Emiliano Jiménez Hernández
JUDIT PRODIGIO DE BELLEZA
“La belleza salvará el mundo” F. Dostoievski, en el Idiota p, III, cap. V. “Mientras la oyen hablar, aquellos hombres admiran el prodigio de belleza de su rostro” Jdt 10,14
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INTRODUCCIÓN
Los hebreos no consideran como canónico el libro de Judit. Su texto nos ha llegado sólo en griego. Y, sin embargo, ha sido siempre un libro muy popular. Son varias las versiones, con sus variantes, del texto griego. Esta es una prueba de que el libro de Judit encantaba a los lectores. La heroína, con su belleza y astucia, vence a la fuerza bruta del poder. Se trata, pues, de una historia que se repite en la Escritura. Es una forma de exaltar la gloria de Dios, que derriba a los poderosos mediante la debilidad de los pobres y sencillos. Jael, Judit, Ester son algunos ejemplos significativos de este actuar de Dios. Judit, el personaje central del libro, se identifica con la nación judía (16,4). El libro, que lleva su nombre, narra la liberación extraordinaria de pueblo de Judá y de la ciudad santa de un potente enemigo mediante la intervención de una mujer hebrea. Con palabras de Martín Lutero “Judit es el pueblo judío, representado como una viuda casta y santa, que es siempre la índole del pueblo de Dios. Holofernes es el pagano, el señor sin Dios o no cristiano de todas las épocas”. Nabucodonosor, Nabucodonosor, rey de Babilonia según la historia, aparece en el libro de Judit en Nínive, como rey de Asiria. Nabucodonosor es el adversario poderoso e impío del pueblo de Dios. Es un personaje de todos los tiempos. Es el orgullo encarnado, personificado; es Satanás, que en cada época se presenta con todo su poder en oposición a la debilidad del pueblo de Dios. Nabucodonosor, Nabucodonosor, engreído de sí mismo, se siente infatuado. El poder le ha hecho fatuo. Para afirmar la potencia de su impero está dispuesto a provocar una guerra internacional, planetaria. El general de su ejército, Holofernes, es como su sombra, aunque lo que se resalta de él es su vulgaridad y malicia sexual. A su lado brilla, por contraste, la finura y elegancia de Judit, que le seduce y juega con él según su capricho o, mejor, según sus planes. Holofernes, ebrio de poder y de orgullo, cae decapitado a los pies de Judit, que retorna a Betulia victoriosa e incontaminada. La trama del libro tiene como centro geográfico la ciudad de Betulia, situada entre las fuerzas armadas del enemigo y el pueblo de Israel. Betulia aparece, pues, como la puerta que cierra el paso del ejército enemigo, que amenaza con destruir al pueblo de Dios. Judit, la judía, es la persona elegida para resolver el drama, pues Dios libera a su pueblo sirviéndose de ella, la débil mujer viuda. La narración se divide en dos partes; en la primera se narran las circunstancias, preparativos y movimientos del enemigo, que llega hasta Betulia y la sitia, reduciéndola al extremo del peligro. La segunda parte describe la liberación, comenzando comenzando con la presentación de Judit para pasar a narrar sus hazañas hasta alcanzar la victoria total. Las dos partes son casi iguales. En los siete primeros capítulos el autor nos presenta el marco marco del relato. En ellos, ellos, con discursos discursos y anotacion anotaciones, es, nos ofrece ofrece el fondo del cuadro. En esta presentación ya aparece el carácter universal de la palabra de Dios. Nabucodonosor, el enemigo del pueblo de Dios, desea desencadenar una guerra mundial. Nabucodonosor es, pues, la encarnación del poder con toda su violencia. En ese escenario de pánico mundial aparece, en la mitad del libro, la pequeñez de Judit, símbolo de quienes, impotentes, no confían en su fuerza, sino que se apoyan en Dios. Los débiles, con la fuerza de Dios, hacen rodar a sus pies la cabeza del gigante, que se desploma como un ídolo vacío. Tras el núcleo del libro, los últimos capítulos celebran la victoria sobre el enemigo con el himno de alabanza a Dios y a Judit. En el “vaso de barro” de la debilidad humana se muestra la gloria de Dios. Israel es siempre la paloma perseguida por el gavilán. El gavilán vuela al comienzo en largos círculos concéntricos en torno a ella; luego los círculos se reducen; el gavilán se acerca cada vez más a la paloma. paloma. Cuando la paloma descubre descubre al gavilán a su lado vuela hacia hacia las peñas, buscando un refugio. Cuando el gavilán está ya para alcanzarla, la paloma ve una 3
hendidura entre las rocas y se lanza hacia ella, pero, de repente, de la hendidura de la roca sale una serpiente enorme con las fauces abiertas, que quiere tragársela... En ese momento siempre aparece, por encima de la paloma, una mano misteriosa que la salva del gavilán y de la serpiente. La mano de Dios no falla nunca, llega siempre puntual al último momento. El libro de Judit es una parábola que explicita, en una historia ejemplar, la visión de fe sobre la manifestación de Dios. Más que una narración histórica es una teología de la historia. Judit es “la judía”, Betulia es “la casa de Dios”, Holofernes es la síntesis de los enemigos de Israel. Holofernes encarna el poder de Asiria, Babilonia, Media, Persia, Edom, Moab y Ammón... Hay en el libro de Judit un hilo que cose acontecimientos e imperios de tiempos distintos. Judit es una y son muchas, es cada uno de “los pobres de Yahveh”, que confía en Dios y salva a su pueblo. Bajo la corteza de los acontecimientos se desliza la intención espiritual del libro. El autor, con una parábola, muestras a los israelitas titubeantes en su fe que Dios somete a Israel al crisol de la prueba (8,27); permite al enemigo que ponga a su pueblo al borde del abismo, pero en el último momento Dios interviene con la salvación de quienes ponen su confianza en Él. Pero, si el relato del libro de Judit es una parábola, no es una fábula para dormir a los niños, sino una palabra viva para despertar el espíritu, que “se duerme con la tristeza” (Lc 22,45). Con acontecimientos sucedidos en diversos períodos de la historia, unidos en una única acción, el autor del libro de Judit nos narra la lucha secular de los pueblos paganos contra Israel. Para ello baraja nombres reales y fingidos de personajes, con preferencia de tiempos anteriores al presente. De este modo sintetiza la historia en una visión global de ella. En el lenguaje simple de un relato vela y desvela el misterio de la actuación de Dios en la historia. Se puede igualmente considerar el libro de Judit como un midrash hagádico, que trata con libertad un núcleo real, desarrollándolo con hechos y personajes de la historia de Israel de diversas épocas. En el libro de Judit encontramos la astucia de Tamar (Gn 38), el asesinato de Eglón por parte de Eud (Jc 3,12-30), o el de Sísara por parte de Yael (Jc 4-5), el duelo de David y Goliat (1S 17), la intervención de Abigail ante David (1S 25) y muchos otros acontecimientos aludidos más o menos explícitamente. Todos estos hechos, mezclados y armónicamente recamados, dan como fruto el rico midrash del libro escrito para alentar la fe y confianza en Dios en un momento en que el pueblo de Dios se siente amenazado por el paganismo reinante. El pueblo de Dios, desde el momento de instalarse en la tierra, siente una tentación, que será una constante a lo largo de su historia. Es la tentación de “ser como todas las naciones” (Cf 1S 8,20). Es la tentación de asimilarse a los demás pueblos, adaptarse a sus costumbres, inculturarse, según el lenguaje actual. Ser diverso, extranjero en la ciudad donde se vive, ser ciudadano del cielo es siempre molesto e incómodo. Ser pueblo de Dios significa estar siempre en alto, como luz sobre la montaña, consumándose para alumbrar a los demás, servir en lugar de buscar ser servido. Ser pueblo de Dios es estar constantemente en misión. En el siglo II antes de Cristo, Israel se enfrenta con la cultura griega, difundida entre sus habitantes a partir de la conquista de Oriente por Alejandro Magno. Los judíos, sometidos políticamente al poder de los reyes griegos de Siria, se sienten atraídos por la cultura sugestiva de sus dominadores. Corren el riesgo de perder la propia identidad de pueblo elegido de Dios. La penetración del helenismo en Oriente plantea al pueblo de Israel una de las mayores crisis de su historia. La cultura helénica con su irradiación fascinante la hace atractiva, casi irresistible por su humanismo, su filosofía y su arte, que muestran una forma de vida racional, ordenada, hasta un cierto punto tolerante. Los grupos que se consideraban más progresistas, la clase más rica y culta de Judá se abren a esta cultura, viendo en ella un magnífico enriquecimiento para el pueblo de Dios. Pero otros, un pequeño resto, más lúcido, 4
ven el peligro de esa asimilación, que llevará al pueblo elegido a perder su identidad. A la muerte de Alejandro Magno, la historia da la razón a estos últimos. Sobre todo con la ascensión al poder de Antíoco IV Epífanes, Israel se halla en la situación extrema de ser o no ser. Asimilarse es rendirse y dejar de existir como pueblo de Dios. Pero, ¿es posible oponerse al poder dominante sin ser aplastado por su potencia? En este clima surge el libro de Judit, mostrando el espíritu auténtico de la “verdadera nación judía”. El libro de Judit busca, lo mismo que hará el Apocalipsis de San Juan, animar a los israelitas angustiados por la persecución y suscitar la esperanza, haciéndoles presente que Dios ha salvado muchas veces a su pueblo sirviéndose de la debilidad humana. Dios salva a su pueblo de sus potentes enemigos si se mantienen fieles a la alianza con Él y ponen en Él su confianza. Las fuerzas del mal se oponen a Dios y a su pueblo, pero la victoria es de nuestro Dios. Los libros de los Macabeos nos narran el enfrentamiento de Israel con Antíoco IV Epífanes. Y a él, sin nombrarle, se refiere seguramente el libro de Judit. El libro de Judit adquiere, pues, un significado escatológico. Aunque falten en él algunos rasgos característicos del género apocalíptico, encontramos el tema fundamental de todos los Apocalipsis: la lucha entre dos campos opuestos, el de Dios y el de sus enemigos, con el triunfo de Dios sobre el mal. Lo que se proclama en el Apocalipsis con lenguaje profético, el libro de Judit lo anuncia con un lenguaje narrativo, dramático y épico, fundiendo personajes diversos y acontecimientos de épocas distintas. La historia que narra el libro de Judit es una historia conocida y nueva, suena a algo del pasado, pero posee una clave de lectura en el momento actual en que se escribe o proclama. Para velar la referencia a los hechos actuales se acumulan nombres y datos precisos de la historia pasada. La ciudad de Betulia se nos muestra sobre una colina, lo mismo que Jerusalén y tantas otras ciudades, concebidas como acrópolis, difíciles de expugnar. Betulia, lo mismo que Jerusalén, tenía sus fuentes en la pendiente de la colina. Es el punto débil de su defensa. Lo primero que intentan los asaltantes de una ciudad fortificada es descubrir los manantiales y cegarlos, para obligar a los habitantes a rendirse, agotados por la sed. Para defender las fuentes, lo normal es esconderlas y, mediante túneles subterráneos llevar el agua, a través de las entrañas de la colina, al interior de la ciudad. En cuanto a Betulia, el ejército de Holofernes lo primero que ha hecho ha sido descubrir su fuente y cortar el abastecimiento de agua a sus habitantes. Frente a Betulia, desde otra colina, el ejército enemigo aguarda a ver cuánto tiempo resisten los sitiados. El Enemigo, con mayúscula, es el Diablo. Y, como diablo, el que separa, intenta separar al hombre de la fuente de la vida. Si logra cortar el canal que une al hombre con Dios, privándole de las aguas de la vida, el hombre queda a merced suya. Sin agua muere la esperanza, se agota la misma vida. El Enemigo se encubre bajo formas diversas. La única forma de vencerle es desenmascararle, quitarle la máscara para ver su rostro. En el libro de Judit se le da un nombre simbólico con un rostro conocido. Todo israelita conoce a Nabucodonosor, el rey de Babilonia que, con su imponente ejército, destruyó Jerusalén, incendiando el mismo templo del Señor. Pero para que nadie se confunda, anclándose en el pasado, Nabucodonosor aparece, no como rey de Babilonia, sino de Asiria, que cuando aparece Nabucodonosor ya había sido destruida, precisamente por su padre Nabupolassar. Nabucodonosor es, pues, un personaje simbólico, expresión del Enemigo de siempre, que odia a Dios y trata de destruir a sus fieles seguidores. Judit es la “gloria de Jerusalén” que aconseja al pueblo como Débora, hiere al enemigo como Yael y canta a Dios como Miriam. Judit es la encarnación del pueblo de Dios. Encarna la piedad y fidelidad de Israel a Yahveh. Su confianza en Dios, su valor y sagacidad la hacen figura inspiradora de todo fiel israelita. Como “viuda, al quedar enteramente sola, pone su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5
5,5). Como viuda representa también el sufrimiento del pueblo que a veces se siente abandonado de su Dios (Is 49 y 54), sobre todo cuando se ve amenazado por los enemigos. Pero como viuda experimenta la protección particular de Dios por los últimos: viudas, huérfanos y extranjeros. Puede realmente confiar en Dios que escucha siempre el grito de la viuda que implora su auxilio. El israelita que, en tiempos de Antíoco IV, escucha que Nabucodonosor, rey de Nínive, se proclama dios de toda la tierra, sabe muy bien de quien se está hablando. Pero el libro de Judit desborda la situación inmediata y da la clave para una lectura nueva en cada situación semejante. Hoy, en el tercer milenio, el creyente en Dios, que sufre la tentación de asimilarse a la cultura imperante- humanista, racional, pluralista, tolerante (?)-, puede encontrar en el libro de Judit una palabra que le alerta y anima a defender su fe y a mantener su fidelidad a Dios.
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1. NABUCODONOSOR, SÍMBOLO DEL ENEMIGO DE DIOS
El libro de Judit es desconcertante. Su autor parece que se divierte creando confusión en la historia. De golpe nos pone delante de los ojos hechos que abarcan toda la historia de Israel, desde el Génesis hasta el momento de Antíoco Epífanes. Mezcla personajes conocidos con otros de los que no sabemos nada. Lo mismo juega con los lugares, cuyos nombres saltan de un lado a otro de la geografía de Israel. En realidad el autor, que conoce muy bien la historia y la geografía, concentra en un lugar, Betulia, y en un acontecimiento, el combate de Judit y Nabucodonosor, toda la historia de la lucha de los enemigos de Dios contra su pueblo. No se puede luchar directamente contra Dios. Pero el hombre se enfrenta con Dios, peleando contra el pueblo de su elección. Al final, en la plenitud de los tiempos, Dios se hace visible y palpable en su Hijo Jesucristo. Al tomar carne en el seno de la Virgen María, Dios se ha hecho pasible, puede padecer en su cuerpo los ataques del adversario. La oposición a Dios se realiza, a lo largo de la historia, en el combate contra el pueblo elegido, contra el templo donde Dios ha puesto su morada, contra Cristo, Dios encarnado, o contra el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. El libro de Judit nos muestra el hilo que anuda los acontecimientos de la historia. Desde que Adán peca entra en el mundo el adversario de Dios, que acecha al calcañar del hombre para darle muerte. Y este combate se prolonga desde el Génesis hasta el Apocalipsis. “Muerte y Vida se han enfrentado en un prodigioso duelo”, canta la liturgia de Pascua. Dios, Señor de la vida, se enfrenta al Diablo, “asesino desde el principio” (Jn 8,44). “Era el año doce del reinado de Nabucodonosor, que reinó sobre los asirios en la gran ciudad de Nínive en los días de Arfacsad, rey de los medos en Ecbátana” (1,1). Al hacer a Nabucodonosor rey de Asiria en Nínive, el autor le convierte en el símbolo de todos los opresores de Israel a lo largo de su historia. El hecho, históricamente imposible, hace de Nabucodonosor un personaje símbolo. Nabucodonosor se ha ganado el papel de prototipo del soberano despótico, cruel e impío. Él fue quien arrasó con sus incursiones el país de Israel, profanando el templo y llevando al exilio a los israelitas. Nabucodonosor representa, pues, el poder rival de Dios en todas las épocas. Es el Enemigo de Dios y del hombre. El autor del libro de Judit hace de él la expresión del poder orgulloso, opuesto a Dios. Bajo el nombre de Nabucodonosor se esconden, sobre todo, tres emperadores que han perseguido particularmente a Israel. En primer lugar se alude al rey de Asiria, Senaquerib, que en tiempos del rey Ezequías asedió a Jerusalén y se puso a sí mismo en lugar de Dios, proclamando: ¿Quién es Dios? ¿Qué es el Dios de Israel en comparación con el gran emperador de Nínive? (2R 18-19). En segundo lugar, el nombre de Nabucodonosor se refiere al mismo Nabucodonosor, rey de Babilonia, que destruyó Jerusalén y llevó a sus habitantes al exilio (2R 24-25). Y, finalmente, bajo el nombre de Nabucodonosor, se esconde, sobre todo, Antíoco Epífanes, del que nos habla abiertamente el segundo libro de los Macabeos. En realidad bajo el nombre de Nabucodonosor el autor del libro reúne los rasgos más salientes de todos los monarcas orientales y griegos, que se han distinguido por su arrogancia, orgullo, violencia, ambición y odio a Yahveh, expresado en la persecución a su pueblo escogido. Nabucodonosor es, pues, una figura simbólica y apocalíptica. Es el Impío, adversario del pueblo de Dios, que aparece en cada época de la historia. Nabucodonosor, figura del poder endiosado, aparece en la gran ciudad de Nínive. Nínive es también una ciudad simbólica del reino del mal. Es la expresión del reino de Satanás, quien posee “todos los reinos del mundo y su gloria” (Mt 4,8), para ofrecérselos a quienes “postrándose ante él le adoran” (Mt 4,9). Nínive evoca a Senaquerib, el rey blasfemo e insolente (2R 18). Nínive es la ciudad donde vive desterrado y sufre la persecución Tobías (Tb 1,3). Es la ciudad a la que es enviado Jonás, pues es “la gran ciudad, cuya maldad llega 7
hasta el cielo” (Jon 1,2). Nínive es la ciudad contra la que eleva su voz el profeta Nahúm (Na 1,1). Es la ciudad símbolo del mal en el libro de Judit. La acción comienza con la pretensión de Nabucodonosor de dominar el mundo entero. Para ello Nabucodonosor se enfrenta con Arfaxad, “que reinaba en aquel tiempo sobre los Medos en Ecbátana” (1,1). Lo mismo que Nabucodonosor nunca fue rey de Asiria, Arfaxad es completamente desconocido en la historia bíblica y en la profana, aunque la ciudad de Ecbátana sí es conocida, primero como capital del reino de los Medos y después como residencia de los monarcas persas (Esd 6,2). Como Nabucodonosor evoca el reinado de Babilonia, Nínive trae a la memoria el imperio asirio y Ecbátana recuerda el dominio de los Medos y de los Persas. Asiria, Babilonia, Media y Persia se unen en la mente del autor al contemplar la actuación de Dios a lo largo de la historia de su pueblo. Las referencias geográficas sirven para marcar el escenario universal en el que se desarrolla la historia. Ecbátana, capital de Media, situada en una región montañosa, en la encrucijada de las comunicaciones de Persia con el valle del Éufrates, tenía un comercio muy floreciente y unas fortificaciones impresionantes. Según Herodoto defendían la ciudad siete murallas concéntricas, todas de la misma altura, con las almenas de diversos colores. Estaban, pues, bien protegidos el palacio real y sus tesoros. El autor del libro de Judit está en este punto bien documentado, al decirnos que el rey Arfaxad rodeó la ciudad de Ecbátana “de murallas con sillares de metro y medio de ancho por tres de largo; las murallas tenían una altura de treinta y cinco metros, y una altura de veinticinco; las puertas tenían una altura de treinta y cinco metro y una anchura de veinte, para que pudieran desfilar las fuerzas de su ejército y evolucionar su infantería. Sobre las puertas levantó unas torres de cincuenta metros de alto por treinta de ancho en los cimientos” (1,2-4). Al señalar las dimensiones descomunales de la muralla y puerta de la ciudad, el autor la convierte en imagen del poder que desea perpetuarse en la historia de este mundo. Nabucodonosor, al comienzo de su reinado, declara la guerra a Arfacsad, para adueñarse de su imperio, que abarca Media y Persia. Arfacsad se le opone y Nabucodonosor convoca a la guerra contra los Medos a todos los reinos del Occidente asiático, tributarios de su imperio. El libro de Judit, comentan los exégetas, es un desafío a la geografía. Es imposible localizar los lugares de los pueblos a los que Nabucodonosor envía a sus mensajeros (1,7-10). Lo cierto es que todos desprecian la invitación de Nabucodonosor, porque “los moradores de toda aquella tierra no quisieron ir con él a la guerra, pues no le temían, sino que le consideraban un hombre sin apoyo. Así que despidieron a los mensajeros de vacío y afrentados” (1,11). Al despreciar a Nabucodonosor, negando a sus mensajeros incluso los presentes de ritual, los pueblos de Occidente se equivocaron. Nunca se debe menospreciar la potencia bélica del enemigo. Nabucodonosor, él solo, vence a todos los pueblos que se atreven a alzarse contra él. Su poder es exaltado sobre todo poder humano; es invencible para los hombres. Al autor le interesa mostrar cómo la provocación de Nabucodonosor hace que todos los pueblos se subleven contra él, aunque en realidad se trata sólo de una ficción literaria para afirmar el poder del ejército asirio que, sin refuerzos, triunfa sobre todos los pueblos de Oriente. Es importante señalar que, en la larga lista de pueblos a los que llega la invitación de Nabucodonosor, no figura el reino de Judá. El pueblo de Dios es un pueblo aparte, no pertenece a este mundo, es propiedad personal de Yahveh. El primer combate del libro de Judit se libra entre dos potencias humanas, que buscan la hegemonía sobre el mundo entero. En este combate, a excepción de Judá, el autor convoca a todo el mundo conocido. Para el judaísmo el mundo comprendía desde Persia a Oriente, Egipto al sur y el Mar Mediterráneo a Occidente. Nos encontramos, pues, ante un acontecimiento universal. Se trata de la historia 8
del mundo, con la lucha del Maligno contra Dios. Al final asistiremos a la victoria de Dios sobre el mal. Pero, antes, es preciso asistir al combate entre los poderes de este mundo, que se enfrentan entre sí. El Maligno siempre crea división entre sus seguidores. Es lo que significa su nombre: Diablo, el que divide. Las potencias surgen, combaten por lograr su hegemonía, pues en su arrogancia no soportan que haya otro poder igual al suyo. El deseo de ser único les lleva a oponerse a los demás, terminando por sucumbir. Al quedar excluido el reino de Judá de este primer combate, pareciera que el pueblo de Dios queda libre de toda amenaza. Pero en realidad se trata de la primera parte del libro. Al presentar a Nabucodonosor de Asiria en Nínive enfrentado con Arfaxad de Media en Ecbátana, el libro de Judit presenta a dos imperios potentes en una confrontación que arrastra a todos los reinos, primero de Oriente, y luego de Occidente, para terminar uniendo a todos contra un reino y una ciudad insignificantes, Betulia de Judea, que hasta carece de rey humano. El combate de Nabucodonosor se da, pues, en dos tiempos. En primer lugar tenemos la campaña contra los pueblos de Oriente, donde se nombra a los Medos, el enemigo principal. Se trata de una intervención fulmínea. Hasta la aparentemente inexpugnable Ecbátana cae a tierra con toda su magnificencia y belleza. El autor apenas se detiene en la narración de esta batalla. Tiene prisa por llegar a Occidente, donde Holofernes, comandante general del ejército de Nabucodonosor, de victoria en victoria, somete a todos los pueblos del Oriente Medio, a los que impone un fuerte tributo. De nuevo parece que todo termina con la rendición y el tributo que todos los pueblos de la costa mediterránea y de Mesopotamia ofrecen al poderoso Nabucodonosor. Pero, aunque aún no se le haya nombrado, queda un pueblo que no se rinde al poder de Asiria. En el asedio de este pueblo se centrará la segunda parte del libro de Judit. El desprecio de los pueblos occidentales a los emisarios de Nabucodonosor, y la victoria, por sí solo, sobre el imperio de Media y Persia, llenan a Nabucodonosor de ira y de orgullo. Con todo el furor de su cólera y soberbia decide constituirse rey de toda la tierra, eliminando además todas las divinidades de los pueblos, para nombrarse a sí mismo único dios del universo. La negativa de los pueblos hiere de tal modo su orgullo que le lleva a declarar la guerra a toda la tierra, jurando por su trono que se vengará de cuantos no han acudido en su ayuda: “Nabucodonosor experimentó una gran cólera contra toda aquella tierra y juró por su trono y por su reino que tomaría venganza y pasaría a cuchillo todo el territorio y a todos los habitantes..., hasta los confines de los dos mares” (1,12). Aquí se hace una enumeración minuciosa de los reinos amenazados, que tiene como fin encuadrar la historia de Judit en un marco mundial. Los planes de Nabucodonosor son de una ambición increíble. Desea extender su imperio sobre todos los pueblos que habitan entre el Golfo Pérsico y el Mediterráneo. De hecho, con la victoria contra Arfacsad, Nabucodonosor ha quedado ya constituido como el gran emperador de toda la tierra. Todos los pueblos se le someterán como vasallos. Será entonces el momento de enfrentarse con el pequeño reino de Judá. Por una parte está Nabucodonosor y por la otra Dios. Todo el mundo dominado por Nabucodonosor se va a enfrentar al pequeño reino Israel, que no tiene ejércitos, ni grandes ciudades, pero que cuenta con el poder de su Dios. Los proyectos de Nabucodonosor de dominar el mundo entero encierran una pretensión divina. De hecho jura por sí mismo y por su trono, pues no reconoce autoridad alguna por encima de él. Ni los reyes asirios ni el mismo Nabucodonosor, rey de Babilonia, pretendieron jamás ser considerados como dioses. El título que se aplica a Nabucodonosor de “gran rey, señor de toda la tierra” es un título que sólo se arrogaron los reyes persas. Alejandro Magno fue el primer monarca que se arrogó, aún en vida, honores divinos. Su 9
ejemplo fue seguido por los reyes seléucidas y especialmente por Antíoco IV Epifanes, que mandó colocar en el templo de Jerusalén la estatua de Júpiter Olímpico y grabar en sus monedas: “Antíoco Rey Dios Epifanes Nicéforo”. Los reyes seléucidas son los que tuvieron la pretensión de ser considerados como dios (Cf Dn 3,5; 11,36; 2M 9,1-12). Así, pues, el libro de Judit habla en clave para los israelitas amenazados, en el momento de escribirse el libro, por el poder de los griegos seléucidas, que se oponían expresamente a Dios. Mientras Nabucodonosor triunfa y se apodera de todas las naciones, en Israel, en Betulia, la casa de Dios, se ora, se ora angustiosamente, pues parece que Dios no escucha, ya que la situación llega a ser insostenible. El hambre y la sed se abaten sobre los habitantes de Betulia. En una especie de motín todos, mujeres y niños incluidos, exigen a Ozías, jefe de la ciudad, la rendición incondicional. También ellos, como las demás naciones, parece que prefieren la esclavitud a la muerte. Ese sera el momento central del libro. Se trata de la hora en que en Jerusalén se ofrece a Dios la oblación del incienso. Es el kairós de la gracia. Justo en la mitad del libro aparecerá Judit. Y con su entrada en la historia, comenzará la segunda parte del libro, que lleva su nombre. Judit, viuda, aún joven, bella y rica, opone su fe a la desesperación del pueblo y su belleza a la potencia del enemigo. La fe reanima la esperanza, y la belleza derrota a la potencia humana. La vida de fe es siempre un combate. El mal, o mejor, el Maligno se presenta como señor del mundo, con todos los poderes. A él pertenecen la potencia, la riqueza, “los reinos del mundo y su gloria” (Mt 4,8). Frente al Maligno, Dios se muestra en la humildad, en la pobreza, en la debilidad e impotencia. Pero Dios vence, pues “la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de los hombres” (1Co 1,25). Asiria, Babilonia, Persia y Grecia, los cuatro imperios de los que habla el libro de Daniel, se dan cita en el libro de Judit para combatir al pequeño reino de Israel, concentrado el la desconocida ciudad de Betulia. Todo el poder de este mundo se enfrenta a la debilidad de una sola mujer, Judit, la verdadera israelita, “la judía”. La gran estatua con la cabeza de oro, el pecho de bronce, la piernas de hierro y los pies de arena, se desplomará y caerá a tierra derribada por la pequeña piedra, que bajará de la montaña de Betulia y se introducirá en el corazón de la tienda de Holofernes, el general supremo del ejército de Nabucodonosor.
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2. HOLOFERNES, GENERAL DE NABUCODONOSOR
“Es el año dieciocho, el día veintidós del primer mes. En el palacio de Nabucodonosor, se delibera sobre la venganza de toda la tierra, como el rey había dicho” (2,1). La venganza es fruto del orgullo herido. Herido en su amor propio, Nabucodonosor planea con sus oficiales declarar la guerra a toda la tierra. La fecha parece anodina “el veintidós del mes de Nisán”, es decir, a principios del mes de abril, “el tiempo en que los reyes suelen ponerse en campaña” (2S 11,1). Sin embargo la fecha en que Nabucodonosor bosqueja su plan de ataque a toda la tierra tiene un significado particular. El año dieciocho del reinado del Nabucodonosor histórico es el año 587, es decir, el año en que decidió castigar la rebelión de Sedecías y envió a su general Nabusardán a sitiar Jerusalén (Jr 32,1; 52, 29). El autor asocia la memoria del año más triste para los judíos con el desquite que va a darse ahora por mano de Judit. El sacrilegio de Nabucodonosor, saqueando y destruyendo el templo, fue el comienzo de su caída. Este es el misterio de la actuación de Dios, que es siempre acción pascual. El año en que Nabucodonosor destruía el templo y la ciudad santa de Jerusalén, ese mismo año se realiza la victoria del pueblo de Dios. Es lo que acontecerá plenamente en la pascua de Cristo. En el mismo acontecimiento de muerte, que es la cruz, se halla la victoria sobre la muerte. La muerte en cruz, que proclama el aparente fracaso de Cristo, es el momento culminate de la redención. Muriendo, Cristo da muerte a la muerte, pues con su muerte destruye al diablo, señor de la muerte. La aparente derrota de Cristo es su suprema victoria. La cruz, en Cristo, se vuelve gloriosa: “Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2,14-15). El “veintidós del primer mes” ya trae a la memoria la fiesta de la Pascua. La fiesta de la Pascua se celebra del siete al catorce del mes de Nisán, el primero del año. El día más solemne es el día catorce. El día veintidós es, pues, la octava después de la Pascua. Israel se halla, por tanto, inmerso en la alegría que supone para él la memoria de la liberación de la esclavitud de Egipto. La celebración de la potencia salvadora de Dios aviva siempre la esperanza en toda situación de opresión por la que pasa el pueblo. La victoria de Dios sobre el poder del mal, al recordarla en el memorial de la celebración, se actualiza en la asamblea. Realmente “la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de los hombres” (1Co 1,25). La fecha, aparentemente anodina, es, pues, significativa. “El día veintidós del primer mes del año dieciocho” es la fecha fatal en que Nabucodonosor arrasó Jerusalén y deportó a sus habitantes. Es la fecha propicia para decidir la destrucción de Occidente y sobre todo a Israel. Es el momento que el autor del libro de Judit señala como la fecha adecuada para que el poder del mundo decida eliminar a los testigos de la fe. Pero es, en la mente del autor, la fecha propicia para infligir al presuntuoso señor del mundo y opresor del pueblo de Dios la más vergonzosa humillación de la historia, derrotándolo mediante una viuda israelita. El primer día de la octava de pascua, en que se celebra el memorial de la liberación del pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto, Israel volverá a cantar: “Éste es el día que hizo el Señor”. El día veintidós del primer mes se hallan “convocados todos los ministros de Nabucodonosor y todos sus magnates. Ante ellos expone su designio, decidiendo con su propia boca que desea destruir a cuantos no han escuchado las palabras de su boca” (2,2-3). Todos aprueban la decisión del gran soberano. Y “acabado el consejo, Nabucodonosor, rey de Asiria, llamó a Holofernes, jefe supremo del ejército y segundo suyo en el reino” (2,4). Al lado de Nabucodonosor aparece Holofernes, el general de su ejército. Nabucodonosor, rey de Babilonia, que reina sobre los asirios en Nínive, tiene como 11
generalísimo de sus tropas a Holofernes, es decir, a un persa. Es el juego a que nos tiene acostumbrados el autor. Holofernes es, como Nabucodonosor, un personaje típico, símbolo del orgullo y poder humano. Nabucodonosor, en realidad, queda un poco remoto en toda la narración. Como símbolo del Maligno es un ser lejano, respetado a distancia. En la acción es más importante Holofernes, el general enemigo, seguro de sí mismo, engreído, poseído por la concupiscencia sexual y dominado por la fuerza ciega del poder. Es el símbolo de los instrumentos de que se sirve el Enemigo para destruir a los seguidores de Dios. Como hemos visto, Nabucodonosor solo, sin la ayuda de los países que rechazan la invitación a acompañarlo en la batalla, vence al potente rey Arfacsad. Y ese triunfo sobre el rey de Media no es más que el preludio de la victoria sobre los demás pueblos, contra los que Nabucodonosor amenaza vengarse. “El año diecisiete libró batalla con su ejército contra el rey Arfacsad; le derrotó en el combate, poniendo en fuga a todas las fuerzas de Arfacsad, a toda su caballería y a todos sus carros; se apoderó de sus ciudades, llegó hasta Ecbátana, ocupó sus torres, devastó sus calles y convirtió en afrenta su hermosura. Alcanzó a Arfaxad en las montañas de Ragáu, lo atravesó con sus lanzas y le destruyó para siempre. Luego regresó con sus soldados y con una inmensa multitud de gente armada que se les había agregado. Y se quedó allí con su ejército, viviendo en la molicie, durante 120 días” (1,13-16). Dominado, pues, el rey Arfacsad, y con él todo el Oriente, Nabucodonosor celebra la victoria durante cuatro meses. Y, pasado el invierno, dirige su mirada a Occidente, que se ha atrevido a desobedecerle, cuando le ha pedido su colaboración. Nabucodonosor, con la intención de aplastar a todos esos pueblos, ha convocado un consejo de guerra. Los países de Oriente, vencido el rey Arfacsad, se unen a Nabucodonosor en su campaña contra Occidente. En el consejo de guerra, Nabucodonosor elige como generalísimo de todo su ejército a Holofernes, a quien da una orden precisa: -Así dice el gran rey, señor de toda la tierra: Parte de junto a mí. Toma contigo hombres de valor probado,... marcha contra toda la tierra de occidente, pues no escucharon las palabras de mi boca. Ordénales que pongan a tu disposición tierra y agua, porque partiré airado contra ellos y cubriré toda la superficie de la tierra con los pies de mis soldados, a los que entregaré el país como botín. Sus heridos llenarán sus barrancos; sus ríos y torrentes, repletos todos de cadáveres, se desbordarán; y los deportaré hasta los confines de la tierra. Parte, pues, y comienza por apoderarte de su territorio. Si se rinden a ti, resérvamelos para el día de su vergüenza. Pero que no perdone tu ojo a los rebeldes. Entrégalos a la muerte y al saqueo en todo el país conquistado. Porque, por mi vida y por el poderío de mi reino, como lo he dicho, lo cumpliré por mi propia mano. Por tu parte, no traspases ni una sola de las órdenes de tu señor; las cumplirás estrictamente, sin tardanza, tal como te lo he mandado” (2,5-13). El lenguaje de Nabucodonosor recuerda el discurso insolente del copero del rey Senaquerib (2R 18) frente a los muros de Jerusalén en tiempos de Ezequías. También recuerda diversas frases que Ezequiel pone en labios de Dios (Ez 5,11; 7,4.9; 8,18; 9,5.10) y que ahora se arroga un ser humano como Nabucodonosor. Yahveh es el único que puede ostentar el título de “rey de toda la tierra” (Mi 4,13; Za 4,14; Sal 47,3; Jr 32,27). Los reyes de Asiria se llamaban a sí mismos “reyes de las cuatro regiones”. Aquí Nabucodonosor se da a sí mismo un título más ambicioso, poniendo de relieve su arrogancia, al atribuirse un título divino. Su palabra no admite que nadie la ponga en duda. Debe ser una palabra eficaz. Lo que dice se debe cumplir. Con su palabra potente Nabucodonosor transmite sus órdenes a Holofernes, con un lenguaje semejante al usado por Moisés cuando encomienda a Josué la misión de conquistar la tierra de Canaán. Y, una vez dadas sus órdenes, Nabucodonosor se retira. Él no interviene en el combate. Será su lugarteniente quien se encargue de toda la campaña contra las 12
naciones. El Maligno se oculta, normalmente, en los hombres y poderes que le representan: el Faraón de Egipto, Nabucodonosor de Babilonia, Senaquerib de Asiria, Antíoco Epífanes de Grecia, Nerón de Roma y todos los que han seguido sus pasos en la historia, hasta llegar al Anticristo de los últimos tiempos. El hombre, con el poder, se engaña a sí mismo creyéndose dueño absoluto de sí mismo y de los demás. En realidad, como Holofernes, sirve a Otro, al señor del mal. Es fácil para el hombre dejarse engañar, creyendo que, al liberarse del dominio de Dios, logra la libertad y la autonomía. Creyéndose Dios, al negar a Dios, se hace esclavo del Maligno, que se sirve de él para difundir el mal, terminando por destruir a sus mismos servidores. Su consigna es siempre: “llenar los barrancos de la tierra de heridos, y hacer que los ríos y torrentes, repletos de cadáveres, se desborden” (2,8). El salario de quien sirve al pecado es siempre la muerte (Cf Rm 6,23). Los pueblos que se someten libremente a Holofernes no son más que los “derrotados, obligados a proveer tierra y agua” al ejército invasor. Vencidos, deben ponerse ellos y sus bienes a disposición del enemigo. Sin embargo, en las palabras de Nabucodonosor, hay una pretensión que quedará siempre insatisfecha. Ningún poderoso de la tierra está en paz mientras exista alguien que no se le someta. La pretensión de dominar el universo entero se frustra en cuanto un solo pueblo, una sola persona no se someta a su dominio. El Maligno no descansa mientras haya un solo creyente no doble la rodilla ante él. Mientras Dios esté en el corazón de un solo fiel, el mal no puede vencer. Aunque Holofernes, el fiel servidor de Nabucodonosor, domine todas las naciones, se apodere de todas sus tierras, la ira de Holofernes, de Nabucodonosor, se concentrará contra el insignificante reino de Judá. Y, aunque flaquee la fe en Dios de toda la ciudad de Betulia, mientras quede una persona que no duda de su poder salvador, el mal no ha triunfado. Mientras en el mundo quede una israelita, una judía, una Judit, fiel creyente en Dios, el triunfo es de Dios y de su pueblo. La debilidad de una mujer, de una viuda, es suficiente para aplastar la cabeza del enemigo, y así dar gloria a Dios, que “ha escogido lo débil del mundo para confundir lo fuerte” (1Co 1,27). La respuesta de Holofernes a las palabras de Nabucodonosor es inmediata. Holofernes, el segundo en el reino (2,4), participa del poder de Nabucodonosor. Apenas sale de la presencia del emperador, como su lugarteniente convoca a todos los jefes, generales y oficiales del ejército asirio y, como ha mandado su señor, alista para la guerra un contingente de ciento veinte mil hombres y doce mil arqueros a caballo para la campaña contra las naciones, que no han obedecido a Nabucodonosor (2,14-16). Holofernes, fiel servidor del gran señor de la tierra, rival de Yahveh, después de convocar a todos los príncipes, jefes y capitanes del ejército asirio, elige a los hombres más selectos para la guerra y da inicio a la campaña militar de Occidente, es decir, de todos los países que se hallan más allá del Éufrates. Al ejército asirio se va uniendo en diversas oleadas la multitud de los hombres de guerra de los pueblos que va derrotando en su avance. El paso del ingente ejército es devastador, pues la consigna de Nabucodonosor ha sido precisa y supone ocupación, saqueo, masacro y deportación. Se trata de un ejército inmenso, cuya enorme impedimenta y su perfecta organización le hacen invencible: “Tomó una gran cantidad de camellos, asnos y mulas para el bagage e incontable número de ovejas, bueyes y cabras para el avituallamiento; provisiones abundantes para cada hombre y muchísimo oro y plata de la casa real” (2,17-18). Y todo el bagaje de armas y riquezas se incrementará a cada paso con los saqueos de las naciones que va venciendo, pues el ejército asirio va arrollando inmensos territorios en un avance rápido e incontenible: “Se puso luego Holofernes en camino con todo su ejército para preceder al rey Nabucodonosor y para cubrir toda la superficie de la tierra de occidente con sus carros, sus caballos y sus mejores infantes. Se les agregó una multitud tan numerosa como la langosta y 13
como la arena de la tierra, que les seguía en tan gran número que no se podía calcular” (2,1920). El avance de un ejército semejante impresiona a los pueblos antes ya de su llegada. Estos pueblos se someten al poder asirio, pues les causa la sensación de que llega una plaga de langostas proveniente del desierto o que les cae encima todo el polvo de la tierra (Cf Jos 11,4; Jc 7,12). El avance de las tropas de Holofernes es implacable. La narración sume al oyente en la angustia. Se tiene la sensación de estar envuelto en una marea de petroleo que se extiende y no hay quien la frene. Uno a uno van cayendo todos los reinos en manos de Holofernes. Se va creando el cerco de Israel de una forma espontánea, inevitable. La rápida campaña de Holofernes hace que Israel quede solo, impotente, rodeado del poder enemigo. El terror de todos los pueblos, que se van rindiendo, se hace contagioso. Las naciones se rinden ante el ejército asirio y, aterrorizados, se someten, sin oponer resistencia alguna; entregan sus personas y sus bienes al enemigo. Prefieren la esclavitud a la muerte. El ejército de Helofernes se va multiplicando, al incorporarse a él los hombres de las ciudades conquistadas. Israel se ve solo frente al mundo entero. Mientras todas las naciones se rinden, sólo una nación no se somete y prepara su resistencia. Es el pequeño pueblo de Israel, que protege todas sus ciudades y aldeas con murallas y almacena víveres en las ciudades para soportar el asedio. Y, sobre todo, oran a Dios. El arma del pueblo de Dios contra el ejército innumerable de Nabucodonosor es la plegaria y la penitencia. Se ora, se ayuna. Hay como una evocación del choque de David con Goliat (1S 17) 1. Israel, la insignificante casa de Israel (Betulia), se halla solo frente al inmenso ejército que se dispone a atacarlo (2,21-3,10). El itinerario de esta expedición militar es como el avance de la langosta, imparable, fulmíneo e imposible de delimitar geográficamente. Lo que busca el autor es dejarnos la impresión de potencia irresistible, humanamente invencible. Contemplando en un mapa el paso arrollador del ejército el oyente de la narración o el lector se siente perdido y siente que la situación es tan terrible que no hay esperanza de salvación. El autor del libro está preparando el marco en el que entrará en escena Israel. Así, de avanzada en avanzada, el ejército asirio llega al valle de Esdrelón, donde se halla el pueblo de Dios. Holofernes, pues, victorioso contra todos los pueblos de Occidente, se dispone ahora a aniquilar el insignificante pueblo de Israel. Tan débil, tan poca cosa es el pueblo judío, que de momento ni se le nombra. Pero sabemos que está en la mente de Holofernes y del autor del libro. Si escuchamos esta narración con oídos apocalípticos asistimos al combate del final de los tiempos con toda la virulencia del poder del Maligno, que seduce a los pueblos, como 1Alguien a presentado a Judit como un David en femenino. Se da un paralelismo grande entre sus personas y también en sus acciones: Judit David 2,4: Holofernes es el general de los 1S 17,4: Goliat es el campeón de los babilonios filisteos 8,4: Judit es viuda 17,4: David es el último de los hijos de Jesé 8,7: Es hermosa y encantadora 17,42: Es rubio y de buen parecer 8,9ss: Dice a Ozías que tenga valor 17,32: Dice a Saúl que no se desanime 9,1ss: Ora a Dios 17,45: Va al combate en nombre de Dios 9,7: Dios es el Señor que decide las 17,45ss: La batalla es del Señor guerras 9,10: Dios ganará la guerra por mano 17,46s: Dios pondrá al enemigo en manos de una mujer de David 13,6ss: Judit decapita a Holofernes con 17,50s: David decapita a Goliat con su su propia espada propia espada 13,15: Judit lleva la cabeza de Holofernes 17,54: David lleva la cabeza de Goliat a Betulia a Jerusalén 15,1-7: El ejército asirio emprende la huida 17,52s: Los filisteos huyen e Israel se e Israel saquea el campamento apodera del botín
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si Dios no existiera o se hubiera retirado de la historia, abandonando a la humanidad. Pero sabemos que Dios no abandona la obra de sus manos y, gracias a Jesucristo, tenemos asegurada la victoria final. Asistir al combate que nos ofrece el libro de Judit prepara a los creyentes a esperar a que pase la ola de la cólera, afirmando la fidelidad de Dios. Ezequiel describe este combate final al narrar la guerra de Gog y Magog (Ez 38-39). El ejército de Holofernes nos da la sensación de que todo está al servicio del mal. Pareciera que se han confabulado todos los poderes del mundo para ir contra Dios y sus seguidores. Se oye el grito del Apocalipsis: “¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo” (Ap 12,12). En los ocho primeros capítulos (es la mitad del libro) Dios no se muestra. Está ausente. Solo se ve y se siente el rumor de los cascos de los caballos del Enemigo que avanzan, adueñándose de toda la tierra. Sentimos el deseo de saltar estas páginas y pasar a la segunda parte. Nos asalta la tentación del avestruz, ave a la “que Dios privó de sabiduría, y no le dotó de inteligencia” (Jb 39,17).Preferimos no ver el mal metiendo la cabaza bajo el ala, porque nos asusta su magnitud. Es la gran victoria del Maligno: hacer que los hombres le ignoren. Así puede actuar con absoluta libertad. Pero cerrando los ojos no desaparece el mal. El mal sigue ahí, ante nosotros, envolviéndonos, sacudiéndonos. Basta abrir los ojos para ver las injusticias, las perversiones y violencias... La arrogancia, que niega a Dios, niega también al hombre y siembra muerte a su alrededor. Las naciones se someten a Holofernes sin combatir siquiera. Les parece imposible resistir a las ondas del mal, que avanzan por toda la tierra. Mantener la propia libertad y mantenerse fiel a Dios supone nadar contra corriente, estar en el mundo sin ser del mundo, ser ciudadano celeste ya ahora en la tierra. Judit, la Hija de Sión, María, el cristiano, en su debilidad vencen la potencia del mal gracias a la fe en Jesucristo.
3. LAS NACIONES SE RINDEN ANTE HOLOFERNES
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La campaña bélica de Holofernes sigue un curso imposible de señalar sobre un mapa. Parte desde Nínive, situada entre los dos ríos, Éufrates y Trigris, sube a las montañas, donde se hallan las fuentes de ambos ríos y, luego, se encamina hacia Occidente hasta llegar al mar Mediterráneo. El ejército, con sus “infantes, jinetes y carros” (2,22), avanza “devastando” (2,23) todo a su paso, “arrasando ciudades” (2,24) “exterminando a cuantos se le oponen” (2,25; “incendia tiendas y roba rebaños” (2,26). En su avance “desciende hacia la llanura de Damasco, al tiempo de la siega del trigo, incendia todos sus cultivos, extermina sus rebaños de ovejas y bueyes, saquea sus ciudades, devasta sus campos y pasa a cuchillo a todos sus jóvenes” (2,27). En síntesis, Helofernes va sembrando con su ejército “temor y espanto en todos los habitantes del litoral” (2,28). Holofernes, en un avance arrollador, va envolviendo, conquistando y destruyendo todos los pueblos. Se nombran lugares conocidos y otros desconocidos. Lo que interesa al autor es preparar el escenario para la entrada en juego de Israel. El imparable ejército de Holofernes, que domina sobre todas las naciones de la tierra, sufrirá la derrota a manos de una potencia insignificante, Israel, representado por una mujer viuda. Conforme el ejército de Holofernes avanza, todos los pueblos de la ribera del mar se le rinden sin oponer resistencia. Esta sumisión de los paganos contrasta con la actitud de Israel que, poniendo su confianza en Dios, resistirá al opresor y defenderá su libertad y su fe. Las naciones gentiles muestran su temor y servilismo al rendirse sin oponer ninguna resistencia. Con tal de salvar la vida están dispuestos a todo. Prefieren la esclavitud más ignominiosa al enfrentamiento con Nabucodonosor, a quien ofrecen majadas, campos de trigo, ganado mayor y menor, los apriscos, y las ciudades con sus habitantes. Como dice el texto: “Entonces le enviaron mensajeros para decirle en son de paz: -Nosotros, siervos del gran rey Nabucodonosor, nos postramos ante ti. Trátanos como mejor te parezca. Nuestras granjas y todo nuestro territorio, nuestros campos de trigo, los rebaños de ovejas y bueyes, todas las majadas de nuestros campamentos, están a tu disposición. Haz con ellos lo que quieras. También nuestras ciudades y sus habitantes son siervos tuyos. Ven, dirígete a ellas y haz lo que te parezca bien” (3,1-4). Holofernes conquista, sin encontrar resistencia, desde las llanuras de Damasco hasta la costa fenicia. La rendición es incondicional: “Trátanos como te plazca”. Esta entrega total ya tiene un valor religioso, pues supone reconocer a Nabucodonosor como señor de sus vidas, como dios, que puede disponer de sus personas según su voluntad. El pueblo de Dios nunca se humillará así ante ningún poder humano, pues eso es una idolatría, una infidelidad a la alianza sellada con Dios. San Pablo llega a decir que el hombre no se pertenece ni a sí mismo; la persona pertenece sólo a Dios: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?” (1Co 7,19). Las naciones, ante la amenaza asiria, se apresuran en reconocer a Nabucodonosor como su señor. Antes de ser atacadas y vencidas ya se someten a su dominio y le ofrecen sus posesiones y sus mismas personas: campos, rebaños de ovejas y bueyes, ciudades y habitantes pasan a ser posesión de Nabucodonosor, el dios universal. “Los habitantes de las ciudades y todos los de los contornos salen a recibir a Holofernes con coronas y danzando al son de tambores” (3,7). Y, a pesar de la rendición anticipada y de recibirle con cánticos y danzas, el general persa desfoga su ira contra esas naciones, devasta todo su territorio, tala los árboles sagrados y destruye los santuarios de los dioses locales “para que todos los pueblos adoren únicamente a Nabucodonosor; y todas las lenguas y tribus le invoquen como dios” (3,8). Esto es lo que va a pretender también de Israel. Pues, al final, se tratará de un enfrentamiento entre el poder despótico y Dios, presente en Israel, simbolizado en Betulia, “la casa de Dios”. El Enemigo 16
pretende una sola cosa: arrancar del corazón de los hombres la presencia de Dios y sustituirla con su ídolo, borrar de la tierra toda huella de Dios, dejando a la humanidad en manos de los ídolos vanos, que aparecen y cambian de aspecto según la moda del momento. Trayendo a la memoria la historia, vemos que el autor del libro no se inspira ni en Nabucodonosor, rey de Babilonia, ni en Senaquerib, rey de Asiria o en los Faraones de Egipto. La pretensión de dominio sobre toda la tierra sólo aparece con Alejandro Magno, el Macedonio, que conquistó el imperio más vasto del mundo: desde Macedonia hasta el Indo. Pero a los 24 años se encontró con la derrota de su vida: la muerte llamó a sus puertas. En ese momento dividió su inmenso imperio en cuatro, dando una región a cada uno de sus generales. Ninguno de éstos quedó conforme con su parte, deseando arrebatar a los demás la suya. En la pretensión de restablecer la unidad del imperio macedonio, el más ambicioso fue Antíoco Epífanes, que dirigió su ejército, en Oriente, hasta Persia y, luego, se enfrentó con Egipto. Pero Roma, que comienza a emerger, le frena en su arrogancia y le obliga a desistir de sus planes. Herido en su orgullo, al pasar por Jerusalén, expolia el templo de sus tesoros y pretende erigir en él su estatua, como dios. El libro de Judit no nombra a Antíoco Epífanes. Pero su historia está bajo la narración. Holofernes se presenta como instrumento de la propagación del culto divino de Nabucodonosor, que como divinidad pagana se mantiene alejado. Pero en realidad esta pretensión de recibir adoración y honores divinos nunca la manifestaron los soberanos asirios ni los monarcas babilonios. Solo lo pretendieron los monarcas seléucidas (Dn 3,5), que siguen el ejemplo de Alejandro Magno, que se hacía llamar oficialmente “dios”. Bajo el nombre de Nabucodonosor se esconde, por tanto, Antíoco IV Epifanes, que se arroga la dignidad divina y exige adoración (Dn 11,36; 2M 9,12). El Enemigo de Dios, para erigirse dios del universo, intenta arrancar a Dios del corazón de los hombres. Holofernes tala los bosque sagrados que crecían alrededor de los santuarios y hace añicos las imágenes de Baal y Astarté y de cuantos ídolos encuentra a su paso, para entronizar en su lugar a Nabucodonosor. Y así, de acampada en acampada, Holofernes llega al valle de Esdrelón, acampando en la gran llanura de Judá, donde apampa durante un mes, reuniendo provisiones para el ejército. Las naciones no tienen la fuerza de oponerse a Nabucodonosor. Sólo la fe en el Dios verdadero da esa fuerza. Israel es el único pueblo que no se rinde ante el avance de Holofernes. Desde su pequeñez se prepara para enfrentar al gigante. Es David que se alza contra Goliat. Israel fortifica sus poblaciones y almacena víveres para resistir al asedio. Pero, consciente de su insignificancia, los habitantes de Betulia no confían en sus fuerzas, sino que ponen su confianza en el Señor. Con toda la fuerza de su fe, acuciada por la situación angustiosa, claman a Dios con oraciones continuas, con grandes ayunos y penitencias, expresadas a través de los símbolos de la ceniza y el sayal. ¡Hasta el altar se recubre de sayal! (4,12). El pueblo comprende que “si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan sus centinelas” (Sal 127). La única fuerza con la que cuenta Israel es la protección de Dios, que ha sellado una alianza con su pueblo y es fiel a ella. En la plenitud de los tiempos Cristo se enfrenta con el Enemigo, buscándole en el desierto. Con la espada de su palabra le arroja de su presencia: “¡Vete, Satanás!” (Mt 4,4). Cristo le conoce y le desenmascara. Sabe que es el Enemigo del hombre, “homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44). Se oye decir que el cristianismo es la causa de todas las guerras. Y esto puede ser, en parte, verdad, ampliándolo al judaísmo. El continente asiático, donde apenas ha llegado la fe cristiana, ha vivido durante milenios sin guerras. Durante siglos ha vivido como en un sueño, aceptando el dominio de unos cuantos conquistadores. La India se ha dejado conquistar por 17
unos pocos colonizadores y por el Islam, sin apenas reaccionar. Lo mismo se puede decir de China, que ha gozado de una paz milenaria. Sin embargo, la llegada del cristianismo provoca las oposiciones más violentas. El judeo-cristianismo no puede aceptar que se conculque la libertad del hombre. Por ello, el cristianismo provoca siempre la guerra. El cristiano no combate, pero provoca la lucha en quienes le quisieran sometido como su esclavo. Cuando el cristianismo llegó a Roma, el Imperio persiguió a los cristianos, pues con sola su presencia eran enemigos de la vida del Cesar, que se creía dios de la tierra. El cristianismo, dando al hombre el sentido de su dignidad y el valor de la libertad, ha provocado las persecuciones más impensadas. En siglos posteriores el cristianismo ha vivido esa misma persecución en Japón y otras partes del mundo. Las naciones han podido gozar de paz porque sus gentes aceptaban vivir como esclavos. Es lo que acontece ante el avance de Holofernes. Las naciones se le someten sin oponer resistencia: “mejor ser esclavos que perder la vida”. Se compra la vida al precio de la libertad y de la renuncia a la propia fe. Al cristiano no le basta con sobrevivir, necesita defender su dignidad, su libertad, su fe. Dios es el gran defensor del hombre contra todo intento de someterle a esclavitud. Los cristianos, fieles a las leyes humanas, no doblan sus rodillas ante ninguna autoridad humana. Las naciones, por donde pasa el ejército asirio, se doblegan ante el poder de Nabucodonosor. No tienen nada que defender. Renuncian a sus dioses, reconociendo a Nabucodonosor como único dios. Sólo Israel, un pueblo sin ejército, formado de niños, ancianos y mujeres, se opone a su poder y se prepara a resistir. Y, al final, cuando flaquee la fe de este pueblo, sometido al hambre y la sed, será una sola mujer, una viuda, la que resista al opresor y decapite todo su poder. El libro de Judit cobra hoy una gran actualidad. Al comienzo del tercer milenio, vivimos el mismo drama. La mayor parte de los hombres han apostatado, renunciando a su fe, para someterse a la idolatría del poder, del poseer, del placer. Han renunciado a Dios y no creen más que en sí mismos. El hombre, con su ciencia y su técnica, se haya abandonado a sí mismo, quedando sometido a todas las modas, que difunde el dios que cuenta con los medios de comunicación para hacerse publicidad por toda la tierra. Y, por otra parte, el hombre que no cree en Dios no acepta que otros crean en Él y les hace la guerra con todo su fanatismo arreligioso.
4. RESISTENCIA DE ISRAEL A HOLOFERNES
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La acción ahora se centra en torno a Israel. Comienza realmente la narración. Lo anterior es como el prólogo de la historia, los preliminares del enfrentamiento del Enemigo con el pueblo de Dios. Nabucodonosor, mediante su general Helofernes, ha sometido a todos los pueblos, que ahora se hallan incorporados a su ejército. Sólo el pequeño país de Israel se le resiste. El choque es entre todos los pueblos y el pueblo elegido. Y, además, Israel es, en realidad, una sola ciudad, Betulia, “la casa de Dios”. Betulia representa para el enemigo la puerta de entrada a Israel. En adelante es el punto geográfico central de todos los acontecimientos. En torno a los muros de Betulia se concentra todo el ejército de Holofernes, que no comprende cómo ese puñado de hombres que la habitan no se rinde. En el mismo pueblo de Israel, que ha decidido resistir al invasor, se insinúa la duda. ¿Es posible resistir a un enemigo al que se le han sometido todos los pueblos? Un personaje extraño va a dar la respuesta a este interrogante. Se trata de un profeta pagano, al que Dios ilumina los ojos para que discierna el sentido de la historia. La noticia del avance incontenible de Holofernes llega a Israel y siembra la turbación. Un estremecimiento de temor contagioso pasa de corazón a corazón. Israel apenas se ha repuesto de su vuelta del exilio. Hace aún muy poco tiempo que han levantado el templo y menos aún que han consagrado el altar profanado. Una vez más se alude probablemente a la consagración del templo después de la profanación de Antíoco IV. Los israelitas “tiemblan por la suerte de Jerusalén y por el Templo del Señor su Dios, pues hacía poco que habían vuelto del destierro y apenas si acababa de reunirse el pueblo de Judea y de ser consagrados el mobiliario, el altar y el Templo profanados” (4,2-3). La purificación del Templo se refiere a la nueva dedicación del Templo por Judas Macabeo en el año 164. Por ello la noticia de que Holofernes destruye y saquea los santuarios de las naciones llena de angustia a los hijos de Israel (4,1). Los israelitas sienten un gran temor, no por sus propias vidas, sino por el honor de su Dios y por el templo. El conflicto es espiritual. El temor de los pueblos por donde pasaba Holofernes les conducía a la sumisión voluntaria (3,1ss); a los israelitas, en cambio, les suscita la voluntad de oponerse al invasor. Las otras gentes contaban únicamente con sus fuerzas, mientras que Israel, sabiéndose tan impotente como los demás pueblos, cuenta con la protección de Dios. El pueblo aparece unido, reunificado, regido por el sumo sacerdote (4,6), pues no hay otro rey, sino Yahveh su Dios. Todo el pueblo de Dios se pone en pie dispuesto a morir antes de permitir que el templo sea de nuevo profanado. Su temor es enteramente religioso. Los hijos de Israel son el pueblo elegido del Señor. No pueden consentir que Holofernes haga con el templo de Jerusalén lo que ha hecho con los templos de los otros pueblos (2,8). El temor, que les hace temblar hasta los huesos, tiene como motivo el peligro que corre Jerusalén, la ciudad santa, y el templo del Señor. En el exilio el pueblo aprendió que el templo no es invulnerable y que no puede ser una cobertura de sus delitos en la vida cotidiana. Pero el tempo es la morada del Señor en medio de su pueblo. Israel no está dispuesto a romper la alianza con su Dios, reconociendo a Nabucodonosor como dios del universo. Por ello, en su flaqueza, halla fuerza para organizar la resistencia a Holofernes que llega a las puertas de Esdrelón con todo su ejército. Betulia es la puerta del reino de Israel. Cerrar el paso al enemigo es defender a todo el pueblo de Dios. Betulia, la ciudad de Judit, es una ciudad que, aunque no aparece en mapa alguno, está rodeada de murallas. Construida sobre los montes, que cierran la desembocadura del valle de Esdrelón, marcando el límite entre Galilea y Judea. Es la ciudad sobre el monte que no puede pasar inadvertida y que hay que conquistar para pasar adelante. Rige la ciudad Ozías, de la tribu de Simeón, lo mismo que Judit. Alertados por el sumo sacerdote de Jerusalén, los habitantes de Betulia mandan a sus hombres más fuertes a ocupar los 19
desfiladeros de los montes, cuya estrechez obliga a todo ejército invasor a caminar de dos en dos (4,6-7). En un momento se movilizan los emisarios para anunciar por toda la región el propósito de resistir al ejército asirio. La estrategia es clara. Un pueblo insignificante como Israel, para defenderse del ingente ejército enemigo, tiene pocas posibilidades en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. La orden es ocupar las cimas de los montes, adueñarse de los desfiladeros de las montañas, amurallar las ciudades y aldeas, y almacenar en ellas el máximo posible de provisiones. Cuentan con la ventaja de que es pleno verano y acaban de recoger la cosecha de sus campos: “ocupan con tiempo todas las alturas de las montañas más elevadas, fortifican los poblados que hay en ellas e hacen provisiones con vistas a la guerra, pues tenían reciente la cosecha de los campos” (4,5). Se enfrentan dos potencias: el dominador del mundo, que se presenta vencedor, y el insignificante pueblo de Israel, el pagano Holofernes e Israel, que no tiene otra fuerza que su confianza en Dios. Israel, consciente de su debilidad, al ver amenazada su misma existencia, se decide a resistir al enemigo, apelando a Dios con las armas del ayuno y la oración. Es una reacción que contrasta con la que halló el profeta Isaías en tiempos de Senaquerib, provocando sus duras invectivas al pueblo (Is 22). Ahora todos son conscientes de que la lucha contra Holofernes en Betulia supone una defensa de Jerusalén, lugar de la morada de Dios, con su santo templo. Por ello les dirige una misiva el sumo sacerdote de Jerusalén, Joaquín, respaldado por el senado de todo el pueblo de Israel (Cf 2M 11,27), “que tenía su asiento en Jerusalén” (4,8). Se trata de oponerse al impío Holofernes que niega a Dios para entronizar a Nabucodonosor como el único dios de la tierra entera. No se trata únicamente de salvar la propia vida, sino de defender el sentido de la vida, la libertad, la fe en Dios y su templo santo. Defender el templo, afirmar públicamente la fe en Dios es la misión del pueblo de Dios en tiempos de Judit y hoy en el tercer milenio de vida de la Iglesia. Los creyentes no pueden permitir que se apague la lámpara que ilumina a la humanidad. La presencia de Dios en los creyentes es el corazón que oxigena la creación. Los creyentes pueden perder la vida, como mártires de su fe en Dios, pero no pueden esconder la luz debajo del celemín, reduciendo su fe a algo interior. El combate puede parecer absurdo por la desproporción de las fuerzas, pero la fe no acepta la derrota. El celo por la casa de Dios devora a los creyentes como al mismo Cristo, al verla profanada (Jn 1,17). Es significativo este actuar de Dios, que permite al mal adquirir proporciones gigantescas, para luego derrotarlo con la debilidad. Israel se encuentra en la misma situación que vivió en tiempos de Gedeón, cuando “Madián, con Amalec y los hijos de Oriente subían contra Israel, acampaban en sus tierras y devastaban los productos de la tierra hasta la entrada de Gaza. No dejaban víveres en Israel: ni ovejas, ni bueyes, ni asnos, porque subían numerosos como langostas, con sus ganados y sus tiendas. Ellos y sus camellos eran innumerables e invadían el país para saquearlo. Así Madián redujo a Israel a una gran miseria y los israelitas clamaron a Yahveh” (Jc 6,3-7). Entonces Dios, para salvar a su pueblo, elige a Gedeón, que le dice: -Perdón, señor mío, ¿cómo voy a salvar yo a Israel? Mi clan es el más pobre de Manasés y yo el último en la casa de mi padre. Yahveh le respondió: -Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como si fuera un hombre solo” (Jc 6,15-16). Dios actúa siempre en la humildad, se sirve de la debilidad, de la impotencia humana para realizar sus obras. Cuando el mismo Gedeón organiza su ejército Yahveh le dijo: -Demasiado numeroso es el pueblo que te acompaña para que ponga yo a Madián en sus manos; no se vaya a enorgullecer Israel de ello a mi costa diciendo: “¡Mi propia mano me 20
ha salvado!” (Jc 7,2). Antes del milagro de la victoria Dios muestra el milagro de la fe. El creyente, como Abraham, está llamado a creer que “Dios da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean” (Rm 4,17). Dios hace maravillas con los pequeños y a través de los pequeños (Lc 1,49). Sus fieles son llamados a experimentar la potencia de Dios en medio de la tribulación. Cristo envía a sus discípulos “como ovejas en medio de lobos” (Mt 10,16). Es la situación permanente de los cristianos en medio del mundo. Para ellos el libro de Judit es una palabra viva y actual, que Dios les da para sostener su esperanza en todos los tiempos y situaciones. El poder, la gloria, los reinos de este mundo pertenecen al señor de este mundo, al diablo, que los ofrece a quienes “postrándose ante él le adoran” (Mt 4,9). La acción se centra, pues, en Betulia, ciudad insignificante, imposible de identificar, que el autor sitúa al norte de Samaría, no lejos del desfiladero que conduce al valle de Esdrelón. Dada su posición, en la subida de un monte (13,10), al pie del cual brotaba un manantial (6,11; 7,3-7), el sumo sacerdote Joaquín escribe a sus habitantes y les invita a resistir a Holofernes, cerrándole el paso hacia Judea. “Siendo ese acceso tan estrecho, les dice, será fácil impedir el paso” al enemigo, pues deberán hacerlo “de dos en dos” (4,6-7). Es cierto que la estrechez del desfiladero obliga al ejército enemigo a marchar de dos en dos y es fácil impedirle el paso. Pero esta frase hay que entenderla en sentido hiperbólico, pues el paso desde la planicie de Dotáin a Esdrelón es mucho más ancho de lo que dice el texto y el sumo sacerdote (y el autor) lo sabe. Por eso todos comprenden que “si Yahveh no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal 127). La movilización general del pueblo de Dios puede fácilmente parecer inútil, hasta ridícula. Pero su fe en Dios les da ánimos para enfrentarse a la marea que amenaza con sumergirles bajo sus hondas. Pero los habitantes de Betulia no son unos inconscientes. Saben a quien se enfrentan. Y saben que la única garantía de victoria que tiene Israel es la protección divina. De aquí que el pueblo tome la iniciativa de prepararse a la resistencia a Holofernes con sus armas espirituales. Se humillan ante Dios y claman a él con todo el fervor de su alma. En sus angustia se visten todos, sin excepción, de saco, cubren sus cabezas de cenizas, se postran en el santuario, “mostrando al Señor su sacos y revistiendo de saco hasta el altar” (4,9-12), lo mismo que Ezequías “desplegó ante Yahveh” las cartas de Senaquerib (2R 19,14). Visten de saco hasta a los ganados, como ordena el rey de Nínive, según el libro de Jonás (Gon 3,7). Pues, cuando la palabra de Jonás llegó hasta el rey de Nínive, éste se levantó de su trono, se quitó su manto, se cubrió de sayal y se sentó en la ceniza. Luego mandó pregonar y decir en Nínive: -Por mandato del rey y de sus grandes, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado ni pasten ni beban agua. Que se cubran de sayal y clamen a Dios con fuerza; que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia que hay en sus manos. ¡Quién sabe! Quizás vuelva Dios y se arrepienta, se vuelva del ardor de su cólera, y no perezcamos. Y también entonces vio Dios lo que hacían, cómo se convertían de su mala conducta, y se arrepintió Dios del mal que había determinado hacerles, y no lo hizo” (Jon 3,6-10). Como confiesa el profeta Jonás, Dios se deja vencer fácilmente, cuando el hombre se vuelve a él e implora su gracia: “ya sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal” (Jon 4,2), con que ha amenazado a los hombres. El sumo sacerdote, los demás sacerdotes y levitas se unen al pueblo en sus muestras de penitencia y oración, implorando al Señor que se digne visitar y proteger a toda la casa de Israel: “El pueblo ayunó largos días en toda Judea y en Jerusalén, ante el santuario del Señor Omnipotente. El sumo sacerdote Joaquín y todos los que estaban delante del Señor, 21
sacerdotes y ministros del Señor, ceñidos de sayal, ofrecían el holocausto perpetuo, las oraciones y las ofrendas voluntarias del pueblo, y con la tiara cubierta de ceniza clamaban al Señor con todas sus fuerzas para que velara benignamente por toda la casa de Israel” (4,1315). En la Vulgata se presenta al sumo sacerdote Joaquín viajando por todo Israel, exhortando a todos a perseverar en la oración y en el ayuno, prometiéndoles la ayuda de Dios: “Sabed que el Señor escuchará vuestras súplicas si perseveráis ante Él en el ayuno y la oración. Acordaos de Moisés, siervo del Señor. Cuando Amalec confiaba en su fuerza y poder, en su ejército y sus escudos, en sus carros y caballería, lo venció no con las armas, sino con devotas plegarias. Pues así acabarán todos los enemigos de Israel si perseveráis en lo que habéis comenzado”. Israel, simbolizado en la ciudad de Betulia, se arma contra el enemigo con la plegaria y la penitencia. Después de hacer los preparativos para resistir al ejército asirio, el pueblo de Dios inicia la verdadera batalla, que es la plegaria. Betulia no tiene otro ejército, sino la fuerza de Dios. Con la oración y la penitencia Israel pone a Dios en acción. Dios no da a su pueblo medios humanos para combatir el poder del mundo, pero en todo tiempo da a los creyentes poder sobre él. La fe, que se eleva hasta Dios con las alas de la oración y la penitencia, vence a Dios. Dios se conmueve ante el grito de sus hijos que imploran su auxilio. El texto insiste en la presencia de las “mujeres y los niños” en las súplicas angustiosas ante Yahveh, que se conmueve viendo su angustia y escucha su grito: “Todos los hombres de Israel, con sus mujeres e hijos, clamaron a Dios con gran fervor, y con gran fervor se humillaron;... ellos cubrieron de ceniza sus cabezas y extendieron las manos ante el Señor...” (4,9-12). Y el texto concluye: “ El Señor inclinó su oído a la voz de sus gritos y dirigió su mirada a la angustia de su tribulación” (4,13).: El pueblo ayunó largos días en toda Judea y en Jerusalén, ante el santuario del Señor Omnipotente. Con fervor imploran a Dios “que no entregue a sus hijos al pillaje, ni sus mujeres al cautiverio, ni a la destrucción las ciudades que habían heredado, ni el templo a la profanación y burlas humillantes de los gentiles. Y el Señor oyó su voz y vio su angustia.” (4,13). El pueblo clama a Dios “con un solo corazón” (4,12) y Dios se conmueve, dirige su mirada hacia el pueblo para ver su angustia y escuchar su súplica. Dios nunca permanece sordo al grito de su pueblo oprimido. También en Egipto “miró Dios a los hijos de Israel y oyó sus gemidos, y se acordó Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob” (Ex 2,24).
5. AJIOR, “MI HERMANO ES LUZ”
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La mirada salta nuevamente de Betulia al campamento asirio. Vemos a Holofernes agitado, al no comprender cómo un pueblo insignificante se atreve a resistirle cuando se le han rendido todos los otros reinos. Para descubrir las razones que sostienen a Israel en su resistencia interroga a los hombres de los pueblos vecinos, moabitas, amonitas y habitantes de la costa. Y aquí aparece un personaje curioso, Ajior, que va a jugar un papel importante. A los israelitas les llega la noticia de que se acerca Holofernes y tiemblan (4,1), pero no se rinden. También a Holofernes le llega la noticia de que Israel se prepara para la guerra. Alguien le informa de que han cerrado las entradas de los montes y fortificado sus cimas (5,1). Es un imprevisto que inquieta al generalísimo que no comprende cómo alguien se puede interponer en su camino. El avance relámpago, que ha realizado hasta ese momento, se ve frenado en la frontera con Israel. Contrariado y desconcertado, Holofernes monta en cólera (5,2) al tener que detenerse a las puertas de Judea. Allí congrega a los jefes de los aliados, los príncipes de Moab, los generales de Amón y los sátrapas de la costa. A todos ellos les interpela llamándoles “hijos de Canaán”. Desea que le informen sobre “ese pueblo de la montaña”, que tiene la osadía de enfrentarse con él, en vez de rendirse a sus pies como han hecho todos los otros pueblos. ¿Qué tiene ese pueblo? ¿En qué se diferencia de los demás pueblos? ¿Por qué Israel es distinto a los demás pueblos? Irritado, convoca un consejo de guerra y pregunta a los generales de los pueblos vecinos de Israel: -Hijos de Canaán, decidme ¿quién es este pueblo establecido en la montaña? ¿Qué ciudades habita? ¿Cuál es la importancia de su ejército y en qué estriba su poder y su fuerza? ¿Qué rey les gobierna y manda a sus soldados? ¿Por qué, a diferencia de todos los demás pueblos de Occidente, no se han dignado salir a recibirme” (5,3-4). En el último interrogante está la clave de la resistencia de Israel: “¿que hace que Israel sea distinto de los demás pueblos?”. La mentalidad pagana de Holofernes se enfrenta con la visión de fe del pueblo de Dios. El pragmático guerrero, que pone su confianza en la fuerza y estrategia militar, choca con el misterio de la fe de Israel, que pone su confianza en su Dios. A pesar de su insignificancia política y militar, Israel ve cómo caen los imperios, uno después de otro, mientras él subsiste, gracias a la protección de Yahveh, que rige su historia. Holofernes, en primer lugar, se siente sorprendido y, en segundo lugar, “irritado sobremanera” (5,2). Le arde el corazón de cólera. Estupor y furor, porque se encuentra con algo que no entra en sus cálculos, algo que no entiende. Es un hecho permanente en la historia del pueblo de Dios, siempre incomprendido, pues es distinto de los demás pueblos. El elegido de Dios siempre va contracorriente. Su vida choca a cuantos viven a su alrededor y, además, les molesta, les hace sentirse incómodos y eso les lleva a la persecución, aunque no sepan por qué les persiguen, como constata ya la Carta a Diogneto . Cuando el creyente se dispone a enfrentarse con el enemigo, éste se enfurece sobremanera. El adversario, representado en Holofernes, no ataca a las naciones que se le rinden antes de llegar a ellas; destruye sus divinidades, pero respeta la vida de los habitantes de las naciones que conquista. Más aún les incorpora a su ejército; de enemigos pasan a aliados. El que no se opone al Maligno, se hace su aliado en la difusión del mal, en la lucha contra los creyentes en Dios. “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23), dice Jesús en el Evangelio. Quien se abandona al mal se convierte en instrumento del maligno en su persecución a los fieles. Pero hay otra cosa en esta reacción de Holofernes. El enemigo no ataca a quien se le rinde de antemano, pues ya le pertenece: “haz de nosotros lo que te plazca” (3,4). El enemigo concentra todas sus fuerzas contra quien se le opone. En la vida de fe las tentaciones más fuertes las sufren los santos, los que se oponen decididamente a la acción del diablo. Contra ellos descarga el maligno todo el furor de su cólera, sobre ellos descarga toda su violencia. El asalto del enemigo sólo lo sufren “los humildes como Moisés”. 23
Holofernes, que no se espera ningún contratiempo en su campaña de conquista de la tierra, se siente airado y se revuelve entre sus generales como león enjaulado. Ni él ni sus comandantes se explican cómo un minúsculo pueblo se atreve a hacerles frente. El ejército de Nabucodonosor ha vencido a los Medos, ha arrasado a todos los pueblos de Oriente y de Occidente y, ahora, le corta el paso una nación de la ni siquiera había oído hablar, un pueblo al que Nabucodonosor no había mandado sus emisarios, porque no conocía su existencia. ¿Quién es este pueblo? ¿En qué consiste su fuerza? Holofernes, por supuesto, no piensa para nada en Dios. La fuerza de Dios la experimentan quienes creen en Él, y Holofernes no cree más que en el poder de Nabucodonosor. Para él el Dios de Israel es como todos los dioses de los demás pueblos, cuyas estatuas y templo ha derribado por tierra. Sorprendido e irritado, Holofernes pide a los jefes de Moab, a los estrategas de Amón y los jefes de las regiones marítimas qué le expliquen “quién es ese pueblo que habita en las montañas” (5,3). Es el momento en que Dios suscita un profeta desconocido, que sale de las filas del ejército asirio. Ajior, jefe de los amonitas, se alza en el consejo de los generales y da una interpretación teológica de la historia de Israel. Ajior, inspirado por Dios, tiene el atrevimiento de sostener ante Holofernes que el Dios de Israel es el Dios del cielo y de la tierra, el Dios que dirige la historia de los pueblos. Ajior es un amonita; pertenece, pues, a uno de los pueblos enemigos de Israel, excluidos de la comunidad santa (Nm 22-24; Dt 23,4; Jc 10,7-11; 1S 11,1). Ajior está en el campamento de Holofernes, pues el autor ha convocado a todos los pueblos enemigos de Israel para combatirlo y aniquilarlo. Aparece como el jefe militar de las tropas amonitas incorporadas al ejército de Holofernes. Goza, pues, de una autoridad particular. Como vecino y enemigo de Israel, Ajior muestra en su intervención que conoce muy bien al pueblo de Dios. Como hizo en otro tiempo con Balaam, Dios quita de sus labios toda mentira y no le permite lisonjear a su jefe Holofernes. Es Dios quien pone en su boca palabras de verdad. Ajior se asemeja también a Rahab. Hay una gran similitud en las palabras de ambos y en sus vidas. Ambos se convierten al Dios de Israel y se salvan de la muerte (Jos 2; 7,21-25). Ajior le da a Holofernes, y a todo oyente de su palabra, una lección de historia y de teología de la historia. Le hace presente los acontecimientos que han marcado la existencia de Israel desde sus orígenes en Caldea hasta la posesión de la tierra de Canaán. Ajior, en su discurso, pone mucho calor y muestra una gran simpatía por Israel, ofreciéndonos el verdadero significado de la historia de Judit. Habla como si fuera un verdadero israelita. Resume la historia de Israel desde los patriarcas, pasando por el éxodo, hasta llegar a la conquista de la tierra. Comienza pidiendo a Holofernes que se digne escucharle: -Escuche mi señor las palabras de la boca de tu siervo y te diré la verdad sobre este pueblo que habita esta montaña junto a la que te encuentras. No saldrá mentira de la boca de tu siervo (5,5). En este exordio Ajior promete decir la verdad, como hará más tarde la misma Judit. A continuación, con la mirada iluminada, Ajior eleva la voz y narra, como quien proclama en una asamblea: -Este pueblo desciende de los caldeos. Al principio se fueron a residir a Mesopotamia, porque no quisieron seguir a los dioses de sus padres, que vivían en Caldea. Se apartaron del camino de sus padres y adoraron al Dios del Cielo, al Dios que habían reconocido. Por eso les arrojaron de la presencia de sus dioses y ellos se refugiaron en Mesopotamia, donde residieron por mucho tiempo. Su Dios les ordenó salir de su casa y marchar a la tierra de Canaán; se establecieron en ella y fueron colmados de oro, de plata y de gran cantidad de ganado. Bajaron después a Egipto, porque el hambre se extendió sobre la superficie de la 24
tierra de Canaán, y permanecieron allí mientras tuvieron alimentos. Allí se hicieron muy numerosos, de modo que no se podía contar a los de su raza. Pero el rey de Egipto se alzó contra ellos y los engañó con el trabajo de los ladrillos, los humilló y los redujo a esclavitud. Clamaron a su Dios, que castigó la tierra de Egipto con plagas incurables. Los egipcios, entonces, los arrojaron lejos de sí. Dios secó a su paso el mar Rojo, y los condujo por el camino del Sinaí y Cadés Barnea. Arrojaron a todos los moradores del desierto, se establecieron en el país de los amorreos y aniquilaron por la fuerza a todos los jesbonitas. Pasaron el Jordán y se apoderaron de toda la montaña, expulsaron ante ellos a los cananeos, a los pereceos, a los jebuseos, a los de Siquén y a todos los guirgaseos, y habitaron allí por mucho tiempo (5,6-16). El autor del libro de Judit conoce la Escritura, pero se sirve también del Midrash. Así presenta la primera emigración de Abraham desde Ur a Harrán según el Midrash que nos cuenta cómo Abraham se niega a adorar a los ídolos de su padre Teraj, incurriendo en la ira del rey Nimrod, que le expulsa de la ciudad. La alusión a la permanencia en Egipto mientras encontraron allí alimento es también un comentario midráshico, que no se halla en el libro del Génesis (Gn 41,56-42,5; Cf 1Co 10,4). Ajior ve la situación actual semejante a la de la esclavitud de Egipto. Entonces, como están haciendo ahora, clamaron a Dios y les salvó de la opresión. El memorial de los acontecimientos maravillosos que Dios realizó en el pasado es una garantía de que también intervendrá en la situación desesperada del momento presente. El recuerdo de la historia pasada, en la que Dios acudió en su auxilio, explica la actitud actual de Israel. El desafío del pueblo de Dios a Holofernes se funda en la certeza de que Dios intervendrá ahora lo mismo que hizo en el Éxodo de Egipto. La Vulgata amplifica el discurso de Ajior, sobre todo en lo referente a la salida de Egipto: “Cuando cesaron las plagas, los egipcios intentaron capturarlos para someterlos de nuevo a su servicio. Pero mientras huían, el Dios del cielo abrió el mar, alzando como dos muros sólidos, entre los cuales atravesaron los israelitas como por tierra firme. Y mientras el ejército egipcio los perseguía, fue cubierto por las aguas, de modo que no quedó uno para contarlo a los sucesores. Al salir del mar Rojo se instalaron en el desierto del Sinaí, un lugar donde el hombre nunca pudo habitar o detenerse. Allí el agua salada se volvió dulce para que bebieran y durante cuarenta años recibieron alimento del cielo. Penetraron en todas partes sin arcos ni flechas, sin escudos ni espadas, porque su Dios luchaba por ellos y vencía. Y nadie pudo insultar a ese pueblo si no es cuando se apartó de dar culto a su Dios. Cuando dieron culto a otros dioses, fueron entregados al saqueo, a la espada y a la afrenta; cuando se arrepintieron de haber abandonado el culto de su Dios, recibieron fuerza para resistir”. En realidad Ajior hace una profesión de fe narrando las actuaciones de Dios con su pueblo. Esta profesión de fe es similar a la que hace el Israelita cuando se presenta ante el sacerdote con las primicias de sus cosechas (Dt 26,5-10). Es la confesión que hace Esteban ante el Sanedrín antes de ser apedreado (Hch 6). De esa confesión de fe Ajior deduce una consecuencia muy clara, explicando a Holofernes cuando y cómo puede derrotar Israel: si Israel peca entonces se le puede derrotar, pues cuando los israelitas pierden la protección de su Dios se vuelven débiles y frágiles. Pero, si se mantienen fieles a la alianza con su Dios, entonces resultan invencibles, porque les sostiene y salva su Dios. La vida y prosperidad de Israel está, pues, íntimamente ligada a su fidelidad a Dios: -Mientras no pecaron contra su Dios prosperaron, porque estaba en medio de ellos un Dios que odia la iniquidad. Pero cuando se apartaron del camino que les había señalado, fueron duramente aniquilados por múltiples guerras, y deportados a una tierra extraña; el Templo de su Dios fue arrasado y sus ciudades cayeron en poder de sus adversarios (5,1718). Las desgracias de Israel, que pierde la tierra y sufre el exilio, son consecuencia de su 25
infidelidad a la alianza sellada con Dios. Es curioso que Ajior recuerde al general asirio lo que Nabucodonosor hizo en el pasado contra los israelitas. Pero no se detiene ahí. Israel, desterrado por Nabucodonosor a Babilonia, “ha vuelto a su tierra”. Esto significa, según el razonamiento de Ajior, que “se han convertido a Dios, y Dios les ha hecho volver de los diversos lugares en que habían sido dispersados, han tomado posesión de Jerusalén, donde se encuentra su santuario, y se han establecido en la montaña que había quedado desierta” (5,19). Ajior está en el campamento de Holofernes, pero habla, como Balaam (Nm 22-24), en favor de Israel. Ajior dicen que significa “mi hermano es luz”. Realmente Ajior será hermano, amigo de Israel, que dará la luz sobre los acontecimientos que vive el pueblo de Dios. Ajior, al final, correrá la suerte de Israel, al aceptar la fe de Israel. Ya en este momento es luz, dando la verdadera razón de la resistencia de Israel a la potencia de Nabucodonosor. No es la potencia militar lo que mantiene firme a Israel, sino su confianza en Dios. Ajior tiene el valor de confesar que el Dios de Israel es más fuerte que Nabucodonosor y todo su ejército. Sorprende que el autor ponga en labios de un amonita esta profesión de fe en la omnipotencia del Dios único, que ha sellado una alianza con el pueblo de Israel. Es una confesión de fe solemne proclamada además ante el enemigo de Dios, ante quien pretende destruir toda divinidad para proclamarse único dios. Ajior da el sentido del combate. El ejército de Holofernes no se enfrenta al ejército israelita, que no existe. Se trata del enfrentamiento de Nabucodonosor, que se presenta como dios de toda la tierra, y el Dios del cielo, Dios de Israel. Si Israel no ha abandonado a Dios, por sus infidelidades a la alianza, entonces Dios está con ellos. Dios será su escudo y las flechas asirias se estrellarán contra él, sin alcanzar a Israel. En realidad Holofernes no luchará contra Israel, sino contra el Dios de Israel, el Dios del cielo y de la tierra, sin duda alguna más grande que Nabucodonosor. Si Israel es fiel, Holofernes debe saber que se enfrenta con el mismo Dios, por lo que será derrotado inexorablemente. Ajior ha narrado los acontecimientos en los que Dios se ha glorificado como Señor de la historia. Dios ha protegido a Israel siempre, también le salvará en este momento de angustia. Es significativo el memorial que hace Ajior de toda la historia de Israel. Recuerda la salida de Mesopotamia para adorar al Dios verdadero, la estancia en Egipto, que fue duramente castigado por humillar a Israel, el paso por el desierto y el don de la conquista de la tierra. Ajior, como un profeta, recuerda que mientras Israel se mantuvo fiel a la alianza, siempre le fue bien. Sin mencionar la etapa de los Jueces y Reyes, Ajior salta a la conclusión: Israel sólo es vencido cuando es infiel a su Dios por el pecado. Si no hay pecado es invencible. “Todo les fue bien mientras no pecaron contra Dios, porque éste, que aborrece la iniquidad, estaba con ellos” (5,1-17). La vocación de Israel consiste en buscar y seguir el camino singular que Dios le ha trazado. En ello está su fuerza. Enfrentarse con Israel, cuando vive fielmente su fe, es enfrentarse a su Dios. Estas palabras de Ajior provocan ira y desprecio en el estado mayor del gran ejército asirio. Para los generales asirios cuenta únicamente la fuerza bélica. Los oficiales de Holofernes, todos los del litoral y los moabitas, es decir, todos los convocados en torno a la tienda, furiosos contra Ajior, querrían despedazarlo, gritando ante Holofernes: -¡No tememos a los israelitas! No son gente que tenga fuerza ni vigor para un encuentro violento. ¡Subamos y serán un bocado para todo tu ejército, señor, Holofernes! (5,22-23). 6. NO VOLVERÁS A VER MI ROSTRO
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Las palabras de Ajior suscitan estupor y odio en los oficiales, que rodean la tienda del consejo. A su reacción se unen tumultuosamente los jefes de los moabitas, que proponen matarlo inmediatamente. Hay una reacción instintiva: -¡No tememos a los israelitas! No son gente que tenga fuerza ni vigor para un encuentro violento. ¡Subamos y serán un bocado para todo tu ejército, señor, Holofernes! (5,23-24) Calmado el tumulto provocado por los hombres que estaban en el consejo, Holofernes toma la palabra. Él no duda del poder de Nabucodonosor y de su ejército para derrotar al mundo entero. Para él no hay otro dios que la fuerza y el poder, encarnados en Nabucodonosor. Ajior, por ello, sufre la suerte de todos los profetas: es despreciado y puesto en ridículo. Holofernes, en presencia de toda la tropa extranjera y de todos los moabitas, sentencia sobre su cabeza: -¿Quién eres tú, Ajior, que te permites hoy hacer el profeta entre nosotros y nos aconsejas que no luchemos contra esta ralea de Israel, porque su Dios los cubrirá con su escudo? ¿Qué otro dios hay fuera de Nabucodonosor? Este enviará su fuerza y los aniquilará de sobre la faz de la tierra, sin que su Dios pueda librarlos... Y en cuanto a ti, Ajior, mercenario amonita, que has dicho estas palabras el día de tu insensatez, a partir de ahora no verás ya mi rostro hasta el día en que tome venganza de esa ralea venida de Egipto. Entonces, el hierro de mis soldados y la lanza de mis servidores te atravesará los costados y caerás junto a sus heridos, cuando yo me revuelva contra ellos (6,1-6). Hay una doble ironía en las palabras de Holofernes, que con sorna le dice a Ajior que “no se abata su rostro, pues tiene tan gran esperanza de que los israelitas no serán conquistados” (6,9) y él participará de la suerte de ellos. Esto después que le ha gritado en su cara: “No volverás a ver mi rostro” (6,5). Y la verdad es que Ajior volverá a ver el rostro de Holofernes, ¡pero separado de su cuerpo! (14,6). Es el sarcasmo de la frase conclusiva de Holofernes: “He dicho y no dejará de cumplirse ni una sola de mis palabras” (6,9). En este final del discurso de Holofernes se muestra su orgullo y desprecio de los demás. Los siervos de su señor, Nabucodonosor, combaten con el ímpetu de sus caballos y aplastarán a sus enemigos. La ruina de Israel será total: el fuego les abrasará; serán sumergidos en el abismo, borrados de la tierra; en consecuencia, “los montes se embriagarán con su sangre, y los barrancos se llenarán con sus cadáveres” (6,4); no quedará ni rastro de ellos. Y la misma suerte correrá Ajior. Holofernes no piensa en enviar a Israel al exilio, sino en borrarlo de la faz de la tierra. Su propósito es exterminar totalmente a ese pueblo minúsculo que se atreve a desafiarlo. Es algo que no puede tolerar el general del ejército de Nabucodonosor, que se ha declarado dios de toda la tierra. Se enfrentan dos personajes y dos voluntades: Dios y Nabucodonosor. Por una parte está el designio de Dios, que es siempre designio la vida. Y, en contraste, el designio del mal, que es siempre designio de muerte. Holofernes no puede dejar con vida a un pueblo, que ama la libertad por encima de la vida y que no está dispuesto a adorar a su señor Nabucodonosor. Holofernes, al dictar la sentencia de muerte contra Ajior, se está condenando a muerte a sí mismo. Al negar a Dios, el hombre se condena a muerte a sí mismo. Judit no hará sino ejecutar la sentencia de muerte dictada por el mismo Holofernes. Escuchando el lenguaje de Holofernes se oye al Maligno. Holofernes habla como su instrumento. Se sirve del leguaje de los profetas de Dios: “Así dice el rey Nabucodonosor, Señor de toda la tierra... y no quedarán sin cumplimiento sus palabras” (6,4). Holofernes atribuye a sus palabras el carácter absoluto de la palabra de Dios. Por ello, no quedará sin cumplimiento sobre la cabeza de Holofernes, no su palabra, sino la palabra de Dios, que “dispersa a los soberbios en su propio corazón, derriba a los potentes de sus tronos y exalta a los humildes” (Lc 1,52). 27
Holofernes, después de insultar a Ajior como visionario, que se permite “hablar como profeta” (6,2), ordena a los servidores que están al servicio de su tienda que tomen a Ajior, lo lleven a Betulia y lo entreguen en manos de los israelitas, ese pueblo formado con “los huidos de Egipto” (6,5). Tan seguro está Holofernes de su victoria que, en lugar de castigarlo inmediatamente, lo envía a Betulia, “una de las ciudades de la subida” a la montaña (6,7), para que corra la misma suerte que espera a la ciudad que se ha atrevido a desafiarlo. Cree que al expulsarlo de su campamento lo está castigando, pero de ese modo lo está salvando. Es la suerte de los mártires de todos los tiempos (6,7-9). Dios está guiando los pasos y, mediante Holofernes, está llevando a Betulia un testigo que podrá testificar que la cabeza cortada por Judit es realmente la cabeza del generalísimo de Nabucodonosor. Irónicamente los asirios están conduciendo al amonita hacia la salvación, con lo que Ajior se transforma en símbolo de tantos prosélitos que han hallado en Israel la salvación. Encadenado, Ajior es llevado a las faldas de la colina de Betulia. Cuando los hombres de la ciudad divisan desde la cumbre del monte a los siervos de Holofernes que llevan a Ajior hacia Betulia, corren a las armas, suben a la cumbre del monte y los honderos disparan sus piedras contra ellos. Entonces los asirios se deslizan al pie del monte, atan a Ajior, lo dejan tendido en la falda de la montaña, junto a las fuentes de Betulia, y se vuelven donde su señor. Los israelitas bajan de su ciudad, se acercan a Ajior y, desatándolo, le llevan a Betulia y le presentan a los jefes de la ciudad. Estos convocan a todos los ancianos de la ciudad. Se unen también a la asamblea todos lo jóvenes y las mujeres; ponen a Ajior en medio de todo el pueblo y Ozías le interroga acerca de los sucedido. Ajior responde narrándoles las deliberaciones del Consejo de Holofernes, todas las cosas que él mismo ha dicho delante de todos los jefes de los asirios y las bravatas que Holofernes ha proferido contra la casa de Israel. Los israelitas se admiran del testimonio de Ajior a favor de Israel y de la fe de un amonita en el Dios de Israel. Desde el primer momento lo desatan y lo introduce en la asamblea de Israel. Entonces, conociendo las intenciones que tiene Holofernes de exterminar a Israel, el pueblo se postra, adora a Dios y clama: -Señor, Dios del cielo, mira su soberbia, compadécete de la humillación de nuestra raza y mira con piedad el rostro de los que te están consagrados (6,18-19). Esta es la primera oración, cuyo texto se nos da en el libro de Judit. En ella el pueblo expresa su confianza en Dios. Esta fe en Dios tiene como fundamento la alianza que Dios ha sellado con Israel, haciendo de los israelitas un pueblo consagrado a Dios. Israel se coloca ante Dios como su pueblo, propiedad suya. Dios le defenderá porque Israel le pertenece, es su heredad personal. Al sellar la alianza Dios ha proclamado, y Dios no se arrepiente, “tú eres mi pueblo”, como Israel ha confesado ante él: “Tú eres mi Dios”. Israel, consagrado al culto de Dios, espera que Dios le proteja por amor al pueblo de su elección y por amor a su propio Nombre. Si desaparece Israel, ¿quién le dará gloria en medio de las naciones? La humildad y la oración sinceras son las armas de quienes, conociendo la propia debilidad, confían en Dios. Un eco de esta súplica resuena, en forma afirmativa, en el canto de María: “El Todopoderoso ha mirado la humillación de su sierva. Él es siempre misericordioso con aquellos que le honran. Dispersa a los de corazón soberbio. Derriba de sus tronos a los poderosos y ensalza a los humildes” (Lc 1,48-52). Es, por otra parte, lo que todo israelita fiel proclama, al recitar los salmos: “El Señor es sublime, se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio” (Sal 138,6). En esta breve oración está la clave de toda la historia de Judit y, en general, de toda la historia de Israel. Después dan ánimos a Ajior y le felicitan calurosamente, y a la salida de la asamblea, Ozías le conduce a su propia casa y ofrece en su honor un banquete a los ancianos. Y se pasan toda la noche invocando la ayuda del Dios de Israel (6,20-21). La Vulgata amplía una 28
vez más este texto, diciendo: “Concluida la oración, animaron a Ajior en estos términos: El Dios de nuestros padres, cuyo poder has proclamado, hará que seas tú quien vea su muerte. Cuando el Señor Dios nuestro conceda la liberación a sus siervos, que Dios esté contigo en medio de nosotros, y así, con toda tu familia, podrás vivir con nosotros si lo deseas”. La presencia de Ajior entre los israelitas suscita diversos sentimientos. Por una parte, al conocer los designios de Holofernes, el pueblo se postra ante Dios e implora su protección. Por otra parte, viendo cómo Dios ha sostenido a Ajior y cómo le ha salvado, Ozías, jefe de la comunidad, celebra una fiesta en su honor, con un banquete para él y los ancianos. Es la acogida en la asamblea de un pagano. Al escuchar esta proclamación en los oídos de un cristiano resuenan las palabras del padre del Evangelio, que acoge con un banquete de fiesta al hijo pródigo. “El padre dijo a sus siervos: Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15,23-24). Sólo quien confía en Dios puede hacer fiesta, celebrar un banquete después de escuchar que el enemigo está a las puertas, dispuesto a lanzarse contra la ciudad y decidido a exterminar a todos sus habitantes. La fe en Dios sostiene la esperanza en las situaciones más difíciles. Mirar a Dios, cuando todo humanamente está perdido, es motivo de celebración. Muchos salmos celebran la salvación de Dios ya en el momento en que el piadoso salmista le presenta su súplica angustiosa ante una desgracia. El creyente no duda que Dios intervendrá y le salvará. Jesús se lo dice a sus discípulos:.”Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis” (Mc 11,24). San Pablo puede decir a los romanos algo inconcebible para quienes no tienen fe: “Nosotros nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla” (Rm 5,3-5). Holofernes ha amenazado a Ajior con la misma muerte que espera infligir a los israelitas. Los habitantes de Betulia, en cambio, lo arropan con su fe y confianza en Dios. Será esta palabra la que se cumplirá y no la de Holofernes. Una vez terminada la acción salvadora, Judit, al volver a Betulia, llama a Ajior para que reconozca y testifique que la cabeza que lleva entre sus manos es la de Holofernes. Judit dijo: -Traed aquí a Ajior el amonita, para que vea y reconozca al que despreciaba a la casa de Israel, al que le envió a nosotros como destinado a la muerte” (14,5). Hicieron, pues, venir a Ajior desde la casa de Ozías. Al llegar y ver que uno de los hombres de la asamblea del pueblo tenía en la mano la cabeza de Holofernes, cayó al suelo, desvanecido. Cuando le reanimaron, se echó a los pies de Judit, se postró ante ella y dijo: -¡Bendita seas en todas las tiendas de Judá y en todas las naciones que, cuando oigan pronunciar tu nombre, se sentirán turbadas! Y ahora, cuéntame lo que has hecho durante este tiempo (14,7). Judit le contó, en medio del pueblo, todo cuanto había hecho, desde que salió hasta el momento en que les estaba hablando. Cuando hubo acabado su relato, todo el pueblo lanzó grandes aclamaciones y en toda la ciudad resonaron los gritos de alegría. Ajior, por su parte, viendo todo cuanto había hecho el Dios de Israel, creyó en él firmemente, se hizo circuncidar y quedó anexionado para siempre a la casa de Israel (Jdt 14,8-10). Ajior se convierte al judaísmo y, mediante la circuncisión, entra como prosélito a formar parte de la comunidad de Israel. En la conversión de Ajior a la fe de Israel se muestra la apertura del judaísmo a los extranjeros en tiempos de los Macabeos. El libro de Judit está en consonancia con los libros de Rut y Jonás. Rut, la moabita, es admitida en el pueblo de Dios y entra, como ascendiente de David, en la genealogía del Mesías. Jonás es el profeta que anuncia la conversión y lleva la salvación a Nínive, capital de Asiria, símbolo del pueblo enemigo de Israel. En las 29
discusiones rabínicas, para justificar la acogida de Rut en la comunidad de Israel siendo moabita, afirman que la prohibición del Deuteronomio (Dt 23,4) afecta a los varones, pero no a las mujeres. En la acogida de Ajior, amonita, se supera esta limitación. Ajior es un pagano, amonita, un pueblo que ha causado muchos males a Israel en tiempos de Saúl (1S 4) y de Jeremías (Jr 41) y, sobre todo en la travesía por el desierto a su paso hacia la tierra de posesión, como recuerda el Deuteronomio: “El amonita y el moabita no serán admitidos en la asamblea de Yahveh; no serán admitidos en la asamblea de Yahveh ni en la décima generación, nunca jamás. Porque no vinieron a vuestro encuentro con el pan y el agua cuando ibais de camino a la salida de Egipto, y porque alquiló para maldecirte a Balaam” (Dt 23,4-5). Sin embargo Ajior, que confiesa la fe del pueblo de Dios ante Holofernes y sufre por ella, es admitido en la comunidad de Israel, participando de la salvación de Israel. El pueblo de Israel es elegido y salvado por su fe en Dios. La misma fe salva a Ajior y a cuantos en los siglos futuros vivirán de esa misma fe, por la que se entra en la alianza de Dios con su pueblo. En Ajior se cumple lo que dirá más tarde Juan Bautista: “Dios puede suscitar hijos de Abraham hasta de la piedras” (Lc 3,8). La salvación es fruto de la fe “en aquel que resucita de entre los muertos y da el ser a lo que no es” (Rm 4,17). Dios sólo desea que el hombre lo reconozca como Dios y salvador, esperando de él la vida y la salvación. La única arma con que cuenta el creyente es la que empuña la ciudad de Betulia: la oración. No es el hombre quien combate, sino Dios quien se interpone como escudo entre el creyente y su adversario. Dios lleva a su pueblo sobre sus alas, como el águila lleva sus polluelos (Ex 19,14), o los protege bajo sus alas como la gallina (Mt 23,37; Lc 13,34). El águila, siendo el ave que vuela más alto, sabe que el peligro para sus polluelos sólo les llega desde abajo, por ello les coloca encima de sus alas; la gallina, en cambio, siendo el ave que vuela más bajo, sabe que el peligro viene de arriba, por ello coloca a sus polluelos bajo sus alas. En un caso y en el otro, Dios se sitúa en medio, como escudo protector de sus fieles: “La columna de nube de delante se desplazó de allí y se colocó detrás, poniéndose entre el campamento de los egipcios y el campamento de los israelitas” (Ex 14,19-20).
7. EL SITIO DE LA CIUDAD DE BETULIA
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Una vez que han dejado a Ajior frente a Betulia, Holofernes decide la conquista de Israel. Inmediatamente organiza el asalto de la ciudad, que es la puerta del pequeño reino de Judá: “Al día siguiente ordenó Holofernes a todo su ejército y a todos los pueblos que iban como tropas auxiliares mover el campo contra Betulia, ocupar los accesos de la montaña y comenzar las hostilidades contra los israelitas. El mismo día levantaron el campo todos los hombres de su ejército; el número de sus guerreros era de 120.000 infantes y 12.000 jinetes, sin contar los encargados del bagaje y la gran cantidad de hombres que iban a pie con ellos. Acamparon en el valle que hay cerca de Betulia, junto a la fuente, y se desplegaron en profundidad desde Dotán hasta Belbáin, y en longitud desde Betulia hasta Kiamón, que está frente a Esdrelón” (7,1-3). El asedio de Betulia, con el inmenso despliegue de fuerzas, tomado a la letra tiene un tinte ridículo. Holofernes, el primer día, ordena a todo su ejército y a toda la multitud de aliados, que se le han agregado de los países sometidos, que se dirijan contra la ciudad de Betulia (7,1). Es la lucha del elefante contra la hormiga. Contemplando el movimiento de las tropas asirias desde lo alto de la muralla de Betulia se tiene la impresión de que la tierra se va a hundir bajo el peso de la muchedumbre de soldados. Con un desplazamiento regular los asirios ocupan las vías de acceso a la montaña, se extienden a lo ancho del valle de Esdrelón que está ante Betulia. Al ocupar todos los caminos de la región, Holofernes busca evitar cualquier sorpresa de parte de los habitantes de la ciudad e impedir toda ayuda de fuera. El número de guerreros (7,2) es tan fantástico que adquiere un significado apocalíptico. Es el símbolo elocuente de una potencia mundial, humanamente inabordable. Es un ejército semejante al de Gog y Magog (Ez 38-39). Un ejército semejante no lo había reunido ni siquiera Alejando el Macedonio. Pero en el libro de Judit, hay que repetirlo, el combate adquiere proporciones cósmicas. Es la lucha del Diablo contra Dios. Holofernes es el instrumento del poder humano divinizado, que combate contra Dios combatiendo a su pueblo, a la nación santa de su propiedad. “El gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero fue arrojado a la tierra y sus Angeles fueron arrojados con él” (Ap 12,9). Dios en sí mismo es inaccesible, se le escapa al Maligno, pero es vulnerable en su pueblo. “Despechado contra la Mujer, el gran Dragón se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Ap 12,17). Desde lo alto de la muralla los habitantes de Betulia contemplan el ejército de Holofernes y quedan consternados. Es un ejército inmenso, que cubre cerros y valles. A los habitantes de Betulia les parece que, bajo su peso, se van a hundir los montes. Al ver semejante despliegue de fuerzas, se dicen unos a otros: -Estos ahora van a arrasar toda la tierra. Ni los montes más altos ni los barrancos ni las colinas podrán soportar su peso (7,4). Los habitantes de Betulia sienten terror, pero no se rinden. Tomando cada uno sus armas suben a las torres de las murallas y encienden hogueras, como signo de que todos están en estado de alerta (7,5). Desde la colina en donde está edificada la ciudad, el ejército asirio, que ocupa el llano, parece una plaga de langostas (2,20; 7,4). Es la impresión que en otro tiempo había causado la comunidad de Israel a los moabitas (Nm 22,4). En realidad se trata de una guerra extraña. No habrá en ella acciones bélicas. No se trata de ejércitos humanos, se trata de una plaga, de las fuerzas del mal que despliegan su poder cósmico. Más que de una persecución bélica, lo que amenaza al pueblo de Dios es el acoso cultural. La presión helenista impulsada por Antioco IV, que se muestra irresistible, casi imposible de contrarrestar. Israel se encuentra en una situación de apuro extremo, desesperada. Y la novedad, con relación a otras situaciones de su historia, es que el pueblo no ha pecado, la desgracia no aparece como castigo de una infidelidad. El piadoso israelita recita 31
de verdad el salmo: “Todo esto nos llegó sin haberte olvidado, sin haber traicionado tu alianza. ¡No se habían vuelto atrás nuestros corazones ni se habían desviado de tu camino nuestros pasos!” (Sal 44,18-19). Pero Israel se encuentra enfrentado a un peligro creciente que se acerca y le cerca. La resistencia de Betulia aparece como algo único en medio de toda una serie de naciones que se han rendido. Los habitantes, como vigías, “encienden hogueras en las torres y permanecen en guardia toda la noche” (7,5). Con las fogatas encendidas vigilan para prevenir cualquier ataque por sorpresa, al mismo tiempo que advierten a otras localidades del peligro que corren (Cf Jr 6,1; 1M 12,28-29). El segundo día, Holofernes despliega toda su caballería y realiza otras operaciones militares para apretar más el cerco de la ciudad. Desea con ello impresionar a los habitantes de Betulia. Holofernes inspecciona los caminos de la ciudad, busca las fuentes que la abastecen de agua y, al encontrarlas, las ocupa colocando pelotones de soldados armados en torno a ellas. Luego vuelve al ejército. Es la estrategia de todo sitio de una ciudad, que está normalmente construida en alto, en la cercanía de un manantial. Cortar el abastecimiento de agua a una ciudad es infligir a sus habitantes una muerte lenta y cruel. La ansiedad ante la falta de agua crea la angustia y las reacciones más atroces e impensables. Sorprende que un ejército ingente como el de Holofernes recurra a esta estrategia, en vez de un asalto rápido. Holofernes, en vez de atacar a Israel, espera su rendición incondicional. Para ello se apodera de las fuentes de agua (7,6-7). El hambre y la sed le parecen las mejores armas para lograr el objetivo. Sin agua los israelitas no podrán resistir mucho tiempo. Ese es el consejo que le dan a Holofernes los idumeos, llamados príncipes de Esaú, los jefes de Moab y los capitanes de las ciudades filisteas de la costa mediterránea, todos ellos aliados de Holofernes contra el pequeño reino de Israel (7,8-15). Estos consejeros conocen bien la geografía de Betulia y esperan que con el sitio de la ciudad se rendirán sus habitantes acosados por el hambre y la sed, sin que el ejército atacante sufra una sola baja. Con voz persuasiva dicen a Holofernes: -Que nuestro señor escuche una palabra y no habrá ni un solo herido en tu ejército. Los israelitas no confían tanto en sus lanzas como en las alturas de los montes en que habitan, pues no es fácil escalar su cumbre. Por eso, señor, no pelees contra ellos en el orden de batalla acostumbrado, para que no caiga ni un solo hombre de los tuyos. Quédate en el campamento y conserva todos los hombres de tu ejército. Que tus siervos se apoderen de la fuente que brota en la falda de la montaña, porque de ella se abastecen todos los habitantes de Betulia. La sed los destruirá y tendrán que entregarte la ciudad. Nosotros y nuestro pueblo ocuparemos las alturas de los montes cercanos y acamparemos en ellas, vigilando para que no salga de la ciudad ni un solo hombre. Ellos, sus mujeres y sus hijos, serán consumidos por el hambre y, aun antes de que la espada les alcance, caerán tendidos por las plazas de su ciudad. Entonces les impondrás un duro castigo por haberse rebelado y no haber salido a tu encuentro en son de paz (7,8-15). El consejo de los jefes de los pueblos vecinos, enemigos tradicionales de Israel, de estrechar el cerco y esperar a que los habitantes de Betulia, acosados por el hambre y la sed, se entreguen, agrada a Holofernes y a sus generales (8,16). Holofernes ordena a un destacamento ingente de amonitas y de soldados asirios que se desplacen por el valle y ocupen los manantiales y depósitos de agua que abastecen de agua a los habitantes de Betulia. Mientras tanto el grueso del ejército asirio acampa en la llanura, cubriendo todo el suelo. Sus tiendas y bagajes forman un campamento de una extensión enorme, porque son una multitud inmensa (7,17-18). Al verse cercados por el enemigo, sin posibilidad de escapar, los israelitas se desaniman y gritan al Señor su Dios (7,19). La Vulgata introduce una plegaria a Dios: “Cuando los israelitas vieron aquella multitud, se postraron en tierra, se echaron ceniza en la 32
cabeza y pidieron unánimes al Dios de Israel que tuviese piedad de su pueblo”. Pero, por otra parte, el grito que elevan a Dios recuerda la rebelión del pueblo en el desierto, en Massá y Meribá (Ex 17,1ss). Acuciados por la sed, al agotárseles los aljibes, los israelitas sienten siempre la tentación de abandonar la fuente de aguas vivas, que mana y no se seca, que para ellos es el Señor mismo: “Doble mal ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jr 2,13; Is 8,6). “Treinta y cuatro días estuvieron cercados por todo el ejército asirio, infantes, carros y jinetes” (7,20). La descripción de la ciudad sitiada después de estos treinta y cuatro días es desoladora. “A los habitantes de Betulia se les acabaron las reservas de agua; las cisternas se agotaron; ni un solo día podían beber a satisfacción, porque se les daba el agua racionada. Los niños aparecían abatidos, las mujeres y los adolescentes desfallecían de sed y caían en las plazas y a las salidas de las puertas de la ciudad, faltos de fuerzas” (7,21-22). Esta página trae a la memoria la Lamentación sobre Jerusalén: “Se agotan las lágrimas de mis ojos, las entrañas me hierven, mi hígado se derrama por tierra por el desastre de la hija de mi pueblo, mientras desfallecen niños y lactantes en las plazas de la ciudad, que dicen a sus madres: ¿Dónde hay pan?, y caen desfallecidos, como víctimas, en las plazas de la ciudad, mientras exhalan el espíritu en el regazo de sus madres. ¿A quién te compararé? ¿A quién te asemejaré, hija de Jerusalén? ¿Quién te podrá salvar y consolar, virgen, hija de Sión? Grande como el mar es tu quebranto: ¿quién te podrá curar?... Sobre ti baten palmas todos los que pasan de camino; silban y menean la cabeza sobre la hija de Jerusalén. ¿Esa es la ciudad que llamaban la Hermosa, la alegría de toda la tierra? Abren su boca contra ti todos tus enemigos; silban y rechinan sus dientes, dicen: ¡Nos la hemos tragado! ¡Ah, éste es el Día que esperábamos! Ya lo alcanzamos, ya lo vemos!... ¡Clama, pues, al Señor, hija de Sión; deja correr a torrentes tus lágrimas, durante el día y la noche; no te concedas tregua, no cese la niña de tu ojo! ¡En pie, lanza un grito en la noche, cuando comienza la ronda; derrama como agua tu corazón ante el rostro del Señor, alza tus manos hacia él por la vida de tus pequeñuelos, que desfallecen de hambre por las esquinas de todas las calles! Mira, Yahveh, y considera: ¿a quién has tratado de esta suerte? ¿Tenían las mujeres que comer sus frutos, a sus niños de pecho? ¿Tenían que ser asesinados en el santuario del Señor sacerdote y profeta? Por tierra yacen en las calles niños y ancianos; mis vírgenes y mis jóvenes cayeron a cuchillo; ¡has matado en el día de tu cólera, has inmolado sin piedad!” (Lm 2,11-21) Después de treinta y cuatro días de asedio, Betulia está a punto de ceder a la presión de Holofernes. La ciudad sitiada vive una situación insostenible. El agua escasea y, finalmente, se acaba. Cortado el acceso a las fuentes, a los habitantes de Betulia, completamente cercados (6,16-18), sólo les queda el agua recogida en las cisternas durante el tiempo de lluvias. También esas aguas se agotan, sin que les quede esperanza alguna de rellenarlas en breve plazo, por hallarse en los meses de junio o julio (2,47; 4,5), en cuyo tiempo no llueve en Palestina. La ciudad está literalmente muriendo. La confianza en Dios flaquea y se empiezan a oír rumores de desesperación. Las gentes se amotinan, se rebelan contra los jefes, acusados de ser la causa del mal del pueblo. Algo semejante a lo que le tocó vivir a Moisés tantas veces en la travesía del desierto (Cf Ex 14,10-12; Nm 14,1-4). La situación llega al límite y el pueblo, comenzando por los jóvenes, mujeres y niños, se amotina, vociferando contra los jefes de la ciudad lo mismo que los israelitas habían gritado en el desierto contra Moisés y Aarón: “¡Mejor esclavos que muertos!” (Ex 16,3). Todos alzan la voz y gritan a los ancianos de la ciudad: 33
-Juzgue Dios entre nosotros y vosotros, pues habéis cometido una gran injusticia contra nosotros, por no haber negociado la paz con los asirios. Y ahora ya no hay nadie que nos salve. Dios nos ha vendido a los asirios, para sucumbir ante ellos de sed y destrucción total. Llamadlos ahora mismo y entregad la ciudad entera al saqueo de la gente de Holofernes y de todo su ejército. Mejor nos es convertirnos en botín suyo. Seremos sus esclavos, pero salvaremos la vida y no tendremos que ver con nuestros ojos cómo mueren nuestros niños y expiran nuestras mujeres y nuestros hijos (7,24-27). ( 7,24-27). El poder del Maligno penetra hasta dentro de las murallas de Betulia. El desánimo está penetrando en el corazón de los habitantes de Israel. Los israelitas han orado a Dios, han celebrado anticipadamente la victoria con un banquete. Pero ahora que sienten el hambre en sus entrañas, ahora que contemplan con sus propios ojos el despliegue del ejército enemigo, ahora con el enemigo ante ellos les flaquea hasta la fe en Dios. Comienzan a pensar que Dios les ha abandonado, peor aún, “les ha vendido a los asirios”. La vista del ejército enemigo siembra en ellos el más profundo abatimiento. Ante la inminencia de la derrota decae la esperanza. Y, sin la confianza en Dios, no les queda nada en que apoyarse. No pueden poner la confianza en sus fuerzas y salir a pelear contra el enemigo. Sólo ven como salida la muerte o entregarse como esclavos al enemigo opresor. Es la salida a todo el que pierde la fe en Dios. Ante el silencio de Dios, que deja pasar los días, sin responder a sus plegarias, el pueblo se siente ya derrotado, perdido, sin esperanza. Y, sin embargo, ese es el momento propicio para la fe. Cuando se pierden todos los apoyos, apoyos, el creyente entra en la noche de la fe con la certeza que tras la noche está el alba; entra en la muerte con la certeza de que Dios no deja al justo en la tumba, sino que le resucita. El creyente, como dice Pablo, sabe que Dios “no permitirá que su santo experimente la corrupción” (Hch 13,35; 2,27ss). Así lo ha proclamado con el el salmista en la oración oración de cada día día (Sal 16,10) La ciudad amotinada es incontrolable. Como añade la Vulgata “la asamblea rompió a llorar y a gritar y, durante muchas horas, suplicaron a Dios a una voz diciendo: Hemos pecado, hemos cometido delitos y maldades. Tú que eres compasivo, ten piedad de nosotros, o castiga con tu azote nuestros pecados; pero no entregues tus fieles a un pueblo que no te reconoce; no vayan a decir los pueblos, ¿dónde está su Dios?”. Entre gritos y súplicas amenazan a los ancianos, jefes de la ciudad: -Os conjuramos por el cielo y por la tierra, y por nuestro Dios, Señor de nuestros padres, que nos ha castigado por nuestros pecados, y por los pecados de nuestros padres, que cumpláis ahora mismo nuestros deseos (7,28). La estrategia del enemigo se muestra despiadadamente eficaz. La fe de los israelitas vacila, la plegaria ya no se dirige a Dios, sino a los jefes de la ciudad para suplicarles que se rindan para así salvar la vida. El Enemigo, “es decir, el Diablo, señor de la muerte, dice la carta a los Hebreos, con el temor de la muerte tiene a los hombres sometidos de por vida a esclavitud” (Hb 2,15). Es lo que dicen los habitantes de Betulia: “Seremos sus esclavos, pero salvaremos la vida y no tendremos que ver morir a nuestros hijos y mujeres”. Cristo, lo mismo que ahora Judit, toma la carne y la sangre del hombre para liberar a todos del temor a la muerte y del Diablo, su señor, y llevarles a poner su confianza en Dios. El sumo sacerdote Joaquín desde Jerusalén les había ordenado que resistieran y contuvieran el avance de Holofernes, pero ni siquiera les prometía ayuda alguna. El clamor del pueblo está a punto de llevar a los jefes a rendirse. Al final le dan a Dios un plazo de cinco días. Si en cinco días no interviene, se rendirán. Con esta salida de compromiso Ozías, como como Aa Aaró rónn cuan cuando do el pueb pueblo lo le recl reclam amaa un ídol ídolo, o, salv salvaa la situ situac ació iónn como como pued puede, e, diciéndoles: -Tened confianza, hermanos; resistamos aún cinco días, y en este tiempo el Señor 34
Dios nuestro volverá su compasión hacia nosotros, porque no nos ha de abandonar por siempre. Pero si pasan estos días sin recibir ayuda cumpliré vuestros deseos (7,30-31). Extraña esta propuesta de los jefes de la ciudad: están muertos de miedo ante Holofernes y, en su cobardía, se atreven a desafiar a Dios, dándole cinco días para intervenir o se entregan a sus adversarios. Ozías, “Yahveh es mi fuerza”, exhorta al pueblo a esperar en Dios, al mismo tiempo que pone a Dios a prueba, exigiendo un milagro. Con esta respuesta, que no es más que una dilación, Ozías disuelve la asamblea, yéndose “cada cual a su puesto. Los hombres fueron a las murallas y torres de la ciudad, y a las mujeres y niños los enviaron a casa. En la ciudad había un gran abatimiento” (7,32). Ahora, justo en la mitad exacta del libro, aparece Judit, la judía, la hija de Sión, la verdadera creyente en Dios. Con ella, la más débil criatura, una mujer viuda, Dios vencerá al más potente enemigo de su pueblo.
8. LA FE DE JUDIT
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Con el sitio angustioso de la ciudad de Betulia acaba la primera parte del libro de Judit. En sus siete primeros capítulos el mal ha desplegado toda su fuerza en un crescendo continuo. Primero el mal se abate sobre las naciones paganas y, al final, parece que va a devorar también al pueblo de Dios. La ciudad de Betulia está a punto de sucumbir, no por la sed y el hambre, sino por la desconfianza en el auxilio de Dios. El mal está, pues, preparado para cantar victoria. El pueblo de Betulia renuncia a la alianza con Dios. Prefiere la infidelidad antes que la muerte. Con tal de salvar la vida está dispuesto a traicionar a Dios y a su identidad; está dispuesto a renunciar a la libertad. El pueblo no sabe que la vida, la vida eterna, pasa por entrar en la muerte. Morir a nosotros mismos, renunciar hasta a nuestra imagen de Dios, sacrificar al Isaac de la promesa para recibirlo de nuevo como hijo de la fe en la resurrección... Esta es la verdadera fe de los hijos de Abraham: “Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura” (Hb 11,17-19). 11,17-19). La narración del sitio de Betulia es tan minuciosa que, con su lentitud, nos hace sentir la angustia de los asediados. Quien escucha la proclamación de esta palabra se contagia de la impaciencia de los habitantes que claman a Dios pidiendo su liberación. La mirada se posa alternativamente en Betulia, que vacila entre la esperanza y la duda, entre la resistencia y la rendición, y en el campamento de Holofernes, que no se explica cómo resiste Israel a su cerco. Hay tensión en ambos bandos. Y el lector participa de esa tensión. En nuestros oídos resuena lo mismo que en los de los israelitas “todo cuanto Holofernes había hecho con todas las naciones: cómo había saqueado sus templos y los había destruido y tuvieron gran miedo de él, temblando por la suerte de Jerusalén y por el templo del Señor su Dios, recién consagrado después de haberlo purificado” (4,1-3). Holofernes, que exalta con sus triunfos a Nabucodonosor, recuerda a los israelitas el discurso del copero mayor de Senaquerib, que se jactaba de que su señor había vencido a los dioses de todos los pueblos: “No escuchéis a Ezequías, porque os engaña diciendo: Yahveh nos librará. ¿Acaso los dioses de las naciones han librado cada uno a su tierra de la mano del rey de Asiria? ¿Dónde están los dioses de Jamat y de Arpad, dónde están los dioses de Sefarváyim, de Hená y de Ivvá? ¿Acaso han librado a Samaría de mi mano? ¿Quién, de entre todos todos los dioses ha librado librado a su país de mi pode poderr para que libre Yahveh Yahveh a Jerusalé Jerusalénn de mi mano?” (2R 18,32-35). La tensión, que el autor nos comunica, es la tensión que vive el pueblo de Dios en la época de Antíoco IV, en el siglo II antes de Cristo. Israel ha expiado sus culpas en el exilio y, con Esdras y Nehemías, junto con los profetas del postexilio, ha renovado su vida, volviendo a la fidelidad a Dios. Por fidelidad a la alianza sellada con Dios resiste a la invasión cultural de los griegos. Aunque todos se someten al Adversario , Israel se aferra a la Ley del Señor. Frente al “poder” de este mundo se alza la debilidad de Dios... Con Ajior hemos vuelto a Betulia, donde asistimos al corazón del drama, que gira en torno a Judit, que ahora, al comienzo de la segunda parte del libro, va a entrar en escena. O, mejor aún, ahora va a comenzar la acción salvadora de Dios, que se sirve de una mujer y, además, viuda, lo más débil que se pueda pensar. Con Judit Dios se va a introducir en el corazón del ejército más fuerte que se pueda concebir. La debilidad de Dios es más fuerte que toda potencia humana (1Co 1,25). Judit, “la judía”, es figura de Sión desolada (Lm 1,1; Jr 18,21; Ba 4,12-16); es símbolo del Israel pobre, pero fiel a Dios; es el resto fiel que confía en el Señor. Los cinco días de plazo, que Ozías ha dado a Dios, marcan el clímax del libro de 36
Judit, que entra en la historia en este momento crítico y decisivo, en el capítulo central del libro (el 8° de 16). Judit, personificación del pueblo creyente y piadoso, tipo de la verdadera hija de Israel, confía plenamente en Dios. Su fe en Dios es una fe pura, incondicional. Judit se fía totalmente de Dios, sea cual sea su actuación. Con intrepidez rechaza la propuesta de los ancianos. La resistencia de Israel se centra en una sola ciudad, Betulia. La resistencia de Betulia se apura hasta hacernos creer que va a quebrarse. Y, al final, la ciudad se reduce a una sola mujer. El autor, con su fuerza dramática, nos estrecha el ángulo de vista, para concentrar toda nuestra mirada en Judit. Desea conducirnos a identificarnos con ella y mantenernos fieles en el combate hasta en la situación límite de vernos solos en medio de una sociedad atea, que prescinde de Dios o le niega. El autor se complace en darnos el anagrama completo de Judit. La importancia, simbólica e histórica, de Judit se evidencia en la genealogía, cuya lista de nombres supera cualquier otra genealogía de mujer en toda la Biblia (8,1). Esta larga genealogía deja fuera de dudas que Judit pertenece al pueblo de la alianza. La genealogía sube por dieciséis peldaños hasta el patriarca Jacob, pues Judit desciende de la tribu “de Simeón, hijo de Israel”(9,2). Se nos presenta a Judit como descendiente de Simeón, que vengó la violación de su hermana Dina (Gn 34), como para decirnos que no se viola impunemente a Betulia, a la hija de Israel. Dina era una figura de Sión, la virgen de Israel. Betulah es la palabra hebrea que corresponde a virgen. La genealogía nos muestra la continuidad de la historia de la salvación. Judit es un eslabón de la historia de Israel, que comenzó con la elección de Abraham. Por los meandros de la historia, cuyos nombres enumera, el autor llega a la época de Judit. Es hija de Merarí, viuda de “Manasés, que ha muerto en los días de la siega de la cebada. Se hallaba en el campo con los atadores de los haces y cogió una insolación, que le postró en el lecho y murió en Betulia, su ciudad” (8,2-3). En tiempos de Eliseo también murió de insolación durante la siega el hijo de la viuda que le acogía en su casa y el profeta le resucitó (2R 4,18-20). Judit es, pues, una joven bella y atrayente. Aun joven se casa con Manasés, un hombre de su misma familia. Manasés es rico, propietario de tierras. Pero ahí está su desgracia. Un día, en el periodo de la siega de la cebada, va al campo con los segadores de su cosecha, se entretiene con los jornaleros, que están recogiendo las gavillas y atándolas en haces. El sol abrasa y, de improviso, Manasés cae al suelo sin un lamento. Le ha golpeado una insolación. Le llevan a casa, le meten en el lecho y ya no vuelve a levantarse. Manasés muere y le entierran en Betulia, junto a sus padres, en un sepulcro excavado en la roca, dentro sus campos, como se acostumbraba en la región entre los más ricos. No ha tenido tiempo de dar hijos a Judit, que aún joven queda viuda y sola, sin marido y sin hijos. Judit, en el momento de entrar en la historia, lleva cuarenta meses de viudedad (8,4). Ha cumplido plenamente el tiempo de luto por su marido, del que ha heredado su gran fortuna: oro, plata, siervos y siervas, ganados y campos. Joven y rica, Judit permanece fiel a su marido y no le pasa por la mente casarse con otro. Su vida recatada la protege de las miradas indiscretas. Es la viuda que más tarde describe san Pablo: “La que de verdad es viuda y ha quedado enteramente sola, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5). Judit vive, pues, una vida retirada, vestida con hábitos penitenciales, dedicada al ayuno y la oración. Sin embargo interrumpe su vida ascética para celebrar las fiestas en la alegría, como recomienda la Palabra del Señor (Ne 8,912; Nm 10,10; Os 2,11; 1M 1,41). Judit, dedicada a la oración, no ha asistido a la asamblea de los habitantes de Betulia, en la que Ozías ha dado a Dios el plazo de cinco días. Le llega la noticia a casa, o mejor dicho, al aposento que “se ha hecho construir sobre el terrado de la casa” (8,5), para vivir más 37
retirada y con mayor austeridad, esperando la llamada de Dios. Allí vive ceñida de sayal, vestida de viuda; ayuna durante toda su viudez, “a excepción de los sábados y las vigilias de los sábados, los novilunios y sus vigilias, las solemnidades y los días de regocijo de la casa de Israel” (8,6). Aunque es joven, rica y “muy bella y atractiva” (8,7), lleva una vida tan recogida y piadosa que “nadie podía decir de ella una palabra maliciosa, porque tenía un gran temor de Dios” (8,8). Viviendo sola, con su sierva (16,26), entregada a la oración en la habitación alta (Jc 3,23-25; 2S 19,1; 2R 4,10), es la intercesora perfecta ante Dios. En el momento en que comienza su acción en favor de la ciudad, Judit no sale de casa en busca de los ancianos, sino que envía a su criada como emisaria suya. Bajo la invitación de la criada los ancianos van a casa de Judit, a cuyos oídos han llegado las desatinadas palabras del pueblo y las aún más desacertadas de Ozías. Cuando tiene a los ancianos ante ella se enfrenta a ellos con la autoridad que le da la fe en Yahveh, de la que ellos en ese momento carecen. Judit les reprocha su idea falsa de Dios, les increpa por su falta de fe (8,910). Con rasgos proféticos se les encara abiertamente, como se había enfrentado Débora a Barac (Jc 4,6ss): -¿Quiénes sois vosotros para permitiros hoy poner a Dios a prueba y suplantar a Dios entre los hombres? ¡Así tentáis al Señor Omnipotente, vosotros que nunca llegaréis a comprender nada! (8,12-13). El discurso de Judit a los ancianos está en la linea del de Ajior (8,11-27). Hay dos caminos ante ellos: mantenerse fieles a Dios y entonces se puede esperar la salvación o abandonar al Señor y dejarse vencer por el enemigo (Cf Dt 28). La resistencia al enemigo, esperando el momento en que Dios desee actuar, sin ponerle plazos para ello, es dolorosa, pero entregarse en manos del enemigo es mucho peor. Si se mantienen fieles a Dios, Dios sin duda alguna les salvará. Él es fiel a la alianza sellada con su pueblo. Tan segura está Judit de la fidelidad de Dios que se atreverá a decir a Holofernes, cuando esté en su presencia: “Nunca nuestro pueblo es castigado, ni la espada prevalece contra ellos si no han pecado contra Dios” (11,10). El memorial de las pruebas sufridas por los padres es una garantía de esta fidelidad de Dios. Una nube de espectadores, que superaron la prueba, nos contempla. La carta a los Hebreos enumera esa nube de testigos (Hb 12). El salmista, en cambio, enumera las veces que el pueblo de Israel puso a prueba a Dios en su marcha por el desierto (Sal 78,18ss. 4156). Judit, inspirada por el Señor, en su enfrentamiento con los ancianos, nos deja una sentencia, que se puede grabar con letras de oro en la casa de sacerdotes y doctores: -Si no sois capaces de sondear el fondo del corazón humano, ¿cómo vais a escrutar a Dios, a conocer sus pensamientos y a comprender sus designios? (8,14). Judit, conocedora de la Escritura, se inspira en tantos textos (Cf Pr 25,3; 30,3; Sal 139,17-18; Is 40,13-14; 55,8-9). Tiene razón al criticar a los jefes del pueblo que dan a Dios un plazo de cinco días para que les salve o si no se rendirán. ¿Quiénes son ellos para poner límites o plazos a Dios? Y, sin embargo, se comprende que traten de acelerar la liberación hasta presionando a Dios para que actúe con prontitud. La plegaria insistente y angustiosa se hace inoportuna, tratando de perforar los cielos para alcanzar los oídos de Dios. De todos modos el designio de Dios es siempre misterioso. Sus planes superan la mente del hombre como el cielo supera la tierra (Cf Is 55,9). Sólo Dios conoce su plan y sólo Él puede revelarlo y llevarlo a cabo. El hombre no puede forzarlo y tratar de anticiparlo. La fe y la plegaria no tratan de cambiar la mente de Dios, sino que llevan al hombre a aceptar sus designios, que siempre son designios de salvación. Dios es Dios y puede salvar a su pueblo, por la vía que Él ha decretado. Él hiere y cura la herida según su beneplácito. Judit ofrece a todos el medelo pleno de la fe gratuita, frente a toda pretensión interesada, que trata siempre de manipular a Dios: 38
-No, hermanos, no provoquéis la cólera del Señor, Dios nuestro. Si no quiere socorrernos en el plazo de cinco días, tiene poder para protegernos en cualquier otro momento, como lo tiene para aniquilarnos en presencia de nuestros enemigos. Pero vosotros no exijáis garantías a los designios del Señor nuestro Dios, porque Dios no se somete a las amenazas, como un hombre, ni se le marca como a un hijo de hombre, una línea de conducta (8,15-16). Esta actitud de humildad frente a Dios no cierra la boca al hombre, sino que le da confianza para elevar su plegaria con confianza. No se puede obligar a Dios a actuar según nuestros deseos, pero sí se puede esperar que Él intervenga y salve a su pueblo. Por ello se puede elevar a Él las manos e implorar su salvación: -Pidámosle más bien que nos socorra, mientras esperamos confiadamente que nos salve. Y Él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo (8,17). Esta es la actitud de Judit en las súplicas sinceras y confiadas que dirige a Dios en diversos momentos de su actuación. Ella tiene presente y recuerda a los ancianos y a los habitantes de Betulia la historia de Abraham, Isaac y Jacob. La memoria de los patriarcas debe llevarles a renovar la confianza en Dios. Dios los pasó por el crisol, no para castigarlos, sino para ver lo que había en su corazón. Pues “así como a ellos los puso en el crisol para sondear sus corazones, así el Señor nos hiere a nosotros, los que nos acercamos a Él, no para castigarnos, sino para amonestarnos” (8,26-27). Dios azota a sus amigos para purificarlos y santificarlos. Judit, anticipándose a san Pablo (Rm 5,3-5) y a la carta a los Hebreos (Hb 12,511), llega incluso a recomendar a los ancianos que “den gracias al Señor, nuestro Dios, que nos prueba igual que a nuestros padres” (8,25). Israel es el campo de Dios, que ha de ser arado y rastrillado por el sufrimiento antes de dar una cosecha de gloria. La piedad ha colmado a Judit de sabiduría. Las tribulaciones, para aquellos a quienes Dios ama, no son un castigo, sino un signo de su bondad. Quien vive de la fe, da gracias a Dios por las pruebas que le envía. En el Apocalipsis de San Juan, Dios dice a los cristianos que sufren persecución por su fe: “Yo a los que amo, los reprendo y corrijo” (Ap 3,19). Judit, para sostener la fe de los israelitas, les dice que la situación presente que están viviendo forma parte del plan de Dios como signo de su amor al pueblo de su elección. Con esta persecución se les ofrece la ocasión de unirse y asemejarse a las padres, que fueron probados con el fuego. Judit sabe muy bien que los caminos de Dios no son los caminos de los hombres. Él es libre y el hombre tiene que dejarle ser Dios, sin ponerle a prueba ni pretender manipularle con amenazas o ritos vanos (8,12; Dt 6,16; Mt 4,7). Lo único que podemos hacer es elevar a Él nuestras plegarias y esperar en su bondad. No es la indiferencia o apatía lo que mueve a Judit, que “ve lo abatido que está el pueblo por la escasez de agua” (8,9). Pero ella sabe que la rendición de Betulia implica la suerte de todo Israel: “toda Judea sería destruida, el templo profanado y saqueado”. Si ellos se rinden, la muerte amenaza a todos sus hermanos, será desolada la heredad de sus padres, volverán a experimentar de nuevo la dispersión en medio de las naciones. Y, sobre todo, les repite Judit, acumulando motivos para dar ánimos a los ancianos y, mediante ellos, al pueblo: -De nosotros depende no sólo nuestra vida, sino que el santuario, el templo y el altar se apoyan sobre nosotros (8,21-27). Con el discurso de Judit el autor del libro predica a sus contemporáneos y a nosotros que escuchamos la proclamación del libro. El hombre, nos dice, no puede tentar o poner a prueba a Dios. Es Dios quien pone a prueba a sus elegidos. La prueba confiere al hombre una gran dignidad, pues le asemeja a los patriarcas; no es castigo de un pecado, sino expresión de amor por parte de Dios. Judit trata de hacer renacer la esperanza en los jefes y en el pueblo. Y, mediante ellos, en todos los que se ven atribulados a lo largo de los siglos. 39
Los ancianos escuchan a Judit y le dan la razón. Ozías responde a su discurso: -En todo cuanto has dicho, has hablado con recto juicio y nadie podrá oponerse a tus razones, ya que no has empezado hoy a dar muestras de tu sabiduría, sino que de antiguo conoce todo el pueblo tu inteligencia y la bondad de los pensamientos que forma tu corazón (8,28-29). Le dan la razón, pero les falta la fe en Dios, a quien en el fondo culpan del estado en que se encuentran. Ozías, en nombre de todos, después de elogiar la clara inteligencia y el gran corazón de Judit, trata de justificar su actuación. Le da a entender que no pueden cambiar la decisión tomada, obligados por el pueblo, que muere de hambre y sed. El juramento, con el que se han obligado ante el pueblo a entregar la ciudad al enemigo, si Dios no interviene, se cumplirá inexorablemente: -El pueblo padecía gran sed y nos obligaron a pronunciar aquellas palabras, y a comprometernos con un juramento que no podemos violar (8,30). Sólo un milagro puede evitarlo. Ozías, no se sabe si con fe o burlándose de Judit, le dice que “ya que tú eres una mujer piadosa, ruega al Señor por nosotros, y Él mandará la lluvia que llene nuestras cisternas para que no perezcamos” (8,31). Quizás Ozías reconoce en Judit un poder semejante al de Elías para atraer la lluvia (Cf St 5,17-18). Pero hay algo llamativo en la intervención de Ozías. Jura por Dios y se siente obligado a mantener ese juramento y, sin embargo, no cree en Dios. Elogia la piedad de Judit, por quien siente veneración, pero en el fondo se burla de su fe o “credulidad” según él. Si Dios es fiel a su alianza con su pueblo, ¿por qué nos pone en esta situación desesperada? Pedir que Dios llene las cisternas en junio o julio es tentar a Dios, exigirle un milagro, ponerse por encima de Él. La época de las lluvias en Palestina se extiende desde octubre hasta mayo. Sólo por un milagro (1S 12,17) se da una lluvia torrencial durante los meses de junio y julio (Jos 10,11). Para Ozías, Judit en teoría tiene razón, pero en la práctica no se ve que Dios se muestre propicio a Israel. Y si quiere salvar a Israel, ¡que lo haga dentro de los cinco días que le han dado de plazo! El hombre sometido al espíritu de temor es pusilánime hasta en la plegaria. Ozías propone a Judit que ruegue a Dios “para que mande la lluvia y llene sus cisternas” (8,31). Las cisternas llenas de agua no sirven más que para prolongar unos días la agonía y la angustia. El espíritu filial de Judit es magnánimo. La lluvia, que llena unas cisternas, no le basta. Ella desea, y así lo pide a Dios, que derrote al enemigo y conceda la salvación a su pueblo. No desea que el Señor ayude al pueblo a resistir al enemigo, sino a vencerle. Con la certeza de la fe proclama: -Escuchadme. Voy a realizar una hazaña que se transmitirá de generación en generación entre los hijos de nuestro pueblo (8,32). Judit mostrará a todos que “lo que en Dios parece debilidad es más fuerte que los hombres” (1Co 1,25). Cuanto más débil sea el instrumento más visible será la intervención de Dios en favor de Betulia. “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Co 12,9), le dice Cristo a Pablo. Por mano de una mujer indefensa, como es ella, Dios librará a Israel del hombre que se ha atrevido a jurar como si fuera Dios: “lo he dicho y lo cumpliré con mis manos” (2,12). Las palabras de Judit se parecen a las que pronuncian los profetas en nombre de Dios (Cf 1S 3,11; 2R 21,12; Jr 9,10). Y la hazaña se contará como la de la salida de Egipto y otras grandes actuaciones de Dios en favor de su pueblo (Sal 44,22; 48,11; 145,4). La visitación de Dios es salvadora (Lc 1,68; Sal 106,4). Del mismo modo que la mano de Dios estuvo con Moisés, así se mostrará ahora con Judit. Y lo mismo que se recuerda la actuación de Moisés así “se contará” la obra salvadora de Judit “de generación en generación” (8,32). María, elegida por Dios para derrotar al Maligno, también proclama: “Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha 40
hecho grandes cosas en mí” (Lc 1,48-49). Dios vence la fuerza con la belleza. La belleza de Dios refulge en el rostro de Judit o de María, la llena de gracia. Judit concluye su encuentro con los ancianos ofreciendo su plan para salvar a la ciudad, aunque sin revelar los detalles de ese plan que tiene en mente. Con un aire de orgullo y picardía dice a los presentes: -Estad esta noche a la puerta de la ciudad. Yo saldré con mi sierva y antes del plazo que os habéis fijado para entregar la ciudad a nuestros enemigos, visitará el Señor a Israel por mi mano (8,33). Ocho veces se repite en estos capítulos “por mi mano”. A la luz de la Escritura descubrimos el significado profundo de esta expresión. En el Éxodo, Dios se sirve de la mano de Moisés como de un instrumento para salvar a su pueblo (Ex 9,22-23; 10,12-13; 14,16). Ahora Dios se sirve de la mano de una mujer para repetir el acontecimiento glorioso de la liberación de su pueblo. El plan de Judit es el plan de Dios, que debe permanecer oculto, para garantizar la absoluta gratuidad de la acción salvadora de Dios. Judit les dice a los ancianos: -No intentéis averiguar lo que quiero hacer, pues no lo diré hasta haberlo cumplido (8,34). Sin saber en qué consiste la estrategia de Judit, Ozías y los ancianos la aceptan. En la angustia ellos no tiene nada mejor que ofrecer. Judit se presentará, pues, sola ante el peligro. El secreto protege sus planes, pero aumenta su soledad. Sólo su criada la acompaña en todo momento. Pero en realidad Judit no está sola, pues aunque los ancianos quizás no crean a sus palabras, su saludo se cumple: -Vete en paz y que el Señor Dios te preceda (8,35).
9. LA PLEGARIA DE JUDIT
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Judit, después de despedir a los ancianos, retorna a la tienda de la terraza de su casa y se prepara para su intervención, postrándose rostro en tierra para elevar su súplica a Dios (9,1). La humildad da acceso a Dios, que cierra su oído a los orgullosos y escucha a los de corazón quebrantado. La postración del cuerpo es símbolo del espíritu, que se inclina suplicante ante Dios. “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (1P 5,5; St 4,6), confiesan Pedro y Santiago. María lo proclama igualmente en el canto del Magnificat: “Dios se fija en la humillación de su sierva” (Lc 1,48). Es el momento solemne en que se ofrece en Jerusalén el incienso de la tarde (Ex 30,7; 34,3; Sal 141,2). Es la hora en que se encienden las lámparas del santuario (Ex 30,8). En esa “hora” de la oración, vestida de saco y ceniza, símbolos de penitencia, Judit eleva a Dios su plegaria. El autor del libro de Judit tiene su pensamiento fijo en el templo de Jerusalén (4,23.6-8.11-15; 5,19; 8,21-25; 9,8.13). Betulia, según el significado de su nombre, es la “Casa da Dios”, lo mismo que el templo de Jerusalén. Con arte singular el autor, que presenta al ejército enemigo dominando el mundo entero, concentra ahora toda su atención en Jerusalén o en Betulia, donde se van a enfrentar los dos protagonistas: el potente Holofernes y Judit, la inerme viuda hebrea. Esta lucha tiene dos momentos y dos lugares. El triunfo comienza en la humilde tienda de la terraza de la casa de Judit y se concluirá en la tienda suntuosa de Holofernes. Y, finalmente, en un tercer momento, el canto de la victoria llegará hasta el templo de Jerusalén. Es importante esta coincidencia de la plegaria de Judit con la hora de la plegaria de la tarde en el templo. El combate al que vamos a asistir es el combate entre Dios, que ha puesto su morada en el templo de Jerusalén, y el Adversario, encarnado en Nabucodonosor, que pretende constituirse dios d toda la tierra. Para Judit, como para Ajior, Dios es el árbitro del destino de Israel. Judit cree en lo que proclama el salmo: “Unos confían en los carros, otros en los caballos, nosotros en el nombre del Señor, Dios nuestro” (Sal 20,8). En su plegaria Judit hace memoria de los acontecimientos en los que Dios ha auxiliado a su pueblo en su debilidad. Judit pone ante Dios la soberbia de los enemigos y la fragilidad de Israel. Y, al mismo tiempo, exalta la potencia de Dios, su dominio sobre todos los seres de la creación y el ultraje de su honor por parte de los adversarios de su pueblo. Judit eleva su súplica al defensor de los débiles para que la acompañe en su enfrentamiento con el poderoso enemigo: -Señor, Dios de mi padre Simeón, a quien pusiste una espada en la mano para vengarse de los extranjeros que habían soltado el ceñidor de una virgen para desflorarla, que desnudaron sus caderas para violentarla y profanaron su seno para deshonrarla. Aunque Tú habías dicho: ¡Eso no se hace!, ellos lo hicieron. Por eso entregaste sus jefes a la muerte y su lecho, envilecido por su engaño, lo dejaste con engaño ensangrentado. Castigaste a los esclavos con los príncipes, a los príncipes con los siervos. Entregaste al saqueo a sus mujeres, sus hijas al destierro, todos sus despojos se los repartieron tus hijos amados, que, encendidos de tu celo y horrorizados por la mancha inferida a su sangre, te llamaron en su ayuda. ¡Oh Dios, mi Dios, escucha a esta viuda! Tú que hiciste las cosas pasadas, las de ahora y las venideras, que has pensado el presente y el futuro; y sólo sucede lo que tú dispones (9,2-5). El Israel creyente nunca desaparecerá, porque su Dios es el Dios del Éxodo, el Dios que venció la resistencia del Faraón. Israel no puede ser destruido porque Dios ha hecho de él su propiedad personal, le ha separado de los otros pueblos y ha sellado una alianza con él. Israel es pueblo de Dios y Dios es su defensor. En la mano débil de una mujer viuda está la potencia de la mano salvadora de Dios. Dios es el verdadero protagonista de la historia, que aparentemente ejecutan los hombres. Por ello Dios, que hace cosas nuevas, “las anuncia antes que se produzcan” (Cf Is 42,9; 46,9). Judit, descendiente de la tribu de Simeón, evoca de modo singular la acción de su antepasado cuando vengó el honor ultrajado de su hermana Dina (Gn 34,1-29). Simeón actuó 42
como instrumento de Dios para vengar a una virgen de Israel por el ultraje que le había inferido un extranjero. Este acontecimiento se va a repetir, con sus similitudes y sus variantes, en este momento. Dina y Judit, aunque por motivos diversos, se exponen a perder su honor. Dina actuó con ligereza “al salir sola para ver a los hijos de aquella tierra” (Gn 34,1); Judit sale fuera de la ciudad y se mete en el peligro movida por Dios y sostenida por la plegaria y la penitencia. Los hermanos de Dina, Leví y Simeón, se enfurecen por el ultraje que sufre su hermana y, espada en mano, penetran en la ciudad y matan a todos los varones. Los otros hermanos, hijos de Jacob, se arrojan sobre los muertos y saquean la ciudad, “por haber sido deshonrada su hermana” (Gn 34,27). Si bien es cierto que Jacob recrimina la violencia y crueldad de sus hijos (Gn 34,30; 49,5-7), Judit en cambio la alaba, pues para ella la violación de Dina era un atentado contra la nación judía, contra la hija de Israel, la doncella de Sión. El malvado Siquem del Génesis es el prototipo de Holofernes. Y la joven y bella viuda se imagina que ha recibido la fuerza y vigor de su antepasado Simeón para vengar la audacia y crueldad del que ahora pretende violar a Betulia, la virgen Israel. (Hay que recordar que Betulia en hebreo significa “virgen”). Lo que hizo Siquem, dice la Escritura, “era una cosa que no se debía hacer” (Gn 34,7; 2S 13,12). Por ello en el mismo lecho en que Siquem consumó el engaño y seducción de Dina, se perpetró también la muerte del seductor. Judit igualmente se vengará del impío Holofernes, dándole muerte en el mismo lecho donde pretende abusar de ella. Por ello de la hazaña de Judit “se hablará de generación en generación entre los hijos de nuestro pueblo” (8,32) y nadie reprobará su acción. Como en el caso de Siquem, también ahora saldrán los habitantes de Betulia y saquearán el campamento de Holofernes, entonando cantos de alabanza a la que será llamada “orgullo de Jerusalén y gloria de Israel” (15,9). Judit implora, pues, a Dios para que quebrante con su poder la fuerza del invasor, que “ha resuelto violar tu santuario, profanar el tabernáculo en que reposa tu glorioso nombre y derribar con el hierro los cuernos de tu altar” (9,8). Tres cosas pide a Dios Judit en su plegaria. En primer lugar implora que escuche su oración, pues es la súplica de una viuda (9,9) y Dios no puede cerrar sus oídos a la voz suplicante de una viuda (Sal 68,5; Si 35,14; Dt 10,18; 14,29; 16,11; 24; 17-21; 26,12-13...). En segundo lugar pide a Dios que quebrante el poder del enemigo, que se engríe de sus caballos y pone su confianza en sus lanzas, arcos y hondas (9,7-8). Y, finalmente, implora a Dios para que sostenga su mano y ponga en sus labios palabras seductoras para destruir el poder asirio. Curiosamente los designios de Dios, personificados, se presentan ante Él para decirle, una vez cumplidos: “Aquí estamos” (9,6), pues Dios ha preparado sus caminos de antemano y todo se realiza según sus designios. Y los planes de Dios se articulan según una antítesis conocida en la Escritura. Dios está de parte del humilde frente a los arrogantes (Sal 76; 147,10-11). Por ello Judit muestra a Dios la arrogancia de Holofernes, que pone su confianza en su poder y se atreve a arremeter contra el templo de Dios: -Mira, pues, a los asirios que juntan muchas fuerzas, orgullosos de sus caballos y jinetes, engreídos por la fuerza de sus infantes, fiados en sus escudos y en sus lanzas, en sus arcos y en sus hondas, y no reconocen que tú eres el Señor, quebrantador de guerras (9,7). Dios quebrantador de guerras es un título que le ha dado también el salmista (Sal 46,10). Es vana la pretensión de Nabucodonosor al alzarse contra Dios, pretendiendo ocupar su lugar. No es él el señor de la historia, sino Yahveh que conduce los acontecimientos según su querer (9,5), siguiendo métodos desconcertantes para el poder humano. Israel, con toda su debilidad, está ligado a Dios por vínculos particulares, que lo hacen heredad de Dios (4,12; 8,22), su hijo predilecto (9,4), el pueblo de la alianza (9,13). Son estos títulos los que garantizan la victoria de Israel sobre sus enemigos. Judit, al hacer el memorial de los 43
acontecimientos salvíficos de Dios para con su pueblo, busca despertar la fe, mantener viva la esperanza de su pueblo. En su plegara brilla su fe profunda al confesar a Dios como Señor de la historia. Dios dispone de antemano los hechos y éstos realmente acontecen como Dios los ha decretado. Israel es testigo de algo que a los ojos de los gentiles resulta desconcertante: -Tú, oh Dios, hiciste las cosas pasadas, las de ahora y las venideras, Tú has pensado el presente y el futuro. Sólo sucede lo que tú dispones. Tus designios se presentan y te dicen: ¡Aquí estamos! Pues todos tus caminos están preparados y tus juicios de antemano previstos (9,5-6). Es interesante la personificación de los acontecimientos humanos, que se presentan ante Dios, para testimoniar que se han cumplido según sus designios. Dios conoce, ve de antemano, ordena y realiza cuanto acontece en la historia. Es la antítesis de Nabucodonosor, que prepara secretamente sus planes con su reducido consejo de guerra y luego sus planes son desbaratados por los hechos imprevistos que se le presentan. Judit, expresión del fiel israelita, apoyándose en la historia, puede decirle a Dios: -Tu Nombre es ¡Señor! ¡Quebranta su poder con tu fuerza! ¡Abate su poderío con tu cólera!, pues planean profanar tu santuario, manchar la Tienda en que reposa la Gloria de tu Nombre, y derribar con fuerza tu altar. Mira su altivez, y suelta tu ira sobre sus cabezas; da a mi mano de viuda fuerza para lo que he proyectado (9,8-9). La súplica de Judit adquiere un carácter apocalíptico. No se trata de vencer a un enemigo particular, el imperio asirio, que reina de momento, sino de triunfar definitivamente sobre los enemigos de Dios. Judit busca la gloria del nombre de Dios, desea salvar el santuario divino y su altar santo. Dios no puede cerrar sus oídos cuando está en juego su santo Nombre. Ni puede cerrar el oído cuando es una viuda quien clama a Él. Dios no puede quedarse impasible ante el orgullo y altivez de los opresores de su pueblo (Ez 25,6-7.15; 28,6-10; 30,6; 31,10; Ab 2,4-5). Dios puede poner en los labios de una viuda una palabra seductora y en su mano una fuerza que destruya al potente enemigo (9,10), como hizo Yael con Sísara (Jc 4,17-22). Mientras el pueblo de Betulia duda de Dios, creyendo que ha perdido el dominio de los acontecimientos, Judit lo confiesa con fuerza. Es la fe de los profetas, que ven con ojos iluminados la presencia de Dios debajo de los hechos incomprensibles de la historia humana. Isaías, como Judit, pone en boca de Dios la misma proclamación: “¿Quién como yo? Que se levante y hable. Que lo anuncie y argumente contra mí; desde que fundé un pueblo eterno, cuanto sucede, que lo diga, y las cosas del futuro, que las revele” (Is 44,7). “Yo anuncio desde el principio lo que viene después y desde el comienzo lo que aún no ha sucedido. Yo digo: Mis planes se realizarán y todos mis deseos llevaré a cabo. Yo llamo del Oriente un ave rapaz de un país lejano al hombre en quien pensé. Tal como lo he dicho, así se cumplirá; como lo he planeado, así lo haré. Escuchadme vosotros, los que habéis perdido el corazón, los que estáis alejados de lo justo. Yo hago acercarse mi victoria, no está lejos, mi salvación no tardará. Pondré salvación en Sión, mi prez será para Israel” (Is 46,10-13). Inspirada en la Escritura (Sal 9,10; 10,14; 35,10; 68,6; 113,7), Judit exalta a Dios como el protector de los humildes, el amparo de los pequeños, el refugio de los desamparados y el salvador de los que, fuera de Él, no tienen otra esperanza: -Abate su soberbia por mano de mujer. No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que Tú eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados. ¡Sí, sí! Dios de mi padre y Dios de la herencia de Israel, Señor de los cielos y la tierra, Creador de las aguas, Rey de toda tu creación, ¡escucha mi plegaria! Dame una palabra seductora para herir y matar a los que traman duras decisiones contra tus fieles, contra tu santa Casa, y contra el monte Sión y la casa propiedad de tus hijos. Haz conocer a toda nación y a toda tribu que tú eres Yahveh, 44
Dios de todo poder y de toda fuerza, y que no hay otro protector fuera de ti para la estirpe de Israel (9,10-14). Judit, el Israel fiel a Dios, busca salvar la alianza con Dios, el Templo, centro del culto a Yahveh, el monte Sión, capital del pueblo elegido. Si Holofernes desea entronizar a Nabucodonosor como dios universal, Judit proclama al Dios de Israel como el único Dios. Judit, en su plegaria, responde al interrogante de Holofernes: “¿en qué estriba su poder y su fuerza, qué rey está al frente de este pueblo?” (5,3). El Dios de Israel es el Creador del universo, que dirige la historia de todos los pueblos, protegiendo a los humildes, que ponen su confianza en Él. Por ello, la salvación de Israel manifestará a todos los pueblos que su Dios es el único Dios (Ez 20,22; 28,25-26). Judit, que pide una palabra seductora para vencer a Holofernes, se sirve de sus labios también para seducir a Dios y alcanzar su protección. Judit pide a Dios “una palabra seductora” (9,13) como única espada que desea blandir contra Holofernes, que amenaza con destruir cuanto Israel considera santo y venerable: la alianza, el templo, Jerusalén, lugar donde se reúnen lo hijos de Dios (Dt 32,5.19; Is 1,2; Sb 9,7; 12,19-21). Es la palabra la fuerza que Dios comunica a su pueblo para herir al enemigo y salir victorioso de todo combate y tentación. Dios, que en todo el libro de Judit no habla, actúa mediante la palabra y belleza de su humilde sierva. La plegaria de Judit es sostenida con la penitencia pública que se hace en Jerusalén y con la ofrenda vespertina realizada en la misma Betulia. Resuena el eco de la oración de Salomón en la consagración del Templo: “Si tu pueblo va a la guerra contra su enemigo por el camino por el que tú le envíes, y suplican a Yahveh vueltos hacia la ciudad que has elegido y hacia la Casa que yo he construido para tu Nombre, escucha tú desde los cielos su oración y su plegaria y hazles justicia” (1R 8,44-45). Lo que defiende Judit, al defender a Israel, es la gloria de Dios. Desea tapar la boca a la arrogancia de quien pretende el honor divino siendo simplemente un hombre: -Haz conocer a toda nación y a toda tribu que tú eres Yahveh, Dios de todo poder y toda fuerza, y que no hay otro protector fuera de ti para la estirpe de Israel (9,14).
10. JUDIT MARCHA AL ENCUENTRO DEL ENEMIGO
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Todos los momentos decisivos de la actuación de Judit van precedidos de la oración. Ahora que, con la plegaria, ha puesto su confianza en Dios, Judit se siente en condiciones de moverse hacia el enemigo. Por ello, dice el texto bíblico: “Una vez que cesó de clamar a Dios, se levantó de su postración y, llamando a su sierva, bajó a la casa en que solía morar los sábados y las festividades” (10,1-2). Judit deja el aposento de arriba, la habitación del luto y la penitencia, y desciende a la casa donde había habitado con su esposo y donde ahora celebra las fiestas de su nuevo Esposo, el Señor, su Dios. Confortado su espíritu por la oración, Judit se dedica a adornar su cuerpo para seducir a Holofernes y prenderle en las redes de sus encantos femeninos. Se despoja de todas las prendas de penitencia o que recuerden su viudez, baña su cuerpo y se unge con mirra, como la esposa del Cantar de los cantares (Ct 5,5) o Ester (2,12). Se arregla su cabellera (Ct 4,1), que recoge con la diadema o turbante (16,10; Is 3,20) y se viste el traje de fiesta que llevaba en vida de su marido. Según se dice más adelante este vestido consistía en “una túnica de lino” (16,10). Se calza con “sus sandalias, que arrebatarán los ojos de los asirios” (16,11). Para no perder ningún detalle merece la pena transcribir el texto que nos describe con minuciosidad esta escena de tocador: “Se quitó el sayal que vestía, se despojó de sus vestidos de viudez, bañó en agua su cuerpo, se ungió con perfumes intensos, compuso su cabellera poniéndose una diadema, y vistió el traje de fiesta con que se adornaba cuando era feliz, en vida de su marido Manasés. Se calzó las sandalias, se puso los collares, brazaletes y anillos, sus pendientes y todas sus joyas, y realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen” (10,3-4). Así, revestida con el fulgor de su belleza, se encamina hacia Holofernes, el adversario de Israel. Judit va pertrechada con las armas de la prudencia, la oración, el ayuno y la fidelidad a Dios, además de la audacia y la belleza. El encanto de su belleza embelesadora (10,4) es el ardid con que busca enredar a Holofernes. La belleza interior, fruto de su plegaria, que la adorna de la gracia de Dios, se trasluce al exterior en la belleza exterior de su rostro. Con la misma intensidad con que ha recurrido a Dios, se ha adornado “para poder seducir a los hombres que la vean”. La belleza de Judit se va a enfrentar con la fuerza de Holofernes y la belleza vencerá a la fuerza. Como el luto de Judit era símbolo de la opresión de Israel, así ahora sus galas de fiesta anticipan la salvación de todo el pueblo. La belleza de Judit es expresión de la gloria de Jerusalén, morada de la presencia de Dios. Viendo a Judit que se levanta y viste sus mejores galas, transfigurándose totalmente, se siente el eco de la invitación de Isaías a Jerusalén: “¡Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, Ciudad Santa! Porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros. Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Desata las ligaduras de tu cerviz, cautiva hija de Sión” (Is 52,12). Está a punto de amanecer. Judit toma un odre de vino y una alcuza de aceite, las pone en unas alforjas y las entrega a su sierva (10,5), que va a ser una figura silenciosa importantísima: testigo y compañera fiel de toda la acción de Judit. Ella carga con la comida ritualmente pura: harina tostada, higos secos y panes ázimos. Y ambas mujeres dejan la casa y se encaminan hacia la puerta de la ciudad, donde les esperan, en pie, Ozías y los ancianos que oran a Dios para que de éxito a Judit en su intento. Los ancianos, al ver a Judit “con el rostro transformado y mudada de vestidos, se quedan maravillados de su extremada hermosura” (10,7) y exclaman a coro: -¡Que el Dios de nuestros padres te de gracia y lleve a cumplimiento tus designios, para gloria de los hijos de Israel y exaltación de Jerusalén! (10,8). Así Judit, arriesgando su vida, sale de Betulia y se dirige al campamento de Holofernes. Va ya vestida de fiesta, como anticipo de su vuelta victoriosa. De hecho Judit 46
sale de la ciudad, como un ejército que va a la guerra, entre las aclamaciones de los sitiados, las alabanzas de los ancianos y, sobre todo, sostenida por las bendiciones divinas. Como respuesta al augurio de los ancianos, “ella adora a Dios” y, con la fuerza de un escuadrón que sale a la batalla, les ordena: -Mandad que me abran la puerta de la ciudad para que vaya a poner por obra los deseos que me habéis augurado (10,9). Los ancianos dan la orden y los soldados abren las puertas, “según pedía” (10,10) Judit. A nosotros nos toca seguir a Judit a través de las miradas de los otros. Primero son los ojos de los israelitas hasta que las dos mujeres desparecen de su vista y, luego, la contemplaremos con los ojos de los asirios. Son ojos, unos y otros, cargados de estupor. Desde lo alto de Betulia los israelitas contemplan a Judit en su descenso hacia el valle donde se encuentra el enemigo. La acompaña únicamente su sierva y la fe en la protección de Dios. Los habitantes de la ciudad sitiada la siguen con el corazón en los ojos: “Los hombres de la ciudad la siguieron con la mirada mientras descendía por la ladera, hasta que llegó al valle, donde la perdieron de vista” (10,10). No se sabe qué admiran más si su belleza o el valor con que avanza a enfrentarse con el adversario. Realmente Dios guía sus pasos. Cabe señalar la importancia de la noche en toda la historia. Judit sale de Betulia en la noche. Y en la noche se realizan los acontecimientos fundamentales: el primer encuentro con Holofernes, su decapitación y la presentación del trofeo de la victoria a la luz de los fuegos encendidos en Betulia. El Dios de la luz vence las tinieblas de la noche mediante su acción salvadora. Así, en la noche de Pascua, sale Israel de la esclavitud de Egipto. El libro de la Sabiduría ve la palabra de Dios como una espada que desciende del cielo y abate al enemigo: “Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio...” (Sb 18, 14-15). Ahora, en la noche, la dos mujeres, Judit y su sierva, descienden desde lo alto de la ciudad y caminan juntas, decididas, hasta que les cierran el paso los centinelas asirios, que interrogan a Judit. Como la esposa del Cantar de los Cantares, que sale embellecida a buscar al amado, así va Judit toda decidida hasta que también a ella la detienen los guardias, que no la ultrajan como a la esposa del Cantar (Ct 3,1-4). Su belleza y Dios, que ha puesto el fuego del amor en su corazón, la protegen. Su belleza es la primera arma para obnubilar al enemigo. Los guardias, deslumbrados de admiración, la interrogan: -¿A qué pueblo perteneces y dónde vas? Judit no titubea: -Soy una hija de Israel. Los guardias siguen con su interrogatorio: -¿De dónde vienes? Con firmeza les responde: -Yo huyo de los hebreos, porque están a punto de caer en vuestras manos. Y los guardias concluyen su interrogatorio con la pregunta: -¿Y dónde vas? Y ahora Judit expone su plan a los soldados que, más que escucharla, la contemplan: -Quisiera presentarme a Holofernes, jefe de vuestro ejército, para hablarle palabras de verdad y mostrarle un camino por donde pueda pasar y adueñarse de toda la montaña, sin que perezca ninguno de sus hombres y sin que se pierda una sola vida (10,12-13). Judit lleva en su corazón “palabras de verdad” para Holofernes. La ironía de Judit es su arma secreta. Sus palabras son verdad, porque cumplen el designio de Dios: salvar a su pueblo de sus enemigos. Esta ironía, que da a sus palabras un significado incomprensible para sus enemigos, es una constante en estos días. El lector, situado de la parte de Judit, 47
comprende el significado de sus palabras. Quien se coloca en la parte del opresor, no comprenderá nada. Judit se abre paso entre los soldados del ejército, deslumbrándoles con su belleza. Desorbitando los ojos de cuantos la encuentran, les cierra los oídos para que no escuchen el mensaje escondido en sus palabras. “Mientras la oyen hablar, aquellos hombres admiran el prodigio de belleza de su rostro”, y le dicen: -Has salvado tu vida apresurándote a bajar para presentarte a nuestro jefe. Ve ahora a su tienda; algunos de los nuestros te escoltarán hasta ponerte en sus manos. Cuando estés en su presencia, no tengas miedo; díle lo que nos has dicho y él te tratará bien (10,14-15). El autor se burla de los soldados que dicen a Judit que ha salvado su vida al decidir reunirse con Holofernes (10,15). Con sinceridad le dicen que Holofernes la “tratará bien”, pero ¿qué significa para un general tratar bien a una mujer joven y hermosa? En realidad ella va a salvar su vida y la del pueblo, mientras que Holofernes perderá la suya. Los soldados la entregan a Holofernes (10,15), mientras que Dios entregará a Holofernes en manos de Judit (13,14-15). El primer asalto de Judit concluye con su triunfo sobre los guardias, que se disponen a conducirla a la tienda de su general. La belleza de Judit cobra en el campamento enemigo un brillo cegador, que hace caer a todos a sus pies. Nada menos que cien hombres la escoltan hasta la tienda de Holofernes, que es casi un palacio. Judit, con su deslumbrante belleza, suscita la admiración de todo el campo. A su paso hacia la tienda de Holofernes despierta oleadas de entusiasmo y admiración. Mientras espera que la reciba Holofernes, la noticia de su llegada “corre por todas las tiendas..., de las que salen todos y hacen corro en torno a ella”(10,18). En todo el campamento se arma un verdadero revuelo. Judit, con su belleza turbadora, provoca casi un tumulto. Los soldados, con curiosidad, salen de sus tiendas y se quedan con sus ojos sensuales fijos en el rostro de la joven viuda de Betulia. Un enjambre de oficiales, junto a la guardia personal de Holofernes, la circundan. Con satisfacción y orgullo se complace el autor en señalar los comentarios de los soldados mientras contemplan la belleza de la mujer israelita: “Se quedaban admirados de su belleza y, por ella, admiraban a los israelitas, diciéndose unos a otros”: -¿Quién puede menospreciar a un pueblo que tiene mujeres como ésta? (10,19). Es fácil imaginar a la soldadesca, que llevan más de un mes de inactividad y varios meses en campaña militar. Asomándose a la puerta de la tienda cuchichean entre ellos: -Un pueblo que tiene mujeres como ésta es capaz de hacer perder la cabeza a todo el mundo (10,19). La escolta de cien soldados, que conducen a las dos mujeres a través del campo hasta la tienda de su general, se va aumentando a medida que avanzan. Al llegar a la tienda de Holofernes “salen a recibirla los de la escolta personal de Holofernes y todos sus servidores y la introducen en la tienda. Estaba Holofernes descansando en su lecho, bajo colgaduras de oro y púrpura recamadas de esmeraldas y piedras preciosas. Se la anunciaron y él salió hasta la entrada de la tienda, precedido de lámparas de plata” (10,20-22). El lujo y la sensualidad de Holofernes contrastan con la vida ascética de Judit. El autor se recrea en describir las riquezas de la tienda de Holofernes, que será el botín que Judit se lleve (13,9), no para ella, sino para ofrecerlas a Dios (16,19). Judit es introducida en la tienda de Holofernes con el honor de un embajador o general aliado. El general sale personalmente a recibirla a la entrada de la tienda, precedido de lámparas de plata. Una vez más se nos describe la impresión que causa la belleza de Judit, ahora en el generalísimo y en sus oficiales: “Cuando Judit llegó ante Holofernes y sus ministros, todos se quedaron pasmados ante la hermosura de su rostro. Ella cayó rostro en tierra y se postró ante 48
él, pero los siervos la levantaron” (10,23). Judit, que se humilla, es exaltada. Este capítulo décimo es fundamental en todo el libro. En él se nos invita constantemente a contemplar la belleza de Judit. Se nos invita a contemplarla con los ojos de los ancianos (10,7), con los ojos de los habitantes de Betulia (10,10), con los ojos de los centinelas del ejército asirio (10,14), con los ojos de los soldados (10,19), con los ojos de la escolta personal de Holofernes y con los ojos del mismo general Holofernes (10,22). El capítulo comienza presentándonos a Judit que se viste de sus mejores galas, “realzando su hermosura cuanto pudo, para seducir los ojos de todos los hombres que la viesen” (!0,4). El halo de belleza, con que Dios la reviste, consigue atraer la mirada de todos. Y esa belleza le abre paso entre todos hasta llegar al corazón del enemigo. La introduce en la tienda de Holofernes. La belleza es el arma que muestra Judit a todos. Es el arma, que atrae y seduce. Es el arma de la que ninguno huye, con la que vence a todos. Judit, espléndida en su belleza, forma parte del collar de mujeres, que adornan la historia de la salvación desde el comienzo hasta el final. Al comienzo están Sara (Gn 12,11), Rebeca (26,7), Raquel (29,17)... Al final, además de Judit, la Escritura nos muestra a Ester (Est 2,7) y Susana (Dn 13,2). Si el Génesis exalta la belleza de las tres madres de Israel, esa belleza crece y se engarza en la historia de la hija de Sión. El canto a la belleza alcanza una cuota insuperable en la esposa del Cantar de los cantares y reaparece con todo su esplendor al final de la Antigua alianza en las mujeres citadas, para desembocar, en la plenitud de los tiempos, en María, la llena de gracia, o la “mujer” (Ap 12) del Apocalipsis, que es el cumplimiento de todas las anteriores, la esposa celeste que desciende del cielo (Ap 21,2). “La belleza salvará el mundo”, decía F. Dostoievski. La verdad y la bondad, a secas, no tocan el corazón del hombre, no le convierten. Ambas necesitan revestirse de la belleza para vencer al hombre. Sólo el “esplendor de la verdad”, el “esplendor de la bondad” atraen a las personas. El hombre, avasallado por la verdad o la bondad, se siente como violentado. Sólo se deja vencer con complacencia por la belleza, que no le hace sentir violentado. La verdad, que resplandece, la bondad que cautiva son la verdad y la bondad en su esplendor, mostradas en su belleza atrayente. La belleza de Judit, -y de las otras mujeres de la Escrituraes ciertamente una belleza física. La Escritura no es dualista ni maniquea. No separa cuerpo y espíritu y, menos aún, condena el cuerpo, creado por Dios. Pero la belleza no se limita al aspecto físico. La belleza corporal es reflejo de la gracia interior. La belleza de Judit es el esplendor de su sabiduría (8,29). La sabiduría “es, en efecto, más bella que el sol, supera a todas las constelaciones; comparada con la luz, sale vencedora, porque a la luz sucede la noche, pero contra la Sabiduría no prevalece la maldad” (Sb 7,29-30). De esa belleza se enamora el sabio: “Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y me enamoré de su belleza” (Sb 8,2). La sabiduría de Dios es el esplendor de su gloria, que se revela en la obra de la creación. El Génesis, según nuestras traducciones, repite “y vio Dios que era bueno”, pero la palabra hebrea “ tob” la podríamos traducir igualmente por “bello”. La belleza de Judit es el reflejo de la gloria y sabiduría de Dios. La belleza de Dios reviste a sus elegidos de su misma luz, haciendo su rostro radiante de esplendor: “Nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, y nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18). En la belleza se esconde siempre el misterio del amor de Dios, que hace todo bello, porque desea nuestra felicidad. El hombre, engañado por el Adversario, trata de vencer a los demás con la fuerza, que hace esclavos y mata. Dios vence, atrayendo hacia él con la belleza, expresión de su amor. Así lo siente Jeremías: “Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir” (Jr 20,7). El libro de 49
Judit habla del “prodigio de belleza” (10,14) con el que Judit se abre paso hacia el corazón del Enemigo.
11. JUDIT Y HOLOFERNES CARA A CARA
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La misma admiración, que Judit suscita en los soldados, la suscita en Holofernes. La escolta personal de Holofernes y todos sus servidores la introducen en la tienda espléndida del general. Holofernes, que estaba descansando en su lecho, al anunciarle la llegada de Judit, se alza y sale hasta la entrada de la tienda, precedido de lámparas de plata (10,22). Cuando Judit llega ante Holofernes y sus ministros, todos se maravillan de la hermosura de su rostro (10,23) y Judit comienza el juego de la seducción, cayendo rostro en tierra. Entonces todos se precipitan a levantarla. Este rasgo femenino desarma al general persa, que se apresura a explicar a Judit que él y su señor Nabucodonosor no abrigan ningún odio personal contra Israel. Si él ha sitiado la ciudad es porque sus habitantes le han despreciado, al hacerle frente en vez de someterse libremente (5,4), como han hecho los otros pueblos (3,1-7). Por ello Judit puede confiar en que ni él ni ninguno de sus soldados le hará daño alguno: -Confía, mujer, no tengas miedo, porque yo ningún mal hago a quien se decide a servir a Nabucodonosor, rey de toda la tierra. Tampoco contra tu pueblo de la montaña habría alzado yo mi lanza, si ellos no me hubieran despreciado; pero ellos mismos lo han querido (11,1-2). Holofernes, a quien Judit ha conquistado el corazón desde el primer momento, se dirige a ella con toda la benevolencia de que es capaz un general del ejército. Con franqueza le brota de la boca lo que lleva en el corazón: “Yo trato bien a todos los que no se me oponen”. Judit, que se presenta ante él, buscando su protección, puede sentirse tranquila, pues ni él ni nadie le hará daño alguno. En las palabras de Holofernes se nos muestra el precio que exige el Maligno a quienes desean una vida tranquila, sin pruebas ni dificultades. El precio es la libertad. Para que él te trate bien tienes que hacerte esclavo, servir al dios de este mundo, “a Nabucodonosor, señor de toda la tierra”. Este es el precio del mal. Ofrece una vida feliz en este mundo, que luego no da, a cambio de renunciar a la libertad. Como siempre el Maligno es mentiroso y no cumple lo que promete. Holofernes se olvida de la devastación que ha causado a todos los pueblos que se le han sometido. Una y otra vez ofrece lo que nunca ha dado a quienes se han doblegado a sus tentaciones... Y, mientras contempla a Judit con sus ojos de concupiscencia, Holofernes añade: -Dime ahora por qué razón huyes de tu pueblo y te pasas a nosotros. Desde luego, al venir aquí te has salvado. Ten confianza; no correrás peligro ni esta noche ni las restantes. Nadie te hará ningún mal; serás bien tratada, como se hace con los siervos de mi señor, el rey Nabucodonosor (11,3-4). Holofernes, embelesado por la belleza de Judit, la exhorta una y otra vez a recobrar valor (11,1.4). Sin sospechar lo que le espera, la víctima anima a su verdugo, repitiéndole: “ánimo, ten valor”. Si algo no necesita recobrar Judit es el valor, que le viene, no de haber decidido “servir a Nabucodonosor, rey de toda la tierra” (11,1.7), como cree Holofernes, sino de servir a Yahveh, el verdadero rey de la tierra. Holofernes, con su bellas palabras, le ofrece convertirse en esclava suya o de Nabucodonosor. Se trata de una promesa humillante. Judit, la viuda judía, que no ha aceptado nunca otro marido, no se convertirá en una concubina más del harem de Holofernes. La salvación que ella espera le será dada por Dios, su único esposo. Jurando en nombre de Nabucodonosor, para poder mentir a gusto, Judit responde a las palabras de Holofernes: -Acoge las palabras de tu sierva, y que tu sierva pueda hablar en tu presencia. Ninguna falsedad diré esta noche a mi señor. Si te dignas seguir los consejos de tu sierva, Dios llevará a buen término tu campaña y mi señor no fracasará en sus planes. ¡Viva Nabucodonosor, rey de toda la tierra y viva su poder que te ha enviado para poner en el recto camino a todo viviente!; (11,5-6). Todo el diálogo de Judit con Holofernes, lo mismo que el anterior con los guardias del 51
campamento, es un juego continuo de equívocos e ironía. Holofernes, cegado por su pasión, no se entera de este juego y queda satisfecho con las palabras de Judit. Complacido ofrece a Judit la salvación. Holofernes habla como un profeta de Nabucodonosor, a quien reconoce como único dios, el único rey poderoso sobre la tierra. Judit mezcla verdad y mentira. Pero sólo el lector sabe distinguir la una de la otra. Holofernes es un general vanidoso y arrogante. Engañado por sus éxitos, confía en su poder y en sus riquezas. Cree que puede alcanzar cuanto le apetece. No duda en conquistar la ciudad rebelde y también a la joven y bella mujer. Judit es para él un capricho de la sensualidad y de la vanidad; será una victoria más en su carrera. Por eso el tono protector de su discurso, como quien no duda en absoluto de sí mismo. Judit, por su parte, con intuición femenina, iluminada por Dios, ataca al general por ambos flancos: la vanidad y la sensualidad. Judit y Holofernes, frente a frente, han comenzado su batalla verbal, en la que él desea conquistar a Judit, y ella desea seducirle a él. Holofernes en su intento de conquista de Judit elogia al emperador Nabucodonosor, el señor de toda la tierra, que ya la considera su sierva, es decir, bajo su protección (11,4). Judit, en su intento seductor de Holofernes, elogia al mismo general y no a Nabucodonosor. Alagando la vanidad de Holofernes se declara sierva suya (11,5). La figura de Nabucodonosor queda desdibujada, lejana. Lo que se siente decir, la fama que se propaga es la de Holofernes. Sin las dotes del general del ejército, ¿qué sería del emperador? Este reconocimiento del poder y sabiduría de Holofernes es un primer ataque velado, o casi manifiesto, a su vanidad. Judit, antes de salir de Betulia, ha escuchado a Ajior. Sabe que ha irritado a Holofernes con sus palabras, pero ella se atreve a repetir las mismas cosas. Pero Judit sabe decirlo de modo que favorezca sus planes, presentando al Dios de Israel ofendido con su pueblo, a quien vuelve la espalda por sus pecados. La verdad es que Holofernes en este momento es todo ojos y no escucha lo que le dice Judit, ya que está subyugado por su belleza. Judit, que se siente sostenida por Dios, juega con el rendido Holofernes, burlándose de él con elogios cargados de ironía: -Nosotros hemos oído hablar de tu sabiduría y de la prudencia de tu espíritu, y se dice por toda la tierra que tú eres el mejor en todo el reino, de profundos conocimientos y admirable como estratega (11,8). En el momento en que Judit prepara la estrepitosa caída del general asirio, le adula exaltando su habilidad y potencia. Con osadía increíble se atreve a adularle sin disimulo, dando rienda suelta a su fantasía: -Gracias a ti a Nabucodonosor le sirven no sólo los hombres, sino que, por medio de tu fuerza, hasta las fieras salvajes, los ganados y las aves del cielo viven para Nabucodonosor y para toda su casa (11,7). Y, tras semejante adulación, Judit se atreve a decirle en la cara: -Conocemos las palabras que Ajior pronunció en tu Consejo, nosotros hemos oído sus mismas palabras, pues los hombres de Betulia le han salvado y él les refirió todo lo que te dijo. Acerca de esto, dueño y señor mío, no eches en olvido ninguna de sus palabras; guárdalas en tu corazón, porque son verdaderas. Pues nuestra raza no recibe castigo ni la espada tiene poder sobre ellos, si no han pecado contra su Dios (11,9-10). Holofernes, en su fatuidad, se cree los elogios de Judit, a quien imagina dispuesta a entregársele. Y ella, como si siguiera su pensamiento, le ofrece entregarle, no su persona, sino todo el pueblo de Israel. Si el general está dispuesto a aceptar el plan que ella le propone podrá entrar triunfalmente en la capital de Israel, sin haber sufrido pérdida alguna. El proyecto de Judit es algo fantástico y fantasioso: -Precisamente para que mi señor no se vea rechazado y con las manos vacías, la 52
muerte va a caer sobre las cabezas de los israelitas. Han caído en un pecado con el que provocan la cólera de su Dios cada vez que cometen tal desorden. En vista de que se les acaban los víveres y escasea el agua, han deliberado echar mano de sus ganados y están ya decididos a consumir todo aquello que su Dios, por sus leyes, les ha prohibido comer. Han decidido, igualmente, consumir las primicias del trigo y el diezmo del vino y del aceite que habían reservado, porque están consagrados a los sacerdotes que están en la presencia de nuestro Dios, en Jerusalén, y que ningún laico puede ni tan siquiera tocar con la mano. Han enviado mensajeros a Jerusalén (cuyos habitantes hacen estas mismas cosas) para recabar del Consejo de Ancianos los permisos. Y en cuanto les sea concedido y lo realicen, en ese mismo momento te serán entregados para su destrucción. Cuando yo, tu esclava, supe todo esto, huí de ellos. Mi Dios me ha enviado para que yo haga contigo cosas de que se pasmará toda la tierra y todos cuantos las oigan (11,11-16). Naturalmente, Judit deja en suspenso el momento en que Dios entregará a Israel en manos de Holofernes. Ella se lo hará saber en el momento oportuno, pues, “tu esclava es piadosa y sirve noche y día al Dios del Cielo” (11,17), por lo que Él le revelará el momento decisivo. Así Judit, al mismo tiempo que se divierte jugando con Holofernes, se mantiene firme en su fidelidad a Dios. Se niega a comer de la mesa de Holofernes y además pide permiso para pasar la noche fuera del campamento en oración: -De noche debo quedar sola pues tengo que salir a orar a mi Dios (11,17). La piadosa dama consigue, con el arte de sus labios, embaucar al sensual guerrero, que tiene mente y alma en los ojos. Judit le arranca sin dificultad el permiso de salir en la noche a orar fuera del campamento. Durante tres noches sale y va al torrente a purificarse y a orar a Dios. El doble sentido de la afirmación de Judit es claro: “Mi Dios me ha enviado para que yo haga contigo cosas de que se pasmará toda la tierra y todos cuantos las oigan” (11,16). Judit se siente enviada por Dios y permanece fiel a Él. Si ha jurado falsamente lo ha hecho por el nombre de Nabucodonosor (11,6). En realidad ella sólo da culto a Yahveh, que es quien otorga la victoria o la derrota a su pueblo, según sus acciones. Es la tesis de Ajior, que Judit confirma con sus palabras. Israel es invencible mientras no peque contra su Dios. Sólo que Judit las aplica a la situación actual. Hasta el momento en que ella ha salido de Betulia, Israel aún no ha pecado, pero está a punto de hacerlo. La fidelidad a Dios comienza a flaquear debido a la escasez de comida y bebida. Ahora está buscando su muerte pues se observa en ellos síntomas de desorden y pecado. Ante los ojos embelesados de Holofernes, Judit describe la situación en que ha dejado a los habitantes de Betulia: “En vista de que se les acaban los víveres y escasea el agua... están ya decididos a consumir lo que su Dios, por sus leyes, les ha prohibido comer” (11,12). El pecado no está en comer la carne de los animales, sino en beber su sangre (Lv 17,10-14; Dt 12,23-25; 1S 14,31-34). Tan pronto como lo hagan, Dios se desentenderá de ellos y así caerán en manos de Holofernes, que no abre boca, por lo que Judit sigue hablando y le prospecta otra posibilidad de pecado: “Han decidido, igualmente, consumir las primicias..., que ninguno del pueblo puede ni tan siquiera tocar con la mano” (11,13). Judit, viendo rendido a Holofernes, puede exagerar el alcance de la ley, para hacer más plausible su engaño. Judit exagera al decir que no se pueden tocar los alimentos consagrados al Señor ni con la autorización del consejo de ancianos de Jerusalén, cuando esto está permitido en caso de necesidad (1S 21,4-7). La inminencia del pecado de Israel y de la entrega por parte de Dios de su pueblo al enemigo, es lo que ha motivado la huida de Judit de la ciudad. Judit se presenta como mujer piadosa y fiel a Dios, dispuesta a cumplir los designios de Dios. Para conocer esos planes necesita mantenerse en oración noche y día (Sal 42,9; 53
119,62). Durante la oración nocturna, le asegura a Holofernes, Dios le comunicará el momento preciso en que los habitantes de Betulia habrán cometido los pecados de que le ha hablado. Entonces será el momento propicio para el ataque y ella misma le guiará (11,17-19). Para que Holofernes crea en sus palabras Judit le dice que todo cuanto le ha comunicado ella lo ha sabido por una revelación divina. Todo el discurso de Judit es tan convincente, y su belleza tan hipnótica, que Holofernes está dispuesto incluso a aceptar al Dios de Judit como el suyo propio. Para él no constituye ningún problema añadir un dios más a su panteón nacional. Está tan embelesado que no le pasa por la mente que Judit le esté mintiendo o se esté burlando de él. Ante Judit olvida incluso a Nabucodonosor, a quien ha proclamado como único dios (6,2). Antes de ser víctima de Judit, el general asirio es su hazmerreir. La ceguera del orgulloso Holofernes roza los límites de la locura. Nos dice el autor del libro que las palabras de Judit halagaron los oídos de Holofernes y de todos sus servidores que, admirados de su sabiduría, se decían: -De un cabo al otro del mundo, no hay mujer como ésta, de tanta hermosura en el rostro y tanta sensatez en las palabras. Y, directamente a ella, Holofernes le dice: -Bien ha hecho Dios en enviarte por delante de tu pueblo, para que esté en nuestras manos el poder, y en manos de los que han despreciado a mi señor, la ruina. Por lo demás, eres tan bella de aspecto como sabia en tus palabras. Si haces lo que has prometido, tu Dios será mi Dios, vivirás en el palacio del rey Nabucodonosor y serás famosa en toda la tierra (11,20-23). A su belleza, Judit añade su sabiduría. El humor y la ironía salpican sus palabras. De nuevo hay que afirmar que la sabiduría prevalece sobre la fuerza. El equívoco del lenguaje de Judit confunde a la mente obtusa de Holofernes. Si ella le dice: “Dios hará que sus planes sobre ti se cumplan totalmente, mi señor no fracasará en su empresa” (11,6), con los términos “Dios” y “mi señor” Judit denota a Yahveh, pero Holofernes los entiende referidos a Nabucodonosor o a él mismo. Cuando le dice: “Dios me envía a ejecutar en ti una hazaña que asombrará a cuantos la oigan” (11,16), para Holofernes significa la conquista de Betulia, mientras que Judit está imaginando la derrota total del ejército asirio... Mujer bella y a la vez sensata es el colmo de la dicha para Ben Sirá: “La gracia de la mujer recrea a su marido, y su ciencia reconforta sus huesos” (Si 26,13). Son las dos cualidades que elogia en Judit el general Holofernes, quien de nuevo acierta en su profecía, al proclamar que el nombre de Judit volará por toda la tierra. Es una profecía que realmente se cumple, aunque en un sentido bastante diferente de lo que imagina el general, que desea conquistar el corazón de la viuda hebrea como ella ha conquistado el suyo.
12. HOLOFERNES OFRECE A JUDIT UN GRAN BANQUETE
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Judit, que ha conquistado el corazón de Holofernes, es conducida a la tienda más preciada del pabellón del general, “donde se guardaba la vajilla de plata”. Destinada a convertirse en una concubina de Holofernes o, probablemente, del mismo Nabucodonosor, pues Holofernes le promete que “vivirá en el palacio del rey Nabucodonosor” (11,23), Judit no se deja seducir. Las palabras que escucha no le tocan. Ella está siguiendo una voz interior que guía sus pasos. Sigue fiel a Dios y a sus prescripciones, hasta las alimentarias. Holofernes, en un gesto de vanidad obsequiosa, desea deslumbrar a Judit y ordena que le sirvan “de sus propios manjares y le den a beber de su propio vino” (12,1), pero ella le replica: -No debo comer esto, para que no me sea ocasión de falta. Se me servirá de las provisiones que he traído conmigo (12,2). Los manjares impuros serían para ella causa de tropiezo, pues, al comerlos, transgrediría la ley y Dios se alejaría de ella (Dn 1,8; Tb 1,12; 2M 6,18-7,2). Entonces no podría revelarle el momento en que el pueblo ha pecado, es decir, el momento propicio para el ataque. Holofernes, en el rechazo de los alimentos y vino que le ha ofrecido, comprende que se ha precipitado, pero no duda en sus dotes para conquistarla. Cautivado por su belleza, le pregunta: -Y cuando se te acaben las cosas que tienes, ¿de dónde podremos traerte otras iguales? Porque no hay nadie de los tuyos con nosotros (12,3). A Judit le sale espontánea la respuesta. Es una respuesta ambigua y profética, que halaga a Holofernes, aunque le esté anunciando su próxima muerte y la derrota de su ejército. Judit ofrece a Holofernes cosas que sólo pertenecen a la dinastía de David o incluso al mismo Dios. Pero es evidente el sentido irónico de sus afirmaciones. A la vez que le halaga le confunde: -Por tu vida, mi señor, que, antes que tu sierva haya consumido lo que traje, cumplirá el Señor, por mi mano, sus designios (12,4). Holofernes se alegra, sintiendo en las palabras de Judit el vaticinio de la inminente conquista de Betulia, mientras que para Judit sus palabras significan exactamente lo contrario, es decir, que Dios no tardará en salvar a su pueblo a través de ella. Escuchando a Judit viene a la mente la escena de los profetas que predicen el éxito a Israel movidos por un espíritu de mentira, cuando Dios desea llevarlo a la perdición. Holofernes está tan obnubilado por la belleza de Judit que piensa que Dios está de su parte y le dará la victoria. En ningún momento vislumbra la hiel amarga que rezuman las palabras de Judit. Nadie está tan ciego como el hombre orgulloso y sensual. Después de un día de ajetreo, llega la hora de retirarse a descansar. En el pabellón de Holofernes hay muchas mansiones (10,20-22). A Judit, ya lo hemos oído, se le asigna “la cámara de los tesoros”, en la que se guarda la vajilla de plata. Se le asigna esa habitación con carácter permanente, pues Holofernes espera que Judit sea su huésped por mucho tiempo. Ella acepta el alojamiento, aunque haya rehusado los alimentos que le ofrecen. A una señal de Holofernes, sus siervos conducen a Judit y a su sierva a la tienda preparada para ellas. Pero Judit sigue un ritual marcado, no por Holofernes, que no es más que un acólito, sino por Dios. Por ello Judit, en medio del peligro, conserva la paz. Introducida en la tienda, “duerme hasta medianoche” (12,6). Y, al acercarse la vigilia de la aurora, se levanta para dirigirse al lugar de la oración. Ella ya antes había dicho a Holofernes: -Ordene mi señor que se dé a tu sierva permiso para salir a orar (12,6). Judit no puede orar a Dios en un lugar impuro como es el campamento pagano. Más aún, Judit, antes de la oración, “se purifica en la fuente donde estaba el puesto de guardia” (12,7). Holofernes no es capaz de negar nada a la viuda, que se le ha metido en los ojos y en el corazón. Por ello ha ordenado a su escolta que no se lo impidan. Judit permanece tres días 55
en el campamento y cada noche se dirige hacia el valle de Betulia, donde está la fuente en que se lava. Allí, una vez purificada, suplica al Señor, Dios de Israel, que lleve a buen fin sus proyectos para exaltación de los hijos de su pueblo: -Señor, Dios de Israel, guía Tú mis pasos en favor de tu pueblo (12,8). Y, de regreso, entra en la tienda y allí permanece hasta que le traen su comida de la tarde, pues el día lo pasa, probablemente, en ayunas (12,9). Abluciones en las aguas de la fuente, oración y ayuno sostienen el alma de Judit. Las entradas y salidas a horas poco adecuadas son un ardid para dar verosimilitud a la huida final, después de cortar la cabeza a Holofernes. Al mismo tiempo el autor nos muestra los momentos señalados para la oración y el ayuno, precedidos del baño ritual. Con este baño ritual, Judit se purifica de las impurezas que puede haber contraído en su trato con los gentiles (Ex 30,17-21; Sal 26,6; Hch 16,13). El autor, que tiene en mente la huida de Judit, quizás duerme al presentar a una viuda, joven y bella, deambulando en la noche en medio del campamento asirio y, sobre todo, bañándose en la fuente custodiada por “cinco mil asirios” (7,17). Judit pasa tres días en la tienda de Holofernes. Parece que el enemigo es dueño de su vida. Holofernes le hace partícipe de sus manjares y de su vino. Pero no llegará “a poseerla” (13,6). Judit se mantiene siempre libre. Es ella la que manda y Holofernes obedece, dominado por ella. Holofernes, en su vanidad, está tan seguro de su victoria sobre la joven viuda que le concede todo lo que le pide. Acepta que coma sólo los alimentos puros, que ha llevado consigo, declarando impuros los manjares que él come. Acepta que salga a orar a su Dios fuera del campamento, considerado como lugar indigno e impuro para la comunicación con Dios. Holofernes ordena a su guardia personal que no la molesten, ni permitan que nadie la moleste. Seguro de tener a Judit en sus manos, Holofernes le permite cuanto desea. Y Judit sigue, en medio del campamento enemigo, totalmente fiel a Dios. Come alimentos puros, hace las abluciones rituales en la fuente de Betulia, ayuna durante el día y ora en la noche. Esta fidelidad a Dios es la que le da a Judit, sola e indefensa en medio del enemigo, la fuerza para llevar a término los designios que Dios ha puesto en su corazón: “Antes que se le acaben los alimentos que ha llevado, Dios habrá realizado cuanto ha establecido”. Holofernes no se da cuenta de que, ante Judit, se está olvidando de su misión, que era borrar de la faz de la tierra toda divinidad, para proclamar a Nabucodonosor único dios. Judit no cesa de testimoniar a su Dios como el que dirige sus pasos y el que realizará por su mano una obra sorprendente. Hasta Holofernes, por conquistar a Judit, está dispuesto a reconocer al Dios de Judit como su Dios (11,23). El enemigo cae siempre en sus mismas trampas. Cuando el mal canta victoria es cuando queda vencido. Cuando la muerte ha cantado victoria sobre Jesucristo es cuando ha sido devorada por Cristo. Siempre es posible cantar con San Pablo: “La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1Co 15,54-57) La cuarta noche es la noche decisiva. Está para terminar el plazo marcado a Dios por los ancianos de Betulia. Un día más sin que llegue la salvación y se entregarán al enemigo. Por otra parte, Holofernes está ya decidido a forzar a la viuda y a violar a Betulia. Ya no puede aceptar más dilaciones. Su pasión por Judit ha llegado al colmo. Esperar más sería una humillación para él. Holofernes da un banquete para sus servidores más íntimos, altos dignatarios y jefes del ejército (12,10). Y, eufemísticamente, le dice a Bagoas, el eunuco que tiene al frente de su negocios: -Trata de persuadir a esa mujer hebrea que tienes a tu cargo, que venga a comer y beber con nosotros. Sería una vergüenza para nosotros que dejáramos marchar a tal mujer sin 56
habernos entretenido con ella. Si no somos capaces de atraerla, luego se burlará de nosotros (12,11-12). Cada día que pasa la situación de Judit, como la de Betulia, se agrava. Holofernes no está dispuesto a esperar más. Su provocación a Judit se hace cada vez más apremiante. En las palabras a Bagoas, el confidente de sus deseos obscenos, manifiesta sus sentimientos. Respetar a una mujer joven y bella es una vergüenza para el gran general asirio, que se cree con derecho a satisfacer sus pasiones más ignominiosas. Y en las palabras con que Bagoas invita a Judit al banquete preparado en su honor por Holofernes está aún más clara su visión de la moral. Judit debe sentirse honrada de ser deseada y poseída por el gran Holofernes. Con estas ideas Bagoas sale de la presencia de Holofernes, entra en la tienda de Judit y le dice: -Que esta bella joven no se niegue a venir donde mi señor, para ser honrada en su presencia, para beber vino alegremente con nosotros y ser, en esta ocasión, como una de las hijas de los asirios que viven en el palacio de Nabucodonosor (12,13) . Entregarse al jefe es para Bagoas, como para Holofernes, algo honorable. Es la degradación de la conciencia hasta el punto de llamar al mal bien, y al bien mal. El mundo, entregado al dominio del Maligno, se rige por esta ley. El hombre se siente grande en la medida que posee, viola, esclaviza a los demás. Con palabras de Juan Pablo II en su encíclica Evagelium vitae podemos ver en nuestro tiempo una visión de la moral igualmente grave: “Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y -podría decirse- aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias... En este contexto cultural y legal nos encontramos expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones...A la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cuesta cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental de la vida humana” (EV 4). Estos atentados hoy “adquieren una gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de delito y a asumir paradójicamente el de derecho ” (EV 11). En el libro de Judit el mal no se había manifestado con tanta claridad en su oposición al bien. La invitación a Judit “a comportarse como una de las hijas de los asirios que viven en el palacio de Nabucodonosor” es una invitación abierta a prostituirse, a renegar de Dios y de la fe de su pueblo, para ser como los demás pueblos. Es la tentación que vive Israel en el tiempo en que se escribe el libro: asimilarse a los demás pueblos. Contra esta tentación previene el Sirácida a su alumnos. A esta tentación se enfrentan los Macabeos con toda su vida, viendo como muchos de sus hermanos sucumben a las propuestas paganas de Antíoco Epifanes. De esta tentación se defienden con la oración Tobías y Sara. Aun cuando aprecien grandemente la unión sexual, se sienten capaces de vivir en la continencia durante las tres primeras noches por su fe en Dios, que les lleva a confesar: “Somos hijos de santos y no podemos comenzar nuestra vida conyugal como los paganos, que no conocen a Dios” (8,5, Vulg.). Como Susana, en ese mismo período, no se deja seducir por los dos viejos, tampoco Judit se dejará seducir por Holofernes. Pero la tentación es de todos los tiempos. San Pablo ruega y exhorta a los tesalonicenses que no caigan en la trampa de seguir las costumbres de quienes no conocen a Dios: “Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús a que viváis 57
como conviene para agradar a Dios... Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios. Que nadie falte a su hermano ni se aproveche de él en este punto, pues el Señor se vengará de todo esto, como os lo dijimos ya y lo atestiguamos, pues no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Así, pues, el que esto deprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os hace don de su Espíritu Santo” (1Ts 4,1-8). Judit, que vive un coloquio interior con Dios, que la está llamando a actuar en su nombre, acepta la invitación de Bagoas sin titubear. Ve en ese banquete la ocasión propicia para acabar con Holofernes. Complaciente, responde: -¿Quién soy yo para oponerme a mi señor? Haré todo cuanto le agrade y ello será para mí motivo de gozo mientras viva (12,14). Judit se levanta y se engalana con sus mejores vestidos y todos sus ornatos femeninos. Se viste de fiesta para celebrar la victoria de Israel sobre su adversario. Se le adelanta su sierva para extender por tierra, frente a Holofernes, los tapices que ha recibido de Bagoas para el uso cotidiano, con el fin de que Judit pueda tomar la comida reclinada sobre ellos. Entrando luego Judit, se reclina sobre los cojines. Con la presencia de Judit “el corazón de Holofernes se siente arrebatado por ella, su alma queda turbada y experimenta un violento deseo de unirse a ella, pues desde el día que la vio anda buscando la ocasión propicia para seducirla” (12,15-16). Externamente Holofernes se comporta con finura y delicadeza, pero sus intenciones son perversas. La pasión le lleva a perder la cabeza en sentido literal. Con melosidad dice a Judit: -¡Bebe, pues, y comparte la alegría con nosotros! (12,17). Judit ha aceptado asistir al banquete consciente de que es la ocasión esperada. La ironía llega al colmo: sin comer nada impuro, Judit logra emborrachar y cegar totalmente a Holofernes. Con una respuesta ambigua Judit habla de nuevo a Dios, su señor, mientras Holofernes se cree que le responde a él: -Beberé, señor, pues nunca, desde el día en que nací, nunca estimé en tanto mi vida como ahora (12,18). Judit nunca ha considerado su vida tan importante como en ese día. Por ello come y bebe alegremente, frente a Holofernes, sirviéndose de las provisiones que su sierva le ha preparado. Holofernes, que se halla bajo el influjo de su encanto, arde en lujuria y bebe vino tan copiosamente como jamás había bebido en todos los días de su vida (12,19-20). Fuera de la tienta de Holofernes, en torno a Betulia, hay un ejército inmenso. Son ciento setenta mil soldados desplegados, esperando la orden para asaltar a la pequeña ciudad de Betulia, que les cierra el paso hacia Jerusalén, capital de Israel. Aún no ha habido ninguna acción bélica. Pero la verdadera batalla tiene lugar en el interior de la tienda del general. Como David, en nombre de todo Israel, se enfrentó a Goliat, que representaba a todo el pueblo filisteo, así ahora se enfrentan Judit y Holofernes. Es el combate entre el bien el mal. Judit se muestra complaciente ante el general. Parece entregada a sus deseos. Ha prometido a Bagoas que “hará todo cuanto agrade a su señor”. Y ahora le dice al mismo Holofernes que “desde el día de su nacimiento no ha vivido otro día como el presente”. Es impresionante cómo se puede tergiversar el lenguaje. Judit proclama que está viviendo el día más bello de su vida, porque va a decapitar al enemigo de su pueblo, y Holofernes cree que la ha seducido con el esplendor de su tienda y los exquisitos manjares de su banquete, que Judit ni siquiera se ha dignado probar. 13. JUDIT A SOLAS CON HOLOFERNES
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El banquete, entre copas y alegría, se prolonga en la noche. Cuando se hace tarde, los oficiales comprenden que Holofernes desea quedarse a solas con Judit y se apresuran a retirarse. Todos están rendidos por el sueño “y por lo mucho que habían bebido” (13,1). Bagoas, el eunuco encargado del harem de Holofernes, pone en práctica el plan ideado previamente con su señor. Al retirarse, cierra las cortinas de la tienda por el exterior, después de haber apartado de la presencia de su señor a los que todavía andaban merodeando en sus alrededores. En la tienda quedan solos Judit y Holofernes, que ha caído “desplomado sobre su lecho, rezumando vino” (13,2). “La mano del Señor todopoderoso está extendida, ¿quien se la puede retirar?” (Cf Is 14,24-27). Lo mismo que Israel está solo y a merced del ejército asirio, Judit se queda sola ante Holofernes. Solos el hombre y la mujer; él símbolo del mal y ella símbolo del pueblo de Dios. Dios y el Maligno frente a frente. El general, que espera rendir a Judit y poseerla, está desplomado, completamente borracho. Judit, en cambio, está lúcida, viendo que Dios ha guiado sus pasos hasta ese momento, hasta el instante culminante de su misión. Todos han salido de la tienda, uno a uno. Han querido dejar a Holofernes a solas con su víctima, para que disfrute a gusto de ella. El Maligno está a punto de celebrar su triunfo sobre Israel. Si Judit cede ante Holofernes, todo Israel cae en la infidelidad a Dios, todo el pueblo cae en la idolatría, entregándose como esclavos a Nabucodonosor. Pero, en realidad, Judit no se siente ni tentada por el hombre que contempla derrotado ante ella, ya antes de asestarle el golpe final. Judit está sola ante Dios, pues Holofernes, dominado por sus pasiones, yace desplomado en su lecho, completamente ebrio. Judit, incontaminada y fiel a Dios, está serena. Está por vivir el momento supremo de su misión. Con calma, se pone en oración, pues lo que va a realizar es una acción santa, la derrota del blasfemo adversario, que desea aniquilar al pueblo de Dios. Es la ocasión propicia, la hora esperada, el kairós de la gracia. Judit, de pie junto al lecho de Holofernes, ora a Dios, sin palabras, “en su corazón” (13,4). En ciertos momentos sobran las palabras, las energías se concentran en lo íntimo del espíritu, como hace Ana, la madre de Samuel en el templo de Silo, cuando “acongojada, desahoga su alma ante Yahveh” (1Sm 1,15). Ahora Judit, ora en su corazón: -¡Oh Señor, Dios de toda fuerza! Pon los ojos, en esta hora, a la empresa de mis manos para exaltación de Jerusalén. Es la ocasión de actuar en favor de tu heredad y hacer que mis decisiones sean la ruina de los enemigos que se alzan contra nosotros (13,4-5). Para Judit la derrota de Holofernes es una victoria de Dios, que redunda en gloria de Dios. Dios, al decapitar a Holofernes por mano de una mujer, dejará sin cabeza al potente ejército de Nabucodonosor, que se creía dios de toda la tierra. La cabeza de Holofernes y el dosel de su tienda, símbolos de su poder, serán los trofeos que Judit tome para mostrarlos a los habitantes de Betulia y ofrecérselos a Dios. Todo transcurre lentamente, siguiendo un plan trazado con minuciosidad. Pero al final la acción se precipita. Parece que todos cooperan al desenlace triunfal de Judit. Los huéspedes de Holofernes han abandonado la tienda y Bagoas ha cerrado las cortinas de la tienda para no violar la intimidad de aquel encuentro tan deseado por el general y también por la joven viuda de Betulia. Judit, que ha deseado ese encuentro tanto como Holofernes, implora a Dios que la sostenga en el último momento, el decisivo. Confortada por la breve plegaria, Judit avanza, se acerca a la columna del lecho que está junto a la cabeza de Holofernes que, completamente borracho, yace desplomado. Judit toma la cimitarra de él (una espada corta y curva, que usaban los persas), se aproxima hasta rozar el cuerpo de Holofernes, agarra con la mano izquierda la cabellera desgreñada del general y pide de nuevo a Dios que la sostenga: “¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este 59
momento!”. Y, con todas sus fuerzas, descarga dos golpes con la cimitarra sobre el cuello de Holofernes y le corta la cabeza (13,6-8). La acción de Judit evoca la de Yael cuando mató a Sisara, también en el mismo valle de Esdrelón (Jc 4,17-23), aunque la hazaña actual sea más gloriosa. Recuerda también la de David, cuando cortó la cabeza de Goliat con su misma espada, tras vencerlo con su honda (1S 17,15). Otro paralelo con la acción de Judit es el fracaso y muerte de Nicanor, general del rey de Siria, personaje que tiene muchos rasgos semejantes a Holofernes. En Judit podemos ver un jalón de la historia de salvación que Dios anunció ya en el Paraíso a Eva: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar” (Gn 3,15). Eva, Débora, Yael, Ester... y, entre todas, María, la más gloriosa, a quien todas las generaciones proclaman bienaventurada... El Apocalipsis, evocando toda la historia de la salvación, nos ofrece el canto luminoso de la “Mujer vestida del sol”, en guerra perenne con la “Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero” (Ap 12,9). Judit, decapitado el enemigo, “hace rodar el tronco fuera del lecho, arranca el dosel de las columnas y, saliendo de la tienda, entrega la cabeza de Holofernes a su sierva, que la mete en la alforja de las provisiones”. Judit no se precipita, envuelve el cuerpo de Holofernes en las ropas del lecho, descuelga de las columnas el dosel y, envolviendo en él la cabeza, se la da a su sierva, que la está esperando a la salida de la tienda. La sierva coloca la cabeza en la bolsa de las provisiones y ambas salen fuera del campamento (13,9-10). Judit, con la sabiduría de Dios, ha organizado de antemano su retirada. Ella y su sierva no huyen de prisa. Es la hora de la oración y, como de costumbre, salen para ir a orar. En el momento en que Bagoas corría la cortina Judit había recordado a su sierva que también aquella noche saldría a la oración. En este mismo sentido había hablado a Bagoas (13,3). Salen, pues, las dos juntas, como de ordinario, atraviesan el campamento, contornean el barranco y suben por el monte de Betulia, presentándose ante las puertas de la ciudad (13,10).2 Podemos evocar aquí a María y ver cumplida en ella la palabra de Pablo, que “habla de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, sabiduría desconocida de todos los príncipes de este mundo” (1Co 2,8). Ningún hombre ni potencia celeste sospechó jamás lo que Dios iba a cumplir en la humilde muchacha de Nazaret. Dios cogió por sorpresa al Enemigo, que se halló vencido, con la cabeza aplastada por el pie de la más delicada doncella de toda la tierra. No podía imaginar un concepción inmaculada ni la concepción de un hijo virginalmente y, por ello, no pudo defenderse ni actuar contra la actuación de Dios. Son esos “misterios sonoros”, que Dios realiza en el silencio más secreto de la noche de los hombres. 2 Precisiones sobre el tiempo de los acontecimientos. Holofernes inicia su campaña el 22 del primer mes, es decir, en marzo/abril (2,1). Ocupados los pueblos de Siria y Norte del Líbano durante la cosecha de la cebada -abril/mayo-, devasta la región de Damasco (2,27). Después desciende y acampa en el extremo sur-oriental de Esdrelón, donde descansa durante un mes -mayo/junio- (3,10). Al Norte de Palestina llega poco después de la cosecha del trigo (4,5). Durante este mes de reposo se entera de la resistencia de los israelitas. Al final del mes de descanso acontece el episodio de Ajior. Al día siguiente, después de la primera noche que Ajior pasa en Betulia (6,21), Holofernes comienza el sitio de la ciudad (7,1), que completa al día siguiente, bloqueando las fuentes (7,6). El sitio se prolonga durante 34 días (7,20), en los meses de junio/julio/agosto. Manasés, el esposo de Judit, que era viuda desde hacía tres años y cuatro meses (8,4), había muerto durante la cosecha del trigo, en mayo/junio (8,2-3). La lluvia, en esa estación del año, sería algo completamente extraordinario (9,31). Ozías se compromete a entregar la ciudad si, en el plazo de cinco días, Dios no manda la lluvia o otro remedio (7,30; 8,9.15). Judit asegura que en el plazo de cinco días Dios visitará a su pueblo (8,33). Esa misma tarde, poco después de la hora del incienso (9,1), ella hace su oración y, después, en la noche, mientras los centinelas vigilan las puertas (8,33), sale de la ciudad, junto con su sierva (10,6.9), se hace llevar a la tienda de Holofernes y permanece en el campamento asirio tres días completos (12,6), con libertad para salir y entrar durante la noche (12,5.7-9). En el cuarto día tiene lugar el banquete solemne que ofrece Holofernes (12,10). En la noche, tras el banquete, se cumple el golpe decisivo y, esa misma noche, antes del alba (13,13), la cabeza de Holofernes es llevada a la ciudad, donde al día siguiente, al amanecer, está colgada sobre las murallas (14,2.12). ¡Era el quinto día!
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Una vez más Dios ha salvado a su pueblo “en esta noche”, proclama Judit. Dios actúa en el silencio de la noche, en el misterio de la fe. Se manifestará esa victoria gloriosa cuando llegue la luz de la mañana. Pero el triunfo inicial se ha llevado a cabo en la noche. El gozo de la victoria es fruto de la fe en la noticia que da Judit a los habitantes de Betulia. Los enemigos asirios aún no saben nada de cuanto ha ocurrido. No se han enterado de que Dios ya les ha vencido por mano de una mujer. Dios ha realizado la salvación de los hombres en la noche, según el pregón de la Iglesia en la noche de Pascua. El mundo se cree victorioso, pero en realidad ya está derrotado. En este capítulo hay un anticipo de la victoria de Cristo en la cruz. Cuando el Maligno cree que puede celebrar la victoria del mal, al dar muerte al Señor de la vida, experimenta la derrota más estrepitosa. La muerte de Cristo mata a la muerte. Con su muerte, Cristo abre el camino de la vida a todos los muertos. Arrebata al Maligno el botín que guardaba en el seol. Con su muerte Cristo vence el mal y nos salva a todos. Judit es figura de María. María, Inmaculada, aplasta la cabeza de la serpiente, según la interpretación de la Iconografía. El anuncio del protoevangelio se cumple en ella. La enemistad perpetua entre la serpiente y la mujer termina con la victoria de la mujer, que aplasta la cabeza de la serpiente. Cumplida su misión Judit, con su sierva, se apresura a subir a las puertas de Betulia. Atraviesan el campamento, rodean el valle y, sin detenerse en las fuentes como las otras noches, suben al monte hasta divisar las puertas de la ciudad. A voz en grito, “desde lejos” (13,11), Judit se dirige a los centinelas de la ciudad: -¡Abrid, abrid la puerta! De nuevo la escena se traslada desde el campamento asirio a Betulia. Judit grita desde lejos a los centinelas de las puertas, pues la buena noticia se grita a todo pulmón. Y Judit tiene realmente una buena noticia para el pueblo de Dios: -¡Dios, nuestro Dios, está con nosotros! Dios, nuestro Dios, es el Enmanuel, “Dios con nosotros”, está en medio de nosotros actuando como Dios, salvándonos: -¡Abrid, abrid la puerta! El Señor, nuestro Dios, está con nosotros para hacer todavía prodigios en Israel y mostrar su poder contra nuestros enemigos, como lo ha hecho hoy mismo (13,11). En el grito de Judit se escucha el eco del salmo: “¡Abridme las puertas del triunfo y entraré por ellas para dar gracias a Yahveh! Ésta es la puerta de Yahveh, los vencedores entrarán por ella” (Sal 118,19-20; 24,7). Resuena también el anuncio de Isaías: “Aquel día se cantará este cantar en tierra de Judá: Ciudad fuerte tenemos; para protección se le han puesto murallas y antemuro. Abrid las puertas, que entre el pueblo justo que se mantiene fiel; el pueblo de ánimo firme, que conserva la paz, porque confió en ti. Confiad en Yahveh por siempre jamás, porque en Yahveh tenéis una Roca eterna. Porque él derroca a los habitantes de los altos, a la villa inaccesible; la hace caer, la abaja hasta la tierra, la hace tocar el polvo; la pisan pies, pies de pobres, pisadas de débiles” (Is 26,1-6). Dios, el salvador anunciado por Isaías (Is 7,14; 8,6), sigue actuando en nuestros tiempos. Su presencia en medio de nosotros se muestra en la derrota de nuestros enemigos. Es Dios quien ha vencido a Holofernes. La brillante actuación de Judit se ensarta en la cadena de acontecimientos salvadores de Dios con su pueblo, que culminará con la victoria de Cristo resucitado. En el triunfo final Cristo, rodeado del pueblo que celebra su victoria, gritará a los ángeles para que abran las puertas de la Ciudad celeste, cerradas a los hombres por el pecado de Adán. Cuando los hombres de la ciudad oyen la voz de Judit, se apresuran a bajar a la puerta y llaman a los ancianos. Acuden todos corriendo, desde el más grande al más chico, porque no tenían esperanza de que ella volviera. Los que la despidieron con miedo abren la puerta y 61
la reciben con exultación. La alegría que produce en Betulia la llegada de Judit es indescriptible. No importa la hora. Todos, viejos y niños, hombres y mujeres, grandes y pequeños, corren a las puertas de la ciudad (11,13). No faltan a la cita los ancianos. Su presencia es necesaria para dar la orden de abrir las puertas y también para ser testigos del triunfo de Judit. En presencia de todos, encendiendo una hoguera para que se pueda ver, hacen corro en torno a Judit que, con fuerte voz, les invita a bendecir al Señor: -¡Alabad a Dios, alabadle! Alabad a Dios, que no ha apartado su misericordia de la casa de Israel, sino que esta noche ha destrozado a nuestros enemigos por mi mano (13,14). La victoria sobre el opresor tiene lugar en la noche lo mismo que la liberación de la esclavitud de Egipto, descrita en el Éxodo como un resplandecer de la luz en medio de las tinieblas (Ex 12,29-31; 14,24). Con la presencia de Judit se disipan las tinieblas que pesaban sobre Betulia, todos se olvidan del hambre, la sed y demás calamidades. Todos cantan y se abrazan radiantes de alegría. Una buena noticia tiene la fuerza de cambiar la existencia. El Evangelio vence la muerte. Mudos de gozo, escuchan a Judit que les invita a la alabanza y a contemplar la “victoria de nuestro Dios” (Sal 98,2). Cuando todo el pueblo está reunido, Judit alaba a Dios, que ha derrotado a los enemigos por su mano. Y, con un golpe de escena, Judit saca de la alforja la cabeza y la muestra, diciendo: -Mirad la cabeza de Holofernes, jefe supremo del ejército asirio, y mirad el dosel bajo el que dormía su borrachera. ¡El Señor le ha herido por mano de una mujer! (13,15). Judit no se atribuye a sí misma la victoria, sino que da gloria a Dios: -¡Vive el Señor!, el que me ha guardado en el camino que emprendí, que éste fue seducido, para perdición suya, por mi rostro, pero no ha cometido conmigo ningún pecado que me manche o me deshonre (13,16). Judit cuenta cómo Dios la ha protegido de la lujuria de Holofernes y ha salvado a todo el pueblo por su mano. La gloria es totalmente de Dios, que no se ha olvidado de su pueblo. La cabeza de Holofernes y el dosel de su lecho atestiguan su victoria sobre el general asirio. Y testimonia que todo ha sido obra de Dios el que ella ha salido triunfante sin comprometer su honor y virtud. Holofernes no cometió contra ella pecado alguno. En ella no se ha repetido la vergonzosa acción de Dina. Todo el pueblo queda lleno de estupor y, postrándose, adoran a Dios, proclamando con una sola voz: -¡Bendito seas, Dios nuestro, que has aniquilado el día de hoy a los enemigos de tu pueblo! (13,17). Es una conclusión litúrgica con su doxología al Señor, que se ha cubierto de gloria. Ozías, que a la salida de Betulia, bendijo a Judit para que Dios la sostuviera en su acción, ahora la bendice por la victoria, proclamando en voz alta: -¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra! Y bendito sea Dios, el Señor, Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado para cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos. Jamás tu confianza faltará en el corazón de los hombres que recordarán la fuerza de Dios eternamente. Que Dios te conceda, para exaltación perpetua, el ser favorecida con todos los bienes, porque no vacilaste en exponer tu vida a causa de la humillación de nuestra raza. Detuviste nuestra ruina procediendo rectamente ante nuestro Dios (13,18-20). Esta exaltación de Judit por labios de Ozías, la Iglesia la aplica a la Virgen María. María, débil, humilde sierva del Señor, nos ha dado al Salvador del mundo. Isabel recoge las palabras de Ozías y con ella celebra la gloria singular de María: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1,42). Todo el pueblo, con una sola voz, responde: -¡Amén, amén! 62
14. FIESTA EN BETULIA
Terminada la vigilia nocturna, Judit se convierte en hábil estratega y comienza a 63
impartir al pueblo instrucciones precisas para acabar con el ejército enemigo, aprovechando la confusión de la trágica fin de su jefe. Judit ordena a los habitantes de Betulia que cuelguen la cabeza de Holofernes en los muros de la ciudad para que todo el pueblo constate el triunfo de la fe en Yahveh, que siempre protege y salva a su pueblo (Cf 1S 17,51; 1M 7,47; 2M 15,35). La cabeza del enemigo colgada en las almenas de la muralla es señal de victoria para los habitantes de Betulia y de derrota para el ejército asirio. Muerto el jefe, el ejército se desbarata y huye en desbandada, como en el caso de Eglón (Jc 3). La cabeza colgada en las almenas de la ciudad evoca también el final de Saúl (1S 31,9-10). El triunfo de Israel sobre sus enemigos, realizado en la noche, se muestra con la luz del amanecer. Como en la Pascua en Egipto, en la noche mueren los enemigos y en la mañana Israel experimenta la liberación, pasando el Mar Rojo. El sol, que disipa las tinieblas, es el símbolo de la victoria de la fe sobre la opresión y el mal. Judit ordena que “apenas despunte el alba y salga el sol sobre la tierra, todos los hombres capaces empuñen cada uno sus armas y salgan fuera de la ciudad. Que se ponga al frente un jefe, como si intentaran bajar a la llanura, contra la avanzada de los asirios. Pero sin bajar hasta ellos” (14,1-2). Judit, emulando a Débora (Jc 4-5), impulsa a Israel a aprovechar el momento de desconcierto para perseguir a su enemigo y apoderarse del gran botín de su campamento. Con la misma astucia, que la ha guiado a decapitar a Holofernes, planea ahora el desmantelamiento total del enemigo. El ataque fingido de Israel, imagina Judit, provocará el movimiento agitado del ejército que, al descubrir a su general decapitado, se sentirá desconcertado. Ese momento de pánico y confusión será el momento propicio para atacarles. Con lucidez profética, Judit describe cada uno de los pasos a seguir: -Que se ponga uno al frente, como si intentarais bajar a la llanura, contra la avanzada de los asirios. Pero no bajéis. Los asirios tomarán sus armas y marcharán a su campamento para despertar a los jefes del ejército de Asiria. Correrán a la tienda de Holofernes, pero al no dar con él, quedarán aterrorizados y huirán ante vosotros. Entonces, vosotros y todos los habitantes del territorio de Israel, saldréis en su persecución y los abatiréis en la retirada (14,3-4). Quedan unas horas hasta el amanecer y el autor las llena convocando a Ajior. Para dar valor a Israel, Judit pide que le llamen para que reconozca la cabeza y certifique que se trata del general enemigo, a quien antes había servido. Ajior, a quien Holofernes había condenado a sufrir la misma suerte de Israel, ahora puede alegrarse y dar gracias a Dios por la salvación de Israel, que es también su salvación. Hacen, pues, venir a Ajior desde la casa de Ozías. Al llegar y ver que uno de los hombres de la asamblea del pueblo tiene en la mano la cabeza de Holofernes, cae al suelo, desvanecido. Cuando le reaniman, se echa a los pies de Judit, se postra ante ella y dice: -¡Bendita seas en todas las tiendas de Judá y en todas las naciones que, cuando oigan pronunciar tu nombre, se sentirán turbadas! (14,6-7). Ajior significa “mi hermano (Israel) es luz”. En él se cumple la profecía de Isaías, que anuncia que “los gentiles reconocerán a Israel como luz de las naciones” (Is 49,6). En la plenitud de los tiempos aparecerá Jesucristo como la verdadera luz de las naciones (Jn 8,12). Él recreará el nuevo pueblo de Dios con los que se abren a su luz con la fe (Lc 2,29-32), convirtiéndose ellos mismos en luz del mundo (Mt 5,14). Ajior, que había sido testigo de la arrogancia y orgullo de Holofernes, al ver ahora su cabeza, cae impresionado a los pies de Judit y la bendice. Luego, contagiado de la alegría de todos, pide a Judit que cuente cómo ha vivido esos días y qué es lo que ha hecho (14,8). A la luz de la hoguera Judit, circundada de todo el pueblo, narra cuanto ha hecho desde el momento en que salió de Betulia hasta el momento actual. Tras oír la historia de labios de Judit, “el pueblo lanzó grandes aclamaciones y en toda la ciudad resonaron los gritos de 64
alegría” (14,9). Ajior, por su parte, “viendo todo cuanto había hecho el Dios de Israel, creyó en él firmemente” (14,10), siendo incorporado a la comunidad de Israel. Ajior hace profesión de fe en el Dios de Israel, que ha realizado esa victoria sobre el ejército asirio por mano de Judit. Ajior, con temor reverencial, reconoce a Dios en la actuación salvadora de Judit. Alaba a Judit y se circuncida para ingresar, aunque sea amonita, en la asamblea de Israel, como lo habían hecho Rut, la moabita, y Rahab, la prostituta de Jericó. Por amor a Israel, cuya suerte victoriosa le alcanza, se adhiere a su fe y a su culto. Contra la prohibición del Deuteronomio, que afirma que “no se admitirá en la asamblea del Señor al amonita, ni al moabita” (Dt 23,4), Ajior es circuncidado, convirtiéndose así en miembro de la comunidad de Israel (14,9-10). Ajior, de esta manera, es figura de los gentiles que acogen a Cristo con la fe y entran en la Iglesia mediante el bautismo. La alegría de la victoria se multiplica con la llegada de la aurora: “Apenas despuntó el alba, colgaron de la muralla la cabeza de Holofernes” (14,11). Es lo que ha sugerido Judit. La cabeza expuesta sobre la muralla de Betulia genera la esperanza entre los israelitas y el pánico entre los asirios. La victoria del sol sobre las tinieblas es un símbolo del triunfo de la fe sobre el caos ciego del mal. Con la luz del día la acción se apresura. Hay correr desde lo alto de la ciudad hacia el valle y un precipitarse de los asirios, que aún no se han percatado de la decapitación de su general. No comprenden de dónde sacan valor los israelitas para salir de la ciudad a enfrentarse con ellos, y corren en busca de sus jefes. El caos y la confusión del ejército asirio se difunde en una espiral ascendente. Al ver descender a los habitantes de Betulia, “los soldados asirios comunican la novedad a sus oficiales, y éstos la van comunicando a sus estrategas y comandantes, y a todos sus jefes, hasta llegar a la tienda de Holofernes” (14,12). Allí los jefes se detienen y dicen a su intendente general: -Despierta a nuestro señor, porque esos esclavos tienen la osadía de bajar a combatir contra nosotros, para hacerse exterminar completamente (14,13). El intendente Bagoas entra, pues, y da palmadas ante la cortina de la tienda, suponiendo que Holofernes está durmiendo con Judit. Pero, como nadie responde, aparta la cortina, entra en el dormitorio, y lo encuentra tendido sobre el umbral, muerto y decapitado. Bagoas lanza un gran grito, con gemido, llanto y fuertes alaridos, al tiempo que rasga sus vestiduras. Corre luego a la tienda en que se había aposentado Judit y, al no verla, se precipita hacia la tropa, gritando: -¡Esas esclavas eran unas pérfidas! Una sola mujer hebrea ha llenado de vergüenza la casa del rey Nabucodonosor. ¡Mirad a Holofernes, derribado en tierra y decapitado! (14,1418). Bagoas ha acertado con el significado teológico del libro de Judit: Una mujer, con toda su debilidad, ha llenado de vergüenza toda la casa del potente rey Nabucodonosor. En el Magnificat de María resuena el eco de esta palabra: El Señor “derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes” (Lc 1,52). Al descubrimiento del cadáver sigue una especie de duelo con su ritual fúnebre, que se va dilatando, en contraste con la vigilia gozosa de Betulia. Lloran la muerte del general y la deshonra de la casa real: “Cuando los jefes del ejército asirio oyeron las palabras de Bagoas, su ánimo quedó completamente perturbado, rasgaron sus túnicas y lanzaron grandes gritos y alaridos por todo el campamento” (14,19). Es significativo el hecho de que la victoria no se debe a los generales o al ejército de Israel. Dios, para derrotar al invencible ejército asirio, se sirve de una sola mujer. Dios vence la fuerza con la debilidad. Es lo que celebra el himno de gloria que entonan los jefes de Betulia, al que se une todo el pueblo con su “amén”. Lo celebran luego los delegados de Jerusalén, guiados por el sumo sacerdote Joaquín. Es todo el pueblo de Dios el que se siente 65
salvado y el que, como asamblea santa, canta las bendiciones de Dios. En cambio en el campamento del enemigo ocurre todo lo contrario. Al descubrir la muerte de Holofernes corre el pánico en el ejército asirio y renace la fe en el pueblo de Dios. A los gritos de duelo del campamento enemigo se contraponen los cantos y danzas de los habitantes de Betulia. Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo, canta la liturgia pascual de la Iglesia. La muerte ha sido vencida y la vida se difunde, recreando la esperanza en los abatidos israelitas. El triunfo pascual de Cristo es el inicio de la vida nueva para todos los creyentes. La cabeza del enemigo cuelga en las almenas de la ciudad, invitando a celebrar la fiesta de la victoria sobre el mal y la muerte. Quizás nos toque vivir aún en medio de un mundo, que no sabe que el Maligno ha sido decapitado. Pero la Iglesia ha abierto las puertas a Judit y ha visto la cabeza arrancada del cuerpo del enemigo. La Iglesia puede celebrar la victoria de Cristo sobre el enemigo y anunciarla a todo el mundo. Cristo, muriendo, ha vencido la muerte. En Cristo, amando hasta aceptar la muerte por sus enemigos, ha triunfado el amor sobre el odio. La bondad de Dios ha sido más fuerte que la muerte. Ajior, símbolo de las naciones, ha visto con sus ojos la victoria de Dios sobre el enemigo. Él ha conocido al enemigo, ha estado a su servicio, ha contemplado su rostro cuando sentenciaba su muerte. Y ahora ese rostro no es más que una cabeza con los ojos apagados por la muerte. Realmente Ajior es testigo del triunfo del Dios de Israel sobre el potente y temeroso Holofernes. De verdad Ajior puede encabezar la procesión de los paganos que se incorporan al pueblo de Dios, participando de la gloria de Israel. En la Iglesia se abren las puertas de par en par a las naciones paganas. Jonás, y uno más grande que Jonás (Mt 12,41), sale de Israel e va a Nínive, a la patria de Nabucodonosor, a anunciar la conversión para el perdón de los pecados. Y el signo de Jonás, la victoria sobre la muerte, es el signo de la salvación para todos: de Jonás. “Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación” (Lc 11,30).
15. JUDIT, GLORIA DE JERUSALÉN
La noticia de la decapitación de Holofernes siembra el caos en el ejército asirio. El 66
terror y pánico que invaden el campamento asirio tiene un tinte religioso. Todos huyen en desbandada, dispersándose por los campos. El eco del grito de Bagoas se difunde en tres oleadas: a los jefes, a los subalternos que están en el campo y a los centinelas, dispersos en diversos lugares: “Al oír la noticia los del campamento quedaron estupefactos; fueron presa de terror y pánico y nadie ya fue capaz de mantenerse al lado de sus compañeros: huyeron todos a la desbandada, por todos los caminos, por la llanura y la montaña. También los que estaban acampados en la altura, sitiando a Betulia, se dieron a la fuga; entonces, todos los hombres de guerra de Israel cayeron sobre ellos” (15,1-3). La persecución se mueve por una geografía fantástica, como el resto del libro. La Vulgata, con una ligera variante, dice que “sin hablar con sus camaradas, dejándolo todo, se apresuraban a huir de los hebreos, a quienes oían venir en su persecución, y escapaban por los caminos del campo y las trochas de los collados”. Dios vence sin necesidad de combatir. Le basta con “arrojar en medio de ellos la turbación ante Israel” (Jos 10,10; Gn 35,5; Jc 7,21; 2S 5,24; 2R 7,6; 2Cro 13,15; 14,12). Algo semejante ocurrió durante la invasión de Senaquerib (2R 19,35-37) y en la guerra de Josafat contra los habitantes de la Transjordania (2Cro 20,22-24). A todos les invade el terror y pierden las fuerzas, “como vino que se derrama cuando se rompe el odre”. Cada uno busca cómo salvar la vida huyendo en cualquier dirección. Los israelitas persiguen al enemigo, causándole graves pérdidas. Ozías manda mensajeros a todo Israel, desde Jerusalén en el sur hasta Damasco en el norte y Galaad al este, para que todo el pueblo se lance contra el enemigo asirio, lo aniquile y se apodere del inmenso botín (15,4-7). La buena noticia de la victoria sobre el enemigo corre veloz y se difunde por todo Israel. Todos participan en el rico botín, despojando a los asirios, como en el Éxodo despojaron a los egipcios: “Los israelitas hicieron lo que les dijo Moisés y pidieron a los egipcios objetos de plata, objetos de oro y vestidos. Yahveh hizo que el pueblo se ganara el favor de los egipcios, los cuales se los prestaron. Así despojaron a los egipcios” (Ex 12,3536). La escena recuerda también a Gedeón en la conquista de Jericó (Jc 7,24ss). Joaquín, el sumo sacerdote, y todo su consejo vienen desde Jerusalén a Betulia para aclamar a Dios por la hazaña que ha realizado por mano de Judit (15,8). La salvación de Betulia es la salvación de Israel. Judit es “la gloria de Jerusalén”, “el orgullo de Israel”, “el honor de nuestro pueblo”. Toda la delegación de Jerusalén, a una sola voz, aclama a Judit: -Tú eres la exaltación de Jerusalén, tú el orgullo de Israel, tú la suprema gloria de nuestra raza. Al hacer todo esto por tu mano has procurado la dicha de Israel y Dios se ha complacido en lo que has hecho. Bendita seas del Señor Omnipotente por siglos infinitos (15,9-10). Y todo el pueblo, que asiste exultante, responde: - ¡Amén! Un mes entero necesita Israel para saquear el campamento de Holofernes. A Judit le dieron la tienda de Holofernes, con toda la vajilla de plata, y los lechos, y los cojines, y todos los muebles. Judit carga todo sobre una mula y sobre unos carros y se encamina hacia Jerusalén para ofrecerlo al Señor. Y, a medida que el cortejo avanza hacia Jerusalén, le salen al encuentro las mujeres de Israel, que organizan una fiesta con danzas en torno a Judit. Todas la mujeres quieren ver a Judit y colmarla de alabanzas. Pero Judit no quiere estar al centro y se mete en el corro, danzando con las demás mujeres, mientras los hombres caminan armados, al tiempo que entonan himnos con sus labios. La procesión, iniciada en Betulia, no se detiene hasta llegar a Jerusalén. Las cabezas, antes cubiertas de ceniza, ahora se adornan con coronas de olivos: “Todas las mujeres de Israel acudieron para verla y la bendecían danzando en coro. Judit tomaba tirsos con la mano y los distribuía entre las mujeres que estaban a su lado. Ellas y sus acompañantes se coronaron con coronas de olivo; después, 67
dirigiendo el coro de las mujeres, se puso danzando a la cabeza de todo el pueblo. La seguían los hombres de Israel, armados de sus armas, llevando coronas y cantando himnos” (15,1213).
16. EL CANTO DE JUDIT
Judit, como María la hermana de Moisés (Ex 15,20), entona el canto con el que 68
interpreta el significado del acontecimiento, sirviéndose de citas de otros cánticos bíblicos. Comienza con la invitación del solista a la asamblea a alabar a Dios. Judit hace de solista, que invita al pueblo: -Alabad a mi Dios con panderos celebrad al Señor con platillos; con un canto nuevo invocad y ensalzad su nombre (16,1). El pueblo, a coro, va dando el porqué de la alabanza a Dios. Interesante el primer motivo de la alabanza a Dios: -Alabad al Señor porque quebranta las guerras (16,2). Dios no es amante de la violencia, no alienta la guerra, sino que pone fin a ella. El canto invita a confiar en la intervención de Dios en favor de su pueblo. Judit, como cantautor, narra lo que Dios le ha hecho vivir. Y, como intérprete del pueblo, pasa de la primera a la tercera persona: -El Señor me arrancó de la mano de mis perseguidores. Vinieron los asirios de los montes del norte, vinieron con tropa innumerable; su muchedumbre obstruía los torrentes, y sus caballos cubrían las colinas. Amenazaba con incendiar mis tierras, pasar mis jóvenes a espada, estrellar contra el suelo a los lactantes, entregar como botín a mis niños y entregar como presa a mi doncellas. El Señor Omnipotente los frustró por mano de una mujer. No fue derribado su caudillo por jóvenes guerreros, ni le hirieron hijos de Titanes, ni corpulentos gigantes le vencieron; le subyugó Judit, hija de Merarí, con la belleza de su rostro. Se despojó de sus vestidos de viudez, para exaltar a los afligidos de Israel; ungió su rostro de perfumes, prendió con una diadema sus cabellos, y se vistió ropa de lino para seducirlo. Su sandalia cautivó sus ojos, su belleza le robó el alma ¡y la cimitarra le cortó su cuello! Se estremecieron los persas por su audacia, se asombraron los medos por su osadía. Entonces clamaron mis humildes, y los atemorizaron; gritaron mis débiles y ellos quedaron aterrados; alzaron su voz éstos, y ellos se dieron a la fuga. Hijos de jovencillas los asaetearon, 69
como a hijos de desertores los hirieron, perdieron la batalla contra mi Señor (16,2-13). Asiria planeaba eliminar a Israel, arrancarle de cuajo de la historia. Pero Dios da la vuelta a los planes de los potentes. “El Señor Omnipotentes les vuelve inocuos por mano de una mujer”. El canto asocia a Judit a todos los pobres, llamados “mis humildes”, “mis débiles”. Los pobres, los últimos de la tierra son los primeros ante Dios. Con ellos Dios lleva adelante la historia. Se trata de los ‘anawim, que literalmente significa “los encorvados”, encorvados por el peso de la opresión y, simultáneamente, encorvados libremente ante Dios, en actitud de reconocimiento y adoración. A ellos Dios les levanta del polvo y les concede la victoria (16,16). El cántico, -de alabanza, de júbilo y acción de gracias-, se alarga y abraza la creación y la historia universal. El Dios de Israel es el Dios de la historia y Señor del universo, que Él ha creado. Dios, creador y salvador, defiende a los pobres de toda opresión. Así la historia de Judit cobra valor apocalíptico (16,15-19). Amenaza a los poderosos y da esperanza a los perseguidos. El enfrentamiento entre Dios y los poderes del mal termina con la victoria definitiva de Dios. La fuerza y la belleza se enfrentan. La belleza, sostenida por Dios, estrella y pulveriza la fuerza de los arrogantes. La sandalia de Judit cautiva, en el doble sentido, al potente enemigo: enamora sus ojos y esclaviza su alma. Como el Apocalipsis de San Juan, el libro de Judit busca sostener la esperanza en medio de la persecución: “¡Ay de las naciones que se alzan contra mi pueblo! El Señor Omnipotente les dará su merecido en el día del juicio” (16,17). La evocación cósmica hace referencia al salmo (33,6-9), en que se canta a Dios, cuyos planes se cumplen, mientras fracasan los planes del poder humano: -Que te sirva toda la creación, porque lo mandaste y existió, enviaste tu aliento y la construiste, nada puede resistir a tu voz. Sacudían las olas los cimientos de los montes, las peñas en tu presencia se derriten como cera, pero tú serás propicio a tus fieles (16,14-15). Este canto, de un profundo lirismo, con su riqueza de contrastes y la unidad y armonía de su contenido, es una de las mejores composiciones poéticas de la literatura bíblica. Desde la exaltación de un hecho concreto se eleva al anuncio del fundamento que guía toda la historia de la salvación, culminando con su apertura a la esperanza escatológica. En el canto, como en toda la historia del libro de Judit, se confiesa que Dios salva a su pueblo en todas sus adversidades. Dios protege y salva a los humildes: “Tú eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados” (9,11). El canto se Judit está en consonancia con otros cantos similares de la Escritura, como el de Miriam (Ex 15), el de Débora (Jc 5) y el de Ana (1S 2,1-10). Pero el mejor comentario al canto de Judit es el Magnificat de María (Lc 1,52). Y la síntesis del libro de Judit la haca san Pablo en su carta a los corintios: “Ha escogido Dios lo necio del mundo para confundir a los sabios. Ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Ha escogido Dios lo plebeyo y despreciable del mundo; lo que no es, para reducir a la nada lo que es” (1Co 1,27-28). El canto de alabanza a Judit (13,17-20) se aplica en la liturgia a la Virgen María. En el mismo Ave María resuena el eco de este canto. La liturgia también dirige a María las 70
palabras con las que el pueblo elogia a Judit: “Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el honor de nuestro pueblo” (15,9). María y Judit están unidas por el hilo dorado con el que Dios enhebra la historia. Ambas muestran cómo Dios derrota al enemigo “con la pequeñez de sus siervas”. Ambas cantan la misericordia de Dios en favor de su pueblo: “Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre” (Lc 1,47-49). María es figura de la Iglesia como Judit es figura de Israel. Judit es imagen y síntesis del pueblo de Dios, María es imagen y síntesis del nuevo pueblo de Dios. La maravilla que Dios realiza con Judit preanuncia las maravillas que Dios realizará con la Iglesia, anticipadas en María. La liturgia cristiana, por ello, aplica algunos textos del libro de Judit a la Virgen María. Pues como Judit salvó a su pueblo de la opresión del enemigo, así la Virgen María, mediante su fe, hizo posible la suprema intervención salvífica de Dios en la historia de la humanidad, que es la Encarnación de su Hijo: liberar a los hombres del Enemigo, el Diablo. El triunfo final se celebra en Jerusalén (16,18-21). Y el libro termina con un cántico. El final de la historia es una doxología, el canto de gloria a Dios, en quien la asamblea halla la alegría de la alabanza. La alabanza a Dios por la creación y por la historia de la salvación es la vida de los salvados. La salvación provoca la gratitud, que se muestra en la acción de gracias, en la exultación de la Eucaristía. Y, después de tres meses de celebraciones en Jerusalén, cada uno vuelve a su heredad. Judit vuelve a Betulia. En el epilogo, el autor nos informa de los últimos años de Judit, a la que presenta como una matriarca por sus muchos años, vividos en la fidelidad a Dios y a su marido, al negarse a contraer nuevas nupcias, no obstante las muchas proposiciones de matrimonio que recibe. Incontaminada y en recogimiento, como Débora, disfruta de la larga paz que Dios ha dado por ella a Israel. Expresión de su fidelidad a Dios son la recta administración de sus bienes, el testamento que hace y la liberación de su sierva. Con la ironía que recorre todo el libro, el autor se complace en presentar a los muchos pretendientes a quienes Judit rechaza. Judit se consagra totalmente a Dios, mostrando así su maternidad sobre el pueblo. A la edad de 105 años Judit se une a sus padres, siendo enterrada en el mismo lugar que su marido Manasés. Todo Israel la llora durante una semana. Y el libro concluye afirmando que “mientras vivió Judit y durante mucho tiempo después de su muerte, nadie volvió a atemorizar a los israelitas” (16,25) El matrimonio de Judit es símbolo de la alianza de Dios con su pueblo. Su viudez, antes de la victoria sobre Holofernes, es figura del tiempo de prueba; después de la victoria, es imagen de la fidelidad a su único esposo, el Señor, que la protegió de la violación de los gentiles en el momento del combate. María, de quien Judit es figura, se nos mostrará como virgen incontaminada, como esposa fiel, como madre fecunda de los hijos de Dios, como viuda, que vive consagrada totalmente al Reino de Dios. En Jerusalén, centro de Israel, reside la gloria de Dios. En su templo santo tiene su morada permanente. El libro de Judit, por ello, acaba en Jerusalén. Del templo sale la bendición en la prosperidad y el auxilio en la hora de la angustia. En el templo culmina la acción de gracias a Dios por sus obras magníficas en favor de su pueblo: “Cuando llegaron a Jerusalén, adoraron a Dios y, una vez purificado el pueblo, todos ofrecieron sus holocaustos, sus ofrendas voluntarias y sus regalos. Judit ofreció todo el mobiliario de Holofernes, que el pueblo le había concedido, y entregó a Dios en anatema las colgaduras que ella misma había tomado del dormitorio de Holofernes. Durante tres meses permaneció el pueblo en Jerusalén, celebrando festejos delante del santuario. También Judit estaba presente” (16,22-24). 3 3 El texto de la Vulgata a veces difiere del griego y por ello no siempre coincide la numeración de los versículos.
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NOTA BIBLIOGRÁFICA
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INDICE INTRODUCCIÓN 5
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