiones sexuales de Luis, varios destacados testigos de la época han dejado para la posteridad sus testimonios y comentarios. Uno de ellos escribía que el heredero gustaba de disfrutar, de forma indistinta, de la agradable compañía de jóvenes de ambos sexos, «alternando sus juegos eróticos con unos y otras». Otro iba más allá y hablaba de un viejo invertido de Versalles que habría iniciado al heredero en las prácticas homosexuales, pero añadía: «lo que no constituía ningún problema para el príncipe, al que asimismo complacía su alter-ne con mujeres...» Otras opiniones afirmaban que Luis sufría un problema físico que, aunque no le impedía la cópula, no le permitía alcanzar nunca el orgasmo. El reino de las ambigüedades El joven marido se complacía en escribir a su padre con todo lujo de detalles acerca de su desastrosa vida matrimonial, con una esposa Luis I. Un paréntesis muy movido 157 casquivana que le ponía en evidencia a cada momento. Metido en la cama, en alcoba bien calentada y con adecuada iluminación, la retorcida mente de Felipe V sin duda saboreaba con deleite todas las situaciones escabrosas y subidas de tono que su nuera protagonizaba y que eran la comidilla de propios y extraños. Aquello era en verdad el reino de las ambigüedades, ya que si de Luis se decían historias poco ortodoxas, de su mujer se contaban sabrosos episodios asimismo nada convencionales, como el de la joven y apetitosa cocinera de palacio sorprendida completamente desnuda en la alcoba de Luisa esperando su llegada. El asunto de la consumación se produjo finalmente el día del dieciséis cumpleaños de Luis, en agosto de 1723. En una estancia de El Escorial, los noveles esposos debieron desnudarse ante los reyes, que a continuación les dejaron solos. La torrencial correspondencia del heredero con su padre trasluce de forma muy evidente que la tal consumación nunca llegó a producirse: «Todo son dificultades de las que se resienten nuestras relaciones...» ¿Falta de interés por su mujer o intereses de otra naturaleza, que le placían más? Fuese lo que fuese, el caso es que en un momento dado, a la vista de la falta de entendimiento entre la pareja, se llegó a apuntar que el entonces efímero rey había llegado a pensar en
solicitar una anulación papal de su matrimonio, basándose precisamente en esta no consumación. Si esto era cierto, la muerte se lo impidió. El día 15 de enero de 1724, Felipe V anunciaba por sorpresa su abdicación y la transmisión de la titularidad de la Corona a su hijo. Se retiraba con su esposa a su tan querido feudo particular de La Granja de San Ildefonso. En su declaración afirmaba que lo hacía para lograr la tranquilidad y poner su atormentada conciencia en paz, alejado del mundanal ruido. Pero resultaba muy difícil de creer que Isabel le permitiese hacerlo y se prestase a acompañarlo en tal empresa. Más entidad parecían tener quienes hablaban de que todo aquello no era más que una maniobra política de largos alcances. El futuro rey Luis XV era un muchacho de delicada salud y problemático futuro y Felipe V, a la vista de ello, podía pensar en ocupar el codiciado trono de sus antepasados, pero el hecho de ocupar el de España dificultaba enormemente este proyecto.Así, una retirada estratégica y bien planeada le per-158 Los reyes infieles mitía a la vez seguir con detenimiento la evolución de la salud del francés y controlar a un hijo en el que no tenía ninguna confianza en su papel de monarca. Ya como reyes, las relaciones entre los muchachos no cambiaron para nada. Luis escribía a su padre incesantes cartas, de las que el frag-mento que sigue resulta una muy expresiva muestra: Esta mañana, después de haberse levantado, la reina se fue al jardín y por segunda vez volvió a almorzar con las criadas.A las once, estuvo en el tocador el tiempo de mudarse una camisa, se anduvo paseando en ropa interior por todas las galerías de Palacio, dando locas carreras. Luego, no quiso asistir al sermón en la capilla. A continuación, se hizo guisar un pichón asado y esta tarde ha ido al cuarto de la priora y se ha lle-nado de rábanos, que no sé cómo no revienta, pues por comer se zam-paría hasta el lacre de los sobres... La parejita vivía, pues, a su manera. Ella, divirtiéndose en juegos no demasiado decorosos que alcanzaban la obscenidad, con criadas y mayordomos e incluso con algún decadente aristócrata, comiendo y bebiendo con absoluta desmesura. Él, teniendo siempre al lado a su fiel Lacotte, que le acompañaba en su soledad y sabía buscarle distracciones. El pueblo, sabedor de todo esto, mostraba su desprecio por la que era llamada «La Gabacha» y se identificaba con él, marido supuestamente engañado pero que se tomaba la venganza haciendo de su capa un sayo y forni-cando a troche y moche, o al menos eso es lo que se pensaba. Se sitúa aquí un episodio muy divulgado. Un apuesto aristócrata francés de visita, el marqués de Magny, cruzaba la puerta de palacio, cuando la reina, sentada en la rama de un árbol y sin ropa interior, amagó una caída para caer en brazos de él.Allí parece que quedó todo, pero la infantil maldad de Luisa quiso cebarse en él, quizá por no haber obtenido más que un respetuoso soporte, y lo acusó de haber intentado propasarse. El marqués fue inmediatamente expulsado de la Corte, mientras todo el asunto conocía gran difusión, a la que ella misma contribuía, relatando a quien quisiera escucharla supuestos detalles escabrosos y cada vez más enriquecidos del episodio. Las cosas entre ellos iban de mal en peor y, llegado el verano de 1724, Luis, ya más que harto de todo aquello y deseando quitarse de encima Luis I. Un paréntesis muy movido
159 a su insoportable mujer, la hizo encerrar de forma sorpresiva en el viejo alcázar. Ella no cesó de hacer promesas de enmienda, hasta que él se ablandó y le dio la libertad al cabo de tan solo dieciséis días.Tiempo apretado durante el cual el joven monarca pudo entregarse sin traba alguna a sus aficiones, pero cuando ella volvió al Buen Retiro pareció como si el correctivo hubiera hecho efecto y las cosas pudieran enca-rrilarse de una vez. Pero el asunto no debió de ir por el deseado camino, ya que un visitante de palacio, después de haber constatado el aspecto descuidado y hasta sucio de la reina, anotaba sobre la intimidad de los soberanos: No sé lo que pasa por las noches, supongo que poca cosa o nada, pero durante el día no se ven más que para comer y cenar, y él no parece ser de los que tienen pinta de abstenerse... Al cabo de un mes, Luis enfermó, oficialmente de viruela, y murió, a los pocos días, el 31 de agosto. Durante su enfermedad, su mujer trató de demostrar la mayor abnegación y no se separó de su lecho. Cuando se produjo el fallecimiento, se suscitaron nuevamente habladurías sobre un posible envenenamiento debido al poderoso grupo de presión de apoyo a Isabel de Farnesio, el temido «Clan de los Parmesanos», que por medio del médico real le hubieran podido administrar a Luis un fulminante veneno. Fuese como fuese, las cosas nunca se aclararon, pero lo cierto es que los cirujanos encargados de embalsamar el menudo cadáver se encontraron con grandes dificultades para coserlo, una vez vaciado y más de uno a punto estuvo de perder las manos por la infección contraída al contacto con las pútridas vísceras. Tras este tan breve reinado de poco más de siete meses de duración, Felipe V volvía a ocupar el trono. La muerte de Luis venía a coincidir con el hecho de que las cosas no se habían puesto demasiado bien para su apuesta por el trono de Francia. Ahora, pues, lo que le quedaba era agarrarse a lo que tenía y volver al alcázar madrileño. Para la joven viuda empezaba la hora de la verdad; su tan muy oportuna abnegación al pie del lecho de él no había convencido a nadie y, además, ella seguía entregada a sus habituales costumbres. Un testigo de aquellos días relataría: «He encontrado su persona más desfondada, 160 Los reyes infieles descuidada y desaseada que la que tendría una sirvienta de cabaret...» Era el principio de un fuerte tira y afloja. Felipe e Isabel, vueltos de nuevo al trono, no tenían interés alguno por su nuera y gestionaron su regreso a París, si bien acordando pasarle una sustanciosa pensión. Pero la viudita era tremenda y, al calor de la protección de Luis XV, nunca dejaría de dar problemas. Instalada primero en el castillo de Vincennes, no fue capaz de soportar una vida solitaria y tediosa. Así, solicitó del rey una residencia en el palacio de Luxemburgo, en el centro de París. Allí, todavía sin haber cumplido veinte años, gruesa y abandonada en su cuidado personal, no dejó de ser causa de morbosas murmuraciones debido al tipo de gente que frecuentaba y al carácter de las reuniones que organizaba, que en general degeneraban en groseras or-gías. Prostitutas y gentes del hampa se codeaban allí con decadentes aristócratas y artistas de medio pelo. Un testigo de esta situación describía una grotesca escena:
Glotona, come con ambas manos y los dos servidores que la acompañaban la llevaban sujeta por los brazos, dejándola balancearse como un polichinela, sin que sus pies tocaran el suelo, hasta llegar al tercer salón, donde ella misma se dejó caer al suelo... Tal estado de cosas hizo que sus suegros tomasen cartas en el asunto y la amenazasen con privarla de la pensión si persistía en aquella vida, que les ofendía y ponía en evidencia, ya que ella en ningún momento abandonaba su título y consideración de reina de España. En un rapto de orgullo, decidió instalarse en el convento de Carmelitas del barrio de Saint-Germain; allí no deja de molestar a la comunidad con sus estúpidas diversiones, imitando a todas horas sonidos animales, corriendo desnuda por los corredores y armando escándalos a cada momento. Sus deudas no hacían más que crecer debido a la gran cantidad de parásitos que la rodeaban. La vida conventual no era lo suyo y volvió al palacio de Luxemburgo, después de haberse humillado ante sus suegros, que ya habían cortado por lo sano y suspendido el envío de dinero. Solamente unas reducidas remesas le llegarían periódicamente del país sobre el que había reinado de forma tan efímera y extraña. Dineros que se complementaban con Luis I. Un paréntesis muy movido 161 unas rentas que le aportaba el Estado francés, cuyo rey estaba también más que harto de todo ello. Llegado el año 1742, moría a los treinta y dos años de un ataque de hidropesía. En la parisina iglesia de San Sulpicio, una discreta lápida indica hoy el lugar donde están enterrados los restos de aquel lamentable personaje, que pasó fugazmente por la Historia de España, dejando apenas un recuerdo ridículo y molesto. X FERNANDO Y BÁRBARA, EN SU ORONDA TRANQUILIDAD LOSVEINTE largos años que duró el segundo reinado de Felipe V nada ofrecerían de novedad en cuanto a la vida interna de la familia real. El padre estaba cada vez más hundido en sus desórdenes mentales, aquellos «vapores» que lo habían transformado de «El Animoso» en «El Melancólico». Se pasaba semanas enteras en la cama, sin ali-mentarse ni atender a su higiene personal; las visiones y las alucina-ciones hacían acto de presencia una y otra vez y entonces era víctima de brutales ataques de furia que ponían en jaque a toda la Corte. Con todo, su visión para elegir capacitados hombres de gobierno estaba impulsando la necesaria transformación del país. Como era lógi-co, Isabel tenía un poder efectivo cada vez más reforzado, que seguía teniendo su clave fundamental en el lecho. De ser cierto lo que se dijo, prácticamente hasta el día de su muerte, Felipe siguió teniendo su diaria ración de sexo. Finalmente le fulminó una apoplejía, a primeros de julio de 1746.Y en la hora final, se hizo realidad aquello que durante toda su vida le había tenido absolutamente aterrorizado: moría sin darle tiempo a recibir los auxilios espirituales. Cuando se difundió la noticia de su muerte, prácticamente a nadie le importó, ya que hacía mucho tiempo que sus
súbditos se habían olvidado de él. En el trono, era el momento de la sustitución. Era Fernando VI, como hijo de su padre, persona de carácter abúlico, melancólico e indolente, afectado además por una débil constitución física a pesar de sus abundantes carnes. Cuando subió al trono, a la muerte de su padre, tenía ya treinta y tres años. Mostraba unas perspectivas de vida mucho mejores que las de su hermano Luis y podía 164 Los reyes infieles esperarse de él un largo reinado, que sin duda exasperaría las ambiciones que su madrastra Isabel de Farnesio tenía de ver a su hijo Carletto en el trono español. Las relaciones entre Fernando y «La Parmesana» nunca fueron afectuosas e incluso en algunos momentos se produjeron roces entre ellos, como, por ejemplo, cuando con sólo quince años y a pesar de lo apocado de su forma de ser, Fernando le habría soltado a Isabel una amabilidad como ésta: «Por lo único que me complace ser rey es porque me veré libre de ti.» Heredero también de la fogosidad y la vehemencia sexuales de su padre, recibió de él la más absoluta escrupulosidad a la hora de plan-tearse relaciones físicas prematrimoniales. Muy al contrario que su hermano mayor, aquel Luis de las vidriosas escapadas nocturnas, Fernando mantuvo —quizá por desinterés o por mera comodidad— una íntegra honestidad: nunca conoció mujer hasta que contrajo matrimonio —a los dieciséis años— con la novia portuguesa que le eligieron, la oronda Bárbara de Braganza. Dejó que le eligieran esposa y admitió la que le adjudicaron sin pronunciar ni un pero. Incluso no manifestó protesta alguna cuando le ocultaron el retrato de ella, debido a que su poco agraciado físico pudiese provocar el rechazo del novio. Además, Bárbara tenía dos rostros bien diferentes, algo característico en los miembros de su familia y que un cronista describía así: «A pesar de la debilidad de su constitución y la natural docilidad de su carácter, en ocasiones experimentaba violentos arrebatos de cólera y de impaciencia.» A él todo parecía darle igual y en el asunto de la esposa todo se desarrolló bien, ya que a la simple aceptación inicial siguió un buen entendimiento entre ellos. Bárbara, mujer de fuerte carácter y dominada por la más absoluta codicia, pasó a controlar por completo la voluntad de su marido, reproduciendo el esquema marital de sus suegros. De ahí que cuando su padre murió y el heredero se convirtió en rey, los bien informados malévolos pudiesen decir que no es que Fernando hubiese sustituido a Felipe en el trono, sino que era Bárbara la que venía ahora a ocupar el lugar de Isabel como artífice principal de las supremas decisiones. Los problemas íntimos se impusieron desde un principio y, como siempre en estos casos, a todos los vientos se habló de que el rey, si bien conseguía la erección en los momentos adecuados, no conseguía nun-Fernando y Bárbara, en su oronda tranquilidad 165 ca alcanzar el grado de eyaculación. Con todo, portavoces paralelos de la Corte trataron de considerar en la forma más tradicional el problema, achacándole a la esposa las causas de la infertilidad del matrimonio. La pareja se prestó entonces, volviendo a viejas técnicas que el olvi-do solamente parecía
haber desterrado, a recibir los consejos y recetas de más que sospechosos sanadores, brujos y curanderos.Volvían los tiempos en que toda aquella chusma de estafadores y oportunistas había reinado en palacio durante la oscura era del supuesto «Hechizado». Isabel de Farnesio protestaba de todo ello, pero no debido a su preocupación por los perjuicios que en los reyes causasen aquellas más que sospechosas soluciones mágicas, básicamente mediante bebedizos de hierbas cocidas y de trozos de animales. Lo cierto es que deseaba ardien-temente que no tuviesen descendencia y quería creer que únicamente era cuestión de tiempo que su hijo ocupase el trono. Por el momento, Carletto reinaba felizmente en Nápoles, pero sin dejar de tener puesto el ojo en la infinitamente más apetecible Corona de España y su imperio.Así, su madre que, a pesar de su formación cultural creía en tales irracionales artes, no podía dejar de angustiarse pensando en que acabarían funcionando y proporcionarían el esperado heredero. La real pareja, a pesar de que en un principio se prestó a todos estos procedimientos, parece que enseguida tomó conciencia del problema y decidió que sus vidas iban a seguir otros derroteros. No existe constancia de que ni Fernando ni Bárbara dieran alguna muestra de pesar ante la falta de descendencia. Los dos se acomodaron perfectamente a lo que tenían, que era mucho y, en un ambiente de oronda tranquilidad, se dedicaron a vivir bien y a disfrutar de aquello que el mismo hecho de sus respectivos nacimientos les había proporcionado: aparato palaciego, suntuosidad y boato, fiestas y celebraciones. Con todas sus limitaciones, Fernando tuvo la habilidad que su padre había mostrado; si el rey no se ocupaba, por incapacidad o por desinterés, de los asuntos de Estado, supo rodearse de hábiles gestores que gobernaron de la forma que el país necesitaba y le dieron años de paz y prosperidad. Los goces de la música y el espectáculo teatral, junto a la familiar pasión por la caza, se unían en Fernando a los que le proporcionaba la más desaforada entrega a una compulsiva glotonería. Si al principio de su matrimonio podría haber pensado que tan desmesurada ingesta 166 Los reyes infieles de alimentos podría ayudarle a superar las deficiencias que le impedían la procreación, más adelante ya no era necesario buscar motivación alguna y comía y bebía con el más absoluto descontrol por el propio placer de hacerlo. En Bárbara, a aquellos goces de naturaleza espiritual se unían otros bien terrenales. Preocupada hasta la obsesión por la posibilidad de quedar viuda y pobre, su rapacidad se tranquilizaba acumu-lando de la forma más patológica las mayores cantidades posibles de monedas de oro, joyas y piedras preciosas. Parece que en el caso de Fernando, obsesionado como su padre por el pecado que podía suponer cualquier aventura tenida fuera del matrimonio, podría esperarse una plácida frigidez o una tranquilamente aceptada ambigüedad sexual.Y, a partir de este momento, lo más probable es que mantuviese siempre una estricta fidelidad a su mujer; lo que por otra parte no debía exigirle demasiado esfuerzo. El castrato napolitano Carlo Broschi, conocido como Farinelli, era una de más las cotizadas presencias en teatros y cortes de toda Europa por la belleza y posibilidades de su fascinante voz de soprano. Se rodeaba además de la más espectacular escenografía rococó y lograba unas puestas en escena que no tenían parangón. La melómana Farnesio seguía su carrera y, en un momento dado, decidió por algunos consejos recibidos de profesionales que los positivos efectos de la música en algunos enfermos mentales podían contribuir a aliviar en alguna medida los males de Felipe V. La magnífica oferta que en 1737 recibió Farinelli de la Corte espa-
ñola lo animaron —a los treinta y dos años y en la cumbre— a renunciar a una brillante carrera pública y aplicar las posibilidades de su particular musicoterapia sobre las perturbaciones del monarca. La verdad es que los resultados habían sido muy esperanzadores y todo parecía poco para retribuir a quien había logrado el milagro. Músico de cámara de los reyes, con un elevadísimo salario y exención de impuestos, alojamiento en palacio y puesta a su disposición de un gran número de criados y una nutrida infraestructura, el napolitano se convirtió durante nueve años en la mejor medicina para Felipe. Una privilegiada posición que se ganaba a pulso día a día, interpretando una y otra vez las mismas piezas ante un abstraído rey que, al menos en aquellos momentos, ni gritaba ni agredía a quienes tenía delante. Pero ello Fernando y Bárbara, en su oronda tranquilidad 167 le haría acreedor a las más oscuras envidias. Su propia condición sexual se prestaba perfectamente a toda clase de maledicencias, aderezadas por la picante particularidad de la mutilación que le había regalado aquella prodigiosa voz. Así, nació y corrió toda clase de rumores. Si se llegó a hablar, parece que sin fundamento alguno, de una posible liason con Isabel, su protectora y ferviente admiradora, fue protagonista involuntario de un supuesto bastante más espinoso y pleno de sugerencias.Visto el carácter del heredero Fernando y su falta de interés por el género femenino, quizá para algunos podía haberse pensado en una «muy especial» fascinación que el castrato ejercería sobre él. Muerto Felipe, durante el reinado de Fernando, Farinelli conservó su ascendencia en los ámbitos del poder. Los testimonios hablan de que a lo largo de tantos años, el cantante mantuvo una exquisita actuación personal, sin beneficiarse de su situación de privilegio cerca del supremo poder y limitándose a cumplir tareas artísticas, sin querer en ningún momento intervenir en manipulaciones políticas o económicas, que en muchas ocasiones le fueron ofrecidas a cambio de sustanciosas retribuciones. Bajo su dirección, el Teatro del Buen Retiro —en permanente representación de óperas y comedias y ejecución de concier-tos— se convirtió por entonces en uno de los más notables centros musicales de Europa. Desde su obligado ostracismo de La Granja, Isabel de Farnesio no podía dejar de observar con rencor cómo mantenía, y mejoraba, su posición aquel a quien ella había traído a España para atemperar los males de su esposo. Pompas y rapiñas Genial escenógrafo y maestro de ceremonias simpar, Farinelli ideó, para disfrute de los reyes y como imagen de pompa y esplendor de la monarquía, la denominada Escuadra del Tajo. Era un conjunto de embarcaciones, un costosísimo juguete propio de la más fértil imaginación rococó, que Bárbara regaló a su marido el día de su santo, el 30 de mayo de 1752 y que precisaba de ciento cincuenta hombres para su funcionamiento. A una fragata de remos y dos jabeques se fueron añadiendo 168 Los reyes infieles luego embarcaciones hasta un total de quince. La Escuadra se deslizaba a lo largo de unos seis kilómetros por las aguas del Tajo, con sus embarcaciones ricamente enjaezadas, en un estricto orden protocolario, portando tras los reyes a los más distinguidos personajes de la Corte.
Las arias de Farinelli y la música de Scarlatti daban el sonido a tan fantástica imagen. Días y noches de fiestas en las que, para las artificiosas representaciones teatrales, los espléndidos jardines se llenaban con el misterioso y titilante resplandor de miles de faroles de colores. Un rey, pues, que solamente hacía lo que su esposa le dictaba, como cantaba la coplilla callejera: No reina Fernandito, sino la reina Bárbara, que es su hado bendito. que llenaba de furor a la Farnesio, que parecía olvidar que ella había hecho lo mismo con su débil marido. En aquella Corte envuelta en la mejor música que se hacía en la Europa del momento, no podían faltar las murmuraciones.Y, si el tema de la falta de relaciones físicas —ni fructíferas, ni nada— entre los monarcas ya se había agotado por sí mismo, ahora surgía otro, de forma necesaria podría decirse. Hasta hoy han llegado algunos tenues indicios de rumores sobre supuestas y eventuales infidelidades de Bárbara. Pero en general siempre han sido descalificadas como infundios sin base.Varios historiadores insistirían en la veracidad de estas relaciones pero, de hecho, en los archivos no ha sido localizada documentación alguna sobre el particular. Entre estas fantasiosas posibilidades destacaría el comentario referido a una posible historia de tapadillo entre Bárbara y Farinelli. Un infundio que obtuvo alguna divulgación, a pesar de que resultaba bastante difícil de creer. El cantante y hombre de escena no precisaba de vías como esta para mantener su posición ni era hombre preocupado por las cuestiones del poder. De hecho, su mutilación no le impedía mantener relaciones físicas satisfactorias, pero parece bastante evidente que aquel amante de la belleza bajo todos sus aspectos no tendría el más absoluto interés ni apetencia de soportar el contacto de tan Fernando y Bárbara, en su oronda tranquilidad 169 escasamente atractiva mujer y, sin duda, debía de ser bastante selectivo a la hora de elegir compañía para su lecho. Bárbara murió, en el verano de 1758, víctima de un cáncer de úte-ro. Se había hablado hasta de lepra y había corrido la escatológica voz de que había tenido el bajo vientre lleno de gusanos. Algo de lástima se podría haber sentido, pero cuando se conoció su testamento, las iras se desataron aunque no pasaron de crueles epigramas.A su marido le legaba una serie de recuerdos personales de muy escaso valor, mientras que el grueso de la fortuna que había amasado en España pasaba a su hermano, el rey de Portugal, lo que significaba la salida del país de una considerable cantidad de efectivos monetarios. Así, mientras los volúmenes de aquella oronda majestad eran depositados en el suntuoso Monasterio de las Salesas que había hecho construir, ya el genio popular le guardaba una eternidad en un lugar bien distinto: La estéril reina murió, sólo preciosa en metales:
España engendró caudales para la que no engendró. Bárbara desheredó a quien la herencia le ha dado, y si la Parca no ha entrado a suspenderle la uña, todo lo que el rey acuña se trasladará al cuñado. Y, en una síntesis que alcanzaba todavía un mayor grado de feroci-dad, se canturreaba: Bárbaramente comió, bárbaramente cagó, bárbaramente murió, bárbaramente testó. Absolutamente perdida la razón al perder el fundamental apoyo que era su mujer, Fernando la seguiría hacia el infinito al cabo de un año. 170 Los reyes infieles Durante esta breve viudez se llegó a hablar de buscarle una nueva esposa a Fernando, pero su estado mental impidió lógicamente todo movimiento en este sentido. Cuando su cadáver fue llevado al sepulcro, en Las Salesas, junto a su esposa, Isabel de Farnesio regresó rápidamente a instalarse en palacio. Como regente del reino a la espera de la venida desde Nápoles de su hijo Carlos III, una de sus primeras medidas estuvo abiertamente llevada por la más elemental venganza personal y ordenó que Farinelli abandonase el país. En su opinión, «su» músico la habría traicionado trabajando para Fernando y Bárbara y sólo quedaba esta solución, si bien espléndidamente retribuida. Comentando esto, su desabrido hijo, Carlos III, absolutamente desinteresado por la música, comentaría, con enorme crueldad, que los capones solamente le gustaban en la mesa. XI CARLOS III, EL INTRANSIGENTE SOLITARIO EN LOS MOMENTOS de la venida al mundo de Carlos III,en el viejo alcázar de Madrid, a principios del año 1716, sobrevolaron algunos rumores acerca de una paternidad del niño que no se correspondía
con la que hubiera sido lógica, la del rey Felipe V. Se señalaba a aquel trapacero abate Giulio Alberoni, que con tanta eficacia había engaña-do a la princesa de los Ursinos para colocar a Isabel de Farnesio en el trono y en el tálamo de Felipe V. El cobro de tan bien urdido servicio lo tuvo en convertirse en un verdadero centro de poder en la Corte española como primer ministro. Una historia más de validos, abocados irremisiblemente a la caída y el exilio. En cualquier caso, había sido aquella estrecha relación en la que el agradecimiento tenía importante parte lo que había hecho nacer la idea de que entre la reina y él las cosas habían ido más allá de lo confesable. Fuese como fuese, la voluntariosa Isabel siempre mantuvo por su primogénito una ostentosa debilidad, que para el resto de los hijos debía llegar a resultar incluso ofensiva. Pero a pesar de estas suposiciones de bastardía, el adolescente Carlos muy pronto mostraría, al igual que sus hermanos Luis y Fernando, rasgos y tendencias que hablaban de una transmisión genética del problemático carácter de su padre.También las frondas del parque del Buen Retiro fueron para él escenario de nocturnos escarceos con jóvenes de ambos sexos, eso sí, pertenecientes a los círculos nobiliarios y cortesanos. En esto debía ser más selectivo que su hermano Luis y de lo que serían otros monarcas de tan singular familia. Juegos estos en los que debía actuar con más o menos gracia, pero siempre determinado por 172 Los reyes infieles un físico absolutamente desastroso, en una época en la que la belleza era tan valorada y potenciada por unas indumentarias de aparatosidad antes nunca vista. Una enorme nariz centraba un rostro absolutamente inexpresivo en el que reinaban unos saltones ojos que fueron comparados, con mucho acierto, a los de un ave de rapiña en situación expectante. En una esta-tura menos que mediana, una joroba se fue marcando claramente desde la juventud, mientras unos brazos desmesuradamente largos parecían ejercer el papel de remos de una barca.A pesar de la mejor voluntad y entrega de los pintores que le retrataron —por encima de todos, el genio de Goya—, siempre las telas dejarían constancia de la realidad de persona que le conoció y que afirmó, tajante, que era «un hombre incapaz de despertar el más insignificante interés en alguien del sexo contrario». Las intrigas políticas de su madre, que ante todo quería darle un trono, hicieron que los ejércitos españoles acabasen por entregarle el nada despreciable de Nápoles. Allí se instaló el joven Carlos, de dieciocho años, después de haber tenido la temporal experiencia de ser gran duque de Toscana y vivir en los palacios de Florencia donde se conservaban algunos de los mejores tesoros artísticos del Renacimiento, que a su particular sensibilidad nada decían. Nada más tomar posesión de aquel magnífico palacio real erigido al mismo borde del Mediterráneo y bajo la sombra del Vesubio, el joven monarca de las Dos Sicilias, comenzó a bombardear a sus padres en Madrid con ansiosas misivas en las que les solicitaba le arreglasen un matrimonio rápidamente. Aquí, a pesar de aquellas sospechas de paternidades paralelas, brota-ba de una forma rotunda el carácter borbónico. Siguiendo la línea de actuación de su padre y hermanos mayores, él no se tomaba la más absoluta molestia de personalizar la figura de su posible esposa. Demostraba que le daba igual una que otra y dejaba en manos de otros la decisión de elegir. Genio y figura que definen a la práctica totalidad del linaje. En sus constantes cartas a sus padres, manifestaba un repetido y cada vez más apremiante interés por lo
que fríamente llamaba «solucionar la cuestión», como en definitiva parecía considerar a su matrimonio. Así, escribía, sin reserva alguna, siquiera en las formas: «Fío ciegamen-Carlos III, el intransigente solitario 173 te en la elección de Vuestras Majestades y espero que decidan pronto, pues el tiempo pasa…» Naturalmente, esta actitud también le presentaba el lado cómodo de dejar en manos ajenas el peso tanto de la com-prometida elección de la novia como de todas las trabajosas negociaciones previas al enlace.Aquí también volvía a aparecer un rasgo típico y bien conocido de la familia. Esta urgencia del apremio sería así directa consecuencia de la necesidad de iniciar una práctica sexual a la que, como les había sucedido a su padre y a su hermanastro, solamente consideraba posible mantener de forma adecuada por la vía de la legalidad que era el matrimonio. Con todo, del joven monarca napolitano llegaban a Madrid, transmitidas por un eficaz embajador, preocupantes noticias sobre las desenfrenadas francachelas y las más que animadas reuniones con que se decía se regalaba aquel a quien sus súbditos acla-maban como Il nostro Carluccio. En carta a Madrid, apuntaba a sus padres: «Aunque por el retrato que les adjunto verán que no estoy gordo, no soy un melindre y creo poder disponer de fuerza para casarme y tener hijos.» Pero la fama de sus correrías, fuese o no cierta, debía de ser algo bastante conocido ya que, por dos veces consecutivas, fracasó el intento de casarlo con hijas del emperador de Austria, horrorizado de tener por yerno a tal elemento, en un enlace que, en propias palabras suyas, «yo no aprobaría ni estando tan loco como el propio Felipe V...». Pero todo esto eran los fuegos artificiales previos a la mayor moderación. Así, tras los dos fiascos austriacos, fueron consideradas por la futura suegra varias principescas candidatas: una francesa, una prusiana y una inglesa. Finalmente, apareció la que parecía ser la idónea. María Amalia de Sajonia, hija del rey de Polonia y sobrina del reacio emperador de Austria, procedía de una católica familia de alta fecundidad. La ceremonia se celebró por poderes el 9 de mayo de 1738, en la catedral de Dresde. A continuación, tras los habituales fastos, la recién casada y su comitiva abandonaron el país para trasladarse hacia el sur. El impaciente novio tenía veintidós años; la novia, catorce. Aquella etapa de desenfreno de Carlos conocería su broche final en la gran fiesta de despedida de soltero previa a su boda. Un testigo francés del hecho se relamía relatando lo que calificaba, melodramático y remilgado a la vez, de «noche de delicia y de horror, en cuyo discurrir 174 Los reyes infieles no se escatimó ofrecer al monarca todo cuanto podía redundar en el mayor placer de quien había conquistado el corazón de su pueblo...». Comentario éste que viene a ser corroborado por una crónica de la época que hablaba con absoluta claridad de que «la fiesta nocturna derivó en una orgía bisexual». Cierto que el Nápoles de su mayor esplendor debía ser una ciudad especialmente permisiva en cuanto a las costumbres y quizá aquellas celebraciones prenupciales fuesen arraigada tradición que el desaborido Carlos se limitó a seguir. A partir de ese momento, durante toda su vida matrimonial y, luego, a lo largo de una prolongada viudez, Carlos daría muestra no sólo de la mayor virtud y austeridad en su vida privada, sino que incluso se convertiría en un verdadero paradigma de intransigente mojigatería, muy poco acorde con las costumbres de la época que le tocó vivir.
Se conserva una sabrosa serie de cartas enviadas por Carlos a sus padres, describiéndoles con un lujo de detalles, que incluso llega a ser sonrojante, todos los pormenores físicos de su conocimiento del matrimonio. Dado que en tantos matrimonios reales y principescos se había extendido una espesa capa de oscuridad y dudas alimentadoras del rumor, vale la pena destacar este caso, donde acerca del acto de la tan crucial consumación física del matrimonio hay una información de primera mano y más que sobrada. El contenido de estas cartas no deja el menor resquicio para el misterio o la duda. Muestra ante todo y de una forma evidentísima el carácter prosaico del flamante novio y resultan incluso sorprendentes como informaciones otorgadas por un hijo a sus padres. Pero, dada su personalidad y referencias familiares, para él no serían más que los informes debidos a aquellos que eran «sus superiores decisores», acerca de la forma en que se estaba plasmando el «negocio» que se había contratado. El 19 de junio llegó él a buscarla hasta la frontera septentrional del Reino. Los padres le habían enviado gran cantidad de recomendaciones sobre la forma más adecuada de comportarse con su esposa y, acerca de todo lo que sucedió cuando finalmente se encontraron, muy pocos días más tarde, les contestaba aquel buen hijo en los siguientes términos: Vuestras Majestades suponían que cuando recibiera esta carta ya estaría alegre mi corazón y habría consumado el matrimonio… que a veces las joven-Carlos III, el intransigente solitario 175 citas no son tan fáciles y que yo tendría que ahorrar mis fuerzas con estos calores, que no lo hiciera tanto como me apeteciera porque podría arrui-nar mi salud y me contentara con una vez o dos entre la noche y el día, que si no acabaría derrengado y no valdría para nada, ni para mí ni para ella, que más vale servir las señoras poco y de continuo que hacer mucho una vez y dejarlas por un tiempo… Haciendo gala de una absoluta franqueza que no debía costarle mucho expresar, prometía: «Para obedecer a las órdenes contaré aquí cómo transcurrió todo.» Y, ni corto ni perezoso, se sumergía de lleno en la cuestión: Entre el tiempo que necesitó para desnudarse y despeinarse llegó la hora de la cena y no pude hacer nada, a pesar de que tenía muchas ganas. Nos acostamos a las nueve y temblábamos los dos pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo y empecé y al cabo de un cuarto de hora la rompí, y en esta ocasión no pudimos derramar ninguno de los dos; más tarde, a las tres de la mañana, volví a empezar y derramamos los dos al mismo tiempo y desde entonces hemos seguido así, dos veces por noche, excepto aquella noche en que debíamos venir aquí, que como tuvimos que levantarnos a las cuatro de la mañana sólo pude hacerlo una vez y aseguro que hubiera podido y podría hacerlo muchas más veces pero me aguanto por las razones que me dieron y diré también que siempre derramamos al mismo tiempo porque el uno espera al otro… Remataba esta detallada información añadiendo, ya en otro orden de cosas, un aspecto mucho más espiritual y complementario: «Diré también que es la chica más guapa del mundo, que tiene el espíritu de un ángel y que soy el hombre más feliz del mundo.» Él había estado muy angustiado pensando en la terrible posibilidad de que ella no fuese virgen o la no menos aterradora de que la diferencia de edad existente entre ellos impidiese el acto de la desfloración. También ella se dedicó a comentar todo el proceso.A sus padres, les escribía:
No hago otra cosa que no sea burlarme de mí misma cuando pienso que solamente hace unas horas me atreví a sentir vacilación por algo tan superficial como una nariz de mayor o menor envergadura. 176 Los reyes infieles Con sus suegros sabe ser adecuadamente lisonjera: Tenéis, Majestades, un hijo del que podéis sentiros orgullosos. Como Rey, se me dice que es respetado y muy amado por sus súbditos. Como esposo mío que es por la Gracia de Dios Nuestro Señor, no me cabe más que aseguraros que acaba de ser su Gracia la que ha bendecido mi vida. Todo ello muy bonito y hace pensar que tal boda resultó así un negocio que sin duda funcionó bien desde el principio, muy posiblemente debido a la clara conciencia que ambos protagonistas tenían de lo que se esperaba de sus respectivas actuaciones. En cualquier caso, el despertar de afinidades entre ellos la diferenciaba bastante de la mayor parte de uniones similares, únicamente decididas por razón de Estado y en las que los interesados debían representar papeles que en muchos casos incluso llegarían a repugnarles. Él convertía en reina a una princesa de medianos posibles que seguramente nunca hubiera imaginado alcanzar tal escalafón; ella, por su parte, parecía capaz de asegurar una descendencia que estabilizaría a la nueva dinastía. Luego, parece que nacieron unos sentimientos de cariño y confianza que afianzaron la relación. Pero hay aquí una particularidad muy importante, que distinguió radicalmente a Carlos de los hombres de su familia, de su padre, hermano e hijo como reyes y es que en ningún momento dejó que su tan amada esposa interviniese en asuntos de la gobernación. Él era el rey, pero también y de forma muy clara, el único hombre de la familia. Interesada solamente en proporcionar placer físico y descendencia a su marido, y con un irritante y permanente gesto de insatisfacción en el rostro,Amalia vivió en magníficos palacios, llenos de objetos pre-ciosos y de las antigüedades que comenzaban a emerger de los yacimientos que bordean el Vesubio.A lo largo de los siguientes diecinue-ve años, tendría trece embarazos.Al principio, dominaría la angustiosa búsqueda del varón, para lo que aquellos reyes de la época de las Luces recurrieron repetidamente a la práctica de magos, hechiceros, nigromantes y demás ralea. Aquellos palacios se llenaron de charlatanes y embaucadores que prometían solucionar el problema, hasta que finalmente y como rompiendo algún tipo de imaginario maleficio, vino al mundo aquel que sería desastroso rey Carlos IV. Luego, le seguirían Carlos III, el intransigente solitario 177 otros. Siempre perfectamente informada de todo, Isabel de Farnesio comentaría acerca de su nuera en privado, displicente y cruel, como corresponde al perfecto arquetipo de la suegra odiosa: «Es una mujer que únicamente ha sido capaz de darle a su esposo hijos tarados.» En lo que venía a tener una importante parte de razón. El pícaro narigudo Amalia era un personaje antipático, que no paraba de quejarse de todo y de hacer molestas comparaciones con su añorado Dresde.
Dominada absolutamente por la adicción al tabaco, lo consumía en grandes cantidades y, frente al control que en esto imponía su marido, lo conseguía bajo mano en envíos desde Cuba, lo que no debía ser nada fácil.A los perjuicios que tan excesivo consumo podría proporcionarle contribuía su suegra que, desde Madrid y asimismo en secreto, le enviaba remesas. Decían los malvados que con ello quería ayudar a que cualquier enfermedad la librase de tan poco amigable nuera. A todo este desagradable panorama, unía también Amalia el demonio de los celos, parece ser que absolutamente injustificados. Se cuenta en este sentido una anécdota, situada temporalmente un año antes de su venida como reyes de España. Según ella, Carlos había rogado a una dama de la Corte que le ayudase a esconder una partida del tabaco que su esposa consumía compulsivamente. La dama le habría aconsejado depositarla en un altillo situado sobre la cuadra. La historia prosigue en el mejor tono de relato picante de la época ya que, cuando Carlos y la dama habrían subido por una escalera de mano para esconder los paquetes de tabaco, habrían perdido el equilibrio y caído, juntos y revueltos, sobre un oportuno montón de paja. Pero la cosa naturalmente no habría acabado ahí, ya que en ese momento —y como en toda buena comedia de enredo que se precie— habría entrado Amalia, que encolerizada se habría dirigido a gritos «a la que, disimulando mejores maneras, no ha resultado ser más que una vulgar puta...». La historieta no está mal, pero quienes la difundieron le pusieron el punto añadido, afirmando que, en venganza, aquella habría sido la primera noche en que ella se habría negado a los requerimientos eróticos de 178 Los reyes infieles su marido.Y que finalmente le había concedido su perdón a cambio de la orden de expulsión de la Corte de la inocente implicada.Triunfaba así la felicidad de aquella que fue denominada por un poco amigable embajador como «una de las parejas más feas del mundo». Cuando se instalaron en Madrid, el humor de la reina fue todavía a peor. Con un semblante absolutamente momificado y la boca privada de dientes, solamente disfrutaba con sus habanos, mientras no se privaba de comentar agria y despectivamente: «No bastaría toda mi vida para acostumbrarme a este país.» Lo cierto es que no debía preocuparse mucho, porque su vida madrileña no llegó a alcanzar el año. En sus últimos momentos, ni siquiera pudo Amalia contar en la cama con la compañía de la momia de san Diego de Alcalá, a la que tan aficionada era la familia real española, ya que algún problema técnico impidió que se pudiese abrir la caja donde la guardaban. En el otoño de 1760, moría la reina, a los treinta y seis años de edad. Ante el lecho mortuorio, el viudo no tuvo inconveniente alguno en comentar, con un distanciamiento y una displicencia que quizá no ocultaban un cierto sentimiento de alivio: «Éste es el primer disgusto serio que me ha dado en los veintidós años de nuestro matrimonio.» El inconsolable escribía que su corazón «se halla penetrado del más extremo dolor y en la mayor aflicción por la pérdida… de lo que más amaba en este mundo…» Pero, sin duda alguna, en el fondo debió suponer para él un verdadero descanso dejar de oír aquellas continuas quejas, soportar molestos estados de ánimo, calmar estallidos de cólera y aplacar las habituales rencillas que el odioso carácter de Amalia —con su «voz de urraca»— estaba dispuesto a suscitar con cualquiera y en todo momento.
Y así comenzaba la larga historia del intransigente solitario. Parece que eran interminables las noches a lo largo de las que sentía el paso de las horas paseándose ansioso por la magnificencia de los pasillos del nuevo Palacio Real. Criados vigilantes sostenían que el insomne rey mantenía encendidos diálogos con su esposa muerta y que andaba vestido tan sólo con un camisón y descalzo sobre los suelos de mármol, «para domeñar las exigencias de la carne pecadora, que nunca reposa...». Como medida complementaria de prevención ante cualquier posible mal pensamiento o incontrolada reacción de su cuerpo, había Carlos III, el intransigente solitario 179 ordenado poner en su real lecho «el más duro jergón que en Madrid pudiera haber». Todo en su vida privada era una persistente represión que se convertía en intransigencia, mientras en la vida pública se manifestaba como aquel afable «Mejor alcalde de Madrid», título con el que pasaría a la posteridad con una más que benévola consideración, que realmente no se mereció. Siempre aterrorizado por el peligro de la locura familiar, trataba de combatirlo por medio de las sistemáticas sesiones diarias de agotadoras cacerías, que le dejaban exhausto y escasamente expuesto a sus temidas ensoñaciones. Pero siempre viviría bajo el terror del pecado y si, a pesar de todas las prevenciones, en alguna ocasión acababa cayendo en relajantes prácticas solitarias, esperaba angustiado el amanecer para correr a descargarse en confesión del pecado cometido, a la espera de la reconfortante confesión.Y así hasta la siguiente. Cuando, pasado un tiempo prudencial, su madre le comentó: «Hora es de que busques otra esposa y dejes de llorar a una muerta», él le habría respondido: «Mi sucesión está asegurada y jamás volvería a encontrar una esposa como la que tuve.» Ello hacía que se viesen frustrados uno tras otro todos los sucesivos proyectos que nacían para concertar un nuevo matrimonio. Dado lo excepcional del caso, la prolongada y definitiva viudez del rey nunca dejó de fomentar comentarios de toda clase. Como se sabía de sus espartanas costumbres de solitario, para sus partidarios demostraba ser un verdadero y viviente «ejemplo de enamorado recuerdo» y de «excepcional y perfecta castidad». Algunos aseguraban haber oído que el rey había comentado a un prior de El Escorial: Gracias a Dios, no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio; a ésta la amé y estimé como dada por Dios y después que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad aún en cosa leve… Quizá considerase que aquel matrimonio había sido ya más que suficiente y que con él había cumplido lo que la dinastía y la Historia esperaban de él. O podía ser también que hubiese salido tan escarmentado de su matrimonio que prefiriese la cómoda soledad a la peligrosa posibilidad de soportar otra experiencia semejante. 180 Los reyes infieles Acerca de todo esto, destaca por razones obvias el testimonio que en sus memorias dejó aquel singular personaje que fue el veneciano Giacomo Casanova, el gran cínico arquetipo de amante y aventurero, que recorrió toda la Europa de su tiempo entre duelos, estafas, politi-querías, enredos de alcoba y actividades como espía y nigromante.Trazó unas líneas acerca de Carlos III que, por provenir de su
experimentada mano, resultan especialmente curiosas. Así, contaba que, durante su estancia en Aranjuez: Vía a Su Majestad partir todas las mañanas de caza y volver agotado de cansancio. El rey era pequeño de talla, pero vivo y robusto, al contrario que casi todos los reyes de España, a quienes por lo común se los representa lánguidos y débiles. El favorito de Carlos III era un tal Gregorio Esquilache, hombre de baja extracción, y cuyo único mérito era tener una mujer bellísima.Yo, como todo el mundo, atribuía a la señora de Esquilache los favores con que el Rey colmaba a su marido, creyendo que debía haber en ello reciprocidad. Pero alguien bien enterado lo desengañó, apuntándole: «Eso se dice, pero son puras calumnias; el rey es la castidad misma, no ha conocido más mujer que la suya, nuestra difunta reina, y esto más por deber de cristiano que por atracción conyugal.» No obstante, acerca de la posible paternidad real de algunos de los hijos de doña Pastora, la bella y derrochadora mujer de Esquilache, siempre se había hablado, sobre todo con referencia al que acabaría siendo cardenal Di Gregorio. De hecho, había muchos que no se ter-minaban de creer que un hombre todavía robusto pudiese vivir en la más absoluta abstinencia, por mucho que su adicción a la caza pudiese servirle de parcial lenitivo. Pero nada pudo nunca comprobarse en este sentido, como tampoco respecto a otra habladuría que sin duda ofrecía todavía mayores posibilidades. Según ella, Carlos mantenía relaciones con la esposa de un Grande de España, nacida en Francia y entregada a la tarea de espía, sonsacando al rey, en los momentos más adecuados, informaciones de alto nivel que transmitiría a su embajador. Tampoco la historia estaba mal y se inscribía dentro de la más clásica y rica tradición del espionaje femenino a través de la Historia. Carlos III, el intransigente solitario 181 El conde de Fernán Núñez, su más rendido biógrafo, gozaba verdaderamente hablando de la virtud de su soberano: Su castidad era extrema y, no obstante que su temperamento robusto y la costumbre contraída en su matrimonio exigía aun su continuación en la edad de cuarenta y cuatro años, en que perdió su mujer, jamás quiso volver a casarse… Y, lanzado a la entusiasta descripción de tan ejemplar comportamiento, entraba en inesperados detalles sobre las ya citadas intimidades nocturnas del idolatrado monarca, como cuando éste, rendido «[…] y para aminorar y resistir las tentaciones de la carne, dormía siempre sobre una cama dura como una piedra, y si de noche se hallaba agitado, salía fuera de ella y se paseaba descalzo por el cuarto…». Así, la sobriedad, el orden y la meticulosidad que se había autoimpuesto el solitario y su mantenimiento había llegado a convertirse para él en una verdadera obsesión. Entonces, habría que preguntarse por qué existía una coplilla que corría de boca en boca: Tiene gracia el narigudo, tan jodedor y tan panzudo, gordura que siempre tuvo el pícaro narigudo. Ya desde su época de monarca de las Dos Sicilias se había preocupado Carlos por inscribirse en la
brillante nómina de soberanos europeos protectores de las artes y las letras, en aquel Siglo de las Luces que iba a acabar transformando en profundidad la historia del mundo. Pero, muy al contrario que los intereses culturales y aun la pasión por los bienes culturales que siempre tuvieron sus padres, él era absolutamente indiferente a ellos. Se dedicaba a su tarea de rey mecenas, pero los resultados materiales de esta acción le tenían absolutamente sin cuidado. En su etapa napolitana había impulsado las tareas de recuperación de las piezas de la Antigüedad clásica que los yacimientos bajo la lava del Vesubio estaban ofreciendo. Hasta aquí nada que objetar, pero hay que anotar en su debe que fue decisión personal suya la sistemática destrucción de espléndidos mosaicos y estatuas que iban siendo encon-182 Los reyes infieles tradas en los yacimientos, pero cuya temática o representación de carácter sexual ofendían a su intolerante mojigatería. En esta misma línea hay un muy ilustrador episodio que durante mucho tiempo se vio protegido por el más tupido velo. Era algo que venía a demostrar de la forma más sangrante los peligrosos efectos del intransigente moralismo de Carlos, asociados además a su absoluta carencia de sentido objetivo de la belleza artística. A los defensores de la memoria del «Mejor alcalde», sin duda les molestaría en grado sumo aceptar el hecho de que, a los tres años de su llegada a España, había ordenado a su pintor de cámara,Anton Mengs, que pro-cediese sin más dilación a quemar las pinturas integradas en la colección real en las que apareciesen figuras humanas desnudas. Frente a tal monstruosidad, Mengs hizo todo lo que pudo —y llegó a implicar en ello al todopoderoso Esquilache— para evitar el cumplimiento de tan aberrante orden. Era, sin más, una demencial decisión, nacida del exceso puritano de un hombre que, a pesar de su pública imagen ilustrada, se hallaba sumido en unas formas de fanática religiosidad ya inaceptables en aquel siglo. Finalmente, y sólo después de muchos trabajos de convencimiento, se pudo detener tal obra de destrucción, derivada de una obsesión «purificadora» que hubiera destruido sin más algunas de las más hermosas y valiosas telas que hoy conserva el Museo del Prado. Atormentarían su reinado hechos de naturaleza pública, como el motín que brotó contra su ministro Esquilache y la expulsión de los jesuitas, a la que se vio obligado por las circunstancias pero que tanto dolió a su santurrona conciencia. Pero, además, en casa tenía que convivir con un problema que hasta el final lo tendría en alarma constante. Se trataba del verdadero desastre que como persona era su heredero Carlos y, para añadir más leña al fuego, el comportamiento de la mujer de éste, María Luisa de Parma, muchacha de voluntarioso carácter y nada preocupada por las apariencias. La estricta moralidad que Carlos III imponía en su vida tenía el doloroso contrapunto de la imagen que ofrecían los príncipes de Asturias. Él, de muy cortos alcances, representaba ante todos perfectamente el papel del marido consentidor, dominado por una esposa de la que se diría que «había nacido para el escándalo». Carlos III, el intransigente solitario 183 Así, profundamente amargado por el panorama que dejaba tras de sí, poco antes de las navidades del año 1788, moría este perfecto arquetipo de cerril intransigencia en tiempos de necesaria renovación. Durante su agonía, fue envuelto en las mantas destinadas a cubrir de noche las jaulas de sus papagayos y todo su cuerpo fue friccionado con grasa de corzo recién sacrificado, un remedio curativo que se manifestó inútil. No podía imaginar que solamente unos meses después, la gran revolución que estalló al otro lado de la frontera iba a hacer saltar en pedazos todo un mundo del que él había sido sin duda uno de los protagonistas de primera línea.
XII LA FAMILIA DE CARLOS IV, DESGARRO GOYESCO UN BUEN DÍA del verano de 1765,Carlos III había llamado a su presencia a su lamentable heredero, Carlos, entonces de dieciséis años, para informarle —siguiendo la bien conocida costumbre familiar de organizar bodas de las que el interesado era el último en enterarse— de que iba a convertirse en marido. «Hijo mío —le dijo—, como es obligado tu matrimonio, vas a desposarte con la princesa María Luisa de Parma, tu prima hermana. Es virtuosa como pocas la hija de los duques de Parma, una joven doncella cuyas cualidades como mujer son más que notorias.» La novia tenía catorce años. La reacción del joven Carlos revelaba el grado de su profunda estupidez, ya que verbalizó entonces una absurda idea que sin duda rondaba por su mente: «Celebro casarme con alguien que nunca podrá engañarme ni cometer adulterio.» Su padre, con toda razón asombra-do, le preguntó por el motivo de tal certeza y el otro terminó de arreglar la cuestión cuando le respondió: «Porque soy un príncipe y, por lo tanto, diferente de los demás hombres, que no pueden casarse con princesas sino con vulgares y corrientes mujeres que les engañan...» Parece que, aunque el padre estaba más que acostumbrado a la cortedad de entendederas de quien iba a sucederle en el trono, en aquel momento debió de estar a punto de abofetearlo por su estupidez pero, consiguiendo dominarse, se limitó a mirarle con tristeza y decirle: «Hijo mío, pero qué imbécil eres. Las princesas y las reinas también pueden ser unas putas...» Todo aquello parecía el peor prólogo para una matrimonio que, a lo largo de su existencia, protagonizaría el permanente escándalo, con 186 Los reyes infieles el consiguiente descrédito para la institución monárquica en épocas de fervor revolucionario. Los dos novios no podían ser más diferentes entre sí, pero sin embargo sus respectivos modos de ser habrían de demostrarse de inmediato absolutamente complementarios, para formar una pareja indestructible. Aquel Carlos de muy limitada mente no había sido capaz de revelar más que inseguridades e indecisiones. Inocente por completo en muchas cosas y educado como un novicio, era una persona absolutamente manipulable.Algo que, en lo referente a su claro desinterés por las cuestiones sexuales y por las mujeres en general, ya habían hecho nacer a su alrededor todo un clima de ambigüedad. Como Felipe V y Fernando VI, el futuro Carlos IV no tenía inconveniente alguno en convertirse en el simple apéndice de su decidida esposa. Admitido el origen genético de tan marcada semejanza a través de las generaciones, no deja de resultar llamativo el hecho de que para los tres «casos» siempre se encontró la adecuada horma del zapato que les complementase, porque a pesar de grandes diferencias en todos los órdenes, verdaderas mujeres de rompe y rasga fueron tanto la arrogante y ambiciosa Isabel de Farnesio como la amablemente inflexible Bárbara de Braganza y, ahora, la desafiante rompedora María Luisa de Parma. La novia, nacida y criada en la muy culta y alegre Corte de Parma, un pequeño Versalles con el sabroso añadido de lo italiano, era la antítesis de su prometido. Pasaría a la Historia bajo las peores acusaciones: corazón vicioso, incapaz de verdadero cariño, una refinada astucia, una increíble capacidad de hipocresía y disimulo y un talento dominado por las pasiones. La verdad es que tal panorama resultaba bastante abru-mador, pero lo cierto
es que cuando la curiosa jovencita llegó a Madrid, quienes la trataron tomaron conciencia de que, con su porte altivo y su mirada maliciosa, era la que —por decirlo en términos de estrate-gia— «iba a tomar el mando en plaza». Dícese que, paseando la parejita en carroza por la Plaza Mayor, un majo de los que allí estaban pasando el rato gritó con insolencia al ambiguo recién casado: «¡Nunca serás lo bastante hombre para ella, Carlitos!» En este caso, el tan traído y llevado tema de la consumación de la boda parece que se resolvió al cabo de un mes, lo que no estaba tan mal para todo lo visto hasta entonces. Muchos de quienes han disfru-La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 187 tado buceando en las particularidades de tan especial relación, han apuntado que María Luisa se lanzó a la vorágine ya desde los primeros momentos de su matrimonio.Y, en esta idea, han afirmado que el novel esposo acogía con la más absoluta indiferencia todos los abiertos coque-teos y caprichosas locuras de su mujer. Los defensores de la parmesa-na, que también los tenía, aseguraban que nunca en vida del viejo rey ella se había permitido el más mínimo desliz ni aproximarse a la más simple incorrección. Sin embargo, se hablaba de las pesadumbres que en Carlos III producía el comportamiento de su nuera, que no había resultado ser ni mucho menos tal como se la habían descrito. Pero él debía tener conciencia de que se trataba de un episodio más de los engaños que solían rodear a todo este tipo de uniones pactadas. Sobre el supuesto desinterés del grueso y ensimismado marido hacia las mujeres, muchos le encontraban fundamento cuando iban pasando los años y ningún nacimiento demostraba que la pareja se entendiese físicamente.Tuvieron que pasar hasta seis años para que viniese al mundo un niño, Carlos Clemente, de efímera existencia, desmintiendo en alguna medida tales rumores. A partir de ahí, entre otros tantos abortos, catorce hijos acabaría María Luisa trayendo al mundo, en impre-sionante sucesión que no le impediría tratar de pasárselo lo mejor posible, por mucho que doliese a su rígido y cansado suegro. Acerca de la relación entre estos dos personajes ha llegado hasta hoy una anécdota curiosa. Según ella, la princesa salió una noche de su habitación empujada por una necesidad urgente y, cuando corría apresurada por un pasillo, se encontró al viejo Carlos paseando descalzo para calmar sus torturantes ardores. Pensando que estaba enfermo, ella lo obligó a volver a su habitación y a meterse en la cama, tarea en la que les habría sorprendido el príncipe que, en el primer momento, habría interpretado inadecuadamente la escena. De nuevo en su dormitorio, una vez más volvería el joven marido a hacer gala de sus limitaciones mentales, al decirle a ella: «No me duele que intenten engatusarte quienes ya sabes, pero que lo intentara mi propio padre estimo que habría sido excesivo.» Para el estricto Carlos III, aquella reacción de su hijo constituyó una verdadera ofensa, y, presa de la cólera, le haría pagar negándole la palabra hasta que el estúpido le pidió perdón, por lo que denominó «una horrible sospecha, imperdonable por venir de vía filial». 188 Los reyes infieles En cualquier caso, la vida de los príncipes de Asturias se prestaba a cualquier tipo de interpretación, sobre todo a partir del momento en que ella, aburrida de la asfixiante monotonía allí dominante, junto a dos hombres abúlicos y absolutamente aburridos, obtuvo permiso para organizar veladas musicales a las que asistieran jóvenes de la nobleza. Cuando en un momento dado, alguien destacado le comentó a su suegro algo acerca de la dudosa
inocencia de estas reuniones, María Luisa escribió al mismo confesor del rey, dándole sus razones para tratar de superar el hastío de las largas tardes y noches invernales y de los interminables días de verano, mediante distracciones sin malicia alguna, como juegos, cantos y audiciones musicales. A aquellas animadas tertulias en el Cuarto de los Príncipes acudían algunos personajes de alto vuelo a los que las murmuraciones relacionaban muy directamente con María Luisa: Juan Pignatelli, el conde de Teba, Agustín de Lancáster, el conde de Montijo... Parece que por aquellas estancias, que servían también como nido de intrigas políticas, fue por donde apareció el primero de los guardias de Corps en la vida de ella. Sería un tal Diego Godoy, aficionado a la guitarra y que tendría la mala costumbre de ir contando por ahí sus éxitos con la princesa. El asunto llegó a tal extremo que hasta el rey pidió a su ministro, Floridablanca, que lo investigase discretamente. María Luisa, al enterarse, montó la correspondiente escena y entre gritos y sollozos, juró que todo se debía a «la infamia de algún malnacido». Visto lo que había y mientras el príncipe prefería entretenerse en el pequeño taller de relojería donde pasaba largas horas, Floridablanca decidió no indisponerse con la futura reina, que demostraba ser persona con la que más valía llevarse bien.Así, dio por concluida la cuestión, asegurando al viejo rey que nada de aquello era cierto. Por otra parte, la pareja iba teniendo hijos, lo que para quien quisiera creerlo aseguraba la virilidad del marido y de todo lo demás siempre podía afirmarse que eran infundios. Pero aquella vieja y difundida ambigüedad sexual del futuro Carlos IV nunca dejaría de planear sobre aquello, llegando a dar fundamento a algún historiador para afirmar que al heredero «igual le da carne que cola de pez». Cada vez que su padre le recriminaba su indiferencia ante algo que todos comentaban, con agria La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 189 censura o con divertida burla, él le diría, melifluo y zorruno: «Vuestra Majestad lo quiso así...» Cuando Manuel Godoy entró en escena, a punto de ser los príncipes reyes, ya el cuadro de la tragicomedia se elevó hasta sus mejores niveles.Aquel macizo joven extremeño, rubio y de veintiún hermosos años —parece que con unas dotaciones físicas espectaculares—, tenía más de linaje y de ínfulas que de posibles materiales. Pero como guardia de Corps representaba a la perfección su papel y llenaba de una forma admirable los abigarrados uniformes al uso de la época. Una fortui-ta caída de caballo —que siempre es una bonita excusa— serviría para ponerlos en contacto. A partir de ahí, fue alzándose, en imparable y rápida espiral, hasta los mayores puestos de poder, al ir recibiendo títulos y honores y, lo que era tan importante como eso, prebendas y beneficios económicos, cuando se convirtió en el verdadero e incontestable amo de las voluntades de la real pareja...Todo ello solamente podía ser admitido a regañadientes tanto por la nobleza como por el pueblo, que siempre habían odiado a los validos de sus soberanos. Aquella tan especial amistad a tres bandas, que nunca se mantuvo en el ámbito de los secretos sino que se aireaba con la permanente presencia pública de los tres implicados, ofrecía mucha materia a tratar. Así, una feliz y exultante María Luisa podía con toda tranquilidad proclamar: «¡Somos la Trinidad sobre la Tierra!» Aquel que era llamado «El Choricero», entre otros apelativos ciertamente menos suaves, iba escalando y no precisamente poco a poco: duque de La Alcudia con Grandeza de España de primera clase, Gran Cruz de Carlos III, Cruz de Santiago, ayudante general del Cuerpo de Guardias, mariscal de campo de los
Reales Ejércitos, gentilhombre de cámara de Su Majestad con ejercicio, sargento mayor del Real Cuerpo de Guardias de Corps, consejero de Estado, superintendente general de Correos y Caminos… y príncipe de la Paz, título que se inventó para él y que era el que iba a preferir usar. Lo era todo y como tal, objeto de los mayores odios y envidias. Aderezaba este asunto un nuevo ingrediente que perturbaba bastante a muchos y que ha quedado reflejado en testimonios de la época y siguió vivo durante etapas posteriores. Se trata de que aquella tantas veces aireada ambigüedad sexual de Carlos IV podría estar plasmándose 190 Los reyes infieles no solamente en la mera aceptación de una relación erótica de su mujer con Godoy. Por el contrario, podría ir bastante más allá, hasta convertirse en la base de un satisfactorio acuerdo a tres, en el que naturalmente el papel del monarca quedaba muy negativamente señalado, según los parámetros mentales de la época. Había quien no se privaba de apuntar que el mismo Carlos no era inmune a los tan proclamados encantos y valores eróticos del joven. El gran trepador era sin la menor duda el vértice fundamental de aquella «Trinidad», que ya el pueblo había calificado de la forma más radical como un vergonzoso conjunto formado por «la puta, el cabrón y el alcahuete». Era aquel un rumor que provocaba el enojo de muchos y la vergüenza de otros, que se veían insultados por la actitud de su rey, al que veían como un pervertido que ponía en peligro a la misma monarquía hereditaria. Fuese como fuese, por el momento el supremo poder del país y de su imperio estaba en manos de un elemento para muchos inaceptable.Y, como siempre, funcionaba la coplilla, capaz de resumir-lo todo en pocos versos y no se cortaba para nada cuando lanzaba: Entró en la Guardia Real y dio el gran salto mortal. Con la reina se ha metido y todavía no ha salido. Y su omnímodo poder viene de saber... cantar. Como miró por su casa fue príncipe de la pasa. Que España e Indias gobierna por debajo de la pierna. Es un mal bicho al que al cabo habrá que cortar el rabo. Obtuvo por entonces una muy amplia difusión una anécdota que hablaba de los torturantes celos que
debía soportar la reina con respecto a su favorito, que nada hacía por aplacarlos, sino más bien todo lo contrario. Se decía que en un momento dado, Carlos caminaba por uno de los corredores palaciegos seguido a pocos pasos por María Luisa La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 191 y Godoy, que debían hallarse enzarzados en una vehemente discusión en tono bajo. En un momento dado, el príncipe de la Paz, enfurecido por algo que la reina le recriminase, le habría soltado un guantazo al mejor estilo clásico. Al escuchar tal ruido, el siempre distraído marido se habría vuelto para preguntar el motivo; ella, con la más absoluta frialdad, le habría respondido que había sido un libro que se le había caído al suelo. Todo el mundo lo sabía... Existe un informe del embajador en Madrid de la Francia revolucionaria que habla de forma muy ilustradora de toda aquella situación. Hablando de Godoy, escribía: El Príncipe conoce bien a esta astuta mujer y sobre todo lo que tiene que temer de ella. La ha encadenado de tal manera que para siempre se juzga libre de su venganza y ella, en cambio, ha de temer siempre la suya. […] Es lo cierto que jamás otra mujer ha sido tratada con menos-precio más ofensivo y sometida a tales actos de violencia, que ningún soldado borracho se hubiera atrevido a realizar con una mujerzuela embriagada. Nunca ha disimulado ante ella sus amores pasajeros. Quiera que ella los conozca y se complace en torturar su orgullo con la fama de numerosas infidelidades. El tal embajador demostraba ser muy eficiente en su tarea de transmisión de informaciones y, en su tarea de describir los aspectos defini-torios de la Corte española, incluía un sabroso añadido. Hablando de las particulares costumbres del todopoderoso Godoy, se explayaba en lo que parecían tórridas escenas de novela galante de la época: Por la noche se admitía exclusivamente a mujeres en el Ministerio. Los salones, antesalas y pasillos estaban llenos de mujeres; había doscientas, trescientas, que convergían de todas partes del Reino. […] Una tras otra entraban. Cuando llegaba una muchacha con su madre, ésta nunca era admitida a presencia del ministro. Las suplicantes salían de allí ardorosas y manoseadas y ordenando los vestidos ante las miradas de todo el 192 Los reyes infieles mundo. […] El Príncipe contaba lleno de alegría lo que acababa de suceder. No perdonaba detalles, ni nombres, ni alabanzas ni reproches, y se quejaba del asco que le causaba este fárrago de ofertas y estos placeres demasiado fáciles. Esta escena se repetía todas las noches a una distancia de veinte pasos de las habitaciones de la Reina, la cual gritaba, amenazaba y acababa por recibir golpes. Cuando Godoy comenzó a verse con Pepita Tudó —gaditana de sólo dieciséis años, fresca y deseable— tratándola en su palacio particular con todos los honores, la ira de la reina, ya con un físico totalmente deteriorado, no debió de tener límites. Bien es cierto que, como se había producido con otros miembros de la realeza y se iba a seguir produciendo después, hubo en el caso de María Luisa mucho arribista de medio pelo que se arrogaba el haber accedido a sus favores, lo que en muchos casos resultaba difícilmente creíble. Otras historias tenían, por el contrario, más visos de realidad, como la que
pretendidamente mantuvo con el criollo venezolano Manuel Mallo, otro muy atractivo guardia de Corps, con el que se aseguraba que se acostaba «todas» las noches y con el que entraría en sugerentes interpretaciones sadomasoquistas, en las que intervendrían encierros durante horas en una habitación, bofetadas, golpes y patadas, que a ambos parecían satisfacer. Quizá, como se dijo, mantuviesen por entonces la reina y Godoy disputas acompañadas de gran griterío, a los que el personal palaciego debía de estar ya más que acostumbrado.Y, como siempre, Carlos se mantendría escondido en algún lugar, a la espera de que amainara la tempestad. Y corrió también la picante especie acerca de una sortija con un gran diamante que la reina le habría regalado a su gran rival, Cayetana de Alba, y que ella encontró en el dedo de un Pignatelli a cuyos brazos habría vuelto tras el abandono de Godoy. Encolerizada, habría obtenido de su marido la orden de destierro del tal personaje, pero entonces Carlos se habría enterado de que la tan traída y llevada sortija era la que su padre le había regalado el día en que fue proclamado heredero. Llegado el año 1792, cuando los franceses habían ya conducido a la guillotina a sus reyes, Luis XVI y María Antonieta, destacados enemigos del valido hicieron llegar a Carlos un detallado anónimo. Le hablaban en él del peligroso descrédito de la monarquía y pasaban a explicarle La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 193 con claridad las relaciones existentes entre Godoy y la reina y que él parecía ser el único en ignorar porque, como decía la coplilla: Todo el mundo lo sabía, todo el mundo menos él. Pero con gran desazón pudieron comprobar que, una vez más, Carlos optaba por la cómoda postura de no darse por enterado de nada.Volvió a la carga el prestigioso y respetado Floridablanca y se atrevió a informar personalmente al rey de los hechos. Carlos y María Luisa supie-ron entonces representar a la perfección su comedia: él, acusándola a destemplados gritos, y ella, embarazada, gritaba todavía más alto, mostrándose ofendida y amenazando con volverse a su Italia natal. El efecto de la denuncia se volvió contra quien la había hecho: Floridablanca fue detenido por sorpresa y desterrado de la Corte, apartado de todos sus cargos. Como aviso para todos, quedaba así claro que «la Trinidad» no admitía que nadie se metiese en sus asuntos internos. La reina decidió entonces casar a Godoy y matar así dos pájaros de un tiro. Por una parte, le separaba de su joven y bella amante; por otra, le ataba todavía más al ménage a trois que formaba con ella y su marido, al emparentarle con la misma familia real. La elegida fue María Teresa de Vallabriga, duquesa de Chinchón e hija del infante Luis, hermano de Carlos III, al que éste había sometido al ostracismo. Ella aceptó con gran repugnancia esta propuesta pero, además de otras muy sustanciosas prebendas, el rey les concedió el uso del apellido Borbón a ella y sus hermanos, uno de los cuales llegaría a ser arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia española. Pepita Tudó, por su parte, recibía una cuantiosa indemnización por apartarse pacíficamente de su amante. Para mayor confusión, los reyes hicieron que Godoy y su familia se instalasen en palacio. María Teresa daba a luz una niña, Carlota, a la que siempre trató con un desapego nacido sin duda del hecho de ser hija de un marido al que odiaba. El panorama se enriquecía todavía más si cabe, si se atendían los comentarios que atribuían nuevos amores a la decadente reina, entre ellos el del primer secretario de
Despacho Luis de Urquijo y otros jóvenes guardias de Corps. Acerca de uno de estos ya conocido, el venezolano Mallo, que se beneficiaba de una rápida y 194 Los reyes infieles tan fulgurante como sospechosa carrera en la Corte y con el que la reina mantendría una especial relación sadomasoquista, circuló por entonces un divertido relato. Según él, observaban un día en La Granja la pareja real y Godoy el paso del tal Mallo sobre una berlina tirada por seis hermosos caballos. Preguntóse Carlos cómo aquel muchacho sin bienes podía permitirse tal despliegue, «el amigo Manuel» le había hecho desternillarse a carcajadas, cuando —mirando maliciosamente de reojo a la reina— le comentó que el atractivo criollo «no tiene ni un ochavo, pero lo man-tiene una vieja fea, que roba al marido para pagar al amante». Carlos seguía prefiriendo vivir aparentemente en su limbo, balbu-ceando cada dos por tres y sin venir a cuento, mientras reía de modo infantil: «¡Soy el Rey, soy inalcanzable!» Eran ahora muchos ambiciosos aristócratas que se reunían alrededor del heredero, Fernando, los que propalaban burlescas composiciones. Fernando odiaba a su madre y a Godoy, lo que le había convertido en punto de reunión de todos los enemigos del valido. Coplillas aquellas de las que Godoy solía ser el objetivo preferido, pero que en realidad iban lanzadas también contra la pareja real: Duque por usurpación, príncipe de iniquidad, general en la maldad, almirante en la traición; lascivo cual garañón, de rameras rodeado, con dos mujeres casado. En la ambición sin igual, en la soberbia sin par y la ruina del Estado. Los que se negaban a admitir la especial relación a tres destacaban la indudable virilidad de Godoy, pero también había quienes veían en su físico y forma de ser unos indudables rasgos feminoides que podrían explicar su versatilidad. Dos ambiguos y una decidida, que era llamada por unos «la Mesalina de su época» mientras otros preferían hablar La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 195 directamente de «la impura prostituta». Habría siempre la duda acerca de la paternidad de los infantes
María Isabel y Francisco de Paula, de quienes se decía que mostraban «un indecente parecido» con el valido.Y, para resumir, del mismo Godoy había quien escribía que nunca renunciaría a su relación con la reina, ni a «los extraños favores que no tiene el menor escrúpulo en prodigar al monarca...».
Secretos de familia El ménage a trois seguía funcionando a pesar de los fuertes avatares del destino y así, después de las abdicaciones, renuncias y final entrega de la Corona a Napoleón, en aquel aciago mes de mayo de 1808, «la Trinidad sobre la Tierra» se mantenía unida en el destierro, primero en la Provenza y a continuación en Roma.Viviendo de alquiler en el Palazzo Barberini, trataban de mantener con grandes esfuerzos una especie de pequeña corte, empeñando para ello las cuberterías de plata y algunas joyas. Pero a pesar de todo, no renunciaban a una vida regia. Una magnífica biblioteca y una espléndida colección de relojes antiguos e instrumentos musicales se unían en sus estancias a telas de Tiziano, Ribalta y Ribera. Gustaban de prestarse a patéticos jueguecillos, como cuando María Luisa obligaba a Godoy a vestir los ostentosos uniformes de otras épocas y que ya no eran más que apolillados disfraces des-coloridos y ridículos. Fernando VII, ya reinstalado en el trono español, estaba convencido de que su madre había rapiñado, de acuerdo con Godoy, las joyas de la Corona y estaba dispuesto a recuperarlas. Un turbador secreto de familia brotó entonces para mayor deshonra de todos los implicados.Vivía todavía con sus padres el infante Francisco de Paula, cuya llantina había desencadenado, se decía, el levantamiento popular madrileño del Dos de Mayo. Cumplidos los veinte años, era conocido crápula, frecuentador eventual de lechos de damas y activo fecundador de criadas.Allí, en el palacio romano, en una estancia próxima a la suya dormía Carlota Godoy, protegida de María Luisa, que tenía ya quince años.Y, porque no podía ser menos, nació el rumor de que la chica estaba embarazada del rijoso infante.Todo hubiera podido quedar en una historia menor más o menos conocida, ocultada al 196 Los reyes infieles amparo familiar, si no fuera por la persistente sospecha de que él era hijo del viejo valido y, por tanto, hermano de padre de aquella con la que suponía mantenía relaciones. Ni el más imaginativo guionista de temas galantes hubiera podido superar lo que la realidad había desplegado de forma espontánea. Se decía que María Luisa y Godoy plantearon entonces la idea de que los dos jóvenes se casasen, para estabilizar así la situación de ella y reconducir adecuadamente la poco ordenada existencia de él. Carlos reaccionó como podía esperarse y, sin demostrar sorpresa ni resistencia alguna, dio su asentimiento al enlace.Aquí se plantea un grave interrogante que todavía sigue dando que pensar y hablar a los historiadores: ¿Llegaría tan lejos la infamia de la vieja reina y su valido como para legalizar lo que abiertamente era un incesto? ¿Querían quizá con él reforzar todavía más su larga y estrecha unión? O, por el contrario, ¿sería cierto lo que apuntaban los defensores de ambos y nunca había habido nada físico entre ellos? Y el comprensivo Carlos, ¿había olvidado los viejos rumores y abiertas acusaciones de adulterio? o, bien, ¿había estado siempre tan seguro de la fidelidad de su mujer y de su amigo que nunca había dado el menor crédito a tales habladurías? Fuese cual fuese el verdadero fondo de tan vidrioso asunto, lo cierto es que cuando Fernando fue informado de ello, montó en gran cóle-ra, se negó a dar su aprobación a la boda y ordenó a su hermano menor que marchase a España.También aquí se abren suculentos interrogantes: ¿Reaccionaba así Fernando, horrorizado por lo que moralmente tal propuesta significaba? o, nueva opción, ¿quería evitar
devolver a la hija de Godoy, si se convertía en su cuñada, los cuantiosos bienes confiscados a su padre? Conocido más que sobradamente el tipo de personaje que era Fernando y su catadura moral, cabe pensar que para él la segunda posibilidad pesaba mucho más que la primera. Ante el deterioro de la salud de María Luisa, la codicia decidió a Fernando a dar un nuevo golpe. Sabía que la reina había dejado por testamento, con la aprobación de su marido, el grueso de sus bienes personales a Godoy. Parecía ahora ser la última oportunidad de cambiar tal decisión y para ello pensó en utilizar a su padre de la forma más vil. El rey de Nápoles, hermano de Carlos, y el embajador español se encargaron de hablarle claramente de la realidad de aquel tan viejo y La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 197 difundido adulterio, que él parecía seguir siendo el único en ignorar. Ante la escandalizada sorpresa de ambos, el pausado Carlos de toda la vida les comentó, con la más absoluta tranquilidad, que siempre lo había sabido todo. Marchó luego Carlos a Nápoles a pesar del estado de María Luisa y allí cogió absolutamente por sorpresa a su hermano, diciéndole que no solamente estaba dispuesto a denunciar aquel testamento de su mujer, sino que iba también a solicitar la anulación pontificia de su matrimonio.Y le explicaba la razón que iba a aducir para ello: la bien conocida y prolongada infidelidad de su esposa. En Roma y sin tener noticia de esta inesperada decisión, durante la noche del 2 de enero de 1819, moría la vieja reina, víctima de una pulmonía. Su hija María Luisa testimonió haberle oído decir como últimas palabras: «Me acabo.Te dejo a Manuel.Ten la seguridad de que no hallaréis en nadie más afecto tú y tu hermano Fernando…» Godoy escribía a la Tudó en extremos des-garradores: «¡Ya no existe mi protectora! ¡Murió Su Majestad la Reina y el Rey no llega!» Cuando se enteró de ello, Carlos decidió permanecer en Nápoles y no se tomó la molestia de volver a Roma para los funerales. Muy pocos días después escribía a Godoy con dolorido distanciamiento: «No puedes figurarte cuánto he sentido el terrible golpe de la pérdida de mi esposa bienamada, después de cincuenta años de feliz unión…», y terminaba la carta anunciándole que le expulsaba de su residencia, junto con su hija. Muy poco después venía a concluir verdaderamente la historia.Tras una breve enfermedad, el 19 del mismo mes de enero, moría Carlos IV en el Palacio Real de Nápoles. Fernando VII ordenó repatriar los restos de sus padres, para darles enterramiento en el Panteón de Reyes de El Escorial. No hay que decir, naturalmente, que Godoy no recibió ni un céntimo de la herencia que «su» reina le había legado. Murió en París, en 1851, en medio de una pobreza soportada con dignidad. Sus restos reposan hoy en el Cementerio del Pére Lachaise. Epílogo de toda esta ejemplar historia fue el episodio —sin duda, también bastante edificante— protagonizado por el último confesor de la reina, fray Juan de Almaraz. Dado que ella le había dejado un legado de valor considerable y pasaron varios años sin que lo cobrara, escribió a Fernando una carta en la que afirmaba que, en secreto de con-198 Los reyes infieles fesión, su madre le había confiado que «todos» sus hijos lo eran también de Godoy. Hablando claro, le amenazaba abiertamente con divul-gar tal hecho, en caso de no recibir de una vez el tal legado. Pero no sabía el incauto con quién se las jugaba. La reacción de Fernando fue la que cabía esperar: unos esbirros
secuestraron al atrevido fraile, le tra-jeron a España y fue sin más arrojado a una húmeda celda de la fortaleza de Peñíscola. Sólo el fallecimiento del rey, bastantes años más tarde, le permitió salir de allí, para morir miserablemente poco después. XIII JOSÉ I. AMORES EN GUERRA JOSÉ,EL HERMANO mayor de la familia Bonaparte,era un joven abogado, bien conocido conquistador de mujeres cuando en 1794, a los veintiséis años, se casaba con Julia Clary, hija de un acaudalado comerciante marsellés. Ella era hermana de la célebre Desirée, que había sido relegada por Napoleón en beneficio de la criolla Josefina Beauharnais y que, casada con el mariscal Bernadotte, llegaría a ser reina de Suecia. Cuando el hermano general comenzó su espectacular carrera, José se convirtió en diputado y a golpe de las victorias de aquél sobre suelo italiano, José pasó a ocupar allí cargos diplomáticos en varios lugares y en todos ellos dejó constancia de su fama de impenitente e irresistible donjuán. La paciente y enamorada Julia nunca le haría objeto de la menor recriminación, esperándole siempre en la residencia familiar del castillo de Mortefontaine. Toda la familia Bonaparte la respetaba y, en más de una ocasión, le tocó hacer el difícil papel de conciliadora entre los vehementes temperamentos de aquellos hermanos y hermanas corsos de sangre caliente. A tal punto que, estando Napoleón en la campaña de Egipto, tuvo cumplidas noticias de los persistentes devaneos de su hermano y le escribió una irritada carta en la que —junto a un hermoso chal que le enviaba de regalo a su cuñada— exigía a José que abandonase de una vez por todas tanta aventura fugaz y se dedicase a hacerla feliz, porque se lo merecía. Pero el infiel no cesaba en sus escapadas, en las que daba muestra de ser bastante abierto, ya que su abanico de preferencias podía oscilar sin problema alguno, desde la más encopetada dama a una mera corista de 200 Los reyes infieles reputación más que sospechosa. Pero también sabía comportarse muy bien con su comprensiva esposa, a la que trataba con gentileza, ternu-ra y hasta pasión, colmándole todos sus deseos, como queriendo de alguna forma compensar el dolor que le podía producir el enterarse de cada una de sus incesantes aventuras. En enero de 1806 fue encargado por su hermano de hacerse cargo del Reino de las Dos Sicilias, donde reinaban el incapaz Fernando IV, hermano de Carlos IV, y su mujer, la intrigante María Carolina, hermana de la guillotinada María Antonieta. Una pareja compuesta, en boca del pueblo, por «un bribón y una mesalina». Allí se ciñó José su primera corona, llegado el mes de agosto. Desde el primer momento, la discreción y falta de ambición de Julia la llevó a ir demorando su marcha al sur, demostrando el más absoluto desinterés por instalarse en aquel suntuoso palacio real de Nápoles, al borde mismo del Mediterráneo. Quizá fuese otra la razón de querer permanecer en la residencia familiar del campo y es que allí le resultaba más fácil sobrellevar todas las noticias que puntualmente le llegaban acerca del desordenado
comportamiento sexual de su marido. A él, naturalmente, aquella separación le venía muy bien y, aunque no la había impuesto, se acogía gozo-so a la amplia libertad de actuación que le proporcionaba.Así, el siempre alegre y permisivo Nápoles le abrió sus puertas, como portador de frescos aires de la Francia revolucionaria, después de la cerrazón y el oscu-rantismo clerical impuestos por aquellos decadentes Borbones. A las pocas semanas de su llegada, ya el flamante monarca tenía entablada una relación. Se trataba de una dama de nombre Elizabeth Dozolle, viuda de muy buen ver de un oficial francés. Con ella, José tuvo una hija, que murió muy pronto. Poco después, aquella historia acababa y la viuda Dozolle era sustituida en el regio lecho por una aristócrata local, la hermosa y escultural —y se decía que muy ardorosa— duquesa de Astri. Con ella, José tuvo nada menos que un hijo y una hija. Al primero se le bautizó con el nombre de Julio Antonio y su nacimiento constituyó un verdadero motivo de orgullo para su padre, que en su matrimonio había tenido dos niñas pero ningún varón. Naturalmente, no hay que decir que tal relación era un asunto de absoluto dominio público, ya que los interesados apenas hacían nada José I. Amores en guerra 201 por disimularlo. Pero en ningún caso José pensó en divorciarse de Julia, a la que quería evitar tal humillación y, por otra parte, su hermano Napoleón jamás hubiera dado su consentimiento para ello. El emperador vigilaba muy estrechamente la vida privada de aquel crápula y ahora, cuando había pasado más de un año en su nuevo destino, le escribió una airada carta, en la que le apuntaba: «Ayer vi a vuestra esposa y he quedado escandalizado al ver que aún no ha partido para Nápoles, y se lo he dicho, pues estoy acostumbrado a ver que las esposas deseen estar con sus maridos.» Es más que probable que Julia hubiese preferido quedarse donde estaba, pero la intervención personal de su inapelable cuñado la decidió a un traslado tan escasamente deseado.Ya en Nápoles, lo que se temía acabó sucediendo. En una recepción cortesana, José tuvo la desfachatez de presentarle a su amante, visiblemente embarazada de él, como todo el mundo sabía. Julia tuvo el buen sentido de no darse por ofendida y ni siquiera por enterada, adoptando una actitud distante o irritada. Por el contrario, trató a la duquesa con una amable deferencia que consiguió desarmar por completo a su rival. La de Astri escribía poco después a José, algo melodramática ella: «Deseo aseguraros que nunca os haré olvidar vuestros deberes, ya que vuestra dicha me importa demasiado...» Cuando a finales de mayo de 1808, tras las abdicaciones de Carlos IV y de Fernando VII, Napoleón llamó a su hermano a Bayona para entregarle la corona de España y su imperio, marchó allí solo; Julia emprendió camino muy poco tiempo después. La rendida y quizá arrepentida duquesa de Astri, que mantenía con ella una relación de aparente cordialidad, escribía entonces a José: «Acompañé a la reina con las otras damas hasta Aversa. Sentí una gran pena al verla partir. Siempre le estaré reconocida por las bondades que ha tenido conmigo...» Qué lecciones de corrección y comprensión las que estas dos señoras supie-ron dar, en tan procelosa situación proclive a otras, más que justificadas pero bien distintas, reacciones. Pero de hecho, Julia nunca vendría a España. La situación de persistente guerra en la que se hallaba el país ocupado le venía a dar la mejor justificación para quedarse en Mortefontaine con las dos niñas, mientras dejaba rienda libre en Madrid a su marido.Aunque es sabido 202
Los reyes infieles que estaba perfectamente al corriente de las correrías españolas de él, en ninguna de sus muchas cartas deja traslucir nada, ni chantajista sentimiento de dolor ni recriminación alguna. Una santa, una verdadera santa era aquella bien educada hija del comerciante marsellés, que parece que lo único que quería era vivir con tranquilidad. En una España fiera, poblada de partidas de guerrilleros, a ritmo de fandango y por lo bajo, los nuevos súbditos del corso canturreaban, impotentes: Es mi voluntad y quiero, ha dicho Napoleón, que sea rey de esta nación mi hermano José Primero. Es mi voluntad y quiero, responde la España ufana, que se vaya a cardar lana ese José, rey postrero. O también, castizamente ponían en cuestión su extranjería y se alzaban chulescos ante el que parecía no ser más que un débil y obedien-te instrumento en manos de su hermano: En la plaza hay un cartel que nos dice en castellano que José, rey italiano, viene de España al dosel. Y al leer este cartel, dixo una maja a su majo: Que me cago en esa ley, porque aquí queremos rey que sepa decir ¡Carajo! Cinco años se mantuvo precariamente José I en el trono, bajo la negrura de la guerra pero tratando de aplicar una política reformista que contó con el más decidido apoyo de los elementos progresistas, que serían luego perseguidos por «afrancesados». En todo momento debió José I. Amores en guerra 203
soportar la sombra de su hermano, que a fines de 1808 se vio obligado a venir en persona para tratar de resolver una situación cada vez más complicada. Sería de entonces la tan relatada escena de la visita que el emperador, alojado en la finca de un aristócrata en la cercana localidad de Chamartín, hizo a José. Descendiendo por la suntuosa escalera principal del Palacio Real, «el Dueño de Europa» le habría comentado a su hermano: «En verdad que estáis mucho mejor instalado que yo…» Hay que suponer que José no ponía demasiada insistencia en la venida a Madrid de su mujer, habida cuenta de los permanentes tejema-nejes que en el plano íntimo se traía, aun dentro de la situación de permanente inestabilidad reinante.Ya sus compulsiones eróticas se habían manifestado desde un principio cuando, de camino a Madrid para tomar posesión de su trono, en Vitoria había conocido a los marqueses de Montehermoso. El marido, don Hortuño de Aguirre Zuazo, descendiente de antiquísimos y muy nobles antepasados, era un bien conocido consentidor de los nada ocultos deslices de su mujer. Ella, María del Pilar Acedo, era una atrayente casi madura, todavía de muy buen ver, con sobrada experiencia en las lides extramatrimoniales.Ambos tuvieron entonces ahora el indudable y bien pagado «honor» de complacer al nuevo monarca. Estaba claro que todo ello no iba a ser en balde: el agradecido José no solamente nombró al amable marqués gentilhombre de Cámara, sino que le hizo caballero de la Orden Real, además de elevarle a la envidiada dignidad de Grande de España. No estaba nada mal a cambio de aquella manifestación de cordial comprensión. Una relación ésta que se mantendría viva a lo largo de toda su estancia española, y que adquiriría rasgos muy particulares de confianza y complicidad mutuos.Así, la marquesa le admitía a su insaciable amante escapadas con mujeres de toda especie, a sabiendas de que seguirían estando unidos. Era una relación que, naturalmente, saltó a los salones y a la calle, en forma de coplas de todo color, de las que la que sigue no es más que una pequeña muestra y no de las más subidas de tono: La Montehermoso tiene un tintero, donde moja su pluma José Primero. 204 Los reyes infieles El que era insultado como «Rey Intruso» siguió así disfrutando de tan especial situación de soltería provisional y comprensivo amantazgo, sin dejar de aprovechar ninguna de las posibilidades que su privilegiada posición le ofrecía. La siguiente en su lista de fáciles conquistas fue una opu-lenta y sensual criolla caribeña,Teresa Montalvo, todavía joven y necesi-tada viuda del difunto conde de Jaruco, que había sido gobernador de La Habana. Su repentina muerte cortó la historia, pero el ojo experto y siempre avizor del rey pasó entonces a posarse en su hija, también mujer casada. A continuación seguirían en las preferencias reales, siempre bajo el estricto control de la Montehermoso, mujeres de toda laya, entre las que cabría citar a la esposa de un proveedor de las tropas de ocupación, una soprano italiana de nombre Fineschi y la mujer del embajador de Dinamarca. Huyendo del Palacio Real, dotado de un numeroso personal que podía convertirse en molesto testigo, José había convertido el pala-cete de La Moncloa en su particular y mucho más discreto picadero. No existe constancia de ningún bastardo conocido del efímero monarca.
Odiado por quienes se consideraban furibundos patriotas, fue José objeto de toda clase de ataques verbales, expresados en motes en nada justificados.Así, los de «Pepe Botella» y «Tío Copas», debido a una nunca probada y desmedida afición al alcohol o el todavía más absurdo de «Rey Plazuelas», por su decidida política de urbanismo racionalizador de la Villa de Madrid.Todo era motivo para la burla y seguían naciendo, incesantes, las coplillas ofensivas: Tráelo, Marica, tráelo a Napoleón, tráelo y le pagaremos la contribución. Ya viene por la Ronda José Primero, con un ojo postizo y el otro huero. Ya se fue por Las Ventas el rey Pepino, con un par de botellas para el camino. José I. Amores en guerra 205 Cuando aquel crápula debió abandonar el trono y el país, empujado por los acontecimientos, no se fue de vacío.Valiosas joyas pertenecientes a la colección de la Corona de España, en sus manos durante su etapa de rey, y en su obligada marcha, no se olvidó de ellas. Debía ser lo que quedaba de lo que había dejado también antes de su marcha María Luisa de Parma. Cuando José se instaló en Estados Unidos, de los muros de su mansión de hacendado colonial colgaban bien conocidos cuadros que habían sido propiedad de palacios y conventos españoles expoliados por sus tropas.Y hay abundantes pruebas de su apropiación de las más valiosas piezas de la colección real, entre ellas, la mítica perla Peregrina, de tan movida historia, y el no menos célebre brillante llamado El Estanque. Poseído hasta el fin de su dignidad de monarca, cuando murió en Florencia en 1844, su cadáver ostentó la gruesa y valiosa cadena de oro del Toisón de Oro, que tampoco había olvidado introducir en su equipaje de rey destronado. XIV FERNANDO VII. LOS PLACERES DE UN INFAME «FEO DELTODO y por todas partes.Carirredondo,mejillas defor-mes, nariz gruesa y torcida, boca
hundida, barba saliente, sin un movimiento discreto, sin una actitud noble. Se le creería un arriero disfrazado o un frailazo lego secularizado.» Así describía a Fernando VII alguien que le conoció y trató. El que es sin duda alguna el más despreciable y nefasto de los muchos reyes que se sentaron en los tronos de las Españas era el noveno hijo de Carlos y María Luisa, todavía príncipes de Asturias cuando él nació, en 1784. Eran momentos en que su abuelo Carlos III y sus padres estaban ya realmente desesperados, viendo que su descendencia se limitaba a hembras y a niños que apenas sobrevivían. Él iba a ser quien heredase sus títulos y los emplease de la peor manera posible. En su momento, intervino en los planes de su educación Manuel Godoy, quien ya era valido de los futuros reyes y que en el futuro se convertiría en su mayor enemigo. Se conservan algunas de las normas dadas por sus preceptores para la organización de vida e instrucción, que debía ser «adecuada a la tradición heroica y austera de sus gloriosos antecesores».Y, hablando de antecesores, saltaba inmediatamente la obsesión por el sexo que tanto había atormentado a algunos de ellos. Para evitar problemas, al adolescente le impusieron sus cuidadores una espartana ordenación de la existencia cotidiana con muy pocas horas destinadas al sueño, «para que a la hora de acostarse manifieste un saludable cansancio que le impida entregarse al abominable pecado solitario». Con la misma idea sinto-nizaba la estricta supresión de las siestas, que eran consideradas «harto propicias a caer en grave tentación carnal». 208 Los reyes infieles En 1802 tenía lugar una doble boda con los primos napolitanos. Fernando se casaba con la princesa María Antonia y el hermano de ésta, el heredero de las Dos Sicilias, lo hacía con la infanta María Isabel, aquella niña «de indecente parecido» con Godoy. Como hacía siglos había sucedido con los Habsburgos, ahora los Borbones volvían a caer en una ciega endogamia que únicamente servía para aportar elementos humanos de limitada mente y endeble físico. Sobre los primeros tiempos de este matrimonio, con un hombre que a la novia la había dejado helada de horror cuando se lo encontró por vez primera en Barcelona, tienen mucha importancia los vívidos testimonios de la suegra, la voluntariosa reina María Carolina. No dudaba ésta en escribir cosas tales como: Mi hija está desesperada y con mucha razón. Su marido es enteramen-te memo, ni siquiera un marido físico y, por añadidura, un pesado que no hace nada y no sale de la alcoba de su infeliz esposa. No caza ni pesca y ni siquiera es animalmente su marido... No tenía la irritada suegra inconveniente alguno en lamentarse de que su hija soportase como marido a «un hombre estúpido, ocioso, embustero, envilecido, solapado y ni siquiera hombre físicamente...» y añadía esta reflexión: «Es fuerte cosa que a los dieciocho años no se sienta nada y que a fuerza de orden y persuasión se hayan hecho inútiles pruebas sin consecuencias, ni placer, ni resultado.» Un retrato personal que se adecuaba perfectamente a la catadura del personaje y que anunciaba todo lo que iba a ser su quehacer en la vida. Tendrían que pasar varios meses hasta que se produjese la tan deseada como temida consumación del
matrimonio. Hasta entonces, Fernando solamente alcanzaba a mantener con la decepcionada María Antonia un entretenimiento sexual que era bien conocido fuera de su alcoba y que un cortesano describía así: «El único juego erótico practicado por el joven marido era el de la succión de los monumentales senos de su mujer, que emergían como dos globos entre las sábanas de encaje...» Se ha dicho que a lo largo de aquellos frustradores meses, no falta-ron amables cortesanos bien dispuestos que se ofrecieron para consolar a la princesa en su soledad física, pero que ella los había despacha-do, ofendida, solicitando a quien correspondía que fuesen severa y Fernando VII. Los placeres de un infame 209 convenientemente amonestados por tan insolente atrevimiento. Parece que, en secreto, desde la Corte se había encomendado a un célebre curandero especialista en estos menesteres la solución al problema. Finalmente, lo conseguiría después de quince semanas de duro tratamiento, a través de la ingestión por Fernando de cocciones pretendidamente afrodisíacas, acompañada de enérgicas y despiadadas sesiones de fricción de los genitales. Fuese cual fuese la causa de la mejora, el hecho es que las cosas acabaron dando un giro decisivo, terminó aquel bloqueo y, para entonces, la joven esposa podía escribir a su madre: «No me lo puedo quitar de encima», refiriéndose —ella, tan culta y refinada— a aquel a quien no dudaba en calificar de «auténtico fauno» e incluso de «macho cabrío». Una incesante práctica del sexo no tardó en crear entre ellos una estrecha complicidad, que hizo de María Antonia la mejor colega en el enfrentamiento que ya se había entablado, aunque todavía no abiertamente, entre Fernando y «la Trinidad en la Tierra». Ella, «Totó» para los íntimos, era una conspiradora nata y a su alrededor se reunían todos los enemigos del valido. Su madre, hermana de la guillotinada María Antonieta, era una rabiosa enemiga de Napoleón y veía en Godoy a un adversario al que la acción de su hija podría contribuir a aniquilar. Así, María Antonia, metida a fondo en su papel de conspiradora contra el príncipe de la Paz, aplicó con Fernando la técnica que tan bien le había funcionado a Isabel de Farnesio con Felipe V: la negativa al sexo caso de que el marido no entrase en las razones aducidas por la mujer. María Luisa odiaba a su nuera y, siempre soberbia y desafiante, no se molestaba en ocultarlo ni en pronunciar malévolas burlas cada vez que sufría un mal parto. Godoy estaba perfectamente al tanto de todas aquellas maquinaciones y la consideraba una declarada enemiga. El enfrentamiento interno no era un misterio para nadie, hasta el punto de que, cuando la napolitana murió de forma bastante inesperada, en mayo de 1806, el valido fue inmediatamente acusado por la opinión pública de haberla envenenado o, en versión mucho más colorista, haber hecho que introdujesen un escorpión en su lecho. Historias difíciles de creer y que incluso el propio Fernando hubo de desmentir, libran-do de sospechas a aquel a quien odiaba, cuando declaró: «El vulgo 210 Los reyes infieles calumnia a Manuel y no tiene razón. Cuando me casé con María Antonia, ya estaba tísica.» Quedaba aparentemente como persona honrada quien estaba absolutamente lejos de serlo. Un habitante de la Corte relataría un episodio producido durante aquellos días y que no necesita comentario alguno. Una doncella de la princesa difunta lamentaba verse obligada a regresar a Nápoles y el viudo, adecuadamente enterado de ello, le prometió solucionar el asunto a cambio de una sesión de sexo. La historia seguiría
cuando, a la mañana siguiente del encuentro, la habría des-pedido sin prestarle la ayuda prometida y diciéndole: «Te basta con poder contar a tus hijos que una noche te dio placer un futuro rey de España.» Los dos años que mediaron hasta el inicio de la guerra de la independencia fueron muy activos para Fernando. Por una parte, no cesaba de prestar su apoyo moral a quienes conspiraban contra su padre y Godoy; por otra, los bastardos que iba engendrando en sus reiteradas y bien desiguales relaciones podían satisfacer a su zafia hombría, pero no solucionaban el problema de la falta de un heredero legal, aporte que él consideraba, con la más solemne gravedad, una obligación de estirpe a la que debía responder. Con todo, por el momento, le seguían sirviendo muy bien las mujeres de toda edad que prestaban sus servicios en los abundantes burdeles de la Villa y Corte, sobre todo el que era su preferido, el regentado por una tal Pepa la malagueña, en la calle del Ave María, o aquellas a las que podía acercarse —con la seguridad de ser correspondido— tanto en los afrancesados cafés de moda como en las tabernas más sórdidas de la zona que rodeaba al Arco de Cuchilleros, frecuentadas por elementos del hampa a sus más bajos niveles. Bastardos anónimos Mujeres de eventual trato y bastardos reales que nunca llegarían a pasar a la historia con nombre propio y que se perderían entre la gran masa anónima del bajo pueblo.Al duque de Alagón, Paquito Córdoba para los amigos, compañero habitual de lúbricas salidas, Fernando le comentaría, rezumante de autocomplacencia: «Salen de mi alcoba segu-Fernando VII. Los placeres de un infame 211 ras de que ningún hombre podrá darles el goce que han tenido conmigo.» Y añadiría: «Y, ¿sabes lo que más me gusta después del placer de poseerlas?, pues coleccionar los trapos en los que han dejado la prueba de su doncellez.» Mientras sus súbditos morían con su nombre en los labios, pasó Fernando, junto a su hermano Carlos y su tío, el infante Antonio, los años de la guerra de la independencia en el confortable exilio del castillo francés de Valençay. Sin duda, debió por entonces buscarse más de una solución a su acuciante sexualidad.Todo ello, aparte de sus reiteradas y humillantes peticiones a Napoleón para que le concertase un matrimonio con una mujer de su familia, algo a lo que el emperador siempre se negaría, despreciando hasta el fin a la que consideraba degenerada caterva que eran los Borbones. Cuando regresó como rey, el que había sido «El Deseado» recuperó sus viejas costumbres y los más sórdidos antros de Madrid lo veían entrar de noche, perfectamente embozado, para entregarse a sus placeres con las mujeres que allí se buscaban la vida. Porque aquel taimado felón no tenía un pelo de tonto y había visto muy directamente en el caso de su padre los efectos de un hombre dominado por una mujer.Así, Fernando siempre evitaría ser víctima de cualquier tipo de influencia de esta índole, que podría resultar más fácil si sus aventuras se produjesen con damas de alcurnia. Por el contrario, las mujeres del pueblo —y mucho menos las profesionales del sexo— no ofrecían en este sentido el menor peligro y ello hacía que se sintiese con ellas perfectamente tranquilo. El único manipulador que podía haber era él y nadie más. En coincidencia con su abuelo Carlos III, veía a la esposa como engendradora de herederos y nada más. Pero ahora había recuperado el trono y seguía la dinastía sin tener descendencia. A principios del año 1816 se concertó, una vez más, una doble boda, en este caso con dos princesas portuguesas. Isabel y María Francisca de Braganza contraían matrimonio, respectivamente, con Fernando y con su hermano menor, Carlos María Isidro. La nueva reina tenía un físico decepcionante, lo que
enseguida suscitó malévolas cancioncillas, como la bien conocida: Pobre, fea y portuguesa. ¡Chúpate esa...! 212 Los reyes infieles Efectivamente, ofrecía la novia un muy triste aspecto, demasiado gruesa de cuerpo, nada agraciada de rostro y, lo que era peor, carente en absoluto de cualquier encanto de carácter. Un absoluto desastre, pero que quizá valiese como madre de futuros infantes.Y, para colmo no aportaba dote alguna a su matrimonio. Como era de esperar, el nuevo matrimonio nada cambió en las bien arraigadas costumbres de Fernando, que no dejó de hacer más que frecuentes visitas a las prostitutas de su gusto, ignorantes mujeres de pueblo nada melindrosas, que se prestaban sin protestar a todos sus caprichos, por inhabituales que fuesen. Fueron tiempos en los que este rey «de prostíbulo y colmado» se veía enredado en nocturnas aventuras de toda especie. Desde saltar medio desnudo desde el balcón de una mujer casada al presentarse inesperadamente un enfurecido marido, hasta organizar broncas alcohólicas que exigían la intervención policial. Intervención que inmediatamente se convertía en una cascada de disculpas cuando se comprobaba la identidad del causante. Parecía que volvían los viejos y movidos tiempos de Felipe IV en las noches madrileñas. Isabel estaba perfectamente informada de lo que le había sido presentado a su padre como «la desenfadada, pero pasajera, conducta de su futuro yerno». Una conducta que el interesado no estaba en absoluto decidido a modificar, y el matrimonio no le impedía seguir frecuen-tando con sus amigotes aquellos tugurios que tanta satisfacción le proporcionaban, donde siempre recibía el mejor trato por parte de experimentados alcahuetes, de entre los que destacaba uno apellidado Chamorro, buscavidas castizo y antiguo aguador de la Fuente del Berro, que se las sabía todas y que siempre proporcionaba a Su agradecida Majestad el tipo de hembras bravías que conseguían volverlo loco. Mujeres que eran la antítesis absoluta de la santa esposa, que se pasaba las noches en sus habitaciones de palacio, en espera del marido que nunca llegaba. Pasado el tiempo, ya las sospechas se hicieron tan fuertes que incluso se atrevió a sobornar con algunas monedas a algunos criados para que le contasen la verdad, por muy dolorosa que ésta fuese. Una de sus doncellas le habría dicho, acerca de las asiduamente tratadas por el rey: «Mujeres de mal vivir son las que Su Majestad frecuenta...» A aquella pobre ignorante de las verdades de la vida no le entraba en la cabeza que su marido prefiriera a aquellas mujeres antes Fernando VII. Los placeres de un infame 213 que a ella y, así, tuvo la tonta ocurrencia de poner en práctica un plan que, en su ingenuidad, debió parecerle de lo más efectivo. Una noche esperó al infiel a la puerta de su alcoba, disfrazada de manola difícil de creer, con sugerente abanico en la mano y navaja en la liga. La reacción de él, ante semejante estupidez y tan ridícula estampa fue la que puede suponerse, pasando de la abierta y burlona carcajada a la más desatada bronca. Finalmente, Fernando, otra vez muerto de risa, acabaría cogiéndola en brazos y llevándola al lecho. Y, ante las quejas de ella por tan pertinaz abandono, aduciría, como siempre, tan urgentes como nocturnas
reuniones con sus ministros. Para entonces, el monarca ya tenía instalada en una suntuosa mansión y como amante fija a una bella y ruda campesina, a la que había conocido durante una estancia en el balneario de Sacedón, prescrita para su mal de gota. Por aquellos años y durante una estancia de los reyes en Aranjuez, Fernando entabló relación con una vehemente viuda, a la que visitaba por las noches y, como siempre, adecuadamente disfrazado. Dada la gran cantidad de fuerza armada que se desplegaba en el Real Sitio durante las estancias reales, tuvo lugar un hecho que generó una divertida anécdota. El coronel al mando de las fuerzas, habiendo reconocido al rey bajo su disfraz, ordenó que un destacamento le escoltase hasta su destino, es decir, la casa de su amante.Y, a continuación, dio parte de su decisión, tomada «por si los aires fríos y húmedos de la noche atacaran su preciosa salud». Cuando se enteró, un furioso Fernando amenazó a tan celoso servidor, diciéndole que cierto tipo de indagaciones «po-dían acabar en un viaje a Ceuta». Cuando su mojigato hermano Carlos y su todavía más beata esposa, María Francisca, le recomendaban que se moderase en tales costumbres y respetase a su mujer, la única reacción de Fernando era señalarles la puerta para que abandonasen la habitación. Realmente, a la reina lo que le gustaba era que la dejasen tranquila para dedicarse a sus devociones, a sus manualidades y a componer interminables versos que hubieran alcanzado un premio en cualquier concurso de cursilería que se hubiera podido convocar. Pero aquella descolorida Isabel tampoco lo importunó mucho, ya que murió en diciembre de 1818, tras apenas dos años de matrimonio, a consecuencia de una cesárea, en una operación durante 214 Los reyes infieles la cual, según un testigo presencial, «la sangre corría a raudales por la estancia».
Esposas y mancebas Él volvía a verse por segunda vez viudo, todavía con treinta y cuatro años. Pero aquel despreciable elemento, del que se decía, con razón, «además de felón, putero», estaba ya quebrado por la gota y por un abu-sivo consumo de tabaco.Algo que no disminuía su extraordinaria capacidad de engaño y manipulación, manteniendo al país bajo la más férrea dictadura, con la policía actuando sin cesar, las cárceles llenas de opo-sitores y las ejecuciones públicas a la orden del día. Mientras tanto, al tiempo que se preparaban las exequias de la difunta, ya un impaciente Fernando daba órdenes para el inicio de las gestiones destinadas a conseguirle una nueva esposa. Puestos a buscarle una nueva compañera, se eligió a una muchacha de dieciséis años, María Josefa Amalia, hija del príncipe Maximiliano de Sajonia, que apenas había salido del convento donde había sido educada. En Dresde y antes de su partida para Madrid, su padre le recomendó: «Trata de ser con él tan dócil como lo has sido con tus monjas.» Una vez formalizados los esponsales, en las cartas que le enviaba, Fernando ya la llamaba chulescamente «Pepita de mi corazón», expresión que sin duda debió de sorprender a aquella insulsa germana, caso de que le hicieran la no tan fácil traducción de tal dedicatoria. La chica sajona se quedó horrorizada cuando tuvo ante sí a aquel prematuro y deteriorado carcamal que era su marido. Frustrados en sus expectativas volvían a quedar el hermano Carlos y su ambiciosa mujer, que temían que ahora sí pudiera nacer un heredero que los apartaría del ansiado trono. Pero por el momento no pareció que debiesen preocuparse, porque la nueva reina no parecía estar por la labor.Todavía más inocente que su antecesora en el real tálamo, cuando su marido le comentó que había que ir a por un heredero, ella le habría respondido que de eso se encargaban las cigüeñas. En una ocasión fue la comidilla de todo Madrid lo que había sucedido cuando, en un repentino y brutal calentón, Fernando se lanzó sobre ella que, en una aterroriza-Fernando VII. Los placeres de un infame 215 da reacción, se había orinado y defecado sobre él, que salió disparado de la real alcoba, lanzando los peores juramentos y con toda su ropa chorreante de cálidos excrementos. Cuando él le insistía en el cumplimiento de su deber conyugal y en sus obligaciones para darle un heredero, ella le contestaba cosas como: «Lo que el Rey quiere de mí es pecado mortal y atenta contra mi virtud y mis principios.» Naturalmente, Fernando en ningún momento había dejado de frecuentar la casa de La Malagueña y demás queridos tugurios, pero estaba absolutamente obsesionado con el asunto del heredero y llegó a escribir al papa León XII, solicitando la nulidad de su matrimonio para poder volver a casarse con una mujer que le diera descendencia.Y cuando el confesor de la reina le comentó que consideraba demasiado exigente aquella solicitud, el bestial Fernando pegó un puñetazo en la mesa y bramó: «¡O jodo yo a esa pazguata o que el Santo Padre anule mi matrimonio!» Pero en sus cartas al papa, el taimado sabía actuar con gran suavidad y tacto: Mi augusta esposa no entiende que ella es carne de mi carne y hueso de mis huesos. Por ello es indispensable proporcionar a la reina un director espiritual que imprima en su ánimo sencillo la más justa
y exacta idea de los deberes de una esposa para con su esposo, por ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de bendi-ción que sellaría la tranquilidad de mis dominios… No era la primera vez —ni sería la última— que el Sumo Pontífice intervenía en los más íntimos asuntos de las parejas reales de España. Así, para evitar el escándalo que supondría una nulidad, escribió a la reacia, conminándola a que cumpliese sus deberes «de esposa cristiana y de reina ejemplar». Para animarla, le mencionaba ejemplos de santos e incluso de mártires, hasta que se obtuvo de ella lo que consideraba un vergonzoso y humillante sacrificio. Eso sí, cada vez que tenían una sesión de sexo, Fernando debía rezar antes con ella un rosario como expiación previa. Esto le tendría de un humor de mil demonios, a lo que contribuiría su permanente enfrentamiento con los liberales que, entre 1820 y 1823, le impusieron la jura y el respeto a los principios constitucionales. 216 Los reyes infieles Cuando la nueva invasión francesa le repuso en el trono como el más acabado modelo del tiránico absolutismo, ya no se contuvo y convirtió al país en una inmensa cárcel, donde se sucedían las ejecuciones y las huidas al extranjero de los que eran víctimas de persecución. En cuanto a su vida privada, no podía ser más desastrosa, ya que la remilgada se resistía a yacer con él, por lo que no había noticia alguna de procreación, a pesar de los numerosos remedios que se aplicaron para solucionar el problema. Unas relaciones que, por otra parte, no eran del todo satisfactorias, por lo que entonces se dijo. Expertos galenos aducían ahora que la infertilidad mostrada en todos sus matrimonios se debía al desmesurado tamaño del pene real. Como correctivo, parece que le aconsejaron interponer en sus encuentros físicos una pequeña almohadilla agujereada en el centro, pero tan singular recomendación tampoco fue capaz de lograr el efecto deseado. Da la impresión de que en los lupanares que él visitaba nunca se debió considerar necesario recurrir a tal artilugio. Era muy frecuente ver que, cada vez que el rey daba a entender a su mujer que le apetecía pasar a los hechos, ella trataba siempre de des-viar el asunto. Cierto que en ocasiones no le quedaba más remedio que admitirlo, pero el embarazo no llegaba, por muchas fórmulas que se aplicasen para ello. Sobre esto, se contaba el episodio estival que tuvo lugar cuando, tras soportar los extremos rigores del verano conquen-se, marcharon a los manantiales de Solán de Cabras, cuyas aguas tenían antigua y extendida fama por sus efectos de fertilidad. En medio de aquellos calores, tragando polvo en cantidad, comiendo verdadera bazo-fia y durmiendo en lugares espantosos, volvió a brotar el grueso humor del rey, que llegó a exclamar: «¡De este viaje salimos todos preñados menos la Reina!» Murió María Josefa Amalia en mayo de 1829, a los veinticinco años, sin haber cumplido el objetivo de dar hijos a su marido y a la Corona. Parece que en la última época juntos había llegado a establecerse entre ellos alguna forma especial de complicidad. Por lo visto, aquella tan pudibunda esposa y su fogoso y procaz marido gustaban de practicar una suerte de juegos, en los que morbosa-mente mezclaban la religión y el sexo. Así sucedía cuando él aparentaba sorprenderla durante sus rezos, para forzarla a realizar aque-Fernando VII. Los placeres de un infame 217 llos actos que al principio tanto la habían horrorizado. Ahora se prestaba a ellos, entre fingidos forcejeos de negativa, que sin duda eran un importante añadido al convencional coito matrimonial. Él, fiel a su
costumbre, la había seguido llamando cosas como «Pepita mía» o «Pichoncito de mi corazón» o le escribía con referencias a esos particulares juegos de alcoba, explícitos en frases tan ilustrativas como: Pepita mía de mi vida: tu Satancito te aborrece cada vez más, ¿lo crees, amor mío? No, no lo crees; haces bien, pues yo te adoro y quisiera hacer contigo el nariceo y todo lo que sabes… Tras los diez años de matrimonio, Fernando volvía a depositar a otra esposa en el Panteón de Infantes de El Escorial, mientras su hermano Carlos, su cuñada y todos los integristas que se reunían a su alrededor se frotaban las manos de contento, imaginándose que ya todo estaba hecho y que Fernando iba a desistir en la cada vez más trabajosa —y ya parecía casi inútil— tarea de conseguir sucesión.Todo eran problemas para Fernando, que huía de su familia y de palacio y, como decía la siempre bien enterada Malagueña, «El amo de España tiene a bien solazarse en mi acreditada casa de sus muchos quebraderos de cabeza». A la cuarta, la vencida Cuando a Fernando se le propuso volver a casarse con una princesa alemana, él, que estaba tan quemado por el asco al sexo que había tenido que soportar de la sajona, respondió muy a su manera: «¡Estoy hasta los cojones de rosarios y de versos!» Y decidió elegir esposa por sí mismo: María Cristina de Nápoles era su sobrina carnal, hija de su hermana María Isabel, la del «indecente parecido» con su supuesto padre Godoy.Tenía ya veintitrés años, edad avanzada entonces para una soltera y la propuesta debió caer muy bien en la familia. Cuando llegó a Madrid, apareció para muchos como una ráfaga fresca en unos espacios de aire corrompido y decadente. Pero ya las cosas habían ido muy 218 Los reyes infieles lejos y, a los cuarenta y cinco años, Fernando era un hombre casi acabado. A pesar de ello conservaba todavía su fogosidad, aunque fuese solamente verbal y, desde un inicial y ya impetuoso «Querida Cristina mía de todo mi corazón», pasó a llamarla «Pimpollo mío», «Paloma mía» o —cosa un poco sorprendente— «Azucena de los Pirineos»… y para alcanzar el clímax, al desatarse la llamaba «Gachona» y «Resalada», reiterándole cada vez con más calor la adoración de «tu Fernando que se muere por ti». La jovial María Cristina, bien alec-cionada, se comportó con todos de forma atenta y considerada, respetuosa con la rígida etiqueta de la Corte pero, en especial, proclive a los liberales que ya veían en ella una esperanza de moderación en la política represiva del que había dejado de ser «El Deseado» para convertirse en «El Felón». Fernando estaba ya muy mal, pero su obsesión por dejar un heredero era cada vez mayor y eso le llevaba a comportarse en la intimidad matrimonial con nerviosa violencia, que naturalmente producía el rechazo y la repugnancia de la reina. Por otra parte, María Cristina se inflaba a pociones milagrosas y se untaba de repulsivos ungüentos supuestamente dotados de poderes fer-tilizantes. Finalmente, se produjo el milagro y se comprobó el embarazo de aquella que era su nueva «Pichona». Dado que en España no estaba permitido reinar a las mujeres, los partidarios del hermano Carlos rezaban fervorosos pidiendo al Altísimo que lo que naciera fuera una niña, como efectivamente sucedió. En el verano de 1830 nacía Isabel, a la que su padre declararía princesa de Asturias y su heredera. Dos años después venía al mundo Luisa Fernanda. Fernando estaba cada vez peor y mal-decía tantas horas de su
vida que había dedicado a sus vicios y que ahora le pasaban amarga factura. En la cama trataba patéticamente de cumplir como un joven, pero comprobaba que en general su comportamiento sexual no era ya más que un absoluto desastre. A fines de septiembre de 1833 una apoplejía acabó con la vida de aquel miserable, que solamente contaba cuarenta y nueve desgastados años. Muchos le lloraron porque se identificaban con su campechanía y populismo. Otros, aliviados al ver abrirse nuevos horizontes para el vapuleado país, celebraron abiertamente su desaparición: Fernando VII. Los placeres de un infame 219 Murió el Rey y le enterraron. —¿De qué mal? —De aplopejía. —¿Resucitará algún día diciendo que le engañaron? —Eso no, que le sacaron las tripas y el corazón. —Si esa bella operación la hubiera ejecutado antes de ser coronado más valiera a la nación. Se dice que en alguna ocasión había comentado, perfectamente consciente de lo que por él sentía una gran parte de sus sufridos súbditos: «Estoy seguro de que sólo sentirán mi muerte los cómicos, porque con el luto oficial van a quedarse sin comer una temporada.» Tras la muerte, su cadáver se hinchó espectacularmente y comenzó a descomponerse de inmediato.Vestido y adornado con toda la parafernalia de bandas, fajas y condecoraciones que le correspondían, hubo que cerrar a toda prisa el ataúd. Los curtidos soldados que montaban guardia ante el catafalco de aquel individuo caían desmayados, sin poder soportar los maléficos efluvios que despedían los hediondos despojos del «Felón». XV FARSA Y LICENCIA DE ISABEL II TODAVÍANOHABÍANpasado tres meses desde que el hediondo cadáver del innoble Fernando hubiera sido depositado en el pudride-ro de El Escorial, cuando su vivaracha viuda napolitana se casaba en secreto con un joven y atractivo guardia de Corps, en una ceremonia celebrada a puerta cerrada en una habitación del Palacio Real, sin más presentes que los dos interesados y el sacerdote o, según otras versiones, también con dos testigos de suma confianza. Se trataba tan sólo de
un matrimonio «tranquilizador de conciencias» y, como tal, carente de la mínima legalidad civil ni eclesiástica. La infanta Eulalia, hija de Isabel II, escribió en su momento unas curiosas memorias y, en ellas, describió a su manera el momento en que se habría producido el flash entre los dos. La historieta queda perfectamente dentro de aquel blando romanticismo dominante por entonces y, ciertamente, resulta algo difícil de creer. Así, según esta versión, marchaba la reina gobernadora y joven viuda camino de La Granja de San Ildefonso: [y] a mitad del camino comenzó mi abuela a sangrar por la nariz, con-tinuando la hemorragia hasta agotar los pañuelos de que disponían sus damas de honor. Entonces fue necesario, para salir del apuro, pedir ayuda al oficial de la guardia que escoltaba el carruaje, quien inclinándose sobre su montura alcanzó hasta la atribulada reina su pañuelo. Unos instantes después, pasado el trance, María Cristina asomó por la ventanilla del coche la mano, pálida y blanca, y con sonrisa de gratitud devolvió la prenda al capitán Muñoz, que con gesto galante se la llevó a los labios. 222 Los reyes infieles Esta edulcorada puesta en escena debió de parecer suficiente para intentar explicar el inicio del romance. Los protagonistas no podían ser más arquetípicos: una reciente y joven viuda con muchas ganas de juerga en el cuerpo, después de haber soportado a un marido horrible en todos los sentidos y, enfrente, un atractivo y ambicioso joven de orígenes provincianos poco menos que humildes, dispuesto a picar alto en la Corte apoyándose ante todo en sus valimientos físicos. No era nada nuevo que la Corte madrileña fuera testigo de amores entre reinas y guapos trepadores.Ya se ha visto cómo María Luisa de Parma había realizado muy satisfactorias experimentaciones en este sentido y ahora faltaban pocos años para que una Isabel II llevase este modelo de ascenso clandestino hasta su más alto grado de expresión. La ceremonia matrimonial fue secreta, pero inmediatamente el rumor corrió como fuego sobre pólvora y, entre muchas otras versiones, se aseguró que los dos implicados se habían conocido poco más de una semana antes de tan urgente boda. Paralelamente, se aportaron muchas otras versiones de los hechos, siempre como es lógico corregidas y aumentadas con buenos aderezos. Sin duda, la mejor de todas era la de quien afirmaba, con la más absoluta seguridad, que el conocimiento —y quizá también el inicio del «trato»— entre los protagonistas del episodio se había iniciado todavía en vida de Fernando, lo que añadía sabrosos ingredientes a un hecho que no tardó en ser de general conocimiento y tácita aceptación.Ya al recién casado se le llamaba «Fernando VIII». Era este Fernando Muñoz hijo de una estanquera de la localidad con-quense de Tarancón. Llegado a Madrid en busca de fortuna, se había integrado en los cuerpos de seguridad de palacio, lo que hubiera podido hacer posible el contacto, por lo menos visual, entre ambos sin tener que llegarse al episodio del pañuelito. Efectivamente, el asunto era la comidilla en todas partes, pero el gobierno temió introducir un grave factor de inestabilidad interna y prefirió dejar las cosas como estaban. Isabel II no tenía ni cuatro años en el gobierno y la primera guerra carlista estaba en su apogeo.Y, por tanto, sobre la cuestión secreta de la gobernadora, todo parecía aconsejar «no menealla». Ello permitió, a lo largo de varios años, que aquella
sonriente cínica asistiese a solemnes actos en las Cortes, presidiese consejos de ministros y se mostrase en audiencias, ceremonias religiosas, Farsa y licencia de Isabel II 223 sesiones de teatro, fiestas y saraos de toda clase, apenas disimulando sus sucesivos e inocultables ocho embarazos. Inicialmente, un discreto empleo burocrático de él en palacio les permitía estar juntos, ante lo que muchos preferían rechazar la idea de aquel tan especial matrimonio y afirmar que, sin más, aquello no era más que un vulgar amancebamiento. Sus continuos desmayos y la extraña amplitud de sus faldas no cesaban de dar lugar a muchos comentarios, sin contar con las ocasiones en las que «la reina viuda» estuvo muy a punto de romper aguas durante un acto oficial. Lo cierto es que muchas y muchos vieron frustrados sus deseos de llegar a ver algún desastre de este tipo. Mientras María Cristina y su marido se dedicaban a rascar todo lo que podían de su privilegiada posición, cada pequeño «muñoz» que iba naciendo era enviado a París para su adecuada cría. El avispado marido sabía extraer los mejores frutos de tan vidriosa pero productiva situación. Cuando, llegado el año 1844, se legalizó finalmente el matrimonio, ya el taranconense —flamante duque de Riánsares, con Grandeza de España, nada menos— tenía funcionando a pleno rendimiento una amplia red de lucrativos negocios que en muchas ocasiones caminaban por los afilados límites de la legalidad. En un principio, la chunguita popular había admitido con tranquilidad y sorna aquella tan especial situación y ridiculizaba, por el momento todavía suavemente, a la que era todavía intocable realeza: Clamaban los liberales que la Reina no paría, y ha parido más muñoces que liberales había. Pero cuando, llegado el año 1854, las revueltas liberales se adueñaron por unos días de las calles de Madrid, la paciencia se colmó y uno de sus primeros objetivos fue el asalto e incendio de la vivienda de aquella pareja de desaprensivos, el palacio de las Rejas. Su residencia se había convertido en centro de negocios basados en información privilegiada, hasta el punto de ser llamada «la segunda Bolsa» de Madrid por el volumen de transacciones que allí hacían los empingorotados buitres que pululaban por sus brillantes salones. 224 Los reyes infieles Aquellos dos salieron de estampida, al amparo de la noche y con la aquiescencia de las autoridades, que no iban a ponerse a procesar a la madre de la reina, de la que se gritaba abiertamente: «¡Muera Cristina! ¡Muera la ladrona!» La rapiña de la pareja no había tenido límites y, aparte de vaciar los joyeros de la Corona, habían llegado a robar hasta cuadros del patrimonio real —sustituyendo los verdaderos por copias— e incluso a saquear las cuberterías de plata. Más adelante, volverían a España de visita.
Cuando Cristina murió, en 1878, su nieto Alfonso XIII no tuvo en cuenta sus deseos de ser enterrada junto a su Fernando, en el suntuoso mausoleo que se había hecho construir en su pueblo. Como le correspondía por tradición al ser madre de rey —en este caso, de reina— ella pasó a ser depositada en el Panteón de Reyes de El Escorial, junto a los restos de su primer marido, Fernando VII. Cuando, en 1843, con sólo trece años, Isabel II fue declarada mayor de edad, estaba claro que todavía no era tiempo para que entrase a ejercer de forma efectiva su papel de reina. De carácter generoso y vehemente, retomaba el abierto populismo borbónico que tanto gustaba a la gente. Una desastrosa educación haría de ella una ignorante de por vida y, cuando llegó el momento de sentir sus primeras sensaciones de mujer, demostraría estar dominada por la misma incontinencia en materia sexual que había caracterizado a tantos de sus antepasados. Cuando alcanzó los quince años, llegó la hora de hablar de su boda, que se convirtió en un motivo de verdadera fricción entre las potencias europeas, ya que tanto Francia como Inglaterra no estaban dispuestas a ver en el trono de España, como rey consorte, a un príncipe rival. La práctica totalidad de las casas entonces reinantes también tuvo aquí su participación y, por supuesto, la misma familia Borbón, siempre enzarzada en luchas internas de intereses. A punto estuvo Isabel de verse casada con el pretendiente carlista al trono, el conde de Montemolín, en un matrimonio que sin duda habría evitado las guerras que el pleito por la Corona todavía iba a provocar. Pero aquella idea no llegó a buen puerto.Tampoco cuajaron los posibles compromisos con un príncipe portugués ni con uno de sus tíos de Nápoles ni con un Sajonia-Coburgo. Finalmente, el inteligente y maquiavélico rey de Francia Luis Felipe urdió un plan que resultó ser definitivo. Forzó a que Isabel se casase Farsa y licencia de Isabel II 225 con su primo Francisco de Asís, hijo de Luisa Carlota, hermana de María Cristina, y de aquel Francisco de Paula, supuesto hijo adulteri-no de Godoy. Era el joven crápula que, en el destierro romano de sus padres, Carlos IV y María Luisa, a punto habría estado de verse inces-tuosamente casado con su posible hermana de padre. La historia, ciertamente, no podía ser más complicada. Pero ahora lo que importaba era la boda, aunque el novio elegido fuese un muchachito ambiguo de gestos y movimientos, de voz atiplada e inclinaciones homosexuales más que evidentes. Aquel insignificante personajillo parecía ser el mejor candidato a marido de la reina, por su aparente falta de ambición y la patente facilidad para ser manipulado. La propia María Cristina, que se oponía a tal boda, comentaría acerca de él con una persona de su confianza: «Usted lo ha visto, usted lo ha oído. Sus caderas, sus andares, su voce-cita... ¿no es eso un poco intranquilizador, un poco extraño?» En el círculo familiar, a Francisco se le conocía como «Paquita» y, cuando se le comunicó la decisión tomada para ella, Isabel se echó a llorar, gritando: «¡Con Paquita, no… con Paquita, no!» Pero esto era sólo la parte menos importante del plan de Luis Felipe. Lo más destacado era que casaba a su hijo, el duque de Montpensier, con Luisa Fernanda, hermana menor de Isabel. Como, dadas las características personales de Francisco de Asís, se calculaba que la reina no tendría descendencia, confiaba el rey francés en que sería la otra pareja la que terminase ocupando el
trono.Todo ello parecía ser una buena jugada a medio plazo, pero con lo que no contaba tan hábil tahúr era con que Isabel iba a traer al mundo a una serie de hijos que ase-gurararían la descendencia y que resultarían sucesivamente reconocidos por un marido que nada había tenido que ver en sus gestaciones. Isabel, a pesar de que había repetido que antes prefería abdicar que casarse con su blandengue y afeminado primo, que no le producía más que repulsión, acabó aceptando lo que se le imponía y la doble boda se celebró el día 10 de octubre de 1846. Ella tenía dieciséis años y él, veintidós. Fue una brillante ceremonia en la capilla del Palacio Real, a la que, como invitado de excepción, asistió el popular novelista francés Alejandro Dumas. Como era habitual en estos casos, las fiestas callejeras que se organizaron incluyeron fuegos artificiales, representacio-226 Los reyes infieles nes de teatro y ¿cómo no? un amplio repertorio de corridas de toros. Instaló para la ocasión el Ayuntamiento de Madrid una fuente de doble caño de la que manaban paralelamente vino y leche. De inmediato, la chunga popular le sacó punta a la fuente a cuenta de tan particular novio al que se festejaba: El vino para las majas, la leche para el de Asís.
Desfile de amantes Aquel interesado casamiento iba a demostrarse inmediatamente como lo más insensato que hubiera podido imaginarse. La ardiente naturaleza de ella la había llevado ya en la adolescencia a dejarse llevar por inclinaciones sensuales hasta situaciones vidriosas de las que mucho se había hablado. Se decía que la reina niña, falta de la presencia materna por muy cuidada que estuviese por sus ayas y educadoras, había tenido sus más y sus menos con su propio maestro, con algunos de sus sucesivos profesores de canto e incluso con el joven y ambicioso político Salustiano Olózaga. El futuro de aquel matrimonio estaba así condenado de ante-mano. Muchos años más tarde, la vieja reina exiliada en París comentaría a un confidente: «¿Qué pensarías de un hombre que, en la noche de bodas, tenía sobre su cuerpo más puntillas que yo?» Desde un principio, todos sabían que aquello no tenía buena salida posible. La exuberancia del carácter de la reina, su espontaneidad y todo lo que se comentaba de sus nada recatadas costumbres privadas ninguna respuesta iban a encontrar en un elemento como su marido, de modales extremadamente amanerados, voz atiplada y siempre cuidadísimo atuendo. Aquellos magníficos trajes, bien cortados sobretodos, sombreros de calidad y guantes de la más fina piel ocultaban la que era su verdadera pasión, una ropa interior llena de filigrana, propia de una dama de alta alcurnia, siempre aromatizada por densos y costosos perfumes. Sus habitaciones privadas estaban repletas de colgaduras de raso blanco, bordadas a mano con esmero, seguramente por las monjas de algún convento. Farsa y licencia de Isabel II 227 Podía pasarse horas enteras Francisco eligiendo la ropa que ponerse en el día o simplemente sumergiéndose en la delicia de probarse ante el espejo las abundantes prendas y calzado que los recargados usos indumentarios de la época sugerían. No le interesaban para nada ni la caza ni cualquier tipo de deporte, pero era capaz de pasarse largos ratos en la bañera, algo que también contribuyó a multiplicar los rumores sobre él. Con todo, se preocupaba por su imagen, buscándose incluso una supuesta amante, una tal Conchita Navarro, condesa del Azor, que se prestaba a un paripé que, por supuesto, no engañaba a nadie. Pero también aquella cuidada apariencia exterior servía como eficaz pantalla de una personalidad fría y calculadora hasta el límite, que muy pronto iba a manifestarse en su verdadera realidad. Discreto, culto y amante de los objetos de arte, rodeado de un reducido grupo de amistades, Francisco dedicaba muchas horas a la lectura y a solitarios paseos.Así, mientras aquel enlace suponía para Isabel un estrepitoso fracaso, del que inmediatamente iba a tratar de desquitarse por la vía físi-ca y emocional, para el consorte era algo muy diferente: por medio de él establecía un lucrativo negocio, del que estaba dispuesto a obtener sus muchas posibilidades. Muy pronto tomó conciencia del suculento partido que podía sacar a aquella mezcla de queja y amenaza que guardaba en la manga, para esgrimir en el momento oportuno y que ini-ciaba con la frase que se había convertido ya en conocida muletilla: «Se ha querido ultrajar mi dignidad de marido…» A aquel cínico, altivo y despreciativo de todo lo que le oliese a vulgar, poco debía importarle que corriesen coplillas como la que cantaba: Isabelona, tan frescachona
y don Paquito, tan mariquito. O podía escuchar, sin inmutarse aparentemente, algún comentario como el que expresó con rudeza alguien que conocía bien la situación íntima de la pareja: «Poco hombre ese, para tantos kilos de mujer...» La reina no parecía sufrir por aquellas circunstancias, que realmente nada tenían de drama, porque cada uno de ellos se organizaba muy bien 228 Los reyes infieles por su cuenta. Se reunía con sus cortesanos, paseaba en vítores y saludos y, cuando acudía a verbenas y fiestas populares, recibía verdaderos baños de multitud. Las copiosas cenas y ruidosas veladas que organizaba con sus amigos, entre los que siempre disfrutaba de un lugar especial el amante de turno, eran otras de sus más queridas distracciones. Lugar muy de su preferencia era el restaurante Lardhy, de la Carrera de San Jerónimo , entonces el más chic de Madrid. En los salones privados de la primera planta, Isabel y sus amigos se entregaban sin reparo a las mayores alegrías, que en algún caso acabaron convirtiéndose en verdaderos escándalos nocturnos, que precisaron de la intervención de la policía, que se retiraba sumisamente discreta al saber quiénes eran los juerguistas. De aquellos alegres tiempos de vino y rosas se ha afirmado que los actuales propietarios del establecimiento —que nunca han confirmado este extremo— siguen conservando, como muy especial recuerdo, un corsé que la reina se quitó en un momento dado para aliviarse y dejó luego olvidado sobre algún diván. A los cinco meses de la boda se produjo la primera separación físi-ca del matrimonio. Habría sido durante una cena de la real pareja con María Cristina cuando se suscitase una discusión entre suegra y yerno, que se detestaban, y en un momento dado ella le habría gritado: «¡No mereces compartir el lecho ni el amor de mi hija!», a lo que él habría respondido, melifluo: «Tranquila, mamá. No comparto ni lo uno ni lo otro.» Y habría aprovechado astutamente la ocasión para marcharse de forma definitiva con sus bártulos de las habitaciones de su mujer. Convertidas en algo habitual las estampidas de esta clase, buscaba entonces el supuestamente ofendido consorte refugio en las soledades del Palacio de El Pardo, físicamente alejado de Madrid, pero cerca lo suficiente como para seguir dirigiendo sus negocios y recibir a los enviados que le llegaban para mediar en las treguas que iban sucediéndose. Todo ello configuró lo que en adelante pasó a llamarse metafóricamente «la cuestión de palacio». Una «cuestión» que no sólo se refería a las desavenencias públicas y repetidas separaciones de la pareja sino, con el paso del tiempo, a la discutida paternidad de los hijos que sucesivamente irían naciendo. Una cuestión, por otra parte, en la que la mediación del mismo pontífice vaticano no era nada nuevo, como se ha visto en el caso de Fernando VII. Farsa y licencia de Isabel II 229
Después de algunas historias y episodios de tono menor, el primer amante conocido de Isabel tras la boda fue un guapo y ambicioso militar, Francisco Serrano, del que ella se enamoró por completo y al que en público no se privaba de hacerle mimos y llamarle «el general bonito». Mientras su marido maquinaba en El Pardo, él la acompañaba en su alegre vida, que la llevaba a acostarse a las cinco de la mañana y levan-tarse pasadas las tres de la tarde. Muy interesado en la actividad políti-ca, tuvo Serrano su mejor trampolín en la pasión que despertó en la insatisfecha Isabel. Completamente enamorada de él, la simple se dejaba llevar absolutamente por el deseo, demostrando que todo le daba igual, pasando por encima de rumores y murmuraciones y queriendo solamente estar al lado de aquel fatuo arrogante, cuya mayor satisfacción era exhibirse portando su guerrera cargada de entorchados y condecoraciones. Desde París, María Cristina le aconsejaba a su hija que solicitase del papa la separación «de tu inconveniente esposo» e incluso la anulación «por las causas que serán fáciles de probar y todo Madrid conoce…». Pero Francisco, aquel «infeliz reyecito de España», como despectivamente le llamaban, no se limitaba a morderse las uñas y movía con habilidad sus hilos para recuperar una situación que por el momento parecía escapársele de las manos. Controlando las cuestiones económicas de palacio, no estaba dispuesto a que el voraz Serrano metiese la mano en ellas. Podía admitir que los amantes de su mujer le convirtiesen en el hazmerreír de todos, pero nunca que le tocasen las tan queridas cuestiones materiales. Finalmente, vio el cielo abierto. Presiones del Vaticano y la directa intervención de María Cristina se vinieron a unir al enfriamiento de la pasión y se llegó a un final pactado. A cambio de desaparecer de la escena, «el general bonito» se embolsaba unos cuantos millones del peculio personal de la reina y recibía el lustroso cargo de capitán general de Granada. Hablando más adelante acerca de este episodio, Francisco haría un comentario realmente curioso.Así afirmó, ambiguo como siempre, hablando del ex amante de su mujer: «Es un pequeño Godoy que no ha sabido conducirse, porque el otro, para obtener los favores de mi abuela, había sabido enamorar primero a Carlos IV…» Se hablaba sin cesar de una muy particular costumbre del consorte, que tendría un acuerdo con la propietaria de una casa de citas por 230 Los reyes infieles entonces de gran actividad. A cambio de gratificación que hay que suponer sustanciosa, ella le habilitaba un cuarto con un agujero practicado en la pared, a través del cual aquel voyeur podía seguir satisfactoriamente todos los movimientos de las señoritas de la casa y de sus clientes.Anécdota graciosamente malévola fue también la que se difundió referida al general O’Donnell. Cuando éste visitó palacio para despedirse de los reyes antes de marchar a la guerra de África, una afectuosa Isabel le habría dicho: «Créeme, general, que si yo fuese hombre me iría contigo.» El consorte, entonces, habría añadido con premura: «Lo mismo te digo, lo mismo te digo...» Generalmente admitida la homosexualidad del rey, que su aspecto y comportamiento no hacían más que confirmar, también se difundió, junto con la información sobre el muy reducido tamaño de su pene, la presencia de un defecto físico en el mismo que le obligaba a orinar agachado.Todo ello era sabrosa materia para animar la imaginación de los vates populares, que pronto acuñaron aquello tan difundido de: Paquito Natillas, que es de pasta flora,
orina en cuclillas, como una señora. Junto a constantes, malvadas y zumbonas referencias «poéticas» a escenas como aquella en la que el de Asís, en el quicio de la puerta, sacando la minga muerta, lloriquea y hace pis. Terminaba de componer el cuadro la permanente y nada discreta presencia junto al rey consorte de un guapo sevillano:Antonio Ramos Meneses. Algunos lo veían como un socio, un secretario o más bien como un útil testaferro en sus múltiples negocios, entre los que se contaba la lucrativa explotación de un cementerio. Otros lo consideraban un amigo, un íntimo confidente o, yendo más allá, su amante declaraFarsa y licencia de Isabel II 231 do. El mordaz cronista de Madrid Pedro de Répide trató en alguno de sus libros acerca de aquellas «relaciones económico-sentimentales» que ambos mantenían y de las que mucho se hablaba. Si era cierto todo lo que de él se contaba, el tal Meneses tenía en su haber un currículo personal nada desdeñable.A través de su apostura física y otros valores que en este sentido se le suponían, había iniciado su fulgurante trayectoria en su Sevilla natal, de donde se había fugado con una bella italiana mayor que él, de la que se decía era sobrina o incluso hija del mismísimo Sumo Pontífice entonces reinante en Roma. Por lo que se decía, la historia había acabado ya en Madrid, quedando el mozo «bien pro-visto de alhajas y de numerario» y dispuesto a seguir instrumentando adecuadamente todas sus posibilidades. Acerca de la continuación de la aventura, el malicioso cronista anotaba: Una vez en Madrid y a disposición de las empresas galantes, conforme pudo haber caído primero ante la mirada de la Reina, encontróse ante los despiertos ojos del Rey, quien le otorgó el más fervoroso y conse-cuente de los valimientos… El avispado andaluz debió de pensar que le compensaba más una estabilidad con Francisco que la eventualidad de ser objeto de usar y tirar por parte de la reina. Lo cierto es que ya nunca dejó de estar al lado de Francisco y de su proximidad extrajo considerables beneficios. Todavía en el reinado de Isabel II, consiguió convertirse en diputado y le acompañó al exilio francés. Más adelante, Alfonso XII —que siempre mantuvo una correcta relación con su padre oficial— le convertiría en duque de Baños, con Grandeza de España incluida. No estuvo mal la carrera de semejante arribista.
Hijos de todos Al igual que sus antepasadas napolitanas, Isabel fue una madre prolífica. Una docena de partos reales dieron como saldo siete niños muertos o fallecidos antes de cumplir los dos años. De los cinco que sobrevivieron, la mayor era la infanta Isabel, la futura popular Chata; el 232 Los reyes infieles heredero Alfonso y, a continuación, Pilar, Paz y Eulalia. Cada vez que la reina quedaba embarazada y, sobre todo, cuando estaba ya a punto de producirse el parto de uno de aquellos hijos de padres tan variados, el marido aprovechaba para montar otra escena. Se marchaba a El Pardo, afirmando sentirse burlado y amenazaba con negarse a participar en el ceremonial oficial que rodeaba al nacimiento de los infantes. Complicado ceremonial que, como teórico padre de los mismos, le correspondía presidir. Como la historia era ya sobradamente conocida y se sabía de su aceptación final, la única cuestión era pactar el precio de su enfu-rruñada «vuelta al redil». Tras la marcha de Serrano, nuevas figuras masculinas pasaron, con más o menos detenimiento, por los aposentos de la reina para sacarla de su nostalgia y aliviar sus pertinaces y nunca menguadas necesidades. Lo que estaba claro es que a la reina «le ponían» delante a los potenciales amantes para que se lanzara directamente sobre ellos, como si de una fácil cacería oficial se tratase. Personajes con peso en la vida pública y con mano en las interioridades de la Corte decidían en algún momento quién podía cumplir adecuadamente aquel papel. Así, por un tiempo y a cambio de unas actuaciones sexuales que daban alegría a la vida de la reina, aquellos elegidos se hacían con una fortuna, un cargo y unas condecoraciones.Y, sobre todo, prestaban sus servicios como efectivos instrumentos de los grupos de interés que los habían introducido entre las reales sábanas. Isabel era amante de la música y, dentro de un amplio y variado repertorio, actuaron a continuación en las estancias privadas de la reina un atractivo cantante, llamado José Mirall y, luego, un extravagante músico italiano, de nombre Temístocles Solera. Después, fue el momento en que hizo su entrada en escena el marqués de Bedmar. Con reper-cusiones e implicaciones de todo tipo, fue una de las historias más relevantes en la vida de aquella insaciable pero nada inocente. Cuando lo tuvo ante sí, fácilmente se encendió otra vez la llamarada de una gran pasión en la inflamable Isabel. Fue José de Salamanca, hábil banquero y empresario, principal promotor entonces del gran negocio del ferro-carril, quien buscó a aquel elegante aristócrata casado y cosmopolita viajero para que se convirtiese en el nuevo amante de la reina, siempre «sedienta de amor y precisada de cariño». Ella no tenía problema algu-Farsa y licencia de Isabel II 233 no para dejarse llevar por este nuevo arrebato y, tras sus repetidos encuentros físicos o, en su caso, a la anhelante espera de ellos, le escribía tórridas y patéticas cartitas, con expresiones del estilo de: Bendito seas mil millones de beces [ sic] RAMDEB adorado de mi corazón bendito seas, bendito seas mil millones de veces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te puedo explicar. Aquella gran incauta entraba a fondo en el juego, con tal de solucionar sus perentorias necesidades físicas y concederse permanentes disfrutes. Día a día demostraba que todo lo demás le tenía
absolutamente sin cuidado y, sobre todo, la enojosa carga de la gobernación del país. Así, aparte de aquellas esquelitas de amor, se permitía escribirle bien diferentes notas, como ésta: «Si quieres que firme el cese del Gobierno, pasa la mano por la barandilla de tu palco…» Debía de tener claro que todos aquellos apetecibles hombres que le eran presentados y que se convertían en amantes cumplidores no eran más que puros y duros agentes de intereses materiales, tanto en los ámbitos políticos como en los económicos. En este caso, hubo de intervenir el jefe del Gobierno, el general Narváez, que puso a Bedmar en la frontera. Pero, en rocambolesca historia, regresó él a Madrid y consiguió esconderse en las mismas habitaciones de la reina, amenazando con publicar algunas cartas si advirtiese algún tipo de peligro para él. Finalmente, se alcanzó un arreglo y se fue de embajador a San Petersburgo con el Toisón de Oro colgado sobre la pechera. Durante «la era Bedmar» vinieron al mundo dos niños que apenas vivieron algunas horas. Pero lo mejor estaba todavía por llegar, ya que personal de palacio se hizo con tales cartas, que acabaron en manos del consorte. Aquella ave de rapiña se encontró con una nueva fuente de ingresos e inició un lucrativo negocio como chantajista, en el que tuvo a su propia mujer como primera víctima.Y así, le sacó unas buenas cantidades por las lamentables cartas que ella había escrito a Bedmar en los paroxismos de la pasión. En anónimas hojas volanderas, la voz popular volvía sobre el impresentable personaje, que cada vez presentaba un rostro más repulsivo: 234 Los reyes infieles Vuestra noble faz empaña el nublo del deshonor. Desfaced pronto esa niebla, cortaos los cuernos, Señor. Que el mundo entero os señala, la Europa os llama cabrón, y cabrón repite el eco en todo el pueblo español. Era aquella «Corte de los Milagros», que de forma tan sangrienta-mente mordaz describiera la galaica sorna de Valle-Inclán.Y, por si fuera poco, alrededor de la reina se movía toda una serie de personajes, de entre los que destacaba sor Patrocinio, la Monja de las Llagas. Esta mujer tenía una tortuosa trayectoria, rodeada por la rendida devoción popular nacida de la supuesta presencia en su cuerpo de los estigmas de Cristo.También andaba por allí el padre Antonio María Claret, que llegaría a ser canonizado. Claret, representante del catolicismo más integrista, era la presencia física y ejecutiva del Vaticano en el
corazón de la Corte madrileña. Por su parte, el rey consorte tenía su propia camarilla, integrada por elementos más ultraconservadores incluso. A lo largo de los años, el papa Pío IX siempre mantuvo hacia Isabel una actitud benevolente. Era muy dada a participar en todas las formas externas de religiosidad, presidiendo procesiones, asistiendo a misas y visitando populares y milagrosas imágenes. También se decía que en privado, en el tiempo que le dejaba otro tipo de actividades bien diferentes, solía rezar el rosario e incluso se hacía leer edificantes libritos de vidas de santos. Por eso y a pesar de la bien ganada fama obtenida por otros motivos, el Vaticano le concedió la Rosa de Oro, su mayor distinción honorífica, ya que en aquellos altos ámbitos se pensaba que era puttana ma pia, «puta pero devota». En la Primavera de los Pueblos de 1848, el torbellino revolucionario que sobre toda Europa derribaba unos tronos y hacía tambalear otros, llegaba más moderadamente a Madrid.A Isabel le iba a traer un nuevo amor. En la Puerta del Sol, las fuerzas gubernamentales consiguieron parar la intentona revolucionaria y un joven y valiente aristócrata, el capitán José María Ruiz de Arana, se alzó como el más destacado defen-Farsa y licencia de Isabel II 235 sor de la legalidad. Luego, hizo una espectacular presentación en la puerta principal del Palacio Real, donde fue recibido como un verdadero héroe. Alto, guapo y arrogante, con las humeantes pistolas en la mano, el uniforme adecuadamente desgarrado y cubierto de sangre propia y ajena e incluso con un balazo en el hombro… Para Isabel era lo más de lo más y venía a cumplir una de sus fantasías favoritas. Sin perder inútilmente un momento, le arrastró a sus habitaciones. Fue Arana persona muy discreta que, al contrario que todos los demás, no instrumentó su situación para obtener beneficios a terceros. Para no tener que andarse con subterfugios, ella directamente le nombró gentilhombre de Cámara, con lo cual él tenía directo y permanente acceso a su persona. No despertó «el pollo Arana» —como era llamado— grandes animadversiones, pero cuando, en 1851, la reina dio a luz a la infanta Isabel, el pueblo comenzó a llamarla «la Araneja», en directa alusión a aquella célebre «Beltraneja », supuestamente tampoco hija de su reinante padre, Enrique IV de Castilla. A lo largo de los más de seis años en que se mantuvo la relación con Arana, se sucedieron otros cuatro embarazos. Eugenio García, cronista de la época, describió con crueldad aquella especial situación: Entregado el rey Francisco […] a toda clase de concupiscencias, porque de todas ellas gustaba su estragado organismo, era hasta más tolerante, como tenía prometido, a cambio de que lo fueran con él, y tal y tan hedionda era su degradación que le decía con la mayor naturalidad a su mujer: «Mira Isabelita, que “el Pollo Arana” te la pega.» Y proseguía el memorialista: Arana sacaba allí fuerzas de flaqueza para complacer a la concupiscente reina, nueva Mesalina, siempre sedienta, nunca harta de torpes y libidinosos placeres… Hacíase llevar el valido, para forzarla, viandas estimulantes, así de tierra como de mar, y tomaba baños en marmóreas pilas llenas de rico vino de Jerez, que en el momento de salir era arrojado al suelo…
Al hilo de tanto real embarazo, se difundió un anónimo e hiriente epitafio, supuestamente destinado para ser en su momento colocado sobre la tumba del consorte: 236 Los reyes infieles Un marido complaciente yace en esta tumba fría, del cual afirma la gente que nunca estuvo al corriente de los hijos que tenía. Hubo ocasión en que, cabe suponer que en estado de irritación por motivos económicos, alguien le oyó rezongar, amenazador: «Si alguna vez se forma un ministerio bajo mi influencia, haré colgar del balcón de la reina a todos los que hayan sido sus amantes.» La verdad es que se hubiera necesitado un balcón bien fuerte para que soportase el peso de tal menester. El 28 de noviembre de 1857 trajo la reina al mundo un nuevo niño, que finalmente sería el único varón que sobreviviría: el futuro Alfonso XII. Francisco de Asís volvió a representar su lucrativa comedia de enfado para acabar, naturalmente, presentando a la Corte y sobre bandeja de plata al recién nacido. En este caso, la filiación del recién nacido era más que pública.Todo el mundo estaba al cabo de la calle de la apasionada y rendida relación que Isabel mantenía con el joven militar del Cuerpo de Ingenieros Enrique Puigmoltó.Alto, delgado y arrogante —como a ella le gustaban—, pálido de tez y de cabello negro ala de cuervo, aquel valenciano procedente de la nobleza media de provincia estaba arrasando en el siempre bien dispuesto corazón de la reina. Su padre, el conde de Torrefiel, era un absolutista que había entrado en palacio a través de la camarilla del rey consorte y, visto lo que allí vio, había lanzado a su hijo a la vertiginosa escena cortesana, en busca de lo que su gran atractivo pudiera pescar en tan revuelto río.Y pescó nada menos que a la propia reina. Para no variar, la distinguida imprudente escribía a su nuevo amor inflamadas cartas plagadas de faltas de ortografía, que él gustaba de leer después a sus amigos, en animadas tertulias de café. También en este caso, Isabel demostró su conocida generosidad en sus rápidas gestiones para conseguirle un notable ascenso en su carrera y para rehabilitarle un viejo título nobiliario familiar. Más adelante, la sentimental reina le regalaría, además, la cuna de madera en la que durmió el niño Alfonso, Farsa y licencia de Isabel II 237 que pasaría a integrarse como preciada pieza en el patrimonio de los Puigmoltó, conservado en la residencia familiar de Onteniente. Superada con bien y sin grandes congojas esta relación, la reina no tardó en compensar el aburrimiento y
desinterés que le suscitaban sus obligaciones oficiales disfrutando de las delicias y sorpresas que le deparaba un nuevo favorito, que ostentaba tan rimbombantes apellidos que parecían falsos: Miguel Tenorio de Castilla. Era un andaluz rico y culto, al que Narváez había encargado investigar las relaciones que con la masonería tenía el consorte. Ni era agente de ningún grupo de interés ni estaba especialmente interesado en enriquecerse en la maniobra política, pero se dejó nombrar secretario particular de la reina.A lo largo de los tranquilos seis años que duró esta historia, fueron naciendo sucesivamente las infantas Pilar, Paz y Eulalia; el duodécimo y último parto de la reina dio un Francisco de Asís que apenas vivió un mes.Al final, Narváez se hartó de una situación que ya no aprobaba y propuso hacer en palacio una «limpia» general e igualatoria, expulsando —como «elementos perturbadores»— a un mismo tiempo a Tenorio y al Meneses protegido del consorte. Sobre la paternidad de estas tres infantas, se recuerda una conversación que, años más tarde, sostenía Isabel con algunos de sus allegados. Cuando uno de ellos lamentó la frágil salud del príncipe Alfonso y de-seó que sus tres hermanas pequeñas no fuesen tan débiles como él, la madre le respondió con la más absoluta tranquilidad: «No te preocupes. El padre de éstas tenía muy buena salud.» Agotada su relación con la reina, percibió Tenorio en un momento dado el atisbo de una nueva historia y se apartó muy discretamente, nombrado embajador ple-nipotenciario de España en Berlín. Acerca de las relaciones de Francisco de Asís con todos estos hijos oficiales, ilustra dolidamente en sus memorias la infanta Eulalia: Ni un recuerdo, ni un simple detalle que se tiñera de emoción; nada le unía a mí. Era una orfandad dolorosa la mía. Habíamos sido ajenos el uno al otro, y se hundió en las sombras dejándome apenas el recuerdo de sus manos, que nunca fueron paternales, y de su voz, que tan suave como era, jamás tuvo palabras de cariño para mí... 238 Los reyes infieles Terminada la era Tenorio, entraba en escena —y nunca mejor dicho— un tenor de medianos valores llamado Tirso Obregón y, como siempre, había la respuesta de la guasa popular: De talento, sin razón, presume Tirso Obregón, y ayer dijo a su vecina que era Tirso de Molina: de Molina de Aragón.
Genio y figura Amante como era de la música, la incombustible Isabel volvió a sentir «en sus centros» —como dice la copla— el crepitante hervor de la pasión. Cada vez se preocupaba menos, descarada y prepotente, de mantener la menor prevención o cuidado en las formas. Característica que destacaba en el tal Tirso era el extremo cuidado de su físico y llamaban especialmente la atención sus siempre muy ajustados pantalones, pensados para evidenciar todos sus valores físicos. Cuando la real pasión se extinguió, Obregón salió de aquella fugaz historia con el cargo de director del Conservatorio de Madrid y, en el bolsillo, las grandes cruces de Carlos III e Isabel la Católica.Ya entrado el año 1867, el autoritario general Narváez, muy cansado de intervenir en los desastrosos asuntos de la alcoba de la reina, decidió tomar las riendas de una vez por todas y pasar a controlarlos él mismo desde un principio. En esta idea, puso directamente a un joven sobrino suyo, Carlos Marfori, en brazos de la insaciable «Isabelona». Era el granadino Marfori, como podía esperarse, físicamente atractivo y de gesto altanero y un punto desdeñoso, rasgos todos ellos tan del gusto de la voraz. Tampoco él, al contrario que tantos otros que habían desfilado antes y que aparecerían más tarde al lado de Isabel, se dedicó abiertamente a explotar los beneficios materiales que tan privilegiada y temporal posición podía facilitarle. Si bien cierto que no rechazó suculentos cargos, como el de gobernador de Madrid, intendente de palacio y ministro de Ultramar… Algo que colmaba con mucho la capacidad de aguante de la opinión, que —imposibilitada de Farsa y licencia de Isabel II 239 hacer nada más por el momento— creaba coplillas, ahora sobre este protegido que el temible y odiado general Ramón de Narváez se había traído de su Loja natal: Con sombrero calañés lo vi en Loja muy tronado, y aquí elegante después: Siempre parece un criado disfrazado de marqués. Trajo a Madrid tal pelaje, que don Ramón, a fortiori , tuvo que comprarle un traje; y desde entonces Marfori piensa que es un personaje. El 17 de septiembre de 1868 estallaba La Gloriosa. La situación había alcanzado unos límites de degradación insoportables.Al grito de «¡Viva España con honra!» se alzaban en Cádiz los buques de la Armada. Al mando del general Prim, el Ejército se unía al levantamiento. El día 30, Isabel y su familia hubieron de atravesar la frontera y cambiar el vera-neo vasco por el exilio francés. Cuando su tren se
cruzó con el que ocupaba un grupo de emocionados exiliados que regresaban a España, aquella gran cínica comentó displicente: «Creía tener más raíces en este país.» Nacía la benevolente leyenda que la bautizó como «La de los Tristes Destinos». Pero en estos momentos, lo que más la consolaba era que tenía con ella las joyas de la colección real que se habían salvado de la eficaz rapiña de su madre. Recibida por los emperadores Napoléon III y Eugenia, Isabel y sus hijos se instalaron en París, en una espléndida mansión del más puro estilo nouveau riche, en las selectas proximidades del Arco de Triunfo, a la que bautizó testimonialmente como Palacio de Castilla. En tal deci-siva coyuntura, Francisco de Asís consideró que ya no había motivo para proseguir con la farsa de la convivencia y pasó a ocupar, con su compañero Meneses, un magnífico piso, exquisitamente decorado —como no podía ser menos—, cerca del Bosque de Bolonia. Por aquel parque solía la pareja pasear a sus perritos, bautizados con nombres de anti-240 Los reyes infieles guos amantes de Isabel. Pero la batalla económica entre los dos seguía abierta. En el Palacio de Castilla, la destronada reina —de solamente treinta y ocho años— organizó una pequeña corte que generaba unos enormes gastos y que estaba formada nada menos que por unas sesenta personas. El 25 de junio de 1870 triunfó la presión de los decididos a restaurar la monarquía y la reina acabó abdicando en su hijo Alfonso, que todavía no había cumplido trece años. Tras el acto de la firma, exclamó: «¡Qué peso se me ha quitado de encima!» Sin embargo, hasta el final nunca dejaría de maniobrar para recuperar presencia en la política española, inconsciente en su congénita estupidez de que era un ser que recordaba un nefasto pasado y una página que nadie estaba dispuesto a volver a abrir. El de Asís vigilaba muy estrechamente la economía de su mujer, ya que de ella dependía el mantenimiento de la sustanciosa pensión que él recibía. Ello les llevó en repetidas ocasiones a los tribunales franceses que, con la intervención de costosas minutas de abogados, hubieron de actuar en este sentido en varias ocasiones. Ocasión hubo en que Francisco solicitó y obtuvo la inmovilización legal de las joyas de la reina para evitar su venta y con ella la pérdida de la garantía que signifi-caban para el cobro mensual de su pensión. Fue una larga y poco ejemplar historia, digna en cualquier caso de quienes la protagonizaban y que se arrastraría durante años hasta solventarse por la buena voluntad de Alfonso XII. Con toda su irritante simpleza, Isabel se convirtió en una de las presencias más valoradas de la vida social de París. Íntima de los emperadores, se relacionaba con figuras y figurones de la realeza y la aristocracia de variopinta procedencia que pululaban por la entonces capital del mundo. Sin molestarse nunca en hablar francés de una forma siquiera aceptable, mantenía en todos aquellos medios su conocido desparpajo. Junto a un elevado consumo de dulces y bombones, el rotundo cocido madrileño y la castiza tortilla de patatas eran presencia obligada en la mesa del Palacio de Castilla. Mesa a la que ahora se sentaba una nueva presencia. Se trataba de José Ramiro de la Puente, un capitán de Artillería, sevillano y casado, agregado a la Embajada española. Éste lo tenía todo para rendirla una Farsa y licencia de Isabel II 241 vez más: a su apostura se unía una hermosa voz y venía a introducir un elemento no por escabroso menos
incitante, una mujer consentidora. En situación tal Isabel no se había visto y ahora se dejó llevar. Con el artillero y su mujer, visitaba teatrillos de medio pelo, garitos de juego, cabarets y salones galantes, haciendo que el desolado embajador español escribiese a Cánovas: «[…] todos padecemos al ver a la que es Reina madre arrastrando por los suelos el decoro de una monarquía tan peno-samente restaurada y tan rodeada aún de enemigos y peligros…» Sobre este ligue, escribía el malévolo cronista Répide, ya citado: Aquel farolón comprometía a la ex Reina con sus jactancias, y después de separado de ella no ponía en sus palabras el recato que todo hombre debe usar al referirse a sus triunfos amorosos. Hasta cuando no hablaba dejaba conocer el mudo y elocuente testimonio de un reloj de oro que le suscitaba demasiados frecuentes deseos de conocer la hora, y en el cual se veía grabada esta inscripción: A mi Ramiro, su Isabel. Sobre lo que se dijera de todo esto, a ella la tenía sin cuidado y demostraba estar dispuesta a seguir haciendo su voluntad, algo habitual a lo largo de toda su vida. Genio y figura hasta la sepultura, y nunca mejor dicho. La última historia conocida de la insaciabilidad de la otoñal Isabel la protagonizaría un extraño personaje que se mostraba permanentemente a su lado y que dirigía con absoluta discreción el funcionamiento del Palacio de Castilla. Era un judío de origen húngaro llamado José Haltmann —o Altmann, según otras fuentes— que había entrado allí en calidad de secretario jefe de la casa y del que nadie conocía a ciencia cierta su lugar de procedencia. Lo cierto es que se pasó allí varios años y desde un principio las prestas malas lenguas aseguraron que su relación con la ex reina iba mucho más allá de un nivel meramente laboral.Ya entrada en la setentena, Isabel cada vez hacía menos vida social, en gran medida debido al decisivo impedimento que suponía su enorme volumen físico. La obesidad, que durante toda su vida había marcado su aspecto, ahora triunfaba libre y definitivamente. Ante la vergüenza ajena de quienes la visitaban, el tal Haltmann, joven pálido de tez y de ensortijado cabello negro, demostraba de la forma más ostentosa que era él quien hacía y deshacía en la casa. Fue 242 Los reyes infieles la más estrecha compañía que ella tuvo en sus años finales, una atención evidentemente pagada pero que debía ser muy de agradecer. Organizaba sus horarios cotidianos y su economía, llevaba su correspondencia y se preocupaba de que ningún domingo a mediodía faltase en la mesa aquel cocido que para ella era tan importante.Al final de su vida, Isabel se sentía ya por encima y más allá de casi todo. Por ello, no tuvo inconveniente alguno en recibir a personajes como su antiguo amor y «general bonito» Serrano, o a Nicolás Salmerón, que fuera jefe del Ejecutivo de la I República, o al novelista, de ideología abiertamente republicana, Benito Pérez Galdós, con el que sostuvo una amplia entrevista en la que repasó toda su vida. No es que finalmente hubiese tomado conciencia de ser quien era.
Esto era algo imposible, dados su temperamento y formación. Por el contrario, con estas actuaciones lo que demostraba era su persistente inconsciencia y la declarada soberbia que su nacimiento le había proporcionado. Nada positivo, pues, que añadir a la presencia pública del personaje. En abril de 1902, en su residencia campestre de Épinay y rodeado de libros, antigüedades y exquisitas chucherías, moría aquel equívoco Francisco de Asís. Padre legal de todos los hijos que ella había ido teniendo con sus sucesivos amantes y chantajista profesional, que había logrado vivir espléndidamente de aquello mismo que aireaba como una vergüenza. Pero los protocolos mandan y están hechos para ser cumplidos: como rey consorte y padre de rey, su cadáver fue trasladado al Panteón de Reyes de El Escorial. Solamente dos años después, le vendría a acompañar el de la detestada esposa que tan buena vida le había prodigado. En efecto, a fines de marzo de 1904, convaleciente de una gripe, Isabel sufrió un enfriamiento cuando abandonó sus cálidas habitaciones para recibir en la puerta a su amiga, la ex emperatriz Eugenia. Murió en la mañana del 9 de abril.Aquel voluminoso cuerpo fue vestido con un sobrio hábito franciscano y, tras recibir los homenajes consabidos, fue llevado, en llamativo desfile por los Campos Elíseos, hasta la Estación de Orsay, para su traslado a España. En Madrid, apenas se hizo caso del retorno de lo que no era más que memoria de un pasado perfectamente olvidable. XVI EL CABALLERO AMADEO TERCER HIJO de Víctor Manuel II,rey de Piamonte-Cerdeña,que se convertiría en el primer monarca de la Italia unificada, había nacido Amadeo, duque de Aosta, en el Palacio Real de Turín en 1845. Hubiera sido uno más de aquel amplio y variado conjunto de príncipes europeos sin colocación, de no ser por la permanente inestabilidad que soportaba España después de haberse sacudido la inaceptable monarquía isabelina.También, por lo visto, una gitana, en este caso piamon-tesa, le había leído en las líneas de la mano su futuro de rey. Nada más entrar en la edad adecuada, había Amadeo dado evidentes muestras de sus querencias por el sexo. A finales del año 1870, varios fueron los candidatos barajados para ocupar el trono del que con tanta justicia había sido arrojada Isabel II. La idea más generalizada consistía en mantener, si bien bajo planteamientos completamente diferentes, el sistema monárquico.Y Amadeo aparecía como el candidato que mejor daba el perfil del nuevo monarca. El general Prim, verdadero dueño de la situación, consiguió que las Cortes votasen su decidida preferencia por el Saboya. Las otras opciones fueron literalmente barridas por la elección hecha por los diputados: el piamontés obtuvo 191 votos, frente a los 64 republicanos, los 22 que obtuvo el tortuoso Montpensier —cuñado de Isabel II—, los 8 de Espartero y pequeños residuos testimoniales. Al conocer este resultado, Prim exclamó: «¡Por fin tenemos rey!» Ya con la seguridad de contar con este respaldo legal, Amadeo, siempre expresamente preocupado por guardar el máximo respeto por las leyes, organizó el viaje a su nuevo reino. 244
Los reyes infieles El día 30 de diciembre de aquel 1870 llegaba al puerto de Cartagena, a bordo de la fragata Numancia. Muy pocas horas antes, su mayor valedor, el general Prim, había sido asesinado a tiros en una celada nocturna que le prepararon en la madrileña calle del Turco. Este homici-dio, que nunca quedaría aclarado, lanzaba sombras de sospecha sobre muchos destacados personajes de la vida política, a los que se suponía implicados. Nada más llegar bajo la nieve a la Estación de Atocha, el 2 de enero de 1871, Amadeo marchó, desconsolado y naturalmente lleno de temor e inseguridad, a rendir homenaje al cadáver de quien le había proporcionado esta corona. La verdad es que su reinado no podía haber comenzado bajo peores augurios. Con veinticinco años, el que iba a ser llamado por sus partidarios «El Rey Caballero» resultaba ser un personaje de muy buen ver. De gallarda presencia y guapo de rostro, era contenido de gesto y mantenía un amable trato. En el mes de agosto de 1865 había realizado una prolongada visita por la España que, sin saberlo, vivía los últimos tiempos de la monarquía borbónica. Desde Cádiz, había recorrido Andalucía y quedó absolutamente fascinado por la belleza y el embrujo de Granada. Su talante «demócrata» quedaría plenamente demostrado cuando, en una apestosa cueva del Sacromonte, no tuvo inconveniente alguno en desahogarse rápidamente con una joven gitana, teniendo a toda la familia de ella al otro lado de la habitual cortina. En Madrid, quedó instalado en el Hotel de París, en la Puerta del Sol esquina a Alcalá. Permanente e inmejorable compañía había sido el riquísimo, culto y cosmopolita marqués de Alcañices y duque de Sesto. Este personaje sería posteriormente el principal soporte de la familia real durante el exilio y elemento clave en la Restauración borbónica en la figura de Alfonso XII. Durante aquel viaje, al encendido Amadeo de veinte años únicamente le interesaban las mujeres y todas las visitas que debía hacer le resultaban un incordio; la obligada que rindió al Museo del Prado lo dejó agotado de aburrimiento. La visita a España tenía una finalidad concreta: se trataba de ver si podía cuajar su matrimonio con la infanta Isabel, la Chata, entonces de catorce años. Pero cuando visitó a Isabel II y a su familia en Zarauz, Amadeo, que era ya un buen paladeador de féminas, apenas se fijó en aquella adolescente nada agraciada. Pero fue, sin embargo, objeto de especial El caballero Amadeo 245 atención por parte de las damas de la Corte. La misma Isabelona, experimentada catadora de la fresca carne de jóvenes, habría comentado, relamiéndose: «Pero, ¡qué bien parido está este real mozo!» Algunos tratadistas que han recogido la situación hablaron de los intentos de ella por acceder físicamente a él, ante lo que el muchacho habría exclamado con horror: «¿Cómo es posible que esa gorda haya podido concebir la idea de seducirme?» En aquellos momentos ninguno de los dos podía ni remotamente imaginar que, solamente cinco años más tarde, él iba a sentarse en el trono que ella por el momento ocupaba.
Dos años más tarde, en 1867, ante el Santo Sudario guardado en la catedral de Turín se casaba Amadeo con María Victoria del Pozzo, hija de los príncipes de La Cisterna y conocida por el cursi sobrenombre de «la Rosa de Turín». Al contrario que su marido, absolutamente desinteresado de cualquier apetencia cultural, la muchacha dominaba varios idiomas, entre ellos el español, y se consagraba con deleite a la lectura, la música y la pintura. No era, en definitiva, más que el clásico esquema de militarote mujeriego e ignorante, pero capaz de brillar en sociedad, unido a mujer culta y refinada, que se dio en tantos casos y que funcionó bien en muchos de ellos. Como rey de España,Amadeo se mostró, tal como se esperaba, como un voluntarioso monarca moderno y siempre se preocupó por mantener el mayor respeto a la Constitución. Dentro de las limitaciones que podían esperarse de un miembro de familia real, hizo gala de un temperamento netamente demócrata, que le valió el rechazo de la vieja aristocracia. No en balde en la familia Saboya había muchos masones y no se les perdonaba haber acabado con los Estados Pontificios y obligado al papa a recluirse en la Ciudad del Vaticano. A las recepciones que ofrecían en palacio tan sólo asistían los altos funcionarios, quienes obviamente lo hacían por obligación. La vetusta nobleza, los altos cargos militares y la más alta jerarquía eclesiástica haría a la real pareja víctima de un rechazo hasta niveles que rozaban el insul-to directo. Sufrió entonces Amadeo la amarga decepción de ver cómo aquel amable duque de Sesto le negaba públicamente el saludo, poniéndose al lado de todos sus «colegas de sangre» en su expresa y ofensiva negativa a aceptarle. 246 Los reyes infieles «Honesto, pero torpe», decían de él sus adversarios menos veneno-sos. La verdad es que la compleja situación del país era precisamente la menos indicada para asegurar una aceptable tranquilidad general. La vida política seguía agriándose, a lo que venía a añadirse un brote carlista y, para terminar de deteriorar la situación, el estallido de varias insurrecciones republicanas. Solamente la clase media le aportaba algo de apoyo, pero nunca lo hizo de forma decidida y, por su parte, los elementos de los sectores populares nunca vieron con buenos ojos la presencia de un nuevo rey —que además era extranjero— después de haber logrado con La Gloriosa acabar con la detestada monarquía. Testigos de la época hablarían de su valor personal y su carencia de ambición y, junto a ello, de «una inclinación apasionada por las hijas de Eva». En efecto, y a pesar de todos los pesares que hubo de sobrellevar en su breve experiencia como rey, nunca dejó Amadeo de dedicarse a la compensatoria tarea de busca y captura de damas. Poco importaba el cambio de dinastías, o incluso el nacimiento de algunas nuevas, como había sido el caso de los Bonaparte. Estaba demostrado que los privilegiados que se sentaban en los tronos apuraban al máximo todas las posibilidades que su privilegiado escalafón les proporcionaba. En el momento de venir a España el que inmediatamente fue mote-jado de «Don Macarroni I», tenía dos hijos y al parecer estaba sinceramente enamorado de su mujer. Ello no fue óbice para que en los primeros meses que pasó solo en Madrid aprovechase para distraerse con más de una aventurilla de diferente calado. Sin amigos o camarilla de nobles que le proporcionasen oportunidades en este sentido, para de-
sespero e indignación de los miembros de la Policía encargados de su seguridad, debía buscarse la vida en solitario, a base de esporádicos encuentros en las oscuridades nocturnas de la capital. Los bullentes cafés de la época eran también campo de caza para él. En esto se asemejaba mucho al Alfonso XII que, pocos años después, haría lo mismo por los mismos lugares. De entre las varias historias que de él se contaban, tanto antes como después de la venida a Madrid de María Victoria, destacó una, que por razones obvias enseguida fue comidilla de la gente. Se trató de la aparentemente fuerte pasión que le unió con una hija de aquel genial Mariano José de Larra, Fígaro, el literato suicida que mejor supo des-El caballero Amadeo 247 cribir, con sangrante gracejo y dolorida ironía, todas las miserias de la España de su tiempo. Era Adela de Larra y Wetoret una bella e interesante mujer, que contaba al menos diez años más que el rey. Su físico respondía a los más clásicos cánones de la llamada «belleza española»: ojos y pelo intensa-mente negros, tez blanca, acaso algo aceitunada. Una excentricidad fundamental: dos largas guedejas de cabello cayendo a ambos lados del rostro, por delante de las orejas, le habían hecho ganarse el apodo de «la Dama de las Patillas». Se decía de ella que tenía un pasado rebosante, ya que si no era una cocotte a la parisina en sentido estricto, sí había organizado su vida y relaciones de una forma absolutamente libre. No está claro si cuando conoció a Amadeo aún vivía con un marido o si ya estaba separada de él. Mantenía una intensa vida social que nadie sabía a ciencia cierta quién costeaba. Como es lógico, todo ello le había otor-gado una sugerente aura, que despertaba tanto rechazos como envidia y atracción. Se daban diferentes versiones acerca de la circunstancia que los había puesto en contacto. Para unos, el «deslumbramiento mutuo» se habría producido durante el entreacto de una función en el Teatro Español; según otros, al cruzarse los coches de ambos durante el paseo vespertino que los elegantes de la época realizaban a lo largo de los paseos del Prado y Recoletos. Fuese como fuese, aquella especie de versión actualizada de las majas de Goya iba a convertirse en refugio amoroso y centro de referencia vital para el rechazado Amadeo.Y, al igual que iba a suceder más adelante con Alfonso XIII, una esposa obligadamente consentidora tenía que soportar el hecho de comprobar que todo el mundo estaba al tanto de tales amoríos.
Amores y dineros En el coqueto hotelito que Adela tenía a la derecha de La Castellana, en la calle de la Ese, hallaba el rey un ambiente cálido, tranquilo, y las sesiones de sexo debieron ir convirtiéndose paulatinamente en las de un relajante psicoanálisis, donde la sosegada amante soportaría inacabables confidencias y lastimeras quejas ante lo mal tratado y lo poco 248 Los reyes infieles querido que él se sentía. Continuamente recibía amenazadores anónimos, sin duda alguna escritos por aquellos viejos aristócratas, que llegaron a organizar misas implorando el lanzamiento de divinas maldiciones sobre «el réprobo usurpador y malnacido». No obstante, toda esta historia le otorgaba a Amadeo el vulgar aplauso popular, encantado de tener un rey «que es tan macho que no puede esperar a que venga su mujer...». Cuando la relación alcanzó cierto grado de estabilidad, pasaron a verse en un más discreto chalet de El Pardo. Como era de esperar, en Italia, María Victoria no cesaba de recibir anónimos informándola con todo detalle de las actividades de su marido, que para ella en cualquier caso no debían constituir novedad alguna. Mientras, los dos tórtolos, que al principio se comunicaban por el envío de ramos de rosas envueltos en delicados papeles de colores, fueron enfriándose y, mientras el veleidoso rey se encaprichaba cada día de una nueva conquista, Adela no se privaba de retomar viejas costumbres. Se llegó a decir que algún desvío de dineros públicos se hizo para acallar en la prensa cualquier mención indiscreta. Al parecer era su jefe de Gobierno, el general Serrano, el ya maduro «general bonito» de Isabel II, quien se dedicaba a buscarle nuevas oportunidades, como cuando le habló de una bella cantante de ópera «italiana, como Vuestra Majestad, a la que tal vez le gustaría oír en Palacio...». Se decía que, al final del recital, un directísimo Amadeo le habría propuesto acabar la velada en su hotel, a lo que una en apariencia ofendida habría respondido marchándose airadamente, si bien llevándose un cheque por valor de treinta mil francos con que el rey la gra-tificaba por escuchar su voz. Días después, los periódicos hablaban de que la avispada artista se había pasado a cobrarlo en efectivo, después de haber añadido un cero más a la cifra. Inmediatamente fue puesta en la frontera de Irún. Cuando, al cabo de dos meses y medio de libertad,Amadeo recibió a su familia en el puerto de Alicante, se dijo que al comentario de su esposa sobre lo pálido y delgado que le encontraba, el infiel le habría respondido, con descarado cinismo: «Querida, no te imaginas lo agotador que es mi trabajo en este país...» Llegado el verano, no tuvo inconveniente alguno en instalar a su familia en San Sebastián mientras él lo hacía en Santander. Allí parece que tuvo una aventura con una rubia El caballero Amadeo 249 inglesa, esposa del corresponsal del Times londinense, que por lo visto comenzó en una fiesta formal y acabó en la cabaña de un pescador.
Enterada del asunto, la despechada Adela —que se consideraba «abandonada por una inglesa desgarbada y larguirucha, toda pies y culo»- llamó a un redactor del diario El Imparcial y le ofreció la publicación de varias cartas del rey.Aquella noche un hombre de confianza de Amadeo se presentó en casa de ella y, blandiendo muy visiblemente una pistola, le habría ofrecido la alternativa de elegir entre su vida o la entrega de las tales cartas a cambio de cien mil pesetas. En pleno esplendor del folletín, la realidad, como siempre, debía imitar a la ficción. Lo cierto es que Adela eligió naturalmente la segunda y tan sustanciosa opción, pero no se resignó y siguió acosando a su ex amante, hasta el punto de que fue necesario dictar contra ella una orden de expulsión de la capital. Amadeo le diría a Sagasta, su ministro de Gobernación: «Cuanto más lejos, mejor.» Y ya nunca más volvió a saberse de aquella tan singular «Dama de las Patillas». Más adelante y ya al final del efímero reinado, se habló de un romance postrero de Amadeo, en este caso con una dama —joven y de opu-lentas carnes— de la más rancia nobleza, a la que los cronistas de la época ocultaron adecuadamente bajo la letra «X». Según contaban, aquella dama se lanzaría a fondo a la tarea de seducirle, pero no por deseo físico del agraciado, sino por un motivo absolutamente distinto. Fervorosa partidaria del príncipe Alfonso, con sus carantoñas y todo lo que fuese preciso estaría dispuesta a conseguir de Amadeo la renuncia al trono o, en caso de expresa resistencia por parte de él, no dudaría en convertirse en una nueva Judith que devolviese España a los Borbones. Según se contaba, con el acuerdo del marido, habría citado al rey en la residencia del embajador italiano, oportunamente ausente por una cacería.Y se decía que, una vez «metidos en harina», ella le habría pedido la promesa de abdicar. Él, consciente de la trampa, habría asentido con la cabeza y remataría la faena. Una vez acabada ésta, se habría marchado después de insultarla, mientras del armario salía el testigo allí escondido dispuesto a escuchar una promesa que, caso de incumplir, haría caer sobre Amadeo la acusación de perjurio. En fin, un vulgar sai-nete escasamente imaginativo para paladares de teatrillo de bulevar. 250 Los reyes infieles Pero las apetencias del rey no se mitigaban y realmente su breve reinado le cundió mucho en este sentido. Mujeres de la reticente nobleza no se le negaban, con el atrayente añadido del secreto y la infracción a sus principios; floristas de las calles madrileñas y criadas de palacio eran objeto de su interés. Generoso, el dinero corría por sus manos para pagar estos favores, aunque en algunos casos no era necesario.Así sucedió cuando visitó Reus, la ciudad natal de su valedor, el general Prim. Allí, una vez terminadas todas las celebraciones oficiales, el gobernador lo puso en contacto con la hermosísima hija de un acaudalado italiano dedicado a la importación-exportación... También se dijo de la viuda de un coronel que había sido un estrecho colaborador de Prim, a la que habría escrito unas encendidas cartas que acabaron en manos de sus enemigos, pero que desaparecieron muy oportunamente.Vistas así las cosas,Amadeo, aparte del trono, tenía bastante que agradecerle al asesinado general.También en aquellos años de tardío y agotado romanticismo, serviría la figura del rey caballero como motivo de inspiración de canciones que popularizarían Raquel Meller y otras artistas. Como aquella supuesta escena en la que, durante uno de sus paseos nocturnos, fingiría ser un duque ante una humilde violetera, que no solamente le habría regalado un ramito de flores sino que se le habría entregado sobre el frío banco de una plaza arbolada y a la luz de un farol.
Pero también, ante tamaño apetito amoroso nada disimulado, co-rrían historias bastante diferentes y mucho más turbias. En un momento dado, sus adversarios airearon las supuestas declaraciones del guarda de un parque público de Turín, que manifestaba haber sido hacía años directo testigo de una rara situación y haber sorprendido al todavía duque de Aosta en plena comisión de un acto sexual con un niño. Tras dos años de dificultoso reinado, decidió el desmoralizado Amadeo que no era capaz de seguir cumpliendo su tarea y, el 11 de febrero de 1873, se leyó en las Cortes el documento que anunciaba su abdicación y calificaba de «ingobernables» a los españoles. A continuación, en la misma sesión parlamentaria se proclamaba la I República. A pesar de todas las reales aventuras, durante la estancia en Madrid había nacido un tercer hijo. Marcharon primero a Lisboa, donde su hermana María El caballero Amadeo 251 Pía estaba casada con el rey portugués.Ya María Victoria iba dando claras muestras de la tisis que no tardaría en acabar con su vida. Allí volvió a dejarse llevar por el exotismo y, en uno de los muchos tugurios del barrio de Alfama, conoció a una bella y acreditada cantante de fados, que usaba el nombre artístico de Marina do Porto Bello. Fue una breve historia, cortada con rotundidad cuando el celoso novio de ella a punto estuvo de apuñalarle un atardecer en la rada del puerto, frente al Tajo. Se dijo que, antes de marchar para Italia, todavía tuvo tiempo aquel pertinaz de entablar otras breves pero sin duda satisfactorias relaciones: entre ellas, una camarera de su mujer, la hija de un proveedor de la Real Casa y una hermosa aristócrata rusa, casada con un rico fabricante de tabaco y en ruta para La Habana... Si non e vero, è ben trovato, que diría un compatriota de Amadeo. De ser cierto todo esto, mejor para él, y si no lo es, no deja de ser material para un largo folletón de los que se consumían por entonces de forma masiva. En enero de 1890, moría en su ciudad natal aquel hombre honrado, fiel hasta el fin a la legalidad, al que las circunstancias no le permitieron ejercer sus funciones en un país que lamentablemente nunca lo aceptó y que seguramente en él hubiera tenido uno de los mejores monarcas de su Historia. XVII ALFONSO XII. ROMANTICISMO FATAL EL ESPERADOVARÓNde Isabel II había venido por fin al mundo en noviembre de 1857, cuando el pálido y bello Puigmoltó ya se había preocupado de contar a quien quisiera oírle los más íntimos detalles de su relación con Isabel. Para entonces, ya el siempre bien informado nuncio vaticano había «presentado» en Roma al militar valenciano, cuando en uno de sus detallados informes escribía sobre un oficial del Cuerpo de Ingenieros que «llega a las habitaciones de la Reina después de medianoche, permaneciendo en ellas hasta el amanecer…». Este nuevo nacimiento permitía al impresentable consorte organizar una de sus bien conocidas escenas de enfado, humillación y honor ofendido, de los que tanta rentabilidad económica acababa sacando. Las histéricas amenazas contra su mujer y la camarilla que la rodeaba se sucedieron durante el tiempo previsto y al final, como siempre, llegaba el momento del silencio y la aceptación de su teórica paternidad mediante adecuado acuerdo económico.
Muy pocos días antes del alumbramiento, en una antesala de las estancias de la reina se había producido una escena que no desmere-cería en una pieza de teatro para un público poco exigente. Hallándose allí una noche el jefe del Gobierno, Narváez, y su ayudante, se presentaron repentinamente Francisco de Asís y Urbiztondo, ministro de la Guerra y amigo suyo. La discusión se disparó cuando, con sus habituales y destemplados gritos, el consorte exigió entrar en las habitaciones de su mujer y Narváez se lo impidió. El tal Urbiztondo asestó a traición una mortal puñalada en la espalda del ayudante, a lo que Narváez respondió lanzando una estocada también definitiva al agresor. Retirados 254 Los reyes infieles los dos cadáveres, limpiada adecuadamente la sangre y ordenado el desarreglo que la pelea debió indudablemente de producir, un tupido velo cayó sobre aquellas dos muertes. La prensa del momento las presentó como debidas a «causas naturales». Hubo de ser la influyente sor Patrocinio la que acabase conven-ciendo al de Asís para que presentase al bebé ante la Corte, sobre la tan traída y llevada argéntea bandeja. Pocos sabían que cuando nació otro infantito anterior que apenas vivió, el consorte había ordenado bajo mano que se le hiciese un vaciado en yeso para demostrar su parecido físico con algún guapo militar del entorno cortesano. Porque, como con toda malicia había comentado el escritor francés Merimée, tan aficionado a las cosas de España y de muy estrecha relación con la reina: «Si Francisco es incapaz de darle hijos a Isabel, la Reina jamás carecerá de súbditos dispuestos a satisfacer sus necesidades…» No hay noticia de que hubiera existido nunca relación alguna entre Alfonso y Puigmoltó e incluso tampoco de que el muchacho hubiese sido informado de su verdadera filiación. Destinado a Valencia poco después del nacimiento del niño, solamente se sabe que el padre vivió la vida normal de un acomodado militar, con su título nobiliario y de que, después de haber contraído dos matrimonios, murió como general de división, llegado el año 1900. Cuando, a fines de 1868, se instaló la ya dividida y exiliada familia en París,Alfonso ingresó en el selecto y estrictamente católico Colegio Stanislas, en cuyas aulas compartían alta educación los hijos de las viejas familias y los vástagos de los emprendedores nuevos ricos. Era Alfonso un chico menudo y atractivo de once años, de piel muy pálida y negros cabellos. Un tipo simpático, imaginativo y que se sabía mover con gracia, lo que sin duda a su madre le recordaría muchos de los buenos momentos pasados junto a Puigmoltó. Pero quienes preparaban la Restauración quisieron apartar al muchacho de la densa maraña de intrigas que ni en la abdicación su madre había dejado de tejer y el apartamiento del futuro rey se hacía necesario.Así, fue elegido el muy prestigioso Colegio Theresianum de Viena, donde unos cuantos privilegiados de toda Europa recibían buena educación y aprendían los deportes que se consideraban adecuados. Alfonso XII. Romanticismo fatal 255 De delicada salud desde siempre, Alfonso vendría a cumplir la por entonces tan extendida idea de la hipersexualidad de los tísicos.Ya en Viena y a pesar de estar interno en el colegio, enseguida se le vio buscándose furtivos encuentros ocasionales en algunos lugares apropiados de la ciudad, tratando de solventar la urgencia de un sexo rápido. En ocasiones, llegó a implicarse en aventuras algo más largas
que un encuentro puntual, pero siempre guardándose muy mucho de cualquier posible compromiso que hubiera podido poner en entredicho su posición y su futuro. La sombría amenaza de la tuberculosis, que pendía sobre su vida sin que todavía lo supiese, lo impulsaría a la frenética práctica del sexo como una inconsciente forma de compensación.Y en ello no engaña-ba a nadie.Todavía muy jovencito, uno de sus preceptores había anotado que mostraba un exceso de imaginación «en cierto terreno», mientras que otro hablaba de «la vehemencia que tiene por los placeres que le agradan». A distancia, Isabel estaba perfectamente al tanto de todo esto pero, dada su personal trayectoria, nada podía objetar. El comportamiento de su hijo solamente venía a demostrar que había heredado de ella la sensual naturaleza de los viejos antepasados, fuerza contra la que ella misma nunca había estado en absoluto interesada en luchar. Opiniones y consejos que eran escuchados pero no seguidos por el ardoroso príncipe, que aprovechaba cualquier oportunidad que se le presentaba para entregarse a lo que más le placía y que, además, perentoriamente necesitaba.Y muchos recordaban a Felipe V, dolorida víctima de esta misma compulsión, que la inteligencia de su mujer había sabido canalizar. También sobrevivían testigos directos de las permanentes rijosidades del abuelo Fernando VII que, paralelamente a sus cuatro matrimonios, nunca había dejado de recurrir al sexo eventual, pagado en unos casos o decidido en otros «por ser quien era».Y qué decir del más inmediato antecedente de Isabel, que incluso entrada en la edad más avanzada mostraría ansias de satisfacción física. Un buen día de la primavera de 1872, una carta de su madre le anunciaba que una persona que a ella le era muy querida pasaría por Viena y le haría una visita en el colegio, llevándole un regalito de su parte. Siempre cumplidor, el hijo acusaba recibo de la noticia y le escribía: «Hoy vendrá a verme a las dos la Helena Sanz.» 256 Los reyes infieles Trece años antes que Alfonso, había nacido Elena Sanz y Martínez de Arrizala en Castellón de la Plana. Huérfana y sin fortuna, se había educado en el madrileño Colegio de las Niñas de Leganés, fundado en el siglo XVII por aquel Ambrosio de Spínola al que Velázquez retrató como vencedor en Breda en el genial lienzo de Las lanzas. Era aquella una institución destinada a proteger y educar a niñas sin familia ni recursos, sobre todo a las más bonitas, que por lo mismo —y según rezaban sus particulares estatutos— «estaban más expuestas a los peligros del mundo». Su hermosa voz de contralto había llegado a ser adecuadamente valorada y la propia reina, que siempre mantendría una afectuosa relación con ella, le había concedido una beca para estudiar en París. Como miembro de la prestigiosa compañía operística de Adelina Patti, había exhibido Elena su bellísima voz en los mejores teatros de Europa y de América. Fue por entonces cuando hizo su visita al Theresianum, donde cabe suponer el efecto que entre aquellos adolescentes en sazón causaría aquella hermosa y experimentada mujer de veintiocho años, llena de encanto y de mundanidad. Al haber sido la propia Isabel la que facilitó aquel encuentro, se llegó a decir que quizá la propia Elena fuese el «regalito» que le prometía a su voraz hijo.
La bella invitó al príncipe a dar un paseo en coche por una Viena que mostraba todos los fastos imperiales de la plenitud del reinado de Francisco José. Hasta aquí, lo oficial. Luego, ha habido supuesto historiador que llegó a escribir: «A sus diecisiete años, el que pronto iba a ceñir la corona de España se desfloró con Elena Sanz en un camerino del teatro donde la cantante debutó con La Favorita, de Donizetti...» Pasase algo entonces entre ellos o no, en aquel momento ni ella ni Alfonso podían imaginar la importancia que en su momento cada uno de los dos iba a tener en la vida del otro. Muy poco después, en las navidades de aquel 1872 se producía el que iba a ser posteriormente tan novelado encuentro entre Alfonso y su prima Mercedes.Vivía por entonces la ex reina un período de paz en sus siempre tensas relaciones con su hermana y cuñado y, por ello, aceptó pasar con los Montpensier unos días en el castillo que poseían en el centro de Francia. Fue allí donde se encontraron y supuestamente quedaron prendados aquellos dos jóvenes que no se habían visto desde niños. Alfonso XII. Romanticismo fatal 257 Tras el supuesto flash navideño, Alfonso pasó luego una temporada en Inglaterra. Cánovas consideraba ahora que le vendría bien realizar una instructiva inmersión en el espíritu británico y eligió para ello el Real Colegio Militar de Sandhurst. Allí gozó de unas condiciones de estancia de verdadero privilegio, con absoluta libertad de acción. Las autoridades del colegio toleraban y aun ocultaban estas escapadas, que debían ser consideradas propias y naturales en alguien de su condición. El día en que cumplía diecisiete años, 28 de noviembre de 1874, lanzaba el Manifiesto de Sandhurst, redactado por Cánovas, donde declaraba: «Sólo el restablecimiento de la Monarquía constitucional puede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a las crueles perturbaciones que experimenta España.» El 29 de diciembre, adelantándose a todos los proyectos de los artífices políticos de la Restauración y ante sus tropas desplegadas en un olivar próximo a Sagunto, el general Martínez Campos proclamaba a Alfonso XII rey de España. Para el muchacho, que se encontraba en París pasando las navidades en familia, había llegado la tan ansiada hora del regreso. Él sabía que estaba donde estaba debido a su pertenencia a una dinastía real. Pero no tuvo problema en afirmar: «He sido elegido y desig-nado por la Suprema Providencia.» Su futuro suegro Montpensier, que ya le tenía perfectamente localizado, le organizó para celebrar tal evento una fiesta al mejor estilo del París de la Belle Époque, con gran despliegue de champaña y chicas de cabaret. Parece que fue necesaria incluso la intervención de su propia madre para impedir que el fogoso participase en tan deseable sesión. Por otra parte, no había tiempo que perder, mientras la guerra carlista continuaba desangrando al país. El 14 de enero hacía su triunfal entrada en Madrid. Descendiendo por la calle de Alcalá en dirección al Palacio Real, venía ahora a ocupar su trono montando un brioso corcel blanco, entre el entusiasmo de la gente. Ya a punto de desembocar en la Puerta del Sol, los estridentes vítores que no cesaba de lanzarle un paisano que corría a su lado le hicieron inclinarse, para decirle: «Pero, hombre, ¡que se va a quedar usted ronco!», a lo que el entusiasta replicó: «¡Qué va! ¡Si me hubiera oído cuando echamos a la puta de su madre…!» Él había dicho muchas veces:
«Mi mayor placer sería estar a caballo asistiendo a batallas y batiéndo-258 Los reyes infieles me yo mismo.» Un deseo que venía ahora a cumplirse y este «Rey Soldado» podía cumplir la deseada misión. Desde aquel «Animoso» Felipe V, era Alfonso el primer monarca español que intervenía personalmente en combate y en una ocasión estuvo incluso a punto de ser hecho prisionero por el enemigo. Fue por esos días cuando sufrió su primera hemoptisis, que naturalmente se mantuvo en el más absoluto de los secretos. De estas semanas de guerra, quedaría registrada en la memoria colectiva de los lugares donde anduvo su incontenible ansia de sexo y su simpatía y llaneza personales, que lo mismo le servían para confraternizar con la tropa rasa que para establecer fugaces encuentros con muchachas del lugar. Cuando, a principios de 1876, se alcanzó el definitivo fin de la guerra, su pueblo le dio el sobrenombre de «El Pacificador». «El Ángel» y «La Favorita» Ahora,Alfonso era absolutamente dueño de su vida y podía dedicar sus horas de ocio a lo que más le apeteciera. Fue el primer rey —y el último— que se proclamó liberal e impulsó una política de renovación lo más apartada posible de aquellos viejos usos que habían acabado provocando la Revolución de 1868. Gustaba de todo tipo de actos festivos, desde refinadas funciones de teatro y ópera hasta las verbenas populares y las más pedestres celebraciones de carnaval. Pero su propio carácter le impediría caer jamás en aquel chabacano populismo de muchos de sus antepasados, que suponía para unos cuantos uno de los rasgos más característicos de los Borbones. Como era de suponer, lo precedía su fama de mujeriego, que no desmintió sino que fomentó con su propio quehacer. Sin abandonar sus obligaciones oficiales, se convirtió enseguida en asiduo cliente de los prostíbulos por donde aún debía deslizarse el maldito espíritu de su abuelo Fernando VII.También gustaba de acercarse nocturnamente a los entonces espesos pinares de los Altos de Chamartín, donde la lejanía y la soledad facilitaban furtivos y rápidos encuentros. Unas andan-zas que eran vistas por todos con manifiesta simpatía y que contaban incluso con la complicidad con que la mentalidad tradicional veía a un Alfonso XII. Romanticismo fatal 259 hombre joven, atractivo y soltero disfrutando de todo ello. En plena época de auge del movimiento anarquista, especializado en la supresión directa de cabezas reinantes, Cánovas no dejaba de advertirle sobre el peligro de un atentado. Pero el tirón físico podía más, mientras que por otra parte no paraba de recibir cartitas de la prima Mercedes, que invocaba aquel encuentro navideño y esperaba verlo pronto. Se ha repetido mucho una anécdota bien ilustrativa de aquel clima de simpatía del que siempre disfrutó. Habiéndose separado una noche de sus amigos tras agradable francachela, se extravió cuando trató de hallar el camino de regreso a palacio. No especifica el relato en qué estado se encontraba, pero lo cierto
es que decidió preguntar a un tran-seúnte. Éste, no solamente no se limitó a indicarle la forma de llegar hasta allí, sino que incluso le acompañó, quizá porque le vio algo vaci-lante en su paso, pero sin haberlo reconocido. Una vez llegados ante la gran portada del Palacio de Oriente, el rey extendió la mano hacia su amable acompañante y le dijo, cortésmente: «Alfonso XII. Aquí, en Palacio me tiene usted.» Ante aquello, el buen hombre decidió seguir la corriente al supuesto bromista y le contestó, muy serio: «Pío IX. En el Vaticano, a su disposición.» Alfonso veía ahora su matrimonio como una obligación inherente a su cargo, hacia el que tenía el más alto sentido de la responsabilidad. De todas las mujeres que había conocido, la remilgada primita Mercedes era la que le parecía más adecuada para convertir en reina.Aunque no era del tipo de hembra de las que buscaba para su solaz, parece que le gustaba de verdad, quizá precisamente por la diferencia y la novedad. Había tenido sin embargo que admitir que el gobierno gestionase otras posibles opciones matrimoniales, que con satisfacción fue viendo cómo no llegaban a buen puerto. Entre otras, destacaba la que se hizo en Bélgica, pero la princesa disponible, Estefanía, era todavía demasiado joven. Esta pudibunda Estefanía acabaría convirtiéndose en la desgraciada esposa de Rodolfo, aquel enigmático heredero de la Corona aus-trohúngara, que terminó su vida con su amante en el nunca aclarado episodio del pabellón de caza de Mayerling. Quedaba así la «opción Mercedes» como la mejor salida y, a pesar de la oposición que suscitó, tanto por parte de la reina madre como por la de los muchos adversarios del controvertido Montpensier, la boda 260 Los reyes infieles fue aprobada por las Cortes, según ordenaba la Constitución. Isabel había dicho: «Contra la muchacha no tengo nada, pero con ese Montpensier no transigiré nunca.» Pero Alfonso ya había dicho, tajante: «Jamás me casaré en contra de mi voluntad.» Obtenida la dispensa papal, preceptiva por el hecho de ser los novios primos hermanos, la boda se celebró, entre el fervor popular, el 23 de enero de 1878. Parecía hacerse realidad un bello relato, muy del gusto del tardo Romanticismo que todavía aleteaba. Aquello parecía demostrar de la forma más bonita que, a pesar de todas las dificultades, el amor se alzaba incontenible y acababa venciendo y eso era muy del gusto popular. Como era de esperar, resultó muy notoria la ausencia de Isabel II en la ceremonia de la boda, a la que había dicho que «no iría ni atada». Ello hizo que la abuela del novio, aquella gran rapiñadora María Cristina, se ofreciese a actuar como madrina, aunque en el último momento un repentino soponcio le impidió hacerlo. Junto a los exultantes suegros Montpensier, actuó como padrino un satisfecho Francisco de Asís, «padre oficial» del novio. Por cierto, se encontraba entonces especialmente feliz, ya que el rey, «su hijo», acababa de conceder un título nobiliario a «su fiel» Meneses. En algunas ocasiones ingenuo, el buen pueblo canturreaba: Quieren hoy con más delirio
a su rey los españoles. Pues por amor se ha casado, como se casan los pobres. Tres meses antes de aquellos enternecedores fastos, en la brillante rentrée del anterior otoño en el Teatro Real, era la celebrada ópera La Favorita de Donizetti la pieza que abría la temporada. Junto al gran tenor Julián Gayarre actuaba la contralto Elena Sanz. El tema del libre-to era la pasión entre el rey castellano Alfonso XI y su amante, la hermosísima Leonor de Guzmán, que sería madre de nueve hijos bastardos, los Trastámara. El primogénito, Enrique, ocuparía el trono después de haber liquidado a su hermanastro Pedro el Cruel, legítimo rey. El hecho es que, en vísperas de su romántica boda, Alfonso se reencon-Alfonso XII. Romanticismo fatal 261 traba —ya en circunstancias bien distintas— con aquella mujer que de jovencito le había deslumbrado en el colegio de Viena. El verborreico tribuno parlamentario Emilio Castelar describía a Elena con inflamado verbo: La color morena, los labios rojos, la dentadura blanca y la cabellera negra y reluciente como el azabache. La nariz remangada y abierta con una voluptuosidad infinita, el cuello carnoso y torneado a maravilla, la frente amplia, como la de una divinidad egipcia, los ojos negros e insonda-bles, cual dos abismos que llevan a la muerte y al amor… Cuando se concretó el matrimonio, el médico personal del rey le hizo una reflexión muy directa: «La vida es larga y Su Majestad, muy joven. De modo que habrá sobrado tiempo para apurar el placer con mayor sosiego.» Naturalmente, estaba claro que Alfonso no le iba a hacer el menor caso. Sobre todo, si se tiene en cuenta que, sobre el escenario del Teatro Real y al lado del gran tenor Julián Gayarre, todas las noches ante los ricos y los aristócratas, que estaban al cabo de la calle de su liason real, Elena Sanz desplegaba sus dotes de cantante en Il Trovatore, Lucrezia Borgia. Y, sobre todo en aquel papel protagonista de Aida, que el gran Verdi había compuesto como soporte escénico para que Fernando de Lesseps ofreciese a la emperatriz Eugenia la más inolvidable celebración de la inau-guración del Canal de Suez. Al finalizar la primera función, la exi-mia habría recibido en su camerino un hermoso ramo de flores con su correspondiente esquelita: «Por el recuerdo de un día en Viena, iré a verte mañana.» A la hora de establecer una odiosa comparación entre las dos mujeres, no hay que decir que la clara perdedora era Merceditas, aquel retraído «Ángel», «Carita de Cielo» de infantiles maneras, grandes pestañas y un cierto bozo sobre el labio superior y cuyo mayor encanto parecía estar en el acento sevillano que gustaba a quienes les hiciera gracia. En la correspondencia privada de un alto palaciego, se hablaba en los mismos días del matrimonio real de unas denominadas «éstas y las otras», con las que el rey mantenía una cierta relación estable e incluso se llegaba a citar de forma muy especial a la clasificada como «N». A esta señorita «N» el feliz marido había decidido expresamente seguir man-262
Los reyes infieles teniéndola «en su servicio íntimo» después de aquella boda de cuento de hadas con la adorable prima. El 26 de junio de aquel 1878, a los cinco meses de los tan celebrados esponsales, moría Mercedes y ello le permitía entrar por la puerta grande en la leyenda popular. Había sufrido un aborto y a él achaca-ron algunas opiniones su rápido fin. Los diagnósticos nunca estuvieron muy claros, pero de hecho murió de unas fiebres tifoideas crónicas que padecía larvadamente desde la niñez.Tanto el magnífico esplendor del sevillano palacio de San Telmo como su extenso parque, que eran las delicias del ostentoso Montpensier, se surtían de pozos de agua conta-minada. Otros cinco hermanos de Mercedes morirían jóvenes por aquella misma causa. Mientras, nacían los melifluos romancillos de lágrima fácil, que aquel fugaz paso por matrimonio y trono suscitaban: Los faroles de Palacio ya no quieren alumbrar, porque Mercedes se ha muerto y luto quieren guardar. Todo el mundo podía sacar algo de tan penoso suceso, y no faltó algún destacado político que afirmase melodramáticamente ante las Cortes: «Ayer celebramos sus bodas. Hoy lloramos su muerte.» La rápi-da descomposición del cadáver de Mercedes hizo nacer y difundirse inmediatamente el siempre atrayente rumor de que en los más altos niveles se había llevado a cabo un envenenamiento.A quien se señalaba directamente como autora del posible acto era la infanta Isabel, hermana mayor de Alfonso, la autoritaria y populista «Chata», que seguía siendo princesa de Asturias, que no debía estar muy de acuerdo con verse apartada por la nueva soberana de su papel dominante en la Corte. Entre tan sabrosos rumores, el enterramiento de la efímera reina en la zona dedicada a los Infantes del Monasterio de El Escorial desde un principio fue considerado provisional, ya que, animado por las grandes muestras de aprecio recibidas en su desgracia, el acongojado viudo decidió elevarle nada menos que una verdadera catedral, donde pasar de la mejor manera su eterno descanso. Las obras de la que sería catedral de La Almudena comenzaron de inmediato, frente al patio de la Armería Alfonso XII. Romanticismo fatal 263 del Palacio de Oriente, pero acabarían eternizándose debido a múltiples circunstancias. Iba a tener que llegar el mes de noviembre del año 2000 para que finalmente fuesen depositados en el interior del flamante y tan insólito edificio los restos de aquella soberana de romance, que se hallan bajo una inscripción muy apropiada a toda aquella historia: «María de las Mercedes, de Alfonso XII Dulcísima Esposa.» Como había sucedido con otra fugaz existencia en los ámbitos de palacio, al igual que en el caso de aquel efímero rey Luis I, también había en el pasado de Mercedes un episodio protagonizado por una agorera gitana. Se contaba que, junto a las verjas del palacio de San Telmo, la anciana habría descubierto en las rayas de la mano de la niña una corona de reina y le había anunciado: «Por la gracia de tus bondades y por la bondad de tus gracias, un rey se postrará de rodillas a tus pies.» Junto a esto, otra visión la habría
aterrado y habría huido de allí sin querer confesar lo que había visto. Volviendo al supuestamente inconsolable viudo, después del disgusto y la consabida pena, que pasó en la soledad del palacio de Riofrío, Alfonso no tardó en recuperar la normalidad, retornando a sus tareas y costumbres habituales. Junto a esto, superó con suerte dos atentados y salvó la vida en un peligroso accidente en la sierra. Pero de hecho, de aquella conyugal pérdida se recuperó muy pronto. Por eso, cuando pocos meses después, en los velazqueños atardeceres de Madrid, los niños jugaban en la Plaza de Oriente, cantando aquello de ¿Dónde vas,Alfonso XII? ¿Dónde vas, triste de ti? Voy en busca de Mercedes, que ayer tarde no la vi […] todavía muy pocos sabían que a donde iba el rey cada día era a la suntuosa mansión que, en la cercana Cuesta de Santo Domingo, acababa de ponerle a Elena Sanz. Parece que ya en aquel mismo agosto aquellas relaciones se estabilizaron. Existe una carta dirigida a ella por el preocupado mayordomo del rey en la que, tras el accidente serrano, le hacía sus sugerencias de lo más expresivo: «Le ruego, señora mía, le encargue, por Dios, no haga ningún esfuerzo […], pues de hacer ensa-264 Los reyes infieles yos podría quedar mal. Dígaselo usted, por Dios, que a usted le hará caso…» Ella había aceptado retirarse de los escenarios para dedicarse solamente a él. En adecuada contraprestación, Alfonso le pasaba una pensión, que de hecho era de mucha menor cuantía que los honorarios que ella podía seguir ganando en escena. Pero, a pesar de estos pelillos pecuniarios tan molestos, la relación debía ser suficientemente satisfactoria para los dos y Alfonso tenía claro que el nuevo matrimonio que debía contraer no le iba a obligar a dejar de ver a la mujer con la que por entonces se encontraba a plena satisfacción. Benito Pérez Galdós escribió acerca de Elena Sanz: «Guapetona ella, de enormes ojos fulgurantes, metida en enjundiosas carnes, espléndida en hechuras y muy bien plantada...» Jacinto Benavente, hijo del médico que curó la difteria a uno de los dos pequeños bastardos reales que tuvieron, estaba mucho menos interesado en la descripción de las anatomías femeninas y la describiría destacando otros valores: «Era una mujer inteligente y simpatiquísima.» El nuevo matrimonio que empezaron a prepararle de inmediato a Alfonso tenía como fin exclusivo el dotar a la Corona de herederos y, con las cosas así de claras, el rey no se preocupaba de ello. Disfrutando de la estabilidad que le proporcionaba la Sanz y, paralelamente, sin renunciar a sus frecuentes y tan satisfactorias escapadas,Alfonso dejaba en manos de otros la cuestión de buscarle novia. Como se ha visto, un viejo rasgo familiar conocido de varios de sus ancestros. Cuando le hablaron de una escasamente agraciada archiduquesa de Austria, que tocaba muy bien el piano y poseía una amplia cultura, lo único que fríamente le escribió al embajador español en Viena fue: Vaya usted a ver cómo es. No pretendo que sea de una extraordinaria hermosura. Básteme que sea agradable y de noble aspecto.
Pero lo que sobre todo deseo es que sea discreta y bien educada. Averigüe usted todo esto y escríbame a mí directamente todo lo que haya observado. Ella era María Cristina de Habsburgo-Lorena, hija de nada acaudalados archiduques, pero primos, eso sí, del mismo emperador Francisco José. Con esta elección se evitaba la peligrosísima práctica de uniones entre parientes consanguíneos cercanos, que tan desastrosos efectos Alfonso XII. Romanticismo fatal 265 había tenido en el pasado. La elegida era un año más joven que su prometido y su familia vivía en su propiedad rural en Bohemia, al pie de los Cárpatos. Por su estricto carácter, el emperador la había nombrado abadesa del Imperial y Noble Convento Teresiano del Palacio Real de Praga, que albergaba a una treintena de nobles canonesas, muchachas aristócratas de familias venidas a menos y condenadas a una obligada soltería. En España, aquellas informaciones sobre su vida habían dado lugar a confusiones erróneas y la gente comentaba, entre la natural rechifla, que el rey —con la fama que tenía— iba a acabar casándose nada menos que con una monja.Y, para más inri, al anunciarse que había nacido en Bohemia había corrido la voz de que era gitana... Un real apaño Cuando los dos se vieron personalmente por vez primera, en la localidad balnearia francesa de Arcachon, el ojo cazador de Alfonso solamente se posó en su futura suegra, la todavía apetitosa archiduquesa Isabel, hasta el punto de comentar a sus acompañantes: «Lástima que, gustándome más la madre, tenga que casarme con la hija…» Y decían también que había añadido, relamiéndose de un gusto que ahí se iba a quedar: «La madre es una señora madre.» En cualquier caso, siguió resignado el programa previsto de casarse con aquella a la que muchos aduladores de primera hora consideraban ya como «la princesa más completa de nuestros días y la más adecuada para ceñir la corona de España». Corría la leyenda de que, para olvidar el dolor de la pérdida de aquella «dulcísima esposa», el rey se había lanzado a una desenfrenada carrera de eventuales amoríos «con cantantes y vividoras». Un nuevo compromiso parecía ser la solución a tamaño desarreglo, sobre todo considerando a la elegida, un tema que los periódicos vieneses, adecuadamente trabajados por el embajador de España, trataban: «El amor ahuyenta la tristeza del Palacio Real de Madrid... El Rey, triste y solo, está impaciente por recibir a la bella princesa...» Pues bien, ni amor, ni tristeza, ni soledad y, ni mucho menos, bella princesa. A Alfonso le tenía absolutamente sin cuidado que ella hablase varios idiomas y que tuviese conocimientos de filosofía y de economía. Había 266 Los reyes infieles puesto para la elección unas mínimas condiciones que María Cristina cumplía y punto. El resto de la tarea consistía en fecundarla lo antes posible para que diese descendientes a la familia. Nada más. Cuando algún íntimo le recriminó su promiscuo comportamiento, al liberal Alfonso le salió una veta feudal y exclamó: «¿Cuándo has visto a un rey sin amantes? ¡Eso da tono a la monarquía!» Sobre todo este asunto, Cánovas, el arquitecto de la Restauración, se expresaba de la forma más pedestre: «Como no se case con ésta, lo tenemos de amante perpetuo de cantantes o de busconas y con un ejército de bastardos lloriquean-do a las puertas de Palacio.»
La estricta y envarada novia se encontró en París con su futura suegra. La joven estaba sin duda al corriente de la trayectoria personal de Isabel y es lógico pensar que le produjese una mezcla de horror y rechazo.Y, a pesar de las apariencias de cordialidad, se produjo allí un inmediato desencuentro que iba a mantenerse ya siempre. Por su parte, la ex reina nunca se privaba de referirse a su apreciada Elena Sanz como «mi nuera ante Dios». La boda tuvo lugar el 29 de noviembre de 1879, en la basílica de Atocha.Y, como en esta ocasión sí asistía Isabel, fue Francisco de Asís el que decidió no hacer acto de presencia. Pocas semanas después, en enero de 1880, Elena Sanz daba a luz en París a un hijo que se llamaría Fernando. Con el nacimiento del que era su primer nieto, Isabel mostraba todo su alborozo y la «nuera ante Dios» ascendía de categoría para convertirse en la muy querida «madre de mis nietos». Al niño se le inscribió con el apellido Sanz y Martínez de Arrizala, hijo de madre viuda. María Cristina se tomó muy en serio sus nuevas tareas y, antes que nada, se propuso aprender castellano. Su burlón marido disfrutaba haciéndole aprender las más gruesas palabrotas y expresiones groseras que le hacía repetir en las ocasiones menos apropiadas sin que ella supiera el significado. Demostraba la mejor voluntad interesándose por todo, menos por las corridas de toros, que la dejaron absolutamente horrorizada. Lo mismo sucedería con sucesivas princesas importadas del extranjero.Alfonso ni se molestaba en ocultar que todos aquellos esfuerzos le traían completamente al fresco. Por obligación dinástica, cumplía sus deberes matrimoniales y con ello su parte del acuerdo. Solamente esperaba que ella hiciese lo mis-Alfonso XII. Romanticismo fatal 267 mo, aportando herederos, a ser posible varones. Al hacerse público el embarazo de la reina, la digna y delicada Elena marchó a París, sin despedirse siquiera de su amante y, quizá decidida a reanudar su brillante carrera tras aquel paréntesis. Cuando, en septiembre de 1880 vino al mundo el primer hijo de la real pareja, se extendió la decepción general al comprobarse que era una niña. En su particular campaña de agradar al esquivo marido, María Cristina insistió en bautizar a la infanta con el nombre de Mercedes. Lo cierto es que tan manifiesto intento de congraciarse con todos no consiguió convencer a nadie y mucho menos a Alfonso. En febrero de 1881 nacía Alfonso, el segundo hijo del rey y Elena Sanz. Ahora, con la ex cantante vivían estos dos niños, además de uno algo mayor, Jaime, producto de una relación anterior. A fines de 1882, se produjo la nueva decepción del nacimiento de otra niña, María Teresa. Naturalmente, María Cristina habría sido detalladamente informada de la satisfactoria relación paralela que el rey tenía y sabría del sucesivo nacimiento de los dos varones. Perdidamente enamorada de un marido que la ignoraba, a los naturales celos añadía el directo ataque que a su cerrada moralidad lanzaba aquella adúltera situación. Almas caritativas le enviaban una y otra vez explícitos anónimos, que describían con todo lujo de detalles aspectos muy íntimos de lo que se desarrollaba en la tan cercana mansión de su rival, en la Cuesta de Santo Domingo, a tan pocos pasos del Palacio Real.
Otro clavo de la particular crucifixión moral de María Cristina venía dado por su pasión por la música. Durante la temporada, asistía al Teatro Real prácticamente a diario; desde su palco, debía soportar todas las miradas y comentarios que suscitaba la presencia en escena de alguna de aquellas cantantes de las que se afirmaba que saciaban la voracidad de su marido. En el interior de la austriaca, junto a unos terribles celos, fueron creciendo unas furibundas ansias de venganza.Veía en el duque de Sesto, viejo amigo del rey y gran protector de la familia real en el exilio, el principal culpable del permanente desvío de su marido. No quería admitir que su desinterés por ella no provenía de cualquier otra presencia o aventura femenina, sino de los mismos orígenes pactados de su matrimonio. 268 Los reyes infieles En la última etapa de su corta vida,Alfonso ya no confiaba en la llegada de un hijo varón y, por lo tanto, su esposa había dejado de interesarle por completo.Vivió así sus últimos años lanzado a su desquiciado frenesí erótico que mermó su frágil salud irreversiblemente. Cuando ya la relación con Elena Sanz pasaba por momentos de desapasionada tranquilidad, reapareció una vieja historia, la también cantante de ópera Adela Borghi, a la que llamaban la Biondina, por el color de su pelo y por el personaje de una ópera de Meyerbeer que representaba en el Real. Pero su affaire con el rey no fue tan sosegado y discreto como el mantenido con Elena. La Borghi era poco inteligente y caprichosa, además de exhibicionista de aquella pasión de la que tanto esperaba obtener. No tardó en exigir a Alfonso una sustanciosa pensión vitalicia, bajo el concepto oficial de «protección al arte». Llegó a enfrentarse con el primer ministro Sagasta, amenazando con el gran escándalo que se armaría si tirase de la manta y lo contase todo. A mediados de 1883, marchó María Cristina inesperadamente a Viena y corrió el rumor de que, en un violento estallido de cólera, había exclamado, ella tan discreta y educada, refiriéndose a lo que ya estaba en boca de todos: «¡Si no expulsan del país a esa cualquiera, la que se marcha soy yo!» Otras versiones mejoraban la escena y apuntaban que el calificativo que había regalado a aquella «rival» fue otro, bastante más breve y contundente, aunque bien chocante en tan estricta boca. Intervinieron entonces todas las mujeres de la familia y los poderes políticos y la reina acabó regresando, pero el ansioso Alfonso, a medida que su tuberculosis progresaba, redoblaba su incesante búsqueda de nuevos alicientes eróticos, además de continuar con la Biondina. Finalmente, fue Sagasta quien acabó solucionando el molesto «problema Borghi» de la forma más clásica y expeditiva. Ordenó al gobernador civil de Madrid, José de Elduayen, que la pusiese sin más en el tren, camino de la frontera, después de haberla conducido en su propio automóvil hasta la estación.Alfonso nunca le perdonaría a Elduayen que le privase de tan conflictiva pero satisfactoria amante. Ella regresaría más adelante para actuar en el Real y se dijo que la historia siguió funcionando hasta la muerte del rey. Paralelamente, aquel verdadero bulímico del sexo mantenía otras relaciones, si bien menos notorias, como la que le unió por un tiempo a Alfonso XII. Romanticismo fatal 269 una dama de nombre Blanca de Escosura, hija de un ministro liberal pero, sobre todo, nieta del gran
poeta romántico Espronceda. Ella vivía en un coqueto hotelito de los inicios de la Castellana, próximo al que había ocupado aquella «Dama de las Patillas» del voraz Amadeo. Allí organizaba la bella unas veladas literarias a las que acudía frecuente-mente Alfonso. Pero, junto a estos «amores aceptables», por decirlo de algún modo, nunca abandonaría él su querencia por el encuentro rápi-do con mujeres de toda condición social.Al igual que le sucedería a su hijo, este Alfonso siempre demostró tener una manga muy ancha y ser «caballo de buena boca» en sus actividades sexuales.
Virtudes y venganzas Pero cada vez estaba peor y los agotadores episodios de hemoptisis se sucedían con mayor frecuencia.Y ya no podía moverse sin el gran pañuelo rojo que para paliar visualmente tales urgencias llevaba metido en el zapato o la bota. En las tabernas se oían abiertamente expresiones tales como: «El Rey está hecho polvo de tanto joder.» Se habló incluso de una conocida aristócrata que, a pesar de desearlo, se negó a mantener un encuentro íntimo con él, temerosa del posible contagio. En el verano de 1885, acompañado solamente de un ayudante, hizo un viaje secreto a Aranjuez, uno de los focos de la epidemia de cólera que asolaba el país. Cuando regresó por la tarde a Madrid, de vuelta de la que se calificó de «su última bravuconada», una gran multitud lo acla-maba en la Estación de Atocha. Apenas pudo ocultar las sacudidas de un fuerte vómito de sangre. Se decidió su traslado al más saludable palacio de El Pardo. Pero él, cada vez que se sentía algo mejor, huía a Madrid y no precisamente para atender asuntos de gobierno. Pero cuando llegó el otoño aquello también se acabó. A pesar de lo dramático de la situación, María Cristina debía sentirse feliz porque ahora, atado a su lecho de enfermo terminal, le tenía sólo para ella, fuera del alcance de cualquier otra. Y de pronto, para sorpresa de todos, anunció ella que estaba nuevamente embarazada. En la visita que le hizo por entonces un viejo amigo,Alfonso le comentó, sin entusiasmo alguno: «¡Quién lo habría pen-270 Los reyes infieles sado! ¡Ya había perdido completamente la esperanza de tener hijos…!» Y, mirando hacia un pasado muy próximo, hacía por vez primera una especie de examen de conciencia: Pensaba que era físicamente muy fuerte. […] He quemado la vela por los dos extremos. He descubierto demasiado tarde que no es posible trabajar durante todo el día y divertirse durante toda la noche… En medio de aquel final que no acababa, volvía a encenderse la luz de la esperanza en el tan deseado nacimiento de un varón como necesario refuerzo a la estabilidad de la institución monárquica. Los dos más poderosos políticos, el conservador Cánovas y el liberal Sagasta, acor-daban por el Pacto del Pardo el mantenimiento del sistema, asegurándolo mediante el establecimiento del turno pacífico de gobierno entre los dos partidos. Los responsables políticos habían decidido que María Cristina y su suegra Isabel, que estaba en Madrid a la espera de los acontecimientos, hiciesen una vida lo más normal posible. La noche en que se produjo el anunciado desenlace, estaban las dos en el palco real de la Ópera cuando se les comunicó que aquello estaba a punto de culminar. Una encolerizada Isabel exclamó: «¡Le dejan morir solo, como a un perro!» Y así, en la mañana del 25 de noviembre de 1885, expiraba Alfonso XII, cuando le faltaban tres días para cumplir los veintiocho años. Una piadosa tradición asegura que, segundos antes de expirar, había exclamado, se supone que refiriéndose a la complicada situación en que quedaba el país: «¡Qué conflicto, Dios mío, qué conflicto!» Según el historiador Claudio Sánchez Albornoz, tan riguroso como poco abierto a la incierta anécdota, también el moribundo había tenido tiempo, fuerzas y humor para darle a su mujer algunas recomendaciones ante la difícil coyuntura que la aguardaba tras su muerte.Así, le habría dicho: «Cristinita, no llores, que todo puede arreglarse en bien de nuestros hijos y de España. Guarda el coño, y
de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas.» Provocadores genio y figura ante la que seguramente estaba preparando sus tocas de triste pero ya tranquila viuda. «Doña Virtudes», como la llamaban en un sentido o en otro amigos y enemigos, solamente prestó juramento como regente una vez hubo Alfonso XII. Romanticismo fatal 271 confirmado ante el jefe del Gobierno que, efectivamente, se hallaba embarazada.Ya solamente se pensaba ahora en el ansiado varón que pudiera nacer al cabo de seis meses. Pero, por encima de penas, lutos y llantos, la dulce hora de la venganza había llegado para la rencorosa viuda, que no perdió tiempo en actuar de la forma más directa contra aquellos a quienes consideraba los mayores responsables de sus males.Alfonso le había estado devolviendo en pagos fraccionados al duque de Sesto las grandes cantidades de dinero que éste le había ido prestando durante el exilio. Ahora, la regente le exigió de mala manera cuentas por las cantidades que había ido recuperando y que en ningún caso llegaban a ser ni una pequeña parte de lo que él había desembolsado. Ofendido, el aristócrata actuó como un verdadero gran señor y le presentó el inventario de todos sus bienes, para que ella eligiera lo que quisiera como compensación equivalente a aquellas parciales restituciones. La estricta no se privó y decidió quedarse con el ducado de Sesto, título y tierras del sur de Italia, una antigua propiedad de la familia. Mucho después, la perfecta «Doña Virtudes» vendió muy ventajosa-mente hacienda y título obtenidos de forma tan mezquina como irregular. A anotar el hecho de que ordenó que los suculentos beneficios obtenidos por esa venta no pasaron a engrosar el patrimonio de la Corona, sino el suyo particular. Paralelamente y sin perder un minuto, «todavía con el cadáver caliente», como suele decirse, se lanzó la regente sobre la odiada rival y anuló la pensión que Elena Sanz percibía. Ésta, que no se debió sorprender ante una reacción que sin duda esperaba, contrató a un abogado para que defendiese legalmente sus intereses.Y ciertamente no podía elegir mejor: se trataba de Nicolás Salmerón, quien fuera primer man-datario de la I República y persona de la más acreditada integridad. Éste propuso entonces a palacio un acuerdo económico a cambio de no hacer público el contenido de más de un centenar de cartas de Alfonso, las cuales no dejaban absolutamente ninguna duda sobre la paternidad de los dos niños de Elena.A un diario parisino, Elena declaraba: «Bastardos o no bastardos, son mis hijos y estoy en el deber de resguardar su porvenir.» Ante tan peligrosa eventualidad, los responsables de las finanzas palaciegas terminaron por comprometerse a pagar una elevada cantidad 272 Los reyes infieles —unos dos millones y medio de los actuales euros— a cambio de las tales cartas y por la expresa renuncia a cualquier petición legal de reconocimiento de paternidad. Las cartas se entregaron tras un primer pago que suponía un tercio del total; se pactó que con el resto se crearía un fondo, del que los dos chicos podrían disponer a la llegada a su mayoría de edad. Elena Sanz murió en Francia, en 1898. Nada más producirse el fallecimiento, varios funcionarios de la embajada española se presentaron en su casa y se llevaron de allí, sin que se levantase acta o se efectuase inventario alguno, una serie de objetos, joyas
y documentos varios, entre ellos la partida de nacimiento del hijo pequeño, nacido en Madrid. En 1903, cuando los dos hermanos, Fernando y Alfonso, hubieron cumplido la mayoría de edad, pudieron comprobar que de aquel depósito nada quedaba. Fuese por la quiebra del establecimiento donde se había efectuado, por mala gestión y adelantos realizados o —lo que parece muy posible— por voluntario incumplimiento del contrato por parte de palacio, todo había volado. Al cumplir los veinticinco años, Fernando, a cambio de un monto igual a la mitad de aquel capital, renunció a cualquier ulterior reclamación. Por el contrario, Alfonso, considerándose estafado, presentó en 1907 una demanda judicial de reconocimiento de paternidad, con los efectos económicos de ella derivados. Afirmaba conservar algunas de aquellas tan perseguidas cartas, que no habrían sido entregadas por su madre. El joven Alfonso XIII, ya reinante, no fue citado como testigo en la causa, ya que la ley le situaba —como sitúa al actual monarca español— por encima de las siempre desagradables eventualidades que puede tener el enfrentarse a la Justicia. Pero sí acabó declarando ante el juez su madre. En esta nueva ocasión, María Cristina volvió a demostrar su férreo tem-ple y tuvo el cínico aplomo de asegurar, bajo juramento, que jamás había tenido noticia de la existencia de una relación extramatrimonial de su difunto marido... Ciertamente, el enfrentarse a «Doña Virtudes» tenía sus riesgos. El Tribunal Supremo actuó como cabía esperar en tan espinoso tema y desestimó la solicitud de paternidad, a pesar de las pruebas presentadas. La prensa de la época incluyó, como también debía suponerse, muy reducidas y discretas referencias a este caso, en el que una resolución Alfonso XII. Romanticismo fatal 273 judicial se basaba en la Constitución vigente, para negar la posibilidad legal de existencia de hijos «naturales» del rey. Los hijos de la Sanz resultaban, de esta forma, inexistentes. Fernando se quedó en París y, trabajando como mecánico, llegaría a convertirse en un próspero comerciante de automóviles. Falleció, a avanzada edad, en 1970. El menor,Alfonso, tenía un gran parecido físi-co con su padre, que él hacía todo lo posible por subrayar, ostentando al igual que él unas grandes patillas que ya no eran más que polvorienta sombra de otra época. Hasta su muerte vivió en Madrid y acostum-braba a pasear, al caer la tarde y seguido por un criado, por las calles y plazas próximas al Palacio Real y a la Plaza de Oriente. Convertido en presencia habitual para los vecinos del centro de la capital, conseguía causar la sorpresa de quienes lo veían por vez primera, que creían encontrarse ante el mismísimo fantasma del rey romántico durante alguno de sus paseos nocturnos. Murió tan particular personaje en el año 1922. XVIII LA ANSIOSA BÚSQUEDA DE ALFONSO XIII
LA CARAMBOLA PÓSTUMA de Alfonso funcionó y,el 17 de mayo de 1886, nacía el tan anhelado varón, que fue proclamado rey ese mismo día. Su difunto padre había apuntado que le hubiera gustado que, si nacía un niño, se llamase Fernando. Por lo visto, tan histórico nombre debía de atraerle, ya que con él se había bautizado al mayor de los dos vástagos que había tenido con Elena Sanz… Lo cierto es que hubo un cambio «democrático», en circunstancias que la infanta Eulalia recordaría con mucho énfasis en sus Memorias: Madrid entero está entusiasmado. Quieren que el niño se llame Alfonso en vez de Fernando.Todo el mundo viene pidiéndolo a Palacio... Dicen que XIII no tiene nada que ver, que el Papa tiene también ese núme-ro y no le ha traído desgracia.Además, León XIII es el padrino del niño y 13 es un número de suerte… Creció el pequeño rey en un ambiente asfixiante, integrado casi exclusivamente por mujeres entregadas a su adoración y a complacer hasta su más mínimo y estúpido capricho. Resulta sorprendente, en este aspecto, la falta de inteligencia de su madre, que por otra parte sabía hacer uso de ella en cuestiones mucho menos importantes. Las permanentes adulaciones cortesanas moldeaban negativamente y de manera irreversible la formación del pequeño rey, que acabó desarrollando un carácter caprichoso, débil y voluble que mantendría hasta el final de su vida. Desde sus primeros años tomó conciencia de ser «el más importante» y, con ello, de poder ordenar lo que quisiera sin que nadie rechistase. 276 Los reyes infieles En este sentido, acaso la más nefasta influencia para él fuese de aquella tía abuela suya, la infanta Isabel, «La Chata», que había heredado de su madre, Isabel II, unos aparentes campechanía y populismo que — rasgo muy característico de la familia Borbón— ocultaban la mayor altanería y orgullo de casta. Un perverso ambiente para la formación de un niño, en el que esta «Chata», que fue justamente calificada de «digna nieta de Fernando VII» imponía una máxima como principio inapelable: «Hay que hacer cuanto el Rey mande.» De haber vivido el padre, la formación de Alfonso habría sido sin duda muy diferente y de esto la regente no podía dejar de tener clara conciencia. Pero, en su cerrazón, mandaban sobre todo las formas más directas y menos elaboradas. Por ejemplo, se habló mucho de que, en el año 1898, al tener noticia de la firma de los tratados que dejaban a España sin colonias, cerró con llave la tapa de su amado piano y ya nunca más volvió a abrirlo, prohibiéndose de esta forma a sí misma el disfrute del que era su mayor deleite. Un ejemplo de espartana e inútil virtud, que la austriaca debía considerar valioso para algo o ante alguien. El clima reinante en palacio no podía resultar peor para la adecuada formación de un muchacho, siempre dominado por la acción de mujeres mayores y preceptores absolutamente ignorantes de los nuevos métodos educativos, a los que se resistían con todas sus fuerzas. Un cargado ambiente poblado por viejas arpías, del que fue buena descripción el comentario de un embajador de Marruecos que, a la salida de su primera audiencia real, afirmó, displicente: «El palacio es magnífico, pero el harén parece muy avejentado...» En mayo de 1902, al cumplir los dieciséis años,Alfonso comenzó su reinado efectivo. A partir de los primeros momentos, el joven monarca justificó todos los temores que sobre él se tenían. En abierta oposición al respeto que por la Constitución había mostrado su padre,Alfonso XIII no ocultaba que se sentía por encima de esta norma suprema. Para él, su naturaleza de rey y su profundo patriotismo le
situaban más allá de cualquier límite legal. En el primer Consejo de Ministros que presidió, el impetuoso joven se vio obligado a oír una clara advertencia: cualquier decisión del rey que no llevase el refrendo de sus ministros no tendría validez legal alguna. Sin embargo, en la nueva etapa, el inter-vencionismo de la Corona en las cuestiones de gobierno de la Nación La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 277 resultaría abierto y desatado. Principiaba así un panorama definido por las interminables fricciones y las sospechas de corrupción y amiguis-mo, absolutamente nefastas para la estabilidad de la que tan necesitado estaba el país y que acabarían por arrastrar con toda lógica a la propia monarquía. No tardó, por otra parte, en hablarse abiertamente de las precoces aventuras galantes del muchacho, que venía a reproducir las de su padre, del que demostraba haber heredado una especial atracción por las damas de la escena. Parecía, pues, llegado el momento de buscarle una esposa, pero cuando una comisión parlamentaria le indicó la necesidad de tomar una decisión a este respecto, él respondió altivamente que únicamente se casaría por amor. El niño malcriado iba a hacer lo que le viniera en gana, que para eso era el rey. Hacia 1905, cuando alcanzó la edad adecuada y se pasó a tratar de su matrimonio de una forma más concreta, de entre todas las opciones posibles, una vinculación a la familia real inglesa aparecía como la mejor y a ello se encaminaron las gestiones. La ex emperatriz Eugenia y su sobrino, el muy anglófilo duque de Alba, tuvieron un importante papel en todas estas maniobras. Se decía que la hermana de Alba, la duquesa de Santoña, había tenido el especial privilegio de ser elegida para que iniciase al joven Alfonso en lo que entonces se llamaba «secretos de la vida». Una iniciación que, según los testimonios existentes, debió producirse en un coche cerrado, teniendo a los montes de El Pardo como adecuado y borbónico telón de fondo. Iniciación aristocrática, que poco tenía que ver con lo que también se comentaba, acerca de que había sido en La Granja donde la decidida hija de un edil de Segovia, con abuelo antiguo alabardero de Isabel II, habría sido la que, en un almiar, había hecho entrar a Alfonso en el mundo del sexo. Las cancillerías europeas no cesaban de enviar a Madrid nombres de princesas propias como posibles candidatas a ser reina de España, como expresaba un cortesano, «con el noble propósito de acabar con la poco edificante soltería del joven soberano». El niño mimado se pasaba la vida entre cacerías y automóviles, que le apasionaban, aparte de las juergas con sus amigotes y el disfrute de todas las posibilidades que le ofrecía el nuevo invento del cinematógrafo. Buen disfrutador y colec-cionista de películas pornográficas, llegaría incluso a sugerirle a más de 278 Los reyes infieles un realizador de la época posibles temas de esta naturaleza que llevar a la pantalla. Su historia con Julita Fons, la estrella de la obra El conde de Luxemburgo, que se representaba en el teatro Eslava no era para entonces un secreto para nadie. Del camerino inicial, los encuentros habían pasado a un agradable piso que él le puso. Más aún, protestas hubo cuando en el Arco de San Ginés fueron derribados una fuente y un urinario público para que, desde la calle del Arenal, un nuevo portón permitiese el acceso directo del coche del rey hasta el interior del teatro, del que era cliente asiduo. Mientras, él, fiel a su carácter, solía de vez en cuando preguntar, burlón, al jefe del Gobierno: «¿Con quién me habéis casado hoy?» En mayo de 1905 Alfonso visitaba París y sus querencias por lo militar le llevaron a visitar la tumba de Napoleón en Los Inválidos.A la salida de una brillante gala en la Ópera, un anarquista le lanzó una bomba. El mag-nicidio fracasó, pero le permitió al rey pronunciar aquella
chulesca salida que se difundió como espléndida prueba de su valor personal: «Son gajes del oficio...» En aquellos mismos días, Miguel de Unamuno escribía sobre Alfonso: Está muy militarizado, a la gente le va haciendo muy poca gracia el que ande siempre de uniforme de capitán general... Cada día se espera en España menos de él. No le interesa nada de verdad, y no es sino un mozo de sociedad, de buen trato y francas maneras, pero sin ideales de ninguna clase.Además, la gazmoñería de su madre, la insoportable austriaca, ha dejado en él mucho más rastro de lo que parece... A continuación, en Londres fue adecuadamente agasajado por el rey Eduardo VII, aquel bon vivant que durante tantos años había paseado y hecho célebre por todo el mundo su título de príncipe de Gales, como sinónimo de desenvuelta elegancia y desenfreno de altos vuelos. Se había hablado de un posible compromiso con la princesa Victoria Patricia, nieta de la reina Victoria y sobrina del monarca. Pero todas las dotes de seductor que a Alfonso tanto le servían en Madrid, se demos-traron ineficaces para despertar el interés de la fría inglesa. Sin embargo, la flauta sonó por otro lado y se encontró con la belleza rubia de Victoria Eugenia de Battenberg. Familiarmente llamada Ena, era otra de las muchas nietas de Victoria. Cuando lo vio, a ella no debió impre-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 279 sionarle mucho: «Muy delgado, muy meridional, muy alegre, muy simpático. Guapo no era, luego mejoró mucho.» En este año 1905 se sitúa el nacimiento del que aparece como el primer bastardo conocido de Alfonso XIII. Se trata de Roger Leveque de Vilmorin, producto de una relación del rey con la aristocrática señorita Melanie de Gaufridy de Dortan. Sería un hijo extramatrimonial que fallecería llegado el año 1980, sin haber reivindicado nunca su filiación. A partir de aquel momento nació entre Alfonso y Ena una imparable correspondencia, mientras el entonces joven periódico monárquico ABC animaba desde la calle aquel posible enlace. Antes de que finalizase el año, ya se habían comunicado las respectivas madres, tanto acerca del mutuo enamoramiento de sus hijos como de la preparación de todo lo que había que organizar, que era mucho. Había un gran escollo y era la diferencia de religión entre los novios. Para ser reina de España, Ena debía sustituir su religión anglicana por la católica. Resignada a que en su país se la acusase de «desertora por interés», ella se lanzó de lleno a lo que algunos prefirieron llamar, piadosamente, «conversión por amor». La ceremonia de su abjuración de la religión materna se celebró en el palacio de Miramar de San Sebastián, al más puro estilo inquisitorial de la «España Negra». Un acto que a ella le produjo un trauma que nunca lograría superar. El 31 de mayo de 1906 se celebró la boda, en la madrileña iglesia de San Jerónimo el Real. Luego, los recién casados se dieron un baño de multitudes.Ya casi al final de la Calle Mayor, cuando hacían el último tramo de un entusiasta recorrido, los vítores y muestras de alegría se vieron sustituidos por una fuerte explosión, los desgarrados gritos de dolor de las víctimas y los de horror de los supervi-vientes. Desde un balcón, el anarquista Mateo Morral había lanzado una bomba envuelta en un ramo de flores. Murieron veintitrés personas y hubo más de un centenar de heridos.Victoria veía ensan-grentado su vestido de novia de aquel primer encuentro con los que ya eran sus súbditos. El comentario del rey, con su experiencia en tales cosas, fue: «Muchos son los que se casan a los veinte años, pero la verdad es que pocos podrán decir lo que yo: que se han casado el día en que han nacido…» 280
Los reyes infieles
Historia de un desencuentro En aquella pacata y anquilosada Corte,Victoria Eugenia fue intro-duciendo poco a poco nuevas formas de vida. Comportamientos, vestidos y deportes aportaban una estética que chocaba de frente con la austera y rígida sobriedad de la avinagrada suegra. Por el momento, las relaciones entre ambas aparentaban ser cordiales e incluso cariñosas, pero estaba claro que se detestaban profundamente. El 10 de mayo de 1907, veintiún cañonazos anunciaron la venida al mundo de un varón, el esperado heredero, que fue bautizado con el nombre de Alfonso. Muy pronto, iba a mostrar todos los síntomas de la hemofilia, enfermedad incurable por entonces poco conocida, definida por la dificultad de coagulación de la sangre, lo que provocaba hemorragias muy abundantes y en ocasiones imparables. Se ha afirmado que Alfonso no estaba al corriente de que la entonces fatal enfermedad era una «herencia» familiar que aportaba su mujer y que por los mismos años sufría el heredero del zar de Rusia, también proveniente de la familia alemana de su madre. Fuese así o no, a partir de entonces las relaciones en el interior del matrimonio se enfriaron de forma irreversible. Siguieron, no obstante, cumpliendo con todas sus obligaciones, desde la aportación de hijos hasta la presencia en actos y ocasiones varias.Aquella inicial felicidad apenas habría durado un año. Todo lo demás no iba a ser más que una obligada coexistencia. En 1908 nació Jaime, el segundo hijo. Pensando que padecía tuberculosis, a los cuatro años fue enviado a una clínica suiza y, a su regreso, por una afección de oídos se decidió efectuarle una doble trepanación. De resultas, quedó convertido en sordomudo. Al año siguiente nació Beatriz, una niña completamente sana, pero en 1910 otro infante, Fernando, apenas vivió el tiempo suficiente para ser bautizado. En 1911 venía al mundo una niña sana, María Cristina. Está claro que, a pesar del enfriamiento conyugal, la real pareja seguía cumpliendo sus deberes para con el futuro de la dinastía y, en 1913, nacía Juan, sano como sus hermanas. Al año siguiente cerraba el conjunto el también hemofílico Gonzalo. En la real pareja los papeles estaban muy bien delineados y, así, al lado de aquel simpático golfo que era él, siempre aparecía la imagen La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 281 estirada y antipática de su mujer, «la pava real», como la llamaban los sevillanos, que demostraba que no se encontraba a gusto en España y no hacía nada por ocultarlo. En la calle los crecientes sentimientos anti-monárquicos encontraban en el secreto drama familiar de Alfonso y Victoria un buen filón para manifestarse y se llegaron a difundir truculentas historias acerca de que niños y soldados eran asesinados secretamente con el fin de extraerles sangre y órganos que le permitieran seguir viviendo al príncipe de Asturias. Todo un horror doméstico que lanzaba a Victoria Eugenia a buscar cualquier tipo de compensaciones, tanto en largos y costosos viajes como recibiendo asiduas visitas de parientes y amigos ingleses, adquiriendo objetos de uso de alta calidad, la compra de joyas —que constituía para ella una verdadera pasión — o la práctica de unos deportes, como el tenis, el golf y el polo, aquí apenas conocidos entonces por unos cuantos privilegiados. Su primera visión de una corrida de toros la había dejado absolutamente horrorizada. Pero, dado que se veía obligada a presenciarlas de vez en cuando, unas gafas de cristales negros la convertían en temporal invidente.
A Alfonso, su debilidad de carácter lo arrastraba, por el contrario, en muchas ocasiones a episodios de desesperación. Ni sus obligaciones oficiales ni sus amistades o aficiones parecían ser suficientes para calmar una permanente ansiedad. Carente de inquietud intelectual, no le interesaban en absoluto ni la literatura, ni la pintura, la música o el arte. Solamente los caballos, la caza, los automóviles y la pornografía, aparte naturalmente la participación en maniobras militares, cuando tanto disfrutaba jugando a ser el jefe supremo de sus soldados, vestido con los brillantes uniformes que tanto amaba. En la Corte madrileña, y a pesar de aquella bocanada de aire fresco que supuso la entrada de Victoria, seguían dominando los más añejos usos. Recuperaban su actividad las ya conocidas camarillas palaciegas, como decisivos centros de poder y beneficio.Allí, los decadentes aristócratas que se aferraban con uñas y dientes a su privilegiada posición, miraban con desprecio y envidia a los nuevos ricos: financieros, indus-triales y empresarios.Todos ellos formaban grupos de afanosos intereses que medraban al calor de la Corona y que estaban actuando poco a poco en el proceso de descrédito de la cada vez más cuestionada monarquía. 282 Los reyes infieles Para entonces, los reyes estaban absolutamente distanciados y Alfonso se lanzaba ya con la más absoluta libertad a continuas aventuras, de las que todo el mundo hablaba y que, incluso, ganaban las simpatías entre el pueblo. Había recuperado todo aquel populismo y campechanía clásicamente borbónicos de los que había huido su padre y que tan nefastos habían sido en el pasado y serían en el futuro. Pero, más allá de los severos ámbitos de los reales sitios, se agitaba muy activa «la otra vida» del rey. Para nadie era un secreto que las aventuras extraconyugales de Alfonso habían experimentado un decidido incremento sin marcha atrás, paralelo a la evolución de la descomposición de su matrimonio. Al igual que su padre, era él persona escasamente selectiva a la hora de elegir eventuales compañeras de cama.Y su promiscua naturaleza le permitía con absoluta tranquilidad encontrar momentáneo disfrute con mujeres de un amplio arco social y de características físicas muy diferentes. Los llamados «amigos del rey», a los que naturalmente Victoria Eugenia odiaba de todo corazón, eran bien conocidos vividores de la aristocracia con los que compartía selectos clubs, participaba en cacerías, hacía frecuentes viajes privados por el extranjero o comprobaba las altas velocidades que alcanzaban los nuevos automóviles.Y eran ellos quienes, debido a su mayor proximidad con el mundo real, le propi-ciaban todas aquellas incesantes presas galantes. Alfonso en esto no se privaba de todo cuanto pudiera surgirle, hasta el punto de que una dama madrileña cargada de blasones familiares llegó a resumir con agudeza y humor lo que todos comentaban: «Acostarse con el rey se convirtió en una ambición distinguida y casi respetable.» Cierto que algunas de las implicadas en estas historias recibían alguna forma de «especiales honores» o de directas recompensas pecuniarias, que de todo había. Pero también se difundían sabrosos testimonios de variopintas mujeres, que aseguraban su más absoluto desinterés e incluso rotunda negativa a repetir la experiencia «real» después de haberla catado. Quizá también aquí se volvía a poner de manifiesto que, como en cualquier toda compulsión, la bulimia erótica casi nunca es capaz de producir efectos de
suficiente calidad.Y la calidad volvía a verse perju-dicada en favor de la cantidad. Pero eso al ansioso Alfonso no parecía importarle demasiado. La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 283 Hijos extramatrimoniales reales o atribuidos tuvo en abundancia Alfonso XIII. De los primeros, se ha citado ya el que tuvo con la que decían era una bella y «moderna» francesa, en los mismos momentos en que un intenso intercambio de tarjetas postales definía su romántico noviazgo con la joven Ena.Ya casado, se llegó a decir que, haciendo gala del más absoluto desparpajo y caradura, no tenía inconveniente alguno en invitar a aquella señorita a merendar a palacio, donde era recibida por una amable joven esposa que, por el momento, nada sabía de aquella relación. En el año 1916 se sitúa el nacimiento de Juana Alfonsa Milán y Quiñones de León, hija tenida con Beatrice Noon, una de las criadas irlandesas que Victoria se había traído de Londres. Cuando ésta se enteró de la historia, indignada y humillada, expulsó inmediatamente de palacio a la infiel pecadora. De esta hija, a la que su padre protegió a distancia y a la que legó una importante cantidad de dinero, hay constancia de que en fechas relativamente recientes residía en las proximidades de Madrid y de que tenía descendencia. A pesar de la extrema rigidez de su carácter y de sus principios morales, María Cristina era para el crápula la más comprensiva de las madres. Mimado hasta el empalago, le admitía cualquier cosa que pudiera hacer, por cuestionable que fuese: siempre estaba dispuesta a dar su aprobación o su cómplice silencio a las locuras o a las estupideces de su tan querido hijo. Está claro que se encontraba puntualmente informada de las reiteradas aventuras extraconyugales de su Alfonso, pero precisamente esto no dejaría de proporcionarle el silencioso disfrute de ver sufrir a una nuera a la que no quería. Eran dos mujeres absolutamente antagónicas las que convivían en palacio y los contrastes entre ellas amenazaban permanentemente con convertirse en abierto conflicto, pese a todas las decisiones de prudencia y contención que ambas se autoimponían. Cuando estalló la Gran Guerra, mientras los cañones y el gas tóxico se enseñoreaban en el suelo europeo, iban a hacer aflorar sus discrepancias abriendo una suerte de «guerra fría» que, en algunas ocasiones, a punto estuvo de convertirse en un desatado conflicto doméstico. Durante cuatro años, cada una perteneció a uno de los dos bandos contendientes y cada victoria bélica de los Aliados o de los Imperios Centrales abría un brecha mayor en la familia. 284 Los reyes infieles Un episodio turbador se situó en esos años, protagonizado por el clérigo gallego Francisco Vales, que ejercía dos funciones básicas. Era, al mismo tiempo, confesor de la reina madre y preceptor del enfermo heredero. Mientras que Victoria no sentía por el cura más que una agradecida simpatía, en él fue creciendo una violenta pasión por ella, que acabó llevándolo a la desesperación y, un día de Semana Santa, se suicidó abriéndose las venas. Ni su paisano Valle-Inclán hubiera podido imaginar algo mejor.Acerca de tan lastimosa historia, el obtuso Alfonso se limitó a comentar, despectivo: «Ese no era más que un cura renegado y caliente...»
Las dos familias Fue hacia el final de la guerra cuando el rey conoció a la mujer que iba a convertirse en referencia vital durante los últimos años de su reinado. Discípula de la maestría teatral de la escuela de María Guerrero, Carmen Ruiz Moragas rondaba por entonces los veinte años y era una culta y bella muchacha, hija de acomodada familia y decidida a ser actriz. Tras haber superado la natural oposición paterna, comenzaba a destacar en los escenarios madrileños, tan frecuentados por el rey y sus amigos. Su querencia por los papeles del gran teatro clásico —Lope, Calderón, Tirso, Racine— no le impedían realizar fructíferas incursiones en la dramaturgia europea más nueva: Ibsen, Strindberg, Pirandello, Cocteau... Fueron presentados al final de una representación, en el teatro donde ella actuaba, estableciendo una relación que fue al poco tiempo cortada por los padres de ella. Se vio obligada a aceptar lo que fue un fugaz matrimonio con el torero mexicano Rodolfo Gaona, que por entonces llenaba los cosos españoles junto con figuras de la talla de Gallito, Machaquito y Bombita. Pero a los seis meses ya no pudo Carmen soportar a aquel ser primario y violento que era su marido y reinició ya de forma ininterrumpida su historia con el rey. Una historia que, entre muchas otras cosas, le sirvió a Alfonso para mantener el tan difícil equilibrio emocional a lo largo de los siguientes y difíciles años. Con «la Moragas», como era conocida en el ambiente teatral entre colegas y aficionados, vivó por vez primera Alfonso una relación madu-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 285 ra, libre tanto de la sobreprotección materna como de la tensión conyugal. Ella le aportaba la tranquilidad de lo estable y, además, su inteligencia le hacía admitir sin dramatismos las fugaces aventuras a que el veleidoso carácter de él no dejaba de empujarle. Retirada muy a su pesar de los escenarios, él la instaló en una suntuosa mansión que le regaló en el nuevo Parque Metropolitano, que los hermanos Otamendi, artífices del Metro madrileño, construían por entonces. Aparte de tres abortos, la pareja tuvo dos hijos. En julio de 1925, vino al mundo María Teresa; buscando discreción, el nacimiento tuvo lugar en Florencia, a donde cada uno de ellos se había trasladado en secreto y por separado. El 26 de mayo de 1929, el nacimiento en Madrid de Leandro Alfonso fortaleció y estabilizó aquella relación. La correspondencia intercambiada entre ambos que se ha conservado, en la que él firmaba como «El Soldadín», demuestra el alto grado de compene-tración y complicidad que alcanzaron tan desiguales personalidades. Huyendo de la enrarecida atmósfera que asfixiaba a los habitantes de palacio y evadiéndose durante algunos ratos de una escena pública cada vez más preocupante, el rey encontraba al lado de «su otra familia» la tranquilidad, con la satisfacción personal de ver crecer a aquellos dos hijos perfectamente sanos. Desde el principio,Victoria conocía la existencia de ese romance y de sus tan particulares características, tan diferentes de las habituales soluciones «de urgencia».Y ello debió supo-nerle sin duda un permanente vejamen y tormento, considerando además que aquella relación había adquirido muy pronto una amplia notoriedad.
Él, por otra parte, no renunciaba a lo que su propia naturaleza le demandaba y todas sus amplias posibilidades le permitían. Durante el célebre viaje que en el año 1922 realizó a la comarca de Las Hurdes en compañía del doctor Marañón, a la vista de una apetitosa moza de aldea, había comentado a uno de sus acompañantes: «A esas jóvenes, el culo les debe oler a pino...» Durante una visita oficial a Barcelona, en el palacio de Pedralbes, que los grandes burgueses habían edificado para él, quiso que se le organizase una discreta fiesta con Tórtola Valencia, que por entonces reinaba en los teatros musicales y cabarés del Paralelo y a la que calificó de «la más endiablada tentación hecha carne». Parece que la tal Tórtola, además de sus prestaciones personales, 286 Los reyes infieles se dedicó a buscarle al rey nuevos ligues entre sus colegas actrices, cantantes, misses y bailaoras, que todo era bueno para Su Majestad. En sus actuaciones como monarca,Alfonso no dejaba de dar muestras de inmadurez e inconsciencia. La terrible guerra que en Marruecos segaba la vida de millares de hombres y vaciaba las arcas del Estado para llenar las de los grandes especuladores, solamente le merecía comentarios como aquel telegrama que rezaba: «¡Olé los hombres!» Aquella demostración de frivolidad ante tal tragedia venía a unirse a un supuesto comentario suyo. Se dijo que, al enterarse de la elevada cantidad que, como rescate, los combatientes del Rif exigían por la entrega de los prisioneros españoles, el rey había tenido la poca cabeza de comentar algo así como: «No sabía que estuviese tan cara la carne de gallina…» Con manifestaciones como ésta, su imagen y la de la institución recibían entre la opinión pública el rechazo que sobradamente merecían. En septiembre de 1923, el general Primo de Rivera daba un golpe de Estado e implantaba la Dictadura. El rey aceptó el hecho y lo confirmó en el poder. Nunca Alfonso había mostrado la más mínima consideración hacia la Constitución liberal y su desapego de los políticos había sido proverbial y más que evidente. Ahora, se prestaba a colabo-rar con un régimen de fuerza, personificado en un militarote, con el que indudablemente debía sentirse más identificado que con los profesionales de la política, a los que abiertamente despreciaba.A las pocas semanas del golpe, visitaban juntos la Italia fascista y presentaba al dictador como «mi Mussolini». Fue en esta época cuando brotaron rumores acerca de una petición de nulidad matrimonial por parte de Alfonso. Si para ello aducía el hecho de haber ido al matrimonio sin haber sido informado previamente de la hemofilia que transmitía su esposa, podía esperar del papa una anulación de su matrimonio que le permitiría rehacer su vida junto a la mujer que le proporcionaba paz y tranquilidad. Pero aquello, por las razones que fuese, nunca avanzó y durante los años en que conservó la corona, la familia real siguió ofreciendo una imagen ficticia de unidad en los abundantes actos inaugurales de las obras públicas que la Dictadura llevaba a cabo. Con la caída del dictador a principios de 1930, la Monarquía iba a verse arrastrada por la misma dinámica. La primavera de 1931, la bullen-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 287 te escena pública se había ya disparado en una imparable espiral y el triunfo republicano en las elecciones municipales del día 12 de abril se consideró un verdadero plebiscito a favor del cambio de régimen. El día 14, en medio de un gran entusiasmo popular en toda España, se proclamaba la República.Ante tan inesperados hechos, incluso sus más decididos partidarios le aconsejaron que
abandonase y hubo de abandonar a escondidas y al amparo de la noche su palacio y su país. En su boca se puso entonces una frase altisonante, de esas acuñadas con voluntad de pasar a la Historia: «No quiero que por mí se derrame una sola gota de sangre.» Desde Francia, el ex rey, que ya era «Ciudadano Borbón», emitió un manifiesto que concluía afirmando: «Mientras habla la nación, suspen-do deliberadamente el ejercicio del Poder real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos.» Por las calles de todas las ciudades y pueblos de España, una ciudadanía alborozada vivía con esperanza aquella histórica ocasión que parecía anunciar un nuevo y muy diferente tiempo. Entre continuos vítores, se blandía por doquier la bandera tricolor, mientras la música del viejo Himno de Riego servía para acompañar las creaciones de la musa popular adaptada al momento: Si el rey quiere una corona que se la haga de papel, que la que tuvo de oro no la supo defender. Llegado el momento del exilio, estaba claro que ya no era imprescindible mantener la larga ficción y Victoria y Alfonso decidieron vivir por separado. Las tensiones volvieron a emerger, siempre bajo la más absoluta discreción, a la hora de concretar las espinosas cuestiones económicas. Finalmente se alcanzó un acuerdo para esta separación de hecho, a la que nunca los interesados quisieron darle valor legal ni canónico. La familia se disgregó y, mientras Victoria se lanzaba a una interminable serie de viajes antes de irse a vivir a Londres, Alfonso y sus hijos se instalaban en un pequeño pabellón en Fontainebleau. Si bien, el ex rey —con cuarenta y cinco años— continuaba manteniendo en 288 Los reyes infieles el exclusivo Hotel Meurice de París, frente al Louvre, una suite donde cumplimentar los encuentros eróticos que ni las tan difíciles circunstancias que atravesaba eran capaces de hacerle olvidar. Mientras España trataba difícilmente de organizarse bajo formas democráticas,Alfonso empleaba su tiempo en viajar incansablemente en aquellos grandes expresos o en los fantásticos transatlánticos que eran emble-mas de la modernidad, a participar en cacerías organizadas por los maharajás de la India y por los reyezuelos africanos y su presencia era permanente en todas las suntuosas celebraciones de la realeza y la aristocracia europea, que desde sus castillos y mansiones no podía imaginar que estaban viviendo el fin de un mundo. En el interior de la familia, el drama humano venía a combinarse con la solución efectiva de cuestiones pendientes. En la primavera de 1933, dos minusválidos —el hemofílico Alfonso, príncipe de Asturias, y su hermano el sordomudo Jaime— eran inducidos a renunciar a sus derechos a la Corona a cambio de sustanciosas con-traprestaciones materiales. El siguiente varón, Juan, que no presentaba problema de salud alguno, pasaba así a convertirse en heredero.
El ex príncipe de Asturias, ya con su título de duque de Covadonga, casó con la cubana Edelmira Sampedro para vivir una errática existencia, siempre en medio de una precariedad económica derivada de su absoluta abstracción de la realidad. Ello no le impedía penetrar en las posibilidades de los nuevos tiempos y, estando en París, pagaban los costos de su estancia en un hotel mostrándose de forma muy evidente en sus dependencias sirviendo como reclamo publicitario.Algo más tarde, el infante —carente de liquidez— llegó a pagar un anuncio en la prensa neoyorquina denunciando la nulidad de su renuncia a sus derechos dinásticos. El deterioro de su salud no le impidió, tras un divorcio, volverse a casar con otra espectacular cubana, la modelo Marta Rocafort, con la que terminó enseguida. Apenas entrado en la treintena, era una patética muestra más de aquella bien conocida compulsión erótica familiar que, como había sucedido con Alfonso XII, actuaba directamente contra su misma supervivencia.Y acabó teniendo un final cinemato-gráfico en blanco y negro: a principios de septiembre de 1938, se mató al estrellarse el automóvil que conducía —absolutamente ebrio y acompañado por la camarera de un bar— contra un poste de carretera en Florida. La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 289 Cuatro años antes, la desgracia había caído ya sobre la familia. En julio de 1934, otro accidente de tráfico, producido en este caso en una carretera de Austria, había acabado con la vida de Gonzalo, el menor de los hijos y también hemofílico, al chocar el automóvil en el que viajaba y que conducía su hermana Beatriz. Alfonso se instaló finalmente en Roma, donde disfrutaba tanto de una estrecha intimidad con la reinante familia Saboya como de la complicidad ideológica con el Duce. Desde su suite del Grand Hotel dedicó el tiempo que le dejaban libre tantas actividades sociales para em-plearse a fondo en las operaciones conspirativas que no cesaban de organizarse en contra de la República ya desde los primeros momentos de su existencia. Los viajes le proporcionaban muchas posibilidades para fugaces aventuras, que en ocasiones daban lugar a relaciones más que escabrosas.Ya instalado en la capital italiana, se hablaría de sus visitas a la casa de una conocida prostituta del Trastevere, romana de pro con la que, por lo que se decía, se adentraba en las más enloquecidas fantasías. Mientras tanto, iba casando a los hijos. Beatriz, con el príncipe Torlonia; Cristina, con un magnate de la industria del vermut; Jaime, con la aristócrata Emmanuela de Dampierre y, la más importante de todas, Juan enlazaba con María de las Mercedes de Orleans. Unión de estricta sangre azul que servía para transmitir todos los principios de la monarquía. Una resentida Victoria Eugenia ni se molestaba en asistir a estos eventos familiares y se afirmó que, en un momento dado durante los prolegómenos de la separación, había llegado a abandonar momentáneamente algo de su británica circunspección para lanzarle a su detestado marido un agresivo: «¡No quiero ver nunca más tu fea cara!» Ella nunca había gozado de la simpatía de la gente a lo largo de aquel cuarto de siglo de reinado. Su altivez y su distante frialdad, junto a la evidencia de los grandes gastos que sin duda generaba un suntuoso, moderno y confortable tren de vida, reflejado ampliamente por las revistas gráficas, no eran las mejores recomendaciones ante una población que en una elevada proporción se debatía en condiciones de vida absolutamente lamentables. Poca queja, no obstante, podía tener de las nuevas autoridades republicanas que caballerosamente le habían envia-290 Los reyes infieles do su amada colección de joyas, olvidadas en palacio aquel 14 de abril, en medio de los nervios de la
apresurada marcha. Había además una cuestión bastante turbia que, lógicamente, se había mantenido siempre oculta bajo la más espesa capa de silencio. Se trataba de la especial relación que Victoria mantenía desde hacía tiempo con una pareja de aristócratas, los duques de Lécera. Para la reina, Jaime y Rosario Lécera debían tener algún significado muy personal y Alfonso —ancho para él y estrecho para su mujer, como correspondía al más clásico machismo— les rechazaba abiertamente.Ya en el exilio y a punto de desligarse definitivamente, todavía él le exigió, en una habitación del hotel Savoy de Londres, que cortase de una vez con aquella vidriosa relación, de la que muchos hablaban. Una irritada Victoria no aceptó tal imposición y Alfonso llegó a prohibir de forma expresa a su hijo Jaime y a su mujer que, en su viaje de novios a Inglaterra, se viesen con aquella pareja. Cuando, en julio de 1936, comenzó la Guerra Civil y el general Franco, de quien Alfonso había sido padrino de boda y que fuera uno de sus gentilhombres de cámara, se erigió inmediatamente en jefe absoluto de los sublevados, la exaltación del ex rey le llevó a verse ya de inmediato recuperando su perdido reino y ni duda en escribir: «Todos tenemos que ayudar al movimiento de salvación de España y vencer.» Mientras su heredero Juan intentaba sin éxito integrarse como combatiente de a pie —bajo el nombre de «Juan Español»— en las filas franquistas, el ambicioso e implacable general ferrolano solamente estaba entregado a la tarea de conservar el poder absoluto y de ganar la guerra y, por supuesto, en ningún momento pensaba en retirarse para dar paso a una restauración monárquica. Pero en sus habitaciones del Grand Hotel,Alfonso no lo sabía y movía todos los días las banderitas que tenía clavadas en un mapa de España, reflejando los movimientos bélicos que, cuando se plasmaban en éxitos para el bando franquista, siempre obtenían la expresión de sus felicitaciones, manifestadas en entusiastas cartas y telegramas. El día 1 de abril de 1939, a las pocas horas del anuncio de la victoria final de los rebeldes, la alborozada felicitación de Alfonso fue una de las primeras que se recibieron en el cuartel general de Franco. Con la más servil de las actitudes, expresó el ex rey su deseo de que el fla-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 291 mante dictador se colgase del pecho la Gran Cruz Laureada de San Fernando. Para entonces ya había encargado la celebración de un solemne y agradecido tedéum por la deseada «y feliz» culminación de la guerra. Pero finalmente acabaron convenciéndole de que las cosas no iban por el camino que él imaginaba y que Franco no estaba en absoluto dispuesto a soltar el poder.Así, el 15 de enero de 1941, firmó su abdicación en favor de su hijo Juan, que habría de ser «cuando la Patria lo juzgue oportuno, el rey de todos los españoles». Aquel heredero sin futuro relataría posteriormente que, tras la oficialización de esta acta, su padre le había dicho: «Ya no me queda más que morir…» Efectivamente, muy poco después, en la tarde del 28 de febrero de ese año, moría de una afección cardíaca. Hasta el último momento, confió en que Franco le llamase para volver a ocupar su perdido trono. El Gobierno de Madrid decretó tres días de luto nacional. En Roma, un fastuoso y espectacular entierro, presidido por el rey Víctor Manuel y su jefe de Gobierno Mussolini, acompañó el cuerpo hasta la iglesia española de Montserrat.
Tendrían que pasar casi cuarenta años para que, en enero de 1980, los restos de Alfonso XIII fuesen trasladados al lugar que tenía destinado, entre los de sus antepasados, en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial. Pero, en ese momento, quien ocupaba el trono no era su heredero Juan, sino el hijo de éste, Juan Carlos, elevado a la suprema magistratura del Estado por obra y gracia del dictador Franco. Por ley, hijo de rey En aquel Madrid de la alegría republicana del 14 de abril de 1931 habían quedado Carmen Ruiz Moragas y sus hijos, bajo el riesgo de que cualquier extremista decidiese actuar contra quienes tan estrechamente ligados estaban al símbolo del detestado régimen que acababa de ser abolido. Pero nada sucedió, se les dejó en paz y la vida se encarriló con suma tranquilidad. La actriz retornó a sus amados escenarios y brilló como nunca sobre la escena del suntuoso Teatro Fontalba, en el corazón de la Gran Vía.Y fue entonces cuando otro hombre apare-292 Los reyes infieles ció en su vida, alguien con quien tenía muchos elementos de interés común y cuya personalidad era absolutamente distinta a la del destronado monarca. El valenciano Juan Chabás, crítico literario y hombre de teatro, de izquierdas, había sido uno de los fraguadores de la Generación del 27. Íntimo amigo de Federico García Lorca, de Rafael Alberti y de Dámaso Alonso, era una activa presencia en los ambientes culturales progresistas del bullente Madrid de los años veinte. A su lado, Carmen vivió sus más fecundos momentos profesionales, hasta que un cáncer de útero acabó con su vida en junio de 1936, solamente un mes antes del comienzo de la Guerra Civil. En la mansión del Parque Metropolitano y al cuidado de sus abuelos maternos, quedaban los dos hijos: María Teresa, de once años, y Leandro Alfonso, de siete. Cuando el cerco de la capital por el ejército franquista estableció el frente en la Ciudad Universitaria, la familia fue desalojada y se vio obligada a instalarse precariamente en el más protegido barrio de Salamanca. En vida de su madre, a los niños se les había dicho que eran hijos de un fallecido alto jefe militar y no tenían idea de su verdadero origen.Vivieron durante los tres años soportando los rigores que el sitio terrestre y los bombardeos aéreos impusieron sobre un millón de madrileños. Para pagar su alojamiento y comida, el abuelo iba vendiendo alguna de las joyas de su hija que había podido sacar de la casa familiar. Con el final de la guerra y por mandato de Alfonso XIII, un emplea-do de la Casa de Alba se hizo cargo de la situación. Ante todo, dio noticias de su origen y el muchacho se enteró de que era hijo nada menos que del último rey de España. María Teresa ingresó en un colegio de monjas y Leandro, en el escurialense Colegio Alfonso XII, donde hizo su bachillerato y comenzó la carrera de Derecho. Su padre había abierto una cuenta en una entidad bancaria suiza, que proporcionó los medios necesarios para su mantenimiento y educación.
Llegado el año 1954, tres hijos extramatrimoniales de Alfonso XIII —los hermanos Ruiz Moragas y Juana Alfonsa Milán— recibieron partes iguales en su liquidación. María Teresa casó con Arnoldo Bürgisser, de familia florentina de ascendencia suiza, con el que tuvo dos hijos. Falleció en 1962. Mientras tanto, la vida de Leandro conocía todo tipo de vicisitudes, siempre defi-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 293 nidas por las precariedades materiales. De un primer matrimonio, tuvo cinco hijos; del que posteriormente contrajo con Concepción de Mora nació otro. En todo momento Leandro no había podido evitar sentirse como un ser especial, debido a sus muy particulares orígenes. Había tenido que oír a algún aristócrata decirle a la cara que él y su hermana no tenían que haber existido, ya que suponían una mancha sobre la imagen de su padre. Pero también recibía en privado el trato debido por parte de quienes valoraban la sangre que corría por sus venas. Estableció Leandro cordiales relaciones con su hermano Juan y su cuñada María de las Mercedes, ya desde la época en que éste vivía en Estoril, y en Madrid, con su sobrino Juan Carlos y, tras su matrimonio con Sofía de Grecia, con ésta y los niños. Una buena relación le unía a su hermana Cristina, que venía a enfrentarse con la radical animadversión que siempre recibió de parte de la mayor de los hermanos, Beatriz. En cualquier caso, durante años se mantuvo una situación amigable pero ambigua, en la que faltaba el ingrediente principal: el reconocimiento expreso por parte de la familia real de Leandro Alfonso Ruiz Moragas como hijo de Alfonso XIII. Algo que, con el transcurrir de los años, le decidió a dar el siguiente paso, que fue la solicitud de filiación ante los Juzgados de Madrid. Aportando un considerable conjunto de pruebas de toda naturaleza en que basarla, sobre ingente y bien cualificada documentación, se llevó a cabo la acción. El día 22 de mayo de 2003 se emitía una resolución judicial que iba a pasar a sentar jurisprudencia en la materia. Por vez primera en la Historia, el hijo bastardo de un monarca alcanzaba, por vía judicial, el reconocimiento de su filiación. Por ley, se reconocía en toda su plenitud su calidad de hijo de rey. Así, el que hoy es el decano de la vieja estirpe reinante en España, Leandro Alfonso Ruiz Moragas, pasaba a convertirse legalmente en Leandro Alfonso de Borbón. Epílogo MODERACIÓN SIN BRILLOS CURIOSOYVARIOPINTOconjunto de elementos humanos,en la historia de la monarquía española, la presencia de amantes y bastardos no alcanzó en ningún momento niveles de significación similares a los observados en otros países europeos. En general, puede afirmarse que los sucesivos ocupantes del trono español se comportaron de forma bastante moderada en este sentido. De entre todas las relaciones extramatrimoniales con nombre y apellidos en los anales de la Corona, únicamente cabe citar el nombre de Manuel Godoy como persona que, por la vía directamente íntima —por decirlo de algún modo— accedió a un poder político que sí alcanzó niveles de verdadera significación. Pero, aparte de este caso único, no hubo manifestaciones de la especie de esas grandes amantes de reyes
que en otras cortes influyeron en la escena pública de forma más que evidente, con una presencia activa y visible. Las amantes reales fueron aquí personas de una amplia variedad de caracteres, desde mujeres de humilde extracción, objetos de mero desfogador y pasajero interés, hasta aburridas aristócratas decididas a divertir a su soberano o conocidas artistas a las que el coronado de turno «les ponía piso». Fueron mujeres en general carentes de nombre, que aparecen fugazmente, dejando o no efectos de su presencia en hijos habidos de sus relaciones. Hay otra llamativa excepción y es el caso de Isabel II, que no era consorte sino titular. Al contrario de la adusta rigidez de la reina que había llevado su mismo nombre con el primer ordinal, el carácter y particulares circunstancias personales de la reina castiza ofrecen un 296 Los reyes infieles panorama en el que las relaciones físicas se mezclan con actividades entre económicas y políticas, producto de los nuevos tiempos. Los bastardos, por su parte, muestran una rica variedad, que va desde quienes se comportaron como privilegiados hijos de la main gauche al mejor estilo antiguo régimen —el brillante don Alonso de Aragón y los que fueron protagonistas de la escena de su tiempo: la ejemplar Margarita de Parma y los ambiciosos soldados don Juan de Austria y don Juan José de Austria— hasta los que vivieron una existencia oscura e incluso ignorada, como en tantos casos cabe suponer. En general, aquí también en este ámbito domina la moderación y faltan los brillos. Ni los bastardos tuvieron en general presencia pública ni, por supuesto, jamás llegaron a suceder a sus padres en el trono. Únicamente cabe destacar, al final de este recorrido, el muy especial caso de Leandro Alfonso de Borbón, que ha sentado jurisprudencia al ver reconocida judicialmente su filiación, y del que, con toda propiedad, puede afirmarse que, por ley, ha pasado a ser hijo de rey. Referencias de ilustraciones Por orden de aparición: Emilio Sala y Francés, La expulsión de los judíos (siglo XIX), Museo de Bellas Artes, Granada. Lorenzo Vallês, Demencia de doña Juana la Loca (1866), Museo del Prado, Madrid. Bernard van Orley, Carlos V, emperador de Alemania y rey de España (siglo XVI), Galería Borghese, Roma. Anónimo, Retrato de Germana de Foix, Fondo de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos,Valencia, Museo San Pío V. Tiziano, Carlos V, emperador de Alemania y rey de España, junto a su esposa Isabel de Portugal (siglo XVI), Casa de Alba, Madrid. Henri Leys, Margarita de Parma, gobernadora de los Países Bajos, entregando las llaves de la ciudad a los magistrados de Amberes (siglo XIX), Musées Royaux des Beaux-Arts, Bruselas.
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Anónimo (Escuela Sevillana), Mercedes de Orleans, reina de España (1878), Museo Provincial de Bellas Artes, Sevilla. Luis Álvarez Catalá, El futuro rey Alfonso XIII y la regente María Cristina, Palacio del Senado, Madrid. Retrato del joven Alfonso XIII, con atuendo militar (cortesía de Don Leandro Alfonso de Borbón). Retrato de Victoria Eugenia de Battenberg leyendo. Retrato de la actriz Camen Ruiz Moragas (cortesía de Don Leandro Alfonso de Borbón). Don Leandro Alfonso de Borbón saluda a el rey Juan Carlos I (cortesía de Don Leandro Alfonso de Borbón).