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La filosofía debe, pues, justificarse. Pero esto es imposible. No puede justificarse con otra cosa para la que sea necesaria como instrumento. Sólo puede volverse hacia las fuerzas que impulsan realmente al filosofar en cada hombre. Puede saber qué promueve una causa del hombre en cuanto tal tan desinteresada que prescinde de toda cuestión de utilidad y nocividad mundanal, y que se realizará mientras vivan hombres. Ni siquiera las potencias que le son hostiles pueden prescindir de pensar el sentido que les es propio, ni por ende producir cuerpos de ideas unidas por un fin que son un sustitutivo de la filosofía, pero se hallan sometidos a las condiciones de un efecto buscado —como el marxismo y el fascismo. Hasta estos cuerpos de ideas atestiguan la imposibilidad en que está el hombre de esquivarse a la filosofía. Ésta se halla siempre ahí. La filosofía no puede luchar, no puede probarse, pero puede comunicarse. No presenta resistencia allí donde se la rechaza, ni se jacta allí donde se la escucha. Vive en la atmósfera de la unanimidad que en el fondo de la humanidad puede unir a todos con todos. En gran estilo, sistemáticamente desarrollada, hay filosofía desde hace dos mil quinientos años en Occidente, en China y en la India. Una gran tradición nos dirige la palabra. La multiformidad del filosofar, las contradicciones y las sentencias con pretensiones de verdad pero mutuamente excluyentes no pueden impedir que en el fondo opere una Unidad que nadie posee pero en torno a la cual giran en todo tiempo todos los esfuerzos serios: la filosofía una y eterna, la philosophia perennis. A este fondo histórico de nuestro pensar nos encontramos remitidos, si queremos pensar esencialmente y con la conciencia más clara posible.
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origen que se aclara, pero que está siempre en peligro de oscurecerse. Este remontarse de la vida filosófica es siempre el de este hombre. Éste tiene que practicar como individuo la comunicación en que no cabe achacar nada a los demás. Remontarnos sólo lo conseguimos en los actos de elección de nuestra vida históricamente concretos, no eligiendo una de las llamadas concepciones del mundo comunicadas en proposiciones. Caractericemos mediante una imagen, para concluir, la situación filosófica de nuestro tiempo. Desde que el filósofo ha buscado su orientación en el seguro suelo de la tierra firme —en la experiencia realista, en las ciencias especiales, en la teoría de las categorías y la metodología— y en los límites de esta tierra ha recorrido por tranquilas rutas el mundo de las ideas, acaba por aletear sobre la costa del océano como una mariposa, aventurándose sobre el agua, acechando un navío con el que poder emprender el viaje de descubrimiento y exploración de aquella cosa única que como trascendencia le está presente en la "existencia". Acecha el navío —el método del pensar filosófico y de la vida filosófica—-, el navío que ve, pero que no ha alcanzado definitivamente, por lo cual se agita haciendo quizá los más vertiginosos y extraños movimientos. Nosotros somos semejantes lepidópteros y estamos perdidos cuando dejamos de buscar la orientación de la tierra firme. Pero no nos contentamos con permanecer en ella. Por eso es nuestro aletear tan inseguro y quizá tan ridículo para aquellos que están bien sentados en la tierra firme y satisfechos, y sólo somos comprensibles para aquellos de quienes se ha apoderado la inquietud. Para éstos se convierte el
mundo en punto de partida de ese vuelo del que todo depende, que cada cual tiene que iniciar por sí y osar en comunidad, y que en cuanto tal nunca puede volverse objeto de una doctrina propiamente dicha.
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retorna, pero si nos dilapidamos, también perdemos el ser. Todo día es precioso: un instante puede serlo todo. Pecamos contra nuestra misión cuando nos perdemos en el pasado o en el futuro. Sólo a través de la realidad actual es accesible lo intemporal, sólo adueñándonos del tiempo llegamos allá donde se ha extinguido todo tiempo.