Horacio Langlois - La economía desde una perspectiva anarquista integral
La economía desde una perspectiva anarquista integral
Horacio Langlois
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Horacio Langlois - La economía desde una perspectiva anarquista integral
Resumen Durante varios años [entre 2007 y 2012] este blog [http://onhl.blogspot.com/] ha trabajo sobre numerosos temas que, aunque por momentos parecían no tener un nexo común más allá de una mirada anarquista sobre los mismos, siempre siguieron un “hilo”: reformular la teoría anarquista. Las conclusiones a las que he llegado se resumen a continuación, con los respectivos artículos relacionados, donde puede verse la evolución y el desarrollo de mis opiniones. Por momentos puedo parecer muy teórico, en otros momentos hay un acercamiento muy fuerte a las ideas austriacas, en otros me vuelco más hacia el mutualismo, a veces la crítica hacia el anarcocomunismo es bastante dura. Creo que el objetivo está, en parte, cumplido, y mi idea es empezar a interpretar la realidad, tanto pasada como actual, con estas herramientas. 1. La pérdida de vigencia e influencia de las ideas anarquistas en los movimientos de masas se debe en gran parte a la infructífera división y subdivisión del anarquismo por discusiones internas estériles. Numerosos debates sobre historia del anarquismo, críticas y revalorizaciones de diversas tendencias, definiciones y conceptos, etc., pueden leerse en los siguientes artículos: 1.1. Críticas económicas al comunismo libertario I 1.2. Sobre el anarquismo y la teoría anarquista 1.3. Marx y Proudhon: revolución política y revolución económica 1.4. Críticas económicas al comunismo libertario II 1.5. Propiedad privada y anarquismo 1.6. Del anarquismo utópico al anarquismo científico 1.7. Debate sobre el cálculo económico 1.8. Continuación del debate sobre el cálculo económico 1.9. La historia del pensamiento anarquista 1.10. Los fundamentos de una teoría anarquista 1.11. El anarquismo keynesiano 1.12. El socialismo como defensa del trabajador 1.13. La guerra ideológica en el anarquismo 1.14. ¿Qué es y qué no es el capitalismo? 2. Existe la lucha de clases, tal como se la entiende habitualmente, pero no entre burgueses y proletarios en el sentido marxista (visión totalmente anacrónica y estancada en un escenario económico y social de hace doscientos años). La lucha es entre una clase productiva, es decir, asalariados, pequeños empresarios, profesionales autónomos, emprendedores, etc.; y una clase parásita sostenida por el monopolio de la fuerza (el Estado), conformada por fuerzas militares y policiales, la casta política, la burocracia judicial, grandes empresas y bancos, entidades financieras, etc. 2.1. Otra interpretación de la lucha de clases - Parte I 2.2. Otra interpretación de la lucha de clases – Parte II 2.3. Reformulando el análisis de clases I 2.4. Reformulando el análisis de clases II 2
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2.5. Sociología del lumpenproletariado 2.6. El análisis de clases 2.7. El Estado como clase 3. Existe la explotación de una clase sobre la otra, entendida como la sustracción de plusvalor por medio de la fuerza, pero no en el sentido metafísico de la teoría laboral del valor marxista, sino como la conformación de un aparato legal sostenido por el Estado que permite que toda una gama de grupos y estratos vivan a expensas de los verdaderos productores. La eliminación de la teoría laboral del valor es sumamente importante para la construcción de una teoría de la explotación de clase acertada. 3.1. La teoría marxista de la explotación 3.2. Precios de equilibrio y contradicciones en el anarcocomunismo 3.3. Salarios y productividad marginal 4. Los mecanismos de explotación con los que cuenta la clase dominante no son la desregulación de los mercados o la eliminación de las trabas a la libertad económica, sino todo lo contrario: todas las medidas implementadas por los gobiernos conducen a la concentración de la economía y a la formación de grupos privilegiados que no podrían sobrevivir sin la protección del Estado. 4.1. La verdadera acción de la competencia 4.2. El libre mercado como medio de emancipación de los trabajadores 4.3. La libertad económica en la Argentina: la Generación del '80 4.4. La libertad económica en la Argentina: el Proceso de Reorganización Nacional 4.5. La economía libre 4.6. Los mecanismos de acción del Estado 5. Los monopolios más importantes que gobiernan las economías modernas son, como mencionara Benjamin Tucker, el monopolio de la tierra, el de los aranceles, el de la moneda y el de las patentes. 5.1. El control monopólico del dinero 5.2. El anarquismo de mercado y la banca libre 5.3. El espejismo de la inflación 5.4. La teoría mutualista de la tierra 5.5. La manipulación monetaria 5.6. La banca mutualista y la crítica austriaca 6. La democracia, uno de los valores occidentales modernos más importantes, no es más que una herramienta de la que se sirve el Estado para poder ejercer su dominio con mayor eficacia. La democracia representativa, tan defendida por los intelectuales, es criticada severamente por la teoría anarquista, y en los siguientes artículos puede verse su ineficiencia en términos políticos y económicos frente a la democracia de tipo directa: 6.1. Democracia directa y reducción del Estado 3
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6.2. Los defectos de la democracia representativa 6.3. Descentralización y desintegración del Estado 6.4. Teoría de los procesos democráticos 6.5. La democracia representativa 6.6. La administración de recursos mediante la democracia directa 7. Los intelectuales y el aparato educativo estatal son herramientas de clase, tal como señalaba el marxismo, que buscan construir una ideología y una estructura de pensamiento que justifique, naturalice y reproduzca el orden social existente. 7.1. El pensamiento político actual 7.2. El paradigma setentista 7.3. La legitimación ideológica del Estado 1. La pérdida de vigencia e influencia de las ideas anarquistas en los movimientos de masas se debe en gran parte a la infructífera división y subdivisión del anarquismo por discusiones internas estériles. Numerosos debates sobre historia del anarquismo, críticas y revalorizaciones de diversas tendencias, definiciones y conceptos, etc.: 1.1. Críticas económicas al Comunismo Libertario I La corriente anarcocomunista lleva alrededor de un siglo imponiéndose como la más representativa del Anarquismo en general, al punto tal que se los considera sinónimos. No sólo eso, sino que se arroga el derecho de establecer qué postura puede o no considerarse “anarquista”. No discutiremos este último punto aquí, simplemente nos limitaremos a demostrar que el Anarcocomunismo, como teoría económica, es altamente inconsistente, fruto de la ignorancia y de una excesiva fe en la solidaridad humana; y como organización práctica, sólo llevaría a una economía de subsistencia y a una mala asignación de los recursos productivos. El sistema económico al que nos referiremos será al comunista libertario, aquél sistema de planificación descentralizada y producción libre trazado en sus inicios por el príncipe Piotr Kropotkin, y más tarde por los anarcocomunistas italianos. Kropotkin revisaría la doctrina anarcocolectivista de Mijaíl Bakunin por considerar que la retribución según el trabajo y el salario no conducirían a la sociedad libre, sino que generarían nuevas formas de autoritarismo. La obra más importante donde describe sus ideas de organización es La conquista del pan, publicado en 1892, editado por el francés Eliseé Reclus. La economía descrita por el Comunismo Libertario implicaría una supresión total de la propiedad privada, del dinero, del salario y del intercambio individual. Los trabajadores se asociarán libremente y producirán según las necesidades de la comunidad, entregando los bienes producidos a algún tipo de “almacén” distribuidor. La economía sería planificada comunitariamente en asamblea, determinando qué, cómo y cuánto es lo que se necesita producir. Sólo la comuna podrá intercambiar los excedentes de su producción con otras comunas, o, según otros esquemas, no habrá comercio entre ellas sino transferencias
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de bienes según las necesidades de cada una, ya que las comunas se encontrarían unidas en federación. Este esquema clásico de economía anarcocomunista, según sus defensores, conduciría a la abundancia general, a la distribución justa según las necesidades de cada uno, permitiría a los trabajadores tener menos horas de trabajo y más tiempo de ocio “para desarrollar plenamente todas sus capacidades humanas”, además de librarlos de la alienación del salario y de la corrupción de la propiedad privada. El Comunismo Libertario es, de esto ser cierto, es pasaje que nos transportaría al paraíso terrenal. En las esperanzadoras palabras de Reclus: “La Tierra es suficientemente vasta para abrigarnos a todos en su seno y bastante rica para dar la vida en la abundancia; produce mieses suficientes para que todos tengamos qué comer, plantas fibrosas para que podamos ir vestidos todos los humanos, y piedra y cal abundantes para que cada cual tenga su casa. Tal es el hecho económico en toda su simplicidad. No sólo que la tierra produce lo suficiente para vivir cuantos la habitan, sino que puede doblar el consumo de éstos” [1]. Aquí demostraremos que la increíble fe de Reclus en la producción comunitaria se encuentra infundada y que responde a una doctrina de organización económica que deja de lado todo tipo de análisis económico, poniendo en su lugar la utopía. Ludwig von Mises nos explica que un sistema económico, para ser eficiente, debe permitir a los agentes económicos poder discernir cuales son los procesos productivos que llevan a una mejor asignación de recursos. Es decir, una economía será eficiente en tanto mejor aproveche los recursos disponibles para la producción y no los derroche en proyectos antieconómicos o que producen pérdidas cualitativas. Para ello, se precisa un “común denominador”, que permita a los individuos llevar a cabo el cálculo económico. Así podrán calcularse las pérdidas y las ganancias, y las unidades de producción comparar los procesos productivos y deducir cuáles serán los más eficientes. De lo que se deduce que, de no permitirse el cálculo económico, no podría asignarse óptimamente los recursos disponibles, lo cual conduciría a una economía de mera subsistencia. El concepto es sencillo y, al parecer, de fácil aplicabilidad. Sin embargo, el único sistema económico que ha permitido llevarlo a cabo hasta ahora es el mercado, donde el “común denominador” es el dinero. El dinero permite expresar las facetas cualitativas de los medios de producción en precios —entendidos como el conjunto de valoraciones subjetivas de los individuos—, es decir, en unidades contables. La aparición del dinero en la economía ha permitido a los individuos llevar a cabo el cálculo económico, llevando a una asignación de recursos más eficiente y a procesos productivos más complejos, fenómenos característicos de la división del trabajo. “En una economía de intercambio, el valor objetivo de intercambio de los bienes de consumo pasa a ser la unidad de cálculo. Esto encierra tres ventajas. En primer lugar, podemos tomar como base del cálculo la evaluación de todos los individuos que participan en el comercio. […] En segundo lugar, los cálculos de esta índole proporcionan control sobre el uso apropiado de los medios de producción. Permiten a aquellos que desean calcular el costo de complicados 5
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procesos de producción, distinguir inmediatamente si están trabajando tan económicamente como otros. Si a los precios del mercado no logran sacar ganancias del proceso, queda demostrado que los otros son más capaces de sacar provecho de los bienes instrumentales a que nos referimos. Finalmente, los cálculos basados sobre valores de intercambio nos permiten reducir los valores a una unidad común. […] En una economía de dinero, el dinero es el bien elegido” [2]. A grandes rasgos, podríamos decir que el mercado posee todos los requisitos para poder llevar a cabo el cálculo económico: (1) la propiedad privada de los medios de producción, (2) el que dicha propiedad se encuentre disponible para los intercambios, y (3) la utilización del dinero; lo que permite que las valoraciones que los individuos hacen de los medios de producción se vean reflejadas en precios monetarios. Mises no se limitó al desarrollo de este concepto simplemente, sino que lo aplicó a un sistema donde el dinero y, por ende, los precios, eran suprimidos, concluyendo que tal economía conduciría al derroche, la mala asignación de recursos, la ineficiencia y el estancamiento generalizados, etc. Lamentablemente, sólo dirigió esta crítica a una economía socialista de Estado o de planificación central, sin dedicar mayor atención a otros tipos de economía sin dinero ni precios de mercado, como puede ser la economía anarcocomunista. Ahora bien, se supone que en una economía de mercado, si los bienes se hayan sujetos a las valoraciones individuales, es porque son escasos en relación a las necesidades de las personas. Es por ello que son susceptibles de ser apropiados y economizados, para administrarlos más eficientemente, y es por ello que reciben la denominación de bienes económicos. Básicamente, todos los bienes producidos por el hombre y buena parte de los naturales —a excepción de, por ejemplo, el agua o el aire— son escasos. El Comunismo Libertario cree poder invertir esta relación: que todos los bienes producidos pasarán a ser abundantes en relación a las necesidades humanas, es decir, no económicos. Sin embargo, las necesidades humanas son necesariamente infinitas, aunque puedan ser satisfechas momentáneamente, por lo que cualquier intento de “inventariarlas” para calcular cuánto ha de producirse y en qué punto los bienes producidos dejan de ser económicos conducirá al fracaso, o a una clasificación o cálculos arbitrarios. Si esto no fuera así, la economización humana, que se ha llevado a cabo desde el momento mismo en que el hombre dio sus primeros pasos para asegurarse su subsistencia, ha sido un absurdo y un trabajo innecesario. Si tenemos esto en cuenta, sabremos que es imposible llevar a cabo algún día la táctica de “tomar del montón”. Mucho más complejo es llevar a cabo la economización sobre los factores de producción. Las necesidades de estos bienes, en terminología mengeriana, “de órdenes superiores”, se halla sujeta a la necesidad que exista de bienes de consumo directo. Si los últimos son escasos, y por ende, objetos de economía, mucho más lo serán los bienes de órdenes superiores; si es imposible determinar las necesidades de bienes de consumo directo dado que son infinitas, aún más lo serán los bienes de producción. Desde el comienzo la idea de
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una “superabundancia” de bienes que plantean los anarcocomunistas es una contradicción económica. Hemos dicho más arriba, que para una asignación eficiente de los recursos productivos, es necesario poder economizarlos mediante una unidad común de cálculo, una medida de eficiencia. En la economía de mercado es el dinero. Mediante las unidades monetarias, los individuos pueden calcular cuánto gastan y cuánto ganan, no sólo cuantitativa sino cualitativamente [3], y comparar estos cálculos con los de otros competidores, para saber si están produciendo tan eficientemente como ellos. Esto lleva a una mejor economización de los medios de producción y de todos los bienes en general. En una economía anarcocomunista, no existe una medida de eficiencia o una unidad común de cálculo que nos ayude a calcular pérdidas y ganancias, ya que la propiedad privada ha sido abolida, al igual que los intercambios, y, por ende, el dinero. De modo que no existe forma de saber si las distintas unidades productivas están actuando económicamente o no. Podría aducirse que tienen punto de comparación en las unidades productivas de otras comunas, pero no hay forma de calcular qué tan eficientemente producen en comparación con ellas. Esto se debe a que es imposible calcular económicamente en especie, no es posible restar o sumar cantidades heterogéneas. La unidad productiva no puede saber si está produciendo pérdidas o ganancias si lo que maneja son bienes totalmente diferentes entre sí. ¿Cómo puede saber si hay pérdidas si lo que se suma o resta son 3X, 2Y, 5Z, etc.? Los cálculos en dinero tampoco pueden ser reemplazados por unidades de trabajo sin obtener resultados erróneos. En principio, tales unidades de trabajo excluyen de la economización todos los recursos naturales, es decir, irreproducibles. En segundo lugar, y esto es lo más importante, no existe una unidad homogénea de trabajo. Como nos dice el economista Jesús Huerta de Soto, “no existe un ‘factor trabajo’, sino innumerables tipos, categorías y clases distintas de trabajo que, en ausencia del denominador común que constituyen los precios monetarios establecidos en el mercado para cada tipo de trabajo, no pueden ser sumadas o restadas dado su carácter esencialmente heterogéneo” [4]. Los intentos de los marxistas de clasificar el “trabajo socialmente necesario” en horas de trabajo, conducen a contradicciones absurdas: la idea de que las horas de trabajo “concentrado” de un ingeniero equivalen a una mayor cantidad de horas de trabajo “simple” de un obrero industrial tiene tanto sentido como la idea de que un ciervo equivale a diez conejos y resulta vano buscar alguna prueba empírica que valide tal tesis. “Supongamos que el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir dos bienes P y Q es de diez horas, y que la producción de la unidad P y Q exige el material A, una unidad del cual requiere una hora de trabajo socialmente necesario, y que la producción de P involucra dos unidades de A y ocho horas de trabajo, y la de Q una unidad de A y nueve horas de trabajo. En el cálculo basado en tiempo de trabajo, P y Q son equivalentes, pero en el cálculo basado en el valor, P debería ser más valioso que Q” [5]. En definitiva, es imposible concebir una unidad común de cálculo basada en trabajo. El dinero sigue siendo la única conocida y la más eficiente. Los efectos de un sistema que 7
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imposibilita el cálculo económico son una mala asignación de recursos, una producción ineficiente, superproducción en unas áreas y subproducción en otras, derroche, en fin, todo lo necesario como para desperdiciar los grandes avances técnicos y los complejos procesos productivos que el Capitalismo ha engendrado. El Comunismo Libertario conduciría necesariamente a una economía de mera subsistencia, en donde los individuos se hallan perdidos, sin saber cuánto producir, ni cómo producir. Lo único que los guiaría sería la necesidad de bienes, y la producción se encaminaría a cubrir intuitiva e ineficientemente esta necesidad. En este contexto, sería imposible que los trabajadores puedan “desarrollar plenamente todas sus capacidades humanas”. El precio de la destrucción de la propiedad privada sobre los medios de producción es la economía de subsistencia. Notas [1] Eliseé Reclus, Evolución, revolución y anarquismo, 1897. [2] Ludwig von Mises, El cálculo económico en el sistema socialista, 1920. [3] Este último concepto puede ser difícil de entender. Sabemos que el aspecto conmensurable de un objeto no es lo mismo que su aspecto cualitativo. Podemos calcular cuántas unidades de algo poseemos, pero la única forma de calcular la cualidad de satisfacer necesidades o de reportar utilidad de algo es mediante las valoraciones individuales. Para saber si un bien es más eficiente que otro, sólo podemos valorarlos y graduarlos según su utilidad. En el mercado, los bienes son valorados por todos los individuos a la vez, utilizando como referencia las unidades dinerarias, lo que termina asignándole un precio. De esta forma, sabremos si estamos actuando económicamente si adquirimos bienes más baratos que reporten mayor utilidad. [4] Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, 1992. [5] Ludwig von Mises, Ibíd. 1.2. Sobre el anarquismo y la teoría anarquista El Anarquismo es una corriente político-filosófica que propugna la anarquía. ¿Y qué es la anarquía? “Anarquía significa”—nos dice Malatesta—“sociedad organizada sin autoridad, entendiéndose por autoridad la facultad de imponer la propia voluntad…”. Este es el eje de la filosofía anarquista, y todas sus consideraciones y propuestas subsiguientes deben seguirse lógica y sistemáticamente de ese principio. El primero en reivinidicar para sí y para su sistema de pensamiento un término que siempre se había utilizado en un sentido peyorativo fue Pierre-Joseph Proudhon, en su obra ¿Qué es la propiedad?, de 1840. Es natural, entonces, encontrar las bases del anarquismo en su ideario. Para Proudhon, la anarquía es la “ausencia de señor, de soberano…”. Es “el gobierno de cada uno por cada uno”, es decir, es una filosofía que aspira al hombre autárquico e independiente. Debemos aclarar algo cuando hablamos de Proudhon, el fundador del anarquismo, y es que el mismo es extremadamente desestimado por los mismos anarquistas en la 8
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actualidad. Dada la orientación netamente comunista del anarquismo contemporáneo, la poca importancia que se le reconoce, más allá de haber dado nacimiento al movimiento, es aquella frase que responde a la pregunta del título de su primer escrito: “¡la propiedad es un robo!”, además de la base de organización federalista. Subrayar simplemente dichos puntos es hacer una lectura selectiva de sus obras, ya que con aquella exclamación solo se refería al derecho lockeano de propiedad sobre la tierra. De hecho, Proudhon era un fervoroso defensor de la propiedad “sobre los frutos del propio trabajo”, lo que lo ha llevado a considerar que el comunismo sería “imposible” por la emulación de no hacer nada, ya que “recompensa con igualdad de bienestar el trabajo y la pereza, el talento y la necedad, el vicio y la virtud”. Y, por supuesto, tal simplificación del pensamiento proudhoniano ignora y niega de lleno sus escritos más maduros, donde llega a afirmar que la defensa de la propiedad es el único medio de defensa del individuo contra el Estado. En su libro El principio federativo, Proudhon establece que los sistemas políticos y su forma se determinan por una lucha entre la libertad y la autoridad y su eterna contradicción; donde el sistema anárquico ocupa el sitio más extremo del bloque libertario. En palabras de Sebastián Faure, es “la negación del principio de autoridad en la organización social…” y de las instituciones “basadas en ese principio”. El principio de autoridad se entiende como el principio de acción social basada en la imposición de una voluntad sobre otra; es una cualidad que supone, por un lado, una voluntad que manda, y por otro, una voluntad que obedece. Llevada la autoridad a escala social, presupone un núcleo de agentes separado de la sociedad, porque, como tales, no tienen que obedecer. Una estructura de este tipo establece la distinción entre “superiores” e “inferiores”. No obstante, no notamos ningún conflicto posible en esta relación entre dirigentes y dirigidos en tanto la voluntad dominada considere legítima a la autoridad que se ejerce sobre ella. En donde la legitimación desaparece, surgen las relaciones de poder para sostener la autoridad. El poder es la facultad de, por ejemplo, A —voluntad dominante—, de determinar la conducta de B —voluntad dominada. Cuando A recurre para esto al uso de la fuerza, o a la amenaza de uso de la misma, se introduce en la relación la coacción. El anarquismo, entonces, como teoría político-filosófica, se opone a este último tipo de relación, a la coactiva. El anarquismo nada puede objetar a las relaciones donde una voluntad se somete a otra de forma consensuada, ni a las relaciones en las que la facultad de determinar el comportamiento de otros en puramente moral, persuasiva o “carismática”. Siguiendo este razonamiento, una teoría anarquista debe estudiar las relaciones sociales coactivas y predecir o deducir cómo se desarrollarían dichas relaciones sociales en libertad, sin trazar ni elaborar para ello ningún plan general de organización al cual dichas relaciones deben subordinarse. 1.3. Marx y Proudhon: revolución política y revolución económica La lucha ideológica entre Marx y Proudhon dividió la actividad de los trabajadores en dos grandes doctrinas: el comunismo y el anarquismo. Lo que en un principio los definía y diferenciaba era su perspectiva sobre el cambio social: por un lado, la acción política y la revolución violenta, y por el otro, la acción voluntaria y la libre asociación. Con Bakunin, no obstante, este último aspecto se vería esfumado y el anarquismo y el comunismo 9
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compartirían la misma ruta de ataque: la revolución social, aunque diferirían en la dirección en la que había que dirigirla, si hacia la destrucción del Estado o hacia la apropiación del mismo. Sin embargo, esta visión y aceptación de la revolución violenta por parte de muchos anarquistas contradice totalmente los fundamentos del anarquismo, cuyo eje es la teoría anarquista que estamos intentando desarrollar retomando la doctrina proudhoniana y que comenzamos esbozando brevemente en el último artículo Sobre el Anarquismo y la teoría anarquista. Engels lo ha explicado mejor que nadie: “¿No han visto nunca una revolución estos señores? Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios” [Friedrich Engels, De la autoridad, Almanacco Repubblicano per l'anno, 1874]. Aquí intentaremos realizar un contraste profundo entre la idea que Marx y Proudhon presentaban sobre la emancipación del proletariado y de dónde deducían tales ideas, los medios por los cuales los trabajadores debían realizar dicha emancipación, hacia donde ha conducido cada doctrina, los obstáculos con los que se han encontrado, y realizaremos un balance analítico al final del escrito. El materialismo histórico Uno de los aportes principales y más valiosos del marxismo ha sido lo que Georgi Plejánov denominaría “materialismo dialéctico”, del cual se deduce el materialismo histórico. Consiste en una forma sumamente interesante de concebir el desarrollo económico e histórico de las sociedades que parte de la dialéctica hegeliana. No discutiremos aquí la validez de tal método, sino que lo sintetizaremos brevemente con el fin de aclarar las doctrinas marxistas que analizaremos a continuación. Hegel indicaba que todo se hallaba sujeto a cambio, y que este cambio se daba mediante “oposición de contrarios”, lo cual daba dinámica a la Historia. El proceso comienza con una afirmación, la cual da nacimiento a su propia contradicción, su negación. Esta contradicción daría lugar a una superación de ambas instancias mediante la negación de la negación o unidad de contrarios: la síntesis, la cual se convertirá en una nueva afirmación, desencadenando nuevamente el proceso. Para la dialéctica “no hay nada definitivo, nada absoluto, nada sagrado; ella nos muestra la caducidad de todas las cosas y en todas las cosas, y para esta perspectiva no sino existe proceso ininterrumpido del devenir y de lo provisorio” [Georges Politzer, Principios elementales de la filosofía, 1935-36]. Es decir: todo cambia, menos la ley eterna del cambio. Hegel aplicaría una visión idealista a la Historia siguiendo el método dialéctico, y concluiría que el factor de movimiento de la misma era la “lucha” entre naciones y sus grandes líderes. Marx y Engels reaccionarían contra esto y, tras declarar que la filosofía de 10
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Hegel “estaba de cabeza” y que había que “ponerla al derecho”, eliminarían el idealismo sustituyéndolo por una visión materialista de la Historia. Así, afirmarían que los movimientos históricos de la organización social se hallan determinados por su estructura económica, más concretamente por su modo de producción, el cual a su vez determina la superestructura ideológica. El modo de producción comprende la forma en que se produce y la forma en que se distribuyen los bienes. De esta forma, la sociedad se hallaba determinada por la división clasista que generaba la apropiación por algún grupo social de los medios de producción, y esta división en clases es la que daba lugar a la lucha entre ellas. Este importante avance respecto de la visión de Hegel podría considerarse la principal aportación filosófica del marxismo, aunque a mediados del siglo XX los diversos movimientos nacionalistas y populistas se autoproclamaban seguidores del marxismo cuando habían retrocedido un gran paso de vuelta hacia Hegel. Ejemplo claro de esto, por citar uno, es el de los numerosos trabajos del argentino Juan José Hernández Arregui, defensor ideológico del peronismo de izquierda. En el capitalismo, el modo de producción y la lucha de clases se desarrollan de la siguiente manera: la burguesía es la clase poseedora de los medios de producción, mientras que el proletariado, despojado de este “privilegio”, se ve en la necesidad de vender su fuerza de trabajo. La producción, dirigida por los capitalistas, consiste en la producción de mercancías en la búsqueda de beneficios; y la distribución se halla determinada por el intercambio de dichas mercancías bajo las los vaivenes de la oferta y la demanda. La emancipación de los trabajadores según Marx En Marx, el trabajador es el encargado de llevar a cabo la misión histórica de transformar la sociedad en que vive: debe destruir el capitalismo, instaurar el socialismo y preparar el terreno para el comunismo. El trabajador no busca satisfacer su interés propio, ni que su clase alcance cierto grado de bienestar; sino que una vez que es “conciente” de su tarea, busca liberar a la humanidad entera. Marx y Engels, cuando se refieren a la “conciencia de clase” del proletariado, se refieren a la capacidad del mismo de percibir sus intereses —aparentemente, el obrero no conoce, en un primer momento, sus intereses; éstos deben ser “descubiertos” o “adquiridos”— y la capacidad de luchar por ellos. Podría decirse que el proletariado debe desarrollar, a lo largo del proceso capitalista y mediante intensas luchas y experiencias, su capacidad potencial de convertirse en clase dominante, de gobernar. ¿Cómo se desarrollan estas luchas? ¿Cómo va adquiriendo el proletariado su “conciencia de clase”? Más específicamente, ¿cómo se mueve y debe moverse como clase contra la burguesía bajo el capitalismo? Pues, confrontándola directamente: exigiendo mejoras en su calidad de vida, en sus condiciones de trabajo, salarios más altos, etc. En efecto, lo que ha venido haciendo desde que se implantó el sistema capitalista. La huelga, las exigencias para la reducción de la jornada laboral, la acción sindical, la obtención del sufragio universal, todo esto implica una confrontación cara a cara con la clase dominante. Cada vez que la clase trabajadora lograba tomar una tajada cada vez más grande del pastel social, era visto como una “victoria” por Marx y Engels, un paso más hacia el socialismo. 11
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Esto nos introduce en el concepto de la dictadura del proletariado, la clase trabajadora erigida en dominante. Las luchas descritas en el párrafo anterior, según el marxismo, tienden a intensificarse cada vez más a medida que el capitalismo cae en crisis constantemente; lo que deviene en una confrontación final: la revolución social. Aquí, el proletariado industrial —y sólo el industrial, ya que es la clase históricamente destinada a ello y la única con conciencia revolucionaria— se levanta contra la burguesía y toma el aparato estatal. Es el momento en donde las experiencias adquiridas rinden sus frutos, y en donde queda en evidencia el potencial histórico del proletariado. Pero cuando decimos “tomar el aparato estatal” estamos siendo imprecisos en lo que a teoría marxista estricta se refiere. En realidad, los trabajadores “destruyen” el viejo aparato burocrático y militar y lo sustituyen por otro nuevo, un gobierno obrero, y que, como es obrero, es “democrático”. Sin embargo, dejaremos pasar estas cuestiones detalladas porque se supone que los trabajadores reemplazarán la burocracia capitalista por “delegados revocables” y el complejo militar burgués por el “pueblo armado”, con lo cual no se da un cambio muy sustancial ni profundo, sino que varían los intereses que el Estado debe salvaguardar y quién lleva a cabo esa tarea, pero el aparato en sí permanece intacto. Claro que podremos admitir esto si nos desligamos de la idea marxista de que el Estado es un simple artefacto de dominación de clase, comprendiendo que por Estado se entiende una clase o núcleo social en sí mismo con facultades de autoprivilegio. La dictadura del proletariado constituye el puntapié inicial del sistema socialista, que tiene serias e importantes implicancias en el complejo teórico del marxismo, muchas de las cuales no han sido lo suficientemente desarrolladas. El significado de la expresión “dictadura del proletariado”, dada su ambigüedad, se ha visto manipulado, tergiversado y malinterpretado, y en parte esto es responsabilidad exclusiva de Marx y Engels por no haber sido lo suficientemente precisos. Esto se debe a que consideraban todo desarrollo teórico de los sistemas socialista y comunista futuros como “utópicos”, pero el haberse negado a describir mínimamente la sociedad del porvenir ha permitido que su doctrina se prestada a todo tipo de lecturas —de allí las innumerables divisiones del marxismo en leninismo, estalinismo, socialdemocracia, consejismo, diversos movimientos nacionalistas de mediados de siglo XX, etc. Así que trataremos de ser cuidadosos en el sentido que demos a este concepto. Ya hemos dicho que la dictadura del proletariado consiste en la transformación de la clase trabajadora en clase dominante, derrocando a la burguesía del poder mediante la toma del aparato estatal y la apropiación y centralización de los medios de producción en manos de la clase trabajadora. Respecto a este último punto, es bastante claro por sí mismo en un primer instante, pero cuando nos acercamos un poco vemos que es igual de ambiguo que los otros. Marx y Engels, por el término “medios de producción” entienden, podría decirse, las manufacturas, los bienes producidos destinados a producir bienes, y que estos deben ser apropiados por los trabajadores. Pretenden darle un significado rígido, pero si nos ponemos un ejemplo de lo más cotidiano vemos que carece de sustancia: la industria productora de hornos considera el horno —bien final— su producto; pero al vender ese producto a un panadero, éste lo considera como su medio de producción para producir pan. ¿Cuál de los dos “medios de producción” debería pasar a ser propiedad de la 12
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sociedad en su totalidad? Es probable que el marxismo afirme que ambos. Entonces ya no hablamos de socialización de los medios de producción, sino se socialización de los bienes en su totalidad, y la posterior distribución de los bienes de consumo directo según criterios determinados por la comunidad. Pero estas confusiones terminológicas son habituales en una doctrina que desprecia y deja de lado de tal manera la subjetividad de los individuos: ya lo hemos visto en la teoría laboral del valor. Los demás aspectos se encontraban formulados de manera bastante vaga hasta la Comuna de París de 1871, suceso del cual Marx y Engels extrajeron varias “enseñanzas”, ya que consideraban que la acción revolucionaria del proletariado comenzaba a mostrarse bajo su verdadera forma: “El París de los obreros” —sentencia Marx— “con su Comuna, será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera” [Karl Marx, La guerra civil en Francia, 1871]. Como ha dicho Lenin, según el credo marxista la Comuna “es la forma descubierta, al fin por la revolución proletaria, bajo la cual puede lograrse la emancipación económica del trabajo” [Vladimir I. Lenin, El Estado y la revolución, 1917]. Este hecho histórico es considerado como un “modelo” a seguir, como una muestra de lo que será el futuro socialista. “La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del gobierno central, la policía fue despojada inmediatamente de sus atributos políticos y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los que desempeñaban cargos públicos debían desempeñarlos con salarios de obreros. Los intereses creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos dejaron de ser propiedad derivada de los testaferros del gobierno central. En manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa llevada hasta entonces por el Estado… La Comuna tomó medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de represión, el “poder de los curas”, decretando la separación de la Iglesia del Estado y la expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al retiro de la vida privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los apóstoles. Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado…” [Karl Marx, op. cit.] Hemos señalado en cursiva los fragmentos que nos demuestran las primeras medidas tomadas por la Comuna. Como vemos, se trata de medidas puramente políticas: las definiciones de los cargos, las retribuciones de los mismos, el papel de la Iglesia, de la educación, etc. Estas medidas podrían haberse tomado con toda tranquilidad bajo el capitalismo —de hecho, ya hay varias que han sido decretadas— sin afectar el “modo de producción” en el cual se desarrollan. En efecto, como explicaremos más adelante, no existe ningún cambio, más allá que en términos de distribución, entre el capitalismo y el 13
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socialismo en lo que respecta al modo de producción, justamente el eje central del cambio revolucionario. Sin embargo, Marx y Engels extrajeron una enseñanza fundamental de la experiencia de la Comuna y su caída, y es que “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines” [Karl Marx, op. cit.]. La clase obrera debía destruir, si quería llegar y mantenerse en el poder, todas las instituciones burguesas de opresión. La Comuna de París reveló que la revolución social no podía triunfar sin una fuerte organización política de escala nacional e internacional; la victoria del socialismo exigía, por parte de los obreros, una preparación casi militar. Los proletarios no pueden esperar que triunfen sus objetivos con piedras y palos, como en la Revolución Francesa, que en gran parte dependió de la fuerza numérica de los pobres. De otra forma, las fuerzas de la burguesía la superarían, como efectivamente sucedió en 1871 [Richard E. Rubinstein, Alquimistas de la revolución, 1987]. Por ello, una vez en el poder, los trabajadores deberán utilizar el Estado como aparato de represión y dominación de clase que es contra la burguesía y sus instituciones para acabar con las diferencias de clase y así poder encaminar la sociedad al comunismo, la sociedad sin clases, y por ende, sin Estado. Dijimos más arriba que bajo el socialismo, pese a todos los intentos del marxismo de querer hacerlo pasar por una revolución acorde al materialismo histórico, presenta un modo de producción similar al capitalista. Bajo el capitalismo, el modo de producción comprende una división entre propietarios de los medios de producción y desposeídos y la distribución se determina por el intercambio de mercancías. Bajo el socialismo, la distinción en propietarios de los medios de producción y desposeídos persiste: la única diferencia consiste en que hay un propietario único, pero esto es simplemente una diferencia de grado, como lo hay en el mercado entre monopolio y oligopolio. El propietario exclusivo de los medios de producción es el “cuerpo social” trabajador. Cualquier elemento extraño o ajeno al mismo se haya excluido de ejercer posesión sobre los mismos, como lo es, por ejemplo, la burguesía o los trabajadores sin conciencia de clase. Y si nos apegamos a la lectura del marxismo “vulgar”, para fines prácticos la propiedad “socializada” es equivalente a la propiedad estatal, con lo cual la mayoría de los trabajadores se verían excluidos de la toma de decisiones central, con lo cual ya no es propiedad suya estrictamente hablando. La distribución, en cambio, se determina según los mandatos de “la sociedad en su conjunto”, es decir, cuerpos de delegados representantes de los proletarios, elegidos por ellos y “revocables en todo momento”. Quiere decir que la única diferencia entre capitalismo y socialismo, hablando en términos rigurosamente marxistas en lo que al modo de producción respecta, eje estructural de toda organización económica, ¡es una “redistribución” del ingreso! Entendiéndolo así, podemos afirmar que el modo de producción socialista sólo es una forma “deformada” del capitalista, sólo que más centralizado y “equitativo”. Esto queda demostrado por el hecho de que Marx y Engels, concibiendo al Estado como una entidad “subsidiaria” de la estructura económica, sea el objetivo principal de apropiación por parte de los proletarios, para luego poder expropiar y centralizar los medios de producción. ¿Según el materialismo histórico, el proceso causal no debería ser al revés? Otra de las tantas preguntas que el marxismo ha dejado sin contestar. 14
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La emancipación de los trabajadores según Proudhon La emancipación de los trabajadores, en Proudhon, es puramente económica, y no tiene en cuenta el elemento político sino como una herramienta más de esa emancipación económica. Para Proudhon, la independencia y liberación de los proletarios consiste en que éstos sean propietarios del producto íntegro de su trabajo. Esto se desprende en gran medida de sus teorías económicas, y más concretamente de sus estudios sobre el valor. Analicemos esto más de cerca. La medida del valor de un bien en Proudhon, al igual que en todos los socialistas, procede de la cantidad de trabajo que conlleva producirlo. De ello deduce que, entonces, es un “derecho natural” del trabajador poseer el bien, puesto que él lo ha creado con su labor y le ha conferido valor. En el artículo El socialismo y la competencia ya hemos detallado la influencia fundamental que ha tenido esta idea sobre el origen del socialismo como doctrina, procedente de David Ricardo, el cual concebía que esta cualidad del valor de los bienes se expresaba en los precios por medio de la competencia. Muchos socialistas habían dejado de lado ese punto, pero Proudhon —entre otros—, lo incluyó en sus teorías, por otros medios, claro está. Siendo que toda desviación de los precios de su costo de producción se debe a algún cierto grado de monopolio, se deduce que la competencia —“la guerra contra los monopolios” como la ha llamado Proudhon—, sea el medio por el cual se cumple la ley del valor. La medida de la liberación de la competencia, que evidentemente beneficiaría a la clase trabajadora ya que le permitiría a estos llegar a ser propietarios de los medios de producción y del producto íntegro de su labor —como explicaremos más adelante—, ha sido calificada por Engels como “pequeño-burguesa”. “Puesto que se sabe que el trabajo constituye la medida de las mercancías… el pequeño burgués, cuyo trabajo honrado —aun cuando no sea más que el de sus obreros o el de sus aprendices— pierde diariamente cada vez más valor a consecuencia de la competencia de la gran producción y de las máquinas, sobre todo el pequeño productor, han de desear ardientemente una sociedad en la cual el cambio de los productos conforme a su valor de trabajo sea una realidad plena y sin excepción…” [Friedrich Engels, Prefacio a la primera edición alemana de Miseria de la Filosofía, de Karl Marx, 1847]. Engels, que no comprende la verdadera acción de la competencia y que al parecer sabe cómo piensa la pequeña-burguesía mejor que ella misma, no llega a entrever como esta puede conducir a la emancipación del proletariado permitiéndole acceder a los medios de producción y al producto de su trabajo: “quiero que el trabajo esté comanditado por el capital, y que todo trabajador pueda llegar a ser empresario y privilegiado…” [Pierre-Joseph Proudhon, Filosofía de la miseria, 1846]. En efecto, mediante la libre competencia aplicada al capital, los precios tienden a acercarse al costo de producción y los salarios a elevarse, reduciendo al mínimo el margen de beneficio, y permitiendo al asalariado independizarse adquiriendo los medios de producción del capitalista mediante la asociación de ahorros. Por lo que la acusación de Engels, psicologismo aparte, carece de fundamento. 15
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Pero la destrucción de las barreras impuestas al libre comercio no basta. Al trabajador también debe permitírsele acceder al crédito para poder ser propietario de los medios de producción, un crédito gratuito que no esté deformado por la influencia adversa del oro y el dinero metálico, que constituyen “un cerrojo del mercado”. Si el dinero se convirtiera en un simple medio de cambio, y no de acumulación; si fuera una herramienta de agilización y facilitación del comercio, el interés sobre los préstamos de capital se reduciría notablemente. Para ello resulta necesario que el Estado desregularice el sistema bancario, permitiendo la libre competencia entre los mismos ya que, en definitiva, “si el negocio de la banca fuera libre para todos, cada vez entrarían en él más y más personas hasta que la competencia reduciría las tasa de interés de los préstamos al costo del trabajo de gestionar el préstamo” [Benjamin Tucker, Socialismo de Estado y Anarquismo: en qué coinciden y el qué difieren, 1886]. Proudhon, además, propuso la creación de una “banca popular” o banco del pueblo, en donde las mercancías se intercambiarían directamente entre productor y consumidor —de los cuales podemos encontrar un ejemplo explícito en los “mercados del trueque” generados espontáneamente en Argentina tras la caída del peso hacia el año 2000, que no se disolvieron hasta que el Estado decidió intervenirlos—, una forma radical de reestablecer el truque y evadir la influencia negativa de la moneda estatal. La visión proudhoniana de la emancipación de los trabajadores está basada, entonces, en la posibilidad de estos de convertirse en empresarios y dejar atrás su posición de asalariados, de ser propietarios exclusivos de sus propias empresas, de intercambiar libremente sus productos según el esfuerzo que implica producirlos, el crédito mutuo y las organización voluntarias como las cooperativas, tanto de consumo como de producción. Esta visión podría decirse que fue la que socialistas utópicos como el filántropo inglés Robert Owen intentaron llevar a cabo dentro del capitalismo mismo, podría decirse que es un “precursor” del mutualismo propiamente dicho. Ambas visiones comparten la idea principal de que la economía organizada bajo los intereses del trabajador debe intentar “sortear el capitalismo” y no destruirlo, es decir, actuar pacíficamente al margen del mismo. “La doctrina de Owen era una religión de la industria, cuyo portador era la clase obrera. La riqueza de sus formas e iniciativas ha sido hasta ahora inigualada. Esta doctrina ha significado prácticamente el comienzo del moderno movimiento sindical. […] Sus actividades se centraban en la educación y en la propaganda, así como en el comercio; tenían como finalidad la creación de una nueva sociedad a través de la asociación de sus esfuerzos… al satisfacer unos las necesidades de los otros se creía que los artesanos iban a emanciparse del influjo aleatorio del mercado; más tarde se recurrió a los bonos de trabajo que conocieron una notable difusión. […] La primera organización nacional de productores con fines sindicalistas ha sido la Operative Buildders Union, que intentó reglamentar directamente el trabajo de la construcción al crear “construcciones a más amplia escala”, al introducir una moneda propia y al demostrar que existían los medios para llevar a cabo con éxito la “gran asociación para la emancipación de las clases laboriosas”. Las cooperativas de trabajadores industriales del siglo XIX provienen de este proyecto. A partir del sindicato o de la guilda de obreros de la construcción y de su “parlamento” nació la Consolidated Trades Union, todavía más ambiciosa, que, durante un corto espacio de tiempo, contó con más de un millón de obreros y artesanos en su federación libre de sindicatos y sociedades cooperativas. Su idea consistía en 16
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hacer una revolución industrial por medios pacíficos, lo que nos parecerá contradictorio si recordamos que en el alba mesiánica del movimiento de los trabajadores la conciencia de su misión se consideraba que confería a sus aspiraciones un carácter irresistible. […] La idea de la resistencia no violenta se encontraba plenamente desarrollada en el interior de estas instituciones”. [Karl Polanyi, La gran transformación, 1944]. En efecto, ambas visiones, la proudhoniana y la oweniana, coinciden en que la emancipación del proletariado no se logra mediante la toma del control estatal, más bien para ellos quien estuviera en el poder les resultaba indiferente; sino que se conseguiría mediante la libre asociación y la cooperación voluntaria entre los obreros, “construyendo una sociedad nueva en la cáscara de la nueva”. Estos métodos a menudo se han denominado como “contraeconomía” o “contrapoder”. La “revolución” de este tipo es meramente económica. La dictadura del proletariado y la economía paralela Luego de analizar cada perspectiva, ¿qué nos queda? Nos quedan delimitadas claramente, dos visiones y métodos de acción del proletariado para emanciparse y alcanzar el bienestar que le es negado bajo las actuales condiciones del capitalismo —que de todos modos, como hemos demostrado en otros artículos, no es inherente al capitalismo sino una deformación del mismo por factores externos. La primera es la marxista, que sentencia que los trabajadores no conocen sus intereses históricos y que deben “adquirirlos” mediante la lucha encarnizada, directa contra los capitalistas; y que dichos intereses consisten en la transformación de toda la sociedad y nada menos que la liberación de la humanidad. La segunda es la proudhoniana, que afirma que el trabajador sólo está interesado en mejorar su situación económica y de ser posible, ser el propietario de sus condiciones de trabajo. Queremos suponer que en este ámbito el que nos dirá cuáles son los intereses del obrero… ¡será el obrero mismo! Según Marx, el trabajador deberá, no sólo luchar directamente contra la burguesía, exponiendo su integridad a ello, sino que deberá prepararse para convertirse en clase dominante, en organizarse en unidades de batalla, deberá preocuparse en administrar la economía socialista junto con sus iguales, deberá estar listo para ejercer política periódicamente mediante la elección de delegados, juzgar si deben permanecer en su cargo, si representan sus intereses, si deben revocarlos, si la marcha de la sociedad conduce hacia el comunismo, y, por supuesto, deberá estar mentalmente preparado para alzarse en armas contra cualquier acción contrarrevolucionaria de la burguesía. Según Proudhon, el trabajador debe y deberá preocuparse sólo por sí mismo y sus condiciones de vida, para lo cual deberá asociarse necesariamente con sus iguales, buscando en conjunto reunir los suficientes fondos para adquirir los medios de producción o simplemente recurrir al crédito mutuo. Queremos creer que para el trabajador resultará mucho menos desgastante, sencillo, familiar y hasta cotidiano el segundo método. La estrategia marxista ni siquiera se deduce del materialismo histórico. El proletariado no se emancipa económicamente hasta que no obtiene el poder político, cuando 17
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metodológicamente debería constituirse en clase dominante en la esfera económica para que la superestructura política se acomode a tal situación. Marx cree cambiar la sociedad porque el Estado es controlado por obreros en vez de funcionarios burgueses. Cree modificar las cosas por cambiar su nombre. La estrategia proudhoniana no sólo conduce a la libertad económica de los obreros mediante la contraeconomía independientemente de quien detente el poder político, sino que también se deduce claramente de los principios libertarios de la teoría anarquista, es decir, es fruto de las relaciones no coactivas ni autoritarias. Sorprendentemente, muchos de los que se autodenominan “anarquistas” han olvidado este punto, adoptando una posición casi pasiva, a la espera de una sagrada revolución que algún nos caerá sobre nuestras cabezas. No sólo en teoría el marxismo se muestra poco consecuente con los intereses de los obreros y estéril, sino en la práctica y de ello nos da evidencia la historia. En efecto, hay que remarcar que los métodos de acción decretados por Marx como fenómenos conducentes a la destrucción del capitalismo y al socialismo, tales como la huelga, el reclamo por mejores condiciones de trabajo, de salario y de jornada laboral, no ha beneficiado en lo más mínimo la conciencia revolucionaria del proletariado. Es más, ha sido la consecución de estos objetivos por parte de los trabajadores lo que les ha conferido una condición que los mismos Marx y Engels llamarían “aburguesada”, en el sentido de que, una vez obtenidos estos logros, la clase obrera se amansa y se inclina por el conformismo. El sorprendente apoyo de los trabajadores hacia la intervención del “Estado burgués” a menudo es una causa directa del cumplimiento de estas exigencias. Por último, el surgimiento de la socialdemocracia y del leninismo no son más que demostraciones de que el supuesto “movimiento revolucionario” del proletariado no es tal ni se manifiesta espontáneamente, es decir, como algo intrínseco al capitalismo, ya que ambos sostienen la necesidad de un elemento externo a la clase trabajadora que la vuelva conciente de sus intereses históricos y la conduzca al socialismo. En la socialdemocracia a menudo esta posición se ha visto adoptada por un rechazo casi moral a la revolución, optando por el reformismo gradual y el parlamentarismo; y en el leninismo, está noción de que el proletariado queda “estancado” en el tradeunionismo si no es dirigido externamente es explícito —en este caso, el elemento extraño es la “vanguardia” del partido. 1.4. Críticas económicas al Comunismo Libertario II La decisión de renovar el análisis realizado más arriba sobre las posibilidades de llevar a cabo una economía bajo los principios del comunismo libertario ha surgido porque, tras una relectura detenida, notamos que se han dado por presupuestos muchos conceptos sobre economía que, como es habitual, los seguidores de esta doctrina generalmente desconocen o rechazan; así como las funciones que cumplen ciertas instituciones y bases sobre las que se desenvuelve el mercado. Es decir, en este artículo trataremos de desarrollar con mayor amplitud y con toda la sencillez y simplicidad posibles, los conceptos sobre los cuales se establece la teoría del cálculo económico. Partiremos, para mayor comprensión, desde los fundamentos mismos de la ciencia 18
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económica. Ubicando al hombre y su accionar mismo como centro del estudio, en lugar de estudiar las condiciones materiales sobre las que este se desenvuelve —como nos exigiría cualquier socialista influenciado por el materialismo histórico—, podemos tener una visión mucho más amplia y coherente con la realidad sobre la forma en que el accionar económico se distingue de otras actividades. Lo primero que debemos concebir es la importancia fundamental que posee la subjetividad humana a la hora de actuar. El hombre, hecho innegable, tiene necesidades, las cuales son subjetivas, variables e ilimitadas. Más allá de las necesidades “biológicas”, de las cuales el individuo es poco consciente, todas las demás necesidades —tales como de expresión artística, de aceptación social, de ocio, los gustos y caprichos en la alimentación, el vestir, etc.— provienen del carácter subjetivo de la valuación humano. No existen necesidades “objetivas”. Para satisfacer estas necesidades son imprescindibles los bienes materiales, pero toda administración humana choca de frente con el hecho de que estos bienes son limitados, es decir, escasos en relación a las necesidades. Es por esta razón por la que son apropiados “egoístamente”, porque si fueran abundantes en relación a las necesidades, no habría razón para intentar asegurarse su provisión. Puede decirse, como de hecho lo hacen los economistas austriacos, que las necesidades corresponden más bien a los fines de los individuos, que no solo se renuevan y varían constantemente, sino que a cada paso que dan descubren y crean otros fines nuevos; a la vez que los bienes son medios para realizar fines determinados, para cuya adquisición es necesario incurrir en un costo determinado. En una palabra: intercambiar. De aquí se deduce que los individuos, a la hora de alcanzar determinados fines, realizan una valoración subjetiva de los medios de que disponen para ello, y de los costos en los que están dispuestos a incurrir para acceder a medios que consideren más efectivos. No son los bienes los que poseen valor por sí mismos, sino que es el individuo el que les otorga valor. El individuo estará dispuesto a ceder o intercambiar un bien que se encuentra en su propiedad sólo si considera que el valor de aquello que puede recibir a cambio es superior al valor de lo que ya posee. En un mercado donde el número de individuos participantes es considerable, los márgenes entre los que se sitúan las proporciones de intercambio se reducen hasta dar lugar a los “precios”. Hasta que no hace su aparición el dinero, es decir, mientras prevalezca el trueque, los precios de los bienes estarán expresados en una gama casi infinita de bienes de todas las variedades. Son obvias las dificultades que este sistema trae aparejado. El dinero, como ya hemos demostrado exhaustivamente, surge espontáneamente del mercado y el comercio libres. Aquí queremos resaltar su utilidad fundamental en la formación del precio. El dinero es un bien más del mercado, con ciertas particularidades físicas y cierto valor a la hora de satisfacer necesidades, que le permiten erigirse como medida de valor, o, para utilizar terminología miseana, como unidad común de cálculo. Siguiendo nuestra exposición, el dinero nos permite conocer de forma más exacta los términos y proporciones de intercambio de la economía, siendo su consecuencia natural el precio de los bienes, que nos evidencia la escasez de los mismos y las preferencias del mercado. Cuando el precio de un bien es demasiado alto, el mercado nos está indicando que no hay una oferta suficiente para satisfacer a la demanda; al mismo tiempo, cuando el 19
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precio de un bien es demasiado bajo, quiere decir que la oferta está satisfaciendo correctamente a la demanda. En este sentido, los precios, y por extensión, el dinero que los expresa, manifiestan las preferencias de los individuos y las necesidades del mercado. Aquí entra en juego el concepto del cálculo económico elaborado por Ludwig von Mises, cuya aplicación en la realidad nos parecerá ahora un poco más clara. Esta tesis sostiene que para que se aprovechen con mayor eficiencia los recursos productivos, es necesaria una unidad común de cálculo, que cuantifique el valor de los bienes de producción y de consumo. Guiándose por esta fórmula, los productores podrán economizar factores de producción sin derrochar los más valiosos. Sin una medida de valor, no puede saberse si la utilización de ciertos recursos es eficiente o si se están tirando a la basura recursos valiosos en proyecto caprichosos, que, recordamos una vez más, son escasos en relación a las necesidades. A falta de este método, cualquier sistema está condenado a una producción de subsistencia y a una satisfacción precaria de las necesidades de los individuos que lo integran. En el mercado, el patrón de cálculo utilizado es el dinero, pero bajo el comunismo libertario nadie ha sugerido, hasta ahora, que unidad común utilizarían los productores para aprovechar eficientemente los recursos productivos legados por el capitalismo. ¿Cómo se sirven los individuos del cálculo económico en el mercado? Como ya hemos dicho, los precios en dinero son una herramienta de suma utilidad. Quienes los estudian y se guían por ellos son los empresarios, y son ellos quienes, en base a su capital, deciden invertir en los sectores productivos que mayor ganancias les dejen. La rentabilidad de invertir en la producción de un bien está determinada por la diferencia entre los precios finales y los costos, que en última instancia, son los precios finales de los bienes de producción. Cuando el margen de rentabilidad de un bien es alto, los empresarios desplazarán sus capitales hacia allí y se pondrán a producirlo. Recordemos que cuando un bien posee un precio alto, se está evidenciando que la oferta es notablemente inferior a la demanda. Como los empresarios invertirán en este producto, la oferta crecerá y el precio comenzará a descender, hasta que se acerque lo suficiente a la demanda como para dejar rentabilidades tan bajas que incentivarán a los empresarios a buscar otros sectores productivos en los cuales invertir. De esta manera, los empresarios van cubriendo gradualmente el mercado con sus inversiones, empujando los precios a descender, de modo que la demanda, y por ende, las necesidades de los individuos, estén eficientemente satisfechas. Los precios indican dónde es necesario invertir más urgentemente, y la acción empresarial se encarga de ello, actuando en todas las esferas de la economía: desde los bienes de consumo directo, hasta los bienes de órdenes superiores o de producción. Es esta la forma en que, en el mercado, los recursos productivos son aprovechados de la mejor manera. En el comunismo libertario, a falta de una unidad común de cálculo como es el dinero en el mercado, la producción tiende a marchar “a tientas”, sin tener idea de cuáles son los sectores productivos que más urgentemente necesitan inversiones de factores productivos, ni si se están derrochando recursos indiscriminadamente. Para ejemplificar mejor esto, recurriremos a un ejemplo ya habitual en este aspecto. Supongamos que la comunidad estipula que necesita, luego de deliberarlo en asamblea, 10 unidades de un bien X. Ahora 20
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bien, para producir una unidad de X, existen varios métodos diferentes que utilizan distintas proporciones de insumos. El primer método para producir X emplea 2A y 3B, el segundo método necesita 3A y 3C, y el tercer método 3A y 2B. Para mayor claridad podemos expresarlo como sigue: (1) X = 2A + 3B (2) X = 3A + 3C (3) X = 3A + 2B La única manera posible que tienen los productores bajo el comunismo libertario de saber si están economizando recursos es intentando utilizar la menor cantidad posible para producir una misma cantidad de bienes. Así sabrán eficientemente que el método 2 implica la utilización de más bienes de producción, y lo descartarán de inmediato. ¿Pero cómo saben cuál de los otros dos métodos, el 1 y el 3, utiliza más recursos? Si tuvieran una unidad común de cálculo que les indique cuál de los dos bienes, A y B, es más valioso, podrían emplear el método que economice bienes de mayor valor y que, por ende, poseen más usos alternativos y podrían emplearse más eficientemente en otras áreas de producción. En el mercado, los productores sabrían que, por ejemplo, A vale $15 y B $17, y podrían utilizar el método más económico acudiendo al siguiente cálculo: (1) X = 2A + 3B = (2 x $15) + (3 x $17) = $81 (3) X = 3A + 2B = (3 x $15) + (2 x $17) = $79 Los productores, bajo el mercado, y gracias a la utilización del dinero, pueden calcular cuál método dejará más recursos para darle otros fines alternativos. En este caso, el método 3 resulta más económico, ya que cuesta $2 menos. Esta es la esencia del cálculo económico: la necesidad innegable de un patrón capaz de cuantificar el valor de escasez de los bienes productivos con el fin de economizarlos para maximizar la productividad de la economía. Patrón que bajo el mercado encuentra su expresión en el dinero, pero que en el comunismo libertario brilla por su ausencia. El mismo Friedrich Engels era consciente, aunque no aplicara tal razonamiento a la economía socialista, de que “si se impide a la competencia dar a conocer a los productores aislados la situación del mercado mediante el alza o baja de los precios, se los deja completamente a ciegas” [Friedrich Engels, Prefacio a la primera edición alemana de Miseria de la Filosofía de Karl Marx, 1847]. Esta falencia llevaría a los productores a cometer errores al economizar bienes que conducirían a una mayor escasez de recursos de la ya existente. Podemos afirmar, como lo hicimos en el anterior artículo, que “el precio de la destrucción de la propiedad privada sobre los medios de producción es la economía de subsistencia”. 1.5. Propiedad privada y anarquismo La propiedad privada sugiere una relación entre la persona y la cosa. Este aspecto se hace explícito si acudimos a la etimología del término propiedad, palabra que deriva del latínpropius —que significa “perteneciente a una persona”—; que a su vez proviene de prope, que significa “cerca”. Es decir, existe una relación de cercanía, o de usufructo podría decirse, entre propiedad y propietario. Pero esto no es más que una mera 21
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sugerencia. Concretamente, en el ámbito social la propiedad no es más que el derecho de posesión: el derecho de un individuo a ejercer su poder, su voluntad, sobre un algo. La idea de que la propiedad privada es el derecho y la posesión o usufructo el hecho, nos conduce a la idea de que debemos describir brevemente a qué nos referimos con derecho y cómo surgen estos. Básicamente, hay tres formas de entender el derecho: la naturalista, la positivista y la consuetudinaria. La primera indica que existe un cuerpo de derechos universales que son inherentes a la naturaleza del hombre, y que es accesible al él mediante —según la versión— Dios o la “recta razón”. La segunda sostiene que es el hombre quien crea el derecho mediante la ley, que equivale a decir que el derecho solo se sostiene en la fuerza legalizada. El tercer tipo de derecho, el consuetudinario no se sostiene en las leyes positivas, sino en la costumbre y la tradición. El derecho consuetudinario tiene un agregado de espontaneidad, ya que no nacen de ningún plan deliberado ni de una norma previamente decretada, sino que surgen por una acción constantemente repetida y vista como legítima por el cuerpo social. Es esto un proceso evolutivo y progresivo, gracias al cual las actitudes y comportamientos de los individuos se van amoldando y adaptando a una estructura jurídica originada en el consenso social, que influye sobre ellos a la vez que ellos influyen sobre la misma. Fue Carl Menger el primero en señalar esto en su teoría del dinero, que prácticamente se ha convertido en la base de la teoría austriaca de las instituciones. El primer esbozo lo realizaría en su Principios de economía política en 1871, y el matizado final lo daría en su artículo El origen del dinero en 1892, donde expondría con mayor detalle cómo la acción creativa de algunos individuos en determinadas circunstancias históricas tiende a ser imitada por gran parte de la comunidad a lo largo de generaciones, hasta que el comportamiento en cuestión, mediante la costumbre y el hábito, es generalizado dando lugar a instituciones sociales específicas. Entre estas instituciones encontramos a la propiedad, el dinero o el lenguaje. Históricamente, el derecho de propiedad exclusivista estaba asociado a los “productos” del trabajo: los individuos en las sociedad más primitivas solían añadir marcas y símbolos personales a los objetos que ellos mismos forjaban, como por ejemplo, las armas que se utilizaban para cazar. Este tipo de derecho procede de este último sentido que señalamos, el de la costumbre y la tradición; y este el fundamento último de toda institución en una sociedad no estatizada. La propiedad, dado que es previa al surgimiento de la autoridad jurídica y la legislación, nace de forma consuetudinaria, producto de la asociación sensible entre un individuo y una cosa, y es una institución que se vuelve más compleja y evoluciona en muchos sentidos. Pero, ¿el trabajo es el único requisito para que algo se vuelva propiedad de alguien? ¿No es el trabajo un estándar arbitrario? En la producción de un bien incurren los esfuerzos no sólo del ejecutor final sino también los conocimientos y experiencias adquiridos en sociedad y hasta la participación de más de un individuo. El trabajo no puede ser el fundamento de la propiedad. En realidad, la propiedad privada proviene de la escasez, el hecho de que un objeto sea producto del trabajo personal de alguien y que posea ciertas marcas distintivas le confiere cierta cualidad de “unicidad”, es visto como un objeto irrepetible, solo asociable a quien lo produjo. Es decir, tiene un grado
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de escasez inigualable: una lanza no es, a los ojos de la comunidad, una simple lanza, sino que es la lanza creada por determinado individuo. La escasez de un bien hace referencia a la relación cuantitativa del mismo con las necesidades subjetivas que existen del mismo. Esto quiere decir que si las necesidades que existen de un bien particular son mayores a las cantidades disponibles, hay escasez y adquieren la denominación de “bienes económicos”; a su vez, cuando las necesidades de un bien son menores a las existencias del mismo, hay abundancia y se los denomina “no económicos”. Esta relación entre escasez y disponibilidad de bienes es la que determina el origen de la propiedad privada. “… si una sociedad concreta no dispone de las cantidades de un bien requeridas para satisfacer una necesidad específica, entonces, tal como antes se acaba de decir, es imposible que satisfagan completamente sus necesidades todos los individuos que componen aquella sociedad. […] El egoísmo humano encuentra aquí un impulso para hacer valer sus derechos y cada individuo se esforzará —allí donde la cantidad disponible no alcanza para todos— por cubrir sus propias necesidades de la manera más completa que le sea posible, excluyendo a los demás” [Carl Menger, Principios de economía política, 1871]. Agrega Menger que, dada esta inevitable relación entre necesidades y cantidad disponible de bienes, “nada ni nadie podrá impedir que siga habiendo personas cuyas necesidades de bienes económicos no son cubiertas, o lo son incompletamente”, por lo que “todos los planes de reforma social sólo pueden tender, si quieren ser razonables, a una distribución adecuada de los bienes económicos, no a la supresión de la institución de propiedad”. La propiedad privada es inevitable allí donde escaseen recursos, y “es inseparable de la economía en su forma social”. En efecto, es inconcebible la necesidad de economización allí donde existe una abundancia abismal de bienes. La ley fundamental que determina el origen de la propiedad privada proviene de la inevitable escasez de ciertos bienes, que son apropiados —u ocupados en el caso de la tierra— y defendidos en consecuencia de las agresiones de quienes no pueden acceder a ellos. Tal conducta, como ya hemos señalado, es institucionalizada gradualmente y mediante la costumbre y el hábito la comunidad tiende a verlo como algo legítimo o normal. Lo cual no excluye su origen generalmente conflictivo: por un lado, la inevitable tentativa de quienes se ven privados de dichos bienes de arrebatárselos a quienes ya los poseen, y por otro la defensa de éstos. Esta explicación es aplicable a todos los tipos de propiedad: desde la propiedad sobre los productos del trabajo hasta la propiedad sobre la tierra. Particularmente este último punto, que ha permitido el surgimiento de tantas confusiones, merece ser esclarecido mediante la aplicación del principio de escasez, apropiación y derecho consuetudinario. Debemos partir de una economía primitiva, de subsistencia, aislada en un terreno geográfico vasto y extenso, donde los individuos han descubierto la agricultura y se han inclinado por el sedentarismo. En esta situación, la propiedad sobre la tierra será comunal o común, es decir, pertenecerá a la comunidad entera, de modo que cada individuo puede trabajar sobre el terreno tanto como quiera o pueda, cosechando en base al derecho usufructuario o 23
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de posesión. Ha surgido aquí la institución de la propiedad común, gracias al fuerte influjo de la costumbre y la tradición. Sin embargo, como toda institución de carácter consuetudinario, puede mantenerse inalterada durante generaciones, pero ante cambios bruscos o radicales en el medio social deberán necesariamente reestructurarse. ¿Qué situaciones extremas pueden alterar este orden espontáneo y consuetudinario? “Es tentador responder con razones económicas, en términos de presión demográfica. […] Cuando crece la población, aumentan las exigencias de la tierra; por tanto, habrá habido alguna etapa en la que sobrara tierra, permitiendo un aumento de la población bajo un sistema de uso de la tierra que durara lo suficiente para hacerse tradicional. Aun así, llegará un momento en que la tierra útil para la producción de alimentos por los métodos tradicionales esté totalmente ocupada…” [John Hicks, Una teoría de la historia económica, 1969]. La ocupación para eludir la escasez, como vemos, es una forma inevitable de origen de propiedad privada sobre la tierra, ya que “la previsión de los hombres por satisfacer sus necesidades se convierte, pues, en previsión para cubrir sus necesidades de bienes en los tiempos por venir” [Carl Menger, op. cit.]. La propiedad privada surge como una necesidad social: ante la situación de escasez, algunos individuos comenzarían a ocupar y defender terrenos y demás posesiones de las agresiones externas, actitud que sería rápidamente imitada por quienes prevén que la situación de escasez empeorará. Necesariamente, este proceso excluirá a cierto grupo de la sociedad, que o no ha tenido la agilidad y rapidez para apropiarse de los bienes en cuestión. Con el tiempo, esta defensa deja de ser necesaria, salvo casos excepcionales porque las actitudes de la comunidad en general comienzan a amoldarse al marco institucional en el cual se encuentra. La institución de la propiedad privada —el derecho de posesión— se ve legitimado así por el consenso social, reforzado por la costumbre y la tradición, volviéndose necesario el respeto de la misma para la convivencia de la comunidad. ¿Qué motivó a los primeros anarquistas a oponerse a tal institución? Como vemos, siguiendo los principios anarquistas de la no-coacción, y de la libertad de todo tipo de relaciones voluntarias, no hay incompatibilidad con la propiedad privada, entendida como el fruto de un proceso evolutivo originado en la apropiación y ocupación y legitimado por la costumbre y el hábito. ¿Qué llevó a Proudhon, por ejemplo, a sentenciar que “la propiedad es un robo”? Es esta una frase enormemente tergiversada dentro del anarquismo. En realidad, lo que alejó al anarquismo de las sólidas bases del principio de la voluntariedad y las relaciones no coactivas fue el iusnaturalismo. El problema del anarquismo es que tanto el mutualismo, que es la herencia teórica del pensamiento proudhoniano y del socialismo ricardiano, como el anarcocomunismo, coinciden en una defensa iusnaturalista de sus sistemas. Proudhon, el fundador del anarquismo como doctrina político-filosófica, y el mutualismo en general cometerían el grave error de establecer que el trabajador tiene un derecho natural, inherente a los productos de su trabajo, y por extensión, a los medios de producción. Por ende, la propiedad privada del terrateniente sobre la tierra sería una sustracción inaceptable del justo producto de sus trabajadores. Sería este un error muy difundido en la primera mitad del siglo XIX, con el auge y la poderosa influencia de los socialistas ricardianos, que conjugarían la teoría 24
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laboral del valor de David Ricardo y el iusnaturalismo. Por su parte, el anarcocomunismo sostiene, irrisoriamente, que todos tienen un derecho innegable a la satisfacción de sus necesidades primarias, es decir, de alimentación, de vivienda y de abrigo. Pero el iusnaturalismo adolece de un error intrínseco: el deducir conclusiones normativas a partir de postulados y premisas positivas, o que solo albergan información determinada sobre ciertos hechos. En efecto, del hecho de que el trabajador sea el artífice directo y último del producto —principio bastante discutible— no implica que posea un derecho inalienable a él. A su vez, que alguien al instante en que necesita algo adquiere un derecho natural a poseerlo es un postulado que carece de racionalidad y fundamento. Es este aspecto dogmático el que ha conferido al anarquismo ese rechazo moral a la propiedad privada en lugar de la crítica racional de dicha institución, guiándose tal vez por consideraciones más bien utilitaristas. Decía Schumpeter que en esto consiste el error fundamental de los anarquistas clásicos, “quienes despreciaban la argumentación económica y, si subrayaban el ideal de la cooperación libre y aestatal de los individuos o la labor de destrucción que había que realizar para abrirle paso, evitaban los errores de razonamiento a base, principalmente, de evitar razonar”. [Joseph A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, 1942]. Este es un juicio un tanto exagerado de la doctrina anarquista clásica —que no es más que una actualización del socialismo utópico de Owen o Fourier—, ya que en sus textos podemos encontrar razonamientos sumamente interesantes y útiles, tanto en términos filosóficos, como políticos y económicos; pero es inevitable pensar que podría haberse desarrollado y crecido mucho más de no ser por el obstáculo moral que surge del iusnaturalismo. 1.6. Del anarquismo utópico al anarquismo científico En el año 1880, Friedrich Engels publicaría un ensayo titulado Del socialismo utópico al socialismo científico, donde contrastaba la realidad material, las influencias y las doctrinas generales del socialismo así denominado “utópico”, con las teorías “científicas” del socialismo marxista. Engels repasaba así, en forma crítica, los factores que contribuyeron a las fantasiosas visiones de una sociedad ideal típicas de los socialistas primitivos, a la vez que destacaba y enfatizaba los aciertos de los mismos, y la forma en que contribuyeron a la formulación de un socialismo más objetivo y maduro. Socialismo que jamás hubiera salido de su cáscara de ilusiones de no ser por los aportes de Marx, esto es: la concepción materialista de la historia y el estudio del modo de producción capitalista. Aquí intentaremos realizar un contraste similar, pero, como el título del artículo deja en claro, enfocado hacia el anarquismo como corriente filosófica, política y económica independiente. El pensamiento anarquista Hemos destacado en otro momento el carácter esencialmente filosófico del anarquismo [1]. La base de la doctrina anarquista es, y sólo puede ser, la oposición a todo tipo de relaciones coactivas, donde una parte ejerza poder e imponga su voluntad sobre la voluntad dominada, sin el consentimiento ni la aprobación de esta última. Es decir, 25
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relaciones en donde A gobierne sobre B, sea el Estado sobre las personas y sus propiedades, la comunidad sobre las obligaciones de los individuos, los valores patrios sobre la integridad individual, o un hombre sobre otro hombre. Naturalmente, el anarquismo, como teoría, consiste en analizar las relaciones sociales, políticas y económicas, y descubrir si en dichas relaciones existe coacción o imposición, y si existe, qué parte es la que domina y oponerse a ella. Es este el sentido real y legítimo que los primeros anarquistas, hacia principios del siglo XIX, quisieron darle a tal corriente. Dejando de lado precursores filosóficos como Zenón de Citio, Étienne de la Boétie, Thomas Paine o William Godwin, entre otros, podemos referirnos como padre del anarquismo al francés Pierre-Joseph Proudhon, quien a principios de 1840 identificaba a la “anarquía” como aquel orden social voluntario donde no se imponga ninguna autoridad centralizada. Simultáneamente, el alemán Max Stirner, en su obra El Único y su propiedad (1844), señalaba como centro de toda realidad la unicidad del “yo” egoísta, y esbozaba como principio de organización la libre asociación voluntaria y contractual entre individuos plenos y únicos. Ambos, el primero desde un socialismo cercano al individualismo y el segundo desde un solipsismo egoísta extremo, veían en el Estado el principal enemigo de la libertad y en la propiedad privada la principal defensa del individuo frente a la coacción del mismo. Proudhon, específicamente, se había interesado desde sus inicios por la filosofía política y la teoría económica, buscando conjugar sus descubrimientos en algún programa que garantice la liberación del hombre. Así llegaría a declarar que “quien dice socialismo en el buen y verdadero sentido de la palabra, dice naturalmente libertad del comercio y de la industria, mutualidad del seguro, reciprocidad del crédito, del impuesto, equilibrio y seguridad de las fortunas, participación del obrero en los destinos de las empresas, inviolabilidad de la familia en la transmisión hereditaria” [Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo, 1863]. Y concebía como los mejores métodos para llegar a ese ideal —oponiéndose tenazmente a la revolución violenta—, la descentralización del Estado en pequeñas federaciones contractuales, donde todos los individuos tengan participación política en la toma de decisiones, mientras instaba a los obreros a desarrollar una economía “paralela” a la capitalista mediante la liberación de la economía, hasta cubrirla virtualmente y “crear” una nueva sociedad dentro de la cáscara de la vieja. Mijaíl Bakunin, cercano al pensamiento proudhoniano pero influenciado fuertemente por la doctrina marxista, se convertiría en un profeta de la revolución social. Sin embargo, aunque difería de Proudhon en los medios para alcanzar la anarquía, su concepción final de la misma era en cierto sentido similar: la organización federativa, el derecho del trabajador al producto íntegro de su labor, la emisión de “bonos de trabajo”, etc. Su visión básica, como señala Keith Preston, era una sociedad industrial apoderada, gestionada y dirigida por los trabajadores en libre asociación y plena libertad económica. El príncipe Piotr Kropotkin, hacia el último cuarto del siglo XIX, criticando al anarquismo bakuninista, declararía que la anarquía solo era compatible con la propiedad común, la distribución de los bienes según las necesidades de los individuos y la organización en comunas federadas. El italiano Errico Malatesta, también anarcocomunista, se diferenciaría en ciertos puntos con Kropotkin, considerando el pensamiento anarquista 26
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más bien como un ideal ético y moral de organización social voluntaria. Sería él quien declararía que las diferencias entre comunistas libertarios y anarquistas individualistas eran superfluas, ya que bajo el federalismo, cada comunidad podía regirse bajo el sistema que desee, compitiendo pacíficamente entre ellas, triunfando el principio de organización social más eficiente —naturalmente, él creía que el anarcocomunismo terminaría siendo aceptado por todos por sus resultados prácticos—. Al mismo tiempo, principalmente en Estados Unidos, muchos teóricos tomarían los aportes de Proudhon y Stirner y defenderían la propiedad privada y el más auténtico laissez-faire de la escuela clásica de economía. A partir de aquí, el movimiento y progreso teórico del anarquismo se detiene. La capacidad de análisis del anarquismo utopista no han superado la sociedad prefigurada por Bakunin, Kropotkin o Malatesta, y su simple tarea ha consistido en contraponerla a la sociedad actual, como si, por mero contraste, quedase en evidencia su irracionalidad. Su actividad práctica se ha fundamentado, principalmente, en la pacífica espera de las “condiciones objetivas” bajo las que el proletariado tomará conciencia de su potencial revolucionario y eliminará al capitalismo. ¿Por qué no ha avanzado más en su estudio de la realidad? Básicamente, porque la metodología de análisis y crítica de este anarquismo es la misma que la de los socialistas utópicos de principios del siglo XIX. En ellos tratábase… “… de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y de ser posible, con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía; cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que degenerar en puras fantasías” [Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico, 1880]. A continuación expondremos y someteremos a crítica los puntos que, creemos, ha adormilado al anarquismo utópico y le ha impedido convertirse en una fuerza intelectual realmente liberadora. Estos son: la teoría laboral del valor, la oposición a la propiedad privada y al dinero, la crítica económica al libre mercado o capitalismo, y la supuesta “perfección” del sistema anarcocomunista. El dogma de la teoría laboral del valor La teoría laboral del valor ha servido de fundamento a todo socialismo para sentenciar que, de una forma u otra, al trabajador se extrae una porción de su producto y, a cambio, se le paga un salario de miseria. Esta teoría sostiene que el valor de todas las mercancías proviene del trabajo del obrero, y el socialismo en general, vocifera que todo lo producido pertenece a sus verdaderos y legítimos creadores, y que el capitalista vive a expensas del trabajador, sin aportar nada en el proceso de producción más que su consentimiento. El obrero resulta, por lo tanto, explotado en toda relación asalariada. La teoría laboral del valor nace con Adam Smith, pero es con David Ricardo con quien alcanza un mayor grado de desarrollo. Ricardo aseguraba que era el tiempo de trabajo incorporado a cada mercancía lo que determinaba su valor. Esto le venía sugerido por el 27
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desenvolvimiento natural de la competencia en el mercado, donde los precios se acercaban, gradualmente a los costos de producción. Al parecer, procedía siempre analizando el mercado con un modelo similar al de “competencia perfecta” en la mente. En este modelo, no hay lugar para los beneficios, dado que la oferta y la demanda se hallan perfectamente igualadas, y los precios de los bienes reflejan el trabajo que llevan incorporados. Es probable que, en ausencia de esta consideración sobre la naturaleza del mercado, Ricardo hubiera adoptado otra postura en lo referente a la teoría del valor. Pero bien, quienes mayor utilidad le dieron a la teoría laboral del valor, en un principio, fueron los socialistas ricardianos en Inglaterra —dado que para el análisis económico la misma era prácticamente inaplicable, solo era asumida sin discusión por la mayoría de los economistas—. Como declaraba Marx por ese entonces: “Quien quiera que esté algo familiarizado con el movimiento de la economía política en Inglaterra no puede ignorar que casi todos los socialistas de aquél país han propuesto en diferentes épocas la aplicación igualitaria de la teoría de Ricardo. Podríamos citar a… L’Économie politique, Hopkins, 1822; William Thompson, An inquiry into the principles of the distribution of wealth, most conductive to human hapiness, 1827; T. R. Edmonds, Practical, moral and political economy, 1828; etc., etc., y otras cuatro páginas de etceteras”. [Karl Marx, Miseria de la filosofía, 1847]. Otros en aplicar a la realidad social esta misma proposición fueron Rodbertus en Alemania, Josiah Warren en Estados Unidos, y Pierre-Joseph Proudhon en Francia. Los tres desarrollaron su teoría laboral del valor con cierta independencia de la teoría de Ricardo, pero siempre coincidiendo en el punto central: que el trabajo creaba valor, y que el obrero sólo recibía las migajas de su creación. Los seguidores directos Warren y Proudhon, los mutualistas americanos, entre los que podemos destacar a Benjamin Tucker y a Lysander Spooner, adherían, además, a la mayoría de los postulados de la economía clásica. Con Marx, la teoría laboral del valor adquiría nuevas características, y es la versión más aceptada por el socialismo y el anarcocomunismo en general. El mismo Mijaíl Bakunin coincidía con ella al igual que con casi todos los principios y conceptos expresados en El Capital. La influencia de Ricardo y otros economistas clásicos es notable en Marx. De hecho, en su obra principal, la teoría laboral del valor es aceptada prácticamente sin discusión. No obstante, añadiría algunas facetas distintivas en su estudio de la mercancía: (1) que la fuerza de trabajo del obrero se vendía en el mercado como una mercancía, lo cual resultaba ser la característica fundamental del capitalismo; (2) que, al igual que todas las mercancías, el valor de la fuerza de trabajo también estaba determinada por el trabajo socialmente necesario para mantener con vida al proletario —lo cual explicaba los salarios mínimos—; y (3) que la diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor del producto creado por la misma era apropiada como “plusvalía” por el capitalista, y que la plusvalía era la fuente de los beneficios empresariales, motor del modo de producción capitalista. La teoría laboral del valor se convertía así, en la teoría de la explotación capitalista, y es, por lo general, aceptada sin el más mínimo cuestionamiento. Ni siquiera se tiene en cuenta su 28
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origen histórico en los escritos de Ricardo, y la influencia fundamental de la acción de la competencia como “niveladora” de las fortunas en la misma; lo cual encierra una contradicción innegable con la afirmación, también generalizada, de que la libre competencia conduce a la concentración y al monopolio —como se ha explicado en El socialismo y la competencia [2]—. Vemos así como un error aislado en la economía política clásica —que, como señalamos, carecía de influencia en sus sistemas analíticos— era explotado al máximo y ascendido a la categoría de verdad absoluta, y como argumento principal que demuestra que entre el obrero y el capitalista media, en efecto, una relación de explotación y abuso. Sin embargo, la teoría laboral del valor es errónea. No sólo es inútil como herramienta de análisis de la realidad económica —el único caso en el que es “aplicable”, ante el cual los socialistas suelen mostrarse muy orgullosos, es en el que los capitalistas, con la introducción de la maquinaria, reducen la cantidad de trabajo necesario para producir determinada mercancía y pueden, por ello, disminuir el precio del producto final—, sino que es incapaz de explicarnos un simple intercambio de mercado. La teoría clásica de Ricardo adolecía de un error fundamental, ya que en ella, el trabajo quedaba expresado como los “costos de producción”, los cuales determinaban el precio. Pero los costos son precios, con lo que el problema sigue ahí. Esto era solucionado reduciendo todos los insumos o costos de producción a unidades de trabajo. Pero si el valor de la fuerza de trabajo estaba determinado por las mercancías necesarias para mantener vivo al obrero, nos queda que el valor de esas mercancías estaba, supuestamente, también determinado por trabajo, y el círculo vicioso nunca acababa. El que la ciencia económica la haya eliminado le ha permitido avanzar como no lo había hecho a lo largo de casi todo el siglo XIX. Carl Menger y William S. Jevons en 1871, y Leon Walras en 1874, desarrollaron simultáneamente la teoría subjetiva del valor, que más tarde sería perfeccionada en el principio de la utilidad marginal. La misma establecía que el valor de los bienes provenía del grado de utilidad que aportaban a los individuos, y que la función de utilidad variaba de individuo a individuo, esto es, que era subjetiva. Pero no sería sino con el austriaco Eugen von Böhm-Bawerk, discípulo de Menger, que existiría una refutación sistemática y terminante de la teoría laboral del valor. Böhm-Bawerk dirigiría sus argumentos principalmente hacia Marx, quien, como ya hemos dicho, ofreció una versión más acabada de la ley del valor-trabajo. El polémico austriaco demostraría que la idea del valor intrínseco de los bienes, tan popular entre las teorías laborales del valor, era una suposición infundada, que se utilizaba para justificar una supuesta “equivalencia” entre los valores de las mercancías destinadas a intercambiarse —lo cual era indemostrable para tan sólo un único y simple intercambio—. Lo que en realidad motivaba y justificaba el intercambio, era el hecho de que lo que se cambian son valores desiguales, no iguales. Ambas partes consideran que el bien que reciben posee más valor que el bien que ceden, de lo contrario no entrarían al intercambio. Por otro lado, Marx aseguraba que en el intercambio, existía entre las mercancías involucradas, “algo común” a ambas, y deducía que ese “algo común” sólo podía ser el trabajo. Pero Böhm-Bawerk también señalaría otros factores, de la misma o 29
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mayor importancia, como el ser escasas, el haber sido apropiadas, el ser objeto de la oferta y la demanda, el ser útiles, etc. De hecho, la generalidad del factor trabajo podía ser puesta en duda, ya que también existían toda una multitud de mercancías que no eran productos del trabajo, pero que tenían valor y se intercambiaban tan libremente como las otras. Y el intentar reducir todas las formas de trabajo —intelectual, manual, etc.— a una unidad de “tiempo de trabajo”, es arbitrario e indemostrable. Además, como Böhm-Bawerk señalaba, en este análisis se descuidan enormemente tanto la comprobación empírica, como la influencia de competencia, la motivación psicológica, etc. Como hemos también demostrado en La teoría marxista de la explotación [3], la teoría laboral del valor tampoco puede explicarnos la influencia del dinero en el intercambio. El dinero es concebido como una simple “medida de valor”, es decir, como un elemento cuantificador de referencia y totalmente neutro en el mercado. Sin embargo, Carl Menger ya había explicado cómo, en su teoría del dinero, este era una mercancía igual a cualquier otra, pero con un grado de liquidez mayor a las demás, lo que la convertía en circulante y le permitía ser atesorada. Muchas de estas mercancías eran productos naturales y no intervenía en ella ningún tipo de trabajo, y si intervenía, ¿cómo podía ser tan variable su precio relativo con las demás mercancías? El dinero es la mercancía que participa en prácticamente todos los intercambios, y si bien refleja el precio de todas las demás, estos precios son siempre transitorios y cambiantes. ¿Debemos deducir que la cantidad de trabajo incorporado en el dinero metálico o en otros elementos utilizados como dinero se transforma en cada intercambio? La teoría laboral del valor ha sido arrojada a los sótanos de la teoría económica, por ser lógica, empírica y analíticamente inconsistente, además de claramente pretenciosa. No nos queda más que reconocer que su utilización, más de cien años después de demostrarse errónea, como base de toda una corriente de pensamiento, denota una clara incapacidad de actualización, reflexión, autocrítica, e interés por comprender los fenómenos socioeconómicos reales y actuales. Una actitud claramente anticientífica. La propiedad privada y el dinero La propiedad privada y el dinero, esos dos “monstruos” del egoísmo capitalista, son de las instituciones más atacadas por los anarquistas utópicos. Por supuesto, no hay demasiado fundamento para ello, más que prejuicios morales o éticos. Como hemos señalado, el anarquismo se opone a todo tipo de relación coactiva, donde la voluntad de unos prevalezca sobre la de otros, contrariando la sanción de la parte dominada. No podemos encontrar ni en la propiedad privada ni en el dinero ninguna contradicción con este principio. Como hemos demostrado, la propiedad privada no nace de la imposición y el autoritarismo, sino a raíz de la apropiación originaria de bienes escasos. En la medida en que la relación cuantitativa entre el stock de bienes disponibles y las necesidades que deben satisfacer indica que hay escasez, los individuos suelen apropiarse la mayor cantidad posible para asegurarse su posesión, en detrimento de las necesidades de los demás. Los individuos terminarán poseyendo la cantidad de bienes que, en un principio, 30
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sean capaces de mantener en su poder. Un caso ejemplar es el de la tierra: cuando comienza a escasear, los individuos mantendrán bajo su propiedad la cantidad de las mismas que sean capaces de trabajar. Si bien en el caso de la tierra el proceso puede ser algo traumático, con la enorme cantidad de bienes y productos restantes el proceso suele darse con pleno consentimiento social. A partir de allí, hay una legitimación consuetudinaria a lo largo de las generaciones, ya que queda en evidencia la utilidad social del respeto por la propiedad privada. Así la costumbre y la tradición dan lugar a una institución cuya protección resulta necesaria para la convivencia en comunidad. El dinero, a su vez, es una consecuencia natural e inevitable de la economía de trueque. Como sabemos, todos los intercambios son voluntarios, de lo contrario, la calidad deintercambio del mismo quedaría invalidada. A medida que los intercambios se vuelven más periódicos y regulares, salen a la luz, por un lado, los inconvenientes del intercambio directo de las mercancías, y por otro, la existencia de ciertas mercancías que poseen un grado mayor de liquidez, es decir, que son más valoradas y deseadas y por lo tanto son intercambiables por casi todas las demás. La utilidad de esta mercancía se generaliza por su utilidad en el mercado y nace así el dinero, de forma espontánea en el mercado. El dinero no es fruto de la imposición de ninguna autoridad ni de ninguna clase sobre la otra, sino que surge de las relaciones voluntarias de la economía del intercambio y de la propiedad privada. ¿Por qué gran parte del utopismo anarquista se opone entonces a estas dos instituciones? El pensamiento más maduro de Proudhon incluso llega a reconocer la utilidad social de la propiedad privada, considerando que la defensa de la misma es el único medio que tiene el individuo para defenderse del Estado. Naturalmente, veía como la única propiedad legítima la fundada en el trabajo, pero justificando esta posición en principios iusnaturalistas derivados de la teoría laboral del valor. Pero reconocer este último error no implica echar por la borda su idea principal sobre la propiedad privada, ya que esta puede y debe ser valorada, como hemos indicado, conforme a su naturaleza originaria específicamente no coactiva. Tampoco se oponía, al igual que los mutualistas americanos, a la utilización del dinero —si bien también cometieron serios errores al considerar el tipo de dinero que debía regir—. Y el mismo Bakunin proponía la implantación de bonos de trabajo que valoren la labor realizada por cada individuo para que puedan adquirir los bienes que deseen. ¿De dónde surge, entonces, la oposición del anarquismo a la propiedad, el dinero y el mercado? Podemos creer que esta inclinación proviene de la creencia en que es el libre mercado el que produjo el estado actual de cosas: una clase dominante de burgueses que controlan el Estado a placer, y una masa de desposeídos y oprimidos que viven bajo su yugo. Aunque se elimine el Estado, si el mercado permite la creación de otra burguesía dominante, el Estado volverá a aparecer. Esta conclusión proviene de una simplista comprensión de los procesos del mercado, y de la incapacidad de discernir cómo actúa el Estado — supuestamente el eje de toda crítica anarquista—. Y lo que vamos a aclarar ahora viene enlazada con la sección siguiente, donde exponemos la capacidad crítica del anarquismo en general para con el capitalismo.
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En el mercado, la libertad económica no produce concentración de la riqueza, sino al contrario, su más amplia nivelación. En La verdadera acción de la competencia [4] hemos señalado cómo se desenvuelve este proceso. A diferencia de lo que se cree comúnmente — que para que exista una verdadera competencia los productores deben comenzar en cierta igualdad de oportunidades o condiciones—, el inicio de toda competencia es el monopolio. Los monopolios, al ser los únicos proveedores de determinados bienes, pueden asegurarse ganancias enormes, y son estos beneficios altos los que motivan a otros capitales a entrar a competir con él, produciendo el mismo artículo a precios menores. Los capitales en competencia real siempre son de magnitudes similares, a diferencia de lo que también se cree comúnmente —es decir, la división del mercado entre grandes y pequeños productores—, y la afluencia de los mismos es continua y libre hasta que la misma competencia reduzca los precios a un punto en el que no resulta rentable entrar al mercado. Esto quiere decir que lo que sostenían Ricardo, algunos socialistas ingleses y el mismo Proudhon —que llamaba a la libre competencia “la guerra contra los monopolios”—, esto es, que la competencia conducía a que los precios reflejen los costos de producción es, en cierta manera, acertado. ¿Pero entonces, se preguntará cualquiera, por qué ahora, que existen monopolios y oligopolios y que estos dominan el mercado y amasan fortunas, no tienen competencia? ¿Por qué el supuesto proceso de nivelación nunca se da en el mercado? Aquí es donde entra la intervención del Estado en la economía. El Estado no es el simple “protector de la propiedad privada” que los liberales clásicos defendían. Nunca lo fue. El Estado ha sido siempre un núcleo de individuos que poseen el monopolio de la fuerza y pueden, gracias a ello, intervenir todos los aspectos de la vida social para asegurarse más poder, tanto político como económico. Mediante lo que Benjamin Tucker denominaba los “cuatro grandes monopolios”, la intervención en el sistema bancario y la manipulación de la moneda, el proteccionismo, la propiedad intelectual y la propiedad lockeana sobre la tierra, a los que Kevin Carson ha sumado los subsidios a los grandes capitalistas, el Estado protege y asegura las ganancias de un selecto grupo de empresarios. Esto acarrea consecuencias gravísimas para los trabajadores, ya que la monopolización del mercado contrae la demanda de trabajo, posibilitando los salarios de miseria y el desempleo, a la vez que perjudica a los pequeños capitalistas, eliminándolos de la competencia e impidiéndoles progresar. El Estado ha intervenido siempre la economía a favor de una elite económica, en mayor o menor grado. En el siglo XIX los mecanismos más populares para ello eran el proteccionismo y la propiedad intelectual, hoy en día el Estado subvenciona, otorga créditos baratos, controla precios, provoca grandes devaluaciones e inflaciones, contrae deudas públicas con entidades privadas, emite leyes que regularizan la producción y la competencia, etc. Y gran parte del anarquismo —si excluimos del anarquismo las más recientes tendencias agoristas, anarcocapitalistas, etc.— jamás levantó la voz contra estas prácticas. Y nuevamente, esto se ha debido a una incomprensión, una incapacidad y un desinterés tales en el estudio y análisis de los hechos que tenían enfrente, de las relaciones de poder y de los movimientos del Estado, que ya podríamos denominar característicos.
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La crítica al libre mercado o capitalismo La crítica al libre mercado, o lo que podría considerarse lo mismo —aunque no lo es—, el capitalismo, proviene en gran parte del análisis económico marxista. Muchos anarquistas suelen adoptar sin cuestionamientos la crítica, teoría y terminología utilizada por Marx para atacar el capitalismo, hecho al cual no encontramos explicación concreta, aunque hay varias posibles. Contra la aceptación general de Marx por parte de los anarquistas, Proudhon desechaba prácticamente todo su sistema —aunque no llegó a conocerlo en su totalidad—, y Kropotkin consideraba anticientífica su metodología. Bakunin, por su parte, como ya hemos dicho, aceptaba gran parte del análisis marxista, tal vez por provenir también él mismo de una tradición hegeliana. Una de las críticas más habituales del anarquismo utópico hacia el mercado, provenientes de la influencia marxista sobre el mismo, es que los capitalistas “suplantan” trabajadores por máquinas para aumentar la productividad, arrojando a la calle a cierto número de trabajadores, alimentando así el “ejército industrial de reserva”. En primer lugar, la implantación de la maquinaria le permite al empresario ahorrar en costos, de los cuales los salarios forman parte, y acrecentar sus beneficios. Esto favorece la acumulación para posteriores inversiones, con lo que los trabajadores antes despedidos pueden volver a ser empleados. En segundo lugar, al aumentar la demanda de maquinaria por parte de los capitalistas, los productores de las mismas expandirán su producción y contratarán más obreros, con lo que, en términos generales, los despidos son compensados o equilibrados en términos generales: en una instancia inmediata, con mayor empleo en la producción de maquinaria, y en el largo plazo, con mayores inversiones producto de la acumulación actual —asimismo, podría tenerse en cuenta el hecho de que el dinero acumulado es generalmente depositado en bancos, con lo que el ahorro disponible crece y disminuye la tasa de interés, facilitando el crédito barato para quienes desean invertir en ese momento—. Este argumento sobre la maquinaria suele ser también utilizado para “demostrar” cómo la libre competencia conduce a la concentración de capitales. Los grandes capitalistas, gracias a su fortuna, son quienes pueden adquirir más rápidamente las nuevas y, por ende, más caras máquinas, que permiten reducir los costos de producción, a diferencia de los empresarios de capitales menores. Así, pueden reducir los precios y arruinarlos. En primer lugar, repetimos, la verdadera competencia siempre se desempeña entre capitales de magnitudes similares, la influencia de los pequeños capitales suele estar reducida a mercados reducidos geográficamente —por dar un ejemplo muy burdo pero ilustrativo, McDonald’s compite con Burger King, no con un restaurante barrial—. Como ya hemos señalado en otro artículo [5], esta teoría no tiene en cuenta la influencia del crédito en la producción, ni el hecho de que en el mercado, de ser libre y abierto, ingresan nuevos competidores continuamente —con lo que el proceso no termina con la ruina de unos pocos rivales, sino que se reiniciará al instante—. Reconozcamos también, que no todo emprendimiento empresarial en el mercado se reduce a la producción industrial mecanizada. Otra acusación que se le hace al libre mercado o al capitalismo, es que no es capaz de 33
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evitar las llamadas “crisis de superproducción”, tal como las definiera Marx —la forma de concebirlas por parte de Keynes no suele ser utilizada por parte del anarquismo utopista, por lo que la dejaremos de lado—. En Marx, esta teoría afirma que los problemas de superproducción, es decir, de una producción excesiva frente a una determinada demanda se dan en forma general, se deben a que toda la economía se reduce al sector industrial, donde todos los capitalistas han adquirido una maquinaria que les permite disminuir los precios, con lo cual cae la tasa de ganancia, hecho al que se suma el que existe un creciente desempleo por la introducción de las mismas máquinas, y la demanda disminuye y se muestra insuficiente para absorber toda la producción. Así, enormes cantidades de productos no encuentran compradores, se efectúan pérdidas enormes, y quiebras grandes cantidades de empresas e industrias, facilitando la concentración de capitales. Pero, como declara Murray Rothbard sobre este tema, ni Marx ni quieres defienden la teoría de la superproducción —o subconsumo— se plantearon la existencia del sistema de precios. En efecto, ¿por qué los empresarios, cuya única responsabilidad y función es tomar los precios de mercado como indicadores y actuar en consecuencia, persistirían en invertir en un proceso productivo cuya rentabilidad está cada vez más reducida? ¿Por qué no tomarían en cuenta la magnitud de la demanda a la hora de definir la cantidad de producción que ofrecerían en el mercado, produciendo obstinadamente, sin enterarse de que el precio final no alcanzaría para cubrir los costos efectuados hasta que tienen la quiebra encima? No podemos llegar a discernir, en esta teoría, qué indicadores han seguido los capitalistas a la hora de producir, que “estímulo” les hizo suponer que la producción era rentable, como para que todos se equivoquen al mismo tiempo —ya que la superproducción en casos aislados es concebible y fácilmente comprensible—. Esta manía de tomar “prestados” los argumentos económicos de Marx, le han costado caros al anarquismo en lo que se refiere a sus posibilidades de comprensión, análisis y crítica de la realidad. El anarquismo no ha avanzado en sus propósitos de comprender el orden social imperante, simplemente porque no ha querido, dado que las herramientas de la ciencia económica para tal cometido han estado siempre a su alcance y disposición. Con esto último queremos expresar que la adopción de la teoría de la utilidad marginal no implica concluir que no pueda existir explotación bajo el sistema actual, ni que aceptar la teoría monetaria mejor desarrollada conlleva sumisión y adoración hacia el dinero, ni que comprender los mecanismos reales por los cuales actúa el mercado signifique defender la libre competencia o la libre empresa, cosa que, al parecer, ha creído inevitable. Solamente implica entender que el mercado, por sí solo, no crea un grupo privilegiado harto en riqueza y abundancia por un lado, y una masa de desposeídos e indigentes por el otro, lo que permitiría la aparición de un nuevo Estado para asegurar la dominación y la opresión —hecho que además es inexacto históricamente—. La economía anarcocomunista y sus posibilidades El principio de organización anarcocomunista o comunista libertaria es legítimamente anarquista en tanto es voluntario. El comunismo libertario se basa en la organización comunal, la producción planificada democráticamente y la distribución de los productos según las necesidades de cada integrante de la comunidad. Nada de esto es irrealizable ni 34
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imposible, en tanto admitamos que el nivel de vida descendería notablemente, es decir, solamente podrán ser satisfechas las necesidades biológicas fundamentales —comida, vivienda, vestido, etc.—, la producción de bienes que satisfagan otro tipo de necesidades quedará descartada, y el tiempo de ocio será realmente reducido. Esto se debe principalmente a que la eliminación del sistema de precios, con sus instituciones fundamentales, la propiedad privada, el mercado y el dinero, hace imposible el cálculo económico —ver Críticas económicas al comunismo libertario I [6] y II [7]—. Esto no quiere decir que la economía comunista es ineficiente porque carece de propiedad privada y dinero, sino porque no posee una unidad de cálculo que permita a los productores valorar la escasez de los bienes de producción en relación a las necesidades de los mismos, discerniendo entre una producción ineficaz o una producción que aprovecha al máximo los recursos. Y la única unidad de cálculo capaz de realizar tal abstracción conocida hasta el momento es la basada en unidades dinerarias. En ausencia de una unidad que permita el cálculo económico, la producción disminuye inevitablemente a la de mera subsistencia, previo paso por crisis generales de superproducción en ciertas áreas y subproducción en otras y demás derroche de recursos, por más que la productividad de las instalaciones sea enorme. El cálculo económico en el mercado se realiza mediante el sistema de precios. Los precios, como indicadores de la oferta y la demanda, señalan cuando y donde es necesario producir para satisfacer las necesidades de los consumidores. Los empresarios, guiados por el lucro, buscarán invertir en aquellos sectores productivos donde el margen de ganancia, es decir, la diferencia entre los costos y los precios finales, es más alta. Obviamente, cuando la rentabilidad de producir cierto bien es alta, se está indicando a todos los empresarios que hace falta invertir capital en dicho sector para expandir la oferta en relación a la demanda. Con la competencia, cada vez son más empresarios los que invierten produciendo una caída en los precios, reduciendo el margen de ganancias y satisfaciendo las necesidades de los consumidores. Cuando este sector queda saturado, los capitales que deseen entrar en el mercado buscarán otros lugares que produzcan más ganancias para invertir sus capitales, y así se va cubriendo gradualmente toda la economía. El resultado es una satisfacción cada vez más plena de las necesidades de los demandantes y, por lo tanto, una asignación eficiente de los recursos. Pero el cálculo económico en la economía comunista no es posible porque no hay una unidad común de cálculo que los productores puedan utilizar para guiarse. ¿Cómo sabrán si utilizar los recursos productivos en determinado sector es provechoso o un verdadero derroche? ¿Cómo estarán seguros de que al producir más pan en lugar de más vestidos estarán asignando sus recursos en forma eficiente? Tal vez sólo se den cuenta de que han malgastado sus recursos cuando vean que las necesidades de uno de los dos bienes no han sido cubiertas, mientras que la otra ha sido sobresaturada. ¿Mediante qué mecanismo se guiarán para saber si deben emplear el hierro disponible en la producción de maquinarias destinadas a producir papel sanitario o en maquinaria útil para la producción de transportes? Es obvio que la forma más eficiente de saber si están malgastando recursos es sabiendo en 35
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qué medida están empleando la menor cantidad de los mismos para producir la mayor cantidad de bienes finales. En el mercado, gracias al sistema de precios, los empresarios buscan disminuir sus costos —recursos empleados— y acrecentar la producción final, con lo que se ahorran bienes de producción para invertir en otras áreas, mientras que los precios altos les indican cuáles son esas áreas donde más provechoso resulta producir. Pero si no hay una unidad común de cálculo, que reduzca y abstraiga elementos heterogéneos entre sí a unidades homogéneas, cuantificables y contables, resulta imposible. Los productores solo podrán saber que están gastando mucho del insumo A del “stock de bienes A” y mucho del insumo B del “stock de bienes B”, pero no podrán saber si utilizar más insumos A que B, o viceversa, permite ahorrar bienes más escasos para proyectos alternativos. Esto no implica que la economía comunista es impracticable, sino que resulta ineficiente para generar una sociedad donde se pretenda satisfacer algo más que las necesidades biológicas. La economía comunista es realmente aplicable a la pequeña economía hogareña, o podría ser eficaz dentro de una economía de mercado, donde los integrantes de una red de distribución de bienes según las necesidades de quienes voluntariamente se han involucrado se realice en el marco de un sistema de precios que les indique la mejor forma asignar recursos a pequeña escala. Es decir que el mercado y el comunismo no son sistemas realmente incompatibles, sino que pueden complementarse mutuamente. Conclusiones: del utopismo al pensamiento científico El anarquismo utópico ha mostrado un claro desdén a reformular los postulados prácticos que los primeros anarquistas establecieron hace más de cien años. Las ideas relativas a la revolución social, a la abolición de la propiedad privada, el dinero y el salario, las supuestas catástrofes socioeconómicas inherentes al libre mercado, no pueden sostenerse en pie cuando se las somete a un análisis serio y profundo. Son, cuanto mucho, discutibles, pero tal como están presentadas no tienen la más mínima validez científica. Su único fundamento reside en convicciones morales —contra el “lucro” y el “egoísmo”, y a favor de la “solidaridad” y el “apoyo mutuo”—, pero no utilitarias, y mucho menos realistas. Sin embargo, podemos tener alguna esperanza de cambio y progreso en esta actitud del anarquismo. En los últimos tiempos, gran parte del mutualismo se ha mostrado interesado por las teorías del austriaco Ludwig von Mises y de Murray Rothbard en lo referente al cálculo económico, a la función del dinero y del monopolio monetario del Estado, y el intercambio de posturas e ideas con el anarcocapitalismo ha resultado fructífero para ambas partes. El agorismo es claramente el fruto de este aprendizaje mutuo. El anarquismo de mercado está cobrando una actitud más científica, desde una perspectiva económica, al analizar la realidad y las posibilidades prácticas de la anarquía. Naturalmente, el sendero hacia sus mejores realizaciones teóricas, y, por supuesto, prácticas, todavía no está construido, pero está siendo paulatinamente empedrado. Nota añadida Puede resultar eficaz, para comprender en forma abarcativa la idea que se esboza en este 36
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artículo, una reflexión del liberal francés Jean-François Revel, la cual, si bien estaba inspirada en las actitudes de la izquierda comunista francesa hacia fines de los años '60 y principios de los '70, es perfectamente aplicable a la situación aquí analizada. “La imaginación toma el poder, nos dijeron un día. Pero, ¿qué ocurrió después que esta frase soberbia fue escrita, por una mano anónima, en un muro de la Soborna? El pasado, solo el pasado: he aquí una obsesión. Pasado y pasatiempo, regreso y repetición: he aquí lo que comprobamos. Invocación mimética de doctrinas o episodios que ya fueron devorados, abordados, clasificados por la Historia. ¿Imaginación será reiteración? ¿Revolución será redundancia? Tal parece, no bien examinamos con atención. El método es volver a algo: a Bakunin, a Marx, a Mao, a Castro, a Guevara, a Lenin, a Trotski, a Dios, a Buda, a la civilización premaquinista. El método es recomenzar algo: la Revolución Cultural china, la Comuna de París, Octubre de 1917, mayo de 1968, el 18 de junio de 1940” [Jean-François Revel, Ni Marx ni Jesús, 1970]. 1.7. Debate sobre el cálculo económico Hace poco tiempo Ardegas, del blog Contraeconomía, tradujo un artículo de Robin Cox donde éste intentaba destruir el argumento del cálculo económico y proponer en su lugar las formas en que se organizaría una economía socialista libertaria, artículo que recibiría la crítica de Víctor, de Mutualismo.org [1] . Aquí intentaremos aportar un par de puntos al debate, enfocándonos principalmente en la crítica que Ardegas y Cox hacen del cálculo económico en el libre mercado, y analizaremos brevemente sus propuestas de una economía socialista descentralizada. Consideraciones previas sobre el cálculo económico El problema ineludible del cálculo económico proviene de la utilización o no de una unidad común de cálculo para evaluar la escasez de bienes y recursos, y no de la centralización o descentralización de la toma de decisiones. Se sigue de esto que a un socialismo estatista de economía centralizada y burocratizada se le van a presentar los mismos problemas que a, por ejemplo, una economía comunista primitiva a pequeña escala —si se nos ocurriera suponer que los agentes económicos tuvieran los mismos objetivos en ambos sistemas—. Y ese problema es que no podrán asignarse eficientemente los recursos productivos dado que se desconoce su escasez relativa, y por lo tanto, cuál de sus usos alternativos es el indicado. El problema del cálculo económico no debería ser considerado una trampa lógica lanzada a los socialistas para que se devanen los sesos intentando sortearla, sino una verdadera teoría de la información económica. Naturalmente, si descubrimos que tal mecanismo informativo para los agentes económicos brilla por su ausencia en una economía socialista —tal como está formulada—, no debemos concluir que el socialismo es “imposible” como lo hiciera Mises con fines ideológicos, sino que por el momento, nuestra experiencia solo nos ha proporcionado una sola unidad de cálculo, que es el dinero. Cualquier explicación que quiera demostrar la eficiencia del sistema socialista debe intentar demostrar que: (a)
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no es necesaria tal unidad de cálculo y, por lo tanto, el cálculo económico; o (b) que el dinero es perfectamente sustituible bajo el socialismo por otra unidad común de cálculo. No muchos son los socialistas, de todas las tendencias, que han intentado seguir estos criterios para resolver el problema, aunque existieron autores que dieron respuestas no tan desacertadas. Las primeras respuestas comenzaron por aceptar la necesidad de una unidad común de cálculo, y cual podría adoptarse como reemplazo del dinero. Los socialistas marxistas, por ejemplo, sostenían, siguiendo la teoría del valor-trabajo, que podrían calcularse costos según el tiempo de trabajo, propuesta que fue demostrada falsa rápidamente. Otros socialistas, como Oskar Lange o Enrico Barone propusieron un socialismo de mercado donde se permitiría la existencia de una unidad común de cálculo similar al dinero, que funcionaría bajo ciertas condiciones de planificación estatal [2]. Si bien no nos ocuparemos aquí de este debate, queremos dejar sentado que los mayores progresos teóricos se produjeron en tanto los socialistas admitieron la necesidad de una unidad contable. La crítica de Robin Cox al sistema de precios Robin Cox publicó en 2005 un artículo titulado The “Economic Calculation” controversy: unravelling of a myth (La controversia del “Cálculo Económico”: Deshaciendo un Mito), donde realiza una profunda crítica a los fundamentos del cálculo económico y propone un mecanismo de cálculo aplicable a una economía socialista autogestionaria. Su argumento principal es que este último tipo de economía es diametralmente distinta al socialismo “de Estado” al que se referirían Mises, Hayek y otros autores, dada la descentralización de la toma de decisiones. Sin embargo, en su sistema no se hace mención alguna a la utilización de alguna unidad común de cálculo que refleje la escasez relativa de los bienes. De hecho, la única mención que hace del problema reside en la primera parte de su artículo, donde sostiene que el dinero en el mercado ni siquiera cumple eficientemente dicha función, conclusión totalmente errada. (1) Cox argumenta, acertadamente, que el poder adquisitivo en el mercado no puede expresar las preferencias reales de los consumidores, y se ven limitadas por el mismo. Esto es cierto, pero Cox deberá reconocer que es imposible encontrar un medio racional de expresar las preferencias de los individuos, dado que la utilidad proporcionada por los diferentes bienes es de carácter subjetiva e inconmensurable, y por ende, resultaría vano buscar cualquier forma de cuantificarla bajo una unidad intersubjetiva. El mercado tiene la ventaja frente al socialismo de proporcionar un medio para expresar la utilidad, que si bien no es perfecto, es bastante efectivo: las preferencias individuales de un bien son cuantificadas o “medidas” en cantidades de otros bienes, en vez de ser “calculadas” en el aire. Así, en un simple intercambio, tanto en una economía de trueque como en una economía monetaria, la intensidad en que es demandado un bien queda plasmada en las cantidades de otros bienes que los individuos están dispuestos a sacrificar para obtenerlo. Esto es, nada más y nada menos, lo que permite a los individuos contabilizar sus costos y administrar racionalmente sus recursos. En una economía socialista se niega este principio 38
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desde el arranque: como señala Cox, los “bienes y servicios serían provistos directamente… estos estarían libremente disponibles para ser tomadas por los individuos, sin requerirles a estos individuos que ofrezcan algo en intercambio directo”. Es decir, la obtención de bienes no tiene, para el cálculo individual, ningún costo —más que, tal vez, dirigirse hasta el centro de distribución de bienes comunitario—. (2) Cox responde diciendo que, justamente por esto último, en el mercado los precios sólo reflejan los costos contables, lo cual, al parecer, no son lo mismo que los “costos reales” o “costos de oportunidad”. No queda claro a qué se debe esta afirmación, pero si podemos tener alguna noción real de los costos de oportunidad en una economía de mercado viene dada por el sistema de precios, el cual brinda en forma suficiente la información necesaria para contabilizarlos. Por ejemplo, un individuo posee $50, y decide invertirlos en la producción de un bien A, utilizando 2 bienes X y 2 bienes Y. Dicha inversión le dejará un margen de ganancia de $10. La alternativa dejada de lado es la producción de un bien B, utilizando 2 bienes X y 2 bienes Z, cuyo margen de ganancia es de $8. El costo de oportunidad de producir A serían $8, mientras que el costo de oportunidad de producir B serían $10, y nuestro agente económico puede deducir fácilmente qué inversión de sus recursos le permitirá obtener mayor utilidad. Y dado que en el mercado todos los bienes tienen un precio, puede escoger de entre miles de alternativas cuál es la mejor para realizar sus fines: la información le es, en cierta forma, suministrada. Robin Cox no propone un sustituto que pudiéramos considerar del todo exacto en una economía socialista. Como los costos se calculan en especie, el costo de producir A es 2X + 2Y, y el costo de producir B es 2X + 2Z. ¿Cómo podemos saber, calculando en especie, qué inversión de recursos tendrá un costo de oportunidad menor? Lo único que sabemos es qué bienes se consumen directamente en la producción de A o B, pero no existe algún tipo de indicador que nos informe cuál de los dos bienes tiene un costo de oportunidad mayor. (3) Cox también señala que las inversiones de los empresarios son en el mercado posiblemente arbitrarias, ya que para ello deben conocer los movimientos de los precios futuros, lo cual es imposible debido a la incertidumbre. Sin embargo, la incertidumbre es intrínseca a todo acto humano y, por supuesto, también se haría notar en un sistema socialista. No podemos conocer el futuro, con o sin cálculo económico. No obstante, un sistema de precios no tiene porqué registrar movimientos tan irregulares o repentinos que no les permita a los empresarios guiarse por las “tendencias” de los precios del pasado inmediato, de hecho, el sistema de precios resulta ser un mecanismo bastante eficiente para reducir la incertidumbre [3]. Esto, obviamente, suponiendo constantes ciertas variables, como por ejemplo, el valor de la moneda, o abstrayéndonos de catástrofes naturales o demás tragedias imposibles de predecir. Sobre el primer punto, el valor del dinero, es posible mantener la estabilidad del mismo mediante un sistema bancario sano, libre y descentralizado, evitando cualquier movimiento fuera de las preferencias de los consumidores en el nivel de precios y en la estructura de precios relativos. También debemos tener en cuenta que la competencia, en tanto “emulación” —como la caracterizaba Proudhon—, es un mecanismo viable de reducción de la incertidumbre: unos pocos empresarios innovadores y arriesgados pueden 39
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descubrir o crear nuevos negocios con tasas de ganancia abundantes, y a partir de allí los demás empresarios simplemente pueden seguir sus pasos. (4) Otro punto en su crítica a la aplicación del cálculo económico en el mercado está relacionado con el modelo de equilibrio general. Cox asegura que todo precio fuera del punto de equilibrio puede considerarse una “distorsión”, que puede llevar a una reacción en cadena de todos los demás precios del mercado y destruir el equilibrio, por lo que “estos precios distorsionados no servirían de guía confiable para tomar decisiones económicas racionales”. Pero dado que el equilibrio general es una ficción carente de aplicación a la realidad, el mercado siempre se halla fuera del mismo, y por lo tanto sus precios no son más que distorsiones poco útiles para realizar cálculos eficientes. Cox al parecer entiende por precios “distorsionados”, todo precio fuera del equilibrio walrasiano. Si esto es lo que realmente quiso decir, no está refutando el teorema de Mises, sino que lo está afirmando. Justamente son los precios fuera del equilibrio los que motivan a los empresarios a trasladar recursos de un sector del mercado donde se están sobreutilizando o malutilizando a otro en el que se utilizarían mejor y se satisfarían mejor las preferencias y necesidades de los individuos. Si los empresarios notan que la tasa de ganancia de la producción de A es negativa, deducirán que la demanda de A es menor que la oferta y trasladarán su capital a la producción de B, cuya tasa es positiva, lo cual significaría que la demanda de B excede a su oferta. El proceso de competencia expandiría la oferta de B y reduciría la de A hasta que el negocio deje de ser rentable, y por lo tanto, haya una coincidencia medianamente satisfactoria entre la oferta y la demanda. Y todo este mecanismo sería posible pura y exclusivamente gracias (a) a la utilización de una unidad común de cálculo como son los precios monetarios, es decir, mediante el cálculo económico; y (b) a que el mercado nunca está en equilibrio, y mucho menos bajo las condiciones simultáneas de Walras, en cuyo caso no existiría necesidad de realizar ningún cálculo económico. (5) Por último, Cox señala que el sistema bancario o “sistema de contabilidad monetario, aunque sirve para calcular costos, resulta él mismo en un costo”, y si se eliminara, se liberarían muchos recursos que podrían tener otras aplicaciones, cayendo en un error de proporciones gigantescas. El sistema bancario no está diseñado para proveer un sistema de cálculo, sino que busca proporcionar recursos a los inversores y seguridad a los ahorradores. Si la emisión que realiza para financiar los gastos de los inversores termina siendo utilizada en el mercado como unidad común de cálculo, es una consecuencia y no una causa de la misma. El negocio pasa por la diferencia que pueda obtener de la tasa de interés de sus préstamos y la tasa de interés que debe pagar a los ahorradores para que depositen sus recursos en su banco: si tal negocio provee un sistema de contabilidad a los individuos es algo que no entra en sus intenciones. De hecho, hoy en día vivimos bajo un sistema monetario que no se interesa en absoluto en que su dinero emitido provea o no una herramienta confiable de cálculo, sino que exista suficiente financiación para las inversiones —lo que provoca el ciclo económico— [4].
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Dado que la crítica de Cox es desafortunada y errada, y en su propuesta de socialismo descentralizado no se menciona ni por casualidad el problema esencial del teorema del cálculo económico —esto es, que el cálculo de costos no se base en una unidad contable común eficiente para evaluar la escasez relativa de recursos e invertirlos en consecuencia de la mejor manera posible para satisfacer las necesidades de los individuos—, mientras que coincido en gran parte de la crítica que Víctor ha hecho de la misma, tal vez resulte ocioso someter nuevamente a análisis todas las consideraciones de la segunda parte del artículo de Cox. Incluso podemos señalar que los métodos de cálculo que propone son tan aplicables a una economía socialista centralizada como a una descentralizada, por lo que no podemos notar la superioridad que se supone debe tener la segunda sobre la primera. Podría decirse que las críticas de Mises y Hayek al socialismo en general siguen en pie tanto para un sistema como para el otro. Dirigiremos mejor nuestra atención a la defensa que hace Ardegas, del blog Contraeconomía, de los argumentos de Robin Cox. Ampliación: la crítica de Ardegas Ardegas adopta gran parte de las críticas mencionadas a la aplicación del cálculo económico en el mercado, realizando algunas matizaciones. No obstante, dedica bastante espacio a consideraciones que son irrelevantes para la validez del teorema en cuestión. Nos referimos a sus comentarios respecto a lo que podríamos denominar “ética y filosofía distributiva”, si los ingresos de los individuos en el mercado están determinados por la productividad, si este sistema de “recompensas” es mejor que uno donde se distribuyan los bienes según las necesidades de cada uno, etc.; todas cuestiones que tienen muy poco que ver si de eficiencia económica se trata. Es necesario aclarar este punto para dejar el problema de lado desde el primer instante. Una de las críticas de Ardegas menciona que “en el mercado hay un estira y encoge, cada parte busca obtener el mayor beneficio, a cambio de dar lo menos posible a cambio. Esto produce una escasez artificial determinada por el sistema”. No queda claro en qué sentido puede crearse escasez artificial, ni puede deducirse del primer enunciado la forma en que se produciría tal efecto. Si Ardegas se refiere a que pueden mantenerse recursos inutilizados sólo para mantener alto su precio, esto es insostenible a mediano y a largo plazo, dado que la mayoría de los bienes acumulables necesitan que sus propietarios incurran en ciertos costes de conservación. Tal vez pueda ser una maniobra efectiva al corto plazo para un monopolio, pero tarde o temprano aparecerán competidores que lo obligarán a ofrecer toda su producción en vez de restringirla. Más factible es suponer que lo que realmente se acumula son recursos monetarios, y que estos son depositados en los bancos, los cuales vuelven a ser puestos en circulación en forma de préstamos a los inversores [5]. Sobre la determinación de los ingresos, y, en consecuencia, el poder adquisitivo, Víctor de Mutualismo.org ha señalado acertadamente sobre este punto que: “podríamos reducir [la explicación] a su expresión más simple: en una comunidad de trueque, la capacidad de compra de un individuo X está directamente determinada por la valoración que hace el individuo Y de su producción, en relación de la valoración que hace él de la producción de Y. Si ambos presentan sus 41
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productos en el mercado, será la valoración mutua la que determine el poder de compra de cada uno, que variará a su vez en la medida en que satisfaga las necesidades de ambos.” Sin embargo, Ardegas rechazaría esta explicación porque no incluye factores como el dinero, la división del trabajo, entre otros. Por su crítica, parece ser que no tiene muy en claro la naturaleza esencial del dinero. De sus comentarios podemos deducir que lo considera una variable introducida en la economía ex nihilo, por lo que una economía de trueque sería fundamentalmente distinta a una economía monetaria. Dice, dirigiéndose a Víctor: “Igualas “capacidad de producción” con “poder económico” basado en el ejemplo simple del trueque que pones, el cual ignora variables relevantes, como el hecho de que el “argumento económico” trata sobre precios monetarios, según los cuales, se nos dice, es imposible el cálculo económico. Pero aquí los precios monetarios están ausentes, siendo el comunismo libertario igual de factible que una economía de mercado, solo que más cooperativo. En segundo lugar, nos presentas una economía de intercambio, siendo que en el mercado están incluidos los elementos de ingreso neto y ganancias. Y que, en este caso, logras mostrar cómo interactúan las preferencias subjetivas, sin precios monetarios”. Sin embargo, Ardegas olvida que el dinero, en tanto que es un bien más en la economía, cuyo grado de liquidez es el mayor de entre todos, y que es “seleccionado” espontáneamente por los agentes económicos para su utilización en el mercado, se encuentra en relación de trueque con todos los demás bienes. Podemos decir que un par de zapatos valen $50, así como podemos decir que $50 valen un par de zapatos, de la misma forma en que podemos decir que en una economía de trueque un par de zapatos valdrían lo mismo que cinco sombreros. La diferencia entre una economía de trueque y una monetaria es simplemente cualitativa: hay un cambio de grado, la formalización de un “bien de referencia”, no un cambio estructural. Por lo que el ejemplo de Víctor es más que acertado, y queda claro que el poder adquisitivo de cada individuo viene determinado por las valoraciones subjetivas que realizan de sus bienes los demás individuos de la economía. Luego cita un párrafo de Robin Cox donde este señala que las valoraciones son subjetivas y se realizan en una escala ordinal, y que pretender que de alguna manera puede medirse objetivamente en una escala cardinal como lo son los precios en el mercado es una falacia insostenible, por lo que todo lo que hemos dicho más arriba se vendría abajo. Nuevamente, recordemos que el dinero es un bien como cualquier otro en la economía y que, por lo tanto, se halla en relación de trueque con los demás. Los precios, en el mercado, no son expresiones objetivadas de preferencias cuantificables: son simplemente la medida de cantidad en que las personas están dispuestas a ceder ese bien líquido que es el dinero, para obtener cada uno de los demás bienes. Como tales, no son una medida objetiva de las valoraciones, sino el grado en que una persona prefiere un bien cualquiera al dinero que posee, que en un mercado donde concurren cada vez mayores cantidades de personas, dicha medida tiende a expresarse en precios. Es por ello que dicho grado de renuncia es tan variable y cada persona está dispuesta a ceder cantidades diferentes. 42
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Por último, Ardegas demuestra desconocer la esencia íntima del teorema del cálculo económico al señalar que “el verdadero problema del cálculo económico es justamente la asignación eficiente de recursos”, y que el mecanismo de reducir la información económica a una unidad común de cálculo es pretender “que el problema de la asignación de recursos sea resuelta de la manera que lo hace el mercado”. Repetimos, una vez más, que el cálculo económico es justamente lo que Ardegas niega: la utilización de una unidad contable en los cálculos de costos en relación a la asignación de recursos escasos. Si pretendemos no utilizar esta unidad, podremos estar economizando, pero no en base al cálculo económico. Pueden existir numerosas formas de economizar sin calcular. El sistema de socialismo descentralizado Los mecanismos sustitutivos del cálculo económico —ya que son esto, un sustituto, y no una aplicación del mismo— propuestos por Cox y defendidos por Ardegas, son básicamente los mismos que los que utilizarían, y de hecho han utilizado, las economías socialistas centralizadas. El primer método es la contabilidad del “stock” de bienes totales; el segundo es la auto-regulación de la cantidad de existencias en relación a las exigencias de las mismas y la creación de un “colchón de existencias”; el tercero es la “ley del mínimo”, donde se racionan las cantidad de los factores limitantes o más escasos; y el cuarto método es la elaboración de una jerarquía de necesidades. Sin embargo, y como lo ha señalado Víctor, estos mecanismos son pobres sustitutos al cálculo económico, y conducirían a una administración deficiente de los recursos si no se apoyan en una unidad común de cálculo. Apelan a la antigua consigna del cálculo en especie. “En el sistema de libre acceso no existen mercancías, porque los bienes no se destinan al intercambio, sino al uso. Conviene mejor referirse a los insumos necesarios para crear un producto, estos insumos se miden en unidades físicas, no en unidades monetarias”. ¿Cómo podemos medir “unidades físicas”? Estamos hablando de un conjunto heterogéneo de factores, que no podemos sumar o restar entre ellos. En todo caso podemos calcular la cantidad que estamos consumiendo de un factor determinado A, del stock total de A, pero no podemos calcular relativamente su escasez en comparación con B. La utilidad de una unidad común de cálculo reside aquí en que tanto A como B podrían ser expresados bajo una unidad homogénea que permitiría restarlos y sumarlos, de forma que podamos saber qué cantidad total de insumos estamos utilizando, cuál es más necesitado y por lo tanto debe ser economizado, etc. La utilización de tal unidad es claramente superior a la “ley del mínimo”, por más que este último mecanismo tenga probablemente gran utilidad —los demás métodos son de relevancia práctica dudosa—. Veamos. La ley del mínimo propuesta actúa en forma similar a los precios. En tanto el suministro de un bien comienza a agotarse, podremos darnos cuenta la escasez relativa para con otros bienes simplemente calculando el porcentaje que estamos utilizando de los mismos. Si necesitamos una unidad de A y disponemos de 2, y si por otro lado, necesitamos dos unidades de B y disponemos de 8, vemos que necesitamos un 50% del stock de A y un 25% del stock de B, por lo que A es un 25% más escaso —el cual sería considerado “factor 43
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limitante” a ser economizado—. De la misma forma, en el mercado, dadas las mismas condiciones, si necesitamos un 25% más A que B, el precio relativo de A subirá en la misma proporción. El mecanismo es similar y puede ser eficaz, pero la ley del mínimo opera deficientemente si consideramos algunos puntos importantes, en comparación con los precios en el mercado. En primer lugar, porque el grado en que los insumos son necesitados para diferentes proyectos, de forma que podamos deducir en porcentaje la escasez relativa de cada uno, supondría la elaboración de una serie de innumerables inventarios que recolecten la cantidad y calidad de usos alternativos de cada bien de producción, la posterior jerarquización de las miles de alternativas, y la subsiguiente elaboración de cálculos de escasez relativa, para luego asignar los recursos, lo cual conllevaría una labor de planificación económica que sólo podría llevarse a cabo —y aún deficientemente— a escala global. La elaboración de tales cálculos a escala local o comunitaria —que es la característica esencial de este comunismo descentralizado— carecería de sentido: una comuna puede considerar que un bien de producción es abundante dado que en su comunidad carece de pocos usos alternativos, mientras que en otra comunidad puede estar dándose una escasez enorme del mismo. Y si debe recurrirse a un ente superior a las comunidades que decida cuáles son las prioridades de producción, la transferencia de recursos que debe hacerse, la jerarquía de necesidades, por más que los mecanismos de la toma de decisiones sean democráticos, estamos hablando de un Estado global. Como señala Víctor, “la centralización y el procesamiento de las precisas y exhaustivas encuestas de los consumidores haría perder al ‘socialismo descentralizado’ la ventaja que posee con respecto al ‘socialismo centralizado’; la flexibilidad”. En segundo lugar, este método, con todas sus planificaciones en diferentes niveles, local, regional y global, las necesarias negociaciones y sus consecuentes costos —ya que si admitimos mecanismos democráticos para la toma de decisiones debemos admitir que se incurrirán en “costos de negociación” cada vez más abundantes si comprendemos la magnitud y cantidad de temas económicos a tratar y planificar [6]—, volverían torpe y lento el sistema “auto-regulado” y de “retroalimentación” que propone Cox. La superioridad del sistema de precios del mercado se haría evidente, en tanto que los movimientos de los precios se efectúan de manera automática ante cada reducción o expansión de la oferta o de la demanda, trasmitiendo los flujos de información a los actores económicos al instante, para que estos actúen en consecuencia. Mientras la escasez imprevista de determinado recurso —si suponemos una mala asignación al “colchón de existencias”, o incluso un aumento repentino en las necesidades que vuelvan al mismo insuficiente—, bajo una economía socialista descentralizada, conllevaría la reorganización prácticamente total de los planes económicos; en el mercado el aumento en el precio de un artículo transmite información en forma tan instantánea que automáticamente gran parte de los agentes económicos ya habrán ajustado sus planes y sus inversiones a los nuevos cambios de precios. La rapidez y regulación de los flujos de información son tan puntuales y eficaces que pueden hacernos acordar al sistema enzimático de nuestro organismo. Para los ojos de quienes no comprenden la naturaleza
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de los precios, estos movimientos pueden parecer “caóticos”, pero en realidad son necesarios y útiles para el cálculo económico y la eficiente asignación de recursos. En tercer lugar, la ley del mínimo y este método de planificación pueden llegar a funcionar con cierta eficacia mediante algunas restricciones, pero la naturaleza de la información económica lo hace bastante ineficaz si consideramos que en la economía la información no sólo se halla dispersa sino que se crea continuamente y a cada momento. Los agentes económicos están creando, planeando, formulando y organizando emprendimientos y proyectos económicos todo el tiempo —mucho más si imaginamos que el socialismo descentralizado sería una economía de “libre acceso”, donde todos podrán tomar los recursos que deseen del stock disponible, sin represalia de algún ente coactivo—. Y es inconcebible la reorganización continua de los planes económicos locales, regionales o globales. El socialismo descentralizado propuesto por Cox y defendido por Ardegas, probablemente resulte eficaz en un ambiente estático, donde toda la información esté dada y no se produzcan movimientos imprevistos o bruscos de las existencias o las necesidades. Pero como ya hemos dicho, todo es posible en la lamentablemente irreal estática teórica. Notas finales Como ya hemos dicho al principio, no debemos concluir de todo esto, como lo hiciera Mises, que la economía socialista es “imposible”. Simplemente es inconcebible que vaya a la par de los niveles de prosperidad que han obtenido incluso las sociedades capitalistas actuales —y tenemos razones para suponer que con mercados totalmente liberados se alcanzarían niveles todavía mayores—. El nivel de vida sería bastante modesto bajo el socialismo, y es probable que descienda paulatinamente, sin caer en “crisis”. Como se ha señalado en otro artículo: “Esto no implica que la economía comunista es impracticable, sino que resulta ineficiente para generar una sociedad donde se pretenda satisfacer algo más que las necesidades biológicas. La economía comunista es realmente aplicable a la pequeña economía hogareña, o podría ser eficaz dentro de una economía de mercado, donde los integrantes de una red de distribución de bienes según las necesidades de quienes voluntariamente se han involucrado se realice en el marco de un sistema de precios que les indique la mejor forma asignar recursos a pequeña escala. Es decir que el mercado y el comunismo no son sistemas realmente incompatibles, sino que pueden complementarse mutuamente” [7]. Notas [1] Para ver la secuencia de artículos del debate: El mito del cálculo económico, traducción del artículo de Robin Cox; ¿Una solución comunista al cálculo económico?, réplica de Víctor;Cálculo económico: respuesta a Víctor L., contrarréplica de Ardegas; ¿Una solución comunista al cálculo económico? (II), respuesta de Víctor; y los dos últimos artículos de Ardegas, Cálculo económico: respuesta a Víctor L. (II), y Más sobre el cálculo económico comunista. [2] Esta posición ha sido, no obstante, superada. Es obviamente inaplicable a un entorno dinámico, o lo que es lo mismo, real. Todo es posible dentro de la estática teórica: este 45
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sistema sería viable si suponemos “un proceso estacionario de vida económica en el que todo está correctamente previsto y se repite periódicamente y en el que no sucede nada que eche abajo el plan”. Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, 1942. [3] Recordemos la crítica que hacía David Hume a la noción de causa-efecto. La única razón que tenemos para considerarla válida, el único motivo que tenemos para creer que cada vez que soltamos un objeto, caerá al suelo, es la costumbre. De la misma forma, la única validación que tienen los empresarios para adoptar criterios de inversión es la tendencia que manifiesten los precios en el pasado. [4] La solución posible al mismo, generada bajo los principios del libre mercado, puede encontrarse en la propuesta hayekiana de un sistema de monedas paralelas y privadas. VerEl anarquismo de mercado y la banca libre [16-3-2008] y Hayek y la estabilidad monetaria[277-2008]. [5] Es posible también suponer que el sistema bancario puede retirar, por motivos de política económica, cada vez más cantidades de dinero de la economía, aumentando las tasas de interés, y favoreciendo la transferencia de recursos desde la producción hacia los bancos. Así se restringiría la producción y gran parte de los medios de producción quedarían subutilizados. Sin embargo, la manipulación de las tasas de interés es imposible en un mercado verdaderamente libre, donde el sistema monetario no se halla monopolizado por un ente planificador como es el Estado. [6] La Public Choice ha demostrado que todo individuo racional reconocerá que su participación en la toma de decisiones colectivas le obligarán a incurrir en ciertos costes — esfuerzo, tiempo y hasta recursos— para llegar a los acuerdos, y que estos costes se incrementarán en tanto se sumen más individuos al grupo humano y que la regla de la toma de decisiones se vuelva más inclusiva —la regla más costosa sería la de la unanimidad—. Ver James M. Buchanan y Gordon Tullock, El cálculo del consenso, 1962. [7] Ver Del anarquismo utópico al anarquismo científico [22-6-2008]. 1.8. Continuación del debate sobre el cálculo económico De los últimos comentarios de Ardegas respecto al problema del cálculo económico [1], pueden extraerse bastantes puntos interesantes. En el último artículo de este blog [2] se dieron bastantes conceptos por entendidos, sobre todo los más importantes. Esto generó varios malentendidos y confusiones que intentaremos dilucidar. Aquí intentaremos explicar la mayor parte de estos puntos y pulir lo mejor posible los conceptos relevantes. Así que iremos desde el principio, donde ya encontramos algunas “lagunas” en la argumentación de Ardegas. Vamos primero al concepto del cálculo económico, que ingenuamente pasamos por alto por suponerlo sabido. Ardegas considera que “el problema del cálculo económico tiene que ver con asignar en forma eficiente los recursos de la sociedad”. Esto es correcto, pero es un enunciado demasiado general. El cálculo económico tiene que ver con una forma específica de asignar los recursos: mediante la utilización de una unidad de cálculo que permita a los productores contabilizar costos y saber si se están derrochando recursos o, al contrario, asignándolos de modo eficaz. Una empresa o una unidad de producción, para saber si están produciendo en forma 46
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eficiente, deben poder comparar el valor de su producto final con los gastos incurridos. Ahora podemos notar que realizar este cálculo en especie resulta dificultoso. No podemos sumar o restar unidades heterogéneas entre sí. Si el producto final es 1 unidad de A, para la cual se utilizaron 2 unidades de B y 3 de C, ¿cómo pueden los productores saber si se consumieron más bienes en la producción de lo que deberían, o si se maximizó la productividad de la empresa o centro de producción? ¿Cómo sabrían si esas 2 unidades de B y 3 de C hubieran producido más si se hubieran destinado a otras áreas, en lugar de la producción de A? Ahora queda en evidencia la ingenuidad de Ardegas al inquirir “¿… cuál es el sentido de querer sumar cosas que por su naturaleza son heterogéneas?”. Para calcular eficientemente hace falta una evaluación de la escasez relativa de cada bien. En la medida en que hay más necesidades de un bien que el stock disponible del mismo, estamos hablando de escasez. En términos absolutos, el concepto de escasez no es muy útil para los productores que intentan producir eficientemente. El concepto de escasez de un bien sólo tiene relevancia para la economización en tanto se contemple desde su relación con otros bienes, en qué medida o grado en más o menos escaso que otros bienes. En el mercado podemos saber en qué medida un bien es demandado, y por lo tanto, su valor de escasez, al observar la cantidad de bienes que los individuos están dispuestos a ceder para obtenerlo. Si A tiene un precio 5 veces mayor que el de B, quiere decir que el primero es cinco veces más escaso que B. En el socialismo, Cox y Ardegas, como hemos visto, han propuesto la implementación de la “ley del mínimo”: se verifica cuántas unidades de un bien se necesitan y se las compara con el stock total que hay de ese mismo bien, de forma que los productores puedan conocer cuál es el “factor” o “factores limitantes” que deben ser economizados. Ahora es más sencillo comprender la utilidad de una unidad común de cálculo. En el mercado, el bien de referencia es el dinero, y su utilidad como instrumento de cálculo es obvia: si un bien tiene un precio relativo alto en unidades monetarias, los productores sabrán que es muy escaso. Este bien será economizado, dado que habrá que incurrir en mayores costos para obtenerlo y no será sobreutilizado, agotando su stock — nadie pretende inferir de esto último, que los productores realizan este ahorro por “conciencia altruista”: su egoísmo los empuja a ello— [3]. En el socialismo descentralizado, los productores podrán inferir la “escasez relativa” de cada bien mediante la elaboración del porcentaje en que es necesitado cada uno, y los mencionados porcentajes se compararían unos con otros para verificar cuáles son los artículos más escasos. Incluso no sería descabellado suponer que los productores se pusieran de acuerdo para utilizar un “patrón de medida” para contabilizar dichos porcentajes [4]. Ardegas no puede negar la utilidad de tal mecanismo, y el papel fundamental que cumpliría en la economización y administración de los recursos escasos. En definitiva, es probable que comprenda la necesidad de que una comunidad socialista guíe su producción por el cálculo económico en vez de sentenciar que “no tiene por qué resolver el problema del cálculo económico simplemente porque no lo necesita”. Sin embargo, el socialismo necesita otros mecanismos auxiliares para implementar el cálculo económico, y
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aquí es donde surgirían los problemas, que lo harían imposible, como intentaremos demostrar más adelante. Primeramente prestaremos atención a las falencias que señala Ardegas en la asignación de recursos en el mercado. Buena parte de estas críticas han sido erradas, por no comprender cabalmente el problema que intentamos plantear y la forma en que se lleva a cabo el cálculo económico —cosa que intentamos explicar más arriba—. En primer lugar, Ardegas señala que “el poder adquisitivo distorsiona la forma en que las necesidades serán atendidas, privilegiando las necesidades de unas personas en detrimento de otras”. Y agrega que “el tema de la distribución desigual del poder adquisitivo es importante a la hora de decidir si se está haciendo una asignación eficiente de recursos, de manera que se maximice el bienestar de la sociedad. […] Una distribución desigual del ingreso implica ineficiencia económica, ya que hay personas que se dedican al consumo conspicuo mientras otras viven en la más abyecta pobreza”. En el artículo anterior no intentamos negar las implicancias de la desigualdad de los ingresos en la eficiencia económica, sino que simplemente inferimos que Ardegas pretendía desviar la discusión por el camino de la “legitimidad” y no de la eficiencia. Sin embargo, como primer punto, la desigualdad de ingresos no implica necesariamente ineficiencia económica, como tampoco implica que gran parte de las necesidades de un sector de la población será desatendido, o que un grupo minoritario viva en la opulencia y otro mayoritario en la pobreza. Ardegas plantea un escenario algo conveniente. Olvida que, así supongamos desde el inicio la más igualitaria distribución de recursos entre todos los individuos, todo incremento o disminución en los ingresos de cada uno provendrá de intercambios voluntarios y de las evaluaciones subjetivas de los involucrados. A esto, nada más y nada menos, iba dirigido el argumento de Víctor: que las diferencias de ingresos en los individuos que actúan en un mercado libre provienen de transacciones voluntarias regidas por valoraciones individuales subjetivas —estemos incluyendo la influencia del dinero o no, por ejemplo—, y no que tales diferencias vienen de “cuánto logran contribuir a la sociedad”. Y sabemos que las personas realizan sus transacciones económicas siguiendo sus preferencias individuales, de modo que se maximice su utilidad. Desde un punto de vista paretiano, todo este proceso es eficiente. En segundo lugar, y este es el punto donde Ardegas más se confunde, la eficiente utilización del cálculo económico en el mercado no implica que el mismo deba estar en equilibrio. De hecho, el concepto del cálculo económico es una herramienta excelente para comprender los movimientos de recursos cuando las fuerzas del mercado están en desequilibrio —cosa que de hecho, sucede siempre, dado que el equilibrio nunca se alcanza—. El cálculo económico demuestra su utilidad en la economía de mercado cuando existe un desequilibrio considerable entre la oferta y la demanda: cuando el precio de un artículo crece en relación a sus costos, los empresarios trasladarán recursos hacia la producción de dicho artículo seducidos por el incremento en la tasa de ganancia. La competencia entre ellos producirá que baje el precio, y que la demanda sea satisfecha en la 48
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medida adecuada —no exacta, vale aclarar—. De la misma forma, cuando la oferta excede la demanda, de modo que el precio final de un bien no alcanza para cubrir los costos de producción, los empresarios quitarán recursos de la producción de dicho bien y los invertirán en otros sectores donde sean más demandados. Como vemos, el cálculo económico sirve pura y exclusivamente para las situaciones de desequilibrio, y no necesita, de ninguna manera, que el mercado esté en equilibrio para funcionar. Si el mercado estuviera en equilibrio, no sería necesario el cálculo económico. Como remarca Huerta de Soto, “ya el propio Mises en 1920 muy cuidadosamente se preocupó de negar de forma expresa que su análisis fuera aplicable al modelo de equilibrio, el cual, por presuponer en su enunciación que toda la información necesaria ha de estar disponible, hace que el problema económico fundamental que plantea el socialismo se considere, por definición, resuelto ab initio y, por tanto, que pase desapercibido para el teórico del equilibrio” [5]. Por lo que los comentarios de Ardegas, sentenciando que el socialismo descentralizado “tiene la ventaja sobre el sistema de mercado de que la información se transmite más rápidamente, no hay que esperar que la oferta y la demanda (efectiva) se equilibren (lo cual puede que nunca ocurra)”, o que “si no hay equilibrio, el cálculo empresarial se estará desviando de satisfacer en forma óptima las preferencias sociales, y unos grupos obtendrán ventajas a expensas de otros…”, carecen de base, dado que no es necesario que se llegue a tal equilibrio para que el cálculo económico manifieste su importancia en el mercado. De hecho, si el mercado se acerca a tal punto de equilibrio, aunque nunca llegue, este acercamiento es obra pura y exclusivamente del cálculo económico basado en unidades dinerarias —un sistema monetario deficiente o manipulado puede, obviamente, distorsionar las actividades de los productores y alejarlos aún más del equilibrio—. En tercer lugar, Ardegas considera que el sistema de competencia incentiva, por un lado, el ocultamiento de información, y por otro, la externalización de costos a la sociedad, sobre todo en lo referente al medio ambiente. Sobre el primer punto, lo primero que podemos decir es que gran parte del inacceso de la información en la producción y el uso de innovaciones y mejoras técnicas no provienen del mismo sistema de mercado, sino que por lo general provienen de la intervención estatal en forma de patentes y derechos de autor. Sobre el segundo punto, Víctor en Mutualismo.org a tratado recientemente en Apuntes de ecología anarquista las cuestiones ambientales en el mercado, y las implicancias de la intervención estatal en la eficiencia económica. En cuarto lugar, Ardegas, señalando los defectos del sistema de precios, menciona que “según la curva de demanda, la producción podría aumentar tanto que el precio podría llegar a cero, pero eso nunca sucede, ya que se limita la producción para obtener un margen de ganancia”, y que “la obtención de ganancias por el capitalista implica la creación de mayor valor del que se compra en insumos y trabajo, etc.”. Estos simples enunciados niegan totalmente la influencia de la competencia. Bajo la presión de una competencia totalmente libre y sin barreras, los oferentes o empresarios pierden el control rígido sobre el precio. Ya no pueden restringir la oferta para mantener el precio alto y asegurarse así un margen apreciable de ganancia: 49
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la competencia los forzará a bajar sus precios y satisfacer en forma suficiente a la demanda. Particularmente en la segunda frase, parece inferirse que el precio final viene determinado por la voluntad del capitalista, de modo que simplemente se le suman a los costos la tasa de ganancia deseada, lo cual es absurdo. El precio final viene determinado por la demanda: la diferencia entre este y los costos de insumos y trabajo determinará la tasa de ganancia y los incentivos que el capitalista tiene para invertir en cada sector. Por último, Ardegas, en lo referente al sistema bancario, sostiene que “como cualquier negocio, los bancos están interesados en obtener ganancias, no en facilitar la inversión ni proteger los ahorros. Esto es evidente”. Esto se deduce de que “al empresario no le interesa maximizar el bienestar de la sociedad por medio del cálculo monetario”. Sin embargo, no importa la intencionalidad de los actores, sino lo que realmente hacen: brindan un servicio u ofrecen un producto a cambio de un precio. Y si bien considera que “sigue siendo cierto que la eliminación del sistema monetario, con toda la gama de instituciones que se encargan de administrarlo, implicaría la liberación de recursos que se podrían destinar a la economía real”, también es cierto que el sistema bancario resulta ser un mecanismo bastante económico para la administración de recursos. El dinero almacenado no necesita prácticamente costos de mantenimiento, y si el sistema monetario alcanza la estabilidad deseada, el valor de los recursos acumulados permanece igual. En un sistema como el socialista, donde no se utilice una “reserva de valor” como el dinero, los costos de mantenimiento y depreciación de los bienes serían enormes, y más si suponemos que una parte de los mismos se dedicarán a la formación de “colchones de existencias”. Los problemas planteados al socialismo descentralizado siguen en pie. Intentemos recapitularlas. El primer problema que se les plantearía a los productores sería la recolección de información. Esta sólo puede realizarse a escala global; a escala local e incluso regional carece de sentido. La planificación a escala local o regional se mostraría inútil si no tiene en cuenta la situación económica de otras regiones y comunas, y cómo pueden sincronizar y transferirse recursos de unas a otras. Esto quiere decir que no sólo el inventariado de bienes, necesidades y escasez relativa de cada artículo debe ser efectuado mediante algún órgano centralizado de planificación, sino que también la misma jerarquía de necesidades debe ser establecida por el mismo. El segundo problema proviene del deseo de que la planificación se lleve a cabo de manera participativa y democrática. Los costos de negociación se volverían prohibitivos si suponemos que los productores no sólo tendrán que ponerse de acuerdo a escala local, sino que la planificación global se llevará a cabo por los mismos métodos. Una forma eficiente de reducir los costos de negociación es mediante la delegación de la toma de decisiones a representantes o delegados de cada comunidad, que debatirán y negociarán a escala global. Sería factible suponer que tal mecanismo generaría, a la larga, la necesidad de una especialización y profesionalización de los delegados y representantes y su consecuente burocracia. Otro problema que no podría sortear este socialismo descentralizado es el de la naturaleza dinámica de información económica. La continua creación de proyectos, de objetivos, la constante creación de nueva información por parte de todos los individuos, haría 50
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imposible la recolección de datos “fieles”. Si la planificación, para lograr una mejor recolección de información decide reorganizar sus planes cada vez más periódicamente, de modo que pueda ajustar sus índices a las cambiantes condiciones económicas, y si suponemos que tal planificación se realizará en forma democrática y participativa, los costos serán tan altos que harían inviable todo el sistema. Al contrario de lo pretendido, los cálculos que llevarán a cabo los productores llevarán tiempo y estarán constantemente aquejados por la recolección de una información deficiente e incompleta. Y la ineficiencia del mismo quería en evidencia si lo comparamos con los movimientos instantáneos de precios que se producen en el mercado, que permiten a los individuos reorganizar sus proyectos a cada paso y verificar si sus inversiones serán económicas o anti-económicas. En definitiva, el socialismo descentralizado se muestra aún más ineficiente que un sistema de socialismo centralizado. Terminaría degenerando o en una burocracia administrativa con características del socialismo centralizado, o la economía “subterránea” terminaría por absolverlo. Notas [1] Ver Cálculo económico: Respuesta a Langlois en Contraeconomía. [2] Ver Debate sobre el cálculo económico [27-8-08]. [3] Para más detalles sobre la utilización del dinero como instrumento de cálculo económico, ver los escritos de Ludwig von Mises: El cálculo económico en la comunidad socialista, 1920; y Liberalismus, 1927. [4] En este aspecto es realmente interesante los puntos desarrollados a principios de los ‘30 por Christian Cornelissen en su trabajo El comunismo libertario y el régimen de transición, especialmente el capítulo III: ¿Existirá moneda en la sociedad comunista libertaria?. Cornelissen sigue a la perfección el razonamiento sobre el problema del cálculo económico —aunque sea discutible la solución que pretende dar—. Señala: “¿Cómo saber si un establecimiento industrial es viable cuando no se posee un medidor general de los valores? … la enorme complejidad de una vida social en un sistema social-comunista exige una contabilidad muy exacta, y esta contabilidad no es posible si no pueden expresarse claramente los valores respectivos de los bienes bajo la forma de uno de ellos. […] En resumen, deducimos que bajo cualquier orden social, nos será siempre útil y necesario el poder medir los valores relativos de las diversas riquezas, expresando estos valores en el de una de ellas elegida como riqueza numeraria.” [5] Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, 1991. En el primer texto citado de Mises también se hace mención de la inutilidad del equilibrio del mercado en la implementación del cálculo económico. 1.9. La historia del pensamiento anarquista Lo que sigue es un largo ensayo sobre el progreso de las ideas anarquistas desde que Proudhon diera el puntapié inicial. Voy a intentar continuar esta serie de escritos largos sobre el anarquismo y la teoría anarquista, y más adelante sobre el Estado y la lucha de clases, enfocados desde esta perspectiva. Espero que el trabajo no resulte engorroso de leer y que las numerosas notas y referencias no entorpezcan la comprensión del texto.
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El pensamiento anarquista ha tenido la particularidad, a lo largo de la historia, de no presentar una línea de ideas homogénea y compacta sino hasta fines del siglo XIX, cuando el anarcocomunismo se constituyó en la doctrina hegemónica dentro del movimiento libertario. Las “minorías” anarquistas persistieron algún tiempo más, pero acabaron perdiendo influencia y desapareciendo como corrientes alternativas a la principal [1]. El anarcocomunismo se ha presentado a sí mismo como la única corriente viable y hasta legítima a partir de entonces, marginando a las demás tendencias. Sin embargo, hurgando en las raíces históricas del anarquismo, podremos ver que los anarquistas más primitivos tenían posiciones muy alejadas del comunismo libertario. Podemos considerar como el primer teórico anarquista al francés Pierre-Joseph Proudhon, famoso por sentenciar en 1840 que “¡la propiedad es un robo!”. Muchos anarquistas, actualmente, toman esta frase sin preguntarse mucho sobre todo lo que hay detrás, y cuál es el verdadero pensamiento proudhoniano. Las credenciales de Proudhon como libertario son inobjetables. Fue el primer pensador en autodenominarse “anarquista”, y en utilizar el término “anarquía” para referirse a un tipo de organización social donde prive el orden voluntario y sin coacción ni gobierno, en contraposición a la habitual equiparación del mismo con el desorden y el caos [2]. Por otro lado, fue una influencia directa del filósofo ruso Mijaíl Bakunin —junto con el alemán Max Stirner—, algo que Karl Marx y Friedrich Engels se esforzaron en remarcar, incomodados por la persistente y errónea utilización que hacía Bakunin de su materialismo histórico, de forma que las aguas quedaran bien divididas. El núcleo del pensamiento proudhoniano es en general desconocido para los anarquistas actuales, que le reconocen el único mérito de haber formulado su famosa frase arriba mencionada y haber sentado los principios de la organización federativa. Pero los aportes de Proudhon al anarquismo van mucho más lejos, y las contribuciones de su madurez intelectual son habitualmente olvidadas. El francés, que comenzó adhiriendo en su juventud a una anarquía por aquel tiempo difusa, y a un socialismo basado principalmente en la teoría laboral del valor de David Ricardo, terminó afirmándose más bien como partidario del mutualismo y del principio federativo. Si los anarquistas actuales señalan a la propiedad privada como el principal de los males, Proudhon más bien al contrario, la defendía como una fuerza verdaderamente liberadora, siempre que estuviera fundada en el trabajo y no en la usura. Este último sería su principal enemigo a lo largo de su trayectoria teórica. Y su mutualismo estaría consagrado a desterrarla de la economía humana. El mutualismo era concebido por Proudhon como un sistema de transacciones libres basadas en el “principio del costo”, es decir, en la cantidad de trabajo objetivamente incorporado en los bienes. El principio del costo se deducía de su teoría del valor, la cual señalaba que el valor de los bienes estaba determinado, efectivamente, por la cantidad de esfuerzo involucrado en el proceso de producción. De este fenómeno, Proudhon extraía un principio moral que establecía que «el trabajador conserva, aun después de haber recibido su salario, un derecho natural de propiedad sobre la cosa que ha producido. […] El trabajo de los obreros ha creado un valor; luego este valor es propiedad de ellos» [3]. La mayoría de los 52
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socialistas pre-marxistas coincidían en este punto [4]. El socialismo para ellos era, más que la propiedad colectiva o común de los medios de producción, la instauración del principio del costo en la organización económica de la sociedad, es decir, que a los trabajadores se les retribuya con el producto íntegro de su esfuerzo [5]. Proudhon establecía que la verdadera revolución, y el camino hacia una organización socialmente y económicamente viable dependía de que los individuos defendieran la propiedad basada en este principio, es decir, legitimada por el trabajo. Este derecho natural debía ser defendido de los embates del Estado y de la usura capitalista. Aquí vemos de donde nace el “anticapitalismo” de Proudhon. La usura era el mecanismo por el cual unos podían, mediante la protección estatal, violar el principio del costo natural. El Estado otorgaba a ciertos individuos privilegios como el derecho absoluto de propiedad sobre la tierra [6], sostenía un medio de cambio como el oro, que posibilitaba la acumulación extraordinaria y cobrar intereses por el capital, intervenía en los mecanismos del laissez-faire, cuyo resultado eran precios de mercado que diferían de los costos de producción, y regulaba los negocios bancarios. Estos aportes serían luego reformulados por su seguidor más fiel Benjamin Tucker, como los “cuatro grandes monopolios”. Proudhon no solía cuestionar los principios de la economía clásica sobre la libre competencia y el libre mercado, más bien los adoptaba. Podemos encontrar numerosas citas de su pensamiento más maduro en referencia a esto: “[Los mutualistas] reconocen gustosos, con los economistas de la escuela puramente liberal, que la libertad es la primera de las fuerzas económicas, y debe confiársele todo lo que pueda hacer por sí sola; pero que donde no pueda llegar la libertad, mandan el buen sentido, la justicia y el interés general, que intervenga la fuerza colectiva, que no es aquí sino la mutualidad misma…” [7]. En relación a esto último, sentenciaba que la libertad de comercio necesitaba eliminar la usura para permitir que el mercado tendiera a distribuir los productos según el esfuerzo y el trabajo de los individuos en la sociedad, mediante la abolición del oro como medio de cambio, la instauración de un Banco del Pueblo o Banco de Trueque, la instauración de un derecho sobre la tierra basado en el usufructo, y la completa liberación de las fuerzas del mercado. Proudhon tenía en mente al parecer, y su principal discípulo Benjamin Tucker más explícitamente aún, la idea de que el libre mercado tiende al equilibrio como en el modelo de competencia perfecta de Leon Walras —quien polemizó con Proudhon hacia 1859 sobre el tema del crédito popular o gratuito—. En este modelo no hay lugar para los beneficios capitalistas, la economía está dividida entre unidades familiares y empresas, no existe el dinero como medio de atesoramiento, y los precios reflejan el costo de producción. La diferencia es que Proudhon llamaba al precio de equilibrio de un bien, el “precio justo”, conforme al principio del costo, y señalaba la existencia de usura y especulación cuando los precios se alejaban del equilibrio. Veía en este estado de equilibrio el escenario social ideal, el cual, una vez alcanzado por el mercado, se mantenía estático y los precios quedaban “fijos”.
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“No es posible vender por largo tiempo ninguna mercancía a más del justo precio: si sucede eso, es porque el consumidor no es libre. La moral pública y la regularidad de las transacciones ganarían si se generalizase la venta a precio fijo; los negocios irían mejor para todo el mundo. No se harían tan grandes y rápidas fortunas, pero habría menos quiebras y bancarrotas, menos hombres arruinados y desesperados. Un país donde no se vendiesen las cosas sino por lo que valen, sin especulación, habría resuelto el doble problema del valor y de la igualdad” [8]. Algunas de estas ideas económicas pueden tomar desprevenidos a varios anarquistas actuales, dado que se trata de una faceta de Proudhon casi olvidada. Proudhon manifestaba más cercanía con algunos principios liberales que con algún tipo de comunismo libre —aunque en sus tiempos el comunismo “libertario” no se hallaba sistemáticamente formulado—. Esto se hace aún más evidente si observamos su idea de la federación, como un tipo de organización política basada en el libre contrato —concepto clásico liberal—, y no sólo como una herramienta de organización geográfica y económica [9]. Y no debería, por esto, llamarnos la atención que cite entre sus principales “maestros” a Adam Smith. Como hemos dicho, Mijaíl Bakunin es uno de sus principales “hijos” intelectuales, y de hecho el ruso compartía algunos principios económicos de Proudhon, más que con Marx. El sistema de Bakunin es esencialmente filosófico y político, y no gozaba de una seria formación seria sobre economía social —algo que Marx y Engels siempre insistieron en remarcar—, por lo que adoptaba buena parte de las teorías proudhonianas. El tributo de Bakunin al francés es enorme, como podemos ver en la siguiente cita: “… Proudhon: hijo de un campesino, y por naturaleza e instinto cien veces más revolucionario que todos los socialistas doctrinarios y burgueses, se armó de una crítica tan profunda y penetrante como despiadada, para destruir todos sus sistemas. Oponiendo la libertad a la autoridad contra esos socialistas de Estado, se proclamó atrevidamente anarquista, y, en las barbas de su deísmo o de su panteísmo, tuvo el valor de proclamarse sencillamente ateo, o más bien, con Agusto Comte, positivista. Su socialismo, fundado en la libertad tanto individual como colectiva, en la acción espontánea de las asociaciones libres, no obedeciendo a otras leyes que a las generales de la economía social, descubiertas o a descubrir por la ciencia, al margen de toda reglamentación gubernamental y de toda protección de Estado, subordinando, por otra parte, la política a los intereses económicos, intelectuales y morales de la sociedad, debía más tarde, y por una consecuencia necesaria, llegar al federalismo” [10]. Proudhon, para Bakunin, era un auténtico revolucionario de la ciencia y del socialismo, y como él, creía que la proliferación de las asociaciones voluntarias y los intercambios libres estaban entorpecidos por la acción del Estado. Incluso reconoce que «la libertad de la industria y del comercio es ciertamente una gran cosa y uno de los fundamentos esenciales de la futura Alianza Internacional de todos los pueblos del mundo. Amigos de la libertad a todo precio, de todas las libertades, debemos serlo igualmente de ésta.» [11] Bakunin compartía con Proudhon la idea de que el trabajador debía recibir el justo e íntegro producto de su trabajo y esfuerzo. Si bien estimaba que la organización en la producción debía ser colectiva y cooperativa, la distribución de los bienes debía corresponder a la 54
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retribución de cada individuo a la sociedad. Incluso concebía un medio de pago similar al dinero del que los trabajadores podrían disponer para intercambiar productos [12]. Las diferencias reales entre Bakunin y Proudhon surgen en el terreno filosófico. El ruso, que adoptaba la filosofía materialista y la dialéctica de Marx, consideraba equivocada la postura de Proudhon, que había heredado la visión más idealista de Hegel. “Proudhon, a pesar de todos sus esfuerzos para colocarse en el terreno práctico, ha permanecido, sin embargo, idealista y metafísico. Su punto de partida es la idea abstracta del derecho; del derecho va al hecho económico, mientras que el señor Marx, en oposición a Proudhon, ha expresado y demostrado la verdad indudable, confirmada por la historia pasada y contemporánea de la sociedad humana, de los pueblos y de los Estados, que el factor económico ha precedido siempre y precede al derecho jurídico y político” [13]. La filosofía de Bakunin tiene varios puntos en común con el individualismo de Max Stirner. Si en algo tenía mucha razón Engels, es en que el anarquismo de Bakunin es una amalgama de elementos proudhonianos y stirnerianos, combinados con algo de materialismo histórico. Stirner sostenía, influido por el idealismo hegeliano, que en cada período histórico reinaba un “espíritu” distinto —en términos más materialistas, una “ideología dominante”—, que demandaba el total sacrificio individual para alimentarse y expandirse, sea “Dios”, el “Estado”, la “Nación”, la “raza”, etc. A esto Stirner oponía su idea del Único, el hombre individualista y egoísta, que se niega a inmolar su propio interés por el interés de un espíritu dominante, y su visión de la asociación egoísta y de una sociedad de contratos libres se basa totalmente en ella. Bakunin no llega a tal grado de individualismo, pero toma de Stirner la valoración que hace del individuo frente a los grandes “espíritus” que intentaban devorarlos, como el estatismo y el nacionalismo. A estos oponía la importancia de la libertad individual, criticando las ideologías dominantes que exigían un sacrificio absoluto del hombre en favor de una causa mayor, sea la gloria del Estado o la gloria de la nación. El escrito Dios y el Estado (1871) es una representación lúcida y enérgica de este concepto. Nadie deja tan claro como él que la idea de un Dios en los cielos implica, como consecuencia lógica ineludible, la total sumisión y sacrificio de la individualidad y la libertad de los hombres en la tierra, en una palabra, la esclavitud [14]. En resumen, los padres del anarquismo, Proudhon y Bakunin, no se encontraban tal alejados de las ideas liberales clásicas [15] e individualistas. Si bien el segundo estaba más cerca del marxismo y el socialismo igualitarista y el primero era más afín al laissez-faire, ambos creían en la libertad de asociación entre empresas dirigidas por colectivos de trabajadores libres y la propiedad privada —aquella que no fuera fruto de la especulación y los privilegios del gobierno—, criticaban fuertemente al comunismo, y veían en el Estado el principal responsable de los males sociales. Muchas de estas concepciones cambiarían bastante en el anarquismo con la aparición del anarcocomunismo. Podríamos dividir el anarcocomunismo en dos sub-corrientes. Una primera rama, el anarcocomunismo que ha imperado hasta la actualidad, que comienza 55
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con Kropotkin y continúa hasta la actualidad con múltiples acercamientos al marxismo libertario o consejista e incluso al marxismo-leninismo; y una segunda rama que ve en el anarcocomunismo un ideal ético y enfatiza más en la libertad de asociación, heredando el pensamiento del genial anarquista italiano Errico Malatesta. Kropotkin comenzaría alejándose del anarquismo de Proudhon y Bakunin criticando su “asalariamiento colectivista”. “Se comprende que los socialistas ingleses de comienzos de este siglo hayan inventado los bonos de trabajo. Trataban simplemente de poner de acuerdo el capital y el trabajo, rechazando toda idea de tocar con violencia la propiedad de los capitalistas. Si más tarde hizo suyo ese invento Proudhon, también se comprende. En su sistema mutualista, trataba de hacer menos ofensivo el capital, a pesar del mantenimiento de la propiedad individual, que aborrecía en el fondo del alma, pero que conceptuaba necesaria como garantía del individuo contra el Estado. […] Pero, ¿cómo puede defenderse esta nueva forma del asalariamiento —el bono de trabajo— si se admite que la casa, el campo y la fábrica ya no son propiedad privada, sino que pertenecen al municipio o a la nación?” [16]. Kropotkin veía una contradicción irresoluble en mantener la propiedad común en algunos aspectos, y la propiedad privada en otros. «Pues bien; para nosotros es evidente que una sociedad no puede organizarse con arreglo a dos principios opuestos en absoluto, que se contradicen de continuo. Y la nación o el municipio que se diesen tal organización, veríanse obligados a volver a la propiedad privada o transformarse inmediatamente en sociedad comunista.» [17] Sin embargo, no fundamenta demasiado su punto de vista. Kropotkin asume simplemente que todos tienen derecho a satisfacer sus necesidades más elementales, y que por lo tanto, dividir el papel de cada individuo en la producción y remunerar según la productividad era un absurdo. Kropotkin, en realidad, lo único que hace es oponer el iusnaturalismo que los anarquistas sostenían en aquella época, sustentado en la teoría laboral del valor, por otro basado en las necesidades y el bienestar de todos. Pero la falacia naturalista es la misma en ambas concepciones, con lo que el príncipe ruso no puede superar en ningún aspecto el sistema mutualista o el bakuninista. Y los problemas para estimar el trabajo realizado de cada uno serían tan difíciles de solucionar como estimar las necesidades de cada individuo. En realidad, el anarquismo de Kropotkin pretende ser científico, pero se basa en principios más éticos y morales. El problema de Kropotkin, y lo que incluso nos puede permitir poner en duda su calidad de “anarquista” si se insiste en esta interpretación, es que exige una única organización social, una única organización de la producción y consumo, una única moral solidaria y cooperativa, que debe ser extrapolada a todos los miembros de la sociedad. No queda claro cómo podría lograrse semejante cohesión social para que todos los individuos sigan estos principios [18]. Kropotkin puede argumentar que el progreso y el desarrollo que ha alcanzado la humanidad como especie se debe en gran parte por los instintos solidarios y por el apoyo mutuo. La humanidad no hubiera llegado hasta donde llegó si los intereses y el bienestar individuales no coincidieran con los intereses sociales, con lo que su anarcocomunismo 56
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pasaría a estar fundado más en una suerte de utilitarismo que en el iusnaturalismo. «En general, los moralistas que han levantado sus sistemas basados en la pretendida oposición del sentimiento egoísta y el altruista, han equivocado el camino. Si esa oposición existiera en realidad, si el bien del individuo fuera verdaderamente opuesto al de la sociedad, la especie humana no existiría; ningún animal habría podido alcanzar su actual desarrollo» [19]. Pero entonces no queda claro como son posibles los sentimientos egoístas y los comportamientos que contrarían los intereses de otros. Sólo podemos afirmar que los intereses individuales pueden o no coincidir con los sociales, y que no son en sí contradictorios. Esto nos lleva a la sustitución entre una moral solidaria-comunista a una moral basada en la libertad de asociación, es decir, que cada individuo se asocie con otros que compartan sus intereses individuales y rijan sus vidas según la moral que deseen como principio genuinamente anarquista, o lo que es lo mismo, proponer la multiplicidad de sistemas morales, en lugar de una moral única. No sería extraño que este principio universalista de Kropotkin degenerara posteriormente en un anarquismo dogmático, que veía toda conducta individual que no fuera solidaria y cooperativa, aunque no implique coacción ni violencia contra terceros, no sólo como antianarquista, sino como anti-natura. Esta degeneración acabaría considerando el comunismo como único sistema viable, libertario y humano, y ante esta situación, el coqueteo con los comunistas marxistas sería inevitable. El anarquismo hoy en día toma prestada gran parte de la teoría marxista sobre el Estado, sobre la economía capitalista y sobre la sociedad en general. Y el lógico resultado de esto sería un alejamiento cada vez mayor para con las ideas originales de Proudhon, algunas ideas de Bakunin y los anarquistas individualistas como Stirner, Tucker, Spooner, entre otros, al punto de ni siquiera considerar como parte del anarquismo a sus continuadores. Aquí salta a la vista la notable superioridad del anarcocomunismo de Malatesta, que podría decirse, está basado en el “sentido común” anarquista. Malatesta consideraba el anarcocomunismo un ideal ético, pero que debía ser voluntariamente aceptado y socialmente corroborado. Veía la experiencia el principal instrumento para demostrar que el comunismo era realmente el mejor sistema, por lo que nunca proclamó de antemano la superioridad de este sistema sobre los demás sistemas anarquistas mutualistas, individualistas o colectivistas. De hecho, consideraba a los anarquistas individualistas verdaderos hermanos, con quienes los anarcocomunistas debían aliarse para formar un solo frente contra el Estado. La perspectiva e intervenciones de Malatesta en las absurdas polémicas entre los anarcocomunistas que se desviaban cada vez más de la libertad de asociación y los anarcoindividualistas son excelentes. Consideraba que «los individualistas suponen o hablan como si supusieran que los comunistas (anarquistas) desean imponer el comunismo, lo que naturalmente los excluiría en absoluto del anarquismo» [20]. Esta actitud criticada por los anarcoindividualistas no es común a todos los anarcocomunistas, pero actualmente pareciera que sí, como hemos mencionada más arriba. Por otro lado, «los comunistas suponen o hablan como si supusieran que los individualistas (anarquistas) rechazan toda idea de asociación, desean la lucha entre los hombres, el dominio del más fuerte, y esto los excluiría no sólo del anarquismo sino también de la humanidad» [21]. 57
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Pero esta suposición es una malinterpretación —y en algunos casos tergiversación deliberada— que ha quedado demostrada más arriba, cuando reseñábamos las relaciones entre el mutualismo de Proudhon y las ideas liberales clásicas, y la relación entre el primero y filosofía de Bakunin y con el individualismo de Stirner. Malatesta era conciente de esto, y por eso señalaba que «resulta claro que no existe una diferencia esencial». “El comunismo, el individualismo, el colectivismo, el mutualismo y todos los programas intermedios y eclécticos no son, en el campo anarquista, sino el modo que se cree mejor para realizar en la vida económica la libertad y la solidaridad, el modo que se considera más adecuado para la justicia y la libertad de distribuir entre los hombres los medios de producción y los productos del trabajo” [22]. Esta última idea, llevaría a Malatesta a sugerir que los distintos sistemas podrían convivir en una misma anarquía, donde cada individuo decidiese a qué sistema asociarse según sus intereses y preferencias, y confiaba con toda su buena fe que imponer el comunismo a todos y una única moral solidaria a todos era no sólo innecesario sino absurdo, puesto que la mayoría de las personas lo adoptarían voluntaria y espontáneamente [23]. Este enfoque notablemente pragmático quedaría en evidencia en el siguiente comentario, dirigido a Néstor Makhno en una carta de 1929: “Creo que lo importante no es la victoria de nuestros planes, de nuestros proyectos, de nuestras utopías, que en cualquier caso necesitan de la confirmación de la experiencia y pueden ser modificados por la experiencia, desarrollados y adaptados a las condiciones materiales y morales reales de cada época y lugar. Lo que más importa es que el pueblo, todas las personas, pierdan el instinto y los hábitos serviles que les han legado miles de años de esclavitud, y aprendan a pensar y actuar libremente. Y a esta gran tarea de liberación del espíritu a la que los anarquistas se deben dedicar especialmente”. Es decir, Malatesta, a diferencia de otros anarquistas, no creía que estos debían decirle a las personas y al pueblo en general qué hacer, cómo debían organizarse y qué principios seguir. Sólo debían exigir al pueblo que reclame su autonomía, y que permita a los individuos organizarse libremente como prefieran y a pensar por sí mismos, sin relegar soberanía a otros. Esto es equivalente a elevar como valor máximo la libertad de asociación, principio que debería ser adoptado por todos los anarquistas. ¿Por qué los anarquistas se han desviado de este principio? Explicar esto es algo que trataré de hacer más adelante, puesto que de ello depende el futuro del movimiento libertario. Notas [1] Nos estamos refiriendo por un lado a las tendencias anarcoindividualistas, herederas del pensamiento proudhoniano, cuyos representantes más destacados fueron Lysander Spooner y Benjamin Tucker, entre otros, localizados en Estados Unidos; y por otro al bakuninismo de los revolucionarios españoles, corriente más pragmática que teórica, que influenció notablemente a las masas trabajadoras hasta la Guerra Civil. En las últimas décadas ha habido un resurgir del anarquismo individualista en Estados Unidos,
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reuniendo elementos del mutualismo de Spooner y Tucker, y del anarcocapitalismo de Murray Rothbard y Karl Hess, entre otros. [2] Pierre-Joseph Proudhon, ¿Qué es la propiedad? (1840). [3] Pierre-Joseph Proudhon, Ibídem. [4] Esta teoría, si bien fue formulada en forma independiente por Proudhon, ya estaba siendo divulgada principalmente en Inglaterra por los llamados “socialistas ricardianos”, entre los que podemos citar a Thomas Hodgskin, William Thompson, John Gray o John Bray, que extraían las mismas conclusiones de la teoría del valor de Ricardo, como señala Diego Guerrero en su Historia del pensamiento económico heterodoxo (1996): «[este] grupo de escritores ingleses se dedicaba a utilizar la obra de Smith y (sobre todo) Ricardo como base teórica para la defensa de los trabajadores contra lo que consideraban abusos del capital. Estos ricardianos proletarios, o ‘socialistas ricardianos’, como se les conoce, escribieron en la época en que se hacía sentir la influencia de autores como Godwin (considerado padre del anarquismo) o como Owen (uno de los socialistas ‘utópicos’ más conocidos), la época en que se desarrollaban los primeros intentos de resistir los efectos de la industrialización capitalista, cuando al mismo tiempo aparecen los primeros ejemplos de unión organizada de los trabajadores en defensa de sus intereses». De hecho, una de las principales críticas de Marx a Proudhon en su Miseria de la filosofía (1947) consistía en echarle en cara al francés este punto, señalando la escasa originalidad de su descubrimiento. Para una brillante explicación y aplicación mutualista del principio del costo proudhoniano, ver Anarquismo y socialismo de Estado: en qué coinciden y en qué difieren, de Benjamin Tucker, en Libertad individual, (1926). [5] No está de más señalar que la teoría laboral del valor ya está suficientemente refutada por el economista austriaco Eugen von Böhm-Bawerk. Éste ha demostrado la superioridad de la teoría de la utilidad marginal frente a las teorías del valor basadas en el trabajo, no sólo las de la escuela clásica y los socialistas ricardianos, sino también de la teoría de Marx y de otros economistas influidos por las ideas de Ricardo como Alfred Marshall. No deseo extenderme demasiado en este punto, simplemente puedo recomendar algunos de sus escritos, como El determinante último del valor (1894) o Una contradicción no resuelta en el sistema económico marxista (1896). [6] La obra ¿Qué es la propiedad? de Proudhon, ha sido, en este punto, fatalmente incomprendida entre los anarquistas. La acusación de que la propiedad es un robo se dirige, en este escrito, únicamente a la propiedad lockeana sobre la tierra, y no a todo tipo de propiedad. El derecho natural del trabajador individual al producto íntegro de su trabajo jamás es cuestionado. [7] Pierre-Joseph Proudhon, La capacidad política de la clase obrera (1864). [8] Pierre-Joseph Proudhon, Ibíd. [9] Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo (1960). [10] Mijaíl Bakunin, Federalismo, socialismo y antiteologismo (1868). [11] Mijaíl Bakunin, Ibíd. [12] En este punto es en el que aparecen las diferencias con los anarcocomunistas, y es uno de los principales puntos criticados por Piotr Kropotkin, quien aducía que para esto último se necesitaría de un centro de distribución que asigne la retribución según el trabajo, que podría degenerar en una burocracia administrativa y en última instancia, en un Estado.
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[13] Mijaíl Bakunin, Estatismo y anarquía (1873). Ya hablaremos más adelante sobre el materialismo histórico de Marx y la teoría del Estado. [14] El filósofo anarquista Ángel Cappelletti sostiene, en Bakunin y el socialismo libertario (1986), que Bakunin plantea un claro paralelismo entre la relación de dominación entre Dios y el mundo de los hombres y la relación entre el Estado y los gobernados: «El hombre ‘sabio’ para la teología y para la filosofía tradicional, es el que no sólo reconoce la división de la realidad sino también la acata, y renuncia al mundo por Dios, al cuerpo por el alma, a sus derechos de gobernado a favor de los derechos del gobernante. De ahí lo acertado del título que los editores pusieron a esta obra de Bakunin: Dios y el Estado, ya que, supuesta la dualidad del cuerpo y el alma, se hace necesario admitir las otras dos, y Dios es en el universo lo que el Estado en la sociedad». [15] Entendido el “liberalismo clásico” no como una corriente apologética de las grandes empresas y las corporaciones, sino como una defensa de las libertades individuales, el libre-cambio, la libertad de empresa, de competencia y de contrato. [16] Piotr Kropotkin, La conquista del pan (1880). [17] Piotr Kropotkin, Ibíd. [18] En realidad, este problema es aplicable a gran parte de las tendencias anarquistas previas. ¿Cómo puede lograrse que todos los individuos respeten una norma única y sigan una forma de vida única? ¿Hay forma de lograr tal cohesión sin un aparato de coacción que los obligue a ello como el Estado? Proudhon, Bakunin, Malatesta o Tucker solucionaban medianamente este problema defendiendo la libertad de asociación de todos para agruparse según sus intereses individuales en la organización social que deseen — digo “medianamente” porque ellos también exigían ciertas normas y principios que todos deberían seguir para vivir en sociedad, con lo que el asunto no queda del todo solucionado—. Pero Kropotkin asume una sociedad única e ideal, la comunista, donde todos se organizan “espontáneamente” de acuerdo a sus principios, y resulta difícil encontrar en sus escritos alguna referencia a la existencia de disidentes que busquen organizarse de formas alternativas. [19] Piotr Kropotkin, La moral anarquista (1890). [20] Errico Malatesta, Anarquismo y anarquía (1932). [21] Errico Malatesta, Ibíd. [22] Errico Malatesta, Ibíd. [23] Es obvia la similitud entre esta propuesta y la sugerencia de Max Nettlau de una sociedad donde los diferentes sistemas y gobiernos voluntariamente adoptados compitan entre sí, expuesta en el artículoPanarquía (1909), idea ya presentada por Paul E. De Puydt en 1860. 1.10. Los fundamentos de una teoría anarquista Podemos tomar el último concepto plasmado como la base común del anarquismo. El anarquismo debe pasar a ser una ferviente defensa de la libertad de asociación, de la libertad de contrato, y de las organizaciones y agrupaciones sociales voluntariamente edificadas. Sólo el respeto por estos ideales puede llevar a una armonización, en anarquía, de todos los sistemas anarquistas posibles, desde el mutualismo de Proudhon, Greene o Tucker y el comunismo de Kropotkin, Reclus o Malatesta, hasta el anarcocapitalismo de Rothbard, D. Friedman o Hoppe. Si todos los anarquismos hubieran aceptado el principio 60
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de la libre asociación y el voluntarismo como base, los distanciamientos y las exageradas diferencias entre anarcocomunistas y anarcoindividualistas [24] hubieran desembocado en simples matizaciones y distintos puntos de vista sobre la forma de organización social más eficiente, como exigía Malatesta. El principal obstáculo para esto es que muchos anarquistas consideran el sistema que defienden como el auténticamente “anarquista”. Murray Rothbard, en una entrevista en 1972, ha señalado que el capitalismo —entendido como economía de mercado sin Estado— es la expresión más completa del anarquismo, y viceversa. Por su parte, Kropotkin ha dedicado páginas y páginas a combatir el individualismo, y hoy es una creencia casi generalizada que el anarquismo es intrínsecamente socialista —signifique lo que signifique este término—. Es común que, quienes se afanan en negar a los anarquistas de mercado su lugar dentro del anarquismo, intenten argumentar que la anarquía se opone principalmente a todo tipo de autoridad, y que por lo tanto la relación capitaltrabajo es inadmisible. Pero no hacen el mismo juicio de la relación padres-hijos, o mayoría-minoría en una asamblea, y a menudo se asume que es legítimo respetar la autoridad moral de un profesional —como puede ser un médico o un maestro—. En todos estos casos existe una autoridad, pero no podemos vislumbrar la razón por la que son “legítimas” o “libertarias”, en contraposición a las “esclavizantes” relaciones asalariadas. El anarquismo no tiene porqué oponerse a la autoridad en tanto sea voluntariamente admitida por las partes involucradas, como ha señala Bakunin: “Si me inclino ante la autoridad de los especialistas, si me declaro dispuesto a seguir, en una cierta medida durante todo el tiempo que me parezca necesario sus indicaciones y aun su dirección, es porque esa autoridad no me es impuesta por nadie, ni por los hombres ni por Dios. De otro modo la rechazaría con honor y enviaría al diablo sus consejos, su dirección y su ciencia, seguro de que me harían pagar con la pérdida de mi libertad y de mi dignidad los fragmentos de verdad humana, envueltos en muchas mentiras, que podrían darme. […] En una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio universal, convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría dominadora y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría sometida. He aquí en qué sentido somos realmente anarquistas” [25]. Es por esto que calificar al anarquismo como “socialista”, “capitalista” o “anticapitalista”, o creer que un sistema moral, económico y político universal es el único legítimamente libertario y que debe regir exclusivamente en anarquía, son absurdos. El anarquismo simplemente defiende la libertad del individuo de asociarse y agruparse con quien desee y como desee, que realice acuerdos y transacciones libremente con otros, sin coacción ni uso de la fuerza. La anarquía es aquella organización social donde los individuos pueden realizar espontáneamente estas acciones en libertad, por lo que la coexistencia de sistemas de mercado y comunistas o socialistas no es un problema real [26]. Y es aquí donde quiero introducir los principios de una teoría realmente anarquista, y creo que es este el punto donde fallaron los teóricos antes mencionados. La mayoría de los pensadores anarquistas han señalado ciertos principios básicos inviolables para la organización social.
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Proudhon, como hemos explicado anteriormente, ha elaborado su mutualismo para hacer frente a la usura y la especulación; Kropotkin y los anarcocomunistas han trazado planes de organización de la producción y el consumo, y una serie de principios éticos incuestionables; más actualmente, los rothbardianos más extremos defienden la propiedad privada en base a principios lockeanos como la norma social auténticamente libertaria. En algunos casos, los anarquistas han derivado o en un completo utopismo, en donde es inconcebible en sus sistemas que los individuos se desvíen del principio adoptado; o en un pseudo-estatismo, donde por acción de algún tipo de fuerza que nunca se especifica, los detractores son reencauzados. Llegar a estas posturas es caer en un completo error, puesto que se comienza defendiendo la completa libertad del individuo, y se termina cercenándola en nombre de algún valor supremo, como la “igualdad”, el “derecho natural” o el “bien común”. Se trata del viejo dilema planteado por Max Stirner, sólo que en este caso el pecado es doble: se reprime al individuo en nombre de la “libertad”. Este problema está implícito en otras teorías anarquistas ya formuladas, y explícito en muchos anarquistas actuales, y la necesidad de un cambio de enfoque se hace evidente. He aquí la propuesta de una teoría científica anarquista: esta debe buscar la forma de predecir o deducir, a partir de ciertas premisas, el comportamiento de los individuos en un sistema de transacciones libres y voluntarias, en ausencia de un monopolio activo de la coacción — esté el mismo “institucionalizado” como un Estado o no—; en lugar de decretar normas o principios básicos que los individuos deben obedecer y alrededor de los cuales debe girar la organización social. De hecho, una teoría anarquista debe comenzar admitiendo la posibilidad de que los individuos pueden optar por respetar tales normas o no, o, en todo caso, debe intentar explicar cómo una estructura social sin Estado provee los incentivos necesarios para que los mismos las respeten, algo a lo que muchos teóricos anarquistas no han prestado atención. Como señalaba Malatesta en la cita final de la primera parte, los anarquistas no deben decirle al pueblo qué debe hacer en ausencia de un Estado. Los anarquistas en realidad deben explicar cómo el pueblo se organizaría, por sí mismo, en anarquía. De las premisas de las que va a intentar partir esta teoría, la principal es la del individualismo metodológico, enfoque similar al utilizado en la teoría económica. El trabajo va a intentar centrarse en las decisiones del individuo en un marco social determinado: en primer lugar, en una sociedad estatista, y en segundo lugar, en una sociedad anarquista —con propiedad privada por un lado y con propiedad común por otro—. En principio enfocar la atención en las acciones individuales puede entrar en contradicción con la idea, que también se plantea este trabajo, de establecer una teoría de la lucha de clases alternativa a la marxista. Pero no existe tal contradicción en tanto se comprenda que los fenómenos sociales son una manifestación de las acciones individuales, y que las clases sociales, en sí, no determinan la conducta del individuo, como supone erróneamente el determinismo marxista en muchos casos adoptado por los anarquistas. Esto no implica que el entorno social y económico no afecte el comportamiento del individuo en cierta medida, pero esto no nos permite concluir que no busca maximizar su propia satisfacción, independientemente del “interés colectivo objetivo”. De lo contrario deberíamos sostener que el individuo puede sacrificar su interés por el interés de la clase, 62
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lo cual nos llevaría a la nada cuando intentemos definir el interés de la clase como disociado y totalmente distinto del interés individual [27]. En realidad, el “interés de clase” en este sentido no existe, pero sobre este asunto y la teoría marxista ya me extenderé más adelante. Puede decirse que no existe un método común o universal en el anarquismo. Siguiendo con los teóricos clásicos, el enfoque de Proudhon varió mucho a lo largo de sus obras. Como señalaba Bakunin, Proudhon fue siempre un idealista y basaba sus análisis en su idea abstracta y metafísica del derecho natural. Proudhon concebía el derecho, al mejor estilo hegeliano, como una idea separada de la realidad, susceptible de ser alcanzada por el hombre mediante la razón. Kropotkin, por su parte, era un naturalista que extrapolaba sus observaciones sobre las ciencias naturales a la realidad social, y rechazaba buena parte de la doctrina marxista del materialismo histórico. La mayoría de los anarquistas actuales adoptan una especie síntesis de enfoques, a medio camino entre el materialismo marxista y el naturalismo kropotkiniano. Los individualistas americanos, tal vez más cercanos a la teoría económica, no disponían de un método sistemático, pero adoptaban también elementos de la filosofía de Proudhon y de la escuela clásica de economía. Salvo los últimos, que estuvieron cerca de dar con el enfoque que considero correcto, puesto que centraban su atención en el individuo y su relación con las instituciones capitalistas, Proudhon, Kropotkin y la mayoría de los anarquistas actuales cometen el error de alejar su atención de las relaciones sociales en términos individuales. Caso paradigmático es el de Proudhon, que por momentos hasta se alejaba de la realidad social y se perdía en el terreno de la metafísica, algo que le valdría las duras críticas de Marx [28]. Kropotkin, por su parte, elaboraba sus conceptos de ayuda mutua y cooperación en la lucha por la supervivencia en términos de sociedades humanas, al margen de la conducta individual. Reducir los hechos sociales a acciones individuales no podía ser otra cosa que el atomismo de los contractualistas [29] o el individualismo nietzscheano. Los conceptos de Kropotkin no son, de por sí, erróneos, dado que se acercó ligeramente a la posibilidad de predecir o deducir el comportamiento espontáneo de una sociedad sin Estado; el problema residía en que dichas conclusiones derivaron en un imperativo moral al cual todos se debían ajustar, como señalábamos párrafos antes. Muchos anarquistas actuales, por su parte, en sus análisis sociológicos, se dejan llevar por un pseudo-determinismo marxista que no les permite elaborar sólidas teorías —si es que elaboran teorías— de las relaciones entre el individuo, la sociedad y el Estado. Tal vez uno de los pocos teóricos anarquistas que se acercaron al individualismo metodológico que intento plantear aquí fue Murray Rothbard, desde la praxeología de Ludwig von Mises. Hay varios puntos en común y algunos puntos en desacuerdo entre el enfoque analítico que deseo para la teoría anarquista con la praxeología, y reseñarlas puede servir para que se comprenda mejor el marco teórico del trabajo. En primer lugar, podemos señalar como diferencia que esta teoría anarquista no busca asentarse en axiomas evidentes en sí mismos como la praxeología de Mises. El individualismo metodológico es más bien un método hipotético-deductivo, donde la primer hipótesis es que “los individuos buscan el máximo de satisfacción”, habitualmente 63
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utilizada en la teoría económica, y el resto de los razonamientos deben deducirse lógicamente de ella. En segundo lugar, podemos señalar como coincidencias que tanto este individualismo metodológico como la praxeología buscan centrarse en las acciones y manifestaciones de los individuos, en lugar de creer que las acciones son realizadas por extraños “agregados sociales” —a veces tan incoherentes como algunos “agregados” de la macroeconomía—. Esto no quiere decir que, en el transcurso de este trabajo, no vaya a considerar en nuestro análisis a las “clases sociales” como lo anuncia mi propósito de elaborar una teoría de la lucha de clases alternativa a la marxista. Simplemente quiere decir que tales “agregados sociales” están microfundamentados en acciones individuales, y que en un sentido holístico, no actúan. Otro punto en común con la praxeología es que trataremos de abordar el estudio, en su aspecto sociológico, económico, y sobretodo político, con una mirada “cataláctica”, es decir, enfocaremos las relaciones sociales “naturales” o “espontáneas” como actos de intercambio. El intercambio no es un fenómeno exclusivamente del mercado, en el aspecto político es sumamente importante, como en los procesos democráticos, y es un concepto que debemos tener presente, porque nos obliga a prestar atención a las acciones individuales, y a la acción coactiva del Estado como su antítesis: mientras el intercambio involucra voluntariedad, la coacción implica la subordinación de una de las voluntades participantes en la relación. Mientras el “intercambio voluntario” produce aumentos del bienestar para las dos partes, el “intercambio coactivo” produce ganancias para una parte y pérdidas para la otra —de otra forma, se llevaría a cabo naturalmente sin necesidad del uso o la amenaza del uso de la fuerza— [30]. Creo que no es necesario extenderse más al respecto del marco teórico de este trabajo. Los puntos de vista que no hayan quedado del todo fundamentados aquí se completarán más adelante, en el transcurso de los estudios subsiguientes, dedicados al análisis de clases y la teoría del Estado respectivamente. Notas [24] Entiéndase por “anarcoindividualismo” tanto al mutualismo, como al anarcocapitalismo y el agorismo de Samuel Konkin. [25] Mijaíl Bakunin, Dios y el Estado (1871). [26] Es evidente que esto implica la aceptación social y general de la propiedad privada, algo que en un principio puede molestar a los anarcocomunistas. Pero en un sistema social en el que no todos los individuos se rigen por los puntos de vista comunistas, y deciden seguir otras formas de organización, la propiedad privada es una consecuencia natural. Las comunas socialistas, por más que comunicen sus propiedades, no pueden aceptar la intromisión de free-riders, ni que un grupo externo a la comunidad tome “del montón” lo que desee, si antes no ha pactado con todos los demás integrantes cooperar en la producción de bienes y servicios según su capacidad. La propiedad sería entonces, “común” hacia adentro y “privada” hacia fuera, y es, por esto, una norma social útil tanto para anarcoindividualistas como para anarcocomunistas. 64
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[27] La teoría marxista —y los anarquistas que la siguen— se ha encontrado numerosas veces con fenómenos imposibles de explicar por su marco analítico, como es el caso de los obreros sindicalistas que “traicionan” los intereses de su clase para obtener beneficios directos de la burguesía a corto plazo. No es extraño que se desprecien tales fenómenos, por cierto muy comunes, como “excepciones”. [28] Si bien toda la crítica de Marx hacia Proudhon está teñida de conflictos personales entre él y el francés, no por ello deja de ser, en el terreno filosófico, correcta en gran parte: «Los economistas expresan como categorías fijas, inmutables, eternas, las relaciones de la producción burguesa, la división del trabajo, el crédito, la moneda, etc. Proudhon, que tiene ante él estas categorías ya formuladas, quiere explicarnos el acto de formación, la génesis de estas categorías, principios, leyes, ideas y pensamientos. […] Las categorías económicas no son más que las expresiones teóricas, las abstracciones de las relaciones sociales de producción. Proudhon, como verdadero filósofo, tomando las cosas al revés, no ve en las relaciones reales más que las encarnaciones de estos principios, de estas categorías que adormecían, nos dice todavía Proudhon el filósofo, en el seno ‘de la razón impersonal de la humanidad’». Karl Marx, Miseria de la filosofía (1847). [29] No obstante, la crítica de Kropotkin al contractualismo de Hobbes, Locke o Rousseau es indiscutible y aplastante. Su conferencia sobre El Estado de 1897, constituyen un estudio histórico y sociológico brillante, que demuestran que es inconcebible la existencia individual, y mucho menos política, sin una existencia social, y que, al contrario de lo que se cree, el Estado es una institución antisocial, en lugar de ser el fundamento de la sociedad misma. [30] No hace falta aclarar que estos últimos conceptos tienen mucho en común con la idea del sociólogo alemán Franz Oppenheimer de la existencia de “medios económicos” y “medios políticos” para la satisfacción de las necesidades. 1.11. El anarquismo keynesiano Existió un tiempo en que los anarquistas se dedicaban principalmente al estudio de la economía, gracias a las teorías mutualistas de Proudhon sobre la propiedad como usufructo y el crédito social. Sin embargo, hubo un momento en la historia en el que la economía comenzó a dejarse en manos de Marx y sus seguidores. Los anarquistas dejaron de interesarse por el problema, sólo necesitaban tomar algunos aportes marxistas cuando lo necesitaran para justificar sus posiciones, y el asunto quedaba resuelto. Las décadas han pasado, y la actitud es la misma, con un agregado inédito y hasta sorprendente. A la teoría de Marx, se ha sumado, y en algunos casos hasta superado en importancia, la teoría de Keynes y su explicación de las crisis capitalistas. No faltan "anarquistas" que hasta reclaman intervención estatal, principalmente en el mercado del trabajo, en base a algún principio de tinte keynesiano. El fenómeno es el mismo que desde hace un siglo y medio: los anarquistas no necesitan analizar la economía y sacar sus propias conclusiones, basta con tomar los conceptos de otros que, a sus ojos, parecen mejor formalizados y más efectivos para "comprender" la realidad. Los aportes de Marx son, como mencionamos anteriormente, valederos en algunos aspectos, y hasta útiles si los anarquistas son lo suficientemente inteligentes para 65
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distinguir sus errores. Pero el caso de Keynes es demasiado particular como para no prestarle atención. El caso es que, a diferencia de la economía marxista, las teorías keynesianas tienen su origen en la necesidad del capitalismo de estado de reformularse para continuar existiendo, y su adopción sólo tiene como consecuencia un mayor control sobre las clases trabajadoras y una continua pérdida de libertad económica en la comunidad. El trabajo de Keynes se desarrolla desde la primera década del siglo XX hasta principios de la década de 1940, uno de los períodos más convulsionados de la historia, con dos guerras mundiales y una gran depresión en medio de ellas. El capitalismo "de laissez faire", como se lo llamaba, estaba en crisis total, tanto política como económicamente, y los gobiernos y las clases conservadoras se encontraban frente a una encrucijada. Las masas asalariadas se encontraban más agitadas que nunca, gracias al impulso de la Revolución Rusa. Las hostilidades entre las naciones y sus deseos de expansión crecían a gran velocidad. El sistema monetario mundial comenzaba a mostrar signos de debilitamiento. Y la Primera Guerra Mundial sólo consiguió radicalizar aún más algunos de estos factores. Con el estallido de la Gran Depresión de 1929, era evidente que las clases altas (funcionarios, fuerzas armadas, grandes industriales, banqueros, etc.) debían responder de alguna forma, o su posición podría verse severamente afectada. Y del riñón mismo de esta clase apareció el trabajo de John Maynard Keynes. Si bien se trataba de un hombre brillante en muchos sentidos e intelectualmente mucho más dotado que la mayoría de sus rivales, su formación fue bastante limitada. Keynes, miembro destacado del círculo intelectual de Cambridge, Inglaterra, se convenció desde temprano, como no podía ser de otra manera, de que la obra de Marshall constituía el más grande avance en el campo de la economía, la cual se suponía que incorporaba todo lo que tenían de valioso clásicos como Adam Smith y David Ricardo; y marginalistas como Stanley Jevons, Leon Walras y Carl Menger. A sus ojos, no necesitaba nada más que la literatura de Cambridge, sumada a su gran capacidad y visión, para comprender la realidad económica. Es famoso el rechazo que le producía la obra de Marx, al punto de no leer más que algunas páginas suyas; y aún más conocido es el hecho de que descartara la teoría de Mises excusándose en el hecho de no comprender el idioma alemán. Paul M. Sweezy señaló que "no hay prueba de que Keynes se viese seriamente influido por tendencias intelectuales antagónicas o incompatibles con el pensamiento neoclásico". El mundo de Keynes estaba reducido a su círculo marshalliano. Más allá de la fama que adquirieron sus escritos dada su capacidad para la polémica, no presentaban un aporte fundamental a la comprensión de la teoría monetaria, hasta que en 1936 aparece su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Esta obra, que trastoca en gran medida todo lo que él había publicado anteriormente, buscó deliberadamente revolucionar la ciencia económica. Pero no desde un posición realmente científica, sino desde un interés concreto y práctico, que era proporcionar un "remedio" al desempleo y acabar con el sistema monetario imperante (el patrón oro). De hecho, su obra cumbre no busca incorporar o adaptar conocimientos previos, sino descartarlos totalmente y refundar la economía. La economía convencional hasta el momento propiciaba las ventajas de la
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libertad, hasta la teoría de la productividad marginal del trabajo podía tener asidero en una mente socialista. Keynes no compartía esta visión del mundo. Si bien logró su objetivo de trastocar los fundamentos de la ciencia económica, esta motivación empaña enormemente sus teorías. Muchos autores han señalado la deliberada intención de presentar la Teoría General en un lenguaje dificultoso e impreciso, con el fin de crear un aura "innovadora" y volver más efectivas y disuasivas sus propuestas prácticas. Harry G. Johnson señala que en el proceso de producción del escrito fue de gran ayuda "dar a viejos conceptos nombres nuevos y confusos y poner de relieve cómo medidas 'decisivas' tomadas anteriormente no son más que trivialidades". También que Keynes pretendía que la nueva teoría fuese "difícil de entender en grado apropiado", "la nueva teoría tiene que ser tan difícil de comprender que los más antiguos colegas académicos sientan que ni es fácil ni merece la pena estudiarla", volviéndolos blancos fáciles "de sus colegas más jóvenes y hambrientos" que buscaban destituirlos. El desprecio por la literatura previa sumaba aún más atractivo a la propuesta keynesiana, ya que reducía el esfuerzo intelectual necesario para comprender a sus predecesores. Esto llevó a que economistas jóvenes como John Hicks o Paul Samuelson pudieran destronar a sus maestros y alzarse como los nuevos gurúes de la ciencia económica. Coincide en este punto el economista John K. Galbraith, resaltando el gran cambio de perspectiva entre su obra cumbre y sus escritos previos: "Keynes había despertado los recelos de sus colegas por la claridad de su estilo y de sus ideas, circunstancias que a menudo se daban juntas. En laTeoría General desmintió esta fama académica. Es una obra profundamente oscura, mal escrita y publicada prematuramente". Agrega que sólo un puñado de economistas la han leído. La mayoría de ellos se formó bajo las adaptaciones que Joan Robinson, Alvin Hansen y Seymour Harris hicieron de la teoría keynesiana. Podemos sumar la voz de Murray Rothbard, quien afirma que "al vestir su nueva teoría con una jerga impenetrable, Keynes creaba una atmósfera en la que solo los valientes economistas jóvenes podrían entender la nueva ciencia". Por todo esto, es evidente que el atractivo de las teorías de Keynes, al momento de su aparición, residió más en su sentido de la oportunidad y en la forma en que fue presentada, que en los argumentos publicados propiamente dichos. Pero esos argumentos no favorecen tampoco la posición de la clase trabajadora. Más allá de que apuntaran a resolver el problema del desempleo, lo hacen desde una perspectiva netamente conservadora. Tanto Keynes como sus rivales neoclásicos coincidían en un punto en su explicación sobre el desempleo. Este venía determinado por la existencia de salarios rígidos, gracias a la acción sindical, que evitaba que estos bajen hasta el punto en el que toda la mano de obra disponible es absorbida. Si bien los neoclásicos en su mayoría eran reconocidos conservadores y su punto de vista sobre los sindicatos es fácilmente explicable, Keynes afirma lo mismo que aquellos de manera indirecta. Mediante su sistema de relaciones macroeconómicas y comenzando desde una situación de equilibrio, establece que el empleo viene determinado por el volumen de inversión, el cual a su vez viene dado por la el nivel de demanda efectiva. Si la propensión al consumo está dada, la demanda efectiva 67
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crece a medida que crece el ingreso de la comunidad, pero en una proporción menor que aquel. Por lo tanto, el consumo y la inversión tienden a disminuir en el largo plazo, y con ellos el empleo. Según la teoría neoclásica, debe existir una tasa de interés que equilibre este aumento del ahorro con las necesidades de la inversión, pero Keynes sostiene que no existe un mecanismo intrínseco en el mercado que fije dicha tasa. En ese caso, el aumento de los desempleados debería producir una baja en los salarios nominales que permita que todos los obreros sean empleados con el nuevo nivel de inversión. Y en este caso, argumenta Keynes, los salarios no pueden disminuir debido a la resistencia de los obreros a tolerar reducciones en sus salarios nominales. Así aparece el famoso "equilibrio con desempleo" del modelo keynesiano. La solución es, entonces, reducir sus salarios reales mediante el aumento en el nivel de precios con expansión monetaria. "Si bien los trabajadores suelen resistirse a una reducción de su salario nominal", razonaba, "no acostumbran abandonar el trabajo cuando suben los precios de las mercancías para asalariados". La salida tanto de Keynes como de los economistas conservadores es la reducción de los salarios (reales o nominales según el caso), y la identificación del "desmedido" poder de los sindicatos con el obstáculo a la recuperación de la economía en tiempos de recesión. La alternativa de Keynes, consistente en mantener el capitalismo y sumarle herramientas como el total control de la moneda, una mayor intervención estatal y el asistencialismo público, no pueden considerarse de ninguna manera una opción "progresista". Lo cierto es que estas medidas que encontraron su justificación en parte gracias a las ideas keynesianas, han contribuido a lo que algunos denominaron "aburguesar" el proletariado. El sindicalismo revolucionario ha dejado su lugar a un sindicalismo burocratizado y con íntimos lazos con los empresarios y los gobiernos, y ha generado toda una clase (sea trabajadora o no) dependiente de la ayuda estatal. El programa de Keynes fue, en realidad, la culminación de un proceso de progresiva expansión de la acción de los gobiernos sobre la sociedad, cuyo orígen tal vez podamos situarlo en la Alemania de Bismarck, con todas las consecuencias que trajo aparejada la creación de grandes estados nacionales: militarización de la población, agresión externa, pérdida de libertades, etc. Esto no debería sernos extraño si consideramos que en el pensamiento de Keynes, tanto la existencia de una "aristocracia" de funcionarios e intelectuales como el imperialismo eran aspectos naturales de la vida. Siendo él mismo un funcionario con una carrera política ascendente y con altas aspiraciones, formado en el núcleo del centro de enseñanza más cerrado del mundo, no podía pensar de otra manera. Robert L. Heilbroner, al trazar su biografía, nos describe la vida de una figura pública y prestigiosa, que construyó su primera fortuna mediante la especulación en la Bolsa; que se convirtió en un hombre de confianza del gobierno británico, participando de numerosas misiones diplomáticas tanto al final de la Primera Guerra como durante y al final de la Segunda; que formaba parte del cículo de intelectuales aristocráticos de Bloomsbury, que dictaban en Inglaterra las riendas que debían seguir la moral, la filosofía y el arte. El siguiente fragmento es más que eficaz para describir su ideología clasista: 68
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“Constituiría un grave error de juicio situar a Keynes, cuyo objetivo fue salvar al capitalismo, en el mismo campo de los que pretenden hundirlo. (...) En el fondo, Keynes era un conservador y no trataba de disimularlo. En 1931, cuando no todos veían el problema tan claramente como él, había escrito ya: "¿Cómo puede aceptar la doctrina (comunista) que establece como Biblia propia, por encima y más allá de toda crítica, un libro de texto anticuado, que a mí me consta que no sólo es científicamente erróneo, sino que además, carece de interés y aplicación en el mundo moderno? ¿Cómo puede adoptar un credo que, prefiriendo el barro a los peces, exalta al tosco proletario por encima de la burguesía y de la intelectualidad, que, con todas sus faltas, son la espuma de la vida y llevan, con toda seguridad, dentro de sí las semillas de todos los logros del género humano?”. No podemos dejar pasar la oportunidad de mencionar que, en su investidura de funcionario británico, participó activamente en los acuerdos de Bretton Woods en 1944, donde se decidiría el destino económico y monetario del mundo. Más allá de que las decisiones allí tomadas no eran coincidentes del todo con la visión de Keynes, quien acabó pensando que la soberanía monetaria mundial acabó bajo el mando de Estados Unidos, no debe entenderse esto como una oposición "revolucionaria" a las mismas. La mera idea de que intentar llegar a un acuerdo entre potencias para decidir el destino del resto es una concepción claramente imperialista. De hecho, si nos remontamos a su Breve tratado sobre la reforma monetaria de 1923, encontramos ya una propuesta similar, en la que establecía lo siguiente, quedando clara su inclinación a la dominación monetaria de alguna de las dos principales potencias: “Recuperado el control, no parece justificable que ningún país, salvo la Gran Bretaña y los Estados Unidos, intente establecer un patrón independiente. Su política más prudente sería la de basar su moneda en la libra o en el dólar, mediante un patrón de cambio, fijando un tipo de cambio en términos de la una y el otro... y preservar la estabilidad manteniendo oro localmente y saldos en Londres y en Nueva York para hacer frente a fluctuaciones a corto plazo, y empleando la tasa bancaria y otros métodos para regular el volumen del poder adquisitivo y lograr así la estabilidad relativa del nivel de precios en períodos más largos. Es posible que el Imperio Británico (aparte del Canadá) y los países europeos adopten el patrón libra, mientras que el Canadá y los demás países de América del Norte y del Sur se inclinen por el patrón dólar. Pero todos podrán escoger libremente hasta que, con el avance del conocimiento y de la comprensión, se imponga una armonía tan perfecta entre ambos patrones que será indiferente elegir entre uno u otro”. Keynes no fue de ninguna manera un teórico que buscaba combatir el capitalismo. Más bien, todos sus esfuerzos fueron realizados con el fin de salvar al capitalismo de la amenaza de los movimientos socialistas que existían en el seno de las filas obreras. Sus teorías no fueron revolucionarias en un sentido estrictamente científico, simplemente redefinieron los objetivos de la ciencia económica ortodoxa y dio el puntapié para elaborar toda una metodología diferente para analizar las variables económicas. Él mismo se forjó en el círculo intelectual más cerrado y conservador de Inglaterra, y sus actividad política consistió en ayudar a mantener esa estructura aristocrática en la que había nacido, y fortalecer los vínculos imperiales de su gobierno con el resto del mundo. 69
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Su desprecio por los movimientos obreros y las teorías socialistas, así como su visión de una sociedad moldeada y dirigida por las elites intelectuales nunca fueron un secreto. La consecuencia directa de sus teorías fueron claras: la destrucción del movimiento obrero mediante la acción reguladora de los gobiernos, y la total monopolización de la administración monetaria por los grandes bancos y los estados. Bibliografía recomendada John Maynard Keynes, Breve tratado sobre la reforma monetaria (1923). John Maynard Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936). John Maynard Keynes y otros autores, Crítica de la economía clásica (1964). Robert L. Heilbroner, Vida y obra de los grandes economistas (1953). John K. Galbraith, El dinero (1975). Harry G. Johnson, Inflación, revolución y contrarrevolución keynesiana y monetarista (1978). Murray N. Rothbard, Keynes, el hombre (1992). 1.12. El socialismo como defensa del trabajador El socialismo, desde principios del siglo XX, ha venido convirtiéndose en prácticamente un sinónimo de toda medida emprendida por los gobiernos que se arrogue "proteger" a los sectores "desfavorecidos". Las probables causas podrían ser las siguientes: (a) la convencionales dejaron de señalarse a sí mismos como "anarquistas socialistas" con el mismo convencimiento que tiempos atrás para denominarse con mayor determinación "anarquistas comunistas"; (b) los liberales han trabajado ideológicamente en forma insistente para que toda acción gubernamental sea considerada "socialista", sobre todo desde la escuela austriaca; y (c) muchos "progresistas" comenzaron a autoproclamarse "socialistas" cuando sus aspiraciones no iban más allá de un capitalismo reformado con mayor intervención del Estado. Si esto es así, ha existido un consenso tácito entre las más divergentes posturas para que el socialismo para a ser sinónimo de estatismo. Pero, si el socialismo no es necesariamente estatista, es necesario aclarar por qué tanto doctrinas que favorecen la intervención de los gobiernos en la economía como aquellas que la rechazan pueden considerarse que respetan un mismo principio socialista. Una definición muy difundida es aquella que establece que socialismo es aquel sistema donde los medios de producción son de propiedad colectiva, pero esto es extremadamente general y acaba no diciendo nada. Se entiende que por medios de producción se refiere a los medios de trabajo de los productores, entre ellos herramientas, instalaciones, maquinaria, edificaciones, etc. Pero el concepto de medios de producción sigue sin estar claro. ¿Qué diferencia un bien de consumo de uno de producción? ¿En qué instante preciso un bien cualquiera de consumo pasa a convertirse en un bien de producción o de trabajo? Un automóvil utilizado por una familia para viajar durante sus vacaciones es un bien de consumo, pero si se utiliza en el marco de una empresa para transportar insumos se convierte en un bien de producción. Una "canasta" de alimentos puede considerarse un conjunto de bienes de consumo, pero si un órgano planificador debe contabilizar la remuneración de los trabajadores en términos 70
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de alimentos necesarios para que éstos puedan continuar produciendo, pasan a ser bienes de producción. Como vemos, la distinción entre bienes de consumo y medios de producción no es del todo satisfactoria y depende en gran medida de los usos que reciben y de la subjetividad de los usuarios. El siguiente concepto dentro de la definición de socialismo mencionada es aún más problemático. El término propiedad colectiva es sumamente confuso si no recibe una significación estricta y rigurosa. Un conjunto de bienes administrados por un gobierno, ¿en qué medida pueden considerarse propiedad "colectiva"? Dichos bienes son propiedad del estado (entendido como un conjunto de personas que los gestionan como propios) antes que del "colectivo". ¿Depende su calidad de "colectivo" de que los gobernantes son elegidos por medios democráticos o que lleguen al poder mediante una dictadura? La propiedad "pública" hoy en día es más "privada" incluso que la propiedad privada convencional: sólo puede ser utilizada por aquellos que designe el gobierno. Mientras que las entidades privadas, como las empresas, podrían considerarse "públicas" en el sentido de que son por lo general favorables a estrechar vínculos y contratos con casi cualquier individuo de la sociedad a través del intercambio. Estas reflexiones terminológicas podrían extenderse hasta el infinito. Claro, mientras nos aferremos a una concepto de socialismo demasiado general y que, en términos prácticos, no nos dice mucho. La definición de socialismo debe ser reformulada. Será útil para cumplir este objetivo, repasar brevemente su historia. El socialismo propiamente dicho nace a principios del siglo XIX con los reformadores sociales utópicos, siendo los franceses Henri de Saint-Simon y Charles Fourier y el inglés Robert Owen sus exponentes principales. De hecho, el apelativo "socialista" no se comienza a usar sino hasta la década de 1830 para designar específicamente al programa saintsimoniano. Los tres autores coincidían en una serie de puntos, más allá del evidente utopismo de sus propuestas: principalmente, la necesidad de que mejore las condiciones de trabajo de los productores y las condiciones de pobreza en general en la sociedad; la exigencia de que cada integrante de la sociedad reciba una retribución de acuerdo a su esfuerzo; y que los trabajadores tengan mayor participación en la gestión de las empresas en las que trabajan, sin que esto último signifique necesariamente la abolición de la figura del capitalista. Hay divergencias evidentes en su visión de una sociedad reformada, que podrían considerarse el inicio de las vertientes estatista, libertaria, etc., del socialismo moderno. Por un lado, Saint-Simon era un ferviente defensor de la centralización de la toma de decisiones en la producción con el fin de planificar el desarrollo industrial de acuerdo a sus principios morales. Charles Fourier tenía una mente una economía más bien rural y sin tanto énfasis en los avances científicos. Por su parte, Robert Owen y sus proyectos propiciaron el nacimiento del cooperativismo, además de que desarrolló el principio de que los precios deben determinarse por el costo (principio que se hallaba contenido en forma de esbozo en la obra de Adam Smith y de su contemporáneo y compatriota David Ricardo) y concluyó que el trabajador debe percibir el producto íntegro de su trabajo.
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Existe aquí un hecho innegable, y es que el movimiento obrero y el capitalismo se hallaban mucho más desarrollados en Inglaterra que en Francia y el resto de Europa. Fue natural entonces que los primeros socialistas ingleses centraran su atención más que nada en la empresa típica capitalista y su relación con los asalariados, influidos por las ideas de reformismo social de Owen así como también por la obra del filósofo pre-anarquista William Godwin. Pero el quiebre fundamental vendría de la mano de las teorías de Adam Smith y David Ricardo sobre el valor de los productos. Los socialistas continentales, por su lado, nacieron al calor de la Revolución Francesa, y "descubrieron" el principio del valor de forma relativamente independiente. De esta manera, los autores ingleses recibirían muchos años antes el nombre de “socialistas ricardianos”, dado que tomaron la teoría del valor de Ricardo y la utilizaron en forma radical para llegar a conclusiones socialistas entre 1824 y 1839. Todos coincidían en que el trabajador debía recibir el producto íntegro de su labo. Estos encontraron sus mejores exponentes en teóricos como Thomas Hodgskin o William Thompson, que defendían la competencia libre entre empresas autogestionadas por obreros que percibirían el valor completo de su trabajo; o en John Gray y John Francis Bray, que concedían una importancia mayor importancia a la planificación centralizada mediante un organismo central que controlaría los precios según su costo y remuneraría a los trabajadores según su esfuerzo. Al mismo tiempo, en Francia, Pierre-Joseph Proudhon llegó a la misma conclusión por otros medios hacia 1846, estableciendo que el trabajador no recibe su producto total como salario y por lo tanto es explotado, y propuso su sistema mutualista para acabar con tal injusticia. En Alemania, Johann Rodbertus utilizó la economía clásica en 1842 para construir una teoría similar sobre la explotación, aunque su solución era mediante la intervención del estado. Karl Marx tomó contacto con las ideas de Proudhon durante su estadía en París entre 1843 y 1845, y al establecerse en Londres posteriormente, pudo tomar conocimiento de gran parte de las teorías socialistas que recorrían Europa, así como también pudo formarse en la economía política británica. En su obra Miseria de la filosofía de 1847, dejaría constancia de la existencia de toda esta literatura socialista. De hecho, Friedrich Engels mencionaría en 1884 que según todos los socialistas previos a Marx, "cada productor debe recibir íntegramente el valor del trabajo materializado en su producto". Y que "en esto están de acuerdo todos, desde Gray hasta Proudhon". A partir de Marx las cosas cambiarían mucho, y la definición de socialismo como aquel sistema en el que los medios de producción son de propiedad colectiva se extendería como la más popular. Pero, ¿qué podemos concluir de los reformadores y teóricos sociales premarxistas? En primer lugar, como es evidente, que el socialismo no nació con Marx. En segundo lugar, no es posible establecer que lo que estos socialistas tenían en común no era necesariamente que defendieran la propiedad "pública", ni mucho menos estatal, sobre los bienes de producción. Antes de la aparición de los escritos de Marx, lo que definía a alguien como socialista no era precisamente que propiciara la administración del Estado sobre todo aquello que se considerara "común". Más bien, fue la defensa del trabajador y 72
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de su derecho a los frutos de su trabajo y a la constante mejora en su posición en las empresas, sin importar si se preconizaba la intervención del gobierno o la autogestión obrera. De hecho, esto era lo que diferenciaba un socialista de un "economista", quienes por lo general, y sobre todo en Inglaterra, solían utilizar la economía política clásica en defensa del orden capitalista. Bibliografía recomendada Karl Marx, Miseria de la filosofía (1847). Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico (1880). Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia (1947). Diego Guerrero, Historia del pensamiento económico heterodoxo (2004). 1.13. La guerra ideológica en el anarquismo A lo largo de los últimos años, las diferencias entre anarquistas individualistas y colectivistas ha tendido a crecer a medidas históricas. Si bien las discrepancias han existido siempre, el respeto mutuo y hasta la acción conjunta nunca fuere algo imposible o ajeno al anarquismo. Pero en las últimas décadas pareciera que se ha forjado un abismo imposible de superar entre ambas líneas de pensamiento. De hecho, han surgido multitud de nuevos términos para definir y diferenciar las distintas posturas, llegando a un extremo absurdo e infértil. Los que antaño eran conocidos como anarquistas individualistas hoy se autodefinen como “anarcocapitalistas”, “anarquistas de mercado”, “libertarianos” o “libertarianos de izquierda”; y definen a sus contrarios como “anarcoleninistas”, “anarcobolcheviques” o “anarcomarxistas”. Por su parte, los anarquistas colectivistas se llaman a sí mismos “comunistas libertarios”, “anarcocomunistas” o “socialistas libertarios”, y tildan a los primeros de ser “ultraliberales”, “liberales extremistas” o “anarquistas de derecha”. El grado de contenido de tales etiquetas desciende en forma proporcional al aumento de tanta diferenciación terminológica abstracta. Se parte de una concepción unilateral de las palabras y se las aplica sin mayor responsabilidad teórica sobre determinados conjuntos de ideas. No se tiene el menor cuidado por definir en forma estricta los términos utilizados, ni por esclarecer los conceptos vertidos, ni por compartir puntos de vista específicos, sino desacreditar la postura ajena en base a argumentos ad hominem o ad verecundiam. No importa si determinada opinión es correcta, importa si está asociada a algo considerado negativo, seguramente por motivos difusos. Los anarquismos en pugna Comenzaré definiendo cada uno de los términos de la manera más objetiva posible. El anarquismo denominado "individualista" tiene algunos ancestros filosóficos identificables, pese a que es difícil categorizarlos como anarquistas propiamente dichos. Uno puede ser el inglés William Godwin, quien en 1793 publicó su famoso Justicia política, en la que conjugaba los principios de libertad individual y el puritanismo inglés de fines del siglo 73
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XVIII. Llamativamente, fundamenta su defensa de la individualidad proponiendo una suerte de comunismo agrícola radicalmente descentralizado sin ningún tipo de gobierno u autoridad sobre los individuos. Por otro lado podemos mencionar al alemán Max Stirner, quien en 1844 publicaría su obra El único y su propiedad, donde defiende un egoísmo extremo frente a los "fantasmas" que exigen sacrificar su individualidad por las ideas dominantes de cada período histórico (sean "Dios", "Nación", "Pueblo", "Partido", etc.). El francés Pierre-Joseph Proudhon, uno de los principales socialistas franceses y el primero en denominarse "anarquista", daría uno de los primeros pasos a mediados de siglo XIX proponiendo el mutualismo (librecambio entre trabajadores independientes que perciben el producto de su labor como remuneración) y el federalismo contractual (descentralización política en unidades pequeñas federadas entre sí). Como es evidente, la influencia de las ideas liberales de la Revolución Francesa de 1789 estaban muy presentes en su filosofía política y económica. Las ideas proudhonianas se extenderían crecientemente en la clase obrera francesa hasta la caída de la Comuna de París en 1871, como lo atestiguan los incansables esfuerzos que hicieron Marx y Engels por contrarrestarlas. A partir de este punto, las ideas de un anarquismo contractual y librecambista de Proudhon cruzarían el océano para encontrar en autores como William B. Greene y Benjamin Tucker en Estados Unidos, quienes intentaran continuar con esta vertiente individualista. Más cerca en el tiempo, las ideas anarcoindividualistas continúan siendo importantes dentro del anarquismo en dicho país, pero fuera del mismo carecen de igual poder de influencia. La vertiente autodenominada "anarcocapitalista" del liberalismo ha realizado aportes teóricos que en muchos casos los mutualistas han reinterpretado y utilizado para mejorar su estudio de la realidad, lo cual ha llevado a una cierta cercanía entre ambas tendencias. De todas maneras, el mutualismo siempre ha sido crítico con algunos anarcocapitalistas y nunca ha dejado de señalar las debidas diferencias entre ambas posturas. Por otro lado, la vertiente colectivista del anarquismo nace con Mijaíl Bakunin, quien entró en contacto con las ideas libertarias de la mano de Proudhon. Sin embargo, su filosofía haría mayor énfasis en la revolución y en la acción radical del movimiento obrero para dirigir sus destinos y poder construir un marco donde la libertad individual se desenvuelva en toda su totalidad. La filosofía de Bakunin es más bien un programa de acción, son pocas las referencias que pueden encontrarse en su obra sobre las formas que cobraría una sociedad libertaria. Su obra es el eslabón intermedio entre los individualistas y los colectivistas. Paralelamente al desarrollo del anarquismo individualista en Estados Unidos durante el último cuarto del siglo XIX, la segunda vertiente, principalmente comunista, nacía con la obra de Piotr Kropotkin. Las ideas anarcocomunistas encontrarían gran acogida en los movimientos obreros españoles, italianos y en algunos países latinoamericanos. Enfatizando los valores de ayuda mutua, autogestión, solidaridad, como puentes hacia la libertad, el movimiento anarcocolectivista (en sus variedades comunista, sindicalista, etc.) 74
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llegó a protagonizar sucesos históricos de gran magnitud, como en la Revolución Majnovista o en la Guerra Civil Española a principios del siglo XX. Tras los fracasos de tales insurrecciones, gracias a la "traición" de los comunistas autoritarios, el anarcocomunismo se sumió en un hiato prolongado al igual que el anarcoindividualismo durante buena parte del mencionado siglo. Sin embargo, durante el llamado Mayo Francés a fines de los años '60, el anarcocomunismo revivió en forma parcial y vaga, en conjunción con otras corrientes socialistas como el marxismo de la escuela de Frankfurt. Este hecho motivó una lenta pero poderosa influencia de la teoría marxista en el mismo, al punto que buena parte del análisis y forma de concebir la realidad de estos anarquistas se emprende a partir de las categorías, conceptos, predicciones y hasta el vocabulario de Marx. Lo que en un principio fue una armonía respetuosa de las ideas de las dos vertientes anarquistas, fue dejando lugar a un abismo ideológico enorme. Desgraciadamente, ambas tendencias olvidan que tienen más en común entre sí de lo que creen y cuáles son sus relaciones teóricas históricas. Hacia una síntesis Intentar establecer un "puente" no es del todo descabellado. Para empezar es posible señalar algunos puntos básicos de partida que, creo, deben ser comunes a cualquier anarquista para poder iniciar algún tipo de consenso: - El anarquismo, como principio ético, no propone ningún tipo específico de organización (comunas, colectivos autogestionados, comercio a pequeña escala, etc.), en tanto se respeten las libertades individuales y se rechace la agresión invasora y la explotación de unos sobre otros. - Históricamente el anarquismo ha sido considerado socialista, pero no entendiendo la palabra socialismo como "propiedad colectiva sobre los medios de producción", sino como una defensa del trabajador y la necesidad de que reciba el producto de su trabajo; en oposición al capitalismo, entendido como un sistema donde los capitalistas poseen privilegios fundados en la fuerza y la violencia sobre los obreros. - El anarquismo no niega los principios liberales de defensa de la libertad individual y derecho a la posesión privada sobre los frutos del trabajo, en tanto esto no sea una justificación para la creación de un monopolio de la fuerza que se arrogue proveer la protección de la sociedad (lo que se conoce como liberalismo clásico). - El anarquismo no rechaza el marxismo en tanto se entienda este como una teoría de la historia y la sociedad que puede o no ser útil para comprender la realidad, y no como un cuerpo doctrinario teórico y político cuya adopción signifique condición necesaria para que un conjunto de ideas se consideren "anarquistas". - En cuanto a los métodos para llegar a la anarquía, la cuestión se vuelve mucho más obscura. No obstante, no sería errado considerar que el uso de métodos violentos y coactivos en forma irracional no puede ser considerado anarquista. Es razonable pensar que el uso de la violencia, bajo ciertos contextos, es legítima en tanto sea defensiva. Pero un anarquista no puede legitimar la acción militar de un gobierno sobre una población 75
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dada bajo el supuesto de "guerra defensiva contra el terrorismo" o cualquiera de sus variantes; ni puede justificar una matanza generalizada de "burgueses" como una maniobra defensiva del "pueblo" contra el "capital". Las abstracciones "pueblo", "nación" o "voluntad popular" carecen de significación para el anarquista (y en esto último coinciden todos los anarquistas clásicos). Pienso que quienes comparten estos principios hacen bien en denominarse "anarquistas". En cuanto a los matices y diversidad de propuestas para alcanzar la anarquía, las mismas deben hacerse en base a un contexto histórico determinado y teniendo en cuenta la situación real en cada momento. Esto nos aleja de dogmatismos y de la creación de ortodoxias estériles que no sirven ni a unos a otros. La crítica hacia el anarquismo “individualista” Existen pocas críticas sistematizadas y coherentes a lo que se denomina anarquismo individualista por parte del anarcocomunismo. Pero viene circulando en internet un texto que resume casi totalmente la postura de muchos anarcocomunistas ante sus "rivales". El escrito es del argentino Jorge Solomonoff, publicado en 1973 y titulado El liberalismo de avanzada. En él, hace una selección de autores que, a su criterio, representar el sector individualista del espectro libertario: William Godwin, Max Nettlau, Rudolf Rocker, Benjamin Tucker y Herbert Read. Sin mencionar la lectura sesgada de algunos de estos autores, principalmente de Tucker, podemos encontrar algunos puntos básicos de su crítica. Por un lado, Solomonoff considera que es posible establecer que el espectro que él denomina "liberalismo de avanzada" o "ultraliberalismo" se caracteriza por: a) identifica la justicia con el respeto por la libertad individual; b) no suele definir la forma que cobrará la sociedad anarquista y los medios para alcanzarla; c) señala como obstáculo principal para la realización de la libertad al Estado; d) critica la sociedad actual en base a la explotación y el abuso de los monopolios; e) rechaza, por lo general, todo lo relacionado con el marxismo y sus predecesores (el materialismo dialéctico y el idealismo alemán); y f) considera que las ideas son el verdadero motor de la historia y las fuerzas sociales. Por estos motivos, los "ultraliberales" no comprenden la realidad económica ni sus relaciones sociales. Centran su atención en los efectos políticos y sociales superficiales cuyas causas económicas estructurales desconocen. La negación de las causas materiales de todo movimiento histórico los lleva a dejar indefinidas las condiciones económicas que imperarían bajo la anarquía. Este idealismo "psicológico" concibe al hombre como una conciencia aislada y autónoma que corre detrás de ideas virtuosas como la "libertad individual", ignorando las condiciones sociales de vida. De esta forma, se concibe al Estado como un ente superficial a la sociedad pero enquistado en esta. El Estado pasa a ser el que concentra el poder, quedando las demás relaciones de fuerza y poder dentro del cuerpo social relegadas. En la práctica, esto tiene sus efectos negativos: el rechazo por la participación política, por la potencial utilización del Estado para los cambios sociales y por la revolución violenta; lleva a los anarcoindividualistas al 76
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"escape" o la "retirada" del campo social a la autocontemplación interior. Todo lo cual acaba siendo favorable al orden establecido y a las clases dominantes. Esta es, a grandes rasgos, la crítica que los anarcocomunistas hacen a la vertiente rival, aunque no se explicite. Piensan que el anarcoinidivudalismo, por su énfasis en el individuo, resulta una continuación del idealismo contra el que lucharon Marx y Bakunin, el cual lleva a una retirada del área política por parte de los libertarios y a beneficiar, de este modo, a las clases dominantes. Es más, si es posible establecer vínculos entre los individualistas y la clase explotadora, las piezas encajarán a la perfección. De esta manera, no sólo son libertarios "equivocados", son definitivamente otro de los enemigos de los trabajadores. Desmontando los mitos En realidad, y aunque muchos anarquistas no alcancen a comprenderlo, la crítica de Solomonoff es básicamente la misma que hace Marx en 1847 a Proudhon en Miseria de la filosofía, y es la misma crítica que hicieron los marxistas en general a los anarquistas (proudhonianos o comunistas) dentro del movimiento obrero hasta las primeras décadas del siglo XX. Marx critica a Proudhon su ferviente idealismo: su invocación a "Dios" y a la "naturaleza humana", su utilización de las categorías de pensamiento de la economía burguesa, su concepción ahistórica e inmutable de la sociedad, su utopismo al trazar un ideal social y usarlo para criticar la realidad en lugar de basarse en el análisis de la realidad material como punto de partida de la emancipación, etc. Si bien su ataque hacia el francés tiene mucho de personal, como puede atestiguarlo una carta suya ante la muerte de su rival en 1865, la base del mismo se mantuvo entre sus seguidores. Y hoy, es la base de la crítica comunista al anarcoindividualismo. Resulta paradójico que quieres se reclaman anarquistas olviden olímpicamente las innumerables polémicas existentes entre el marxismo y los proudhonianos y bakuninistas. Solomonoff, en su texto, considera a Proudhon y Bakunin como integrantes del anarquismo colectivista contrario al "liberalismo de avanzada", pero no hace mención de este hecho tan particular: los puntos que describe como "fallas" del "ultraliberalismo" podrían fácilmente aplicarse a Proudhon y en parte a Bakunin, como hicieron los socialistas "autoritarios". En definitiva, lo que Solomonoff y quienes siguen su concepción critican a las demás vertientes del anarquismo es que no son marxistas. Sin decirlo en voz alta, el rechazo hacia sus rivales se fundamenta en la no utilización de las categorías económicas de Marx, el materialismo histórico, etc. Resultaría un absurdo histórico y una ignorancia supina creer que anarquismo y marxismo son o deberían ser lo mismo. En realidad, esta visión está más cercana al "comunismo de consejos" o "consejismo" de Anton Pannekoek que del anarquismo. La crítica de Solomonoff en sí, adolece de muchos vicios. Por empezar no define qué es anarquismo, más allá de resaltar algunas de sus cualidades. Para ser un texto de una corriente que pretende arrogarse la etiqueta de anarquismo "verdadero", empieza bastante 77
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mal. Tampoco define qué es liberalismo, y de qué manera se relacionaría con las posturas anarquistas. Simplemente asume que determinadas nociones son "liberales", tomando el término como algo negativo y haciendo un uso peyorativo del mismo. Esto puede confundir al lector, más si tenemos en cuenta que cita a Godwin como un exponente del "liberalismo de avanzada", cuando el inglés proponía una suerte de comunismo autogestionario desde una óptica individualista. ¿Qué lo haría "liberal"? ¿El evidente influjo de las ideas de la Ilustración en su pensamiento? Si consideramos su contexto histórico, ningún pensador social podía escapar del mismo, ni siquiera los primeros socialistas ingleses. Por otro lado, la idea del Estado concebida por Solomonoff y contrapuesta con la de estos "anarcoliberales" es básicamente la misma de Marx: que el Estado es un mero residuo, un resultado del choque entre las clases sociales. Pero la idea del Estado como una clase dominante en sí misma que traza una vasta red de privilegios a los estratos afines a ella es propia del anarquismo, y no del liberalismo, que coincide más con la visión del gobierno como un remanente, producto del "acuerdo social" para poner fin a la lucha entre los hombres. De este concepto anarquista del Estado nace la crítica de Bakunin al comunismo autoritario, cuya aplicación provocaría, como lo predijo el ruso, la creación de una nueva clase dominante. El problema del "puente" entre la sociedad actual y la anarquía siempre ha sido un eje de polémica en el anarquismo. Pero no es tan sencillo concluir que el individualismo lleva a una "retirada" de la realidad. Proudhon, el fundador de esta vertiente, propuso su mutualismo como una forma de que los obreros se organizaran al margen de las fuerzas capitalistas dominantes, la creación de una sociedad económica nueva dentro de la cáscara de la vieja. Los individualistas por lo general han defendido las prácticas contraeconómicas como los mercados negros y las empresas autogestionadas. Sería difícil negar que estas acciones no tienen efectos sobre la estructura social, por algo las medidas de los gobiernos se orientan casi en su totalidad a reprimir tales prácticas de alguna forma. Por otro lado, la vía política que Solomonoff cree realmente efectiva ha tenido efectos discutibles, además que cae en el error de utilizar parte de la superestructura política para producir cambios en la estructura económica, lo cual conlleva una contradicción con el materialismo histórico que supuestamente defiende. Sobre esto último, el error no sólo es notable sino garrafal. Y se sustenta en una incomprensión total de la teoría marxista. Marx sostenía que los cambios o movimientos históricos provienen de transformaciones en la estructura económica, y que el advenimiento del socialismo provendría por esta vía. Lo que él denominó "dictadura del proletariado", es decir, la toma de los obreros del poder del Estado, sería un simple resultado de este proceso. Previo a esto, el capitalismo iría engendrando dentro de sí las condiciones socialistas de la producción. Por supuesto, Marx fue muy cuidadoso sobre las formas que cobraría esta paulatina transformación de las fuerzas productivas de capitalistas a socialistas a base de ignorar el tema. Por lo que dejó inconexa esta parte de su teoría: la estructura socialista pierde relación con su superestructura (entendida como la acción política de los proletarios). El error en el que incurren muchos marxistas, y como vemos muchos autodenominados "anarquistas", es creer que se puede utilizar la máquina 78
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del Estado (superficie de la estructura social) para producir cambios en el modo de producción. En este caso, quienes caen en el idealismo, es decir, la creencia de que la superestructura política e ideológica determina las condiciones materiales de vida, son ellos mismos. Pero no debe llamarnos la atención de parte de quienes hacen un uso igualmente sesgado y selectivo de Proudhon o Bakunin. Finalmente, la utilización de algunos elementos de la teoría marxista para sustentar un anarquismo que Solomonoff consideraría "liberal" o "individualista" no es algo imposible. La idea de lucha de clases debe ser algo inherente a la teoría anarquista. Y el materialismo, entendido como la concepción que sostiene que los cambios económicos son el verdadero motor de la historia o del desarrollo de las sociedades, también debe serlo. Pero esto ya era sabido por los "proudhonianos", al menos en forma intuitiva: la formación en economía y los estudios económicos de los anarcoindividualistas siempre ha sido no sólo superior a los comunistas, sino que sus análisis sobre la realidad material ha sido mucho más aguda y penetrante. El futuro de la teoría anarquista El contenido de este artículo no tendrá ningún efecto en aquellos que hacen uso de un marxismo vulgar y panfletario, que no se interesa por los argumentos del rival, sino asociarlo, desde las cumbres de la pureza moral, a todo aquello que considera "bajo", "vil", y por lo tanto "burgués". Aquellos a quienes no interesa si una acción realmente tendrá por resultado mayor independencia y autonomía para los trabajadores o la creación de nuevas estructuras de poder sobre ellos, arrogándose su representatividad (vanguardias, partidos, etc.). El futuro del anarquismo se debate entre dos escenarios: uno donde tanto anarcoindividualistas como anarcocomunistas admitan que es más lo que tienen en común que lo que los diferencia y actúen en forma conjunta; y otro donde ambas vertientes se escindan por completo. En el escenario actual, es más probable que el segundo grupo sea absorbido por los grupos "progresistas" dominantes y que lleguen a ser prácticamente indistinguibles. De lo que podemos convencernos es que, mientras se admitan ciertos principios básicos y se respeten las raíces del anarquismo mismo, las ideas libertarias no quedarán sepultadas por el olvido, la negación y la deformación. Bibliografía recomendada Karl Marx, Miseria de la filosofía, 1847. Mijaíl Bakunin, Estatismo y anarquía, 1873. Vladimir Lenin, El Estado y la revolución, 1917. Jorge Salomonoff, El liberalismo de avanzada, 1973. 1.14. ¿Qué es y qué no es el capitalismo? Al iniciar este espacio destacamos la importancia fundamental que adquiere en las discusiones políticas y económicas los problemas de terminología relacionados con ciertos 79
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conceptos específicos. “Capitalismo” es uno de los tantos términos que se utilizan con demasiada ligereza y arbitrariedad. En este breve artículo vamos a intentar dar una definición coherente para el mismo. La falta de una definición clara ha permitido todo tipo de divagues y confusiones: ejemplo de ello es la acusación de que la Unión Soviética era un sistema de “Capitalismo de Estado” como algunos sostienen. La definición más extendida del Capitalismo en términos abstractos es más o menos la que lo define como un sistema socioeconómico que se caracteriza fundamentalmente por la propiedad privada de los medios de producción y la libertad reconocida a los individuos para realizar contratos que regulen sus propios intereses. La actividad económica, en este contexto, está orientada a la búsqueda de beneficios en un régimen de libre competencia, cuyo centro es el mercado [1]. Ante esto, la intervención del Estado debe ser limitada, y en lo posible nula, ya que cualquier injerencia en el mercado, en la propiedad privada de los individuos participantes --sea para redistribuirla o para solventar los gastos del Estado--, en la regulación de los contratos --sea para regular contratos entre partes “desiguales” o para controlar la materia en sí con la que se estipula el mismo--, o en el desenvolvimiento de la libre competencia --sea fijando precios o protegiendo a algunos de la acción de sus competidores--; pasa a poner en duda la calidad de “capitalista” del sistema en sí. Si tenemos en cuenta esta definición, es muy difícil considerar si el Capitalismo ha existido o no alguna vez, o si ha tenido una aplicación coherente en la realidad. Sin embargo, los orígenes del término “Capitalismo” provienen justamente de la necesidad de designar de alguna forma el sistema social en el que se vivía. Es decir, el Capitalismo al parecer ha nacido en la práctica, y no en la teoría, y es allí donde debe buscarse el verdadero significado y contenido del mismo. Otro problema es que el término claramente alude a un factor de producción determinado, cosa que no se enmarca dentro de la definición dada. De otro modo se hubiera designado tal sistema de una forma en la que se haga mayor énfasis en la forma jurídica de la propiedad, o en el alcance de la libertad de contrato, o en cualquier otro de sus elementos característicos. El factor de producción al que alude el Capitalismo, claramente es el capital. Esto quiere decir que debemos buscar lo que realmente significa en la forma en que se produce en tal sistema. Nuevamente caemos en lo mismo: la raíz del Capitalismo nace en la práctica, en lo material, y no en la teoría, en lo abstracto. Si bien Ludwig von Mises considera que el origen del término “Capitalismo” tenía fines políticos y de desprestigio, cree que: “Si se emplea el término ‘Capitalismo’ para designar un sistema económico en que la producción es gobernada por cálculos de capital, adquiere un significado esencial para definir la actividad económica” [2]. Esto requiere una reseña sobre lo que significa el término “capital”. Se han dado múltiples definiciones sobre el mismo. Adam Smith consideraba que capital eran todos aquellos medios de producción “producidos” --claramente refiriéndose a las manufacturas--; Karl Marx lo definía como el “trabajo muerto” o acumulado, en contraste con el “trabajo vivo”; Eugen von Böhm-Bawerk fundó su concepto del capital sobre la “abstinencia”; por citar algunos ejemplos. Sin embargo, varios de estas definiciones resultan limitadas o, al contrario, demasiado abarcativas, y otras no permiten distinguir el papel histórico de tal 80
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factor de producción, por lo que resulta difícil considerarlo como característico del Capitalismo [3]. Tal vez la definición del término “capital” más coherente resulte ser la que nos describe Ludwig von Mises: “[El capital] sirve para reunir bajo un denominador común las propiedades originales de una empresa, sean ellas de dinero o estuvieran solamente expresadas en dinero. El objetivo de sus cálculos es permitir saber cuánto ha cambiado el valor de esa propiedad en el curso de las operaciones comerciales. [...] Su verdadero lugar está en la contaduría, el principal instrumento de la racionalidad comercial. El cálculo en términos de dinero es el elemento esencial del concepto de capital” [4]. Este concepto sería tomado de la obra Zur theorie des kapitals --La teoría del capital, 1888-de Carl Menger, que surgió como respuesta a la definición dada por Böhm-Bawerk. Según Friedrich A. Hayek, “es evidente que su interés fundamental radica en defender el concepto abstracto de capital como el valor de la riqueza expresada en dinero, que debe ser invertido en orden a obtener beneficios” [5]. Así, el sentido del término “capital” adquiere una tonalidad característica. El Capitalismo pasa a ser un sistema económico en el que la producción está basada específicamente en cálculos de capital; los cálculos de capital se realizan sobre todas las propiedad y componentes productivos de una empresa; y estos cálculos se manifiestan o expresan en dinero. Si seguimos este principio, nos resultará más sencillo comprender su posición histórica --como exigirían muchos “historicistas”-- y demostraremos que tal definición no parte de la abstracción, sino de la realidad misma; ya que para entenderla debemos tener en cuenta dos premisas. La primera, que en un sistema capitalista, el dinero es una pieza fundamental, por la que podemos expresar la riqueza. La segunda, que esa riqueza está compuesta netamente por componentes productivos de una empresa, sean dinero o estén expresados en dinero, lo que involucra necesariamente factores físicos fijos. Es decir, que un factor característico del Capitalismo, que nos permite ubicarlo históricamente, son los capitales fijos; para lo que se necesita cierto adelanto tecnológico y financiero. Este adelanto tecnológico y financiero está íntimamente ligado a la manufactura y a la producción industrial. El período histórico que algunos desearían designar como Capitalismo es el que comprende el período de la Revolución Industrial. Como señala John Hicks, “La ‘revolución’ ocurre en el momento en que el capital fijo ocupa, o empieza a ocupar, la posición central” [6]. Esto coincide con los anteriores requisitos que mencionamos: la propiedad privada de los medios de producción, la libertad de contrato y la libre competencia. Todo dentro de un marco de capital fijo como factor dominante de producción. Así es como evitamos caer en conceptos abstractos del Capitalismo, como los que señalábamos al principio, que nos llevarían a creer que en todas las épocas ha existido cierto grado de Capitalismo [7]. Nuestra definición de Capitalismo nos indica que el mismo corresponde a un período específico del desarrollo económico. No obstante, sería ingenuo creer que el Capitalismo, tal como lo hemos descrito, es el sistema económico que continúa predominando. La libertad de contrato, la libre 81
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competencia, incluso la propiedad privada de los medios de producción, han ido cediendo y desapareciendo a lo largo de finales del siglo XIX hasta hoy. Los capitales fijos continúan allí, pero este solo requisito no nos permite titular de Capitalismo el sistema que ha imperado en el último siglo. El Capitalismo es un sistema que se perdió con el avance de las funciones estatales en la economía. Tal vez, una consideración eficaz sería definir a los sistemas posteriores como capitalistas en cierto grado, pero no en su totalidad. Incluso, no sería errado definirlos como diferentes tipos de Capitalismos: sea Capitalismo monopólico –a partir de mediados del siglo XIX, en donde predominaban el proteccionismo y las manipulaciones de la competencia--, Capitalismo imperialista --fines del siglo XIX y principios del XX--, Capitalismo dirigido --como preferimos llamar al “estado de bienestar”, que comenzó en los años ’30 y que desde hace tiempo está resurgiendo--, etc. Pero no podemos establecer que todos responden al significado real del Capitalismo. Sólo representan las variadas formas en las que el Estado puede involucraste en la economía de un sistema y darle una tonalidad y un rumbo diferente. Notas [1] Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas, Paz Gajardo, Susana Gamba y Hugo Chumbita, 1989. [2] Ludwig von Mises, El cálculo económico en el sistema socialista, 1920. [3] No es la intención de este artículo establecer cuales definiciones del término “capital” son más valederas y eficaces, es algo que puede tocarse más adelante. [4] Ludwig von Mises, ibid. [5] Friedrich A. Hayek, tomado de la Introducción a Principios de economía política de Carl Menger. [6] John Hicks, Una teoría de la historia económica, 1969. [7] En este aspecto, resulta enriquecedor el texto del marxista Maurice Dobb, Capitalismo. 2. Existe la lucha de clases, tal como se la entiende habitualmente, pero no entre burgueses y proletarios en el sentido marxista (visión totalmente anacrónica y estancada en un escenario económico y social de hace doscientos años). La lucha es entre una clase productiva, es decir, asalariados, pequeños empresarios, profesionales autónomos, emprendedores, etc.; y una clase parásita sostenida por el monopolio de la fuerza (el Estado), conformada por fuerzas militares y policiales, la casta política, la burocracia judicial, grandes empresas y bancos, entidades financieras, etc. 2.1. Otra interpretación de la lucha de clases – Parte I Una de las principales contribuciones al análisis de la sociedad por parte del marxismo –si es que no es una de las pocas que han sobrevivido–, es la teoría de la lucha de clases. Desgraciadamente, tal vez los únicos que han aplicado correctamente este concepto a la investigación de la sociedad capitalista, han sido los mismos Karl Marx y Friedrich Engels a mediados del siglo XIX, y, asimismo, sólo han podido hacerlo dentro de su cuadro teórico, en gran parte refutado. Dejando de lado estas limitaciones del marxismo y haciendo abstracción de los elementos anacrónicos del mismo, podemos extraer la base de esta teoría, que establece que todas las sociedades de la historia se hallan divididas en 82
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clases determinadas por el modo de producción social, que mantienen entre sí una relación de conflicto, posicionándose una de ellos como elemento dominante; lo cual desemboca en una mutua autodestrucción y en el surgimiento de una síntesis superadora [1]. La toma aislada de esta idea de una corriente tan polémica como la marxista, puede sugerir un planteo erróneo si se tiene en cuenta la interrelación existente entre los diferentes elementos del sistema teórico elaborado por Marx y Engels. La idea de la lucha de clases que estos pensadores establecieron afirmaba, por ejemplo, que en la sociedad capitalista el sustento de la clase privilegiada reside en la extracción y apropiación de la plusvalía generada por la clase trabajadora, que el movimiento dialéctico destructivo de los procesos históricos planteaba la inevitabilidad de una violenta síntesis superadora como la caída del capitalismo y el advenimiento del socialismo, etc.; son todos ellos elementos conexos a la teoría de la lucha de clases, pero relacionados más con el contexto histórico y con concepciones deterministas de la historia –cuestiones totalmente discutibles–, que con la búsqueda de principios y parámetros científicos generales aplicables a todas las sociedades. La imposibilidad de aplicar las concepciones históricas mencionadas a un sistema burocratizado y de comercios restringidos como el actual, es un ejemplo de las problemáticas que se generan al intentar aplicar al estudio de determinada sociedad elementos y principios que se establecieron hace 150 años. Y tales problemáticas surgen al insistir en la creencia dogmática que las tendencias remarcadas por Marx son efectivamente leyes inmutables –aunque el mismo Marx las haya calificado como tales. Podemos aclarar nuevamente, antes de proseguir, que, efectivamente, la idea de la lucha de clases es simplemente una tendencia de las sociedades estatizadas, y no una ley eterna. Tal teoría no es aplicable a todas las sociedades de la historia, ni a todos los sistemas que puedan proponerse como reemplazo del actual. Por ejemplo, los parámetros de la teoría de la lucha de clases, no pueden aplicarse a una sociedad agrupada en unidades artesanas como las de la Edad Media con total amplitud sin que nos conduzca a errores, e incluso su validez analítica podría ser puesta en duda. El concepto de lucha de clases Pero primero recurramos a un mejor acercamiento de la lucha de clases. Una oportuna cita de Friedrich Engels puede esclarecer la comprensión de la misma: “La concepción materialista de la historia parte del principio de que la producción, y, junto con ella, el intercambio de sus productos, constituyen la base de todo el orden social; que en toda sociedad que se presenta en la historia la distribución de los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo como se intercambia lo producido” [2]. Es decir, lo que determina la división clasista de la sociedad son las relaciones económicas y el modo de producción que se llevan a cabo en ella. Y ya es sabido que en esta teoría, la política, la religión, etcétera, son considerados elementos “superestructurales”, en contraste con la “estructura” económica. Si tenemos en cuenta esto último, se sigue que el 83
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Estado, en cuanto aparato político, resulta ser un elemento “superficial” de la organización social, destinado a proteger y asegurar los privilegios de la clase dominante. El dominio pasa a ser esencialmente económico, reforzado por el elemento político –y en menor medida el ideológico, el religioso, etc. Trasladando esta idea a la sociedad capitalista industrial de mediados del siglo XIX, Marx deducía las siguientes consecuencias, acoplando la teoría de la lucha de clases con otros elementos, en un sistema teórico más elaborado: “La gran industria aglomera en un lugar una masa de gentes desconocidas entre sí. La competencia divide sus intereses. Pero el sostenimiento del salario, interés común que tienen contra el patrono, les une en una misma idea de resistir –coalición–. Así es que la coalición tiene siempre una doble finalidad: la de hacer cesar esa competencia entre ellos, para poder hacer una competencia general contra el capitalista. Si el primer fin de resistir no ha sido más que el sostenimiento de los salarios, a medida que, a su vez, los capitalistas se reúnen con la idea de represión, las coaliciones, en principio aisladas, se organizan en grupos, y frente a todo el capital reunido, la defensa de la asociación se hace más necesaria para ello que la del salario. [...] En esta lucha –verdadera guerra civil– se reúnen y desarrollan todos los elementos necesarios para una gran batalla futura. Una vez llegada a este punto, la asociación adquiere carácter político. “En principio, las condiciones económicas habían transformado la masa del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado en esta masa una situación común, intereses comunes. Así, esta masa viene a ser ya una clase frente al capital... Los intereses que defienden llegan a ser intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política... “Una clase oprimida constituye la condición vital de toda sociedad fundada en el antagonismo de clases. La liberación de la clase oprimida implica, pues, necesariamente la creación de una sociedad nueva. Para que la clase oprimida pueda liberarse, necesita que las fuerzas productivas ya adquiridas y las relaciones sociales existentes no puedan coexistir unas al lado de otras. De todos los instrumentos de producción, el mayor poder productivo es la misma clase revolucionaria. La organización de los elementos revolucionarios como clase supone la existencia de todas las fuerzas productivas que puedan engendrarse en el seno de la vieja sociedad...”. Mientras tanto, el antagonismo entre el proletariado y la burguesía es una lucha de clase contra clase, lucha que, llevada a su más alta expresión, constituye una revolución total. [3] Para Marx, la clase dominante había engendrado su propia antagonista: el proletariado, la masa trabajadora dispuesta a vender su fuerza de trabajo; y la apropiación del valor creado por esta fuerza de trabajo por parte de esta clase dominante –“burguesía”– constituía la base de la acumulación de capital que le otorgaba una posición de privilegio. El final de este estado de cosas según el marxismo ya es conocido: las consecuentes crisis de superproducción generadas por la “anarquía” y falta de sincronización de las fuerzas del mercado, cada vez más fuertes, sumado a la acumulación cada vez mayor de capital, llevan a una situación insostenible en la cual las luchas entre las clases se hacen cada vez 84
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más agudas, siendo el proletariado –numéricamente superior y consciente de sí mismo– quien derroque a la burguesía expropiándola de los medios de producción. Lo que sigue es una tentativa de aplicar los principios de la teoría de la lucha de clases, o por lo menos lo más importante y útil de los mismos, al contexto político-económico de la Argentina actual. La estructura económica El error de muchos de los defensores de la teoría de la lucha de clases ha sido la de creer que era posible aplicar las consecuencias arriba enunciadas de la doctrina, en vez de sus principios, al sistema político-económico actual. Sistema que, sabemos, ha cambiado en relación al capitalismo analizado por Marx y Engels, y continúa haciéndolo. Ya no es posible establecer el análisis de la sociedad en base a esta teoría en términos de “proletariado-burguesía”. Caer en esta trampa es no tener en cuenta el enorme incremento de las capacidades de la burocracia del Estado, sus funciones y su manera de actuar a lo largo de todo el siglo XX, en definitiva, no prestar atención a los acontecimientos y movimientos históricos es ir contra el “historicismo” marxista mismo. Como se ha aclarado en el concepto de lucha de clases, lo primero que debemos tener en cuenta es el “modo de producción” al cual el marxismo hace referencia como base de todo sistema social. El modo de producción se conforma por la forma en la que está establecida la propiedad, cómo se llevan a cabo los intercambios, las relaciones que los productores establecen entre sí, etc. Hoy en día lo que prima es un sistema capitalista dirigido, también llamado “estado de bienestar”, con algunos elementos del antiguo modelo agroexportador de los años 1880-1930. Es decir, que estamos frente a un sistema en donde la propiedad, si bien es privada, está ligada a múltiples condicionamientos, y su uso verdaderamente “libre” en la estructura de mercado se encuentra seriamente obstaculizada; los intercambios se realizan también de forma condicionada, habiendo controles de los precios, impuestos al consumo, y demás factores que contribuyen a degenerar las medidas reales de precios. Otro de los elementos a destacar es la relación empresario-trabajador, que frecuentemente se torna tensa y conflictiva debido a que los más perjudicados por las condiciones económicas externas recién mencionadas –problemas de inversión, impuestos exageradamente altos al igual que los precios, inflación, etc.– son los trabajadores mismos. Como decíamos, los rasgos del viejo modelo agroexportador que podemos encontrar en nuestro panorama actual es la reformación de la economía nacional en base a la necesidad de inversiones y de capital, a menudo extranjeros; el hecho de que existan grandes empresas que poseen ciertos privilegios otorgados por el Estado –en el antiguo modelo, por ejemplo, eximiéndolas de impuestos, hoy en día subvencionándolas irresponsablemente–, y que coexistamos cotidianamente con los efectos de la inflación. Todos estos aspectos que notamos obstaculizados y arbitrariamente dirigidos, se debe a que el aparato político, el Estado, que en el sistema marxista consideraríamos parte de
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la superestructura [4], o una consecuencia de la estructura económica, ha adquirido proporciones cada vez más grandes y abarcativas. La clase dominante La clase dominante también se muestra muy diferente a la descrita por el marxismo en el siglo XIX. Aparentemente, en aquél sistema capitalista, la burguesía, clase definida como la que vive a costa de la extracción de plusvalía generada por el proletariado, tenía en el Estado un instrumento de protección. Admitiendo esto, cualquier empresario que tenía asalariados a su disposición, formaba parte de una clase que estaba protegida por el aparato político y que gracias a ello podía explotar impunemente a sus trabajadores [5]. Pero si tenemos en cuenta que los únicos que se benefician de la acción del Estado son los grandes capitalistas, una minoría, y no todos, la premisa carece de fundamento. La clase privilegiada actual se encuentra conformada de otra manera, tanto en su estructura como en sus funciones. Está integrada por toda la comunidad política que dirige el Estado, que subsiste sólo a través de la recaudación impositiva, la cual es sustraída coercitivamente en cantidades cada vez más grandes –para ser más específicos, en la Argentina la recaudación impositiva ha aumentado alrededor de un 30% en comparación con el 2006, y no debido a mayor productividad. Tal aparato burocrático, enormemente amplio, actúa de tal forma gracias a que está cubierto por el manto de legitimidad del que todos los gobiernos clasistas gozan ante el resto de la población. También integra a los grandes capitalistas que se encuentran privilegiados por una posición de poder a la que han llegado artificialmente y no mediante las fuerzas del mercado. Este grupo se encuentra eximido de gran parte de los exigentes impuestos que sufren las demás capas de la población, sobreviven en el mercado gracias a todo tipo de restricciones a la competencia, y disfrutan de subvenciones millonarias repartidas tanto arbitraria como injustificadamente. Todos estos privilegios otorgados por el Estado, y que de ninguna manera fueron conseguidos ni son sostenidos por la dinámica del capitalismo de laissez-faire [6] ni por la explotación hacia los trabajadores que tanto atacaron Marx y Engels; son los que fortalecen esta facción del sector empresarial como monopolios legales. Esta clase tiene a su disposición tiene tanto los grupos sindicales totalmente comprados y burocratizados, las famosas “patotas” y grupos de presión, y una fuerza policial que sólo actúa represivamente cuando hay conflictos sociales entre trabajadores y grandes empresarios, o agresiones hacia instituciones o representantes políticos. El resultado de todos estos elementos es la conjunción entre una comunidad burocrática y política enormemente amplia y un reducido grupo de capitalistas privilegiados, que tienen como herramientas de opresión y explotación básicamente fuerzas políticas, del Estado, y no económicas, como establecían Marx y Engels. Éstas constan de elementos como las subvenciones millonarias y las restricciones a la competencia para fortalecer los grandes monopolios, como por ejemplo en el caso del transporte, cuya pésima calidad –condición natural de los monopolios– es sufrida por todos los consumidores y en gran parte por la clase trabajadora. También existen elementos coercitivos que se encuentran 86
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ideológicamente legitimados por el resto de la sociedad, como por ejemplo, los excesivos impuestos que ésta sufre –el IVA, que restringe las capacidades de consumo de los estratos económicamente menos pudientes, elimpuesto a las ganancias que reduce las posibilidades de ascenso económico de los sectores más productivos de la clase media, etc.; todos factores que conducen a la alteración de los precios y obstruye la libre competencia. Notas [1] Pese a que transcribimos esta última parte del enunciado, no es relevante en lo que se planea analizar el establecimiento de una predicción de los futuros acontecimientos históricos. [2] Friedrich Engels, Anti-Dürhing, 1878. Remarcaremos que se hará abstracción de tales generalizaciones sobre la Historia humana. [3] Karl Marx, Miseria de la filosofía, 1847. Georges Gurvith piensa que es en obra donde Marx expone con mayor claridad su teoría de las clases. [4] Ya sabemos que otro de los elementos que forman parte de la superestructura social es el pensamiento, es decir, el factor ideológico; el cual estaría expresado algo más detalladamente en El pensamiento político actual, de este blog. [5] Para una demostración de que tal explotación no existe, ver La teoría marxista de la explotación, también publicada aquí. [6] Con el término “capitalismo de laissez-faire” hacemos referencia al capitalismo “sin trabas” y con la menor intervención estatal posible, para diferenciarlo tanto del capitalismo “dirigido” oestado de bienestar y como del capitalismo intervenido fraudulentamente a favor de un grupo privilegiado –como por ejemplo, el modelo agroexportador al que se hace mención. 2.2. Otra interpretación de la lucha de clases - Parte II La clase dominada En la teoría de la lucha de clases, se destaca la relación de explotación que existe entre una clase y otra. Así como existía explotación en la relación entre hombres “libres” y esclavos, o entre señores feudales y siervos, Marx y Engels creían ver entre capitalistas y obreros algún tipo de coerción, ya que los primeros se apropiaban del producto de los segundos a costa de éstos. Pero este último ha quedado invalidado por la demostración de que lo que realmente existe entre ambos es un acto de intercambio voluntario, ya que al trabajador nadie lo obliga a vender su fuerza de trabajo al capitalista, como tampoco nadie obliga al capitalista a emplearla. Aducir que el trabajador se encuentra “obligado” a vender su trabajo por las “coercitivas” condiciones económicas de existencia, o que el capitalista se encuentra también obligado a adquirir obreros por la competencia, no es demostrar nada, ya que las fuerzas del mercado son impersonales y espontáneas, al igual que casi todas las relaciones sociales en su conjunto. La verdadera clase oprimida es la que se ve explotada mediante la sustracción de sus bienes o por la utilización directa de su fuerza laboral en contra de su voluntad. En este sentido, el esclavismo, el feudalismo y el sistema actual comparten este punto en común. 87
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Pero la forma en que se explota a una clase en éste último no es mediante los métodos descritos por el marxismo, ya que el capitalista no obliga al obrero a trabajar para él. La sustracción de bienes en contra de la voluntad de los individuos es impartida por el Estado, con el fin de fortalecerse y mantenerse como clase dominante, la cual caracterizamos en la entrada anterior [7]. Esta explotación cobra la forma tanto de impuestos como de restricciones y prohibiciones a la actividad económica y comercial. La clase dominada se encuentra compuesta por toda la masa de trabajadores y asalariados, fuerza de trabajo desempleada, comerciantes y emprendedores pequeños, etc., los productores en general. En el esquema marxista, los pequeños capitalistas serían considerados igual de explotadores que los grandes, y se verían beneficiados por la protección de sus propiedades por parte del Estado. Sin embargo, si analizamos objetivamente la realidad, el pequeño capitalista es un enemigo más de esa gran clase capitalista privilegiada, ya que representa una competencia que es necesario restringir. Los productores en sí, tanto trabajadores como pequeños empresarios, son quienes más sufren la carga impositiva, las restricciones a la competencia, la acción de los monopolios, la devaluación, la inflación y los consecuentes precios altos, y demás factores, fruto de la acción de la clase privilegiada, el Estado. Los estratos medios En el escenario del capitalismo “clásico” que atacaron Marx y Engels, ellos predijeron una brecha cada vez más grande entre burguesía y proletariado producto de la “natural” tendencia de la competencia al monopolio, la cual acabaría estallando en una violenta revolución social, y que significaría el advenimiento del socialismo. Pero hay algo más importante aún para remarcar sobre esto último. Si seguimos el análisis del materialismo histórico, y más propiamente a las leyes de la dialéctica materialista, la clase dominante –afirmación– genera necesariamente su propia clase antagónica –negación–, y de estas dos surge una clase que supera a ambas y se constituye en nueva clase dominante –negación de la negación–. Así, del conflicto entre los grandes terratenientes y el campesinado [8] durante el feudalismo se había desarrollado la burguesía comerciante, también dominada pero no en el sentido estricto como el de la servidumbre. Pero una vez que los comerciantes burgueses llegaran al poder, debían generar su propia antítesis. Para Marx y Engels, esa clase es el proletariado: “… la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios” [9]. Sin embargo, ambos siguieron de este proceso que el proletariado, a la vez que antítesis, es síntesis superadora del conflicto histórico. Y aquí es donde queremos puntualizar. Primero, la “ampliación” de la brecha antes predicha se ha visto invalidada por los movimientos históricos reales. Al contrario, se ha dado una “reducción” en la distancia que separa económicamente la clase dominante de la dominada, y esto se debe principalmente al surgimiento de una clase media que tiene muy poco en común con aquella “pequeña burguesía” del siglo XIX a cual hace referencia el marxismo, integrada por comerciantes pequeños que, según las necesidades históricas, tendía a desaparecer y a formar 88
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parte del proletariado. Los así llamados petit burgeois son más bien una clase que existe como parte de la clase oprimida. Nosotros nos referimos a una clase media que, en gran parte, ha sido creada por el Estado –la clase explotadora–, y que ha surgido del conflicto entre ambas. Este estrato medio ha sido producto de la acción y la introducción del estado de bienestar, cuyos orígenes se sitúan en la Alemania del Príncipe Otto von Bismarck, hacia la segunda mitad del siglo XIX. Éste habría introducido tal sistema de transferencias sociales por el peligro que significaba para la clase dominante el poderío que cobraban ideologías como el marxismo o la democracia en la sociedad explotada. El resultado fue un “aburguesamiento” de la clase trabajadora, que ahora disponía de una mayor seguridad económica. Los mismos Marx y Engels tuvieron que reconocer la tendencia. Engels escribiría a su amigo que: “El proletariado inglés se está aburguesando cada vez más; por lo visto, la más burguesa de todas las naciones aspira, en definitiva, a poseer una aristocracia aburguesada y un proletariado aburguesado, además de una burguesía” [10] Hoy el sostenimiento de un sector de la población por parte del Estado ha crecido aún más a través de estos programas de transferencias. El resultado es un estrato trabajador sin “conciencia de clase”, ni intención de cambiar el sistema, al contrario de lo que anunciara Marx. Aparentemente, la voluntad de un grupo de individuos con poder, desplazaba a toda una clase del cumplimiento de su “rol histórico”. Este estrato medio, resultado de las fricciones entre clase dominante y dominada, podría ser considerada como la “síntesis” de la lucha. Una clase creada y mantenida por el mismo Estado, que cada vez adquiere proporciones más grandes –ejemplo de esto en la Argentina son los famosos “planes”. Sin embargo, esta síntesis, todavía no adquirido el carácter de “afirmación” o nueva tesis, no ha alcanzado el poder, como para que se repita el proceso histórico nuevamente. Pero notamos que varios sectores de las clases dominadas reclaman una constante intervención, ayuda y programas de transferencias de ingresos por parte del gobierno, que, a su vez, los extrae de la clase realmente productiva. ¿Puede considerarse que esta clase media, síntesis de la lucha entre clase explotadora y explotada, entre afirmación y negación, como la que más tarde tome el poder y se convierta en nueva afirmación? Podemos evidenciar que de suceder esto, el sistema que se implantaría –la nueva sociedad, en términos marxistas– sería uno donde un sector productivo mantendría a otro improductivo mediante las transferencias de ingresos, con un comercio cada vez más restringido. La dialéctica materialista así lo sugiere. No obstante, consideramos esta sugerencia demasiado arriesgada, que necesita analizarse seriamente, y que de todos modos no creemos sea un proceso inevitable, como el determinismo marxista establece. Conclusión A través de este análisis, hemos establecido que existe un conflicto de clases en el sistema actual, tal como Marx y Engels señalaban. Sin embargo, estos consideraban que la clase 89
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dominante explotaba a la dominada mediante la extracción de plusvalía: los capitalistas y empresarios se apropiaban del producto del trabajo del obrero gracias a la propiedad sobre los medios de producción. Esta propiedad era garantizada por el Estado, por lo que éste era un mero instrumento de dominación. Contrariamente, en cuanto hemos dicho, tratamos de establecer que tal explotación no existe en aquellos términos. La verdadera clase dominante es el Estado en sí mismo, con toda su comunidad político-burocrática, anexada con las grandes empresas que obtienen privilegios de ella. Esto ha sido posible mediante la intervención coercitiva en el mercado, arruinando y restringiendo la actividad de los pequeños capitalistas, garantizando a los monopolios y oligopolios actuar libres de los peligros de la competencia, y las ventajas de tener una gran masa de oferta de fuerza de trabajo a su disposición. Esta lucha es cada vez más desigual, ya que existe una gran capa ideológica que anula la capacidad de comprensión y conciencia de los efectos negativos de esas intervenciones en la economía. Y, paralelamente, este conflicto ha creado una suerte de estrato medio improductivo –en comparación con la capacidad productiva de la asociación de capitalistas y trabajadores actuando en libertad–, pero que en base a duros reclamos y exigencias al gobierno ha logrado implementar un programa de transferencias de ingresos que la sostienen y aseguran su existencia. Este “movimiento histórico” nos sugiere que el estrato medio adquirirá cada vez más poder político, y que puede llegar a ocupar la posición dominante como nueva “afirmación”. Recordamos una vez más que este análisis no pretende ser ni científico ni infalible. Es simplemente una tentativa bastante arriesgada para explicar la realidad a partir de ciertos aspectos de la teoría de la lucha de clases marxista, apartando lo que se consideraban erróneos. No obstante, creemos que puede ser una explicación bastante certera de cómo funcionan las relaciones de poder en el sistema actual, y quien se beneficia de ellas. Notas [7] Parte I. [8] Para aplicar la idea de la lucha de clases a la estructura económica de las sociedad sudamericanas de hace siglos, creemos coherente sustituir los términos “señores feudales” y “servidumbre”, característicos de las sociedades europeas, por “grandes terratenientes” y “campesinado” respectivamente. [9] Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, 1848. [10] Friedrich Engels, citado por Robert L. Heilbroner en Vida y doctrina de los grandes economistas (1968). 2.3. Reformulando el análisis de clases I El análisis de clases, producto de los estudios y teorías de Karl Marx y Friedrich Engels, tiene fama en los medios liberales de ser errado, tendencioso e inaplicable al sistema capitalista --concebido en abstracto como el sistema donde se resuelven armónicamente todas las contradicciones—, sobre todo en lo que se refiere a la relación capital-trabajo. Si bien hay buen fundamento para pensar esto, tal refutación no afecta el análisis de clases en 90
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sí. Sólo derriba las conclusiones específicamente marxistas que se hacen a partir del mismo --no obstante, hay quienes consideran vulgarmente que en el capitalismo se da la relación inversa a la sostenida por el marxismo, ver Ayn Rand, o el marxismo al revés [1]--. En esta serie intentaremos reformular el análisis marxista e intentaremos aplicarlo a la sociedad actual, ya que ofrece una forma bastante interesante de interpretar los conflictos históricos y, sobretodo, la acción del Estado, que puede ser analizada en términos de clase. La teoría del Estado que pretendemos deducir de la teoría marxista proviene principalmente de lo que creemos es una deficiente manera de concebir tal institución y su papel en los procesos sociales por parte del marxismo, que considera al Estado como un simple “órgano” de ejecución de la voluntad burguesa. En esta primera parte examinaremos los fundamentos del análisis de clases. El modo de producción y la sociedad de clases El concepto de “modo de producción” tiene una importancia fundamental en el análisis de clases. Es la base o los cimientos que sostienen toda la construcción teórica posterior. El marxismo define el modo de producción de una sociedad particular como la forma en que las personas “se ganan la vida” dentro de la misma, hecho que determina el desarrollo de “de todas sus relaciones sociales” subsiguientes. Es decir, el concepto de modo de producción abarca la forma en que se produce y la forma en que se distribuye lo producido, la riqueza generada. Este modo de producción, sin embargo, se encuentra sujeto a constantes cambios y transformaciones, que alteran toda la estructura social desarrollada a partir del mismo. Como señala Marx, “las relaciones sociales se hallan íntimamente ligadas con las fuerzas productivas”, entendidas estas fuerzas productivas como las condiciones tecnológicas de la sociedad. Las modificaciones tecnológicas pueden trastocar la forma en que se produce en la sociedad, y alterar el modo de producción en su conjunto. “El molino de brazos nos dará la sociedad con el señor feudal; el molino de vapor, la sociedad con el capitalista industrial” [Karl Marx, Miseria de la filosofía, 1847]. Marx y Engels destacaban la importancia determinante de la propiedad sobre los medios de producción sobre las distintas condiciones que darán forma al modo de producción de una sociedad. La vista del análisis marxista se enfoca principalmente en el proceso productivo, de donde emanan el resto de las relaciones sociales. Por lo que la propiedad sobre los medios productivos, esto es, el apoderamiento de los mismos, determina la forma en que se distribuyen los bienes. Los seres humanos, para satisfacer sus necesidades materiales, deben poseer los medios necesarios para ello. Por lo que poseer los medios para satisfacer esas necesidades por parte de un grupo social presupone cierto control sobre las necesidades de los grupos que se ven despojados de esa condición. La propiedad sobre los medios de producción determina, entonces, una división de la sociedad en clases, desde el punto de vista del proceso productivo. Una será la clase propietaria, la dominante, y la otra será la clase en desventaja, la dominada, despojada de los medios productivos capaces de satisfacer sus necesidades. ¿Qué relación mantendrán entre ellas? Respuesta: una relación de explotación —término con una fuerte carga emotiva, pero que, en este análisis, es y debe ser utilizado en un 91
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sentido más bien técnico—. La clase propietaria, al tener al servicio suyo a la clase desposeída, busca extraer cada vez más “plus-trabajo” o “trabajo excedente” —entendido el “plus-trabajo” como la producción de bienes total descontando lo mínimo necesario para mantener con vida al productor directo, lo cual puede ser muy poco—; mientras que la segunda, que se encuentra en una condición en la que es forzada a trabajar para la otra clase, busca minimizar la cantidad de esfuerzo y desgaste, y producir en las condiciones menos onerosas posibles. Esto es lo que se entiende por relación explotación: la constante búsqueda de maximización de “plus-trabajo” por parte de una clase, a costa de la otra. El término explotación entonces, utilizado en este sentido técnico, “[denota] la apropiación de plus-trabajo y la distribución de la producción excedente a individuos sobre los que los productores tienen poco o ningún control, en un proceso de producción sobre el que, igualmente, tienen poco o ningún control” [Ralph Miliband, Análisis de clases, en La teoría social, hoy, 1987]. La división de la sociedad en clases, y el concepto mismo de clase, queda así determinado por el lugar de los hombres en el proceso productivo. Como señala Maurice Dobb en el ensayo titulado El capitalismo, sobre el significado de los términos clase e interés de clase, “El interés compartido que constituye a un cierto grupo social como clase en el sentido a que nos estamos refiriendo no deriva, como a veces se supone, de una similitud cuantitativa de ingresos… Tampoco basta afirmar, simplemente, que una clase consiste en aquellos que derivan su ingreso de una fuente común —aunque lo que aquí importa sea la fuente de ingresos y no su magnitud—. Es preciso señalar, en este contexto, algo muy fundamental atinente a las raíces de un grupo social en una determinada sociedad. En otras palabras: la única relación que puede engendrar, en un caso, un interés compartido en preservar y extender un particular sistema económico y, en otro un antagonismo de intereses en torno a ello, ha de ser una relación con un particular modo de extraer y distribuir los frutos del trabajo sobrante, esto es, deducido el que provee al consumo del productor efectivo”. A partir de aquí, entra en juego la dominación. En efecto, es la dominación la que hace posible la explotación. La situación antes descripta es decididamente insostenible a largo plazo si no se añade la influencia de una variable capaz de posibilitarla, de “desconcientizar” y “amansar” a la clase perjudicada por las relaciones productivas mencionadas. El proceso de dominación tiende a imponer claramente en una situación de sumisión a una de las clases, y esto es logrado gracias a la apropiación o monopolización de los medios de coerción. Es este el principal modo de dominación —aunque otros podrían incluir los medios de enseñanza o educación y los medios de comunicación masivos—. Esta dominación tiene como finalidad conservar y extender las relaciones de explotación. Miliband establece así, los criterios que debe seguir todo análisis de clases: “En primer lugar, el análisis de clases supone una detallada identificación de las clases y subclases que constituyen estas sociedades… En segundo lugar, el análisis de clases debe demostrar cuáles son con exactitud las estructuras y mecanismos de dominación y explotación en estas sociedades, y los diferentes modos en que se extrae, apropia y distribuye el plus-trabajo. En tercer lugar, y en relación con lo anterior, el análisis de clases debe ocuparse del conflicto entre clases […] aunque debe también prestar atención a las presiones ejercidas por otras clases y grupos…”. 92
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El análisis marxista del capitalismo “El modo de producción capitalista resulta del desarrollo de la producción de mercancías en condiciones de propiedad privada presuponiendo la separación histórica de los productores con respecto a los medios de producción” [Paul Mattick, Crisis y teoría de las crisis, 1974]. Citando el análisis de Marx, Mattick señala que uno de las principales características del período histórico conocido como capitalismo es la propiedad privada de los medios de producción por parte de una clase que no está constituida por los productores directos, siendo que la dirección de los mismos medios está destinada a la producción de mercancías. Éstas no se producen para el consumo de los productores, sino para su venta a los consumidores en el mercado, lo cual presupone el beneficio capitalista. Asimismo, el proceso de trabajo aparece como relación de intercambio. En términos muy generales, y para no extender demasiado este bosquejo —para lo cual dejaremos de lado la teoría del valor-trabajo—, el marxismo sostiene que la división de la sociedad a través del proceso productivo entre propietarios y productores reales genera un conflicto de intereses en donde prevalece el del más fuerte. Cada parte lucha por conservar o mejorar su situación, en detrimento de la otra. “El capitalista lucha por su ganancia, el obrero por su salud, por un par de horas de descanso al día, para poder hacer algo más que trabajar, comer y dormir, para poder actuar también en otros aspectos como hombre” [Friedrich Engels, Reseña del primer tomo de El Capital, 1868]. Sin embargo, el diagnóstico que hace el marxismo del modo de producción capitalista no es del todo coherente para analizar el mismo. Esto se debe, principalmente, a que las deficientes herramientas teóricas de que disponían Marx y Engels eran, por un lado, las heredadas por la escuela clásica de economía, que había alcanzado su punto máximo de desarrollo con John Stuart Mill; y por otro, las que sus propios conocimientos les sugerían, los cuales estaban excesivamente enfocadas en la economía como un proceso histórico y como un desenvolvimiento evolutivo de las fuerzas de trabajo social. La elaboración de categorías como “medios de producción”, la figura del “productor”, y la concentración de la atención en la explotación desde un punto de vista económico —lo cual, a simple vista, puede resultar contradictorio—, sin tener una comprensión acabada de los procesos del mercado, ha conducido al análisis de clases por cauces errados. En primer lugar, el concepto de “medio de producción” es bastante insatisfactorio en el sistema marxista. Marx y Engels lo utilizaban refiriéndose claramente a las manufacturas y centros fabriles, al “trabajo muerto” o acumulado. Sin embargo, las implicancias del término son mucho más amplias. Por “medio de producción” se entiende, objetivamente, todo aquel bien que es utilizado para producir más bienes. Si tenemos en cuenta esto, medios de producción son prácticamente todos aquellos bienes de la economía a excepción de los bienes de consumo final o directo. Incluyendo en este conjunto, la fuerza de trabajo del obrero —considerada ahora, no como una mercancía particular, capaz de engendrar un valor mayor al cual se paga habitualmente, sino como un bien más de la economía—. Esto quiere decir que en el mercado los medios de producción no están específicamente monopolizados por los capitalistas. No sólo gran parte de los medios de producción —la 93
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fuerza de trabajo, propiedad de los proletarios— no están bajo su poder a menos que ceda algo a cambio, sino que la calidad de medio de producción depende de consideraciones totalmente subjetivas. Para el capitalista, propietario de maquinaria y empleador de determinada cantidad de fuerza de trabajo, que produce bienes para la producción de bienes de consumo directo como pueden ser los hornos, por ejemplo, el horno es su producto final, que debe ser vendido en el mercado y no un medio de producción. Pero para el pequeño empresario que dispone de una panadería y cierta cantidad de fuerza de trabajo, el horno es un medio de producción propiamente dicho, y el pan —producto final— es el bien de consumo directo que, a su vez, debe ser vendido en el mercado. En segundo lugar, la figura del “productor” está, en el marxismo, reducida simplemente a todo aquél individuo que aplica el trabajo directo, que sufre “un gasto de fuerza de trabajo humana”, que emplea su potencia de “gelatina de trabajo humano indiferenciado” [Karl Marx, El Capital, I, 1867], en el proceso productivo. Nuevamente, si nos atenemos a una definición más técnica del término “productor” como todo aquél agente económico que interviene en el proceso de producción incurriendo en algún sacrificio determinado con el fin de obtener un producto o bien al terminar el mismo, el concepto nos permite incluir todo tipo de cooperación humana —y bien sabemos que Marx consideraba el trabajo intelectual como un tipo de gasto de trabajo humano indiferenciado, y por ende, también “productor”—. El trabajo “productor” considerado de esta manera, incluye todo tipo de gastos, tanto mental, como de existencias o trabajo acumulado. La Escuela Austriaca de Economía ha realizado valiosos aportes sobre la función vital que cumple el empresario en el proceso productivo. El rol del capitalista en el mercado consiste en encontrar la utilización de recursos que mejor satisfaga las necesidades de los consumidores, puesto que esta aprobación le garantiza mayores ganancias. Para esto deben tomar los precios del pasado inmediato como índices-guía y predecir o deducir los movimientos futuros, invirtiendo los recursos disponibles en aquellos “nichos del mercado” donde las discrepancias de los mismos sean mayores. En términos de economía neoclásica, podemos decir igualmente que, si bien el mercado tiende a encontrar el equilibrio, es la acción del empresario la que lo pone en camino, ya que su existencia está dada pura y exclusivamente por los desequilibrios del sistema. También podríamos añadir la visión schumpeteriana del empresario capitalista, como agente económico innovador, buscando y creando nuevos mercados y aportando y utilizando de la mejor manera nuevos procesos y métodos tecnológicos y productivos más eficientes. Concibiendo al empresario en su forma más coherente, es imposible negarle la calidad de productor. El capitalista no es, como lo indica la teoría marxista, un “simple” poseedor de medios de producción o capital. Allí en donde se limita únicamente a poseer su riqueza, y no a invertirla y darle una dirección en el proceso de producción, el capital desaparece debido al consumo. La única diferencia que tendría la miseria del propietario con la del obrero, es que llega más retardada y tiene más tiempo de disfrute. Si, tal como lo plantea la teoría marxista, la explotación y la dominación de clase, ha de ser necesariamente la extracción y apropiación de “plus-trabajo” de los productores por parte de una clase
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ociosa, es indudable que el capitalista debidamente considerado no puede incluirse en el segundo grupo, ya que la influencia del mismo en la producción es determinante. Por último, si el conflicto de clases se concibe en la forma descrita en la cita de Engels más arriba, se comete un pecado de abstracción. La relación entre el capitalista y el asalariado en una de las múltiples y variadas formas que adquieren las relaciones de cambio en el mercado. Esta relación debemos verla, en realidad, como un intercambio entre el proveedor de determinado bien —el trabajador y su fuerza de trabajo— y el demandante del mismo —el capitalista que necesita producir bienes para vender en el mercado—. Como en todas las relaciones mercantiles, el establecimiento del precio por cantidad entre proveedores y consumidores es siempre conflictivo hasta cierto punto. Los proveedores desean suministrar la menor cantidad posible de bienes a un precio mayor, mientras que los consumidores desean obtener una cantidad cada vez mayor al menor precio posible. Decir que la lucha de clases se reduce a la oposición entre la oferta y la demanda de determinado bien —la fuerza de trabajo— o servicio es realmente arbitrario. ¿Por qué ese bien y no otro? Los conflictos entre proveedores y demandantes de otros bienes, como por ejemplo los de bienes alimenticios, pueden llegar a ser tan dramáticos como las huelgas sindicales. ¿Por qué escoger una relación de entre todo el mercado y no otra? Generalizar la lucha de clases a las relaciones entre la oferta y la demanda sería claramente acabar con las posibilidades de aplicar la teoría de clases, ya que decir que todos los productores están en conflicto con todos los consumidores equivale a decir que todos los individuos están en conflicto con todos los individuos, porque en el mercado todos son consumidores a la vez que productores. En tal sentido, es imposible sostener que los capitalistas forman una clase dominante mientras que los trabajadores se agrupan en la clase dominada y oprimida —para más detalles sobre la relación capital-trabajo en el mercado y la perspectiva marxista, ver Lucha de clases: análisis marxista y análisis austriaco [2], de Hans-Hermann Hoppe—. 2.4. Reformulando el análisis de clases II La relación entre la explotación y la dominación El marxismo establece, en las relaciones conflictivas de clase, una clara división entre medios y fines. El fin de estas relaciones es la explotación, es decir, la continua extracción y apropiación de plus-trabajo; mientras que el medio para alcanzar ese fin es la dominación, que consiste en la monopolización de la fuerza y la coacción y el “adoctrinamiento”. El problema, totalmente indefinido, es hasta qué punto un factor predomina sobre otro, si la explotación sobre la dominación o viceversa, como para determinar la condición de una clase dirigente. Marx y Engels presuponían que la primera condición que se da, en el desarrollo histórico de los modos de producción, es la de explotación. Luego, este debe verse contenida y legitimada por la dominación. Así, aplicando esta teoría a lo largo de la historia y llegando a sus acontecimientos más recientes, establecían que “a cada etapa de avance recorrida por la 95
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burguesía corresponde una nueva etapa de progreso político. […] hasta que, por último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista la hegemonía política y crea el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa” [Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, 1848]. No obstante, existe una enorme contradicción entre esta forma de explicar el desarrollo de la burguesía como clase dominante y la teoría que sostiene el inevitable advenimiento del socialismo —ver Marx y Proudhon… [3]—. Ésta sostiene que el propio capitalismo tiende a fomentar la organización y concientización del proletariado, de modo que éste, en determinado punto de la evolución histórica, apropiarse los medios de coerción —el poder del Estado—, para acabar con el régimen burgués y poner en marcha la centralización de los medios de producción en manos proletarias. Es decir, el proletariado adquiere primero el monopolio de los medios de coerción —dominación— y luego se apodera de los medios de producción y el poder económico. El proletariado sólo podría convertirse en clase dominante mediante la toma del poder estatal siempre y cuando se considere al Estado como una fuerza económica y no meramente política, cosa que el marxismo no hace. Tal inversión en el orden supuestamente causal de los acontecimientos no es tan grave si admitimos que una clase puede primero adquirir poder físico para constituirse en clase dominante y luego adquirir poder económico a costa del sometimiento de la otra clase; en vez de sostener que la división en clases proviene pura y exclusivamente de los cambios en el modo de producción. Más, si tenemos en cuenta que la reducción del modo de producción a la propiedad sobre los medios de producción es de dudosa validez, como se ha demostrado en la sección II de la parte I [4]. Podemos reforzar esta tesis observando el actual desenvolvimiento de los procesos sociales, donde el Estado suele tomar medidas obviamente perjudiciales para determinados propietarios de los medios de producción o “estratos burgueses”. Ciertamente, suelen hacerse también en beneficio de otros sectores capitalistas, pero también es frecuente que tales políticas se ejecuten con el fin de reforzar el poderío del Estado. La explotación económica está claramente subordinada a la dominación física, y no al revés, como sostiene el marxismo. Otro elemento que puede apoyar esta tesis está relacionado con la desaprobación y el repudio que recibe el capitalista ante cada acto, en contraposición con el actuar de los estratos políticos, que tienen total respaldo social porque aparecen como elementos “neutros”. El economista austriaco Joseph Schumpeter sostiene que los sectores capitalistas sólo pueden conseguir que el poder político se doblegue a su voluntad por medios “racionales” e “inheroicos”. Su influencia sólo puede provenir de su prestación económica, la argumentación científica a su servicio —como podían hacerlo en los tiempos de Marx economistas como Ricardo o Say—, o puede alquilar la prensa y el periodismo, “pero eso es todo”. También rescata la clara ineficiencia con que el burgués promedio se desenvuelve en el ambiente político. Para Schumpeter, dada su configuración sociológica, el capitalista no está en condiciones de entrometerse en política ni de dirigir un Estado. Teniendo en cuenta esto, “sin la protección de algún grupo no burgués, la burguesía está políticamente desamparada y es incapaz no sólo de dirigir su nación, sino incluso defender sus propios intereses de clase, lo 96
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cual significa tanto como decir que necesita un amo” [Joseph A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, 1942]. Por intereses de clase, entiéndase aquí el afán de maximizar sus ganancias a costa de la sociedad, y no a través de los procesos económicos del mercado. Podemos concebir este tipo de sucesos con un ejemplo característico: la posición de monopolio. El monopolista, que puede llegar a serlo mediante la innovación o la creación de nuevos mercados, sin protección extra-económica no tiene posibilidades de sostenerse a largo plazo, porque la competencia se encargará de destruir su posición dominante, reduciendo sus ganancias. La intervención de un poder coactivo sobre el mercado puede claramente beneficiar al monopolista a costa de la competencia, mediante prácticas ya conocidas. Schumpeter asegura que, en un principio, el papel de “protectores” provino de la figura del señor medieval. Éste, a diferencia del simple comerciante, siempre estuvo rodeado de una aureola romántica que le confería un claro prestigio de liderazgo, de ser un “dominador de hombres”. Esto le permitió adaptarse a las nuevas condiciones económicas y sociales. Los señores y caballeros “se metamorfosearon con la mayor facilidad y gracia en cortesanos, funcionarios administrativos, diplomáticos, políticos y en oficiales militares…”. Desde entonces la categoría de funcionario público ha persistido hasta nuestros días, y si bien puede beneficiar a ciertos sectores capitalistas, puede optar por beneficiar a otros sectores cuando las condiciones políticas y económicas así lo requieran. El “líder carismático” posee todas las condiciones para ello, a diferencia del hombre de negocios. Esta teoría es totalmente compatible con la ya expuesta sobre la democracia representativa y los grupos de presión desde la perspectiva de la Public Choice [5]. Por último, Schumpeter considera, y esto no deja de ser una tesis interesante y útil para desarrollos posteriores, que “podemos muy bien preguntarnos si es completamente correcto considerar al capitalismo como una forma social sui generis o si, en realidad, no representa más que la última etapa de la descomposición de lo que hemos llamado feudalismo”. La perturbadora pregunta también puede hacerse en otros términos: si lo que hemos conocido como el capitalismo clásico no ha sido simplemente una etapa de transición entre la sociedad feudal y la reorganización de las clases políticas dominantes en nuevos Estados, a la espera de lo que John Hicks denominó “revolución administrativa”. Análisis de clases redefinido Marx y Engels consideraban que la división de la sociedad en clases en conflicto podía provenir únicamente del modo de producción de la misma. Esto es realmente confuso si consideramos que el modo de producción suele reducirse a la propiedad sobre los medios de producción, siendo este un concepto demasiado abarcador para poder tomarlo como un factor determinante. Un criterio más objetivo sería analizar el modo de producción y considerar la división en clases como algo “forzado” y no como producto de la “lógica de los movimientos históricos”; como una interferencia o factor ajeno al proceso económico, entendido éste como la forma en que los hombres se organizan voluntaria y espontáneamente para satisfacer sus necesidades materiales. Este factor extra-económico, es decir, un grupo humano que busca y monopoliza en gran parte los medios de coerción 97
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—la casta esclavista, los señores feudales, la comunidad política—, una vez instalado en el sistema económico, actúa como una clase dominante en el sentido marxista: buscando maximizar y extender la extracción y apropiación de plus-trabajo de los sectores económicos realmente productivos. Aplicando este criterio, la sociedad actual se halla dividida, como en la mayor parte de las sociedades del mundo, por una clase dominante extractora de plus-trabajo, el Estado o comunidad política, y por otro lado, los sectores realmente productivos como lo son todos los agentes económicos típicos del mercado: los asalariados, los empresarios, los comerciantes, etc. El modo de producción en el que se desenvuelven estos últimos es el capitalista, que no significa “mercados libres” precisamente, sino un sistema económico donde la producción está gobernada por cálculos de capital basados en dinero, siendo determinante el volumen de capital fijo con el que se realiza la producción. Pero la clase dominante suele efectuar todo tipo de interferencias e intervenciones sobre este proceso productivo para asegurarse una más completa y férrea apropiación de plustrabajo —entendido como los recursos extraídos de los distintos sectores productivos y no como el “trabajo no pagado” como supone el marxismo—. Esta interferencia nunca se realiza con la mera finalidad de enriquecer las arcas del Estado, sino que se realizan con el “fin” de beneficiar o perjudicar a determinado sector de la economía, adoptando una postura de “mediación” neutral, pero apropiándose buena tajada de lo recaudado en el proceso. Cuantas más políticas de intervención pone en marcha la clase dominante, más aumenta su poderío, aunque también se beneficie a determinado grupo —sean los grandes capitalistas, los sindicatos burocratizados, las pequeñas y “desprotegidas” empresas, etc.—. Esto tiende a subdividir aún más la sociedad en grupos de presión que exigen determinados privilegios al Estado, quien acepta y responde a la demanda gustoso y complaciente. Señalando así en forma general el primer punto del análisis de clases sostenido por Ralph Miliband, el cual “supone una detallada identificación de las clases y subclases” --que puede ser reforzado en otro momento con su aplicación al desarrollo histórico de nuestra sociedad--, podemos pasar al segundo ítem: “cuáles son con exactitud las estructuras y mecanismos de dominación y explotación en estas sociedades, y los diferentes modos en que se extrae, apropia y distribuye el plus-trabajo”. Los mecanismos de intervención en el proceso productivo, organizado libremente por los individuos, que dan forma a la explotación que sustenta en la coerción de la clase dominante, abarcan desde el cobro de impuestos, las patentes, el proteccionismo, la manipulación monetaria y la regulación del sistema bancario, hasta los más modernos métodos de controles de precios, de movimientos de recursos, de entrada y de salida de mercados, el tributación progresiva, la planificación, y párrafos y párrafos de etcéteras. Como ya hemos señalado, mediante estas políticas el Estado absorbe una gran cantidad de recursos para asegurarse poder, tanto político como económico, a la vez que beneficia a ciertos sectores productivos a costa de otros para garantizar legitimidad a sus medidas. La dominación en áreas como la enseñanza y los medios de comunicación, además de poseer a gran parte de la comunidad intelectual a su disposición como sostenía 98
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Schumpeter, ha conseguido no sólo que los individuos legitimen la explotación del Estado, sino que se aglomeren en grupos de presión para obtener privilegios quitándole recursos a otros sectores. Este proceso de dominación es mucho más efectivo y poderoso que la supuesta hegemonía de la clase capitalista en el área supraestructural de la sociedad que señalaban Marx y Engels. La ideología dominante no sostiene la defensa de la propiedad privada, ni las bondades del mercado y la Mano Invisible, sino todo lo contrario. La ideología dominante se basa en lo que ellos mismos identificaban como ideales de “demócratas pequeño-burgueses”, para quienes “resulta que el Estado es precisamente el que concilia las clases. […] En opinión de los políticos pequeño-burgueses, el orden es precisamente la conciliación de las clases y no la opresión de una clase por otra” [Vladimir Lenin, El Estado y la revolución, 1917] El tercer punto del análisis de clases, según Miliband, “debe ocuparse del conflicto entre clases […] aunque debe también prestar atención a las presiones ejercidas por otras clases y grupos…”. Podría decirse que, dado que la concepción imperante es la que legitima al Estado, que los diferentes subgrupos de la sociedad suelen entrar en conflicto y exigir políticas represivas para con otros sectores, no hay una lucha real entre los productores y el Estado. Sin embargo, los productores suelen entrar en contradicción irresoluble cuando el Estado tiene intereses que chocan con la ambición de alguno de estos subgrupos. Los sectores económicos no legitiman al Estado porque consideren que es moral y ético que éste intervenga en la economía y proteja el “bienestar común”, sino porque lo hace a costa de otros y no a costa suya. Cuando lo hace mediante la extracción de recursos suyos, los grupos se rebelan contra el Estado y deslegitiman sus acciones. Para ilustrar este último punto, verLos frutos del populismo más berreta, de Roberto Cachanosky [6]. El Estado y la sociedad La elaboración de este análisis de clases, concebido como la lucha entre productores y parásitos, entre la clase productiva y la clase extractora de riqueza, no puede desviarse de este conflicto: el mantenido entre el Estado, el monopolio de la fuerza, y los agentes económicos. Cualquier diagnóstico que discurra por otros cauces, desde el análisis marxista, que sostiene la explotación de los capitalistas sobre los obreros, a las más vulgares versiones objetivistas, que sostienen la relación inversa; de género —la explotación de los hombres sobre las mujeres—; de raza —la explotación del blanco occidental sobre diferentes grupos étnicos—; etc., deben ser puestos en duda y analizados fríamente, siempre y cuando no puedan ser englobados en nuestro análisis. No obstante, nuestro análisis de clases debe ser continuamente reelaborado y perfeccionado. En estos dos artículos simplemente se han sentado sus principios generales. Pero es probable que su aplicación a los diferentes acontecimientos históricos, pasados o actuales, sea mucho más fructífera que los demás métodos. 2.5. Sociología del lumpenproletariado
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Este breve artículo podría considerarse un anexo de Reformulando el análisis de clases I [1] y II [2]. Hemos dicho que la sociedad tiende a dividirse, en tanto una clase monopoliza los medios de coerción, en dos grupos principales en conflicto: una clase ociosa y parásita, y otra productiva. Pero el completo conjunto de la sociedad no se reduce únicamente a las relaciones entre estas dos clases, ya que hay una porción importante de la población que no está incluida en tal conflicto, ya que nada de plus-trabajo puede extraerse de ella. Nos referimos a los estratos más bajos y desposeídos de la sociedad, marginados absolutamente de todo el proceso productivo, lo que en terminología marxista se denomina lumpenproletariado. El concepto lumpenproletariat fue originalmente de Karl Marx, formulado para designar aquél grupo social situado directamente por debajo del proletariado industrial. Esta clase, en un principio, queda fuera de la lógica del análisis marxista de clases, pero en vista de los acontecimientos históricos desarrollados a fines de 1840 en Francia, Marx y Engels se vieron en la necesidad de sintetizar el fenómeno de alguna manera. Para Marx, el lumpen era totalmente contrarrevolucionario, susceptible de aliarse con la clase que más le convenga según la situación histórica. El lumpenproletariado sólo podía estropear y obstaculizar los propósitos revolucionarios de la clase trabajadora en la lucha de clases. Mijaíl Bakunin sostenía, por su parte, al igual que muchos anarquistas en la actualidad, que era el lumpen la clase verdaderamente revolucionaria, ya que no tenía absolutamente nada que perder, y por lo tanto, podía llevar a cabo una insurrección explosiva totalmente destructora dirigida contra el Estado. “Concebía la revolución como una inmensa explosión de la violencia de la clase baja, producida al unir dos extremos. La sociedad secreta, compuesta por conspiradores de clase alta, como él, sería la chispa; y las capas más desposeídas de la población —los campesinos sin tierra, los criminales y los trabajadores recién emigrados del campo a la ciudad— serían la pólvora” [Richard E. Rubinstein, Alquimistas de la revolución, 1987]. Sin embargo, aquí queremos dejar en claro que en este viejo debate, uno de los tantos que se generaron en torno a la Primera Internacional, que contribuyó a distanciar aún más a los anarco-bakuninistas de los marxistas, quien ha llevado la razón ha sido, como no podía ser de otra manera, Karl Marx. No obstante, Marx nunca desarrolló en profundidad un análisis o sociología del lumpenproletariado como lo hiciera con la clase obrera o la clase capitalista. Se limitó, principalmente, a desacreditar y tratar despectivamente el papel del lumpen, tal vez porque, como en otras circunstancias, consideraba las disputas con Bakunin una pérdida de tiempo. Intentaremos, brevemente, analizar esta clase tan particular y su influencia y papel en nuestra sociedad actual. El lumpenproletariado se conforma, a diferencia de las demás clases o grupos sociales, de individuos en condiciones materiales y situaciones totalmente diferentes entre sí, variables también en diferentes circunstancias históricas. Entre sus filas se aglomeran desde trabajadores desempleados hasta trabajadores informales y ocasionales, desde prostitutas hasta delincuentes ordinarios, desde comerciantes ilegales hasta vagabundos. Todos estos individuos comparten, si bien no las mismas condiciones materiales o formas de obtener ingresos, sí coinciden en una cualidad distintiva: se hallan ajenos al proceso productivo 100
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central en lo estructural, y rechazados, marginados, excluidos o desplazados en demás contextos sociales. Dada esta última cualidad, se ven apremiados en el sentido de que están completamente a la “deriva” social, por lo que el marxismo lo considera una clase “sin conciencia de clase”. La heterogeneidad antes mencionada es una condición fundamental en este aspecto, ya que el hecho de que los individuos que conforman el lumpenproletariado subsistan en diferentes circunstancias y de diferentes formas impide que haya algún tipo de “cohesión” psicológica como puede haberla entre los proletarios. Paul Mattick sostiene que es una clase social intrínseca al capitalismo, ya que lo que en el marxismo se denomina “ejército industrial de reserva” no es más que lumpenproletariado: individuos fuera del proceso productivo, cuyo crecimiento es condición primaria para la destrucción del sistema —ver La hez de Humanidad [3]—. Este último hecho, para Marx, era el que confería al lumpen una constante degradación moral y embrutecimiento, progresiva ignorancia y acumulación de tedio, vagancia e indisciplina. Es por esto, principalmente, que no puede tener “conciencia de clase” ni ser un agente revolucionario. Sólo podía serlo en tanto plegara sus intereses a la clase obrera. Pero esto último es lo que le confiere un carácter decididamente reaccionario. Dado que el lumpen no puede tener conciencia de clase, sólo puede tener intereses ligados a otras clases. Se aliará a la clase que mejor beneficie sus intereses, es decir, su intervención en la lucha de clases está regida por las conveniencias ocasionales y circunstanciales de todo momento histórico. Es esto lo que Mijaíl Bakunin y sus seguidores no ha visto, o no han querido ver. Ahora, a modo de conclusión, despojemos todo este razonamiento del aura y la terminología marxista. Ignoremos las menciones que se hacen a la lógica del proceso capitalista, las posibilidades de llevar a cabo una revolución socialista, etc.; y resumamos lo esencial. El lumpenproletariado existe, y como tal, no tiene conciencia de clase o “cohesión” como grupo, y es susceptible, por esta condición, de aliarse a la clase que le convenga según la ocasión. Teniendo en cuenta esto, y aplicándolo a la Argentina actual, ¿cómo podemos encasillar a los diferentes movimientos sociales y “piqueteros” liderados por sujetos ridículos como Luis D’Elía, Emilio Pérsico, entre otros, sino como elementos del lumpen que se hallan plegados por intereses a la clase dominante; y que, por lo tanto, resulta imposible considerarlos representantes de interés alguno —del “pueblo”, de los desposeídos, etc.— que no sean los suyos propios? 2.6. El análisis de clases El número de anarquistas que adhieren a la teoría marxista de la lucha de clases es importante. Esto es una verdadera lástima, en primer lugar porque la adopción de tal enfoque se hace en forma parcial y errónea. En segundo lugar, y esto es lo más importante, porque tal aceptación de la teoría marxista ha impedido a los anarquistas desarrollar su propio análisis de clases, que solucione las contradicciones y lagunas del planteo de Marx y Engels. Esto es algo sumamente curioso, porque tanto anarquistas como marxistas se han esforzado a lo largo de toda la historia por dejar bien en claro las diferencias tanto teóricas como prácticas entre ambos enfoques; y sin embargo, se ha dado el extraño fenómeno en el 101
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que los primeros adoptan muchos de los conceptos de los segundos, mientras que el segmento “libertario” de los segundos [1] se ha acercado cada vez más a los movimientos anarquistas. Tal vez la causa haya sido el estancamiento teórico que hemos intentado describir anteriormente, como un producto de la indefinición y ambigüedad en la definición misma de la tradición anarquista y la teoría anarquista, la cual hemos intentado redefinir no como un “programa” de organización que la sociedad deba adoptar, sino como una explicación de la forma en que la sociedad se organizaría espontáneamente por sí misma en ausencia de un Estado. El vacío analítico al que ha conducido esta tendencia en el anarquismo, puede decirse que ha provocado un natural acercamiento hacia teorías ya formadas y que aparentaran hacerle la “lucha al sistema”. Esto ya podía evidenciarse en el mismo Mijaíl Bakunin, quien, dada su vocación principalmente filosófica, adoptaba buena parte de las herramientas marxistas de análisis histórico. Sin embargo, y esto era algo que enardecía a Marx y Engels y a los marxistas clásicos en general, invertía la predicción del “socialismo científico”, en la que el proletariado se hace del poder del Estado hasta que las diferencias de clases desaparezcan, de forma que el órgano estatal se vuelva superfluo e innecesario y caiga por su propio peso; y establecía que la clase obrera debe buscar destruir al Estado primero, y que sin su protección, los privilegios de la burguesía desaparecerían. Es por esto que rechazaba el comunismo marxista y sus pretensiones de establecer un “Estado popular”. Bakunin consideraba al Estado una clase dominante en sí, en lugar de ser una “herramienta” de una clase, y que, como aparato coactivo, tenía motivaciones independientes de las clases económicamente dominantes. “[La burguesía] No había calculado que el régimen militar cuesta caro, que ya por su sola organización interior paraliza, inquieta, arruina las naciones y que, además, obedeciendo a una lógica que le es propia y que no ha sido desmentida jamás, tiene por consecuencia infalible la guerra; guerras dinásticas, guerras de punto de honor, guerras de conquista o de fronteras naturales, guerras de equilibrio -destrucción y todo para satisfacer la ambición de los príncipes y de sus favoritos, para enriquecerlos, para ocupar, para disciplinar las poblaciones y para llenar la historia” [2]. Esta tesis contradecía las conclusiones de Marx y Engels, pero no los principios del materialismo histórico, como intentaré explicar. La realidad es que Bakunin no estaba tan errado en su concepción de la lucha de clases y del Estado, y es una verdadera tragedia que la mayoría de los anarquistas no hayan seguido su camino, desarrollando y mejorando sus conceptos —algo que el propio Bakunin no se esforzó en hacer—, en lugar de caer en un pseudo-marxismo “libertario”, incapaz de explicar las relaciones de poder en las sociedades actuales para poder actuar en consecuencia. El análisis marxista Es sabido que la dialéctica materialista de Marx y Engels nace de la dialéctica idealista de Hegel. Ellos aplicarían la idea del movimiento como una eterna sucesión y lucha de 102
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afirmaciones y negaciones que dan lugar a síntesis superadoras que reinician el proceso volviéndose nuevas afirmaciones, a la materia —eliminando el idealismo del sistema teórico—, y más específicamente, a las relaciones sociales de producción. Esto, naturalmente, derivaría en una teoría de los movimientos históricos producidos por la lucha de clases, de continuas afirmaciones y negaciones sociales que se veían en conflicto y que daban vida a la historia humana. Para entender cómo aplicaban este concepto de Hegel a la organización de las sociedades humanas, debemos tener en cuenta cómo Marx y Engels desarrollarían y relacionarían los conceptos de estructura-superestructura, modo de producción y propiedad sobre los medios de producción, explotación y dominación. Marx y Engels definían la “estructura” de una sociedad como la base de relaciones económicas que la sostiene. Más concretamente, su modo de producción, que determina el resto de las relaciones sociales —políticas, ideológicas, educativas, etc.—, que son definidas como la “superestructura”. He aquí en qué sentido el análisis marxista es “materialista”: se enfoca, principalmente, en cómo los individuos transforman la materia y la naturaleza, mediante su trabajo, para satisfacer sus necesidades [3]. El concepto de modo de producción describe la forma en que los individuos, en dicha sociedad, producen la riqueza y cómo se valen de las fuerzas productivas vigentes para ello. El modo de producción determina el lugar de cada individuo en la estructura social y forma conglomerados humanos con un sitio común en la producción social, en una palabra, clases. Este modo de producción no es ahistórico, sino que se ve sujeto a constantes cambios y transformaciones, y Marx y Engels creen ver cierta “homogeneidad” entre las sucesivas metamorfosis de las fuerzas productivas, que les permiten establecer “períodos históricos” —de esta manera se habla, por ejemplo, de modo de producción feudal, o modo de producción capitalista—. “Las relaciones sociales se hallan íntimamente ligadas a las fuerzas productivas. Al conseguir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian su modo de producción, y al cambiar el modo, es decir, la manera de ganarse la vida, cambian todas sus relaciones sociales. El molino de brazos nos dará la sociedad con el señor feudal; el molino de vapor, la sociedad con el capitalista industrial” [4]. El lugar de los individuos en el modo de producción, y la consecuente división en clases, viene dada por la propiedad sobre los medios de producción. Los marxistas suelen dedicar mucha atención a este punto, ya que, según estos, la distribución de bienes está “contenida” ya en el proceso productivo, y la propiedad sobre los medios de producción determina entonces el control sobre los bienes producidos en general. Los seres humanos, para satisfacer sus necesidades deben poseer los medios para ello, por lo que, según Marx y Engels, el control sobre los medios de producción por parte de un grupo social presupone cierto control sobre las necesidades de aquellos despojados de tal condición. La división en la posesión sobre los medios de producción determina entonces la división entre la clase poseedora y la clase desposeída, y el dominio de la primera sobre las necesidades de la segunda. La relación que se establecerá entre ellas será de conflicto, en la que la clase poseedora se aprovechará de su posición privilegiada y buscará poner a su servicio a la clase 103
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desposeída, extrayéndole “plus-trabajo” o “plusvalía”. Marx y Engels utilizan este término en relación directa a su teoría del valor basada en el trabajo, pero también puede utilizarse en un sentido más bien técnico, como el excedente de producción por sobre las necesidades del productor directo. La explotación es, entonces, «la apropiación de plustrabajo y la distribución de la producción excedente a individuos sobre los que los productores tienen poco o ningún control, en un proceso de producción sobre el que, igualmente, tienen poco o ningún control» [5]. El rol de cada clase en esta relación de explotación denota la contradicción mutua de intereses entre ellas: una clase buscará maximizar ese excedente de producción o “plus-trabajo”, y la otra intentará minimizar el esfuerzo y el gasto de trabajo, e intentar trabajar en las condiciones menos onerosas y desagradables posibles. Como señala Maurice Dobb en el ensayo titulado El capitalismo, El interés compartido que constituye a un cierto grupo social como clase en el sentido a que nos estamos refiriendo no deriva, como a veces se supone, de una similitud cuantitativa de ingresos… Tampoco basta afirmar, simplemente, que una clase consiste en aquellos que derivan su ingreso de una fuente común —aunque lo que aquí importa sea la fuente de ingresos y no su magnitud—. Es preciso señalar, en este contexto, algo muy fundamental atinente a las raíces de un grupo social en una determinada sociedad. En otras palabras: la única relación que puede engendrar, en un caso, un interés compartido en preservar y extender un particular sistema económico y, en otro un antagonismo de intereses en torno a ello, ha de ser una relación con un particular modo de extraer y distribuir los frutos del trabajo sobrante, esto es, deducido el que provee al consumo del productor efectivo. A partir de aquí se traza una línea divisoria entre los medios y los fines de la clase dominante. El fin de esta es mantener la explotación y la apropiación de plus-trabajo, y para esto se vale de la monopolización de los medios de coerción en una primera instancia, y la utilización de la ideología para asegurarse la dominación sobre la clase explotada. Marx y Engels sostenían que la división en clases es primeramente económica, y que luego necesita verse sostenido por una superestructura jurídica, política e ideológica, al punto de no ver en el Estado, su sistema legal y sus complejos educativos otra cosa que herramientas programadas para “proteger” a las clases poseedoras de los medios de producción. Como sentencian en una famosa cita, «el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa» [6]. Los problemas de la teoría marxista Podemos encontrar las primeras deficiencias de este sistema teórico en algunos conceptos un poco ambiguos como, principalmente, el de “medio de producción”. Marx y Engels remarcaban que es la propiedad sobre los medios de producción la que determina la división en clases de la sociedad, pero si bien es evidente que se referían con este término a las manufacturas, las fábricas o la tierra, el término “medio de producción”, entendido como recursos económicos o bienes de capital, es más amplio. En este sentido, los medios de producción son todos los bienes de la economía, incluido el trabajo, salvo los bienes de consumo directo. Esto quiere decir que, paradójicamente, los medios de producción en el capitalismo no están monopolizados por una sola clase social. El medio de producción 104
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más importante de la economía, el trabajo, es propiedad privada y exclusiva del proletario. La diferenciación que hacen los marxistas de “medio de producción”, que bajo el capitalismo adopta la forma de “capital”, y el bien final o “producto”, es más bien arbitraria. De esta confusión surge el histórico error de considerar al socialismo como una economía donde los “medios de producción” están bajo propiedad común o social [7], y distinguir tal sistema del capitalismo en base a este concepto, donde los medios de producción, empleados con el fin de obtener un beneficio, pasan a convertirse en “capital”. Citando a Benjamin Tucker: “Marx, como hemos visto, resolvió el problema al declarar al capital una cosa diferente del producto, y mantener que el capital pertenecía a la sociedad, que debe ser capturado por ésta y empleado para el beneficio de todos por igual. Proudhon, por el contrario, despreció esta distinción entre capital y producto. Mantuvo que capital y el producto no son diferentes clases de riqueza, sino simplemente condiciones o funciones alternativas de la misma riqueza; que toda la riqueza sufre una incesante transformación de capital a producto y, nuevamente, de producto a capital, que este proceso se repite interminablemente, que capital y producto son términos puramente convencionales; que lo que es producto para un hombre inmediatamente se convierte en capital para otro, y viceversa; que si hubiera una sola persona en el mundo, toda la riqueza sería para él, al mismo tiempo, capital y producto; que el fruto de la labor de A es su producto, el cual, al ser vendido a B, se transforma en el capital de B (a menos que B sea un consumidor no productivo, en cuyo caso sería simplemente riqueza gastada, lo que queda fuera del ámbito de la economía política); que una máquina a vapor es tan producto como una capa, y que una capa es tan capital como una máquina a vapor…” [8]. Por lo tanto, suponer que la división de la sociedad en clases se fundamenta en que los “medios de producción” sean propiedad privada es más bien equivocado, puesto que, más bien al contrario, estos se hallan ampliamente distribuidos en la sociedad, y su naturaleza depende más bien de las necesidades y la subjetividad de los individuos. El proletariado mismo posee un medio de producción muy valioso como lo es el trabajo, pero los marxistas sostienen un concepto de “trabajo” bastante extraño. Según su punto de vista, los únicos productores en un sistema son los que, como dijera Marx en el tomo I de El Capital, sufren «un gasto de fuerza de trabajo humana», que emplean su potencia de «gelatina de trabajo humano indiferenciado» en el proceso productivo. Son numerosas las críticas que se han dirigido a este metafísico concepto de un “potencial indiferenciado” de “energía humana”, y más aún el misterioso “tiempo socialmente necesario” de producción al que lleva como conclusión. El término “productor” puede ser empleado más provechosamente, como significando aquel agente económico que incurre en algún costo de oportunidad para contribuir en el proceso productivo, con el fin de que el mismo de cómo resultado final bienes económicos. Este concepto incluiría todo tipo de cooperación humana empleada en la producción de bienes, desde los aportes físicos como el trabajo del obrero, los aportes financieros como el capital del empresario, o los aportes técnicos como el intelecto de los ingenieros [9]. La escuela austriaca de economía ha demostrado el papel fundamental del empresario en el
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proceso productivo con su teoría de la función empresarial [10], lo mismo que el economista Joseph A. Schumpeter y su concepto de la “destrucción creadora” [11]. Aunque muchos marxistas y pseudo-marxistas se opongan, es indudable que los empresarios e innovadores son tan “productores” como los trabajadores mismos, que por lo general, ni siquiera siguen el proceso productivo completo y sólo intervienen en una única etapa en la elaboración de bienes —lo que se conoce popularmente como especialización y división del trabajo—. El marxismo sólo considera al empresario como un simple “poseedor” de medios de producción o capital, y que sólo el proletario, aquel que emplea su fuerza de trabajo directamente, merece ser considerado “productor”. No presta atención a su importante participación en la asignación de recursos y en la eficiencia económica a partir del sistema de precios. Si el empresario se limitara únicamente al ocio, la clase capitalista hubiera desaparecido hace siglos producto del consumo del capital, y sólo se hubiera diferenciado del obrero en que el primero tiene más “tiempo” de disfrute antes de quedar sin posesiones. Si el empresario no empleara esfuerzo y no incurriera en costos de oportunidad —no valuados en unidades monetarias— para invertir en forma rentable sus recursos y donde mejor sacíen las necesidades de la demanda, su capital no produciría ganancias. Y si no buscara encontrar nuevos métodos de producción, nuevas invenciones tecnológicas, nuevas formas de satisfacer necesidades humanas, sus beneficios desaparecerían producto de la competencia. Si la explotación consiste, como ha definido Ralph Miliband en el fragmento citado en la sección anterior, en la extracción y apropiación de plus-trabajo por parte de una clase sobre la otra, es indudable que el empresario no entra en la primera categoría, puesto que su acción es determinante para la producción de tal plus-trabajo. En relación a este punto —la explotación—, podemos encontrar nuevos errores. Más concretamente en el orden causal que Marx y Engels proponen en la relación entre explotación y dominación. Ellos argumentaban que la explotación surgía de la división en clases de la sociedad a partir de la propiedad sobre los medios de producción y el control de las fuerzas productivas, y que tal explotación debía verse “asegurada” por un proceso de dominación que incluía la monopolización de los medios de coerción, la política o ideología, la educación, es decir, la formación de un Estado [12]. Lo primero que podemos señalar en este punto es que la división en clases, tal como se ha planteado, es decir, como la explotación de un grupo social sobre otro a partir de la extracción y apropiación de plus-trabajo, jamás se ha dado históricamente según el orden causal que los marxistas han planteado —recordemos que no estamos considerando a los empresarios e innovadores como “explotadores” sino como verdaderos productores—. La explotación en tal sentido ha sido una consecuencia de la dominación previa de un grupo sobre otro, es decir, de la obtención, por parte de una clase, de los medios de coerción o de la formación de un Estado de facto [13]. Esto quiere decir que la explotación o extracción de plus-trabajo de una clase sobre la otra surgida del propio proceso social de producción o “explotación económica” es un fenómeno imposible de darse en una economía libre, a menos que se disponga de un monopolio de la coacción. En pocas palabras, para que una clase explote a la otra, primero debe dominarla, y no al revés. 106
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En segundo lugar, los propios marxistas contradicen la relación causal establecida por ellos cuando intentan explicar el paso del modo de producción capitalista al modo de producción socialista. Marx y Engels han hablado siempre de la necesidad histórica de que el proletariado se organice en armas y tome el aparato estatal, para poner en marcha el socialismo y eliminar todos los vestigios de la sociedad burguesa. Es decir, que debía tomar previamente los medios de coerción, para dominar luego la esfera económica e instaurar el modo de producción socialista. Las referencias a este proceso en el Manifiesto Comunista son abundantes —de hecho, allí se establece todo un programa de medidas que el Estado debe emprender para encaminar la sociedad hacia el comunismo—, y Engels señala explícitamente en otro escrito que «el modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. […] El proletariado toma en sus manos el poder del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado» [14].
Como hemos visto, la teoría de la lucha de clases marxista no es fundamentalmente errónea, sino que Marx y Engels se han desviado en algunos puntos del camino correcto, reduciendo la división en clases de la sociedad a la apropiación sobre los inexactamente definidos medios de producción, haciendo un uso selectivo del término “trabajo” y “productor”, y entendiendo inversamente la relación entre la explotación y la dominación. Una teoría alternativa Una teoría de la lucha de clases alternativa o, si se quiere, “anarquista”, no tiene porqué rechazar los aportes de Marx y Engels en lo relativo a los conceptos de explotación y dominación, si incorporamos la relación causal adecuada. La explotación puede ser entendida, como expliqué anteriormente, como un fenómeno por el cual una clase o grupo social humano puede apropiarse y extraer “plus-trabajo” o parte de su producción al resto de los sectores sociales realmente productivos, y la dominación como el mecanismo que la asegura, por medio de la coerción, la política o ideología y la educación. La obtención por parte de un grupo del monopolio de la coacción permite a dicho grupo el obtener ingresos sin necesidad de contribuir al proceso productivo, es decir, explotar a los que se ven despojados de tal condición. El error de Marx y Engels consistía en creer que existe algún tipo de “explotación económica” —concepto que jamás ha sido dilucidado—, es decir, una explotación que nacía del proceso de producción en forma natural y espontánea y sin necesidad de coacción física, y que dicho fenómeno debía ser protegido y legitimado por medio de la construcción de una superestructura política y coercitiva. La relación causal no queda clara en términos teóricos, y la experiencia es incapaz de corroborarla, como veremos en el próximo capítulo. La verdadera relación causal marcha en dirección opuesta. En sí, la forma más moderna que conocemos de este monopolio de la coacción, capaz de explotar a la sociedad productiva, es el Estado-nación, pero poco se distingue de sus 107
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formas más primitivas, desde el jefe guerrero de las organizaciones sociales primarias, pasando por el régimen de castas, los señores feudales y los reyes. Todos se han situado en el juego social de la forma que hemos descrito anteriormente: buscando maximizar la cantidad de plus-trabajo, adoptando la estrategia que involucre la menor cantidad de fuerza ejercida sobre el grupo dominado, y buscando que dicha acción erosione lo menos posible su legitimidad ante la sociedad —es indudable que la segunda opción es el objetivo máximo y más económico para una clase dominante—. Este, podría decirse, es nuestro segundo supuesto. Todo esto nos lleva a una reflexión sobre la división entre una “economía libre” y una “economía con Estado” o dividida en clases. Esta idea ya se encuentra presente en el sociólogo alemán Franz Oppenheimer: “Así como la aplicación del medio político para la obtención de los bienes necesarios engendró el Estado, el medio económico dio lugar, por su parte, a la sociedad económica propiamente dicha, que se desarrolla dentro del cuadro de aquel, como el resultado más perfecto posible en cada momento —bajo el influjo de los factores de poder establecido por la vía política— del instinto económico. […] En las formas primitivas de la sociedad humana la división y asociación del trabajo que funda la sociedad económica tiene ya un carácter no orgánico, sino técnico. Esa división y reunión prodúcense en formas cada vez más perfeccionadas que presentan cada vez perfeccionadas que representan cada vez el medio menor, hasta llegar a la “sociedad económica superior, agrupada en torno a su mercado” [15]. La economía libre, o como la llama Oppenheimer, “sociedad económica”, en contraste a la sociedad donde gobiernan los “medios políticos” para la obtención de riqueza, se basa en todas las variadas formas de cooperación humana que se desarrollan y fomentan en el marco de la división del trabajo, desde el comunismo primitivo hasta las formas más complejas de comercio y la producción industrial. El desarrollo y crecimiento de esta cooperación humana o la proliferación de los medios económicos se ven entorpecidos por la acción del Estado y sus medios coactivos para conseguir riqueza. Es decir, por la aparición de una clase que puede obtener bienes sin participar del proceso productivo y contribuir a la división del trabajo. El perfeccionamiento de los medios políticos y de la acción del Estado consiste en necesitar cada vez menor esfuerzo para que el resto de la sociedad enriquezca a la clase dominante, dado que la utilización de la fuerza o la ampliación del aparato educativo estatal o la intervención en los medios de comunicación implica un gasto de recursos indeseable. Si bien este es el ideal al que aspira una clase que dispone del monopolio de la coerción, es por el momento inconcebible que se llegue a tal punto de perfección en la acción de un Estado, por lo que históricamente los Estados han necesitado beneficiar a ciertos sectores económicos a expensas de otros para asegurarse el apoyo de buena parte de la sociedad. La aparición de un Estado en la estructura social provoca entonces, a los ojos de un individuo maximizador de su propia utilidad, significa el surgimiento de una nueva oportunidad de ganancia sin necesidad de incurrir en algún costo —más allá del apoyo político o ideológico a la clase dominante—, o de la reducción de los costos en su actividad, y por lo tanto, establece un fuerte incentivo para legitimarlo. Y este plegamiento 108
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a los intereses de la clase dominante, en caso de “institucionalizarse”, es decir, de pasar a formar parte de la estructura social estatizada, ubica al individuo cómplice directamente en la clase dominante, dado que obtiene ganancias a expensas de otros individuos a partir del monopolio de la fuerza. Los desarrollos que siguen ya formarían parte de la teoría del Estado específicamente. En el siguiente capítulo intentaré, siguiendo este marco analítico aquí expuesto aplicar esta teoría de la lucha de clases a las sociedades estatizadas, tarea que Bakunin, lamentablemente, dejó en unas pocas frases perdidas en sus obras y que no ha sido sistematizado coherentemente. Notas [1] Por “segmento libertario” del marxismo me refiero a los marxistas con ideas más bien cercanas al comunismo consejista, que comienzan, podría decirse, con Rosa Luxemburgo, y continúan con Antón Pannekoek, Paul Mattick, hasta John Holloway. [2] Mijaíl Bakunin, Federalismo, socialismo y antiteologismo (1868). [3] El materialismo marxista era casi totalmente aceptado por Bakunin, quien, no obstante, utilizaba el término “materialismo” más bien como negación del idealismo religioso y teísta, que, podría decirse, ha sido su más grande enemigo y el punto en el que concentró con mayor fuerza sus ataques. Ver Ángel Cappelletti, Bakunin y el socialismo libertario (1986). [4] Karl Marx, Miseria de la filosofía (1847). [5] Ralph Miliband, Análisis de clases, en La teoría social, hoy (1987). [6] Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista (1848). [7] Como señalé en el capítulo 1, el concepto de socialismo como aquel sistema donde el trabajador obtiene el producto íntegro de su trabajo es más satisfactoria y coherente con las intenciones de los primeros socialistas teóricos. [8] Benjamin Tucker, Libertad individual (1926). Lo que intenta explicar este párrafo es que la condición de “medio de producción” depende, en gran parte, de la subjetividad de los que intervienen en el proceso económico. Para un productor de maquinaria útil parta la fabricación de automóviles, los aparatos mecánicos finales son su producto; mientras que este producto, a los ojos del fabricante de automóviles, son un “medio de producción”, y el automóvil, su producto final. El automóvil, a su vez, al ser un bien de consumo durable, puede ser un medio de producción a los ojos de un individuo que lo utiliza para trasportar mercadería u otros bienes. Pero si hay un factor que desprecia e ignora totalmente el sistema marxista es la subjetividad de los individuos y los efectos de la misma sobre un sistema económico. [9] Es bien sabido que el mismo Marx consideraba el “trabajo psíquico” o “intelectual” un tipo de gasto de energía del potencial de trabajo humano indiferenciado bajo la categoría “trabajo complejo”, como señala enEl Capital (1867): «Se considera que el trabajo más complejo es igual sólo a trabajo simple potenciado o más bien multiplicado, de suerte que una pequeña cantidad de trabajo complejo equivale a una cantidad mayor de trabajo simple». [10] El economista Jesús Huerto de Soto define en Socialismo, cálculo económico y función empresarial (1992), la función empresarial de la siguiente manera: «… podría afirmarse que 109
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ejerce la función empresarial cualquier persona que actúa para modificar el presente y conseguir sus objetivos en el futuro… el sentido de empresa como acción está necesaria e inexorablemente unido a una actitud emprendedora, que consiste en intentar continuamente buscar, descubrir, crear o darse cuenta de nuevos fines y medios…». En esta teoría, tanto los beneficios como los costes son subjetivos y no necesariamente monetarios, entrelazando el concepto de empresario con el concepto misiano de “acción humana”. En este sentido, todos los agentes económicos del mercado son empresarios. [11] La siguiente cita explica perfectamente el fenómeno de la “destrucción creadora”: «El impulso fundamental que pone y mantiene en movimiento a la máquina capitalista procede de los nuevos bienes de consumo, de los nuevos métodos de producción y transporte, de los nuevos mercados, de las nuevas formas de organización industrial que crea la empresa capitalista. […] La apertura de nuevos mercados, extranjeros o nacionales, y el desarrollo de la organización de la producción… ilustran el mismo proceso de mutación industrial —si se me permite usar esta expresión biológica— que revoluciona incesantemente la estructura económica desde dentro, destruyendo ininterrumpidamente lo antiguo y creando continuamente elementos nuevos. Este proceso de destrucción creadora constituye el dato de hecho esencial del capitalismo.» Joseph A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia (1942). El mismo Marx no se ahorra alabanzas a la provechosa intervención de la burguesía capitalista en los procesos productivos en su Manifiesto Comunista (1848): «La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. […] La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes». [12] Pueden encontrarse varias referencias a esta forma de ver el Estado en algunas principales obras marxistas. Por ejemplo, Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884) establece que «[el Estado] es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del ‘orden’. Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más, es el Estado». Vladimir Lenin, en El Estado y la revolución (1917), también señala que «según Marx, el Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del ‘orden’ que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases». [13] Por “Estado de facto” debe entenderse la formación de un monopolio de la coacción todavía no “institucionalizada”. Un Estado se “institucionaliza” cuando logra interiorizarse en el todo social y formar parte de su cultura, pero este punto ya lo desarrollaré más adelante. [14] Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico (1880). [15] Francisco Ayala, Oppenheimer (1942). 110
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2.7. El Estado como clase La deducción lógica de la anterior descripción de la economía libre, “sociedad económica”, o simplemente anarquía, es que el Estado no es una institución deliberadamente creada para “establecer” el orden y la armonía en la sociedad. Los primeros en adoptar la postura opuesta, esto es, que los gobiernos son una creación deliberada de los hombres para poner fin al caos y el desorden de la anarquía, han sido, históricamente, los sacerdotes e intelectuales apologistas del poder de los Estados [29], y los que mejor sistematizaron la idea —aunque no por ello otorgándole mayor veracidad— fueron los contractualistas Hobbes, Locke y Rousseau. La teoría original del “contrato” entre gobernantes y gobernados ha sido parcialmente abandonada en la actualidad, pero ha persistido a lo largo de los siglos la idea de que los Estados son, de alguna forma, entidades que, independientemente de su origen, cumplen la función de proteger el bienestar común y los derechos de sus ciudadanos. Esta falacia es la que intentaré demostrar como falsa a lo largo de los próximos capítulos, y nada mejor para ello que comenzar con una revisión sobre los orígenes de los Estados. Los orígenes del Estado Podría decirse que existen, dentro del anarquismo, dos tendencias sobre el origen y formación de los Estados. La primera, la adoptada por los anarquistas de mercado en general y muchos anarcocomunistas, afirma que el Estado es una creación de grupos belicosos y violentos externos a la sociedad libre y productiva, que dominan y, consecuentemente, explotan a la población sometida. Esta teoría es también denominada “teoría de la conquista”. La segunda, adoptada por un grupo numeroso y creciente de anarcocomunistas, es la teoría marxista que resumimos en el capítulo 3, que sostiene que los gobiernos son meros “instrumentos” de una clase económicamente dominante, que previamente se impone sobre la clase dominada por medios puramente económicos, siendo el Estado un “residuo” o “producto” de dicha división clasista. Ya hemos demostrado en el capítulo mencionado que no existe, ni puede existir, algo así como una “explotación económica”, es decir, fundada en medios puramente económicos [30]. Y ahora quedará en claro, y en los subsiguientes capítulos también, que la teoría marxista también comete la peligrosa equivocación de desestimar el papel económico del Estado en la sociedad, considerándolo una simple parte de la “superestructura política” de la sociedad. La teoría de la conquista, como he dicho, sostiene que los gobiernos son creados por la “institucionalización” coactiva de grupos violentos y externos al proceso productivo que intervienen la economía libre. Los fines de estos grupos agresivos son el obtener beneficios económicos a partir de la extracción y apropiación de la producción ajena. Oppenheimer ha señalado que «… el Estado ha surgido siempre del poder extraeconómico, y casi siempre del poder exterior, entendiendo la palabra “exterior” en el doble sentido de un poder ejercido desde afuera, por grupos extraños, y de un poder que se sirve de medios externos, bélicos, en contraste con el poder espiritual o clerical ejercido por inteligencias reflexivas. En todo caso, el Estado no procede del medio “económico”: el trabajo y el 111
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trueque equivalente; sino del medio “político” no desarrollado: robo o engaño, etc. En definitiva, la idea sociológica del Estado funda este en la conquista» [31]. El Estado es, entonces, una institución artificial y no espontánea, creada deliberadamente para obstruir y entorpecer el orden social libre, y su forma original más primitiva es la de grupos de individuos nómadas que se dedican al saqueo y el robo de otras poblaciones más pacíficas o, en todo caso, más débiles. “... emprendida la migración con fines de explotación natural y conquista, chocan unos pueblos más belicosos, o numerosos, o mejor armados, con otros que lo son en menor grado, los someten y fundan sobre ellos su estado como “una institución jurídica impuesta unilateralmente por el grupo vencedor al vencido con el único fin originario de explotarlo tanto y por tanto tiempo como sea posible” [32]. La “institucionalización” de estos grupos bélicos como Estados se da cuando dichos grupos comprenden que más económico que saquear periódicamente poblados distintos es asentarse definitivamente en una población determinada y establecer sobre ella un dominio político y jurídico permanente, previamente establecido el dominio militar. Vencedor y vencido pasan a compartir un mismo territorio, pero ambos conviven sin fusionarse, sin formar “sociedad”. La división entre uno y otro es clara, y su posición en el proceso productivo determina su carácter de clase: la clase dominada es la económicamente productiva y que subsiste con su propio trabajo, y la clase dominante es aquella que no contribuye directamente en el proceso de producción, sino que se apropia del “plus-trabajo” extraído a la clase dominada. El cobro de tributos o impuestos son la fuente por excelencia de los ingresos del Estado. “El Estado, en palabras de Oppenheimer, es la organización de los medios políticos; es la sistematización del proceso predatorio sobre un territorio determinado. Pues el crimen es, en el mejor de los casos, esporádico e incierto, el parasitismo es efímero y la vida coercitiva y parasítica puede ser cortada en cualquier momento, a través de la resistencia de las víctimas. El Estado provee un canal legal, ordenado y sistemático para la depredación de la propiedad privada; hace segura y relativamente pacífica la vida de la casta de parásitos en la sociedad” [33]. Esta teoría del origen del Estado puede extenderse no solo a las relaciones “externas” de una sociedad, sino también a sus relaciones “internas”. El antropólogo Marvin Harris ha presentado su obra Caníbales y reyes (1977) una teoría sobre el origen de lo que ha llamado los “Estados prístinos”, para diferenciarlos de los “Estados secundarios”. Los Estados secundarios deben ser considerados un producto de la Estados prístinos, y sus orígenes pueden ser explicados de la forma mencionada. El origen de los Estados prístinos o primarios según la teoría de Harris, por su parte, puede considerarse una aplicación del concepto weberiano del “líder carismático” a las sociedad primitivas o tribales. A modo introductorio resulta útil revisar este concepto por boca del mismo Max Weber: “Dominación carismática, en virtud de devoción afectiva a la persona del señor y a sus dotes sobrenaturales (carisma) y, en particular; facultades mágicas, revelaciones o heroísmo, poder intelectual u oratorio. Lo siempre nuevo, lo extracotidiano, lo nunca visto y la entrega 112
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emotiva que provocan constituyen aquí la fuente de la devoción personal. Sus tipos más puros son el dominio del profeta, del héroe guerrero y del gran demagogo” [34] El “líder carismático” es una categoría sociológica presente en cualquier realidad social. Sin embargo, como veremos a continuación, su acción puede tener tanto efectos positivos como negativos. En palabras de Weber, «la autoridad carismática es uno de los grandes poderes revolucionarios de la historia, pero, en su forma absolutamente pura, es por completo autoritaria y dominadora» [35]. Marvin Harris sostiene que algunas comunidades primitivas, ya sedentarias, tendían a generar mecanismos capaces de incentivar la intensificación de la producción y un mayor y mejor empleo de trabajo sobre el suelo, sobretodo en tiempos de creciente necesidad — por lo general por las presiones reproductoras—. Estos mecanismos cobraban la forma, como en cualquier sistema económico, de “recompensas” a los productores. Para ello, surgían individuos denominados mumis o “grandes hombres”, que organizan y estimulan a parientes y amigos a intensificar su producción, prometiendo dar, con lo producido, un gran festín. En estos festines, quienes se habían esforzado disfrutaban de la abundante comida y los suculentos banquetes, mientras que los mumis no comían nada, y si lo hacían se quedaban con las sobras. El renombre, popularidad y número de seguidores de estos “grandes hombres”, como es de esperar, crece enormemente, y no tardan a aparecer otros hombres con intenciones de competir con él, y fomentar entre su círculo la intensificación de la producción, para dar un banquete más grande que el de los demás mumis, y aumentar su status. Como vemos, esta figura de “gran proveedor” puede ser considerada como una categoría económica cercana al “empresario” de la Escuela Austriaca moderna, y la competencia entre ellos tiene efectos sobre el proceso productivo que son evidentemente positivos para toda tribu. Sin embargo, el gran poder de estos “caudillos” provenía de su capacidad para “arrastrar” a otros individuos a emprender proyectos comunales, sean económicos o bélicos. En determinado punto, el “gran proveedor” nota su gran influencia, reputación y popularidad sobre la tribu y descubre que puede organizar y convencer a sus seguidores para invadir y saquear otras tribus. El poder que antes estaba limitado exclusivamente por la cantidad de bienes que conseguía producir y la grandeza de los festines que era capaz de organizar, pasaba a estar limitado por su investidura de “gran guerrero” y por los botines que podía asegurar al resto de su séquito. Si antes el mumi se quedaba con la peor parte de los banquetes que él mismo se esforzaba en organizar, ahora era el que se quedaba con la mayor parte de la riqueza robada. Este paso del “gran proveedor” como categoría económica al “gran guerrero” como categoría militar o, si se quiere, política, no pudo realizarse si no es a través de la coacción. Es probable que el dominio total sobre el resto de la tribu por parte del caudillo llegara en el momento en que éste y su círculo se hicieran con el control sobre las reservas de alimentos y otros bienes comunes. “Cuanto mayor y más densa es la población, más grande es la red distributiva y más potente el jefe guerrero redistribuidor. En determinadas circunstancias, el ejercicio del poder, de un lado por parte del redistribuidor y de sus seguidores más cercanos y, de otro, por los productores comunes de alimentos, estaba tan desequilibrado que, en todos los sentidos y 113
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propósitos, los jefes redistribuidores constituían la fuerza coercitiva principal de la vida social. Cuando eso ocurría, las contribuciones a la reserva central dejaban de ser voluntarias. Se convertían en impuestos. Las tierras de labrantía y los recursos naturales dejaban de ser elementos de acceso por derecho. Se convertían en favores. Y los redistribuidores dejaron de ser jefes. Se convirtieron en reyes” [36] La “institucionalización” consumada del Estado en la sociedad primitiva se realizaba cuando el puesto del “gran guerrero” devenido en rey pasaba a ser hereditario. El líder dejaba de estar asociado a una personalidad humana particular y trascendía en el tiempo. ¿Cómo podía lograr esto? La fuerza no puede ser el único mecanismo posible para que el “gran guerrero” permanezca en el poder y domine a toda la tribu. Esta es más numerosa y potencialmente más fuerte, y en determinado momento, podría rebelarse. La respuesta se encuentra en la implementación de una serie de mecanismos de distribución de bienes que, si bien no alcanzan a toda la sociedad, mantienen calmos y del lado del líder a una parte importante, tal vez mayoritaria, de la población. Esta es una de las grandes “leyes” que rigen a los sistemas estatistas, y en los siguientes capítulos intentaré desarrollarla con mayor profundidad. El otro mecanismo es, obviamente, la ideología —de la mano de, como se ha mencionado más arriba, los intelectuales—, y su función también será tratada más adelante, pero para quienes atribuimos mayor peso a las motivaciones económicas en los individuos, el papel de la redistribución de los bienes apropiados por los Estados deberá ser analizado con mayor atención. Esta teoría demuestra que, en comunidades de cierto tipo y bajo cierto tipo de condiciones económicas, el verdadero germen del Estado se encuentra en la aparición y competencia de “líderes carismáticos”. Es importante hacer notar aquí, que este principio no es una “ley” general de los Estados en el verdadero sentido de la palabra. Solo puede darse cuando: (a) las condiciones económicas y de producción exigen cierto “liderazgo” o “dirección” —cuya centralización, en la actualidad, dados los instrumentos que facilitan la democracia directa, sería imposible—; (b) ese liderazgo se encuentra en una posición en la que puede acceder a ciertos instrumentos coactivos que permitan dominar al resto de los individuos; (c) la comunidad a ser subyugada es reducida demográficamente y no ha desarrollado instituciones capaces de defender el principio de no agresión —en una compleja y desarrollada estructura social como la actual probablemente no tendría lugar tal fenómeno—. Esta explicación, si bien se refiere a casos accidentales, permite descubrir los orígenes de esos grupos “externos” a la sociedad a los que se refería Oppenheimer, que acababan dominándola y convirtiéndose en Estados. Las menciones que hacen los antropólogos, sociólogos y otros especialistas sobre primitivos pueblos, culturas y etnias como naturalmente violentos y belicosos hacen referencia a sociedades en las que el germen de un Estado de este tipo era posible, y que, de hecho, se dio. En tales sociedades está el origen de los primeros reyes, y con ellos empiezan a girar las ruedas de la historia estatista. Vale la pena aclarar, por otro lado, que la formación de un Estado a partir del principio de “líder carismático” poco tiene de espontánea. Si bien el propio Harris intenta deslizar tal conclusión —aunque parece utilizar el término más bien como sinónimo de “gradual” o “paulatino”—, si nos apegamos al concepto hayekiano del orden espontáneo descrito el 114
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capítulo anterior notaremos que tal idea es falsa. La creación de tales Estados no se realiza dentro del marco de las instituciones, principios y reglas fundamentales, fundadas en la tradición y la costumbre, de la sociedad en la que ocurren tales procesos, sino que el “líder carismático” y sus seguidores, para conseguir el poder, debe violarlos y sustituirlos artificialmente por otros mediante la coacción. [37] De esta manera, mientras queda un margen evidente para que las acciones individuales produzcan un orden parcial espontáneo, se produce por otro lado un desorden también espontáneo producto de un sistema de reglas de juego impuesto coactivamente desde “fuera”, y que tiende a favorecer ciertos fines —los de la clase dominante— en detrimento de otros —los de la clase dominada—. El principio es básicamente el mismo que en la teoría de la conquista, sólo que el grupo agresor es “interno” a la sociedad, en lugar de “externo”. El Estado como clase dominante Todo esto nos demuestra que la verdadera clase dominante es, contrariando la definición marxista, aquella que detenta los medios de coerción, en lugar de los medios de producción. La posesión sobre los medios de producción no puede generar una clase dominante en sí, dado que en una sociedad libre el proceso de competencia produce un efecto de descentralización y desconcentración que impediría su formación. Un grupo de individuos con la capacidad de extraer y apropiarse el plus-trabajo generado por los productores en contra de la voluntad de estos solo puede existir en tanto los primeros detenten el monopolio de los medios de coerción, y es lo que conocemos como clase dominante. El Estado es en sí una clase separada del resto de la sociedad y del proceso de producción, pero que obtiene sus ingresos a costa de esta última. Desde luego, este punto de vista no es nada nuevo. Si bien el estudio pionero sobre el violento origen del Estado corrió a cargo de Piotr Kropotkin, uno de los primeros y más importantes exponentes de la idea del Estado como clase fue Mijaíl Bakunin. Su obra Estatismo y anarquía (1873) es una clara aplicación de este concepto a la situación europea posterior a la Guerra Franco-Prusiana. Los Estados, a los ojos de Bakunin, no son más que clases privilegiadas de intelectuales y burócratas que, mediante la violencia y la coacción explotan a la población y benefician económicamente a grupos como los grandes banqueros y financistas, terratenientes y ricos comerciantes, para quienes el gobierno es «un protector generoso, benevolente e indulgente con el robo legal y bastante lucrativo». De esto deduce que cuanto más grande y vasto es el aparato estatal, más lejos están los intereses del pueblo de cumplirse y satisfacerse.
Bakunin también hace una mención bastante interesante y lamentablemente breve a la base cultural que debe sostener un Estado, a la cual parecía atribuir mayor importancia que la base económica en el sentido marxista. A los ojos de Bakunin, el pueblo alemán presentaba un caldo de cultivo excelente para que el principio estatista se propague y desarrolle ampliamente: era servil, obediente, nacionalista, militarista, invasor y entendía su bienestar como el bienestar del Estado. Por su parte, el pueblo eslavo tenía el instinto de la libertad y era intrínsecamente revolucionario, de hecho, una de las tesis más importantes de la obra de Bakunin es que el pueblo eslavo era, tanto por razones históricas 115
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como culturales, incapaz de construir un Estado y mucho menos uno centralizado, que agrupara a todos los serbios, checos, búlgaros, yugoslavos, etc., bajo una misma autoridad. «Los alemanes buscan su vida y su libertad en el Estado: para los eslavos el Estado es una fosa fúnebre. Los eslavos deben buscar su emancipación fuera del Estado, no sólo en la lucha contra el Estado alemán, sino en la rebelión de todos los pueblos contra todo Estado, en la revolución social». En oposición a Marx y Engels, Bakunin veía en el gobierno no un órgano supraestructural de protección de una clase propietaria de los medios de producción, sino una clase en sí misma, con la capacidad de explotar a la clase productiva, y que tendía a favorecer y proteger a algunos selectos grupos económicos. La experiencia histórica nos ha demostrado, y la lógica también, que es imposible que un Estado se sostenga pura y exclusivamente extrayendo plus-trabajo y explotando a la población si no goza de cierta legitimidad y aceptación. Los marxistas atribuyen, ingenuamente, la producción de esta legitimidad a la superestructura ideológica de la sociedad, echando por tierra todo su supuesto materialismo. En un mundo en el que los individuos tienen motivaciones principalmente materiales, es decir, económicas, la legitimidad de un ente explotador sólo puede provenir del rédito económico que provee a dichos individuos. Y como la experiencia histórica y la lógica también pueden indicarnos, es imposible que un Estado provea de beneficios económicos a toda la población en la misma medida mientras les sustrae parte de sus ingresos. Existirán diferentes capas de la población que gozarán de distintos privilegios económicos creados gracias a la explotación de los otros estratos. Mientras algunos sectores recibirán exenciones impositivas, desregulaciones, protección económica, y cientos de medidas encaminadas a mejorar su posición y ganarse su legitimidad por parte del Estado; otros sectores sufrirán la sustracción de parte de su producto, restricciones, regulaciones y trabas legales a su actividad económica, etc. Este es el principal mecanismo que garantiza la existencia del Estado: el mecanismo económico. No porque su existencia sea la manifestación de intereses económicos previamente creados en el tejido social, sino porque los integrantes del Estado poseen intereses económicos propios. Sería absurdo creer que tales individuos puedan obrar en contra de su propio bienestar material para satisfacer intereses económicos ajenos. No obstante, su existencia como clase depende de las voluntades que pueda “fidelizar” gracias a su poder coactivo, dado que no posee, en un sentido estricto, el monopolio de los medios de coerción, por más que por motivos teóricos se lo denomine así. Si bien posee gran parte de los medios de coerción existentes en la sociedad, el Estado no puede hacer nada contra una sociedad que se rebela contra él y se niega a que le expropien más plustrabajo. Por otro lado, los integrantes del Estado, políticos profesionales, funcionarios, burócratas, legisladores, jueces, cuerpos de represión, etc., poseen a la vez intereses económicos individuales cada uno de ellos. La estabilidad deseada por el Estado consiste, entonces, en encontrar el equilibrio en la distribución de los recursos recaudados impositivamente que mantenga a sus integrantes satisfechos, que garantice la legitimidad de los grupos económicamente influyentes como las grandes empresas, corporaciones, importantes grupos de inversión y finanzas, etc., y que sostenga el nivel de vida de un vasto número de trabajadores del sector público. La clase dominante es ahora, a nuestros ojos, más grande de lo que originalmente se cree. 116
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La clase dominada y oprimida, es decir, la clase que con su trabajo sostiene todo este parasitismo, no puede ser amansada por medios económicos y jamás legitimaría su posición pacíficamente. Aquí sí interviene el elemento que Marx y Engels denominarían “superestructura ideológica”, e intentaré explicar sus mecanismos más adelante. Pero continuando con nuestra idea de redistribución de recursos recaudados, la clase realmente productiva, y por tanto explotada, legitima parcialmente al Estado porque sus expectativas son positivas respecto a la posibilidad de formar parte de los beneficiarios del robo masivo llevado a cabo por los gobiernos. Es indudable que esto tiende a polarizar y “sectorizar” a la clase dominada en cuanto a intereses económicos. El Estado puede hacer discriminaciones a la hora de privilegiar mínimamente a algún sector económico —por razones obvias no puede beneficiar a todos, ni siquiera a la mayoría de ellos—. Un ejemplo común de este proceso son las disputas respecto a si priorizar la producción industrial o la agropecuaria, o el sector interno o externo. [38] La democracia representativa no hace más que garantizar y reforzar esto. Los fundamentos de la teoría del Estado Luego de tan largo repaso histórico de la teoría anarquista y de matizar algunos puntos de la teoría del Estado, podemos pasar a sintetizar sus fundamentos para comenzar a desarrollar la forma en que el Estado actúa y cómo afecta este a la sociedad. Podemos dividir la base de las premisas en tres puntos: (a) Los individuos buscan maximizar su propia satisfacción, o mejorar su bienestar económico. Este es el principal supuesto del individualismo metodológico que defendí en el capítulo 2, y la norma de “maximización” es común a todos los individuos que están plantados en el “juego” social, tanto los capitalistas, como los trabajadores, como los integrantes del Estado. Existe un error muy generalizado, tanto en filosofía política, como en ciencias políticas, como en teoría económica, y es creer que a los funcionarios del gobierno se les deben asignar motivaciones diferentes a las de los demás agentes económicos. Los políticos pasan a ser personas con las herramientas de poder que la sociedad voluntariamente les brinda dispuestas a escuchar las sugerencias de los economistas en lo que respecta a la administración pública, y que las medidas propuestas por ellos serán llevadas a cabo, independientemente de si benefician o no económicamente al Estado como clase. (b) El Estado busca extraer el máximo posible de “plus-trabajo”, mientras que los productores buscan minimizar tal extracción. Este es el planteo básico que ofrece Marx de su lucha de clases, y que desarrollé en el capítulo 3. La diferencia radica en la forma de concebir a la clase dominante y a la clase dominada. La primera pasa a ser representada por el Estado, y para mayor comodidad lo concebiremos actuando como un ente individual o una empresa. La segunda está conformada por todos los demás individuos que están involucrados en el proceso productivo, es decir, que viven pura y exclusivamente con los ingresos provenientes de los productos de su trabajo. Incluí a los empresarios en este último grupo dado que intentaré adoptar la visión dinámica de la Escuela Austriaca, donde, si bien el empresario no es productor directo, su acción permite que las fuerzas del 117
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mercado se equilibren y permitan que los salarios de los trabajadores se acerquen a su productividad marginal. (c) Los productores, por tanto, prefieren que a los demás individuos se les incremente la porción de “plus-trabajo” extraída si eso significa minimizar la extracción de su propio producto por parte del gobierno. Esta es la situación que planteamos en la anterior sección. Los productores tienden a prestar apoyo o votos al Estado en tanto minimice la carga fiscal o las trabas y obstáculos legales sobre su propia actividad económica, o maximice las subvenciones y protecciones sobre la misma. Dado que esto significa una corriente de ingresos menor para el Estado, este debe aumentar la explotación sobre otros productores, pero esto es indiferente para los productores beneficiados. La generación de conflictos sociales es entonces inevitable, y la oposición entre los diferentes grupos de productores y no productores conduce a una cada vez mayor intervención del Estado en la sociedad. La implicación teórica principal de estas premisas es que los funcionarios sean despojados de tal vela con el que fueron cubiertos por la ingenuidad de los intelectuales. El punto de vista que quiero defender es muy similar al que Geoffrey Brennan y James M. Buchanan sostienen en su “modelo de Leviatán”: «… existe una diferencia importante entre la aplicación y el uso de nuestro modelo y los del modelo implícito en la discusión política ortodoxa. En esta última se presenta al gobierno como un déspota benevolente, como una entidad imaginaria que puede escuchar, aceptar y actuar de acuerdo con el consejo político dado por el economista. Por el contrario, nuestra utilización del modelo del Leviatán no supone ninguna oferta, ni aviso, ni consejo para los gobiernos.» [39] En efecto, el modelo de Leviatán propuesto sostiene que el Estado busca maximizar su propio excedente, lo que conduce, en este modelo extremo, a la total explotación fiscal de los ciudadanos. Brennan y Buchanan expresan tal esquema de la siguiente manera: S = R – G Donde S es la variable a maximizar por el Estado, R los ingresos recaudados impositivamente, y G la cuantía que gasta efectivamente en bienes públicos. Si el Estado debe gastar un porcentaje dado en bienes públicos, α, la fórmula puede expresarse como S = (1 – α) R, donde queda en evidencia que los mecanismos por los cuales el gobierno puede aumentar su excedente es, o aumentando R, o minimizando α. Mientras la primera opción es políticamente aceptable, la segunda es bastante más fraudulenta, puesto que puede alterarse independientemente de lo establecido. Este será el modelo que utilizaremos en los siguientes capítulos para explicar las diferentes formas de actuar del Estado. Notas [29] Murray Rothbard sostiene en su “Anatomía del Estado”, de Igualitarismo como una revuelta contra la Naturaleza y otros ensayos (1974), que un Estado, para sostenerse, debe lograr la legitimación de la mayoría de sus gobernados y convencerla «por medio de la ideología de que su gobierno es bueno, sabio, al menos inevitable y ciertamente mejor que las alternativas concebibles. La tarea social fundamental de los “intelectuales” es promover dicha ideología entre la gente. […] Los intelectuales son, por lo tanto, los “formadores de opinión” en la sociedad. Y ya que precisamente lo que el Estado necesita 118
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desesperadamente es el moldeamiento de la opinión pública, la base de la antigua alianza entre el Estado y los intelectuales se hace clara». [30] Por “medios económicos” entendemos, al igual que Oppenheimer, el trabajo y el intercambio libres. Marx entendía exactamente lo mismo, y, conciente de la imposibilidad de que tales medios produzcan una división en clases de la sociedad, recurrió a una artificial y forzada teoría del valor en la que intenta demostrar que la explotación puede “brotar” de un intercambio libremente establecido. Por supuesto, tal teoría es totalmente incorrecta, como ya mencionamos anteriormente. [31] Francisco Ayala, Oppenheimer (1942). [32] Francisco Ayala, Ibíd. [33] Murray Rothbard, op. cit. [34] Max Weber, Economía y sociedad (1922). [35] Max Weber, Ibíd. [36] Marvin Harris, Caníbales y reyes (1977). [37] No debe concluirse de todo esto que la figura del “líder carismático” en una comunidad signifique un fenómeno negativo para su organización libre. Muchos de ellos han sido personas indiscutiblemente valiosas desde el punto de vista de la organización y armonía social. El caso aquí analizado lo demuestra: el mumi originario es una categoría económica sumamente útil a la hora de intensificar la producción bajo el comunismo primitivo. [38] El anarcocapitalista Hans-Hermann Hoppe hace en su obra Libertad o socialismo (2009) una observación muy similar sobre los grupos a los que se tiende a redistribuir la riqueza producida por parte del Estado, y deja en claro que la naturaleza del fenómeno es exactamente la misma, sin importar el grupo social que salga beneficiado: «La diferencia entre el conservadurismo y lo que ha sido llamado socialdemocracia radica exclusivamente en el hecho de que apelan a distinta gente o distintos sentimientos en la misma mente en tanto y en cuanto prefiera una forma distinta en que el ingreso y la riqueza quitada forzosamente a los productores son luego redistribuidos a los noproductores. […] El socialismo redistributivo particularmente favorece a los menos ricos entre los no-productores, y expolia principalmente a los más ricos de entre los productores; y por tanto, tiende a encontrar a sus seguidores entre los primeros y a sus enemigos entre los últimos. El conservadurismo otorga privilegios especiales a los más ricos dentro del grupo de no-productores y particularmente daña los intereses de los menos ricos de entre la gente productiva; de tal modo que tiende a encontrar seguidores principalmente entre los primeros y causa desesperanza, desazón y resentimiento entre estos últimos.» [39] Geoffrey Brennan y James M. Buchanan, El poder fiscal (1980). 3. Existe la explotación de una clase sobre la otra, entendida como la sustracción de plusvalor por medio de la fuerza, pero no en el sentido metafísico de la teoría laboral del valor marxista, sino como la conformación de un aparato legal sostenido por el Estado que permite que toda una gama de grupos y estratos vivan a expensas de los verdaderos productores. La eliminación de la teoría laboral del valor es sumamente importante para la construcción de una teoría de la explotación de clase acertada.
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3.1. La teoría marxista de la explotación I La teoría del valor de Karl Marx, desarrollada y profundizada en su obra El Capital, constituye el principal argumento del socialismo para sostener que en el capitalismo se llevan a cabo relaciones de explotación; argumento de una supuesta infalibilidad “científica”. Esta teoría del valor se encuentra enunciada en los primeros capítulos del primer tomo de su obra, y la mayor parte de sus razonamientos posteriores se extraen de ella. Sin embargo, lo que se plantea aquí es que tal teoría es errónea, y a continuación trataremos de demostrarlo. Como paso preliminar es necesario establecer con cierta propiedad de qué estamos hablando. Al referirnos a una “teoría del valor”, hacemos mención de toda teoría que haya pretendido explicar el fenómeno del valor, es decir, lo que posibilita que se intercambien mercancías y se formen precios. Adam Smith y David Hume dedujeron que el valor estaba determinado por el trabajo, David Ricardo contribuiría a un mayor desarrollo de esta postura, Pierre-Joseph Proudhon y Johann Rodbertus también establecerían que el valor proviene del trabajo y deducirían gran parte de sus ideas reformadoras a partir de esta concepción. Marx tomaría gran parte de ellos y se inspiraría en sus ideas para darle una forma más acabada a la teoría del valor fundada en el trabajo; a tal punto la influencia de aquéllos sería tan importante sobre el alemán, que Rodbertus llegaría a acusarlo de plagio [1]. Lo que se va a analizar en este pequeño artículo, es la explicación que Karl Marx — explicación que la mayor parte del socialismo ha a adoptado— formuló para tal fenómeno, la cual ha llevado al socialismo a la idea de que en la relación capitalista-obrero existe explotación. II Marx, en su teoría, expresa que las mercancías presentan dos facetas: la parte cualitativa y la parte cuantitativa. La primera, es concebida como su “valor de uso”, y la segunda su “valor de cambio”. El valor de uso se manifiesta como la utilidad de la mercancía, y está determinado por las propiedades materiales y corpóreas de la misma. El valor de cambio se manifiesta como la relación de proporción en la cual se intercambian mercancías de un tipo por mercancías de otro tipo. Este valor de cambio es algo que permanece inalterado, sea cual fuere la manera de representarlo —sea en cantidades de seda, de plata, etc. Marx, para representar esta relación de valores de cambio, establece la siguiente ecuación: x mercancía A = y mercancía B Para Marx, esta ecuación demuestra que existe “algo común y de la misma magnitud” entre ambas mercancías. Ese “algo común” no puede ser una propiedad material de las mercancías, ya que aquellas solo forman parte del valor de uso. Es necesario, pues, hacer abstracción de todas las propiedades cualitativas de la mercancía para llegar a su valor de cambio, la relación cuantitativa de intercambio. Realizada tal abstracción, sólo queda al descubierto una propiedad: el trabajo. Ésta también podría considerarse como una 120
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propiedad natural y corpórea de la mercancía, sino fuera porque Marx realiza una abstracción más y afirma que ese “algo común” entre las mercancías es “el gasto de trabajo abstractamente humano” acumulado en ellas; el cual se mide según el tiempo. El valor de las mercancías pasa a ser el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas. Por lo tanto, si una mercancía emplea el mismo tiempo de trabajo que otra, ambas poseen la misma magnitud de valor. Como esta magnitud de valor es algo variable según la condición y el contexto, Marx establece que cuanto mayor sea la fuerza productiva de trabajo, tanto menor será el tiempo requerido para la producción de cierto artículo, y por lo tanto, es menor su valor; y a la inversa, cuanto menor sea la fuerza productiva del trabajo, mayor será su tiempo de trabajo necesario para producirla, y por lo tanto, mayor será su valor. De aquí se extrae que, ambas mercancías poseen la misma magnitud de valor, es decir, iguales cantidades de tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado. En esta relación, el valor de la mercancía A queda representado en forma relativa, mientras que la mercancía B hace el papel de equivalente. Para poder expresar el valor de una mercancía es necesaria esta relación de equivalencia. Es preciso realizar una aclaración más: el “trabajo socialmente necesario” al cual nos estamos refiriendo es el trabajo humano simple que cualquier persona posee, el cual es posible convertir en trabajo complejo multiplicando o potenciándolo. Pero en definitiva, de lo que se está hablando es de la misma medida: una porción de trabajo complejo puede encerrar grandes cantidades de trabajo simple. Para completar el estudio del fenómeno del valor, es necesario realizar una investigación sobre el papel del dinero en este problema, algo que “la economía política burguesa ni siquiera intentó”. Para Marx, el dinero es la forma de medida general de valor y sirve comomedio de circulación, que puede ser adoptada por cualquier mercancía; mercancía que “las demás mercancías han separado de sí mismas, en calidad de equivalente”, adquiriendo consistencia objetiva y aceptación social general. De esta manera, la mercancía B que anteriormente cumplía la función de equivalente del valor relativo de la mercancía A, ahora es reemplazada por el dinero, y cumple la función de precio: x mercancía A = y mercancía dineraria (oro, plata, etc.) Si la mercancía A valía el doble que la mercancía B, está relación sería expresada ahora en dinero. La mercancía A tendría un precio dos veces mayor que la mercancía B. La elección de la mercancía que cumple la función de dinero surge, entonces, a menudo a raíz de sus propiedades naturales, como la facilidad en su manipulación, en su transporte, etc. [2]. III Sometamos a análisis cuanto se ha dicho, yendo a la misma velocidad que Marx. Recordemos que lo que esta teoría busca, supuestamente, es la explicación “científica” del fenómeno del intercambio y de la formación de precios. Muchos han insinuado que las escuelas posteriores a Marx, que se encargaron de elaborar la teoría del valor en una base de valoración “subjetiva”, tomaron la misma teoría de los clásicos y la despojaron del elemento “peligroso” a los intereses de la clase privilegiada. Es decir, eliminaron la idea del trabajo como factor determinante del valor, y quedó en su lugar la utilidad, el “valor de uso”. Sin embargo, la noción de utilidad que tiene Marx es 121
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bastante diferente a la noción de utilidad de los austriacos, los neoclásicos y los marginalistas. La del primero está sujeta, como bien dice, a “las propiedades naturales, físicas” de la mercancía en cuestión; mientras que la segunda tiene una significación mucho más amplia y abarcativa, porque depende de la subjetividad humana misma. Lo que queremos remarcar acá, es que la utilidad de una mercancía va mucho más allá que las propiedades físicas y naturales de la misma, pero este es un dato menor. En primer lugar, la mera consideración de una relación de intercambio de mercancías tal como la que expone Marx, expresada en la ecuación “x mercancía A = y mercancía B”, es de dudosa validez. En última instancia, la ecuación sólo puede aplicarse a una mera transacción, porque en la vida económica real, es imposible realizar ese mismo intercambio todas las veces que se quieran. Es imposible, o al menos muy dificultoso, adquirir una mercancía a determinado precio y pretender desprenderse de ella al mismo precio. Siempre se ocasiona alguna pérdida económica, y esto se debe a la simple dinámica del mercado: “No es cierto que en cualquier mercado dado 10 quintales de un artículo = 2 quintales de otro = 3 libras de un tercer artículo, y así sucesivamente. Aún la observación más superficial de los fenómenos del mercado nos enseña que no tenemos la posibilidad, cuando hemos comprado un artículo por un precio determinado, de volver a venderlo inmediatamente por el mismo precio. […] El precio al cual podemos comprar voluntariamente una mercancía en un mercado determinado y en un momento dado y el precio al cual podemos desprendernos voluntariamente de ella son dos magnitudes esencialmente diferentes” [3]. Lo que Menger expresa, en este pasaje, es simple: no bien adquiramos x mercancía A a cambio de y mercancía B, e intentemos enseguida desprendernos de ella, notaremos que es prácticamente imposible realizar el mismo intercambio. Por lo tanto, la relación que Marx pretende establecer es meramente transitoria, no puede ser tomada como regla objetiva. La segunda objeción que podemos hacer a esta ecuación es una muy conocida, y se refiere a que lo que se está planteando en aquélla relación de cambio es una igualdad. Y si en los intercambios lo que se cambia son valores iguales, ¿para qué cambiar? ¿Cuál sería la finalidad del intercambio si se están intercambiando cosas de igual valor? La realidad sugiere lo que la teoría subjetiva del valor establece, a saber, que en cada relación de intercambio, cada una de las partes da más valor a la mercancía que adquiere que a la mercancía que cede. Es decir, el intercambio nace justamente de la desigualdad de los valores, no de su igualdad. Pero prosigamos. De la relación antes analizada —y que señalamos equivocada—, Marx extrae la idea entre ambas mercancías debe existir “algo común y de la misma magnitud”. El problema de Marx reside en que considera ese “algo común y de la misma magnitud” como algo intrínseco de la mercancía: su valor. El valor no es intrínseco de la mercancía, ya que está sujeto a las variaciones de la valoración subjetiva, es decir, su utilidad. Pero Marx nunca llegaría a considerar ese “algo común” a ambas mercancías como objetos de utilidad, ya que para él, el valor de cambio es algo totalmente ajeno al valor de uso. Para
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él, a la constitución del valor de cambio hay que llegar mediante interminables abstracciones. La segunda parte del enunciado nos evidencia la necesidad de “medición” del valor. No sabemos cómo Marx llega a la conclusión de que es necesario medir las cantidades de valorde una mercancía, ya que él mismo no lo explica explícitamente. Implícitamente, podemos notar que toma el argumento de Aristóteles, como cita en el capítulo 1 de la sección “Mercancía y Dinero”. Pero tampoco existe en Aristóteles una justificación adecuada para incluir en la noción del valor la necesidad de medición: en realidad, él, al igual que Marx, a partir del error de que en el intercambio existe una “igualdad” de valores, deduce que debe poder determinarse en forma exacta. Pero si en la realidad la igualdad de valores no existe, ¿cómo sería posible medirlos? Y tengamos en cuenta que todavía no se está hablando del trabajo como valor. Ahora, al identificar el valor de cambio con el trabajo —más precisamente con las cantidades de tiempo socialmente necesario de trabajo—, notaremos que una gran parte de las transacciones que existen en la sociedad económica no se ajustan a tal regla. Éstas fueron despreciadas tanto por Marx como por Ricardo como “excepciones”, pero veremos que lo que parece ser una excepción en la vida real es la ley del trabajo. Tales intercambios que no se ajustan a la regla incluirían los bienes que no pueden reproducirse voluntariamente, como las antigüedades y las obras de arte —esta ya es una objeción muy repetida—, la propiedad inmueble, ciertos productos de calidad, los productos del trabajo profesional [4], o todos los bienes naturales o “no económicos”, para utilizar terminología mengeriana. Si uno analiza seriamente el origen de la mercancía-dinero, descubrirá que es otra de las tantas mercancías que no se ajustan a la ley del trabajo como medida de valor. Pasemos a ilustrar esto último con una explicación más detallada. Según la teoría de la “liquidez” de los bienes de Carl Menger, la mercancía-dinero surge espontáneamente en una economía de mercado, como consecuencia de que ciertas mercancías poseen una mayor capacidad de comercialización y son intercambiables más fácilmente y con menos pérdidas económicas, lo que constituye su “fluidez”. Poco a poco, los individuos comienzan a comprender las ventajas de un bien más “líquido”: entrar en posesión de éste permite evadir los interminables obstáculos del truque, como la imposibilidad de intercambiar una mercancía indivisible por una variedad de productos que se encuentran en posesión de diferentes personas. “Incluso en el caso relativamente simple y a menudo recurrente en el que una unidad económica A requiere una mercancía que posee B y B necesita una que posee C mientras que C quiere una que es propiedad de A, aun aquí, conforme a una regla de simple trueque, el intercambio de los bienes en cuestión, como regla general y por necesidad, no se realizaría” [5]. El dinero, que puede ser una mercancía cualquiera, presenta un grado máximo de liquidez. Y esta mercancía-dinero puede ser muchas, y muy variadas, según la época y el lugar: en los pueblos nómadas primitivos, a menudo el ganado asumía el papel de mercancía máslíquida. Incluso en pueblos más civilizados, como la Antigua Grecia, los pagos y los 123
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precios se calculaban en cabezas de ganado. Este tipo de dinero pierde su facilidad de “fluir” por el mercado en tanto aparece el sedentarismo como forma de vida de los pueblos. “La circunstancia de que en las regiones del interior de África se utilizara como dinero la sal y los esclavos, en el curso superior del Amazonas panales de cera, en Islandia y Terranova el bacalao, en Maryland y Virginia el tabaco, el azúcar en las Indias occidentales inglesas, los colmillos de elefante en las proximidades de las posesiones portuguesas, se explica por el hecho de que estos bienes constituían e incluso siguen constituyendo hoy día, los principales artículos del comercio y que, por tanto, y al igual que en el caso de las pieles entre los pueblos cazadores, tenían la máxima capacidad de venta. Lo mismo cabe decir, en todos los casos similares, respecto del carácter dinerario adquirido por los bienes de uso general y de máxima facilidad de venta en los correspondientes lugares. Y así, desempeñan la función de dinero los dátiles en el oasis de Siwah, las paquetes de té en Asia Superior y Siberia, las perlas de vidrio en Nubia y Senaar, el “guhssub” (una especie de mijo) en el reino de Ahir (África). A veces, en la mercancía convertida en dinero confluyen dos factores, por ejemplo en el caso del caurí, que es a la vez una apreciada pieza de ornato corporal y una mercancía apta para el comercio” [6]. Esta teoría ha sido abundantemente comprobada por los antropólogos. Pero, ¿cómo podría explicar Marx, en base a la ley del trabajo como medida del valor, que la mayoría de las mercancías y bienes se intercambiasen por mercancías que, en sí mismas, pueden no tener ni trabajo incorporado, y que si lo tienen, jamás se respete su medida y se intercambien tanto por arriba como debajo de su valor? Cuando Marx se refiere al dinero, parece hacer referencia a una mercancía acordada convencionalmente por los hombres, adquiriendo misteriosamente la capacidad de no regirse por su verdadero valor. Es más, toma el dinero como el elemento de referencia a la cual recurren las mercancías para expresar su valor, entendida como cantidades de trabajo. Acertadamente Silvio Gesell diría que, si la teoría marxista del valor fuere cierta “…el dinero alemán tendría otras cualidades, según proceda su materia del tesoro de los hunos, de los miles de millones manchados de sangre, o bien de los puños honrados de los buscadores de oro” [7]. IV Dicho todo esto, ¿qué podemos concluir? Simplemente, que la teoría tan minuciosamente elaborada por Karl Marx para dar una respuesta al fenómeno del valor, sufre de graves fallos en sus razonamientos, y que carece de respaldo en la realidad económica. No puede explicarnos el fenómeno del valor ni la formación de precios. Su aplicación en la relación obrero-capitalista concluía que el primero era explotado por el segundo, ya que entregaba una mercancía enteramente producida por él, a la cual había otorgado valor con su trabajo, a cambio de un salario de subsistencia que no reflejaba su verdadera labor. La vida real nos evidencia que entre ambos existe simplemente una relación de intercambio, en la cual el obrero valora menos el trabajo que cede que el salario que recibe, y el capitalista valora menos el salario que entrega que el producto que recibe. La idea de que el valor de las mercancías está determinado únicamente por el trabajo, 124
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también contradice la realidad: se están ignorando las aportaciones del capital y la inversión en la producción de dicho objeto. Notas [1] Esta actitud de Rodbertus generaría una extensa respuesta de Friedrich Engels en un prólogo dedicado al libro Miseria de la Filosofía, de Marx. [2] Karl Marx, El Capital, Tomo I, 1867. [3] Carl Menger, El origen del dinero, 1892. [4]Aunque Marx lo llame “trabajo simple multiplicado”, en la realidad no se evidencia tal abstracción, resulta imposible comparar cuantitativamente el trabajo de un obrero con el de un ingeniero o un doctor. [5] Carl Menger, ibid. [6] Carl Menger, Principios de economía política, 1871. [7] Silvio Gesell, El orden económico natural, 1916. 3.2. Precios de equilibrio y contradicciones en el anarcocomunismo Leyendo la famosa FAQ “anarquista”, que amablemente el Ateneo Virtual de Alasbarricadas.org ha traducido en parte, me encuentro con que probablemente, las diferencias entre el anarquismo de mercado y el anarcocomunismo sean menores de las que se creen, o al menos en teoría lo sean, porque existen todo una gama de prejuicios que permiten siquiera un debate fluido. Concretamente, la teoría laboral del valor (sección C.1.2) presentada por la mencionada FAQ lleva a conclusiones más cercanas al anarquismo de mercado y el mutualismo que al anarcocomunismo, tanto teóricas como normativas. La teoría del valor que allí se defiende, sostiene, como es obvio, que el precio de los productos está determinado por la cantidad de tiempo de trabajo que cuesta producirlas. Esto no queda evidenciado en forma inmediata y directa en el capitalismo, sino que los precios tienden, en un mercado libre, a conformarse por el coste de producción más el “ratio medio de beneficios” [1]. Si bien los precios están determinados en la práctica por la oferta y la demanda, los determinantes objetivos tienen una influencia mayor que los subjetivos, y por lo tanto los costes son considerados la causa principal de los mismos. El coste de producción, con sus movimientos, indica a los empresarios dónde y cómo deben invertir, dando por resultado, mediante la competencia y los traslados de capital de actividades poco rentables a actividades más rentables, una tasa media de ganancia en el mercado. Como la misma FAQ explica: “Si la oferta excede la demanda, la oferta se reducirá (ya sea por las empresas reduciendo la producción o por las empresas cerrando y el capital moviéndose a otro mercado con mayores beneficios) hasta que se genere un ratio medio de beneficio… Si el precio dado genera beneficios por encima de la media, entonces el capital tratará de moverse de áreas de menor beneficio a este área de mayor beneficio, incrementando la oferta y la competencia y de esta manera, reduciendo el precio hasta que el se produzca otra vez un ratio medio de beneficios… 125
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Si el precio hace que la demanda exceda a la oferta, esto causa un alza de precios en el corto plazo y estos beneficios extra indican a otros capitalistas a que se muevan a este mercado. La oferta de un producto tenderá a estabilizarse a cualquier nivel de demanda, al precio al que se produzca un ratio medio de beneficios… Este nivel de beneficios significa que los productores no tienen ningún incentivo para mover el capital dentro o fuera de ese mercado. Cualquier cambio de este nivel en el largo término depende de los precios de producción de los productos (precios de producción más bajos significan mayores beneficios, indicando a otros capitalistas que el mercado puede ser beneficios para nuevas inversiones)”. La demanda juega su rol en la determinación y movimiento de los precios, pero sólo al corto plazo. En el largo plazo, los precios de mercado tienden a reflejar los costos de producción, que están compuestos por el tiempo de trabajo. Es inevitable ver la similitud entre esta explicación de los procesos de mercado, de las teorías del equilibrio neoclásica y austriaca. La misma FAQ reconoce esto: «Se podría argumentar que esta teoría de “los precios de producción” está cerca de teoría neoclásica del “equilibrio parcial”. En cierta manera esto es cierto. Marshall básicamente sintetizó esta teoría desde la teoría marginal de la utilidad y la antigua teoría de “costes de producción” que J. S. Mill había derivado de la teoría laboral del valor». De hecho, yo sugeriría que no hay diferencia entre ambas. No obstante, esta FAQ afirma que hay cinco diferencias fundamentales. “Primero, la teoría laboral del valor no entra en el razonamiento circular asociado con los intentos de derivar la utilidad de los precios que hemos indicado más arriba. Segundo, argumenta que la renta, los beneficios y los intereses es trabajo no pagado a los trabajadores más que “premios” a los dueños por ser dueños. Tercero, es un sistema dinámico en el que los precios de producción pueden y de hecho lo hacen cuando se toman decisiones económicas. Cuarto, puede fácilmente refutar la idea de la “perfecta competencia” y darnos cuenta de una economía marcada por las barreras de entrada y la dificultad de revertir decisiones de inversión. Y, por último, los mercados de trabajo no necesariamente se despejarán en el largo término”. Sobre estas críticas hacia el modelo de equilibrio parcial, algunos pueden juzgarse justos, y otros pueden discutirse. El primer punto no queda claro a qué se refiere. Puede referirse al concepto de elasticidad ampliamente desarrollado por Marshall —una de sus más grandes contribuciones—, el cual sería absurdo discutir. O bien puede referirse, como permite inferir la crítica de la FAQ a la “teoría subjetiva del valor” del apartado anterior (sección C.1.1), que se basa en la teoría de Jevons [2]. Justamente, las teorías de Jevons han sido las menos populares del marginalismo. La ciencia económica se edificó principalmente sobre las bases de Walras —por parte de la escuela neoclásica— y sobre de Menger —por parte de la escuela austriaca—. Achacar a la teoría de la utilidad marginal un error de uno de sus expositores más débiles, en lugar de atacar las sólidas aportaciones de Böhm-Bawerk y Wieser, tiene tanto valor como rechazar la teoría laboral del valor de Marx en base a los errores del socialista utópico Charles Fourier. El segundo punto es bastante errado ya que la teoría de la utilidad marginal no intenta filtrar una conclusión normativa ni una defensa del capitalista como merecedor de “premios”, por más que algunos apologistas lo hayan hecho. Los puntos tres y cuatro son acertados, y en este la teoría presenta una clara semejanza con la escuela austriaca. El último punto, si bien parece ser el más conflictivo, es el que menos espacio y atención recibe. 126
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Las conclusiones radicales de esta teoría laboral del valor, bien aplicada a los procesos de producción y distribución del capitalismo, es bien sabida por esta FAQ: “Desde los tiempos de Adam Smith en adelante, les radicales han utilizado la teoría laboral del valor para criticar el capitalismo. Les economistas clásicos (Adam Smith y David Ricardo y sus seguidores como J. S. Mill) argumentaban que, en el largo término, los productos se intercambiaban en proporción al trabajo necesario en producirlos. Así el intercambio de productos beneficiaba a todos ya que recibían un valor equivalente de trabajo igual al que han expedido. Sin embargo, esto dejó la naturaleza y la fuente del beneficio capitalista sujeto a debate, debate que pronto se extendió por la clase trabajadora. Mucho antes de que Karl Marx (la persona más asociada con la teoría laboral del valor) escribiera su famoso (infame) trabajoEl Capital, socialistas ricardianos como Robert Owen y William Thompson y anarquistas como Proudhon ya usaban la teoría laboral del trabajo para presentar una crítica al capitalismo, exponiéndolo como basado en la explotación (los trabajadores de hecho, no recibían en salarios el equivalente al valor que habían producido y así el capitalismo no estaba basado en el intercambio de equivalentes)”. Estas son las conclusiones lógicas de la teoría laboral del valor. Y si bien no deja de ser errada, lleva a las mismas conclusiones a las que un defensor de la libertad de mercado que se basa en la teoría de la utilidad marginal puede llegar. Si en el largo plazo el mercado, mediante la libre competencia, la “ausencia de barreras de entrada”, tiende al equilibrio sin llegar a él, los beneficios extraordinarios desparecerán, y los trabajadores recibirán un salario acorde con su productividad marginal, o lo que los mencionados socialistas ricardianos y Proudhon llamaban el “producto íntegro de su trabajo”. Por lo que, si el anarcocomunismo se aferra a esta teoría, es tan legítimo defender la organización comunal e igualitaria como defender la libertad de mercado. Es más, la segunda opción sería aún más legítima, puesto que lo que los defensores de esta teoría critican del capitalismo es que en un mercado que no es verdaderamente libre, estos pueden apropiarse de parte del producto del obrero, cuando éste debería recibir el producto total como salario. Bajo una organización solidaria, el trabajador tampoco recibiría el producto íntegro de su trabajo: todos los bienes serían socializados y todos recibirán una dotación acorde a sus necesidades y no acorde a su labor. En realidad, esta teoría cae en varios errores lógicos. En primer lugar, los costos de producción también son precios, y no queda claro porqué es posible reducirlos a unidades de trabajo por unidad de tiempo [3], con lo que el resultado es un razonamiento circular, según el cual “los precios están determinados por los precios”. En segundo lugar, los precios de los bienes finales o de consumo son los que determinan los precios de los bienes de etapas previas o de producción, no viceversa. Afirmar lo contrario es contradecir la lógica temporal de los procesos productivos y la experiencia, como ha demostrado Menger. En tercer lugar, creer que costos más altos determinan precios más altos — aunque se esté en el llamado largo plazo—, es un absurdo económico de fácil refutación. Después de todo, ¿si los productores tienen el poder de subir sus precios sin importar la dimensión de la demanda ante un alza en sus costos, porqué esperar a que estos se den? 127
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¿No sería más acorde con la premisa inicial, que “el beneficio es la fuerza motriz del capitalismo”, subir los precios de sus productos en el momento que lo deseen, y aumentar así sus beneficios? Sería más correcto afirmar que los costos determinan la tasa de beneficio, pero afirmar que determinan los precios es, evidentemente, una falacia. Pero esta FAQ, al contrario, cae en un error aún mayor, y es el de asumir que el mercado libre conduce a la concentración de capital y a la formación de monopolios y oligopolios (ver sección C.4). Siendo que la diferencia entre un mercado concentrado y uno en el que predominan pequeñas empresas que compiten entre sí, son los altos precios y los beneficios extraordinarios que las grandes empresas pueden percibir, se deduce de ello que los precios no corresponderán, en tal caso, con los costos de producción. Es decir, esta FAQ establece que los precios no coinciden con el tiempo de trabajo ni en el corto, ni en el largo plazo. La defensa previa de la teoría laboral del valor, basándose en el apoyo empírico del largo plazo, se viene abajo al intentar atacar el libre mercado, con lo que dicha teoría pierde total relación con la realidad. En definitiva, los anarcocomunistas comienzan adoptando una teoría contra el capitalismo que los conduciría a defender el libre mercado —como hiciera Proudhon—, pero para criticar el libre mercado adoptan una teoría que contradice la primera. Los anarcocomunistas deberán, o bien reconocer que el programa de Proudhon, Tucker, y los anarquistas de mercado, es coherente con la premisa que ellos mismos defienden: que el trabajador debe obtener el producto íntegro de su trabajo, y que todo salario inferior equivale a un robo, directo o indirecto, por parte de los capitalistas; o asumir que no tienen forma de demostrar que el capitalista explota al obrero, pero que el mercado libre tiende a la concentración y a los monopolios, premisa también sumamente discutible. Mientras la primera opción los llevará necesariamente a aliarse a los anarquistas de mercado, la segunda los llevará a un inevitable pseudo-estatismo. Mientras los anarcocomunistas sigan rechazando el anarquismo de mercado por temor a que desde el marxismo y otras tendencias de izquierda se los acuse de “individualistas”, y mientras desde el anarquismo de mercado se siga rechazando el anarcocomunismo por temor a que los liberales y los randianos los tilden de “colectivistas”, no existirá conciliación posible. Existirán diferentes tendencias que comparten más puntos en común que en contradicción, pero que se rechazan mutuamente por motivos ajenos a sus propios principios teóricos y prácticos. Notas [1] En terminología marshalliana esto se denomina “beneficios normales”, y está determinado, como ha demostrado Böhm-Bawerk, por la tasa de interés. Curiosamente, esta “teoría anarquista del valor”, como veremos, tiene mucho de marshalliana. [2] Textualmente, dice: «Los primeros marginalistas… argumentaron que el precio reflejaba la utilidad en el “margen” (Jevons, uno de los fundadores de la escuela marginalista, argumentó que “el grado final de utilidad determina el valor”); pero ¿qué determinaba la posición del margen mismo? Está establecido por la disponibilidad de la oferta (“la oferta determina el grado final de utilidad”— Jevons); pero ¿qué determina el nivel de oferta? (“El coste de producción determina la oferta”— Jevons). En otras palabras, el precio depende de la utilidad marginal, que depende de la oferta, que depende de los 128
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costes de producción. En otras palabras, finalmente se basa en una medida objetiva (oferta o costes de producción) ¡en vez de evaluaciones subjetivas!». [3] Las críticas de Böhm-Bawerk en este punto, han sido contundentes e incontestables. Ver Una contradicción no resuelta en el sistema económico marxista (1896). Si bien la crítica se dirige a Marx, la reducción de todo tipo de trabajo, sea especializado o simple, bajo la medida de “tiempo de trabajo”, es común a ambas teorías del valor. 3.3. Salarios y productividad marginal En el artículo anterior mencionábamos el carácter revolucionario que los primeros socialistas imprimieron a la teoría laboral del valor de Smith y Ricardo, y como esto había dado origen a un socialismo más científico, basado en los principios de la economía política clásica. Entre estos socialistas podemos citar a Robert Owen, Thomas Hodgskin, William Thompson, John Francis Bray, John Gray, o el mismo Pierre-Joseph Proudhon. Esta teoría “socialista” del valor afirmaba que todos los bienes poseen un valor que deriva del trabajo incorporado en ellos, mientras que el trabajador sólo obtiene un salario siempre menor al producto total. El excedente entre producto y trabajo pagado, era apropiado por el capitalista. Para abolir esta relación de “explotación”, había que restituir al obrero la totalidad del producto de su trabajo, y para esto se desarrollaron los más variados métodos para conseguirlo. Con la aparición de El capital de Karl Marx, la perspectiva socialista daría un importante giro. El excedente entre producto y salarios era denominado plusvalía, y, si bien según la teoría marxista, esto constituía una relación de explotación, no interesaba al comunismo restituir al obrero aquello que le correspondía. Los socialistas no debían intentar descubrir la manera de que los trabajadores obtengan el producto de su trabajo, tal reclamo era “anticientífico” a los ojos de Marx. Sólo bastaba esperar a que en el futuro la dictadura del proletariado implante el comunismo, sin hacer mención que bajo tal sistema el trabajador seguiría sin obtener el producto de su labor. El marxismo se convirtió en el sistema teórico más popular dentro de las filas del socialismo (tanto estatista como libertario), y la idea de que los obreros obtengan un salario acorde a su productividad fue sepultada por la historia. Más aún, cuando aparecieron los trabajos de Jevons, Walras y Menger hacia el último cuarto del siglo XIX, la economía política abandonaría la teoría laboral del valor para adoptar el concepto de utilidad marginal. Tras los efectivos ataques de Böhm-Bawerk a la teoría marxista, y sumada la elaboración de la teoría de la productividad marginal por John Bates Clark, la idea de que el trabajador no recibe un salario acorde al producto de su trabajo sería desterrada. El concepto de productividad marginal establecía que, las retribuciones a los factores de producción se hacían, en un modelo de competencia perfecta, según su productividad marginal; es decir, según el aumento en el producto empleando una unidad adicional de determinado factor (en este caso, el trabajo). Así, muchos economistas concluían que en el capitalismo, de hecho, el trabajador recibía el producto íntegro de su labor. Clark fue uno de los principales expositores de esta idea. Pero la idea de que los salarios están 129
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determinados por su productividad marginal contenía dentro de sí, como sucedió con la teoría de Ricardo, la posibilidad de hacer un uso radical de la misma. George Stigler, al tratar el tema de “la ética de la productividad marginal” en la economía, señala que muchos autores intentaron hacer este uso casi “socialista” del concepto, pero “no tanto por medio de una declaración explícita, cuanto por medio de la aceptación implícita de la propiedad de la productividad marginal como base para la remuneración”. Cita el caso de Alfred Pigou, el eminente economista de Cambridge, quien definía como “salario de explotación” a todo aquel que descienda de la productividad marginal del factor trabajo. Más tarde, Joan Robinson, también de la escuela de Cambridge, establecía que, debido a la estructura predominantemente monopólica de los mercados, el trabajo nunca recibía su producto marginal, y por lo tanto era explotado. A continuación vamos a desarrollar el concepto de productividad marginal como base de la remuneración al trabajador y veremos qué conclusiones podemos extraer del mismo. Supongamos que una empresa emplea unidades de trabajo (trabajadores) en forma creciente en su empresa. Teniendo en cuenta el carácter decreciente de los rendimientos, la productividad del trabajo comenzará a aumentar con el empleo de las primeras unidades, y decrecerá a partir de cierto punto (suponiendo que el equipo técnico y capital se mantiene fijo). Teniendo en cuenta esto, es posible construir dos curvas, una que represente el ingreso marginal del producto de la empresa en relación con el trabajo empleado (IPMa) y otra que represente el ingreso medio del producto en relación con el mismo factor (IPMe). La curva IPMa será cóncava hacia abajo, mientras que la curva IPMe será igualmente cóncava pero con un vértice menor y será interceptada por la otra curva en su punto más alto. Si suponemos competencia perfecta, el salario es un precio fijo que brinda el mercado y sobre el cual la empresa individual no posee ninguna influencia. Tanto los salarios marginales como los salarios medios serán iguales a lo largo de una recta S paralela al eje horizontal. Esto se encuentra representado en el gráfico 1:
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Como es sabido, la empresa estará en equilibrio cuando los beneficios sean máximos, situación que en el gráfico 1 viene dado por la igualdad entre el ingreso de la productividad marginal del factor y el coste marginal del factor. En este caso, el coste marginal viene representado por la recta S, en donde salarios medios y marginales son idénticos. Si la empresa partiera de la situación de equilibrio E1, podría añadir más a sus ingresos que a sus costes empleando más hombres, desplazándose de N1 a N2. Si la empresa empleara más de N2 trabajadores, como vemos, las curvas de IPMe e IPMa quedarán debajo del salario S, lo cual implicaría pérdidas. La situación final será la que encuentra el equilibrio en E2, donde los beneficios “extraordinarios” desaparecen y las ganancias empresariales vienen dadas por el interés del capital. En este caso, la teoría económica convencional concluye que, bajo competencia perfecta, los salarios siempre son iguales a la productividad marginal del trabajo. Pero pasemos del modelo estático a un modelo dinámico. En una economía real, no existe tal punto de equilibrio, más allá de considerarse analíticamente un punto de "referencia" hacia el cual tienden los precios y, en este caso, los salarios. En un modelo dinámico, el punto E2 sólo sería un punto hacia el cual tienden las demás fuerzas, pero es probable que antes de alcanzarlo el equilibrio "imaginario", este se haya modificado. La solución más sensata sería considerar que la solución final no es hallar el equilibrio en E2, sino establecer que el nivel de empleo para un nivel de salarios S se situará entre E1 y E2, oscilando entre ambos puntos. Podemos ver que en este intervalo, la productividad marginal por trabajador es superior a los salarios pagados. No obstante, existen dos razones por las que, con libre entrada al mercado, los salarios se acercarán, en la medida de lo posible, a la productividad marginal: la primera es la libre competencia entre empleadores, y la segunda es que la curva de IPMe queda por debajo de la recta S, que contiene los salarios medios, provocando pérdidas. Si trasladamos la situación del gráfico a una situación de monopsonio, hay que tener en cuenta que (así como bajo competencia perfecta los salarios vienen dados por el mercado para la empresa individual), en este caso la empresa tiene una influencia prácticamente total sobre los salarios. Si aumenta la demanda de trabajadores, aumentará el precio que debe pagar por ellos. Teniendo en cuenta esto, podemos construir otro gráfico, donde se mantienen las curvas de IPMe e IPMa, pero la curva de salario cobra una forma diferente. En este caso, salarios medios y salarios marginales no serán iguales: ambos serán funciones crecientes del trabajo empleado, pero la curva de salarios marginales tendrá una pendiente mayor. La situación quedaría representada de la siguiente forma (gráfico 2):
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Igual que en el caso anterior, la empresa hallará el equilibrio igualando sus ingresos marginales con los salarios marginales. Los beneficios extraordinarios vienen dados por la diferencia ps entre ingresos medios y salarios medios, los cuales vemos que son maximizados al emplear N trabajadores. Pasando nuevamente a una situación dinámica, la diferencia esencial con el gráfico 1 es que no existen fuerzas que permitan la igualación entre salarios marginales y productividad marginal. Al estar restringida la entrada de competidores, la empresa tendería a buscar una posición similar a la dada por E1 en el gráfico 1, donde la productividad marginal es superior a los salarios. Y por otro lado, como se evidencia en el gráfico 2, el monopsonio puede modificar a discreción las curvas de SMa y SMe variando su demanda, de modo que la diferencia entre IPMe y SMe sea la mayor posible. Cualquier situación a la izquierda de N en el gráfico 2 será conveniente y la empresa no tendría incentivos para acercarse a la situación "óptima". Concluir que existe "explotación" tanto en una situación como la otra sería introducir juicios normativos en un análisis puramente positivo. Marx hizo un gran énfasis en este aspecto, calificando de "utópico" toda teoría que se dejara llevar por tal impulso. No obstante no hay que dejar de señalar la conclusión básica: que cuantas mayores son las barreras para ingresar a un mercado a competir, mayor es la diferencia potencial entre salarios y productividad marginal. Si bien en la realidad los distintos grados de monopsonio u oligopsonio no poseen poder total sobre los salarios, sí poseen una influencia mucho mayor sobre ellos que si existiera libertad de entrada a competidores. Después de todo, los socialistas ricardianos no estaban tan equivocados. Bibliografía recomendada Joan Robinson, Ensayos críticos (1965). George Stigler, El economista como predicador y otros ensayos (1982). Diego Guerrero, Historia del pensamiento económico heterodoxo (2004).
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4. Los mecanismos de explotación con los que cuenta la clase dominante no son la desregulación de los mercados o la eliminación de las trabas a la libertad económica, sino todo lo contrario: todas las medidas implementadas por los gobiernos conducen a la concentración de la economía y a la formación de grupos privilegiados que no podrían sobrevivir sin la protección del Estado. 4.1. La verdadera acción de la competencia Una de las más grandes falacias que todavía sostienen algunos sectores dentro de la ciencia económica —si es que puede incluírseles dentro de ella, ya que este tipo de afirmaciones no se basan, aunque exijan lo contrario, en la más mínima observación de la realidad económica— es aquella que indica que toda competencia tiende necesariamente a la concentración de capitales y al monopolio. Este postulado pertenece a aquellos que se exponen en forma de axioma, como si fueran evidentes por sí mismos y no requirieran la más mínima fundamentación. Es justamente ante esta situación —la necesidad de fundamentar lo que se ha dicho— en donde tal afirmación se desmorona sola. Para analizar cuál es realmente el efecto de la competencia en el mercado, debemos tener en cuenta ciertos aspectos previos. El mercado en el que nos enfocaremos será uno decididamente libre. La acción del Estado será relegada a un segundo plano, no tendrá ningún tipo de protagonismo en nuestro análisis. Ni favoreciendo a ciertos competidores con protección ante la competencia extranjera, ni otorgando subvenciones, ni ninguna otra ingerencia de ningún tipo —incluso su existencia podría ser obviada. También debe tenerse en cuenta que el mercado al que nos referimos es al del “ramo” industrial. Los efectos de la competencia en el mercado de tierras cumplen otras normas, que necesitarían ser examinadas en otro artículo. Esto es algo que David Ricardo tuvo siempre muy presente, a diferencia de muchos de sus seguidores socialistas. Por ahora sólo nos preocuparemos por la competencia en donde los involucrados son el capitalista y el trabajador, en un contexto de capitales fijos [1]. I Lo primero que debemos analizar para comprender la acción de la competencia es su origen. Cualquier análisis de la misma que no parta desde este punto, pone en duda su validez. El origen de la competencia es el monopolio. No debemos entender por “monopolio” en este caso a un productor protegido de la competencia por parte del Estado, sino como una situación particular que se da en una sociedad en la que el comercio todavía no se ha desarrollado lo suficiente. En una sociedad en la que el comercio no se ha extendido a la producción de un producto x, quien se dedique a producirlo y a comercial con él, dispondrá de una posición monopólica, dado que es el único productor de x. Los efectos de una posición de monopolio son sabidas: el productor, o los productores, tienen mayor control del precio del producto x frente a la demanda. También sabemos que la calidad de su producto x tiende a decrecer o a mantenerse estática, por más que la demanda crezca o 133
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disminuya. Esta situación es la que suscita la competencia. Los ingresos de nuestro primer productor son lo suficientemente altos —gracias a su posición de monopolista— como para “seducir” a otros productores a dedicarse a la producción de x. Poco a poco comienzan a aparecer otros productores que compiten contra el que en algún momento fue un monopolista — siempre y cuando no exista ningún tipo de restricción externa a la competencia. Obviar este punto equivale a presuponer que en el libre mercado comienzan muchos productores a producir x simultánea e inconscientemente, lo cual sería un milagro de mágica coordinación. Equivale a decir que el origen de la competencia es la competencia, lo cual es un absurdo tanto teórica como empíricamente. Por el contrario, reconocer que el monopolio es el origen de la competencia, que el hecho de que un productor adquiera ingresos muy altos produciendo un bien que hasta el momento nadie producía [2] es el que motiva a otros productores a competir con él, equivale a reconocer que los monopolios no son imbatibles ni todopoderosos, sino que son quienes generan sus propios competidores en vez de destruirlos. II Una vez dilucidado el origen de la competencia, podemos pasar al análisis de la verdadera acción de la competencia, y su repercusión en la formación de los precios y en los beneficios. Ya es sabido que en esta situación, los competidores, para vender su producto x, se ven obligados a bajar sus precios. Cada uno intentará bajar los precios por debajo del precio de los demás para seducir a la demanda. Si A pone a la venta x a un precio de 10, B, si quiere competir contra él y vender su producto, deberá asignarle un precio de 9. Como los precios generales del producto x bajan, también bajan los ingresos de los productores. Los ingresos de B serán de 9 por unidad de x, y si C decide no quedarse atrás en la competencia, deberá bajar el precio de su producto a 8. Los ingresos irán bajando hasta llegar a un punto en donde será difícil que continúen descendiendo, es decir, al llegar al costo de producción. Si continúa bajando, ni A ni B ni C sacarán beneficios económicos. Podrá aducirse que ante esta situación, los tres productores acordarán entre ellos repartirse el mercado para no perjudicarse mutuamente compitiendo entre sí. Pero, ¿qué evita que D produzca también x y lo ofrezca en el mercado a un precio menor que el que acuerden A, By C? D obtendría mayores ingresos ofreciendo x a precios más bajos que si se pusiera de acuerdo con los otros tres productores porque se aseguraría la venta de todos sus productos y hasta se ganaría la clientela de los demás productores. Como vemos, en este punto es donde generalmente se obstruye la acción de competencia mediante políticas estatales coactivas. Es decir, la primera consecuencia de la competencia, es que, a diferencia de la situación de monopolio, ningún productor puede obtener privilegios económicos de su posición; no está en su poder el control del precio ni de las cantidades de productos x que se disponen a la venta en el mercado. Lo que en situación de monopolio se denomina “explotación de 134
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los consumidores”, con la competencia desaparece. El segundo efecto es que paulatinamente los ingresos de los productores van disminuyendo con la caída de los precios.
Por “productores A, B, C, D” nos referimos a los capitalistas y los trabajadores en su conjunto, es decir, hablamos de una unidad empresarial. Los ingresos que ésta percibe a partir de la venta de sus productos se dividen en dos partes: el beneficio para el capitalista y los costos de producción, el cual, a su vez, se divide en la parte destinada a la reinversión en la producción y la otra parte se destina al pago de salarios de los trabajadores. Si suponemos, como generalmente se hace en economía, que tanto el volumen de los salarios como el del costo de reinversión se mantienen constantes, lo único que puede reducirse dentro de los ingresos son los beneficios del capitalista. Pero también entre los trabajadores existe la competencia, así como también entre los productos destinados a la reinversión. Los precios de estos, si existe competencia entre sus productores, siguen los mismos principios que los que expusimos en nuestro ejemplo del producto x. En el caso de los trabajadores, el precio de la fuerza laboral va a tener una relación muy importante con la cantidad de trabajadores ofrecidos. Pero esto ya responde a causas demográficas y no económicas, sólo es posible establecer que a mayor trabajadores ofrecidos, menor salario, y viceversa. No es posible especular mucho con ello, como lo hicieran David Ricardo y más tarde Karl Marx, que dedujeron que a cada aumento del salario corresponde un incremento de la población —la llamada “ley de hierro de los salarios”—, que sólo se basa en el supuesto apego inevitable del proletario a “las delicias de la vida doméstica”. III Si se admite cuanto se ha dicho, se verá que es imposible establecer que la competencia conduce la concentración de capitales y al monopolio sin contradecir toda realidad económica. Sin embargo, muchos han lanzado sus más duras críticas hacia el libre mercado por creer que sí, sin el menor sustento lógico. Este error parte del supuesto de que la sociedad en la que vivimos desde hace más de un siglo es una economía de libre mercado, lo cual se derrumba tan solo de observar la realidad. Porque veremos que lo que realmente origina el monopolio es la intervención externa del mercado, y no la competencia en sí. Esto es algo que han destacado muchos defensores radicales del libre mercado —por ejemplo, anarquistas como Benjamin Tucker o Lysander Spooner, algunos de los seguidores más radicales de la Escuela Austriaca y de Murray Rothbard, los más actuales agoristas, etc. Una de las intervenciones estatales en el mercado más utilizadas ha sido el proteccionismo. Incluso en épocas del naciente Capitalismo en Europa, el proteccionismo ha sido el arma más eficaz para obstruir la competencia —lo cual, por ejemplo, incitaría los conocidos ataques del liberal Frédéric Bastiat. Mediante el control de las fronteras y las aduanas, los Estados ponen diversas trabas a la entrada al país de los productos extranjeros, que podrían competir con los nacionales. Una política que se supone es utilizada para 135
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“proteger” los intereses de la Nación, lo único que hace es perjudicar a los consumidores, que se ven privados de adquirir productos importados a más bajos precios, consolidando el poder económico de los productores nacionales.
Otra de las intervenciones más comunes en el mercado, es el de la protección de la competencia que otorga el Estado a ciertos productores innovadores, las llamadas “patentes”. Si recurrimos a nuestro ejemplo del origen de la competencia, vemos que el primer productor de x que se erige como monopolista, mediante esta legislación se vería protegido de la acción de sus competidores. Quien quiera ponerse a producir x, sin permiso de nuestro monopolista, se le impondrá un castigo que decidirá el gobierno. Esta política es una de las formas más comunes de intervención, porque permite que un monopolio que en un contexto de libre mercado se desvanecería por la competencia, se convierta en un monopolio permanente y legalizado —con la consecuente “explotación de los consumidores” que nombramos. A medida que vamos avanzando desde las intervenciones más extendidas y utilizadas hacia nuestros tiempos, notamos que las condiciones monopólicas y oligopólicas del mercado no han sido producto de la libre acción de la competencia. Si analizamos la historia minuciosamente, veremos que hasta los regímenes más “liberales” han cedido préstamos, han otorgado subvenciones, han privatizado, han fijado precios, han obstaculizado la intromisión de los competidores, y aún hoy lo continúan haciendo —y cada vez más y con mayor legitimidad ante la población. [3] IV Hemos señalado ya la verdadera acción de la competencia. Ya no es posible continuar afirmando que la concentración de capitales y el monopolio es su verdadera tendencia, cuando hemos demostrado que sólo conduce a reducciones en el precio y en los beneficios. El tema de la forma de perpetuar los monopolios es algo que deberá profundizarse más adelante. No obstante, queda una cuestión por dilucidar: ¿cómo y por qué se ha generado tal confusión sobre un aspecto tan simple de la ciencia económica? No basta sólo asignarla a la ingenuidad y la ignorancia. Una de las causas que han contribuido a esta confusión ha sido la insistencia por parte de intelectuales liberales conservadores de que las condiciones monopólicas del mercado se debían verdaderamente a la acción natural y libre de la competencia, y que todo ello quedaba justificado por la “mano invisible” que todo lo organizaba como debía ser. El caso de la Generación del ’80 en la Argentina es el más significativo. Es probable que muchos socialistas se hayan dejado llevar por esta mirada superficial sobre la economía. Simplemente habían notado que estaba dominada por los monopolios, y esto sumado a la mala fe de los intelectuales a los cuales nos acabamos de referir, ha contribuido a agudizar sus ataques y su rechazo al libre mercado. Ante esta situación, el
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socialismo cree evidente que debe suprimirse la competencia para evitar la formación de monopolios, para lo cual es necesario socializar todos los medios de producción. Por parte del Estado, es obvio que la creencia de que el libre mercado conduce a la concentración de capitales es la mejor excusa para tratar de equilibrar y regular las fuerzas de la economía. Si la competencia tiende al monopolio, nada mejor que la coacción para evitar que se llegue a ese punto. Lo que es más obvio todavía, es que utilizarían tal intervención para sus propios fines y para la clase que representan. Notas [1] Ver Qué es y qué no es el Capitalismo. [2] No nos referimos específicamente a la producción de un bien totalmente novedoso, también puede admitirse innovaciones en la calidad y matices de un producto ya existente, que le permitan dar al productor un salto sobre sus competidores. [3] No es posible resistirse a citar el actual caso de la producción lechera, donde un control del precio por parte del gobierno ha desatado el conflicto con los productores, que exigen la liberación del precio a las negociaciones entre tamberos y empresarios. Quien no vea en esto un intento de “cartelización” de la economía por parte del gobierno, no está en condiciones de evaluar el más mínimo fenómeno económico. 4.2. El libre mercado como medio de emancipación de los trabajadores Suele decirse que, bajo el libre mercado, la clase trabajadora se vería forzada a trabajar por salarios de subsistencia o menos, que perdería todo tipo de seguros sociales, que proliferaría la desocupación, y otras tantas calamidades para los obreros que no alcanzaríamos a enumerar aquí. Sin embargo, muchos de estos “argumentos” están construidos sobre la arena, y carecen de consistencia tanto como la tesis tan extendida que nos indica que la libre competencia conduce a la centralización del capital. En este artículo trataremos de hacer ver que el libre mercado conduciría a una clase trabajadora más independiente, con mayores opciones de empleo y salarios más altos, además de hacerse posible el acceso de la misma a la propiedad de los medios de producción. Básicamente, que el obrero podrá elevar su nivel de vida y convertirse en un emprendedor. Previamente debemos aclarar que el escenario económico será el mismo que en el artículo La verdadera acción de la competencia, es decir, que hablamos de un mercado radicalmente libre de la participación del Estado, y que nos enfocaremos en las relaciones específicas entre trabajador y capitalista. También consideraremos la mentalidad y finalidad del trabajador como la descrita por Mises en Socialismo: un análisis económico y sociológico, de 1922, a la hora de referirse al sindicalismo: El trabajador anhela ser el amo de los medios de producción que se emplean en su particular empresa. El movimiento social contemporáneo nos muestra cada día con mayor claridad que es esto y ninguna otra cosa lo que desean los trabajadores. A diferencia de aquel socialismo que es producto del estudio académico, las ideas sindicalistas emergen directamente de la mente del hombre corriente, quien siempre será hostil hacia los 137
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ingresos “no ganados” de prójimo. […] No todos los trabajadores se convertirán en los dueños de todos los medios de producción; aquellos que trabajan en una industria o empresa en particular obtendrán los medios de producción que se emplean en ella. I En un mercado libre, los salarios y el empleo, así como los capitales, se hayan sujetos a la ley de la oferta y la demanda. Utilizaremos una situación sencilla como ejemplo, en donde la cantidad ofrecida de obreros se mantiene estable, al tiempo que en el mercado de capitales ingresan cada vez más competidores. Ya hemos explicado en el artículo de este mismo blog citado más arriba que la competencia entre los capitalistas los llevará a bajar los precios y a reducir sus beneficios, cada vez más cercanos a los costos de producción. Dentro de los costos de producción se encuentran los capitales fijos —el cual no necesita ser reinvertido— y capitales circulantes —que “circulan” por la producción de bienes, necesitando reinvertirse luego de producir. En este último, se encuentran los insumos y el trabajo prestado por los obreros, el cual necesita recibir el salario para volver a poner sus servicios a disposición del capitalista. El capitalista recibe como ganancia la diferencia entre el precio ofrecido por el artículo en venta y el capital circulante. Como la libre competencia abre las puertas del mercado a la entrada de capitales, motivados por las altas rentas que perciben los monopolios y oligopolios, la cantidad de capitales aumenta y la competencia fuerza a cada uno a reducir sus precios. Esto quiere decir que las ganancias particulares de los empresarios disminuyen, y no pueden “extraer” riqueza de los trabajadores disminuyendo los salarios, porque dada la creciente demanda de trabajo, pueden desplazarse hacia empleos mejor retribuidos. En este contexto, la situación del capitalista, gracias al libre mercado, se vuelve crítica, y sólo tiene como opción vender su empresa antes que continuar manteniendo un negocio que le rinde cada vez menos ganancias. Si tenemos en cuenta que la mentalidad de los trabajadores es la descrita por Mises, buscarán comprar al capitalista esa empresa de la cual desea librarse. Dado que la libre competencia entre los capitalistas ha resultado en un aumento de los salarios y unas mayores posibilidades de empleo, la unión de los ahorros de los obreros, o incluso un préstamo —gracias a que las tasas de interés también caerían considerablemente por la competencia y la libertad bancaria—, permitirían a estos acceder a los tan anhelados medios de producción [1]. II Básicamente, lo que estamos diciendo es que en libre mercado, si la cantidad ofrecida de trabajo se mantiene constante, la demanda del mismo crecerá al mismo tiempo que se expande la oferta de capital y la cantidad de empleadores debido a la liberación de la competencia. Esto implicaría mayores salarios para los trabajadores, beneficios más bajos para los capitalistas, tasas de interés decrecientes, y la posibilidad de que los primeros adquieran los medios de producción y los gestionen ellos mismos.
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Sin embargo, persiste aún, desde los tiempos de Marx, la idea de que, por más que admitamos los puntos analizados más arriba, la tendencia de los capitalistas de “sustituir” los trabajadores por maquinaria les impediría a estos últimos alcanzar los objetivos mencionados. Quienes defienden tal argumento, sostienen que la maquinaria, al aumentar la productividad, permite al obrero producir más artículos con menos trabajo. Si para producir 10 antes se necesitaban 8 unidades de trabajo, con la nueva maquinaria ahora se necesitan tan solo 4. Así los salarios descienden y muchos trabajadores quedan desempleados. Tal razonamiento adolece de uno de los errores más extendidos en economía actualmente, y el más remarcado por el economista Henry Hazlitt: ver los efectos inmediatos de un determinado fenómeno económico, y no los efectos a largo plazo o las consecuencias mediatas, como ya explicaremos. Y como el mismo Hazlitt remarca respecto a este tema: “Si fuera verdaderamente cierto que la creación de maquinaria para ahorrar trabajo es una causa de desocupación y miseria constantemente en aumento, las conclusiones lógicas a que se llegaría serían revolucionarias, no solamente en el campo técnico, sino en nuestra concepción total de la civilización” [2]. En efecto, si toda maquinaria provocara desempleo, la única solución posible para evitar la miseria sería que los trabajadores transportaran las cargas industriales sobre sus espaldas, que fabriquen automóviles con las manos desnudas, o tal vez lo mejor sería volver a una economía primitiva sin ningún tipo de desarrollo de la técnica. Pero analicemos mejor la situación. Supongamos que para producir un artículo X se necesitan 20 unidades de trabajo, retribuidas en $5 cada una. Supongamos ahora que se desarrolla una nueva máquina que optimiza la productividad de cada unidad de trabajo, de modo que ahora se necesitan tan sólo 15 unidades de trabajo para producir X. El capitalista que adquiere la maquinaria, despide 5 unidades de trabajo y sus ganancias personales pasan a aumentar $25 más. El capital fijo crece a expensas del capital circulante. Así, los capitalistas acumulan más capital en detrimento de los obreros, mientras las unidades de trabajo despedidas pasan a engrosar las filas de la desocupación. Esto quiere decir que habrá mayor oferta de trabajo, con lo que los salarios descenderán. Sin embargo, si observamos la otra cara de la moneda, notaremos que, si los capitalistas demandan más maquinaria, alguien debe producirlas. Esto se traduce como una mayor demanda de trabajo en la producción de máquinas, con lo cual la ocupación no ha decrecido, sino que se han transferido empleados de un sector de la economía a otro. [3]. Tengamos en cuenta además, que el capitalista que acumula más capital gracias a la maquinaria, en un contexto de libre mercado como el que explicamos anteriormente, se vería apremiado por la competencia, por lo que no podrá acumular ese capital sin tener que invertirlo. Lo más probable es que se destine a una expansión de su empresa, o que la destine a otros negocios más rentables. Desde los inicios de la economía política la Escuela Clásica y más específicamente David Ricardo nos indicaban que la demanda de trabajo se 139
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encontraba sujeta a la inversión de capital, es decir, que a mayor inversión, mayor demanda de trabajo. Por lo que en el largo plazo, la acumulación y el ahorro provocado por la mayor productividad de la maquinaria, se traducirá en el futuro en una mayor demanda de trabajo, con la consecuente reducción de la desocupación y la subida de los salarios. Resumiendo, “… el aumento de los ingresos netos, estimados en mercancías, que es siempre una consecuencia de la maquinaria, conducirá a nuevos ahorros y acumulaciones. Se recordará que estos ahorros son anuales y que tienen que crear un fondo mucho mayor que los ingresos brutos perdidos con la invención de la maquinaria, lo que hará aumentar la demanda de trabajo hasta que sea tan grande como antes; la situación de los trabajadores se verá mejorada aún más por el aumento de los ahorros que será posible con el aumento de los ingresos netos” [4]. III Esto forma parte de nuestra proposición de una teoría anarquista que, como tal, debe predecir o deducir cómo se desenvolverían las fuerzas económicas, políticas y sociales en un marco de libertad, más que trazar o desarrollar planes de organización. El verdadero sentido de una teoría anarquista es el de poder establecer cómo sin ninguna injerencia externa la sociedad se organiza sola y se encamina hacia el bienestar, sin recurrir a regularizaciones sobre la propiedad o sobre alguna otra institución. Al analizar el libre mercado libre de la intervención coactiva del Estado, hemos intentado demostrar que este tiende a nivelar los distintos grupos productivos: el monopolio es víctima de la libre competencia, los capitalistas ven caer sus beneficios, los precios descienden, a la larga los salarios terminan incrementándose y los desempleados pueden ocuparse, y, lo más importante, los trabajadores tienen la posibilidad en sus manos de acceder a los medios de producción. En palabras de Keith Preston, “… el ideal tradicional del anarcosindicalismo, el de un sistema industrial poseído y operado por los trabajadores, se podría alcanzar, en su mayor parte, en el contexto de un mercado libre sin estado”. [5] Notas [1] Ha sido este el objetivo de todas las corrientes socialistas de mercado, el mutualismo, y el sindicalismo originario —no la caricatura que es hoy, que no es más que una red burocrática al servicio del Estado de turno y de los monopolios. Inclusive el mismo Mises ha denominado a este tipo de sistemas de mercado en donde las empresas son gestionadas por los obreros-emprendedores como “capitalismo de los trabajadores”. [2] Henry Hazlitt, Economía en una lección, 1946. [3] Esta simple evidencia ha sido elaborada hasta por alguien que no es un entendido de la ciencia económica como Karl Popper: “… aún cuando [los capitalistas] gasten su capital en máquinas, solo podrán hacerlo adquiriendo el trabajo necesario para construirlas o haciendo que otros lo adquieran, aumentando así la demanda de trabajo”. Ver La sociedad abierta y sus enemigos, 1945.
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[4] David Ricardo, Principios de economía política y tributación, 1817. Es útil aclarar que cuando Ricardo menciona los ingresos netos se refiere a los beneficios más las rentas, y cuando habla de ingresos brutos a ingresos netos más los salarios. [5] Keith Preston, ¿Cómo sería una economía anarco-socialista?, 2002. 4.3. La libertad económica en Argentina: la Generación del ‘80 A diferencia de lo que popularmente se cree, en la Argentina jamás se ha dado un contexto económico de libre mercado, “liberalismo económico”, o como se lo quiera denominar. La participación del Estado a lo largo de la historia ha sido activa y determinante, desequilibrando siempre las relaciones económicas a favor de algunos sectores o grupos sociales a expensas de otros. Si algo puede decirse de la historia económica argentina, es que es nada más y nada menos que la historia de sucesivas intervenciones, regulaciones y desajustes producidos por la intromisión coactiva de una clase política que, lejos de disminuir, ha engrosado aún más su poder, aprendiendo de la experiencia. Aquí intentaremos analizar la participación del Estado mismo en el escenario económico argentino desde el momento en que se sentaron sus bases, hacia fines del siglo XIX. Los caudillos federales habían perdido su poder, y a lo largo y a lo ancho del territorio que hoy consideramos nacional, se comenzaba a implantar a sangre y fuego la hegemonía de los llamados unitarios, en su mayoría intelectuales de la alta sociedad, que defendían un programa pseudo-liberal. En lo económico, defendían retóricamente un librecambio que jamás implementaron; y en lo político manifestaban un conservadurismo y un desprecio racial por el gaucho y los “bárbaros” aborígenes; y una admiración y devoción por las sociedades “civilizadas” europeas —principalmente la inglesa y la francesa— compatibles con el más encarnizado darwinismo social. El lapso entre los años 1880-1916, con su gobierno, conocido como la “Generación del ‘80”, y su política económica, conocida como el “modelo agro-exportador”, es uno de los períodos que más es identificado históricamente con el libre mercado y el liberalismo económico en la Argentina. Cierto es que este es uno de los tramos de la historia en donde, podría decirse, mayor libertad económica existió. También fue un período de relativa prosperidad y progreso material. Sin embargo, las citadas y denunciadas “asimetrías” y las crisis que se vivieron bajo el modelo agro-exportador, fueron en su mayoría producidas por la intervención del Estado. Y esta intervención, en la búsqueda exhaustiva de medios para consolidar el poder de la clase política, económica y militar dominante, dio sus mejores frutos a mediados del siglo XIX, en torno al proceso de reorganización del territorio nacional. Como toda estructuración y asentamiento de un Estado, debe haber, previamente, todo un período de conquista, robo y violencia, con el fin de asegurarse tanto la obediencia del resto de la sociedad como recursos necesarios para su autofinanciación por las vías posibles. En esto consistió la “campaña del desierto” llevada a cabo en la primavera del año 1878, aunque ya se habían dado suficientes ensayos previamente. El robo de tierras para engrosar la riqueza de los aliados económicos del gobierno fue una práctica bastante habitual durante el siglo XIX. En 1826, de la mano de Bernardino 141
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Rivadavia, gran parte de las tierras fiscales, en total nueve millones de hectáreas, fueron a parar a la posesión de 538 propietarios, mediante la concesión enfitéutica y luego la venta. Y en la década de 1830, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, se remataron numerosas propiedades estatales. La configuración final de la concentración de las tierras en las manos de un pequeño puñado de propietarios aliados al poder la daría la expedición militar dirigida por Julio Argentino Roca. La campaña estaba santificada por los nobles objetivos de la eliminación del problema del indio y por la instauración del orden y la civilización, además del engrosamiento del territorio nacional. La conquista y la invasión a las tierras poseídas por los indios patagónicos, que constituyó un verdadero genocidio, incorporó 30 millones de hectáreas que quedaron en poder del Estado. Estas fueron distribuidas entre el mismo general Roca, los militares de mayor jerarquía, los terratenientes más influyentes y cercanos al gobierno, y mediante la “Ley de Remate” de 1882 seis millones de hectáreas terminaron vendiéndose en el exterior a través de las embajadas inglesa y francesa. Lo más paradójico es que ninguno de los trabajadores inmigrantes que supuestamente debían recibir las tierras obtenidas con el exterminio indio —promesa decretada como la “Ley de Inmigración y Colonización” en 1876— vio una sola extensión de tierra: la mayoría de ellas fueron a parar a manos de la elite terrateniente. Por otro lado, entre los años 1860-1916 hubo numerosos casos de imposición selectiva, fraudulenta e incluso exoneraciones para empresas determinadas, con el fin de estimular algunos sectores productivos a costa de otros y atraer inversión externa. Sus principales consecuencias serían la sobreexpansión de determinadas áreas, y la distorsión total del proceso de desenvolvimiento de la competencia empresarial. Se trata de casos dignos de ser analizados por el mutualista Kevin Carson: básicamente el Estado proveía una estructura de subsidios para atraer inversores, garantizándoles amplias ganancias realizando ciertos controles [1]. Por ejemplo, con el fin de facilitar y reducir los costos de las inversiones privadas en las obras de infraestructura en los puertos y la construcción de vías férreas y de los primeros ferrocarriles, el Estado garantizaba ciertas condiciones de privilegio. En el sistema ferroviario se garantizaba una tasa de ganancia mínima del 7 %, concesiones de las tierras adyacentes a las vías y la introducción de materiales libres de derechos. Para cubrir gran parte de estos gastos en infraestructura y los privilegios de los inversionistas se recurrió principalmente al crédito externo. En 1907 se decretaría la “Ley Mitre” que eximía de impuestos nacionales, provinciales y municipales a empresas como Central Argentino, Gran Oeste, Transandino y Central Córdoba y a las principales empresas del sistema ferroviario sobre sus costos de producción, a cambio de una contribución del 3 % sobre sus ganancias netas. El Estado, a su vez, se comprometía a invertir esas contribuciones y demás fondos públicos en obras de infraestructura —caminos, puentes, etc.—. Dado que el modelo económico se inclinaba por una fuerte actividad exportadora, las empresas involucradas en el sistema ferroviario cosecharon enormes ganancias, y sus privilegios se extendieron… ¡hasta 1947! La política económica en lo referente al sistema monetario sería claramente de intervención y participación activa del Estado. Estas políticas, junto con el endeudamiento 142
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estatal, una costumbre que se volvería un vicio a lo largo de la historia argentina, culminarían con la poderosa crisis de 1890. El gobierno, que ya venía de ciclos anteriores de endeudamiento, necesitaba oro para poder afrontar sus compromisos. Para ello se decretó en 1887 la “Ley de Bancos Garantidos”, durante la presidencia de Juárez Celman, que permitía a los bancos emitir billetes a condición de que depositaran una contrapartida de oro en las arcas estatales. Como respaldo de dichas emisiones, recibían bonos emitidos por la Tesorería. El auge del crédito barato generó devaluación e inflación, aunque la economía crecía y aumentaban las exportaciones. Muchos bancos, no obstante, vendieron los bonos emitidos al extranjero a fin de obtener oro, para poder bajar sus tasas de interés y ampliar sus préstamos. El resultado obvio de esta maniobra fue que gran parte de la deuda estatal pasó a manos de entidades extranjeras, mientras que en 1890 estalló la crisis cuando el flujo de crédito externo cesó [2]. La mala experiencia serviría de poco, porque en 1899, durante la presidencia del general Julio A. Roca, luego de un largo período de incipiente recuperación y revalorización del peso, se estableció la “Ley de Conversión”. Esta ley fijó el tipo de cambio en 2,27 pesos papel por cada peso oro —cada vez que ingresaba oro al país, la Caja de Conversión emitía la cantidad de papel moneda correspondiente—. Este tipo de cambio favoreció a los sectores exportadores, cuya actividad e ingresos aumentaron considerablemente —de hecho, la desvalorización del peso frente al oro se estableció por las presiones que ejerció el sector agroexportador—, mientras que encareció los bienes de consumo, que en su mayoría eran importados. Obviamente los trabajadores y los sectores populares fueron los más perjudicados por estas medidas. Se dio un auge similar al de décadas anteriores, con el agregado de que la balanza comercial fue “favorable”. Sin embargo, este mecanismo de ingreso de oro al país estaba sostenido principalmente por las condiciones internacionales. Así, el flujo de capitales se restringió notablemente hacia 1913, cuando se vislumbraban las tensiones previas a la Primera Guerra. La expansión monetaria se interrumpió, y estalló una nueva crisis en ese mismo año [3]. Existió, no obstante, un punto en el que el Estado no intervino tan activamente, y fue en la relación entre importaciones y exportaciones. Para una historiografía estatista y nacionalista, todo Estado que no regule y controle deliberadamente este sector, por más que intervenga en puntos cruciales de la economía interna, ha hecho los méritos suficientes para ser considerado como “liberal”. Los dirigentes de la llamada “generación del ‘80”, sin embargo, intervinieron circunstancialmente en el sector externo, en forma directa o indirecta [4]. Pero su política, en general, consistió en abrir sus puertas e “integrarse” a la economía mundial. Tampoco podría decirse que se liberalizó totalmente la economía externa. Las devaluaciones monetarias principalmente, provocaron desajustes entre el ingreso y el egreso de mercancías, inclinándola hacia los intereses de los sectores exportadores. En definitiva, una de las etapas históricas que interpretaciones totalmente sesgadas y parciales han caracterizado como “liberal”, donde supuestamente la libertad de mercado ejercía su poder hegemónico, en realidad no ha sido tal. El Estado coercitivo intervenía activamente en la economía y, por supuesto, en el ámbito político y social, siempre protegiendo y promoviendo los intereses de una elite terrateniente exportadora y 143
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europeizada, y a las empresas extranjeras. El robo y la apropiación de tierras, los subsidios al transporte, los privilegios legales a determinadas empresas, la intervención monetaria, todos los mecanismos que incluso hoy implementan los gobiernos más “intervencionistas” ya fueron aplicados hace cien años por un modelo que tildarían de “liberal” en materia económica. En este caso, los mismos “liberales” se han mostrado ser los peores enemigos del laissezfaire: han defendido a lo largo de casi un siglo un sistema en donde nunca se le permitió desarrollarse al libre mercado. Y la apologética estatista ha recogido esta actitud con los brazos abiertos. Notas [1] Ver Subsidios al transporte, de Kevin Carson, de su libro Studies in mutualist political economy. [2] Otro importante mecanismo de endeudamiento del gobierno, y que disparó la especulación, fue la emisión de cédulas hipotecarias por parte del Banco Hipotecario — organizado por el gobierno de la provincia de Buenos Aires—, que funcionaban como bonos al portador con garantía del Estado. Como los intereses de estas cédulas estaban fijados en pesos, la gran devaluación que se hizo sentir por aquellos años perjudicó a todos los tenedores. Fue el Estado quien, en última instancia, respondió ante los tenedores de las cédulas. La deuda externa ascendió hacia 1891, cuando la economía se recuperaba de la crisis, a 879 millones de pesos oro. [3] Resulta importante hacer notar que las medidas de devaluación monetaria fueron apoyadas por Silvio Gesell, quien por aquellos años se encontraba trabajando en Argentina. Obviamente, se sintió muy halagado por el crecimiento económico que se efectuó luego de la Ley de Conversión de 1899, ya que confirmaba sus ideas plasmadas en La cuestión monetaria argentina, de 1898, donde criticaba la valorización del peso. No obstante resulta difícil encontrar alguna referencia suya a la crisis de 1913. [4] Por ejemplo, en 1877 se decretó la “Ley de Aduanas”, que buscaba aumentar los ingresos del Estado aumentando las tarifas de las importaciones para hacer frente a la deuda; durante la Primera Guerra Mundial se prohibió la exportación de metales, alambres, agujas, hilos de coser, hilados, productos medicinales, químicos y barnices; ante las sequías en 1916 el gobierno estableció un gravamen del 5% a las exportaciones, para obtener fondos que se utilizarían para la compra de semillas y útiles de labranza y apoyar a los agricultores. 4.4. La libertad económica en Argentina: el Proceso de Reorganización Nacional La dictadura militar que sufrió la Argentina de 1976 a 1983, autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional” es, al igual que el gobierno oligárquico de la llamada “generación del ‘80”, otro de los períodos históricos más identificados por sus detractores con el libre mercado y la libertad económica [1]. Como veremos, si hay algo que jamás se dio durante la dictadura militar, eso fue un auténtico libre mercado. Ni siquiera en un sentido limitado, es decir, con algunos controles superfluos o algunas medidas de “fuerza mayor”. La política económica del “Proceso” extendió privilegios y protecciones masivos 144
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para las empresas más importantes, tanto nacionales como internacionales, escondida detrás de una retórica liberal. Facilitó instrumentos de especulación financiera que paralizaron la producción y aumentaron el desempleo. Estatizó las deudas privadas de las gigantescas empresas que contribuyó a ensanchar. La manipulación arbitraria del sistema monetario tuvo consecuencias desastrosas. Todas las medidas fueron tomadas en pos de privilegiar y proteger de la manera más descarada a la clase económica dominante. Y nuevamente, una ligera política de “puertas abiertas” a los mercados internacionales es el único requisito necesario para que un sistema económico sea considerado “liberal” por la apologética estatista, por más que el mercado interno esté enormemente intervenido. El golpe al gobierno de Isabel Martínez de Perón se produjo el 24 de marzo de 1976. El contexto político y económico en el que se encontraba la Argentina mostraba, por un lado, una inflación que había superado el 400% y un déficit fiscal que se volvía incontrolable, y por otro lado, una activa movilización sindical y huelgas cada vez más periódicas; problemas que la Junta Militar se propuso “solucionar”. Las huelgas y la lucha sindical fueron brutalmente reprimidas mediante el secuestro, la persecución y el asesinato de miles de militantes —no sólo sindicalistas—, y la prohibición de la organización gremial, la supresión de los derechos laborales, etc.; mientras que la inflación y el déficit fue responsabilidad del nombrado ministro de economía José Alfredo Martínez de Hoz. El diagnóstico era que la inflación era causada principalmente por el elevado gasto público, por lo que uno de los primeros objetivos era minimizar el déficit fiscal tanto como fuera posible. Por otro lado, para que la economía se desenvuelva eficientemente se propuso liberalizar el mercado, y promover altas tasas de ahorro ofreciendo elevadas tasas de interés. Si siguiéramos las denuncias de los estatistas más vulgares, estaríamos ante el primer caso histórico en el que un gobierno cumple absolutamente todo lo que promete. Aparentemente, el programa “liberal” se llevó a cabo a amplia escala. Pero si analizamos con un poco de seriedad la gestión económica del gobierno militar, los objetivos establecidos no se cumplieron en lo más mínimo, al contrario: se hizo lo imposible para que no quedara sector económico sin intervención, en su forma más fraudulenta y arbitraria. La primera premisa, reducir el gasto público, no fue respetada en ningún sentido. Si bien disminuyó en los primeros años después del golpe, hacia 1977 comenzó a dispararse, hasta superar los niveles de 1973-75. Este gasto se manifestó bajo la forma de subsidios para las grandes empresas principalmente, además de que el gasto y endeudamiento de las empresas públicas, e inversiones estatales de todo tipo. Con el fin de “atraer inversores”, el equipo económico de Martínez de Hoz organizó proyectos de inversión que consistían en enormes subvenciones a grandes empresas. Del total de inversiones realizadas, sólo el 9,8% del total recibió este tipo de apoyo, concentrándose los subsidios principalmente en empresas como Celulosa Argentina, Acindar, Alpargatas, Bridas, Pérez Companc, Garovaglio y Zorraquín, Atanor, Indupa y Duperial. Por cierto, los beneficios para las grandes empresas no consistieron sólo en esto. Algunas de las firmas más importantes que todavía hoy dominan los mercados, como Agea/Clarín, Arcor, Astra, Bagó, Bemberg, Bunge y Born, Fate/Aluar, Fortabat, Ledesma, Macri, Roggio, Soldati, Techint, Werthein, además de las ya mencionadas, recibieron 145
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importantes privilegios por otros métodos. La supuesta liberalización del sector externo se realizó en forma selectiva y asimétrica, de modo que algunas empresas nacionales mantuvieron su protección sobre la competencia externa, mientras que otros sectores fueron severamente disciplinados por la misma. Mientras las exportaciones de algunas ramas de la producción crecieron notablemente [2], el crecimiento sostenido de las importaciones, en parte alentadas por el retraso cambiario, afectaron seriamente a muchas industrias nacionales, no por motivos de eficiencia, sino porque estas estaban limitadas en su inversión por las altas tasas de interés locales. El acceso al crédito externo, a tasas bajísimas en comparación con las nacionales, estaba limitado para quienes mantuvieran estrechas relaciones con el Estado y tuvieran una importante presencia en el mundo de las finanzas. Este último fenómeno estimuló una intensa actividad especulativa, por la que importantes entidades financieras obtenían suculentas ganancias tomando dinero a bajas tasas en el exterior y depositando el mismo en el país a tasas artificialmente elevadas. Por otro lado, hacia mediados de los ’70, se dio una notable expansión de innovaciones tecnológicas en el sector teleinformático a nivel mundial. El sector público argentino incorporó en forma masiva computadoras y otros equipos en forma desproporcionada en términos de necesidades reales y en la utilización que se les pretendía dar, contrastando con un deficiente equipamiento y recursos humanos poco capacitados para la instalación informática. Entre 1979 y 1981 las compras estatales, en su mayoría provistas por la IBM, crecieron un 300%, equipando de manera compulsiva y desproporcionada al sector público. La consecuencia de este derroche de recursos públicos fue una subutilización estrepitosa de la capacidad instalada y se generaron graves problemas de mantenimiento. El sector público en Argentina y en toda América Latina durante este período, fueron de los principales compradores de bienes del complejo teleinformático para la administración estatal. Buena parte de estos equipos teleinformáticos fueron utilizados para profundizar el control represivo sobre la población. Y por último, con el motivo de legitimarse tanto hacia adentro como hacia fuera de la nación en relación a las violaciones de los derechos humanos que se estaban cometiendo, los militares se aseguraron la organización del mundial de fútbol de 1978, cuyos costos superaron los 700 millones de dólares —diez veces superior a lo provisto—, que se dilapidaron en la remodelación de estadios, obras pomposas y proyectos sobrevaluados. Una de las principales herramientas utilizadas para financiar estos enormes gastos, además de los impuestos, fue el endeudamiento. Los vínculos de Martínez de Hoz — amigo personal de David Rockefeller— con numerosas entidades financieras internacionales y las simpatías de algunas potencias para con la dictadura argentina, facilitó el acceso del Estado al crédito externo. En los primeros años del Proceso, el principal tomador de créditos internacionales fue el sector público, que buscaba acumular reservas en divisas para controlar los precios internos mediante el tipo de cambio en el futuro. También recurrió al crédito interno, lo que contribuyó, merced al aumento de la demanda de las empresas públicas, las provincias y municipios, a aumentar aún más las tasas de interés. Por otro lado, y en los años previos a la crisis de 1981, el sector privado protagonizó, como mencionamos, parte del endeudamiento en sus maniobras especulativas. 146
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Las tasas de interés fueron artificialmente elevadas por el Banco Central, mediante la sustitución del sistema de nacionalización de depósitos por el de encajes fraccionarios. Estos se establecieron en un 45%, de modo que por cada depósito que recibían los bancos privados, debían depositar ese porcentaje del mismo en las arcas del Banco Central, por lo que sus créditos quedaban limitados casi a la mitad [3]. Esto produjo una enorme disparidad entre ahorro e inversión: por cada suma de dinero que se ahorraba, solo podía invertirse casi la mitad. La escasez de crédito hizo que las tasas se elevaran —superando por momentos el 1000%—, lo que produjo una natural subutilización del stock productivo, disminución de la inversión y desempleo. Los movimientos de capital más activos eran los que se hacían con fines especulativos, como ya explicamos, a partir de las bajas tasas disponibles en el exterior. Para compensar a las entidades financieras por la medida de los encajes fraccionarios, se creó la “Cuenta de Regulación Monetaria” (CRM). Ésta actuaba emitiendo dinero en forma de subvenciones para los bancos que debían pagar el encaje al Banco Central. Entre 1977-1982, la masa monetaria aumentó 62.000 millones de pesos por este mecanismo, lo que contribuyó a acelerar la inflación. A fines de 1979 y principios de los ’80, la Reserva Federal de Estados Unidos subió las tasas de interés, lo cual provocó una crisis mundial similar a la actual. En este contexto, el negocio especulativo que estaban obteniendo las entidades financieras locales colapsó. El crédito barato ya no estaba disponible en el exterior y la diferencia con las tasas locales dejó de ser rentable: los especuladores y las grandes empresas ya no podrían pagar sus deudas. La crisis llegó a la Argentina y comenzó con la quiebra del Banco de Intercambio Regional, destino que parecía amenazar a las demás entidades. Pero el Estado, ya con Lorenzo Sigaut como ministro de economía, otorgó un seguro de cambio a las empresas privadas endeudadas para evitar quiebras masivas, que finalmente derivó en 1982 en la estatización del 90% de las deudas contraídas por dichas organizaciones. El resultado, de esta orgía financiera fue una deuda externa argentina que aumentó de 8.000 a 45.000 millones de dólares entre 1975 y 1983. En este contexto, la inflación seguía su marcha incontrolable. Como habíamos mencionado anteriormente, para el equipo económico de la dictadura la principal causa de la inflación era el déficit fiscal y el elevado gasto público. Si bien en un principio se propusieron acabar con el mismo, el Estado no sólo no disminuyó sus gastos y la emisión monetaria, sino que los aumentó. Por este motivo se vieron obligados a controlar la inflación por otros medios. A partir de 1979 se implementó la “tablita cambiaria” para controlar la inflación a partir del tipo de cambio. Se inició con una devaluación del 5,23%, y se proponía reajustar el tipo de cambio periódicamente en forma decreciente hasta fijarlo en 1981. De esta manera se pretendía desviar el exceso de oferta monetaria hacia las importaciones, hasta equiparar los niveles inflacionarios nacionales con los internacionales. Sin embargo, los precios de los bienes y servicios no transables siguieron subiendo, entre ellos los alimentos, los servicios del Estado y los de las empresas protegidas por el mismo. Esto trajo aparejado una distorsión increíble de los precios relativos, y las rentabilidades relativas de los sectores económicos. Por ejemplo, muchas empresas sometidas a la competencia extranjera no 147
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podían incrementar sus precios mientras que sus costos, compuestos en parte por precios de bienes y servicios no transables, subían por la inflación. La concentración del mercado se hizo evidente. Las grandes empresas estaban protegidas de la competencia extranjera y además podían acceder al crédito barato en el exterior. Las demás empresas sufrieron una severa disciplina económica, y muchas cerraron o fueron deglutidas por las más grandes. La tablita comenzó a perjudicar a amplios sectores, entre ellos, los exportadores y las empresas presionadas por las importaciones. Martínez de Hoz se vio obligado, en sus últimas medidas como ministro de economía, a decretar una devaluación del 10%, que generó un brusco sobresalto en la economía y se produjo una huida al dólar. A partir de aquí, y con la asunción de Sigaut como ministro en 1981, se implementaron sucesivas devaluaciones que lo único que hicieron fue acelerar la inflación, en un contexto de crisis bancaria a nivel internacional. Como último manotazo de ahogado para frenar la inflación, se acudió, ahora sí, a una importante contracción monetaria, congelando salarios públicos, ajustando las cuentas de las empresas públicas y extendiendo el Impuesto al Valor Agregado (IVA), que provocó una recesión que originó protestas y manifestaciones populares. El descontento se agravó con la derrota de Argentina en la Guerra de Malvinas. Se acercaba el fin de la dictadura, y en octubre de 1983 volvieron las elecciones democráticas. “Se abre, señores, un nuevo capítulo en la historia económica argentina. Hemos dado vuelta una hoja del intervencionismo estatizante y agobiante de la actividad económica para dar paso a la liberación de las fuerzas productivas”, señaló, en un famoso discurso, José Alfredo Martínez de Hoz al inicio de su gestión. Nadie más que él, entre otros, hizo lo imposible para conseguir lo contrario. Las medidas económicas de la dictadura militar, sus subvenciones y favoritismos, su endeudamiento, su manipulación crediticia y monetaria, colaboraron a construir un mercado concentrado y dominado por algunas pocas empresas y un Estado increíblemente endeudado, además de comprometer seriamente el futuro de la economía argentina. A los ojos de la apologética estatista, esto es obra y gracia de la libertad de mercado, y no de la intromisión de un Estado elitista y represivo en la economía. Será difícil contrarrestar esta tendencia en el pensamiento de las masas y de la clase intelectual. Notas [1] Se ha estimado innecesario hacer un análisis detallado de los gobiernos posteriores al período 1860-1916, dado que todos han sido de un marcado carácter intervencionista y evidentemente contrarios al libre mercado. Recordemos que en esta serie de artículos estamos estudiando los gobiernos y períodos históricos donde popularmente se considera que existió libertad económica en Argentina. Ver La libertad económica en Argentina: la “generación del ‘80” [23-9-2008]. [2] Resulta paradójico el hecho de que uno de los principales compradores de la Argentina por aquellos años haya sido la U.R.S.S., puesto que el golpe militar perseguía erradicar la “subversión marxista” que amenazaba la nación. [3] Generalmente se insiste en que durante la dictadura militar se desreguló el sistema financiero y se liberaron las tasas de interés, algo inconsistente con un sistema de encajes
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fraccionarios. Estos actuaron limitando artificialmente el crédito, dado que por cada $100 que los bancos reciben en forma de depósitos sólo pueden prestar $55. 4.5. La economía libre “La libertad no es hija del orden, sino su madre”, - Pierre-Joseph Proudhon La economía libre, como hemos mencionado, se funda en la cooperación humana y los intercambios mutuamente beneficiosos, sin necesidad de una autoridad centralizada. La economía libre ha existido en algunas formas primarias de organización social, el comunismo primitivo, donde no se ha desarrollado en forma suficiente la autoridad política, y a lo largo de la historia económica humana en aquellos márgenes que los Estados y sus instituciones coactivas han dejado al comercio, al mercado y a la autogestión. Continuando con la idea de la “sociedad económica” de Oppenheimer, podemos decir que los individuos en sociedad buscarán satisfacer sus necesidades vía dos “medios económicos” principales, el trabajo y el intercambio. A partir de este principio, puede deducirse cómo los individuos cooperan en el marco de la división del trabajo, desarrollando y perfeccionando sus medios y sus técnicas, expandiendo la demanda colectiva [16] y, de esta manera, superando las distintas etapas de la evolución económica. Según Oppenheimer, este natural proceso se ha visto obstaculizado principalmente por los Estados: “Este progreso continúa hasta que hasta que la sociedad se ha hecho lo bastante poderosa para cubrir todo el globo terráqueo de medios de comunicación y superar los últimos obstáculos opuestos a su desarrollo por la naturaleza. A partir de este momento —momento que Oppenheimer identifica con el presente— sólo los obstáculos políticos pueden entorpecer la última y definitiva integración de los pueblos en la gran humanidad” [17]. La “sociedad económica” no necesita de los gobiernos para desarrollarse y evolucionar. El Estado aquí no tiene utilidad siquiera para establecer las normas y leyes que regulen la vida social con el fin de que no se “autodestruya” o “desorganice” —su función más citada—, puesto que la sociedad se las da a sí misma en forma espontánea y consuetudinaria. Las normas o leyes sociales necesarias surgen espontáneamente de la tradición y la costumbre mediante lo que Carl Menger veía como un proceso de imitación social que tiende a generalizar la acción creativa de algunos individuos guiados por su propio interés, y que pasan a formar parte del todo social mediante el hábito, dando lugar a instituciones determinadas [18]. Estas instituciones se encuentran sometidas a una “competencia” histórica con otras instituciones surgidas por nuevas costumbres y hábitos sociales, de modo que, mediante la prueba y el error, las instituciones innecesarias y descoordinadas respecto a las cambiantes condiciones sociales desaparezcan paulatinamente. De esta manera, la misma sociedad se asegura, casi sin proponérselo, el conjunto de instituciones más eficaces para resolver sus propios desajustes, sin que medie la acción de ningún órgano coactivo.
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La sociedad se ha organizado sin gobierno durante miles y miles de años en economía libre, como ha documentado en forma brillante Piotr Kropotkin en su ya mencionado trabajo El Estado (1897), donde, ocupándose de las organizaciones sociales primarias, y planteando una idea similar a la iniciada por Menger en 1871, señala que «toda una serie de instituciones y muchas más que paso en silencio, todo un código de moral de tribu, fue elaborado durante esta fase primitiva... y para mantener este núcleo de costumbres sociales, bastaban el vigor, el uso, la costumbre y la tradición. Ninguna necesidad tuvieron de la autoridad para imponerlo». De esta manera, la organización económica primitiva no necesitaba de un órgano centralizado para coordinar sus múltiples funciones e instituciones —por más precarias que fueran—, entre las cuales se encontrarían la propiedad común de la tierra, la equidad en la distribución de los bienes y en los “derechos” de cada integrante de la tribu, la división de tareas, y sobre todo —y este es un punto que trataré más adelante—, la educación. Todos estos procesos encontraban su armonía mediante un orden espontáneo que logró estabilidad por milenios. Usualmente se considera que este tipo de sociedades primitivas no necesitan de algún tipo de autoridad política dado su escaso desarrollo cultural y económico, y que a medida que la sociedad, en su organización y estructura, se vuelve más compleja, se hace necesario algún tipo de órgano directivo para evitar la descoordinación y el desorden, pero no hay ni argumentos ni evidencia de peso para sostener esto. Si bien el salto lógico de esta etapa es, según varios historiadores, la esclavitud producto de la guerra entre tribus, este modelo de vida, con las adaptaciones históricas pertinentes, continuó imperando paralelamente a la esclavitud y la servidumbre feudal en la Europa entre los siglos V al VII, según documenta Kropotkin. “Con el nombre de guildas, amistades, hermandades, universitas, etc., pululan las uniones para la defensa y apoyo mutuo; para vengar las ofensas inferidas a un miembro de la unión y responder de ellas solidariamente a fin de sustituir la venganza del ojo por ojo, por la compensación, seguida de la aceptación del agresor en la hermandad; para impedir las pretensiones de la naciente autoridad; para el comercio; para la práctica de la buena vecindad; para la propaganda, en fin, para todo lo que el europeo educado por la Roma de los césares y de los Papas pide actualmente al Estado […] Desde el Atlántico hasta la mitad del curso del Volga, y desde Noruega, a Italia, Europa se cubrió de comunas. Unas se convirtieron en ciudades populosas como Florencia, Venecia, Nuremberg o Novgorod, otras permanecieron siendo burgos de un centenar o hasta de una veintena de familias, y sin embargo fueron tratados como a iguales por sus hermanas más florecientes y prósperas. Organismos henchidos de savia, estas comunas se diferenciaban evidentemente en su evolución. La posición geográfica, el carácter del comercio exterior, las resistencias del exterior que había que vencer, etc., daban a cada comuna su historia propia. Pero para todas el principio era siempre el mismo. Pskow en Rusia y Brugge en Holanda, un burgo escocés de trescientos habitantes y la rica Venecia con sus islas, un burgo del norte de Francia y de Polonia o la bella Florencia, representaban la misma amitas; la misma amistad de las comunas de pueblo y de las guildas asociadas; su constitución, en sus rasgos generales, es siempre la misma” [19].
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Estas comunas campesinas fueron las antecesoras directas de los municipios de la Edad Media. Los burgos y las ciudades libres, consolidadas hacia el siglo VII, fortificadas y rodeadas de murallas, no disponían de autoridades centralizadas, y los conflictos eran solucionados mediante la mediación y la intervención de jueces nombrados por la comunidad. Surgían así federaciones libres y comunidades donde regía el derecho consuetudinario, organizadas bajo un orden espontáneo fundado en la tradición y la costumbre, ajeno a las ambiciones de los príncipes y los señores feudales. Kropotkin destaca que este proceso, «en alguna región fue un desarrollo natural. En las demás —y fue la regla general para la Europa occidental— fue el resultado de una revolución […]. Eran a centenares las comunas que vivían sin otra sanción que su voluntad, sus murallas y sus lanzas». Toda esta organización social espontánea construida en siglos, sucumbió bajo la violencia y la conquista de los Estados, bajo la alianza “del jefe militar, el juez romano y el sacerdote”, en palabras de Kropotkin. Los Estados modernos, tal como los conocemos hoy, surgieron de esta forma, en muchos casos no son más que su evolución y desarrollo. “Durante los tres siglos siguientes [al siglo XV], los Estados que se formaron en toda Europa destruían sistemáticamente las instituciones en las que hallaba expresión la tendencia de los hombres al apoyo mutuo. Las comunas aldeanas fueron privadas del derecho de sus asambleas comunales, de la jurisdicción propia y de la administración independiente, y las tierras que les pertenecían fueron sometidas al control de los funcionarios del estado y entregadas a merced de los caprichos y de la venalidad. Las ciudades fueron desposeídas de su soberanía, y las fuentes mismas de su vida interior, la véche (la asamblea, el tribunal electo, la administración electa y la soberana de la parroquia y de las guildas), todo esto fue destruido. Los funcionarios del estado, tornaron en sus manos todos los eslabones de lo que antes constituía un todo orgánico” [20]. La idea de distinguir tajantemente entre una sociedad estatizada y una sociedad sin estado o libre, basándose en el concepto de que la primera tiende a desorganizar la estructura social, dividirla en estratos en forma coactiva y a generar conflictos internos —lo que Marx y Engels llamarían “sociedad clasista”—, conlleva a su vez, en forma implícita o explícita, el concepto de un “orden espontáneo” que se desarrolla dentro de la “sociedad sin clases”. Podría decirse que este concepto está íntimamente ligado con el anarquismo a lo largo de la historia, y hasta podría servir para identificar qué tendencia puede considerarse dentro del segmento anarquista y cual no [21]. El concepto de orden espontáneo está presente en la mayoría de los anarquistas clásicos, y ha sido revalorizada por los anarquistas contemporáneos más cercanos a la tradición de libre mercado [22]. Podemos encontrar premisas y principios dispersos en algunos casos y bien estructurados y sistematizados en otros en las obras de Proudhon, Bakunin, Kropotkin o Malatesta, mientras que los anarquistas actuales que se acercan a esta concepción simpatizan más con el orden espontáneo concebido por Hayek y Rothbard. En Proudhon y en Bakunin las referencias a la existencia de procesos íntimos en la sociedad que llevan a la coordinación entre las acciones de los individuos están desperdigadas a lo largo de su obra y se hace difícil articularlas para poder afirmar que existía algo así como una “teoría”. Podemos encontrar, sin embargo, ideas relacionadas 151
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con el orden espontáneo en la teoría de la revolución de Proudhon. Él veía en la sociedad procesos y tendencias inherentes que la llevarían a una organización libre y sin Estado: «En medio de los mecanismos gubernamentales, bajo la sombra de las instituciones políticas, lejos de la vista de los hombres del Estado y de los sacerdotes, la sociedad está produciendo su propio organismo, lenta y silenciosamente, y construyendo un nuevo orden, la expresión de su vitalidad y autonomía, la negación de su antigua política y de su antigua religión» [23]. Este nuevo orden, que crecía desde dentro de la sociedad estatizada, se desenvolvía espontáneamente mediante las acciones libres de los individuos, la división del trabajo, las asociaciones laborales, los contratos, la igualdad en el cambio, la competencia, etc.; y sustituiría los gobiernos por la “soberanía del pueblo” y los hombres explotados y oprimidos por ciudadanos libres. De la misma forma, la idea también está presente en su teoría de la federación, en la cual el papel del Estado debe estar «en legislar, instituir, crear, inaugurar, instalar, lo menos posible en ejecutar» [24]. De hecho, exigía que todas las grandes atribuciones del Estado fueran dejadas, paulatinamente, en manos del pueblo: «Comprendo, admito, reclamo si es necesario, la intervención del Estado en todas las grandes creaciones de utilidad pública; pero no veo la necesidad de dejarlas en sus manos después de entregadas al uso de los ciudadanos» [25]. Como vemos, su idea del accionar del gobierno, de la misma forma, nos presenta el mismo concepto: que existen en la sociedad procesos intestinos que conducen al orden y la coordinación entre los intereses y acciones de los individuos. Las ideas de Bakunin sobre el orden espontáneo son, en cierta forma, más difíciles de articular. Esto se debe a que Bakunin ha sido primordialmente un teórico de la revolución popular y de la naturaleza y esencia del Estado, además de un crítico implacable de la religión, más que un sociólogo. No obstante, su rechazo del Estado y otras instituciones coactivas conlleva, implícitamente dentro de sí, la suposición de que la sociedad no necesita órganos externos que la dirijan ni reglamenten la conducta de los individuos para alcanzar el orden y la armonía, y muchas de sus formulaciones filosóficas lo confirman. Uno de sus principales conceptos filosóficos es la oposición entre sociedad, como producto de la naturaleza y sus leyes, y el Estado, producto artificial y humano, y por lo tanto, histórico y temporal. Al formar parte de la naturaleza, la sociedad posee así sus propias leyes internas de las cuales el individuo no puede rebelarse, porque sería rebelarse contra sí mismo y contra el “orden natural” de cosas [26]. Por su parte, Kropotkin y Malatesta fueron más explícitos a la hora de tratar la idea del orden espontáneo. Como mencioné anteriormente, Kropotkin fue uno de los teóricos que más cerca estuvo de dilucidar los procesos espontáneos de la sociedad sin Estado. Su más conocido trabajo, El apoyo mutuo: un factor de evolución (1902), explica el papel determinante que desempeña la ayuda y la cooperación en el reino animal y vegetal y la naturaleza en general, en el curso de su supervivencia, y eleva tal principio a la altura de la “selección natural” darwiniana. Pero el aporte realmente importante a la teoría anarquista, tal como la he dado a entender aquí, reside en la aplicación que del concepto de “apoyo mutuo” al desarrollo histórico de las sociedad humanas, desde la era de las tribus hasta la sociedad moderna. Según Kropotkin, los seres humanos están dotados de instintos que los impulsan, como a todos los seres vivos, a cooperar y ayudarse mutuamente para sobrevivir y mejorar su existencia, y que tal inclinación interior por sus semejantes forma 152
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parte de su naturaleza. Según esto, el impulso natural de apoyo mutuo lleva a los individuos y las sociedades, sin la intervención de un órgano directivo, a mejorar espontáneamente su calidad de vida en conjunto y sortear los difíciles obstáculos de la naturaleza para sobrevivir. El problema en la recepción de la teoría del “apoyo mutuo” de Kropotkin, y este es un error que él mismo no se libró de cometer, fue que en muchos casos se concluyó rápidamente que tal principio debía ser aplicado a la manera de “imperativo categórico” a la sociedad, como una norma inviolable que los individuos debían respetar y hacer cumplir, en lugar de creer que tales prácticas surgirían espontáneamente en una sociedad sin Estado. Malatesta tenía bien presente la idea del orden espontáneo, aunque estuvo muy lejos de elaborarla en forma de teoría —como es sabido, Malatesta no fue nunca un teórico—. No obstante, queda en evidencia su optimismo respecto a la cuestión del orden en una sociedad sin Estado en numerosas citas: “Por lo demás, para comprender cómo una sociedad puede vivir sin gobierno, basta observar un poco a fondo la sociedad actual y se verá en realidad que la mayor parte, la esencia de la vida social, se realiza, aun hoy día, con independencia de la intervención del gobierno y cómo el gobierno no se entremete sino para explotar a las masas, para defender a los privilegiados y para sancionar, bien que inútilmente, todo cuanto se hace sin él y aun contra él. Los hombres trabajan, cambian, estudian, viajan, observan cómo quieren las reglas de la moral y de la higiene, aprovechan los beneficios del progreso de las ciencias y de las artes, sostienen entre sí relaciones infinitas, sin sentir necesidad de que nadie les imponga la manera de conducirse. Y justamente son las cosas en que el gobierno no se entremete las que menos diferencias y litigios ocasionan, las que se acomodan a la voluntad de todos, de modo que todos hallan en ellas su utilidad y su agrado […] Abolid esta potencialidad negativa, que es el gobierno, y la sociedad será aquello que debe ser, según las fuerzas y las capacidades del momento. Si en ella se encuentran hombres instruidos y deseosos de difundir la instrucción, ellos organizarán escuelas y se esforzarán en hacer sentir a todos la utilidad y el placer de instruirse… Si en sociedad se encuentran médicos e higienistas, ellos organizarán, a buen seguro, el servicio sanitario. Si existieran ingenieros y maquinistas, ellos cuidarían de establecer y organizar ferrocarriles, si no existieran, es evidente también que un gobierno no podría inventarlos” [27]. A menudo esta idea ha inundado muchas de sus opiniones sobre la forma que cobrará la anarquía de realizarse, y sobretodo, sobre sus compañeros anarquistas de otras tendencias. Ya hemos citado su postura en una carta dirigida al revolucionario ucraniano Nestor Makhno, respecto a la absurda controversia generada entre anarcocomunistas y anarcoindividualistas —que continúa hasta nuestros días—, y no puedo dejar de lado su crítica a algunos otros anarquistas sobre su posición frente a la Primera Guerra Mundial. Anecdóticamente, uno de los más importantes teóricos del orden espontáneo no ha sido precisamente un anarquista. Friedrich Hayek fue uno de los pocos pensadores capaces de sintetizar la idea del orden espontáneo en una economía libre en una teoría, algo que los autores mencionados sólo lograron hacer a medias. Hayek, y la escuela austriaca de economía en general, han insistido en que el principal problema en la organización de una sociedad reside en la forma en que se utiliza y transmite la información entre los distintos 153
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actores. Por “información”, la escuela austriaca se refiere a los conocimientos subjetivos que poseen los individuos, en relación a unas circunstancias de tiempo y lugar dadas, un tipo de información parcial, dispersa y difícilmente articulable [28]. El medio en el que este conocimiento subjetivo e imperfecto es mejor utilizado por los individuos es aquel en el que la “estructura” social está claramente definida, entendiendo por “estructura” un conjunto de reglas o principios básicos que permiten y facilitan la coordinación y la transferencia de esa información entre los distintos actores individuales. Estas reglas o principios pueden considerarse sinónimos de las instituciones sociales espontáneas de la mencionada teoría de Menger. Los individuos pueden perseguir sus propios intereses en el marco de estas reglas o normas sociales, coordinando sus acciones y planes individuales, y produciendo, de esta manera, un orden general no deliberado. En definitiva, el orden espontáneo concebido por Hayek no se diferencia demasiado de las interpretaciones parciales de los teóricos anarquistas clásicos, particularmente Proudhon y Kropotkin. Tanto unos como otros manifestaron que la “sociedad libre” en el primer caso, o la anarquía en el segundo, el orden espontáneo surgirá como consecuencia de la libre interacción entre los individuos en el marco de unas reglas o principios básicos comunes a todos ellos. Si bien la postura de todos los teóricos mencionados consiste en intentar dilucidar cuáles deberían ser esas reglas o principios que deben establecerse, opino que el perfecto complemento de la teoría del orden espontáneo, tal como se ha descrito aquí, es la teoría de las instituciones de Menger —que ha sido adoptada por la escuela austriaca—. Es un asunto poco fructífero intentar demostrar qué principios o instituciones serían las más eficaces para que los individuos coordinen y se organicen en verdadera libertad, si la abolición de la propiedad privada, su más completo respeto o la adopción del “derecho de posesión”, si el principio federativo, el gobierno limitado o la organización comunitaria, etc. Las sociedades adoptarán las instituciones y normas que sean más eficientes para el orden general según sus condiciones materiales e históricas, y el orden espontáneo surgirá en tanto dichas instituciones no estén fundadas en la coacción, sino en la absoluta libertad de asociación, la costumbre, la tradición y el derecho consuetudinario. Notas [16] El economista John Hicks, al igual que Oppenheimer, considera la “concentración de la demanda” un verdadero factor de importancia en el desarrollo de la economía a lo largo de la historia, viendo el mercado como el mejor medio para ello. Ver Una teoría de la historia económica (1969). Dicho sea de paso, Hicks comienza esta obra haciendo una distinción entre la “economía consuetudinaria” y la “economía autoritaria”, bastante similar al contraste que hace Oppenheimer entre la “sociedad económica” y la “sociedad política”. [17] Francisco Ayala, Oppenheimer (1942). [18] Ver la teoría del dinero de Carl Menger, en Principios de economía política (1871) o El origen del dinero (1892). Si bien Menger elabora esta teoría de los procesos institucionales espontáneos en forma algo elemental para encontrar los orígenes de la utilización del dinero, su teoría sería más tarde matizada con mayor detalle por Friedrich Hayek y Bruno Leoni, ampliándola a otros campos económicos, jurídicos, morales, etc. [19] Piotr Kropotkin, El Estado (1897). 154
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[20] Piotr Kropotkin, El apoyo mutuo: un factor de evolución (1902). [21] Como he señalado anteriormente, la tarea de los anarquistas es dilucidar cómo la sociedad se organiza por sí misma sin una autoridad coactiva centralizada, o lo que es lo mismo, buscar las raíces del orden espontáneo, en lugar de desarrollar y planificar normas externas a la sociedad que los individuos que la integran deben respetar porque son “éticas”, “justas”, etc. [22] Por otro lado, algunos anarcocomunistas parecen alejarse cada vez más de este concepto. La sociedad ya no debe buscar “organizarse por sí misma”, ni los individuos particulares asociarse libre y voluntariamente en las formas más diversas para alcanzar sus fines y satisfacer sus necesidades. El orden aquí, entendido como socialismo, es deliberadamente construido por los trabajadores, la economía planificada totalmente en forma colectiva, muchas actividades y aspectos son definidos de antemano como asuntos de “interés común”, que serán tratados por las organizaciones anarquistas mediante la democracia directa, y ya hay una variada gama de posiciones que han sido estrictamente establecidas como “libertarias”, y que una sociedad “libertaria” necesariamente deberá adoptar y tratar “en comunidad” —como en cuestiones de género, de ecología, de educación, entre otros—. [23] Pierre-Joseph Proudhon, Idea general de la revolución del siglo XIX (1851). [24] Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo (1860). [25] Pierre-Joseph Proudhon, Ibíd. [26] Esta teoría se hace explícita en la obra de Bakunin Dios y el Estado (1871), y se encuentra excelentemente explicada en el mencionado trabajo de Cappelletti, Bakunin y el socialismo libertario (1986). [27] Errico Malatesta, Anarquía y gobierno (1891). [28] Friedrich Hayek, El uso del conocimiento en la sociedad (1945). Si bien el argumento hayekiano está desarrollado en términos económicos, creo que es mejor interpretarlo en términos más generales, abarcando ámbitos sociales más amplios. Algo que, de todas formas, Hayek tenía en mente. 4.6. Los mecanismos de acción del Estado El fin de este capítulo es el de esclarecer la forma en que los diferentes tipos de intervención del Estado no sólo no tienden a beneficiar a la sociedad en su conjunto, sino que buscan beneficiar a una clase y a ciertos sectores económicos particulares en detrimento de los verdaderos productores y trabajadores, haciendo uso de la teoría del Estado antes desarrollada. Muchas de los conceptos que serán vertidos aquí son válidos para casi cualquier tipo de sistema económico de la historia, pero en este momento sólo me enfocaré en la actual economía de mercado, y cómo el Estado y sus modernos mecanismos distorsionan y alteran el sistema de precios. El mercado libre El mercado se basa principalmente en el intercambio voluntario: una relación mutuamente beneficiosa en la que dos individuos truecan bienes de menor valor por otros de mayor valor entre sí. El valor de un bien aquí debe entenderse como una apreciación subjetiva e individual basada en la utilidad que las personas estiman que le reporta dicho bien. De 155
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esto se deduce que si un individuo posee un bien A pero desea un bien B, y otro posee un bien B pero desea un bien A, establecerán entre ellos un intercambio y ambos saldrán ganando. Esto no es más que lo que vemos día a día en el mercado, y en casi cada relación social. Si el intercambio voluntario no aumentara la utilidad de cada uno de los participantes, este simplemente no tendría lugar. Si bien nuestra imaginación tiende a representarnos este proceso como un simple trueque directo de bienes, la verdad es que el intercambio monetario se rige por los mismos principios. El dinero surge, como he señalado al mencionar la teoría de Menger [40], como un producto espontáneo de los procesos de mercado. Allí donde se organiza un mercado de trueque, no tardan en aparecer bienes que presentan una liquidez mayor que la de los bienes restantes, es decir, que son más demandados y que por lo tanto, pueden utilizarse como “medio de cambio generalizado”. Antes del surgimiento del dinero, si A poseía un bien X y deseaba obtener un bien Y, debía encontrar un individuo B que se encontrara en la situación exactamente opuesta, y poseyera un bien Y, y deseara obtener un bien X; y lo más probable es que el intercambio jamás tuviera lugar. El dinero evidentemente facilita enormemente los intercambios y organiza mejor la formación de precios, con lo que no es descabellado encontrar en su implantación los fundamentos de una sólida civilización económica. El dinero y la consecuente formación de precios permiten además el funcionamiento del cálculo económico [41]. Por cálculo económico debe entenderse aquél proceso de asignación de recursos escasos basado en los precios de los productos como indicadores y guías para los productores. En efecto, si el precio de un bien aumenta, manteniéndose constantes las demás variables —como el costo de producción—, los productores reconocerán una evidente oportunidad de ganancia y trasladarán su capital a la producción de dicho bien, aumentando su oferta y satisfaciendo la demanda de los consumidores. Y si el precio del mismo bien disminuye los productores retirarán recursos de ese sector y los trasladarán a otros de mayor rentabilidad. De esta manera, si admitimos que los productores actúan racionalmente, que buscan siempre obtener mayores ganancias y que para ello utilizan a los precios como indicadores de rentabilidad, se deduce que en el mercado es imposible que se de una sobreproducción o una subproducción generales [42], dado que ello conllevaría pérdidas de capital en el primer caso y aumentos en el costo de oportunidad en el segundo —entendidos como oportunidad de ganancia—. Muchos teóricos han señalado a lo largo de la historia que las crisis de sobreproducción o de “subconsumo” son posibles como un efecto del aumento del ahorro [43]. Si aumenta el ahorro, la demanda presente disminuye y la inversión, que depende de la demanda, cae igualmente. De esta manera se producen recesiones o “atascamientos”, producto de lo llamarían “subconsumo”. En realidad el error parte de una errónea definición de “ahorro”. El economista austriaco Eugen von Böhm-Bawerk ha demostrado que lo que se conoce como ahorro en realidad es el acto por el cual el individuo cambia demanda presente por demanda futura, según su preferencia temporal. Este proceso consiste en trasladar parte del ingreso destinado para el consumo presente hacia el consumo futuro, y en una sociedad donde el sistema bancario y monetario se encuentra bien organizado y estable, dicha transferencia se manifiesta a través de la tasa de interés. Si los individuos aumentan 156
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su ahorro —aumentan la demanda futura—, aumenta el capital disponible para el crédito, la tasa de interés baja y los productores reciben la señal de que deben invertir en procesos productivos más intensivos en capital o métodos indirectos de producción, o, en palabras de Böhm-Bawerk, que “demoren más tiempo”. En definitiva, un aumento del ahorro no disminuye la producción o el empleo, simplemente los traslada desde la industria de bienes de consumo hacia la industria de bienes de capital [44]. “A través del ahorro no se extingue absolutamente ni siquiera una pequeña parte de la demanda de bienes., sino que, como J. B. Say demostró de manera magistral hace más de cien años en su famosa teoría de la “venta o demanda de productos” (des débouchées), la demanda de bienes, el deseo de medios de disfrute, es en cualquier circunstancia humana, insaciable. […] En otras palabras, aquéllos que ahorran restringen su demanda de bienes de consumo en el presente, simplemente para incrementar proporcionalmente su demanda de bienes de consumo en el futuro” [45]. En realidad, esta teoría no es más que una matización superadora de la famosa Ley de Say, que establecía que la demanda y la oferta no pueden nunca ser desiguales. Los productores, al producir, están generando una demanda suficiente para poder recomprar los productos ofrecidos. La demanda está implícita en los ingresos que perciben los factores al intervenir en la producción. Si bien es concebible una sobreproducción o “subconsumo” accidental en determinada rama de la industria, es inconcebible tal situación para el mercado en su totalidad. En tales casos las fallas son corregidas automáticamente gracias a que el cálculo económico pone en evidencia pérdidas y ganancias, y los recursos pueden trasladarse desde los sectores menos rentables a los más rentables, y por lo tanto, los que más urgentemente demandan los consumidores. El ahorro no puede disminuir la demanda neta o agregada: simplemente la desplaza hacia los bienes futuros. El mercado, como vemos, posee importantes mecanismos de autorregulación que necesitan de una total libertad para manifestarse correctamente, y sobre todo, para que los productores reciban las señales adecuadas. La intervención estatal no hace más que distorsionar el sistema de precios llevando el mercado a situaciones sub-óptimas en la asignación de recursos, y a redistribuir el ingreso desde unos grupos hacia otros, como se verá en las siguientes secciones. La imposición Los impuestos son la manifestación más antigua y común de intervención sobre la economía. Desde los tributos recogidos por los reyes más primitivos, hasta las multas más absurdas decretadas por los Estados modernos, todos han surgido como mecanismos con la capacidad de alterar y distorsionar el sistema de precios, y con él, los ingresos relativos, redistribuyéndolos desde unos grupos hacia otros, desde la clase productora y dominada hacia la clase parasitaria y dominante. El cobro de impuestos o tributos —nombres prácticamente equivalentes para designar el robo o sustracción de los bienes de los productores por parte de un Estado o clase 157
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dominante— ya comenzaban a establecerse con la aparición de los primeros “caudillos” tribales, siguiendo el proceso analizado en el capítulo anterior, que pronto se erigirían en reyes. Los impuestos se cobraban en especie, razón por la cual los bienes recaudados eran consumidos directamente por la casta superior. Con el desarrollo del mercado y con el surgimiento del dinero, los gobernantes rápidamente hallaron una herramienta capaz de facilitar y agilizar el cobro de impuestos, pero sobretodo, comenzar con el proceso de dominación “ideológica”, además de la económica. El dinero era un mecanismo que benefició y facilitó el comercio a gran escala y pasó rápidamente a ser una institución muy estimada por una sociedad cuyo mercado se expandía. Los gobiernos lograron, monopolizando el dinero e imprimiéndole su sello distintivo en forma de monedas, establecer una histórica asociación entre el mismo y la autoridad estatal, al punto de generar en el imaginario colectivo la idea de que, de hecho, era una creación del rey. Hacia el siglo XI tanto los gobernantes como los señores feudales, en casi toda Europa, comenzarían a exigir que el pago de sus tributos fueran entregados en dinero y no en especie. Ya en plena Edad Media, quedaba en evidencia el incipiente desarrollo de un, por el momento inmaduro, sistema impositivo: “Las cantidades tomadas en préstamo sobrepasaban muchas veces las posibilidades de devolución previstas. Los grupos más vulnerables de la sociedad —judíos, ciudadanos y mercaderes extranjeros— eran obligados a realizar préstamos o se les imponían pesados tributos. Los derechos de aduana eran elevados sin razón alguna y sin tener en cuenta el coste de los artículos. La moneda era manipulada por “falsificadores” que se hallaban en elevada posición. El comercio de lana inglesa fue sobrecargado de impuestos simplemente para elevar los ingresos, y las cargas fueron tan pesadas que determinaron consecuencias de largo alcance. Medidas de este tipo surgían de necesidades financieras críticas y afectaban vitalmente al desarrollo y a la prosperidad económica” [46]. La marcada evolución en los sistema impositivos era notoria: si en los inicios de los Estados los tributos se cobraban en especie y los bienes recaudados eran consumidos en el acto por la clase dominante; con la aparición de la moneda estatal contaban con mecanismos como el cobro de multas judiciales, derechos de mercado, peajes sobre bienes en tránsito, derechos de sucesión a arrendatarios feudales, “ayudas de gracia”, etc. Con la llegada del capitalismo industrial, y su nueva organización socioeconómica, los impuestos pasarían a dirigirse hacia otros ámbitos, aunque la esencia de los mismos continuaría vigente: la sustracción de la riqueza a los productores por parte de la clase dominante, redistribuyendo, directa o indirectamente los ingresos relativos y distorsionando la economía. Una muestra del progreso del sistema impositivo hacia el siglo XIX puede ser la extensa enumeración que hace Herbert Spencer de impuestos, regulaciones e intervenciones que se establecerían en Inglaterra entre 1860 y 1880, en su obra El individuo contra el Estado (1884). Sin embargo, recurrir al listado de Spencer puede resultar confuso si lo que se desea es explicar en forma sencilla la distorsión y alteración que genera la intervención estatal sobre el mecanismo de precios y de la estructura intertemporal de la producción. La teoría económica ha tendido a reducir la acción impositiva a unos pocos principales tipos de impuestos para examinar con mayor comodidad sus efectos sobre la economía individual, 158
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y principalmente la renta del individuo. El principal problema con la llamada “economía del bienestar” es que tiende a buscar intensivamente aquel conjunto de impuestos que afecte lo menos negativamente posible el ingreso y las preferencias de los individuos, dejando de lado el hecho de que los impuestos implican, de por sí y por menos distorsivos que sean, algún grado de pérdida de bienestar para el individuo y para la comunidad. Los impuestos pueden separarse, si se quiere, en dos grandes grupos: los proporcionales y los discriminatorios, entre los que se encuentran los progresivos y regresivos. Los impuestos proporcionales son los menos distorsivos, dado que gravan de igual manera la renta de todos los individuos —aquí la distorsión pasaría por cómo se distribuye el gasto estatal [47]—; mientras que los discriminatorios tienden a alterar la estructura de ingresos relativos en forma directa. Estos impuestos dividen la sociedad en grupos, sean por ingresos, por tipo de consumo, por cantidad de capital, etc., y aplican diferentes tipos impositivos sobre cada uno de ellos. Esto conduce a una inevitable alteración de los ingresos relativos, por lo que algunos sectores acaban siendo más perjudicados que otros. Prácticamente ningún tipo de impuesto puede llegar a ser proporcional coherentemente. Los Estados tienden a gravar discriminatoriamente las ventas de determinados sectores, el consumo de determinado tipo de artículos, los ingresos de determinado monto, etc. Esta discriminación distorsiona la rentabilidad de algunas actividades y provoca desajustes en el sistema de precios, redirigiendo la inversión hacia sectores productivos a los que, en ausencia de la intervención, no se hubieran dirigido. Más aún, los impuestos tienden a generar el efecto opuesto al que supuestamente van enfocados. Los impuestos sobre las ventas, por ejemplo, tienden a generar una menor producción en el largo plazo como consecuencia de la baja en la rentabilidad. Si bien la mayor parte de los impuestos de cualquier tipo terminan siempre afectando los ingresos de los individuos, existen mecanismos mucho más distorsivos del sistema de precios. Los controles de precios son la forma más directa de manipular la información subjetiva del mercado. Por supuesto, estos controles nunca se realizan arbitrariamente: el estado siempre busca beneficiar a determinados grupos controlando los precios de determinados artículos, generalmente, disminuyendo los costos de emprender algunas actividades. De esta forma el Estado suma adeptos que legitiman su existencia y su accionar. A pesar de esto, los controles de precios generan distorsiones en el mercado que generan situaciones de baja eficiencia: si el Estado fija precios superiores a los del equilibrio entre la oferta y la demanda, se generará un exceso de oferta que no encontrará demanda, mientras que si el Estado fija precios menores al precio de equilibrio, habrá un exceso de demanda que no encuentre oferta para satisfacerla. Esto es aplicable a todo tipo de mercados, incluso el laboral: “El poder de los sindicatos para fijar los salarios, o para establecer salarios mínimos (superiores, es de suponer, a los de equilibrio), es la acción restrictiva fundamental. Como el sindicato establece un salario superior al de equilibrio, el número de personas dispuestas a trabajar a este salario, número indicado por la curva de oferta, es mayor que este mismo salario, indicado por la curva de demanda. Por ello, una gran parte de la actividad del sindicato tiene por finalidad racionar entre los obreros que desean trabajar los puestos de 159
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trabajo existentes. Esta es la verdadera función económica de medidas tales como las altas cuotas de entrada en los sindicatos y los esfuerzos de éstos para sostener en ciertas tareas un número de obreros superior al necesario…” [48]. La redistribución Uno de los aspectos centrales en el gasto estatal posterior a la recaudación impositiva, es que este gasto no puede ser, de ninguna manera “homogéneo”, o beneficiar a todos los ciudadanos por igual. Y esta es una de las grandes falacias de la teoría económica favorable a la intervención estatal: que existen un tipo especial de bienes que pueden ser considerados “bienes públicos”, cuya definición todavía no ha podido ser del todo aclarada. Como explica Hans-Hermann Hoppe, «los ejemplos que ofrecen diferentes autores acerca de los presuntos bienes públicos varían muchísimo. A menudo clasifican de manera diferente el mismo bien o servicio, lo que hace que ninguna clasificación de un bien particular sea irrefutable; esto prefigura claramente el carácter ilusorio de toda la diferenciación» [49]. No obstante, la definición más usual establece que los bienes públicos son aquellos cuyo disfrute no está limitado a quienes realmente a contribuido a su financiación. El hecho de que el disfrute del mismo no sea privado en un sentido estricto reduce los incentivos para producirlo en la cantidad o calidad que realmente deberían. Esta es la definición adoptada por el economista Joseph Stiglitz en su libro La economía del sector público (1988), por James M. Buchanan y Geoffrey Brennan en la obra citada anteriormente, y por gran parte de la escuela neoclásica. No deja de llamar la atención el hecho de este concepto infiere implícitamente que la cantidad o calidad óptimas pueden conocerse independientemente del proceso de descubrimiento competitivo del mercado, al decir que el mismo no produce en la cantidad o calidad que “debería”. Por su parte, el mismo Hoppe ha refutado sistemáticamente los principios de esta teoría [50]. El concepto de bienes públicos manejado por estos economistas contradicen abiertamente los principios más básicos de la teoría económica. En primer lugar, se torna imposible clasificar bienes públicos y privados de forma permanente, dado que la condición del bien, su demanda y, por ende, su escasez, están determinados por la subjetividad y las preferencias individuales. En segundo lugar, comete el gravísimo error de infiltrar en un análisis puramente positivo, una premisa normativa. En efecto, partiendo del hecho de que un bien determinado no es producido por el mercado, no puede inferirse que deberíaproducirse sin contradecir la lógica y el método científico. El economista Alberto Benegas Lynch también señala que: “Una primera mirada a la producción de bienes y servicios obliga a concluir que muchos de los provistos por los gobiernos tienen las características de bienes privados (en nuestro ejemplo anterior, el servicio telefónico, también el correo, la aeronavegación, etc.) así como también muchos de los que producen externalidades no internalizables son provistos por el sector privado (nuestro ejemplo del perfume, los edificios elegantes, etc.). En verdad la mayor parte de los bienes y servicios producen free-riders, desde educación hasta el diseño de las corbatas” [51].
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Los bienes públicos, tal y como los entienden los economistas, no existen. Los bienes que suministra el Estado son sectoriales, preferenciales y en algunos casos exclusivos. No existen bienes o servicios estatales que beneficien al conjunto de la población en forma proporcional, o por lo menos, en forma general. Y, por supuesto, para un sector importante, los costos de financiar la producción de tales bienes a través de impuestos no superan la utilidad que producen los servicios estatales, si es que tienen acceso a ellos. Una parte importante de la recaudación fiscal se transfiere a sectores económicos privilegiados bajo la forma de subsidios, créditos, protecciones comerciales, etc. También un amplio monto de gasto estatal se destina a maximizar esa variable S que remarcamos en el modelo de Buchanan-Brennan, el excedente de la recaudación por sobre el gasto, que alimenta la burocracia política y los organismos de represión del Estado. Por último, existe un resto de recursos destinados a áreas como la educación, sanidad, seguridad, etc., que sirven de “cortina” o “máscara” para ocultar y legitimar la expropiación del producto de su trabajo que la clase dominada sufre. Casualmente estas áreas, las más reclamadas como prioridades estatales, no encajan con la anterior definición de “bienes públicos”. Detrás de esto generalmente se encuentra la transferencia de recursos de la clase productiva hacia la clase parasitaria, conformada por toda la clase política, las instituciones estatales y toda una gama de grandes empresas privilegiadas artificialmente por la acción del Estado, cuya existencia en la economía hubiera sido reducida o eliminada por el proceso de competencia del mercado. En las sociedades actuales, estos grandes capitales se encuentran representados por la industria subvencionada y protegida de la competencia externa, instituciones bancarias y financieras sustentadas en el favor crediticio de los Bancos Centrales, empresas resguardadas de la competencia por patentes, firmas contratadas habitualmente para la producción y construcción de obras públicas, empresas publicitarias, capitales que financian campañas políticas en tiempos de elecciones con la expectativas de obtener favores estatales en el futuro, y un amplísimo etcétera. La creación de monopolios Siguiendo con la idea explayada en el último párrafo, el anarcoindividualista americano Benjamin Tucker, ferviente seguidor de Proudhon y uno de los más importantes exponentes del mutualismo, ha sido uno de los primeros en sistematizar esta red de privilegios y monopolios creados desde el Estado, para favorecer a determinados grupos económicos en detrimento de otros. Tucker ha señalado a cuatro grandes monopolios, cuatro de los más importantes tipos de intervención estatal en el mercado: el monopolio del dinero, el de la tierra, el de los aranceles o tarifas y el de las patentes [52]. El monopolio del dinero consiste en el privilegio otorgado por el Estado a los creadores y distribuidores de los medios de pago, actividad que se encuentra restringido a otros emprendedores. El resultado es que las tasas de interés están bajo el control absoluto de este grupo de personas, que a menudo se encargan de llevar a cabo las exigencias directas del Estado en política económica. El monopolio de la tierra se basa en el privilegio obtenido por grandes terratenientes para poseer tierras que no trabajan o siquiera ocupan [53]. El tercer monopolio es de los aranceles aduaneros, que protegen a empresas 161
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nacionales de la competencia externa, y fomentan la producción de artículos de más baja calidad y a más altos precios. Por último, Tucker señaló el monopolio de las patentes, que consiste en la protección que reciben innovadores y autores de la competencia, penalizando la producción de sus innovaciones sin autorización, lo que les permite cobrar una renta monopolística sobre las mismas. Más recientemente, el mutualista Kevin Carson ha establecido una forma de monopolio que Benjamin Tucker dejó de lado, aquella que cobra la forma de subvenciones al transporte. Carson afirma que «cada ola de concentración de capital en los Estados Unidos ha seguido a un sistema de infraestructura subvencionado públicamente de alguna clase. El sistema de ferrocarriles nacional, construido en gran parte sobre tierra gratuita o de bajo coste donada por el gobierno, fue seguido de la concentración en la industria pesada, de productos petroquímicos, y finanzas» [54]. La creación de las primeras líneas de ferrocarriles a finales del siglo XIX fue financiada prácticamente en su totalidad por las subvenciones estatales, de esta forma, algunas industrias encontraron una forma económica de transportar sus mercancías sin tener que costearlo con su propio capital. “La economía corporativa centralizada depende para su existencia de un sistema de precios de transporte artificialmente deformados por la intervención del gobierno. Para comprender totalmente en qué medida depende la economía corporativa de la socialización del transporte y los gastos de comunicaciones, imagine qué pasaría si se cobraran los suficientes impuestos sobre el combustible de los camiones y los aviones para pagar el coste completo de su mantenimiento así como los gastos de los nuevos edificios de las carreteras y aeropuertos; y si fueran eliminadas las concesiones de agotamiento de combustibles fósiles. El resultado sería un aumento masivo de los costes de transporte” [55]. Las innovaciones en el campo de las telecomunicaciones, a lo largo de prácticamente todo el siglo XX, han seguido el mismo camino. En Estados Unidos, según Thomas Di Lorenzo, «la cruzada para crear una industria telefónica monopolizada con mecanismos gubernamentales tuvo éxito cuando el gobierno federal usó la Primera Guerra Mundial como excusa para nacionalizar la industria en 1918» [56]. Hacia la segunda mitad del siglo XX, principalmente entre los años 1970-1990, se daría una enorme expansión del complejo teleinformático y la consolidación de nuevos monopolios en dicho campo, gracias al otorgamiento de patentes y licencias exclusivas a las empresas innovadoras, y que luego se verían fortalecidas por la centralización de los gastos estatales en dicho sector. En esta etapa, veinte de las mayores empresas productoras de equipos teleinformáticas centralizaban el 95% de las ventas mundiales. Sin embargo, más de la mitad de dichas ventas eran realizadas al sector público. Di Lorenzo concluye que: “La teoría del monopolio natural es una ficción económica. Tal cosa como un “monopolio natural” jamás ha existido. La historia de los así llamados “servicios públicos” es que a fines del siglo diecinueve y principios del veinte las empresas competían vigorosamente y, como en todo el resto de industrias, no les gustaba la competencia. Las empresas obtuvieron monopolios por parte del gobierno, y entonces, con ayuda de algunos economistas influyentes, fabricaron la racionalización (justificación) ex post para su poder monopólico”.
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La “utilización” de los economistas académicos para legitimar las prácticas estatales, en este caso no se ha limitado sólo a decretar que los monopolios artificiales han sido un producto de la libre competencia, sino incluso a justificar ex post el establecimiento de “leyes antitrust” por parte de los gobiernos. Más aún, han intentado hacer ver tales medidas como el producto de la fuerte influencia académica sobre la legislación, la cual siguió los sabios consejos de los economistas. Más bien, la legislación y la política estatal han influenciado notablemente el cuerpo de economistas, que han necesitado justificarlas y legitimarlas teóricamente. Al respecto, George Stigler ha observado que: “Los economistas tienen sus glorias, pero no creo que el cuerpo de leyes antitrust americanas sea una de ellas. Baso mis dudas fundamentales sobre nuestra influencia en la política antitrust en el hecho de que hemos proporcionado bastante poco conocimiento económico contrastado para guiar la política. Nadie puede creer que hayamos establecido una relación precisa entre la concentración y el poder de mercado. […] Pero, ¿dónde hubo una política de regulación introducida en respuesta a un problema descubierto y popularizado por economistas? La Sherman Act, cabría recordar, fue completa y generalmente rechazada por los economistas americanos” [57]. En definitiva, la creación y consolidación de monopolios es obra y gracia de la acción redistributiva de los Estados, transfiriendo riqueza desde la clase productiva hacia la clase política y los sectores económicos ligados a ella. El monopolio que, considero, más relevante en la actualidad, es el monopolio del dinero, el cual será tratado en el siguiente capítulo. Notas [40] Carl Menger, El origen del dinero (1892). [41] Ludwig von Mises, El cálculo económico en la comunidad socialista (1920). Para un desarrollo exhaustivo de esta teoría, ver Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial (1992). [42] La subproducción o sobreproducción pueden darse sectorialmente o aisladamente, pero nunca en forma general, ya que es inconcebible que todos los productores de la economía se equivoquen al mismo tiempo, a menos que estén recibiendo información distorsionada desde el sistema de precios. Distorsiones que son el efecto inevitable de toda intervención coactiva del Estado en la economía. [43] Entre ellos, uno de los principales exponentes de la escuela clásica de economía Thomas Malthus. Siguieron a Malthus en este punto economistas como Simonde de Sismondi. Más tarde John A. Hobson, Silvio Gesell y el famoso economista inglés John Maynard Keynes se sumarían a este punto de vista. Las teorías de este último son las que principalmente han prevalecido hasta nuestros días, aunque bajo una forma más vulgar. El libro de Thomas Sowell, Reconsideración de la economía clásica (1980), presenta una recopilación y síntesis excelente de la controversia que se generó alrededor de este punto en los albores de la economía política, así como de la llamada “Ley de Say”. [44] Es evidente que John M. Keynes lo único que hace es denominar a la demanda de bienes presentes o de consumo como “demanda efectiva” y establecerla como el determinante principal de la inversión, junto con la tasa de interés. Para él, la “demanda 163
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efectiva” es una variable cuya disminución hay que impedir mediante la intervención del Estado, sin contar que tal fenómeno conllevaría una disminución de la tasa de interés y el consecuente “estiramiento” de la estructura productiva del mercado, sin reducción del empleo o aumento de la producción. Ver su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936). [45] Eugen von Böhm-Bawerk, La función del ahorro (1901). [46] Edward Miller, “Medidas económicas gubernamentales y hacienda pública, 1000-1500”, en Historia económica de Europa, I. La Edad Media, de Carlo M. Cipolla (1972). [47] Como señalaría Murray Rothbard: «Desde luego que el estado gasta siempre los ingresos que recibe en diversos grupos y siempre hay así subsidios cruzados puesto que el que recibe fondos del gobierno de una u otra manera no necesariamente coincide con lo que pagó… En última instancia, hay dos grupos antagónicos que se crean como lo ha señalado Calhoun. Se trata de los contribuyentes netos y de los que consuman el fruto de los impuestos». Ver El impuesto al consumo: una crítica (1994). [48] Milton Friedman, Teoría de los precios (1962). Si bien el análisis de Friedman es correcto, como la mayoría de los liberales no contempla este tipo de intervenciones coactivas en las relaciones comerciales en toda la extensión de la economía. Como se verá más adelante, algunos de los más beneficiados de la intervención en el mercado son algunos sectores más pudientes de los poseedores de capital. [49] Hans-Hermann Hoppe, Falacias de la teoría de los bienes públicos y la producción de seguridad (1989). [50] Hans-Hermann Hoppe, Ibíd. [51] Alberto Benegas Lynch (h), Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado (1997). [52] Benjamin Tucker, Libertad individual (1926). [53] Este monopolio ha sido fervientemente atacado por pensadores como Proudhon, Josiah Warren y Henry George. [54] Kevin Carson, Estudios de una economía política mutualista (2004). [55] Kevin Carson, Ibíd. [56] Thomas Di Lorenzo, El mito del monopolio natural (1994). Thomas Di Lorenzo, siguiendo la misma idea expresada en este trabajo, llega a establecer que en el caso del monopolio de servicios telefónicos, la creación del mismo «fue el resultado de una conspiración entre AT&T y políticos que querían ofrecer “servicio telefónico universal” como un “derecho” a sus lectores. Los políticos empezaron por denunciar a la competencia como “duplicante”, “destructiva”, “un desperdicio”, y varios economistas fueron pagados para asistir a audiencias del Congreso en las que declararon en tono taciturno a la telefonía un monopolio natural». Por “monopolio natural” debe entenderse no como la formación de un monopolio a través de ayudas “externas” como la intervención del Estado, sino como un producto espontáneo de los procesos de mercado. [57] George Stigler, El economista como predicador y otros ensayos (1982). 5. Los monopolios más importantes que gobiernan las economías modernas son, como mencionara Benjamin Tucker, el monopolio de la tierra, el de los aranceles, el de la moneda y el de las patentes.
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5.1. El control monopólico del dinero Muchos enemigos del laissez-faire han denostado el dinero como una de las principales fuentes de todos los males actuales, ya que el afán de lucro, la búsqueda de ganancias, y el egoísmo que florece de las relaciones comerciales, a las que son “sometidas” las personas bajo el libre mercado, son un resultante de un instrumento “manipulador” como el dinero. El dinero, así, pasa a controlar las vidas de los individuos. Dejando de lado el que esta afirmación sea verdadera o no, el problema parece ser mucho más grave, y es que el dinero mismo es controlado por un pequeño grupo de personas, el Estado. Aquí analizaremos las falencias del sistema monetario actual —que rige desde hace prácticamente un siglo, aunque ya venía perjudicando a la sociedad desde bastante antes—, demostrando que el control monetario por parte del Estado es uno de los más grandes problemas que exprimen a la sociedad, ya que le provee prácticamente de todo control en la economía, control que habitualmente se le va de las manos. El problema parte desde la ignorancia misma de muchos economistas, al no comprender el papel principal del dinero en una economía de mercado, y por otro lado, el hecho de que muchos economistas defiendan las recetas keynesianas de irresponsabilidad y manejo arbitrario de la oferta monetaria. Y a explicar y clarificar dichos puntos es a lo que apunta este artículo. Comenzaremos explicando la verdadera naturaleza del dinero y cómo debemos concebirlo para comprender mejor la dinámica del mercado, cómo y porqué los Estados han adquirido el control de la emisión de dinero, la forma en que dicho control conforma el sistema monetario, y por último, las consecuencias que dicha manipulación conlleva. I “Si algunos economistas políticos llegan al extremo de considerar el dinero simplemente como una “medida del valor”, esto se debe a que desconocen la auténtica esencia del dinero” - Carl Menger El error señalado por Menger en el año 1871 es un error que se extiende hasta nuestros días. La ciencia económica imperante hoy todavía considera la existencia del dinero como fruto de una convención humana, cuya finalidad era facilitar los intercambios asignándole un precio —“medida de valor”— a los productos. Llama la atención que gran parte de las corrientes económicas todavía no consideren el dinero como lo que realmente es: un producto del mercado. El austriaco Carl Menger, en su obra fundamental Principios de economía política, de 1871, explicaba cómo las relaciones comerciales mismas, apoyadas en “el poderoso influjo de la costumbre”, había dado origen al dinero. En los primeros pasos de las relaciones de intercambio, los hombres proceden cambiando sus bienes directamente por otros productos bienes, procedimiento llamado comúnmente trueque. A medida que el comercio se desarrolla y los intercambios se realizan más periódicamente, los hombres descubren que algunos bienes poseen mayor liquidez que otros, es decir, que son más valorados y por lo tanto se intercambiaban con mayor facilidad y fluidez. El propio interés de los individuos los lleva a informarse cada vez mejor sobre las condiciones del mercado, por lo 165
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que tratan de adquirir cada vez más bienes “líquidos”, con el fin de conservar valor. Así es como ha nacido el dinero, cobrando las más diversas formas —se estima que el dinero más antiguo haya sido el ganado, y avanzando más en la historia, han ocupado su lugar la sal, el té, hasta los metales como la plata y el oro— y la teoría de Menger ha sido abundantemente comprobada en la historia [1]. La ciencia económica a menudo ha tropezado con el problema de no poder encontrar explicación al origen del dinero, por lo que generalmente se había supuesto que fue un producto del Estado o una mutuo acuerdo entre los hombres, lo cual contradice los hechos, ya que dinero ha existido mucho antes de la aparición de los Estados —incluso antes de los reyes más antiguos—, y de haber sido así, habría quedado evidencia de un hecho de tal magnitud. Hoy en día continúan cometiéndose tales errores, al punto que la única corriente que tiene en cuenta la teoría de Menger, incluso para sus proposiciones prácticas, ha sido, justamente, la escuela de economía fundada por él mismo, la Escuela Austriaca. II “El dinero en su origen fue una creación de la economía mercantil; aunque fue la primera de sus creaciones que los gobiernos (hasta los no mercantiles) aprendieron a apropiarse” - John Hicks El profesor inglés Sir John Hicks, en su interesantísima obra Una teoría de la historia económica, publicada en 1969, nos explica que tal control de los gobiernos sobre el dinero probablemente haya surgido en el momento en que en las relaciones comerciales se comenzaba a utilizar el oro o la plata como bien económico más líquido. Por tal motivo y por costumbre, el dinero ha sido tomado por sinónimo moneda acuñada —habitualmente con la imagen del rey sellada en ella—, por lo que ha parecido ser un producto del Estado. Pero, ¿cuál ha sido la justificación para apropiarse dicha emisión? El hecho de que el gobernante pudiera recibir sus tributos en oro, y no en especie, le servía para poder gastar la recaudación de las maneras más variadas, lo que le rendía mayor utilidad. Otro motivo explícito ha sido el hecho de que al no poder afrontar las deudas contraídas, el gobierno recurría a la disminución del contenido metálico de las monedas de plata u oro emitidas, aduciendo a la población que el valor de la misma no procedía de sus cualidades materiales, sino del sello que le ha impreso el rey. A veces estas medidas impopulares han sido apoyadas con leyes que decretaban el curso forzoso del dinero emitido, incluso bajo penas considerables. Así el gobierno podía pagar a sus deudores en oro. Los efectos de estas políticas son bien conocidos bajo el nombre de Ley de Gresham, que indica que —gracias a este control irresponsable de los gobiernos— el país perdía la moneda “buena” de contenido real de metal precioso, ya que, al ser cada vez más escasa, era atesorada o se exportaba —ya que fuera de las fronteras de la nación sólo se aceptaban monedas “buenas” y no falsificadas por el gobierno—, mientras que en el comercio interno circulaba la moneda “mala”. Esto se traducía en una pérdida del poder adquisitivo de la población, y un encarecimiento general de los precios por la emisión desmedida de moneda. 166
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El control del gobierno sobre la moneda no ha variado desde entonces. Las motivaciones que lo originaron han sido el interés personal de los gobernantes, de un grupo de privilegiados, en detrimento de la población; y, repetimos, gracias a la costumbre es como tal práctica se ha visto como legítima y normal, al punto de haber sido cuestionada tan sólo por unos pocos. En este asunto, la materia del dinero tiene poco que ver: el control del gobierno ha sido tan generalmente aceptado, que el hecho de que los billetes hayan sido emitidos por el mismo le garantiza aceptación. III En el sistema monetario actual, que venía rigiendo desde principios del siglo XX, pero que consiguió sus últimos retoques hacia los años ’70, el valor los billetes emitidos por el Estado se encuentran sujetos a la ley de la oferta y la demanda, por lo que se considera que se hallan respaldados por el PBI, que es la suma de los bienes y servicios producidos durante un período de tiempo determinado. En el mercado monetario mundial, este dinero, denominado divisa, fluctúa con otras divisas extranjeras. De esta manera, el Estado “Benefactor” puede manipular el poder adquisitivo de la población, controlar precios, encarecer productos y privilegiar a ciertos sectores de la economía con sus políticas. Gracias a este monopolio injustificado, la economía sufre distintos tipos de inflación y devaluación que sólo sirven para perjudicar algunos sectores en detrimento de otros. Para explicar esto, dividiremos la economía en tres sectores, utilizando como ejemplo la base productiva de Argentina. El primero será el grupo de los trabajadores asalariados; el segundo será el del sector dependiente del mercado interno —generalmente representado por la industria, el comercio, y una pequeña parte del agro—; y el tercer grupo será elsector exportador, dependiente del mercado externo. La forma en que el Estado beneficia a alguno de estos grupos o lo perjudica, dependerá de cómo manipule el dinero. Supongamos que el Estado, para financiar sus inversiones o gastos, recurre a una expansión monetaria. El efecto inmediato será la inflación, alza general del nivel de precios [2], particularmente de los productos dependientes del mercado interno. Así, los trabajadores ven disminuido su poder adquisitivo. Otro grupo perjudicado —en realidad, no es perjudicado directamente, sino que queda “rezagado” respecto al sector industrialcomercial— es el sector exportador, ya que los precios de sus productos dependen de los precios internacionales y de los tipos de cambio efectivos exportadores. Este fenómeno es denominado inflación de demanda. El gobierno puede optar por decretar un aumento de salarios, pero dada la estructura oligopólica de nuestro mercado, los mayores costos de las empresas serán trasladados a los precios, con lo cual el rezago del sector exportador será mayor. Esta situación suele denominarse inflación de costos. Nuevamente, ante la presión de este último grupo, el Estado puede corregir los tipos de cambio, con lo cual dicho sector se recuperará, pero si persiste la alta demanda, el sector industrial-comercial volverá a adelantarse, repitiéndose el ciclo. A esta altura, salvo el grupo dependiente del mercado interno, todos se han visto perjudicados, gracias a una medida inicial del gobierno, problema que solo puede ser solucionado perjudicando nuevamente a otros sectores. Este
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cuadro dramático poco frecuente se dio en la Argentina, por ejemplo, durante los primeros años del primer gobierno peronista. Pero el problema de la inflación también puede afectar al gobierno mismo. Una vez que el Estado ha iniciado la inflación emitiendo dinero, introduciendo en la economía una nueva masa monetaria, puede producirse déficit fiscal, ya que la recaudación impositiva se realiza según precios pasados, mientras que los gastos e inversiones se realizan con los precios actuales, y por ende, más altos. Aquí el control monetario se vuelve contra el gobierno. La llamada inflación cambiaria es una de las situaciones más complicadas, ya que conllevan a una serie de encadenamientos difíciles de subsanar. En Argentina, uno de los casos que más se han fijado en la memoria de la población, es durante el dramático gobierno de Raúl Alfonsín, a fines de la década de los ’80. Comienza con un proceso de industrialización. La industria, al crecer, necesita divisas para adquirir materias primas y bienes de capital —ya que son adquiridas por importación—, por lo que la necesidad de divisas es proporcional al crecimiento industrial. Pero como la industria no exporta, el sector agropecuario exportador debe financiarle las divisas, y dado que existe una disparidad entre la magnitud de un sector y otro, no crecen a la misma velocidad, produciéndose una brecha entre la provisión y la necesidad de divisas. Para cubrirlo, el Estado recurre a los préstamos e inversiones extranjeras —típico caso en el que el gobierno se endeuda para que se beneficie uno de los sectores de la economía. Si el déficit comercial persiste, el proceso acabará con la retracción del crédito, la pérdida de la reservas de divisas y caerá en una virtual cesación de pagos. La reacción usual del Estado es una devaluación, proceso mediante el cual se disminuye el valor de la moneda nacional con respecto a la divisa extranjera, lo cual conlleva una pérdida del poder adquisitivo de dicha moneda, pero es justificado porque “estimula las exportaciones” [3]. Como las exportaciones aumentan, ingresan más divisas, pero como contrapartida, hay un encarecimiento general de los productos del mercado interno, ya que las empresas adquieren materias primas importadas más caras debido a la desvalorización de la moneda. Vuelve a producirse una “transferencias” de costos a los precios, dada la estructura monopólica del mercado. Nuevamente, el sector más perjudicado es el de los asalariados, que ven disminuir dramáticamente su poder adquisitivo. Gracias a este mecanismo, hay mayor iliquidez —disminución del dinero circulante—, la demanda disminuye notablemente, lo cual puede provocar recesión — crecimiento negativo del PBI—, y surgen problemas de recaudación impositiva como mencionamos anteriormente. Se argumenta que esta situación de iliquidez y recesión se soluciona sola. Ante la deuda externa contraída por el gobierno, existe una necesidad de divisas, la cual es subsanada por la iliquidez, que provoca tasas de interés altas, incentivando a los capitales extranjeros y el ingreso de divisas. A su vez, con la recesión disminuye la producción y la necesidad de insumos importados, lo cual también reduce la necesidad de divisas. A todo esto, el sector asalariado se ha visto perjudicado debido a la fuerte inflación producto de la devaluación, solo que esta vez se suman las tasas de interés altas, que se agregan a los 168
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costos; y por otro lado, vuelve a perjudicarse la recaudación impositiva. Esta espiral interminable e innecesaria, llena de desajustes y desequilibrios financieros, es causada por los caprichos del mismo Estado. De todos modos, la entrada de divisas sanea la deuda externa y acaba con el déficit, pero a costa de todos. Y eso no es todo: como los salarios reales han disminuido, no es de esperarse la presión sindical y gremial, con lo que el ciclo vuelve a reanudarse. Este panorama, el más dramático, viene dándose en la Argentina desde el gobierno peronista hasta nuestros días, prácticamente todas las décadas. IV Como vemos, el mercado está enteramente dominado por el Estado. Es él quien decide si se prioriza las exportaciones o las importaciones, si se beneficia a un sector o a otro, si desvaloriza la moneda —y por ende el ahorro de la población—, si fuerza los precios a la suba, etc., y todo mediante la moneda monopolizada. Hay una diferencia categórica entre el dinero natural, producto del mercado, escogido por las fuerzas impersonales de la oferta y la demanda, y, en última instancia, por la valoración individual, y el papel-monedaemitido coactivamente y controlado arbitrariamente por el Estado. El dinero como bien más líquido, cuya última evolución es el billete de banco respaldado por las reservas del mismo, se caracteriza por conservar el valor de la riqueza propia. El papel-moneda posee valor en tanto el Estado así lo desee, ya que es considerado simplemente como un “medio de pago” o “medida de valor”. Los problemas de la economía no pueden ser solucionados por el Estado si no es mediante la producción de más problemas. Este problema se encuentra enraizado en la sociedad desde hace tiempo, y hasta ha adquirido legitimación intelectual gracias al auge del keynesianismo y las políticas derrochadoras e imprevisoras que ha impulsado. Básicamente, el Estado desde hace un siglo actúa produciendo desastres económicos tratando de facilitar el desarrollo, y luego emparchándolos sacrificando el desarrollo futuro. Podríamos concluir el artículo con un análisis de la política monetaria contrapuesta a la monopólica, es decir, la banca libre, pero la extensión del mismo sería demasiada. Es un tema para analizar a fondo, por lo cual será mejor dejarlo para más adelante. No obstante, terminaremos este análisis sobre el control arbitrario de la economía por parte del Estado de Bienestar con una cita del genial economista James M. Buchanan: “Muchas veces he pedido a la audiencia y a los lectores que se ubiquen mentalmente a fines del siglo XVIII, particularmente como lo representaban David Hume, Adam Smith y los padres fundadores de América, especialmente James Madison. Estas y otras figuras importantes del Iluminismo no pensaban en términos de cómo el Estado —la organización colectiva— podía promover el bienestar de los individuos; su principal interés radicaba en evitar que el Estado tiranizara a los individuos. […] El tema principal era: cómo limitar el poder político. A estos filósofos sociales no les interesaba responder a la pregunta: ¿Cómo puede el Estado activamente promover el bienestar de los ciudadanos? “Ese escepticismo del siglo XVIII acerca de la política y los políticos, en realidad acerca de 169
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toda la gobernabilidad política, desapareció en el siglo XIX. Podemos identificar varias fuentes que provocaron este cambio. El romanticismo alemán surgió para contraponerse al liberalismo clásico, y este romanticismo estuvo acompañado de la noción hegeliana de que el hombre finalmente se realiza a sí mismo por completo solamente en la experiencia colectiva. Una segunda fuente invoca a lo que he llamado “la falacia electoral”. […] La Revolución Francesa finalmente ocurrió y la soberanía popular adquirió significado genuino en las actitudes del público. Era de esperar que este giro produjera una suavización del escepticismo acerca de la eficacia de la política como así también del comportamiento de los políticos. Si nosotros, el pueblo, podemos deshacernos de los opresores, ¿Por qué nos deberíamos preocuparnos por controlar al nuevo poder? “Finalmente, el genio de Karl Marx nunca debe subestimarse. […] Él, y sus seguidores, inteligentemente se abstuvieron de una definición cuidadosa de la alternativa socialista; de esta manera que la imaginación romántica volara para construir utopías inviables […]. “El siglo XIX se caracteriza por la maduración de las ideas del Estado Benefactor de Bismarck en general, se pasó de transferencias estatales limitadas a transferencias masivas al llegar el final del siglo —un proceso que pudo llevarse adelante sin inhibiciones luego de los desajustes de las dos grandes guerras y de la Gran Depresión entre ocurrida entre ellas. El moderno Estado Benefactor llegó a todo su esplendor sólo después de la segunda mitad del siglo XX. El hecho de que esto haya ocurrido temporalmente junto con la demanda de recursos de la Guerra Fría confirma la popularidad política de los programas de transferencias fiscales y también sugiere el desequilibrio potencial cuando y si los compromisos insostenibles hacen cobrar conciencia al público” [4]. Notas [1] Ya hemos descrito la teoría de la liquidez de los bienes de Carl Menger en otras publicaciones, ver, por ejemplo Revalorización de las ideas gesellianas o La teoría marxista de la explotación. [2] Se producen muchos errores respecto a la definición de inflación. Se considera generalmente como una suba generalizada de precios, sin tener en cuenta que la inflación conlleva una reestructuración en los precios relativos. Esto dificulta la explicación de sus causas, muchos economistas en la Argentina ni siquiera tocan el tema de la emisión de dinero al tratar el tema de la inflación, es más fácil explicar tal fenómeno mediante un “aumento de la demanda”, o un “aumento en los costos de las empresas oligopólicas que dominan el mercado”. Dichos aumentos, a su vez, son una consecuencia, justamente, de la emisión desmedida de dinero por parte del Estado, y no causa de la inflación. El nuevo dinero emitido no ingresa a la economía de manera homogénea, sino que ingresa por sectores específicos, lo que aumenta el poder adquisitivo de los mismos. De esta manera, los precios aumentan a medida que el nuevo dinero circula por la economía, siendo los más perjudicados por el aumento de precios los últimos sectores a los que llega la masa monetaria. [3] En la Argentina estamos acostumbrados a la devaluación. Las exportaciones aumentan, pero esto conlleva un deterioro en los términos de intercambio: hay que vender más para poder comprar lo mismo que antes o más. La idea de incentivar la exportación es, obviamente, una medida totalmente antieconómica, por más que los precios propios se 170
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vuelvan más competitivos. Es sabido que, para alcanzar el bienestar, es necesario aumentar la riqueza propia, lo cual se consigue con mayor poder de compra, y no vendiendo. Las políticas exportadoras e impulsoras de devaluaciones no son más que una excusa para el agotamiento de la riqueza propia. [4] James M. Buchanan, ¿Pueden los “estados benefactores” en democracia sobrevivir a las crisis financieras?, 1997. 5.2. El anarquismo de mercado y la banca libre En artículos como El control monopólico del dinero y Teoría austriaca del ciclo económicohemos destacado la importancia fundamental que tiene la moneda en los desequilibrios del mercado y las crisis, y hemos demostrado las desventajas de la existencia de una única moneda legal de curso forzoso. Aquí contrastaremos con el sistema de monopolio monetario descrito críticamente en aquellos artículos con un sistema de libre competencia bancaria del tipo propuesto desde los mutualistas como Benjamin Tucker hasta los austriacos como Friedrich von Hayek. Previamente debemos comprender cuál es el papel del dinero y de los bancos en un sistema de libre mercado. No entenderemos un sistema de libre mercado si no entendemos previamente la naturaleza de estas dos instituciones, y se hace necesaria esta aclaración particular porque los mutualistas han cometido algunos errores a la hora de concebirlos y comprender su papel en la economía. Los mutualistas, desde los tiempos de Pierre-Joseph Proudhon, pasando por William Greene hasta Silvio Gesell, han cometido el error de considerar al dinero “natural” simplemente como un “medio de intercambio”, es decir, que su influencia en los intercambios y en las transacciones, debía ser nula. El dinero pasa a ser un elemento de simple facilitación y agilización del comercio, y si el oro o algún tipo de bien “indestructible” habían ocupado su lugar, éste se desviaría inevitablemente hacia la especulación y la desigualdad. Sin embargo, el dinero surge a partir de las relaciones espontáneas del mercado. Para que un bien se convierta en dinero debe conservar eficientemente el valor, ya que los hombres desde tiempos inmemoriales se han encontrado con el problema de no poder conservar sus bienes por períodos considerables. El bien elegido para cumplir esta función será el más líquido, y por tanto el más demandado. Vemos aquí que la principal cualidad de la moneda denostada por los mutualistas ha sido justamente su característica distintiva y propulsora de su aparición. El banco, por su parte, es una institución surgida para mediar entre el ahorrador y el inversor. Para captar fondos, el banco debe ofrecer a sus clientes un interés suficiente para compensarles por sacrificar su consumo presente a favor del consumo futuro, y por el riesgo de cederles su dinero. Como vemos, este servicio en un sistema de libre mercado, se encuentra sometido, al igual que todos los otros, a las preferencias de los individuos, y el banco que no ofrece un interés satisfactorio se verá inmerso en un “drenaje” de fondos. Por otro lado, el banco cumple otro servicio al deudor al que presta el dinero que le han depositado, cediéndole un préstamo con interés. De esta manera se compensa la reducción en la circulación que ha generado el ahorro. Estos intereses sobre los préstamos, en un
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sistema de libre mercado, dada la competencia entre los bancos, se reducirían considerablemente. Como hace notar Benjamin Tucker: “Según Proudhon y Warren, si el negocio de la banca fuera libre para todos, cada vez entrarían en él más y más personas hasta que la competencia reduciría las tasa de interés de los préstamos al costo del trabajo de gestionar el préstamo, que las estadísticas muestran que es menor del 0,75%. En ese caso los millares de personas que actualmente se abstienen de entrar en un negocio por las ruinosamente altas tasas de interés que deben pagar por el capital que necesitan para comenzar y mantener su negocio hallarían muchas menos dificultades en su camino. […] Así, las tasas de interés caerán a plomo. Los bancos, en realidad, no estarán prestando capital sino haciendo negocio con el capital de sus clientes. […] Esta facilidad de adquirir capital daría un impulso nunca visto a los negocios y, en consecuencia, crearía también una demanda nunca vista de trabajo”. Ahora, en el sistema capitalista actual, ni el dinero ha sido escogido por el mercado, ni existe libre competencia bancaria, como hemos analizado en los artículos antes mencionados. En su lugar, el papel-moneda gubernamental ha sido introducido de manera coactiva, permitiendo al gobierno controlar prácticamente toda la economía; mientras que los bancos manipulan las tasas de interés según los dictados del Estado, lo que ha dado lugar a las tan frecuentes crisis y a los ciclos económicos. Aquí propondremos un sistema totalmente opuesto: en vez de una moneda única, existirá una libre competencia entre monedas paralelas y privadas. Consideremos previamente las consecuencias de la ley de Gresham. Podrá aducirse que en un sistema donde compiten entre sí varios circulantes, “la moneda mala desplazará a la buena”, por lo que no existirá ninguna mejora sustancial con el sistema actual. Sin embargo, tal objeción está mal ubicada, ya que la ley de Gresham se cumple sólo si existen distintas monedas entre las cuales reina un tipo de cambio fijo establecido por el gobierno. Siendo estos los términos, los individuos escogerán la moneda de mayor valor para atesorarla mientras que cederán rápidamente la moneda de menor valor. Si el tipo de cambio fuese libre, las monedas devaluadas verían afectado su tipo de cambio, por lo que perderían poder adquisitivo y los individuos tratarán de sacársela de encima. La moneda “mala” irá desapareciendo progresivamente del mercado. Luego de estas aclaraciones, podemos pasar a analizar el desenvolvimiento del libre mercado sobre la competencia bancaria y la emisión monetaria, punto en el que puede darse una conexión íntima entre los ideales del Anarquismo de mercado en general, incluyendo tanto a anarcocapitalistas, agoristas y mutualistas. Supongamos que se libera la competencia bancaria y se elimina el monopolio sobre la emisión de dinero. El banco privado y libre deberá anunciar primeramente la emisión de su moneda distintiva, la cual denominaremos A, que a su vez estará dispuesto a aceptar como depósito en sus arcas. Este nuevo circulante deberá estar respaldado en otros circulantes —canasta de monedas—, entre los que se encontrarían, probablemente en un principio, la moneda del gobierno; informando al mercado de que el poder adquisitivo de A no podrá caer por debajo del “piso” establecido. Y a su vez, deberá informar también la equivalencia periódica de A con otros circulantes, mostrando a sus clientes la evolución 172
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de su poder adquisitivo. El banco deberá poder alterar su canasta de monedas si alguna de ellas pierde valor con el fin de que A no se desprecie. El propio mercado le indicará cuál será la composición de canasta de monedas más beneficiosa. Asimismo, deberá aceptar la cancelación de sus deudas con su propio circulantes o con el valor equivalente en otras monedas. Si los gobiernos continúan devaluando sus monedas y recurriendo a la inflación, las ventajas de ahorrar en A irá creciendo, aumentando su valor y por lo tanto su demanda. Si los bancos no quieren que se desprecie su circulante y corra la misma suerte que la moneda gubernamental, deberán mantener el poder adquisitivo de los mismos. Así surgiría un mercado competitivo de circulantes, donde aparecerían otros bancos emisores de circulantes B, C, D, etc., además de A y la moneda gubernamental. Estas monedas no deberán atarse a un tipo de cambio fijo, siendo más provechoso para los bancos que el poder adquisitivo de sus circulantes se fije en el mercado. Una vez que surja la competencia bancaria y de circulantes, las preferencias de los individuos en el mercado irán mostrando qué canastas son las más valoradas. La misma competencia que en cualquier otro ámbito fuerza a los productores a mejorar la calidad de sus productos y bajar sus precios, hará que los bancos privados disminuyan los costos transaccionales y busquen aumentar su poder adquisitivo; nadie en el mercado va a desear ahorrar en una moneda que se devalúa día a día. Al contrario de lo que sucede hoy en día con el monopolio de los bancos centrales, que no tienen el más mínimo estímulo para mejorar la calidad de sus monedas. Las monedas actuales se hayan respaldadas por divisas extranjeras u oro, siendo esta la única manera de sostener su valor, mientras que en un sistema de libre competencia bancaria los circulantes tratarán de sostenerse según su propio poder adquisitivo, las preferencias de los individuos y las valoraciones que estos realizan. Sin embargo, puede aducirse que bajo el libre mercado, no habría control sobre las cantidades de circulante, provocando crisis económica, algo que ni siquiera el sistema actual pudo controlar. La diferencia fundamental reside en que si cada banco puede emitir su circulante, quedará a la vista de toda la sociedad quien es el responsable de cada moneda, evitando la emisión descontrolada, ya que cada banco decidirá cuidar el valor de la suya si no quiere quebrar. Para mantener el valor de su moneda el banco deberá controlar minuciosamente la cantidad de A que emite, y solo esto significará una notoria superioridad al sistema monetario actual, donde una devaluación no significa la quiebra y la pérdida del negocio para el gobierno. El banco deberá asegurar a sus clientes que el valor de A no se despreciará o al menos que se comportará de una forma lo suficientemente predecible, para lo que debe ser capaz de controlar la cantidad que emite. Tienen dos formas de controlar su oferta monetaria: vendiendo o comprando su circulante a cambio de otras monedas, o reduciendo o expandiendo su actividad crediticia, es decir, sus préstamos. El banco privado se verá en la situación de tener que resolver cuanto puede aumentar o disminuir su emisión sin que suban los precios y los individuos dejen de interesarse por A como medio de ahorro. Si la cantidad es excesiva, pierde valor y no es apto para el ahorro, y si es escaso, no circulará lo suficiente. Es decir, si el banco advierte 173
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que A pierde valor, deberá ir a comprarlo al mercado o subir sus tasas de interés, y si A no circula lo suficiente, actuará a la inversa. Si se hace popular por responder eficientemente a estas situaciones, la demanda de A crecerá, manteniendo su valor constante y estable. Así se eliminarían las grandes devaluaciones e inflaciones actuales, sustituyéndolas por pequeñas fluctuaciones temporarias. De esta manera, ningún banco sería capaz de alterar el valor de otros circulantes. Siguiendo los movimientos del mercado, la cantidad de circulantes será relativamente estable, ya que se emitirá específicamente lo que el mercado necesite, de otra manera el banco sufrirá pérdidas; y no existirán divergencias artificiales entre ahorro e inversión. Tal política debería ir acompañada por la liberación completa del mercado y de la competencia, para que las preferencias de los individuos se manifiesten fielmente y el conjunto económico se desarrolle eficientemente. Sería este tan sólo un paso para una economía estable y equitativa, y un progreso enorme para alcanzar la sociedad libre, tal como algún día se la había figurado Proudhon. Referencias Rudolf Rocker, Las corrientes liberales en los Estados Unidos, 1944. Jesús Gómez Ruiz, Errores en la teoría monetaria actual, 2001. Benjamin Tucker, Socialismo de Estado y Anarquismo: en qué coinciden y en qué difieren, 1886. Nicolás Cachanosky, Teoría austriaca y el problema del ciclo económico, 2004. 5.3. El espejismo de la inflación En 1946, Henry Hazlitt, en su obra Economía en una lección, dedicaría su capítulo más importante al tema de la inflación, titulándolo, justamente, “El espejismo de la inflación”. Esto no debería sorprendernos, dado que la inflación es uno de los fenómenos más dañinos y graves para la economía, a la vez que es uno de los más incomprendidos y que suscitan las más polémicas confusiones. Nadie suele comprenderla, a la vez que todos dicen tener la solución. Nadie sabe cómo opera, pero todos aseguran conocer sus causas. Según el caso, nos dicen que la inflación la causa el contexto económico internacional, o el afán desmedido de lucro de los empresarios, o los sindicatos que exigen salarios más altos, o las catástrofes naturales. Lo cierto es que estas explicaciones —siempre en boca tanto de académicos como de profanos, y, sobretodo, de gobernantes que buscan, desesperadamente, chivos expiatorios— adolecen de un fallo harto común en materia económica: la confusión entre causas y efectos. Es por esto que Hazlitt describía el fenómeno inflacionario como un proceso que generaba todo tipo de ilusiones y espejismos en quienes desean explicarla. ¿Qué es la inflación concretamente? ¿Cuál es su causa? Para responder a estas cuestiones sería provechoso publicar directamente el trabajo del mismo Hazlitt basado en las teorías de Ludwig von Mises, que brilla por su claridad y simplicidad, pero resultaría bastante largo y en algunos puntos, poco específico, que justamente es el punto que queremos remarcar. Para comprender el fenómeno inflacionario es necesaria, previamente, una suerte de exposición sobre la naturaleza del dinero. Ya la hemos realizado parcialmente en
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otros artículos, sobretodo el trato que le dio Carl Menger, pero aquí queremos analizarlo más bien desde la perspectiva miseana. El dinero, como ya lo hemos definido, en una economía de mercado, es un bien más entre millones, pero que presenta ciertas cualidades específicas, como un mayor grado de liquidez que todos los demás bienes. Esto quiere decir que tiene un valor que le permite al individuo que lo posee acceder a otros bienes, ya que tiene un alto nivel de circulación por la economía, lo que permite, a la vez, ser atesorado y ahorrado. Es esta facultad la que le permite a dicho bien convertirse en medida de valor —numerosos economistas han confundido el orden causal de los acontecimientos asegurando que como un bien era útil como medida de valor, se convertía en dinero—. Podemos agregar que en una economía de mercado pueden coexistir a la vez diferentes bienes que cumplen la función de dinero. El hecho de que el dinero haya surgido del mercado y no de una convención o legislación determinada, nos permite establecer que, como cualquier otro bien, está sujeto a la oferta y la demanda. El primero en realizar esta aproximación fue Ludwig von Mises. ¿Cómo están determinadas esta oferta y esta demanda sobre el dinero? Por el lado de la oferta, entendida como el stock total del bien en cuestión, está definida por la suma de saldos de caja individuales existentes en un momento dado. A su vez, la demanda de dinero es la demanda destinada a obtener y conservar saldos de caja. Y como todo bien en el mercado, el dinero tiene un precio, en el sentido de medida de su poder adquisitivo. La economía convencional sostiene que el poder adquisitivo del dinero es la inversa del nivel de precios, pero esta definición resulta defectuosa, porque la mercancía-dinero, como es evidente, se encuentra sujeta a una relación de trueque para con todos los demás bienes. Con la introducción del dinero, los bienes pasan a tener un precio unitario, medido en unidades de la mercancía-dinero; pero la mercancía-dinero en sí tiene una gama casi infinita, en variedad y cantidad, de bienes que expresan su poder adquisitivo. Puede decirse en este sentido, que el dinero no tiene un precio unitario, sino un prácticamente inconmensurable y heterogéneo. Por otro lado, el dinero es un bien, a diferencia de todos los demás, que se valoran como bienes de uso, cuya utilidad los individuos restringen a la de “valor de cambio”. Es decir, la utilidad del dinero es la posibilidad que existe de poder cambiarlo por bienes en el futuro, lo que significa que no es útil en sí mismo y requiere una cierta aceptabilidad social. Esto significa que no podemos explicar el precio del dinero por su demanda, ya que este posee un poder adquisitivo y un valor de cambio preexistente, anterior a la valoración de la demanda. Mises resolvió este problema mediante el teorema de la regresión, que indica que “la demanda del bien económico dependerá del poder adquisitivo que poseía en el pasado inmediato, y el efecto de esta demanda se ve en el poder adquisitivo del bien en el futuro próximo”. Esta regresión, en los demás bienes puede extenderse hasta el infinito, pero con “la moneda, dicha regresión… tiene un punto a partir del cual se inicia el proceso descrito… llega un momento en que dicha demanda sólo es explicada por el componente no monetario del bien, momento en el que el bien aún no es utilizado como medio de intercambio” [Nicolás Cachanosky, Teoría austriaca y el problema del ciclo económico, 2004]. En este punto, nos encontramos en el instante en el que la mercancía-dinero poseía un valor de uso como cualquier otro bien. Este el caso
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histórico del oro u otros metales, y un sinnúmero de bienes que fueron utilizados como dinero a lo largo de la civilización. De todo esto se deduce que el dinero en el mercado es un bien más y, por lo tanto, está sujeto al principio de la utilidad marginal y a las leyes de la oferta y la demanda. En el mercado, el dinero surge espontáneamente y su oferta es regulada por la demanda al igual que otros productos. La cantidad está, entonces, determinada por las necesidades de los individuos y de la economía, como se ha explicado en El Anarquismo de Mercado y la banca libre. Sin embargo, cuando un ente posee el monopolio de la emisión y administración del dinero, no hay ni incentivos, ni necesidad, ni información necesaria para regular las cantidades de dinero que se arrojan a la economía. Mediante este mecanismo, los bancos centrales y los gobiernos generan todo tipo de desajustes en la economía, como los movimientos cíclicos o la inflación —la cual es una parte del ciclo económico—. A partir de estos conceptos, podremos comprender mejor cómo opera la inflación. El monopolio sobre la emisión y control del dinero posee todos los defectos de cualquier otro monopolio sostenido artificialmente. Un monopolio creado a partir de la innovación, o a gracias al ofrecimiento de un mejor producto en el mercado, tiene que justificar su posición ofreciendo productos de buena calidad y satisfaciendo a la demanda correctamente, porque de lo contrario, no tardarán en tirarlo abajo los nacientes competidores. Pero un monopolio sostenido por el Estado y sus regulaciones y restricciones, no tiene necesidad de ofrecer un producto de calidad ni de satisfacer a la demanda —más aún, no tiene la información para poder hacerlo—, porque su existencia no se ve en peligro. Aunque provoque todo tipo de males en la población, es un organismo que no puede ir a la quiebra. Esta es la diferencia fundamental entre un bien administrado por el mercado y uno administrado por un monopolio privilegiado por el gobierno. La forma en que este monopolio perjudica a la sociedad es, principalmente, mediante las devaluaciones e inflaciones, que son dos caras de una misma moneda. Generalmente se considera a la inflación, con un simplismo sorprendente, como un mero alza en el “nivel de precios”, incluso ante el aumento de precios de un solo sector importante, se habla de “alzas inflacionarias”. Si seguimos estos parámetros no podemos distinguir el aumento de precios por inflación o el aumento de precios por cambios en las preferencias de las personas, por mayor demanda o por contracción de la oferta, es decir, por cualquier movimiento habitual del mercado. Además, el concepto de “nivel de precios” desestima el papel fundamental de los precios relativos en materia inflacionaria. La inflación está relacionada con la cantidad de dinero y la forma en que éste ingresa a la economía. A mayor cantidad de dinero, más se estará “inflando” la base monetaria. Sobre esta base, podemos elaborar un pequeño “modelo”, explicando la forma en que el nuevo dinero inyectado en la economía provoca la inflación. Lo primero que debemos tener en cuenta es que el dinero no ingresa en el mercado manera homogénea y proporcional para todos. Es común entre los austriacos referirse al ejemplo del Arcángel Gabriel: es imposible la existencia de un ente que incremente de la noche a la mañana los saldos de caja de todos en una misma proporción. La realidad es que el dinero nuevo solo puede ingresar en la economía por algunos sectores determinados, e ir circulando por la misma a 176
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partir de allí. Es habitual que los gobiernos inyecten esta masa monetaria a través de sus gastos, o del mercado del crédito, o a través de aumentos en los ingresos de ciertos sectores, o a través de subvenciones, etc., —todo esto de manera poco transparente—. Dividiremos, primero, la economía en varios grupos: A, B, C y D. El primer grupo, A, será el receptor de una nueva masa monetaria desde, dependiendo el caso, el crédito barato o el gobierno. A dispone de más dinero, inyectado exógenamente, y por ello posee una mayor demanda. Dado que la demanda de los bienes que generalmente consume A ha crecido, el grupo B, que corresponde al sector que provee a A de esos bienes, aumentará el precio de los mismos. Al igual que A en un primer momento, como los precios y, por extensión, los ingresos de B han crecido, aumenta la demanda por el lado de B. Y C, que es el grupo que provee de bienes a B, subirá los precios. Este proceso continúa su paso hasta que el dinero nuevo haya cubierto virtualmente toda la economía. Lo que se alteran son los precios relativos, no el “nivel de precios”. El grupo más beneficiado del mismo será A, dado que sus ingresos han aumentado antes de que aumentaran los precios. Los demás grupos que aún no han experimentado un alza en sus ingresos, se verán obligados a pagar más por los bienes que compran. El grupo D, que es el último grupo de la cadena, es el más perjudicado de todos, porque han aumentado los precios de todos los productos y sus ingresos no crecerán hasta que termine el proceso, momento en el cual se han reestructurado todos los precios relativos. Y podríamos añadir a un grupo E, que es un sector cuyos ingresos son fijos y que generalmente no varían con la oferta y la demanda de los mismos, como pueden ser los empleados públicos, que no experimentarán ningún alza ni al principio ni al final del proceso inflacionario. Deberán pagar más por todos los bienes que adquieran, y su ingreso no variará hasta que la autoridad así lo decrete. Y si el gobierno, como es bastante habitual, recurre para pagar estos salarios más altos a la emisión de una nueva masa monetaria, estará disparando otra espiral inflacionaria y añadiendo más leña al fuego. Como vemos, la inflación puede desatarse en varios focos a la vez. Es decir, que la inflación es pura y exclusivamente responsabilidad del gobierno y de un sistema bancario regulado y controlado por él. Es una fórmula empleada para favorecer al grupo A a expensas del resto de la sociedad. Como dice Rothbard, “en el mundo real la inflación monetaria es tentadora para los inflacionistas, precisamente porque la inyección del nuevo dinero no sigue el modelo del Arcángel Gabriel” [Murray Rothbard, La teoría austriaca del dinero, 1979]. Rothbard también destaca otros aspectos de la inflación generalmente ignorados, que hacen que no sea un fenómeno automático e instantáneo: “… al principio, el público considera que el aumento de la oferta monetaria por parte del gobierno y el alza de los precios que la sigue son fenómenos temporarios. […] En consecuencia, aumenta la demanda pública de saldos de caja, mientras se espera la prevista disminución de los precios. Como resultado, éstos suben en forma proporcional y muchas veces sustancialmente menos que la oferta de dinero y las autoridades monetarias se tornan más osadas. […] Con el tiempo, sin embargo, las expectativas y opiniones del público respecto del presente y el futuro económico sufren un cambio de vital importancia. […] Se inicia entonces la segunda fase del proceso inflacionario, con la continuada caída de la demanda de saldos de caja sobre la base de la siguiente composición de lugar: “Será mejor que gaste mi 177
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dinero en X, Y y Z ahora, porque sé muy bien que el año próximo los precios serán más altos”. Los precios empiezan a aumentar más que el incremento de la oferta monetaria. El crítico punto de inflexión ha llegado. A esta altura, se considera que la economía adolece de una escasez de dinero que se pone de manifiesto por el hecho de que el alza de los precios supera a la expansión monetaria. Lo que ahora se denomina grave situación de iliquidez aparece en vasta escala, y surge el clamor general para que se incremente la oferta de dinero. […] La tercera y última fase es la etapa descontrolada de la inflación: el colapso de la moneda. El público, presa de pánico, huye del dinero para refugiarse en valores reales, en cualquier clase de bienes o mercancías. La gente no piensa simplemente en comprar algo ahora, en vez de hacerlo más tarde, sino en comprar cualquier cosa en forma inmediata” [Murray Rothbard, op. cit., 1979]. Pero la inflación conlleva más perjuicios y problemas, además de la característica queja de los consumidores. Como hemos dicho, la inflación forma parte de un proceso más importante y complejo, el ciclo económico. Como la inflación trae aparejada una reforma y alteración sustancial de los precios relativos, estos no reflejan verdaderamente las preferencias y necesidades del mercado. Esto, en forma general, conduce a una expansión mayor de ciertas industrias, mientras otras son utilizadas por debajo de su capacidad, en detrimento de las necesidades concretas de la economía. Cuando la espiral inflacionaria se detiene, las industrias “sobrecargadas” dejan de rendir los beneficios que antes la sostenían, y queda en evidencia la ineficiente asignación de los recursos productivos. Es cuando se desata la crisis que se ha estado gestando durante todo el proceso. El Estado no solo nos perjudica controlando y devaluando nuestro medio de cambio, sino que compromete nuestra futura situación económica. Cuando comienzan a evidenciarse los problemas, busca desesperadamente chivos expiatorios a quienes culpar: hoy ese chivo expiatorio son los empresarios, cosa que ha reafirmado Cristina Fernández en un discurso reciente, donde aseguraba que había una “apropiación de la utilidad” por parte de algunos sectores “formadores de precios”. “Quienes forman precio están como si nada tuvieran que ver. Pero digo que tienen una conducta antisocial. Los empresarios están para ganar plata, pero no de la manera en la que se hace”. En realidad, los empresarios simplemente siguen las leyes de la oferta y la demanda: si hay mayor demanda, subirán los precios. Si esta falacia en materia inflacionaria fuera cierta, de todas formas estaríamos hablando de un desacierto de los administradores de nuestra economía, porque no pueden escapárseles obviedades tales como la influencia de la oferta y la demanda sobre el precio. Es una clara muestra de inoperancia y desconocimiento de la economía, es algo que “deberían” haber tenido previsto. Pero las cosas no son como nuestra presidenta las pinta: en realidad, la inflación está provocada por una expansión monetaria, que actúa en el mercado de la forma que ya hemos explicado. Y los principales beneficiarios son aquellos que el gobierno elija: sean los industriales subvencionados, los empleados públicos, las pymes que acceden a tasas de interés bajas, etc. Es el monopolio sobre el dinero el que permite todos estos desmanes y redistribuciones "desiguales" del ingreso. Su contrapartida es el dinero administrado libremente por el mercado.
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5.4. La teoría mutualista de la tierra Antes de comenzar el artículo tal vez sea oportuna una nota introductoria, aunque no tenga mucho que ver con el tema. En primer lugar, este artículo no es parte de la serie sobre la teoría anarquista que estoy intentando desarrollar. Se trata de algunas breves reflexiones aisladas sobre un tema que nunca se ha tratado en el blog como lo es el de la propiedad sobre la tierra. La teoría mutualista de la tierra Los mutualistas han sostenido desde sus inicios [1] que la propiedad absoluta sobre la tierra es totalmente ilegítima por no estar basada en el trabajo. Más allá de las consideraciones éticas sobre la propiedad absoluta o lockeana sobre la tierra, a la cual oponen la propiedad de tipo usufructuaria, es decir, basada en la ocupación y el trabajo, hay fuertes razones económicas que nos sugieren que la teoría mutualista tiene fundamentos suficientemente sólidos. La crítica económica a la propiedad absoluta sobre la tierra, y con ella a la casta terrateniente y la elevada renta que estos obtienen, tiene sus orígenes en la teoría de la renta de David Ricardo, quien buscaba elaborar una teoría de la distribución del ingreso en el mercado. Ricardo hace una división tajante entre los diferentes grupos económicos y el tipo de ingreso que perciben: los trabajadores, quienes obtienen un salario a cambio de su labor; los capitalistas, quienes aportan su capital, por lo que obtienen un beneficio o interés; y los terratenientes, quienes perciben una renta por el uso el su tierra. Según Ricardo, la estructura del mercado capitalista estaba dada para que los terratenientes sean los máximos beneficiarios en la economía, mientras los trabajadores y los capitalistas ven caer sus ingresos producto de la competencia. El concepto central para entender este proceso es el de los rendimientos decrecientes. Los rendimientos decrecientes pueden entenderse como aquella producción en la que la adición de más unidades de trabajo a los factores, producen cada vez menos unidades de producto. Por ejemplo, en el caso de la tierra puede darse la siguiente situación [2]:
Como vemos, en esta situación existen cuatro extensiones de tierra de diferente fertilidad o productividad. Ricardo sostenía que a medida que los rendimientos decrecientes comenzaban a surtir efecto en las tierras más productivas, se hacía cada vez más rentable ocupar las tierras menos fértiles. En nuestro ejemplo, si suponemos que se están empleando dos unidades de trabajo en la tierra A, cuya productividad es de 19 unidades de producto, vemos que si el propietario quiere aumentar la producción le resulta más 179
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rentable adquirir la tierra B y emplear una unidad de trabajo en ella, que añadir una más a la tierra que ya posee. Con el primer método obtiene 28 unidades de producto, y con el segundo 26. De la misma forma, cuando se halle empleando dos unidades de trabajo en la tierra B, si continúa aumentando la producción, será más rentable pasar a ocupar la tierra C con una unidad de trabajo. De esta manera, grandes propietarios encontraban muy beneficioso comprar grandes extensiones de tierra que no se encontraban trabajando dada su baja productividad relativa, y sentarse a esperar, especulando con que el precio de las tierras obtenidas crecerá enormemente cuando los propietarios de las tierras más fértiles demanden aún más terrenos para hacer frente a los rendimientos decrecientes. Esto explica lo que ocurre en la Pampa y la Patagonia en Argentina hoy en día y en muchas partes del mundo, en la que enormes extensiones de terreno que podrían estar produciendo alimentos u otros bienes primarios se encuentran inutilizadas, dado que poderosos especuladores —en algunos casos, funcionarios políticos— las han apropiado, a la espera de que su valor crezca en el futuro. Quedaría en claro, entonces, que esto golpea negativamente en los demás sectores sociales: las tierras más fértiles lanzan al mercado cantidades decrecientes de productos, y al existir tierras que no pueden utilizarse dado que sus propietarios simplemente especulan con el valor de las mismas a futuro, el precio de los mismos, y sobre todo de los alimentos, sube. Ricardo sostenía que el precio de los alimentos produciría un aumento en los salarios — puesto que el salario para él estaba determinado por la cantidad de recursos necesarios para su subsistencia mínima—, y una consecuente reducción en los beneficios. El proceso terminaba generando una transferencia de riqueza de las demás capas de la sociedad hacia los terratenientes. Incluso podemos encontrar muchos de los procesos colonizadores en América Latina generados por este fenómeno. América Latina presentaba un foco de terrenos sin propietarios legales —más allá de los aborígenes— que potencialmente podían ser apropiados por un lado para aumentar la producción de alimentos y mitigar los efectos negativos del aumento de la renta. En la Gran Bretaña de principios del siglo XIX ya comenzaban a evidenciarse los rendimientos decrecientes, y Ricardo, que escribió sus Principios en 1817, señalaba preocupado: “Si pudiéramos agregar una zona de tierra fértil a nuestra Isla… los beneficios no bajarían nunca; el aumento de la tierra fértil haría bajar la renta y el costo de producción del trigo” [3]. El otro fin con el que se emprendía la colonización, que fue el que finalmente predominó, era para la especulación de grandes propietarios e incluso de jefes de ejército y muchos funcionarios. ¿Es entonces antieconómica la propuesta mutualista? De ningún modo lo es, más allá de que necesite algunas puntualizaciones y matizaciones. La propiedad usufructuaria sobre la tierra impediría que grandes propietarios especulen con el valor de las tierras y las mantengan inutilizadas, mientras los alimentos se encarecen y se ven perjudicados los demás sectores de la economía.
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“[La propiedad mutualista] permite que se envíen las señales correctas a los empresarios y, que de esta forma, faciliten las inversiones adecuadas, con la peculiaridad de que el precio no se aplica sobre la tierra, sino sobre el derecho de ocupación. El ocupante de la tierra no venderá la tierra en sí misma, sino la cesión de su uso. Por ejemplo, si el ocupante de tierras X, que está en una parcela muy fértil y bien comunicada, de la que podría extraer grandes beneficios si se dedicara al cultivo de la vid, actualmente se dedica a la tarea mucho menos rentable de cultivar tomates, pronto otro empresario le ofrecerá una cuantiosa suma de dinero por su derecho de ocupación, y de esta forma cada parcela tendría asignada un precio, sin necesidad de estar sujetas a propiedad absoluta. Las parcelas cuyos rendimientos podrían ser muy rentables tendrían un precio de ocupación muy cuantioso, mientras aquellas cuyos rendimientos podrían ser menores tendrían un precio más asequible […] el ocupante de la tierra puede cederla a quien quiera siempre que sus herederos, a su vez, ocupen también la tierra. De esta forma la inversión de capitales no será desalentada, y el campesino tendrá la seguridad de que sus cuidados e inversión sobre la misma tendrán continuidad” [4.] Notas [1] Puede considerarse la primera formulación de esta teoría la obra ¿Qué es la propiedad? (1840) de Pierre-Joseph Proudhon, el padre del mutualismo. [2] El cuadro está basado en el expuesto por Thomas Sowell en Reconsideración de la economía clásica (1980). En este contexto, los términos “unidad de trabajo” y “trabajador” son intercambiables. [3] Citado por Ricardo M. Ortiz en Historia económica de la Argentina, Tomo I (1955). Diez años antes de que Ricardo dijera esto, en 1806 y 1807, el ejército británico emprendía una de las tantas expediciones militares por toda América, las llamadas “Invasiones Inglesas” en el Río de la Plata, que fueron resistidas victoriosamente por la milicia criolla. [4] Víctor L., La propiedad de la tierra II (viabilidad económica), en Mutualismo.org. 5.5. La manipulación monetaria Los orígenes del monopolio monetario La formación del monopolio del dinero podría decirse que es, luego del monopolio de la fuerza, el que más relevancia histórica y económica tiene —desde luego, considerando una sociedad en la que el mercado ha comenzado a expandirse y la división del trabajo a desarrollarse cada vez más—. Como ya he mencionado en los apartados anteriores, el dinero es un producto espontáneo del mercado y de los intercambios libres. Como explicara Menger, “El interés económico de cada uno de los agentes de la economía les induce, pues, cuando alcanzan un mayor conocimiento de sus ventajas individuales, a intercambiar sus mercancías por otras, incluso aunque estas últimas no satisfagan de forma inmediata su finalidad de uso directo. Y ello sin previos acuerdos, sin presión legislativa e incluso sin prestar atención al interés público. Ocurre de este modo, bajo el poderoso influjo de la costumbre, presente por doquier a medida que aumenta la cultura económica, que un cierto número de bienes, que son siempre los que, en razón del tiempo y lugar, mayor capacidad de venta poseen, son aceptados 181
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por todos en las operaciones de intercambio y pueden intercambiarse a su vez por otras mercancías” [58]. En la mejor y más acabada exposición de Menger sobre la teoría del dinero [59], destaca que el dinero no puede reducirse a una sola mercancía que presente intrínsecamente la naturaleza dineraria, sino que, mediante un proceso dinámico de mercado, los individuos pueden descubrir y utilizar varios bienes distintos como dinero, concretamente, aquellos bienes que presenten mayor liquidez. La liquidez es definida como la diferencia entre el precio ofrecido y el precio solicitado, de manera que cuanto más pequeña es esta diferencia, mayor liquidez posee un bien. De esta manera, el individuo que cambia sus bienes por dinero —el bien de mayor liquidez en el mercado— tiene la seguridad de que podrá cambiar esa suma de dinero por otros bienes sin experimentar pérdidas económicas. De esto se deduce que el dinero óptimo siempre surge espontáneamente de los procesos de mercado, y que uno de los sectores que, a priori, menor intervención del Estado requieren, es el campo monetario. Sin embargo, como señala John Hicks, «está claro que el dinero… fue una creación de la economía mercantil; aunque fue la primera de sus creaciones que los gobiernos (hasta los no mercantiles) aprendieron a apropiarse» [60]. El dinero ha sido históricamente monopolizado y emitido por las autoridades estatales. ¿Cuál ha sido la razón? Como se mencionó en el capítulo anterior, algunos de los principales motivos han sido las necesidades tributarias y administrativas. Pero el principal objetivo de la monopolización ha sido, históricamente, las ventajas y privilegios que puede obtener la clase dominante mediante el control coactivo de la moneda. Friedrich Hayek destaca el hecho de que la sociedad misma ha intentado “sortear” este obstáculo estatal, dado que el monopolio del dinero «tiene los mismos defectos que todos los monopolios: es forzoso utilizar su producto aunque no sea satisfactorio, y, sobre todo, impiden el descubrimiento de métodos mejores de satisfacer necesidades, métodos que el monopolista no tiene ningún interés en buscar» [61]. De hecho, se han realizado intentos explícitos en la historia por combatir el dinero estatal: «algunos de los primeros bancos fundados en Ámsterdam y otros lugares surgieron de los intentos de los comerciantes de crear una moneda estable, pero el creciente absolutismo pronto impidió los esfuerzos por producir una moneda no estatal» [62]. La represión estatal no se hizo esperar, y no sólo se desbarataron tales intentos sino que se recrudecieron las medidas de curso forzoso estatales, sosteniendo y administrando en el mercado un bien como dinero independientemente de las decisiones y acciones individuales [63]. La financiación fraudulenta y el impuesto inflacionario La explicación de esta medida claramente negativa es que, al monopolizar el dinero, se abren múltiples posibilidades para redistribuir la riqueza desde la clase productiva hacia la clase parasitaria. El control del dinero garantiza el control sobre el sistema bancario, más concretamente sobre la oferta monetaria, el tipo de cambio, los tasas de interés y la balanza comercial. El Estado podría financiar todo tipo de proyectos, desde obras públicas hasta los más absurdos conflictos bélicos, sin tener que exprimir impositivamente a la población en forma explícita. Incluso antes de la implementación del dinero fiduciario en pleno siglo 182
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XX y la total monopolización de la moneda por parte de los Estados, ya se vislumbraban los mecanismos que utilizaban los gobernantes para gastar más de lo que recaudaban a través del endeudamiento y de la alteración del grado de pureza de la moneda metálica, provocando inflación. “Hasta el s. XVIII, antes de que empezaran a desarrollarse a gran escala el crédito y la banca, la estratagema era siempre la misma: los gobernantes fuertemente endeudados sostenían que el valor de las monedas de plata u oro no procedía de la cantidad de metal que éstas incorporaban, sino del sello que ellos imprimían en cada pieza, el cual era, en principio, una garantía del peso y de la pureza del metal. Esto, en la práctica, se traducía en la reducción del contenido de metal precioso de la moneda en las nuevas acuñaciones, sustituyéndolo por metales más baratos, como el cobre; y así era cómo los gobernantes insolventes saldaban sus deudas. Para hacer popular la medida, decretaban al mismo tiempo que las deudas entre particulares quedarían saldadas igualmente con las nuevas monedas, decretando su curso forzoso —a veces bajo pena de muerte— en plano de igualdad con las antiguas. Como el número de deudores es siempre muy superior al de acreedores, la medida siempre ha gozado al principio de gran popularidad […] Aparte de los conocidos efectos de la Ley de Gresham (atesoramiento y exportación de la moneda buena y circulación de la moneda mala), estas medidas implicaban la disminución del poder adquisitivo de esa moneda tanto en el interior como en los territorios donde no llegaba la jurisdicción del gobernante, ya que allí se aceptaban, no en función de su valor nominal, sino de su contenido real de metal precioso. El resultado inevitable era la subida de precios y el empobrecimiento general” [64]. Como vemos, los principales sectores beneficiados por la manipulación estatal del dinero, más específicamente de la oferta monetaria y crediticia, son los Estados ávidos de aumentar el gasto público —hecho que se ha vuelto popular bajo gobiernos democráticos y que será tratado más adelante—, todo el conjunto de deudores, y, por supuesto, todos aquellos que recibían la nueva masa monetaria falsificada antes de que empezara el proceso inflacionario. Henry Hazlitt ha explicado este último fenómeno con una claridad gráfica e histórica notable: “Supongamos, por ejemplo, que el gobierno emite dinero para pagar a los contratistas de guerra. Entonces el primer efecto de estos gastos será elevar los precios de los suministros usados en la guerra, y poner dinero adicional en manos de los contratistas de guerra y sus empleados. […] Los contratistas de guerra tendrán entonces mayores ingresos de dinero. Lo gastarán en las mercaderías y servicios que necesitan para sí. Los vendedores de estas mercancías y servicios podrán aumentar sus precios a causa de esta mayor demanda. “Llamemos a los contratistas de guerra y sus empleados grupo A, y a aquellos de quienes compran directamente la mayor cantidad de mercaderías y servicios, grupo B. El grupo B, como resultado de las mayores ventas y precios, puede a su vez comprar más mercaderías y servicios de otro grupo, C. El grupo C, a su vez, podrá aumentar sus precios y tendrá más dinero para gastar con el grupo D, y así sucesivamente, hasta que el aumento de precios e ingresos monetarios haya cubierto virtualmente la nación entera. Cuando el proceso se haya completado, casi todos tendrán un ingreso mayor medido en términos de dinero. Pero… los precios de las mercaderías y servicios habrán aumentado correlativamente; y la nación no estará más rica que antes” [65]. 183
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El último escollo que el Estado debía sortear para asegurarse con el control total de la banca era el dinero metálico, cuya oferta no puede ser arbitrariamente alterada [66], sino que es altamente inelástica porque la cantidad de oro, plata y otros metales, responde a circunstancias principalmente naturales. Pero luego de la Primera Guerra Mundial, el patrón oro fue abandonado, y los Estados comenzaron a implementar el dinero fiduciario, lo cual les permitió controlar a su gusto el sistema bancario, las variables económicas y redistribuir la riqueza hacia la clase dominante. La inflación ha sido comparada, por varios autores [67], con una imposición sobre los saldos monetarios. Podemos suponer que el Estado es el proveedor único de un bien X, que se ofrece en diferentes cantidades en períodos de tiempo diferentes y que las expectativas de los ciudadanos son tales que creen que la oferta del bien en cuestión se mantendrá constante al final de cada período. De esta manera, en un primer período el Estado ofrece una cantidad Q¹ de X, cuyos rendimientos futuros serían V¹ y cuyo precio sería P¹. Si en un segundo período ofrece una cantidad Q², siendo Q² > Q¹, el rendimiento futuro del bien caerá a V² y el precio disminuirá a P², como puede notarse en el siguiente gráfico:
Bajo estos supuestos, el proceso podría extenderse indefinidamente —donde los valores se situarían en Q*, V* y P*—, y el Estado se aseguraría siempre un ingreso diferencial entre cada período, en este ejemplo, P¹ – P². Con el dinero ocurre lo mismo: al aumentar la oferta monetaria en el mercado, disminuye su valor y consecuente los rendimientos que pueden obtenerse de él. El coste de mantener una unidad de dinero pasa a ser mayor en un régimen inflacionario que en uno con inflación cero. Sin embargo, la inflación —o la devaluación monetaria— no puede llevarse al extremo, tal 184
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como he planteado en el capítulo 5. La tercera premisa de la teoría del Estado establece que no es posible exprimir impositivamente a toda la población, por lo que el gobierno debe buscar legitimidad de al menos una parte considerable de la población reduciendo cargas fiscales sobre algunos sectores a costa de aumentarlas sobre otros. Lo mismo sucede con la inflación, y dado que ésta tiende a perjudicar a casi toda la sociedad, resulta contraproducente llevarla a niveles “predatorios”, lo cual produciría una aversión general de los individuos por el dinero estatal, como describe Murray Rothbard [68]. La reacción de los agentes económicos al proceso inflacionario puede dividirse en tres partes: en un primer momento, los individuos confían en que el alza de los precios son un fenómeno temporario y que la inflación disminuirá en el futuro, con lo que la demanda de saldos monetarios aumenta y el nivel de precios puede que aumente en una proporción menor al aumento de la oferta monetaria. Las autoridades, envalentonadas por este hecho, aumentan aún más la oferta monetaria, acelerando la inflación. En esta segunda instancia, las expectativas de los individuos van modificándose, y los agentes económicos comprenden que el nivel de precios no volverá a los valores preinflacionarios, y la demanda de saldos monetarios comienza a caer. El aumento de la inflación supera entonces el aumento en la cantidad de dinero, con lo que los gobiernos suelen creer que el mercado adolece de grave iliquidez y se continúa incrementando la oferta monetaria. Las expectativas de los ciudadanos ingresan en una tercera etapa, la de pánico y huida general de la moneda, en la que la demanda de dinero cae estrepitosamente a cero y los individuos buscan desesperadamente deshacerse del dinero estatal. La búsqueda de un equilibrio es, entonces, la mejor solución para este “juego”. Como señalan Brennan y Buchanan [69], «una desviación periódica de la política de autocontrol puede resultar favorable para los intereses del Leviatán». Si bien es difícil establecer la forma en que los ciudadanos construirán sus expectativas sobre el grado de alteración futura del valor de la divisa gubernamental, y por consiguiente, el grado en que será aceptada socialmente, «para el Leviatán es racional desviarse de un equilibrio inflacionario estable y “jugar”, alternativamente, con tasas de inflación altas y bajas». De esta manera, la inflación toma “desprevenidos” a los agentes económicos y el Estado puede obtener beneficios seguros. Los ciclos económicos de auge y recesión Como mencioné anteriormente, mediante el monopolio del dinero el Estado puede también afectar variables económicas como el empleo, la tasa de interés o el tipo de cambio. Este tipo de intervención, que se realiza principalmente a través del mercado del crédito, es la que determina los recurrentes ciclos económicos de auge, crisis y recesión. Las crisis tienen su origen en la manipulación de las tasas de interés, que, como se explica en el capítulo 6, indican a los agentes económicos la cantidad de recursos acumulados que existen para proyectos de inversión. Los cambios espontáneos en la tasa de interés son simples manifestaciones de los cambios en la preferencia temporal de los individuos, es decir, de los cambios en las valoraciones individuales del consumo presente en relación con consumo futuro. De esta manera, los individuos saben si invertir en sectores productivos más capital-intensivos —que “maduren” en etapas más alejadas en el tiempo—, o en bienes de consumo directo. 185
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El ciclo económico propiamente dicho comienza cuando el Estado decide, con la intención de generar un auge artificial de la economía, bajar las tasas de interés. Esto produce una “estiramiento” de la estructura productiva. El aumento del ahorro o de la demanda de bienes futuros, que repercute en una caída de las tasas de interés, provoca que puedan emprenderse muchos proyectos de inversión que en ausencia de capital acumulado y de expectativas de un aumento de la demanda futura de bienes de consumo resultarían no rentables. Con el aumento del ahorro, resulta más beneficioso para los agentes económicos invertir en proyectos que demoren más tiempo, aumentando la demanda de bienes de producción intermedios y equipo capital, de manera que la estructura productiva del mercado “añade” cada vez más etapas intertemporales de producción. Sin embargo, cuando se bajan artificialmente las tasas de interés, sin que la expansión crediticia esté “respaldada” por un aumento del ahorro, los agentes económicos invierten en proyectos de producción más intensivos en capital, aumentando la demanda de factores productivos. Es decir, los individuos actúan, invierten y producen como si el capital acumulado de la sociedad hubiese aumentado, cuando en realidad no lo ha hecho. Esto, como es obvio, produce un descoordinación general entre las decisiones de los ahorradores y los inversores, e induce al error a cientos de individuos que realizan sus cálculos a partir de las tasas de interés, que, como cualquier otro precio en el mercado, transmiten información respecto a la situación de la oferta y la demanda de determinado bien —en este caso, los recursos prestables—. De esta manera se genera un auge o “boom” artificial insostenible, dado que los empresarios invierten como si existiera un capital acumulado que no existe, mientras que los consumidores continúan gastando sin aumentar el ahorro. Ante esto, la sociedad, espontáneamente, pone en marcha tendencias que revierten con el tiempo el proceso de auge y lo traducen en una recesión inevitable. Esto se debe a que, como explica Jesús Huerta de Soto, «toda agresión al proceso social, en forma de intervención, coacción sistemática, manipulación de sus indicadores esenciales (como es el precio de los bienes presentes en función de los bienes futuros o tipo de interés de mercado) o concesión de privilegios en contra de los principios tradicionales del derecho, da lugar, de manera espontánea, a unos procesos de interacción social que, movidos precisamente por la capacidad coordinadora de la función empresarial, tienden a parar y revertir las descoordinaciones y los errores cometidos» [70]. Los procesos “microeconómicos” que revierten las tendencias “macroeconómicas” generadas artificialmente, señala Huerta de Soto, son seis, según el siguiente orden temporal: en primer lugar, se produce un alza en el precio de los factores de producción, entre ellos los salarios, que, al no haberse liberado de la producción de bienes de consumo —dado que no ha aumentado el ahorro—, “reprime” el optimismo empresarial generado por la expansión crediticia. En segundo lugar, el alza en el precio de los bienes de consumo más que proporcional al aumento en el precio de los factores de producción, debido al aumento de los salarios, el traslado de factores de la industria de bienes de consumo a la industria de bienes de capital, y el proceso inflacionario que comienza a gestarse por la nueva masa de dinero producto de la expansión crediticia. En tercer lugar, 186
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el aumento de los beneficios empresariales en la producción de bienes de consumo, gracias a las tendencias mencionadas en el segundo punto, que genera un traslado de capitales hacia dicho sector y la interrupción de los recién iniciados proyectos capital intensivos. En cuarto lugar, se produce un “efecto Ricardo” [71] inverso, en el que la disminución de los salarios reales por el aumento en el precio de los bienes de consumo incentiva a los empresarios a sustituir maquinaria y equipo capital por trabajadores, disminuyendo aún más la demanda y, por consiguiente, el precio de bienes de capital, con lo cual ya comienzan a producirse pérdidas empresariales en dichos proyectos. En quinto lugar, se genera el aumento de las tasas de interés, debido a que el aumento de la tasa de inflación provoca que los prestamistas añadan a la tasa de interés un monto que les compense la pérdida de capital en términos reales; y por el aumento de la demanda de crédito por parte de los empresarios que pusieron en marcha sus proyectos de inversión gracias a la expansión crediticia, los cuales no pueden interrumpir dadas las pérdidas que se producirían. Por último, se produce la aparición inevitable de pérdidas contables en la producción de bienes de capital, poniendo de manifiesto los graves errores empresariales en los que los agentes económicos incurrieron y poniendo en marcha la paralización de la producción y la necesaria liquidación de proyectos no rentables. De esta forma, el auge llega a su fin y comienza un período de ajuste en el que se producen enormes pérdidas, y se traslada los recursos que quedan hacia la producción de bienes de consumo. Los errores de inversión quedan en evidencia, y los proyectos que, dada la inicial tasa de ahorro, eran imposibles de financiar, son interrumpidos y liquidados. La estructura productiva se contrae drásticamente y comienza la recesión. Las fuerzas que el Estado pretende controlar, con fines populistas, se vuelven en su contra. Sin embargo, los Estados no se nutren de la experiencia, y la intervención en el mercado, sobretodo bajo la forma de expansiones crediticias provocando ciclos de auge y depresión, se ve enormemente estimulada e incentivada por la democracia representativa, como explicaré más adelante. La libertad bancaria y monetaria El monopolio monetario, los bancos centrales y la intervención estatal sobre el sistema bancario y financiero en general, tienen un sustituto natural y libertario en el free-bankingo banca libre. Dentro del anarquismo, puede rastrearse las primeras elaboraciones sobre una banca alternativa que compita con el privilegiado sistema bancario vigente en los escritos de Pierre-Joseph Proudhon, que defendía la instauración de una “banca popular” que ofreciera préstamos sin interés y que compita con los demás bancos capitalistas, y sobre esta línea lo siguieron William B. Greene, Benjamin Tucker y Silvio Gesell, entre otros. No obstante, Friedrich Hayek realizaría, en su tratado La desnacionalización del dinero (1976), una sistematización teórica de la libertad bancaria que a los autores mutualistas clásicos, con su armazón teórico basado en la economía clásica y en la teoría laboral del valor, les resultaría difícil de alcanzar. Por otro lado, la propuesta de Hayek, no necesita de cierto grado de coerción para instaurarse, ya que es un tipo de negocio financiero que surge espontáneamente cuando los agentes económicos descubren sus respectivas oportunidades de ganancia.
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El requisito fundamental de un sistema de free-banking es la libertad total de entrada y salida en el mercado monetario, es decir, la abolición absoluta de un monopolio del dinero formado coactivamente —el actual sistema de bancos centrales estatales—. Cada banco privado tiene la libertad de emitir sus propios billetes fiduciarios, pero no pueden emitir el dinero que el mercado, espontáneamente escogió, como puede ser el oro u otro commodity. Los billetes emitidos serían, como lo han sido en sus orígenes, un certificado de deuda entre el banco y el poseedor del billete por una cierta cantidad de oro. El segundo requisito es que exista libre competencia entre los distintos bancos privados, de forma que se alcance un equilibrio entre la cantidad de billetes emitida y la cantidad deseada por el mercado. La cantidad de billetes que el banco emisor puede ofrecer vía créditos estará limitada por la cantidad de dinero metálico que posea en sus reservas. Un banco que no posea el 100% de sus reservas y que expanda la cantidad de dinero emitido estará arriesgándose a que sus billetes caigan en manos de bancos competidores y que, de esta manera, puedan expandir sus reservas girando billetes contra la entrega de oro. El banco que emitió billetes en forma desproporcionada con la demanda del mismo se vería en riesgo de arruinarse ante una corrida bancaria. La única manera de que un banco privado expanda su oferta de préstamos es encontrando cada vez más personas que quieran depositar sus ahorros en oro en sus arcas —con lo cual pueden disminuir la tasa de interés y ofrecer más créditos—. No pueden manipular arbitrariamente el valor de su moneda sin exponerse a una posible situación de iliquidez y a perder lugar en el mercado ante sus competidores. De este modo, el sistema bancario tendría los dispositivos de seguridad necesarios para alcanzar estabilidad financiera, el mantenimiento de 100% de las reservas por parte de los bancos, y la igualdad entre el ahorro y la inversión para evitar los ciclos económicos [72]. De hecho, como explica Hayek, no hay otra forma de alcanzar tales objetivos: “Se valora el dinero porque y en la medida en que se sabe que es escaso, razón por la cual es probable que otros lo acepten al valor actual. Cualquier dinero que se utiliza voluntariamente porque se confía en que el emisor lo conservará escaso y que el público atesora sólo mientras se justifique esa confianza confirmará cada vez más su aceptabilidad al precio establecido. El público sabrá que el riesgo que corre teniendo tal dinero es menor del que correría si tuviera otro bien del que no poseyera información especial. Su buena disposición a conservarlo se basará en la experiencia de que otras personas estarán dispuestas a aceptarlo dentro de una gama aproximada de precios, ya que ellos tendrán las mismas expectativas. […] Está comprobado históricamente que es mejor confiar en un emisor privado cuyo éxito depende precisamente de no abusar de esta confianza que encomendarlo a los gobiernos, que tan sólo obtienen beneficios con un exceso de emisión” [73]. El free-banking no sólo surgiría espontáneamente gracias a la libertad de empresa, sino que la eficiente administración de las reservas de dinero llegará también en forma espontánea gracias a la libertad de competencia, como en cualquier otro tipo de mercado. Hay, no obstante, una diferencia que matizar en relación a la propuesta de Hayek en sentido estricto y los más recientes aportes a la teoría del free-banking por parte de la escuela austriaca [74]. Bajo el free-banking, existe un dinero-commodity escogido espontáneamente 188
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por el mercado, y el sistema bancario simplemente se encarga de administrarlo, emitiendo billetes —certificados de deuda—. En el sistema de Hayek, son los bancos privados mismos los que emiten el dinero. De hecho, sugiere que el sistema puede comenzar a ponerse en funcionamiento con bancos que respalden sus billetes con el dinero estatal. De todos modos, ambos sistemas no son incompatibles, como el free-banking tampoco es incompatible con las propuestas mutualistas de una banca que ofrezca préstamos sin interés a colectivos de trabajadores autónomos, respaldados en la producción futura. La libertad de entrada y salida en el mercado asegura que cada cual pueda emprender el proyecto bancario que desee, y que los consumidores de tales “productos financieros” sean los principales beneficiados. Notas [58] Carl Menger, Principios de economía política (1871). Queda a la vista que en esta teoría se sientan las bases del concepto hayekiano de información subjetiva. [59] Carl Menger, El origen del dinero (1892). [60] John Hicks, Una teoría de la historia económica (1969). [61] Friedrich Hayek, La desnacionalización del dinero (1976). [62] Friedrich Hayek, Ibíd. [63] Hayek define, en la obra citada, el curso forzoso de la siguiente forma: «En sentido jurídico estricto, moneda de curso legal significa un tipo de moneda que un acreedor no puede rechazar como pago de una deuda, haya sido ésta contraída o no en dinero emitido por los poderes públicos. […] Lo cierto es que el curso legal es simplemente una estratagema jurídica para obligar a la gente a que acepte como cumplimiento de un contrato algo que nunca pretendió cuando lo firmó». [64] Jesús Gómez Ruiz, Errores de la teoría monetaria actual (2001). [65] Henry Hazlitt, Economía en una lección (1946). [66] Lo que sí podían alterar las autoridades monetarias, a través del sistema de encajes fraccionarios, era la cantidad de medios fiduciarios que podía emitirse a partir de una cantidad dada de reservas de oro. Jesús Huerta de Soto dedica su monumental obra Dinero, crédito bancario y ciclos económicos (1998) a analizar y criticar dicho sistema. [67] Entre ellos Martin Bailey, Milton Friedman, Phillip Cagan y Edward Tower. [68] Murray Rothbard, La teoría austriaca del dinero (1979). [69] Geoffrey Brennan y James M. Buchanan, El poder fiscal (1980). [70] Jesús Huerta de Soto, Dinero, crédito bancario y ciclos económicos (1998). [71] Se denomina “efecto Ricardo” a la sustitución de trabajadores por maquinaria y equipo capital debido, generalmente, a un alza en los salarios. Justamente, fue David Ricardo uno de los primeros en evidenciar este hecho, en el capítulo “Sobre la maquinaria” que añadió a sus Principios en la edición de 1820. Lamentablemente, la forma en que éste expuso su teoría ha conducido a diversos autores a querer utilizarla para explicar el desempleo —principalmente el caso inglés— durante la industrialización en el siglo XIX. El caso más popular es el de Karl Marx, que intentó en su El Capital (1867) demostrar que la introducción de maquinaria desplaza trabajadores en forma continua, aumentando lo que él llamaba el “ejército industrial de reserva”. John Hicks, por su parte, utiliza un
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argumento similar para explicar el desempleo en la Inglaterra post-Revolución Industrial en Una teoría de la historia económica (1960). [72] Existe, dentro de la misma escuela austriaca, un debate muy extenso sobre estos últimos puntos: si un sistema de free-banking sin requerimiento jurídico de mantenimiento de 100% de sus reservas tendría efectos diferentes a un sistema de banca central con reservas fraccionarias. De hecho, la escuela se ha dividido entre quienes niegan este punto y quienes defienden un sistema de patrón oro con un coeficiente de reservas del 100%. Ver Jesús Huerta de Soto, Dinero, crédito bancario y ciclos económicos (1998). [73] Friedrich Hayek, La desnacionalización del dinero (1976). [74] Nicolas Cachanosky, El sistema de free-banking. Aspectos generales (2009). 5.6. La banca mutualista y la crítica austriaca En la monumental obra de Jesús Huerta de Soto, Dinero, crédito bancario y ciclos económicos de 1998 podemos encontrar una discusión sumamente interesante sobre un sistema bancario libre, específicamente en el capítulo VIII. Por un lado encontramos su propuesta de banca libre con coeficientes de caja del cien por ciento, que tiene su origen en Mises. La misma se contrapone con el enfoque de competencia de monedas de Hayek, representado por los autores George Selgin y Lawrence White. A continuación vamos a considerar las similitudes entre la propuesta de Hayek y el mutualismo; y responderemos a algunas críticas de Huerta de Soto. La banca mutualista y el modelo de Hayek La teoría sobre la banca mutualista nace, sin duda, con Proudhon a mediados del siglo XIX. El objetivo del francés era concebir un medio por el cual los trabajadores puedan adquirir el capital para emprender sus propios proyectos y emanciparse de los capitalistas. Identificó el problema en la explotación que sufría el obrero al no percibir el producto íntegro de su trabajo debido a que se veía obligado a pagar el uso del capital en forma de interés o beneficio. Y vio en el control monopólico sobre la administración del dinero el origen de este "derecho de aubana". Los banqueros y capitalistas, al amparo de la protección estatal, podían monopolizar el mercado del crédito y de la emisión de dinero y de esta forma, elevar artificalmente las tasas de interés que debían pagar los productores. Si el negocio de la banca fuera libre, establecía, cualquiera podría ingresar al mercado y emitir sus propios billetes y ponerlos en circulación, reduciendo las tasas de interés a cero. Con crédito gratuito, o por lo menos más barato, los trabajadores podrían acceder al capital más fácilmente, al punto que, si debían optar por trabajar para un capitalista y pagarle una porción de su producto o emprender su propio negocio sin pagar intereses, Proudhon suponía evidente que se inclinarían por la segunda opción. Para Proudhon, la moneda metálica imponía un obstáculo enorme a la emisión de dinero, dado que cada billete debía estar respaldado por su equivalente metálico. Según su argumentación, era posible emitir billetes que no serían más que certificados respaldados en la producción futura de las empresas asociadas al banco mutualista y que tomen sus 190
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préstamos. Los socios del banco, obviamente, se comprometerían a aceptar los billetes emitidos. De esta manera la masa de dinero nunca excedería las necesidades del comercio ni el capital que lo respalda. Al desaparecer el interés, los trabajadores podrían emprender sus propios negocios y competir en el mercado, desapareciendo la figura del capitalista "explotador", dejando lugar a una economía de obreros emprendedores y volviendo inútil y estéril al Estado, que desaparecería por carecer de función. El mismo Proudhon intentó llevar a cabo este tipo de banco, fracasando en 1849. Charles Rist y Charles Gide, en su Historia de las doctrinas económicas dedican toda una sección a la teoría de Proudhon, realizando una crítica verdaderamente "austriaca". Argumentan, utilizando el concepto de Böhm-Bawerk sobre la preferencia temporal, que por más que se lleve a cabo el sistema mutualista, la tasa de interés no desaparecerá. Esta viene determinada por la "naturaleza de las cosas", es decir, por la diferente valoración entre bienes presentes y futuros, y es evidente que para los socios del banco no les será indiferente desprenderse del capital que aportan en el presente a cambio de un monto igual en el futuro, sin recibir una compensación por la espera. Esta diferencia de valoración surgiría por la inflación en los precios medidos en el nuevo dinero, mientras que los precios medidos en otros bienes líquidos, como el oro, serán más bajos. Esta diferencia de precios dará la tasa de interés, que simplemente reaparecerá bajo nuevas formas. De todas maneras, Rist y Gide hacen una valoración sumamente positiva de la doctrina de Proudhon, diferenciándola de los demás socialistas de su época e incluso posteriores a él. Rescatan su idea de crédito mutuo, cuya garantía se encuentra no en las instituciones bancarias, sino en los productores que toman los préstamos, en la sociedad misma. Proudhon descubrió que los banqueros no trabajaban con su propio crédito, sino que administraban el crédito de la sociedad, la cual en realidad se prestaba a sí misma a través de ellos. La posibilidad de eliminar este intermediario, como en cualquier área del comercio, es la base del crédito mutuo y cooperativo. Esta parece ser la contribución de Proudhon que más ha perdurado en el mutualismo moderno. Sus seguidores, principalmente William Greene y Benjamin Tucker en Estados Unidos hacen este último uso de su teoría. Vieron, igual que Proudhon, el problema social en el monopolio sobre el mercado del dinero por parte de los banqueros, al amparo de la protección estatal. Propusieron, consecuentemente, abolir tal monopolio y permitir la entrada libre al mercado, propiciando la creación de bancos competitivos que reducirían las tasas de interés al coste de administrar los créditos. Si bien el interés volvería a surgir por la diferente valoración que hacen los individuos de los bienes presentes sobre los bienes futuros, es evidente que la competencia entre monedas, la eliminación de las barreras de entrada, licencias y requisitos de capitalización, acabaría con los privilegios de los grandes bancos (privilegios que quedan en evidencia en la actualidad con los inmensos salvatajes financieros que han recibido ante la crisis). Friedrich Hayek realizó un avance en este sentido al publicar su libro La desnacionalización del dinero en 1976. No obstante el problema que lo motivó fue diferente: las recurrentes crisis económicas, producidas por las expansiones crediticias emprendidas por los bancos 191
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centrales, ligadas a los monopolios monetarios y las leyes de curso forzoso. Para Hayek el problema residía en la inexistencia de incentivos en el sistema bancario para comportarse de manera prudente y responsable dado el respaldo del "prestador de última instancia" y la protección de la moneda degradada por las leyes de curso forzoso. La propuesta de Hayek es básicamente la siguiente: eliminar los bancos centrales y la moneda estatal y propiciar la creación de bancos con la capacidad de emitir su propio dinero, respaldándolo en bienes diversos. Estos bancos competirían entre sí para ganar el favor del público, que naturalmente buscaría una divisa estable tanto para realizar los intercambios como para ahorrar. El banco que emita más crédito del que tiene respaldado en depósitos, aumentará la cantidad de sus billetes en relación con los demás y depreciará su divisa. Esto provocará la desconfianza de sus acreedores y la retirada de sus depósitos, perjudicando la aceptabilidad de su dinero y poniéndolo en riesgos de quebrar. Si, por el contrario, optara por conceder menos créditos de los que ha tomado en forma de depósitos, sufrirá pérdidas y su divisa se valorizará excesivamente. Esto llevará a que los bancos intenten equilibrar sus balances y no emitan más créditos de los que le permiten sus reservas, evitando la posibilidad de provocar ciclos económicos. Para Hayek, este dinero competitivo sería totalmente viable dado que el público optaría sin duda por un dinero estable y respaldado en bienes reales, emitido por entidades cuyo negocio depende de la confianza del mercado en ellos y de sus cuentas equilibradas; antes que una moneda única sin respaldo, emitida por bancos que no tienen incentivos para volverla confiable dado que están protegidos por el curso legal y por una prestador de última instancia. Este concepto se acerca bastante al planteo de Proudhon, que establecía que el crédito, la confianza, reside y proviene de la sociedad, de los productores y consumidores; y no de las entidades financieras fundadas en el privilegio y el derecho positivo. De aquí, la necesidad de eliminar el monopolio monetario y la creación de entidades cooperativas de crédito mutuo. Como vemos, si bien existen diferencias teóricas e históricas, tanto mutualistas como hayekianos estarían de acuerdo en términos prácticos. Un sistema bancario libre como el que ambas tendencias sugieren debe basarse simplemente en la libre entrada al negocio bancario y la libre asociación. El crédito, que reside en la sociedad misma, operará de manera que proliferen los bancos que ofrezcan préstamos a tasas de interés más bajas, y que paguen intereses más altos para obtener capital de los ahorradores, que mantengan estable el valor de su divisa y que no traicionen la confianza de sus asociados. A diferencia de la situación actual, en donde rige una moneda fundada en el monopolio estatal, protegida por leyes de curso forzoso, degradada y depreciada a placer, y cuya administración depende de entidades que poseen un mercado "cautivo" por la regulación y que están protegidos de su actividad irresponsable y de los efectos de las crisis financieras. El marco de la discusión sobre la reserva fraccionaria La teoría de Hayek ha tenido sus continuadores modernos, que a su vez presentan muchos puntos en común con el sistema mutualista. Huerta de Soto cita como representantes 192
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modernos de esta postura a George Selgin, profesor de la Universidad de Georgia y a Lawrence White, profesor de la Universidad George Mason de Virginia, quienes representan a la moderna Free Banking School. El anarcocapitalista David Friedman también es considerado partidario de esta tendencia. Huerta de Soto, duramente crítico con esta visión, enmarca la polémica en una discusión histórica más amplia que proviene de la que tuvo lugar en Reino Unido en el siglo XIX, entre la Banking School (Escuela Bancaria) y laCurrency School (Escuela Monetaria). El origen de la división de opiniones tiene lugar en el siglo XVIII, con los escritos de John Law, Richard Cantillon y David Hume sobre la influencia de la reserva fraccionaria en el sistema monetario. Law y Cantillon establecían la necesidad de emitir dinero para favorecer el crecimiento económico, doctrina evidentemente inflacionista que sería criticada por Hume. Hume, a su vez, demostraba que la expansión monetaria tenía un efecto negativo sobre los precios relativos, que luego se extendía sobre el nivel de precios provocando inflación. Sus rivales, por otro lado, comprendían este efecto, pero creían que era posible sostener el crecimiento económico con la masa monetaria excedente mientras los particulares no reclamen el equivalente en metálico a los bancos. Es decir, que era posible operar benéficamente para la economía con un coeficiente de reserva fraccionaria. Hume, afirma Huerta de Soto, defendía el coeficiente de caja de cien por ciento para evitar las crisis económicas en una suerte de argumento "proto-austriaco". Por este motivo califica la obra de Adam Smith, hacia fines del mencionado siglo, como un retroceso sobre los aportes de David Hume, puesto que veía como favorable al crecimiento económico la expansión del crédito sin respaldo en reservas. Algo paradójico, teniendo en cuenta la admiración de Smith por el trabajo del filósofo escocés. El análisis de la reserva fraccionaria y su efecto sobre la economía tendría su continuación en la obra de los ingleses Henry Thornton y David Ricardo. Thornton podría ser considerado un ancestro de Knut Wicksell por su diferenciación entre una tasa de interés "de mercado" y una tasa bancaria que podía manipularse desde los bancos con efectos negativos sobre la estructura productiva. Pero la polémica histórica fundamental para comprender el debate moderno sobre la reserva fraccionaria vendría con David Ricardo y la fundación de la Escuela Monetaria. Ricardo comprendió eficazmente que los auges y recesiones usuales de su época provenían de manipulaciones en el mercado del crédito por parte de los bancos, que prestaban más allá de lo que les permitía su reserva metálica. En contraposición a la Escuela Monetaria de Ricardo, surgía en Reino Unido la Escuela Bancaria, que sostenía que la reserva fraccionaria era beneficiosa para el crecimiento y estaba justificada en tanto las "necesidades del comercio" lo requieran. Esta última encontraría respaldo en un economista clásico como John Stuart Mill. La victoria de la Escuela Monetaria propiciaría la promulgación de la Ley de Peel en 1844. No obstante, la ley tuvo efectos desastrosos a los ojos de Huerta de Soto dado que, pese a sus buenas intenciones, la Escuela Monetaria centró su atención en la emisión de créditos, pero no sobre los depósitos bancarios, que también forman parte de la masa monetaria; además de apoyar la creación de un banco central que se encargaría de fijar un coeficiente 193
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de reserva de cien por ciento. Los bancos trasladaron el exceso de emisión a los depósitos, cuyo crecimiento paralelo de los préstamos, aunque se limitara a cumplir la norma establecida, presentaba un exceso sobre las reservas metálicas reales. Esto provocaría la consecuente expansión artificial de la economía, las crisis y, por fin, la utilización del banco central como prestador de última instancia. Huerta de Soto considera entonces, estéril la división entre un sistema dirigido por un banco central y otro en diversos bancos competitivos libres, dado que el problema real reside en la existencia o no de reservas fraccionarias. Para él, un sistema de banca libre podría perfectamente llevar a cabo expansiones crediticias si no existe algún mecanismo para asegurar el coeficiente de reservas del cien por ciento. Y critica puntualmente a Selgin y White por considerarlos exponentes principales de la escuela de banca libre con reservas fraccionarias. Selgin y White establecen un modelo donde la demanda y la oferta de dinero tienden a un punto de equilibrio, de modo que si aumenta la demanda de dinero, los bancos expanden el crédito, y si esta disminuye, lo contraen. Con la inexistencia de un banco central, las expansiones serán menos prolongadas y sólo responderan a un verdadero aumento de la demanda por parte de la sociedad, evitando la alteración de la estructura productiva. Lo importante es que la demanda de medios fiduciarios esté saciada para evitar el estancamiento, sin importar si se expande el crédito más allá de las reservas metálicas disponibles. El sistema encontrará por sí mismo el momento en que dejará de expandir, dado los riesgos que conlleva otorgar préstamos no respaldos sin la protección de un prestador de última instancia. Una crítica austriaca al sistema de banca libre Huerta de Soto comienza criticando el concepto de "demanda de dinero" basada en las "necesidades del comercio". Utiliza la ley de Say, para establecer que la demanda de dinero no es una variable exógena e independiente, sino que proviene de las variaciones en la oferta. Los cambios en la tasa de interés, debidos a un menor o mayor volumen de ahorro, determinan la cantidad de dinero que tomarán los productores. De todas formas, sostiene, es erróneo creer que de existir una mayor demanda de medios fiduciarios en algún sector de la economía, debido a las "necesidades del comercio", la banca puede saciarla a través de sus créditos: todo aumento de la cantidad de dinero llegará en forma indirecta y retardada al sector mencionado, distorsionando a su paso toda la estructura productiva. Tal concepto de demanda de dinero es, por lo tanto, deficiente. El primer argumento de Huerta de Soto es correcto y no es necesario discutirlo. Pero a continuación sostiene que, bajo tal sistema, al no existir una forma de someter a las entidades bancarias a los "principios tradicionales del derecho" que exigen que se respeten a rajatabla los coeficientes de caja de cien por ciento, los bancos poseen incentivos irrefrenables para expandir el crédito. En su afán de competir, simplemente emitirán más préstamos a tasas de interés más bajas, más allá de lo que le permiten sus reservas:
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“(Los bancos) ... no sólo pueden iniciar unilateralmente una expansión crediticia, sino que además, durante un periodo de tiempo prolongado, tal incremento de la oferta de medios fiduciarios (que siempre puede colocarse en el mercado reduciendo convenientemente el tipo de interés) tiende a producir de entrada un incremento en su demanda, que durará mientras el público, dejándose llevar por su optimismo, no empiece a desconfiar de la situación de «bonanza» económica ni prevea que vaya a verificarse una subida generalizada de los precios, seguida de una crisis y una profunda recesión económica”. Como lo señala la teoría, tal expansión crediticia, aunque provenga de uno o algunos bancos aislados y no como una política generalizada, provocará un crecimiento insostenible en el largo plazo que acabará con una recesión. Selgin y White responden a esto que se tratará de operaciones aisladas, que se corregirán mediante el proceso empresarial de prueba y error, pero Huerta de Soto asegura que lo más probable es que en conjunto los errores sean "innumerables", y que las desastrosas consecuencias económicas sean "inevitables". Incluso, desliza la posibilidad de que un grupo de bancos operen de manera organizada y hasta se fusionen en bancos mayores, que expandirán el crédito para acabar con sus competidores. Y concluye: “No cabe, por tanto, admitir, como argumentan White, Selgin y otros, que en una sociedad libre los banqueros y sus clientes deben tener libertad para establecer los acuerdos contractuales que consideren más adecuados. Y es que los acuerdos mutuamente satisfactorios entre dos partes carecen de legitimidad cuando se efectúan en fraude de ley o en perjuicio de terceros y, por tanto, van contra el orden público”. Sobre este último argumento, cita al alemán Hans-Hermann Hoppe, que señala que, aunque estas acciones bancarias se hagan con el consentimiento de sus depositantes y en un marco de libertad total, son ilegítimas dado que la expansión crediticia afecta el valor del dinero en manos de terceros y los incita a cometer errores empresariales. En resumen, Huerta de Soto sostiene el rol pro-cíclico de un sistema bancario libre como el propuesto por Hayek (y, por extensión, por el mutualismo), en base a que: (a) no existen mecanismos para evitar la expansión indebida más allá de las reservas bancarias; (b) la acumulación de errores empresariales en el proceso de competencia será tal que la crisis económica será ineludible; y (c) en cualquier caso, cualquier acción de este tipo es un "delito" que afecta a terceros (externalidad negativa) y que imposibilita que la moneda en manos de otros posea el mismo valor. Réplica a la escuela austriaca Huerta de Soto representa una de las líneas más "ortodoxas" dentro de la escuela austriaca en materia monetaria, al punto de afirmar que cualquier expansión crediticia, por aislada o pequeña que fuese, distorsiona la estructura productiva y tiene por efecto final la crisis. Pero tal afirmación requeriría la existencia de algo así como un "multiplicador" bancario (en la terminología de Keynes), de forma que una expansión pequeña de un banco aislado provocará un efecto multiplicado en el resto de la economía, conduciendo al sistema a la recesión. Al no existir tal efecto, o por lo menos ni Huerta de Soto ni Mises nos lo 195
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describen, es razonable suponer que, de una expansión pequeña y aislada, tengan lugar errores empresariales pequeños y aislados, susceptibles de corregirse con el paso del tiempo. En realidad, la presunción de que los bancos cederán ante la "irresistible" tentación de expandir el crédito por el simple hecho de que no existen mecanismos legales (como podría ser el Estado en el modelo austriaco) para evitarlo, equivale a desconocer indirectamente la forma en que se desenvuelven las empresas en el mercado. Similarmente, podríamos suponer que los productores de alimentos adulterarán los mismos para reducir costos, en forma sistemática y organizada, sin importarles los efectos que un producto de calidad inferior tendría sobre los consumidores. Es verdad que sería necio no admitir que existirían tales acciones. Pero la diferencia entre un sistema bancario libre y otro dirigido por el Estado reside en que en el primero, un banco que expande sus préstamos más allá de sus reservas, se expone a la quiebra ante los reclamos de los depositantes, ya que no dispone de la protección de las leyes de curso forzoso ni de un prestador de última instancia. Es de esperarse que, agentes racionales e informados como los empresarios bancarios, no se expondrían a tal situación (o por lo menos, no de manera generalizada y sistemática). Como en cualquier otro mercado, la autorregulación de las empresas competitivas servirá para que intenten mantener estables y confiables sus divisas, antes que defraudar a sus clientes para eliminar competidores o realizar beneficios extraordinarios en el muy corto plazo.
Por otro lado, fundamentar la intervención gubernamental para regular los bancos en posibles externalidades negativas a terceros no es una defensa válida. Las externalidades son un hecho social natural y cotidiano: las acciones nuestras siempre tienen, en mayor o menor medida, algún efecto sobre los demás; y viceversa, las acciones ajenas siempre tienen alguna influencia sobre nuestro bienestar. Prácticamente la mayoría de los costos y beneficios de estas acciones no son internalizables, es decir, que el emisor de las externalidades las compense de alguna manera. Y si se propone como método para ello, por ejemplo, la acción estatal, se cae en una contradicción: cualquier medida gubernamental se funda en el perjuicio a terceros a través de los impuestos. Por lo que para compensar un coste externalizado a terceros, se los obliga a soportar costes aún mayores: se obliga a A a compensar a B por los costos que le generó la acción de C y D. El trabajo de Alberto Banegas Lynch (h), Bienes públicos, externalidades y los free-riders es sumamente esclarecedor sobre este problema. En este sentido, en el caso de la provisión de dinero la defensa de Huerta de Soto y Hoppe es totalmente equivocada. Justamente, calificar de "externalidad", o de "acción que tiene efectos negativos no deseados sobre terceros", y que merece compensación a las variaciones en el valor del dinero es negar la naturaleza misma del proceso de mercado. Siendo el dinero un bien económico como cualquier otro, su valor se halla sujeto a variaciones en la medida que su demanda y oferta cambien. Si algunas personas realizan acciones que provocarán un aumento en la oferta de determinado bien, necesariamente provocarán una disminución de su precio (en este caso, del poder adquisitivo del dinero). 196
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¿Sería sensato creer que las demás personas tienen derecho a exigirles a los primeros una compensación por la pérdida de valor de sus pertenencias? Recordemos que los agentes son libres de utilizar cualquier divisa para sus transacciones, a diferencia del sistema actual, en el cual existe una única moneda de uso obligatorio. De esta forma, cualquier variación en el valor del dinero sería una violación a los "principios tradicionales del derecho", aunque el sistema se base en un coeficiente de reserva del cien por ciento. El sistema de Huerta de Soto exige, por otro lado, un alto grado de intervención, por más que nos asegure que la acción estatal para asegurar el coeficiente de reservas del cien por ciento sería conforme a los "principios tradicionales del derecho". Como él mismo nos explica, el derecho tradicional no necesita de la acción del Estado para establecerse, sino que es el fruto de la acumulación de acciones pasadas basadas en el proceso de prueba y error, y tal institución nace de un proceso social espontáneo y no regulado de manera forzosa. Es de esperarse que, por el mismo mecanismo, el dinero cobre la forma que la sociedad considere mejor espontáneamente, en lugar de recurrir a la fuerza para que adopten una institución que adoptarían de todos modos en libertad. El argumento de Huerta de Soto se vuelve contra sí mismo en este sentido, porque exigir la acción gubernamental para defender lo que él considera "principios tradicionales del derecho" podría utilizarse para cualquier otra institución de este tipo (la defensa de la propiedad, la protección nacional, etc.). Bibliografía recomendada Benjamin Tucker, Socialismo de estado y anarquismo: en qué coinciden y en qué difieren, 1886. Charles Rist y Charles Gide, Proudhon y el socialismo de 1848, 1915. Rudolf Rocker, Las corrientes liberales de los Estados Unidos, 1949. Friedrich Hayek, La desnacionalización del dinero, 1976. Alberto Banegas Lynch (h), Bienes públicos, externalidades y los free-riders, 1997. Jesús Huerta de Soto, Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, 1998.
6. La democracia, uno de los valores occidentales modernos más importantes, no es más que una herramienta de la que se sirve el Estado para poder ejercer su dominio con mayor eficacia. La democracia representativa, tan defendida por los intelectuales, es criticada severamente por la teoría anarquista, y en los siguientes artículos puede verse su ineficiencia en términos políticos y económicos frente a la democracia de tipo directa: 6.1. Democracia directa y reducción del Estado Este artículo será el primero de una serie que tiene por objetivo dilucidar algunas cuestiones sobre democracia representativa y democracia directa, y su relación con el cambio social y las perspectivas de alcanzar una sociedad libre. Hemos ido preconfigurando los principios de una sociedad libre basándonos en el respeto a lo propiedad privada, la libertad económica o de mercado, la desregularización del 197
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Estado en la economía, tanto en cuestiones de desarrollo como en lo relativo a la gestión monetaria. Pero, ¿cuál es el puente entre esta sociedad libre y la sociedad estatizada actual? ¿Cuáles son los medios para alcanzarla? En Marx y Proudhon… hemos señalado como una de las prácticas capaces de fomentar el cambio radical de la estructura social a la contraeconomía o economía paralela. Pero la actividad económica alternativa a la regulada por el Estado no puede ser condición única para conseguir que este deje paso a la sociedad libre o anárquica. La contraeconomía podría ser acompañada por una descentralización radical de las funciones del Estado democrático, y la instauración de un federalismo al estilo proudhoniano, donde la democracia se llevaría a cabo en forma directa y en pequeña escala. ¿Cuáles serían las ventajas de una democracia directa como medida de transición hacia la anarquía frente a otros métodos más radicales, como por ejemplo, una revolución social o la participación en la democracia actual de un “partido anarquista”? Creemos que varias, las cuales expondremos más adelante y serán más evidentes a medida que avancemos en el siguiente análisis. Para esto nos serviremos del aparato teórico que nos ofrece la escuela de la Elección Pública, la corriente fundada por los economistas James M. Buchanan y Gordon Tullock. Aquí nos basaremos específicamente en su obra El cálculo del consenso de 1962, en la cual se discuten las formas en que operan las decisiones individuales, las condiciones bajo las que se optaría por organizar una decisión colectivamente, la negociación y el intercambio políticos, entre otros. El individuo y la decisión colectiva El análisis de estos dos teóricos parte de la concepción individualista de la sociedad, delindividualismo metodológico. En realidad, al analizar los procesos democráticos de las decisiones colectivas, no queda otra alternativa que considerar la voluntad general como la suma de voluntades individuales. Podría considerarse una visión “orgánica” del Estado, pero esta suele caracterizar al mismo como una entidad individual de motivaciones propias e independientes a las sus miembros, lo cual conlleva un enorme grado de simplificación inaplicable a la realidad. También existe la posibilidad de utilizar el enfoque marxista de “explotación” de una clase sobre la otra, pero esto presupondría que hay intereses individuales que deben dejarse de lado por el bien de la clase a la que el individuo en cuestión pertenece, lo cual también carece de veracidad. Es por esto que los autores adoptan un método donde “la acción colectiva es vista como la acción de los individuos cuando optan por cumplir determinados objetivos colectivamente en vez de individualmente, y el Estado se ve nada más como el conjunto de procesos, la máquina que permite que tal acción colectiva tenga lugar”. Es este un concepto bastante inusual del Estado. Buchanan y Tullock agregan que “una constitución impuesta que incorpore el acuerdo forzado de algunos miembros del grupo social es algo completamente distinto a lo que nos proponemos examinar…”. Es decir, el análisis parte de una sociedad libre en donde el Estado está reducido a algo así como una asamblea deliberativa, la cual ha sido fundada y organizada por consenso y unanimidad de toda la sociedad. Es este un Estado voluntario, originado en la voluntariedad y el acuerdo en 198
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lugar de coacción, algo así como una versión sofisticada del contrato social de Rousseau. Sin embargo, es este el error fundamental del enfoque constitucional. El Estado no es una entidad que haya surgido de un pacto deliberado unánime, todo lo contrario, sus orígenes están en la violencia, la coacción, la fuerza bruta. Pero este accidente no afecta sus posteriores análisis, y más si tenemos en cuenta que la utilidad que queremos darle proviene de una necesidad práctica: las consecuencias de una descentralización total de las funciones políticas del Estado, reduciéndolo a “cantones” o comunidades pequeñas, donde se imponga la democracia directa. Los propios autores sostienen, al parecer, esta misma concepción federalista de los procesos democráticos, cuando estiman que la mejor forma de reducir los costes de la toma de decisiones “es organizar la actividad colectiva en unidades lo más pequeñas posibles…”. A partir de estas consideraciones, Buchanan y Tullock intentan desarrollar una teoría “praxeológica” según sus palabras, cuyo centro sean las decisiones del individuo en materia política. El individuo, en la concepción neoclásica del hombre, es un ser egoísta que busca su interés personal y no el “interés común”. En todo caso, si su interés individual lleva al interés común no será más que una mera casualidad. Una analogía entre la economía y la política podría llevar a suponer que si en ámbito económico los individuos buscarán maximizar ganancias, en el ámbito político buscará maximizar poder. Pero, según los autores, los individuos buscan la maximización de su utilidad en toda actividad humana, lo que convierte así a la política en un foco de intercambios similar al mercado, pero con sus propias matizaciones. Siguiendo estos principios, los individuos son capaces de valorar todas las alternativas del proceso político según su función de utilidad. Es posible, no obstante, realizar algunas críticas a la concepción neoclásica de la economía, la principal de las cuales se centra en la restrictiva idea de la elección o decisión en lugar de una más general teoría de la acción humana; pero dado que en proceso político entran juego concretamente las decisiones y no las acciones, mantendremos intacta esta hipótesis. Los costes externos y los costes de negociación Siguiendo estar premisas, ¿cuándo se daría la oportunidad para que aparezca la necesidad de recurrir a algún tipo de elección colectiva? ¿Qué motivación tendría el individuo para organizarse colectivamente? “El individuo encontrará provechoso la posibilidad de organizar una actividad colectivamente cuando espere que puede incrementar la utilidad individual a través de la acción colectiva de dos formas distintas. En primer lugar, la acción colectiva puede eliminar algunos costes externos que las acciones privadas de otros individuos imponen sobre el individuo en cuestión… En segundo lugar, la acción colectiva puede ser necesaria para asegurar algunos beneficios externos adicionales…”. Buchanan y Tullock dividen, a partir de aquí, los costes netos o “costes de interdependencia social” entre los costes externos producto del libre accionar de los individuos y los costes de la toma de decisiones, es decir, los recursos —tiempo, esfuerzo, etc.— que deben sacrificarse para convencer a los demás individuos de la meta en 199
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cuestión: eliminar los costes externos ya mencionados. Todo esto, por supuesto, desde la perspectiva del individuo. El individuo, ante estos costes generados por la actividad privada o individual, evaluará entonces tres posibilidades, las cuales graduará según su escala de valoraciones según la que menos costes le imponga: (a) dejar el problema a la actividad privada, (b) cooperar voluntariamente con otros individuos para solucionarlo, o (c) recurrir a la acción colectiva, es decir, a la democracia directa. Es necesario notar que, dada la existencia de estas tres posibilidades, queda en evidencia que “la existencia de efectos externos del comportamiento individual no es una condición ni necesaria ni suficiente para que una actividad esté situada en el ámbito de la elección colectiva”. Es decir, el que la libertad de los individuos no solucione todos los problemas particulares de los mismos no quiere decir que el Estado vaya a poder enmendarlos. De hecho, suele empeorar aún más las cosas. Volviendo al asunto de los costes, la regla de toma de decisiones óptima, la que coincidirá con las funciones de utilidad de todos los individuos, será aquella que minimice los costes externos y los costes de negociación o de la toma de decisiones. Este punto se obtiene relacionando el valor de los costes totales con el número de individuos en la sociedad. La función de los costes externos será decreciente dado que a medida que aumenta el número de individuos hay más probabilidades de que el individuo encuentre un grupo que comparta su problema; y los costes de la toma de decisiones serán una función creciente a medida que crezca el número de personas necesarias para llegar al acuerdo. El punto en donde ambas funciones se cruzan, reflejará la regla de toma de decisiones óptima para el individuo. Esta tesis es ampliamente discutible, porque no existen criterios de cuantificación objetivos para determinar los costes sufridos por los individuos, más si admitimos que los criterios de utilidad de los mismos son enteramente subjetivos. Es imposible, además, sintetizar y captar toda esta información, desperdigada entre tantos individuos por toda la sociedad, y sistematizarla en una regla general de la toma de decisiones. Sin embargo, este concepto matemático sirve para dar una mayor rigurosidad a la tesis anterior que estipula con un Estado democrático no fundado por un ente superior con vistas al “bien común”, sino como producto de la media de los óptimos de los individuos. Por otro lado, el análisis que Buchanan y Tullock realizan sobre los costes de la toma de decisiones o de negociación es altamente interesante, y esto porque ningún otro investigador en este ámbito había antes encarado la forma y los recursos que son invertidos en el proceso de decisión en sí. Partiendo nuevamente del nivel individual, llegan a la conclusión de que las negociaciones y los costes de llegar a un acuerdo político entre dos individuos son procesos análogos a los del mercado, más concretamente a los términos de un intercambio económico. Mediante un diagrama familiar entre los economistas —el diagrama de caja—, formulado por Francis Edgeworth, es posible estimar gráficamente el punto o la “zona” donde se situará el acuerdo, a partir de una posición inicial de distribución y preferencias individuales determinadas. El acuerdo, si se lleva a cabo, se encontrará en algún punto de la zona donde las preferencias se cruzan, que es donde el intercambio proporciona mayor satisfacción o utilidad a ambas partes. En realidad, el gráfico de Edgeworth no es más que una forma de representar matemáticamente la teoría del intercambio ya anticipada por Carl Menger, donde asegura 200
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que en toda negociación comercial “se registra un límite dentro del cual dos personas pueden intercambiar sus bienes con mutuas ventajas económicas. Pero no puede sobrepasarse este límite, sin que empeore la situación de los agentes económicos” [Carl Menger, Principios de economía política, 1871]. En el ámbito político, las negociaciones seguirán los mismos cauces: los términos del acuerdo se situarán en la franja que retribuya mayor utilidad a cada uno de los participantes. Pero, al igual que en el mercado, a medida que aumenta el número de participantes competidores, en los procesos de decisión colectiva los márgenes entre los que se sitúan los términos de los acuerdos se reducen cada vez más. De esta manera, cuando más “competitivo” sea nuestro “mercado” de negociaciones políticas, menos ventajas será posible obtener de los acuerdos; y es por esto que los costes de la toma de decisiones son crecientes a medida que aumenta el número de individuos. La regla de la mayoría y el intercambio de votos Es así como, luego de analizar los costes externos y los costes de la toma de decisiones, llegamos a las reglas de la toma de decisiones y sus implicaciones. Debemos hacer notar que la regla de unanimidad deberá ser dejada de lado, ya que, si una decisión va a ser llevada a cabo con pleno consenso y consentimiento de todos los ciudadanos, no es preciso en ninguna forma el aparato estatal. La acción colectiva se llevaría a cabo en forma voluntaria y cooperativa. Así que pasaremos rápidamente a la regla de la mayoría simple. Buchanan y Tullock son claramente conscientes de los perjuicios que conlleva la regla de la mayoría. Así lo demuestran cuando aseguran que “el miembro de la minoría disidente sufre siempre los efectos externos de las decisiones colectivas impuestas sobre él, y siempre que quede alguna posibilidad de que el individuo sea un miembro de tal minoría, los costes externos esperados serán positivos…”. Es decir, la minoría sufre costes externos tanto de una manera como de otra, pero “la existencia de tales costes externos es inherente a la aplicación de cualquier regla de la toma de decisiones colectiva distinta a la de la unanimidad”. Ante esto, ¿cómo evitar que en una democracia la mayoría tiranice y someta a la minoría? Los autores proponen una “solución” económica bastante interesante: la “compra” y “venta” de votos. “Veamos brevemente un ejemplo. Se supone que se requiere al grupo para tomar sólo una decisión colectiva. Debe decidir cómo dividir un maná único que ha caído del cielo. Hay cinco miembros del grupo, y la constitución dicta que todas las decisiones colectivas deben tomarse a través de la regla de la mayoría simple. Esto quiere decir que tres, tres cualesquiera de los cinco miembros estar de acuerdo… [por lo que] los primeros tres individuos que forman una coalición de votación se asegurarán el maná”. En este ejemplo, vemos como la coalición mayoritaria se asegura todos los beneficios en detrimento de la minoría. Aunque en este caso no hay un perjuicio notable a la minoría, ya que su situación permanece inalterada y el resultado de la decisión colectiva es idéntica a si el maná no hubiera caído nunca del cielo, las cosas cambian drásticamente cuando se habla de impuestos, es decir, de recursos extraídos de todos para financiar las actividades que la decisión mayoritaria decrete necesarias. Si tenemos en cuenta este punto, la 201
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coalición mayoritaria de tres individuos podría llegar a parasitar a la minoría extrayéndole recursos continuamente. Buchanan y Tullock introducen aquí el concepto de intensidad de la preferencia del individuo. Es evidente que la medida en que un individuo desea alcanzar un fin varía no sólo de individuo a individuo sino que también es variable entre fines distintos. Siguiendo este criterio, “si el tema que se va a decidir es si el votante I será o no sacrificado, la intensidad de la preferencia del votante I contra esta acción será claramente, en algunas circunstancias, mayor que los deseos de los otros votantes en favor de la acción”. El votante I seguramente estaría dispuesto a compensar a algunos individuos de la coalición mayoritaria a cambio de que abandonen su postura positiva ante la decisión de sacrificarlo. Esto puede lograrse mediante la “compra” directa de los votos de los individuos con algún tipo de compensación monetaria, o mediante el “intercambio” de votos. Esta última cuestión encierra la posibilidad de un “pacto” en el que el individuo se compromete a votar según las preferencias de su negociante en una futura deliberación. Por supuesto, debemos mantener intacta la estructura de democracia directa en donde las votaciones son abiertas y no secretas, y que es posible deliberar sobre las decisiones en asamblea. “A un hombre que se opone apasionadamente a una medida dada y a un hombre que es ligeramente favorable, pero no se preocupa demasiado de ella, se les da el mismo peso en el proceso de la toma de decisiones finales. Parece obvio que ambos individuos podrían mejorar su situación, en términos de sus propias preferencias expresadas, si se permitiera al hombre rotundamente opuesto, a “comerciar” de algún modo o intercambiar algo con el partidario relativamente indiferente de la medida opuesta”. Este mecanismo “puede dar como resultado un gran incremento en el bienestar de ambos grupos”, tanto el mayoritario como el minoritario. Sería este un proceso bastante benigno a la hora de equilibrar las disparidades entre mayorías y minorías, que además tendería a darle algún tipo de utilidad a la “indiferencia”, cada vez más creciente, de amplias capas de votantes en los procesos democráticos de decisiones. Podría darse lugar a un verdadero mercado de “monetarización” de votos, que a partir de este sistema tendrían un valor y su comercialización sería provechosa para los implicados. Por supuesto, hay un elemento moral y ético que podría considerar el intercambio de votos o los pagos adicionales como formas “corrompidas” o “degeneradas” de democracia. También hay que considerar que la “compra” de votos suele llevarse a cabo en cierta manera por el clientelismo político, y que no es de ninguna manera benéfica para la sociedad. Pero si trasladamos el intercambio de votos a una democracia directa hay menos posibilidades de que prolifere la compra de favores en el mal sentido de la palabra. Recordemos que los votos y el comercio de los mismos serían totalmente abiertos, que las decisiones a tomar afectarían en forma más directa a los integrantes de la sociedad, y que no habría elección de representantes —que caerían en el clientelismo y la demagogia— sino que todas las actividades colectivas a llevar a cabo serían decididas con la participación de toda la sociedad. Y es un punto de vital importancia que este último hecho llevaría necesariamente a una reducción drástica de las funciones del Estado; puesto que un Estado con una enorme cantidad de facultades como las que posee actualmente, las 202
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cuales deberían ser accionadas por las decisiones colectivas producto de la reunión, deliberación y votación frecuente de todos los ciudadanos, harían que los costes de la toma de decisiones aumente considerablemente. El Estado de Bienestar perdería radicalmente todo su atractivo. 6.2. Los defectos de la democracia representativa Este artículo es una continuación del análisis iniciado con Democracia directa y reducción del Estado, donde se pretendía establecer los fundamentos lógico-teóricos de la democracia directa y su utilidad como “puente” entre la sociedad estatista y la sociedad libre. Aquí realizaremos un balance teórico y empírico de su contrapartida, la democracia representativa. Nos daremos cuenta, por lo dicho en el artículo anterior, que la democracia representativa presenta una gran ventaja frente a la democracia directa si planteamos trasladar esta última a una mayor escala, es decir, a introducir cada vez más individuos de un área geográfica determinada. Cuanto mayor es la cantidad de individuos participantes en las decisiones colectivas, mayores serán los costes de negociación. Siguiendo el análisis de James M. Buchanan y Gordon Tullock en su obra El cálculo del consenso, en democracia directa, “… el individuo en su supuesto papel de realizador de la elección constitucional dejaría que muchas actividades tradicionales del estado se organizaran en el sector privado, y, para estas pocas actividades que él eligió colectivizar, tendería a adoptar reglas de la toma de decisiones menos inclusivas… un medio de reducir los costes de interdependencia generalmente es a través de la introducción del gobierno representativo”. Como consecuencia natural, cuando mayor es el grado de representación, más se minimizan los costes de la toma de decisiones y hay una mayor cantidad de actividades que se colectivizarían. Si en democracia directa se dará mayor espacio a la actividad privada y libre, con la democracia representativa el Estado crecerá más y más. Esto parece explicar cómo el grado de intervención del Estado fue creciendo a lo largo de los siglos XIX y XX, comenzando con un órgano que en un principio tenía el deber de “proteger” los derechos de las personas —aunque sólo fuera en teoría—, y convirtiéndose en un Estado que se arroga la capacidad de garantizar el desarrollo y la prosperidad de sus ciudadanos —aunque no lo haya logrado nunca—. También nos brinda una forma de explicar la cantidad de decisiones y políticas que establecen los representantes y dirigentes sin consulta ni participación previa de los ciudadanos. Este crecimiento del sector público frente al sector privado también ha generado la aparición, a lo largo del siglo XX, de los llamados grupos de presión. El investigador corriente suele considerar a este fenómeno como una “deformación” moral del sistema democrático, cuando en realidad es una inevitable consecuencia del mismo. Este error tan frecuente es posible gracias a que “el estudioso del proceso político, observando lo que es esencialmente el mismo fenómeno de otra forma… no ha considerado los aspectos de ineficiencia seriamente… se tienden a enfatizar reformas éticas y no estructurales”. Así es como se
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identifican los fracasos y desmanes del funcionamiento de la democracia con hombres “malos” o “corruptos”, y no con el marco constitucional que les posibilita actuar. Como decíamos, los grupos de presión es una consecuencia directa de un sistema democrático cuyo sector público crece constantemente, y a medida que su impacto sobre los distintos grupos o poblaciones se vuelve cada vez más diferencial o discriminatorio, “es un resultado predecible el incremento de la inversión en una organización tendente a asegurar ganancias diferenciales a través de instrumentos políticos”. El grupo de presión organizado surge cuando hay un evidente trato discriminatorio para con distintos sectores de la sociedad, lo que conlleva una distribución desigual de “pérdidas” y “ganancias”. “… podemos imaginar un gobierno que emprende sólo actividades que proporcionan beneficios generales a todos los individuos y grupos y que son financiados por ingresos públicos [impuestos] generales. Bajo estas condiciones, habría relativamente escaso incentivo para los grupos particulares de individuos de organizarse en asociaciones diseñadas específicamente para asegurar ventajas especiales a través de la acción estatal. Supongamos ahora que este “equilibrio” institucional es perturbado por los esfuerzos de un grupo de interés particular, que se organiza para intentar asegurarse la adopción de una legislación favorable. [...] Ello asegura la aprobación de la legislación que proporciona al grupo representado beneficios especiales que no se aplican generalmente a toda la población. […] Otros grupos funcionales o de interés, observando el éxito del primero, ahora encontrarán provechoso invertir recursos (fondos) en la organización política”. De esta manera, el grupo de presión pasa a formar parte del proceso político, sea este representado por los empresarios industriales, los sindicatos, los piqueteros, los desocupados, minorías raciales o étnicas, etc. Incluso la misma comunidad política de dirigentes puede considerarse un grupo más de presión. En Democracia, demagogia y retenciones hemos aplicado un esbozo de esta tesis al actual conflicto del campo con el gobierno. La principal consecuencia de la democracia representativa es el crecimiento del sector público a expensas del sector privado, lo cual, a su vez, posibilita la división de la sociedad en grupos interesados en un trato preferencial, deviniendo de forma inevitable el conflicto generalizado entre sectores y coaliciones organizadas con el fin de asegurarse beneficios a expensas del resto de la sociedad. Este es uno de los tantos medios por los que la democracia representativa suele imponer más costes externos a la sociedad como conjunto que los que pretende evitar o suprimir. Otros métodos tienen que ver con la calidad “moral” o ética decreciente de los representantes en un sistema como este. Todo esto posibilitado, claro está, por el sistema mismo. En primer lugar, los representantes carecen de motivaciones, más allá de sus propias inclinaciones éticas, para gobernar según el “bien común”. El representante electo resulta ser nada más y nada menos que un simple administrador de los recursos públicos. No podrán utilizar estos recursos en el futuro, cuando termine su gestión y abandonen el cargo; tampoco pueden legar dicho patrimonio común a sus hijos o familiares. Los bienes públicos no son propiedad suya, sino propiedad “de todos”. Como consecuencia natural y lógica, hay un fuerte incentivo para consumir y despilfarrar en el presente sin considerar la situación futura. Del mismo modo, como no permanecerá en el poder indefinidamente, 204
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sino que dispondrá de él por un período corto, hay mayores motivaciones para expandir la carga tributaria a la población. Los efectos a largo plazo de una carga tributaria creciente sobre la sociedad resultan totalmente irrelevantes. Tampoco hay la más mínima consideración para con la adquisición de deudas, ya que no serán personalmente responsables por ellas en el futuro, sino que serán legadas a las próximas generaciones —o más concretamente, al próximo representante electo—. En definitiva, la democracia representativa resulta ser un mecanismo incompatible con políticas a largo plazo, con la previsión y la frugalidad. Más bien al contrario, incentiva enormemente el derroche y el gasto injustificado. Para el teórico alemán de la Escuela Austriaca Hans-Hermann Hoppe, el sistema democrático no sólo favorece una creciente “preferencia temporal” en los representantes, sino también en toda la sociedad. Una preferencia temporal “alta” se traduce como una sobrevaloración de los bienes presentes por sobre los bienes futuros, lo que implica la búsqueda de satisfacciones instantáneas, desprecio por el ahorro, disminución de la productividad, etc. Un gobierno cuya carga tributaria crece continuamente sobre la población equivale a la disminución del stock presente de bienes que pueden ser ahorrados para asignarlos en el futuro, para invertir o para intercambiar con otras personas. Del mismo modo, un gobierno que mantiene un control monopólico sobre el dinero, tenderá a encaminar políticas monetarias inflacionistas que provocan la devaluación de la unidad dineraria. El mismo efecto tienen todas las intervenciones y regulaciones en la economía. Lo más trágico es que estas políticas, en democracia, no solo tienden a realizarse continuamente, sino que tienden a crecer y a expandirse a cada vez más ámbitos. De esta forma, “la democracia descrita por Hoppe proporciona un incentivo hacia la conducta irresponsable y las prácticas abusivas tanto entre la clase política y como entre la población en general” [Keith Preston, Democracy as tyranny, 2002]. En segundo lugar, los representantes elegidos no llegan al poder especialmente por mérito personal, competencia o responsabilidad. Los gobernantes democráticos llegan al poderhaciendo creer a la población que poseen esas características. Pero si tenemos en cuenta la estructuración, en una democracia ya avanzada, de los grupos de presión en la sociedad, el mensaje de los candidatos se vuelca claramente hacia un grupo determinado, con promesas de agresión y represión contra los demás grupos, cuyos intereses son opuestos a los suyos. Es decir, el único mérito de un representante político consiste en haber sido exitoso en sus prácticas demagógicas. La democracia tiende así a una “pacífica” guerra perpetua de intereses entre coaliciones, donde la propiedad, la libertad y hasta la integridad física de los individuos está sometida a los designios del grupo vencedor. Buchanan y Tullock habían señalado, como lo explicamos anteriormente, que el intercambio de votos resulta una alternativa deseable como mecanismo capaz de evitar la tiranía de la coalición mayoritaria sobre las minorías. Sin embargo, este sistema es inaplicable en una democracia representativa extensa. El hecho de que una nación democrática cuente con un considerable número de habitantes distribuidos a lo largo y a la ancho de un enorme espacio geográfico establece grandes restricciones y obstáculos a las negociaciones que se originarían entre los individuos para intercambiar votos. Bajo la democracia representativa resulta “más duro establecer negociaciones que intentan beneficiar a 205
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grupos difuminados a través de varios distritos electorales, y los grupos difuminados a lo largo de más de una mayoría de distritos encontrarán extremadamente difícil establecer negociaciones provechosas”. Luego de este análisis, ¿qué nos queda? El escenario apropiado para la depredación social, el conflicto, el derroche, la corrupción política, el surgimiento de un Estado totalitario, sin olvidar la dependencia y la “degeneración” social que la democracia representativa posibilita sobre la población. La comunidad intelectual y académica ha, sin duda, proporcionado un justificativo y ha tendido un manto de “racionalidad” en defensa de la democracia representativa. La democracia representativa es, aparentemente, un gobierno “del pueblo” en el cual “todos” tienen participación. Las políticas del Estado son nada más y nada menos que la “voluntad general”, y los dirigentes electos buscan el “interés común”. Los intelectuales democráticos han seguido una metodología totalmente sesgada y apologética para analizar la democracia representativa. Para Buchanan y Tullock, a diferencia de casi todas las demás ciencias, en teoría política nunca ha podido desligarse del todo el análisis positivo del normativo. Es un razonamiento claramente apologético, por ejemplo, que la mayoría de estos intelectuales hayan elevado al “status” que debería ocupar la regla de la unanimidad a la regla de la mayoría, dejando de lado el análisis de la primera. Una decisión tomada por la mayoría llega a ser considerada como una política sagrada e indiscutible. Como hemos intentado demostrar, las teorías de la Public Choice depuran de concepciones metafísicas y obstáculos morales la ciencia política, presentándonos la democracia directa y la democracia representativa bajo la prisma de un análisis desprejuiciado y objetivo. 6.3. Descentralización y desintegración del Estado Este artículo es el último de la serie iniciada con Democracia directa y reducción del Estadoy continuado con Los defectos de la democracia representativa. El análisis de esta tercera parte estará principalmente enfocado hacia las posibilidades de alcanzar la sociedad libre. Democracia directa En los últimos dos artículos hemos desarrollado, en forma independiente, la democracia directa y la democracia representativa, analizando sus virtudes y desventajas. Tal vez sea el mejor momento de contrastarlas y extraer conclusiones. Como ya hemos señalado en la primera parte, la democracia directa consiste en un órgano de coacción o Estado donde todas las decisiones son tomadas con la participación de todos los ciudadanos, mediante algún tipo de regla de votación, como la regla de la mayoría. Todos los integrantes de la sociedad deberán estar informados y serán convocados a dialogar, presentar proyectos, demandar reformas y proceder a decidir en conjunto la dirección del Estado. Como bien podemos notar, la función que Buchanan y Tullock denominan “costes de negociación” será creciente, y podemos creer que incalculablemente alta, ya que resultaría enormemente dificultoso que millones de personas se pusieran de acuerdo en todas y cada una de las decisiones y áreas en las que el Estado debe actuar. Una forma de reducir estos costes de negociación es la de dividir al estado nacional en 206
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pequeñas ciudades-estado o cantones confederados entre sí. Otra forma de reducir los costes de negociación, como ya hemos explicado, es admitir la compra y venta de votos, de modo que el voto de los ciudadanos indiferentes al proceso democrático tenga utilidad real, y que las minorías notablemente perjudicadas por las decisiones mayoritarias puedan tener algo más de poder electoral. La consecuencia natural e inevitable de la democracia directa sería que el espacio destinado a la actividad estatal se reduciría notablemente y en forma creciente debido a que la cantidad de tiempo, esfuerzo y recursos que se deberían destinar a negociar, deliberar y convencer a los demás ciudadanos de adoptar una posición determinada sería inconmensurable. Resultaría menos costoso dejar a la actividad privada y libre, o su variante cooperativa, actuar para corregir los problemas que surjan en la sociedad. Democracia representativa Por otro lado, la democracia representativa consiste en la elección periódica de representantes mediante el voto y la participación de todos los ciudadanos. Estos representantes, una vez en el poder, deberán atender a las demandas de la sociedad y solucionar los problemas que surjan, o, en la terminología de la Public Choice, tratarán de reducir los “costes externos”. El principal efecto de este sistema, el cual presenta una ventaja frente a la democracia directa, es que los costes de negociación se reducen drásticamente, puesto que casi todas las decisiones son tomadas por el representante elegido. Esto permite la inclusión de cada vez más individuos al Estado, todo lo contrario a la democracia directa. El efecto secundario directo de esto mismo, es que la gran mayoría de las personas son marginadas de la posibilidad decidir las políticas del Estado. Sin embargo, la democracia representativa conlleva otros problemas más agudos. Así como en la democracia directa la participación del Estado se reduce gradualmente, en la democracia representativa el papel del mismo tiende a crecer desmesuradamente, dado que los costes de decidir las políticas que debe llevar a cabo el gobierno son muy bajos. Otra consecuencia grave de este sistema, como se ha demostrado, es la estructuración de numerosos grupos de presión, que buscan trato preferencial por parte del Estado, para obtener beneficios de la utilización del monopolio de la fuerza. Así, la sociedad queda divida en diversos subgrupos de intereses antagónicos entre sí, que conduce a permanente y constante conflicto civil. Los representantes electos tampoco poseen estímulos para actuar según el “bien común”, dado que sus mandatos son de corta duración y no suelen ser directamente afectados por los problemas sociales que generan. De la misma manera, suelen llegar al poder en base a prometer trato diferencial para ciertos grupos o represión para otros. Estos dos últimos puntos generan una constante decadencia moral y ética de los candidatos al gobierno. Por último, el intercambio de votos es imposible en este sistema, por lo que las minorías están prácticamente a la merced de una mayoría espuria, temporal y cambiante. Frente a este ineludible contraste, es obvio que todo aquél que considere que la democracia es el valor máximo y que es el “pueblo” quien debe decidir, debe ser conciente de que la forma más coherente de defender ese principio es adoptar la democracia directa 207
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—donde todos tienen un grado igual de participación en todas las elecciones públicas—; la cual, a su vez, conduce a una participación cada vez menor del Estado en la vida social. Es también obvio que todo aquél que considere fundamental la intervención del mismo en áreas como la economía, la planificación social, etc., debe entender que tales medidas son imposibles en un contexto de democracia directa, y reconocer que están en una posición diametralmente opuesta a la participación completa y democrática de todos los ciudadanos en las decisiones del Estado, es decir, de una democracia más amplia. La única forma viable de que se lleven a cabo sus pretensiones es mediante el famoso “Leviatán”, formado por una cúpula de dirigentes e ingenieros sociales divorciados del resto de la sociedad. Por último, es también evidente que, para todo aquél que considere que la limitación y reducción del área de acción del Estado es una necesidad urgente, la democracia directa es la mejor forma de alcanzar ese objetivo —hecho que nunca pudieron comprender los liberales clásicos—. Federalismo, anarquismo y cambio social Se ha señalado, como la organización política general únicamente compatible con la democracia directa, al federalismo. Pierre-Joseph Proudhon, el padre del anarquismo, concibió el cambio social hacia la anarquía y la libertad como funcional al principio federativo. En su pensamiento, es concebido como un sistema sostenido por contrato. En efecto, consiste en la anexión por motivos de defensa y seguridad mediante pactos “sinalagmáticos y conmutativos” de pequeñas comunidades democráticas en una federación mayor. Como él mismo destaca, el término mismo nos evidencia su naturaleza “consensual”: “Federación, del latín foeedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etc., es un convenio por el cual… uno o muchos municipios, uno o muchos grupos o pueblos o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros…” [Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo, 1863]. Proudhon también intuyó, cosa tal vez que no pudo explicar con demasiada claridad, que en un sistema donde impere el federalismo y la democracia directa, el poder del Estado se iría desintegrando hasta desaparecer. “En la federación, los atributos de la autoridad central se especializan y se restringen, disminuyen en número, obran de una manera menos inmediata… En los gobiernos centralizados, por el contrario, las atribuciones del poder supremo se multiplican, se extienden, se ejercen de una manera más inmediata… De aquí esa enorme presión bajo la que desaparece toda libertad, así la municipal como la provincial, así la del individuo como la del reino” [Pierre-Joseph Proudhon, op. cit.]. Como hemos demostrado, la intuición del anarquista francés no estaba mal guiada. Con la descentralización de la toma de decisiones, los costes de negociación crecen a tal punto que la actividad del Estado se torna un derroche de recursos, lo que permite que un mayor volumen del sector privado y voluntario pueda desarrollarse en paz y libertad. Y todo gracias a la democracia en su forma más pura y coherente. 208
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Sin embargo, muchos anarquistas tal vez cuestionarían la calidad “libertaria” de tal método para alcanzar una genuina sociedad libre. Pero es claro que no hemos propuesto la democracia directa y el federalismo más que como un paso previo, como un puente hacia la anarquía; no como metas en sí mismas. Por supuesto, la descentralización debería ser acompañada por fuertes prácticas contraeconómicas, que construyan el escenario de libertad económica necesaria para —dándonos el gusto de utilizar terminología marxista— que florezca una superestructura política de características cada vez más libertarias. Queremos creer que la puesta en marcha de estos dos movimientos, como procesos evolutivos y graduales de cambio social, significarían una mejora enorme en relación a la postura pasiva y expectante del anarcocomunismo, a la espera inútil de la toma de conciencia revolucionaria de un proletariado cada vez más aburguesado y conformista. 6.4. Teoría de los procesos democráticos I La democracia, que es un simple método para la toma de decisiones colectivas, se ha transformado en los últimos tiempos en un valor en sí misma, y su importancia como medio para alcanzar ha pasado a un segundo plano. Esto es común a casi todos los partidarios del estatismo —de izquierda y de derecha—, y la tendencia se extiende hasta la mayoría de los libertarios —exceptuando a los anarquistas de mercado— y marxistas libertarios. Los primeros insisten en que la democracia representativa como forma de expresar la voluntad popular, y los segundos anhelan una sociedad en donde todas las decisiones, tanto de la esfera económica como social, se lleven a cabo mediante democracia directa [1]. Pero en ningún punto se detienen a analizar las consecuencias que la democracia, como método de toma de decisiones más que como principio fundamental o fin último, en la economía y la sociedad en su conjunto. Aquí intentaremos elaborar una teoría que explique cómo las comunidades pueden organizarse democráticamente en sus dos variedades —en forma directa o representativa—, y los efectos que tendría dicho sistema sobre las mismas, tomando lo que consideremos más acertado de los estudios de Schumpeter, Buchanan, Tullock, entre otros autores. Comenzaremos analizando la democracia directa y continuaremos en un próximo artículo con la democracia representativa. La democracia directa como método La democracia no es otra cosa que una forma de tomar decisiones colectivas. Cualquier definición que se aleje de este primer sentido carece de objetividad. Como método en sí, implica que las decisiones que reciban en apoyo de la mayor parte de los participantes deben ser las que se lleven a cabo. Llevado esto a escala social, significa que una comunidad que se organiza en forma democrática es aquella en donde las decisiones públicas, para ser efectivas, deben ser votadas por la mayoría de los ciudadanos. (a) Lo primero que hay que definir es la cualidad de ciudadano. Joseph Schumpeter ha 209
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señalado que pueden hacerse todo tipo de discriminación para considerar que un individuo ha conseguido es status de “ciudadano”. Los ciudadanos pueden ser únicamente los hombres, excluyendo a las mujeres y los esclavos. O puede incluir a todos estos pero dejar afuera a todo aquél que ha nacido en otra nación. O puede excluir a todos los menores de determinada edad, o aquellos que han cometido delitos, o que son considerados “enemigos del pueblo”. Hay todo un sinfín de categorías y posibles discriminaciones, y no existe ninguna que pueda denominarse “democrática”. Sin embargo, aquí intentaremos analizar la concepción moderna de la democracia, en donde los ciudadanos son todos aquellos individuos que han alcanzado cierta edad. (b) En segundo lugar debemos aclarar en qué casos se llevarán a cabo las decisiones colectivas. Los teóricos de la Public Choice han establecido que las mismas deberán regir sobre la administración de los bienes públicos, sea cual sea la definición de los mismos [2]. Muchos anarquistas de mercado han señalado que no hay límite previo a la extensión de la democracia directa. ¿Es posible que la comunidad opte por decidir sobre si determinado grupo de individuos debe ser eliminado? ¿O si sobre deben alterarse por la fuerza las costumbres o algunos aspectos de las minorías? Objetivamente hablando, no existe tal límite. Los teóricos liberales han establecido que debe existir una serie de leyes e instituciones constitucionalmente establecidas por sobre las cuales las decisiones colectivas no pueden erigirse —los derechos a la vida, la libertad y la propiedad—, pero ellos mismos reconocen que para salvaguardar tales instituciones se necesita un aparato estatal que, para administrar dicha protección, necesita violar aquellos derechos que dice proteger, con lo cual el problema no queda resuelto. Lo más sensato es suponer, como lo hacen James Buchanan y Gordon Tullock en El cálculo del consenso (1962), que las decisiones colectivas regirán sobre los costes externos producto de la actividad privada. Es decir, los ciudadanos elevarán a sus “asambleas comunales” — u otra entidad similar— propuestas y exigencias para que la sociedad adopte medidas pertinentes para eliminar dichos costes externos. Aquellos costes que afecten a un número considerable de ciudadanos serán sobre los que se organizará la democracia directa, sea cual sea la regla de toma de decisiones. De esta forma, a medida que aumentan las externalidades sobre un grupo de individuos, aumentan las posibilidades de llevar a cabo una decisión colectiva. (c) Las reglas para la toma de decisiones indica el mínimo de individuos necesarios que deben apoyar una medida para que esta se haga efectiva. Hay distintos tipos de reglas para la toma de decisiones en una democracia. La más conocida es la de la mayoría simple: ante una propuesta en la que los individuos pueden votar a favor o en contra, bastaría con que una de las dos posturas reciba como mínimo, el 51% de los votos —la “mitad más uno”— para que prevalezca. Pero también podemos adoptar, como proponía Knut Wicksell, la regla de la unanimidad, que establece que para que una medida se lleve a cabo, debe recibir el apoyo de todos los ciudadanos sin excepción. Desde un punto de vista del bienestar social, la regla de la unanimidad es la más eficiente, puesto que asegura que no se tome ninguna decisión que conlleve un perjuicio para algún individuo. A medida que nos alejamos de esta regla ideal, la disminución del bienestar social es mayor,
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siendo posible cualquier regla, incluso algunas que impliquen un número de individuos necesarios menor al 50% de los ciudadanos en conjunto. El principal obstáculo para la regla de la unanimidad es que implica costes de negociaciónmucho mayores que cualquier otra regla. Los costes de negociación incluyen todo desgaste y pérdida de recursos, tiempo y esfuerzo que debe sufrir un individuo para asegurar el apoyo de otros ciudadanos a su propuesta. Trasladando esto a una sociedad numerosa, incluso a una comunidad pequeña, es evidente que la regla de la unanimidad, si bien impediría que se lleven a cabo medidas que disminuyan el bienestar de las minorías, también impediría que se hagan efectivas la mayor parte de las decisiones colectivas, puesto que sería enormemente difícil obtener el consenso de todos los ciudadanos. Cada individuo sería el monopolista exclusivo de su voto, y podría poner el precio que deseara al mismo en forma de compensación a los demás individuos si quieren obtener su apoyo para alguna medida. Es obvio que la mayor parte de las decisiones colectivas se verían descartadas. ¿Cuál sería la regla para la toma de decisiones más eficiente? Buchanan y Tullock han propuesto una representación gráfica de los costes externos y los costes de negociación, cuya intersección manifestaría la regla de toma de decisiones óptima para cada individuo. La curva de costes externos es decreciente a medida que la regla para la toma de decisiones es más inclusiva, es decir, a medida que se acerca a la unanimidad, puesto que su influencia en las decisiones colectivas será más grande y será menos probable que se lleven a cabo medidas que lo perjudiquen. La curva de costes de negociación, a su vez, aumenta a medida que la regla se acerca a la unanimidad, porque será más difícil encontrar el consenso con un grupo mayor de individuos. En la práctica, “sólo por coincidencia tendrá lugar la mayoría simple. El voto de la mayoría es así generalmente sub-óptimo. Para asuntos más importantes necesitaríamos algo más”. [3] En los siguientes párrafos adoptaremos la regla de la mayoría simple. (d) Por último, debemos considerar que los votos tienen en sí un valor económico. Esta es la principal implicación económica de los procesos democráticos. En síntesis, el mecanismo por el cual cada ciudadano dispone de un voto no manifiesta la intensidad de preferenciaindividual. El “poder de votación” del ciudadano es igual tanto si es indiferente a la propuesta que se debate colectivamente, como si es tan importante para él que está dispuesto a ceder otros bienes o lo que sea para que gane su postura. Esto entra en contradicción con toda noción de eficiencia económica, porque se descuida principalmente lo que se necesita satisfacer para que los agentes económicos aumenten su bienestar: las preferencias individuales. Es evidente que una situación en la que se intenta decidir en forma colectiva si el ciudadano A será o no sacrificado, su intensidad de preferencia en forma de negativa a la propuesta será enorme, y probablemente superior a la de varios individuos que favorecen a la misma. Seguramente, A estaría dispuesto a compensar a algunos ciudadanos con “pagos adicionales”, para que cambien de postura y se opongan a la medida. La introducción de estos pagos adicionales es lo que se ha denominadologrolling, y también pueden cobrar la forma de “intercambio de votos”. Si se prohíbe el logrolling abierto, de forma que surja un verdadero mercado de votos; surgirá 211
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el logrolling implícito, en donde los acuerdos se realizarán en forma secreta y a espaldas de los demás ciudadanos, lo que reducirá la eficiencia de este método —que es lo que sucede en los parlamentos y congresos actuales—. La eficiencia y la democracia directa Una vez establecidos los principales conceptos a tener in mente a la hora de interpretar los procesos democráticos, podemos intentar utilizarlos para descubrir las consecuencias de los mismos sobre la estructura social y económica. Aquí debemos hacer una división analítica. Las repercusiones de la democracia directa no serán las mismas bajo un contexto de propiedad privada y libre mercado, que en un sistema donde todas las decisiones económicas, es decir, en lo relativo a la producción, distribución y consumo de los bienes y en la asignación de factores se realizan mediante la democracia directa y la participación colectiva de todos los ciudadanos, como proponen el anarcocomunismo y otras tendencias similares. La democracia directa bajo un sistema de propiedad privada Los métodos democráticos en una sociedad donde está instaurado un sistema de propiedad privada en la “administración de los recursos públicos” nunca producirán resultados Pareto-eficientes. Esto quiere decir que será imposible que aumente el bienestar de un individuo o grupo sin que disminuya el bienestar de otro individuo o grupo. El individuo o grupo cuyo bienestar cae es siempre la minoría. Enfoquémonos principalmente en algunos ejemplos puramente económicos [4]. Supongamos una sociedad conformada por tres personas, que reciben una subvención externa de $90, y que para decidir la distribución de tal monto recurren a la democracia directa regida por la mayoría simple, es decir, la opción que más votos reciba se hará efectiva. Los resultados posibles de la votación son: (1) que cada individuo vote porque él mismo reciba los $90, con lo que ninguno de los tres obtendrá el mínimo necesario de votos para ganar; (2) que los $90 sean distribuidos equitativamente entre los tres, de modo que cada uno reciba $30; o (3) que se forme una coalición de dos individuos que se aseguren $45 cada uno, dejando al tercero sin nada. El individuo racional, guiado por su propio interés intentará establecer una coalición con alguno de los otros dos, dado que el resultado (3) le permite asegurarse $15 más que el resultado (2). En este caso “introductorio”, si bien la regla es inferior a la unanimidad, y existe una minoría que pierde la votación, el resultado no es sub-óptimo, porque el individuo perdedor permanece en la misma situación económica. Pero si suponemos que el monto de $90 debe ser financiado con impuestos, de modo que se decida democráticamente la forma en que se distribuirá el mismo, el resultado nunca será Pareto-eficiente. Una coalición mayoritaria puede asegurarse todos los beneficios, por lo que lo único que obtiene la minoría son pérdidas netas. Se trata de una transferencia pura de ingresos de un grupo a otro, en nuestro ejemplo, de un individuo a la coalición de dos individuos. La regla de la mayoría tiende a imponer costes externos sobre las minorías, los cuales no se tienen en cuenta a la hora de realizar la decisión colectiva. No 212
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hay nada inherente a los procesos democráticos que nos permita suponer que se producirán resultados deseables desde el punto de vista de las preferencias individuales. Muchos de estos problemas pueden ser corregidos gracias a la introducción de los pagos adicionales. La principal ventaja de este fenómeno es que no necesita ser incentivado ni organizado desde arriba, sino que tiende a surgir espontáneamente de las relaciones de negociación típicamente democráticas entre los individuos. Por ejemplo, en el caso que citamos más arriba, en el que puede estar en debate la ejecución de un individuo del grupo, los pagos adicionales pueden ayudar a manifestar la intensidad de preferencia de los ciudadanos. Los individuos que no apoyen tan intensamente la medida y el individuo cuya vida peligra posiblemente aumentarían su bienestar estableciendo acuerdos y compensaciones entre ellos, permitiendo a este último alcanzar la mayoría. Buchanan y Tullock aseguran que tal mecanismo puede asegurar mejoras mínimas de eficiencia en el sistema. Sin embargo, y este punto es algo en lo que hemos insistido varias veces, bajo un sistema de propiedad privada los procesos democráticos se verían sanamente limitados. Dado que cada individuo controla y planifica su propia economía privada, cada emprendimiento que involucre intentar organizar una acción colectiva por medios democráticos le impondrá altos costes de negociación, que seguramente superarían con creces los costes externos que motivarían tal intento. El contexto de libre mercado asegura que la acción colectiva se organice allí donde realmente hay costes externos que involucran a amplios sectores sociales y en lo que, de antemano, existe cierta cuasi-unanimidad. La democracia directa en la planificación económica El principal problema que se le presenta a la democracia directa en la asignación de recursos proviene de su fuerte contradicción con el cálculo económico. Un sistema en donde, como hemos dicho, no se permite expresar la intensidad de preferencia de los individuos elude el principal problema a resolver: las necesidades individuales —las supuestas “necesidades sociales” están compuestas, a su vez, por necesidades individuales—. Para un cálculo económico realmente eficaz no sólo se necesita recopilar toda la información técnica y objetiva relevante, sino también la información de carácter subjetiva, referente a los objetivos y preferencias individuales relativas a un tiempo y lugar específico. Una asignación democrática de recursos, en donde cada individuo dispone sólo de un voto para expresar sus preferencias, repetimos, no permite expresar la intensidad de preferencias. La planificación eficiente precisa conocer cuánto prefiere un individuo una medida a la otra, y la única forma de manifestarla sin recurrir a una arbitraria medida intersubjetiva de la utilidad es permitirle al individuo demostrar qué recursos o bienes está dispuesto a ceder para obtener otros a cambio. [5] Un individuo que no sigue este procedimiento votaría positivamente todos los proyectos de inversión de recursos que se le presentaran, puesto que le prometen incrementar la oferta de bienes. Pero un individuo que puede, para hacer efectiva una medida o inversión en la que intenta apoyar con mucho énfasis, retirar bienes o recursos de otros sectores que considera de menor valor 213
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con los cuales compensar a los individuos que se oponen a su postura para que cambien de parecer, contribuye a una economía donde se hace medianamente eficaz el cálculo económico. Sin embargo, el individuo de una comunidad de tipo anarcocomunista no tiene recursos propios para realizar pagos adicionales, ya que todos los bienes son de propiedad común. Solo puede emprender el logrolling mediante el “intercambio de votos”. Este consiste en establecer acuerdos con otros individuos, de forma que A prometa votar en el futuro por una medida en la que B está de acuerdo a cambio de que B vote una medida en la que A está de acuerdo hoy. Si un individuo cree que la inversión de factores productivos en determinado sector que otro grupo quiere emprender será negativa y consistirá en un derroche para su propio bienestar, puede “retirar” votos suyos de proyectos futuros y ofrecérselos a otros a cambio de que ellos voten hoy en contra del proyecto ineficiente. Por ejemplo, el individuo puede desear fervientemente que aumente la producción de calzado, pero al parecer la mayor parte del grupo desea incrementar la producción de vestimenta. Para el individuo en cuestión, la vestimenta tiene menos valor que el calzado, y si se invierten recursos en una expansión de la producción de los vestidos, desde su óptica será un derroche ineficiente. De esta manera, puede proceder retirando votos de proyectos futuros a cambio de obtener más votos para la decisión presente entre calzado y vestimenta por medio del intercambio, aumentando su “poder adquisitivo”. Esto constituiría un verdadero mecanismo sustitutivo al cálculo económico [6]. Conclusiones Los efectos de la democracia directa son bastante importantes para ignorarlos. Es factible suponer que bajo un sistema de propiedad privada y libre mercado las consecuencias serán más leves que en un sistema de tipo anarcocomunista. Las decisiones colectivas en el primero estarían limitadas a esporádicas reuniones asamblearias para problemas locales, y poco se diferenciarían de asociaciones vecinales simples. Bajo el anarcocomunismo, en cambio, se presentarían problemas importantes en la planificación económica. En primer lugar, adolecería del mismo inconveniente que sufriría un sistema de propiedad privada: los altos costes de negociación. Dado que la planificación requeriría juntas, asambleas y debates recurrentes sobre la asignación de factores productivos, los costes serían incluso más altos todavía. En segundo lugar, el mecanismo de intercambio de votos como sustituto del cálculo económico se llevaría a cabo con cierta dificultad. Es difícil imaginar una sociedad en la que cada individuo se informe minuciosamente sobre todos los proyectos en lo que participará en el futuro como para planificar “individualmente” su distribución de votos sobre los mismos. No hay incentivos concretos para que un individuo emprenda tal práctica si estima que las decisiones finales no las toma él mismo, sino que dependen de cómo se conforme la coalición mayoritaria, y el cálculo previo a cualquier participación colectiva no puede evidenciarle si tiene posibilidades o no de formar parte de ella. Los individuos emprenderían el intercambio de votos sólo cuando estimen que la posible decisión presente los afecta realmente en su bienestar. 214
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En suma, aquí se sostiene que la economía anarcocomunista no es, a priori, necesariamente ineficiente ni contraria al cálculo económico, pero por motivos muy diferentes a los expuestos por muchos “kropotkinianos”, que, al contrario, desprecian todo tipo de fundamentación teórico económica de sus utopías. Esto constituye, en realidad, un aporte más a nuestra postura de una posible “comunión” de sistemas económicos mutualistas, comunistas y “capitalistas” en una sola sociedad anárquica, consecuencia lógica de la libertad de asociación. Notas [1] No olvidemos mencionar que desde este sitio se ha sugerido que la gestión de servicios relacionados con el suministro de seguridad y justicia podría realizarse en una sociedad libre, en forma espontánea y voluntaria, mediante la democracia directa y la asociación cooperativa. Esto no implica que no surgirían empresas privadas especializadas en suministrar tales servicios, pero hasta que esta última modalidad se generalice, lo más probable es que las comunidades organicen su seguridad y justicia por medio de la democracia directa como transición. [2] Para una interesante discusión sobre los llamados bienes públicos y la administración de los mismos, ver Hans-Hermann Hoppe, Falacias de la teoría de los bienes públicos y la producción de seguridad, 1989. [3] Gordon Tullock, Los motivos del voto. Un ensayo de economía política, 1976. El gráfico, presentado por primera vez en El cálculo del consenso, es el siguiente:
Donde la curva C representa los costes externos y la curva D los costes de negociación en el cálculo individual, y el punto N la regla de la unanimidad. El punto K representa la regla óptima para la toma de decisiones, porque es la que minimiza los costes totales. [4] Los siguientes párrafos están basados en gran parte en El cálculo del consenso de James M. Buchanan y Gordon Tullock, capítulos XI, XII y XIII principalmente. [5] Estamos suponiendo, como lo hemos hecho a lo largo de todo el artículo, que el individuo busca maximizar su propio bienestar, y a la hora de la votación no busca
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específicamente lo que es mejor para el conjunto sino por una cuestión de conveniencia. Su interés puede o no coincidir con el de los demás. [6] De hecho, esto es lo que sucede en el mercado y lo que origina los precios: la forma de manifestar las preferencias individuales se realiza restringiendo la demanda de bienes que el individuo considera de menor valor para favorecer los que considera de mayor valor. 6.5. La democracia representativa “Pues si se consideran a estos flamantes electores como incapaces de atender por sí mismos a sus propios intereses, ¿cómo habrán de acertar, en ningún caso, a elegir los pastores de guiarles? ¿De qué manera podrán resolver el problema de alquimia social consistente en obtener la elección de un genio como resultado de la acumulación de votos de una masa de imbéciles?” - Errico Malatesta La democracia de tipo representativa es la forma moderna que ha adoptado el Estado para mantener su hegemonía de clase. De hecho, es la forma más racional que pudo haber adoptado para conseguir tal objetivo. La democracia representativa permite a la clase dominante percibir cuáles son los sectores de la sociedad más influyentes, tanto numérica, como política y económicamente, de modo que pueda armar y desarmar a placer diversos programas de transferencias de recursos de la clase productiva a la parasitaria. Desde luego, la clase política sabe que si el voto del sector industrial decidirá las próximas elecciones, buscará el apoyo y la legitimación de dicho grupo social a través de políticas de subvenciones, protección de la competencia, controles de precios, devaluaciones, etc. Esto nos lleva a concebir la democracia representativa como un sistema en el que el Estado puede, mediante la competencia entre sus “caudillos políticos”, saber a qué sector social debe beneficiar para mantener su dominio sobre la clase productiva. Los intelectuales —cuyo papel será tratado en el próximo capítulo— y los políticos han ideado todo un aparato ideológico para demostrar que la democracia representativa es la panacea política donde los sueños de las masas se hacen realidad, donde el yugo divino de los monarcas ha desaparecido, y que es el único sistema que permite la resolución armoniosa de los conflictos sociales a través de la regla de la mayoría. Pero como dijera Pierre-Joseph Proudhon: “Multiplique la democracia cuanto quiera con sus funcionarios las garantías legales y los medios de vigilancia; llene de formalidades los actos de sus agentes; llame sin cesar a los ciudadanos a que elijan, a que discutan, a que voten; que quiera que no, sus funcionarios son hombres de autoridad, palabra ya admitida; y si entre ellos hay alguno o algunos que estén encargados de la dirección general de los negocios, ese jefe, individual o colectivo, del gobierno es, como le ha llamado el mismo Rousseau, un príncipe, a quien falta una nonada para que sea un rey” [75]. El primer pensador en desmitificar esta falsificación de la realidad en forma sistemática fue Joseph A Schumpeter, en su Capitalismo, socialismo y democracia (1942) [76]. Su primer paso fue hacer notar el error en que incurrían los intelectuales en concebir la democracia como un fin en sí misma, en lugar de entenderla como un método político para la toma de 216
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decisiones. En segundo lugar deja en claro que la democracia no puede ser el medio a través del cual se satisface el “bien común”, dado que la noción de “bien común” es un concepto carente de contenido: no existe un “bien” que pueda considerarse igual para todos ni que beneficie a todos los ciudadanos por igual —como se verá más adelante, incluso por vía democrática, sea directa o representativa, es imposible conseguir la unanimidad—, salvo en la estrecha concepción utilitarista en la que el “bien común” o “mayor bien” es aquél que beneficia al número mayor de personas. También destaca que es otro error creer en la “representatividad” de tal tipo de democracia, dado que como tales, los políticos electos no representan la voluntad de los ciudadanos, sino que intentan “interpretarla” o “reflejarla” —hecho que ya cobra un sentido más metafísico que jurídico, y en este punto podemos encontrar críticas anarquistas realmente clarificadoras—. Por último, y este el punto importante, esboza su teoría de la democracia como un sistema en que se desenvuelve una competencia entre caudillos políticos por la obtención del poder. De hecho, los resultados de la democracia representativa son contrarios a todo lo que los intelectuales han defendido, y al tender un manto ideológico sobre la democracia se ha impedido a muchos teóricos llegar a ver la misma como una verdadera competencia por el poder. La explotación sobre las minorías [77] es llevada al máximo, se favorece la conflictividad social y la división de la sociedad —incluida la clase productiva— en diferentes sectores con intereses económicos opuestos, y ha permitido la intromisión e intervención del Estado sobre la economía a niveles exorbitantes. Una aplicación simple de la teoría de Schumpeter a un modelo básico de dos partidos elaborado por Anthony Downs, nos permite evidenciar cómo se lleva a cabo la explotación de la minoría a través de la democracia representativa. Downs elabora un modelo de dos partidos por un lado, I y II, suponiendo que el partido I está “obligado” constitucionalmente a anunciar sus políticas a los ciudadanos antes que el partido II; y tres votantes, A, B y C, por el otro. De esta manera, el partido II siempre vencerá al partido I: si el partido I anuncia que de ganar las elecciones ofrecerá $100 a cada uno de los tres votantes, el partido II podrá anunciar una política que ofrezca $101 a A, $101 a B, y nada a C, quedándose con el excedente. La regla de la mayoría dará como resultado la distribución menos igualitaria de las probables, incluso si dejamos de lado el supuesto de Downs en el que los partidos deben anunciar sus programas secuencialmente. Si bien en este modelo la fuente de los $300 que el partido distribuirá entre la mayoría una vez ganadas las elecciones no es mencionada, en un modelo más coherente dicha suma le sería extraída a la minoría perdedora. «Las implicaciones de este simple modelo son dobles: primera, el partido racional explotará a la mayor de las minorías hasta el máximo factible; y segunda, gastará, en sus pagos a la mayoría, la suma mínima necesaria para asegurarse la elección… se ha reconocido que la regla de la mayoría genera resultados que pueden ser no óptimos o ineficientes de acuerdo con criterios paretianos normales». [78] La competencia entre caudillos políticos y partidos no puede producir, bajo ningún supuesto, beneficios generales o pseudo-generales para todos los ciudadanos. Más bien, la regla de la mayoría conducirá a la mayor explotación posible de las minorías. Dentro de la llamada “Public Choice”, se admite la posibilidad de que el logrolling reduzca la explotación sobre las minorías o al menos produzca resultados superiores en un sentido 217
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paretiano, mediante la introducción del intercambio de votos o los pagos adicionales en las elecciones colectivas democráticas. El logrolling, tal como lo ha explicado Gordon Tullock, en su forma más elemental, opera de la siguiente forma: «Yo estoy de acuerdo en votar algo que usted desea a cambio de obtener su apoyo en votar por algo que yo deseo» [79]. Una coalición de individuos que desea alcanzar la mayoría para ganar una elección puede “persuadir” a otros individuos de votar a favor de sus intereses a cambio de la promesa de votar a favor de una propuesta que ellos deseen en una elección futura, o, para encontrarle el sentido económico más preciso, puede entregar directamente dinero u otros bienes económicos a cambio de los votos. Esto llevaría a que las minorías tengan la oportunidad de ser “compensadas” en caso de que tengan la expectativa de no ganar una votación. Sin embargo, para que el logrolling sea eficaz en una comunidad deben cumplirse, entre otros requisitos, la existencia de una población numéricamente reducida y geográficamente concentrada, para evitar altos costos de “transacción”. Este requisito es totalmente obviado por las democracias modernas: en efecto, en los enormes Estados nacionales actuales es imposible realizar tales intercambios de votos. La población votante es tan grande numéricamente que los costes de trasladarse, negociar y regatear con otros individuos se elevan enormemente —sería absurdo creer que personas que se encuentran en provincias o municipios diferentes y a kilómetros de distancia pueden negociar sus votos ante una elección presidencial—. [80] Por otro lado, a estos se suma el repudio moral general hacia el logrolling: “A menudo se piensa que el logrolling es malo y realmente va contra la ley en muchas democracias. Las leyes contra el logrolling (probablemente aprobadas por logrolling) no han tenido efecto substancial en el funcionamiento de la democracia de los países que las han adoptado. Como muchos obligan a continuar con el logrolling de alguna manera indirecta y ocultan que probablemente reduce su eficiencia hasta cierto punto” [81]. La intervención gubernamental en este ámbito provoca que el logrolling deba ser dejado de lado para los ciudadanos activos —quienes se ven realmente afectados— y que surja, al igual que los mercados negros, un “mercado informal de votos” en cámaras y senados, donde se lleva a cabo un logrolling indirecto entre los funcionarios y los grupos interesados en la sanción y elaboración de diversas leyes e intervenciones. La democracia representativa y sus imponentes Estados nacionales impiden que el logrolling llegue a toda la población y que este sea llevado a cabo sólo por la clase política dirigente. Fuera del análisis de la democracia representativa de los teóricos de la Public Choice, dentro de la escuela austriaca también se han elaborado agudos análisis de la misma. Hans-Hermann Hoppe ha dedicado gran parte de su trabajo a demostrar que la democracia representativa ha significado un retroceso en términos económicos, políticos y sociales con respecto a las antiguas monarquías, al contrario de lo que la ideología moderna sostiene. “Como monopolio hereditario, el rey o el príncipe consideraban el territorio y las personas bajo su jurisdicción como sus bienes muebles y se dedicaban a explotar monopolísticamente su “propiedad”. Bajo la democracia, el monopolio, y la explotación monopolística no 218
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desaparecen. Incluso si a todos se les permite entrar el gobierno, no por eso se elimina la distinción entre gobernantes y gobernados. El gobierno y el gobernado no son uno y la misma persona. En vez de un príncipe que considera el país como su propiedad privada, un guardián temporal e intercambiable es puesto monopolísticamente a cargo del país. El guardián no es dueño del país, pero mientras esté en su oficio le es permitido utilizarlo para ventaja de si mismo y de sus protegidos. Tiene el uso actual —el usufructo— pero no su capital social. Esto no elimina la explotación. Al contrario, hace la explotación menos calculada, llevada a cabo con poca o ninguna consideración del capital social. La explotación es miope y se promueve sistemáticamente el consumo del capital” [82]. El paso de la monarquía a la democracia sólo ha generado mejores medios para la explotación de los ciudadanos por parte de la clase gobernante. Si el monarca antes era propietario absoluto de su reino, y debía protegerlo y cuidar su capital social para legar un reino próspero y fuerte a su propia familia, el representante democráticamente electo, al contrario, sabe que su estadía en el poder es corta, y que ni siquiera podrá legar la propiedad pública a sus herederos, sino que deberá cederla a alguien que determinará el pueblo votante. Esto incentiva enormemente el consumo presente en detrimento ahorro y del consumo futuro, el emprendimiento de pomposas obras públicas innecesarias para ganarse el favor del electorado en el futuro y la rápida expansión del sector público para continuar la explotación de la clase productiva. “Un gobernante democrático es una autoridad temporal y trata de maximizar los ingresos corrientes del gobierno a costa de su capital, y como consecuencia malgasta. Estos son algunos resultados: durante la época de las monarquías, antes de la Primera guerra mundial, el gasto del gobierno como porcentaje del PNB era raramente superior al 5 por ciento. Desde entonces se ha elevado, típicamente, a cerca del 50 por ciento. Antes de la Primera guerra mundial, el empleo en el gobierno era menor al 3 por ciento del empleo total. Desde entonces ha aumentado a entre un 15 y 20 por ciento” [83]. La misma tendencia se registra en el aumento de la deuda pública, de la inflación, y de las tasas de interés como consecuencia de la pérdida de poder adquisitivo de la moneda estatal y del consumo de capital. En relación a lo mencionado en el capítulo anterior sobre la corrupción de la moneda, la democracia no hace más que acelerar el proceso. Durante el mercantilismo el proceso de expansión monetaria era sumamente costoso: para expandir la oferta monetaria de dinero metálico debían emprenderse conquistas militares en lejanos territorios para saquear las reservas de oro de otras naciones, de forma que la cantidad de dinero aumente y las tasas de interés caigan, expandiendo insosteniblemente el empleo, la producción y el gasto público. El proceso se vería sumamente agilizado e incentivado con la implementación de la democracia, que, gracias a la abolición del patrón oro y la sustitución de este por papelmoneda sin respaldo, permitiría que la expansión temporal del empleo y la producción mediante el inicio de un ciclo económico se utilizara con fines políticos. Un funcionario electo puede intentar “controlar” en el corto plazo las variables económicas, el tiempo 219
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suficiente para generar una prosperidad temporal y condenada a autodestruirse. El “negocio” consistiría en que la crisis y la recesión estallen cuando quienes iniciaron el ciclo y disfrutaron del auge ya no estén en el poder. Un importante representante del monetarismo —que pese a fallar en casi todos los aspectos de la teoría monetaria, acertó en el diagnóstico de este “ciclo electoral”—, ha descrito correctamente este proceso: “Una implicación más sutil no reconocida por el enfoque benthamita-fabiano sobre la naturaleza sobre la naturaleza y funciones del gobierno… está asociada con el hecho de que, a pesar de lo que diga la retórica del bienestar público, el principal problema de los políticos no es servir al bienestar público, sino ser elegidos y permanecer en el poder. El conocimiento de que el público los responsabiliza por sus experiencias de desempleo e inflación, y de que en sus manos están los resortes que influyen en estas experiencias, hace naturalmente que se utilicen estos resortes para mantener y reforzar el apoyo político entre el electorado, más que para servir un concepto de alcance más amplio del bienestar público, cuando el público encuentra duro de soportar lo que es bueno para él. Concretamente, los políticos elegidos sobre la base de promesas de políticas antiinflacionistas que intentan llevar a la práctica, están sometidos a fuertes presiones sociopsicológicas para abandonarlas, al enfrentarse con su creciente impopularidad y la llegada de las próximas elecciones; y los políticos que participan en unas elecciones temiendo perderlas, se encuentran bajo las mismas fuertes presiones a inflar la economía con el fin de ganar votos, con la esperanza de que si ganan tendrán tiempo para aclarar a tiempo la confusión que ellos han creado, confiando en que el público olvide el engaño antes de las próximas elecciones, y que, caso de que pierdan, sus oponentes se encontrarán con un lío difícil de resolver, y cualquier error derivado del esfuerzo constituirá un punto en contra en las siguientes elecciones” [84]. La democracia no ha limitado el poder del Estado sobre los individuos, sino que lo ha expandido. No ha fomentado la formación de un “interés común” a toda la sociedad, sino que más bien ha reforzado los intereses sectoriales y la redistribución coactiva de la riqueza mediante favores políticos. Es ingenuo atribuir los mencionados males intrínsecos a la democracia representativa a la “maldad” de los hombres, o a fallas en el “diseño” del sistema democrático, susceptibles de ser reparados mediante ingeniería social, como sostienen algunos intelectuales, de cuyo papel social tratará el siguiente capítulo. En realidad el sistema está “diseñado” para garantizar la explotación de la sociedad productiva por parte de la clase política y diversas coaliciones temporales de intereses especiales. La democracia representativa no es un accidente producido por la mente de los hombres, sino la más alta evolución de la dominación política y económica del Estado. Notas [75] Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo, 1860. [76] Como es sabido, prácticamente todos los anarquistas ya habían esbozado muchos de los siguientes argumentos. Sin embargo, cito a Schumpeter como el primer teórico dado que ha sistematizado muchos de dichos argumentos en una teoría consistente de la democracia representativa, que serviría de base para los posteriores desarrollos de la Public Choice. De todas formas pueden citarse las famosas Notas sobre Rousseau—a menudo publicadas junto con su escrito Dios y el Estado (1871)— de Mijaíl Bakunin como crítica anarquista a la ideología que sustenta la teoría democrática habitual, aunque por 220
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momentos el escrito se desvía del tema y no llega a tocar el núcleo de la cuestión de forma acabada. La crítica de Bakunin es, en suma, una crítica filosófica. [77] Paradójicamente, por lo general la llamada minoría resulta ser, en términos numéricos, la mayoría, dado que las reglas de la toma de decisiones siempre son enormemente inferiores a la mitad más uno del electorado. Es más correcto, por tanto, hablar de “minorías” y no de una única “minoría”, ya que la primera calificación da por sentado que se trata de una mayoría en cuyo seno un conjunto de minorías no ha llegado al consenso necesario para convertirse en mayoría “oficial”. [78] Geoffrey Brennan y James M. Buchanan, El poder fiscal, 1980. Downs establece que la solución para este problema es que los partidos estén obligados a anunciar sus políticas simultáneamente, de forma que no puedan conocer la estrategia del partido opositor; pero Brennan y Buchanan sostienen que incluso bajo estas condiciones los partidos optarán racionalmente por el programa que promete beneficios para sólo una coalición mayoritaria de dos votantes de modo que puedan apropiarse del excedente restante. Los votantes siempre escogerán un programa de este tipo a un programa que proponga una distribución igualitaria de los recursos. [79] Gordon Tullock, Los motivos del voto, 1976. [80] James Buchanan y Gordon Tullock, El cálculo del consenso, 1962. La solución natural para este problema es la división, hasta donde sea posible, de las unidades políticas en pequeñas comunidades confederadas, tal y como propusiera Proudhon. Como Buchanan y Tullock señalan, «los costes de alcanzar el acuerdo de la negociación son, desde un punto de vista “social”, un despilfarro. Un medio de reducir estos costes es organizar la actividad colectiva en unidades lo más pequeñas posibles…». De todos modos, este no es un problema de las democracias representativas en sí, pero sí de la escala en la que se practican. [81] Gordon Tullock, Ibíd. [82] Hans-Hermann Hoppe, Libertad o socialismo, 2009. [83] Hans-Hermann Hoppe, Ibíd. [84] Harry Gordon Johnson, Inflación, revolución y contrarrevolución keynesiana y monetarista, 1978. 6.6. La administración de recursos mediante la democracia directa Dentro del anarquismo es muy común la postura consistente en defender la democracia directa en la asignación y administración de recursos, ya sea como finalidad consciente o como medio temporal hacia la libertad económica. Se supone que, en cada comunidad o colectivo, las decisiones referidas a invertir capital en un sector productivo o en otro serán tomadas mediante la participación de todos los miembros de la misma, mediante la regla de la mayoría, o, de ser posible, de la unanimidad. Todas o casi todas las decisiones de este tipo serían resueltas por este medio. Se argumenta que, de esta forma, la asignación de recursos reflejará en forma más confiable las necesidades y deseos de los miembros de la comunidad. En el mercado, quienes no tienen el poder adquisitivo suficiente no pueden expresar sus deseos en cuanto a la inversión de capital en el colectivo; de la misma forma, bajo sistemas de representación, sean democráticos o totalitarios, quienes no poseen el poder político 221
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suficiente carecen de influencia en las decisiones económicas más importantes. Pero bajo un sistema de democracia directa aplicado a las decisiones de asignación de recursos, cada integrante del colectivo social posee un poder de participación igual a todos los demás. Cada miembro posee un voto. Esta es, a grandes rasgos, la propuesta de gran parte del anarquismo en materia económica. Aquí veremos si es posible llevarla a cabo sin que la comunidad pierda eficiencia y sin derrochar recursos. Partiremos del siguiente supuesto: se presentan ante los miembros de la comunidad una serie de proyectos de producción. Cada uno representa la inversión de capital en diferentes áreas del proceso productivo. En este caso, no necesitaremos aclarar si donde se presentan los mencionados proyectos resulta ser una asamblea o consejo comunal, una reunión entre trabajadores-propietarios de sus empresas autogestionadas, etc. Para cada caso, el modelo es el mismo. En el siguiente cuadro graficamos las opciones (cuadro 1):
La letra m representa las unidades de medios de producción por unidad de tiempo necesarios para llevar a cabo cada proyecto. En este caso, es indistinto si medimos el capital m en unidades monetarias o en cantidad de trabajo socialmente necesario, según la terminología marxista. La letra v designa la cantidad de hombres empleados por unidad de tiempo, mientras que el símbolo β el salario o la retribución que deben percibir. Por último, la letra p es el monto de producto final, medido en dinero o en valor-trabajo.
En una economía de mercado, la solución es simple: los inversores están interesados en obtener los máximos beneficios α, por lo que el proyecto elegido será aquél que maximice la fórmula α = p – m + (v · β). Pero el resultado en una economía que se rige por la democracia directa, a priori, bien podría ser otro. Los deseos que motivan al votante se manifiestan de una forma diferente que los del empresario. Al igual que aquel, busca principalmente satisfacer sus preferencias individuales y aumentar su utilidad, por lo que, si asumimos que los beneficios pueden ser repartidos en forma igualitaria (dejaremos de lado el problema de la distribución en una sociedad anarquista), podemos afirmar que votará por el proyecto que prometa un mayor excedente de valor. A su vez, debemos considerar que el votante, a diferencia del empresario que no consume lo que produce, valorará la producción final al igual que lo hace un consumidor en el mercado. El votante, debidamente informado, construirá sus curvas de preferencia comparando sucesivos pares de proyectos y sus resultados finales. La diferencia clave con el consumidor en el mercado es que este posee una restricción presupuestaria y debe 222
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adaptar sus preferencias a esta, mientras que el votante posee siempre un voto que lo obliga a decidir por un producto u otro, sin poder alterar sus magnitudes. El consumidor elegiría el punto de su recta presupuestaria que le permita acceder a la mayor cantidad de A y de B. El votante debe elegir o todo A y nada de B, o todo B y nada de A. De todo esto podemos concluir que en una comunidad regida por la democracia directa, los votantes elegirán el proyecto que maximice α y cuyo p coincida con sus preferencias como consumidor. Existe una cuestión más para conocer la solución al problema atinente a la toma de decisiones, y son los costes que conllevan la negociación y la obtención de votos. Si un individuo elige un producto determinado, deberá tomarse el trabajo de convencer o persuadir a los demás integrantes de la comuna para que voten por el bien deseado. Es evidente que estos costes aumentan con la cantidad de votantes (n) que participan, y según la exigencia de la regla de la toma de decisiones. La regla más exigente es la regla de la unanimidad, que establece que para que una decisión sea tomada debe obtener los votos de todos los integrantes de la comunidad; y luego existe todo un rango de posibles reglas de votación basadas en la mayoría. Ante la mencionada situación, aparece el siguiente dilema. Desde un principio podemos admitir que la regla de la unanimidad es inaplicable en el sentido de que cualquier proyecto que coseche n – 1 votos no se llevará a cabo de ninguna manera, algo que eleva los costos de negociación a las cotas más altas. Por otro lado, un proyecto que se lleve a cabo por la regla de la mayoría, por ejemplo, gracias al (0,5 · n) + 1 de los votos, dejará las preferencias de todos los votantes perdedores sin satisfacer. La primera regla es óptima desde un punto de vista paretiano, pero paralizaría la producción de casi cualquier bien dado los altos costos de negociación; y la segunda regla no cumple con el requisito de optimalidad y podría ser calificada de ineficiente, pero tendería a reducir aquellos costos. Este dilema tiene una solución efectiva si se permite la introducción de pagos compensatorios. Los pagos compensatorios consisten en la promesa de realizar un pago a otros individuos o grupos de individuos para que voten a favor de una postura determinada. Está claro que existe la posibilidad de que se dé el caso en que el resultado de la votación fuera n – 1 votos a favor de un proyecto determinado: los pagos compensatorios exigidos por ese único votante serían similares a los precios que puede establecer un monopolista a su favor. Pero bajo una regla de la mayoría más o menos exigente, las posibilidades de prácticas “monopólicas” sobre los votos serían menores, los pagos se emprenderían sin problemas y la situación se acercaría un poco más al óptimo paretiano. Podemos, entonces, concebir una sencilla fórmula, en la que se relacione la utilidad o el valor esperados por el bien que se desea producir, que designaremos como µ; y los costos de negociación medidos en pagos compensatorios, que representaremos como γ. La relación, que concebiremos como U = µ / γ, será tal que si U < 1, el individuo decidirá votar positivamente por el proyecto. Por otro lado, si U > 1, votar por tal proyecto le resultaría una pérdida de utilidad. Para el caso en que U = 0, el votante votará por el proyecto que prometa mejores excedentes, como veremos a continuación. 223
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Habíamos establecido que los diferentes proyectos ofrecerían al votante un cierto excedente α que lo incentivaría a votar por alguno de ellos. No hace falta establecer si α se distribuiría entre la comunidad toda o sólo entre aquellos que votaron positivamente, ya que para nuestro análisis es lo mismo. Lo importante es que el votante recibiría como mínimo un importe > 0 por el proyecto ganador, lo cual es suficiente incentivo para votar. De la misma forma que hicimos con las preferencias sobre el producto final de cada proyecto, podemos establecer que la letra W designe a la relación α / γ; tal que si W < 1 el individuo votará por el proyecto, y si W > 1 votará negativamente. Igual que en el caso anterior, si W = 0, la elección la decidirá el coeficiente U. Es de suponer que el votante construirá sus coeficientes U y W y decidirá en forma racional el proyecto de inversión que maximice sus expectativas; o lo que es lo mismo en este modelo, que minimice los coeficientes de costos mencionados. En los casos en que el votante se abstiene o vota negativamente, los pagos compensatorios de otros votantes podrían modificar su decisión. Podemos realizar un cuadro de situaciones en donde podemos ver los diferentes resultados y cómo votaría el individuo (cuadro 2):
Luego de toda esta teorización, y volviendo a la situación graficada en el cuadro 1, podemos sacar algunas conclusiones. En primer lugar el proyecto D estaría en clara desventaja con los demás, dado que promete un α de -70, es decir, el proyecto es claramente deficitario. El proyecto C, por otro lado, promete un α de 145, el más alto, y por lo tanto presentaría gran apoyo de los votantes. En una economía de mercado, los inversores optarían rápidamente por él. Bajo un sistema de democracia directa sólo bajo condiciones muy especiales la solución sería diferente (por ejemplo, que el valor del producto final sea realmente muy superior a las pérdidas incurridas y a los costos de alcanzar el acuerdo). También hay que mencionar, como queda demostrado en el cuadro 2, que la vaga idea que tienen algunos que están en contra de las posiciones económicas anarquistas e incluso de algunos anarquistas utópicos, que consiste en creer que bajo un sistema de democracia directa, todos los proyectos de inversión serían aprobados en forma irracional, lo que conduciría al derroche generalizado. Es evidente que, si hablamos de un votante racional y egoísta, un homo economicus como lo concibe la ciencia económica, los proyectos que no le provean alguna rentabilidad, o que no provea una utilidad que supere los costos de negociación inherentes a toda actividad democrática, no se llevarán a cabo. La existencia del coeficiente U, por otro lado, demuestra que los votantes tienen una protección sobre 224
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sus recursos comunes que no tiene lugar bajo la democracia representativa, donde no tienen la posibilidad de valorar en forma directa cada proyecto de inversión colectiva. Es indudable, como última consideración, que si asumimos que en este modelo de democracia directa, para cumplir con el principio ético anarquista fundamental, debe regir la regla de unanimidad o en su defecto la regla de la mayoría con la introducción de pagos compensatorios; el método será cada vez más costoso para los votantes a medida que aumentemos n, es decir, la cantidad de participantes. Cuanto mayor es la cantidad de personas que se deben persuadir o compensar con pagos adicionales para llegar al acuerdo, más probabilidades hay de que los costos superen a los beneficios (tanto por la utilidad esperada del bien final como por la rentabilidad esperada). La democracia directa se vuelve más eficiente a medida que los grupos de votantes se fragmentan en pequeñas unidades, como puede ser una unidad de producción tipo empresa, o una unidad barrial que gestione los asuntos que interesen a todos los vecinos. Es esta la idea de descentralización y federalismo que siempre expresó el anarquismo. La cantidad de decisiones a tomar también influye en los costos que deben considerar los votantes. La sociedad comunista imaginada por Kropotkin sería, con el tiempo, realmente costosa para los integrantes de la comunidad, siempre que entendamos por esto que absolutamente todas las decisiones económicas deben tomarse colectivamente. Es de esperar que el campo de la toma de decisiones se reduzca en forma drástica a aquellas que realmente exijan el interés de todos, mientras que el resto de los campos sociales serían “gobernados” por la libertad económica total. Desde una perspectiva anarquista, la democracia directa es fundamental como medio hacia la libertad, no como finalidad. Bibliografía recomendada Kenneth Arrow, Elección social y valores individuales (1951). James M. Buchanan y Gordon Tullock, El cálculo del consenso (1962). Gordon Tullock, Los motivos del voto (1976). James M. Buchanan y Geoffrey Brennan, El poder fiscal (1980). 7. Los intelectuales y el aparato educativo estatal son herramientas de clase, tal como señalaba el marxismo, que buscan construir una ideología y una estructura de pensamiento que justifique, naturalice y reproduzca el orden social existente. 7.1. El pensamiento político actual Lo que viene a continuación es una breve y casi superficial reseña sobre lo que es la mayor parte del pensamiento político argentino de hoy en día, que nace desde el poder mismo y recae sobre la sociedad. Podríamos identificarlo como el paradigma de nuestro tiempo, o como parte de la “superestructura” de la que hablaran Marx y Engels. La cuestión que se plantea aquí es que hay ciertos elementos ideológicos que el gobierno de turno ha logrado imponer a gran parte de la sociedad a través de los medios de comunicación, y que ésta ha deglutido con cierta facilidad. Cualquier idea que contradiga esta gran estructura de
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pensamiento político se encuentra es seria desventaja, y corre el peligro de caer en el descrédito. Los principales aspectos que podemos destacar son los siguientes: 1) La insistente política de “Derechos Humanos”. Las agrupaciones de “Derechos Humanos”, sobre todo las de izquierda, han proliferado por doquier en los últimos años, muchas de las cuales ni siquiera tienen en cuenta detalles tales como que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no sólo fue establecida en 1948 por una organización tan atacada por la izquierda misma como lo es la ONU, si no también que tal Declaración carece de vigencia en tanto así lo desee el citado organismo —como lo evidencia el Artículo 29, punto 3: “Estos derechos y libertades no podrán, en ningún caso, ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las Naciones Unidas”. Esta misma tendencia está enormemente fomentada por el gobierno, en cada discurso y en cada acto político, con la finalidad de generar un explícito contraste con las políticas represivas que se llevaron a cabo durante el gobierno militar de los años 1978-83, cuya influencia ya ha desaparecido y sus integrantes no representan ningún peligro efectivo —aunque pareciera que lentamente vuelve a resurgir como respuesta al fenómeno que se describe más abajo en el cuarto punto. 2) Oposición general a las fórmulas menemistas que se implementaron durante la década de los ’90. Hasta hace un tiempo, esta oposición no era general en términos reales, ya que todavía había cierta nostalgia en algunos sectores por aquellos “brillantes años”; y tal vez pueda considerarse como factor que acabó del todo esta tendencia la estrepitosa derrota del mismo Carlos Menem en las últimas elecciones para gobernador en La Rioja. Nuevamente, el gobierno cumple un papel importante en la aceptación de tal idea por parte de la sociedad, aludiendo en cualquier oportunidad a “las políticas que destruyeron el país”. Incluso la opinión pública muestra deliberada desconfianza de cualquier proyecto de “liberalización” o “privatización”, a tal punto que la mayor parte de los competidores del gobierno en las próximas elecciones ni siquiera tienen en cuenta tal propuesta y sus planteos económicos, en rigor, se diferencian muy poco del vigente. En estos dos puntos que hemos mencionado, el poder ha salido, en cierta manera, victorioso: ha conseguido que gran parte de la población lo vea muy por encima de la última dictadura y del gobierno menemista. Ha logrado dar la imagen de “cambio” y “progreso”, y en parte gracias al contexto ideológico en el que surgió. No obstante, existen disidencias —y bastantes—, pero la tendencia pareciera ser que una oposición al gobierno militar y al gobierno de los ’90 acaba cayendo en las filas del kirchnerismo, aunque sea a regañadientes. 3) Pero las disidencias más claras surgen con estos dos últimos puntos. Hay un énfasis general en la “justicia social”, la “igualdad”, la “inclusión”, y demás términos carentes de contenido real. Como hemos destacado en artículos anteriores, la terminología ambigua y confusa es algo que caracteriza a la mayoría de los movimientos políticos en la actualidad, y este caso no es la excepción. Tanto el gobierno como opositores al mismo, entienden por aquellos términos cosas diferentes, aunque a veces ni siquiera eso: la distinción es meramente de énfasis. Y para completar, aquellos conceptos tan ambiguos y confusos conforman la “verdadera democracia”, que probablemente muy poco se diferenciaría de la 226
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democracia real, en la que se celebran elecciones periódicamente, se permite la organización de partidos políticos opositores, y existe algo más o menos parecido a una “libertad de prensa”. 4) Si bien este último punto es en algún punto contradictorio con el anterior, la idea de que la “inseguridad” es el mal endémico que afecta a la sociedad adquiere cada vez más fuerza. La inseguridad se encuentra encarnada por el enemigo público número uno que la prensa y los medios de comunicación se han encargado de inflar: el “delincuente común”; y la víctima de este monstruo es el ciudadano medio. Ante este mal que azota a la sociedad, los grandes grupos organizados que a menudo se encuentran asociados con los negocios “obscuros” del gobierno, o las enormes sumas fraudulentas que adquieren y se reparten los miembros de la comunidad política, carecen de relevancia. Los grupos partidarios de esta idea, cuando consiguen cierta representación política, lo hacen en nombre de una “República” y de honorables valores morales que no siempre son especificados claramente, y las facciones más extremas generalmente comparten una posición favorable hacia la última dictadura militar, como señalábamos en el punto uno. Este es, más o menos, el panorama ideológico en el que nos encontramos parados en la Argentina de hoy, y al cual todos deben enfrentarse en algún momento. 7.2. El paradigma setentista Es sabido que la ideología dominante actualmente en la Argentina es la que sostenía la combativa izquierda setentista, que se siente resurgir como respuesta al “neoliberalismo” —que sería más correcto denominar “pseudoliberalismo”, como una concepción falsa y a medias del liberalismo verdadero— de los ‘90. Tal vez sea oportunidad de revivir entonces los argumentos y las tesis —que, a su vez, eran una respuesta y un frente de ataque concreto para la ideología predominante entre los años 1960 y 1970 en el “tercer mundo”— de uno de los más inagotables defensores del laissez faire y el libre comercio. Es el caso de Peter Thomas Bauer, que se convirtió en un influyente figura en la economía de las décadas posteriores. Aquí sólo reseñaremos su obra Crítica de la teoría del desarrollo, de 1971. Es sorprendente el grado de polémica al que llega Bauer y las críticas categóricas a las que somete las ideas dominantes de su tiempo, lo cual, sumado a su habitual despreocupación ante la corrección política, complementan una obra que derrocha frialdad a la vez que radicalidad. Así, también llama la atención la similitud de los argumentos criticados con los sostenidos por el paradigma actual, que alberga elementos keynesianos, socialistas y nacionalistas, además del componente histórico peronista y “montonero”, lo cual conforma un cóctel de estatismo puro. Por supuesto, quienes defienden hoy tales doctrinas ni siquiera están a la altura de los comentaristas de otras épocas. Actualmente, la mayoría de los apologistas del Estado, incluso los mismos dirigentes políticos, rebosan una marejada de frases y slogans trillados, los cuales son incapaces de fundamentar, ya que responden a lo que Bauer llama “lectores por delegación”, es decir, que conocen los contenidos de obras como El Capital de Marx, El imperialismo, fase superior del capitalismo de
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Lenin, o La teoría general de Keynes sólo de oídas, y su adhesión a la ideología no proviene de una reflexión propia y personal, sino de lo que conocen a través de otros. Dividiremos nuestra reseña en algunas partes, ya que la obra de Bauer es voluminosa y amplia —la edición en castellano cuenta con casi 500 páginas, y pensemos que sólo fue editada la primera de tres partes por petición del autor—, por lo que deberemos realizar un trabajo selectivo, resaltando los temas de actualidad y dejando de lado los menos importantes. Enfocaremos entonces el trato que Bauer da a la terminología y al lenguaje, al papel de la planificación, a la “economía del resentimiento”, y su perspectiva sobre el análisis económico. El juego de palabras Peter Bauer demuestra un cuidado y una preocupación clave por el uso —mejor dicho, el mal uso— de las palabras y los términos, punto al que dedica buena parte de su introducción y algunas páginas en relación al marxismo. Desde que iniciamos este blog hemos destacado también la importancia de la terminología en las discusiones y debates sobre asuntos políticos o económicos, incluso en asuntos en los que muchos creerían que lo que hay son dos o más metodologías o maneras de enfocar la temática totalmente irreconciliables. Generalmente es el mal uso de los conceptos el que crea estas confusiones. Bauer considera que la popularización de términos como “países atrasados”, “economías subdesarrolladas”, incluso “primitivas”, que carecen de contenido real y consistencia, responde a consideraciones políticas y sentimientos culpabilidad por parte de Occidente. En efecto, tales conceptos son utilizados para denotar condiciones anormales, desviadas, de estancamiento o retroceso, cuando en realidad, dada la heterogeneidad de los países "tercermundistas" —otro término vago y arbitrario—, lo único que los diferencia de los países “desarrollados” es un “atraso” técnico o material, lo cual no involucra necesariamente empobrecimiento general. También el término “países subdesarrollados” se utiliza como si correspondiera a “una masa sustancialmente homogénea y estancada, marcadamente diferente del mundo desarrollado. Sin embargo, el mundo subdesarrollado es un amplio conjunto de gentes, sociedades y países diferentes con posibilidades, actitudes, modos y condiciones de vida muy distintas, así como densidades de población, niveles de renta, y tasas de crecimiento de la población y de la renta en gran medida diferentes”. La distinción entre países desarrollados y subdesarrollados ni siquiera es tan clara como se la pretende hacer ver. No hay indicadores confiables ni variables para utilizar como criterio. Muchos economistas han señalado que la división está determinada por el nivel de renta per cápita, pero “existen muchos grupos y regiones en muchos países pobres con rentas per cápita más elevadas que las rentas per cápita de muchos países clasificados como desarrollados o ricos…”. Acertadamente, Bauer afirma que “una línea divisoria depende muy a menudo de una casualidad o de la preferencia personal, pero sobre todo de las pretensiones políticas”. También son subestimadas las influencias del poder adquisitivo de cada moneda en cada mercado interno, así como se desestima el hecho de que en muchos países materialmente atrasados predomina la producción de subsistencia, y por tanto, carece de sentido la medición de la renta per cápita de un grupo de individuos que no establecen mercadeo entre ellos y tal vez 228
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ni usen dinero. Esto también es una consecuencia de la heterogeneidad cultural de las economías que se sitúan dentro de cada grupo. Como resultado, los conceptos de “desarrollo” y “subdesarrollo” carecen de definiciones rígidas y claras. En este sentido, Peter Bauer juzgaba que se estaba dando una “degradación del lenguaje”, que se extendía desde la opinión pública a los dirigentes políticos, y de los dirigentes políticos al ambiente académico. En general, muchos especialistas se han dejado llevar por dicha degradación, “confiando sistemáticamente en términos generales vagos cuya interpretación puede varias en distintas circunstancias y adaptarse a la persecución de metas políticas específicas, mediante el uso de términos en forma divorciada de su significado aceptado y mediante la incesante repetición de afirmaciones que se demuestran falsas”. En su opinión, el marxismo, más concretamente sus seguidores, habían fomentado estas confusiones deliberadamente. La discusión sistemática se vuelve imposible si se atribuyen significados muy diferentes a la misma expresión o si afirmaciones palpablemente falsas y falsedades fácilmente demostrables se juzgan admisibles debido a su contribución al objetivo político… El marxismo-leninismo acepta y, sin duda, fomenta cualquier uso equivocado del lenguaje si ello contribuye al objetivo político final. Por tanto ello ha exacerbado las dificultades del estudio o discusión seria del desarrollo económico. La planificación como axioma En este aspecto encontramos que la destrucción y abuso del lenguaje se extienden hasta una de las tesis centrales de la ideología setentista, la de la planificación; incluso de la mano de los principales defensores de la misma. “Igual que el amor, la libertad, la democracia, la igualdad, la estabilización y muchos otros conceptos abstractos, la planificación puede consistir en fenómenos muy diferentes. Puede significar preparación ordenada de la actuación de las personas, empresas y gobiernos. Puede describir la coordinación de las actividades de los diferentes departamentos gubernamentales para reducir la competición entre ellos por los recursos escasos. Puede indicar planes para establecer etapas en las políticas fiscales con el fin de evitar fluctuaciones en el gasto privado. En la literatura actual sobre el desarrollo significa el control general del estado, actuado o intentado, de la mayor parte de la actividad económica…, especialmente de la composición de la actividad económica en el sector de intercambio”. Los estatistas rara vez definen la base de su doctrina. Tal vez porque eso conlleve dirigir la atención sobre sus fundamentos ideológicos, los cuales se caracterizan por una natural debilidad e inestabilidad. Necesitan que un enemigo de sus principios, Peter Bauer, los defina por ellos, deduciéndolos de la faz visible de su doctrina. Aquí notamos que la necesidad de planificación e intervencionismo estatal sobre la economía se toma a modo de axioma, jamás se fundamenta ni define coherentemente. Bauer destaca la contradicción en la que caen cuando resaltan la importancia de la planificación, sin tener ninguna prueba empírica de la misma. Las principales potencias, que se construyeron a fines del siglo XIX, en ningún momento recurrieron a la planificación para promover el desarrollo de sus economías. Sin embargo, para los estatistas la necesidad de un Estado capaz de controlarlo 229
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todo es evidente en sí misma y no necesita ser siquiera definida como concepto. Bauer destaca que la adopción de este tipo de axiomas permite que, a los ojos de sus defensores, cualquier hecho o fenómeno empírico, cualquiera sea el curso de los acontecimientos, siempre será una prueba de la veracidad del axioma. “Si hay progreso se presenta como evidencia de su éxito, la ausencia de progreso se presenta como evidencia de la necesidad de su reforzamiento”. Bauer señala otras omisiones deliberadas y errores groseros en los que cae esta corriente de pensamiento. Afirma que “la planificación global no aumenta los recursos. Sólo concentra el poder”. Sin embargo, los estatistas suelen dar por sentado que el Estado puede, mágicamente, multiplicar el volumen de recursos productivos disponibles. Nunca explican cómo ni porqué. Pero “el estado no puede crear nuevos recursos productivos adicionales. Los políticos y funcionarios que dirigen su política disponen únicamente de recursos desviados del resto de la economía”. El Estado no crea ni puede crear nada, sólo puede tomar lo que ya existe y darle una dirección determinada. La disminución de todos los factores que afectan a la economía y contribuyen a su crecimiento a uno sólo, en este caso la planificación, resulta una abstracción inaplicable al estudio del desarrollo económico, mucho más si tenemos en cuenta la diversidad cultural que alberga todo el bloque “subdesarrollado”. Es el típico caso en el que de todas las variables importantes se escoge solo una, la que más nos guste, dejando de lado todas las demás. Esta actitud es anticientífica, niega totalmente el examen causal de la realidad. Quienes aseguran que con la planificación estatal sobrevendrá el crecimiento y la estabilidad económicas, están dejando de lado la importancia el efecto del alto y fatigante clima que se vive en los trópicos —franja donde, justamente, más países “subdesarrollados” se aglomeran—; los recursos naturales disponibles de cada nación, sus contactos exteriores, las oportunidades de mercado, etc. Bauer señala principalmente, como una de las variables principales, las actitudes, creencias y formas de comportamiento de las personas, desfavorables al desarrollo material, entre las que cita: “… resignación frente a la pobreza; falta de iniciativa, de confianza en sí mismo y de un sentido de responsabilidad personal por la prosperidad económica de uno mismo y de la propia familia; una alta preferencia por el ocio… un prestigio relativamente mayor de la vida pasiva o contemplativa en comparación con la vida activa; el prestigio del misticismo y de la renuncia al mundo en comparación con la posesión y la realización; aceptación de la idea de un universo preordenado, estático e inalterable; énfasis en el cumplimiento de deberes y aceptación de obligaciones más que en la obtención de resultados, o la declaración o incluso reconocimiento de los derechos personales; falta de prolongada curiosidad, experimentación e interés en el cambio; creencia en la eficacia de fuerzas sobrenaturales y ocultas y de la influencia en el propio destino… reconocimiento de la condición de mendigo junto con una falta de deshonor en la aceptación de caridad…” Algunos de estos puntos parecen diagnosticar la situación cultural de la Argentina actual. Otros puntos se refieren a la importante influencia de la religión y las creencias de algunos pueblos asiáticos, africanos, etc. Todas estas son variables inconmensurablemente importantes para el desarrollo y crecimiento económicos, pero son puntos que el Estado no puede corregir por más que quiera. La planificación, al contrario, fomenta estas
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actitudes mientras que destruye la confianza en uno mismo, la provisión y el ahorro y la independencia individual. La planificación y el control gubernamental suelen extenderse —y este es un punto de vital importancia en la ideología setentista— hacia los contactos exteriores, otro factor que suele obstaculizar el crecimiento y el desarrollo. Los contactos y el comercio externos sirven como canales y vehículos para el movimiento de recursos humanos y materiales, y favorece el intercambio de actitudes, conocimientos y técnicas de producción. Los controles del gobierno restringen el campo de elección de las personas, fomentan que éstas se inclinen por culpar al Estado de todo perjuicio que sufren, y que lo consideren el principal responsable de sus destinos. Bauer también analiza algunos de los argumentos más técnicos y específicos a favor de la planificación centralizada, exponiendo muchos conceptos muy interesantes. En primer lugar, suele considerarse que los países subdesarrollados están en dicho estado por poseer bajos niveles de gasto de inversión. En términos corrientes, no hay capital. Se considera que la inversión es necesaria para el crecimiento de una nación porque genera rentas más altas, lo que ha fomentado todo tipo de gastos arbitrarios y demás derroche de recursos, sin consideración de sus costes ni de su rendimiento económico. Es por esta razón porque el Estado suele destinar enormes fondos y subvenciona y sostiene determinadas empresas y servicios. Según Bauer, las inversiones resultarán improductivas si no disponen de recursos cooperantes o suplementarios, entendidos como recursos humanos, actitudes económicas, marco institucional, etc. Por otro lado, la distinción entre consumo e inversión resulta generalmente arbitraria, ya que lo que verdaderamente motiva y eleva la productividad es la perspectiva de un mayor consumo. Esto se ve subrayado por la imprecisa división entre bienes de capital y bienes de consumo duradero. Algunos componentes del stock de capital, como las edificaciones, se ven más apropiadamente como bienes en los que se gasta la renta actual, más que como bienes que permitirán una elevación en la renta futura. Al mismo tiempo, bienes que son considerados de consumo pueden permitir un aumento en la renta futura porque incrementan la eficacia del esfuerzo, mantienen la salud de la mano de obra o evitan el deterioro de los cultivos. ¿A cuál de los dos deben destinarse los fondos? Así, también el hecho de que los fondos provienen de las ayudas del Estado y no del bolsillo propio permite que se utilice con una menor consideración de costos y rendimiento, lo que puede terminar en recursos malgastados. Al mismo tiempo, desincentiva el ahorro y la producción en el sector de la economía desde donde se trasladan esos recursos. Incluso Bauer cuestiona la importancia del capital y la inversión en el incremento de la renta. La economía de intercambio, el progreso técnico, los contactos interregionales y otros factores, fomentan actitudes favorables al adelanto material y la productividad sin necesidad de capital previo. También se considera que la industria manufacturera es indispensable para el desarrollo y que sólo puede ser fomentada desde el Estado. El primer error consiste en creer que el crecimiento depende de la industrialización —un error cometido por generaciones y generaciones de economistas y dirigentes políticos en Argentina—, y nace de la superficial 231
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observación de las economías desarrolladas. Debido a que ellas poseen industria, ¡la industrialización es causa determinante del desarrollo! Como dice Bauer, este argumento “es análogo a la sugerencia de que fumar puros caros hará rica a la gente puesto que es la gente rica la que fuma puros caros”. El simple hecho de que las naciones industrializadas ya eran prósperas antes de que las manufacturas se generalizaran en sus economías desmiente esta tesis categóricamente. El establecimiento previo de industrias de bienes de capital no es un determinante del crecimiento y el adelanto material, es más, gran parte de la riqueza de los países adelantados está constituida por industrias de servicios, y que incluso ellas no fabrican sus propios bienes de capital. Por otro lado, los programas de industrialización subvencionada y forzosa rara vez mencionan “los costes en términos de uso alternativo de recursos, o la demanda de los productores o los efectos del programa sobre el nivel de vida”. Nuevamente, es probable que las políticas estatales de planificación malgasten recursos en vez de multiplicarlos. El resentimiento y el nacionalismo económico Pese a que las relaciones económicas internacionales durante mucho tiempo fueron estudiadas desde el punto del imperialismo político y económico, hacia los años ‘60 y ‘70, con la independencia de muchos países coloniales, el argumento debía cambiar de rumbo, ya que la precaria situación de los países subdesarrollados persistía y ya no era explicable como efecto del dominio extranjero. Es así como surgía el concepto de colonialismo económico o neocolonialismo, utilizado para referirse a relaciones económicas entre países, regiones y grupos ricos y países, regiones y grupos pobres o subdesarrollados, incluyendo relaciones económicas dentro de un país. Esta tesis asegura que “las relaciones económicas entre grupos y áreas que difieren en prosperidad son cuasicoloniales, puesto que se hallan sesgadas a favor del grupo más rico, cuyos miembros se aseguran la mayoría de los beneficios de la relación, generalmente debido a la manipulación acertada de las condiciones del mercado”. La ideología setentista sostiene que estas relaciones determinan la dependencia económica de los países pobres con los ricos, y que es necesario un movimiento nacional y popular que busque alcanzar la independencia económica. El concepto de independencia económica puede ser bastante sencillo, como lo hemos propuesto en el artículo El libre mercado como medio de emancipación de los trabajadores; pero en esta ideología resulta totalmente confuso. “La interpretación más plausible sería la de solvencia, esto es, la capacidad de un país para pagar bienes y servicios que utiliza sin recurrir a donaciones o a créditos subvencionados exteriores. Otra posible interpretación sería la capacidad de resistir cambios adversos en las condiciones externas sin una confusión sustancial. Sin embargo… [en esta literatura] cualquier país en el que existe una importante inversión privada exterior, se considera como económicamente dependiente, puesto que el rendimiento de dicho capital se ve como una forma de explotación que no se toleraría en un país verdaderamente independiente. Este argumento, políticamente eficaz, no tiene fundamento ni en la lógica ni en la evidencia empírica”. Aparentemente, el principal tema de esta doctrina reside en la responsabilidad de fuerzas exteriores, especialmente occidentales, por el atraso y el subdesarrollo de las ex colonias y, en general, de todos los países pobres. Bauer señala que esta noción se halla relacionada 232
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con la errónea noción de que las rentas de unos son extraídas de otros, más que por un rendimiento por los servicios prestados o por los recursos cedidos. Esta tesis “a menudo se ha destacado en la economía y en la política de envidia y resentimiento y ha tenido frecuentemente más influencia en la persecución y expulsión de minorías étnicas, en particular aquellas que han alcanzado la prosperidad a partir de la pobreza: los judíos en Europa, levantinos e indios en África, chinos en el sureste de Asia”. Para Bauer, estos conceptos son una extensión de la idea marxista de la explotación del proletariado al ámbito internacional, y que son un arma política efectiva para conseguir más poder por parte de algunos dirigentes, porque distraen la atención de las verdaderas causas de la pobreza y desplazan la responsabilidad de la misma hacia factores externos. En definitiva, no se sabe concretamente de qué se habla cuando se hace mención de la dependencia económica o del neocolonialismo. El concepto es totalmente maleable y adaptable a los intereses de turno. Veamos sino, las incoherencias de uno de los autores más representativos del movimiento nacionalista argentino en los ‘60 y ’70. “Los pueblos coloniales demandan cada vez más imperativamente la nacionalización de sus riquezas, de sus servicios públicos, de las empresas extranjeras que, en tanto extremidades complementarias de metrópolis ultramarinas, impiden el desenvolvimiento independiente de las colonias que aspiran a convertirse en naciones, y cuyo desarrollo interno, aunque totalmente contrahecho, ha evolucionado a saltos, junto a la conciencia política, en tales países que la independencia nacional exige la expulsión del dominador extranjero… nace y crece en los países coloniales la conciencia de que la industrialización nacional no puede lograrse plenamente debido a la planificación e interferencia política y militar de las metrópolis que necesitan, además, de los mercados coloniales para la colocación de sus excedentes. A raíz de ello, los intentos de industrialización son neutralizados, o en el mejor de los casos regulados o yugulados por las metrópolis, mediante la orientación de los empréstitos, los créditos, etc.” [Juan José Hernández Arregui, Nacionalismo y liberación, 1969]. Hernández Arregui no alude a la explicación y análisis de absolutamente ningún fenómeno económico que se muestre como causa de los problemas de la pobreza de la Argentina y del mundo subdesarrollado en general. El simple hecho de que una empresa extranjera se encuentre instalada en un país pobre, o la presión crediticia que sufren los países endeudados, que jamás fueron obligados a contraer dichas deudas, es, a los ojos del autor, una clara muestra de imperialismo y neocolonialismo. No sabemos cómo ni porqué, pero así son las cosas. Bauer comenta que… “[Nunca se] trata de reconciliar tales sugerencias con el extremado atraso de países de Asia y de otros países subdesarrollados que nunca han sido colonias. […] La relación causal entre pobreza y situación colonial generalmente es contraria a la contemplada… La pobreza de algunos países dio como resultado que se convirtiesen en colonias. Su pobreza no fue causada por su situación colonial”. Esta perspectiva ultranacionalista suele estar acompañada por un resentimiento y desprecio por los económicamente más aventajados, tanto nacional como internacionalmente. Peter Bauer, en un extenso apartado en donde destruye punto por punto los postulados del Asian Drama, de 1968, del Premio Nóbel Gunnar Myrdal, destaca 233
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la irracionalidad de esta tesis. Aunque la ideología setentista es más selectiva que Myrdal en la elección de las desigualdades económicas que deben ser censuradas, el argumento es básicamente el mismo: las diferencias de renta o ingreso son anormales, irracionales, y contrarias al progreso material. Siempre son resultado de la explotación y el privilegio, dado que la economía es un juego de suma cero, donde los ingresos de uno se extraen necesariamente de otros. Pero lo que no desean entender es que la prosperidad, en su mayor parte, proviene de los servicios prestados y los recursos cedidos, así como las diferencias de capacidades y aptitudes, relacionadas con el esfuerzo y la frugalidad. Negar esto equivale a considerar que todas las personas son idénticas, y que si unos obtienen ventajas es debido a la explotación y el robo. La sentencia de que tales diferencias son contrarias al crecimiento y el desarrollo carece de fundamento, en realidad, se da el proceso todo lo contrario. Las diferencias de ingreso suelen motivar a las personas a esforzarse y ahorrar más si ello les permite elevar su renta. Pero nuestra sabia presidenta Cristina Fernández nos ha recordado recientemente lo problemática que parece ser la diferencia de ingreso cuando decía en un discurso que “La lucha es para que los que más tienen entiendan, de una buena vez por todas, que es necesario que quienes más han sido favorecidos, que quienes ganan o más tienen, deben tender la mano solidaria al pueblo, que reclama trabajo, salud, vivienda y educación”. Podemos dar fe de que, por más que las clases pudientes reconozcan esa necesidad, los fondos que el Estado les sustraiga jamás serán destinados a mejor la calidad de la salud o del sistema educativo. Seis años de gestión kirchnerista lo comprueban. No es casualidad que Bauer señalara que estos estatistas suelen dejar de lado la especificación de los métodos por los cuales se lograría esa nivelación tan necesaria para el desarrollo, y esto se debe a que tal igualdad forzada involucraría necesariamente enormes dosis de coacción y violencia. Esto se debe a que “cuanto más arraigadas y extendidas se hallen las diferencias… tanto más intensa es la fuerza precisa para estandarizar condiciones, y tanto mayor se vuelve la desigualdad de poder entre gobernantes y gobernados”. Por último, Bauer explica cómo las relaciones internacionales libres suelen fomentar la competitividad y el desarrollo, sobre todo entre países de diferentes niveles de prosperidad, más que generar relaciones económicas unilaterales. Afirma que “la conexión general entre contactos exteriores, en todo caso contactos pacíficos, y el desarrollo económico es corriente en la historia económica y social… Estos contactos son los canales a través de los cuales los recursos humanos y materiales, las capacidades y el capital de los países desarrollados llegan al mundo subdesarrollado. Estos contactos abren nuevos mercados, necesidades, cosechas y métodos de cultivo. […] Y, quizá lo que es más importante, socavan las costumbres, actitudes y valores que obstruyen el progreso material”. En síntesis, las relaciones económicas entre naciones ricas y pobres generan insatisfacción por la situación existente en las personas de la nación menos próspera, condición primaria de todo desarrollo económico —dejemos de lado los modernos tratados de “libre” comercio y las negociaciones entre estados, que poco tienen que ver con relaciones económicas internacionales libres—. La economía vista por Peter T. Bauer
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“Para Peter Bauer, la economía era una materia simple, con relativamente pocos principios básicos; lo que se requiere es franca honestidad en la aplicación de esos principios a los problemas con que nos enfrentamos en el mundo real. […] En cierto sentido podría decirse que Peter Bauer fue un seguidor directo de Adam Smith…”, - James M. Buchanan Como Buchanan nos señala, Peter Bauer pertenece a la clásica corriente de pensamiento económico que se sostiene en unos pocos postulados simples. La economía, desde este punto de vista, está sostenida por ciertos principios fundamentales, que la ideología setentista ignora y desecha por completo. Conceptos tan importantes y básicos como la escasez, el costo de oportunidad y la aplicación alternativa de recursos, las relaciones de intercambio, los precios relativos, la balanza de pagos, forman las bases sobre las que se asienta la teoría económica, y son los primeros principios en ser desestimados. Para Bauer, todo análisis económico que no relacione sus postulados con los costos, las rentas y los precios, está flotando en un entorno descontextualizado y abstracto, que lo vuelve ineficaz para comprender la realidad. Asimismo, da un notorio valor al estudio de la historia económica, dado que el conocimiento de la misma “es un importante elemento del bagaje intelectual del economista que actúa como asesor en cuestiones generales de desarrollo”. También, como hemos mencionado, Bauer considera como factor a tener en cuenta en el estudio de las economías subdesarrolladas las aptitudes económicas, las cuales son generalmente menospreciadas e incluso ignoradas. Entre estas se encuentra el “carácter industrioso, espíritu de empresa, y la curiosidad y capacidad de percibir y explotar las oportunidades económicas”. Podría decirse que este es uno de los puntos que más exhaustivamente desarrolla Bauer, dedicando gran parte de su esfuerzo a demostrar cómo los estándares y parámetros “occidentalizados” que utilizaban la mayoría de los economistas para evaluar las capacidades de desarrollo de las naciones asiáticas —influidas fuertemente por creencias, costumbres y tradiciones claramente contrarias al progreso material— conducía a absurdos y sinsentidos. Bauer también detecta serios problemas de metodología en la mayor parte de los economistas, problemas que aún hoy mismo persisten ya que forman parte del paradigma neoclásico. El primer problema es el relacionado con el “ceteris paribus” y las variables económicas. “En la elección de variables para examen juega un papel tanto la comodidad del análisis y exposición, como la naturaleza del sistema a investigar y la relativa significación operativa de sus elementos en el problema objeto de examen. En buena parte de la literatura contemporánea sobre planificación del desarrollo y asistencia técnica, especialmente en los modelos contemporáneos de crecimiento, que han influido considerablemente en la literatura, las principales variables que se examinan son generalmente el output total, el stock de capital, el gasto de inversión, el consumo y la población. Necesidades, recursos y tecnología son a menudo (aunque no invariablemente) tratados paramétricamente. Las aptitudes y comportamientos humanos, las instituciones sociales, las costumbres y actitudes y los contactos externos… o se encierran conscientemente en ceteris paribus o suelen ignorarse”.
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Los economistas generalmente trabajan con modelos absurdamente simplificados, partiendo de unas pocas hipótesis para predecir fenómenos económicos mediante el aislamiento de factores considerados como cruciales. Sin embargo, se adoptan tales factores más por su conveniencia lógica que por su importancia como causas determinantes; por lo que la elección de variables suele prestarse a la subjetividad del economista. Esto explica que las conclusiones a las que llegan sean “una parodia y no una aclaración de los temas que se discuten”. El segundo problema reside en un menosprecio, a esta altura típico, de los factores no cuantificables. Todo elemento que no entre en esta denominación es desechado. Esto suele conducir a conclusiones disparatadas que guardan nula relación con la realidad, dado que, como ha señalado Bauer, algunos de los factores más determinantes del desarrollo suelen ser cualitativos o inconmensurables. El paradigma setentista se nutre de todos estos errores para analizar la realidad y las relaciones económicas, para justificar la planificación, el resentimiento hacia las naciones avanzadas y el favoritismo hacia los dirigentes industriales. Esta ignorancia y estos errores se evidencian en el olvido de, por ejemplo, la mención de la eficacia técnica en los programas de industrialización en vez de la eficacia económica en relación a los costos “que va implícita en medidas tales como el establecimiento de estándares físicos mínimos para los productores de exportación y otras medidas similares…”. Las leyes de salario mínimo también muestran un desdén notable en materia económica, dado que “elevan los salarios por encima del precio de la oferta de trabajo; el precio de oferta indica su máxima participación en el producto, lo que a su vez refleja su escasez económica”. El restriccionismo dirigido hacia minorías étnicas o extranjeros también perjudica el adelanto material, puesto que “implican opresión para mucha gente, y con frecuencia exacerban las tensiones sociales y políticas”. Comúnmente se cree que estas medidas son para reducir la pobreza y compensar las debilidades económicas entre diversos grupos, pero no hace más que ensanchar las desigualdades de poder y fomentar el atraso material. 7.3. La legitimación ideológica del Estado “Por el contrario, fueron “los buenos”, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de una posición social superior y de elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y también a sus propias acciones como buenas, o sea, como algo perteneciente a la primera jerarquía, y por oposición a todo lo bajo, despreciable, vulgar y bastardo”- Friedrich Nietzsche A lo largo de los capítulos anteriores he hecho mucho hincapié en los procesos de legitimación económica de la acción del Estado. Partiendo del supuesto esencial que indica que los individuos buscan maximizar su propia satisfacción, se deduce fácilmente que el Estado, como clase social política conformada por individuos, busca maximizar la cantidad de “plus-trabajo” que logra extraer de los ciudadanos; y que el ciudadano individual está dispuesto a tolerar la existencia de una clase dominante que le sustraiga parte de sus productos si el peso de la imposición recae sobre otros individuos, o si mediante la intervención estatal puede mejorar su posición relativa en la escala económica. De esta manera el Estado teje una enorme y compleja red de imposiciones, subsidios y privilegios a distintos sectores de forma que una parte considerable de la sociedad legitime su intromisión. Los individuos en forma aislada se guiarán para legitimar un gobierno por 236
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consideraciones económicas y materiales, y sólo en forma tangencial por cuestiones ideológicas. [85]. Sin embargo, y siguiendo la teoría de la lucha de clases clásica —es decir, marxista—, estas cuestiones ideológicas o “superestructurales” definen la forma en que la clase dominante elabora una justificación ideal de la explotación que sostiene sobre la clase dominada. La educación y el pensamiento político predominante, desarrollado por los intelectuales, tenderá entonces a considerar el dominio del Estado y cada una de sus acciones como racionales, necesarias, justas o inevitables. Estas construcciones ideológicas sólo sufrirán transformaciones en tanto y en cuanto se produzcan cambios en la estructura económica. En pocas palabras, «las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se trata» [86]. El papel de los intelectuales Mientras la ideología propiamente dicha tiende a uniformar el pensamiento de la clase dominante, y es esto lo que da la homogeneidad cultural de clase, la labor de los intelectuales se dirige a moldear la “opinión pública”, mediante la educación estatal, los medios de comunicación y la propaganda. En primer lugar, sería adecuado comenzar realizando un análisis de la figura del intelectual, así como se hizo en el capítulo 5 respecto del líder redistribuidor. Joseph A. Schumpeter señala, en su Capitalismo, socialismo y democracia (1942), que «los intelectuales no constituyen una clase social en el sentido que la constituyen los campesinos o los obreros industriales; proceden de todos los rincones del mundo social y una gran parte de sus actividades consiste en combatir entre sí y formar vanguardias de intereses de clase que no son los suyos». Sin embargo, no hay que dejar de notar que la mayoría provienen de los estratos altos de la sociedad y de una educación e instrucción dedicada a profesiones “liberales” —abogados, periodistas, doctores, etc.— [87] Los intelectuales, según Schumpeter, también carecen del conocimiento práctico que brinda la experiencia, y que, a diferencia de cualquier otro individuo activo, que se siente y se sabe inmerso en el proceso social, el intelectual se ubica en una posición de “observador crítico” casi externo a la sociedad. Schumpeter rescata un aspecto clave del intelectual, que lo diferencia del agitador revolucionario, y es que «al intelectual típico no le agradaba la idea de la hoguera, que todavía aguardaba al hereje. Por regla general, le satisfacían mucho más los honores y el bienestar». Y aquí es donde sale a relucir su función social. Así como podemos atribuir al líder redistribuidor la búsqueda de reputación y confianza en la comunidad como objetivo a maximizar, o al burócrata el tamaño y extensión de su aparato burocrático, el intelectual muestra una tendencia a maximizar la influencia y difusión de su propia opinión y el prestigio que esto conlleva. Es el Estado, justamente, el que, en palabras de Rothbard, «está dispuesto a ofrecerle a los intelectuales una posición permanente dentro del aparato estatal y, por lo tanto, renta segura y la panoplia del prestigio». [88] En este punto queda explicada la histórica alianza entre el Estado y la Iglesia. 237
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Tanto Schumpeter como Rothbard atribuyen un papel muy similar a los intelectuales en la estructura de poder. Según el primero, «rara vez entran en la política profesional y más rara vez todavía llegan a ocupar puestos de responsabilidad. Pero forman los estados mayores de los bureaus políticos, escriben los panfletos y discursos de partido, actúan como secretarios y asesores, crean la reputación periodística del político individual». Por su parte, Rothbard cita como ejemplos paradigmáticos de lugar que ocupan los intelectuales en la sociedad el deseo de los profesores de la Universidad de Berlín durante el siglo XIX de formar la “guardia intelectual de la Casa de Hohenzollern” o la notable labor de los historiadores oficiales, encargados de diseñar una interpretación de la historia acorde a los intereses de la clase dominante. [89] La participación de los intelectuales llega al punto de diseñar todo tipo de políticas intervencionistas que, en nombre de un constructivismo extremo, el benevolente déspota deberá llevar a cabo, y que, de hecho, con mucha frecuencia, emprende: “Los intelectuales occidentalizados han estado detrás de las políticas de planificación de las últimas décadas en el sur de Asia, las cuales en la India, Indonesia y Birmania han sido causa de muchas privaciones evitables a la gente más pobre. Estas políticas han incluido medidas tan corrientes como la desviación a gran escala de recursos hacia costosos proyectos de prestigio; el descuido de la agricultura; la restricción de suministros de bienes de consumo baratos; el fomento de la inflación; la introducción y actuación de controles, con las consiguientes ganancias, enormes e inesperadas de los titulares de licencias; y en Birmania la onerosa tributación especial de los agricultores” [90]. Los intelectuales coquetean tarde o temprano con el poder estatal, dado que su objetivo no es la búsqueda de la verdad o el análisis coherente de la realidad —y esto lo que lo diferencia del científico—, sino la búsqueda del prestigio y la difusión de su propia opinión personal de la sociedad. No es extraño, por ello, que en su desprecio por el mundo práctico y la labor manual, tiendan a una idealización burda de la figura de liderazgo que encarna el Estado, y aquí entra en juego la teoría hayekiana de la “fatal arrogancia” del constructivismo. Los intelectuales, al situarse como observadores críticos externos de los procesos sociales, al ponderar la especulación filosófica y el ejercicio mental por sobre el esfuerzo de los músculos y la vida activa, y al poseer una marcada ambición por el prestigio social, caen en lo que Hayek llamaba “constructivismo”: la creencia —expresión más radical del idealismo— de que la sociedad y sus instituciones, e incluso las conductas de los individuos, pueden ser manipulados y alterados a voluntad, en pos de alcanzar determinado objetivo social, por lo general la construcción de una sociedad “justa” o “ideal”. [91] Bajo estos factores, la alianza entre el Estado y los intelectuales es obvia y predecible. La educación estatal En segundo lugar, hay que tener en cuenta la formación y función de los establecimientos educativos estatales. El surgimiento de la educación estatal puede decirse que fue principalmente auspiciada por los intelectuales que establecieron íntimos lazos con el poder desde la antigüedad, sustituyendo la educación libre que las comunidades solían 238
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darse a sí mismas por una educación centralizada y, en un principio, elitista, es decir, dirigida exclusivamente a los miembros de la clase dominante. Lo que aquí llamo educación libre no es más que el famoso proceso de “socialización” al que suelen aludir los sociólogos [92]. Sin embargo, me atrevo a afirmar, en contraposición a éstos, que el proceso de socialización libre y espontáneo ha sido interrumpido y distorsionado por la aparición de la educación estatal y su llegada a las masas. Como describe Aníbal Ponce en su Educación y lucha de clases (1934), en las comunidades primitivas en las que todavía no se había instaurado el principio jerárquico de autoridad existían mecanismos de educación e integración de los niños y jóvenes totalmente espontáneos, que no necesitaban de una dirección centralizada: “La educación no estaba confiada a nadie en especial, sino a la vigilancia difusa del ambiente. Gracias a una insensible y espontánea asimilación de su contorno, el niño se iba conformando poco a poco dentro de los moldes reverenciados por el grupo. La diaria convivencia con el adulto le introducía en las creencias y las prácticas que su medio social tenía por mejores. […] En el lenguaje grato a los educadores de hoy, diríamos que en las comunidades primitivas la enseñanza era la vida por medio de la vida: para aprender a manejar el arco, el niño cazaba; para aprender a guiar una piragua, navegaba. Los niños se educaban participando en las funciones de la colectividad”. Ante este fenómeno, tan acorde al enfoque de hayekiano del orden espontáneo, Ponce se pregunta: «Si no existía ningún mecanismo educativo especial, ninguna “escuela” que imprimiera a los niños una mentalidad social uniforme, ¿en virtud de qué la anarquía de la infancia se trasformaba en la disciplina de la madurez?». La respuesta, en términos marxistas, es que, dado que la sociedad no se hallaba dividida en clases, los mecanismos ideológicos de legitimación de la clase dominante mediante una dirección central no tendrían razón de ser, y, mediante la libre proliferación de medios de enseñanza se produce, tal y como describiera Menger, una competencia institucional que espontáneamente genera formas ordenadas y eficientes de métodos educativos. La supuesta necesidad de una educación centralizada y uniforme es, en realidad, una invención de la clase dominante con el objetivo de mantener y sostener indefinidamente su explotación, y no una necesidad “social” descubierta colectivamente y sancionada por la voluntad general. Como explica Ponce en su obra, a lo largo de la historia las instituciones educativas fundadas por el Estado no han tenido otro fin que legitimar la explotación de la clase dominante. Así, en la Esparta de la Grecia Antigua, que presentaba una fuerte división clasista entre una aristocracia guerrera que monopolizaba la tierra, y el resto de la población dominada, compuesta por ilotas esclavos y los periecos que disponían de algunas libertades económicas pero no cívicas; se presentaba también una diferencia enorme entre la educación que recibía cada estamento. Los integrantes de la clase aristocrática guerrera eran sometidos a una instrucción militar extrema desde los siete años basada principalmente en la educación física, con el objetivo de formar soldados capaces de mandar y dirigir y dotados de un patriotismo totalitario y desprovisto de piedad [93]. Los 239
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historiadores suelen detenerse en este punto, como si con la mera descripción de la educación que recibía la clase dominante quedara clarificada la cuestión. Pero lo cierto es que el Estado imponía un sistema educativo muy distinto a las clases dominadas — tendencia que se mantendría hasta la implementación de la educación masificada a partir del siglo XIX—. “Recelosos del número y de la rebeldía de los ilotas, los nobles no les permitían la menor gimnasia, y con el pretexto de mostrar a sus propios hijos lo abominable de la embriaguez, obligaban a los ilotas a beber en exceso y, una vez alcoholizados, los hacían desfilar en los banquetes… no contentos con subrayar las diferencias de la educación según las clases, se esforzaban, además, por mantener a los esclavos en la sumisión y el embrutecimiento, mediante el terror y la embriaguez” [94]. El alabado sistema de pensamiento de Atenas, por su parte, no mantenía diferencias sustanciales con la militarizada Esparta. La clase dominante recibía una educación que otorgaba un valor muy importante al trabajo físico y al deporte, mientras los esclavos y demás estamentos inferiores recibían una educación totalmente distinta. El ciudadano ateniense veía con desprecio todo tipo de trabajo manual y artes mecánicas, punto de vista que Aristóteles se encargó de difundir en sus obras. Se ha dicho que en Atenas la educación era libre y corría a cargo de los particulares, pero lo cierto es que «el Estado reglamentaba el tipo de educación que el niño debía recibir en la familia y en las escuelas particulares; que una ordenanza de policía cuidaba en las escuelas la moderación y la decencia; que un magistrado llamado Sofronista vigilaba en las reuniones de los jóvenes el respeto por las conveniencias sociales; que el Areópago, además, no los perdía de vista un solo instante y que, por encima de todos, celoso y terrible, el Arconte-rey —de quien ha dicho Renan que desempeñaba las funciones de un inquisidor— espiaba la menor infracción al orden y a las leyes, a la religión y a la moral» [95]. Es decir, existía, tal y como existe hoy, “libertad” de enseñanza pero no libertad de doctrinas. El Estado ateniense, por ejemplo, prohibía la entrada a los gimnasios de los niños que no habían cursado los estudios en las escuelas particulares, cuya enseñanza controlaba y dirigía. Y como sólo eran elegibles para los cargos del gobierno quienes hubieran pasado por la enseñanza del gimnasio, quienes no pudieran costearse la educación particular y “libre” no formarían jamás parte del Estado. La escuela griega, dominada por el Estado y dirigida únicamente a los integrantes de la clase dominante, a costa del embrutecimiento de los demás estamentos, dedicaba gran parte de su atención a formar líderes políticos, hombres capaces de gobernar y de hacer un uso fructífero de la oratoria y la retórica. En este punto Atenas y Roma tuvieron mucho en común. En ésta última eran los retores los encargados de enseñar a los futuros gobernantes el arte de la oratoria y la argumentación, y con el tiempo se convirtieron en verdaderos formadores de burócratas. La enseñanza, en Roma, estaba tan regulada como en Grecia. El ludimagister era el maestro de enseñanza primaria particular destinada a las familias menos ricas, pero que no estaba legalmente autorizado a cobrar por sus enseñanzas, por lo que dependía fundamentalmente para vivir de los regalos que recibiera de sus alumnos y de algún que otro oficio que pudiera desempeñar en su tiempo libre. Mientras, los retores brindaban un servicio educativo costosísimo y digno de aristócratas, que sólo los ricos estaban en condiciones de pagar. De 240
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hecho, estos últimos recibieron toda suerte de privilegios y exenciones impositivas gracias Nerón, de forma que la educación de la clase dominante se viera felizmente estimulada; con Vespasiano los retores superiores incluso comenzaron a recibir subsidios, y con Adriano la enseñanza superior terminó de ser casi totalmente centralizada y provista por el Estado: es decir, las clases dominadas acabarían financiando, vía impuestos, la educación de la clase dominante, mientras los educadores de los primeros apenas podían sobrevivir. Por último, Teodosio y Valentiniano acabaron prohibiendo toda forma de enseñanza fuera de la educación estatal [96]. El sistema educativo que regiría durante la Edad Media es por demás conocido. La enseñanza a lo largo de este período fue prácticamente vedada a la mayor parte de la sociedad realmente productiva, mientras que la Iglesia, por su parte, descubría que «no podía llevar adelante su propia labor sin brindar educación a sus adherentes y, en especial, a sus clérigos». La Iglesia, por este motivo, se encargó de restringir «la enseñanza dentro de los límites fijados por [sus] intereses y doctrinas» [97]. Lo que sobrevino a lo largo de siglos fue un verdadero estancamiento intelectual, donde el único fin de la educación estatal era redescubrir y reinterpretar de acuerdo a la óptica eclesiástica los conocimientos de la Antigüedad. Durante la Edad Media se produjo la misma separación entre la educación de la clase dominante y la educación de la clase explotada: por un lado estaban las escuelas destinadas a la formación de futuros monjes y otras destinadas a la instrucción de los campesinos y la plebe, en las cuales no se enseñaba a escribir ni a leer, sino que se los familiarizaba con las doctrinas cristianas y se las mantenía en el embrutecimiento. Por supuesto, durante el Renacimiento surgieron, impulsadas por el auge de la naciente burguesía, las universidades de influencia racionalista, pero aún éstas estaban reservadas tan sólo a los jóvenes de familias de alta fortuna, y que, es importante aclararlo, tampoco escaparon de la poderosa mano de Iglesia, que no sólo introdujo sus contenidos religiosos sino que —con ayuda de reyes como Federico I en el caso de la Universidad de Bolonia— las invistió de privilegios y ayudas [98]. Por su parte, el joven noble, futuro señor feudal, se limitaba a una instrucción principalmente militar. Con la desintegración del feudalismo como sistema económico y la ascensión del capitalismo y la formación de Estados cada vez más poderosos, se comenzó a gestar un proceso diferente, en el cual la educación pasaba a estar completamente en manos del Estado, quien se encargaría de llevarla a las masas. En un principio esta tendencia contraria a la enseñanza típicamente clasista que descrito párrafos antes respondía a la necesidad de todo un conjunto de Estados en rápida formación que buscaban legitimarse ante la población como expresión de la “nacionalidad”, de la “cultura nacional” o la “unidad popular”, frente a, por lo general, fuerzas extranjeras o “extranjerizantes”. Pero la educación estatal bajo un sistema como el que se ha analizado a lo largo de los capítulos 5, 6 y 7, en el cual el Estado funciona como una clase privilegiada que “compra” la legitimidad de algunos grupos de presión mediante la redistribución de recursos recaudados, cumple una función más “economicista”: la socialización de los costos de instrucción de todos los asalariados. Nadie más explícito, en este punto, que Domingo F. 241
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Sarmiento, el “padre del aula” argentino, que sentenciaba que «¡Para manejar la barreta se necesita aprender a leer!», «¡Para manejar el arado se necesita saber leer!» [99]. La escuela actual tiene como fin, además de legitimar la explotación de la clase política dominante, la formación de las masas para producir una sobreoferta de mano de obra instruida y especializada y su consecuente abaratamiento. Más actualmente, el Estado, mediante su enseñanza estatizada, socializa los costes de investigación y trabajo científico. Las empresas que disfrutan de una mano de obra instruida e innovaciones científicas y tecnológicas sin financiarlas directamente con su propio capital, son las principales beneficiadas. Sea bajo el modelo de división clasista de educación o bajo el modelo masificado de enseñanza estatista, el Estado se asegura la reproducción de su ideología en la sociedad y la legitimación ideológica de la misma. La ideología como superestructura Todo lo que se ha dicho en este capítulo está basado en la división entre dos tipos de educación: la educación como “socialización” del individuo en la sociedad, y la educación formal o técnica, con miras a la futura inserción del individuo en el mercado laboral. A menudo la educación estatal cobra esta última forma, que tiene un efecto económico poderosísimo, y se la justifica como un elemento necesario en la formación humana de la persona. Lo cierto es que la socialización del individuo ocurre intervenga o no el Estado, es un proceso intrínseco de la vida en sociedad, y, de hecho, es la sociedad misma la que construye espontáneamente herramientas culturales que ponen en marcha la socialización, como el lenguaje, la moral, o el derecho consuetudinario. Querer hacer pasar la educación estatal, con sus divisiones clasistas o sus más actuales “subvenciones” indirectas a las empresas mediante la socialización indirecta de los costes de formación e instrucción de la mano de obra, es una muestra más del alcance de la ideología dominante. No obstante, es preciso remarcar el papel secundario que juega la ideología en los cambios sociales. Los cambios sociales provienen principalmente de los cambios económicos, de las modificaciones en la estructura económica de una sociedad y la explotación proveniente de su división en clases; los cambios en el pensamiento de los hombres simplemente seguirán el curso de estos movimientos. Esto quiero decir que los cambios en las ideas de los hombres y en las ideas que transmitan a su descendencia jamás podrá impulsar cambios significativos en la estructura económica, mucho menos provocar una revolución que trastoque los cimientos de la misma o permitir la llegada de una sociedad ideal. «No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia» [100]. Las transformaciones en los contenidos educativos y los sistemas educativos en general, sobretodo bajo la órbita del Estado, solamente pondrán en evidencia cambios en las relaciones entre la clase productiva y la clase parasitaria. Notas [85] Esta última idea es, lo que considero, un análisis verdaderamente materialista, en coherencia en cierta medida con lo que tanto Marx como Bakunin defendían. Tal vez este 242
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enfoque tenga más en común con el punto de vista bakuninista, ya que el enfoque marxista reduce burdamente el materialismo a la realidad material, palpable y tangible, como es la materia y el principal proceso que interviene en su transformación: el trabajo. [86] Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico, 1880. [87] Schumpeter remarca como hecho determinante que es el fracaso personal en estas profesiones o la sobreoferta de trabajo en estos sectores los que generan un descontento e insatisfacción que llevan a estos individuos a engrosar las filas de los intelectuales. Incluso afirma que este descontento provoca un resentimiento inevitable contra el medio social imperante que no puede sino derivar en la “crítica social” característica del intelectual. Esto mismo parece señalar Rothbard en Anatomía del Estado (1974) cuando afirma que «podemos afirmar que el sustento de los intelectuales es un mercado libre nunca está demasiado seguro, pues estos deben depender de los valores y elecciones de las masas de sus compatriotas y es precisamente característico de las masas que generalmente están desinteresadas en los asuntos intelectuales». [88] Murray Rothbard, Igualitarismo como una revuelta contra la Naturaleza y otros ensayos, 1974. [89] Sobre esta última figura, podemos citar dos figuras totalmente opuestas en la interpretación de la historia argentina: Bartolomé Mitre durante la primera etapa de los gobiernos unitarios y conservadores por un lado, y Juan José Hernández Arregui en defensa de los gobiernos peronistas en nombre de una “izquierda nacional” por el otro, quienes deformaron los hechos históricos de acuerdo a los intereses estatales de cada contexto. [90] Peter T. Bauer, Crítica de la teoría del desarrollo, 1971. [91] Friedrich Hayek, Los errores del constructivismo, 1970. [92] Por “socialización” se entiende el proceso mediante el cual individuo interioriza los valores, normas y formas culturales de percibir la realidad de la sociedad que lo rodea, permitiéndole adoptar pautas de conducta que le faciliten una interacción plena y satisfactoria con sus semejantes. Un acercamiento interesante de este proceso, desde un punto de vista cercano al materialismo estricto, puede encontrarse en Bronislaw Malinowski, Una teoría científica de la cultura, 1944. [93] Henri-Irénée Marrou, Historia de la educación en la Antigüedad, 1948. [94] Aníbal Ponce, Educación y lucha de clases, 1934. [95] Aníbal Ponce, Ibíd. [96] Aníbal Ponce, Ibíd. [97] William Boyd y Edmund King, Historia de la educación, 1921. [98] Aníbal Ponce, op. cit. [99] Domingo F. Sarmiento, Las ciento y una, 1853. [100] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, 1846. Fuente: http://onhl.blogspot.com/
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