INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO I Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti
Tema 05: Etapas de la Revelación El carácter progresivo de la Revelación divina nos lleva a considerar su aspecto histórico y su dimensión antropológica. No en el sentido de una moderna inversión de valores, donde muchas veces se busca tomar como punto de partida al hombre, en lugar de Dios, sino considerar que el punto absolutamente seguro en la investigación de la revelación divina es la Palabra encarnada y la palabra revelatoria dirigida al hombre, a quien Dios habló por medio de hombres a manera humana. Inclusive cuando Dios habló directamente al hombre como en el caso de Moisés, por ejemplo, utilizó el lenguaje humano y figuras humanas para darse a conocer. 1. Desde el origen, Dios se da a conocer En la perícopa de Génesis 2, 4b-24 encontramos un retrato del ser humano visto a la luz de la fe, donde éste se presenta plasmado por Dios y colocado en el jardín de la tierra, en la soledad que es superada en dos etapas: el descubrimiento racional del mundo, en el cual el hombre da nombre a los animales, pero con ellos no tiene diálogo, sigue sólo; la segunda, en que se le presenta la mujer, el tú que anula la soledad. En su diálogo Fedón, Platón pone en labios de Simmia las siguientes palabras: «Es imposible, o en todo caso muy difícil, tener una consciencia clara de estas cosas (la verdad última) en la vida presente... Sin embargo, sería propio de hombres más bien perezosos desistir del empeño antes de haber agotado la búsqueda en todas las direcciones. En efecto, en tales cuestiones conviene hacer una cosa de éstas: o aprender de los otros cómo están las cosas, o investigarlas por uno mismo, o, si ello no es posible, al menos aceptar el razonamiento humano mejor y más difícilmente rebatible, o, dejándonos arrastrar por éste como si de una balsa se tratase, navegar bajo la propia responsabilidad por el mar de la vida, a no ser que alguien tenga la posibilidad de hacer la travesía con mayor seguridad y con menor peligro sobre un barco más estable, es decir, con la ayuda de una revelación divina ». Dios siempre se da a conocer desde los orígenes en todo lo que ha creado por su Verbo. Por eso, desde la creación del hombre, Dios se ha dado a conocer por el testimonio perenne de las cosas creadas. Deseando abrir camino para la salvación sobrenatural, o sea, para dar a los hombres la oportunidad de participación en su propia felicidad, se manifestó personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio, invitándolos a una comunión íntima con Él, revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandecientes. 2. El Protoevangelio La Revelación no fue interrumpida por el pecado de se nuestros primeros padres. Dios, en efecto, “después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras”. (DV 3) Después del pecado de nuestros primeros padres, Dios les prometió un Salvador,
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al decir: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te pisará la cabeza mientras tú herirás su talón». Estas palabras del Génesis – afirma el Beato Papa Juan Pablo II – se han considerado como el « Protoevangelio», o sea como «el primer anuncio del Mesías Redentor». Efectivamente ellas dejan entrever el designio salvífico de Dios hacia el género humano, que después del Pecado Original se encontró en estado de decadencia ( status naturæ lapsæ). La primera reacción del Señor no consistió en castigar a los culpables, sino en abrirles una perspectiva de salvación y comprometerlos activamente en la obra redentora, constituyendo su plan salvífico en acontecimiento central de la humanidad1. Volveremos a este tema en otra clase, analizando con más detalle el texto de Gn 3, 15. 3. La alianza con Noé El pecado se caracteriza por un cerrarse el hombre en sí mismo y alejarse de Dios su Creador, rompiendo con eso la unidad del plan divino que es un espejo de la propia unidad de Dios. Al quebrarse esta unidad por la generalización del pecado en los primeros pueblos, el hombre quiso cerrarse en su propia autosuficiencia, prescindiendo de Dios. En ese momento Dios hace un pacto o alianza con Noé después del castigo del Diluvio; este pacto afecta a toda la humanidad y revela el plan divino con todas las naciones de la tierra. La historia de Noé es conocida. Para recordar, hagamos un pequeño resumen de la misma, resaltando la alianza de Dios con los hombres en la persona de este Patriarca. Al cabo de ciento cincuenta días las aguas empezaron a bajar de nivel, y el arca encalló sobre la cresta del monte Ararat. Tres meses más y después del episodio del cuervo y de la paloma, Noé bajó y soltó a todos los animales para que, en libertad, pudieran hacer crías y se multiplicaran. Noé hizo un altar y ofreció un sacrificio a Dios. Éste miró con ojos de bondad a aquellas criaturas que se habían salvado, y dijo en su corazón: «Nunca más volveré a maldecir la Tierra por culpa del hombre, ya que, desde su niñez, lleva en el corazón los signos de la maldad. Mientras dure la tierra, habrá siembra y cosecha, pues nunca cesarán ni el frío ni el calor, ni el verano ni el invierno ni los días ni las noches». (Gn 8, 1ss) Luego dijo a Noé y a sus hijos: – Multiplíquense y llenen la Tierra; domínenla. Que todo lo que vive les sirva de alimento. Todo es de ustedes; Yo se los doy. Y añadió: – Hago un pacto con ustedes: ya no habrá otro diluvio. El arco de las nubes es la señal de mi alianza. En ese momento apareció el arco iris. Noé y su familia sintieron la bendición de Dios sobre ellos. Sem, Cam y Jafet tuvieron muchos hijos y empezaron a repoblar la Tierra. (cf. Gn 9, 8-18)
1 Cf. JUAN PABLO II. María en el Protoevangelio , Catequesis de 24 Romano , edición semanal en lengua española, 26 de enero del 1996.
de enero del 1996. En: L'Osservatore
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4. Dios elige a Abraham Más tarde, para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abram llamándolo fuera de su tierra, de su patria y de su casa, y lo hace padre de una multitud de naciones. El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección, llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la Iglesia; ese pueblo será el tronco en el cual serán injertados los paganos hechos creyentes. Desde entonces la humanidad queda dividida entre el pueblo que nace de Abraham – los judíos – y el gran resto de la humanidad, a quien llaman gentiles. Podemos situar a Abraham hacia el 1.700 a.C., a quien Dios se manifiesta de una manera nueva, para transmitir un mensaje de salvación más concreto y eficaz. La elección de Abraham inicia el tiempo de preparación al advenimiento de Jesús, que culminará en la encarnación y revelación del Logos. Para esta revelación Dios no elige a los pueblos más civilizados de aquel tiempo, como los sumerios, egipcios, etc., sino a un integrante de una tribu menos atada a una cultura o país y, por ende, más “universalizable”. La vocación de Abraham está contada en Gn 12: Dios le pide que salga de su tierra, en dirección a un país que le será indicado. Se insinúa ya la promesa de la tierra. Dios proyecta hacer de su clan un “gran pueblo”, portador de bendiciones abiertas a todos los pueblos: «Haré de ti una gran nación y te bendeciré; voy a engrandecer tu nombre, y tú serás una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. En ti serán bendecidas todas las razas de la tierra». Dios sacó afuera a Abram y le dijo: – «Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes». Y añadió: – «Así será tu descendencia». (Gn 15, 5) Abraham es así el núcleo de un pueblo nuevo, inaugura el pueblo “santo”. El término hebreo que nosotros traducimos por “santo” es qadós y significa propiamente lo que está aislado, separado o reservado. A este pueblo, nacido en Abraham, Dios hace una promesa orientada esencialmente hacia el futuro, supone un plan de salvación. De ahí que sea la base de la esperanza. Dios promete un don, pero espera que el hombre, con su esfuerzo y su confianza en Él, lo alcance. El patriarca, sin embargo, se pregunta sobre la promesa de ser cabeza de un gran pueblo, puesto que no tendría hijos. Pero tiene su confianza en Dios, y éste lo bendice con el nacimiento de Isaac (cap. 21) Más adelante, Dios le pide el sacrificio de su propio hijo (cap. 22). Según las apariencias, la promesa volvía a su punto de partida. Pero él responde con una actitud de fe confiada, y Dios consuma su Alianza. Un oráculo le renueva la promesa y declara que será fuente de bendición para todos los pueblos (vv. 16 ss.). Abraham es por eso considerado nuestro padre en la fe, fiándose en la palabra de Dios, sin ver su realización concreta. San Pablo considera por eso a Abraham “padre de los creyentes” (Gál 3, 6ss; Rom 4, 11; Heb 11, 8-9 y 6, 15); San Lucas insinuará que la fe de María en la palabra de Dios, transmitida por el ángel, reedita el gesto de Abraham. María está en la cabeza del nuevo pueblo de Dios, dando a Israel la consumación de las promesas hechas al patriarca de la fe (LC 1, 45.55.72s). Página 3 de 6
San Mateo remonta hasta Abraham la genealogía de Jesús (Mt 1, 1s), tomando al patriarca como punto de partida de la historia salvífica. 5. Dios forma a su pueblo Israel En Abraham Dios inicia la formación de su pueblo, manteniendo a su hijo Isaac la palabra dicha a Abraham. Isaac siempre siembra con éxito y cosecha el céntuplo. Isaac permanece fiel a Dios y tiene dos hijos: Esaú y Jacob. Aunque fueron gemelos, Esaú nació primero y por eso tendría el derecho a la transmisión de la bendición divina por ser el primogénito. Entre tanto, por actuación de su madre Rebeca, inspirada por Dios, Jacob alcanza recibir la bendición de su padre Isaac, tornándose el tercer patriarca en continuidad de la formación de su pueblo. Después de recibir la bendición, Jacob huyó para la casa de su tío Labán, con miedo de que Esaú lo matara. Años después, por orden divina, Jacob vuelve a su tierra para encontrar a su hermano Esaú. Al camino encuentra un ángel y pide su bendición. No la recibe, lucha con él por toda la noche, hasta que, por la mañana, recibe la bendición con este aviso: «En adelante ya no te llamarás Jacob, sino Israel, o sea Fuerza de Dios, porque has luchado con Dios y con los hombres y has salido vencedor». Jacob tuvo 12 hijos, que van a constituir las 12 tribus de Israel. El hijo menor es vendido por sus hermanos y llega a ser el segundo hombre en la corte del Faraón de Egipto. En tiempos de los siete años de sequía, los otros hijos de Jacob van a Egipto y encuentran a su hermano José, que acoge a todo el pueblo en el Egipto. Pero muchos años después, este pueblo es esclavizado por los egipcios y Dios suscita a Moisés para salvarlos de la esclavitud. 6. El Éxodo Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel su pueblo salvándolo de la esclavitud y estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como el único Dios vivo y verdadero y para que esperase al Salvador prometido (DV 3). Los milagros operados por Dios para alcanzar la liberación de su pueblo y, sobre todo, la institución del sacrificio pascual en el día en que fueron muertos los primogénitos de los egipcios, simbolizan la alianza salvífica con este pueblo del cual vendría a nacer el Cordero de Dios y la verdadera y definitiva Pascua, que es el pasaje de la condición pecadora a la de redimidos. El Éxodo fue así un período importante en las etapas de la revelación, puesto que fue con la salida del Egipto y la peregrinación en el desierto que se constituyó la alianza de Dios con todo el pueblo y no más con uno u otro patriarca, como fue el caso de Noé, Abraham y Jacob. Por los profetas Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna, destinada a todos los hombres (Is 2, 2-4). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades, una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49, 5-6; 53, 11) 7. Moisés y los Mandamientos En el Sinaí Dios establece los Diez Mandamientos, dando a su pueblo una ordenación que servirá para toda la humanidad, puesto que los Mandamientos son la
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expresión explícita de la Ley Natural impresa por Dios en el alma de cada hombre, constituyendo el fundamento de toda moral individual y social. Todo hombre, cualquier que sea su credo religioso, está obligado a no matar, no robar, no explotar al prójimo, no calumniar, etc. Los Mandamientos de la Ley de Dios fueron confiados a Moisés y Cristo los perfeccionó en el Nuevo Testamento. Los Mandamientos constituyen una etapa importante de la Revelación divina, permaneciendo como el programa más completo y más perfecto que se ha dado en el mundo, para conseguir la paz y la tranquilidad a los individuos, a las familias, a los pueblos y a las naciones. 8. Los Profetas Después de su peregrinación de 40 años por el desierto, el pueblo de Israel se ha instalado en la Tierra Prometida, en la que se fue forjando la religión y la historia de Israel. Impulsados por el Espíritu divino, Jueces y Reyes defendieron la independencia nacional, condición necesaria para conservar la pureza monoteísta de la religión israelita, influenciada por todas las costumbres politeístas de los pueblos vecinos. A través de los profetas, Dios va formando progresivamente a su pueblo en la esperanza de la salvación, para que se prepare a la venida del Mesías en la espera de la Alianza nueva y eterna. El profeta es instrumento de Dios, hombre de Dios que anuncia la palabra que el Espíritu de Dios le sopla e inspira y no su propia palabra. Los profetas son portavoces divinos que fueron profundizando en las verdades de la Revelación al pueblo elegido. Los profetas del Antiguo Testamento se dividen en: Profetas mayores y Profetas menores. Profetas mayores son los que tienen profecías más extensas: Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel y Daniel. Profetas Menores: Son llamados Menores no porque fuesen profetas de una categoría menor, sino por la escasa extensión de sus profecías, con relación a los Profetas Mayores. Son ellos: Oseas, Joel, Amós, Abdias, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías. Al mismo tiempo, sobre todo en los últimos siglos de la historia del Antiguo Testamento, y también guiados por el mismo Espíritu divino, se ha ido desarrollando la sabiduría hebrea: espíritus selectos escogidos por Dios, formados en la meditación de la Ley y en las enseñanzas de los Profetas, y cultivados en la reflexión profunda sobre la vida, irán elaborando, bajo la inspiración del Espíritu Santo, la llamada literatura sapiencial del Antiguo Testamento, que completará la Revelación, preparando a los hombres para la venida del Mesías Salvador en la “plenitud de los tiempos” (Gál 4, 4). 9. La promesa a David de un Mesías descendiente de su linaje Después de vencer a Goliat, con la ayuda de Dios, David llegó a ser rey de Israel y para mostrar su aprecio por el amor que Dios le demostró durante su vida, decidió edificarle un templo. La respuesta de Dios fue que el templo lo edificaría Salomón, hijo de David, y que Dios quería edificar una casa a David (2 S. 7:4-13). Luego Página 5 de 6
siguió una detallada promesa que repite mucho de lo que fue dicho a Abraham, y que también añadió algunos otros detalles: Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres; pero mi misericordia no se apartará de él como la aparté de Saúl, al cual quité de delante de ti. Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente" (2 S. 7:12-16).
Dios promete que el Redentor sería un descendiente de David y tanto las profecías del Antiguo Testamento, cuanto los hechos atestiguados en el Nuevo, confirman esta revelación divina: «De la descendencia de éste [ David ], y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador de Israel» (Hch. 13, 23). El ángel le dijo a la Virgen María referente a su hijo Jesús: «El señor Dios le dará el trono de David su padre [ su ancestro]... y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). Jesús habría de ser un descendiente literal y corporal de David, no obstante tener a Dios como su Padre. Esto sólo se podía lograr por medio del nacimiento virginal según se describe en el Nuevo Testamento; la madre de Jesús fue María, una descendiente de David (Lc 1, 32), pero él no tuvo padre humano. Dios obró milagrosamente en el vientre de María mediante el Espíritu Santo para hacerla concebir a Jesús, y por eso el ángel comentó: «Por lo cual también el Santo que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Estas promesas hechas a David son parte de la historia de nuestra salvación y por tanto, etapas de la Revelación divina. Salomón, hijo de David, cumplió una parte de las promesas que se hicieron a su padre. Él edificó un templo para Dios y tuvo un reino muy próspero. Naciones de todas partes enviaban representantes para ofrecer sus respetos a Salomón. Por lo tanto, el reinado de Salomón apuntaba hacia el cumplimiento mucho mayor de las promesas que se hicieron a David, lo cual se verá en el reino de Cristo.
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