mientras las lágrimas pugnaban por soltársele. Pero ahora no podía llorar: tenía que pensar en cómo salir de este aprieto. Resolló y se apretó los ojos; miró realmente a su alrededor. Y se quedó paralizado. Porque no era el viento el que suspiraba al otro lado de las paredes. Era una persona respirando, una sombra que se separaba de su fondo plateado, respirando roncamente, transformándose en un hombre. La luz y la oscuridad atravesaban las ventanas, dibujando caras que miraban, negras, blancas, desaliñadas, limpias, viejas, jóvenes como el día que murieron. Mientras tanto, fuera, unos pasos espectrales parecían barrer la hierba, los matorrales crujían como si unos cuerpos se abrieran paso a través de ellos; las peleas suaves de las palomas eran voces secretas que conspiraban... Con los ojos en tensión, Martin observó cómo se corporeizaba la alta figura. Un polvoriento rayo de sol tocó su hermoso cabello, su camiseta y cazadora sin mangas, los musculados brazos desnudos; un relámpago en forma de cuña... El hacha. Por las costillas de Martin corrieron escalofríos. —¡Tú! Desde la cocina —Martin miró airadamente a la ventana donde las caras mostraban sus dientes, riendo silenciosamente y moviéndose— , ¡Sois los niños adoptados! —maldijo el anuncio y a sí mismo porque, al desear tanto una casa, había salido de su escondite. Los niños adoptados habían jurado que le cogerían. Ahora lo habían conseguido. —¿Martin? ¡ Mar-tin! —desde el camino, llegó el tono profundo de madre — , ¡Prepárate para conocer a tu Creador! —la puerta del garaje se abrió con estrépito. Con el corazón galopando, Martin miró hacia arriba, lleno de miedo. Una figura rechoncha, con cabello largo y suelto, se dibujó contra un resplandor celeste antes de que la puerta se cerrara de golpe. En la oscuridad, el brillo de un collar, los zapatos ortopédicos, un olorcillo a jazmín... La figura que había vislumbrado desde la calle. Pero ella no había envejecido. Alargó su mano. El hombre junto a la puerta le dio el hacha. Sosteniéndola, permaneció de pie sobre Martin, de espaldas a la ventana, y dijo ásperamente: —«Cada hombre soporta su propia carga», dice el Libro Santo. Me has pertenecido demasiado tiempo, Martin. —Tú... ¿Estás viva? ¡La policía te metió en esto! ¡O los chicos! Me dijeron que habías muerto — balbuceó Martin— y yo vi... —se detuvo. Ella no pareció notar su desliz. —¿Muerta como tus bebés? —madre se estaba burlando—. Da gracias a Dios que murieron. Nunca te habría permitido que los deshonraras, nunca —su cabello se balanceaba sobre los oscuros pozos de sus ojos. Levantó una mano que debía ser blanquecina para retirar los mechones. —¡Tú mataste a mis bebés! —las lágrimas se derramaron por la cara de Martin cuando por fin se permitió recordar la noche después del funeral de los niños. Madre había venido a su habitación y le había despertado. Ella había visto a Martin en sus niños; desvariaba con un chorro de whisky; el Señor le dijo que pusiera una almohada sobre sus caras. Nada más; hacía mucho, le había dicho que sujetara una sobre la de papá.
—Porque el... el... Me hiciste recordar cómo me había engatusado dentro del cuarto de
baño; cerró la puerta, miró cómo me quitaba la ropa... La voz de Martin temblaba cuando volvía a vivir aquella noche deshonrosa. —Tú me arrastraste a tu habitación —apestaba a gardenias y a whisky. Una botella de Black and White yacía junto a la cama —. ¡Tú dijiste que mis niños eran de mala simiente! Entonces madre dijo que Martin era de mala simiente. El Señor así se lo había dicho. —Me metiste en tu cama, inclinado sobre una almohada para que no pudiera ver, para que no pudiera respirar —un sollozo desgarró el ardiente tórax de Martin. Ahora le dolía todo. Pero la escena que volvía a sus ojos le forzaba a seguir. —¡Intenté echarte! —las manos pegadas a su vestido. Intentando liberarlos, le dio un tirón de los brazos para que no se pudiera mover. Se puso encima de ella para que dejara de chillar, de morder, de retorcerse hacia el látigo—. Gritabas que me odiabas. Maldeciste el día que yo... yo nací —para detener las horribles palabras, apretó la almohada sobre su cara. Cuando por fin estuvo callada, lo ordenó todo tal como ella le había enseñado, y se volvió a la cama. Un médico le despertó, avisado por los niños adoptados. —Me dijo que habías muerto durante el sueño, de fatiga, de congoja —cuando Martin pudo fijar la vista, el médico sacudió la cabeza y le puso una inyección —. Tú, nunca, nunca me qui-quisiste... En el silencio, el único sonido eran los sollozos de Martin. Madre se enderezó, como recuperándose de un golpe. Cuando la levantó, la hoja destelleaba a la luz de un rayo de sol. Su voz tembló, recuperó fuerzas: —Eres de mala simiente, Martin. ¡He vuelto para asegurarme esta vez de que la tierra te esterilice! —le empujó apoyando la mano en el pecho de él. Detrás de las costillas de Martin una bomba parecía próxima a explotar. Cayó de rodillas con los puños apretados contra el esternón, en una parodia de oración. Erguida sobre él, parecía horrorosamente alta. Madre alzó el hacha sobre su cabeza: —Es la hora del castigo —la brillante hoja descendió, formando un arco. Martin pareció expandirse en el dolor que llenaba el universo, empujado a través de él. Las últimas estrellas que parpadeaban en sus límites se apagarían y él se precipitaría en la noche interminable... heladora, desnuda; sólo para siempre. No podía soportarlo, su corazón se estaba rompiendo... Por fin el dolor se fue, como si nunca hubiera existido. Martin sintió como si cabalgara sobre neumáticos mullidos, incluso como si volara; una música extraña gemía alrededor suyo, vibrando insistentemente... Abrió los ojos cautelosamente. Parecía estar flotando, ligero como un globo de helio, contra las vigas y papel de plata del techo del garaje. Debajo de él, las sombras se apiñaban alrededor de un montón de ropas arrugadas. No, una cara de un hombre viejo las coronaba, con el pelo gris, gafas de montura negra torcidas sobre una nariz puntiaguda... ¡Vaya! ¡El viejo era él! Con asombro y creciente indignación, Martin observó a madre bajar su hacha todavía inmaculada y arrancarse la peluca de jirones grises, luego otra negra muy bien hecha y sacudir los dedos a través de sus propios rizos castaños. Lois disfrazada ¡como yo pensaba! ¡Esos rizos castaños me recuerdan a alguien... —Pobre viejo hijo de puta —madre, qué-era-Lois-que-era-alguna-otra —dijo, con el llano
acento de Valley Girl que Martin casi había esperado. —¡Así que verdaderamente se lo hizo a la vieja escoba! ¡Se la devolvió! Nunca supuse que tuvieras agallas. Me quedé seca, tuve que improvisar. Así que había un plan. Furioso, Martin también quería llorar. —Tú estuviste impresionante. ¡Grandiosa! Una sombra con un destello de bonito cabello se arrodilló junto al cuerpo abandonado de Martin y le cerró un párpado. Mientras la sombra hurgaba y escuchaba, Martin volvió sobre las palabras de Lois. Una llama de calor chisporroteó en él. Tenía razón. Él había desobedecido a madre. ¡Y no había sido castigado! —Ataque al corazón —dijo la sombra arrodillada—. Probablemente murió antes de caer al suelo. —Así que le maté —las lentillas marrones destellaron en la palma de la mano de Lois. Miró fijamente al cuerpo, con los ojos verdes oscurecidos por la tremenda cólera. Los propios ojos de Martin se dilataron. Por detrás de las sombras, una pared con papel de plata estaba brillando con un débil resplandor, formando un corredor a través del camino al césped y a la casa, atrayéndole... Irresistiblemente atraído, Martin pasó rozando la abertura, flotó a través de ella. Los pájaros se apartaron de su camino, chillando. Los vio no más que al hombre rubio que se acercaba a las puertas con un martillo. Martin se estaba sumergiendo en la hierba, con deleite, ondeando sobre los conductos de la caldera y las paredes, para volverse al final uno con su meta soñada: las molduras, la escayola y los brillantes ojos de cristal de la casa. Las melodías de Eldritch se arremolinaban a su alrededor cuando por fin se acostó en su casa. La iluminación alrededor de Martin se hizo más oscura, hasta convertirse en una rosa brillante. Desiguales redobles de tambor se unían a las armonías sobrenaturales cuando a través de sus ventanas vio al hombre rubio coger un cartel de Se vende del maletero del Thunderbird y clavarlo en el césped que era de Martin. Martin rió tontamente. La estaca le hacía cosquillas. Y había tenido una idea. Cualquiera que compre esta casa puede tener hijos. O si no, puede que no les guste esto. El suspiro dichoso de Martin comenzó a balancear las fucsias, las puertas se cerraron arriba y abajo de las salas, y las palomas revolotearon desde sus nidos bajo las tejas del rojo tejado. Extraño, una música discordante resonaba por los conductos, llamando, prometiendo. Cuando Martin se deleitó con una cómoda calidez cada vez mayor, la luz que le bañaba le vació en un túnel luminoso, cuyos tramos más lejanos se ensombrecían del rosa al magenta o al vibrante rubí. —¿Mar—tin! ¡Martin! Oscureciendo el final del túnel, una forma rechoncha se deslizaba hacia él. —Te enseñaré a que no cierres la puerta delantera. Estarás educado de la forma debida o sabré el porqué. ¡No puedes estar aquí! ¡Por fin puedo amar y hacer lo quiera! La música se volvió salvaje, la luz por encima y por debajo de Martin estaba cambiando al mismo tiempo que el insistente rasgueo y los extraños acordes y resoluciones. —¿El demonio citando las Escrituras, Martin? —siniestramente, la figura sacudió su cabeza cuando se acercó más, sus pisadas. ¿Era aquello el brillo de sus zapatos ortopédicos? La derrota envolvió a Martin como una miasma, las breves llamas de un triunfo y su felicidad se convertían en velas en la niebla, menguándose, derritiéndose... Silenciosamente susurró:
—Ya voy, madre.
Luego se volvió a mirar el rosado y parpadeante túnel de la casa de estilo español que nunca había esperado ver de nuevo.
Penélope vuelve a casa M. J. Engh M. J. Engh es la autora de Arslan, un libro que algunos consideran como la mejor novela política de ciencia-ficción de los últimos veinte años. Wheel of the Winds es su novela de ciencia — ficción más reciente. También ha escrito libros para niños. En 1982 Engh recibió una beca nacional concedida por la Asociación de Escritores de Artes Creativas y cogió un año de excedencia en su trabajo de la biblioteca de la Universidad del Estado de Washington. Pasó siete meses de su año sabático investigando por Italia, el sur de Francia, un poco de Yugoslavia y una parte de Turquía, siguiendo el rastro de Galla Placidia, una dama del siglo v que es la heroína de su primera novela histórica (que luego ha llegado a ser una trilogía). Al año siguiente dejó su trabajo en la biblioteca de la Universidad del Estado de Washington y dice que, desde entonces, ha vivido fundamentalmente en el siglo v. Reside en Pullman, Washington. Lo que me sorprendió de los templos griegos no fue la gracia, el equilibrio, el refinamiento, todas esas tonterías para las que te preparan los libros de texto. Fue la solidez, la amenaza. Miré fijamente aquellas columnas abultadas y pensé: Sí, los dioses pudieron vivir aquí. Eso fue cuando era estudiante graduada —en mi primera visita escasa de dracmas a Grecia— , queriendo quedar impresionada preferentemente por algo a lo que no hiciesen mención los libros. Lo superé pronto. Quince años después, recordé. —Te encantará la casa —le había dicho a Elizabeth— , Verdaderamente, está más dentro de
tu estilo que del nuestro. Es un desperdicio todo este terreno sólo para nosotros. Elizabeth se rió maliciosamente. —No me lo creo, Penny. A ti también te encanta. —Oh, sí. Realmente nos encanta a todos. La niña dejó de llorar la primera vez que atravesamos la puerta. Pero eso no quiere decir que sepamos qué hacer con ella. Solamente vivimos allí. Eso era ligeramente inexacto. Desde el momento en que traspasé el umbral había sabido que aquella casa era de nuestro estilo, de mi estilo. El exterior no nos había impresionado. Habíamos pasado por delante repetidas veces —la gente que vive en Pullman, Washington, recorre repetidas veces las ocho millas hasta Moscow, Idaho y la carretera del aeropuerto es más agradable, un paseo más bonito que la carretera principal. Habíamos visto el cartel de Se vende y consideramos que no merecía la pena ir a verla. Sólo cuando ya no esperábamos encontrar nada mejor y con un precio de entrada más barato, nos decidimos a echarle un vistazo. Como dijo Roger, la fachada parecía un garaje acrocéfalo (el extremo de un tejado fuertemente inclinado terminaba en el marco de una cara blanca, sin rasgos). —Por supuesto, ésta no es la verdadera fachada. La fachada auténtica es la lateral. Era verdad. La que había sido proyectada como puerta delantera daba al este, con una
desviación de 90 grados exactos desde la carretera del aeropuerto, dentro del desvío de grava que conducía al interior del terreno que rodeaba a la granja. —Eso es lo que algunos entendían por introducirse en un círculo —dijo divertido el agente de la propiedad—. Pero ya ven que hicieron un cambio. Lo que alguien había hecho, en cambio, era un garaje que permanecía libre; su puerta estaba al mismo nivel del extremo de la casa y entre ellos había el espacio suficiente para una acera bordeada de lilas mustias (las lilas son las únicas flores que me disgustan profundamente). Detrás del garaje había una hilera de otras pequeñas dependencias que el agente identificó como un gallinero, un cobertizo para trastos y otro para herramientas. Entre el de las herramientas y el desvío de la grava había un montículo de una bodega, que parecía una sepultura. —Si quieren, pueden quitar todo esto —añadió en tono alentador— , O trasladarlo a la parte de atrás de la finca. Excepto la bodega, por supuesto; la mayor parte es subterránea. Roger se encorvó, con un filosófico encogimiento de hombros. —Resulta poco eficaz dar vueltas. Desde la acera de las lilas había tres escalones hasta un pequeño porche de entrada de hormigón, con un inútil tejado a dos aguas encima de la artesonada puerta delantera. Dentro, un vestíbulo decente, con armarios y manchas que señalaban dónde habían estado el paragüero y los maceteros, una puerta a la cocina y otra que daba a un tramo de escaleras que conducían a los dormitorios de arriba. Un gran cuarto de estar ocupaba todo el lado norte, con una ventana salediza («Eso va a hacer que el calor sea más duro», observó Roger) situada frente a una chimenea. Un comedor independiente, con ventanas a poniente. —Mira, una puerta de verdad —dije—. Me gustan las casas con puertas —había otra puerta de verdad en la cocina. Pero el modo natural de entrar en la casa era por la puerta sur, directamente a la cocina, en primer lugar. Así fue cómo nos hizo pasar el agente al principio, y así fue cómo supe que ésta era una casa donde podía sentirme cómoda. Aunque no parecía fácil, aduje un montón de objeciones: con una carretera de grava y con campos de trigo por los alrededores, va a haber mucho polvo; tendremos pesticidas flotando en la comida; justo al lado de la carretera está el aeropuerto, así que los aviones nos pasarán rozando... Y no hay patio delantero. Todo el mundo vendrá por la puerta de la cocina y no estoy segura de querer que la gente vea nuestra cocina desordenada. Mire las vistas que hay desde las ventanas que dan al este: no se ve nada más que el garaje y todos esos cobertizos... Pero me encantaba. Nunca he sido lo que se dice una cocinera, pero me gustan las cocinas. Y esta cocina estaba llena de sol y multitud de armarios y cajoncitos y espacio suficiente para una mesa de cocina decente, alrededor de la cual se puede sentar uno, caminar y amontonar cosas. Una puerta al comedor y otra al vestíbulo. —Por supuesto, esta puerta sur no se abre exactamente a la cocina —dijo el agente—. Se abre al hueco de la escalera del sótano; y está este pequeño rellano de entrada donde pueden quitarse los zapatos mojados y colgar sus abrigos en esos ganchos. Así que ese camino es agradable. Y es excelente para que los chicos puedan bajar directamente las escaleras y que no se entrometan en su espacio vital. —¿Cuándo se construyó? —preguntó Roger. Estábamos de nuevo fuera, echando un vistazo a la casa e intentando pensar que nos encantaba. —Alrededor de mil novecientos cuarenta —dijo el agente—. Entonces todavía sabían cómo
construir casas —golpeó con el pie en una piedra lisa casi enterrada en la hierba—. Por supuesto, aquí había una vieja granja antes. Esto formaba parte del camino, supongo. También había árboles, una valiosa consideración sobre la ondulada pradera de Palouse; no sólo los pequeños sauces dorados a lo largo del hilillo del riachuelo, sino los restos de un álamo roto por el viento en el lado oeste, un arce detrás de la casa, unos cuantos serbales cubiertos de maleza entre los imponentes lilos al fondo del patio, y un viejo manzanal sobre la ladera de arriba. —Esto era parte de la granja Morrisey —explicó el agente—. La razón de que esta pequeña parcela esté en venta es que, cuando el hijo se ocupó de su explotación, él mismo construyó una casa al otro lado, y cuando los parientes viejos murieron, alquiló ésta, hasta que empezaron a surgir demasiados problemas para preocuparse de ellos. Es estupenda para alguien que trabaja en la ciudad y quiera vivir en el campo. Sus cinco acres incluyen todo el lado delantero de la colina. Aquellos campos de guisantes a lo lejos; o de lentejas; resulta difícil decirlo desde aquí. Roger me dio un codazo: —¿Ves? No es trigo. Así que tendremos distintos pesticidas —dije. Pero los dos estábamos canturreando cuando nos dirigíamos de vuelta al coche. Lo hacemos algunas veces. Al día siguiente volvimos con los niños. Melanie todavía era un bebé —su llegada fue lo que nos había animado a buscar una casa más grande— y Todd era una bendición con sus tres años, todavía sin pulir por la guardería. Inmediatamente salió fuera a hacer un recorrido por las dependencias con Roger detrás de él para controlar los desperfectos. Melanie estaba protestando en mis brazos, trastornada porque la habíamos despertado a una hora equivocada. — ¡Espera un minuto! —gritó Roger cuando Todd se esforzaba en levantar la trampilla de la bodega. —¿Es seguro eso? —le pregunté al agente inmobiliario. El mundo parecía más inhóspito y peligroso que hacía unos minutos. El grito de Melanie ascendió a berrido. Aquí fuera, en el campo, lejos de los médicos, del asfalto y de los atascos, ¿quién sabía qué riesgos inesperados podían amenazar a mis hijos? —La puerta quizá necesite alguna reparación —dijo el agente en voz alta— , pero la bodega es tan sólida como el Peñón de Gibraltar. La inspeccioné yo mismo. Le seguí de mala gana hasta la puerta de la cocina. Me la abrió y entré. Melanie dejó de gritar. Estaba mirando en los armarios cuando Todd irrumpió unos minutos después, abriendo la puerta de la cocina como si hubiera estado ensayando durante semanas: —Ven, mamá. ¡Ven! Aquí ha habido indios. —Desde luego que los ha habido —dije—. Ha habido indios en todo el país. —No. ¡Quiero decir en la bodega! El agente inmobiliario podía haber inspeccionado, pero le tocó a alguien de tres años encontrar signos de indios. Seguí a Todd, dejando a una tranquila Melanie en los brazos de Roger, cuando pasamos a la calzada. —Está oscuro —advirtió Roger. —No te preocupes, aquí hay una linterna —le contesté. Estaba en la hierba, junto a la puerta abierta de la bodega. La encendí (su armazón estaba descolorido y roto, pero funcionaba) y seguí a Todd escaleras abajo. Dentro, el maravilloso olor subterráneo que
siempre me recuerda a los champiñones frescos. En el muro del fondo, justo a la altura de Todd, había un nicho rectangular, excavado en la oscura tierra. —Todd, espera un momento —le saqué las manos del agujero. Una de ellas sujetaba una punta de flecha, la otra una pluma mugrienta y llena de barro. Me lanzó una sonrisa triunfante al rayo de la linterna, y me reí: —¡Indios, Todd! Coge eso y enséñaselo a papá. —¡Y esto! —se detuvo para coger más tesoros llenos de telarañas. Giré el rayo de luz para iluminar el nicho. Tenía dos pies de ancho y apenas un pie de profundidad, había sido allanado irregularmente en la sólida tierra; un lugar para almacenar, más tosco que los estantes que bordeaban los lados más largos de la bodega. Quizá un niño había escondido aquí esta colección, muy pequeña y muy de aficionado, hacía décadas; el hijo ingrato que había construido su propia casa en el lado opuesto de la granja y había vendido ésta, olvidando sus tesoros, cuando resultaron ser demasiado problema. O quizá los ancianos que habían construido ésta y murieron aquí. Quizá los primeros dueños de la granja habían saqueado personalmente estas curiosidades de los que alguna vez fueron los auténticos propietarios de la tierra. Había más puntas de flecha, un montón de plumas y diminutos huesos y guijarros y un fragmento de piel, quizá un vestigio de una bolsa de medicina, y hacia el fondo, introduciéndose en el rayo de mi linterna, una pequeña masa con ojos. Parecía estar tan en su sitio que vacilé antes de cogerla y cerrar mis manos sobre ella. Era de piedra tallada, o más bien de piedra picada. Sus grandes ojos de lechuza eran dos grupos de círculos concéntricos, anchas líneas formadas por muchos hoyos pequeños, como si los hubieran hecho con un martillo y un clavo. Me lo llevé a la luz del sol, donde Todd estaba exhibiendo sus trofeos a Roger y al agente. —¿Sabe algo sobre los indios? —me preguntó Roger impresionado por la sofisticación de su hijo. —¿No te enseñó ese libro que estamos leyendo? Abrí la mano revelando la pequeña figura y Roger se cambió la niña de brazo para cogerla de mi palma. —¿Sabes a lo que me recuerda esto? —miró la masa sin forma, poniéndola a la luz del sol—. Aquella vez que Clint Golding y su pandilla de antropólogos me hablaron de bajar a Colombia, en uno de sus recorridos para examinar petroglifos. Hay uno grande en algún lugar por ahí abajo junto a los Dalles que es como éste, todo ojos. Reduce a miniatura aquél mediante una escala de cuarenta o cincuenta y tendrás éste —lo inclinó hacia atrás y siguió —. Ella ve que vienes. Ella ve que vas. Así es cómo la llaman los indios locales o, por lo menos, eso me contaron. No sé si se puede uno fiar de un antropólogo. —Dejémosla en su sitio —dije—. Vamos, Todd, vamos a devolver todo esto a donde corresponde. —A mi mamá —confió Todd al agente— le gustan las cosas viejas. Regresamos una vez más, Roger y yo solos. Esa era nuestra estrategia para cazar casa; primero investigar las posibilidades; luego, si nos gustaba, probarla con los niños (o probar a los niños con ella, como les decía a mis amigos) y, finalmente, si todavía estaba libre, revisarla una vez más sin que nos distrajeran los niños o el agente. —Hay tantas cosas que no están bien —protesté, pasando amorosamente una mano sobre la repisa de la chimenea—. ¡Ese diminuto baño junto al comedor! Y el del piso de arriba no
está mucho mejor. —Tenemos suerte de tener dos baños completos en una casa tan antigua —dijo Roger— , Por supuesto, todo el sitio da al camino equivocado. Está ese enorme patio trasero con un mínimo de sol y sin espacio para plantar algo enfrente. ¿Qué utilidad tiene el irse al campo si no se puede tener un jardín? —Son cinco acres enteros —dije—. Podemos hacer lo que queramos con ellos. Y un manzanal. —Un pomar abandonado —rectificó Roger—. Tendremos suerte si conseguimos una libra de manzanas agusanadas. El sótano está sin terminar... —Pero seco —dije— , Y si nos desembarazamos de esos horribles arbustos de los cimientos, tendrá mucha más luz. —Realmente hay cantidad de habitaciones —dijo Roger—. Podríamos instalar un cuarto de baño y una habitación para el ordenador aquí abajo y separar el área de lavar y el horno, y todavía tenemos espacio para una habitación bastante grande para la familia. Están todas las cañerías, la fontanería no será ningún problema. Pero no sé qué pasa con la instalación eléctrica. —Y esos suelos de madera serán gloriosos, una vez que quitemos esta alfombra y los pulamos. Es una pena que el ático no sea lo suficientemente alto para ponerse de pie. Me gustaría tener un ático soleado para trabajar. —Es lo suficientemente alto en el centro. En último caso, podríamos eliminar parte del tejado y hacer buhardillas. —Y a los gatos les encantaría —dije. Nos miramos el uno al otro y nos reímos —. Creo — dijo Roger— que nos conocimos precisamente en una casa. Cinco años después nos estábamos felicitando todavía de la suerte o habilidad que nos había conducido a nuestra casa. Nos quejábamos de sus deficiencias, pero tanto como nos quejamos de los defectos de nuestros hijos o de los demás, las quejas rituales de la gente feliz. Los prudentes siempre habían ofrecido tales sacrificios para evitar cualquier apariencia de petulancia, esa excesiva satisfacción que tienta a los dioses a poner en orden las cosas. Por entonces, yo tenía mis propias ideas sobre la suerte. Tu suerte muestra qué clase de relaciones se tiene con el Universo. O, como me parafraseaba Roger: «La suerte no es gratuita». —Lo creo —añadía cortésmente—. Pasteur estaba en lo mismo cuando dijo que la suerte favorece a las mentes preparadas. Pero Elizabeth objetó enérgicamente: —¡Eso no me gusta nada, Penny! El próximo paso es «más afortunado que tú», ya sabes; tengo suerte porque me lo merezco y tú no la tienes porque no lo mereces. —Es más un asunto de competencias que de moralidad —dije—. Es del mismo modo que cuando se dice que algunas personas son mejores haciendo dinero que otras personas. Podrá no ser correcto, pero funciona. Me había gustado Elizabeth Bannerman desde el primer día que apareció en mi curso de Religiones Antiguas; una joven grande, natural, jovial, bien parecida, una de las pocas en las que nunca estuve tentada a pensar como una chica. Se quedó después de la clase para hacer preguntas inteligentes, y al final del semestre éramos amigas. Era profesora ayudante y estaba
También Barnard Levi St. Armand publicó un maravilloso análisis jungiano sobre la casa del Priorazgo de Exham en Las Ratas en las paredes, de H. P. Lovecraft, titulado The Roots of Horror in the Fiction of H. P. Lovecraft. (La estructura del Priorazgo de Exham es psicológicamente similar a la casa que visita H. P. Lovecraft, novelada por Richard A. Lupoff en La casa de la rue Chartres, que figura en este volumen.) En el terror de la Naturaleza-de-la-realidad, la estructura de la casa y las relaciones de los personajes con ella tienen implicaciones que socavan nuestra confianza en que conocemos el mundo. Un ejemplo de ello es el relato de Robert Aickman, The Hospice, en el que las cortinas no ocultan ventanas, sino paredes blancas, y todas las pistas a las que nos aferramos para orientarnos solamente sirven para desorientarnos aún más. Como ha mantenido Julia Kristeva en su libro Powers of Horror, el tema objeto emocional del terror es materia al borde de la represión. Si lo material estuviera completamente reprimido, no tendríamos acceso a él. De este modo, la tierra fronteriza al borde de la represión es el territorio natural del terror. Hay varios modos de definir la literatura de terror, pero una de las más útiles es la de que la literatura de terror es la literatura cuyo territorio emocional es el terror. De este modo, la ocupación del escritor de terror no es sobrepasar todos los límites, sino bailar a su alrededor, acelerando ahora, retrocediendo después, arrastrándonos elegantemente mientras hace que nos demos perfecta cuenta de dónde están las líneas. Algunos han argumentado recientemente que la tarea del escritor de terror es ir más lejos, romper todos los tabúes, sobrepasar todos los límites. Pues bien, mientras esta metáfora espacial ofrece algún mérito, su aplicación tiene ciertos problemas. Una vez que uno va más lejos, más allá del borde de la represión, los símbolos dejan de significar, dejan de tener sentido. El resultado parece innecesariamente grosero, estúpido o —peor aún— aburrido. El exceso agota y devalúa el lenguaje psicológico de la violencia. Es fácil comparar los límites con los requerimientos paternos de que se esté en casa antes de las diez o se permanecerá castigado durante una semana. Pero éste es un concepto muy estrecho de los límites. Yo misma suscribo el concepto matemático de límites. Los límites restringen, pero pueden dar un sentido de inevitabilidad: el tipo de inevitabilidad que produce el terror que se desarrolla en la mente. En el terror arquitectónico la estructura de la casa se convierte en una encarnación de los límites, límites dentro de los cuales se puede permanecer, pero también límites en la fuerza tensorial de las vigas que sujetan el techo. Nuestra comprensión de la arquitectura fuerza a una racionalidad sin expresión de nuestros miedos sin forma: El pentágono, el pentagrama, como todos los modelos, están definidos por sus límites. Incorporados a los armoniosos modelos de frutas y flores, ejemplifican un epigrama atribuido a Pitágoras, de que los límites dan forma a lo ilimitado. Éste es el poder de los límites. (György Doczi, The Power of Limits.)
Ésta es la terrorífica belleza de la arquitectura literaria y de la arquitectura como literatura. E incluso el arte de ir más lejos se convierte, en sí mismo, en un juego de límites. En 1984, cuando todavía estudiaba en la Universidad de Washington, tenía algo de tiempo entre las clases. Así que decidí pasar una agradable y pausada hora en la Henry Art Gallery, que por
escribiendo despacio su tesis sobre las mujeres en Esparta en el siglo v antes de Cristo. Yo fui la única que la enseñó a usar A.D.N.E. (antes de nuestra Era), mejor que a. de C. (antes de Cristo), en un mundo en el que el cristianismo no tenía relevancia. Como católica razonablemente buena, nunca había pensado en ello. Cuando Roger propuso un año sabático, empezamos a pensar en Elizabeth y su familia como posibles cuidadores de la casa y cuando conseguimos una oferta en firme de la Universidad de Montpellier la llamé inmediatamente. Estaban cansados de alquilar, muriéndose de ganas por un sitio en el campo y todavía no podían permitirse una casa que les conviniera. Su marido, George, era cazador y granjero potencial (ambos procedían de familias granjeras del Medio Oeste), atrapado en un trabajo de celador de teléfonos. Tenían tres hijos, cuyas edades estaban en, una escala que a mí me horrorizaba secretamente: Mark tenía doce años, Jane siete y el bebé apenas un año. Los niños habían retrasado su carrera — ella era sólo unos pocos años más joven que yo— , pero afrontaba todos los obstáculos de la vida con tan buenos ánimos que yo sólo podía apartarme y aplaudir. Era una de esas situaciones en que todo el mundo sale ganando, que hace pensar que realmente se debe estar en maravillosas relaciones con el Universo. Los Bannerman cuidarían mejor nuestra casa de lo que nosotros lo hubiéramos hecho nunca; entendían de gatos, pagarían los gastos y nos darían exactamente lo que se habrían gastado en alquilar una minúscula casa en la ciudad. Nosotros podríamos afrontar el resto de los pagos de las hipotecas, más impuestos y seguros, gracias a los generosos acuerdos que Roger había negociado con Montpellier y al adelanto que yo acababa de recibir de mi primer libro. —Y estaremos ahorrando dinero a manos llenas —dijo Elizabeth— , incluso con la gasolina extra. Podemos cultivar nuestras verduras para todo el año, más los pollos, más las manzanas. ¿Hay sitio ahí para que pongamos las cosas en la bodega? —Nosotros no la hemos usado nunca —dije—. Ya ves lo que quiero decir con que la estamos desaprovechando —nunca había sacado la pequeña colección india de su nicho. De alguna forma, me gustaba la idea del vigilante subterráneo allí, todo ojos y eternidad. Los chicos, como suelen hacer los niños, en un momento dado hicieron un ídolo de ello y después la taparon con un trozo de madera y la olvidaron. Personalmente me gustaba tener una deleidad atónica a mano. —¡Es estupendo!—dijo Elizabeth— , Quiero un montón de conservas —me sonrió alegremente—. Espero que disfrutes el verano tanto como lo voy a disfrutar yo. Desde el principio habíamos planeado nuestro año sabático de esta forma, con tres meses de vacaciones de verano al comienzo, mejor que al final. Tres meses para instalarnos cómodamente en el modelo europeo y encontrar alojamientos para vivir donde pudiéramos descansar, mejor que sumergirnos en el trabajo sin habernos acostumbrado al cambio de hora, con los niños protestando y sin haber practicado el idioma. Y pensábamos en ello como nuestro año sabático, aunque en público no hablábamos así. Aun así, no faltaban las bromas sobre esta Penélope que no se quedaba en casa mientras su esposo llevaba a cabo su Odisea. Yo no tenía derecho a un año sabático hasta pasados otros dos años. Habíamos hablado de esperar, pero el acuerdo de Montpellier era demasiado bueno como para dejarlo pasar. Y el contrato de mi libro de texto había llegado en el momento justo. No tuve muchos problemas para coger una excedencia de un año. —Y de esta forma —observó Melanie— podemos ir dos veces —ella no tenía idea, pobrecita, de lo que suponía un año en un país extranjero, pero se había contagiado del
entusiasmo de Roger y mío. Todd no estaba tan seguro. Él había tenido amigos que se habían trasladado, y sabía que eso significaba romper contactos. No somos turistas. Somos un grupo tan antiurbanista que en cinco viajes anteriores a Europa yo nunca había visto París, y Roger, que había pasado algún tiempo allí casi todos los años durante más de una década, no había visto mucho más. Mis casas son Grecia y Sicilia; la Bibliothèque Nationale, la suya. En el último minuto todos teníamos dudas. Los niños propusieron que nos lleváramos los gatos, y yo estuve medio tentada de aceptar. No se le pueden explicar los años sabáticos a los gatos. Todo lo que saben es que han sido abandonados por los humanos en los que confiaban. Y Ajax cumpliría diecisiete años en verano. A los Bannerman, además de ser gente muy responsable, les encantaban los animales; pero ¿y si Ajax necesitaba alguna asistencia seria? Y se me partía el corazón al ver lágrimas en los ojos de Melanie cuando abrazaba a Susie. Afortunadamente, Roger se mantuvo firme. —Tendrían que pasar una cuarentena —dijo— y serían desdichados. Ajax es un gato muy viejo; el viaje podría matarlo. Faraday, si lo llevamos allí, seguramente se escaparía y no le volveríamos a ver nunca. Faraday era el clásico gato negro independiente, cuyos ojos, como Todd había señalado, parecían zumo de naranja sólido. —¿Podríamos llevarnos solamente a Susie? —preguntó Melanie. Roger se puso de rodillas para mirarla a los ojos. —A los gatos no les gustan los sitios nuevos. Vamos a estar en una ciudad grande, donde hay montones de coches y no hay saltamontes para cazar. Es muy peligroso para una gatita tan asustadiza. Tendríamos que meterla en una caja para llevarla y eso no le gustaría. No quieres meter a Susie en una caja, ¿verdad? —No, en una caja, no —reconoció Melanie furiosamente y hundió su cara en el pecho de su padre. Él la rodeó con sus brazos y Susie escapó con un maullido de indignación. Pero Roger tenía sus propias dudas: —¿Sabes, Pen?—dijo, mirando por encima del coche cuando terminamos de meter las últimas maletas—. Esta es la primera vez que en casi treinta años he sentido abandonar un sitio. A la gente, sí; a las bibliotecas, también. Pero un sitio como tal, no lo he dejado desde que era un niño —cerró de un portazo el maletero— , ¿Te acuerdas de cuando fuimos al Glaciar y dejamos la llave a Sandy Sukovaty? Y la llave no funcionaba, y no pudieron entrar en toda la semana. No lo olvidaré nunca. Afortunadamente los gatos estaban fuera y hacía buen tiempo. —¿Estás segura de que Elizabeth sabe cómo hacerlo? —Elizabeth ha practicado abriendo y cerrando todas las puertas. Se lo sabe al dedillo. Se volvió a mirar la casa, hizo una larga inspiración y expulsó el aire lentamente. Luego dijo: —¡Todd! ¡Melanie! ¡Venga, es hora de irse! Los niños estaban acostumbrados a acampar desde muy pequeños, así que alquilamos un coche en Bruselas y acampamos de camino a Montpellier. No fue una experiencia totalmente libre de tensión, pero tuvo su lado rejuvenecedor. Nos reíamos de las miradas maliciosas de la gente del campo, que no podían creer que Penélope Ross y Roger Deacon formaran un matrimonio11. Juego de palabras basado en el significado de Deacon: diácono. (N. del T.)
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—Después de todo, quizá debíamos habernos inscrito como Ross—Deacon —dije
arrepentida. —Deacon-Ross —replicó Roger, demostrando una de las razones por las que no lo habíamos hecho. En Montpellier encontramos un apartamento subvencionado por la Universidad en un edificio alto, nuevo pero no—demasiado—nuevo, y empezamos a instalarnos. El trabajo de Roger no empezaba hasta septiembre; el mío ya había empezado. La materia de Roger era Historia de la Ciencia, con un especial interés por Nicholas d’Oresme. La mía es la Civilización Griega, que es más específica de lo que parece. Estoy liada con todo tipo de cursos de historia y arte clásicos, literatura y religión, y ocasionalmente me encuentro enseñando griego; pero lo que a mí me interesa es lo que hizo que gente tan distinta como Marsilio e Izmir, tan distantes en el tiempo como dos o tres milenios, se identificaran con los griegos. El año sabático de Roger era mi oportunidad para trabajar en algo que me había estado planteando: cómo había cambiado la religión griega fuera de su tierra de origen. Todas las costas del sur, por supuesto, fueron romanas antes de ser algo que pudiera llamarse Francia, y griegas mucho antes de que fueran romanas. Superficialmente, no queda mucho de la ocupación griega, salvo unos potos nombres. Las ruinas visibles son todas romanas; las audibles, también. Los griegos pueden haber permanecido en algunos de los centros urbanos durante un siglo o dos después de que los romanos tomaran posesión de ellos, pero fue el latín la lengua que arraigó aquí. El latín se ha transformado lentamente en el provenzal, y el provenzal ha sido desplazado solamente por el francés, otra «ruina» romana. Sin embargo, las generaciones de griegos que han vivido, trabajado y rezado aquí deben haber dejado rastros. Yo no era arqueó — loga, pero era una experimentada observadora de museos. Los templos griegos de Massalia, Antipolis, Agatha y Nicaea habían desaparecido hacía mucho, pero yo me había atrevido a apostar que algunos de los restos de sus adoradores podían encontrarse en los museos de Marsella, Antibes, Agde y Niza. Aunque primero yo tenía que hacer un peregrinaje. —Antes de que te comprometas demasiado —dije a Roger— , quiero ir a ver algunos templos. —¿No hay templos por los alrededores? —No templos griegos. Los romanos simplemente no los hicieron. Me miró de reojo, con dudas: —¿Tengo que verlos yo también? A veces he deseado que mis hijos pudieran haber tenido un padre más guapo, y acariciaba la idea de que podía haber ido a otra parte a buscar genes de belleza. Por otra parte, siempre he pensado que era afortunada, teniendo en cuenta las personas con las que podía haberme casado. —No, no tienes que ver templos si no quieres. Estaba pensando en sólo unos pocos días. Nada más —fingí un estremecimiento de sensualidad, acomodándome más agradablemente en mi piel—. Ya sabes, sólo para sentir de nuevo los templos griegos. —Mmmm —arqueó las cejas. Roger tiene unas bonitas cejas— , ¿A cuánto está el cambio del dracma? —No quiero ir a Grecia, sino a Sicilia. —¿Quieres llevarte a los niños? No me importa si quieres dejar aquí a uno o a los dos, pero
me parece recordar que les hablaste de enseñarles cosas. —No sé —dije. —¿Cuál es el problema? —No hay ningún problema. —Pareces preocupada, Pen. —Sicilia es el infierno. No estoy segura de querer que lo vean —él pareció preocuparse de repente— , ¿Estás hablando de la Mafia? —No —aunque cuando dijo la palabra se disparó una de esas pequeñas alarmas maternales de culpabilidad: No me preocupo de las cosas normales. Me deberías haber hablado de la Mafia— , No, hay que bajar por carretera entre montones de basura y desperdicios de tres metros. Son esos barrios bajos, todos esos edificios de apartamentos inacabados, con gente alojada en todos los pisos sin electricidad ni agua. Sin mencionar los motoristas que arrancan los bolsos con cuchillos especiales para cortar las correas. Supongo que no quiero que los chicos vean cosas más horribles de las que les puedo explicar. Roger me miró de su forma característica, por encima de las gafas. —¿No es ésa la misma isla de la que has estado jactándote durante años? Suspiré. —Oh, claro —¡había tantas cosas en Sicilia que quería enseñarles a los niños! No sólo los templos en ruinas, sino el Etna, con sus rocas salientes y sus géiseres cenicientos como surtidores de ballenas infernales; los huertos de cactus y los olivos centenarios como gigantes artríticos; el reloj de la catedral de Siracusa, con sus figuras mecánicas que andan; los desfiles con muñecos y carruajes decorados, y la gente, simpática y escéptica, que recibirían un puntapié de un par de niños americanos realmente bastante bien educados. Y quizá era sobreprotector intentar ocultarles la otra cara de la moneda de la vida en Italia del sur. Ocultarles —seamos más honestos, Penélope— la visión de la pobreza. Nadie tiene que cruzar un océano para encontrar una impresionante miseria y suciedad; la suciedad rebosa por todas partes. Él se inclinó hasta chocar mi cabeza contra la suya: —Que se queden aquí. Nos lo pasaremos bien. Necesitas poder concentrarte en tus ruinas. Sicilia no es Grecia. Quería ver templos griegos en una tierra donde eran casi tan extraños como yo, templos cuyos constructores habían construido la piedra nativa, un reluciente estuco blanco, imitando los brillantes mármoles de su tierra natal. Y, dicho sea de paso, no para protegerlos del abrasador viento africano, cargado de arena y polvo. —Intentaré llamar todos los días —dije a Roger. Eso era lo menos que podía hacer, si él estaba pensando en la Mafia. Pero no te extrañes si no consigo comunicar. —Prometo no preocuparme —dijo—. Además, los chicos y yo estaremos ocupados. Empecé por Palermo, en parte por el museo y en parte por el viaje adicional a Segesta, donde podía dar un paseo por el templo griego mejor conservado y quizá más hermoso de Sicilia. Los poderes allí existentes tienen sentido del humor; es un templo que nunca fue terminado, sin tejado, no porque se hubiera derrumbado, sino porque nunca lo pusieron. Algo no fue demasiado bien: la política, las finanzas, puede ser que hubiese algo erróneo en el sitio, que no se podía ver. Quizá no fuera un lugar donde los dioses habían escogido vivir. Cualquiera que fuera la razón, nadie se molestó nunca en estropearlo. El sol siciliano quemaba y ardía. Los niños de los turistas, poco impresionados por la piedra erosionada,
corrían entre las flores silvestres mecidas por el viento, haciendo ramos rojos y azules. Me quedé de pie al sol, empapándome de helenidad. Mi primera llamada se llevó a cabo sin problemas. —Fuimos a la playa —dijo Roger—. Es la última vez que lo intento sin ayuda. Aunque conocí a un par de señoras jóvenes muy amables. Los niños pequeños lo propician. —Y yo estoy aquí, defendiéndome de la atención de magníficos jóvenes, mientras tú te diviertes en la Riviera. Quizá debería dejar de defenderme. —Considérate afortunada. No me prestaron ninguna atención. Los chicos la acapararon toda. Tienes una carta de Elizabeth. —¿Ya? ¿Quieres abrirla y leérmela? —sin duda todavía no se habrá producido una crisis, pensé. Pero Elizabeth no era una charlatana. Quizá había escrito un montón de cartas, la nuestra incluida. O sólo quería informar rápidamente del principio. —Querida Penny —leyó Roger— , Estoy sentada debajo del arce de tu patio. Ajax acaba de salir del cobertizo trasero, donde se ha pasado la mayor parte del tiempo, y se ha sentado en el regazo. Ahora está ronroneando. —Es un alivio —dije. —El viejo Ajax está madurando —dijo Roger— , ¿Sabes que su letra es como la de una colegiala? —Quieres decir, legible —dije—. Sí, lo sé. Sigue. —Los otros gatos están a la altura de las circunstancias, incluso Foxy. ¿Quién es Foxy? —Es su pequeña dachshund —dije—. Es casi tan vieja como Ajax. Roger siguió leyendo: Nos estamos adaptando muy bien, con las inevitables molestias menores. Ha escrito mal inevitables. —Léeme las molestias —dije. —Hmmm. No especifica. Hemos cultivado una parcela de veinticinco por veinticinco pies en la parte de atrás, y estamos poniendo el jardín. Mark está trabajando mucho en el gallinero y espera instalar su bandada esta semana. George está resultando muy mañoso, para satisfacción suya... Cosas así... Según iba leyendo, algo dentro de mí se relajaba, se tranquilizaba. La casa estaba en orden. Los gatos estaban felices, o al menos resignados. Elizabeth y su competente familia cuidarían de todo. —Déjame hablar con Melanie —dije—. Quiero preguntarle sobre la playa. —¡Hey, es estupendo!—dijo Roger— , No te había puesto celosa desde que era estudiante. —¿Qué te hace pensar que estoy celosa? Es sólo curiosidad. Hizo el ruido de un beso y se rió: —Cuídate. Aquí está Melanie. En Sicilia, uno se puede adentrar en el interior a través de las llanuras de Enna, en otra época tierra fértil, cuyo grano había alimentado a medio Imperio romano. También se puede dar la vuelta alrededor del triángulo de la costa. En este viaje estaba ciñéndome a la costa; no quería ver arideces innecesarias. Divertido —amargamente divertido— que Enna fuera la casa de Perséfona, el sitio de la arquetípica violación de la vida por la muerte y el irresistible retroceso de la vida. La inconfortable vida de Sicilia parecía estar ahora en la costa, y brutalmente miserable, al menos así permanecía lejos de los nuevos hoteles de lujo turísticos. Cogí un autobús, empezando el largo camino, alrededor de las dos esquinas del triángulo,
para Agrigento y los templos. Desde la ventanilla del autobús se pueden ver las rocas que Polifemo, el cíclope ciego, lanzó el fugitivo Odiseo; islotes estériles en medio del mar. Tres de mis compañeros de viaje me las señalaban con tres versiones diferentes de la historia. Como un cajero de banco me comentaba una vez mientras me cambiaba dinero, en Italia todos son arqueólogos. O mitógrafos. Hay una habilidad útil que aprende la gente que tiene que hacer cosas —especialmente padres de niños pequeños: cómo escuchar y comunicarse e incluso disfrutar con una parte de uno mismo— mientras otras partes se marchan solas. Sola en un atestado autobús de Sicilia, pensaba en palabras. Oikos es casa en griego. Corrompida en latín como oecus y luego ecus, nos da economía y luego ecología. Aún mejor es ese maravilloso derivado del griego oikoumene, el mundo habitado, de donde viene ecuménico. El mundo como casa, los humanos por definición, como habitantes; era una idea muy griega, a la vez civilizada y natural. Como otro concepto griego que el mundo moderno nunca ha adquirido: los bárbaros se avergüenzan de quitarse la ropa; sólo la gente civilizada va desnuda. Naturaleza y civilización: fue Zenón el Estoico quien reflexionó sobre esa relación. —Ya sabes —le dije a Roger esa noche por teléfono desde Taormina—. La próxima vez que llene un formulario que pregunte mis preferencias religiosas, voy a decir estoica. Casi podía oírle levantar las cejas: —¿Tú? Había pensado que eras epicúrea. —Y tú claramente eres un cínico —dije. Desde fuera, también me habría etiquetado a mí misma como una epicúrea. De hecho, hubo un período en mis días de estudiante que declaraba ser eso exactamente. Uno de mis placeres epicúreos era explicar a la gente cómo nosotros, los epicúreos, habíamos sido injustamente calumniados durante milenios: —No es hedonismo. Hedonismo fue una palabra de moda aquellos días; es realismo. Todo lo que hace la gente es por placer o para evitar el dolor. Los masoquistas lo hacen de una forma y los santos de otra un poco distinta; los epicúreos lo hacen inteligentemente. Después de todo, ¿cuál es la forma más efectiva de llevar al máximo el placer, y al mínimo el dolor? Sin duda, no se trata de quedarse como una piedra y abotargado y meterse en la cama con todo el mundo que aparezca. Una buena forma que yo había encontrado de detener los avances sexuales no deseados era la de mirar dulcemente a los ojos del responsable y señalar: «¿Te importa?, estás interfiriendo en mi búsqueda del placer». Yo siempre había supuesto que los estoicos eran gente aburrida. Pero ahora era el epicureismo lo que me parecía insulso, una especie de utilitarismo preindustrial: el mayor placer para el mayor número. Y Epicúreo había pensado, como tantos cristianos ignorantes después de él, que el mayor placer se alcanza con el altruismo, la paciencia y la abstinencia; en mi opinión, éste es su gran error. En cambio, los estoicos sostenían que el placer y el dolor son incidentes igualmente superficiales, cosas de las que hay que sacar el mejor partido, pero no tomarlas en serio, y que la única moralidad es vivir en armonía con la Naturaleza. Si estás disfrutando de algo, disfrútalo, pasará. Si sufres, no te preocupes, pasará. No sueño a menudo con mis hijos, excepto cuando estoy lejos de ellos. Una conferencia fuera de la ciudad es generalmente buena para un sueño dulce y ansioso, que a menudo los
retrata como sabios precoces. En Taormina soñé que Melanie y yo, con la ayuda ocasional de Todd y Roger, estábamos intentando reconstruir un templo en ruinas. La edad de Todd resultaba variable, a veces era mucho mayor que su edad real de ocho años. Melanie era aún una niña *» en pañales. El templo era también nuestra casa, con armarios de cocina en el sótano y dormitorios apropiados bajo los arquitrabes caídos. De un modo frenético, estaba explicando a los demás que la bodega —como otras tumbas prehelénicas de esta zona (insistía)— había sido excavada en el lecho de roca con herramientas de metal. «La piedra puede cortar piedra», mantuvo Melanie, firme en sus pañales. «La piedra rompe a la piedra» —dije— , «no corta». Una columna detrás de nosotros cayó suavemente, como si fuera nieve. Tuve que venir a Sicilia a sentir lo helénico y lo hice; pero también sentí lo que antes había echado de menos, la antigüedad del lugar. Desde mi punto de vista, no considero antiguos a los griegos, ni a los cartagineses. Poro aquí había naciones antes de esos recién llegados, y había políticas, estéticas y teologías mucho antes de que los griegos inventaran esas palabras. Las tumbas de piedra horadada que perforaban los acantilados y los riscos no eran sólo las c asas de los muertos, sino los citereos de las diosas, de las diosas sicilianas. Los griegos habían fusionado su culto con el de su propia Demeter y su hija, dándole una forma humana y un nombre griego: Perséfona. Pero pensar que ella no era más que la hija de Demeter era hacerla de menos. Un poeta griego dice que el gran Dios Zeus dio Sicilia en su totalidad a Perséfona. Era ella quien propiciaba aquellas generosas cosechas a los griegos, y más tarde a los romanos. Los estoicos, desde luego, tenían unos profundos principios ecológicos; mientras los sicilianos habían dirigido su isla en armonía con la Naturaleza, había sido rica. Una forma menos filosófica de decirlo era que los humanos habían encolerizado a Perséfona al abusar de su tierra. Estaba de pie en el porche de la catedral de Siracusa, mirando una enorme columna dórica. Era fácil ver por qué los cristianos habían querido incorporar aquella energía a su propia versión de la casa de Dios. En otro tiempo esto había sido el templo de Atenea. Atenea, Demeter, Artemisa, Afrodita —los griegos habían dividido la energía en pedacitos, puntos focales de la fuerza que engrana, a la que la gente siempre ha rezado. No es que Siracusa fuera inusual, salvo por la visibilidad de esas columnas. Muchas catedrales han sido construidas sobre los cimientos de un templo, la fe tardíamente tapada por la práctica. Parece que el lugar es más importante que la teología. Primero rezamos, luego pensamos en una razón. Si marcamos todas esas iglesias en una hoja de papel cuadriculado, tendríamos un esquema, en puntos, de Europa —todos los puntos donde la gente había encontrado y conmemorado, nodos en cualquiera que sea la red donde viven. Más o menos ocurre en África y Asia y en las partes de América Latina que eran civilizadas antes de Colón (civilizado , como siempre digo a mis alumnos, no es necesariamente un término elogioso; sólo significa urbanizado). Las cosas son diferentes donde ha habido miles de años de población asentada. No se encuentran catedrales como la de Siracusa en América del Norte o en Australia. ¿Esto quiere decir que no existen otros lugares, o simplemente que la gente no los ha encontrado, o no han construido sobre ellos? No lo sabía. —¿No lo conservan demasiado bien, verdad?—observó una voz americana— , ¿Ves lo sucia que está esa ventana? Puse una expresión glacial, como de no entiendo inglés, ni otras lenguas bárbaras, y miré en la
dirección del ruido: una pareja de jubilados se rezagaba detrás de su grupo; pude ver al guía haciéndoles señas impacientemente en la calle de abajo. El marido llevaba su cámara colgando de forma incómoda. —Es una pena que no se preocupen lo suficiente de cuidar esto. —¿Vas a sacar una foto o no? —No tenemos tiempo; de cualquier forma, podemos comprar postales. Se apresuraron pesadamente por los gastados escalones, abriéndose paso entre una familia siciliana como podían haberse abierto paso entre una bandada de mosquitos. Si alguien me hubiera preguntado, habría dicho que mantener el lugar no tiene nada que ver con limpiar ventanas. Apoyé mi mano en la columna. Quizá, pensé, los lugares están ahí esparcidos por los continentes, esperando a su gente. No todos tienen que ser tan evidentes como la catedral de Siracusa. *** Las colinas de Sicilia no se parecen en nada a las colinas de Palouse. Las de Sicilia son columnas resplandecientes, colinas estridentes, colinas con resentimiento. En otras palabras, colinas de los buenos griegos. Sicilia está llena de acrópolis naturales. Agrigento está construida sobre una fortaleza de escarpados lados situada en una colina. En el lado interior, la severa cima de la acrópolis propiamente dicha, de cara al mar, un acantilado almenado de templos. Llegué allí a última hora de la tarde, cuando la luz del sol se extendía horizontal y el santuario de roca, justo debajo del ángulo oriental del acantilado, estaba totalmente en las sombras. — Agrigento es la versión italiana de la versión romana de Acragas, que bien podía ser la versión de un nombre pre helénico. A este lugar sagrado bajo el acantilado lo llaman los guías «Santuario de Demeter», aunque, que yo sepa, no hay ninguna prueba de que lo fuera exactamente. Muchos eruditos cautos dicen simplemente que es un santuario de deidades atónicas —las potencias subterráneas; santuario sí que era —. Había cavernas en la cara del acantilado, los altares redondos, hoyos para verter libaciones y fosos que habían sido llenado con miles de ofrendas más sólidas, pequeños bustos de arcilla y figurillas, todas de mujer. Pero no había inscripciones, no había nombres. Si este santuario se parece a algo, es a otro lugar sagrado prehelénico, el santuario de Maláforas, en Selinunte, veinte millas más allá en la costa sur. Las guías también lo llaman Santuario de Demeter, pero el único nombre que hay allí es el de Maláforas. Significa «Portador de Manzana». A lo largo de la cima del acantilado, los templos están engarzados como las joyas de una diadema. Algunos están destrozados, otros casi intactos. Ninguno de los templos griegos de Sicilia tiene, sin embargo, tejado y no es muy sorprendente, ya que han tenido que luchar con las estaciones durante dos mil años, sin mencionar tres o cuatro cambios de religión. Pero la primera vez, al recorrerlos entre los turistas que no comprendían, me pregunté qué había hundido los tejados exactamente. Un sensual estremecimiento subió por mi columna. No dudaba de que al final las vigas y las piedras habían ido a parar a las cocinas y a las aceras locales, pero antes, ¿habrían roto las espaldas de unos cuantos intrusos? El último templo de la línea, en el ángulo occidental, había sido una maravilla, proyectado para superar cualquier casa en Sicilia o en Grecia. Era el templo de Zeus Olímpico, y su arquitectura debe de haber tenido grandiosas ambiciones. Todo en él era mayor, más
grandioso, más colosal. En lugar de columnas exentas, había habido sólidos muros interrumpidos por medias columnas, con gigantes de piedra entre ellas sosteniendo el centro. Uno de esos gigantes yacía sobre su espalda en la hierba quemada por el sol, un cadáver de piedra caliza con los codos al aire, las manos a la altura de la cabeza para recibir el peso de una viga del techo. Los cartagineses habían saqueado el templo antes de que estuviera totalmente acabado, y un terremoto lo había derribado. Nadie había rezado allí. Nada más pasar sus ruinas, en el ángulo más occidental, hay otro antiguo santuario, como el del ángulo oriental, pero más antiguo. Éste puede remontarse al Neolítico: «El Portador de Fruta». Las potencias subterráneas habían estado en Sicilia muchísimo tiempo antes que el Zeus tronante. Como las microondas vuelan, me sentía más próxima a Roger ahora de lo que había estado en Taormina, pero la conexión era peor. Probablemente él no usaba microondas: —Estoy en la ciudad natal de Empédocles —le dije. —¿La ciudad natal de quién? —Em-pé-do-cles. Empédocles. —¡Ah, sí! Los cuatro elementos, las dos fuerzas. Muy moderno si tomas los elementos como estados de materia y las fuerzas como atracción y repulsión. Las llamaba amor y odio, creo —la línea silbó y crujió. —¿Qué? —dije. Pensé que se estaba riendo, probable mente. —¿Cuándo volverás aquí? —Quiero pasar un rato mañana en el museo —dije. —¿Qué? Se oye muy mal desde aquí. —Pasado mañana, sábado. Estaré ahí el sábado. —¡Bien! —gritó. Esta vez oí una risa clara —. Otra cosa que dijo Empédocles... —pero después de esforzarnos en oír durante un minuto lo dejamos. Soñé con líneas de teléfono enmarañadas y tejados desplomados. Ni siquiera había hablado con los niños. Mis credenciales eran lo suficientemente buenas —por lo menos cuando se complementan con mi italiano rudimentario y un montón de sonrisas— para permitirme entrar en la sección de almacenaje del Museo Archeologico Nazionale. No quería ver los «mejores» ejemplares, quería ver los desperdicios. La mayor parte de ellos habían sido biodegradables, pero había cubos de terracotas desportilladas y estropeadas, de los hoyos de basura de los templos y sobre todo la mayor parte de los precedentes de aquellos focos de los santuarios atónicos. Había intentado decirle a Roger a través de la estática qué era lo que esperaba encontrar en el museo. Era mediocridad. Nadie usa la palabra mediocre si no es como un insulto. Todos nuestros hijos tienen que estar por encima de la media. Un extranjero que aprende inglés en la América de clase media seguramente sacaría la conclusión de que ser mediocre es peor que ser rematadamente malo. Y aunque mediocre es lo que somos todos nosotros, casi por definición, con las obvias excepciones de las obvias excepciones. ¿Por qué deberíamos avergonzarnos de ello? Mi teoría es que se destruyen más matrimonios por la busca de la excelencia que por la lascivia, la pereza y los abusos del cónyuge juntos. Y para deformar a niños inocentes, ya basta con el fundamentalísimo. Desde luego, los griegos inventaron más o menos la busca de la excelencia. Los templos
dóricos eran ejemplos de excelencia en la práctica. Pero una vez que los caros arquitectos, escultores y pintores terminaban su trabajo, como el resto del mundo volvían a la gente corriente. Aquellas miles de figuritas de arcilla las habían hecho artesanos corrientes y las habían ofrecido adoradores corrientes. Y estas figuritas de arcilla duran más que los enormes templos de piedra, aunque sólo sea por modestia y número, igual que la gente corriente dura más que la realeza y las estrellas de rock. En el sur de Francia no encontraría templos griegos, pero pensaba que encontraría en los cuartos de atrás de los museos los restos de la religión griega cotidiana y quería establecer algunas líneas de comparación con Sicilia. Al principio, todas parecían semejantes; pero en realidad todas eran diferentes. Esto en sí mismo era impresionante, porque estaban hechas en serie con moldes; pero cada una que haya sobrevivido a milenios, docenas o cientos de ejemplares idénticos deben haber terminado como polvo y barro siciliano. Algunas de esas figurillas deterioradas podían representar a diosas, algunas a sacerdotisas, pero no había nada que indicara que la mayoría de ellas fueran algo más que mujeres corrientes. Doy una muestra de mí misma a la energía que me ayuda. ¿O eran esclavas acolitas, criadas ofrecidas a la Diosa por hombres y mujeres? ¿O sacrificios sustitutivos? No estoy preparada para morir. Toma esta ofrenda en mi lugar. Gracias a los griegos, el Poder subterráneo sin nombre tuvo un nombre: Perséfona. Reina de los Muertos. Era también hija de Demeter («Doncella» es una traducción afectada de Kore), pero en Sicilia ella era sobre todo la Reina de los Muertos. Kore siempre fue una muchacha esbelta y sonriente a quien Hades raptaba, el crimen que condenó a los ricos campos de Enna a su primer letargo. Kore era el trigo renacido de su propia tumba, danzando al sol, verde o dorado. Pero Perséfona tenía un poder más silencioso, más solemne. No todo resucita. Era la reina de la parte que desaparece para siempre. Me alegraba de no haber llevado a los míos. Era tonto haber pensado hacerlo. Con la connivencia del ayudante del director, pasé ocho horas en el museo, sin contar las dos horas de interrupción para comer. Tuve que explicar varias veces que estaba feliz y fielmente casada, pero aprendí mucho sobre la arqueología del área agrigentina. Aquella noche no pude conseguir hablar con Montpellier en absoluto. Al final me fui a la cama frustrada y aturdida y tuve un confuso sueño de clasificación inacabada de figurillas rotas, algunas de las cuales reconocí. Estaba impaciente por llegar a casa. A Melanie le encantaron las figuritas de mazapán que les llevé, pero no se le ocurriría comérselas. El mazapán siciliano se prepara no sólo en forma de frutas muy coloreadas, sino también de flores y nueces, escarabajos e higos. Tan realistas que sólo al probarlos te convencías de que eran azúcar. Todd cogió valientemente un bocado de un tractor de mazapán verde y pronunció «yuck», lo que confirmaba su categoría de juguetes y no de comidas. Me dio pena cuando se pusieron sucios y los tuve que confiscar. La muñeca Saracen y el muñeco Norman duraron más y realizaron grandes hazañas por todo el apartamento. El sur de Francia es un mundo diferente al sur de Italia, un sitio diferente en la oikoumene. El lenguaje es mucho más difícil de entender que el italiano, pero yo tenía la ventaja inicial de conocerlo y el deseo de intentarlo. En seguida averigüé que los franceses, como la mayoría de la gente, son generalmente agradables con cualquiera que haga un esfuerzo serio y bien intencionado de hablar su lengua. Lo que no les gustan son las personas cargantes que
Una camada de gatitos se agitaba en el contenedor más próximo, llamando a sus madres. —¿Los gatos eran suyos? —preguntó Lang. —Supongo que vienen por las ratas —dijo Wenzel— , Como compradores que acuden a las rebajas. —¿No tendrá usted claustrofobia, señor Lang? —preguntó Sherman, con ojos inescrutables tras las gafas. —Hasta ahora, no. Los obreros se desentendieron de la casa, marchándose a almorzar, llevándose consigo algún trozo de la acumulación: rollos de cuerda metidos en cajas; montones de tela manchada; raros volúmenes de enciclopedia; neumáticos sin dibujo; muñecas sin cabeza; trofeos despellejados de taxidermista; relojes sin manecillas; máquinas de escribir sin teclas; televisores sin pantalla... Hallazgos arqueológicos redescubiertos demasiado pronto como para tener valor. —Hay cierto desorden en el lugar —dijo Sherman. —¿Cómo puede ser tan grande la casa para contener tantas cosas? —preguntó Lang, volviendo a mirar los abarrotados contenedores. —Estas casas están construidas pensando en albergar familias enteras —dijo Sherman— , Ésta es como las demás del barrio, con algunos añadidos. Cuatro grandes habitaciones por piso, una cocina y varios cuartos de baño; habitaciones pequeñas que sirven como alacenas, cuartos para los criados en el ático y un sótano completo... —No tan completo —dijo Wenzel. —Tengo entendido que la cocina estaba dividida por la mitad. Parte de ella parece haber servido como despacho del padre. Hay mucho más espacio de lo que parece y él estaba acostumbrado a hacer que las cosas le cupieran. —Empieza el espectáculo —dijo la sargento cuando reapareció, ajustándose a la cara una mascarilla de cirujano— , Ustedes dos no han estado aquí desde que empezó la limpieza, ¿verdad? —No parecía haber motivos para volver —dijo Sherman. —¿Hago bien en suponer que nunca ha estado en Nueva York? —le preguntó a Lang y, antes de que pudiera responder, continuó hablando como si no se lo hubiera preguntado nunca—. Entraremos por el sótano. Si era bueno para él, también lo será para nosotros. Ahora es el acceso más sencillo. No puedo garantizar cuánto tiempo podremos mantener a los periodistas al margen de esto... —Ya nos ocuparemos de eso —dijo Wenzel. —Las cosas son peores dentro. No hagan movimientos bruscos, y tengan cuidado con los codos. Vayan con ojo con las ratas, por si acaso. Se las puede oír por todo el lugar, pero las muy bastardas se esconden. No vomiten en los monos, lo lamentarán. Si sienten que el suelo cede bajo ustedes, prepárense para... —hizo una pausa—. Bueno, estén preparados. Si la cosa empieza a abrumarles, díganlo rápido. Vamos. Se agacharon, cruzando el umbral bajo el porche. Los filtros no eliminaban por completo las miasmas de la casa; una mezcla alucinógena de moho, excrementos, ratas, putrefacción, agua estancada y polvo impregnaba el ordenado jaleo. La excavación había dejado al descubierto la mitad frontal del sótano. Madera nueva se alzaba entre la selva virgen de los soportes del piso. —El suelo empezó a hundirse cuando empezaron a apartar la basura —dijo la sargento—.
pronuncian con afectación ristras de sílabas con acento extranjero, en la creencia de que están hablando francés y se sorprenden cuando no les entienden. —Eres estupenda —dijo Roger, y me besó, casi tirándome las gafas —; eres absolutamente estupenda. Nueve de cada diez americanos en Francia se están quejando en este momento de que los franceses son hostiles, groseros y obstruccionistas. Y tú los tratas como viejos amigos y vecinos. Te quiero. —No creías realmente que yo sería como esa gente, ¿verdad? —dije molesta. —No, pero —se puso serio— es como prestar un libro que significa mucho para ti a alguien que te interesa. Siempre temes que no le guste y entonces, ¿qué pasa con vuestra relación? . Me reí, por supuesto: —¿Qué pasa? Es como con la casa. ¿Qué habría pasado si a uno de nosotros le hubiera encantado y el otro no estuviera muy a gusto? —me estremecí. —¿Sabes? —dijo Roger muy solemne—. Me pregunto si no les estará pasando algo así a Elizabeth y a George. —¿Qué te hace pensar eso? —Recibí una nota de George —se rascó su incipiente calva, lo que en Roger era una señal de turbación—. Sospecho que se siente obligado a comprobar algo conmigo personalmente. Cosas de hombres. Definitivamente, me va a hacer parecer un zoquete. —¿Qué pasa en el sector masculino? —dije indignada—. George es un inútil. —Bueno, en su rama mañosa —dijo Roger, permitiéndome cogerle de las orejas para plantarle un beso en la calva —. Pero siempre has sabido que yo soy un imbécil. —Sí. ¿Qué hace George? No debemos dejarle que nos estropee la casa. —No creo que debamos preocuparnos por eso. Ya les dejamos suficientes problemas reales para mantenerle ocupado por lo menos durante un año entero. —¿No me digas que está arreglando la puerta del garaje? —Bueno, eso no lo mencionó. Pero antes se las tiene que arreglar con un par de cosas más urgentes puso cara de arrepentimiento. —¿Qué pasa? —Parece ser que Elizabeth perdió una lentilla en el lavabo del baño de arriba y cuando George intentó desatornillar el sifón, la cañería se partió, no el sifón, creo, sino la cañería que va empotrada a la pared, ya que dice que tuvo que tirar un trozo de pared. Estaba consternada: ¡Nuestro precioso papel de mariposa! —Afirma que apenas se pueden ver las líneas. Si lo hubiera cortado yo, las mariposas estarían volando al revés. Lo que más me preocupa es que han tenido problemas con la electricidad. Nadie sabía lo antigua que era la instalación eléctrica. Habíamos estado esperando que surgieran problemas desde que nos mudamos. —Dile que llame a un electricista y nos envíe la factura —dije—. No quiero que nadie se electrocute en nuestra casa. En nuestro edificio hemos encontrado una maestra de escuela jubilada que quiere conservar su inglés estilo británico y que está deseando dar clases privadas de francés a los niños. «Madame está bien», pronunciaba Todd después de sus primeras lecciones. «Nos enseña cosas buenas.» El apartamento de madame estaba atestado de baratijas
antiguas y los chicos iban adquiriendo un vocabulario maravilloso de bisutería y de bibelots franceses. Como antídoto útil, también les llevaba al parque de detrás del edificio, donde bajo su dirección ellos se unían a los juegos terriblemente serios de los niños del barrio. Respiré más tranquila —otro obstáculo superado— , pero al mismo tiempo me sentí un poco culpable. No había tenido en cuenta lo horroroso que sería si Todd y Melanie no se adaptaban; simplemente había dado por sentado que lo harían. Bueno, la suerte no es un accidente. En septiembre, la mayoría de sus compañeros de juego volverían a la école, unas pocas manzanas más allá. Roger tuvo una charla con el director, llegando a la conclusión de que había que matricular a Todd con los de ocho años. El cumpleaños de Todd es en enero y la mayoría de sus compañeros de clase siempre habían sido de seis meses a un año mayores que él, de modo que esto suponía un retroceso para él. Pero teniendo en cuenta que tenía que enfrentarse con un plan de estudios extranjeros y una lengua extranjera, adquiriría sentido, incluso para Todd. —No es como cuando suspendí un curso —observó filosóficamente—. Además, estaré en la clase de Gervais. De nuevo teníamos suerte; Gervais era el mejor amigo que había hecho hasta entonces. Para Melanie había una guardería que funcionaba por las mañanas, junto a la Universidad, donde podía adquirir una instrucción francesa más seria y una mínima cultura, cantando canciones, tocando la pandereta y chapoteando en ~ pintura. Las cosas parecían casi tan perfectas como eran. Elizabeth era una corresponsal infatigable. Me escribía por lo menos una vez a la semana, a veces más; y con la irregularidad del correo extranjero, sus cartas venían a puñados. Parte de eso se debía a su volubilidad natural; pero otra parte yo sospechaba que se debía a una doble inseguridad, como cuidadora hacia la propietaria y como estudiante hacia la profesora. Por supuesto que no era ya mi alumna, pero era una relación casi tan difícil de deshacer como la de un hijo con su padre. Y probablemente se renovaba por el mero hecho de escribir. Sentía que yo misma iba deslizándome en la rutina cuando contestaba sus cartas como si estuviera garabateando comentarios sobre un ejercicio trimestral. No se trataba de que intentara competir con su ritmo de escribir cartas. Por lo general, me gustaba escribir cuando era estudiante, pero desde que descubrí el trabajo, no. El trabajo es más divertido e incluso mejor para el ego. Es lo que más me preocupa con respecto a mis hijos. Después do todo, ¿cómo encuentras tu trabajo? Por supuesto, no planificándolo de antemano. Me aterran todos esos chicos que eligen sus carreras en la escuela secundaria sobre la base de los test de aptitud y de las ganancias que esperan obtener. Elizabeth parecía haber encontrado su trabajo: se emocionaba con la historia. Pero su marido todavía andaba buscando a tientas. Quizá realmente le impidieron ser un granjero, pero no, pensé, un granjero demasiado cómodo. Reina de los Muertos, Reina del Averno. No la puedes llamar de otra forma sin que la tergiverses —le dije a Roger— , Mundo inferior también sería apropiado, demasiado literario y además el significado es erróneo. Con inframundo es lo mismo, y además suena como a gángsters. —Y subterráneo es el metro británico 12 —señaló Roger. 12
Underground, en el original. (N. del T.)
—Quizá si no pones el artículo definido... De todas formas, no puedo ayudar, eso es lo que
quiero decir. Subterráneo es donde van los muertos. Subterráneo es donde se extendieron las plantas; subterráneo es lo que gobierna Perséfona. El conocimiento convencional mantiene que Sicilia era la isla de Perséfona, porque ella había sido la que más se aproximaba a las antiguas y bisexuales diosas sin nombre de los griegos (sí, exactamente eso) que habían sido adoradas allí antes de que llegaran los griegos. Lo que yo creía estar buscando era la evidencia de que Perséfona había sido casi tan importante aquí, en la costa francesa. Era demasiado pronto para ir brincando de rama en rama por el árbol de la especulación; y yo no soy arqueóloga. Los fragmentos de terracota y piedra caliza que había estado examinando en los cuartos de atrás de los museos superaron mi capacidad para identificarlos o datarlos con seguridad. Sólo podía plantear cuestiones que debería contestar algún otro. —Es maravilloso tener un año sabático —dije a Roger, dándole un abrazo que no esperaba—. De este modo puedo hacer todas esas cosas que se supone no estoy calificada para hacer. —Me gustaría poder hacer eso —dijo con tristeza—. Me estoy empezando a hartar de Nicolás de Oresme —pero inmediatamente acarició uno de los volúmenes que había en el montón que estaba delante de él como se puede acariciar a un perro que acaba de insultar —. De todos modos, yo creía que por lo menos sacarías una publicación de esto. —Por supuesto que sí. Pero no sé cómo me va a servir para mis oportunidades de promoción. Puede que no encaje en la ranura «normal». Se estiró para tocarme el brazo con un dedo. —Penélope, tú no eres encajable. La Universidad tendrá que aceptarlo. ¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? —preguntó Melanie. Estaba de pie mirando por la única ventana a la que llegaba, sujetando su vaso de zumo, con el borde apretado junto a su barbilla. No era una pregunta impaciente, no era una queja, no estaba pidiendo nada. Simplemente esa terrible desesperanza juvenil que llega cuando los niños se dan cuenta de que les haces trampas. —Ocho meses más —dije—. Creía que te gustaba estar aquí. Reflexionó, sorbiendo el borde de su vaso: —Me gusta esto —dijo— , pero no es nuestra casa. —No, no lo es —dije herida y aliviada al mismo tiempo por el hecho de que mis hijos fueran tan diferentes a esa versión hollywoodense de los niños americanos de clase media, en cuyo mundo irreal esos sentimientos no existen Pero iremos a casa de nuevo, Melanie. Elizabeth está cuidando la casa. —¿Y está cuidando a Susie? —las palabras salieron forzadas por la necesidad. —Sí, cariño, está cuidando a Susie para ti. Para todos nosotros —me arrodillé para darle un abrazo y a las dos nos cayó el zumo por la frente. Durante el verano y el otoño las cartas de Elizabeth llegaban como la espuma, con regularidad, salvo por los caprichos del clima postal. Al principio se mezclaron en una letanía medio humorística, medio exculpatoria. No quiero que pienses que estamos saboteando tu casa, pero... La catástrofe menor de esta semana... George está muy ocupado reparando los escalones... Siempre había algún contratiempo que contar, si no con respecto a la casa o a las
dependencias, sí acaecido a la familia Bannerman. Sufrían un ataque de gripe veraniega, se tropezaban con los escalones, se golpeaban la cabeza con la puerta de los armarios. George se está haciendo tan mañoso que siempre va lleno de cinta. —¿Quiere decir cinta aislante o esparadrapo? —me pregunté en voz alta. Y Roger dijo, mirando por encima de sus gafas: —Quizá las dos cosas. Me compadecía de los problemas de Elizabeth —a fin de cuentas, yo los había metido en esto— , pero de vez en cuando sentía una pequeña oleada de superioridad. George había resultado ser alérgico al polvo del ático —había estado allí arriba intentando hacer algo en un punto inclinado de nuestro tejado que le había preocupado — , y ahora no podía abrir la puerta del ático sin sufrir un ataque de estornudos. Eso no decía mucho en favor de los cuidadores de nuestra casa, pero me hacía sonreír. Recordaba la primera vez que exploré seriamente el ático. Allí estaba yo de rodillas bajo la vertiente del tejado, intentando mover un tabique que rompía la última porción de espacio sobre los aleros. Quería saber si era simplemente un espacio desaprovechado, u otro de los compartimentos caseros de almacenaje, que estaban llenos de todo tipo de extrañas grietas: —No se abre —anunció Roger subiendo las escaleras con un montón de cajas —. Ya lo intenté. Quizá esté aislado por detrás —y en ese mismo instante un panel se deslizó a sacudidas bajo la presión de mis dedos y un torrente de tesoros se precipitó sobre mis muslos. Di un grito y me reí. —¿Qué demonios pasa? —preguntó Roger, estirando el cuello por encima de sus cajas. —¡Nueces! —grité—. Nueces y avellanas —las recogía a puñados y las dejé caer alrededor de mis rodillas. Roger dejó las cajas de golpe y se detuvo a mirar celosamente por encima de mis hombres. —Me pregunto cuánto tiempo han estado ahí. ¿Qué pasa con las nueces? ¿Se ponen rancias o se secan simplemente? —Las dos cosas, creo —aplasté una avellana contra otra (en lo que siempre me ha gustado de las avellanas, son tan fáciles de romper) y le ofrecí el fruto claramente fresco. Lo masticó con aire de entendido—. ¿Qué tal? Sonrió jovialmente: —Dulce como la mantequilla o cualquier cosa que se supone sea tan dulce. ¡Pen, esta casa te ha estado esperando! Echaba de menos mi casa. Europa era maravillosa y no quería acortar el año; pero me alegraría cuando terminara. Gradualmente el tono de las cartas de Elizabeth se hizo más reservado y más sombrío. Espero que tu trabajo vaya bien y también el de Roger. No creo que termine mi tesis este año después de todo... Estamos razonablemente bien. Los gatos están estupendamente... Siento tener que mandarte otra factura del electricista. Nos gustaría poder pagarla nosotros mismos. De todos modos, confiamos en que esto solucione el problema... Gracias por la postal desde Arles. Te envidio, Penny. Elizabeth no era la única que tenía problemas: —No me gusta el colegio —dijo Melanie. Ella estaba acostumbrada a la guardería desde antes de los tres años y siempre le había encantado. Recordaba sus lágrimas silenciosas, reservadas, en más de un día de vacaciones cuando no había colegio.
¡Oh, cariño!, ¿qué pasa con el colegio? —No me gusta —explicó con la mayor seriedad. —A Todd le gusta. —El colegio de Todd es diferente. —¿Por qué supones que es diferente? —A él le gusta —dijo. Eso parecía resolverlo con absoluta exactitud. Todd venía casi todos los días de un humor excelente y tan orgulloso de su francés que apenas podía esperar hasta después de la cena para hacer sus deberes. En Montpellier los deberes de Todd eran un asunto familiar, no porque necesitase demasiada ayuda paterna, sino porque tenía que exhibirlos. Yo estaba contenta; Roger, encantado. Melanie parecía apabullada. Hasta transcurridas varias semanas desde que comenzó el curso no descubrimos que se suponía que Melanie también tenía que hacer deberes. Roger fue quien contestó la llamada telefónica. Yo había cogido el tren a Marsella, en una de mis excursiones a museos. Regresé más tarde de lo que esperaba, entusiasmada con algunos fragmentos que había encontrado en el Musée Borély de lo que me parecían versiones en mármol de las terracotas sicilianas. Roger no estaba de humor para escucharme. —Te agradecería que intentaras un acercamiento maternal a Melanie. A mí no me dirige la palabra. —¿Cuál es el problema? —Su maestra dice que les han dado a todos los niños poemas y citas para que los aprendan en casa y Melanie no ha aprendido ni uno. —¡Por Dios! Es sólo una guardería. No está haciendo el doctorado de Filosofía. —Mademoiselle, no sé cuántos parecía claramente glacial. Dice que ha mandado notas a casa con Melanie. —Melanie estaba esperando en su minúscula habitación mirando atentamente un libro de Asterix. Me senté en la cama y le di un abrazo que no tuvo respuesta. —Hola, Melanie. —Hola. —¿Te dio algo mademoiselle? Asintió despacio y se escabulló de mis brazos para sacar su caja privada de debajo de la cama. Nuestros hijos siempre habían tenido cajas privadas en las que a nadie, ni siquiera a sus padres, se permitía husmear bajo ningún concepto. No les hacíamos preguntas sobre su contenido y ni siquiera hacíamos alguna advertencia, a menos que estuvieran atrayendo a las hormigas. La de Melanie era una maleta de cartón con una esquina rajada. Revolvió durante un momento, mientras yo pasaba las hojas de Asterix y luego me enseñó sin decir nada media docena de papeles doblados. Abrí uno: Il pleut, il pleut, bergère. Rentrez vos blancs moutons. ¡Oh, éste es muy bonito, Melanie! ¿Nos lo aprendemos? Habíamos estado aprendiendo poemas juntas desde que teníamos tres años. Apartó mi mano, sacudiendo la cabeza. —Pero ¿por qué no, cariño? —Porque mademoiselle dice que hay que aprendérselo en casa. —
Lo resolvimos, finalmente, con explicaciones lingüísticas de Roger, pero no tocamos el
problema básico. Era verdad que podíamos sacarla del colegio. Yo podía quedarme con ella mientras Roger trabajaba, lo que suponía aproximadamente seis horas diarias, seis días por semana, o pagar una canguro durante parte de ese tiempo. Pero yo también necesitaba tiempo para trabajar. Cargaba con los sentimientos de culpabilidad propios, así deliberadamente, no porque me considerara culpable ni nada, sino para compartir el disgusto de Melanie. Pobrecita. A mí tampoco me había gustado nunca la guardería. Casi tres semanas sin recibir carta de Elizabeth. —No te preocupes —dijo Roger— , Están amontonadas en medio del Atlántico. En algún lugar de las Azores hay una saca de correo llena de cartas de Elizabeth Bannerman dirigidas a Penélope Ross exclusivamente. —No me preocupo —dije—. Es que bate una nueva marca. Entonces llegó una de esas postales de felicitación escritas con tu propio mensaje, una idílica escena de granjerita entre flores y con la firme letra de Elizabeth: Sólo para hacerte saber que estamos vivos. Perdona por no haber escrito. Lo haré más tarde. —¿Qué pasa, Pen?—preguntó Roger— , Primero te preocupas porque no escribe y luego te preocupas porque lo hace. —No estoy preocupada —dije—. Únicamente me gustaría saber qué es lo que le preocupa a Elizabeth. Melanie había comenzado a tener pesadillas. —Quizá tiene esas pesadillas que se supone que tienen los niños de cuatro años —sugirió Roger. —Tuvo unas cuantas en su momento. En cualquier caso, no creo que haya una Oficina de Pesadillas que lleve la cuenta. —¿Crees que el hecho de llevar tanto tiempo fuera de casa está empezando a hacer mella en ella? —Podría ser; creo que en mí la está haciendo un poco. Cuando se acostaron los niños, Roger y yo nos tomaríamos un descanso ligero y bajaríamos a trabajar. Los dos éramos noctámbulos y las mejores ideas se nos ocurrían después de cenar y tomar un par de vasos de vino, por lo cual nunca habíamos sido animadores pesados. Cuando estábamos en casa, no teníamos que esperar a que se acostaran. Trabajábamos abajo, compartiendo amigablemente la mesa de comer —de hecho, el comedor se había transformado en un despacho común — mientras los niños jugaban arriba o fuera, en el sótano o en el ático. Peor en Montpellier, amontonados en cinco habitaciones pequeñas en una sola planta, con un país extranjero al otro lado de la puerta y sin siquiera un lametón de gato para aliviar la tensión; teníamos demasiado compañerismo para concentrarnos. Habíamos descubierto que intentar hacer cualquier estudio serio o escribir antes de que Melania y Todd estuvieran acostados sólo conducía a caldear los ánimos y herir sentimientos. Todavía estábamos buscando la mejor parcela de espacio de trabajo. Nuestro actual compromiso tenía a Roger en el área del comedor—cuarto de estar y a mí en nuestro dormitorio. Eso significaba que me quedaba despierta de guardia —nuestro término que designaba al padre que respondía a las pesadillas y ataques de monstruos, sed repentina y cosas así — hasta que nosotros mismos nos acostábamos, después del turno de Roger. Al primer gemido en la habitación de Melanie por lo menos el primero audible a través de
la puerta cerrada y del suave ruido de mi ordenador portátil—. Puse la tecla de «seguro» y me levanté; pero en el tiempo que me llevó cruzar el estrecho vestíbulo y abrir su puerta, se había transformado en un chillido desesperado. La levanté en vilo —esto no era un abrazo— apartándola de las mantas como si fueran anacondas y la mecí hacia delante y hacia atrás, colmándola y abrazándola. Al cabo de un rato nos pudimos sentar en la cama y le canté. No me habría dejado cantarle ninguna de las canciones que había aprendido en el colegio, pero las nanas francesas que nos había enseñado Roger eran estupendas. No quería o no podía contar qué había soñado. Pero al arroparla y darle el último beso, me dijo solemnemente: —No quiero ir nunca más al colegio. El techo se cae. No nos habíamos dado prisa en tener nuestros chicos, al contrario que la mayor parte de la gente, y admito que hay momentos en que miro con un poco de envidia a los amigos que ya han terminado con algún estadio del desarrollo del niño que yo estoy afrontando. Pero más a menudo me siento satisfecha de haberlo hecho así, no sólo porque Roger y yo tuvimos más tiempo de conocernos primero el uno al otro y hacer un montón de cosas juntos, sólo para nosotros, sino porque me estremecía al pensar lo inepta que había sido como madre a los veinte años. Entré muy pensativa en el comedor. —¿Roger? —Mmmmm —dijo, lo cual es realmente gracioso en un profesor agregado al que interrumpen mientras está intentando revisar un manuscrito. —¿Te acuerdas cuando nos reíamos de los Jackson? —acabó la frase, dejando la pluma y me miró. —No. ¿Cuándo fue eso? —Cuando estábamos en Innsbruck y oímos que habían sacado a Cheryl del Kindergarten porque no comprendía el alemán. Asintió. —Es verdad, no sé si lo dije entonces, pero recuerdo que lo pensé. ¿Qué demonios esperaban? Kindergarten es una palabra alemana. —Lo dijiste. Y los dos estuvimos comentando que qué estupidez, qué maravillosa oportunidad perdida; nosotros nunca habríamos cometido ese error con un hijo nuestro. Roger bajó el mentón, apoyó la frente en una mano y me miró a través de los dedos. —No me digas nada. ¡Gemí! —¿Qué puedo decir? Todd lo está haciendo estupendamente, pero Melanie es desgraciada. Se pasó la mano por el pelo. —Sí, pero de eso, ¿cuánta responsabilidad tiene el colegio? —Verdaderamente, creo que la mayor parte. Ella echa de menos nuestra casa, desde luego, pero creo que podría soportarlo. Aquí hay montones de cosas que le gustan. —Y las echará de menos cuando nos volvamos a casa —arrugó la frente— , ¡Maldita sea, es una gran oportunidad! Se supone que los niños de su edad aprenden los idiomas como pequeñas esponjas. ¿No podría insistir durante un tiempo? ¿No crees que después se alegrará? —No lo sé. No, Roger, no creo. Todavía puede aprender un montón de francés. Aún estaremos unos meses y ella juega con niños franceses. Y habla con madame. Es sólo la escuela, con demasiadas presiones diferentes al mismo tiempo. La pobre cría está sufriendo, Roger, sufriendo de verdad.
Hizo ruidos —resentido, resignado, desilusionado — , pero cuando me levanté y le puse los brazos sobre los hombros, se acurrucó en mí como si fuera una cómoda chaqueta. —Así que, ¿qué propones que hagamos? —preguntó malhumorado. —Sacarla ya mismo. Mañana. Después ya veremos qué hacemos. Clases particulares. Madame otra vez, una esnob guardería inglesa, cualquier cosa. Recogió su pluma: —Muy bien, me has convencido —volvió a dejarla y me atrajo un poco más— , Eh, ya que hemos roto el ritmo, ¿por qué no vamos a la cama y lo pensamos? Había esperado que madame estaría deseando ocuparse de Melanie todas las mañanas, pero era pedir demasiado. Nos comprometimos de nueve y media a doce, los lunes, miércoles y viernes, lo que significaba, con una pequeña ayuda extra de Roger, que yo podría salir tres mañanas a la semana. Afortunadamente, no tenía clases temprano. Las pesadillas de Melanie desaparecieron, pero todavía se entregaba a melancólicas meditaciones con un vaso de zumo. Entonces llegó la carta de Elizabeth, la primera desde la escueta postal de felicitación. Melanie y yo habíamos bajado juntas a buscar el correo y cuando vi la familiar escritura de colegiala, me atacó tal inmovilidad que Melanie tuvo que tirar del borde de mi blusa para que reaccionara. —¿Es de Elizabeth?—me preguntaba— , ¿Es sobre Susi? No, no era sobre Susi. «Podría también contarte —comenzaba Elizabeth de golpe—. He estado verdaderamente deprimida. Casi todo lo que podía haber ido mal este año, ha ido. No querría aburrirte con detalles. Sólo quería explicarte, porque tú no sabes todo lo que deberías. Pero lo principal que tienes que saber es que ESTAMOS CUIDANDO TU CASA PARA TI —sub— rayado tres veces— y continuaremos haciéndolo así pase lo que pase... Los fragmentos y pedazos que mencionas sobre Perséfona suenan realmente interesantes. Ya me imagino leyendo tu ensayo cuando se publique, pero espero que podamos hablar de ello antes. Aquí el tiempo todavía es agradable, aunque hemos tenido algunas heladas muy duras...» Todos nosotros estuvimos de acuerdo —«todos», quería decir Roger y yo, Elizabeth y especialmente George— en que las llamadas telefónicas intercontinentales serían un gasto innecesario y una molestia, salvo en casos de auténtica emergencia. Pero hay veces en que la palabra escrita es un medio de comunicación poco adecuada. Me aseguré de que Melanie estaba en su habitación, «escribiendo a la abuela Deacon» y luego volví al comedor y me situé junto al teléfono mirando el reloj. En Francia hay nueve horas de adelanto con relación al estado de Washington. Tuve que contar con los dedos —mi cerebro parecía confuso— para calcular qué hora era para Elizabeth. Las tres y media de la tarde aquí, la casa estaría empezando a despertarse, los pájaros haciendo sus manifestaciones matinales en el exterior, los gatos pidiendo su desayuno, la caldera dando esos pequeños saltitos cuando saltaba el termostato. Debería esperar un poco más, dar tiempo a que Elizabeth diera de comer a mi familia y se introdujera correctamente en la rutina diaria, tiempo para que George saliera de la casa, era lo que realmente quería decir. Pero para entonces ella podría haberse ido de la casa también. Vacilaba, mi mano sobre el teléfono. Con el bebé, los gatos y los pollos, no podría dormir hasta tarde. Pero estaría ocupada, medio despierta, no de humor o en situación de hablar. Cogí el teléfono, citándome a mí misma la máxima que Roger y yo habíamos inventado hace años para justificar nuestro matrimonio, en circunstancias inciertas: En la duda, no decidas;
simplemente hazlo. Comuniqué, razonablemente pronto para una llamada telefónica desde Francia, y lo tomé como un buen presagio. La voz de Elizabeth contestó, sonando —pensé— vacilante y aprensiva. —Elizabeth, ¿te he despertado? —podía oír claramente al bebé llorando al fondo. —No, estoy levantada —sonaba más allá de Washington— , ¿Eres Penny? —parecía incrédula. —¡Sí! —reí de lo absurdo de la pregunta. Quizá pensaba que yo estaba llorando; sus siguientes palabras fueron rápidas y ansiosas. —¿Qué pasa, Penny? ¿Estáis todos bien? —Sí, estoy bien. Todo va bien por aquí. ¿Estáis vosotros bien? —Oh, Dios mío, es horriblemente pronto para contestar a eso —rió, evidentemente azorada— , Penny, ¿puedes esperar sólo unos minutos? Tengo que atender a la niña. —Tómate tu tiempo. Esperaré. Sonidos de asuntos domésticos. La voz de George, un niño quejándose, el llanto del bebé elevándose con estridencia y luego desvaneciéndose. Intenté encontrarlo todo tranquilizador. Pensé que parecía estúpida. Elizabeth me creería bienintencionada y estúpida. George, sin duda, me creería una cotilla idiota. Pero la voz de Elizabeth, cuando regresó, era claramente tensa. —Penny, ¿estás ahí? —Sí, ¿todo tranquilo ahora? —Oye, ¿qué te parece que te llame dentro de un ratito? —Desde luego —dije, helada hasta los huesos—. ¿Tienes mi número? — Justo aquí, junto al teléfono. Gracias. En cuanto pueda. —¿Cuál es el problema?, ¿está enferma la niña? —pero ella había colgado antes de que pudiera decirle que llamara a cobro revertido. Intenté enfadarme. ¡La gente que dice que volverá a llamar y te pasas el resto del día esperando junto al teléfono! Yo confiaba con sentimiento de culpabilidad que llamara antes de que viniera Roger. No es que Roger me fuera a echar una bronca, en absoluto, pero si llegaba en medio de esta negociación, tendría que explicarle todo, y eso la haría verdadera. El teléfono sonó casi dos horas después. Había mandado a Todd y Melanie al parque de recreo e intenté ponerme a trabajar, sin muchas ganas de hacer planes por anticipado, sin muchas ganas de especular; luego esperé cuidadosamente durante dos timbrazos más, antes de coger el teléfono. NO hagas uso de tu propia filosofía si quieres evitar males accidentales. Era Elizabeth, risueña y cordial, pródiga en disculpas. —Tengo los típicos períodos de madre superprotectora. No fue tan malo con los chicos mayores, pero cada vez que Molly llora de una forma un poco distinta, pienso que le está pasando algo horrible. Tuve que llevarla rápidamente al médico y cuando conseguimos verle no le pasaba absolutamente nada. Probablemente sólo fue un pequeño trastorno intestinal. George cree que me estoy volviendo loca —rió bulliciosamente—. Así que en cualquier caso estoy aquí y ¿qué puedo hacer por ti? —Por una parte, puedes dejarme pagar esta llamada ¿Estás ahora en la casa? —de algún modo no podía decir en «casa». No era la casa de Elizabeth. —Sí —la cordialidad 'desapareció de su voz— , ¿Quieres que busque algo? —Sólo quería charlar contigo. Tu última carta... bueno, me sobresaltó.
Hubo un sonido extraño, una risa, un sollozo o una respiración estremecida, como si unas manos hubieran tocado su garganta: —¿Tú también? ¡Oh, Dios mío, Penny! Gracias por llamar. No quise inquietarte... No intenté. —Cuéntamelo —dije con firmeza. Ahora que había conseguido pasar los horribles preliminares, yo era la profesora y ella la alumna. Fuera lo que fuera, era real, aunque solamente lo fuera en la mente de Elizabeth y se pudiese confrontar con la realidad. —Esto va a sonar ridículo —pude oír el alivio en su voz —. Sé que amas esta casa, Penny, pero... —se detuvo. —Pero, tú no. Una larga respiración. —Más bien es ella la que no me quiere a mí. Eso no sería tan malo, pero es que no quiere a nadie de mi familia tampoco —su voz se quebró y tapó esta ruptura con una carcajada —. Creo que te echa de menos, Penny. Y lo está pagando con nosotros. Es una broma, solamente estoy un poco agotada. —Quiero que me lo cuentes todo —dije inflexible—. Desembucha, Lizzie. —¡Oh, Dios mío. No sabes lo que me alegra oírte. No podría escribir todo esto en una carta. Parece tan estúpido y, además, no quería decírtelo, pero nunca me había sentido bien en la casa. Ya sabes, tú contabas que entrabas en la casa y la niña dejaba de llorar; bueno, yo entré y Molly empezó a lloriquear. No a vociferar ni a gritar, sólo a lloriquear, como... ¡Oh!, no sé, simplemente el ruidito más triste que jamás le hubiera escuchado, como si le ocurriera algo. Y tú sabes que no era así cuando estabas aquí. E incluso desde entonces todo va mal. No te he contado ni la mitad de las cosas que han pasado. Mark tuvo que deshacerse de sus gallinas, justo pararon de poner y un zorro o un perro entró, mató a tres y mutiló a las demás. Todos nos hemos puesto malos por esto, lo otro y lo de más allá —tragó saliva tan fuerte que la escuché—. Acabamos de averiguar que Jane tiene toxoplasmosis. —¿Qué?—dije— , ¿Ésa no es una de las causas por las que muere la gente con SIDA? No, no era eso. —Toxoplasmosis. No le puedo echar la culpa de eso a la casa. Es endémica en el Medio Oeste. Ya sabes, una de esas cosas que tiene todo el mundo, pero que generalmente nadie se pone enfermo de ello. La transmiten los gatos. Se coge al cambiarles el lecho. — ¡Oh, Dios mío! —No, no, tus gatos no... Estoy segura de que la cogió hace años en Illinois. O que se la contagié yo. Las mujeres embarazadas son más sensibles. La cuestión es que puedes tenerla toda la vida y no enterarte nunca, pero una vez que se desencadena... —¿Es un virus? —No, es un hongo; ataca al sistema nervioso central y a los... los ojos. —Pero ¿qué tal está, Jane? ¿Está bien? —Todavía no ha tenido que faltar mucho al colegio, la cuestión es que dudo... —dudó—. No tiene ninguna cura. Empeorará. ¡Por Dios, Elizabeth! Pero no lo pude decir en voz alta. Yo era profesora, sabia y protectora. —Así que entonces, ¿no es grave? ¿Habéis consultado ya a un especialista? —Sí, la llevamos a Seattle la semana pasada. Espero que no te importe, Penny. A los animales les dejamos comida para dos días y nos fuimos todos. Pensé que nos vendría bien marcharnos una temporada.
—Buena idea. Parece que necesitabais unas vacaciones. —Sí —vaciló— , Claro, también te podría contar eso, pero ése no era el motivo... el —tema
de las vacaciones. Tuve que conducir yo porque George tenía el brazo escayolado. —¿Qué? —Se cayó en la escalera de la bodega. Se torció también el tobillo, pero eso no le supone un impedimento muy grave. Penny, todos nos hemos caído por la escalera; absolutamente todos. Hemos clausurado la bodega. Es una trampa mortal —su voz se alteró—. Se ha empezado a hundir el tramo del fondo. Hemos prohibido a los niños que bajen solos al sótano y estoy pensando seriamente en poner colchones en el comedor para no tener que subir a dormir arriba —oí cómo respiraba profundamente—. En cualquier caso, tenía que conducir. Yo no quería. No quería dejar a ninguno de los chicos aquí en mi ausencia y a George tampoco. Creo... —se rió forzadamente—. Bueno, si tu casa no quiere a nadie de mi familia, creo que odia a George. —¡Por los clavos de Cristo! Elizabeth, ¿por qué no os vais entonces? Ella rió desesperanzada: —Porque te prometí que cuidaría tu casa. Además, todo esto es un disparate. No creo realmente que la casa vaya a atraparnos. No estoy chiflada, Penny. Todavía no. —No hay que estar chiflado para caer escaleras abajo, simplemente ser propenso a los accidentes. En cualquier caso, si la casa no te sienta bien, no tiene ninguna utilidad que seas desgraciada permaneciendo allí —mi voz sonaba tan fuerte y razonable que me tranquilicé —. Simplemente busca otro sitio y múdate lo más rápido posible. —Oh, Penny, gracias, pero no podemos hacer eso. Hicimos un trato. —Bueno, estoy anulando ese trato. Múdate, Lizzie. —No podemos hacer eso. Alguien tiene que cuidar a los animales. —Lizzie, yo te digo cómo lo puedes hacer. Te encargo que contrates a uno de los chicos de la vecindad para que vaya en bici y les dé de comer todos los días o cada dos días, con eso será suficiente —estaba pensando rápidamente sobre la viabilidad del plan. Tenemos buenas relaciones con nuestros vecinos, aun cuando declaráramos en lados opuestos en las vistas públicas sobre las granjas químicas. Pero ¿cómo lo tomarían los gatos? Faraday seguramente iría a buscar una casa mejor. Bueno, la gente era más importante. Pero el pobre Ajax... —Y además —dijo Elizabeth— , George nunca estaría de acuerdo. Me costó llevarle a Seattle y eso que era sólo a causa de Jane. Quiero decir, él quería venir, pero está totalmente decidido a no dejarse arrastrar por mi paranoia con la casa. Y además —esto es un doble además— , si solamente somos propensos a los accidentes, tendremos accidentes en cualquier lugar al que vayamos; y si es la casa, entonces todo el que entre en ella tendrá problemas. Cualquiera menos tú y tu familia. Así que... —su voz se había hecho más fuerte, también— no voy a huir de ella. Siento verdaderamente que te hayas preocupado con todas mis chifladuras. Quiero que sepas que la estamos cuidando. Vamos a arreglar la bodega. —Deja la bodega tranquila —dije—. Por favor. —¿Sabes qué pienso realmente, Penny? —dijo ella muy seria—. No hay nada malo en la casa, es que simplemente no sabemos vivir en ella. —Elizabeth, dime sólo una cosa, ¿de verdad está todo bien? —Sí, todo está bien, ¿qué...? —¿Ha ido a mejor, o a peor? Durante un instante hubo un silencio, el silencio con zumbidos de una conferencia
—¿Está recibiendo quimioterapia? —Dicen que no es necesaria. —Entonces, está bien. —Escúchenle —se burló su padre—. Escuchen al doctor. El doctor que vende juguetes y
huye de su esposa. —Estoy intentando aclarar las cosas —protestó Terry—. Papá, quiero ir a visitaros. ¿Puedo ir? Quiero ver a mamá. Tú y yo podríamos ir a un partido de béisbol. —¿Desde cuándo me gusta el béisbol? No puedes recordar ni una maldita cosa sobre mí, ¿verdad? —Iremos al cine. Quiero aclarar las cosas, papá. —No se ha realizado una buena película desde Lo que el viento se llevó. Tuviste tu oportunidad con nosotros, Terry. Ahora voy a colgar. — ¡No! ¡Por favor! Click. Instantáneamente, el índice de Terry se lanzó hacia adelante, O para el operador, 2-1-5 para Philadelphia, siete cifras para llamar a papá. —Un cobro revertido para Benjamín Yarber de Terry. ¿Acepta usted el cargo? —No, no lo acepto. —Papá, ¡por favor! —las lágrimas inundaron los ojos de Terry. No había llorado desde que estudiaba enseñanza media. —No aceptaría el cargo aunque me pagara —dijo su padre al operador—. No lo aceptaría aunque me pagara un millón de dólares. —¡Por favor! Click. A través del contorno borroso de agua salada, Terry marcó el segundo número; a través del dolor de garganta, habló con el operador —cobro revertido de Terry— y, por supuesto, era Nancy la que estaba al otro lado de la línea, aceptando el cargo de mala gana. —Quiero ver al bebé —dijo de forma vacilante a su esposa —. Quiero ver a Nicky. —No es un bebé —cuando se enfadaba, siempre se ponía frío y reservado —. Tiene cuatro años. ¿Cómo me localizaste? —No fue fácil. Estás en Maryland, ¿verdad? —No vengas por aquí, Terry. No eres bienvenido. —Quiero ver a Nicky. Quiero aclarar las cosas. —No sería buena idea. —Escucha. Tengo todas esas pistolas de juguete en el coche. Estoy seguro de que a Nicky le gustan las pistolas. —Olvídalo, Terry. Déjanos en paz. —Puede tener todas las armas que quiera. —Randy y yo no estamos intentando criar un fascista. —¿Randy? ¿Quién demonios es Randy? —Es el padre de Nicky. —Yo soy el padre de Nicky. —Un padre se queda en casa. Un padre está aquí. Randy está aquí. Es fiel. Desearía que no hubieras llamado, Terry. Creo que ya va siendo hora de que nos despidamos. Terry se echó a llorar, sintiéndose como articulado de forma errónea: el corazón donde
telefónica internacional. —Peor —dijo. —Respiré profundamente. —Entonces, cuelga. Vuelvo a casa. Estalló en un frenesí de protestas. —Cállate. Cogeré el primer avión que pueda conseguir y Elizabeth... Era ridículo, pero tenía que decírselo: —Solamente dile que voy, ¿de acuerdo? Las dos nos echamos a reír. No tuve que dar tantas explicaciones como había pensado. Roger sacudió la cabeza resignadamente. —Bueno, un acto irracional para una situación irracional. Es perfectamente razonable. —¿No piensas que estoy loca? —Por supuesto que estás loca —me rodeó con sus brazos—. ¿Quieres llevarte a Melanie? No pienso que vaya a estar más que unos pocos días. Le agotaría el ir y venir —sentía una doble punzada. Melanie me necesitaba, pero justo en este momento la casa me necesitaba más. Me recosté en Roger. —¿Crees que es demasiado trabajo cuidar de los dos niños? Tendrás que contratar a una canguro prácticamente a jornada completa. —Desde luego que pienso cuidar de los chicos y desde luego que pienso en el gasto y desde luego que deberías ir —me besó la nariz— , Y por encima de todo, probablemente te echaré de menos —pobre amor mío, parecía exasperado— , Únicamente, no me eches la culpa de cualquier lío que organice en tu ausencia. ¡Y por los clavos de Cristo!... —levantó una mano y la dejó caer—. No sé qué decirte. Haz lo que tengas que hacer con Elizabeth, pero asegúrate que la casa y los gatos no sufren. *** Fuera del noroeste del Pacífico, la mayoría de los agentes de viaje, como la mayoría de las otras personas, aparentemente creen que hay una sola ciudad en el estado de Washington. Probablemente terminarás volando trescientas millas más allá de tu destino, cambiando de aviones y volando otras trescientas millas de vuelta. Y si partes de Europa, no menciones el nombre del estado en absoluto o tendrás mucha suerte si no terminas en Washington, D.C. —No quiero ir a Seattle —repetí insistentemente —. Quiero ir a Spokane. La agente de viajes me miró fríamente. Cabeza hueca , fue el mensaje que recibí. No estamos hablando de deseos, estamos hablando de rutas aéreas. Lo que dijo fue: — Debe ir a Seattle para llegar a Spokane. —Mire —dije, dibujando mapas con mis dedos en la superficie del escritorio —. Estamos aquí; aquí está Spokane; ahí está Seattle, más allá. Quiero llegar a Spokane de la manera más rápida posible. Cabeza hueca, dijo su mirada. No estamos hablando de geografía. —La manera más rápida para llegar a Spokane es a través de Seattle. Moví mi mano de una forma más francesa. —¡Muy bien, muy bien! Consígame el billete.
El amor y el odio hacen que el mundo gire. Atracción y rechazo. Empédocles no era un imbécil. Desde los planetas que giran en sus órbitas a las niñitas que lloriquean cuando duermen, todos sabemos que el cambio y la estabilidad deben ser producto de esas dos fuerzas, que absorben, que chocan y refunden las materias primas del universo. No creo... —Perdone —dijo el hombre de negocios del asiento de la ventanilla vecino al mío. —De nada —dije y me encogí un poquito más. No me gusta estar atrapada en el asiento de en medio en un vuelo — largo, entre un ocupado hombre de negocios y un abuelo soñoliento. Evidentemente, había comenzado mi última frase en voz alta. ¿Hablando sola, Pen?, habría dicho Roger y me habría besado en algún sitio apropiado. La pasión es hermosa, pero los besos de hablar—sola eran francamente preciosos. Philia y neikos, amor y odio. No creo en dioses, ni tampoco en demonios, pero creo en puntos focales. La tierra es inestable; con todas sus absorciones y sacudidas, pero comparada con efímeras criaturas como nosotros es muy sólida. Philia la sostiene unida, neikos la mantiene en la configuración correcta; o más probablemente, la interacción de la pareja hace las dos cosas. Y con todas esas fuerzas empujando y tirando, forzosamente tenía que haber puntos focales. Como los remolinos que se pueden ver en los riachuelos, estables en su inestabilidad, conservando más o menos la misma forma aun cuando solamente existen como perturbaciones en una corriente. Si se construye un templo en un lugar así, probablemente se consigan resultados. El mundo está lleno de lugares donde los dioses, los santos y las hadas han estado haciendo curaciones y prediciendo el destino durante miles de años, a través de varios cambios de religión. Los creyentes son sagrados al margen de lo que crean. Al punto focal no le importa la opinión. Lo que importa es la actitud, lo que importa es la compatibilidad. Es como un matrimonio. La topología también influye en esto sin duda. ¿Los agujeros producen puntos focales, o son los puntos focales los que producen agujeros? Incluso el Peñón de Gibraltar tiene un agujero; una de esas tumbas—útero que se remontan a antes de los romanos, antes de los griegos, antes de los fenicios. Antes del hombre de Cromañón, como de hecho, al menos que me acordase mal, el primer cráneo de Neandertal se encontró en una cueva de Gibraltar, aunque nadie supo lo que era hasta que lo encontrara el alemán. Pero no todas las cuevas son santuarios, aun cuando la gente haya vivido junto a ellos durante milenios, y no todos los puntos focales tienen agujeros. Los templos, cuando no son cuevas, tienden a construirse sobre terrenos altos. Pero entonces, hay bóvedas, sótanos, criptas... Los mozos de vuelo de nuevo estaban pasando comida y bebidas, y hubo un general golpeteo de bandejas y maniobras de codo. Habría puntos focales mayores y menores, por supuesto... Probablemente una amplia escala de discretos niveles más bien que un continuum perfecto. (Así es cómo funcionan las cosas, de acuerdo con Roger; todo se reduce a quanta.) En las zonas habitadas, las mayores se descubrieron pronto. Esos son los templos que perduran. ¿Pero qué pasa si alguien construye una casa en uno menor? Había un largo camino hasta Seattle. Pedí un gintonic, porque no me gusta el gintonic y me concentré al hacerlo. Confiaba en que Elizabeth le hubiera dado mi mensaje a la casa. Cuando se entra en una casa en Sicilia, se dice hola; incluso aunque sea tu propia casa, y aunque se sepa que no hay nadie. Las personas mayores dicen que es un gesto de cortesía hacia los espíritus. No se me había ocurrido antes pensar en ello como una cortesía hacia la
casa misma. Tendría que esperar media hora en el aeropuerto Tacoma de Seattle, tiempo de sobra para llamar a Elizabeth. Quizá deberíamos haber discutido qué le diría a George sobre mi visita improvisada. George, pensé, no era un hombre que recibe amablemente a alguien que haya volado seis mil millas para examinar sus problemas familiares. El gintonic me hizo fruncir los labios. No tenía que preocuparme por el equipaje. No había llevado nada más que un pequeño bolso de viaje. Cuando salí a Sea—Tac, lo primero que hice fue poner el reloj en hora (todavía por la mañana, como si el vuelo a través de un océano y un continente no fueran más que una excursión por Francia), y lo siguiente fue soltar mi bolso junto a un teléfono público. Ésta podía ser mi mejor oportunidad para una charla auténtica con Elizabeth, libre de las tarifas internacionales o de la familia por medio. Pero cuando puse la mano en el teléfono, dudé. ¿Qué sucedería si contestaba George? No tenía nada que decir que él no considerara idiota. Además, si le decía a Elizabeth a qué hora llegaba a Spokane, querría ir a buscarme, y ella tenía miedo de dejar a su familia en la casa y George seguramente no querría venir con ella. George, pensé con resentimiento, podía incluso no dejarle llevar a los chicos. Escondería las llaves del coche o algo así. Lo más probable es que le diese una orden terminante y yo no sabía si Elizabeth le desafiaría. No lo quería infligir esa prueba. Me aparté del teléfono y me dirigí al bar. En el vuelo a Spokane cogí asiento de ventanilla, con un asiento vacío al lado. Saqué dos aspirinas. Era un vuelo de sólo cincuenta minutos, pero sabía que al final me dolería la cabeza. Es lo que me pasa cuando tomo un par de tragos en medio del día; no es que este día interminable tuviera una mitad. Resaca instantánea a pequeña escala. Saludamos al monte Rainier y torcimos al este en un océano de nubes. La moralidad es un concepto humano. Ni los dioses ni los animales se preguntan a sí mismos ¿es esto correcto? antes de llevarlo a la práctica. Lo que pensaba Zenón el Estoico es que la civilización auténtica se termina cuando la humanidad urbanizada aprende a vivir en los mismos principios armónicos de los dioses y los animales. Y las plantas, quizá especialmente las plantas. Zenón se dio cuenta de que el único poder digno de adoración es el Universo. Por definición, el Universo incluye todo; no hay nada fuera de él. Las deidades sólo son parte de él y, como señaló otro griego, el conjunto es más grande que cualquiera de sus partes. Pero Universo es un latinismo. El equivalente griego es Kosmos. Significa «orden» y significa «belleza», lo que nos da al mismo tiempo cósmico y cosmético, y dice bastante sobre la aproximación griega a las cosas. Si se vive en armonía —armonía, que es otra palabra griega— con el cosmos, con la Naturaleza, nos llevaremos bastante bien con las fuerzas aparentemente guerreras que abarcan. Como la vida y la muerte. Cuando llegamos a este punto crucial, Perséfona es la deidad más importante del panteón. Reina de los muertos, Reina del subsuelo, reina de todos los frutos de la tierra. La que lleva las manzanas. Naturaleza, por supuesto, no significaba hermosas tarjetas de felicitaciones. La Naturaleza implica muerte y nacimiento, ninguno de los cuales es hermoso. Salí del avión felicitándome a mí misma por mi falta de equipaje y dándome un puntapié a
mí misma por no haber llamado desde Seattle. La cortesía elemental, de permitir a la gente saber cuándo vas a llegar. Comprobé someramente en la computadora local que, como casi siempre, los vuelos Pullman estaban llenos. Siguiente paso, el teléfono más próximo. Una de las cosas que más me irrita es la gente que llama y cuelga antes de que pueda llegar al teléfono. Recordaba que una vez había bromeado con Elizabeth sobre ello. «Así, pues, por el interés de la armonía universal y la comunicación» —había dicho— «siempre dejo sonar ocho veces». Ella había asentido con entusiasmo. «¡Oh, claro que sí! Se tarda por lo menos cuatro llamadas sólo para terminar de poner un pañal.» Pero comprendí por qué la gente cuelga tan pronto. Ocho timbrazos es mucho tiempo cuando eres tú el que está esperando. Tu mente puede pasar por toda clase de fantasía elaborada entre un timbrazo y el siguiente. Lo dejé sonar diecisiete veces —dos veces ocho y uno por si acaso. Después tiré del soporte hacia abajo con mi dedo y posé el teléfono de nuevo silenciosamente, como si tuviera miedo de molestar a alguien. Recogí mi bolso de mano y anduve a paso rápido al mostrador más próximo de alquiler de coches. Entre Spokane y Pullman la carretera atraviesa el borde de lo que se llama las Tierras Costrosas de los canales. Ése debe ser uno de los nombres geográficos más agudamente descriptivos nunca inventado. Retrata una costra de doscientos pies de grosor y cien millas de extensión, hendida y arrugada en todas las direcciones por una red de grietas. Torrentes de agua desgarran esos canales, como los glaciares, se derriten, apilados detrás de diques de hielo y cascotes, y luego rompen a través como el último diluvio, una y otra vez. Los fundamentalistas locales, que no lo han meditado, algunas veces dan crédito a la inundación de Noé. Pero éste siempre ha sido un país violento. Mucho antes de que la tierra costrosa fuera colocada para ser canalizada por el agua procedente de la última edad de hielo, la mitad sur entera de lo que es ahora el estado de Washington fue inundada por avalancha tras avalancha de roca fundida, no arrojada por volcanes como el Etna o el monte St. Helen, sino vertida como torrentes de agua desde las grietas de la llanura. Una de las cosas que me gusta de este trozo de tierra es la tranquilidad de su fuerza. Algo parecido a un templo dórico. No me gusta conducir los coches de los demás, y menos aún los de alquiler. Conducir no es una de mis mayores habilidades, y tener que vérmelas con un personaje desconocido al mismo tiempo, aunque sólo sea mecánico, no me hace sentirme cómoda. Pero hoy casi no lo noté. Era como la sensación de sordera parcial cuando se está hablando en un idioma extranjero y la conversación se vuelve tan interesante que se olvida que es extranjero. Con exactitud, no estaba pensando, ni haciendo planes por adelantado. Estaba sintiendo el campo, sintiendo el camino de regreso a casa. Al sur de las Tierras Costrosas, el paisaje se redondeaba. No era suave, ni frágil; pero no tenía ángulos, ni líneas rectas, ni rugosidades por ningún lado. Las colinas giraban a mi alrededor como gigantescas dunas, sin árboles, por una parte el oro arenoso de los rastrojos de trigo, y por otra el marrón oscuro del escalonado terreno. Como onduladas olas de tierra, como ondulados hombros de enormes osos. Me encontré a mí misma disminuyendo la velocidad y respirando más fácilmente. El Palouse todavía estaba allí, y yo aquí, estaba en el Palouse. Apreté un poco más el pie sobre el acelerador. Si un coche puede tener personalidad —y cualquier conductor sabe que puede tenerla — entonces también puede haber cualquier
otra concatenación de fuerza y materia. Sustituyamos ser humano por coche en esa frase y no cambia mucho. A mi izquierda podía ver Steptoe Butte destacarse contra el cielo como una miniatura del monte Fuji y así es; un antiguo volcán, extinguido antes de que comenzaran las últimas inundaciones de lava, por encima de su garganta en otro tiempo de roca fundida. Golpe tras golpe del poder del subsuelo. El folclore histórico ha situado en este pequeño pico solitario el lugar de la versión del noroeste de la última resistencia de Custer: donde el apuesto coronel Steptoe y sus soldados fueron rodeados por una coalición de tribus indias y aceptaron escapar ignominiosamente en la noche, abandonando sus cañones, sus caballos de carga y sus provisiones. De hecho, esto había ocurrido sobre otra colina menos impresionante, 10 millas al norte a mis espaldas. Pero cada colina tiene su historia y su prehistoria. Se traspasa una cierta subida, y ahí está Pullman, instantáneamente se manifestaba fuera de los trigales: un pequeño bosque de casas, árboles y torres de universidad, color y rugosidad extendidos sobre cuatro de esas colinas como un floreciente emparrado. Al atravesar la ciudad, tuve una sensación extraña. En Europa, Pullman sería indudablemente etiquetada como un pueblo. Una vez que se han vivido aquí unos pocos años, probablemente los únicos extranjeros que ves en las calles son los estudiantes, que superan a los residentes permanentes en una proporción de 5 a 1. Podía haber parado el coche casi en cualquier sitio, haber entrado en una casa o en una tienda y haber gritado: «¡Estoy en casa!». Y la gente me habría dado un abrazo o un apretón de manos y habría empezado a enredarme en una charla que tanto había echado de menos. Pero no me sentí todavía en casa. Me sentía como un fantasma, un espía, un extraño, atravesando furtivamente, sin ser vista, las calles medio —familiares. Al virar por delante del campus sentí un tirón más agudo. Quizá debería parar sólo un momento en la Oficina de Historia. Miré con nostalgia a los estudiantes que corrían entre el tráfico. Ese pelirrojo de barba había estado en mi clase de historia antigua el año pasado. Una pancarta de papel escrita a mano estaba colgada a través de la fachada de una de las hermandades de estudiantes: FELICIDADES, CANDY, NUESTRA DIOSA GRIEGA. Alguien había sido elegida para algo. Torcí hacia el este, bajando por el camino de la Granja, lejos del campus, lejos de la ciudad. Pasados los invernaderos, pasada la torre de alimentación mixta experimental parecida a una astronave de juguete sobre su plataforma de lanzamiento, pasado el campo de investigaciones sobre la vida salvaje donde una docena de ovejas con aspecto aburrido yacía junto a sus fardos de heno. El verano en Pullman había desaparecido. Había echado de menos el mercado de plantas del Hort Club, la feria del Jardín, y el gran rastro de agosto que organizaba la iglesia episcopaliana de St. James. En comparación, ¿qué importaba el Etna y la Riviera? Giré a la carretera del aeropuerto, siguiendo la línea de viejos sauces. La Antigüedad tenía aquí un significado diferente. Una vez pasado el e l aeropuerto Pullman—Moscow, con su fila de aviones monótonos y su única pista metida en un surco entre dos bajas colinas, me resultó difícil mantener los ojos en la carretera. Permanecí mirando hacia arriba, hacia delante, hacia la izquierda, estirándome para vislumbrar la casa. Aparecería a la vista de repente, desde detrás de una colina y desaparecería de nuevo, justo un momento antes del desvío de grava. Esta primera visión siempre había sido como desabrocharse el primer botón: una relajación inmediata y la promesa de la comodidad que seguía. Los niños podían estar riñendo en el
asiento de atrás, el trabajo que llevábamos en las carteras podía estar separándonos a Roger y a mí por monótonos caminos diferentes, pero cuando veíamos la casa, todos nosotros reaccionábamos con ruiditos de satisfacción. Ahí estaba nuestra casa. Entonces, ¿dónde estaba? Estaba nerviosa e incómoda con el coche. Había estado fuera demasiado tiempo; había pasado demasiadas horas en aviones. A pesar de toda la familiaridad, nada parecía totalmente igual a lo que yo creía recordar. ¿Había echado de menos la casa? ¿Había echado de menos el desvío? Alguien tocó la bocina detrás de mí, y me di cuenta de que de repente había aminorado la marcha. Afortunadamente, no había mucho tráfico en la carretera. ¿Era allí? Tuve una aterradora sensación de enajenación, de no saber en qué país estaba. El cambio de hora, me dije. Esto era lo que pasaba por volar hacia atrás y hacia delante a través de los continentes. No me había perdido y tampoco era la casa. Si había perdido el desvío, en seguida volvería al camino principal y simplemente daría la vuelta y regresaría a él. No bien había tomado esta firme resolución apareció la casa, precisamente donde la estaba buscando, y el mundo volvió a asentarse en su forma y situación habituales. Las colinas parecían más sólidas y la carretera más familiar. Por primera vez en cuatro meses sentí el desabrochamiento espiritual que significaba llegar a casa. Paré junto a la camioneta de segunda mano de George y salí. Tenemos que rellenar de grava esta calzada, pensé distraídamente. La vieja Dachshund de los Bannerman —de hecho, medio Dachshund— se contoneó labrando con aplicación. Tenía una mota de polvo en los dientes, algo que ni siquiera habría notado si no los hubiera apretado un poco. Eso también era propio de la casa. No el apretar los dientes, sino el polvo. La Palouse tiene una de las producciones de trigo en secano más altas del mundo por acre y una de las tasas de erosión también más altas del mundo. Esas colinas parecen dunas por una buena razón: son azotadas por el viento como las colinas de Loess de China; miles de acres de tierra de otras personas se amontonaban aquí, a través de los siglos. En algunos sitios el terreno baja cien pies. No tenía una idea clara de cuándo databan; Roger sabría más de este tema. Quizá estas colinas habían sido levantadas hacía sólo unos pocos miles de años, mientras los griegos, en el otro lado del mundo, estaban talando sus colinas para conseguir maderas y combustibles y lo que llamaríamos desarrollo. Quizá una parte de la rica tierra de entre mis dientes había sido arrancada del paisaje en un tiempo fértil de los alrededores de Atenas, o más probablemente —ya que la erosión de Grecia había sido mayoritariamente fluida— desde los saturados y exhaustos campos de Sicilia. El viento que erosionaba los templos con el polvo de África podía transportar lejos el polvo de Enna, y el trigo de Palouse podía brotar en el terreno en el que habían crecido las flores de Perséfona. La perra ladraba dando vueltas a mi alrededor. Por lo que se refería a la perra, ésta era la residencia de los Bannerman; yo estaba en su césped. Algo parecido a la timidez me impidió gritar el habitual «Hola» o «¿Hay alguien en casa?» Si hubiera habido alguien, tenían que haber oído subir el coche o ladrar al perro. No hacía falta ningún otro aviso y tiene que haber alguien. El coche de la familia estaba en el garaje abierto —al parecer, la puerta todavía no funcionaba bien, y allí estaba la camioneta de George. —Vale, Foxy —le dije a la perra recordando su nombre — ¿Dónde están los gatos? —me pareció una pregunta aceptable. Al oír mi propia voz se rompió alguna atadura que me había mantenido inmóvil y caminé por delante del coche hacia la puerta de la cocina. Una enorme mata de pelo, como una piedra
tornasolada de un amarillo desvaído, yacía en la alfombrilla de la entrada. «Hola, Ajax», dije, y me arrodillé para acariciarle. Abrió sus ojos y maulló impacientemente como diciéndome «Vienes tarde». Había tenido este gato más tiempo que el que había dedicado a mi carrera profesional. Le había bautizado como Ajax el Telamónico, pero en los últimos años a menudo le llamábamos Schmoo o Cáscara de Plátano. Había tenido miedo de que no se acordase de mí. Había tenido miedo de que se hubiera muerto. Foxy ladró una o dos veces más y husmeó en la puerta, ignorando a Ajax. —Vale, Foxy —dije con fuerza—. Vamos dentro. Cogí a Ajax en mis brazos, y él se enroscó, para abrazarme con sus patas delanteras, un truco que utilizaba desde que nació. Pesaba tan poco que me asusté, un débil espectro de piel de su antigua fortaleza. Su escandaloso ronroneo estalló, y parpadeé con fuerza, intentando mantener mis ojos lo suficientemente secos para la ocasión. Me levanté con él y liberé una mano para llamar a la puerta. No, mi primer golpe no fue lo suficientemente firme. Volví a intentarlo. La puerta cedió un poco a mí segundo golpe: no se abrió del todo. La empujé hasta abrirla con mi hombro, sumergiendo mis dos manos en el e l pelaje de Ajax. —¿Hay alguien en casa? No hubo respuesta. Entré en la cocina y la casa me devolvió el eco. Había signos de otras personas. La encimera, el horno y la mesa estaban insospechadamente limpios y ordenados. Los utensilios de las otras personas colgaban en las perchas y nunca se me habría ocurrido llenar con ramos de flores secas y hierbas aquel armario con la puerta de cristal apenas accesible que estaba en lo alto de la pared oeste. Pero de todos modos, era mi cocina. —Hola. Foxy se había ido directa al plato vacío de la comida junto al frigorífico. Después de olisquear, se volvió y se marchó contoneándose a través de la puerta que estaba todavía abierta. —¿Elizabeth? —llamé— , ¿George? — bajé a Ajax cuidadosamente, cerré la puerta y abrí el armario de la esquina de abajo. Sí, todavía guardaban allí la comida de los gatos. Puse un puñado de comida seca en el tazón que Ajax estaba mirando pensativamente y agitó la cabeza. Se oyó un porrazo desde el cuarto de estar. Salté a la defensiva. ¡Hay que fastidiarse!, tener que ponerme a la defensiva en mi propia casa. —No soy un ladrón —grité—. Ven y saluda. Pat, pat, pat, pat. Bajé mis ojos hasta la altura del gato, a tiempo de ver a Susie doblando la esquina de la entrada hacia la cocina. Se paró, sorprendida, al verme. —Hola, gatita —dije, y me arrodillé, extendiendo mi mano hacia ella— , Melanie te manda recuerdos —le llevó un minuto entero de olisqueos y vacilaciones antes de frotarse por mis rodillas con fruición y reunirse con Ajax en el tazón de comida. ¿Sería tan tímida con Melanie cuando Melanie viniera a casa? Había pasado menos de medio año. Me levanté un poco molesta —tanto tiempo en los aviones y en el coche y recorrí la entrada para ir al comedor. —¿Hay alguien? —ahora casi fue una plegaria. La hoja de la ventana corredera de la bahía estaba abierta y crujía, atascada, sin duda como siempre. George había instalado las persianas que Roger y yo nunca habíamos llegado a poner que, en mi opinión, desmejoraban el aspecto
de toda la habitación e interferían la visión de una forma evidente. En la Palouse no había tantos insectos como para que mereciera la pena molestarse en poner persianas, a menos que se tenga fobia a los insectos o un corral cercano. Desde luego, habían intentado criar pollos. Me arrodillé sobre el asiento de la ventana y miré afuera. No había nadie en el corral, excepto Faraday acechando algo entre las doradas hojas del arce. Alguien había restrillado la mitad del patio y apoyado el rastrillo contra el tronco del arce. En las serbales los racimos de brillantes bayas de color naranja rojizo colgaban tan gruesas que arrastraban las finas ramas hacia abajo como si fueran guirnaldas de la fiesta de la cosecha. Buenas noticias para los pájaros este invierno, Faraday pegó un salto. —¡Eh, gato negro! —le llamé... Se sobresaltó tanto que me eché a reír, y sacudió su cabeza, arriba, abajo y hacia los lados —. Faraday, ¿oyes voces? —se quedó quieto en la hierba y me miró fijamente con sus ojos color zumo de naranja. Levanté las manos al marco de la ventana, intentando arreglarlo como hacía siempre. Se atascó un momento y luego se deslizó tan suave como la seda. —¡Eh! —dije, y me reí—. Bienvenida a casa —Faraday maulló lastimeramente. Ante la evidencia del coche y el camión y de la puerta de la cocina abierta, se podía deducir que estaban por aquí, y ante la evidencia de mis golpes y llamadas no respondidas, ellos no estaban dentro. El siguiente paso más lógico era buscarle fuera, al otro lado de las dependencias o al otro lado de las lilas. Pero ahora que estaba en la casa me resistía a salir sin saludarla entera. Me levanté. Había una mancha nueva en el suelo del comedor junto a una de las ventanas que daban al oeste, que debía haber vuelto a hacer agua. —¡Maldita sea! —dije sinceramente. De la cocina llegaban una serie de gorjeos musicales aflautados. Ajax me contagió su ansiedad. Abrí la puerta del comedor que daba a la cocina, una de las bisagras estaba mal, y le cogí en brazos. —Ven, Schmoo, hazme caso —me hizo una caricia con la pata, apoyó su quijada en mi clavícula y cerró los ojos. Uno de los peldaños a mitad de la escalera estaba suelto; noté cómo se movía bajo la moqueta. No me extraña que se hubieran tropezado. Pero ¿no decía una de las cartas de Elizabeth que George había arreglado las escaleras? La barandilla también estaba suelta. Estaba sorprendida, se suponía que George era mañoso. La puerta del dormitorio principal estaba cerrada. Desde detrás llegó un sonido apagado: un bebé que duerme en el límite entre el sueño ligero y el llanto contundente. Abrí la puerta, meciendo a Ajax con un brazo. Elizabeth estaba dormida encima de la cama, tumbada plácidamente boca arriba sobre la colcha. Parecía una niña demasiado grande: descalza, con pantalones cortos y sudadera, la cara rubicunda y redonda y el pelo despeinado. Había una cuna apoyada en un extremo de la cama, y de ella surgió otro gemido. —¿Elizabeth? —no respondió, pero el bebé, sí. Un llanto ahora definitivamente despierto: despierto, pero infeliz. Elizabeth no se movió. Respiraba tranquilamente con los labios entreabiertos. La comisura de su boca se crispaba espontáneamente, como la de un niño que duerme. Solté a Ajax al pie de la cama y rodeé la cuna. —Eh, mocosa, ¿qué pasa? —Molly debía tener casi dos años. Se puso de pie, con la cara enrojecida por el llanto, apretando los barrotes de la cuna con sus sólidas manitas. Me dejó
que la cogiera, pero una vez en mis brazos comenzó a berrear y a patalear. —¿Qué pasa? ¿Qué...? ¿Quién...? —Elizabeth, en un torrente de ruidos inconexos, se incorporó torpemente: — ¡Oh, Dios mío! Penny, ¿qué pasa? Me dejé caer, con la niña junto a ella, provocando una débil protesta —de Ajax. —No pasa nada, salvo que estás tan profundamente dormida que no oyes cuando entra alguien. ¿Dónde están los pañales? A duras penas, agitó la mano. —En la habitación de Molly. No, espera, puse unos pocos en la cómoda. Oh, cariño, por favor, cállate. Encontré un pañal, pero fue Elizabeth, aturdida por el cansancio, la que tenía que cambiarlo. Entre el alboroto de Molly y su propia confusión, era difícil convencerla de que no se había despertado en medio de alguna catástrofe. —Te dije que venía en el próximo avión. La puerta estaba abierta y nadie me contestaba, así que entré. ¿Dónde están George y los niños mayores? —¿Dónde...? —Elizabeth abrazó a Molly con uno de sus brazos y extendió la mano para coger el despertador de encima de la mesilla. Lo inclinó hacia delante y hacia atrás, mirándolo fijamente— , ¿Las dos? ¿O las doce y diez?—agitó el reloj—. ¿Qué hora es realmente? Me reí: —Se lo estás preguntando a alguien que está bajo los efectos del cambio de hora. Es miércoles por la tarde, eso te lo puedo prometer. ¿Quieres que le prepare un biberón o algo? —Generalmente no quiere biberón después de la siesta. Pero ha estado últimamente tan inquieta... —¿Tienes hambre, Molly? ¿Quieres un plátano? ¡Dios mío!, creo que tengo plátanos. —¿Dónde están los mayores? —pregunté de nuevo. Elizabeth me miro fijamente por encima de la cabeza de su hija. —Mark tenía que ir al Distrito 4H y quería quedarse a pasar la noche con su amigo Jerry. Y acabo de despachar a Jane a Pullman con una de sus amigas. Llevaban semanas queriendo dormir juntas, y les dije que era su oportunidad. Abrazó a Molly más estrechamente. —Penny... —se rió tontamente—. Me alegro de verte. —Llamé desde Spokane, pero no contestabas. Puso una expresión afligida. —Es el teléfono. A veces hace eso. Suena como si llamasen, pero no lo hace. Cuando está así no se puede llamar ni recibir llamadas. George no es capaz de encontrar la avería, ni tampoco la oficina principal. Le hice más caricias y le di palmaditas a Ajax, que se había instalado en los pliegues de la colcha. —Venga, vamos a buscar plátanos. —Vale, déjame que me ponga los zapatos —se levantó con esfuerzo—. De verdad, ten mucho cuidado con los escalones. Los plátanos estaban podridos. Las moscas danzaban a su alrededor. —Mira esto —Elizabeth y el estado post-plátano—pastoso— , tres tienen moho. Ayer... — me miró absorta. Molly protestaba, intentando coger los plátanos.
—¿Biberón? —sugerí. —Sí, biberón. ¿Puedes cogerla un minuto? —me puso a Molly en los brazos y comenzó a
medir la mezcla generosamente. —¿No has visto a George? —No, no le he visto. Supongo que estará por ahí ejerciendo de amo de la casa —tuve que reprimir una urgencia pasajera de echarme a reír. George, con su tobillo torcido y su brazo en cabestrillo, imposibilitado para ir a trabajar y cojeando por ahí intentando poner todo en orden. Elizabeth hizo un vago ruido afirmativo. Molly aceptó el biberón con impaciencia. —¿La pongo en esta silla alta? —pregunté. —No, déjala aquí. No me fío de eso —cogió a Molly en brazos y dio un puntapié a las patas de la silla alta—. No es estable. Vamos fuera, ¿te parece? La seguí fuera a la luz del tenue sol de octubre. Nada más traspasar la puerta se paró. —¿Dónde está Ajax? ¿No lo tenías tú? —Se quedó dormido encima de la cama. Pobre chico. —¿Sabes?, es una cosa rara —dijo despacio—. No ha querido estar en la casa en absoluto. Incluso he tenido que darle de comer fuera. Supongo que ahora que estás tú aquí, todo vuelve a estar en orden —me miró esforzándose en vano por mostrar alegría— , ¡Dios mío?, Penny, Ajax y yo, los dos. Le di un abrazo fuerte, con Molly y el biberón en medio. —Tú y Ajax estáis muy bien. — Lo tomé al pie de la letra —dijo, apagada—. Le dije a la casa que venías. Me reí, ahora turbada, y lo solté. —¿Respondió? —No te lo podría decir, pero no creo que hable su idioma. —Cuéntamelo todo, Elizabeth. —Vamos a buscar a George —dijo en voz baja. Bajamos por la línea de las dependencias. Foxy nos siguió unos pocos pasos y se tumbó con un suspiro. Molly botaba sobre la cadera de Elizabeth, agitando su biberón como una batuta. —Tenía que dormir algo —dijo Elizabeth—. Estuve levantada toda la noche. —¿Con Molly?, ¿con Jane? —Todos nosotros hemos tenido problemas para dormir por la noche. Y he llegado al punto en que no puedo soportar dejar sola a Molly. George piensa que es ridículo. No quiere complacerme ya —no es que me haya complacido mucho nunca. Pero sabía que tenía que dormir algo mientras ella se echaba la siesta, así que llevé la cuna a nuestra habitación. —¿Y qué hace durante todo el día? —pregunté, no intentando parecer agobiante. Obviamente, no ayudaba a su mujer y sus hijos. —Está asegurando las cosas para el invierno —se estremeció— , Probablemente no debería mencionar esto, Penny, pero cuando le dije que venías... se interrumpió. —No le gustó —terminé por ella. Molly había empezado a revolverse y Elizabeth se paró para bajarla, sujetándola firmemente de la manita. —Es tu casa, Penny, tienes derecho a estar aquí todo el tiempo que quieras. Lo que a George no le gusta es todo... gesticuló indecisa. —Piensa que somos un par de hembras histéricas y estúpidas. «La una alimenta las
completamente paranoico a mi edad. Tres, realmente hay un maníaco homicida que vive aquí y todos estaremos muertos por la mañana. Los interruptores del circuito demostraron ser inescrutables e intratables y los tres estudiantes decidieron dejarlo por aquella noche. Parecía más conveniente seguir con la luz del día las reparaciones eléctricas y el desempaquetado, así que subieron con cuidado las escaleras hasta el segundo piso, donde —¡oh, lujo nada universitario! — cada uno tenía su propio dormitorio. El de Gordon estaba al final del salón y era el más alejado de las escaleras; una habitación vacía, rectangular, aproximadamente la cuarta parte del tamaño del sótano, desprovista de muebles y de luz. La ventana sin cortinas frente a la puerta del dormitorio ofrecía una vista poco precisa de las encinas del solar vacío que había detrás de la casa. Junto con la escasa tranquilidad que proporcionaba el saber que probablemente no había muchos caníbales con sierras eléctricas que se precipitaran a través de aquella ventana en concreto y, aún menos, teniendo en cuenta que la escalera interior era mucho más accesible. Cuando extendió su saco de dormir en medio del suelo, Gordon no se imaginaba la primera noche en su nueva habitación. Esta casa es un desconocido, pensó, y si todo el mundo sabe que no se debe hablar con desconocidos, aún menos se debe ir y vivir en una. Sin embargo, apagó el cráneo antes de desnudarse y andar a gatas hasta el saco de dormir como un escuálido cangrejo ermitaño rosa aislándose en un acolchado caparazón de poliéster. Sabía que lo mejor que podía esperar era un descenso instantáneo a un descanso sin sueños, con la esperanza de levantarse de nuevo con el alba. No tuvo tanta suerte. Durante un intervalo incierto e insomne estuvo tumbado de espaldas, mirando por encima de los pies a los susurrantes pinos de afuera. Más allá, un rastro de luz de luna inundó el cielo nublado y los árboles se perfilaron contra un fondo púrpura como monstruos trífidos con docenas de púas vibrantes y venenosas. Se preguntó cómo podía haber subido a lo alto del tejado la gárgola del campus y se dio cuenta de que el aspirante a Quasimodo tenía que haber trepado por árboles muy parecidos a éstos. Inofensivo, ¿lo había dicho Mick? Puro cuento. Gordon se dio la vuelta, en un enésimo intento inútil de sumirse físicamente en la inconsciencia. ¿Cómo se había sugestionado con esto? Toda la culpa era de Carla. Con la cara hundida en el aislamiento del saco, incapaz de ver los cimbreantes árboles ni la habitación vacía, a Gordon le traicionaron sus oídos. Ruidos, vagos e inidentificables, se arremolinaron alrededor de su cegada conciencia; los «vio en su mente como una nube movediza de insectos fantasmales; no luciérnagas, soniérnagas. Pensó que la Navidad había terminado definitivamente porque ésta no era la Noche de Paz. Ruidos al otro lado de la ventana. Ruidos arriba. Ruidos al otro lado de la pared de la derecha... Espera. Carla estaba al otro lado de aquella pared. Se concentró en los sonidos que venían de aquella dirección, ignorando los otros ruidos, para así poder escuchar más atentamente lo que ahora reconocía como el sonido de alguien que se movía en la habitación de al lado. No eran pisadas; los sonidos eran demasiado irregulares para ser pisadas. Alguien que se arrastraba, quizá, o estaba haciendo un esfuerzo. ¿Estaría Carla haciendo gimnasia a estas horas? ¿O tenía un mal sueño? Despacio, intentando no hacer ruido él también, Gordon se levantó de su saco de dormir, escuchando. El aire frío le helaba los hombros y el cuello. ¡Maldición!, ¿por qué no podía oír más claramente? Carla podía tener problemas. En la oscuridad tiró de un par de vaqueros
supersticiones de la otra.» Dijo realmente eso —se rió, pero su voz era cortante—. Por supuesto, no lo dijo exactamente así. Dijo que estábamos empezando a parecemos a los ignorantes chicos de las granjas que se fomentan las supersticiones los unos a los otros. —Creo que nuestras supersticiones están yendo demasiado lejos, aparte de nuestra mutua alimentación —dije, y nos reímos juntas. Molly me extendió el biberón, estirándose hacia arriba, para introducirlo imperiosamente en mi mano, y se dio la vuelta para suplicar a su madre que la llevara a hombros. Me gustaba eso. Mis niños nunca habían tenido relaciones de tanta confianza con las personas que no conocían bien. Elizabeth era una persona muy abierta. Abrazó a Molly protectoramente. —Puede que haya ido arriba, al huerto, pero dijo que había un montón de cosas que hacer en el gallinero. ¿George? ¿Estás ahí? No estaba en el gallinero, ni en el cobertizo de los trastos, ni en el de las herramientas, y desde aquí podíamos ver lo que quedaba del jardín detrás de las lilas y que parecía triste y vacío. —Las chirivías ni siquiera han brotado —dijo Elizabeth incoherentemente. Molly se inquietó y se revolvió, insatisfecha, cambiando de postura —. Debería haber comprobado en el sótano —dijo Elizabeth. Estaba todavía de pie ante la puerta abierta del cobertizo de las herramientas, mirando hacia atrás a la casa. Su voz era desesperada, denotaba miedo. —Tiene cinco acres para perderse, Lizzie —dije—. No hemos mirado en la bodega. —No quiero mirar en la bodega —dijo de forma tensa—. Nos mantenemos alejados de tu maldita bodega. —Bueno, echaré una ojeada allí —dije, en nombre de la meticulosidad—. Necesitaba dormir mucho más. Tú vuelve a la casa y me reuniré contigo arriba. Dio un paso hacia la casa, y yo di la vuelta rápidamente a la esquina del cobertizo de las herramientas. La bodega no estaba allí. Me tropecé violentamente como si el terreno se hubiera levantado en medio de mi zancada. El cambio de horario te produce cosas raras. Mi cerebro se sacudió y rebotó, volando entre turbulencias. ¿Me había olvidado la distribución de mi propio patio? El gallinero, el cobertizo de los trastos, el de las herramientas y la bodega detrás del cobertizo de las herramientas, un montón lleno de hierba como la tumba de un gigante, de cuatro pies de alto y el doble de largo, una puerta de madera inclinada que permite el acceso a su abrupto extremo norte. Di unos cuantos pasos más, explorando a derecha e izquierda casi frenéticamente. Entonces lo vi, y me dejé caer de rodillas donde estaba. La puerta estaba abierta y por lo menos una de las bisagras debía haberse aflojado antes, de modo que se había librado de torcerse en el derrumbamiento. Ahora estaba plana, cayendo a ambos lados de la depresión que antes había sido un montículo. Estirándome hacia delante pude tocarla. Antes de nuestra época alguien había pintado esa puerta de azul grisáceo oscuro, y pensé a menudo como había pensado antes, que realmente deberíamos volver a pintarla. Pero no, ése era un pensamiento equivocado. Tres vigas como traviesas de ferrocarril sostenían dos sólidos pies de tierra. Quizá George estaba en el huerto. Quizá estaba en el sótano. Pero en ese caso, ¿por qué se había derrumbado la bodega? No, tampoco éste era un pensamiento adecuado. Me arrodillé allí durante lo que me pareció mucho tiempo, esperando que las cosas
tuvieran algo del sentido con el que deseaba vivir; y Faraday, que nunca había sido un gato afectuoso, se me acercó tranquilo y empujó con su hocico mi mano. Supón que tienes un perro fiel que ha matado a alguien. Pero no era eso exactamente, ¿verdad? No era eso en absoluto. La gente sobrevive algunas veces a las cosas más asombrosas. Me levanté, tambaleándome un poco. Elizabeth y yo éramos mujeres jóvenes y sanas, podíamos manejar una pala y una excavadora. Después de todo, estaba muy bien que el cobertizo de las herramientas estuviera tan cerca.
El Camino de los Cedros Karl Edward Wagner Karl Edward Wagner es uno de los mejores artífices de relatos cortos en el campo del terror. Ha escrito muchas novelas, fundamentalmente en el género de espada y brujería. Ha ganado el premio World Fantasy, y sus relatos han sido recopilados en las antologías In a Lonely Place y Why Not You and I? Tiene una pequeña editorial, la Caracosa House, y es el recopilador de los volúmenes anuales de Los mejores relatos de terror del año. Vive en Chapel Hill, North Carolina. Como el relato de Sharon Baker en este volumen, El Camino de los Cedros, de Karl Edward Wagner, se sitúa en la casa donde creció el autor. Aquí, unos cuantos hombres muy diferentes están conectados por la casa del Camino de los Cedros, y el chico que vive allí, y su destino determina el de ellos. El sueño es una sombra de algo real. De la película de Peter Weir, «The Last Wave»
De nuevo estaba en el Camino de los Cedros, la casa grande donde había pasado su infancia, creciendo hasta que llegó la hora de irse al colegio. Era el más joven y sus padres habían vendido la casa entonces, trasladándose a una más pequeña y más apropiada en una urbanización más nueva y agradable. Un rito de paso, pero a Garrett Larkin le fortalecía la realidad de que nunca había vuelto. Salvo en sueños, y los sueños son de lo que está hecho el mundo. A veces le dejaba perplejo que mientras que por la noche soñaba con su infancia en la casa del Camino de los Cedros, nunca soñaba con ninguna de las casas en las que había vivido desde entonces. A veces los sueños eran espantosos. A veces más que otros. Era una casa grande de dos pisos y un sótano, construida antes de la guerra, la guerra durante la que había nacido. Era muy sólida, revestida de gruesas piedras de color rosa de mármol de Tennessee, procedentes de las canteras locales. Había tenido tres ventanas de buhardilla que sobresalían del tejado de delante y a Garrett le gustaba llamarla la casa de los tres tejados, porque siempre pensaba que el libro de Hawthorne tenía un atractivo y misterioso título. Sus dos hermanos y él tenían su guarida privada en las pequeñas habitaciones de la buhardilla, del tamaño justo para ellos, sus cajas de juguetes, un escritorio diminuto para hacer maquetas o para montar rompecabezas. Los deberes no se podían hacer aquí y quedaban relegados al gran escritorio del gabinete de trabajo que papá no utilizaba nunca. El Camino de los Cedros era un auténtico camino rural, tendido probablemente a principios del siglo pasado a lo largo de sucias pistas de tierra que atravesaban las granjas. Ahora dos estrechos caminos de superficie negra y muchas veces asfaltado se retorcían a
través de una hendidura estrecha enmarcada por hileras de cedros imponentes. La casa de Garrett se levantaba muy atrás por encima de cuatro acres de césped, huertos y jardines parcelados cuando el vecindario pasó de ser rural a convertirse en la periferia de la ciudad, justo antes de la guerra. Había sido una casa maravillosa para hacerse mayor. Los tres chicos arriba, y la cursi hermana mayor, con dormitorio propio, abajo a otro lado de la sala de mamá y papá. Había que bajar dos tramos de escalera, el otro conducía a! cavernoso sótano donde papá aparcaba el coche nuevo y tenía todas sus herramientas y el material de jardinería y donde habitaba la caldera de carbón llamada Miedo y su reino de los inviernos, la bodega del carbón, encantada por los monstruos. El patio era más grande que el de cualquiera de sus amigos, y hasta que creció lo suficiente para tener que segar la hierba y poder decir palabrotas, fue un terreno de juegos sin límites para correr y retozar con los perros, para jugar a la pelota y a vaqueros o soldados, para trepar a los árboles y construir sedes secretas con cajas y tablas desechadas. Garrett amaba la casa del Camino de los Cedros. Pero deseaba no soñar con ella todas las noches. A veces se preguntaba si la casa le había embrujado. Su siquiatra le decía que simplemente era una fantasía nostálgica por su infancia desaparecida. No era sólo eso. Algunos de los sueños le perturbaban. Como la esquiva fragancia de las hojas de otoño al arder, y los recuerdos fragmentarios de carne carbonizándose. *** Garrett Larkin era un arquitecto paisajista con mucho éxito, con oficinas y sociedad propias en Chicago. Había conservado la misma mujer maravillosa durante treinta años, estaba colocando al menor de sus tres hijos estupendos en Antioquía, anticipando una cómoda y plácida quinta década de su vida y no había dormido en su cama del Camino de los Cedros desde que tenía diecisiete años. Garrett Larkin se despertó en su casa del Camino de los Cedros, sintiéndose vagamente perturbado. Buscó a tientas por encima de su cabeza la lámpara de metal negro con una silueta de un vaquero montada sobre su cama. Encontró el interruptor, pero la lámpara no se encendió. Se deslizó fuera de las mantas y se trasladó al baño a través de la familiar oscuridad; allí encendió el interruptor. Estaba llenando el vaso de agua cuando notó que sus manos eran las de un hombre viejo. De un viejo. No eran sus manos. Ni su cara en el espejo del cuarto de baño. Arrugada por demasiados años, demasiadas preocupaciones. Cabello gris y ralo, nariz bulbosa y salpicada de manchas rojas. La ceja izquierda había perdido la delgada cicatriz de cuando había comprado el Volvo. Las manos gruesas con callos de trabajo. No tenía anillo de boda. Ningún pijama de franela demasiado limpio holgado sobre un cuerpo excesivamente delgado. Bebió lentamente el agua, estudiando el reflejo. Podía haber sido él. Otro sueño perturbador. Esperó el despertar. Bajó a la habitación de sus hermanos. Había dos chicos jóvenes durmiendo. Ninguno de ellos era su hermano. Tenían aproximadamente entre nueve y trece años. Y de algún modo le recordaban a sus hermanos, tiempo atrás, cuando todos eran jóvenes, en el Camino de los Cedros. Uno de ellos se agitó de repente y abrió los ojos. Miró hacia arriba al viejo perfilado por la
lejana luz del cuarto de baño. Dijo medio dormido: —¿Qué pasa, tío Gary? —Nada, creí que habíais gritado uno de vosotros. Vuélvete a dormir, Josh. La voz era la suya y la respuesta surgió automáticamente. Garrett Larkin regresó a su habitación y se sentó en el borde de su cama, esperando la luz del día. La luz del día vino y trajo el olor del café y del bacon frito y el sueño permanecía todavía. Larkin encontró sus ropas en la oscuridad, se puso la familiar bata y bajó las escaleras. La alfombra era nueva y muchos de los muebles, extraños, pero seguía siendo la casa del Camino de los Cedros. Sólo que más antigua. Su sobrina estaba trajinando en la cocina. Estaba forzando el límite de los treinta años y las costuras de la bata y no la había visto antes en su vida. —Buenos días, tío Gary —vertió café en su taza— , ¿Se han levantado los chicos? Garrett se sentó en la silla a la mesa de la cocina y sopló con cuidado el café. Muerto para el mundo. Lucille dejó el bacon un momento y volvió a subir las escaleras. Podía oír el eco de su voz arriba. — ¡Dwayne! ¡Josh! ¡Levantaos y lavaos! ¡No os olvidéis de traer la ropa sucia cuando bajéis! ¡Moveos! Martin, el marido de su sobrina, se unió a ellos en la cocina, dio un abrazo a su mujer y se sirvió una taza de café. Robó una loncha de bacon. —Buenos días, Gary. ¿Has dormido bien? —Creo que sí —Garrett miró fijamente su taza. Martin masticó el bacon demasiado crujiente. —Necesito que esos chicos trabajen en las hojas después del colegio. Garrett pensó en el olor de las hojas ardiendo y recordó el dolor de la piel vaporizándose y el café le quemó la garganta como un torrente de sangre hirviendo y se despertó. Garret Larkin boqueó en la oscuridad y se incorporó en la cama. Buscó a tientas detrás de él la lámpara con la silueta del vaquero y no pudo encontrarla. Entonces hubo luz. Una lámpara de pie desde el lado opuesto a la enorme cama. Su mujer le estaba mirando fijamente, preocupada. —Gar, ¿estás bien? Garrett intentó recomponer sus recuerdos. —Sí... Rachel. Sólo fue otra pesadilla. —¿Otra pesadilla? Quieres decir otra pesadilla más. ¿Estás seguro de que se las cuentas a tu siquiatra? —Dice que sólo es una añoranza nostálgica de la infancia cuando te encuentras con que la madurez avanza. —Debe haber sido una infancia feliz. ¿Te parece que apague la luz? Y soñó de nuevo, soñó con el Camino de los Cedros. Estaba seguro y cómodo en su propia cama, en su propia habitación. Resguardado bajo las sábanas, herencia de su madre del frío de octubre que penetraba en el piso de arriba. Algo le apretaba las costillas y se despertó descubriendo que su linterna de Boy-Scout estaba atrapada bajo las mantas, junto a los prohibidos tebeos de terror que había estado leyendo, a escondidas, después de la hora de acostarse. Gary buscó a tientas la luz, moviéndola alrededor de la habitación. Su rayo era débil y
amarillento porque necesitaba pilas nuevas, pero zigzagueaba reafirmándose a través de las paredes del dormitorio, familiarizado con sus carteles de aviones, salpicado por algunas pinturas al óleo y (un añadido de temporada) recortables de Halloween, calabazas, gatos negros, brujas montadas en sus escobas y esqueletos danzarines. El rayo apuntó hacia la buhardilla descubriendo los libros de los estantes y sus tesoros; el B—36 a medio terminar; el «Cigarro Volador», un bombardero nuclear que se elevaba por encima de un escritorio salpicado de piezas de plástico y tubos de pegamento. El desvaído rayo de la linterna flotó hacia el otro lado de la habitación y se detuvo sobre la cara que le miraba desde el borde de la cama. Era la cara de un adulto que nunca había visto antes, cadavérica a la amarillenta luz. Al principio, Gary pensó que debía ser uno de sus hermanos con una máscara de Halloween y entonces supo que realmente era un asesino demente con un cuchillo de carnicero como los que salían en los tebeos y entonces la carne de la cara, iluminada por la luz, comenzó a pelarse en tiras negras y apenas los huesos y dientes se carbonizaron y resquebrajaron, dando paso a un polvo que se desvanecía y la vejiga de Gary explotó en un torrente de vapor. Larkin murmuró y se quedó paralizado de estupor. Buscó a tientas su entrepierna, bajo las capas de plástico hechas jirones, pensando que se había hecho pis durante el sueño. No se lo había hecho, pero realmente no le habría importado. Algo le estaba molestando en las costillas y recuperó la botella medio vacía de Thunderbird. Echó un trago. E —1 vino se había calentado con el calor de su cuerpo y sus vapores le cosquillearon nariz arriba. Larkin se corrió más adelante de su caja de cartón, hacia el fondo que apoyaba contra la pared del callejón. Hacía frío esta noche de otoño —otro invierno malo, seguramente— y se preguntó si quizá debería salir y reunirse con los otros alrededor de la hoguera. Tomó otro vaso de vino, que le calentó la garganta y las tripas. Cuando podía permitírselo, a Larkin le gustaba beber Thunderbird. Era un lazo con su infancia. —Aprendí a conducir en el Thunderbird de mil novecientos sesenta y uno, recién comprado, de mi viejo —solía decir a cualquiera que se le acercara. Un Thunderbird blanco de mil novecientos sesenta y uno con tapicería azul turquesa. Todo potencia y rápido como un demonio. Las chicas del Instituto hacían cola para quedar conmigo y poder dar un paseo en el flamante Thunderbird. ¡Estaba hasta el culo de chicas! Todo aquello era mentira, porque su padre nunca le había dejado conducir el Thunderbird y Larkin había pasado su adolescencia quemando tres embragues del Volkswagen escarabajo de segunda mano de la familia. Pero nada de eso importaba realmente a la larga, porque Larkin había sido llamado a filas justo después del colegio y lo mejor de él nunca regresó de Vietnam. Hospitales para veteranos, centros de rehabilitación, casas de marginados, demasiadas cárceles para contar. ¿Por qué molestarse en contarlas? A nadie le importaba un bledo. Larkin recordó que había vuelto a soñar con el Camino de los Cedros. Ni siquiera el vino peleón podía matar aquellos recuerdos. Larkin se estremeció y se preguntó si quedaría algo para comer. Había cogido algún producto de desecho de un vertedero, pero ya se había podrido. Decidió probar suerte en la hoguera. Al salir de su caja de cartón, se metió en el bolsillo la botella de vino e intentó recordar si había dejado algo que valiera la pena robar. Probablemente, no. Recordó cómo una vez había acampado fuera de la enorme caja del frigorífico nuevo en el Camino de los Cedros, antes de que las lluvias deshicieran la caja de
cartón. Había una media docena más o menos, todavía levantados, perfilados por el resplandor llameante del bidón de gasolina del edificio en ruinas. Se suponía que no deberían estar allí, pero también se suponía que el edificio debería haber sido desalojado hacía dos años. Larkin se arrastró hacia ellos; una mancha idéntica de desechos harapientos, fundido con el yermo urbano. —¿Qué pasa, hermano? 13 —le preguntó Pointman. —Demasiado frío para dormir, soñé. Tuve pesadillas. El negro asintió comprensivamente y utilizó su brazo bueno para echar un palo al fuego. Chispas volaron hacia arriba y se desvanecieron en la noche. —¿Con Nam? —Peor —Larkin sacó su botella—. Soñé que era un niño otra vez. De nuevo en casa: el Camino de los Cedros. Pointman echó un largo trago y le alargó la botella. —Creía que me habías dicho que tuviste una infancia feliz. —La tuve. Tan buena como puedo recordar —Larkin remató la botella. —Eso es —Pointman le dio un consejo — , A veces es mejor olvidar. —A veces no puedo recordar quién soy —le dijo Larkin. —A veces, también es lo mejor. Pointman clavó sus dedos en un viejo embalaje de transporte y lo echó en el bidón de gasolina. Una rata había hecho un nido dentro del material envolvente y todo ello se alzó en un hongo de brillantes chispas y espeso humo negro. Larkin oyó sus chillidos de terror y su lucha agónica. Sólo duró un minuto o dos. Después pudo oler la piel que se quemaba, pudo oír la suave explosión de los cuerpos que estallaban. Y pensó en la hoja del otoño quemándose en el bordillo de la acera. Y recordó la suave explosión del estallido de sus globos oculares. Gary Blaze aspiró a pleno pulmón los vapores del crack y luchó para aguantarse la tos. Le alcanzó la pipa al doctor Syn y exhaló. —Es como seguir soñando sobre el pasado, cuando era un niño —dijo a su batería — , Y un montón de mierdas más. Se hace realmente pesado algunas veces, tío. El doctor Syn fue el cuarto batería durante la fluctuante carrera de dos décadas de «Gary Blaze and the Craze». Había estado con la banda alrededor de un año y no había oído a Gary repetir esas viejas historias tantas veces como los supervivientes más antiguos. Ahora precisamente estaban en una extraordinaria gira por todo el mundo y el doctor Syn no quería volver a actuar en los bares de Minnesota. Terminó lo que quedaba en la pipa y dijo con simpatía: —Mierda. —Es como las veces que no puedo recordar quién soy —Gary Blaze hizo una confidencia, observando cómo un admirador recargaba la pipa de cristal. Tenían el aire acondicionado a toda máquina y la habitación del hotel se notaba fría. —Eso no es más que todos los años que has pasado en la carretera —le confirmó el doctor Syn. Era un chico alto, de la mitad de edad de Gary, con la obligatoria melena rubia y el atuendo heavy—metal, que habiendo tenido un gran comienzo con una superestrella de rock Aquí estos personajes hablan una jerga propia de seres marginados. (N. del T.)
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ya eclipsada no podía dañar a su propia naciente carrera. —Ya sabes —Gary tomó una anfeta con un trago de wodka—. Ya sabes, a veces me subo al escenario y realmente no puedo recordar si puedo tocar esto —acarició su excelente Strat—. Y lo he estado tocando desde que compré mi primer disco de Elvis del cuarenta y cinco. —Hound Dog y Dont be cruel son de mil novecientos cincuenta y seis —le recordó el doctor Syn— , Tú sólo eras un crío que crecía al este de Tennessee. —Y yo soñaba con eso. Con la vieja casa familiar en el Camino de los Cedros. El doctor Syn se ayudó con otro golpe del crack de Gary. —Eso no es más que todos los años que has pasado en la carretera —tosió—. Sigues pensando en volver a tus raíces. —Quizá debería volver. Sólo una vez. Sabes, ver de nuevo el viejo lugar. Me pregunto si estará allí todavía. —¿Montar el número del rockero malo que vuelve a casa? —¡Mierda! —Gary sacudió la cabeza—. No quiero volver a ver la casa nunca. Inhaló vigorosamente, arrastrando el humo profundamente a sus pulmones, y recordó cómo su pecho explotó en un enorme chorro de vapor supercaliente. Garrett Larkin estaba soñando, soñando con el Camino de los Cedros. Le despertó la voz de su madre y eso no era razonable porque antes de quedarse dormido sabía que hoy era sábado. —¿Gary? ¡Levántate y lávate! ¡Recuerda que prometiste a tu padre que quitarías todas las hojas antes de ver el partido de fútbol! ¡Muévete! —Muy bien —murmuró bajando las escaleras y susurró un par de palabrotas para sí. Lanzó sus largas piernas por encima del borde de la cama, bostezó y se estiró, se esforzó en entrar en unos vaqueros y un chándal del instituto y se metió en el cuarto de baño para lavarse. La cara de un adolescente le devolvía la mirada desde el espejo. Gary exploró unas pocas espinillas incipientes antes de cepillarse los dientes y ponerse laca en el flequillo. Podía oler las salchichas friéndose y las tortillas dorándose cuando bajaba pataleando por las escaleras. Mamá estaba en la cocina en bata y delantal sirviéndole ya su plato. Gary se sentó en la mesa y sorbió su zumo de naranja. —Tu padre regresa de Washington mañana, después de la iglesia —le recordó mamá—. Esperará encontrarse ese césped completamente limpio de hojas. —Tendré terminada la parte delantera —Gary se echó mermelada en todas las tortitas del montón. —Dijiste que lo harías todo. —¡Pero mamá! Las hojas todavía están cayendo. Solamente hace falta rastrillar .debajo de los arcos —Gary engulló un trozo de salchicha. —Mastica la comida —machacó mamá. Pero era una maravillosa mañana de octubre con el aire fresco y vivificante, el cielo azul y despejado. Con el estómago confortablemente lleno, Gary atacó las doradas hojas, barriéndolas en torbellinos con el rastrillo. Blackie, su viejo perro blanco, se trasladó a un sitio al sol para supervisar su trabajo. Pronto se aburrió y se quedó dormido. Comenzó en la base de la fachada de mármol rosa de la casa, quitando las hojas de debajo de los arbustos y apilándolas bajo los alto arces azucareros y, después, encima del bordillo. El tráfico era fluido esta mañana en el Camino de los Cedros y el fortuito paso de los coches a toda velocidad mandaba espirales de hojas del montón hacia el cielo. Estaba yendo más
ruido o con más entusiasmo. Se hizo la promesa de estar inconsciente a los cinco segundos de meterse en la cama. Pero, lo primero, un par de aspirinas. Consiguió las pastillas en el cuarto de baño y se deslizó lentamente a la cocina para coger un vaso de agua. Pero cuando descubrió la puerta del sótano, sus ojos doloridos y enrojecidos se abrieron como no lo habían hecho en todo el día. La puerta que daba a lo de Dimitri estaba descerrajada y sujeta con un ladrillo. ¡Oh, Dios, otra vez, no! Pensó llamar, pero no había ningún motivo para alertar al intruso hasta que él, Gordon, estuviera bien y en condiciones. Despejándose de los zapatos, subió de puntillas las escaleras todo lo rápido que pudo y cogió la pistola de la caja de zapatos en el fondo de su armario. Después inspeccionó las habitaciones de Mick y de Carla. No estaban en casa y pensó que seguramente era preferible que no estuvieran. Gordon volvió a la cocina y se aproximó a la puerta medio abierta. Poco a poco la abrió del todo, hasta que pudo observar la longitud completa de las escaleras. Las luces del sótano estaban apagadas, pero un resplandor rojo y difuso salía del interior de la bodega, precisamente en la zona de su vista. Llamas, fuego, puños, caídas y dolor. Gordon descendió los escalones. A mitad de camino escuchó una serie de gemidos roncos, ahogados. Como un fantasma ruidoso. O un compañero de casa angustiado. Maldito reestreno, Batman: aquí estamos de nuevo. Sin embargo, esta vez iba armado y era peligroso. La pistola que llevaba en la mano era el centro de su ser, como si estuviera sosteniendo su corazón y no una pistola cargada. Puso un dedo en el gatillo y sintió que sus venas latían bajo la piel. El rabioso martilleo dentro de su cráneo acudía una y otra vez hasta que sintió náuseas. Temblando a pesar del consuelo de la pistola, rodeó con sigilo la esquina al pie de la escalera y miró el cuadro que había delante. __ La difusa y danzarina luz provenía de la otra vela de Carla: un Santa Claus de cera en miniatura en lo alto de una pila de cartones, en el rincón del fondo del sótano. La luz de la vela brillaba sobre las sábanas nuevas de color negro que cubrían ahora el colchón de Dimitri. Gordon se dio cuenta de que una botella vacía de desinfectante yacía abandonada en un rincón. Mick estaba acostado boca arriba en el colchón, con la cabeza hacia el horno, situado en la pared de enfrente. Estaba desnudo, a excepción de un antifaz de seda negro en los ojos. Tenía los brazos plegados bajo el cuerpo, casi ocultos a la vista, como si los tuviera atados a la espalda. Carla estaba sentada a horcajadas sobre sus piernas, de espaldas a Gordon. Su exuberante cabello rojo caído sobre los hombros, tan blancos, desnudos y suaves como su espalda y sus nalgas. Sus dedos frotaban la erección er ección de Mick y tímidamente deambulaban por p or su robusto pecho, alrededor de sus pezones, a lo largo de sus costillas y luego bajaban para enredarse el pelo castaño de sus testículos. Las venas del cuello y de los bíceps de Mick sobresalían cuando se movía y gemía debajo de ella. Lo sabía, pensó Gordon. No, no es verdad. No sabía nada. El cuerpo desnudo de Carla era más perturbador incluso de lo que había imaginado. Ella sujetaba el torso de Mick con ambas manos y se reía de una forma que le provocaba y le torturaba al mismo tiempo: —Al final, buen señor. ¡Te tengo en mi poder! ¿Qué tal, gentil caballero, en esta mazmorra
de las delicias? — Joder, Carla, ya vale de juegos —rogó Mick. El sudor caía de su frente, empapando el antifaz. —¿Qué es eso Milord? ¿Te rindes ya a mis designios? —Ella escupió sobre la palma de su mano y friccionó la humedecida carne del rojo y congestionado glande de Mick. —¡Me rindo, me rindo! —Mick forcejeó por liberar las manos—. ¡Por Cristo, Carla, date prisa antes de que me corra! —Muy bien. Te concederé un último deseo —Carla se movió hacia adelante y Gordon tuvo una fugaz visión de sus pechos, tensos y tan accesibles, antes de que se abalanzara sobre su mejor amigo en otro tiempo y compañero de casa. El apasionado jadeo que escapó de sus labios era lo que menos se ajustaba a sus características. Tuvo que mirar a otro lado, a la incongruente vela de Navidad, a la oscilante llama sobre el gorro de Santa Claus; cualquier cosa menos soportar la visión de la escena de Carla y Mick retorciéndose sobre aquellas sábanas, recién compradas, de color ébano. Y tan vulgar, intentó convencerse a sí mismo: la liga juvenil S y M contra D y D. Un par de chicos del colegio jugando a la decadencia. Realmente era embarazoso. «¡Oh, Dios!—pensó con los ojos llenos de lágrimas —. ¿Por qué él? ¿Por qué no yo?» Miró fijamente la luz de la vela. No quería, no podía mirarlos, pero todavía podía oírlos: respirar fuerte, susurrar («te quiero» e indecentes solicitudes). El sonido de sus pegajosos y sudorosos cuerpos separándose y juntándose de nuevo. Sintió como si su cabeza fuera a explotar. Casi deseaba que ocurriera. ¿Dónde?, se preguntó. ¿Dónde está Dimitri ahora que lo necesito? La fría pistola de metal colgaba pesadamente en su mano. El encendido Santa Claus llenaba su visión, brillante, hermoso e ineludible. Él sabe si has sido bueno o malo, recordó Gordon. Él sabe qué maldades acechan en el corazón del hombre. Llamas, sombras, luz de vela, fuego. Gordon levantó la pistola. Creyó oír pasos en la escalera, detrás de él. Sintió que Dimitri cogía su mano. Fuego. —No, lo siento. Se ha equivocado de número. Mick y Carla ya no viven aquí.
Gordon colgó el teléfono. ¿Cuándo iba la gente a comprender el mensaje? Carla y Mick se habían ido. Se habían fugado a Alaska. Eso era lo que había contado a todo el mundo. Es lo que había pasado. Ahora tenía nuevos compañeros. Como Dimitri, ahí en el sofá, limpiando su cuchillo hitleriano y cantando villancicos en abril. Y la gárgola, dando saltos en el tejado o columpiándose toda la noche en los árboles de fuera. Incluso el Fantasma, a quien había creído muerto, pero que tenía mucho mejor aspecto ahora que finalmente se había reído el último de esos presumidos, egoístas y engañosos amantes. La casa no estaba tan mal, admitió Gordon. La verdad es que, cuando hacía más calor, había un olor cada vez más desagradable que venía del sótano. Pero esto no importaba porque nadie bajaba allí nunca. Nadie debe bajar allí nunca. Hay tres posibilidades, pensó. Una, se podía mudar algún día y abandonarlo todo. ¡Espera! Eso no funcionaría, pues otros se mudarían allí después. Los nuevos inquilinos abrirían la puerta del sótano. Dos, podía intentar explicar a alguien quién era Dimitri y lo que había
hecho, pero la única persona que podía conocer a Dimitri era Dimitri. Tres, podía encontrar otros compañeros de casa, quizá una mujer, para vivir con ellos. Pero... No había más posibilidades. Tenía que gustarle esto. Estos eran sus compañeros y los Estados Alterados eran su hogar. De ahora en adelante.
El arte de la caída Jonathan Carroll Jonathan Carroll ha Carroll ha ganado el premio World Fantasy y es el autor de Land of Laughs, Voice of Our Shadow, Bones of the Moon, Sleeping in Flame y Child Across the Sky. Vive en Viena, Austria. Como muchas de las obras de Jonathan Carroll, este relato se puede considerar que pertenece a tres categorías distintas simultáneamente: juzgándolo por su prosa y por su tono, esta narración sobre la mortalidad y el significado parece ser una obra de la literatura histórica americana, más o menos como el Ragtime, de E. L. Doctorow. Desde esta superficie se encuentra un nivel de fantasía y desde la fantasía reside el terror. Esta historia aparecerá como parte de la próxima novela de Carroll. —Hay un arte de la caída, ¿sabes?
Seguí mirando a la cámara con miedo a que mis ojos parpadeasen cuando se levantase del suelo. Su ayudante permanecía cerca, pero obviamente sabía que él se quería levantar solo: conseguir la pequeña victoria de ponerse en pie después de la gran derrota de caer por tercera vez desde que yo había entrado en su estudio con mi padre. Robert Layne-Dyer fue el primer homosexual que yo había reconocido, si se puede decir así. Desde que tenía solamente ocho años, no tenía ni idea de qué pasaba «con él», aparte de que sus gestos eran más teatrales de lo que yo estaba acostumbrado a ver en otros hombres, y su forma de hablar era afectada y su voz demasiado suave. Yo conocía el acento sureño de mi padre y sus codos encima de la mesa del comedor. Estaba acostumbrado a los amigos de mi papá que hablaban de dinero, mujeres, política y otras cosas con las mismas risas estentóreas de asentimiento y gruñidos ruidosos de indignación o cólera. Layne-Dyer era una mariposa. No es una bonita palabra para utilizar hoy en día, porque es igual que llamar «bollo» a una mujer, pero afrontémoslo; en este mundo hay mariposas y bollos. No obstante, la mariposa que me tenía posando para él era uno de los fotógrafos fotóg rafos más famosos del mundo. Por eso le consintieron, allá por aquellos oscuros días republicanos de los cincuenta, enarbolar ante el mundo su homosexualidad como una bandera de una milla de largo. Cuando ahora pienso cuánto coraje tuvo que echarle aquel hombre para comportarse de esta forma en 1957, me resulta impresionante. Mi padre, que entonces era rico e influyente, decidió que había llegado el momento de que me hicieran un retrato. Devoto y voraz lector de revistas, hojeó el Vogue y el Harper’s Bazaar de mi madre casi con tanto cuidado como lo hacía ella. Partiendo de los fotógrafos que había visto allí, escogió a Layne-Dyer para que me inmortalizara. Después de los oportunos informes y negociaciones, papá y yo llegamos una mañana de julio a la puerta de una elegante eleg ante casa de piedra marrón en Gramercy Park. Mientras íbamos en el taxi, me dijo que probablemente el fotógrafo sería un «marica», pero que no me molestaría. —¿Qué es un «marica», papá?
—Un «chico» al revés. —«Chico» al revés es ocihc. «Marica» es aciram. —Ya verás lo que quiero decir cuando lleguemos allí.
Lo que vi fue un hombre muy enfermo. Contestó a la puerta y, sonriendo, nos estrechó las manos a los dos. Pero había muy poca luz en él. Me recordaba a una linterna con una sola bombilla. Tenía unos treinta y cinco años, de peso medio y fornido, con un mechón de pelo rubio que caía sobre su frente como una coma. Sus ojos eran verdes y grandes, pero bastante hundidos, disminuyendo su tamaño hasta que se le miraba detenidamente. Lo cual yo hice, por supuesto, porque estaba buscando al «marica». También fue la primera persona que me llamaba «señor Harry». —Así que han llegado los Radcliffes. ¿Cómo está usted, señor Harry? —Bien, señor Layne. Quiero decir señor Dyer. —Me puede llamar de las dos formas. O Bob, si le resulta más cómodo. Entonces se calló. ¡Sólo boom! Sin avisar, sin tropezar ni agitar los brazos. Un momento de pie con nosotros y al siguiente en el suelo, hecho un fardo. Naturalmente, me reí. Pensaba que lo estaba haciendo para mí, una broma de un chaval loco. Puede que aquello fuera lo que quería decir papá cuando dijo que los maricas eran chicos al revés. Mi padre me dio un codazo en las costillas que me hizo mucho daño y grité. Layne-Dyer le miró desde el suelo. —Está bien. No lo entiende. Me caigo mucho. Es un tumor cerebral y me hace hacer cosas extrañas. Miré a mi padre para que me explicase. Éramos camaradas y generalmente era sincero conmigo, pero esta vez sacudió levemente la cabeza queriendo decir: «Espera hasta más tarde». Así que me giré hacia el fotógrafo y esperé a ver lo que haría a continuación. —Vamos dentro, y usted prepárese para posar —se levantó lentamente del suelo y emprendió el camino hacia el interior de la casa. Aún hoy recuerdo cómo estaban amuebladas sus habitaciones. Muebles oscuros «Misión», piezas de vidrio ornamental por todas partes —Steuben, Lalique, Tiffany— , que atrapaban y devolvían la luz en complejas proyecciones para cualquiera que prestara atención. En las paredes colgaban algunas de sus fotografías más famosas: Fellini y Giulietta Masina comiendo juntos durante el rodaje de La Strada. Ciclistas del Tour de Francia avanzando en un pelotón compacto calles de París abajo, con la Torre Eiffel asomando tras ellos como un golem de metal monstruoso. —¿Hizo usted esa fotografía? —Sí. — ¡Es el presidente Eisenhower! —Exacto. Me permitió ir a la Casa Blanca para hacerla. —¿Estuvo en la Casa Blancal —Sí. Un par de veces. No sabía quién era Fellini, y cualquiera podía correr en bicicleta; pero ser invitado a la casa del presidente Eisenhower para hacer una fotografía significa que vales mucho, por lo que sé. Seguí muy de cerca a Bob hasta su estudio. Más tarde leí en la autobiografía de Layne—Dyer que odiaba que le llamasen de otra forma
que «Robert». Pero «Bob», para un chico de ocho años, suponen un par de vaqueros suaves y familiares, mucho más que «Robert», que es el traje de lana negra que te obligaban a poner el domingo para ir a la iglesia o el nombre del primo lejano, al que odias inmediatamente cuando le conoces por primera vez. —¿Qué clase de fotografía me vas a hacer? —Entra y te lo enseñaré. El estudio no era extraordinario. Había luces y reflectores por todos lados, pero nada emocionante, nada prometedor aparte de las cámaras que indicaban que los materiales eran más importantes aquí dentro: ten más cuidado donde pisas. Pero yo tenía ocho años y que me hiciese un retrato alguien famoso simplemente me parecía bien; una combinación de lo que me correspondía por ser Harry Radcliffe, de tercer curso, y porque mi padre, un hombre rico y amable, lo deseaba. A los ocho años eras mortalmente serio sobre lo que te debe el mundo: la civilización empieza en tu habitación y parte desde allí. —Siéntate aquí, Harry. Una ayudante preciosa llamada Karla empezó a moverse por toda la habitación, colocando las cámaras y los trípodes. Me sonrió unas cuantas veces. —Harry, ¿qué quieres ser cuando seas mayor? Mirando para ver si Karla estaba observando, le dije confidencialmente: —Alcalde de Nueva York. Layne—Dyer se atusó el pelo con las dos manos y sin dirigirse a nadie en particular, dijo: —Qué chico tan modesto, ¿verdad? Esto le hizo reír a mi padre. Yo no sabía qué significaba aquella palabra, pero si papá se reía, debería estar bien. —Mírame, Harry. Bien. Ahora mira hacia allá, a la foto del perro en la pared. —¿De qué raza es ese perro? —No hables durante un minuto, chico. Déjame que termine esto y después charlamos. Intenté enterarme de lo que estaba haciendo fuera de mi campo visual, pero no podía conseguir que mi globo ocular llegase más lejos. Empecé a darme la vuelta. —¡No te muevas! ¡Quédate así! ¡No te muevas! —Flash, flash, flash—. Está bien, Harry. Ahora ya te puedes volver. —Flash, flash. —¿Qué es eso? —El perro de la pared. —¡Oh! ¿Ya ha terminado de hacer mi retrato? —Todavía, no. Un poco más tarde. A la mitad de la sesión se derrumbó de nuevo, tal como he descrito. —Hay un arte de caerse, ¿sabes? Cuando lo haces como yo, sin avisar, simplemente plaf, después de unas cuantas veces aprendes a observar y aguantar lo suficiente antes de golpearte. El diseño de las cortinas, cualquier cosa que puedas grabar en la retina, una mano... No te vayas con las manos vacías, no te asustes cuando te caigas. ¿Comprendes lo que te estoy contando, Harry? —No señor. Realmente, no. —Está bien. Mírame. Los moribundos tienen una cualidad que incluso un crío percibe. No porque ya se hayan quitado de en medio, sino porque incluso los corazones jóvenes perciben su incapacidad de permanecer más tiempo. Detrás de las miradas de la enfermedad o del miedo está también la
mirada del viajero de larga distancia, con las bolsas en el suelo y los ojos cansados, pero nerviosos ante cualquier cambio que se pueda producir. Son los únicos que siguen sus recorridos de veinticuatro horas y, aunque no envidiamos su próxima incomodidad o los saltos a través de los husos horarios, mañana estarán allí, un lugar que al mismo tiempo nos aterroriza y nos conmueve. Echamos una ojeada rápida a su billete, el destino increíblemente lejano que está escrito allí, imposible y, sin embargo, monstruosamente atractivo. ¿A qué les olerá el mañana? ¿A qué se parecerá dormir allí? —¿Está enfermo? Karla dejó de pasear por la habitación y miró a lo lejos. Mi padre empezó a decir algo, pero Bob le cortó. —Sí, Harry. Por eso me caigo. —¿Tiene alguna enfermedad en los pies? —No, en la cabeza. Se llama tumor cerebral. Es como un choque interior que me obliga a hacer cosas extrañas. Y acaba por matarte. Estoy convencido de que no lo decía para atemorizarme o impresionarme, sino simplemente porque era la verdad. Ahora me había impresionado completamente. —¿Se está muriendo? —Sí. —Es extraño. ¿Qué se siente? Surgió un fogonazo de la cámara que tenía en la mano que nos hizo dar un salto a todos. —Como esto. Cuando volvimos a aterrizar puso el flash en una mesa e hizo un gesto con la cabeza. —Ven conmigo un momento, Harry. Quiero enseñarte algo. En ese instante le habríamos seguido los tres si nos lo hubiese pedido. Miré a mi padre para ver si estaba de acuerdo, pero no pude captar su mirada porque estaba observando intensamente a Layne—Dyer. —Vamos, Harry; volvemos en seguida. Me cogió de la mano y me condujo hacia el interior del estudio, a través de una cocina de madera con botes de plata de distintos tamaños que colgaban de las paredes como gotas de mercurio helado, un gran manojo de cebollas rojas y otro de cabezas de ajo. —¿Le gusta cocinar a su mujer? — Me gusta cocinar, Harry. ¿Cuál es tu comida favorita? Supongo que las chuletas de cerdo —dije con desaprobación. Se suponía que los hombres no cocinaban. No me sentí feliz con esta revelación, pero se estaba muriendo y eso resultaba emocionante. A mi edad había escuchado muchas cosas sobre la muerte e incluso había visto a mi abuelo en su ataúd, donde parecía que estaba descansando. Pero estar cerca de una muerte que realmente se estaba preparando era algo más. Años más tarde, en una clase de biología, contemplé cómo una serpiente devoraba un ratón vivo poco a poco. Era lo mismo que pasaba con Layne—Dyer aquel día: se sabía que algo le estaba matando, incluso cuando contemplábamos sus cebollas rojas. —Vamos. Salimos de la cocina y fuimos a la última habitación, que estaba bastante oscura y vacía, salvo por algo que me hizo quedarme boquiabierto: una casa. Una casa del tamaño de un sofá. Desde el primer momento se percibía que no se trataba de la casa de muñecos monísima de las niñas, llena de cortinas rosas y camitas de Barb con flecos. Era grande, con telas serias.
—¡Uau! ¿Qué es eso? —No esperé la respuesta para examinarla. —Echa una ojeada antes de que te lo cuente.
De niño me encantaba hablar, a menos que algo fuera tan fascinante que me hiciese callar sin darme cuenta. Sumido en el silencio o tan desbordado por su presencia, perdí totalmente las ganas de hablar. La casa del fotógrafo lo logró. Más tarde, cuando estudié arquitectura y aprendí todos los términos formales, me di cuenta de que la casa era posmoderna, antes de que el término existiese. Sus líneas, sus columnas y las combinaciones de color eran anteriores a la obra de Michael Graves y Hans Hollein por lo menos en una década. Pero a la gente de ocho años no le hace enmudecer el posmodernismo. Se quedan mudos ante el prodigio, la llama anaranjada y el estallido del trueno que se produce ante ellos. Así, pues, ¿qué había en la maqueta de Layne—Dyer que resultaba tan completamente absorbente? En principio, los de—talles perfectos. Pomos de puertas del tamaño de una almendra labrados en metal; vidrieras de colores en la mayor parte de las ventanas; una veleta de cobre siluetada como el perro de la fotografía de la otra habitación. Lo más completo es lo que más nos tranquiliza. Aquí pasaba el tiempo, la palabra de cualquiera lo detenía durante un instante —¿horas?, ¿días?— mientras él trabajaba para tenerlo todo en condiciones. El resultado nos dice que es posible hacer cosas hasta el final, hasta que nosotros —no Dios ni el destino — decidimos que están terminadas. No podía dejar de tocar la casa y todo lo que tocaba estaba hecho sólidamente y de forma preciosa. La única parte extraña era aquella en un lado del edificio; una porción del tejado había sido apartada y una de las habitaciones del piso de arriba parecía estar en construcción. Parecía un diagrama de una revista de bricolaje. Una vez que el placer inicial pasó y la había recorrido con mis manos como un ciego, posándolas por todas partes en los pequeños recovecos y las maravillas escondidas, se produjo un segundo nivel de conocimiento. Por fin se me ocurrió que aquellas cosas sucedían realmente en aquella casa: los deberes estaban hechos, el pan horneado, los talones cubiertos, los perros corrían por los suelos de madera cuando sonaba el timbre de una puerta. Vi Twilight Zone y Alfred Hitchcock Presents, y había visto espectáculos en los que las manos de muñecas eran maléficas, cosas peligrosas llenas de juguetes infernales o peor. Pero a pesar del fortísimo sentido de movimiento y de la vida real que había alrededor del modelo de Layne—Dyer, no percibí el peligro; no me sentí atemorizado ni amenazado por ello. —Te enseñaré algo —acercándose a mí, fue a la sección donde había sido apartado el tejado y metió su mano en la habitación que estaba expuesta. Cuando reapareció sostenía una cama del tamaño de una pequeña rebanada de pan. —¿Nunca te has comido una cama? —rompió un trozo y se lo metió en la boca. —¡Frío! ¿Puedo comer un poco? —Puedes intentarlo, pero no creo que seas capaz de comértela. —¿Por qué? ¡Déme un poco! —cogí el trozo que me ofreció y me lo metí en la boca. Sabía a yeso salobre. Sabía como una maqueta. —¡Aghhh! —escupí y escupí hasta echarlo todo fuera. Bob sonrió y continuó masticando hasta que se tragó su trozo. —Escúchame, Harry. No te lo puedes comer porque no es tu casa. Más tarde o más temprano, en la vida de cada uno llega un momento en el que su casa aparece como ésta. Unas veces sucede cuando eres joven, otras cuando estás enfermo como yo. Pero el problema
de la mayor parte de la gente es que no pueden ver la casa y, por tanto, mueren confundidos. Dicen que quieren comprender todo lo que hay, pero cuando se presenta la oportunidad, cuando se presenta la casa , o bien apartan la mirada o bien se asustan y se quedan ciegos. Porque cuando la casa está ahí, y tú lo sabes, no tienes ninguna excusa, chaval. Una vez más me quedé desconcertado por lo que estaba diciendo, pero el tono de su voz era tan intenso que parecía exigirme que al menos intentara comprender qué era lo que le apasionaba tanto. —Me asusta lo que está diciendo. No entiendo lo que quiere decir. Asintió con la cabeza; se detuvo; volvió a asentir. —Te estoy diciendo esto ahora, Harry, para que lo recuerdes más tarde. A mí no me lo contó nadie. Todo el mundo tiene una casa dentro de sí. La casa les define. Un estilo y una forma específicos, un determinado número de habitaciones. Piensas sobre esto durante toda la vida. ¿Cómo es realmente la mía?, ¿cuántos pisos tiene?, ¿qué se ve desde las distintas ventanas? Pero solamente tienes una oportunidad de verla realmente. Si pierdes esa oportunidad, o la evitas porque te asusta, entonces se marcha y nunca la vuelves a ver. —¿Dónde está esta casa? Señaló a su cabeza y a la mía. —Aquí dentro. Si la reconoces cuando llega, entonces permanecerá ahí. Pero aceptarla y hacer que permanezca solamente es la primera parte. Después tienes que intentar entenderla. Tienes que cogerla por partes y comprender todas las piezas. Por qué está ahí, por qué está hecha así... Más que nada, cómo encaja cada pieza en el conjunto. Intenté ordenarlo todo. Hice la pregunta correcta: —¿Qué sucede cuando comprendes? Levantó un dedo, como si yo hubiese conseguido una buena puntuación: —Te deja que te la comas. —¿Como acaba de hacer usted? —Exactamente. Te permite que te la metas dentro. Aquí, mira donde está apartado el tejado. Es la única sección de la casa que he sido capaz de entender. La única parte que se me permite comer. Separó un trozo y se lo metió rápidamente en la boca. —Lo jodido del asunto es que no me queda demasiado tiempo para hacerlo. No te puedes imaginar lo que se tarda, cuántas horas ahí sentado, mirando o intentando pensar... Pero no sucede nada. Es tan excitante y tan frustrante al mismo tiempo. Todo lo que dijo después de «jodido» no llegó a ningún lugar de mi cabeza ¡Por qué había dicho aquella palabra! Ni siquiera mi padre la decía, y eso que soltaba un montón de palabrotas. Siempre que la he oído después, ha sido como si alguien me lanzase un arma ilegal o una bandeja de cartas marcadas. Te morías por mirar, pero sabías que podías verte atrapado en un infierno de cantidad de problemas si lo hacías. Jodido. Cuando tienes ocho años no la oyes mucho. Es una palabra de adultos, prohibida y sucia, y que contiene un destello peligroso. Realmente no sabes lo que significa, pero si la has utilizado alguna vez, sabes que obtiene resultados rápidos. La admiración y el respeto que despertaba la casa de Layne —Dyer —qué era, qué dijo que era— cayeron desde el horizonte en el momento que esta gran naranja, JODIDO, retumbó. La magia de la muerte, la magia de los grandes misterios, se perdieron ante la magia de una
palabra. Un instante después, mi padre y Karla comenzaron a llamarnos desde la otra habitación. Bob puso su brazo alrededor de mis hombros y me volvió a preguntar si había entendido todo lo que me había dicho. Mintiendo, asentí de una forma que yo creí que era inteligente y madura. Pero mi pensamiento estaba en otra parte. La sesión fotográfica terminó poco después y fue una suerte, porque no veía el momento de llegar a casa. Cuando estuve a salvo en mi habitación y había cerrado la puerta con llave, corrí al baño. Encerrándome con llave allí también, encendí la luz del techo y me dije la palabra a mí mismo una vez tras otra. En voz alta, en voz baja, como una plegaria, como una orden. Ponía caras con la palabra, gesticulaba de todo. Al escucharla de labios de Layne —Dyer había perdido algo dentro de mí y no podría dejar aquello hasta que no lo hubiese entendido, hasta que hubiese agotado todas las posibilidades.
El horror de Cairnwell Chet Williamson Chet Williamson es el vicepresidente de la Asociación Americana de Escritores de Horror y ha sido nominado varias veces para el premio Bram Stoker. Es autor de Soulstorm, Ash Wednesday, McKaine’s Dilemma, Lowland Rider y Dreamthorp. Sus relatos han aparecido en Nightvisions 7, Playboy, The New Yorker, The Magazine of Fantasy & Science Fiction, Twilight Zone y en varias antologías. Vive en Elizabethtown, Pennsylvania. En este aterrador cuento sobre un castillo y una maldición, el problema no es que haya un fantasma, sino que no lo hay. Esta es una historia sobre el poder de la herencia. —¿Supones que es un monstruo? ¿Un prodigio genético que ha permanecido vivo durante
siglos? —Sin duda, Michael. Con dos cabezas, tres pares de genitales y una maldición para los que se burlen de él. —George McCormack, único heredero del Castillo Cairnwell, levantó una tarjeta de tres pulgadas por cinco en la que había una raya de cocaína. —Propongo una especie de brindis por él. Vieja bestia, viejo duende, némesis de mi viejo y, sin embargo, no-se-sabe-cuántas-veces-abuelo; a quien por fin conoceré la semana que viene. Una rápida inspiración y el polvo desapareció. George sonrió saboreando el tiro de coca, la comodidad de su estudio, la compañía, y se sorprendió pensando en pedirle a Michael que pasara la noche con él. Estaba a punto de hacerlo, cuando Michael preguntó: —¿Por qué piensas que a los veintiuno? Si todo eso es tan importante, ¡por qué no antes? —La mayoría de edad, Michael. Ya se sabe que todos los machos son vírgenes hasta esa edad, y ningún licor infame o, ejem, sustancias controladas han traspasado sus prístinos labios o las ventanas de su nariz. Por otra parte, no te puedo contar demasiado hasta que pase la próxima semana, e incluso entonces, con arreglo a esas mismas tradiciones sofocantes y fastidiosas, debo guardar los secretos profundos y oscuros de la familia solamente para mí. —Sí, pero si no prestas más atención a esa tradición de lo que lo haces con las otras, bueno... —¡Ah! ¿Te estás preguntando si hablaré? Te aseguro que si se puede sacar una libra de todo esto, sí, ¡joder!, claro que lo haré. Desde que era un crío he pensado que todo era una estupidez. Y las cinco mil libras que me ofrece tu bromita pueden pagar un montón de tradiciones violadas. —Entonces, ¿cuándo nos vamos de Londres a los pantanos? —¿Los pantanos? —resopló George— , Cuidado, tío. Estás hablando de mi castillo. —Creía que era de tu padre. —Bueno, sí —George frunció el ceño—. No parece que vaya a seguir cuidando sus cosas durante mucho tiempo. —Supongo que le habrás preguntado cuál es el secreto.
—¡Dios!, docenas de veces. Siempre la misma respuesta: Es mejor que no sepas nada hasta
que llegue la hora. Sí. Perdóname si tiemblo de miedo. Vaya mierda. Cuando era un crío pasaba horas buscando paneles secretos, criptas ocultas, todas esas bobadas; y no encontré ni una. Al cabo de un rato, me aburría. —¿Viste algún fantasma? George lanzó a Michael una mirada fulminante. —No —dijo categórico—. Lo que infecta a los McCormacks no son fantasmas —arrojó un almohadón a su amigo— , ¡Jesús! ¡A ver si dejas de tomar notas; me estás volviendo loco! —George, esto es una entrevista y se te va a pagar. —No sirvo para ser interrogado. —Tú sabías que ya era periodista cuando nos hicimos — amigos. —Ibas a decir amantes —George sonrió con descaro— , ¿Y por qué no? —No hemos sido amantes desde hace meses. —No por mi culpa. Michael sacudió la cabeza. —Estoy aquí para hacer un trabajo, no... para reavivar recuerdos. No sugerí tu historia de duendes a David porque quisiera empezar las cosas de nuevo. —Y yo tampoco accedí a hablar contigo porque quisiera empezar de nuevo —mintió George—. Accedí por el dinero. Estamos manteniendo una delicada charlita de cien libras. Y si me decido a tirar de la manta después de la próxima semana, mantendremos una charla aún más encantadora do cinco mil libras —George se levantó y se estiró, doblando su cuello hacia atrás y hacia los lados, en un gesto que confiaba que Michael encontrara erótico. —Y yo estoy feliz de mantenerlo en esos términos —dijo Michael. George dejó de girar el cuello: —¡Qué bien! ¿Quieres subir conmigo a Cairnwell la semana que viene? —No sabía que estuviera invitado. —Por supuesto que lo estás —sonrió George— , Y yo les diré exactamente para qué estás: para revelar el secreto del castillo de Cairnwell; yo me ocuparé de desvelarlo al mundo entero babeante. Eso hará cagarse de miedo al viejo Maxwell. —No me lo perdería. Gracias. —Entonces supongo que me pagarás los gastos del viaje. Mi gusto por las cosas buenas me ha dejado bajo financieramente una vez más, y el maldito Marwell no quiere enviarme ni un penique. Permíteme decirte que, en cuanto sea el propietario de la propiedad, lo primero que haré será buscar un nuevo abogado. El castillo de Cairnwell era la más destartalada acumulación de piedras que jamás se haya construido. Aunque George había crecido allí, se sentía intimidado por el formidable bloque gris que se alzaba sobre el suave paisaje escocés, como una megalítica cabeza amenazadora. Cuando era niño, se despertaba a menudo en mitad de la noche y, al darse cuenta de que estaba allí dentro, lloraba hasta que llegaba su madre y le consolaba y cantaba para él hasta que se quedaba dormido. Su padre no había aprobado su comportamiento, pero su madre siempre acudía cuando él lloraba, justo hasta la semana en que murió y ya no pudo hacerlo más. Desde entonces, se gritaba a sí mismo para volver a dormirse. —¡Dios mío! Es un edificio feísimo —señaló Michael. —Cierto. Ya ves por qué bajé a Londres tan rápido como mis piernecitas adolescentes
pudieron llevarme. Cuando entraron con el coche en el imponente patio formado, sin ningún atractivo, por dos alas de sucia piedra, pudieron ver a un hombre mayor vestido con traje de tweed, de pie ante la puerta delantera. —Maxwell—dijo George— , Richard Maxwell. El hombre aparentaba cada uno de los días de sus sesenta y tantos años y tenía la constante mirada de desaprobación con la que George siempre la asociaba. Sus cejas se levantaron cuando observó el erizado cabello rubio de George y el pequeño diamante que centelleaba en su oreja izquierda. Se elevaron aún más cuando se enteró de la profesión de Michael Spencer y le pidió a George que hablaran a solas. Dejando a Michael en el recibidor, Maxwell condujo a George al interior de una antecámara enorme y severamente amueblada y cerró tras de sí la maciza puerta. —¿Qué te propones trayendo a un periodista? —dijo. —Creo que hago un favor al mundo compartiendo el secreto de los señores de Cairnwell, para que podamos dejar de vivir una novela gótica, Maxwell, eso es lo que estoy haciendo. La tez rubicunda de Maxwell se tornó pálida. —¿Sacarías a la luz el secreto? —Si resulta tan absurdo como pienso que es. —No puedes. No te atreves. —Ahórrate la comedia, Maxwell. Estoy seguro de que has ensayado tu papel desde hace meses, esperando a mi cumpleaños; pero, realmente, es el colmo. —No lo entiendes. No es la Naturaleza del secreto en sí lo que te disuadirá de sacarlo a la luz, aunque me atrevería a decir que querrás mantenerlo tan reservado como lo hicieron tus antepasados. Más bien son los términos de la herencia los que asegurarán tu silencio — Maxwell sonrió con suficiencia —. Si alguna vez revelas lo que verás mañana, pierdes Cairnwell y todas las propiedades de la familia. En total, viene a ser medio millón. —¡Perderlo! ¿Cómo demonios puedo perderlo? Soy el único heredero. —Puedes donarlo para obras de caridad, como está estipulado en el documento escrito y firmado por el decimoséptimo señor de Cairnwell, que se prorroga a perpetuidad. Te he hecho una copia, que recibirás mañana. Además, establece que debes pasar nueve meses al año en Cairnwell, y si tienes un heredero varón —aquí Maxwell hizo una mueca de desprecio— , se le revelará el secreto en su veintiún cumpleaños. Cualquier desviación de estas cláusulas significa que pierdes el rango. ¿Comprendido? George sonrió sombríamente. —Todo eso, ¿lo has organizado tú? —Yo no. Un antepasado tuyo de hace diez generaciones. —Astuto viejo bastardo. —Ahora —continuó Maxwell, ignorando el comentario — me gustaría que despidieras al periodista y vinieras a ver a tu padre. Te está esperando. George volvió lentamente al recibidor, donde le estaba esperando Michael. —Me temo que tengo noticias bastante malas —y observó el fruncimiento de labios de Michael—. No puedes quedarte, lo siento. —¿No puedo quedarme? —George pensó que la última palabra había subido, por lo menos, una octava. —No. Es parte de la... tradición, ya ves.
—¡Oh, por los clavos de Cristo, George! ¿Quieres decir que conduje todo el camino hasta
esta mole dejada de la mano de Dios para nada? —Te llamaré tan pronto como termine todo —dijo George suavemente, temiendo que le oyera Maxwell. —¡Cristo...! —No lo sabía... Pero te llamaré, te lo prometo. Ya te he dicho que lo siento. Michael le miró de la misma forma que cuando le anunció que no deberían verse nunca más. —Muy bien. Ven y coge tus malditas maletas —concluyó. Michael abrió el maletero, alargó violentamente su equipaje a George y se fue sin decir ni una palabra de despedida. George estuvo observando cómo desaparecía el coche por los campos y después acudió a visitar a su padre al dormitorio más grande del castillo. El vigésimo segundo señor de Cairnwell estaba recostado en una silla recargada y George se sorprendió ante el cambio de su padre desde su última visita, seis meses atrás. El cáncer había ido extendiéndose libremente dentro de él. La complexión del viejo había perdido por lo menos otras treinta libras. Los músculos que le quedaban colgaban del macizo esqueleto como bolsas pastosas. La piel era un envoltorio de pergamino descolorido, toda ella una llaga. En sus ojos no había esperanza, y el olor de la muerte —a vómito agrio y a intestinos enfermos, a moco sangriento expectorado desde los pulmones encharcados — estaba por todas partes. Su padre era el castillo. El hombre se había convertido en algo semejante al mismo Cairnwell: un tumor generalizado del alma que crecía y se enconaba como el liquen sobre la piedra gris. Entonces, durante un instante, George vislumbró a su padre atrapado dentro de la podrida carcasa, como había sido cuando George era un niño y su padre era joven. Pero el instante transcurrió, e inexpresivamente, se acercó a su padre, se inclinó y le besó la correosa mejilla, a punto de ahogarse del olor que se alzaba de las manchas más recientes del traje de terciopelo. Charlaron, breve y embarazosamente, sin comentar nada de la revelación del secreto al día siguiente, excepto para fijar la hora de la mañana en la que debían encontrarse los tres. La hora fijada fue las nueve menos veinticinco, la hora del nacimiento de George. Aquella noche George permaneció insomne; pasada ya la medianoche, se sentó junto a la chimenea, pensando en Cairnwell y su influencia sobre su padre, su influencia enfermiza, incluso patológica, sobre todos los McCormacks. Pensó en cómo el castillo había minado la fortaleza de su padre y, años atrás, la de su madre. Aunque ella no había concebido nunca el secreto, había compartido su peso con su esposo, sin decir nada; y como era mucho más débil que él, se había consumido rápidamente, nada más cumplir George los ocho años. Luego pensó en sus deberes, en los nueve meses al año que debería pasar en Cairnwell y en el horror que iba a conocer al día siguiente. Cuando por fin se durmió no soñó. La mañana siguiente amaneció gris y brumosa, sin luz del sol que pudiese desterrar las sombras que cubrían todas las habitaciones frías y de altos techos. George se levantó, se duchó y se puso una chaqueta y una corbata, en lugar de los jerséis que llevaba habitualmente. A pesar de su aversión por la charada hereditaria, sentía que la situación requería un toque de formalidad. Incluso se quitó el diamante de la oreja.
Cuando llegó al comedor, su padre y Maxwell ya estaban desayunando. Maxwell, huevos con bacon, y su padre, té poco cargado con tostadas. George cogió la silla vacía. —Buenos días, George —dijo su padre con un tono fino y agudo. El anciano llevaba un traje negro que le colgaba como una manta a un espantapájaros. El blanco de la pechera de la camisa ya estaba manchado en varios sitios — , ¿Desayunas? George sacudió la cabeza: —Nada más que una taza de té —dijo, y se sirvió un poco de una tetera de plata. Maxwell sonrió. —¿No tienes apetito hoy? No puedo culparte. Es una situación difícil. —Basta, Richard —dijo el padre de George— , No tiene por qué preocuparse. Pronto conocerá lo suficiente. —No estoy preocupado, padre —dijo George, mirando fríamente a Maxwell. —Esperaré a oír la historia de duendes del señor Maxwell. Espero que no me defraude. Maxwell se ruborizó y George deseó que se atragantara con una loncha de bacon, pero se aclaró la garganta y sonrió de nuevo: —No creo que te defraude, señor George. —Ya os he dicho bastante a los dos —el mayor de los McCormack miró a ambos con desaprobación—. Éste no es un asunto que se deba tratar a la ligera. Richard, realmente éste puede ser el momento más serio de la vida de George, así que haz el favor de comportarte como corresponde a tu posición. Y tú también, George. Pronto serás el señor de Cairnwell, de modo que comienza a comportarte como tal —la voz era débil y sin matices, pero el tono subyacente tenía una firme intensidad que borró las sonrisas sardónicas de los otros dos rostros. —Ahora —continuó McCormack— creo que ya es la hora. Maxwell se levantó: —¿Estás seguro de que no quieres la silla de ruedas? —¿Y qué harías?, ¿bajarla por las escaleras? No, hoy andaré, como anduvo mi padre delante de mí hace casi cuarenta años. —Pero tu salud... —Richard, la vida ya no me reserva nada. Si se me acerca la muerte como resultado de lo que ocurra hoy, tanto mejor. Estoy cansado. Esto me ha cansado mucho. Al principio, George pensó que su padre se estaba refiriendo al cáncer, pero algo le decía que no era éste el caso, y las implicaciones de la afirmación le hicieron estremecerse. Se levantó y siguió a su padre y a Maxwell cuando salieron de la habitación, pasaron al vestíbulo a través de un pequeño hueco y entraron en un estudio poco utilizado. Maxwell descorrió las cortinas de la habitación, dejando entrar una luz enfermiza a través de las biseladas hojas de vidrio. Luego acercó una silla de madera a una estantería alta, se subió en ella, sacó unos cuantos volúmenes del estante superior y giró lo que George supuso que sería un pomo oculto. Luego descendió, retiró una esquina de la deslucida alfombra oriental y hurgó con los dedos, buscando un tirador casi invisible. Cuando lo encontró, tiró de la trampilla con tanta facilidad que George supuso que debía tener un contrapeso. —Dios mío —dijo George con un toque reverencial—. Es igual que en las películas de terror de los años treinta. No me extraña no haberlo encontrado nunca. —No seas idiota —dijo Maxwell, desabridamente—. Nadie lo ha descubierto por sí mismo —luego abrió un armario, dentro del cual había tres lámparas de queroseno.
—¿No hay linternas? —preguntó George. —La tradición —dijo Maxwell, encendiendo las lámparas con su Dunhill y dando una a
George y otra a su padre; él conservó la tercera. Mirando a McCormack, dijo con una voz ligeramente temblorosa: —¿Voy yo primero? McCormack asintió. —Por favor. Yo te seguiré, y tú, George, quédate detrás de mí —la voz de McCormack no temblaba; sólo denotaba una severa tenacidad. Maxwell se introdujo despacio dentro de la sima, como si temiera que los escalones se hundieran debajo de él, pero George vio que eran de piedra y se dio cuenta de que Maxwell, a pesar de sus anteriores bravatas, ahora se mostraba bastante inseguro ante la idea de enfrentarse con lo que fuera que hubiese abajo. Descendieron durante mucho tiempo y, aunque no los contó, George calculó que habían recorrido unos doscientos escalones. Las paredes de la escalera eran de piedra y parecía que eran aún más antiguas que el castillo mismo. A mitad del descenso, Maxwell explicó brevemente: —Esto fue construido durante las guerras fronterizas. Si asaltaban el castillo, el señor y sus partidarios podían ocultarse aquí abajo con provisiones para seis meses. Sin embargo, nunca se utilizó con este propósito. No dijo nada más. Cuando llegaron al final de las escaleras, la temperatura había descendido diez grados. Las paredes estaban verdes de moho húmedo y George se estremeció al escuchar un ruido en algún lugar delante de ellos. —Ratas —dijo su padre—. Sólo son ratas. Durante treinta metros más, caminaron a lo largo de un pasadizo que crecía gradualmente en anchura, desde los dos metros hasta casi los cinco. George trataba de ver algo más allá de Maxwell y de su padre, intentando distinguir formas en las sombras que producían sus lámparas. Entonces vio la puerta. Parecía hecha de roble macizo, surcada por unas anchas bandas de hierro, como un gigantesco tablero de ajedrez. Justamente en el centro de su vasta extensión había una mancha marrón oscuro de forma irregular que, a la difusa luz, parecía una enorme araña aplastada. Maxwell y McCormack se pararon cinco metros más allá y se volvieron a George. —Aquí empezamos —dijo McCormack, con ojos tristes— , George, ve hasta la puerta con tu lámpara y mira lo que hay allí. George obedeció, caminando despacio hacia la puerta. Sostenía la lámpara en alto, por delante de él, de forma protectora, casi ceremoniosamente. Por un instante deseó tener un crucifijo. Al principio no pudo identificar lo que estaba clavado en la puerta de roble. Pero después se dio cuenta de que era una piel de alguna clase, quizá una piel de ciervo, que los siglos de humedad y deterioro habían oscurecido hasta convertirla en aquella seca y ennegrecida parodia que se extendía ante él. Pero los ciervos, se dijo a sí mismo, no tienen dos pechos que cuelgan como hongos grandes y descompuestos, ni dedos que cuelgan como hojas de sauce podridas. Ni una cara con una hendidura redonda de labios gruesos por boca, un colgajo ancho de piel bulbosa por nariz y dos fosas gemelas de profunda medianoche con bolsas arrugadas por ojos. Y supo más allá de toda duda que lo que había en aquella puerta, asegurada con clavos oxidados y
pesados, era la piel de una mujer desollada. Trató de contenerse, pero la bilis subía a su garganta insistentemente y al final se encorvó, cerró los ojos y dejó que se derramase sobre el suelo de piedra. Cuando terminó, escupió varias veces y se sonó la nariz con un pañuelo. Luego miró a los dos ancianos. —Lo siento —dijo. —No lo sientas —dijo su padre—. Yo hice lo mismo la primera vez —miró la piel—. Ahora sólo es algo que cuelga en una pared. —¿Qué demonios es? —preguntó George, asqueado y fascinado al mismo tiempo, sin apenas atreverse a volver a mirar. —Los restos mortales —dijo Maxwell— de la primera esposa del decimosexto señor de Cairnwell —las palabras surgían mecánicamente, como si las hubiera estado ensayando durante mucho tiempo. —La esposa... —George miró la piel de la puerta— , ¿Era negra o se ha ido curtiendo...? Maxwell le interrumpió. —Sí, era una nativa africana que el señor conoció cuando era joven, durante un viaje de negocios. Era la hija de un sacerdote de una de las tribus de Gambia. El barco comerciaba con la tribu, y el señor Brian McCormack vio bailar a la mujer. Parece ser que era de una gran belleza, tanto como puede serlo una negra, y se enamoró locamente de ella. Más tarde él adujo que le había hechizado. George sacudía la cabeza con incredulidad. —¿Un hechizo? —preguntó con una media sonrisa, confusa y errática—. ¿Hablas en serio, Maxwell? Padre, ¿es eso cierto? McCormack asintió. —Es cierto. Y teniendo en cuenta las circunstancias, creo que la embrujó. Deja que continúe Maxwell. —Hechizo o no —continuó suavemente Maxwell — , la trajo consigo, haciendo ver que era una criada que había tomado. El capitán del barco —y empleado de Brian— les había casado a bordo en secreto, y en el momento de su atraque en Leith, ella era técnicamente Lady Cairnwell. Una carcajada de alivio, baja y sonora, comenzó a brotar de George. —Dios mío —dijo, mientras su padre y Maxwell le miraban fijamente, como sacerdotes ante una profanación de la hostia—. Entonces, ¿ése es el secreto? ¿Eso es lo que ha hecho avergonzarse a esta familia durante más de trescientos años? ¿Que tenemos sangre negra en nuestro árbol genealógico? —su risa se desvaneció lentamente —. En el pasado puedo entenderlo. ¿Pero ahora? Estamos en los noventa y a nadie le importa eso hoy en día... Además, cualquier efecto genético que haya podido producir se terminó hace tiempo y este «Horror de Cairnwell» no es nada más que paranoia racial. —Estás equivocado, George —dijo Maxwell—. Todavía no te he hablado del horror. Estaba a punto de empezar ¿Me quieres escuchar hasta que termine? —su voz denotaba su enfado, todavía bajo control, y George, cogido de improviso, sacudió la cabeza mostrando su conformidad. —Brian McCormack —siguió Maxwell— , una vez de vuelta a Escocia, se dio cuenta rápidamente de su error. Si fue por la disminución de la lujuria o por el fracaso del hechizo, no lo podemos saber. Él quería a toda costa un divorcio tranquilo y que la mujer volviera a Cambia. Ella se negaba a divorciarse, pero él hizo todo lo posible para devolverla a África.
Ella se enteró de sus planes y le dijo que si le obligaba a dejarle, revelaría su matrimonio a todo el mundo. Por qué no la mató inmediatamente es un misterio, ya que lo podía hacer sin problemas. Quizá todavía sentía un afecto malsano por ella. De modo que la encerró aquí abajo, confiando el secreto a un solo criado. A los demás, que habían creído que era la amante de Brian, les dijo que la había echado. Y se sintieron enormemente aliviados por este hecho. —Entonces Brian cortejó a Fiona McTavish, hija de un conde, y se casó con ella. Nadie tuvo motivos para sospechar que era su segundo matrimonio. Sin embargo, había un problema: Fiona era estéril y ningún médico pudo solucionar esta situación. Después de varios años de intentar engendrar un hijo, Brian pidió a su primera mujer que le ayudara con su magia. Ella aceptó hacerlo con tal impaciencia que le hizo albergar sospechas, hasta el punto de que él la amenazó con torturarla hasta la muerte si Fiona se ponía enferma como consecuencia de su magia. Luego le llevó todo lo que le había pedido y suministró a Fiona la poción que preparó. A los dos meses ella estaba embarazada, y el señor, loco de alegría. Pero su felicidad terminó cuando Fiona cayó mortalmente enferma en su quinto mes de embarazo. Solamente entonces se dio cuenta de que la mujer negra le había hecho alimentar esperanzas de modo que su dolor fuera aún mayor al perder a la madre y al niño. Lleno de furia, golpeó a la mujer exigiéndole que utilizara sus poderes para deshacer la magia y devolver la salud a Fiona. Ella le dijo que la magia había ido demasiado lejos para poder salvarlos a los dos y que podía elegir entre la madre y el hijo. Brian continuó golpeándola, pero ella se mostraba inexorable: el uno o la otra. Debió de ser una elección difícil, pero al final escogió permitir que viviera el niño — Maxwell se aclaró la garganta —. Estaba bajo una gran presión, como cualquier otro noble: dejar un heredero. De modo que no le podemos hacer críticas demasiado duras por esta decisión. En cualquier caso, la bruja cumplió su palabra. El niño nació, pero en... circunstancias bastante extrañas. Maxwell hizo una pausa y miró a McCormack, como pidiéndole permiso para continuar. —Bueno —dijo George, enfadado consigo mismo por la forma en que tembló su voz en el súbito silencio—. No te detengas ahora, Maxwell, estás llegando a la parte más emocionante. —Había optado por una frivolidad forzada para relajarse, pero por el contrario, su actitud le hizo impacientarse y sentirse estúpido. Intentó en vano apartar su mirada del pellejo clavado en la puerta. Le había resultado bastante difícil cuando simplemente era una piel sin identidad, pero ahora que sí tenía una identidad, era doblemente horroroso, doblemente — fascinante. Se preguntó cómo se llamaría. Maxwell continuó, ignorando el comentario de George. —Fiona McCormack murió en su séptimo mes de embarazo. Pero el niño vivió. —Entonces, ¿nació prematuramente? Muy oportuno. —No —contestó tranquilamente el abogado—. El niño llegó a su término. Nació al noveno mes. —Pero... —George se sentía desorientado, como si todo el mundo estuviera un paso por delante de él— , ¿Cómo? —La mujer negra mantuvo a Fiona con vida. —Creí que dijiste que estaba muerta. —Lo estaba. Era una vida artificial, conservada por arte* de brujería —como quizá hoy en día preferiríamos pensar— , por alguna forma primitiva de ciencia que nuestra civilización no ha descubierto todavía. En fin, llámalo como quieras; ni latía su corazón ni se agitaba la respiración, pero Fiona McCormack vivía y de alguna manera podía criar a su hijo in útero.
—¡Pero eso es absurdo! Un feto necesita... vida; sus sistemas respiratorio y circulatorio dependen de los de su madre —se rió con un ladrido agudo y rápido —. Os estáis quedando
conmigo. —Dios te maldiga, George, ¡cállate! —las palabras del anciano explotaron como una bala y le condujeron a un acceso de tos con flemas sanguinolentas que escupió en el suelo. Descansó un momento respirando pesadamente y luego levantó su maciza cabeza para mirar fijamente a los ojos a George— , Estate callado y al final de esta historia, al final , te ríes si lo deseas. —No sé cómo ocurrió, George —dijo Maxwell—; pero todo lo que te he contado está escrito bajo juramento por el decimosexto señor y por su criado. Más tarde verás más pruebas —realizó una profunda respiración y prosiguió: —Ella dio a luz al niño y éste se crió a los pechos de su madre muerta durante casi un año, alimentándose de una copa que nunca se llenaba. Poco tiempo después del nacimiento, Brian McCormack desolló viva a su primera mujer con sus propias manos y curtió la piel él mismo. Debía estar bastante loco por entonces. Como puedes ver, trabajó con sumo cuidado... George admitió que tenía razón. A pesar de lo espantoso de la abominación, estaba extraordinariamente realizada, como si un cirujano hubiera cortado el cuerpo desde la cabeza hasta los dedos de los pies en un limpio corte transversal, como él mismo había visto una vez en una clase de anatomía plástica. George miró a Maxwell y a su padre, que estaban contemplando fijamente y en un silencio el macabro tapiz de la puerta. Parecía que la historia había terminado. —Entonces es eso —dijo George, con apenas una pizca de burla —. Ésa es la leyenda —se volvió a su padre con ojos suplicantes — , ¿Es esto todo lo que nos mantiene en un estado de miedo desde la cuna hasta la tumba? ¿Esto es lo que se está haciendo tan legendario como la banshee6? ¡Dios mío! ¿El Horror de Cairnwell es sólo una piel negra clavada en la puerta de un sótano? La expresión de los dos hombres a la luz de las lámparas añadía años a sus rostros. Durante un segundo, George pensó que su padre ya estaba muerto, un cadáver viviente, como la decimosexta señora de Cairnwell, condenada eternamente a visitar los sueños de los niños McCormack. —Hay algo más —dijo Maxwell; lo dijo de una forma tal que George se dio cuenta inmediatamente de que ellos no habían estado mirando tanto a la puerta como a lo que había detrás de ella. Maxwell hurgó en el bolsillo de la chaqueta de su traje y sacó una gran llave de hierro que tendió a McCormack. El anciano fue cojeando hasta la maciza puerta y encajó la llave en el ojo de la cerradura, apenas visible a la débil luz. La llave crujió, después giró despacio y McCormack presionó contra la hoja de hierro y madera de roble. La puerta no se movió y el hombre moribundo se apoyó cansado encella. Maxwell aportó su peso a la tarea. Aunque George sabía que debería haber ayudado, no era capaz de tocar el alquitranado pellejo que los ancianos parecían estar acariciando obscenamente. La puerta empezó a moverse con un chirrido de goznes enojados y George pensó en una boca ancha y hambrienta, con dientes de correas de hierro y se preguntó qué habría comido y cuánto tiempo haría de ello. Después, el olor le golpeó y se mareó. Era el peor olor que jamás había conocido. Peor que los agrios efluvios de las alcantarillas Banshee: hada maligna que anuncia la muerte según las leyendas irlandesas y escocesas.
6
abiertas o los vapores sulfúricos de los huevos podridos; peor incluso del de aquel venado muerto hacía tiempo, plagado de gusanos, que se encontró cuando era un niño. Habría vomitado, pero en su estómago ya no le quedaba nada que expulsar. Su padre y Maxwell cogieron las lámparas. —¿Quieres venir con nosotros? —preguntó Maxwell— , ¿o prefieres observar desde aquí al principio? George se quedó impresionado por la objetividad de Maxwell. Era como si el hombre estuviera contemplando la situación desde fuera, desde muy lejos, como si estuviera viendo un culebrón en la tele. George deseaba haber podido sentir lo mismo. —Ya voy —dijo y lanzó su débil mentón hacia adelante como una frágil lanza. Sosteniendo las lámparas en alto, los tres entraron en la cámara. Ésta era una pequeña habitación de seis metros cuadrados. Había una mesa redonda toscamente tallada con una sola austera silla de respaldo recto a su derecha y otra silla, más refinada en su diseño, a su izquierda. Sin embargo, era la cama la que dominaba la habitación. Una pieza de roble macizo con un enorme cabecero labrado y alto estribo, por encima del cual George no podía ver desde la puerta. Maxwell y McCormack se pusieron a cada lado de la cama y el anciano hizo señas a su hijo para que se uniera a ellos. La mujer de la cama le recordó a George las momias que había visto en el Museo Británico. La piel era de un amarillo sucio surcado por arrugas tan profundas que sus pliegues siempre permanecerían en la oscuridad. La misma tonalidad enfermiza manchaba el cabello, que se extendía por la almohada como un abanico, una marchita invitación a un amante ahora convertido en polvo. Llevaba un camisón de encaje blanco y sus dedos ganchudos se crispaban sobre sus aplastados pechos, como lapiceros huesudos envueltos en guantes de la más fina piel. Había muerto hacía mucho, mucho tiempo. —La señora Fiona —susurró McCormack roncamente—. Tu cuatro veces bisabuela, George. George se volvió a sentir aliviado. Si este cadáver reseco y momificado era el horror último, entonces todavía podría reírse y salir al mundo exterior sin sufrir la maldición invisible que habían sufrido todos los McCormack anteriores a él. Puso su lámpara más arriba, para estudiar la antiquísima cara desde más cerca. Entonces vio sus ojos. Había esperado ver colgajos de piel arrugada que una vez habían sido párpados, o bien apergaminadas pasas grises que anidaban holgadamente en las abiertas cuencas. Lo que no había esperado en ningún caso eran aquellos ojos azules, insensibles, pero vivos, que miraban hacia el techo ennegrecido por el humo. —Está... viva —dijo con un cierto toque de ingenio, tan abrumado por el horror que no le preocupaba lo más mínimo la impresión que podía causar. —Sí —dijo su padre—. Así es como ha estado desde que se produjo el hechizo —George notó que el brazo del anciano se ceñía sobre sus hombros —. El decimosexto señor de Cairnwell quería que el sufrimiento de la no muerta acabara cuando el hijo fuera destetado, pero la bruja le dijo que eso era imposible. La torturó hasta la muerte —en esta misma habitación— , pero ella' no quería, o posiblemente no podía apiadarse. Entonces fue cuando la mató, desollándola. Tuvo a su esposa arriba todo el tiempo que pudo, pero el... olor se hizo demasiado fuerte y los criados empezaron a murmurar. Así que se la trajo aquí abajo y aquí ha estado desde entonces, atrapada entre la vida y la muerte. Ni habla ni se mueve; no lo ha hecho desde que murió. Dar a luz y alimentar a su hijo fueron sus únicos actos, e incluso
entonces era como un autómata, según registra el documento. George sentía su cabeza como si estuviera llena de agua y sus palabras salieron tan turbias como en un sueño de medianoche. —¿Qué... documento? —preguntó. —La relación que dejó Brian McCormack —contestó su padre— y que el criado firmó como testigo. La historia de los acontecimientos y el encargo que, desde entonces, se hace a todos los señores de Cairnwell, de preservar la historia de oídos extraños y cuidar de su pobre esposa «hasta el día en que Dios considere conveniente llevarla con Él». Ésta es la obligación del hijo mayor, como lo era yo y como lo eres tú, George. El líquido de su cerebro estaba a punto de hervir. —¿Yo? —se libró del empalagoso abrazo de su padre— , ¿Quieres que yo me ocupe de eso el resto de mi vida? —Hay poco de lo que ocuparse —dijo Maxwell en tono de consuelo —. No necesita comida, sólo... —¿Qué? ¿Qué es lo que necesita? —Atención. Un lavado de vez en cuando... George rió con desesperación; se dio cuenta de que se estaba aproximando a la histeria: —¡Un lavado! ¡Dios mío! ¡Y quizá una permanente y un corte de uñas!... —¡Atención!—rugió McCormack—. ¿Qué harías tú por alguien así? —¡No hay nadie así 1 Ella está..., ella está muerta —la palabra se le había pegado a la garganta—. No voy a participar en esto, ni en Cairnwell. Tú escogiste esto, ¡yo no! No quiero pudrirme aquí como todos vosotros. Guárdate, Cairnwell, tíralo, quémalo, entiérralo, por los clavos de Cristo. ¡Eso es lo que le conviene a la muerta! —¡No! ¡No está muerta! ¡Está viva y nos necesita! Necesita... —McCormack se detuvo, como si algo le hubiera robado las palabras. Una mueca de dolor se adueñó de sus facciones y antes de que George o Maxwell pudieran llegar a su lado, se desplomó como un árbol y su cabeza golpeó el suelo de piedra con un sonido sordo. Maxwell rodeó la cama, empujando a George a un lado y se arrodilló junto a McCormack. Urgió: —¡La lámpara! George movió la vacilante luz de forma que Maxwell y él pudieron ver que la cara de su padre tenía la suavidad gris de la muerte. Mucho más tarde, de nuevo en el estudio, Maxwell sirvió a George otra copa de jerez. —No debería haberle dejado bajar —dijo el anciano, como si hablase para sí mismo. Se giró hacia la fría chimenea—. Después de la última operación... su corazón se quedó tan débil... —Fue mejor así —dijo George tranquilamente—. Mejor acabar de esta forma que no con un cáncer aniquilándolo. —Supongo que sí. Estaban sentados sorbiendo el jerez, sin hablar. George se levantó, dirigiéndose a la ventana. El sol, al ponerse sobre los bordes de los campos del oeste, producía una fina cuchilla naranja rojizo a través de los paneles biselados. Contempló una bandada de mirlos que pisoteaban la tierra mojada en busca de un grano. —No debería haberle llevado la contraria —dijo George. —Hacía tiempo que no estaba allá abajo —dijo Maxwell— , No debería haberle dejado ir.
—No hubieras podido detenerle —dijo George, mirando todavía por la ventana. —Supongo que no. Él pensaba que era... —Su obligación —dijo George. —Sí —Maxwell se volvió desde donde estaba, vuelto hacia el fuego apagado, hasta
contemplar la alta silueta de George, enmarcada por la luz del sol. —Entonces, ¿te vas? ¿Dejas Cairnwell? George seguía contemplando los pájaros. —No se... Realmente hay muy poco... —dijo Maxwell, sin mostrar el mínimo indicio de querer presionarle—. No tienes que verla en absoluto, si no quieres; al menos no siempre. Sólo mientras estés aquí. En el campo, los mirlos se elevaron en formación, giraron en el viento como si fueran hojas y se volvieron a posar. George se volvió a Maxwell: —¿Me das la llave? *** Esta vez la puerta se abrió más fácilmente y George entró en la habitación, sujetando sin miedo la lámpara. Sabía que no había fantasmas. No había necesidad de fantasmas. Su primer encuentro con el olor se le hizo mucho más llevadero, e incluso pensó en fumigantes y desinfectantes. Puso la silla de respaldo recto al lado de la cama y contempló el rostro de la mujer. Era extraño que no se hubiera dado cuenta antes. El parecido con su padre era enorme, especialmente en los ojos. Eran tan tristes, tan tristes y tan cansados, abiertos durante todos aquellos años, mirando fijamente en la oscuridad. —Duerme —susurró—. Duerme un ratito —dudó sólo un instante; después presionó su dedo índice sobre el frío pergamino de los párpados, primero uno, luego el otro, cerrándolos como si fueran persianas hechas jirones sobre ventanas entrecerradas. —Así —dijo dulcemente—. Ahora está mejor, ¿verdad? Duerme un poquito —comenzó a tararear una melodía en la que no había pensado desde hacía muchos años, una vieja canción de cuna que le cantaba su madre en las noches en las que los terrores de Cairnwell no le dejaban dormir. Cuando las últimas notas languidecieron, atrapadas entre las grietas uniformes de los muros de la cámara, colocó una mano (bendiciendo la arrugada frente) y se encaminó escaleras arriba, donde le esperaba su brandy. El vigésimo tercero señor de Cairnwell había llegado a casa.
Erosión Susan Palwick Las obras de Susan Palwick han aparecido en Amazing Stories, en Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine y en varias antologías. Ganó el premio Rhysling de poesía de ciencia ficción, y su relato Ever After fue seleccionado para «Lo mejor del Año». Es crítica de The New York Review of Science Fiction, de la que fue uno de los fundadores, y estuvo en el consejo editorial de The Little Magazine durante varios años. Vive en Nueva York, donde trabaja para una empresa financiera. Los relatos de S. Palwick se sitúan en el fértil territorio fronterizo entre la fantasía y el horror, como esta historia sobre una casa a la orilla del mar y una sirena. La historia está inspirada en el traslado aéreo de una cabaña de verano que pertenecía a un amigo suyo de Montauk, Long Island, desde un acantilado que se derrumbaba a un terreno más seguro. Un ventoso amanecer de octubre, cuando Marina tenía trece años, su madre saltó al mar desde el principio de su patio trasero. Marina había estado esperando que esto se produjera desde que madre dejó de andar. Papá y los vecinos decían que algo funcionaba mal en su sistema nervioso. Los médicos le echaban la culpa a la tensión nerviosa y papá le echaba la culpa a los genes de madre, pero Marina lo sabía mejor que todos ellos. Realmente, madre había dejado caer suficientes indirectas durante su reclusión. Había que estar loco para no figurárselo. —Pescadera —le había dicho a Marina, con una hermética sonrisa, cuando yacía en la cama con las mantas cubriéndole las piernas. Era el mes de septiembre, una lluviosa tarde que amenazaba tormenta y el entumecimiento que había empezado en los dedos de los pies de madre en junio le había alcanzado las rodillas. Todas las mañanas se pinchaba ella misma para ver cuánto podía sentir todavía, pero nunca consintió que nadie la observase — , ¿Os habéis preguntado por qué la gente del pueblo siempre me llama así? —Porque tienes los dedos de los pies palmeados —dijo Marina, que también tenía los dedos de los pies palmeados; a ella le habían llamado pies de pez, piernas de laguna y otras muchas cosas menos agradables— , Y porque siempre gritas a papá por lo cerca del agua que está la casa. Los padres de Marina habían discutido sobre la casa desde que ella podía recordar. Cuando nació, había veinte pies entre la puerta trasera y el borde del acantilado, pero la distancia disminuía cada año. Cada tormenta de septiembre arrastraba más arcilla y arena al interior del océano y cada oleaje de junio sonaba más fuerte en la habitación del ático donde dormía Marina. Su padre había maldecido el agua y había hecho unos planos para un dique que las olas habían convertido en ruinas, pero se negó a buscar otro alojamiento. La casa estaba donde él había crecido y no podía imaginar vivir en ningún otro lugar. Casi todas las noches de su infancia, cuando estaba acostada en la cama y escuchaba el océano, Marina había estirado sus largos dedos palmeados y soñaba con que le crecía una cola.
Y ahora volvía a ser septiembre y solamente les separaban tres pies del precipicio. —Pronto, la maldita casa estaría en el agua —dijo la madre de Marina— , Ésta es la sexta tormenta este mes y el acantilado está desapareciendo. Los vecinos lo saben, pero tu padre no. Él no abandonaría la casa y yo no puedo abandonarle a él y nos vamos a caer dentro del océano. La gente del pueblo me habría llamado pescadera aunque nunca levantara la voz. ¡Oh, Marina, estaríamos más a salvo bajo el agua que aquí! Hubo un brillante destello de relámpagos fuera y después un ensordecedor estrépito y el olor del ozono. La madre de Marina apretó las mantas con manos crispadas y echó una mirada al tapiz de punto de cruz que había bordado cuando Marina era una niña aterrorizada por los fantasmas que traía el viento: —No tengas miedo. La isla está llena de ruidos, sonidos y aires dulces que dan placer y no hacen daño. Había estado colgado, en la habitación de Marina durante años, pero cuando la madre ya no podía andar, Marina se lo llevó abajo y lo colgó enfrente de la cama de madre, de modo que pudiera verlo siempre que hubiera relámpagos. Pasaron dos semanas y otras seis pulgadas del acantilado se derrumbaron. Ahora la parálisis se extendía hasta la mitad de los muslos de madre. Papá y los médicos querían que fuera al hospital para hacerle un tratamiento experimental, pero ella se negó. Mis piernas se ponen peor cuanto más peligrosa es la casa —dijo—. Si estuviéramos en una casa más segura, apuesto a que estaría perfectamente. ¿Qué tal si nos mudáramos a otro sitio, George? Sería un experimento interesante, ¿verdad? —No tiene nada que ver con la casa —dijo papá—. Estuviste perfectamente en esta casa durante veinte años. ¡Es la misma que tenía tu tía y ella vivía en Kansas! Es una tendencia congénita. —Que surge por la tensión nerviosa —dijo madre suavemente— , ¿Qué podría estar angustiándome ahora, George? Piénsatelo. Papá se marchó bruscamente de la habitación con el ceño fruncido y la madre de Marina suspiró. —Comprendes por qué no me voy al hospital, ¿verdad, Marina? —dijo. Marina asintió con la cabeza, estremeciéndose. Uno de los chicos de su clase quería ser médico y una vez le había preguntado si podía escribir un informe de laboratorio sobre sus pies. —Nada de escalpelos —le dijo frotándose las manos y relamiéndose —. Te lo prometo. Marina no le había creído ni un momento e incluso a la gente con los dedos de los pies normales no les gustaban los hospitales. —Pero, madre, yo creía que tía Eloísa se había ahogado en California. —Sí. Se trasladó de Kansas a California justo después de que la diagnosticaran. Los médicos decían que había enfermado a causa del miedo que le daban los tornados, pero los terremotos eran peor. Lo siguiente que supimos fue que se había adentrado en el Pacífico y nunca más se volvió a saber nada de ella desde entonces. —¿De verdad?—dijo Marina— , ¿Tenía los dedos palmeados? —Apuéstate algo —dijo madre con un guiño y pasando sus ruanos por las mantas cuando la lluvia empezó a tamborilear sobre el tejado. Llovió durante seis días. Al amanecer del séptimo, Marina se despertó de una pesadilla en la que se volvía sorda, dándose cuenta de que el silencio opresivo era solamente la ausencia
de agua. Los dedos de los pies le hormigueaban desagradablemente y tuvo que ir al cuarto de baño. Trastabilleó escaleras abajo, todavía medio dormida. De vuelta al ático, vio que estaba encendida la luz del cuarto de su madre enferma. Se había levantado viento, que gemía alrededor de la casa y sacudía las ventanas. Quizá tenga miedo, pensó Marina. Debería consolarla. Pero madre estaba incorporada sobre una pila de almohadas y aporreaba absorta sus piernas con los puños. Cuando levantó la vista y vio a Marina, asistió con la cabeza, como si estuviera esperando que su hija se despertara a aquella hora absurda y dijo: —Ya no puedo sentir las piernas. ¿Me ayudarás a sentarme en la silla de ruedas? —Desde luego —dijo Marina, aturdida. Su padre y los médicos estaban muy preocupados porque madre no se levantaba de la cama; ahora todos estarían felices. —Es realmente emocionante —dijo Marina, intentando aparentar entusiasmo, aun cuando lo que ella deseaba de verdad era volver a dormirse—. Estoy muy contenta por ti. —Cariño, quiero ir a mirar el agua antes de que vuelva a empezar a llover. No puedo quedarme más en esta casa. —Debería despertar a papá. No querrá perderse esto. —No, cariño, no lo hagas. —Pero ahora comprenderá lo que pasa realmente con tus piernas —dijo Marina— , Lo comprenderá cuando vea... —No, tu padre nunca lo comprenderá. Por eso necesito tu ayuda. De todos modos, mantuvo los ojos cerrados durante veinte años mientras el acantilado se iba derrumbando. Puede seguir durmiendo hasta el final. De este modo, Marina ayudó a madre a sentarse en la silla de ruedas y la condujo al mermado patio trasero. Había marea alta; el aire estaba cargado de sal y las olas saltaban por el acantilado como grandes perros mal educados, ansiosas de que les acaricien. El viento azotó la cara de Marina y convirtió su cabello en una serpentina enredada, pero madre se rió y dijo: —Más cerca, cariño. Quiero estar más cerca del borde. Marina había confiado en poder echar un vistazo bajo las mantas de madre, pero aun en la silla de ruedas seguía estando envuelta en lana por debajo de la cintura. Sus piernas habían cambiado de forma, eso estaba claro, y Marina no necesitaba más pruebas para demostrar lo que había pasado. Con los dedos de los pies hormigueándole, Marina la condujo, obediente, hasta el mismo borde del acantilado, sujetando la silla cuando madre se lanzó al agua. Fascinada y un poco restablecida por el insistente viento, Marina observó las olas durante un rato para ver si madre emergía. Marina la imaginó cortando el agua como una marsopa, saltando alegremente cuando la espuma caía por su espalda, pero no pasó nada. Después de un rato empezó a llover de nuevo. Marina dio la vuelta y se llevó dentro la silla de ruedas para que no se oxidara. La necesitarían cuando volviese madre. Su padre salió de la habitación de madre casi tan pálido como su pijama blanco. —Dónde está tu madre? ¿Qué...? Vio la silla de ruedas vacía y se detuvo. —¿Marina? ¿Dónde está? ¿Por qué tienes mojados los pies? El calor del interior de la casa hacía que Marina se adormeciera de nuevo.
—No pasa nada —dijo, ahogando un bostezo.
Tres semanas después, madre todavía no había vuelto. Marina estaba empezando a preocuparse y la situación no mejoraba por el hecho de que su padre, que tenía sus propias nociones de la lógica, hubiera decidido trasladar la casa al interior. Contrató ingenieros y topógrafos y, por último, un gigantesco helicóptero, que levantó la casa de sus cimientos hasta un enorme camión con plataforma que estaba aparcado a cincuenta pies del acantilado. La gente del lugar se reunió en el camino y permaneció boquiabierto junto a la carretera mirando cómo se alzaba la casa en el aire. Uno había llevado una cámara de vídeo; otros habían llevado palomitas de maíz. El niño pequeño que vivía al otro lado de la calle ondeó una bandera. Marina había visto a dos de sus profesores intercambiando dinero y sospechó que estaban cruzando apuestas sobre si la casa se caería y se estrellaría contra su padre, que corría debajo agitando los brazos. Aunque no oía nada por encima del uac, uac, uac del helicóptero, por las bocas deformadas de los mirones sabía que estaban gritando asombrados por la última evidencia de la excentricidad de la familia. La casa no cayó, sino que fue depositada a salvo en el camión. Marina y su padre la siguieron en su desvencijado Toyota cuando la casa fue transportada desde el borde del océano hasta su nuevo emplazamiento, junto a las marismas. Muchos de los vecinos fueron andando, caminando al mismo ritmo de la lenta procesión. La mayor parte de ellos mantenía una distancia respetuosa, aunque el propietario de la cámara seguía intentando filmar a través del coche, como si Marina y su padre fueran músicos de rock o dignatarios extranjeros. Marina seguía esperando las risas burlonas que le habían herido tanto durante toda su infancia —Fea hedionda, Pies de pez, Hueles como los muertos al calor, Vete a comer algas con las ballenas— , pero por una vez la curiosidad había reemplazado a la crueldad. La lente de la cámara de vídeo apareció en su ventanilla y puso la peor cara que pudo conseguir, sacando la lengua todo lo que pudo y moviendo las orejas. Después de que hubiera desaparecido la cámara, dijo: —Estás creando más problemas para todos, ya sabes. Especialmente a madre. —Tú piensas que yo la maté —dijo papá hoscamente—. Por eso estás enfadado. ¡Cuanta verborrea sobre la muerta! Ni siquiera había dejado hablar a Marina con la policía para explicar lo que había pasado, porque temía que pensara que ella había matado a madre. —No está muerta, papá —dijo—. Debe de haber sido por culpa del viento. Quería salir para mirar el agua, pero se acercó demasiado al borde, se asomó demasiado y el viento la empujó —su padre suspiró y se mordió el labio inferior durante un instante, mirando furtivamente a través del parabrisas rayado. —Tenía que haberlo pensado hace años. Siempre quiso que nos mudáramos. Marina jugueteaba de forma irritante con la hebilla de su cinturón de seguridad. La teoría del viento era una tontería, pero sabía que no tenía objeto decirlo. —¡Ella quería que nos trasladáramos nosotros, no la casa! Ahora no sabrá dónde encontrarnos cuando salga del agua. Mirará a su alrededor y verá un gran agujero donde estaba la casa y no encontrará ninguna señal nuestra. —Piensas que la maté yo. —Si estuviera muerta, habría un cuerpo —dijo Marina, haciendo chasquear la hebilla como si se tratara de un par de mandíbulas de metal en miniatura. —Lo de la cola era una broma, Marina —su voz era átona y plana —. Los vecinos hacían
bromas de esto y tu madre hacía bromas sobre sus bromas para intentar que te sintieras mejor..., pero, Marina, ¡eso era todo! —Volverá, papá. Ella me dijo que no te abandonaría. ¿No decía que la señora Simpson era idiota por haberse fugado con aquel hombre? ¿No se ponía furiosa con todos esos padres divorciados que no pasan pensión a sus hijos? ¡Ella no haría una cosa así! Papá la miró y sacudió la cabeza tristemente. El traslado de la casa fue un claro error. El tejado crujía por los mismos sitios que siempre, la humedad se infiltraba más penetrantemente que cuando estaba a sólo unos pies del acantilado. Parecía que llovía constantemente, una desconsolada llovizna cuya único entusiasmo era el ocasional destello de un relámpago. —La casa tiene que asentarse —decía el padre de Marina. Pero cuando se asentó, se torció y se abombó. La barandilla de la escalera estaba curvada; todos los escalones torcidos y los suelos ya no estaban nivelados. Las puertas no cerraban bien y los paneles de la ventana crujían. La casa cantaba como un órgano tocado por el viento. Todo esto ponía a Marina cada vez más nerviosa y a su padre cada vez más nostálgico. —Aquí es donde tu madre y yo nos besamos por primera vez —dijo cuando estaba en el inestable porche. La despensa, llena de goteras, le inspiraba historias sobre las conservas de su esposa; el mohoso cuarto de baño, sobre sus baños de espuma de los sábados por la noche. En el cuarto de estar, las esquinas oscuras se iban haciendo bizantinas por los dibujos del moho. Se pasó toda una tarde de sábado recordando la primera vez que había visto a su futura esposa en uno de los tés que organizaba su madre para las damas del vecindario. Marina no sabía si gritar o llorar. Era obvio que a medida que la casa se hacía más peligrosa, menos deseaba abandonarla su padre. ¡No era extraño que madre hubiera saltado al océano! Pero Marina no podía simplemente reunirse con ella, porque entonces a papá no le quedaría nadie. A la mañana siguiente, Marina tomó una decisión inflexible. Si papá no buscaba otra casa para ellos, lo tendría que hacer ella misma. Siendo consciente de que los dueños de propiedades peligrosas podrían no contestar a sus preguntas con honestidad, formuló varias cuestiones dirigidas a que le alertaran ante los posibles peligros. ¿Cómo se siente cuando se despierta a media noche y escucha crujidos en el ático? ¿Le sudan las palmas de la mano cuando hay mucho viento? ¿Con cuánta frecuencia ha soñado con inundaciones el año pasado? Marina visitó todas las casas del pueblo que estaban en venta. Llevaba su mejor falda de satén y una chaqueta de terciopelo; se hizo un peinado de hacía quince años para parecer mayor y más responsable y estaba pendiente de alabar a los animales domésticos y a los niños de los propietarios. A pesar de sus esfuerzos, la gente se limitaba a sonreír y llamaban a su padre para que la llevara a casa. Uno de ellos dijo: «Su hija se ha perdido», como si Marina fuese un perro que se hubiese soltado de la correa. Aquella noche Marina permaneció despierta mucho tiempo, conteniendo las lágrimas y flexionando sus dedos palmeados. ¿Dónde estaba madre? Habrían sido comprensibles unas pequeñas vacaciones mirando por allí abajo, sin tempestades. ¡Pero habían pasado casi dos meses! ¡Una cola no podía ser tan difícil de utilizar! Quizá tenía razón papá y madre no volvería nunca. Marina hundió su cara en la almohada. No, no podía ser verdad. Madre no era así. incluso
si no les hubiera querido, incluso si hubiera bordado el tapiz, cocinado todas aquellas comidas y cosido los botones de papá para mantener las apariencias, incluso así, especialmente así, nunca se habría permitido actuar como la señora Simpson. ¿No le había dicho mil veces a Marina que no huyera sólo porque los otros niños cantaban canciones sobre ella? ¿No le había hablado siempre de la importancia de los buenos ejemplos? Ella no se había escapado para siempre. Tan sólo se había ido una temporada para demostrarles que era posible... Mientras Marina mordisqueaba una esquina de su sábana, de repente se le ocurrió que quizá, al haberse entregado al océano, madre era incapaz de arriesgarse a volver a tierra. ¿Sería fácil desprenderse de una cola cuando te ha crecido? La gente necesita botes o puentes para cruzar unas pocas millas de agua, pero quizá madre no podía volver a casa, a unas pocas millas al interior, donde se habían mudado, sin utilizar una estratagema similar. Marina se relajó y dejó de mordisquear la sábana. Todo estaba en orden. Había un montón de posibles motivos por los que todavía no había vuelto madre. Necesitaba ayuda, eso era todo. Le había dicho a Marina que necesitaba ayuda. «Tu padre no lo entenderá nunca», había dicho. «Por eso necesito tu ayuda.» Así que Marina empezó a introducir cartas en botellas usadas de salsa de tomate y tarros de escabeche, arrojándolas desde el acantilado Escribió: «Te echo tanto de menos. Y mis pies hormiguean cuando hay pleamar. Te iré a buscar a la playa si no puedes volver por ti misma. Madre, papá guardó la silla de ruedas, aunque no cree que vayas a volver, así que no será ningún problema llevarte a casa. Llenaré la bañera con agua fresca del mar todos los días; te llevaré cangrejos, algas y peces azules, todo lo que puedas desear. Simplemente, vuelve, madre. Tienes que volver antes de que las paredes se hundan y el techo se desplome. Jodas las noches me preguntó si me enterrarán durante el sueño y estoy preocupada por papá. Madre, tienes que volver.» A las cartas, Marina añadió sobornos: recobraría el peine de carey favorito de mamá, y un brazalete de plata y coral que Marina le había comprado con el dinero de su paga... Y nadó con todo esto por las rompientes tan lejos como pudo, desplazándose poderosamente con sus pies palmeados. ¡Cómo le hormigueaban los pies! ¡Cómo pugnaba por salir su cola! Pero no se lo permitiría. Si crecía, podía ser incapaz de salir del agua y entonces no quedaría nadie para proteger a papá. La gente del pueblo, que observaba todo esto con intenso interés y absoluta estupidez, pensaba que era Marina quien necesitaba protección. Los pescadores locales y los atletas trabajaron sin descanso en el heroico salvamento, arrastrándola hasta el puntal tan inexorablemente como el camión había arrastrado la casa hasta el interior. Papá la interpretó tan mal como los vecinos; se asustaba tanto siempre que la veía marcharse de casa que Marina empezó a escabullirse a hurtadillas cuando él estaba demasiado ocupado reparando algo para no darse cuenta. Un frío día de abril, cuando Marina estaba rastreando las dunas buscando alguna señal de la presencia de madre, encontró una barca descolorida, incrustada de percebes, con dos remos astillados. Esta vez había cogido la comida preferida de madre. Todos los placeres que no podría conseguir en el océano: fresas y helado de vainilla, bocadillos de jamón y salchichón y aceitunas verdes rellenas. Una tarde clara y de mucho viento Marina cargó el bote con pan hecho en casa y una ración de chuletas de cordero y botellas de hierbas olorosas y se adentró remando una milla o más, hasta que le dolieron los brazos, antes de dejar caer el festín en el
agua. Esperando ver emerger a su madre, observó cómo desaparecían los botes, las pesadas bolsas de plástico y los paquetes envueltos en papel de aluminio. No vio nada. Cuando volvía, deprimida y agotada, el bote empezó a hundirse. El agua se filtraba por la borda hasta convertirse en una especie de bañera de agua salada, pero estaba demasiado cansada para nadar. Se abrazó a unos trozos de madera y se preparó para echarse una siesta; se sentiría más fuerte cuando se despertara. Pero no tuvo la oportunidad, porque una potente motora de fibra de vidrio se acercó vomitando gasolina. Papá se puso fuera de sí cuando los dos barrigudos navegantes aficionados de la ciudad, con diminutas sirenas dibujadas en su ropa, llevaron a Marina de regreso a casa. Sus labios estaban agrietados por la sal, su cabello colgaba CMI mechones y los dedos de los pies le picaban de una forma insoportable. Los deportistas dijeron que era una adolescente problemática y caprichosa, empeñada en destruirse. Dijeron que necesitaba ayuda. ¿Por qué no se había alegrado cuando la encontraron? ¡Había actuado como si quisiera quedarse allí para ahogarse! —No saben de lo que están hablando —dijo Marina a su padre después de que los deportistas se hubieran ido —. No estaba intentando ahogarme, sólo me estaba echando la siesta. Utilicé el bote solamente porque pensé que, en cualquier caso, me iría mejor. Habría estado más segura nadando. —Me estaba temiendo esto —dijo su padre severamente—. Intentaba convencerme de que no era verdad, pero debería haberlo sabido. Son esos malditos pies... tú, tu madre y tu tía. ¡Todas vosotras con los dedos palmeados y locas como cabras! ¡Es hereditario! Bien, ¡no voy a permitir que te ahogues tú también! ¡No permitiré que suceda! Marina frunció el ceño y se rascó la planta del pie. —No se ha ahogado nadie y no estoy loca. Papá suspiró, mirando fijamente los últimos zarcillos de hongos sobre la barandilla del porche. Marina, hay alguien a quien quiero que veas —dijo. Concertó una cita para Marina con el psiquiatra local, que se sentaba detrás de un escritorio enorme y asentía simpáticamente a intervalos precisos. Marina estaba sentada en una silla de asiento dislocadamente moderno, parloteando nerviosamente sobre desagües de tormenta, dedos palmeados y punto de aguja. —La gente que vive por aquí se burla de mí a causa de mis pies, ¿sabe? Estoy segura de que lo ha oído usted mismo. Y mi padre piensa que soy tonta por preocuparme por la seguridad de la casa, porque está demasiado ocupada reviviendo su juventud perdida. Pero no soy más rara que cualquier otra persona. Quiero decir, algunas de las personas que pasaron aquí el último verano tenían el pelo púrpura. Todos se burlaban de ellos también, pero nadie dijo que debieran hablar con usted. —Ya veo —dijo el doctor, inclinando la cabeza como si escuchase un metrónomo invisible—. Hablemos de la muerte de tu madre. —Mi madre no ha muerto. El médico la miró compasivamente. —¿No? Pero ella saltó al océano, ¿verdad? ¿Eso no significa que se mató ella misma? —Saltó al océano para aprender a nadar —estalló Marina, preguntándose si todos los hombres de mediana edad estaban obsesionados con la muerte. Pensó quitarse los zapatos y
enseñarle al médico sus dedos, pero optó por no hacerlo. Eso no habría convencido a papá de nada más que de su locura, aunque la conexión entre los pies y el cerebro a lo mejor era una atenuante. —¿Por qué iba a llevarle todas esas cosas si estuviera muerta? —Porque tú no sabes que está muerta. —Ni usted —dijo Marina. Siguieron dando vueltas al tema durante otros cuarenta y cinco minutos. Al final, el médico decidió que Marina estaba sufriendo un síndrome postraumático de aflicción; le dio unas pastillas para dormir y explicó con cansina minuciosidad por qué llevar regalos a madre era una conducta regresiva y disfuncional. Al margen de lo que pudiera haber sido su conducta, Marina pronto descubrió que era además una pérdida de tiempo. En las semanas siguientes, casi todo lo que había lanzado al agua regresó a la orilla. Encontró el peine entre las rocas y vio que la amiga de un surfista llevaba el brazalete. En cuanto a la comida y las cartas, ¿qué se podría decir? Cualquiera de las botellas y cajas de plástico desechadas en la playa podía ser una de las que Marina había utilizado para encerrar sus ofrendas; el papel se habría disuelto cuando las botellas se abriesen en el mar y la comida se la habrían comido los tiburones, los cangrejos o los diversos buzos hambrientos. Cuando el tiempo se hizo más cálido, Marina empezó a vagar por el borde del acantilado y a gritar enfadada: «¡Madre, déjalo ya y vuelve!» Atraía multitudes cada vez mayores de turistas de fin de semana, ya que la temporada veraniega había comenzado de nuevo. La observaban desde los coches y desde las barcas, bebiendo cerveza y aporreando las bocinas. Si madre oía esto, no dio señales de vida. El verano no fue mucho más seco de lo que habían sido el invierno o el otoño. Cuando la lluvia goteaba dentro de la casa y el viento sangraba a través de las grietas de las paredes, Marina encontraba a menudo a papá murmurando para sí cuando trabajaba, como si estuviera decidido a detener la desintegración de la casa con su fuerza de voluntad. Las alfombras y las cortinas estaban más allá de la salvación. Su último proyecto, que implicaba arcanas combinaciones de cera para muebles, era una acción de retaguardia contra el moho que se extendía rápidamente por la mesa del comedor. Madre todavía no había reaparecido. Disgustada con los dos, Marina se resignó a la incierta comodidad de las plegarias de infancia, un ritual que en los mejores tiempos había encontrado poco convincente y que ahora le parecía incluso más insustancial que la delicada red de seguridad de las anécdotas interminables de papá. Todas las noches rogaba por el regalo de otra mañana; todas las mañanas, cuando se despertaba temiendo una consciencia más aguda del arrastre de las mareas y de la inseguridad del tejado, suplicaba fervientemente el regreso de madre. Una fría mañana de octubre, casi exactamente un año después de la desaparición de madre, Marina abrió los ojos y se encontró un racimo de tres conchas de mejillón descansando inestablemente sobre el alféizar de su ventana. Había una mata de extrañas algas blancas enredada sobre el porche delantero y un pequeño pez plateado, todavía vivo, revolcándose en el patio delantero. —Gaviotas —dijo papá cuando la despertó. Se sentó apoyándose en un mohoso montículo
de almohadas, parpadeando aturdido. Cada día se le hacía más difícil levantarse de la cama. Ahora su debilidad era permanente y su tos casi constante, agravada sin duda por las esporas que iban a la deriva por toda la casa. Pasaba su tiempo libre (los pocos momentos que podía escatimar a los trabajos de la casa) visitando a especialistas que no tenían ni idea de qué era lo que le producía tales síntomas, aunque Marina les habría dicho alegremente que le preguntaran a ella. —Las gaviotas son glotonas, papá. Una gaviota se habría comido ese pez. Él intentó ponerse de pie, haciendo una mueca de dolor cuando apoyó su peso sobre los pies enfermos. Marina, suspirando, le ofreció su hombro para que se apoyara. Estaba bien que hubieran guardado la silla de ruedas; aunque madre no la volviera a utilizar, papá la necesitaría dentro de poco. —Marina, quizá el pájaro estaba enfermo. Quizá el pececillo estaba enfermo y el pájaro lo sabía. Estoy seguro de que fueron las gaviotas, querida. —Bien, ¿y qué hay de las algas? No se ven algas blancas en la playa, papá. Proceden de algún otro sitio tan profundo que ni siquiera tienen clorofila... —Obviamente, flotaron hasta la superficie. —Oh, claro —dijo Marina. No comprendía cómo alguien que decía tan a menudo echar de menos a madre durante tanto tiempo podía ser tan deliberadamente obtuso. Los mensajes que madre había enviado eran claros: «Estoy viva. He ido a la profundidad. Nosotros tres estaremos juntos de nuevo». Pero ¿cuándo y cómo? ¿Por qué había esperado tanto tiempo para ponerse en contacto con ellos? ¿Por qué no se presentaba ella misma en carne y hueso? ¿Por qué había escogido confiar sus mensajes a las gaviotas, mientras que Marina se había visto forzada a confiar los suyos a las corrientes? Marina meditó estas cosas durante el desayuno, mientras su padre escuchaba la radio. El agua goteaba del techo, empapando las tortas y diluyendo el almíbar. Los huevos preparados para Marina eran pequeñas islas amarillas, sus lonchas de bacon casi se sumergían en los arrecifes. Todo, incluido el zumo de naranja, tenía sabor a sal. —Escucha —dijo papá; su voz se hizo rara —. Marina, ¿estás escuchando la radio? Bostezando, ella atendió al torrente de palabras. Los comentaristas del boletín meteorológico estaban hablando acaloradamente sobre el huracán «Canute» que actualmente amenazaba el Atlántico y que pronto se trasladaría a tierra, provocando lluvias torrenciales e inundaciones costeras. Se esperaban daños enormes, pues la tierra, saturada ya por las fuertes lluvias, no podría absorber más agua. La tormenta se produciría junto a la marea alta. El corazón de Marina dio un vuelco, al tiempo que su padre palidecía y comenzaba a despotricar sobre la crueldad despiadada del mar. En un momento de absoluta lucidez, ella pensó que quizá había hecho bien en trasladar la casa. Madre no había podido nadar hasta la cima del acantilado, ni siquiera en la tormenta, pero de esta forma podría encontrarlos. Marina se congratuló agradecida; después de todo, éste había sido el sitio más adecuado para la casa. A medida que el día avanzaba, casi todos los del pueblo huyeron tierra adentro, formando largas caravanas de coches atestados de gente. Por una vez, papá quiso unirse al éxodo y, por supuesto, Marina tuvo que detenerlo. Madre le había advertido que él nunca comprendía; el racimo de mejillones del dormitorio de Marina significaba claramente que tenía la
responsabilidad de asegurar la reunión de la familia. —Podemos irnos en el coche cuando tengamos que hacerlo —le dijo—; pero haríamos mejor asegurando la casa o no estará aquí cuando volvamos. Después de todo, el trabajo que has hecho no querrás que el agua te venza ahora, ¿verdad? Así que durante toda la tarde ella estuvo recorriendo la casa, ajustando las ventanas que crujían, desconectando enchufes que les habían amenazado con electrocutarles durante meses y cubriendo con plásticos los mohosos muebles. Su padre, que ya no podía hacer las cosas con rapidez, trasladaba laboriosamente sus posesiones favoritas arriba, donde creía que podían escapar a las posibles inundaciones. Marina inventó tantas tareas extra para él como pudo imaginar, cuando el viento se levantó y su pulso se hizo frenético; mientras papá estaba descongelando el frigorífico, ella corrió fuera y vertió un paquete de azúcar en el depósito de la gasolina del coche. Él se pasó quince minutos intentando encender el motor, aunque para entonces ya era dudoso que alguna de las carreteras locales estuviera transitable. Marina le sugirió regresar a la casa para llamar pidiendo ayuda. Arrancó el cordón del teléfono de la pared y ocultó el vandalismo detrás de una silla antes de regresar fuera corriendo para anunciar, en lo que ella consideraba una representación convincente de alarma, que las líneas estaban cortadas. —¿Qué vamos a hacer —gritó él con una voz tan alta y lastimera como la de una gaviota— , ¿Cómo saldremos de aquí ahora? —Vendrá gente a evacuarnos, papá. La policía o los bomberos; la Guardia nacional. Posiblemente, perros San Bernardo con barriles de ron en miniatura. Será mejor que entremos y esperemos. Borracha de alivio por el inminente regreso de madre, Marina ayudó a su padre a volver dentro e hizo té en un hornillo de gasolina. Dentro de su taza puso dos pastillas para dormir de las que el psiquiatra le había dado a ella. Papá parecía muy tranquilo, estirado en el sofá y, por los rítmicos movimientos de su labio inferior, Marina supo que estaba roncando satisfactoriamente, aunque no podía oírle a causa de la tormenta. Continuó roncando mientras Marina observaba cómo el agua que llenaba la marisma se movía lentamente a través de la carretera y subía hasta el patio. Cuando cayó la oscuridad, oleadas espumosas estaban lamiendo los escalones del porche. Cuando el bote de salvamento llegó con la luz deslumbrante de sus reflectores, Marina apagó su linterna —que pensaba que podía servir como faro para madre— e ignoró el timbre de la puerta y los altavoces. Temía que alguien entrara en la casa para buscar supervivientes, pero nadie lo hizo. Al final se fueron, después de relatar a gritos estadísticas terribles de víctimas junto al mar durante las inundaciones provocadas por el huracán. Marina estaba muy satisfecha de que papá no se hubiera despertado en ese momento. Le habría alarmado. Cuando él se despertó, había cinco pulgadas de agua en el cuarto de estar, y fuera la inundación estaba subiendo rápidamente por encima de los alféizares. Miró aturdido a su alrededor: las viejas revistas y ceniceros, las tazas de té que se balanceaban fortuitamente a la débil luz de la linterna de Marina. —Marina, han... Marina, ¿no ha venido nadie a por nosotros? —ella apenas podía oírle; su expresión suplicaba más elocuentemente que sus palabras —. ¿Cómo me he podido dormir en medio de esto? ¿Por qué estoy tan débil? —Madre vendrá ahora a por nosotros —le dijo Marina— , Ella necesitaba la tormenta para venir, papá; necesitaba el agua. Nos llevará a su casa del fondo del océano, donde nunca hay
tormentas. Su padre la miró fijamente con su pálida cara cubierta de sudor. Afuera, el viento ululaba y la casa vibraba alrededor de ellos, zumbando en un tono menor, como si cantara un réquiem por su propia destrucción. —No —dijo intentando levantarse. Las pastillas hacían pastosa su voz; siempre que lograba incorporarse, se derrumbaba de nuevo—. Marina, has estado soñando todas esas historias de perlas y corales... No volverá, no. Nunca más. ¡No puede volver! Parecía tan asustado que Marina se compadeció de él. ¿Qué podría decirle para hacerle comprender? —Papá, estaremos a salvo. No te preocupes. Madre estará aquí pronto. Estoy segura de que encontrará la forma de darte una cola a ti también. Nos llevará a casa. Marina podía sentir cómo empezaban a alargarse los dedos de los pies; las membranas que había entre ellos se estiraban como había soñado con frecuencia. Esta vez no intentó detenerlos. —No —dijo él, haciendo otro esfuerzo inútil por incorporarse—. Está muerta. Tenemos que irnos. Tenemos que salir como... como todos los demás. O moriremos también. Por favor, Marina. Por favor. Ayúdame a levantarme. —No podemos irnos, papá. Es demasiado tarde. Mientras estaba hablando, una de las ventanas selladas se abrió violentamente. Dentro de los torrentes de agua que se precipitaban hacia ellos, Marina vio una forma borrosa, turbia y oscura. —¡Oh, papá, mira, está aquí! Por supuesto, aquéllas eran unas manos extendidas dando la bienvenida; por supuesto, aquella trémula luz blanca era una sonrisa amorosa, aquellos filamentos arremolinados, los lujosos rizos del largo cabello negro de madre. Pero el padre de Marina gritó con un ronco bramido, levantando las manos. Debe haber sido el mismo mar del que se escondía; ¿cómo podía asustarse de su amada esposa? Marina quería decir algo reconfortante, pero no había tiempo. Las olas estaban encima de ellos, y con su última inspiración de aire se lanzó alegremente a los brazos extendidos de su madre.
La hora feliz Ian Watson Ian Watson ha ganado el premio de la BSFA (British Science Fiction Association), el Prix Apollo en Francia, y ha sido nominado para el John W. Campbell Memorial Award. Es el autor de novelas de terror como The Power, The Fire Worm y Meat. Es editorialista del periódico británico Foundation. Vive en Northants, Inglaterra. Situada en un pub rural inglés, ésta es una historia de represión adulta, deseo sobrenatural y un extractor de humos carnívoro. El pub inglés es auténtico. Pero Ian Watson dice con cierto desconsuelo que los propietarios, desde entonces, han quitado el extractor. Con un brusco estruendo, las láminas de acero del extractor de humos provocaron una explosión, haciendo que nuestros corazones dieran un vuelco. Martin imitó los rápidos disparos de una pistola hacia él. «¡Pum! ¡Pum! ¡Te pillé!» Aquel extractor estaba situado exactamente debajo del inclinado techo de madera de la barra del Corzo. El armatoste había caducado hacía por lo menos veinte años. No ronroneaba suavemente como un extractor moderno. Se abrió con una explosión, enseñando los dientes y tragó la atmósfera. Habían quitado una de las históricas piedras de este pub —construido durante el reinado de la Buena Reina Bess, como alardeaba una placa en la pared, para poder insertar el aparato—. El mecanismo en sí estaba escondido dentro de la pared. Cuando el ventilador estaba en reposo, todo lo que se veía era un panel de láminas crema de un pie cuadrado, al mismo nivel del yeso color crema. Apenas se notaba; lo olvidabas todo, hasta que de repente el extractor abría su boca como por un acto de voluntad propia; hasta que el plano liso se convertía en una docena de labios como navajas separados entre sí una pulgada, a través de los cuales el aire viciado era absorbido en su garganta. El ventilador se estremecía con fuerza, aspirando el humo del cigarrillo de Charlotte y el humo de mi propio cigarrillo. —¿Tiene un detector de humo incorporado? —pregunté. —Podíamos preguntarle cómo se llama. ¡Nuestro anfitrión! — Jenny cabeceó hacia el mostrador desierto. «Anfitrión» era un título un tanto inadecuado. El propietario era un tipo tranquilo, delgado, con poca personalidad. Sonreía amablemente, pero no era muy conversador; y francamente, nos gustaba así. Ahora mismo estaría en el restaurante contiguo sacando brillo a la plata y a los vasos de vino en las mesas. El Corzo era uno de esos pocos pubs de pueblo que abrían exactamente a las seis en punto de la tarde, pero hacía su mayor negocio, basado en las comidas, desde aproximadamente las siete y media hasta las diez. No era más que una guarida de lugareños y patanes. Claro está, ahora que las horas de licencia habían sido liberalizadas, el local podía permanecer abierto durante todo el día. ¿Pero qué pub rural se molestaría en hacerlo? Está-
bamos contentos de haber encontrado el Corzo. Jenny y yo, Charlotte y Martin y Alice (que era especial) viajábamos todos los días a Londres y volvíamos pasando por la grande y acristalada Milton Keynes Station. Charlotte y Martin habían comprado una casa de campo bastante grande con un par de acres a este lado de Buckingham. Jenny y yo teníamos nuestra base en otro pueblecito a las afueras de Stonny Stratford, en un granero reformado. Alice vivía... en algún lugar del vecindario. ¿Sola? ¿O de otra forma? Alice era nuestro delicioso enigma. Aparentemente trabajaba en una editorial. Webster-Freeman: volúmenes de arte y saber oriental, que gradualmente caían en el ocultismo descarado. Algunas veces me la imaginaba bailando desnuda alrededor de una hoguera o de un altar casero con otros, parecidos a espíritus, con la luz del fuego de las velas titilando entre sus piernas. Aunque esto fuera cierto, jamás había intentado reclutarnos (y, curiosamente, mis fantasías de este tipo jamás me provocaban una erección). Simplemente éramos una porción de su vida en las tardes de los viernes: una porción que duraba una hora —dos como mucho— una vez al mes, cuando cenábamos todos en el Corzo. ¿Por qué habíamos reverenciado tanto a Alice? Quizá estaba sola tras su fachada brillante y competente. Quizá éramos neutrales con los que ella podía ser amiga sin tener obligaciones ni ataduras. Yo trabajaba para una compañía de petróleo y estaba encargado del butadieno, un gas utilizado como combustible y también en la fabricación de caucho artificial. Desde que estaba con los contratos más que en la parte química, el trabajo me exigía hacer algunos viajes al extranjero —viajes rápidos a la Europa del Este, México, Japón— , de los que vuelvo agotado; pero de otro modo mi carrera se habría acabado. Daba por sentado que estaría en el mismo sitio durante el resto de mi vida laboral, avanzando lentamente. En nuestra compañía los sueldos eran algo escuálidos para empezar (¡y también después!) hasta el final de los cinco años, cuando de repente nadabas en la abundancia y prácticamente podías cubrir tú mismo los talones. De este modo, mis jefes se aseguraban la lealtad de la plantilla. Mi mujer, Jenny, era la encargada de una oficina de una compañía aérea, que nos daba billetes una vez al año para lugares exóticos y cálidos, donde no tenía que sentarme en una oficina a discutir. Jenny era una elegante rubia, bajita, que vestía trajes sastre de modo refinado y profusión de lazos como grandes servilletas de seda plegados en su escote. El fornido y casi calvo Martin era arquitecto y su esposa, Charlotte, una pelirroja esbelta, era una veterana secretaria de una firma de export-import, llamada sin ninguna imaginación Exportim, que actuaba para parecerse a alguna agencia comercial soviética. Y Alice era... Alice. Los días laborables (excepto los viernes) Martin y Charlotte, Jenny y yo íbamos en nuestros coches hasta la estación MK, desde donde, si teníamos que trabajar hasta tarde, podíamos coger distintos trenes hasta casa. No obstante, todos los viernes, mi mujer y yo utilizábamos el mismo coche, igual que Martin y su mujer. Ese día nadie nos haría perder el mismo tren de regreso y la penúltima con Alice en el Corzo. Ni que decir tiene que nuestra insignificante contribución al compartir el coche no mitigaba en absoluto los atascos en el aparcamiento de la MK. A las siete y cuarto de la mañana, todos los días laborables, los aparcamientos de la estación estaban llenos hasta los topes y las plazas reservadas del centro y las isletas de tráfico se iban atestando de vehículos. La nueva ciudad en los alrededores de Buckingham ostentaba una magnífica red de carreteras, pero en lo que se refiere al aparcamiento, los planificadores habían metido la pata.
Atascos, atascos. No es de extrañar que tuviéramos que programar nuestras veladas de los viernes. O nuestra cena mensual. Aplasté la colilla de mi cigarro en el cenicero en el momento exacto en que Charlotte apagaba su Marlboro en otro, como si el extractor nos hubiese regañado a los dos por nuestras inmundas costumbres. Nos miramos el uno al otro y nos echamos a reír. El ventilador vibró con violencia. —Escuché esto en Hungría —dije—. Hay un nuevo reloj de pulsera ruso en el mercado, un triunfo de la tecnología soviética. Lo tiene absolutamente todo: husos horarios, fases de la luna, calculadora incorporada. Sólo pesa unas cuantas onzas. —¿Y cuál es la trampa? —pregunta el posible comprador. —¡Oh! —dice su informador—. El único problema son las dos maletas de pilas que necesitas para que funcione... Entonces Alice contó un chiste verde. —Una pareja británica fue de vacaciones a Estados Unidos a visitar los parques nacionales. Bueno, en el primer parque se hicieron amigos de una mofeta. Adoraban de tal forma a la mofeta que se la llevaron con ellos hasta el siguiente parque y después hasta el siguiente. Llega el final de sus vacaciones. A duras penas podrían apartarse del animal. «Me gustaría que nos la lleváramos a casa», dijo el marido; «pero ¿cómo podríamos cumplir las leyes sobre cuarentena?». «Ya sé», dijo su mujer. «Pegaré la mofeta a mis bragas y así la pasaremos de contrabando.» «Buena idea», convino su marido; «pero humm, ¿qué me dices del olor?» La mujer se encogió de hombros y susurró: «Si se muere, se ha muerto». Alice era buena en este sentido. Era increíblemente deseable —alta, delgada, piernas largas, tipo maravilloso, mata de pelo negro azabache, piel aceitunada, ojos oscuros y melancólicos— , pero deshacía con facilidad cualquier tensión sexual que pudiera haber socavado nuestro grupito. La lujuria por parte de los hombres o los celos por parte de las damas. Charlotte había entablado conversación con Alice primero en el tren camino de casa y nos la presentó a todos los demás al final del trayecto. Rara vez nos sentábamos juntos en el tren. Menuda prisa por cogerlo. Los vagones estaban abarrotados y a todos nos costaba trabajo conseguir un asiento. Alice no nos permitió saber ni las señas de su casa ni su número de teléfono, quizá prudentemente, por si acaso Martin o yo intentábamos verla en privado. De hecho, ella tampoco nos preguntaba nunca por nuestras cosas. Se impuso un acuerdo tácito. Mientras tanto, hizo que nuestro grupo de los viernes por la tarde volviese realmente a estar junto. Era nuestro catalizador. Sin ella, simplemente habríamos sido dos parejas corrientes. Con ella sentíamos algo especial: una nueva especie de unidad, un brillante grupo de cinco personas. Con júbilo, Martin tomó el testigo de contador de chistes. —La madre superiora de un colegio de monjas invitó a un héroe de la Batalla de Inglaterra a que diese una conferencia a sus niñas; le llamaban el as volador. «Yo iba a ocho mil pies en el Spitfire. Vi un Fokker a mi derecha. Miré hacia arriba y el cielo estaba lleno de Fokkers.» «Debería explicaros, niñas», interrumpió la madre superiora, «que el Lobo—Follador7 era un avión de combate alemán de la Segunda Guerra Mundial». «Tiene bastante razón, madre», Juego de palabras aprovechando la similitud fonética entre Fokker: nombre dado popularmente a los aviones alemanes Messerchmidt y fucker: follador. (N. del T.) 7
dijo el aviador, «pero estos folladores cuando volaban eran Messerchmidt». Aunque los chistes en sí mismos podían parecer estúpidos —era el modo de contarlos, ¿no?— , aquella tarde derrochamos talento y amistad... hasta que vino a vernos el gato del pub. El minino era un piojoso espécimen amarillento, al que yo había visto que el dueño había echado fuera un par de veces. Con el infalible instinto de los felinos, se fue derecho hacia Alice, a restregarse contra su pierna. Ella lo apartó. —Aborrezco los gatos. Soy alérgica. — ¡Vete por ahí! —Martin agitó y batió sus manos. El minino se apartó un poco, sin demasiado convencimiento. Irónicamente pensé que era demasiado para Alice, que era una especie de bruja en sus ratos de ocio, y a mi escasa información acumulada sobre ella añadí el conocimiento de que no había felinos en su casa. Se movió incómoda: —No soporto tocarlos. No me gustan nada —éste fue el único comentario ácido que hizo en nuestras reuniones. —Derrick —me dijo Jenny— , por amor de Dios, agárralo y échalo fuera. —Es el pelo —murmuró Alice—. Me provocaría una erupción terrible. Espero que no duerman aquí por la noche. Tumbándose en estos asientos, restregándose todo el rato... Si lo hiciesen y yo lo supiera, bueno... Ése sería el final de nuestro grupo de cinco de los viernes. Pánico. Nunca encontraríamos un pub que nos viniera tan bien. —Estoy seguro de que es un gato callejero —le aseguró Martin. Fui echando hacia atrás la silla intentando coger al animal por el cuello, cuando el ventilador de la pared hizo mi ruido: clic—clac. Simplemente abrió sus aspas durante un instante, después las volvió a cerrar como si en el exterior hubiese surgido un vendaval, aunque el tiempo había sido apacible mientras veníamos en el coche. El gato salió corriendo como si le hubieran echado un cubo de agua encima. —Eso lo ha ahuyentado. Gracias al ventilador. Debe hacer mucho viento fuera. —Deberíamos irnos —dijo Alice. —¿Hasta la semana que viene? —dije ansioso. —Claro —prometió. Y nos levantamos todos. Pero fuera la noche estaba en perfecta calma. Ni siquiera había brisa. El siguiente viernes, nuestro trío de vehículos llegó casi al mismo tiempo al Corzo... Bajo el pelado castaño que permanecía como un centinela en el aparcamiento, Charlotte aspiró. —¿Es ése tu perfume, Alice? Es maravilloso. Realmente lo era: rico, almizcleño, salvaje y a pesar de todo, sutil, como un tesoro siempre inalcanzable, inapropiable. —Un amigo mío tiene una perfumería abajo, en los Cotswolds —dijo Alice— , Ésta es una nueva creación. —¿Podrías conseguirme...? —comenzó Charlotte— , No, déjalo. No tiene importancia. Por supuesto que no. Si Charlotte hubiera llevado aquel perfume tan embriagador, ¿qué se imaginaría Martin? Alice no la forzó. —Estoy tratando de dejar de fumar... —añadió Charlotte cuando nos dirigíamos hacia la puerta a través del frío de noviembre—. Creo que esta noche la pasaré sin fumar.
Este aparente non sequitur de hecho era una confidencia íntima entre las dos mujeres; realmente, entre todos nosotros. No debíamos contaminar la fragancia de Alice. Ahora recaía sobre mí la carga de abstenerme de encender mis finos puritos. Volví a examinar el nombre de nuestro anfitrión pintado encima del dintel de la puerta — John Chalmers, por supuesto— , aunque no necesitaba molestarme. Tuve que tocar varias veces la campanilla del mostrador antes de que viniera; parecía muy preocupado incluso para saludarnos, aparte de un pequeño cabeceo. Tan pronto como sacó un par de pintas de Adnam para Martin y para mí, una ginebra para Jenny y un whisky de malta simple para Alice, Chalmers desapareció. Alice era una experta en whiskys, otro dato a su favor. —Me gustaría sentarme debajo del ventilador esta noche —anunció. ¿Como para minimizar diplomáticamente, simbólicamente, su propia fragancia? Nos sentamos en mesas distintas a las habituales. A los dos minutos escasos —clac—clac— las aspas del ventilador saltaron y la maquinaria chupó el aire. —Qué raro —dijo Martin— , no estamos fumando ninguno y se ha puesto en marcha. —Quizá —dije, imprudentemente, dirigiéndome a Alice— está aspirando tu perfume. Quizá está enamorado de ti. Jenny me lanzó una mirada de sospecha. El ventilador continuó funcionando sin cesar, estremeciéndose sin parar nunca. Inexplicablemente, Chalmers estaba recorriendo todo el bar, limpiando los ceniceros, colocando los cuadros, con escenas de caza, en las paredes. —¿Qué le pasa, hombre? —preguntó Martin al patrón, a su tercera incursión. —Ha desaparecido Tigre. Nuestro gato. —Ahhh —suspiró Alice—. Perdone que le haga una pregunta: por la noche, ¿le deja que recorra estas habitaciones? —Todo el local está completamente vacío por las mañanas —dijo nuestro cuidadoso anfitrión. Alice apretó los labios. —Un viejo edificio. Rincones y grietas. ¿Hay ratones? —Nunca he encontrado dentro ningún bicho muerto. Fuera he encontrado los trofeos de Tigre. ¿Qué esperaba? Aquí, jamás. Si hubiese ratones, él los ahuyentaría. Alice continuó mirándole hasta que el hombre se sintió ofendido. —El inspector sanitario nos felicitó el mes pasado. Está más interesado en las cocinas, pero dijo que éste es el bar más impecablemente limpio que ha visto en todo el condado — Chalmers se marchó restaurante adelante. Cuando se hubo ido, Martin señaló el atareado extractor: —Hay un detalle insignificante que no está impecable —algo de color rojizo, apenas visible se había introducido entre el borde de un aspa y el cuerpo de la maquinaria. —¿Qué es eso? —preguntó Alice, en tono ansioso. Martin tuvo que quitarse los zapatos y se encaramó a una silla tapizada, pañuelo en mano. — ¡Ten mucho cuidado con los dedos! —le dijo Charlotte. —Todo está bien. Hay una rejilla de seguridad. Impide que los idiotas se hagan picadillo —hurgó con el pañuelo y se bajó—. Un trozo de piel rojiza. ¡Agh! ¿Piel? ¿Sangre seca? — precipitadamente, dobló el pañuelo y se lo metió en el bolsillo. Miré con ansiedad a Alice, pero estaba sonriendo hacia el ventilador.
Ahora Charlotte empezó a bromear cortésmente sobre los libros de artes ocultas que publicaba Webster-Freeman. Charlotte había entrado en una librería para comprar un recambio de su agenda, había tropezado con una exposición de aquellos volúmenes y había hojeado unos cuantos por curiosidad. —¿Qué utilidad tienen en la actualidad? —preguntó—. ¿Sería el hilo espiritual en un mundo materialista? Gurús, psicodelia... Los sesenta ya se acabaron. Alice reflexionó: Durante un instante parecía como si el mundo hubiese cambiado. Como si estuviese llegando una nueva era: de alegría; la carne, la mente, viejos valores en una encarnación nueva. EN cambio, lo que se anunciaba era la gente de plástico haciendo dinero de plástico. ¿Nos estaba criticando a nosotros? Habíamos conseguido estar bien juntos. Seguía existiendo el filo de la maravillosa diferencia, como si Alice viniera de... otro lugar de fuera de nuestro entendimiento. —Tú eras una niña pequeña en los sesenta —protestó Charlotte. —¿Lo era? —Alice estiró su adorable cuello para mirar hacia el extractor—. Supongo que es un aparato de los sesenta. Pronto será reemplazado por una muda caja sin cara, controlada por un microchip... —Ya va siendo hora —dijo Martin— , No me puedo imaginar por qué Chalmers se aferra al aparato. —No sabe por qué —dijo Alice— , Es uno de los hombres más neutros que he visto en mi vida. Hasta que aparece la clientela habitual del restaurante, charlando sobre los graneros y los BMW, este lugar es el limbo. Imaginaos que el pasado pudiera enfadarse, implacable, como un padre desilusionado... incluso esperanzado en cierta forma y también radiante. ¡De forma esquizofrénica! Tratando de mantener vivas las viejas creencias... ¿Y qué pasaría si las épocas anteriores tuvieran los mismos sentimientos sobre todo el siglo veinte? Si aquellas épocas todavía intentan imponerse y guiar a sus descendientes. ¿Quién ha cambiado de forma tan irreconocible? Mantener vivas las viejas llamas. Con una sonrisa más amarga. —Eh, ¿qué es eso de que el pasado puede observar el presente? —preguntó Martin con una mueca. Creyó que le estaba gastando una broma, pero Alice le miró muy seria. —El inconsciente colectivo, que no conoce los límites del tiempo. La huella de la memoria en los objetos materiales. ¿No crees que significa que los ángeles y los demonios pueden estar por todas partes? ¿Las vibraciones positivas del pasado y las negativas, coléricas y retorcidas? —Póngame —dijo Martin. Se echó a reír —. Yo siempre intento quitar las vibraciones de los edificios, colocándoles amortiguadores de choque y todo ese tipo de cosas. Estad seguros de que no hay resonancias capaces de dar dentera a la gente. A mí sí me daba dentera. Yo tenía la sensación de que Alice estaba a punto de darse a conocer... ante nosotros, unos pocos elegidos. Ella era el alegre, positivo espíritu de un mundo más antiguo, y yo me preguntaba qué edad tenía realmente. Nos gustaba. Ella había depositado sus esperanzas en nosotros. Pero ¿nos odiaba la mayor parte del mundo antiguo? Le dijo a Charlotte: —Supongo que los libros de la sabiduría de Webster-Freeman deben ser básicamente sobre el poder, un poder que se ha debilitado, pero que aún persiste —tuve la extraña sensación de que Alice sólo había hojeado aquellos volúmenes de forma tan casual como lo había hecho Charlotte— , Hoy, el poder es dinero, propiedad, inversiones, plástico. Vacío, poder muerto.
Poder zombi. Y, sin embargo, tan vigoroso. El alma del mundo se está muriendo de... hambre. El cuerpo de plástico se desarrolla. Ese extractor —añadió— puede ser una criatura de los sesenta. —Ya es hora de reemplazarlo —dijo Martin con resolución. —¿Y él, a qué reemplazó? Una piedra antigua, una hambrienta piedra antigua. Bueno —y sonrió dulcemente—. Tenemos que irnos corriendo a casa dentro de poco y hacer unos dulces en el microondas. ¿Verdad? ¿Era eso lo que hacía realmente en casa? Donde quiera que estuviera su casa. Antes de irse, Alice contó un chiste ridículo sobre el modo de circuncidar a una ballena. ¿Cómo? Se utilizan cuatro nadadores8. Después de reservar una mesa en el restaurante para el viernes siguiente, probar las ostras y la perdiz, nos fuimos contentos. —Alice estuvo de un humor raro esta noche —señaló Jenny cuando llegamos a casa —. Solamente estaba bromeando, ¿no crees? —Creo que ésa era la auténtica Alice. Pero no sé si Alice es auténtica, como lo somos nosotros. Jenny se rió tontamente: —¿La imaginamos cada viernes? ¿Es ella el alma que se nos escapa de nuestras vidas? —No exactamente. Somos su esperanza... para algo. Para volver a encender... algo —yo pensé en llamas, en una mujer desnuda, bailando, saltando el fuego, chamuscándose el vello púbico—. Y, sin embargo..., no le importamos demasiado. Ese lugar le importa más: el pub de Chalmers. El pub limbo a esa hora vacía. Eso es lo que nos mantiene juntos. —No esperarás algo de ella, ¿verdad? —preguntó maliciosamente. —No, sabes que eso rompería... —había estado a punto de decir la magia. En cambio dije — : la hora feliz. Quizá —añadí— sin nosotros le resulta difícil tomar contacto con el mundo moderno. —¡Venga ya! Charlotte la conoció en el tren de Euston. Alice está en una editorial. En negocios. —¿De verdad? —me pregunté. Alicia hablaba como si hubiera vivido los sesenta... no como la niña pequeña que era por entonces, sino como ella misma, tal como era ahora. Y yo sospeché de forma insensata que también había vivido en tiempos anteriores. Charlotte había conocido a Alice en el tren. ¿Se había topado alguno de nosotros con Alice de nuevo en el tren camino de Londres o a la vuelta? Sabía que yo no. Había vislumbrado a Alice saliendo de la estación MK y también cruzando para aparcar su Saab; sin embargo, nunca la había visto en el andén hacia Euston. Dadas las prisas y la multitud, no era del todo raro; sí lo sería ya que ninguno de nosotros hubiera coincidido nunca con Alice después de la primera ocasión. Realmente Jenny nunca lo había mencionado. Me abstuve de preguntar. Hicimos en el microondas pato á l’orange, nos fuimos a la cama e hicimos el amor, como solíamos hacer el viernes por la noche. Cuando Jenny y yo hacíamos el amor, nunca pensaba en Alice, nunca la visualizaba, como si lo tuviera prohibido, como si Alice pudiera saberlo y controlarme. Más tarde, me acosté sin poderme dormir, haciéndome preguntas sobre los ángeles y los demonios; contrastando valores en la misma ecuación como mensajes, vibraciones del pasado que intentan hechizar o dañar el presente, pero no tanto, En inglés skin-diving es la práctica de la natación y to dive in a Skin sería algo así como quitar un pellejo. (N. del T.) 8
sólo marginalmente, salvo que se dé unas intersección mágica de personas y lugares. El lunes tuve que dar una pesada charla a unos visitantes húngaros, aunque no tuve que ser demasiado riguroso. Agradecí la hospitalidad de Hungría. *** Al viernes siguiente, en el Corzo, habíamos examinado a fondo el menú en la barra y habíamos pedido. Jenny y Charlotte se fueron juntas al baño de señoras. A mí también me estaba entrando una urgente necesidad de mear, igual que a Martin, así que Martin y yo nos disculpamos simultáneamente con Alice y huimos a aliviarnos, dejándola sola. Hasta entonces el extractor había permanecido callado. Clic-clac, le oí cuando nos retirábamos. Los dos echamos una meada larga y fuerte. Martin y yo dejamos un urinario vacío entre nosotros: una especie de espada de cerámica colocada no entre caballero y dama, sino entre escudero y escudero, nosotros dos, castos y fieles escuderos de Alice. No hicimos ninguna gansada. Es raro que las mujeres puedan ir juntas al servicio de damas como una especie de acto social, mientras que los tíos no deben hacer lo mismo, como si la micción conjunta fuera sinónimo de ser maricas: ¿han salido juntos los chicos a comparar sus órganos? En este caso, la necesidad obligaba. Cuando regresábamos, ya con las vejigas vacías, oí al ventilador desconectarse y cerrarse solo. El bar estaba desierto, así que supusimos que Alice había seguido a nuestras mujeres al servicio. Charlamos sobre el innovador diseño de un bloque nuevo de oficinas que estaban construyendo junto a la estación de Euston. La gente ya lo había bautizado como «El Tótem». Entonces volvieron nuestras mujeres sin rastro de Alice. Por si acaso Chalmers nos hubiera llamado y Alice hubiera entrado en el restaurante, miré allí: en vano. La esposa de Chalmers emergió de la cocina para indicar que llegaba demasiado pronto. Miré en el aparcamiento y vi que el Saab de Alice seguía allí, en la oscuridad. —¡No la encuentro por ninguna parte, chicos! —divisé el bolso plateado caído en el suelo, pero antes de que pudiera ir a recuperarlo, Martin se abalanzó sobre mí y me agarró del brazo. —Mira el ventilador —susurró ferozmente. Las aspas del extractor se movían hacia dentro y hacia afuera suavemente, una tras otra, de arriba abajo, de una forma ondulante. Me recordaba a alguien que se relamía. El borde de cada aspa tenía delgadas rayas carmesíes, que iban desapareciendo en el preciso instante en que yo miraba, como si fueran absorbidas o lamidas átomo tras átomo. —¿Me engaña la vista? —¿Qué piensas; Derrick? —¿No estarás insinuando...? —Claro que lo hago. He estado pensando mucho sobre Alice desde su charla de la semana pasada. —¿Pensando mucho? Pareció exasperado: —Nunca tuve una erección pensando en ella. Ése es el hecho, aunque no lo parezca y a pesar de lo que Charlotte imagine. —Yo tampoco. —Ella es una hechicera. Es sobrenatural. Eso es lo que quiero decir, amigo. ¿No lo habías
sospechado? Asentí cautelosamente. No era del todo una cosa para ser admitida con facilidad. Pensé que era una bruja moderna —dije— , A pesar de viajar a Euston y conducir un Saab. El tipo de libros que publica, ¿sabes? —estaba contándole solamente una parte de la verdad. Desde el último fin de semana había pensado una vez más sobre «ángeles» y «demonios» —¡a falta de mejores nombres! — , sobre vibraciones benignas y malignas de un pasado que había perdido sus derechos en una especie de desheredamiento a través del tiempo: los niños de plástico abandonaban los recuerdos de sus padres. Alice era algo más que una bruja de nuestros días y algo menos, porque no era totalmente de nuestro tiempo, a pesar de su indumentaria moderna y sus bromas. —Una bruja, no, Derrick: Una lamia. Como en el poema de Keats. Lo teníamos que leer en la escuela. Un espíritu femenino que ataca a los viajeros. —Nunca nos ha atacado. —Precisamente. Se estaba portando bien con nosotros. La noche del viernes era su tiempo libre, su hora amigable. Nos impedía sentir, bueno, lascivia. —¿De qué estáis hablando? —preguntó Charlotte. Ella y Jenny no podían ver el ventilador sin darse la vuelta —. ¿Alguno de vosotros le dijo a Alice algo inconveniente? ¿Algo que la ofendiera? — ¡No, maldita sea! — juró Martin. —Pero algo va mal —insistí— , y ella se ha marchado. —¡No! —Martin me agarró y me sacudió. Jenny se levantó temiendo que estuviéramos a punto de tener una pelea por Alice, precisamente delante de nuestras esposas —. No lo entiendes, ¿verdad? —me miró maliciosamente—. El ventilador se la comió. Se enamoró de ella, como dijiste tú, y se la comió. La absorbió dentro de él. —¿Quién? — ¡El jodido ventilador! Ahora las aspas del extractor estaban totalmente limpias y ya no hacían aquel movimiento como de masticación. Charlotte también dio un salto: —¡Estás loco! —Quítate de debajo de ese ventilador, amor —rogó Martin. —¿Te acuerdas del gato que desapareció? ¿Te acuerdas de cómo odiaba Alice a los gatos? El ventilador devoró el gato por ella. Encontramos esas tiras de piel ensangrentadas allí arriba, ¿verdad? Y Alice lo sabía, lo sabía. Recordé la sonrisa que Alice dirigió al ventilador. —Una noche de la semana pasada el ventilador absorbió al pobre Tigre —siguió — , ¿Te acuerdas de que Alice contó que el ventilador había reemplazado a una antigua piedra hambrienta? Algo de ahí arriba está emparentado con ella. Un demonio —pensé— con su ángel. Pero en ambos casos, aspectos del pasado relacionándose, sin embargo, con el presente, en términos amistosos o malignos. —Esa cosa es mucho más poderosa de lo que Alice suponía —insistió Martin—. Cuando todos salimos hacia el cuarto de baño, y ¿quién nos envió? ¿ella o el ventilador?, la absorbió dentro porque la quería. Lo que Charlotte hizo a continuación fue totalmente estúpido o de gran valentía. Sin duda ella no veía a Alice como la veíamos los hombres; quizá las mujeres no podían hacerlo. Se
quitó los zapatos, revolvió su bolso buscando un paquete de cigarrillos arrugado, encendió uno y se subió a la silla. —Eso es imposible —dijo—. Físicamente imposible. Al margen de la idea de un extractor enamorado —Charlotte lanzó una bocanada de humo a la inexpresiva cara del extractor. —¿Y la piel del gato? —protestó Martin. Clic—clac; el extractor se abrió. El mecanismo zumbó y el humo desapareció. Charlotte no se acobardó; sacó su mechero para iluminar y osadamente metió dos largas uñas entre las aspas y tiró. Se soltaron unos mechones de cabello negro. —¡Oh! —dijo, y saltó de la silla al suelo — , ¿Es alguna broma que habéis tramado vosotros dos con Alice? ¿Está ella esperando fuera, conteniendo la risa? Martin se puso la mano en el corazón, como hacen los niños. Y Charlotte vaciló. Yo estaba equivocado: cada uno a su manera hemos debido estar pensando en Alice de forma similar. Nuestras dos mujeres se habían estado resistiendo a tales conclusiones. —De todas formas es imposible —dijo Charlotte— , a menos que el ventilador conduzca a algún otro sitio que no sea el exterior. Y a menos que cambie lo que coja. ¡A menos que haga desvanecerse la materia, en vez de hacerla simplemente picadillo! A lo mejor lo hace. ¿Qué es lo que dijo el dueño de que nunca encuentra ratones aquí dentro? ¿Cómo puede ser mágico este extractor? ¿Cómo? Ahora Jenny estaba atrapada en nuestras propias convicciones. —No podemos llamar a la policía. Pensarían que estamos locos. Ni siquiera sabemos el apellido de Alice y mucho menos de... Había recordado el bolso y me abalancé sobre él. Lo vacié sobre los posavasos de la mesa: llaves de coche; cosméticos; un diminuto frasquito de perfume; billetes de diez y veinte libras, pero ninguna moneda suelta; un viejo medallón deslustrado. Ni carné de conducir, ni talonario de cheques, ni rastro de su nombre completo o de dónde vivía. —Al menos tenemos las llaves del coche —dijo Martin. —No habrá pistas en su coche —le dije—. Ella no es un ser humano corriente. —Oh, ya lo sabemos, querido Derrick —el tono de mi esposa era ligeramente irónico. —Ella es un ser sobrenatural. ¿No lo sabíamos desde el principio? —estaba imitando a Martin, pero de todas formas eso era lo que yo había sentido. Charlotte no se mostró en desacuerdo con mi valoración, por muy escéptica que pudiera haber parecido antes. —Y es amiga nuestra —me recordó—. Era. ¡En todo caso! Así que dos fuerzas sobrenaturales han chocado aquí... —O se unen. Como los polos de un imán, como un ánodo y un cátodo. —¿Qué crees que sabe nuestro propietario sobre el ventilador? Me reí. —Nuestro señor Chalmers no se da cuenta de que el ventilador está poseído. Cree que Tigre es un demonio cazarratones. Dudo que sepa mucho sobre la piedra que fue reducida a polvo para hacer sitio al ventilador. La antigua piedra, la piedra del sacrificio. Un dolor agudo en mi mano izquierda me advirtió del hecho de que estaba apretando el medallón del bolso de Alice. Cuando abrí la palma, el dolor me entumeció la mano con un frío cosquilleo. —Sigue —Charlotte miraba atentamente el disco de metal; un amuleto de alguna época antigua. Las palabras se arrastraban a la superficie como pecios de un naufragio. No las
reprimamos. Calma. Que salgan a la superficie. —Las vibraciones de la piedra sagrada empapaban el espacio de ahí arriba. Cuando destruyeron la piedra, poseyó al ventilador que la reemplazó. Por lo menos, un ventilador podía hacer algo, no como un bloque de piedra. Podía abrir un canal hacia arriba, hacia algún lugar, un canal de alimentación. Nadie había alimentado a la piedra durante siglos. Yacía abandonada, inerte. Algún constructor isabelino la cogió y la usó como parte del muro del pub. Permanecía inerte. Estaba hambrienta y débil. Era el lado demoníaco del... pasado furioso. Pero era pariente de Alice. Sujetaba el medallón de Alice de forma ostentosa, como una brújula. El disco estaba tan usado que su superficie estaba casi lisa; apenas podía descifrar los símbolos borrosos desconocidos para mí. Una moneda del reino de la magia, pensé, de los dominios de las lamias y los espíritus hambrientos. La inscripción estaba casi borrada. ¿Cómo había mantenido Alice su vitalidad tanto tiempo?, ¿conectándose con gente como nosotros?, ¿aprovechándose de unos?, ¿siendo amiga de otros? Jenny tocó la pieza de metal y retrocedió como si pinchara: —Está helada. —Ese espacio de ahí arriba es peligroso —dijo Charlotte, que tan valientemente había encendido una luz dentro de él—. Sin embargo, no me mordió los dedos. Sólo reacciona a algunos estímulos. Y Alice es el mayor de todos los estímulos, ¿eh, amigos? —La cogió por sorpresa —dije—. Estaba haciéndose el muerto hasta que fuimos al servicio, hasta que las vibraciones nos hicieron cosquillas en la vejiga. O quizá lo hizo Alice, porque quería estar a solas con él. Le abrumaba. Ella había sido muy consciente de ello; debe de haber percibido su verdadera naturaleza la primera vez que la trajimos aquí. Ella era de carne; él era un objeto: su contrapartida maligna, que no obstante suspiraba por ella. Quería comunicarse con una fuerza semejante, pero creía que ella era más fuerte. —Queremos que vuelva, ¿no? —siguió Charlotte— , Ésta es la máquina del tiempo, ¿verdad? Sabemos de máquinas. Esa cosa se ha desincronizado por el tiempo. —¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Martin a su esposa. —Tú eres un hacha arreglando cosas, ¿verdad? —ella señaló bruscamente con el pulgar la ventana emplomada de detrás del mostrador. Un cartel de NO HAY PLAZAS colgaba frente a nosotros. Por tanto, cualquiera que se acercara desde fuera leería la invitación alternativa: HAY PLAZAS—. Pasaremos la noche aquí. Tienes una caja de herramientas en el coche. Cuando todo esté completamente tranquilo, bajaremos a escondidas, lo desmontaremos un poco y daremos la vuelta a esas malditas hojas del ventilador, de modo que el aire sople hacia dentro, no hacia fuera. El aire y cualquier otra cosa. —El humo de los cigarrillos y de los puros es como incienso fétido para él —me encontré diciendo. —Ella volverá hecha picadillo —musitó Jenny— , Desparramada por todo el suelo, pegándose a las paredes. —¿Por qué tendría que ser así? Si eso la puede hacer añicos, ¡también puede volver a recomponerla! Debemos intentarlo —insistió Charlotte. Nos sentíamos torpes. Éramos lo contrario de un hombre de la Edad de Piedra colocado de repente ante el salpicadero de un Saab o de un Jaguar. Éramos seres tecnificados enfrentados con la piedra y con los espíritus sangrientos de algún antiguo mundo paralelo de fuerzas
espirituales. Chalmers apareció y anunció: —Su mesa está preparada. ¿Quieren pasar? —Me temo que sólo seremos cuatro —dijo Martin. —¿Se fue la otra señora? Es la hora para la que reservaron la mesa. —Ya lo sé. La llamaron, y un amigo vino a buscarla. Tuvo que dejar el coche. Mañana nos encargaremos de eso. Chalmers levantó una ceja. —El caso es —fanfarreó Martin— que nos gustaría celebrar algo. ¡Una ocasión especial! ¿Tiene dos habitaciones dobles libres para esta noche? No queremos que la policía nos pare después y nos haga la prueba del alcohol. No queremos arriesgarnos. El propietario se animó: —Las tenemos de casualidad. —Nos las quedamos. —Señor Chalmers —dijo Charlotte— , por curiosidad: ¿por qué montó el extractor correctamente en ese sitio? —Había que instalarlo en algún sitio, ¿no? Fue el primer año que vinimos aquí, ¡oh!... hace mucho tiempo. Recuerdo que el yeso de ahí arriba era propenso a mancharse. Manchas oscuras de humedad. La piedra de detrás estaba... —arrugó la nariz— húmeda. Cambiando de tema, se dirigió al mostrador: —Si tienen sed durante la noche — bromeó— , sírvanse ustedes mismos. Son habituales, y los invitados pueden beber a cualquier hora. Simplemente déjenme una nota para que yo haga la cuenta. Charlotte le sonrió alegremente: —Muchas gracias, señor Chalmers. Sí, pensé, todos vamos a estar extraordinariamente insomnes. A las dos de la mañana estaremos celebrando una tranquila reunión aquí abajo. —Es un placer. Síganme, por favor. Si se suponía que estábamos divirtiéndonos, Chalmers, su esposa y el par de camareras del pueblo debieron pensar que la cocina del Corzo no era de nuestro gusto esa noche, a juzgar por cómo la picoteamos. De otro modo, nos habríamos enfrascado en una peculiar pelea silenciosa por la elección de la comida. Sin embargo, dimos buena cuenta del vino, casi una botella cada uno. Mientras jugueteábamos con la comida, el restaurante empezó a llenarse con la pequeña burguesía local que pasaba la noche fuera. Cuando regresamos a la otra habitación para tomar el café, el lugar estaba abarrotado y el extractor estaba absorbiendo humo afanosamente. Incienso de muerte llena de droga, pensé, preguntándome si ésta podía ser una frase de Keats. Jenny y yo yacíamos entumecidos encima de la colcha, en ningún momento sumergidos por completo en un sueño profundo. Por fin nuestros relojes de pulsera nos despertaron; en seguida, Charlotte llamó a la puerta. Tenía una linterna. Bajamos de puntillas las escaleras, que crujían a pesar de estar cubiertas de alfombras, a encontrarnos con Martin, que había encendido las débiles lámparas de pared en el bar y estaba subido en una silla, escrutando la superficie del extractor con el potente haz de luz de una linterna. Antes de que subiéramos a nuestros dormitorios, había buscado su caja de herramientas con aplomo, como si la caja de
metal fuera una maleta que contenía nuestros pijamas y camisones. —Charlotte —dijo— , tantea detrás del mostrador y busca el interruptor del ventilador. Seguro que estará indicado. Asegúrate de que está apagado. ¡Si no está apagado, puede haber mucha diferencia! —¿Por qué? —¿Cómo logra absorber los ratones hacia su propio interior por la noche? —Si los absorbe —dije. Tendría que haber seguido esta idea. Tendría que haber estudiado más a fondo esta posibilidad— , ¡debería haberlo hecho! —Está apagado —musitó Charlotte teatralmente. —Bien; sube a la silla, Derrick. Sujeta la linterna. Obedecí y Martin desatornilló el bastidor y luego quitó la rejilla de seguridad. —Por supuesto, puede que no sea posible dar marcha atrás... —la transpiración goteaba por su frente. No parecía muy ansioso de poner manos a la obra —. Sostén el haz de luz firme. Sí, el soporte se desabrocha aquí y aquí. Sácalo. Dale la vuelta. ¡Ya está! Siguió trabajando. Luego sacó el montaje interior cautelosamente; le dio la vuelta y lo volvió a deslizar dentro. —Me sigo imaginando a Alice entrando —dijo Jenny—. Parecemos unos bromistas estúpidos. ¡Menuda travesura estudiantil! ¡Trucar un extractor de manera que enfríe y eche el humo dentro del pub! Martin aflojó los dientes. —Si Alice intentara entrar por la puerta de delante, ahora probablemente saltaría una alarma contra robo... ¡Ya está! Sube la rejilla, Jenny, ¿quieres? Ahora las aspas. Va a quedar igual que estaba antes... Nosotros dos bajamos y retiramos las sillas; luego arrastramos una mesa a un lado para hacer espacio, como si Alice simplemente fuera a bajar flotando desde aquella pequeña abertura de arriba y sus pies vinieran a descansar suavemente sobre la alfombra. —Enciende el interruptor, Charlotte. ¿Tienes un cigarro a mano, Derrick? Cuando sacudí la cabeza, Charlotte trajo un paquete de detrás del mostrador, arrancando la envoltura de celofán con las uñas. Encendiendo un purito, no dejé que el humo se desenroscase: di una calada y soplé con fuerza. Unamos nuestras manos y formulemos un deseo —sugirió Jenny. Así lo hicimos. Yo —echando humo como una chimenea— , Jenny, Martin y Charlotte. ¡Qué idiotas! Clic—clac. La lámina se abrió y el extractor zumbó, soplando una brisa polvorienta en nuestras caras. El ruido del mecanismo se alteró. Sin hacerse realmente más alto, el extractor parecía acelerarse, como si una turbina vertiginosa estuviera girando dentro del muro un poco más allá del alcance de nuestros oídos. Retrocedimos al unísono. Entonces sucedió. A través de las láminas del extractor chorreó una materia —sustancias burbujeantes, marrones, blancas y púrpuras, manchas amarillas, briznas rojas y negras— , todas las cuales se fusionaron en una agitada columna, esforzándose por volver a reunirse delante de nuestros ojos. — ¡Alice! —chilló Jenny. Lo que estaba delante de nosotros era Alice y no era Alice. Era ella y era un gato y eran ratones y escarabajos negros y brillantes y arañas y moscas, todo lo que el extractor se había tragado. La forma era humana, y la mayor parte de la masa era Alice, pero el resto era piel y
alas y pequeñas patas y todo lo demás, fundido junto, entremezclado con liras de ropa y cabello negro que brotaban al azar. Y estaba demasiado horrorizado para gritar. La criatura —Alice separó con una sacudida unos labios marrones, como si abriera un agujero en su cabeza y quisiera gritar. El ruido que emergió fue una tos, un gruñido estrangulado. Los ojos poliédricos recorrieron la habitación. Y a nosotros. Y a nosotros. —¡Perdónanos! — balbuceó Martin—. Lo sentimos mucho. ¡Dinos qué podemos hacer! Lo supe instintivamente. Aterrorizado, saqué de mi bolsillo el medallón y las llaves del Saab y las lancé encima de la mesa más próxima a la criatura medio—humana. Sus dedos asieron las llaves. Sus piernas la llevaron hasta la puerta delantera. Su mano levantó el picaporte y abrió la puerta; así que todavía era inteligente. Abrió violentamente la puerta, y se desvaneció en la oscuridad. Pocos momentos después rugió un motor, unos faros hendieron la noche y unos neumáticos arrancaron la grava. El Saab giró dirigiéndose a la carretera. Fue Martin el que volvió a cerrar la puerta con llave. Se había equivocado con lo de la alarma antirrobo. No había ninguna. —¿Qué hemos hecho? —gimió Jenny. —Quizá la salvamos de algo peor —dije—. Quizá sepa cómo sanarse ella misma. Dejó su medallón... ¿Por qué lo haría? Martin refunfuñó y se sentó pesadamente: —No se necesita ninguna jodida alhaja cuando tu cuerpo reluce de pedacitos de escarabajos. Recogí la gastada y críptica medalla: —Es mucho más que una alhaja —dije—. Es mejor que lo guardemos. —No —masculló mi mujer, cuando dejé caer el disco en el bolsillo de mi chaqueta. —Sería terrible no tenerlo para dárselo si regresa. —Podría conducir hasta nosotros a esa cosa, Derrick. —¿Qué pasa? — John Chalmers había bajado las escaleras, ataviado con una bata de cachemira y, ¡que Dios nos asista!, con un gorro de dormir que tenía una borla colgando. Parecía sostener algo detrás a su espalda. ¿Un garrote, una escopeta? Pasó detrás del mostrador y dejó allí lo que fuera. —Nuestra amiga volvió para recoger el coche —intentó explicar Charlotte — , Sentimos haberle despertado. —Están ustedes completamente vestidos. ¿No pensarán... marcharse? —Usted dijo que podíamos beber un último trago si lo deseábamos, señor Chalmers. —Mmmm... ¿Destornilladores? Durante un estúpido momento creí que se estaba ofreciendo a prepararnos unos cócteles. En realidad estaba ojeando las herramientas de Martin, todavía a la vista. Charlotte reaccionó rápidamente: —El coche de nuestra amiga necesitaba algunos arreglos. Por eso tuvo que irse más temprano. Chalmers sacudió la cabeza escépticamente. —Me apetecería un brandy, por favor —le pidió Charlotte, mientras su mano se desviaba automáticamente hacia el bolso que había bajado con ella, buscando... —¡No fumes, cariño! —dijo Martin con urgencia —. Si tienes algún cigarrillo, ¡no lo enciendas! Tomemos esos brandys, ¿quieres? Dobles.
—Lo mismo para nosotros —dije.
Cuando Chalmers se puso a servirnos, Martin señaló significativamente el ventilador. Estaba todavía colocado para soplar, no para absorber. ¿Podía emerger alguna cosa más de entre aquellas aspas, o la zona misteriosa más allá de sus hojas, la zona del pasado, estaba ahora vacía? ¿Dónde demonios había ido mi purito? Era vagamente consciente de haberlo tirado cuando el ventilador comenzó a chorrear. ¡Ah! Estaba en un cenicero. Consumido por lo que parecía. No obstante, volví a aplastar el cigarro apagado. ¿Cómo podíamos arreglar el ventilador? Chalmers estaría alerta hasta el amanecer, así que no podríamos. Tendríamos que abandonar el Corzo por la mañana, abandonarlo y no volver nunca. Tragamos nuestros brandys y subimos juntos escaleras arriba. A la mañana siguiente, ojerosos y exhaustos, comimos huevos y bacon en el restaurante, pagamos la cuenta y salimos hacia nuestros coches. El día estaba claro y fresco; persistía la escarcha. —Así que no habrá más viernes —dijo Martin torpemente— , Deshazte de ese medallón, ¿quieres, Derrick? —Alice puede necesitarlo —dije. —Puede necesitarnos, puede necesitarte —dijo Charlotte— , pero no de la misma forma que antes. Nos separamos y conduje desde el Corzo a través del muerto y frío paisaje. Jenny siguió insistiendo todo el fin de semana en relación al maldito medallón hasta que prometí que me desharía de él. El lunes por la mañana, camino de mi trabajo en Londres, dejé caer el gastado disco en una alcantarilla. Aquella noche soñé con Alice, la Alice a la que habíamos conocido antes. Esta vez me hacía señas lascivas hacia una puerta. Se quitó la ropa. Desnuda, me invitó a entrar. El martes, antes de una reunión con unos japoneses para unos suministros de butadieno, Martin me telefoneó a la oficina. —Derrick, anoche me siguió un coche hasta casa. Se quedó bastante detrás,, pero cuando pasé por... —mencionó un pueblo con unas cuantas calles decentemente alumbradas— estoy seguro de que era un Saab. Aunque ya te lo contaré con más detenimiento, ¿eh? He estado pensando... —sonaba clandestino— , he estado pensando en Alice. Ella nunca supo dónde vivíamos, ¿verdad? —No estoy seguro de que lo quisiera saber. —Ahora lo sabe; al menos en lo que a mí respecta —colgó. Martin no volvió a telefonear. Hice una llamada a Webster-Freeman, editores: nunca habían oído hablar de una tal Alice. No me sorprendió. Es viernes por la noche y voy camino de casa, conduciendo mi coche, y escuchando las Cuatro estaciones, de Vivaldi. Ahora sería la hora feliz. Jenny y yo llevamos nuestros coches a la MK. Me seguían unos faros, manteniendo siempre la misma distancia, aunque acelerase o frenase. Si Alice me llamaba, ¿qué la daría ahora? Desde el lunes, me habían estado persiguiendo de manera creciente fotografías mentales de la vieja Alice. El otro día escuché en la radio que el hombre medio piensa en el sexo ocho veces a la hora; ésa era la frecuencia con la que Alice cruzaba mi mente. Me doy cuenta de que estaba enamorado de ella, o que la deseaba. ¿Sentía Martin en secreto lo mismo por su lamia? Estos sentimientos me dominaban tanto seguramente como
cuando aquella noche en el pub me poseyó la urgencia de mear, la necesidad de liberarme. Incluso después de lo que sucedió, ¿dejaría Alice aquel medallón para protegernos de su transformación en lamia? Ahora esa prueba no podía hacerla. Delante de mí hay un área de aparcamiento, donde hay una caravana permanentemente aparcada: es el café de Sally, que sirve desayunos a los camioneros durante todo el día, pero no por la noche, cuando está cerrada con llave, abandonada. Entro y freno cincuenta yardas más allá de la caravana. ¿Me adelantará el coche que he visto por el retrovisor? ¿Pasará de largo? No. Ha entrado también. Aparca junto al café de Sally, apaga las luces. Lo habría jurado: un Saab. La puerta del conductor se abre de par en par. Pronto podré comprender todo acerca de Alice y de su poder, que primero negamos y después profanamos estúpidamente. ¿Se habrá agriado nuestro amor del pasado? ¿Se ha transformado? Una figura oscura, amorfa, emerge del Saab y se precipita hacia mí. Le dejaré hacerlo. A la Alice que conocimos le gustaban las bromas y la broma final es que me ha convertido en un tremendo admirador suyo. ¿Tendré tiempo de decírselo? Al oír su risa —¿o aullido?— , abro la puerta. No puedo defenderme.
El internado encantado Gene Wolfe Más conocido por su obra en cuatro tomos, The Book of the New Sun y las novelas The Urth of the New Sun y Soldier of Hist9 , Gene Wolfe ha ganado, tanto el premio Nebula, como el premio World Fantasy. In the House of Gingerrbread, su relato sobre casas publicado en The Architecture of Fear, fue nominado para un premio World Fantasy. Sus libros más recientes son las colecciones de cuentos Storeys From the Old Hotel y Endangered Species y la novela Soldier of Arete. Gene Wolfe vive en Barrington, Illinois. Esta historia sobre un hombre con una misión en una América fantásticamente transformada, combina el brillante optimismo de cuentos como Leaf by Niggle, de J. R. R. Tolkien, con una sensibilidad más oscura, más terrorífica, quizá como la de Käthe Kollwitz en Death Recognized as a Friend. Enan Bambrick había dejado la Universidad al final del tercer curso. Se lo había podido permitir sólo por la generosidad de un caballero de su vecindario, un tal doctor Foxxe, que le había permitido asistir a todas las clases; pero el médico se había casado de nuevo y la recién casada no había aprobado su caridad, ni por supuesto ningún otro desembolso que no fuera dedicado a su embellecimiento. Las noticias le llegaron a Enan a mitad del invierno. Había ahorrado un poco de dinero, y su facultad, que pretendía proteger a los humanistas, le había permitido acumular una insignificante deuda, que sería pagada si el interés de su patrocinador volvía a despertarse o si Enan encontraba otro, o incluso si él mismo estaba en situación de pagarla. Pero cuando llegó la primavera y las carreteras estaban de nuevo transitables, se le informó de que sus tratos con Calpurnius Siculus y Pomponius Mela habían finalizado, al menos de momento. Sus compañeros le animaron enérgicamente a robar todos los libros de la biblioteca para cambiárselos por comida, mientras él proseguía los estudios en los que le quedaban. Él rechazó este bienintencionado consejo, abandonando las aulas sin más equipaje que una camisa limpia, un montón de monedas mendigadas en su nombre por su amigo más querido y un ejemplar de Moralia encuadernado en cuero (este último era enteramente suyo, regalo de uno de sus profesores que, habiendo encontrado uno mejor, ya no lo quería). Al llegar a su ciudad natal, nueve días después de la partida, y después de privaciones fácilmente imaginables, descubrió que su padre, un sastre, no tenía mucha necesidad de su ayuda. Sin embargo, por mediación de la influencia de su padre pudo por fin asegurarse un puesto como empleado de un comerciante de paños; y como empleado del telero permaneció durante algo más de un año. Alis volat propriis. Vuela con sus propias alas, pero no demasiado alto, para dormir con dos hermanos empleados en el desván encima de la tienda. Y si continuaba cenando en casa de sus padres una o dos veces por semana, si leía Moralia durante las largas tardes de verano, si se hacía un pequeño manual de latín en un cuaderno de tamaño folio, los otros tenían peculiaridades no menos chocantes; y no estaba nada claro que su final fuera muy diferente del de los otros. Soldado de la niebla: Ed. Martínez Roca, Barcelona, 1988.
9
Volvió la primavera y sorprendió a Enan con la casi insoportable convicción de que había pasado un año; muchas de las caras que conocía se irían pronto. Habría muchas charlas sobre los exámenes y gran cantidad de proyectos veraniegos. Los estudiantes más acomodados repartirían invitaciones, por supuesto, no a los que estaban en las mismas condiciones en las que había estado él. El viejo manzano del ejido (se decía que databa del segundo milenio) estaría engalanado de blanco nupcial. Incluso el comercio de paños no carecía totalmente de placeres. La tienda cerraba temprano los miércoles y los jueves, y cerraba todo el día los lunes. Enan disertaba sobre Virgilio a unas cuantas vacas y renacuajos que le prestaban atención y luchaba y pescaba con los dos jóvenes hermanos. Casi se había reconciliado con la vida de elogiar, medir y vender algodón, lino y lana, cuando llegó la carta. Era del amable amigo que había recogido monedas para él, y dado que era la más importante y casi la única carta que había recibido, se expondrá aquí por entero. Mí querido Enan: No hemos sabido nada de ti, pero confío en que te vayan bien las cosas. Ollie no se matriculó, pero regresará el próximo curso, o por lo menos eso dijo. Jo se casa ahora. No creo que le conozcas. Te escribo para hablarte de una carta que recibí de un pariente lejano llamado Seely. Tiene un pequeño colegio y quiere que alguien se encargue de la biblioteca y de alguna clase. Me pidió como un favor que fuera. Intento terminar la licenciatura de Letras, así que le dije que no podía, pero que podía enterarme de alguien que pudiera. Te puse por las nubes, puedes estar seguro. Parece ser que da el alojamiento con un salario insignificante; tendrías que ayudarle en esto y lo otro a cualquier hora, por lo que dice, y podría haber de vez en cuando propinas de los padres. Si estás interesado, escribe al director de New Lake School, Granville. Siempre tu amigo, LEO R. PRUITT , Diplomado en Letras
Las manos de Enan temblaban aun antes de que hubiera terminado la primera lectura de esta carta, que leyó por entero una segunda y una tercera vez antes de doblarla y dejarla a un lado. ¡Ser encargado de una biblioteca! Habría montones de libros, incluso podían ser cientos. Quizá de vez en cuando habría fondos para la adquisición de más volúmenes. Podría continuar sus estudios, prepararse para un posible regreso a la Universidad. Podría incluso terminar su carrera en la región de Granville, respecto a la cual no sabía nada, excepto que estaba a unas cincuenta millas al Este. O quizá alguna familia acaudalada podía desear un tutor para acompañar a su heredero. Enan había conocido a varios individuos así, mitad maestro y mitad criado. Un tutor podía ocuparse de una clase o dos, podía tomar un alumno adicional aquí y allí para hacerlo posible. ¿Y quién sería más apto?... El actual tutor del joven Arthur... conocido y respetado...; él mismo. Dice mucho del carácter de Enan el que escribiera a su amigo para darle las gracias antes de escribir al director de New Lake School. Después, y sólo después, con los bolígrafos bien masticados del pañero, con mucho rascado de cabeza y mucho retorcimiento de manos y
caminado arriba y abajo, se atrevió a dirigirse al señor Seely, modesta e incluso humildemente, expresándole ab imo pectore su completo consentimiento en aceptar el puesto en cualquier término que el señor Seely creyera apropiado. No se puede describir el cuidado con que dobló y selló esta carta y con qué sentimientos fue entregada en la oficina de correos de la ciudad. El estanquero de la esquina había sido en su juventud fogonero de autocares, y Enan aprovechó la primera oportunidad para preguntarle con respecto a Granville. —¿No estarás pensando quedarte mucho tiempo? —inquirió el estanquero, golpeando su pipa. —Quizá —Enan fue cauteloso —. Un amigo mío tiene familia allí. El estanquero se encogió de hombros. —Atranca tu puerta y cierra también tus ventanas. ¿Sabías que el autobús no va hasta allí? Enan sacudió la cabeza. —No, ya no; solía ser un sitio grande —el estanquero no sabía si había Universidad en Granville o cerca; nunca había oído hablar de la New Lake School. Casi había transcurrido junio. Julio pasó sin palabras. Los alumnos de la New Lake School, se dijo Enan, muy probablemente no tendrían clases durante los meses de verano; también pudiera ser que el mismo señor Seely se hubiera ido al campo. Hacia finales de agosto, enfebrecido de ansiedad, escribió otra vez. Cuando la cosecha estaba próxima, cuando las carretas de calabaza se podían ver por todas las calles y la respiración de hombres y caballos echaban humo a las dos de la tarde, cuando la campana de la escuela primaria que había sido la suya sonaba antes del anochecer y pequeñas tropas de alumnos salían de todas las puertas en la oscuridad vestidos como brujas, mineros y espíritus, llegó la carta. Estaba rota y manchada, y había sido enviada desde una lejana ciudad del sur. Cuando Enan la abrió, descubrió que estaba escrita en agosto y por una de esas coincidencias que casi parecen preternaturales, en la misma fecha en que él había escrito su segunda misiva. Como se ha sentado un precedente, esta carta rota también se expondrá por completo. Usus magister est. Sr. Bambrick: Usted parece perfectamente apto para el puesto en cuestión. Agradecería que viniera inmediatamente; en cualquier caso, puede llegar antes del quince de septiembre, fecha en la que comienza nuestro curso. Por favor, considere esto urgente. G. VlNCENT SEELY
Enan escribió inmediatamente, informando al señor Seely que su carta se había extraviado, pero durmió muy poco esa noche, y por la mañana, con todas las excusas que pudo ensamblar, pero con la tenacidad de alguien que se abraza a su última esperanza, renunció a su empleo con el telero. En menos de una hora había empaquetado sus escasas pertenencias y dicho adiós a sus padres. Como le había advertido el estanquero, no había autobús para Granville. Había, sin embargo, un autobús para Bradford, que estaba —le aseguraron a Enan— a no más de diez millas. A mediodía ya se encontraba a bordo, habiendo conseguido un billete a mitad de precio, mediante la promesa de ayudar a ponerlo en marcha, transportar agua y empujar si
fuera necesario. Inmenso y destartalado, derramando un humo negro parduzco, salió a un paso que ningún caballo podía haber mantenido más de media milla y Enan conoció por primera (y última) vez la emoción del infatigable movimiento rápido. La dura helada de la noche había pintado de blanco cada ramita de cada arbusto y cada brizna de hierba en cada prado. Blancos eran también los penachos del frío humo que se filtraban de los cilindros del coche; aún blancos, se congelaban sobre los vibrantes cristales de la ventana, hasta que el interior quedó bañado por una media luz lechosa y Enan se vio forzado a dejar su libro a un lado. El hombre del asiento del otro lado del pasillo le preguntó si iba a Bradford. Él sacudió la cabeza: —No, a Granville. —Vaya... ¿A Granville? ¿Vive allí? Enan volvió a sacudir la cabeza. —¿Conoce el lugar? —No —dijo Enan con sinceridad—. Nunca he estado allí. ¿De dónde es usted? —De Bradford —el hombre hizo una pausa chupándose los dientes —. Tenga cuidado, ¿me oye? —Seguro que intentaré tenerlo —dijo Enan— , Es un lugar peligroso, ¿verdad? —El hombre se volvió un momento a mirar la capa de hielo de su ventanilla y Enan temió haberlo ofendido. —Granville es un lugar raro, eso es todo —le dijo por fin su compañero de viaje — , ¿Sabe algo sobre su historia? Enan sacudió la cabeza, negando. —Es simplemente antigua. Ellos dicen que se remonta a los primeros colonos que se instalaron por aquí. Más antigua que eso, quizá. Enan se atrevió a preguntarle cómo era posible aquello. —Oh, antes había gente allí. Sólo que no nos gusta hablar sobre ellos, eso es todo. Y además Granville no se quedó vacía durante la guerra, como la mayor parte de los sitios. Había más botes en el río entonces y Granville tenía algo que ver con ellos. No sé qué. De cualquier modo, se alzaron muros por todos los alrededores y todavía están allí. También hay fiebre y cosas peores en los pantanos. Son cosas que quedaron después de las guerras, igual que los muros, dicen. —Quizá usted me podría indicar la carretera a Granville, cuando lleguemos a Bradford — sugirió Enan— , si fuera tan amable. Su compañero de viaje levantó una ceja: —¿Cómo va a cruzar el río? Eso era lo que Enan mismo se preguntó cuando lo estudiaba desde un pilar del derruido puente. El hielo parecía sólido cerca de la orilla; pero una sinuosa serpentina de agua oscura aparecía junto al centro del amplio canal, errante y amenazadora. Se dio cuenta de que la cosa más sensata que podía hacer sería pasar la noche en Bradford y esperar que el frío hiciera más consistente el hielo por la mañana, pero disponía de escasos fondos y era sumamente tímido como para mendigar un alojamiento al viajero con el que había charlado en el autobús, en el caso de que pudiera localizar su casa. El corto día otoñal casi había transcurrido ya. Tendría que hacer algo pronto, si no quería soportar una noche glacial al aire libre.
Después de unos momentos de indecisión, decidió proseguir su camino corriente arriba a lo largo de la orilla. Podría ser (se dijo) que en algún punto un hielo más compacto se extendiera a través de todo el río; si no había un lugar así para cruzar, podría llegar a alguna cabaña de la orilla del río, cuyos ocupantes le acogerían. Esta fue la forma en la que se le concedió tener la primera visión de Granville, después de tres agotadoras millas. El sol se estaba poniendo tras él y sus rayos casi horizontales iluminaban las achaparradas y grises almenas tanto como las venerables agujas y las esqueléticas torres que las dominaban. Granville había sido, como vio ahora, construida sobre un cerro. Las inundaciones de hace un siglo habían convertido las fértiles tierras bajas de los alrededores en una zona pantanosa, entre cuyos innumerables bajíos y matas de hierba el desconcertado río perdía su camino. Aunque aislada, esta ciudad crepuscular y venida a menos —como Enan pensaba que debía ser con seguridad — le parecía que respiraba tanto promesas como amenazas, que miraba con alegría lo mismo que lanzaba miradas amenazadoras. Posiblemente alguna relación intemporal de las islas encantadas que mencionaba Filóstrato pasó por su pensamiento. Parpadeó y entonces Granville pareció realmente encantado, porque se dio cuenta de que se podía trazar un camino completo a través del hielo desde el punto en que él la observaba hasta el alto terreno que había conservado al pueblo rodeado por un foso; no una senda directa, pero una senda a fin de cuentas, que le permitiría bordear la oscura extensión de las aguas abiertas con un margen de seguridad; pensó que la distancia apenas podría ser mayor de una milla. Todavía le quedaba una milla de camino cuando el traicionero hielo se agrietó bajo sus pies y el agua helada se cerró sobre su cabeza. Enan soñó con frío, con que montaba eternamente en una carreta traqueteante y con sombras monstruosas que le acompañaban y perseguían, pero siempre y sobre todo con frío, y con que yacía en su tumba. Su padre estaba de pie al lado de dicha tumba, enhebrando una aguja a la lóbrega media luz; su madre lloraba y sus lágrimas cortaban sus mejillas y sus labios como si fueran aguanieve. Fue arrojado al infierno y allí ardió por toda la eternidad, el deporte de los demonios, y aunque gritó a Dios y a su madre, no podían oírle o quizá no quisieron. Un diablo le envolvió en una sábana de llamas, lo abandonó a un lado y durante eras enteras recorrió sin rumbo los retorcidos corredores del infierno, gimiendo en su agonía e incendiando todo lo que tocaba. Allí se encontró con un ángel y pensó que no podía expresar sus entrecortadas súplicas. Cayó postrado a sus pies y el ángel pasó su fría mano sobre su ardiente cabeza solamente durante un momento. La luz del frío sol invernal se derramaba desde una ventana, pequeña y alta, con muchos cristales. Durante mucho tiempo a Enan le pareció que teñía el edredón, como un rayo tiñe las caras de los feligreses a través de las ventanas de una iglesia; cuando volvió a mirar, había crecido una pequeña bandeja de madera y había retoñado un tazón y una copa alta y estrecha, cada una en un cilindro del atestado autobús. Algo caliente le presionaba los labios y después de un rato decidió que debía ser una rosa en llamas, porque su aroma le inundaba las fosas nasales. —Come. Esto es muy bueno. Está bien, abre la boca. Una mujer de cara ancha y brazos fuertes hundió de nuevo la cuchara dentro de la sopa.
Tenía los ojos azules y el cabello blanco. —He muerto —le dijo Enan. Ella sonrió, estudiándole: —Lo harás si no comes. De alguna forma remota Enan sintió que debería preguntarle algo, aunque no sabía qué. Cuando se despertó de nuevo, la ventana estaba oscura y su garganta en llamas. A tientas, sus manos encontraron una jarra junto a la cama, bebió de ella y estuvo como antes. Nobis cum semel occidit brevis lux, nox est perpetua una dormienda. Un largo sueño, sin duda; pero de hecho, no el eterno. Se incorporó y vio una sombra que huía de la habitación. Al ponerse de pie casi se cayó. Se agarró al cabecero, se inclinó contra la fría pared de escayola y finalmente dio un paso y luego otro. La ventana estaba demasiado alta para poder mirar fuera. La luz gris de más allá podía ser el amanecer o el anochecer, o simplemente la de un oscuro día de invierno. La habitación contenía la estrecha cama en la que había estado acostado, un lavabo de pie con un espejo medio estropeado por la humedad, un escritorio con cajones y una isla con asiento de madera de caña lisa. El techo era mucho más bajo en el lado de la habitación donde estaba la cama —lo suficientemente bajo para golpearse la cabeza contra él, aunque él no fuera alto. Fue hacia la puerta por la que había huido la sombra, medio temeroso de encontrarla cerrada. Se abrió con un chirrido. La sombra ni la había abierto ni había cerrado, estaba seguro; luego la sombra no era real. Unas ropas demasiado holgadas colgaban fláccidamente de los clavos junto a la puerta. Apoyando su espalda contra ella, se puso los pantalones; luego se puso la camisa mientras se sentaba en la silla. Al otro lado de la puerta había un estrecho vestíbulo. Una angosta escalera finalizaba casi a sus pies, su puerta era la primera de las tres que había. La segunda daba a un dormitorio todavía más pequeño, parecido al suyo. La cama estaba hecha (aunque no con mucho detalle) y una camisa limpia apoyada sobre ella. Había libros muy deteriorados, entre ellos una Moderna Geografía de América y una Redacción Inglesa , sobre una mesa plegable. Enan salió, cerrando la puerta con cuidado tras él. La tercera puerta, dos escalones más alta que las otras, daba a un amplio e irregular tejado, que no estaba en las mejores condiciones. Un viento fresco le dio la bienvenida; por encima de él surcaba un halcón peregrino, navegando como una veloz corbeta de guerra. Pasó a la altura de sus ojos, quizá a veinte pies, y no pudo resistir la tentación de hacerle señales. Después de comprobar el picaporte para asegurarse de que la puerta no se cerraría de un portazo, caminó fuera, por encima de los guijarros. Seguramente se había producido deshielo; el viento tenía esa húmeda renovación que señala que el invierno está de vacaciones. Los confusos sonidos del juego llegaron desde algún lugar que a su juicio tenía que estar muy por debajo de él; una torre medio desnuda se elevaba mucho más alta a una distancia no muy grande. Volviéndose para mirar hacia atrás, al lugar de donde había venido, vio que se trataba de un torreón octogonal. Por una de sus estrechas ventanas se veía la cama mal hecha, con la camisa encima. Avanzó, escalando la pendiente hacia la cumbre. Un penacho irregular de plumaje marchito recordaba al halcón. La nieve derretida se hundía en la sombra de una buhardilla. Después apareció ante sus ojos un segundo torreón y un tercero. Las chimeneas que había
creído que pertenecían a los otros edificios eran, ahora lo veía, parte de éste; porque si bien un completo revoltijo de tejados —cubiertos de tablillas, plomo y tejas— estaban situados entre ellas y él mismo, no había un hueco que indicara que la monstruosa casa acababa. Desde la cumbre la pudo contemplar entera, con sus cuatro fachadas, como un animal sin lomo. Los muros desmoronados; una obra de adobe almenada con piedra y madera daba a una sola calle; más allá, recordaba que se extendía el pantano, cubierto de hielo. La brisa que sacudía su cabello era fresca y agradable. Llenó sus pulmones. ¡Qué bien se sentía! ¡Qué libre de la enfermedad y el dolor! La sombra del halcón corrió hacia él a través de todo el tejado; por un momento le pareció que una segunda sombra corría con él, quizá la de una niña o una mujer delgada. Después las dos se fueron y sólo estaba el halcón, revoloteando por encima de los chicos que jugaban en la calle de abajo; luego salió disparado de allí. Aunque se dijo a sí mismo que no le quedaba nada que hacer, se mostraba reacio a volver a la estrecha cama en la que había estado acostado. ¿Sería posible llegar al suelo desde este tejado? ¿O volver a entrar en la extraña casa por otra puerta? Vagó sin rumbo fijo hasta que estuvo de pie ante la ventana de un torreón, curioseando el interior de una habitación vacía en la que una pálida doncella vestida de negro estaba sentada llorando delante de una segunda ven tana. Cuando golpeó el cristal, ella subió la hoja de la ventana —¿Qué está haciendo ahí afuera? —Mirando —le dijo y confió en que no le preguntara por qué. —Eso está bien —vaciló—. Eres Enan Bambrick. ¿Te acuerdas de mí? Desconcertado, él negó con la cabeza. —Fui a verte varias veces mientras estabas tan enfermo. —Realmente fue muy amable por su parte —tanteó—. ¿Qué pasa? —No pasa nada —se secó las lágrimas con la manga. —¿Por qué estás llorando? —Por un chico que se ha caído desde esta ventana. —He estado mirando hacia aquí —dijo él—. Y no... no salió nadie fuera mientras venía. Hay otra habitación por ahí. —En esa habitación ahora duerme otro chico —ella asintió con la cabeza. —Entonces este chico no puede haberse caído —no quería llevarle la contraria y se dio cuenta de que ya lo había hecho— , O por lo menos —terminó débilmente— eso es lo que me parece. Ella se levantó. —No conoces esta casa. Ven. Creo que debes regresar —abrió la puerta y le cogió de la mano. El pasillo parecía más caliente, aunque hasta que no sintió su calor no supo que había tenido frío. Con una llave que sacó de la manga, abrió la quejosa puerta de una despensa que estaba prácticamente vacía. La luz del día se deslizaba vagamente a través del inclinado tejado, por encima de sus cabezas. —¿Esta es su casa? —Todavía no. Una escalera conducía a la planta baja. Ella bajó primero, sin vacilar y al parecer sin esfuerzo. Él se sentía cansado cuando llegó abajo del todo. Aquí el pasillo era más ancho, el techo más alto, las paredes estaban llenas de clavos y ganchos.
—En un tiempo esta casa fue magnífica —dijo Enan. —Que no te oiga —la pálida doncella le premió con una triste sonrisa —. Él cree que
todavía es una casa magnífica. —¿Quién es él? —preguntó, pero ella no respondió. Una puerta abierta dejaba ver una amplia habitación que contenía una docena de camitas. En otra, más allá, un hombre de pelo gris estaba sentado, escribiendo en un pupitre; no les miró cuando pasaron. Un segundo pasillo era menos espacioso y la escalera al final era tan empinada como una escalerilla de mano. —Ésta no es la parte mejor —le dijo la doncella. Él asintió con la cabeza. —Sube, te seguiré. Había una puerta abierta al final de la empinada escalera. En la pequeña habitación del otro lado, una mujer de cabello blanco estaba encorvada sobre algo informe. La habitación pequeña era la suya; sus ropas estaban colgadas allí. —Acuéstate —susurró la doncella—. ¡Date prisa! Lo hizo y la mujer sacudió los hombros: —¿Sí? —dijo—. ¿Qué es esto? ¡Menos mal! —puso una mano roja y rolliza sobre su corazón—. Creía... No importa. Deberíamos tener a alguien para que se quede con usted, sí que deberíamos. Enan quería preguntarle a la doncella, pero ésta ya se había ido. Se incorporó. —¿Cómo te encuentras? —Débil. —No me extraña, no quieres comer —le dejó una bandeja en el regazo—. Esto es un buen estofado. Lo hice yo misma y a los chicos les encantó. He guardado el fondo de la cacerola para ti, es donde va la mejor carne. ¿Puedes sostener la cuchara? Pudo hacerlo. El estofado estaba delicioso. —Eso es; no deberías dar estos sustos a una anciana. —¿Dónde estamos? —preguntó Enan— , ¿Esta casa? —En la esquina de Gate y Prescott. Eso es lo que siempre digo a la gente y lo que dice también el director cuando les escribe. La cuchara de Anan chocó contra el borde del tazón: —¿Ésta es la New Lake School? — Por supuesto; cómete el estofado. Para tranquilizarla tomó otro poquito. —Encontraron la carta en tu bolsillo, los que te salvaron. Así que, naturalmente, te trajeron aquí. El corazón de Enan latía como si sus costillas fueran los barrotes de una prisión. —¿Está ocupado el puesto? —Tú —le dijo la mujer de cabello blanco— no vas a ocupar ningún puesto, jovencito, al menos durante una temporada. Primero tienes que ponerte mejor. Luego irás a casa a ver a tu pobre madre, que está terriblemente preocupada por ti. Recibimos carta de ella en cada reparto de correo. —Señora, ¿es usted la señora Seely? La mujer del pelo blanco se rió: —¡Ojalá fuera otra vez joven y bonita, querido! Soy la señora Boyle.
—Señora Boyle, ¿está ocupado el puesto? Realmente debería saberlo. —Sí, lo está y no tienes que preocuparte más por eso. Bébete el té.
Pasaron horas antes de que llegara el siguiente visitante y, aunque Enan estaba despierto, volaron rápidamente en una absoluta ociosidad. Temporis ars medicina fere est. El segundo visitante era un chico de doce o trece años, que se asomó a la puerta con ojos sorprendidos. —Hola —dijo Enan. —Hola. —Entra si quieres. ¿Cómo te llamas? —Wade. —¿Vas al colegio aquí, Wade? ¿A la New Lake School? —Enan pensó que se podía haber hecho un juego de palabras con el nombre de la escuela y el nombre del chico, pero no parecía que mereciera la pena y seguramente no era aconsejable. El chico asintió: —He terminado la última clase. Voy arriba a guardar mis libros. —¿Puedo verlos? Parecían muy pesados; a Enan casi se le caen. —¿Te gusta alguno en particular? El chico vaciló y se agitó nerviosamente, luchando casi abiertamente con la exigencia cultural que no expresa otra cosa sino desprecio por la enseñanza. Finalmente triunfó: —Ése, señor. Era una Geografía Moderna de América del Norte. —¿Por qué tiene mapas de colores? —Sí, señor. Donde vivía la gente, las islas y todas esas cosas. Enan citó: —Mi infancia vio las islas griegas flotando sobre Harvard Square. —Sí, señor. Supongo que sí. Y éste. Era una Redacción inglesa. —Te han hecho leer a Hemingway por supuesto. Y, vamos a ver, Kipling, Parker, Thurber, Crowley... Ningún escritor moderno. W. H. Hudson, ¿te gusta? —Sí, señor, pero sólo hay este poquito. Enan dejó caer el libro sobre el edredón. —Tenéis una biblioteca aquí en la escuela, ¿Verdad, Wade? Quizá podrías encontrar más. Agriamente el chico dijo: —Él siempre dice que ellos no lo han conseguido. —Ya veo. —Yo sólo venía para dejar mis libros, señor. Me dijeron que le ayudara si usted llamaba o necesitaba algo. Así que pensé que estaría bien asomarme. —Sí —le dijo Enan—. Fue muy amable por tu parte. ... Gracias, señor. —Te estoy llamando, Wade. Necesito tu ayuda, ahora —con toda la decisión que pudo, Enan echó a un lado el edredón y las sábanas—. No creo que me vaya a sentir muy seguro, Wade. ¿Me traes mi camisa? Está ahí. La pequeña habitación dio vueltas cuando se puso de pie, pero con la ayuda del chico se levantó de nuevo y esta vez se sintió más seguro.
—Estos escalones son empinados, señor. Mejor déjame bajar a mí delante. —Si me caigo, te tiraré contra los escalones. —No permitiré que se caiga, señor. —¿Hay más escaleras? —preguntó Enan cuando llegaron al final—. ¿Dónde está la
biblioteca? ¿Qué clase de casa es ésta? Una veta de madera pelada en medio del pasillo indicaba la desaparición de una alfombra. —Dos tramos más. Al otro lado de la calle. —Me pondré bien —le dijo Enan— , Me siento más fuerte. —Es la casa del director Seely. Los chicos del pueblo van a casa después de su clase, pero el resto nos alojamos aquí. Enan asintió con la cabeza, para demostrar que entendía. El segundo tramo era más amplio que el primero y menos empinado; se agarró a la barandilla mientras el chico le agarraba el brazo libre. —Los maestros se alojan aquí también, excepto el profesor Burke, que está casado. Y también alquilamos habitaciones para los viejos. Ayudan a pagar la escuela. —Pero ¿vale la pena pagar por la escuela, Wade? ¿Aprendéis? Estaba claro que el chico no lo había pensado; así que lo hizo entonces, aunque suspiró con alivio cuando llegaron a salvo al pie de las escaleras. Se supuso que es la mejor a este lado del río, señor. Mi familia me envió aquí y se tarda todo el día en llegar desde Gilman. —Eso solamente significa que goza de una buena reputación —explicó Enan pacientemente— , ¿Consideras que la merece? ¿Estudiáis retórica? ¿Qué es la personificación? —Sí, señor. Es cuando se trata a una cosa como persona real. Por ejemplo: «La Naturaleza tendrá su merecido». —¿Pero no hay una Naturaleza de verdad? ¿Una dama rubia que proyecta a los animales y cosas así? —No, señor. Sólo tienen que ver con ellos mismos. —Muy bien —sonrió Enan— , ¿Eufemismos? —Es cuando el profesor Snyder dice que el director Seely está enfermo, señor. —¿Y no lo está? —aquí se habían unido grandes dormitorios para hacer apartamentos; una rampa pretendía suavizar un cambio de alturas. Éstas debían ser sus distintas casas, ¿verdad, Wade? —Sí, señor. No, señor. Usted está enfermo, él está borracho. Las hicieron juntas, así, porque no se podían construir nuevas casas dentro de los muros. Pero la mayoría de la gente se fue cuando hubo el asedio. —¿Clásicos? ¿Quiénes eran las Euménides? Lo de eufemismo se llama así por ellas. La cara del chico se vino abajo: —No lo sé, señor. —Eran los espíritus de venganza, Wade. ¿Sabes? Los griegos las tenían tanto miedo que las llamaban las «Bien— pensantes», que es lo que significa Euménides. Los sagrados antiguos las muestran con alas, garras y serpientes en la cabeza. —¿De verdad? —Sí, de verdad. La mayoría de la gente dice que los clásicos son una pérdida de tiempo y energía, Wade; pero cuando sepas sólo un poco, encontrarás que iluminan cientos de otras materias, haciéndolas más claras y mucho más interesantes. ¿Cuál es la ciudad más grande en
el Gran Lago? —West Chicago, señor. —Excelente. ¿El teorema de Pitágoras? —La suma de las áreas de los cuadrados construidos sobre los lados de un triángulo rectángulo serán iguales al área del cuadrado construido sobre la hipotenusa. Tuvimos que hacer un esquema para demostrarlo. —¿Demostrarlo o ilustrarlo? —Ilustrarlo, señor. —¡Muy bien! Pero tú no sabes quién era Pitágoras, ¿verdad? ¿No conoces ninguno de sus otros descubrimientos? —No, señor. Habían llegado a la última escalera, suficientemente ancha para un carruaje. —Aquí no tienes que cogerme del brazo, Wade. Algunos de esos descubrimientos son bastante interesantes; como que los intervalos musicales concordantes corresponden a proporciones numéricas, por ejemplo... Una criada con un largo vestido negro y una cofia blanca estaba encendiendo lámparas en el piso de abajo. —Debería llevar una chaqueta, señor. —Pues no tengo ninguna, así que tendré que apañarme sin ella. La calle estaba en penumbra, sus lámparas antiguas estaban apagadas o medio destruidas; una, caída (como había estado durante muchos años), paralela a los agrietados muros, allí donde se había amontonado un poco de tierra; las hierbas y malezas que brotaron habían perecido con la primera helada y yacían fláccidamente junto a su corroída rama principal, como un montón de niños exterminados. Cuando sus pesadas puertas se cerraron tras ellos, la escuela parecía más fría que la ventosa calle, quizá simplemente porque la habían atravesado con la cabeza entre los hombros, arrebujándose en sus propios sollozos glaciares. Aquí, en esta escuela de doscientos años de antigüedad, la atmósfera pendía inmóvil, macerada con polvo y tiza; sus pies sobre las tablas desnudas evocaban una música cacofónica de chirridos, chillidos y gemidos, como si hubieran traído en su comitiva una orquesta de duendes. —Wade, ¿la biblioteca está en el primer piso? —Sí, señor. —Eso está bien, creo. La puerta estaba cerrada, Enan la golpeó y como no hubo respuesta, la aporreó. —Quizá se haya ido, señor. Ya no hay clases. —Está dentro fumando un cigarrillo —Enan golpeó la puerta una vez más. La abrió un hombre media cabeza más alto que él, una década mayor que él, quizá; desordenados montones de libros formaban el telón. El bibliotecario no dijo nada, mirando ferozmente a Enan y fijamente al chico. — Mansiones verdes —le pidió Enan. En este crítico momento su memoria le negaba el nombre del autor— , ¿Lo tiene? Wade lo necesita. El bibliotecario se retiró e intentó cerrar la puerta de un golpe, un intento que habría tenido éxito de no ser por el pie de Enan. —¡Déjenos entrar! Lo buscaré yo mismo.
Esto solamente provocó una maldición entre dientes. Enan metió un brazo a través de la estrecha abertura: —¡Ésta es mi biblioteca y usted lo sabe! —lanzó su peso contra la puerta. —¡No lo haga, señor! —He caído enfermo —Enan boqueó para coger aliento— , pero no estoy débil. Era mentira, pero el momento lo requería. La puerta se abrió, arrastrando a Enan tras ella. Sólo tuvo tiempo de ver el puño cerrado del bibliotecario, antes de que se estrellara en su cara. Se tambaleó, chocó con una pila de libros y los mandó volando cuando cayó. Extrañamente, los golpes del bibliotecario no le hicieron daño, aunque cada uno de ellos sacudía su cara como una barca. Si hubiera sabido que el pelear era tan indoloro, reflexionó Enan, hubiera sido menos tímido de niño. Pax in bello. Le encontraron sentado, con dos libros a su lado, intentando restañar con su camisa el chorro de sangre de su nariz. —¡Dios mío! —dijo el hombre de pelo gris, y se arrodilló junto a él. —Estoy bien. Un poco débil. —Incline hacia atrás la cabeza —le recomendó el chico. —Tienes razón. Lo había olvidado. ¿Es usted el director Seely, señor? —Soy Snyder, químico y biólogo. Esto es espantoso, joven. ¡Intolerable! Enan asintió: —No debí hacerlo, pero quería buscar... —la camisa empapada de sangre amortiguó su voz—. Aquí está el Libro del Naturalista, Wade. También es de Hudson. Y uno que escogí yo mismo para ti, El libro de las Maravillas, de Hawthorne. Cógelos, ¿quieres? No quiero que se ensucien. El chico abrió el segundo al azar. La antigua y brillante lámina mostraba a Belerofonte a horcajadas sobre el alado Pegaso, saltando desde el cielo a la Quimera. Al ver los ojos del niño en ese momento, Enan supo que había ganado y que cualquier cosa que pudiera pasar después no importaba. Nos exaequat victoria cáelo. *** El director Seely era corpulento, de cara colorada y calvo. Entró en la habitación de Enan algo tímidamente, llevando con él el tenue y embriagador aroma de whisky de maíz. —Bien, Enan. ¿Qué le dijo el médico? Enan, que no podía recordar ningún médico y no conocía la identidad de su visitante, contestó: —Dijo que estaba mejorando, señor —le pareció seguro. —A mí me dijo lo mismo. Desde luego, desde luego. Enan, quiero enseñarle una carta que he escrito. A propósito, el profesor Snyder habla muy bien de usted. No quiero enviarla sin que usted la apruebe. De este modo fue cómo Enan descubrió la identidad de su visitante, porque reconoció la letra mucho antes de que llegara a la firma. Sra. Bambrick: Aunque su hijo continúe mejorando, debe transcurrir otro mes antes que usted tenga
el placer de contemplarlo de nuevo, rebosante de salud como antes. Después de las debidas consideraciones, mi esposa y yo hemos resuelto ofrecerle el puesto de Bibliotecario de la Escuela, puesto que él ha consentido en aceptar. En las vacaciones de Navidad, Enan regresará (supongo) al seno de su familia. Su familia debe, no obstante, tener en cuenta que sus deberes requerirán su presencia aquí antes del quince de Enero. G. VINCENT SEELY —Usted también debe calmarse, hijo mío. ¿Tiene frío? —Sí, señor —dijo Enan humildemente, devolviendo el papel—. Le gustará; envíela, por
favor, señor. Hoy mismo. El director Seely asintió: —Lo haré. —Y... acepte mi agradecimiento. Mi más sincero agradecimiento. —No piense en ello, hijo. Si mi carta le hubiera llegado a tiempo... Bueno, no le demos más vueltas. Le diré a la señora Boyle que le traiga otra manta. Enan se despertó encontrándose que estaba extendida encima de su cara. El aire que respiraba a través de ella era caliente y viciado, su fría almohada estaba empapada en sudor. Retiró la manta a un lado y se incorporó. La habitación estaba oscura y estimulantemente fría. Alguien estaba llorando allí, un gimoteo débil; oyó cómo salpicaba una lágrima en el suelo corno una simple gota de lluvia. —Eres tú, ¿verdad? —preguntó. —Sí, soy yo. —Y tú eres la esposa del director Seely, la persona a la que se refería en la carta. —Sí, soy esa esposa. —Me creías muerto —dijo Enan—. Fue muy bondadoso por tu parte, maravilloso por tu parte, llevar luto por mí. Pero no tienes que sentarte en la oscuridad. ¿No hay por ahí una vela o una lámpara? —Tengo una. Enan llegó a la conclusión de que la lámpara debía haber estado apoyada en el suelo, con la luz vuelta hacia abajo, y tan lejos que había sido prácticamente invisible. Ahora ella la tenía en su mano; una pequeña lámpara de aceite con base metálica. Se quedó boquiabierto ante la belleza de la muchacha. —¿Te apetece dar un paseo conmigo? —Mucho —dijo Enan— , Es decir, si quieres tú. Si vas a salir, no deberías ir sola. Me han dicho que esta ciudad es peligrosa. —Para mí no es peligrosa. —Quizá debería llevarme esta manta, porque no tengo chaqueta —ella no contestó. Retiró la manta de la cama, la dobló y la colocó sobre sus hombros. Las paredes de la casa eran transparentes a la luz de su lámpara. No es que hubieran desaparecido; estaban ahí y Enan sabía que no podía pasar a través de ellas. Vio a los chicos durmiendo; al hombre fatigado (bajo y delgado, de cabello ralo y encanecido) que estaba sentado delante de la ventana, mirando fijamente la tenue luna creciente; al director Seely con su botella y su vaso, su vela y su revólver pasado de moda; vio las habitaciones vacías y las habitaciones que no estaban vacías, aunque ningún hombre vivo, mujer o niño, dormían o se despertaban en ellas.
—Ésta es la casa de las cuatro caras —le dijo a Enan la esposa de Seely — , Pero, salgamos
para que pueda enseñártelas. La primera y más antigua era neoclásica. Ésta es una casa para dioses —dijo ella— , aunque los dioses nunca volverán a morar aquí. Los hombres viven en estas casas como las ratas viven en las casa de los hombres; todavía es posible vivir allí e incluso ser feliz durante un tiempo. —Comprendo —Enan dobló la manta y la puso sobre su cabeza como un chal y sobre sus hombros como una capa. Lentamente bajaron por Water Street de la mano, ella con su lámpara en la mano libre, mientras él apretaba la manta con la suya. —Si no te entristece demasiado, ¿podrías señalarme la ventana desde la que ese pobre chico se mató? Yo... —¿Sí? —una media sonrisa jugueteaba en sus labios. —Me gustaría saber dónde estábamos cuando nos conocimos. Eso es todo. —Está dentro de la estructura —le dijo ella. —Oh, sí, lo había olvidado. —Pero te la enseñaré, si te acercas más. Todavía tenemos un momento —ella levantó su lámpara y, efectivamente, él lo vio, tenue aunque claro, silueteado en la desconchada pintura verde. Incluso ahora un chico estaba subiéndose al alféizar. Ella explicó: —Esto sucedió muchos años antes de que muriera, aunque se lastimó de una forma horrible. Por eso lloraba, Enan. —Ya veo. —Vuélvete, deprisa. Hay un asesino detrás de ti. Está levantando su cuchillo mientras hablo. Enan se volvió rápidamente. El cuchillo resbaló, cayendo al viejo y agrietado camino; el asesino huyó. —Es un cobarde, como has podido ver. No puede enfrentarse contigo cara a cara, aunque lo hace tan sólo para arrancarme una sonrisa —deteniéndose, la esposa de Seely recogió el cuchillo y se lo alargó a Enan— , Esta cara es Tudor, como te estaba contando. ¿Ves la ventana de arriba que tiene una débil luz? Ésa es la ventana de tu habitación. —¿Qué es esa luz? —le preguntó. —Mi lámpara. La próxima calle es Prescott. Se llama así por un hombre que murió hace mucho tiempo, un historiador. —Ya me acuerdo —asintió Enan—. He leído su Historia de ¡a Conquista de México. —Igual que los que cambiaron el nombre de esta calle, en los días del asedio. Esta cara es neo—victoriana, como tu mundo. Si la miras de cerca, se pueden ver los agujeros de las balas. Enan no las vio. Algunas de las ventanas están rotas. —Esta parte de la casa está abandonada, excepto unas pocas habitaciones. ¿Te puedes imaginar cómo es la cuarta cara, Enan? ¿La de la calle Gate? En realidad no tendría que imaginármelo. Atravesé la calle Gate para llegar a la escuela. —Sí. —Pero no puedo recordar. No miré hacia atrás. ¿Moderna? —Contemporánea. La calle Gate era más estrecha que las demás y por ese motivo más oscura; no obstante, mirando a lo largo de ella, Enan podía vislumbrar el muro, la puerta misma (ahora abierta) y más allá el pantano iluminado por la Luna.
—Los soldados mexicanos se precipitaron a esta calle cuando cayó la ciudad. Tu gente
abrió fuego sobre ellos desde esta casa y desde la escuela y desde otras construcciones por toda esta calle, y, aunque muchos cayeron, antes consiguieron matar a muchos. Sólo tenían cuchillos de cocina clavados en los palos de escoba. Vientos envenenados los condujeron a las calles y allí murieron. Enan tosió, le picaba el brazo derecho y se lo rascó con el izquierdo. —Cuando los mexicanos se retiraron al sur de Ohio, las puertas fueron reconstruidas; pero como ves, están abiertas. ¿Te complace saber que tu nación es tan segura? Él sacudió la cabeza. —Los niños rogaron que las cerraran por la noche, diciendo que las cosas malas penetran en la ciudad por la noche; pero no se hizo. —¿Tienen razón los niños? —preguntó él. —A veces. —El bibliotecario se ha ido —le dijo la señora Boyle a Enan. —¿Lo sabías? —Voy a bajar a la biblioteca hoy. —No, no lo harás —dijo ella categóricamente—. Todavía no estás lo suficientemente bien.
Pero cuando ella se fue, él se cubrió los hombros con la manta, como había hecho cuando recorría las cuatro caras de la casa, y la llevó con él, con un respeto casi enfermizo y un Moralia manoseado y manchado por el agua: su contribución a la biblioteca que iba a dirigir. Si el director Seely se oponía a las clases que le iba a proponer, él podía aducir con razón que su biblioteca ya poseía al menos una obra en latín. Nullum est librum tam malum ut non ex aliqua parte prodesset. Tuvo que realizar algunas exploraciones antes de descubrir la amplia y acogedora escalera que había descendido con Wade, porque se dio cuenta de que no recordaba el camino tan bien como había supuesto; pero finalmente llegó al principio de la escalera y estaba a punto de descender cuando vislumbró a una joven vestida de seda verde, entregando sus pieles a la criada. La joven le vio también y soltó un pequeño chillido. Enan dio un traspiés hacia atrás, cubriéndose la cara con la manta. Aquella tarde, el chico llevó una navaja de afeitar que le había prestado el profesor Snyder, un pedacito de jabón y una palangana de agua caliente solicitada en la cocina. Puso una toalla sobre la almohada. —Ya lo he hecho antes —le dijo a Enan—. No tiene por qué preocuparse. —No estaba preocupado —dijo Enan— , ¿A quién has afeitado? —A mi abuelo, cuando se puso enfermo. Solía hacerlo su secretario, pero luego creyó que le había robado algo y le despidió. No creo que lo hiciera. Era viejo, como mi abuelo, y no vea cómo le sentó de mal ese asunto. Enan asintió, enjabonándose la nariz: —Omniafert aetas, animum quoque. Al ver la incomprensión del chico, tradujo: —Todo se lo lleva la edad, incluso el alma. —Sí, señor. Desapareció en la catarata el día que se heló la charca, pero hasta entonces yo solía afeitarle dos veces por semana. Yo era el único al que permitía acercarse con una navaja.
Rasuró suavemente la mejilla izquierda de Enan y mantuvo la navaja ante sus ojos para enseñarle el montón de pelo rizado. Preguntó: —¿Qué sensación tenía cuando estaba muerto, señor? Enan suspiró: —¿Estaba muerto, Wade? —Eso es lo que dice todo el mundo, señor. ¿Qué se siente? —Frío, mientras todavía estaba en mi cuerpo. Recuerdo que pensé que yacía en mi tumba, mientras mi madre lloraba a mi lado. Un calor abrasador cuando ya no estaba allí. El Infierno era un laberinto como el del Minotauro. No tenía ningún indicio para guiarme, pero anduve a trompicones por los tortuosos corredores hasta que encontré a Ariadna. Ella me devolvió a la vida, supongo. El chico limpió la navaja y comenzó con la mejilla izquierda. —¿Le condenaron, señor? —Me imagino que sí. Ellos no me dijeron por qué, pero supongo que no tenían por qué hacerlo. ¿Estuve muerto durante mucho tiempo, Wade? —Nadie lo sabe. La señora Boyle vino con otra manta y usted estaba muerto. Llamaron al médico y le puso inyecciones. Eso es lo que vi —la navaja resbaló— , ¡Oh, lo siento, señor! —¿Me has cortado? No lo noto —Enan se tocó la mejilla y contempló sus dedos teñidos de sangre. —Espere un momento, señor. Un trozo de gasa detendrá la hemorragia. —No importa —le dijo Enan; estaba pensando en su paseo, en el asesino y en otras muchas cosas. —No quiero que llene de sangre la toalla, señor. Cuando terminó, el chico cogió el viejo y estropeado espejo del lavabo y lo sostuvo de manera que Enan pudiera verse. —No querrá usted volver a asustar a la señora Seely, ¿verdad, señor? Enan movió la cabeza de un lado a otro: —Ésa no era la señora Seely, Wade. —Sí era, señor. Cuando Enan encontró por fin la biblioteca de la escuela vio que había alcanzado ese estadio final de desorden en el que las pautas aparentes eran meramente ilusorias. Ahora, en algunos casos, aún se podía descubrir algún volumen en compañía de otro de tema parecido, de la misma forma que una tormenta, a veces, puede arrojar a la costa dos objetos de color o tamaño semejante, pero los sigue la mitad del naufragio de una goleta, o una enredada esterilla de algas. El catálogo era inútil, anticuado e inexacto, preparado algunos años antes (como Enan conjeturó), cuando la imposibilidad de arreglar el ordenador fue finalmente aceptada, únicamente para impresionar al director Seely. Lo tiró y empezó de nuevo, comenzando por el Moralia y examinando I< >s estropeados volúmenes con paciente deleite. Esto sucedía casi una semana antes de que volviera la fiebre. Aunque estaba fuera a menudo, la señora Seely —la señora Seely del chico— le visitaba a veces, sentándose recatadamente en su desvencijada silla y observándoles con el rabillo de sus ojos verdes y le hablaba sobre ropa o de su peso: —Como le he dicho a George —dijo ella— , deberíamos trasladar la escuela entera al este de las montañas. El beneficio adicional de un primer curso cubriría el cambio de lugar.
¿Tendría inconveniente en empaquetar todo eso? —un pesado y dulce perfume y la suavidad y casi resbaladiza palidez de su escote le hacían parecer un poco pasada de moda — , ¿Hay alguno valioso? La única joya que Enan había desenterrado era las Confesiones, de San Agustín, con bordes de latón y encuadernado en una determinada piel de becerro, en latín e inglés en páginas opuestas, botín de algún seminario saqueado. Lo escondió después de la primera visita de Modesty. Las dificultades que había esperado en relación con su clase se desvanecieron como el humo, como tan a menudo pasa con las dificultades esperadas. El director Seely se mostró especialmente feliz para añadir otra asignatura a la lista que envió a los padres de sus posibles alumnos y los chicos se contagiaron con el propio entusiasmo de Enan. Cuando la doncella de negro se unió a las clases, cosa que hacía a menudo, él sintió una gran tentación de preguntarle por qué le había dicho que era la esposa del director —aunque este tipo de preguntas seguramente era mejor hacérsela en privado y, por supuesto, podía resultar descortés hacerla siquiera. Sin duda, ella había tenido miedo de resultar inoportuna. —Cuando fue destruido el mundo antiguo —dijo Enan— , aquellos que intentaban recobrar el conocimiento estudiaron latín y griego, para poder leer los libros que habían sobrevivido. Notitia linguarum est prima porta sapientiae, el conocimiento de lengua es la puerta principal de la sabiduría. Igual que ellos, intentamos conocer los libros de épocas anteriores, pero que están en nuestra propia lengua, al menos la mayor parte. ¿Por qué estudiar latín, entonces? — señaló a un chico gordo cuyas notas en otras clases indicaban que podía ser más brillante de lo que parecía. —Si alguna vez vamos a levantarnos de nuevo —dijo despacio el chico gordo— , sería bueno comprender cómo lo hicieron ellos; si vamos a caer un poco más —y eso es lo que yo creo, profesor Bambrick— , será probablemente a causa de todas las cosas que no comprendemos. Ella estaba en la clase, aunque no la había visto entrar. Suavemente le dijo: —Esta noche —él se volvió a la pizarra para que los chicos no pudieran ver su cara, escribiendo Doctrino sed vim promovet insitam; y cuando se volvió de nuevo, ella se había ido. Aquella tarde llevó el descubrimiento del día a su habitación. Las páginas de La reina del aire, de Ruskin, se habían oscurecido hasta el sepia, estaban rasgadas, muchas rotas y algunas habían desaparecido del todo; sin embargo, lo que leyó le encantó de tal manera que resolvió hacer una copia en limpio a la primera oportunidad. El director Seely había sido generoso con la provisión de papel; aquellas hojas, pensó Enan, podían convertirse en un pequeño libro. Dobladas y cosidas con hilo de seda, podían llevar en sí las palabras de Ruskin durante otros cuatro siglos, tal como el mismo Ruskin había hecho con las de Homero. «... y ella le dio fortaleza en los hombros y en las piernas y le dio valor». ¿De qué animal, crees? Si hubieran sido Neptuno o Marte, le habrían dado el valor de un toro o de un león, pero Atenea le dio el valor de la más atrevida de todas las criaturas grandes o pequeñas, muy pequeña, pero totalmente incapaz de aterrorizarse: le dio el valor de una mosca. Despertó con frío, en una habitación oscura. La vela había goteado en la palmatoria y ella no había venido o, si lo había hecho, se había ido otra vez al haberlo encontrado dormido en la silla. Se levantó y descubrió con cierta sorpresa que estaba tan débil que apenas podía
mantenerse en pie. Las velas golpearon en el cajón antes de que pudiera sacar una nueva y la mano que frotaba la cerilla temblaba tanto que se vio forzado a sujetarla con la izquierda para encender la mecha. Alguien había introducido algo blanco por debajo de la puerta. Su primer pensamiento fue que la doncella le había dejado una nota; pero sólo era una carta franqueada, franqueada en la ciudad sureña de Gilman la semana anterior. Cuando desdobló la hoja que contenía, descubrió con asombro infinito varios billetes de un valor nada despreciable. Querido profesor Bambrick: Aunque es algo pronto para los regalos de Navidad, pensamos que es mejor enviarle esto ahora, ya que Wade nos ha dicho que regresará a su casa durante las vacaciones. Nuestra gratitud va con este obsequio. Las cartas de Wade muestran claramente cuánta influencia ha adquirido usted sobre él en tan corto tiempo y qué bien ha empleado esa influencia. Wade está destinado a la Universidad, como comprenderá perfectamente. Que usted haga todo lo que esté en su mano para capacitarle para una carrera, ahora y en la Universidad misma, como usted también desea y que sus progresos en la New Lake sigan siendo satisfactorios es el agradecido deseo de CHARLES y NATALIE JAMES
Enan alisó los billetes, maravillado de las cifras de las esquinas, durante un minuto o más. Después pensó prenderlos dentro de su camisa; decidió que estaba en condiciones para ponérsela una tercera vez, por la mañana. Concluido esto, colgó cuidadosamente la camisa sobre el respaldo de la silla, colocó la silla junto a la cabecera de su cama, amontonó el resto de su ropa en el asiento de la silla, leyó la carta de los señores James una segunda vez y una tercera y se acostó. Tumbado en la oscuridad, con las manos detrás de la cabeza, se dijo que casi con seguridad había entendido mal. Ella no había dicho esta noche , sino mañana o quizá el martes; aunque quizá se hubiera retrasado. No importa cuán hermosa fuera o cuán bondadosa; ella, como cualquier hombre o cualquier mujer, estaba todavía a merced del Destino. ¿Qué era lo que Apolo había confiado al rey Creso...? «Incluso los dioses... Ni siquiera los dioses...» Ella le despertó con besos: —¿Puedo acostarme aquí, junto a ti? ¡Qué caliente estás! —su mano era una bendición —. Paul Snyder jura que no puedes contagiarme. Enan había besado a una mujer, había cogido su mano y la había abrazado; había hecho estas tres cosas precisamente debajo del viejo manzano que se levantaba en el centro del ejido. Respondió como un niño, medio asustado, medio dormido y totalmente incrédulo. Cuando ella le dejó por fin, aún estaba asustado y todavía incrédulo. Como si estuviera en trance, oyó el rascar de la cerilla y cerró los ojos ante la llamarada de luz y el resplandor más uniforme de la vela. —¿Qué piensas? No puedo vestirme bien en la oscuridad. Además, creía que querrías verme —rodando la cabeza sobre la almohada, él miró. Miró y vio a Modesty Seely enjugándose con uno de sus pañuelos. Ella posó brevemente para él, de puntillas para parecer más alta, con los brazos sobre la cabeza para elevar sus pechos. —¿No soy hermosa?
Él se las arregló para asentir. —Quiero decírselo a George —sonrió —. Le diré dónde he estado. Quiero ver su cara. Una sombra se precipitó fuera de la habitación. —¿Me puedes abrochar esto, Enan? Hay un pequeño cierre en la espalda. Cuando se hubo ido, se sentó durante un rato sobre la cama, con los pies desnudos apoyados en el helado sueño. Por fin se puso de pie, se lavó como pudo con el agua de la palangana y empezó a vestirse. El dinero todavía estaba prendido en su camisa; él lo notó sin interés. El primer disparo se produjo cuando se estaba atando los zapatos. Por un momento se quedó como estaba, con los cordones de los zapatos en la mano, escuchando los ecos y los sonidos de pies que corrían; terminó la lazada y la ató. En algún lugar en el piso debajo de él alguien estaba aporreando una puerta. El segundo disparo se produjo cuando estaba de pie. Recogió la vela y miró por toda la pequeña habitación. ¿Había alguien aquí que él quisiera? Recordó la chaqueta que había llevado puesta desde Bradford y que se había perdido cuando el hielo se había abierto bajo él. Pensó que sería estupendo que le devolvieran ahora aquella chaqueta. Pero no estaba allí. Un sonido extraño reemplazó a los disparos y a los pies que corrían; pensó en algún animal grande, un toro de lidia o un búfalo, precipitándose a través de un matorral de ramitas finas y muy quebradizas. Había olor a humo. Guardó tres cartas de su madre en un bolsillo y La reina del aire en otro. Abrió la puerta sobre un escenario misterioso. Fuegos plomizos ardían a lo lejos y un hombre muerto con armadura de bronce yacía a casi tres pies de distancia. Arqueros oscuros sobre caballos flacos y nerviosos daban vueltas como el halcón, errando su cabeza por una pulgada escasa. —Los muertos te necesitan, Enan. Era la doncella. —¡Ven? —dijo. —Ésta es su hora más oscura. Hoy cayeron diez legiones en Cannas. Varrón escapó a Venusia con setenta jinetes y esos setenta constituyeron el ejército de Roma esta noche. Asintió resignado y todavía asustado. —Marco Junio Pera alzará un nuevo ejército. Nadie puede decir cómo. La doncella sonrió y era la sonrisa del que conoce un secreto: —Algunos eruditos han dicho que es un ejército de esclavos liberados y niños. Habían comenzado a caminar por el campo de batalla. Enan dijo: —Los niños y los esclavos liberados nunca podrían derrotar a Aníbal. Pero necesitará a todos los hombres. Llévame con él. Una ráfaga de humo le hizo estornudar. Caminó por encima de un cadáver pobremente vestido y sólo cuando lo dejó detrás se dio cuenta de que era el suyo. Placidaque ibi demum morte quievit. Por fin encontró descanso en la tranquila muerte. Ya que siempre estamos más tranquilos donde más se nos necesita.
Dentro de la ciudad amurallada Garry Kilworth Scott Baker me presentó a Garry Kilworth en la Convención de World Fantasy de Londres y me sugirió cuando volvíamos que le pidiese un relato a Kilworth. Poco después recibí por correo Dentro de la ciudad amurallada. Garry Kilworth es el autor de Witchwater County, Cloudrock and Spiral Winds y The Songbirds of Pain. Ha ganado el certamen de novela corta de ciencia—ficción del Gollancz/Sunday Times. Vive en Hong-Kong. Dentro de la ciudad amurallada es una aventura en una jungla interior situada en un edificio a unas cuantas manzanas de donde vive Kilworth, que iba a ser derribado pocas semanas después de escribir este relato. Habían estado dando el aviso a voces por aquel lugar durante varios días y realmente parecía que estaba vacío, pero John dijo que no podían derribar un edificio de aquel tamaño sin estar absolutamente seguros de que no hubiese algún niño atrapado dentro, en alguna de las innumerables habitaciones, o que una anciana abandonada estuviese bloqueada en un pasillo obstruido, incapaz de encontrar la salida. Debió de ser gente mayor la que construyó sus casas en el interior de este enorme queso podrido, alrededor del cual se habían edificado a lo largo de los años el resto de los arrabales. Esta gente se había olvidado de que había un mundo fuera y aún menos eran capaces de encontrar el camino. —¿Preparado? —me preguntó, y yo asentí. El trabajo de John Speakman, como inspector de policía de Hong —Kong, consistía en entrar en los refugios de los gigantescos arrabales para asegurarse de que todo el mundo había salido, de modo que se pudiera empezar la demolición. Tenían un guía, por supuesto, y una escolta armada de dos policías nativos, y le acompañaba el reportero de un periódico: yo. Soy un periodista independiente y mis artículos aparecen principalmente en el South China Morning Post. Se podía decir que la Ciudad Amurallada era un conjunto de muchas viviendas —tantas como siete mil— , pero también se podía decir que era una estructura sencilla. Consistía en un sólido bloque de casas, toscamente construidas, unidas entre sí. No había ninguna idea ni planificación en cada vivienda adosada, aparte de proporcionar refugio a una familia. El edificio entero cubría aproximadamente el área de un estadio de fútbol. No había ninguna plaza en su centro, ningún patio interior, ningún espacio libre dentro del terreno que ocupaba. Cada simple pieza de la desvencijada masa, aparte del ocasional y fétido pozo de ventilación, se había utilizado como base para construir doce plantas de altura. Bajo el suelo, y a través de cada parte de esta chabola monstruosa, se extendía un laberinto de túneles y pasillos. Por encima de ellos y en su interior había caminos, escalerillas, pasadizos, calles y avenidas, todas unidas como si algún artista de la chatarra, como el hombre que construyó las Torres Watts, hubiera decidido dedicarse a la arquitectura. Una vez que se penetra en su interior, más de diez pies, no hay luz natural. Los que
estaban más al interior enviaban mensajes a los de los extremos para averiguar si era de día o de noche, si hacía bueno o llovía. El ladrillo y el yeso con los que estaba construida la casa tenían tendencia a pudrirse y desmoronarse en los espacios sin aire del interior y tenían que ser parcheados y apuntalados constantemente. En una tierra de altas temperaturas y humedad, los hongos engordaban en las paredes y en las hendiduras, las ratas y las cucarachas construían sus propias colonias. El hedor era increíble. Cuando estaba ocupado, más de cincuenta mil personas vivían dentro de sus muros. John llamó a los dos policías locales y todos nos deslizamos en la oscura hendidura abierta en uno de los lados de la Ciudad Amurallada. Sang Lau, el guía, iba el primero. Dos gwailos — blancos— y tres chinos, entrando en el lugar prohibido, quizá por última vez. Incluido Sang Lau, que conocía el edificio mejor que nadie, parecía ansioso de terminar el trabajo. Hijo de un emigrante ilegal, se había criado en este bloque de cuchitriles, en la inmundicia y oscuridad de sus entrañas. Su cuerpo mal desarrollado evidenciaba este hecho y se había ofrecido voluntario a mostrarnos el camino tan sólo cuando se le permitió el derecho de ciudadanía de Hong—Kong para los miembros de su familia que todavía no la tenía. Él y su familia se habían beneficiado de la amnistía que había servido para vaciar la ciudad de sus habitantes. Ellos habían salido; algunos medio ciegos, debido a la falta de luz; algunos enfermos y lisiados, por el aire viciado e infecto, y ahora se le había pedido a Sang Lau que regresara por última vez. Yo imaginaba cómo se sentiría: un poco nostálgico, porque era su lugar de nacimiento, y sin embargo deseoso de terminar con aquello, para que muchos otros recuerdos desagradables pudieran ser arrasados junto con la estructura. El pasillo en el interior era estrecho y constantemente torcía, giraba, bajaba y trepaba, aparentemente al azar. Sus muros se extendían llenos de agua filtrada y olían a humedad, con bolsas de hedor a comida rancia y cosas peores. Yo tenía náuseas constantemente. También había haces de tubos, mangueras y cables retorcidos, que se enredaban en nuestros pies si no teníamos cuidado; las cañerías de plástico corrían junto a cables que alguna vez habían suministrado electricidad robada. Cuando los cables podridos funcionaban y el agua corría a través de las tuberías agujereadas, aquellos pasillos debían haber sido trampas mortales. De vez en cuando, el rayo de la lámpara de mi casco iluminaba una cara afilada, con bigotes y ojos pequeños; después, la rata se iba a toda prisa por su propio laberinto de túneles. Alguna que otra vez hacíamos una pausa en uno de los muchos cruces o huecos y uno de los policías chinos, el rechoncho de la cara cuadrada, gritaba por el megáfono. El sonido golpeaba sordamente en las paredes o se repetía a lo largo de los corredores de yeso. La atmósfera era plomiza, pero todos estábamos extrañamente conscientes. La maciza estructura, con todos los agujeros, sus fosas y sus huecos, era como una bestia al final de su vida, cerca del último aliento. Era un caparazón que se había empapado en la febril actividad de cincuenta mil almas. En un tiempo fue una ciudad sagrada, pero había sido desangrada, sudada, orinada y escupida no sólo por los pobres y desamparados, sino también por los gángsters, matones, renegados, cobardes, desertores, refugiados y fugitivos, hasta que ninguna de sus partes siguió siendo sagrada. Nos apretaba por todos los lados, como si quisiera machacarnos, pero carecía de la fuerza final necesaria para derrumbarse ella misma. Era un lugar ominoso, melancólico y terriblemente extraño para un gwailo como yo. Podía sentir los espíritus agrupados en las esquinas. Espíritus de una cultura que ningún occidental había llegado nunca a comprender por completo. Más de una vez me tambaleé detrás de los
otros. Me decía a mí mismo: «¿Que estoy haciendo aquí? No hay sitio para mí en este agujero». El policía rechoncho parecía asustado de su propia voz, que resonaba desde el megáfono. Se crispaba visiblemente cada vez que tenía que dar el aviso. Por su constitución, supuse que su familia provenía originalmente del norte, de algún lugar cerca de la Gran Muralla. Sus rasgos y su pesado torso eran más mongoles que cantoneses; los del sur tienen tendencia a ser de pequeña estatura, delicados y con caras redondas. Probablemente era un policía duro en las calles, donde su constitución le serviría para golpear cabezas, pero aquí sus supersticiones norteñas y el miedo obsesivo a los espíritus le convierten en un estorbo. No era la primera vez que me maravillaba del criterio de John Speakman al valorar el carácter humano. Después de casi una hora de andar y algunas veces arrastrarnos por túneles del tamaño de una tubería, John sugirió que descansáramos un rato. Yo le dije: —No irás a comer sándwiches aquí, ¿verdad? Era una broma, pero estaba tan tenso que no tuvo ninguna gracia y John gruñó: —No, por supuesto que no. Nos sentamos en círculo, con las piernas cruzadas, en lo que antes había sido un apartamento. Era una caja de madera do chapa de 10 pies de lado. —¿Dónde estamos? —pregunté a las caras iluminadas por las linternas —. Quiero decir en relación al exterior. La respuesta podía haber sido «en las entrañas de la Tierra», y yo la hubiera creído. Todo era oscuro, húmedo, fétido y hedía a pasta de gambas, que era lo que recordaba el olor del fango. Sang Lau contestó: —En algún lugar cerca de la esquina este. Nos trasladamos hacia el centro. Su contestación me intranquilizó. —¿En algún lugar cerca...? ¿No lo sabe exactamente? John estalló: —No seas tonto, Peter. ¿Cómo quieres que lo sepa exactamente? Lo importante es que él conoce la salida. Éste no es un ejercicio de localización concreta. —Cierto —dije, haciéndole un gesto jocoso, y se volvió a poner la gorra de visera, un signo inequívoco de que estaba molesto. Si hubiera estado de pie, no tengo ninguna duda, habría puesto los brazos en jarras en la postura clásica del gwailo dando órdenes. John no estaba del todo conforme en llevar en el grupo a un civil, a pesar de que éramos íntimos amigos. Tenía una muy pobre opinión de los que no llevaban algún uniforme. En línea con esta filosofía, para él la raza humana se dividía en dos: estaban los protectores (policía, ejército, profesionales de la medianería, los bomberos) y los que necesitaban protección (el resto de la población). Como aparentemente yo pertenecía a la segunda categoría, necesitaba que me cuidaran. John era uno de esos solteros irritables que uno se encuentra en las últimas avanzadas de los imperios que van desapareciendo, una reliquia viviente de principios de siglo. Sheena, mi mujer, le llamaba «el fósil», incluso a la cara. Creo que los dos lo consideraban un término cariñoso. Sin embargo, él decía que trataba de hacerme un favor, que ya sabía que mi trabajo se estaba poniendo duro. Las cosas no eran fáciles para los periodistas independientes, especialmente desde que Australia se había dado cuenta de que Hong —Kong, un lugar
próspero de negocios donde se amasaban fortunas, estaba justo a un paso. Los británicos y los americanos expatriados estaban igualmente en la primera posición, numéricamente hablando, pero los profesionales australianos estaban empezando a entrar, si no en manada, sí en pequeños rebaños. Con ellos traían sus propios parásitos, los periodistas independientes, y por primera vez yo tenía mucha competencia. Esto significaba que tenía que consolidar las amistades y utilizar los contactos que previamente habían sido sobre todo sociales. Además, Sheena y yo estábamos atravesando una temporada un poquito difícil y una cosa que ella no soportaría es un escritor aburrido que ganase menos que un mal pagado empleado local. Podía sentir las palabras «trabajo decente» en el aire, esperando a condensarse. Allí, incluso la oscuridad parecía tener sustancia. Podía ver cómo el otro policía joven, el delgado, un joven cantonés avispado, estaba también incómodo. Miraba hacia arriba, sonriendo nerviosamente en la oscuridad. Él y su compañero cuchicheaban, y les oí mencionar a «Bruce Lee» un momento antes de que se callaran de nuevo, con sus sonrisas fijas. ¿Quizá intentaban utilizar el recuerdo del legendario actor de artes marciales para reforzar su valor? Posiblemente el único de nosotros que estaba completamente inconsciente o quizá indiferente a la atmósfera espiritual del lugar era el propio John. Estaba demasiado endurecido, demasiado en actitud de viejo guerrero sin patria, para que le afectasen atmósferas fantasmales. Pensé que podía tranquilizar a sus hombres, ya que los dos sabíamos que cuando los chinos sonreían en circunstancias como ésta, significaba que o bien estaban ocultando un desconcierto tremendo o un terror abyecto. No había nada de desconcertante, así que solamente me quedaba una suposición. Sin embargo, John prefería ignorar el miedo. —Muy bien, vamos —dijo, poniéndose de pie. Continuamos por los pasillos, tambaleándonos, detrás de Sang Lau, cuyo poder sobre nosotros era absoluto en este lugar, ya que sin él nos habríamos perdido con toda seguridad. Era posible que una partida de búsqueda nos encontrara, pero entonces podíamos perdernos de nuevo en el interior de este enorme gusanero durante semanas, sin encontrar a nadie o sin ser encontrados. Un cambio sutil pareció haberse producido sobre el lugar. Su resistencia parecía haberse evaporado y era como si estuviera atrayéndonos suavemente. Los túneles se hacían más anchos, más accesibles y había menos obstáculos que franquear. Yo tengo una imaginación muy activa, especialmente en lugares oscuros, sitios célebres que han estado involucrados en historias recientes de sangre y basadas en el terror. Lejos de hacerme sentir mejor, esta alteración en la atmósfera me hizo un nudo en el estómago, pero ¿qué le podía decir a John? ¿Que quería regresar? No me quedaba otra opción que seguir adonde el guía nos llevara y esperar la primera oportunidad para largarme si alguna vez veíamos la luz del día. Aunque soy muy sensible a este tipo de lugares, generalmente no soy un cobarde. Las iglesias viejas y las casas antiguas me fastidian, pero normalmente lo minimizaba y lo soportaba con una ligera sensación de incomodidad espiritual. Aquí, sin embargo, la atmósfera opresiva era tan amenazadora y la sensación de pavor tan fuerte que quería escapar del edificio, aunque se fuera al infierno el artículo y el dinero que tanto necesitaba. A medida que nos aproximábamos al centro, más aguda se volvía mi tensión emocional, hasta tal punto que me pregunté si no me estaba hiperventilando. Finalmente grité: — ¡John! Se volvió bruscamente con un irritado: —¿Qué pasa?
—Tengo... que regresar...
Uno de los policías me agarró del brazo en la oscuridad, y lo apretó, lo tomé por un gesto de ánimo. Él también quería dar la vuelta, pero tenía más miedo de su jefe que de cualquier fantasma. Por la fuerza del apretón deduje que el propietario de los dedos era mongol. —Imposible —dijo John— , ¿Qué te pasa? —Un dolor —dije—. Me duele el pecho. Empujó a los otros hombres y me llevó bruscamente a un lado. —Sabía que no debiera haberte traído. Lo hice únicamente por Sheena, creí que todavía quedaba algo dentro de ti. Ahora serénate. Sé lo que te pasa, te está entrando miedo. Es claustrofobia, nada más. Combátela, hombre. Estás asustando a mis chicos con tu estúpido canguelo. —Me duele —repetí, pero él no lo estaba oyendo. —Mentira. Sheena se disgustará contigo. Dios sabe que nunca te consideró el primero. Por un momento todos mis miedos fueron sustituidos por la intensa furia que inundó mis venas. ¿Cómo diablos se atrevía este insensible policía arrogante a suponer que conocía la opinión que mi mujer tenía de mí? Era cierto que sus sentimientos no eran los mismos del principio, pero ella en un tiempo me había amado sin limitaciones y sólo la descomposición provocada por la vida superficial de la colonia había devorado ese amor. Los maniquíes, la gente con cara de cartón, había conseguido desgastarnos. Antes Sheena había sido una mujer feliz, llena de entusiasmo, de energía, de color. Ahora estaba disgustada y amargada, igual que yo; esto lo habían hecho los frívolos gwailos con los que nos tratábamos y en los que nosotros mismos nos habíamos convertido. Dinero, negocios y vecindad con cuernos eran las prioridades de la vida. —No mezcles a Sheena en esto —dije con la voz estrangulada por la cólera que me atenazaba la garganta— , ¿Qué demonios sabes tú de nuestros comienzos? Speakman se limitó a lanzarme una mirada de desprecio y volvió a tomar su puesto de cabeza, junto al encorvado Lau, que indicaba qué camino escoger cuando llegábamos a una de las múltiples bifurcaciones y encrucijadas. Ocasionalmente, el policía delgado, que tenía ahora el megáfono, gritaba en cantonés, pero el sonido se debilitaba rápidamente por la densidad de la estructura circundante. Además de mi problema de ansiedad, ahora tenía un sentimiento de desdicha. Había mostrado mi naturaleza íntima a un hombre que cada vez me resultaba más detestable. También había algo que me estaba importunando en los límites de mi cerebro y que, gradualmente, recorrió su camino hacia un área de comprensión. Dios sabe que nunca te consideró el primero. Cuando llegó, la implicación completa de estas palabras me aturdió. Al principio me quedé demasiado perplejo para hacer algo más que darle vueltas a la idea en mi cabeza, de una forma obsesiva, hasta que expulsó cualquier otro pensamiento. Seguí repasando sus palabras, intentando encontrar otra forma de interpretarlas, pero siempre se producía la misma respuesta. Por fin ya no me fue posible quedarme tranquilo por más tiempo, y tenía que sacarlo, porque estaba empezando a enconarse. Me paré en seco y, a pesar de la presencia de los otros hombres, grité: —Tú, Speakman, bastardo, tienes un lío con ella, ¿verdad? Se volvió y me miró en silencio.
—Tú, bastardo —dije otra vez. A duras penas conseguía hablar; me estaba sofocando, asfixiando—. Se suponía que eras un amigo.
Había un absoluto desprecio en su voz al contestar: —Nunca fui amigo tuyo. —Querías que lo supiera, ¿verdad? Querías contármelo aquí. Él sabía que en este lugar tendría menos confianza en mí mismo, que tenía todas las ventajas de su parte. Estaba fuera de mi ambiente y era menos capaz de manejar las cosas que él. En los meses pasados había estado allí varias veces, estaba más familiarizado con la oscuridad y las zonas herméticas y sin aire de la Ciudad Amurallada. Estábamos en un mundo subterráneo que me aterrorizaba y a él le dejaba impasible. —Ustedes, sigan —ordenó a los demás, sin apartar los ojos de mí —. Les alcanzaremos en un momento. Hicieron lo que les dijo. John Speakman no era hombre al que hicieran frente sus subordinados asiáticos. Cuando estuvieron fuera del alcance de su voz, dijo: —Sí; Sheena y yo hemos estado juntos alguna vez. A la luz de la lámpara de mi casco vi cómo se crispaban sus labios y deseé partirle la boca. —¿Hemos? ¿Quieres decir que se acabó? —No del todo. Pero tú estás todavía. Estás en el medio. Sheena, siendo como es, todavía guarda cierto tipo de lealtad hacia ti. No puedo ver por qué, pero ahí está. —Discutiremos esto más tarde —dije—. Entre nosotros tres. Hice un movimiento para pasar delante de él, pero bloqueó el camino. Segundos después, me golpeó una espantosa evidencia y de nuevo me cogió desprevenido. Lo debió ver en mi cara, porque esta vez sus labios se apretaron. —Ahora —le dije con calma— vas a hacer que me pierda aquí, ¿verdad? Sheena te dijo que no me abandonaría y tú te vas a asegurar de que me quedo atrás. —Tu imaginación te hace perder el control, otra vez —volvió a balbucir—. Intenta ser un poco más juicioso, hombre. —Soy juicioso. Ahora tenía las manos en las caderas, en la típica postura gwailo que tan bien conocía; una de ellas descansaba en la culata de su revólver. Al ser policía, era obvio que llevaba un arma; yo no. De todas formas, yo tenía poco que hacer. Era unos diez centímetros más alto que yo y pesaba veinticinco kilos más, la mayor parte de ellos músculos. Estuvimos allí, de pie, frente a frente, hasta que oímos un grito que me puso los pelos de punta. El penetrante grito fue seguido por un sonido como de escarbar y, finalmente, uno de los dos policías entró en el círculo de luz de nuestras lámparas. —Señor, venga rápido — jadeó—. El guía. Nuestra pelea quedó a un lado por el momento. Nos apresuramos por el túnel hasta donde estaba el otro policía. Enfrente de él, a unas cinco yardas, estaba el guía. La luz de su casco estaba apagada y parecía que estaba de puntillas por alguna razón, con los brazos colgando accidentalmente a los lados. John caminó hacia delante y me encontré siguiéndole. Él quizá trataba de apartarme de su camino, pero yo iba a estar estrechamente pegado a él. Lo que vi a la luz de nuestras lámparas me hizo vomitar y retroceder rápidamente. Parecía que una viga se había desprendido del techo cuando el guía pasaba por debajo de ella. Había aplastado su lámpara. Si eso hubiera sido todo, el guía podía haber salido vivo, pero no era así. En el extremo de la viga, que ahora le sostenía de pie, había un clavo curvado.
Le había entrado por el ojo derecho y estaba sin duda profundamente encajado en el cerebro del pobre hombre. Colgaba de este soporte fláccidamente, y la sangre manaba de su nariz y goteaba en sus zapatillas blancas de tenis. —¡Dios mío! —dije al fin. No era una profanación, una blasfemia: era una oración. Rezaba por nosotros, que estábamos perdidos en un mundo oscuro y hostil, y rezaba por Sang Lau. Pobrecillo Sang Lau. Justo cuando había empezado a construir su vida, justo cuando había escapado de la Ciudad Amurallada, los ladrillos, el mortero y las vigas se habían tornado irritadas contra su antigua criatura y le habían roto la crisma. Sang Lau había sido uno de los silenciosos millones de seres que se habían esforzado por salir del fango, que evolucionan desde los terribles comienzos a un lugar en el mundo de la luz. Todo en vano, aparentemente. John Speakman levantó al hombre del instrumento que le había empalado y puso el cuerpo en el suelo. Siguió con la formalidad de tomarle el pulso, y luego sacudió la cabeza. Para ser justo, a su vez permaneció notablemente firme, como si todavía lo controlara todo. —Tendremos que llevarle fuera —dijo a sus dos hombres— , Cogedle cada uno de un extremo. Hubo un reluctante arrastrar de pies cuando los hombres avanzaron para hacer lo que se les había dicho. El más bajo de los dos temblaba tanto que dejó caer las piernas y tuvo que volver a cogerlas rápidamente bajo la mirada feroz de Speakman. Dije: —¿Y quién demonios nos va a conducir fuera, ahora que ha muerto? —Yo —fue la respuesta. —Y supongo que tú conoces el camino. —Estamos cerca del corazón del lugar, amigo. No importa realmente en qué dirección vayamos, siempre que sigamos en línea recta. Yo sabía que era más fácil decirlo que hacerlo. Cuando los pasillos se curvan y giran, desembocan unos en otros, suben y bajan, nos encontramos con bifurcaciones, encrucijadas y cruces con varias elecciones. ¿Cómo demonios se puede seguir en línea recta? Por esta vez no dije nada. No quería que los dos policías se asustaran. Si íbamos a salir, teníamos que mantener la calma. Los de fuera no nos dejarían aquí: enviarían una patrulla de búsqueda cuando anocheciera. El anochecer. Reprimí un escalofrío cuando avanzamos dentro del corazón de la bestia. Hacía siete meses que Gran Bretaña había acordado con China que Hong —Kong retornase a su país propietario en 1997. Fue entonces cuando decidieron finalmente limpiar y vaciar la Ciudad Amurallada, desalojarla y realojar a sus habitantes; había incluso proyectos para construir un parque en el terreno ahora cubierto por esta antigua ciudad dentro de la ciudad, para el uso de los ocupantes de los edificios circundantes. Se levantaba en medio de Kowloon, en el continente. Hace tiempo había una muralla alrededor, cuando era el hogar de los manchúes, pero los invasores japoneses robaron las viejas piedras para construir en otra parte. El área en la que está situada se conoce todavía como Ciudad Amurallada. Cuando los manchúes estaban allí, ellos la utilizaban como fortaleza contra los británicos. Luego, se les alquiló la península a los británicos y se convirtió en un enclave para los oficiales chinos, cuyo deber era informar a Pekín sobre las actividades gwailo en el área. Finalmente, se convirtió en una pesadilla arquitectónica, un gigantesco tugurio. Una zona no reconocida por los británicos, que se negaban a vigilarla, y abandonada por Pekín; un laberinto sin ley, a veces llamado el Lugar Prohibido. Aquí era donde
practicaban los médicos y dentista sin título. Estaba gobernado por bandas de jóvenes, las tríadas, que llenaban de sangre sus muros interiores. Un lugar de muerte; el hogar de diez mil fantasmas. Durante las dos horas siguientes nos esforzamos por los túneles malolientes, arrastrándonos sobre inmundicia y pilas de basura, hasta que quedamos completamente exhaustos. Yo tenía cortes en las rodillas y sentía insectos corriendo por mi pelo. Sabía que en estos pasillos había arañas, posiblemente incluso serpientes, y seguramente tábanos, piojos, mosquitos y docenas de otros bichos desagradables. No sólo eso, sino que parecía haber salientes por todas partes: afilados trocitos de metal, cables colgando como emparrados del techo y clavos oxidados. El pequeño policía cantonés había pisado un clavo que le había atravesado completamente el pie. Ahora iba cojeando y gimoteando en voz baja. Sabía que si no recibía tratamiento pronto, el envenenamiento de la sangre sería el menor de sus problemas. Sentí lástima por el joven, que en condiciones normales probablemente haría frente a la corriente de los asuntos humanos con competencia dentro de su escala de deberes. Era un agente de la ley en el área del mundo más densamente poblada, y yo le había visto enfrentarse a diario (la mayoría de las veces) con destreza y pacíficamente a situaciones potencialmente feas. Aquí, sin embargo, estaba desbordado. Esta situación no podía manejarse con eficientes señales de tráfico o mediante la negociación, ni siquiera con el uso prudente de un arma. Había algo en este hombre que resultaba familiar. Había cicatrices en su cara: parches brillantes que debían ser el resultado de una operación de cirugía plástica. Intenté recordar dónde había visto antes al policía cantonés, pero mi mente estaba saturada por los acontecimientos recientes. Hicimos turnos para llevar el cuerpo del guía. Una vez que le hube tocado y superé mis remilgos, aquella parte no me molestaba demasiado. Era el peso del cadáver lo que me fastidiaba. Nunca pensé que un hombre pudiera pesar tanto. Después de diez minutos, mis brazos casi se salían de sus articulaciones. Comencé a llevarlo por las piernas y rápidamente decidí que el hombre de delante, el que le llevaba por el torso, tenía la mejor parte del asunto. Le sugerí un cambio, que llevamos a cabo, sólo para descubrir que por el otro extremo el hombre era el doble de pesado. Comencé a odiarle. Después de cuatro horas, ya tenía suficiente. —No cargo más con él —declaré de modo tajante al policía que estaba intentando quitarme la esposa—. Si quieres llevarlo fuera, llévalo tú mismo. Tú eres el puto jefe. Es problema tuyo. —Ya veo —dijo John— , Te rebelas, ¿verdad? —Vete a tomar por el culo —le contesté—. No puedo probar que planeas deshacerte de mí, pero lo sé, compañero, y cuando salgamos de este sitio, tú y yo vamos a tener una pequeña charla. —Si salimos —murmuró. Estaba sentado lejos de mí, en la oscuridad, donde la luz de mi lámpara no podía llegar. No podía ver su expresión. —¿Sí? —Exactamente —suspiró—. No parece que lleguemos muy lejos, ¿verdad? Casi es como si este lugar estuviera intentando atraparnos. Juro que estamos dando vueltas alrededor de nosotros mismos. Deberíamos haber llegado al exterior hace mucho. —Pero enviarán a alguien a buscarnos —dije.
uno de los policías añadió: —Sí, alguien vendrá. —Me temo que no. Nadie sabe que estamos aquí —lo dijo como si estuviese satisfecho consigo mismo. Entonces vi que yo tenía razón: tenía la intención de dejarme en medio de este edificio dejado de la mano de Dios, a sabiendas de que nunca encontraría la salida por mí mismo. Sólo me extrañó que lo hubiera planeado con los dos hombres y el guía, aunque no dudo de que ellos podían haber sido sobornados. La Fuerza de Policía de Hong —Kong a veces ha sido famosa por su corrupción. Quizá los escogió porque los podía comprar. —¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunté, intentando agarrarme a cosas prácticas. —Aproximadamente cinco horas más. Después comienza la demolición. Empiezan a derribarlo a la seis de la madrugada. Justo entonces, el más pequeño de los chinos hizo un sonido horrible, como si estuviera haciendo gárgaras, y todos nosotros dirigimos nuestras luces hacia él instintivamente. Al principio no pude comprender qué le pasaba, aunque pude ver que se retorcía. Estaba sentado y su cuerpo se agitó y se desplomó. John Speakman se inclinó sobre él; al cabo se enderezó, diciendo: —¡Cristo, otro no...! —¿Qué? —grité— , ¿Qué pasa? —Un clavo de seis pulgadas. Le ha entrado por detrás de la oreja. ¿Cómo demonios? No comprendo cómo pudo inclinarse sobre el clavo de esa forma. —A menos que el clavo saliera de la madera —dije. —¿Qué estás diciendo? — No lo sé. Todo lo que sé es que dos hombres han sido eliminados en accidentes que parecen demasiado monstruosos para creerlos. ¿Qué piensas? ¿Por qué no podemos salir de este lugar? ¡Mierda! Sólo tiene la superficie de un campo de fútbol y llevamos aquí horas. El otro policía miraba a su compañero con ojos incrédulos, muy abiertos. Agarró a John Speakman por el cuello, diciendo bruscamente: —Nos vamos ahora. Vamos fuera ahora —y luego en un barboteo de esa lengua tonal, algo que John debió entender. Yo, realmente no pude. Speakman desprendió de su cuello los achaparrados dedos del hombre y se apartó de él, dirigiéndose hacia el policía muerto, como si el incidente no hubiera ocurrido. —Era un buen policía —dijo—. Jimmy Wong. Salvó del fuego a un chico el año pasado. Arrastró fuera al niño con los dientes estirando el cuerpo a todo lo largo del suelo y bajó las escaleras, porque se le habían quemado tanto las manos que no podía agarrar al chico. Me acuerdo que tú cubriste la información. Le recordé entonces. Jimmy Wong. El gobernador le había puesto una medalla. Él había saludado orgullosamente con las manos fuertemente vendadas. Hoy no era un héroe; hoy era un número: la segunda victima. John Speakman dijo: —Adiós, Jimmy. Luego le ignoró, diciéndome: —No podemos llevar los dos cuerpos fuera. Tenemos que dejarlos. Yo... —pero no escuché más. Se produjo un sonido de tela al rasgarse y yo súbitamente me encontré cayendo. El corazón se me salía del pecho. Aterricé pesadamente sobre mi espalda y algo penetró entre mi omóplato, algo afilado y doloroso; tuve que esforzarme mucho para librarme. Cuando Y
conseguí ponerme de pie, bajar y tantear a lo largo del suelo, toqué un saliente fino, probablemente un clavo largo. Estaba pegajoso de mi sangre. Una voz desde arriba dijo: —¿Estáis bien? —Creo que sí. Un clavo... —¿Qué? Mi luz se había apagado y me sentía desorientado. Debía de haber caído aproximadamente unos cuarenta pies, a juzgar por la distancia a la que estaban las lámparas, encima de mí. Me toqué la espalda con la mano. La sentí húmeda y caliente, pero aparte del dolor no me costaba respirar ni nada por el estilo. Obviamente, habrá errado mis pulmones y otros órganos vitales o estaría retorciéndome en el polvo, echando las tripas. Oí a John que me decía: —Intentaremos llegar hasta ti —y entonces la voz y las lámparas desaparecieron. —¡No! —grité— , ¡No me abandones! Alarga la mano y trataré de subir. ¡Ayúdame a subir! Pero mi mano permanecía vacía. Se habían ido, dejando la oscuridad tras ellos. Durante mucho tiempo, con miedo a moverme, me quedé acostado. Había clavos por todas partes. Mi corazón latía acalorado: estaba seguro de que iba a morir. La Ciudad Amurallada nos tenía en sus garras y no íbamos a conseguir salir. En tiempos, había estado llena de vida, pero le habíamos robado el alma, la gente que había proliferado dentro de sus muros. Ahora, incluso el cascarón estaba amenazado con la destrucción. Y nosotros éramos los responsables. Representábamos a la autoridad que había ordenado su muerte, y la ciudad estaba decidida a llevarnos con ella; nada quiere morir solo. Nadie quiere dejar este mundo sin, como mínimo, obtener satisfacción en forma de venganza. Al antiguo corazón negro de la Ciudad Amurallada de los manchúes, rodeado por el cuerpo que había sido tomado por los proscritos más recientes de la sociedad, le quedaba suficiente vida para sacrificar a aquellos cinco insignificantes mortales del otro lado, el lado legal. Había probado la sangre gwaila y quería más. La herida me estaba empezando a doler, y me incorporé con dificultad y con cuidado, hasta ponerme de pie. Tanteé despacio las paredes, dando cada paso con mucha cautela. Había cosas que se precipitaban a mis pies, murmurando sobre mi cara, pero las ignoré. Un movimiento brusco y me encontraría empalado en algún saliente. El hedor de la muerte estaba en el aire viciado llenando mis fosas nasales. Intentaba meterme el miedo en el cuerpo, así que la única forma que tenía de sobrevivir era permanecer en calma; si caía presa del pánico, todo se habría acabado. Tenía la sensación de que el edificio podía matarme en cualquier momento, pero estaba saboreando cada instante, dejando que yo cometiese un error. Quería que me zambulliera de cabeza en la locura; quería experimentar mi terror. Después me asestaría el Coup de grace. Me trasladé de este modo a lo largo de los túneles durante una hora aproximadamente. Ninguno de nosotros parecía estar escaso de paciencia. La Ciudad Amurallada había visto siglos, así que ¿qué era para ella una hora o dos? El legado de la muerte dejado por los manchúes y las tríadas existían sin relación al tiempo. Antiguas maldades y modernas iniquidades habían juntado sus fuerzas contra el extraño, el gwailo, y la maloliente oscuridad sonreía ante cualquier intento de frustrar sus planes de chupar la vida de mi cuerpo. En un punto, mi pie no tocó suelo: delante de mí había un espacio vacío, un agujero. —Buen intento —susurré—. Pero no, todavía no.
Cuando me dispuse a bordearlo, esperando un pequeño reborde o algo, tanteé delante de mí y toqué la cosa. Estaba colgando sobre el agujero, como el peso de una plomada. Lo empujé y se balanceó lentamente. Al inclinarme y tantearla con cuidado descubrí que era lo que quedaba del policía local, el norteño musculoso. La supe por sus tirantes: Speakman no los llevaba. Tanteé la garganta del cadáver y encontré que de la piel sobresalían cables apretados: el edificio le había ahorcado. Acostumbrado ya a la muerte, me agarré a la cintura del cadáver y lo utilicé como un columpio para cruzar el hueco. Los cables aguantaron y toqué el suelo. Un segundo más tarde, el cuerpo debió caer, porque oí un estrépito abajo. Continué mi viaje a través de los interminables túneles. Tenía la garganta muy seca, una sed del demonio. Finalmente, no pude soportarlo más y lamí un poco de la humedad que bajaba por las paredes; sabía a vino. En un punto, cogí una cucaracha con la lengua, la machaqué entre los dientes y la escupí con asco. Realmente, ya no me preocupaba nada; todo lo que quería hacer era salir vivo. Ya no me importaba incluso si John y Sheena me decían que me fuera. Sería feliz. En cualquier caso, no quedaba gran cosa, porque todo lo que había sentido se había marchitado durante esta prueba. Sólo quería vivir; nada más. Nada menos. Una estaca o algo así saltó hacia abajo desde el techo y atravesó varios pisos, errándome por una pulgada. Creo que realmente me reí. Un poco después, me encontré un pozo de ventilación, con una cuerda colgando. Confiando en que el edificio no me dejaría caer, descendí por la estrecha chimenea hasta llegar al fondo. Tenía idea de que, si alcanzaba el nivel del suelo, podría encontrar una forma de salir a través de los muros. Alguno de ellos no era más grueso que el cartón. Después de llegar a salvo al suelo, comencé a tantear el camino de los corredores y callejones, hasta que vi una luz. Suspiré con alivio, pensando al principio que era la luz del día, pero mi ilusión duró poco al ver que solamente era un casco con una lámpara, todavía encendida. Al propietario no se le veía. Supuse que era de John: era el único que quedaba, aparte de mí. No mucho después de esto oí la voz de John Speakman por última vez. Parecía venir de muy lejos por debajo de mí, de las profundidades de los pasillos subterráneos que recorrían la Ciudad Amurallada. Era un débil grito de socorro. A este grito distante le siguió inmediatamente el sonido de cascotes que se derrumbaban. Después, el silencio. Me estremecí involuntariamente, suponiendo lo que había pasado. El edificio le había atraído a su mundo subterráneo, a su laberinto bajo la tierra y luego había bloqueado las salidas. John Speakman había sido enterrado vivo, emparedado por la ciudad que le despreciaba. Ahora sólo quedaba yo. Me trasladé a través de la oscuridad interior. El rayo de luz que quedaba se había ido desvaneciendo hasta convertirse en un débil brillo. Yo era Teseo en el laberinto, salvo que no tenía a Ariadna para que me ayudara a encontrar la forma de atravesarlo. Caminé tambaleándome por los largos túneles donde el aire era tan denso y húmedo que parecía un baño de vapor; me arrastré por pasadizos no más altos ni más anchos que el armario de debajo del fregadero de la cocina, los compartí con arañas y ratas y salí al otro extremo atragantado de polvo y escupiendo telarañas. Me abrí camino a través de las paredes, tan finas y podridas que un simple golpe de mi puño era suficiente para agujerearlas. Trepé por encima de vigas caídas, escombros y montones de trapos inmundos
acumulados por el camino, pasajeros no deseados y raspaduras. Y todo el tiempo supe que el edificio estaba riéndose de mí. Me estaba conduciendo en círculos, jugando conmigo como una rata en un laberinto. Podía oírle moverse, crujir y desplazarse como si se reajustase, como si cambiara su estructura interna para impedirme encontrar una pared exterior. Entonces pisé algo blando. Podía haber sido una mano —la mano de John— rápidamente retirada. O podía ser una criatura de la Ciudad Amurallada, una rata o una serpiente. Cualquier cosa que fuera, estaba viva. Había momentos en que me sentía tan abatido que sólo quería tumbarme y morir poco a poco, igual que los hombres de una tribu primitiva abandonaban toda esperanza y vuelven su cara hacia el muro. Había momentos en que me ponía furioso y chillaba contra la construcción que me había atrapado en su vientre, protestando hasta que me quedaba ronco. A veces, me dejaba llevar por una violencia inútil y cogía el objeto más próximo para golpear a mi torturador, aunque mis acciones derribaran lo que había sobre mi cabeza. Una vez, incluso le susurré a la oscuridad: «Seré tu esclavo. Dime qué hago, cualquier maldad, y la haré. Si me dejas salir, te prometo que cumpliré tus deseos. Dime qué tengo que hacer...» Pero seguía riéndose de mí; hasta que supe que me estaba volviendo loco. Finalmente comencé a cantar para mis adentros, no para animarme, como se supone que hacen los hombres valientes, sino porque estaba empezando a deslizarme en ese mundo enloquecido que rechaza la realidad en beneficio de la fantasía. Pensé que estaba en casa, en mi propia casa, haciendo café. Me vi a mí mismo imitando las acciones de encender la cafetera y preparar el café, la leche, el azúcar, tarareando para mis adentros una melodía agradable. Una parte de mí reconocía que esa escena doméstica era una invención, pero la otra estaba convencida de que no podía estar atrapado por una entidad malévola y a punto de morir en los oscuros corredores de su esqueleto de múltiples secciones. Entonces ocurrió algo que me devolvió la cordura. La serie de acontecimientos que ocuparon los minutos siguientes se me han perdido. Sólo concentrándome mucho y haciendo conjeturas puedo traer a la memoria lo que pudo haber pasado. Desde luego, creo recordar aquellos primeros momentos, cuando un ruido me ensordeció, y el edificio entero se sacudió y tembló como en un terremoto. Luego, creo que caí al suelo y tuve la presencia de ánimo suficiente para ponerme el casco. Siguió una segunda sacudida (que ahora que lo sé era una explosión) y fragmentos del edificio llovieron a mi alrededor: los ladrillos me daban en la espalda y rebotaban en mi duro casco. Creo que la única razón por la que ninguno de ellos me hirió fatalmente fue porque los constructores, al ser pobres, habían usado los materiales más baratos que pudieron encontrar. Aquellos ladrillos estaban hechos de coque prensado, y afortunadamente eran ligeros y etéreos. Apareció un agujero, a través del cual pude ver la cegadora luz del día. Me puse en pie al momento y corrí hacia él. Los clavos salían del encofrado, subían desde el suelo y desgarraban y rasgaban mi carne como colmillos afilados. Postes metálicos se estrellaban en mi camino, golpeándome los miembros. Me atacaban por todos lados con cascotes y trozos de escombro, hasta que estuve magullado y en carne viva, sangrando por docenas de cortes e incisiones. Cuando llegué al agujero en el muro me lancé a él y aterricé fuera, en el polvo. Allí, los encargados de la demolición me vieron y uno de ellos arriesgó su vida para precipitarse hacia
adelante y arrastrarme con él totalmente fuera del edificio que se derrumbaba. Luego fui trasladado rápidamente al hospital. Me encontraron un brazo roto y laceraciones múltiples, algunas de ellas bastante profundas. En su mayor parte, no recuerdo qué pasó al final. Me guío por lo que me han dicho, y por destellos de dentro y fuera de mi pesadilla, y utilizando éstos he conseguido componer el citado relato de mi huida de la Ciudad Amurallada. Parece que es razonablemente exacto. Desde luego, no he contado la verdadera historia de lo que pasó dentro de aquellos muros, salvo en este relato, que estará en un sitio seguro hasta después de mi muerte. Esta historia sólo haría que la gente chasqueara la lengua y dijera: «Es el shock, ya sabes, el trauma de una experiencia así». Y me mandarían al psiquiatra. Una vez intenté contárselo a Sheena, pero pude ver que la molestaba, así que refunfuñé algo así como: «Desde luego, puedo ver que la imaginación de uno puede trabajar horas extraordinarias, en un lugar como aquél». Y nunca volví a mencionárselo. Logré hablar de John al personal de la demolición. Les dije que podía estar vivo, bajo todos aquellos escombros. Pararon las operaciones inmediatamente y mandaron dentro patrullas en su búsqueda, pero aunque encontraron los cuerpos del guía y de los policías, a John no se le vio nunca más. Todas las patrullas de rescate lograron salir ilesos, lo cual hace preguntarme si quizá anda algo mal en mi cabeza; pero tengo las heridas y están los cadáveres de mis compañeros de viaje. No lo sé. Ahora sólo puedo contar lo que creo que pasó. Le dije a la policía (y me atuve rígidamente a mi historia) que me había separado de los otros antes de que ocurrieran las muertes. ¿Cómo iba a explicarles dos muertes por instrumentos afilados y un ahorcamiento posterior? Les dejé que intentaran imaginárselo. Todo lo que les dije fue que había oído el grito final de John, y eso era verdad. Incluso no me preocupa si me creen o no. Estoy fuera de ese maldito agujero infernal y eso es todo lo que me importa. ¿Y Sheena? Hace siete meses del incidente y hasta ayer me enfrenté a ella y la acusé de haber tenido un lío con John. Ella me miró tan conmocionada y angustiada y lo negó tan vehemente que tengo que admitir que al final creo que no hubo nada entre ellos. Estaba a punto de contarle que John lo había admitido, pero lo pensé mejor. Quiero decir, ¿lo hizo? Desde luego, él sugirió que había habido algo entre ellos, pero quizá sólo estaba intentando provocarme. Quizá yo había completado resquicios mis propios celos. A decir verdad, no puedo recordar honestamente y va a ser duro vivir con la culpabilidad. Veréis: cuando me preguntaron en qué punto oí el grito de socorro de John, señalé un punto... bueno... Creo que les dije que excavaran. Dije... En cualquier caso, no le encontrarán, lo cual no era sorprendente, ya que yo... bueno, quizá no sea éste el lugar para hacer confesiones completas. John está todavía allí abajo, en algún lugar. Que Dios le ayude. Tengo la horrible sensación de que las ruinas subterráneas de la Ciudad Amurallada pueden mantenerle vivo de alguna forma, con agua filtrada y con comida en forma de cucarachas y ratas. Un hombre hambriento comerá porquería con tal de llenar su estómago. Quizá todavía está debajo, en alguna bolsa, por ese mundo subterráneo. Una tortura tan lenta y terrible como la de mantener a un hombre apenas vivo, en su propia tumba, sería consecuente con esa tortuosa y nefasta entidad que conozco como la Ciudad Amurallada de los manchúes.
Algunas noches, cuando me siento especialmente valiente, voy al parque y escucho — escucho pequeños gritos desde una prisión subterránea — , escucho débiles súplicas de socorro desde un «oubliette», a lo lejos, bajo del suelo. A veces creo que los oigo.
Los pasos de la abuela Gwyneth Jones Gwyneth Jones ha escrito recientemente buen número de excelentes relatos fantásticos y es la autora de Divine Endurance, Escape Plans y Kairos. También escribe libros para niños con el seudónimo de Anne Hallam. Vive en Brighton, Inglaterra. Se dice con frecuencia que el horror es un género conservador, escrito mayormente por hombres. Sin embargo, también es verdad que algunos de los mejores relatos de horror han sido escritos por feministas, por ejemplo. The Yellow Wallpaper, de Charlotte Perkins Gilman; My Dear Emily, de Joanna Russ, y The Vampire Tapestry, de Suzy McKee Chamas. Ésta es una historia sobre la psicología de la opresión. El orgullo es anterior a la caída
La reunión fue intensa: las operaciones eran tan importantes y la discusión sobre ellas tan profunda que me sentí como si Don y yo hubiéramos estado llevando casco protector y transportando tablones. Al final, estábamos exhaustos. Donald y el señor Hann (el médico de la casa) caminaron hacia la puerta delantera, consultando todavía cómo negociaban el andamiaje. Suzy estaba dormida sobre la espalda de Don. Pobre niña, había sido buena como un ángel; su carita se fruncía muy seria cuando escuchaba y miraba por encima del hombro de su papá. Vacilé. Musité algo sobre querer echar otra mirada abajo, pero no pretendía que me oyeran. Quería hacer algo que era privado, o quizá sólo demasiado tonto para recabar la atención de los demás. Estábamos a mediados de febrero y ya hacía frío en el oscuro atardecer, al final de la jornada de trabajo. El fontanero y el electricista y todo el personal de confianza del señor Hann habían recogido y se habían marchado mientras él nos concedía el beneficio de su — realmente maravilloso— comportamiento con la enferma. Bajé las oscuras escaleras que en este momento terminaban en unos tablones extendidos a través de un agujero; encontré el cable de la luz que colgaba de una vigueta desnuda del techo y apreté el interruptor. Dentro de una bombilla gris que se balanceaba en el aire, el retorcido arco incandescente parecía estar luchando contra fuerzas superiores, como si la humedad que subía por las paredes fuera algún tipo de reforzamiento de la oscuridad. Nuestro sótano tenía un aspecto horroroso, realmente horroroso; como un absceso de pus o un diente extraído. Salí al centro de lo que una vez había sido una habitación e intenté recordar cómo la había visto por primera vez. Entonces la casa estaba vacía, e incluso con todos sus problemas era casi más de lo que nos podíamos permitir. Había una terrible sensación de urgencia al sentir a los de urbanismo a nuestra espalda y ver cómo la podredumbre y la humedad trabajaban afanosamente. Yo tenía que recoger la llave del agente y bajar aquí casi todos los días con Suzy a esperar todavía a otro topógrafo, un médico de casas o un experto en descomposición. Suzy prácticamente aprendió a andar en este sótano. Anduvo muy pronto: con apenas diez
meses comenzó a hacer sus pinitos. Fue aquí, en la sombra, en el vacío mohoso, donde había dado alguno de sus primeros, tambaleantes y triunfantes pasos. Ahora parecía más una excavación arqueológica que un lugar donde la gente pudiera vivir. O parte de una investigación de asesinato en masa. Cuando nuestros amigos (tuvimos que enseñárselo, no podíamos guardar tal espectáculo para nosotros mismos) vinieron a admirarlo, todos ellos dijeron lo mismo: «¿Habéis encontrado ya el cuerpo?». Pero a pesar de todos los traumas, sabíamos que estábamos haciendo lo que debíamos. Incluso desde que nació la niña y aun antes, habíamos sabido que esto iba a pasar. Fue el cambio de casa lo que marcó el cambio de nuestras vidas. Y ésta era la única forma de vida que nos parecía correcta. Queríamos vivir en un lugar que tuviera sus raíces ancladas en el pasado, pero remodelada a nuestro gusto. Necesitábamos fundir lo viejo con lo nuevo, tanto en nuestros ladrillos y en nuestro cemento como en nuestras vidas. Me quedé y esperé que la presencia de la antigua casa regresara desde donde quiera que hubiera sido conducida por la atronadora música pop y el trueno de las herramientas. No creo en fantasmas, pero creo en atmósferas. Nunca había sido dueña de una casa antes, y quería redescubrir el significado emocional del paso que estaba dando; algo que había sido oscurecido por los pánicos y las crisis de las últimas semanas. Cerré los ojos, con la sensación fugaz de que estaba corriendo alguna clase de riesgo. Todo estaba tranquilo allí abajo, a pesar del frío y de la humedad, del olor a cieno. El zumbido del tráfico lejano sonaba suave como una canción de cuna en comparación a lo que rugía en la atascada calle a la que daba nuestro piso. Cuando supe que estaba tranquila, cuando había realizado esa sutil pero inequívoca transición a la concentrada consciencia neutral, abrí los ojos. Entonces vi a una mujer anciana sentada junto al hogar, es decir, frente al agujero abierto donde iba a estar nuestra chimenea victoriana restaurada. Estaba sentada, derecha, en un sillón de respaldo recto. Estaba haciendo ganchillo; un blanco montón de labor yacía en su regazo. No me veía. Estaba totalmente absorta, con su cara inclinada, con una expresión severa y medio ausente, la expresión que se produce con las tareas que ocupan las manos y vacían la mente. Su piel parecía suave como los pétalos de una rosa: la delicada, sólo ligeramente arrugada tez de una plácida abuela; las mejillas que uno sabía que serían tan suaves al tacto como las de un bebé. Yo nunca tendré una cara como ésa. Pienso demasiado, discuto demasiado. A veces no duermo muy bien. La anciana, junto a mi hogar — plantée la, como dicen los franceses— parecía estar muy segura de sí misma, como si estuviera en su perfecto derecho de estar allí, como si posiblemente nada pudiera moverla. Tenía una inquietante apariencia contemporánea, demasiado para ser una emanación espectral. No era una abuelita victoriana, sino una anciana bien conservada de hoy en día: una coleccionista de recetas de los programas culinarios de TV, una cómoda lectora de gruesas y brillantes sagas familiares. La visión persistía, haciéndose más nítida cuando miré fijamente, alimentándose de no sé qué trozos de información en las formas de la oscuridad y de los ladrillos desportillados. Las telarañas blancas de la putrefacción de la madera recién descubiertas flotaban alrededor de su cabeza y se habían transformado en el ganchillo de su regazo y en sus diestras y suaves manos aplicadas a la labor. Entonces comencé a oír su respiración. Era desagradable: el sótano entero parecía resonar con ella; un pesado jadeo asmático, como de alguien que se estuviera muriendo. Era un ruido inmundo. Incluso se me ocurrió que quizá alguien se estaba muriendo, realmente en la puerta
de al lado del sótano. Después de un minuto o dos se detuvo y yo me fui. Donald estaba esperando en el coche. La niña —todavía dormida— estaba atada con las correas de su silla en el asiento trasero. Me había dejado el asiento del conductor. Entré y nos sentamos, cogidos de la mano, con pocas esperanzas. Don no habría estado más deprimido si el señor Hann hubiera sido un auténtico geriatra y nos hubiera dado noticias graves sobre un ser querido. Pero no era demasiado grave. Sabíamos que nos estábamos enfrentando a un reto: ganaríamos. —¿Y bien? Entonces, ¿qué conseguiste? ¿Qué te parece? ¿Vamos a vivir con ese personaje? Desde luego, sabía que yo estaba al tanto. Me conoce. Estamos muy unidos Don y yo. Lo cual es algo que hace unos pocos años no creía que podría decir, por más que estábamos casados, ¿verdad? Pero había visto agriarse tantas relaciones por la porquería acumulada que salía a la superficie bajo la presión de dos carreras y el cuidado de los niños. Sabía cómo valorar mejor lo que teníamos. —Un poquito destrozada, de momento —dije—. Un poquito machacada y maltratada. Pero estructuralmente sólida. Podía haberle contado que había visto el espíritu de nuestra casa, vivo, bien y sentado cómodamente junto a su propia chimenea. Pero no lo hice. No me gustan las abuelas con las mejillas como pétalos. Si hubiera sido la imagen de una anciana, realmente se trataría de una mujer muerta, que apesta. De todas formas, estaba aquel horrible ruido. No creía que Don quisiera oír hablar de un vecino enfermo sin esperanzas precisamente ahora. Exhaló un gran suspiro. ¡Dinero! ¿De dónde íbamos a sacar todo el dinero? —Sobreviviremos, Rose. —Por supuesto.
El trabajo de la mujer no se termina nunca
Nos trasladamos. Tantas cosas que hacer, tantas capas de suciedad, deterioro y abandono que había que quitar. De repente éramos pobres, después de años de prosperidad por los dobles ingresos y los escasos gastos: fundamentalmente, tendríamos que hacer el trabajo nosotros mismos. Pasamos días acampando en los más o menos habitables pisos superiores, y todas las noches nos sumergíamos en un mundo de herramientas, productos químicos y pintura. Abajo, en el sótano, lo que iba a ser nuestra cocina era todavía un desastre. La soleada terraza con vistas al jardín, donde imaginaba un perfecto desayuno al aire libre, estaba llena de montones de escombros; las paredes de la cocina rezumaban una mezcla de betún negro que obstinadamente se negaba a «secarse». Hicimos un arreglo provisional en la habitación que iba a ser el estudio de Don: el frigorífico en una esquina y la cocina y el microondas conviviendo con un viejo gran escritorio; hacíamos la colada en el cuarto de baño. Al principio todo esto parecía divertido, una gran broma: intentar mantener separado el aguarrás de la mantequilla y la salsa de chile de los recibos de los contratistas. Don y yo apenas nos veíamos. Por la noche chocábamos el uno con el otro a la puerta del frigorífico, rebuscando cerveza y chocolate. Éramos como el cazador y el ojeador que se encuentran brevemente para compartir una o dos chuletas poco hechas al fuego. Gastábamos la broma de
que la casa había triunfado donde el mundo había fracasado durante años, separando nuestras vidas. Anatomía de una chimenea: recoger las herramientas, la lata de disolvente, los guantes y la máscara. Tapar las cosas de alrededor y manos a la obra. La última capa, la superior, estaba pintada de blanco, antes de verde, antes de su increíblemente pegajoso azul, que se agarraba con fruición a los detalles de la moldura; debajo de todo había estado el marrón oscuro. ¿Para qué demonios quería alguien pintar una chimenea de hierro negro de marrón oscuro? Había un montón de tesoros enterrados en esta casa, cosas adorables y ricas en detalles como nunca se ven en las moradas modernas. También había una asombrosa cantidad de horrores completamente intencionados. Para llevar a cabo estos trabajos pesados y estúpidos, era necesario desarrollar un estado mental especial. Aun sin sentido aparente, yo me había entrenado para trabajar duro, sin pensar prácticamente en nada, en un trance positivo de vapores de disolvente y músculos que arden. En tal estado, las alucinaciones no son improbables. Decidí dar un descanso a la taladradora y saqué la mano para coger un estropajo. Me encontré a mí misma tirando de una madeja de cabello humano. Lo dejé caer con una repugnancia instantánea, pero no lo suficientemente rápido. La mano me escocía como si la hubiera metido en el disolvente de la pintura. Se me había olvidado que me había quitado los guantes: cuando miré, vi que los dedos y la palma de la mano estaban moteados de gotas de sangre. Me arrodillé mirándome fijamente la mano y sintiendo un picor de desasosiego en la parte de atrás de mi cuello. La casa estaba muy silenciosa, ahora que había apagado la taladradora y la luz parecía extraordinariamente artificial, como lo parece siempre en una habitación vacía por la noche. Me puse los guantes y seguí. La capa blanca, la verde, la azul pegajosa, la horrible marrón... Me apliqué pacientemente a la inacabable, inacabable tarea, hasta que el trapo quedó inservible. Me estiré de nuevo para coger el estropajo: era cabello. Sentí cómo se resistía y retrocedía cuando tiré de él y en un instante otra conciencia inundó mi mente. Sentí la indignidad del desamparo senil, cuando ni siquiera puedes cuidar de ti mismo y tienes que soportar las bruscas atenciones de una enfermera descuidada o de una hija resentida. Los sentimientos de esa anciana odiada estaban bajo mis manos, me impregnaron, y no despertaban ni simpatía ni piedad, sólo miedo y disgusto. Luego la experiencia se acabó y me dejó estremecida... liberada de la posesión. A lo lejos podía oír la radio sonando tranquilamente, desde donde Don estaba trabajando, empapelando las paredes del piso de arriba. Fui y le llamé por la escalera: —¿Podemos cambiar? Los vapores del disolvente están empezando a afectarme. Anatomía de una escalera. Esta vieja casa nuestra es alta y ancha. Uno de sus principales atractivos es la escalera. Lleva desde el soleado nido de águilas donde el ordenador espera pacientemente esos momentos robados, hasta el amplio recibidor con sus azulejos a cuadros blancos y negros. Pienso que fueron aquellos elegantes azulejos y la visión de la preciosa escalera los que nos decidieron a comprar este sitio. Vi las barandillas decapadas y ligeramente barnizadas; las paredes pintadas con capas de delicados colores marinos, turquesa pálido, lila y azul celeste, ondulándose uno dentro del otro. ¡Pero qué trabajoso era! Por lo menos, en la preparación no había productos químicos. Así que podía intentar terminar algo durante el día. En casa, en la otra, jugaba con Suzy todo el tiempo, cuando no estaba con la cuidadora. Don y yo compartiríamos las tardes y los fines de semana en este
trabajo que considerábamos necesario. Ahora me había convertido en la «madre trabajadora» de mis peores pesadillas: cada día una serie de diminutos desafíos y derrotas, intensas campañas para conseguir metas insignificantes. Suzy se había convertido casi en mi enemiga. Me prometía a mí misma que la compensaría cuando las necesidades de la casa hubieran sido satisfechas... Estaba lijando las escaleras del último piso, restregándolo todo con paciencia: atención sin inteligencia al rodapié color excremento. (¿Quién habría sido el que escogió tener paredes color mierda?) Suzy abandonó las destrucciones que estaba sembrando por mi abandonada oficina y vino y me cogió la lija. —Para —dijo, en ese proto-inglés que sólo Don y yo podemos realmente comprender. —Por favor, quítate de en medio, Sue. —Por favor, para. Le había dicho que esa palabra, «por favor», es como un besito, así que me besaba mientras tiraba de la lija con manitas decididas e imperiosas. —Lo siento, cariño, tengo que hacerlo. Pensé con desesperación que me estaba volviendo una madre auténtica. No tengo tiempo para mi niña, ella forma parte del trabajo pesado. Y yo me había jurado a mí misma que mi niña nunca sería «trabajo». Pero estaba hipnotizada por la tarea, parecía la única manera de que Suzy lo comprendiera. Comencé a frotar de nuevo. Vi que estaba restregando carne. La vieja madera era suave, olía a polvos de talco y a edad rancia: cuando froté se apartó de mí contrayéndose. Seguí combatiendo obstinadamente la estúpida ilusión de un cerebro agotado. — ¡Por favor, para! ¡Por favor, para! Insensata crueldad con la carne desvalida. Estaba arrodillada a horcajadas sobre la vieja columna vertebral, la piel fláccida cayendo en flojos pliegues... Quítate de en medio, vieja bestia... Me sacudí, me levanté y corrí al cuarto de baño. Estaba verdaderamente, físicamente enferma; vomité y me tumbé en el suelo a los pies del retrete. Miré fijamente la agrietada escayola del techo veteada como el rico y horrible mármol de un edificio público Victoriano. Pero el de allí arriba estaba deteriorado, no había riquezas. Las tablas desnudas bajo mi cabeza, manchadas de pintura y de arena; trapos y latas de barniz se amontonaban en las esquinas. Nuestro sobrio cuarto de baño estilo Victoriano parecía flotar por encima de su entorno, como una familia de cisnes perdido en un viejo canal lleno de verdín. Esclavizada por la marea invasora de caos mugriento; todos y cada uno de los días como un ama de casa del tercer mundo... ésta no puede ser mi vida. Estaba próxima a la desesperación. Oí a Suzy entrar corriendo en el cuarto, me di la vuelta y la vi allí, de pie con su pequeño mono verde, sosteniendo la lija y con su rizado cabello rojizo como una brillante aureola. Se reía indecisa: yo estaba jugando a un juego que ella no comprendía. Fue unas pocas noches después cuando volví a oír la respiración. Debía de haber durado mucho tiempo, pues estaba colocando estantes y sólo oí el otro ruido cuando paré para descansar. La persona enferma seguía jadeando, jadeando, jadeando, hasta que el espasmo alcanzaba algún tipo de clímax y entonces cesaba. Quienquiera que fuera, lo habían trasladado desde el sótano hasta la primera planta, aunque apenas podía creer que alguien que hacía un ruido como aquél fuera capaz de subir escaleras. Fue sólo más tarde, mientras estaba dejando mis herramientas y la respiración estertórea comenzó de nuevo, cuando me di
cuenta de que el sonido también había cambiado de lugar. Ahora llegaba a través de la pared, subiendo desde la terraza. Antes bajaba. Subí a Londres para ir a una reunión de guionistas, resentida porque en este momento habría preferido pasar todos los días que me dejaba la cuidadora de Suzy en la casa, cualquier cosa con tal de terminar aquel horroroso trabajo. Zak Morgan, el animador, vino conmigo al pub y me pagó una copa. Sabía que debía tener un aspecto horrible cuando hasta Zak se apiadaba de mí; en realidad, no nos teníamos mucho cariño. Me sonrió afectadamente por encima de la mesita, con la mejilla apoyada en la mano, como si estuviera posando para una foto anticuada. (Zak siempre está posando para algo.) —¿Sabes, Rosie? Durante estos últimos seis meses has madurado realmente. Todos lo hemos notado. Ya no sacas esas espinas de puerco espín que todos temían. Ninguno de mis amigos me llama Rosie. ¡Bastardo protector! Pero era verdad. Solía llevar a cabo largas campañas de guerrillas en esas reuniones. Era sólo una historieta para críos, pero siempre que pudiera, me situaba el lado del mundo que yo quería para Suzy. Hubo una vez que pensaron que estaba cargando las tintas en los personajes femeninos. También estuvo lo de la selva, cuando se preocuparon de que mis tendencias «ecológicas» pudieran ofender a algunas personas. ¡Por Dios! Mi fuerza era que todos sabían que yo quería tanto como cualquiera que nuestro producto fuera un éxito. No siempre conseguí salirme con la mía, pero a menudo lo hice: sólo cuando era simpática y razonable y me quedaba en mi terreno. El que aguantara era suficiente para que a los ojos de Zak apareciese como una fanática total. Pero todo eso fue anterior a la casa. Era verdad, tenía razón. No luchaba por nada en este momento. No tenía ningún objetivo a la vista, excepto seguir entregando material que fuera suficientemente bueno para que me siguieran pagando. Vi a Zak observando a ver cómo digería su inoportuno cumplido y lo peor que me había dicho era que medio año se había esfumado. Medio año de mi preciosa vida se había quedado en aquel abismo de la casa y se había desvanecido sin dejar rastro. Estaba sonriendo como si pudiera ver dentro de mí: las fuentes de pesar y pérdida que brotaban de mi interior. Pérdida irremediable, aflicción inconsolable... —Ah, bien —dije seriamente—. Eso es porque estoy bastante preocupada en este momento. Me están embrujando, Zak. Me he vuelto víctima de una posesión psíquica. Zak estaba preocupado. Como si se estuviera preparando para contenerme de alguna forma humana, pero dolorosa, hasta que los hombres de blanco pudieran llegar aquí. Me reí. —Me refiero a la casa nueva, Zak. Me está poseyendo la putrefacción de la madera. Es una materia horrible, ¿sabes? Puedes estar infectado antes incluso de que sospeches que pasa algo. Quizá debería contarte algo. Quizá debería contarte algo sobre el craqueo coloidal, para que puedas inspeccionar tu casa antes de que sea demasiado tarde. Pero en el viaje de vuelta a casa en tren, mi broma comenzó a adquirir un significado insospechado o quizá a tomar la forma de una verdad que había estado evitando. Donald ya estaba en casa y había recogido a Suzy de casa de la cuidadora. Los dejé jugando juntos en su habitación y bajé las escaleras. De hecho, la putrefacción de la madera estaba supuestamente erradicada por completo y teníamos garantías para probarlo. Pero la idea de un progresivo cáncer de los ladrillos y de la madera me turbaba y había desarrollado en mí un poco de fobia al sótano, donde la putrefacción había sido tan violenta. Aunque el equipo del señor Hann había recogido definitivamente dos días antes, estaba demorando la situación. Dije que quería esperar hasta
el fin de semana para tomar posesión, cuando tuviéramos más tiempo. Abajo, más allá de la habitación donde la persona enferma jadeaba al otro lado de la pared, y de la otra habitación, donde había creído que el estropajo era el enmarañado cabello gris de una anciana... A través del recibidor delantero, donde mi maravilloso sueño estaba empezando a hacerse realidad. Cartones de embalaje cubrían todavía las escaleras del sótano. Las paredes todavía estaban sucias y pintadas de marrón oscuro; el aire olía todavía a casa vacía; cartas viejas desintegrándose en un recibidor húmedo. Empujé la puerta del fondo de las escaleras y miré dentro del lugar que el señor Hann había decidido llamar «la habitación familiar». Había un olor húmedo, agrio, a escayola nueva. Había una montaña de muebles desechados y cajas en medio del suelo nuevo de pino blanco. Literalmente, no había estado sola aquí abajo desde la última reunión antes de mudarnos. Había habido muchísimo que hacer en otras partes y no había tenido que explicar mi repugnancia a nadie. Pero yo sola había estado lo suficientemente preocupada como para soñar con esa fobia sobre la putrefacción. Las telarañas blancas y los ladrillos desnudos habían desaparecido, pero ella—ello todavía estaba allí. Estaba sentada exactamente como la había visto antes, con una plácida serenidad. Sus manos se movían constantemente, enganchando y guiando; su dulce rostro estaba plenamente satisfecho.
No se pueden pedir peras al olmo
Decidí que no iba a contarle nada a Don. Comprendía lo que me estaba pasando; podía traducir el lenguaje de esta obsesión con bastante facilidad, pero me preocupaba mi reputación. Don creía en mis «sensaciones» sobre los lugares y personas. Sabía que tenía que seguir tranquila y alerta mi camino, sola a través de esta crisis, o la casa estaría envenenada para los dos. Entretanto, tendría que tolerar los ligeros daños que originaría a nuestra relación. Una vez que regresé de otro día de trabajo, me encontré a Don hurgando en mi dormitorio. Había voces abajo. Me di cuenta de que estábamos en una improvisada velada social y tenía que prepararme. Más aún que el hecho de no tener acabados el decorado y los arreglos, estaba ansiosa por enterrarla. Pero parecería una chifladura si hubiese dicho que prefería raspar pintura que descansar. Don estaba lanzando montones de papel, como un perro que escarba buscando un hueso. —¿Qué haces? —le grité. —Oh, Rose, sólo estaba buscando aquella fotografía. La de la anciana señora polaca... Esa fotografía la habíamos encontrado en el fondo de uno de los armarios empotrados que sacamos de la habitación de Suzy. Era una vieja copia de color sepia; nada que ver con mi fantasmal abuela. Pero, de cualquier modo, la había quemado. —¿Por qué estás armando semejante follón? —vociferé—. No está ahí dentro. ¡No sabes donde está! La ahuyenté de mi territorio. Se fue con esa aburrida expresión de niño travieso que pone cuando cree haber tropezado con la incomprensible femineidad que hay en mí. Rose viste como un electrodoméstico defectuoso. Esta casa... Para mí ahora tenía su propio olor, no enmascarado ya por la humedad o el
yeso fresco y la pintura húmeda. Siempre que giraba mi llave y abría la puerta delantera, el perfume rancio me envolvía: lirios del valle o quizá lavanda, con una nota vagamente antiséptica. Olía un poco a hospital o a los aseos de una tranquila sección de almacén pasado de moda, donde por debajo de la dulzura forzada de las viejas damas a las que les gusta parecer encantadoras, yace un olorcillo a decadencia agria y sucia. Soñé con la primera vez que vinimos a ver la casa vacía. En el recibidor desordenado y tenebroso, nos encontramos con la vieja dama de la fotografía. Era un largo fardo, con blusa y falda oscuras, como un saco atado por la mitad. Su cara está amarilla como la cera: su cabello estirado hacia atrás en un severo moño todavía bastante negro. Miramos por todos lados. La casa estaba llena de muebles, adornos y cortinas. Al fondo del gran recibidor, con sus azulejos blancos y negros casi oscurecidos por la mugre, una vieja lámpara de gas colgaba, cubierta de telarañas, como si —algo imposible— nunca se hubiera instalado energía eléctrica en la casa. Bajo la lámpara, tres puertas con marcos de intrincada madera labrada estaban alineadas. La madera estaba barnizada con una melaza espesa y abundantemente cargada de polvo. Todas las puertas se abrían a un ángulo de la habitación, y su extraño orden hacía difícil imaginar su uso original. Era el tipo de error que funcionó en nosotros como una droga, forzándonos a despojar, golpear, a explorar... como si fuéramos los únicos que podíamos descubrir la verdadera casa, la que el arquitecto original había conseguido realizar. Por todas partes se extendía la penumbra que producen las persianas bajadas (¿por quién?) para que no pierdan color las alfombras y que la convierte en la lóbrega cueva donde una vieja dama que vive sola oculta el hecho de que se ha vuelto incapaz de arreglárselas sola. Era obvio que había renunciado a la mayor parte de las habitaciones. En un salón del piso superior las cortinas de terciopelo colgaban hechas jirones, conservándose su uniforme color sucio en alguna que otra raya de los pliegues de vivido púrpura; el pálido sabor de una época muerta hace tiempo. Un piano vertical reposaba pudriéndose sobre sus patas; había trozos de su tabla trasera desparramados por el suelo. En su interior, las polvorientas teclas estaban caídas y retorcidas por el óxido. En uno de los dormitorios, al levantar un colchón —no puedo recordar por qué— , encontramos debajo una capa de larvas blancas que se agitaban. Don me miró con esperanza (el sistema de comunicación silenciosa de los que buscan casa) y yo le indicaba: No, no, no... En medio de nuestra visita, los hombres de chaqueta blanca vinieron y se llevaron a la vieja dama. Así fue alguien de fuera quien nos permitió salir de aquello y Don —esto es, una parte de mí— se sintió muy aliviado. Ella se había ido y nosotros estábamos a salvo. La parte Don de mí pensó que ahora todo estaría bien. Pero yo seguía diciendo: No, no, no... En realidad, el incidente de las larvas no sucedió nunca. La vieja dama polaca se había ido a una clínica para morir varios meses antes de que la casa se pusiera en venta; la casa fue desmantelada hasta dejar sólo sus paredes podridas antes de que la viéramos por fin, así que nunca vimos allí dentro un piano o una lámpara de gas; las tres extrañas puertas estaban en otra casa. Pero algunos sueños se hacen verdaderos; se convierten en parte de tus experiencias recordadas y no pueden ser desterrados por la razón. Finalmente nos trasladamos al sótano y al final todo el lugar fue nuestro. Calenté algo de café en el microondas y miré al soleado jardín bajo el nivel del sótano, aquí en la parte de atrás de la casa. Pero no permití que me tentara su parte sin cultivar: éste iba a ser un día libre sin Suzy y lo iba a pasar entero en mi trabajo. Sorbí el café, que sabía a agua de lluvia caliente, y me dirigí a mi oficina. Acabábamos de terminar de decorar la habitación grande en la parte
delantera del sótano, a la que llamábamos sin mucha convicción «la habitación familiar», aunque odiábamos la descripción. Las paredes eran de un amarillo —claro, opalino, con una cenefa geométrica negra y ocre en la cual yo me había esmerado enormemente. Las ventanas, que habíamos ampliado, dejaban pasar gran cantidad de luz del sol fluctuante, multiplicando mi amarillo. Todavía había cosas que colgar: las cortinas de pesado lino. Cuando la luz del sol faltaba, había lámparas de luz blanca en la pared dispuestas para reemplazarla. Yo había insistido en la iluminación indirecta: nada de lámparas por encima de la cabeza que cuelgan y proyectan sombras tenebrosas. Este sótano no debería ser tenebroso: yo había sido tajante en esto. Nuestros viejos muebles del cuarto de estar, algunos de ellos de aspecto muy lastimoso, reposaban un poco desmañadamente en su gran casa nueva: las sillas, que todavía no habíamos vuelto a barnizar; la vieja mesa de café, que tendría que ser reemplazada, porque ya no encajaba. La chimenea art-nouveau —que había restaurado Don, no yo — brillaba misteriosamente en su restaurada belleza, con sus brillantes lirios de hierro que hacían fuego con los barrocos lirios amarillos de mis cortinas nuevas. No quedaba rastro de la ruina que había evocado mi visión, pero aparté mis ojos cuando pasé. Todavía tenía que hacer frente a mis malas sensaciones sobre esta habitación, a pesar de todos los cambios. Si no miro, entonces no hay nada allí... Abrí la puerta de las escaleras: un estrecho y encajonado tramo de escalones, que nunca parecía particularmente agradable. Alguien estaba subiendo delante de mí. Mi mano se había extendido automáticamente para alcanzar el interruptor de la pared; a la luz artificial vi la figura. Ella—ello llevaba un vestido color lila con una rebeca blanca por encima. No podía contar mucho sobre el estilo del vestido, pero parecía el tipo de cosa que cualquier vieja dama podía haber llevado en los últimos treinta años. La figura se apoyaba en la barandilla con una mano, ayudándose con la otra mano en la pared. Me estaba mirando por encima de su hombro. Cerré la puerta. Todavía había cajas con nuestras pertenencias amontonadas en medio del suelo, esperando a que las colocáramos en estantes barnizados y las colgáramos en las pálidas paredes. Me senté sobre una caja de libros, con la espalda contra el hogar. Estaba sudando; pensamientos ridículos se precipitaban en mi mente, recursos ridículos. Dejaría una nota para Don; me iría ahora por la puerta del sótano, recogería a Suzy de casa de la cuidadora y nos marcharíamos; no regresaríamos nunca. Nos dirigíamos a las carreteras, nos haríamos nómadas. No quedaba otra esperanza de escapatoria. Luché conmigo misma y triunfé. Regresé; recalenté mi café que se había enfriado. La figura de las escaleras no era visible; si todavía estaba allí, no me daba cuenta. Y dediqué el día completo a trabajar en mi escritorio: no fue un buen trabajo, pero sí lo suficientemente bueno para que me pagaran por él. Una de mis abuelas había muerto antes de que yo naciera. La otra, una vieja dama autosuficiente, no había dedicado mucho tiempo a nuestra familia desde que murió su esposo. Vivía en Canadá. No la había visto desde que era una niña, pero descubrí por mi madre que estaba viva y bien, tan activa como siempre. Don, por su parte, no tenía abuelos vivos. Los dos teníamos padres a los que todavía no afectaba la edad. No había rasgos de la abuela fantasma en la madre de Don —todavía atractiva, de huesos de pájaro y cristal tallado— ni en mi propia querida, vigorosa y desarreglada mamá. Sin embargo, me quedó la ligera certeza de que había visto antes en algún lugar a la mujer de las escaleras. Desenterré álbumes de fotografías que habían permanecido enterrados durante meses en la confusión de
la mudanza y los estudié furtivamente, buscando ese dulce y viejo rostro. No estaba allí. ¿De dónde había surgido? Yo sabía la respuesta, desde luego: de lo más profundo de mi interior, tan familiar como un mal sueño. ¿Qué daño puede hacer un fantasma? Ficciones aparte, en los informes que pasan por ser verosímiles nunca parece haber un propósito o una coherencia en estas cosas. Solamente pasan, solamente son. ¿De qué hay que tener miedo? El miedo es el contagio de la muerte. Una vez en Chinatown, en una exótica ciudad lejana, vi una casa de la muerte: un lugar al que los viejos y los muy enfermos eran llevados a toda prisa, respirando todavía, en un intento despiadado de aislarles, de ponerles en cuarentena, exactamente como si la muerte fuera una infección que se pudiera contener. Yo estaba enferma de esta infección. Algo viejo que debía estar muerto utilizaba la casa como un camino hacia mi mente. Yo sabía lo que estaba pasando: al rehacerse, esta casa me estaba reduciendo a una pieza estúpida de un mecanismo de carne y sangre; quería obligarme a adoptar el papel de «ama de casa» que yo siempre había rechazado ferozmente. Alguna parte de mí debe haber temido siempre esta consecuencia de la casa—propiedad. Sabía que mi miedo a todo lo que representaba la plácida abuelita estaba tomando este cariz alucinador porque estaba muy cansada. Pronto estaría mejor, tan pronto como pudiera arrojar por ahí mis guantes manchados, quemarlos y volver a ser Rose. Sabía todo esto, pero no podía dejar de pensar en la figura de las escaleras. A veces la veía cuando abría esa puerta, a veces no, pero estaba siempre conmigo. Un día estaba en mi escritorio, escribiendo un par de cartas urgentes, mientras Suzy jugaba en su habitación de abajo. Tenía el escucha —niños a mi lado y podía oírla charlar. El parloteo de los niños siempre parece una conversación, pues dejan pausas para las respuestas de un oyente invisible... Pero de repente supe que no estaba sola. Di un salto y corrí escaleras abajo. No había nada a la vista, desde luego. La niña estaba rodeada por un cerco de ladrillos de colores, algunos de ellos apilados en montones de tres y de cuatro. —¿Con quién estabas hablando, Suzy? Suzy se rió. Dijo: —Ido. ¿O quizá «yaya»? 10 La miré fijamente, horrorizada al no ver rastros de miedo o repulsión en la cara de mi hija. —No debes hablar con esa señora. No quiero que juegues con ella. ¡No es amiga mía, ni tuya! No sabía lo que estaba diciendo. Cuando me di cuenta de la repercusión de mis propias palabras, me quedé hundida y mis rodillas cedieron bajo mi peso. Me puse en cuclillas sobre la bonita alfombra verde de Suzy. —Oh, cielo, querida... No quería decir eso. Sé que no había una señora. Mami, no... Mami, no está bien... Los niños son criaturas volubles. Suzy no lloró ante mi extraño comportamiento, ni vino hacia mí. En vez de hacerlo, se tumbó en el suelo y se quedó allí, mirando los ladrillos con cara de sueño y tarareando una cancioncilla. Aquella noche me senté en la habitación familiar con Don. Me había pedido que nos tomáramos una tarde libre para estar juntos, pero no estaba siendo un éxito. Se había desplomado frente a la televisión y yo ni siquiera podía descansar. Mis manos estaban Aquí la autora juega con la posible confusión fonética entre «Gone» («Ido») y «Gran» (apelativo familiar de abuela). (N. del T.) 10
impacientes por ocuparse de algo. —Estoy tan cansada —gemí. Me miro en el espejo y me horrorizo. Y lo peor es que sigo pensando que me sentiré bien cuando las cosas vuelvan a la normalidad. Pero nunca lo harán—. Don, ¿te das cuenta de lo que ha hecho esta casa? Nos ha arrastrado a través de la Gran Línea. Ya no seremos jóvenes nunca más. Lo que yo pienso que es «normal» era ser joven, y conseguimos seguir siendo aún después de tener a Suzy. Pero ahora se ha acabado para siempre. Me miró, lanzándome un amargo reproche, como un perro al que están golpeando. —Siempre dramatizas las cosas, Rose. Estarás estupendamente cuando acabemos con estos jodidos arreglos y embellecimientos. Me quedé sentada allí, luchando con un impulso que realmente espantaba. Todavía estaba asustada por lo que había imaginado oír que dice Suzy aquella tarde. También estaba asustada porque no podía dejar de pensar en los extraños comentarios que Don había hecho. No dijo nada sobre un fantasma, pero podía estarse refiriendo a él cuando comentaba: «El sótano está terriblemente oscuro, ¿verdad?» (lo cual no era verdad) o «El estudio siempre parece que está frío, ¿no crees? (en absoluto)». Me levanté, abrí la puerta y miré hacia arriba. Estaba allí. Empecé a comprender lo que debe ser sentirse realmente loco: vivir siempre con el miedo a lo que nadie más puede ver. —Don, ven aquí. Vino. —¿Ves algo? Se asomó a la escalera, que todavía estaba sin alfombrar y del color del barro, del color de la madera quemada y decapada hasta el penúltimo escalón. Le vi hacer una mueca y estremecerse. Por un momento me aterroricé. —Oh, mierda, Rosa prometiste no mencionar la casa. Me lanzó una mirada fiera, inocentemente pragmática. —Rose, supongo que quieres decir que deberíamos estar pintando. ¿Eres consciente de que esta casa te está volviendo loca? No me extraña que estés exhausta; nos estás llevando a los dos a la ruina, estás sufriendo algún tipo de megalomanía. ¿Importa realmente si las escaleras del sótano se pintan este mes o el que viene? Se fue pisando fuerte, refunfuñando que yo había echado a perder la tarde al quejarme. Así que nos sentamos entre las ruinas y cuando finalmente nos fuimos a la cama, caminó a través de la cosa de las escaleras como si no estuviese ahí. Y él hizo lo mismo.
No sirve de nada lamentarse por la leche derramada
Suzy no estaba durmiendo bien. Al principio no lo relacioné con mi obsesión; pensaba que era porque le estaban saliendo las muelas. Hicimos turnos para vigilar el escucha —niños. No me importaba realmente qué noche me tocaba. Me acosté escuchando junto a mi almohada la tranquila respiración de Suzy y sus apacibles movimientos. En esta casa la noche no era diferente del día para mí, pero era un alivio tenerla ahí, exorcizando el silencio. Estaba pensando en mis personajes de dibujos animados. Eran cositas divertidas: se suponía que
eran los habitantes de un estanque entre las rocas, pero no guardaban ningún parecido con ninguna especie marina conocida. Criaturas afortunadas, no tenían casa: cualquier grieta en la roca era suficientemente buena para ellas. Estaba medio dormida, fabricando historias, cuando me di cuenta de que algo le pasaba a la respiración de Suzy. Me resultó tan raro que me levanté —desnuda— y bajé las escaleras instantáneamente, sin pararme siquiera a coger una bata. No necesitaba encender ninguna luz, pues tres cuartos de luna blanca brillaban a través de la ventana de las escaleras. Le habíamos dado la que quizá era la mejor habitación de la casa, un lugar grande, soleado, con ventanas encantadoras en la parte de delante del primer piso. Lo vi a la luz de la luna, en el rellano. Estaba alejándose de mí, despacio, respirando pesadamente, con esfuerzo, bajando las escaleras de nuevo. Había dejado la puerta de la habitación de Suzy un poquito entreabierta, como hacemos siempre. Suzy todavía estaba dormida. Permanecí de pie mirándola, abrazando mi cuerpo desnudo con los brazos. A la difusa luz de su lámpara en forma de sirena (la única pieza de dibujos animados que permitiría en la casa) observé su tranquila respiración. Podía oler el ligero olor a hospital que producían los polvos de talco. Podía ver una huella en la almohada de Suzy que estaba segura de que antes no había estado. Bajé la mano y la puse allí. Aquéllas no eran las marcas de mis dedos. Una vieja de dedos retorcidos y nudosos se había inclinado sobre la niña. Desde la esquina de la habitación, un montón de ojos desvalidos me observaban: los juguetes de Lucy. No se despertó, no gritó. Tenía frío, mucho frío. Regresé a nuestra habitación y desperté a Don únicamente para tener compañía. —Creo que no la llevaré a casa de la cuidadora durante un tiempo —le dije—. Dejaré el trabajo una temporada: no me perjudicará en absoluto. Estaba profundamente dormido; supuso que me había estado enfrentando con otra dolorosa sesión de dentición y me miró un poco asustado. Siempre habíamos tenido muy claro que debía haber algo más que trabajar para que me pagaran, no debía caer en la trampa del segundo trabajo de media jornada. Debo proseguir mi carrera. —Muy bien, Rose, si eso es lo que quieres. Si realmente piensas que es necesario. Me quedé en casa. Cerré mi oficina. Trabajé como un demonio en la restauración de nuestra casa. A veces me parecía que estaba intentando aplacar a alguna diosa del Mal a la que había ofendido y dentro de cuyo templo me había descarriado. Ahora tenía conmigo a mi hija y yo tenía que dedicar muchas horas de trabajo estúpido a la vida y la libertad de Suzy. Pero pronto no fui sólo yo, sino que todo el mundo se dio cuenta del cambio de Suzy. Siempre había sido una personita atrevida y resuelta. No es fácil distinguir el sexo de un niño de esa edad vestido, al menos que los padres decidan indicar: «Éste es el chico», «Ésta es la chica». La gente estúpida decía que mi Suzy era un «¡auténtico hombrecito!», y cuando les corregía, la contemplaban como «una pequeña marimacho» y la sonrisa de aprobación disminuía visiblemente... Ahora ya no. Suzy estaba tranquila y bien. No se subía a las escaleras, no se salía de la cuna. Suzy se volvió una niñita formal, de movimientos pausados y de juego sosegado. Por las noches, ahora casi todas las noches, oía aquella terrible respiración. Y casi todas las noches Suzy se despertaba sollozando, con los ojos dilatados de terror y su pequeño corazón latiendo salvajemente, de tal modo que teníamos que abrazarla y mecerla para que se calmara. Suzy estaba sola conmigo todo el día y veía los conflictos que había conseguido ocultar a todos los demás. Intenté protegerla de mis pesadillas diurnas, intenté explicarle que no
pasaba nada realmente con las escaleras del sótano, que sólo eran tonterías de mamá. Pero en seguida quiso que yo fuera con ella cuando tenía que subir o bajar las escaleras... Yo era la única que sabía lo que pasaba y me arriesgué a no contarlo. Comenzaron a caerme simpáticas esas mujeres histéricas de los vídeos de terror. La mujer que va delante del monstruo en salto de cama y babuchas, sola porque no puede sacudir a su marido y decirle: «Despierta, hay...» ¿Un qué? No podía contarlo. Un fantasma en mi mente que se inclinaba sobre la cuna de Suzy por la noche y murmuraba terribles secretos, secretos de una abuelita de mejillas como pétalos de rosa que todas las mujeres tienen que aprender. Era un sábado por la tarde, un soleado día de septiembre. Estaba trabajando en mi escritorio y Don estaba encargado de Suzy. Igual que me había enseñado a mí misma a no pensar en nada mientras estaba restregando, lijando y pintando el cuerpo de la vieja, ahora me estaba enseñando a vivir con la persistente y hormigueante náusea del miedo anticipado en mi estómago. Era como la vida en la sala de espera de un dentista, la vida en los últimos momentos, antes de que se confirmen las malas noticias... lo que estaba esperando que llegara. La respiración empezó. Era un ruido repugnante. Parecía la masturbación de un viejo en un inmundo retrete público. Podía ver el hueco de su dentadura, su boca maloliente abierta, babeando un poco de saliva cuando resollaba y jadeaba satisfecho. Era terrorífico. Salí a las escaleras y el sonido me siguió. Me senté abrazada a la barandilla, mirando hacia abajo, al recibidor. Todo lo que había imaginado lo habíamos llevado a cabo. Perlados colores marinos me envolvían, blanco espuma, verde mar, esmeralda pálido. Recuerdos lejanos decoraban las paredes: tesoros marinos, recogidos y arreglados de la orilla de nuestra tierra recién encontrada. El barnizado de la carpintería era exquisito; abajo, los azulejos a cuadros relucían. Pero el ruido horrible seguía. Pensaba: «Debo contárselo a alguien. Me estoy volviendo loca y estoy perjudicando a Suzy». Y entonces, cuando me agaché y miré, la figura de la abuela estaba allí. Con su vulgar, intemporal vestido lila y su rebeca blanca, vagaba por el recibidor. Cuando llegó a la puerta del estudio de Don, desapareció. Me di cuenta de que estaba allí e instantáneamente me puse de pie. Bajé corriendo las escaleras y abrí la puerta. —Don... Se había instalado muy cómodamente, mostrando una insospechada debilidad por las alfombras brillantes y los cojines suaves. Una esquina era una pequeña jungla de plantas en macetas chinas blancas y azules. El nuevo escritorio que se había comprado estaba al lado de la ventana. Dos amplios sillones de orejas estaban frente a frente, delante de la chimenea. El teclado del ordenador estaba escondido, como excusándose, medio oculto por un biombo japonés. Era una habitación encantadora. Otro de nuestros triunfos. Suzy no estaba con él, pero eso ahora era normal: se había vuelto tan buena y tan tranquila que podía dejarla jugando sola durante media hora o más. Don estaba sentado junto a la hermosa chimenea estilo Adam, que yo había restaurado, y tenía las manos vacías en el regazo, sin ningún libro o periódico a la vista. Miró hacia arriba, con aire de culpabilidad. No se veía a la abuela, pero sentí un relámpago de amargos celos, a causa de su mirada de culpa sorprendida. Quizá para él el espíritu de esta casa era el antiguo tipo maternal que gusta a los hombres, la que se apresura a hacerles pequeños servicios y les da la clase de atenciones que no pueden conseguir de una mujer moderna, exigente y liberada. Quizá estaba a menudo con él, masajeando su ego con pequeños toques psicológicos, mientras él pretendía no saber qué está pasando...
—¿Don?
Toqué el respaldo de su silla y al momento retiré la mano, estremeciéndome. Ella estaba allí. Aquel horrible y masturbatorio jadeo estaba también allí; llenaba el aire. Y olvidé lo que le iba a decir, porque miré dentro de los ojos de Don. Vi que lo sabía, lo sabía todo sobre la cosa que estaba con nosotros en la habitación. Aparentemente, tendría que haber sido un alivio (no quería estar loca), pero en cambio me vi sumergida en una desesperación aún mayor. Si el fantasma era real, no podía hacer otra cosa que callar. No había nada de original o excitante en esta experiencia, era simplemente horrible. Si se lo mencionaba a Don, tendría que concluir que habría que salir de este lugar, y no podíamos permitirnos marchar. Él debe haberse dado cuenta de todo antes que yo. Imaginé mi vida continuando así durante años; sí, quizá años. Después de todo, ella —ello no parecía hacer ningún daño físico real. Hay ciertas cosas, ciertas realidades para la vida adulta, que significan que tienes que tener paciencia con las espinas de las rosas. Y ya que no había nada que hacer, yo también tenía que aprender a no ver el fantasma. Debo aprender a ser como Don: dejar de lado el horror, negarme a pensar sobre el deterioro tácito de nuestra inapreciable vida en común. Era difícil pensar ordenadamente, porque cualquier cosa que tocaba aquí la sentía como si fuera una fláccida piel caliente. El peso muerto de un cuerpo que ya no podrá sostenerse a sí mismo cayó en mis brazos vacíos. Y me embargó la pena por mi amante. Pobre Don, pobre Rose, qué deprimente destino para ambos. —Don, he estado pensando. Realmente no necesito una oficina de momento y podemos utilizar otra habitación de invitados. ¿Por qué no traigo mi ordenador aquí abajo? Podemos trabajar juntos, como solíamos hacer... Me miró fijamente, como si estuviera loca, como si estuviera farfullando trivialidades en el lecho de muerte. Noté que había empezado a agitarme y sudar. Nadie escapa indemne de esas visitas jamás: el mal viene detrás de ellas. ¿De qué estaba hablando? ¿Qué importaba el dinero cuando mi hija era el rehén? Suzy despertándose y chillando a la casa que se inclinaba sobre ella... — Don, perdona. No sé lo que estoy diciendo. Tengo que hablarte de Suzy... —Sí —dijo—. Sí... ya sé. Fuimos a la puerta de su habitación y nos quedamos mirando hacia dentro a la brillante luz del sol. Suzy estaba sentada en el suelo, jugando con un rompecabezas que había conseguido hacía semanas. Cuando la miramos, abandonó la desigual contienda y se puso de pie. Dio unos pocos pasos a través de la alfombra verde y luego se sentó otra vez tan cuidadosamente como una vieja dama. La habitación estaba limpia y ordenada: nada de ladrillos esparcidos, nada de restos de coches de carrera volcados. Suzy suspiró —un sonido extrañamente adulto de cansancio humano — y observó la luz del sol sobre la pared. Parecía bastante contenta. Don sacó tiempo de su trabajo para llevarla a la clínica. Dijo que comprendía por qué yo no quería acompañarla. Esperé a que estuvieran fuera de la casa y luego saqué las polvorientas sábanas que había doblado y guardado recientemente. Despejé todas las superficies y tapé los muebles de nuestra «habitación familiar». Para mí era importante hacer el trabajo con método, no a lo loco. Tiré del enchufe del teléfono y me puse la ropa de trabajo. La destrucción me pareció asombrosamente fácil al principio, como una liberación del tedioso trabajo de restauración. La chimenea con los lirios de hierro, columnas y repisa eran de una sola pieza. Arrastré la pantalla bruñida, desmonté la cesta del fuego que nunca había
sostenido un fuego en esta su última encarnación. Retiré el mortero nuevo de alrededor del hierro y lo dejé al aire. La pared amarilla del antepecho de la chimenea estaba salpicado de escayola y sucio, como unas gotas de sangre. Estaba buscando algo enterrado, así que ignoré la herida abierta de la garganta de la chimenea y me puse a trabajar en la losa de piedra del hogar. No era tan inamovible como parecía; la levantó una palanca. No me detuve a maravillarme de mi propia fuerza, pues sabía de dónde lo había sacado: histerismo, lo llaman. Mujeres que han levantado coches. Descendí al foso y comencé a escarbar. Cuando golpeé la roca, me centré en los espigones de piedra que sostenían el nuevo antepecho de la chimenea. Por entonces yo sabía que incluso mi fantástica excusa para tener esperanza me había abandonado: este fantasma no sería confinado mediante exhumación. Pero seguí. Quizá nunca podría encontrarlo, pero estaba enterrado en alguna parte, en todas partes, en los ladrillos y en el mortero, el cuerpo de una malvada vieja: los podridos huesos de una suave época satisfecha de sí misma, la ruina que va envenenando nuestro aire. Acuchillé su piel y rasgué la roja carne de éste, mi otro cuerpo, igual que los constructores habían acuchillado las horribles legiones de la putrefacción de la madera. El olor a humedad y ruina manaba como si fuera sangre. Sabía que todo el lugar estaba podrido bajo nuestras pinturas y barnices; la putrefacción todavía se deslizaba, los viejos pulmones grises todavía estaban empapados de humedad. Esta vez pondría todo al descubierto. Drenaría los abscesos, restregaría y quemaría... Era un trabajo absorbente. Estaba tan absorta que no advertí cómo pasaba el tiempo. Todavía estaba trabajando en ello con ahínco, roja hasta los codos de una mezcla de sudor y polvo de ladrillos, cuando oí girar la llave de Don. Entonces desperté: vi la destrucción que me rodeaba, el tabique destrozado, el inmundo caos que había hecho en el corazón de nuestra casa. Tuve un momento de pánico ciego. ¡Me encerrará! Don bajó las escaleras del sótano con Suzy en los brazos; permaneció en pie mirando lo que había hecho, ni sobresaltado, ni sorprendido; su cara era el reflejo de mi propia desesperación impotente.
Lo que no se puede remediar se debe soportar
Ha pasado tiempo ¡Oh, correr del tiempo! ¡Y pensar que una vez imaginé que seis meses eran mucho tiempo para perder! Es de noche, muy tarde. Estoy sentada en la habitación familiar, leyendo y viendo la televisión. El fuego de gas parpadea en nuestra estufa de acero y cromo, proporcionándonos un tipo de comodidad tiempo—espacio que de algún modo combina muy bien con el mobiliario art—nouveau. Don está en su estudio. Se ha convertido en un hábito pasar el tiempo uno separado del otro, siempre que podemos. Incluso hago algún guión lo bastante bueno para que me paguen. Realmente no sé para qué se levanta Don. Podríamos salir más a menudo, uno cada vez. Podríamos conseguir ayuda, no sería imposible. Pero, en cierto modo, ninguno de los dos quiere estar mucho tiempo lejos de nuestra pequeña vieja dama. ¿Cómo se vive en una casa encantada? Es espantoso, perturbador, irritante; y al final, sólo lo soportas. A veces me despierto por la noche y oigo ese terrible sonido, que ahora se me ha hecho bastante familiar y rutinario. Voy a la puerta de al lado. Si me toca, entro en el ligero y
rancio olor a habitación de enfermo que nada puede suprimir totalmente y vigilo el joven cuerpo viejo que se hace un poco más desvalido cada día. Por un momento me posee una extraña conciencia. En mi mente, una Rose perdida grita y forcejea y tiene visiones violentas y despiadadas de huida de su hija y de ella misma. Pero no duran. Escaparemos Don y yo, muy pronto. Desde luego, será demasiado tarde (como siempre, temió Rose). No creo que nos mudemos nunca, por una razón: aquí hay demasiadas cosas que amamos, demasiados recuerdos enterrados. Y hay una tranquilidad en esta clase de vida que te embota. No creo honestamente que pudiera afrontar de nuevo la carrera de ratas, aunque me atrapara. —¡No es culpa nuestra! Ése fue el primer grito de Don cuando la trajo a casa, el día que recordaremos siempre como el más importante de nuestras vidas. Un tormento así desnuda a la gente desnuda. Quería decir que la enfermedad de Suzy no es hereditaria. Nadie entiende realmente por qué niños como Suzy sufren y mueren: todavía no. Hay algunas estadísticas que acusan a un pesticida que era' de uso normal cuando yo estaba embarazada (ahora está prohibido en el país), pero nadie lo ha demostrado. Y quizá Don y yo, aunque al principio solíamos pedir respuestas como un par de Furias implacables, somos más felices en nuestra ignorancia. Demasiado poco, demasiado tarde. Lo poquísimo que intenté hacer para preservar el mundo por el bien de Suzy, ahora parece absurdo. Es mejor no pensar demasiado. Es mejor quedarse en casa y dejar que el mundo se cuide a sí mismo. Esta casa. Debería de haber sabido que remodelarla no era suficiente. Deberíamos haberla demolido, haber quemado los cimientos hasta el lecho de roca. A veces me atormento con pensamientos de este tipo, con la convicción de que había una oportunidad que no aproveché: que cuando nos mudamos aquí, intenté desafiar a algo antiguo y absolutamente implacable y que había sido horriblemente castigada. Pero más a menudo acepto la otra versión, la que hiere menos. Comprendo lo que era —quién era— lo que me venía a contar malas noticias... Ahora no hace falta avisar, pero creo que mientras vivamos en esta casa la figura de las escaleras estará siempre ahí, mirándome hacia atrás por encima del hombro. Me encontraré un poquito más cerca, un poquito más cerca aún, cuando pasen los años hasta que al final pueda reconocer su cara. Me resulta muy difícil desconectar de mi atareada forma de vida de hoy en día. Cuando me obligo a descansar, termino así, ni viendo la televisión ni leyendo un libro. En algún momento tendré que buscar algo que hacer, da igual qué.
Madame Enchantia y el laberinto del sueño Jessica Amanda Salmonson Jessica Amanda Salmonson ha ganado el premio World Fantasy y es una experta en la literatura de tema sobrenatural del siglo XIX. Su libro más reciente es What Did Miss Darrington See?: An Anthology of Feminist Supernatural Fiction. Vive en Seattle, Washington, donde dirige una librería. Describe esta historia como un informe sobre «un descenso vertiginoso a la locura». Este relato es una poderosa combinación del terror, lo surreal y lo fantástico.
I En el laberinto del sueño no podemos ver nuestra aflicción humana. ANAÏS NIN
II Habían sido unos meses muy difíciles para mí. Después de años de tranquila relación con una amante femenina, las cosas terminaron inesperadamente. No había ningún motivo. No habíamos discutido nunca. Si nos hubiéramos odiado mutuamente, podía haber seguido. «Incluso las cosas buenas cambian», me había dicho a mí misma; no había otra explicación más exhaustiva. Releí Cumbres borrascosas, buscando esa confianza en los compañeros del alma y la encontré, junto con la seguridad de que solamente proporcionan dolor. Por lo menos creo en el dolor y también en el horror. ¿Qué es lo sobrenatural comparado con los terrores de nuestra vida ordinaria? ¿Qué es más terrible que un corazón roto? Por eso hemos venido a buscar a Nuestra Señora de los Tatuajes. Por eso ahora estoy delante de ti. ¿Me la presentarás? No busco nada, salvo que me admitan en el laberinto. Lo conozco por un hombre que vive, bebe y refunfuña en las calles. Tiene un tatuaje en la frente. Sí, sí es verdad, el tatuaje de una serpiente enroscada que se devora a sí misma en desvaídos rojos y azules. Es corno el tercer ojo de los místicos. Se dio cuenta de que yo estaba sufriendo. Sus ojos se llenaron de compasión, sus tres ojos. He recorrido todo este camino por lo que me dijo. Oh, gracias. Gracias. Me sentaré aquí y esperaré para ver a madame.
III Era más hermosa de lo que imaginaba. ¡Madame Enchantia! Desearía ser tan bella como
usted. ¡Qué maravilloso cabello negro! El mío es de un amarillo sucio. ¡Su piel oscura, oscura! Estoy muy lejos de ser cetrina. Me gustaría ser gitana. Me gustaría ser negra. Me gustaría ser judía. Me gustaría ser italiana. Cualquier cosa menos ser pálida como una larva y estar siempre triste. Oh, es muy amable por su parte, pero no es eso. No soy guapa en absoluto. Porque soy de mediana edad, tirando a vieja. Es cierto, podría perder unos cuantos kilos. Sí, tiene razón; me considero terriblemente poco atractiva. No puedo convencerme de lo contrario, aunque una vez fui bastante hermosa, en el resplandor de la juventud. Los jóvenes son siempre los más hermosos. ¿No lo cree? ¿No? Bueno, yo sí. Me han dicho que la juventud nos aguarda en el laberinto. ¿Es así? Oh, pero me habían informado... Bueno, no importa. Sea lo que sea, me contentaré con algo fuera de los límites de la razón. Un universo caótico debe tener más opciones que uno tan razonado como éste. Si hay magia, también debe haber un cielo, ¿verdad? De lo contrario, lo único que sucede es que sufrimos y luego morimos. ¿Qué hay de bueno en eso? Me hiere por lo injusto que es y no es nada agradable.
IV —Está bien; es como su ayudante le ha contado. He roto con alguien. No he estado bien
desde entonces. La desesperación es mucho más espantosa que los vampiros y los fantasmas. En comparación, semejantes monstruos serían un alivio. Siempre tuve miedo de tales cosas, temía que pudieran existir. Pero ahora... sería mejor que existieran. Oh, no, no porque quiera que me maten. Por lo menos creo que no he caído en un impulso suicida, y aunque éste pueda jugar un pequeño papel. ¿Nos conocemos alguna vez a nosotros mismos? Cuando oí hablar del laberinto, sentí curiosidad. No había sentido curiosidad por nada durante un tiempo. Era una maravilla sentir curiosidad. No tengo tanto miedo como antes de perder la seguridad y el amor. O quizá sólo es que el miedo ya no importa. Creo que el laberinto será interesante, eso es todo. Podría cambiar mi perspectiva. Es lo que creo. Simplemente como esas personas que han tenido experiencias próximas a la muerte. Ha oído hablar de ello, supongo. Saben algo que el resto de nosotros no podemos creer, porque nunca lo hemos visto. Están más en paz consigo mismos. Sólo quiero saber algo, para variar, algo que no sea real; saberlo verdaderamente en vez de sospechar, dudar, preguntar, esperar. La realidad es dolor y no puedo soportarlo. Tiene que haber algo más o no merece la pena vislumbrarlo. De modo que podría ser que mi búsqueda sea antisuicida. No tiene que preocuparse por alguna intención más oculta por mi parte. ¿Qué me está dando? ¿Un número de teléfono? ¡Pero yo quería ver el laberinto! ¿De quién es este número? ¿No me lo quieres decir? Bueno, ya que insiste, iré a casa y lo intentaré. Pero estaba deseosa de entrar de una vez en el laberinto.
V ¿Hola? Me han dicho que llame a este número. ¡Dios mío! ¡Madame Enchantia! ¿Por qué me ha hecho venir a casa para llamarla? ¿Puedo pedir hora para el laberinto? Yo, ¿soy yo? ¿Ya? Pero no he visto nada nuevo. Todavía estoy aquí, en mi sucio apartamento. ¿Perdón? ¿Que qué podría contarle sobre él? Bueno, es un piso en una tercera planta, completamente vulgar. Tengo un montón de libros. Sí, leo mucho. Continuamente. Supongo que por eso resulto tan aburrida a la gente; todo lo que hago es leer. Otras personas van al cine o ven las noticias de la televisión, y pueden compartir sus ideas sobre las cosas; tienen un conocimiento común. Son parte de la mayoría sin tener que esforzarse. Cuando hablo sobre esos libros, la gente me mira como si fuera rara. No les culpo por aburrirse, pero ¡me gustan tanto los libros antiguos! No puedo dejarlos. Sé que es horroroso. Quizá todavía tendría a mi amante si hubiera estado dispuesta a cambiar. Oh, es muy amable por su parte, madame Enchantia, pero se aburriría también de ello, si hablara mucho más. ¿Las paredes? Están detrás de las estanterías. Apenas se pueden ver las paredes. Lo que se ve es azul. Es extraño, porque habría jurado que eran amarillas. Una cosa curiosa para olvidarla. Es un milagro que los libros no se caigan al suelo, con los ángulos tan absurdos que tienen los estantes. Los coloqué yo misma, pero solamente después me di cuenta de lo mal que había hecho el trabajo. Están por todas partes. ¿La cama? La tengo en el cuarto de estar. Es corriente, alrededor de 45 pies de largo por cuatro de ancho. Obstruye la ventana de la habitación delantera que da a la calle. No puedo usarla casi. Hay una alfombra, una alfombra azul celeste (¡Pero si yo creí que era amarilla!) Está llena de bichos. Tenía un perro, pero murió hace un año, porque un vecino le dio una salchicha envenenada. Fue triste. Desde entonces he intentado alguna vez deshacerme de los parásitos que dejó, la mayoría son diminutos escarabajos, pero también pulgas y arañas. Pero soy contraria a los productos químicos, ya que yo misma gateo mucho por todo el suelo. Las pulgas nunca me pican. Hay algo en mi química que no les gusta. Sea lo que sea, hay algo extraño en mi organismo, porque también paro los relojes de pulsera. Si llevo un reloj más de dos días, se para y no vuelve a funcionar hasta mucho tiempo después de quitármelo. Así que nunca sé qué hora es. No les gusto a los relojes de pulsera ni a las pulgas. Pero por la noche, los mosquitos vienen a la ventana de la habitación delantera. Como sobresale tanto el pie de la cama, no puedo cerrarla.
VI El techo es abovedado, es verdad. ¿Cómo lo sabe? Personalmente no lo había notado, hasta que usted lo mencionó. Es un techo bastante bonito. Debería haberle prestado más atención antes. Sigue hacia arriba, así que no puedo ver nada porque está oscuro, pero hay pinturas entre las vigas desnudas. Las vigas son doradas y plateadas. Las pinturas son de temas clásicos, al estilo de las de Miguel Ángel. Puedo distinguir a Buda y a Zeus y a la Diosa Hipopótamo Smet-Smet, un auténtico revoltijo de mitología.
Podría pasarme todo el día mirándolas.
VII No puedo imaginar por qué me quejaba del alquiler. Para lo que pago, tengo un montón de espacio: mil pies cuadrados. Lo necesito para la biblioteca. Las escaleras siguen, suben y desaparecen en las sombras. Están sobre ruedas y so pueden mover a lo largo del frente de los estantes. Todo lo que he aprendido, experimentado o imaginado, está en esos libros. La biblioteca ocupa sólo una zona del cuarto de estar y del comedor, pero las estanterías actúan como divisiones, de modo que hay docenas y docenas de pasillos y rincones oscuros y se produce la ilusión de innumerables habitaciones. Hileras e hileras, montones y montones, libros por todas partes y nunca parece haber suficientes estantes para todos, así que he apilado libros en todas las esquinas, montones vacilantes, ansiosos por venirse abajo y sepultar a cualquiera que no tenga cuidado. Enormes cantidades de libros me rodean, una infinidad de volúmenes por todas partes; ya he leído casi todos. Es sorprendente, pero lo he hecho. A veces dos o tres veces. De vez en cuando alguno consigue ocultarse antes de que tenga la oportunidad de leerlo y reflexionar sobre él, pero finalmente sale y yo me quedo felizmente asombrada de encontrar algo que había olvidado que existiera. ¡Caramba! Hay montones de alegrías aquí dentro.
VIII Mi cocina es una maravilla. El cordón del teléfono sólo llega hasta la mitad de la mesa cubierta de libros. Hay cientos de pies de cordón desenroscado, pero no llegarán hasta el candelabro y las copas de cristal brillante. Esparcidos entre los libros, por toda la extensión de la enorme mesa, hay fragmentos de manuscritos para historias en las que he estado trabajando durante toda mi vida, pero que nunca terminé. No parecerá que haya un sistema de clasificación, pero sé dónde está cada cosa. Hay numerosas ollas de cobre que cuelgan de la pared sobre los grandes hornos de hierro. Hay que usar una barra telescópica para alcanzar las ollas que cuelgan cerca del techo. El techo no es tan alto como en las otras habitaciones, pero aun así es alto. Tengo todas esas hierbas, pimientos y ajos colgados del techo y también algunas flores secándose. Huele bien aquí. Le gustaría. Tengo un montón de alimentos en la cámara frigorífica, un auténtico Círculo Ártico ahí dentro. Se podría coger un tiro de perros y un trineo y vagar durante días admirando los jamones, costillares enteros de buey, docenas de gallinas, tomates y esas maravillosas esculturas en hielo abandonadas ahí por alguien de Sapporo. Las puertas de nogal de los armarios tienen ventanas de cristal grabado. En los aparadores hay hileras de cajas azules y amarillas de macarrones Kraft y queso.
IX No duermo en el dormitorio. Duermo en el cuarto de estar, para estar cerca de mis libros, así puedo leerlos cuando me despierto por la noche. Duermo solamente unas tres horas, luego leo con la lámpara. Hay un libro sobre un clérigo de Samuel Pepys. Hay otro sobre Lola Montes en el antiguo San Francisco. Soy aficionada a las biografías. Las personas sobre las que se han escrito libros son mucho más fascinantes que las personas que los escriben. O los leen, en este caso. Leo sobre gente del pasado, gente que está muerta, que me conocen y se alegran de que yo exista. Nunca siento eso con las personas que conozco en mi existencia cotidiana. Prefiero estar con la gente de los libros que con la gente de la vida real. Prefiero estar con gente que está muerta. El dormitorio se convirtió en el estudio de un artista: Mi amante era pintora. Ahora la habitación está vacía. El teléfono no llega, pero está bien, porque odio entrar allí. Me recuerda cosas, cosas que se fueron. Es como un desierto, demasiado brillante a causa de las enormes ventanas a lo largo de dos paredes, ventanas de cristal emplomado espectacularmente altas; arco iris que brilla sobre todas las cosas. Es opresivo. Prefiero una habitación oscura. Puedo tener cortinas oscuras, visillos negros o, simplemente, pintar las ventanas de negro, después aumentar mi biblioteca cuando me sienta lo bastante ambiciosa como para añadir más estanterías. Tal como está, la habitación es inútil, horrible. Cuando entro ahí me siento como un vampiro atrapado en un invernadero.
X Sí; hay algo de un ático, aunque no es un ático per se. El propietario del complejo vivía en esta parte y por tanto hizo algunos añadidos extraordinarios para él. Una escalera de caracol de hierro conduce a una torre gótica. Rara vez subo allí, porque tengo miedo a la altura. Aunque está construido con cristal, siempre está oscuro allí arriba, incluso en pleno día. Es un observatorio para el estudio alquímico del Universo. El dueño hizo una fortuna extrayendo raros ingredientes para oscuros elixires, ingredientes que solamente se encuentran en las nieblas turbulentas de las galaxias a medio formar. Finalmente, construyó un observatorio más grande en otro lugar y ya no necesita éste. Desde ese malsano desván he presenciado universos dentro de universos, pero ese tipo de cosas no es para mí. Es vertiginosamente incomprensible para mi mente sencilla. No subiría allí en absoluto si no tuviera que rellenar el comedero automático de los pájaros. En los arcos de cristal que se entrelazan hay lechuzas del tamaño de abejorros, con ojos como rubíes relucientes. Las alimento con nueces, moscas de la fruta desecadas, sangre de buey y bolitas de trucha, de acuerdo con las instrucciones que me envió por correo la Sociedad Ornitológica Americana. La torre no es visible desde la calle, salvo como un fantasmal juego de luz, porque el cristal es de una clase especial que apenas refleja la luz y, además, existe entre dimensiones.
¿Puede esperar un minuto? Llaman a la puerta.
XI ¡Qué sorpresa! Precisamente estaba hablando por teléfono con usted. ¿Cómo ha llegado tan rápido? Entre, ¿quiere? Tendrá que perdonar el desorden. Parece muy seria, madame Enchantia. ¿Por qué no dice nada? ¿Todavía está al teléfono? Parece muy triste, madame Enchantia. Siento que yo la preocupe tanto. Ella y yo nos llevábamos tan bien. Éramos una pareja perfecta. Todos lo decían. Vestíamos brillantes kimonos bordados, parecidos. Eso era antes de que yo empezara a vestir de negro. Pasábamos por la ciudad lluviosa con altos zuecos de madera para no mojarnos los pies. Íbamos bajo un gran paraguas de papel, cogidas del brazo. Los turistas siempre nos hacían fotografías. Éramos personajes locales, gustábamos a todos y todos sonreían al vernos. Después me quedé sola y todos me preguntaban dónde estaba ella. Se sorprendieron cuando les dije que me había dejado. Después de tantos años, nos habían aceptado. Grité, estuve taciturna y vagué sola por las calles, arrastrando mi paraguas al revés. Me lamentaba en las puertas de las tiendas. Incluso me arrestaron por hacer ruidos con los ojos, con la nariz y con la boca, ruidos de dolor que a nadie gustaban.
XII A decir verdad, he tenido mejores amantes. Ella era demasiado pasiva, demasiado egoísta. Pero el sexo no es todo. Era feliz y no estaba preparada para el fin.
XIII Un día estaba sola en el centro de la ciudad, de pie en la esquina de una calle, gimiendo. Inesperadamente, ella paró junto al bordillo en su Volkswagen amarillo, que estaba tan sucio porque no lo había lavado ni una sola vez en siete años. Abrió la puerta de golpe y gritó: —No te quedes ahí chillando, ¡entra! —Me llevó por las librerías en las que no había estado desde que me dejó. Dijo: —Estamos pasando un día muy bueno juntas. Ya ves, todavía podemos ser amigas. Pero yo no estaba pasando un buen día y ella, estúpida, infiel, cara de mierda, no sabía una cosa: me gustaría matarla. Cuando entró en una tienda de comestibles a comprar unos malvaviscos cubiertos de chocolate que —¡qué estupidez! — le gustaban más que cualquier otra clase de dulces, me quedé en el coche. Cuando desapareció de mi vista, salté fuera y saqué de mi bolso un envase de limpiador para el retrete que llevaba hacía días. Me dirigí
apresuradamente a la puerta de atrás del Volkswagen y abrí el capó. Vertí la mitad del limpiador en el aceite y cerré el capó. La otra mitad la añadí a la gasolina. Cuando estábamos en camino de una librería alejada del centro, el coche se averió. Salió fuera y miró el motor y vio cristales del limpiador del water esparcidos alrededor del tapón del aceite. Comenzó a gritar: —¡Tú, puta! ¡Puta estúpida! ¡Estábamos pasando un buen día y tú lo has arruinado! ¡Mala puta! ¡Estúpida! Comencé a caminar hacia casa y la dejé allí con el coche. Ése fue un acontecimiento emocionante para mí. Siempre nos habíamos llevado tan bien que ella no sabía exactamente lo enfurecida que me sentía. No habría creído que fuera posible tanta intensidad de sentimientos. Pensó que podía cambiar todas las reglas y salirse todavía con la suya, tenerme como su mejor amiga y al infierno los años que fuimos amantes.
XIV La siguiente vez que la vi fue en una librería cercana. Le arranqué las gafas de la cara y eché a correr. Ella vino detrás de mí gritando y me alcanzó a tiempo de verme aplastar sus gafas contra la acera. La vez siguiente fue cuando fui al lugar donde trabajaba, un almacén de ropa de calidad. Lancé el pie a través de la vitrina de las joyas. Tuve que pagar al propietario de la tienda, pero mi ex amante estaba enfurecida, así que mereció la pena.
XV Ella creía en lo sobrenatural, pero yo era una escéptica. Su madre murió el año que nos conocimos, y dijo que era como si su madre me hubiera enviado para cuidarla en un momento difícil. A veces, decía, era como si el alma de su madre hubiera transmigrado dentro de mí y yo fuera su madre verdaderamente. No puedo imaginar qué clase de relación tuvieron.
XVI Durante mucho tiempo seguí en este aislamiento, porque me había vuelto una carga para todos y no podía parar. Me sentaba en este apartamento todo el día, toda la noche, con la mirada fija y sollozando, con las paredes absorbiendo mi angustia. No podía concentrarme para leer, lo cual es una cosa terrible para alguien como yo. Me sentía como si me hubiera vuelto una especie de artefacto —un enchufe eléctrico o una tubería de agua— , con la mayoría de mi esencia interna absorbida fuera de mí y oculta en
esas paredes. Las paredes se convirtieron en mi piel, mientras mi cuerpo real era algo ingrávido y hueco. Si salía al mundo, corría el peligro de flotar por ahí. La mayor parte de mí se quedaba detrás, en las paredes de mi apartamento. Pronto volvería para recuperar el resto de mi ser y revolearme en una agonía de desolación. Mis pensamientos exploraban las más espantosas circunvoluciones. Me sentía a mí misma, desvaneciéndome, desvaneciéndome. Hasta que no supe de su fabuloso salón de tatuaje, no pensaba salir fuera para llevar los remolinos internos a la superficie, para absorber más completamente mi entorno antes de que éste absorbiera lo que quedaba de mí. Cada uno de nosotros somos un laberinto, madame Enchantia, y la lucha ha sido siempre escapar de nosotros mismos. Sin embargo, luchar es inútil. Si sólo pudiera exteriorizarlo y aceptar completamente estas verdades, me curaría. Todavía rezo para que acepte a esta ansiosa peregrina.
XVII Disfruté un agradable interludio de todo el horror, pero no terminó. Conocí a una mujer de Nueva Orleans que estaba de vacaciones. Era alta, atractiva, ingenua; una afro-americana que nunca había hecho el amor con una mujer, pero se sentía atraída por la posibilidad. Se sintió atraída por mí. Soñaba con abrir una librería. Pensaba que yo era guapa, y estaba impresionada por todo mi oscuro conocimiento del pasado. Pasamos juntas cada minuto, y recorrimos toda la .ciudad visitando librerías. Fue idea suya, así que tuve que sentirme culpable. Vimos tres películas, una de las cuales me puso enferma. Charlamos hasta avanzada la noche sobre temas realmente eróticos. Pero no estaba dispuesta a lanzarme a cualquier cosa, después de tantos años de monogamia. Era demasiado extraño y angustioso considerar un simple romance de fin de semana. Cuando regresó a Lousiana, me sentí abandonada. Lloré durante horas y me sentí estúpida y paralizada por no haberme acostado con ella. De esta experiencia aprendí que era posible superar ciertas cosas. Había creído que posiblemente nunca me volvería a sentir atraída por nadie, que nunca podría estar loca por alguien más, que mi confianza y capacidad para amar se habían perdido para siempre. Pero, como suele suceder, nada importa realmente. Simplemente todo es tan insustancial como eso.
XVIII ¿Adónde me lleva ahora, madame Enchantia? Me alegro mucho de seguirla. Vuelve a oler mal aquí, en las sombras. Estar cerca de usted, hablar con usted, me hace sentir como si hubiera vivido mi vida entera en un laberinto y solamente ahora soy libre. Es gracioso, sus ojos están tristes, madame Enchantia: hermosos estanques oscuros de lástima. ¡Cómo desearía poder aliviar su dolor! ¿Ve esos libros de cocina Victorianos? Son difíciles de usar porque dan medidas poco precisas y no dan temperaturas, pero ¿en qué otro sitio se pueden encontrar recetas de
estofado de col y mofeta, ratón asado y musgo azucarado? Se los dejaré. No me deje nunca, madame Enchantia. Por favor, no me deje nunca.
XIX ¿Hola, hola? ¡Oh, gracias a Dios, todavía está en línea! Estaba charlando con usted en el cuarto de estar, cuando de repente salió trepando a la ventana y usó mi cama como puente para llegar al edificio de piedra marrón al otro lado de la calle. Cuando bajó la escalera de incendios, veloz como una araña bajando por una tela y se desvaneció por la avenida, temí que nunca la volvería a ver. No estaba segura de si se suponía que la tenía que seguir, porque usted no me hizo señas para que lo hiciera. Me siento aliviada al oír su voz. ¿Por qué no me habló mientras estaba aquí? Está bien. Está perdonada. Sin embargo, fue extraño, casi como si no fuera de carne y hueso. Si creyera en fantasmas..., pero no hay nada inesperado en este mundo. La vida es prosaica y banal. Nunca pasa nada inesperado. ¿Adónde debo ir? Muy bien. Nos veremos en el salón de tatuaje a medianoche.
XX Cuánto la amo, madame Enchantia. Deseo que usted me pudiera amar tan sólo la mitad. Pero me contentaré con las agujas que aprieta sobre mi piel, la sangre que dibuja, los colores colocados precisamente de este modo. Estaré aquí, en el laberinto, durante semanas, durante meses, para siempre, todo el tiempo que haga falta para que me disfrace esta carne cetrina, me cubra con llamativos colores y circunvalaciones aztecas, bestias, paisajes, sombras. ¡La dulce agonía de los cuchillos! Los bonitos tintes y los afeites carmesíes; las costras que duran días y después se caen mostrando formas artísticas y sombras alrededor de mis pechos, alrededor de mis ojos, de mis labios, a lo largo de mis piernas, de mis brazos y de mis dedos, sendas sinuosas de bonitos pigmentos que me embellecen. Pronto, ninguna pulgada de mi cuerpo quedará odiosamente inmaculada. Nada queda vulnerable a los espejos y a los ojos entrometidos. Aquí en el laberinto del sueño, la realidad es igual, pero todo es placer.
Desliz Edward Bryant Edward Bryant ha ganado tanto el premio Hugo como el Nébula. Entre sus libros se encuentran: Cinnabar, Wyoming Sun y Particle Theory. Sus cuentos han sido publicados en OMNI, Rolling Stone, Analog, The Magazine of Fantasy & Science Fiction y National Lampoon. Hace crítica de libros en Mile High Comics y LOCUS y anteriormente hizo crítica en Twilight Zone. Se crió en una hacienda de Wyoming y ahora vive en Denver, Colorado. Desliz se sitúa en una casa en la que vivieron él y su compañero, el profesor Joyce Thomsen, cuando estuvieron dando clases en la Haystack Arts Conference. Era una casa cedida a la facultad, por lo cual no tuvo contacto con la persona responsable del interior. Pero el extraño interior de la casa le hizo preguntarse quién la había construido... y por qué. El marco físico invocaba la historia psicológica que vemos aquí, la cual nos da una visión de la vida y la muerte de una pareja narcisista que tiene toda la eternidad para reflexionar sobre su modo de vida. Verdaderamente, no resultaban muy prácticos los espejos jaspeados en mármol que revisten las paredes y los techos del baño del piso de arriba. La luz de la monstruosidad de triple globo de los años sesenta, enhebrado a lo largo de una cadena vertical, quedaba difusa y débil por el jaspeado en oro. El baño del piso inferior estaba jaspeado todo en sangre, en un escarlata que comenzaba a tirar a negro. Empezabas a afeitarte aquella mañana, ¿recuerdas? La navaja resplandecía a la luz de las bombillas de maquillaje estilo Hollywood. Te deslizaste fatalmente. Fue un desliz, ¿verdad? No tenías que haber usado ese filo frío y afilado. Una Norelco eléctrica perfecta, de triple cabezal, reposaba en el cajón derecho del armario de debajo del lavabo. Pero te tenías que afeitar como pensabas que se afeitan los hombres. Los verdaderos hombres. El tipo de hombre que lee la revista de la que después copiaste la casa entera. El tipo de hombre que haría la espuma de jabón en el pequeño plato de cerámica y la extendía por su garganta con la preciosa brocha flexible que solía utilizar su abuelo. La barba incipiente era tan pálida y suave... Siempre quisiste tener la barba más cerrada y ser el tipo duro que haría gritar a una mujer. Ninguna mujer gritaba cuando al final te encontraron. Ni la señora de la limpieza que, cuando se quedó aquel abrasador cinco de agosto, días después de que la navaja se deslizara, lo primero que dijo fue: «Jo, qué peste», y luego «¡Oh, mierda!» cuando vio lo que yacía en la alfombrilla verde y naranja. Poco epitafio. ¡Ah, amor! Siento haberme ido esa semana a San Francisco. Debería haberlo sabido. No llamó nadie. Realmente amas esta decadente casa gris de tres pisos con vistas al Pacífico. Las vigas han empezado a combarse un poco, la humedad de Oregón va hinchando y pudriendo el suelo de madera. Y una vez —1962, ¿no?, ¿cuándo la construyeron?— todas las habitaciones tenían un
parecido exacto a los montajes fotográficos que tanto te fascinaban. Todo el mobiliario era absolutamente perfecto, desde los toques náuticos, como la guindaleza que recorre toda la bajada de los cuatro tramos de escalera, al viejo timón de goleta colgado en la pared del cuarto de estar, encima del sofá naranja. Todos los muebles todavía están en buen estado. Los escogías en rojo y en naranja, ¿no? Decías que estos colores te recordaban el fuego y la vida. El dormitorio principal es la pieza central, el corazón de todo ello. Al principio, el techo con espejo nos desorientaba cuando nos despertábamos por la mañana. Estabas raro desde este ángulo, no eras en absoluto como te imaginabas a ti mismo, no era como te encontrabas tu cara al cerrar la puerta del botiquín del cuarto de baño. Parte de la extrañeza radica en el hecho de que te despertabas sin gafas. Necesitabas lentes correctoras, pero eras demasiado vanidoso para ir al oculista. Te preguntabas cómo sería verse en el techo con una hermosa mujer acurrucada en tus brazos, con su barbilla recostada en tu espalda y sus pechos apenas cubiertos con la roja colcha de terciopelo. Nunca lo averiguaste. Quizá debieras haberlo hecho. Quizá debería habértelo permitido. Pensaba que no estaba preparada. Ahora, después de todos estos años, no recuerdo a qué estaba esperando. Solías pasear por la cubierta exterior, mirando fijamente al oeste, al llano horizonte, más allá de las imponentes rocas y de las olas, preguntándote por qué tantas paredes del interior de la casa estaban recubiertas de madera. Quieres una clara delimitación de lo que está dentro y de lo que está fuera. Puedo comprenderlo. Pero no debías haberle extendido al decorador lo que de hecho era un cheque en blanco. Pero deseabas algo ideal. Siempre querías eso. De alguna manera, es lo que finalmente lograste. No hay regreso. La sangre nunca ha desaparecido por completo de la alfombrilla de abajo. Pero entonces se suponía que la alfombra debía disimular casi todo lo que se cayese, empapando y ocultando cualquier cosa. Y así ha sido. Es una casa para adolescentes tardíos, dijo la única mujer que finalmente pudo — habiéndose dado las circunstancias apropiadas y el tiempo suficiente — haber acabado despertándose en la empalagosa cama del dormitorio principal, que podía haberse mirado al espejo contigo y sonreír ante la mancha de los desnudos miembros peludos, que podía haber gozado perezosamente en la calidez de los acolchados cubiertos de corcho y el abigarrado papel de la pared. Yo podía haberlo hecho. Pero incluso ella se marchó finalmente, diciendo que tenías más dinero que madurez, sentido o incluso amor. Después se marchó a aquel viaje a San Francisco. Te hizo creer que era para siempre. Pero tal como resultó... Mi despedida fue amable, pero distante. La tuya, ofendida y perpleja. «Hazte mayor», te dije. «Quizá tengas una mínima oportunidad.» Lo intentaste. Ahora, nunca crecerás, ya lo sabes. No más de lo que creciste. Nunca más. Ni yo. Las pastillas y el vodka —solo— fueron mi perdición. Pienso que fue un accidente. Un desliz... Estaremos por aquí mucho, mucho tiempo. ¡Ah! Sí, mi amor; no hay nada como dos consumados narcisistas acompañándose el uno al otro durante toda la eternidad en la casa de los espejos. Estamos tan profundamente
enamorados de nosotros mismos como del otro. Es realmente penoso que no nos podamos contemplar en todos esos espejos relucientes.
La casa de la rue Chartres Richard A. Lupoff Richard A. Lupoff es el presentador del programa semanal Probabilities, de la emisora de radio KPFA, de Berkeley, California. Ha escrito más de veinte libros, entre los que se encuentran Time’s End, Circumpolar!, Countersolar! y Lovecraft’s Book. Ha trabajado como periodista, guionista de radio y televisión, guionista de cine, crítico y autor. Vive en Berkeley, California. Cuando empecé a investigar historias de casas encantadas, descubrí que muchas de ellas al parecer no eran de ficción. Pero esa tradición se ha mantenido hasta nuestros días. Entre los ejemplos nos encontramos The Amityville Horror y también se recogen informes sobre encantamientos en libros como Haunted Houses, de Richard Winer y Nancy Osborn, o Houses of Horror, de Richard Winer. Aquí, Richard A. Lupoff mezcla hábilmente la historia literaria y la ficción en este cuento sobre la visita de H. P. Lovecraft a E. Hoffmann Price en New Orleans. Lupoff visitó New Orleans el verano pasado, y dice que, aunque los hechos de este relato son de ficción, los lugares (menos el sótano) son auténticos. La cena picante de Malik Tawus —en los años posteriores, Lovecraft siempre pensaría en ella como la cena picante de Malik Tawus — tuvo lugar el último día de Lovecraft en Nueva Orleans. Se iría en cuanto el sol desapareciera detrás del Mississippi y nunca más volvería a poner los pies en el estado de Louisiana. Lovecraft se había invitado así mismo a un viaje por el Sureste, concluyendo sus viajes con el Crescent City. Había estado encantado cuando E. Hoffmann Price le había ido a buscar a un hotel en el Vieux Carré. —Price —dijo—. He recibido un telegrama nada menos que de Bob Howard Dos Pistolas. Me dijo que estaba usted en Nueva Orleans, me dio las señas de su hotel y todo. ¡Qué bien se ha portado! Imagínese que habríamos estado viviendo a tiro de piedra el uno del otro y ni siquiera nos habríamos visto. —No sabía que estuviera aquí, Malik. Creía que estaba en el Oeste, trabajando para una gigantesca corporación. —¡Ah! ¡Prestolite! Parecía que estábamos saliendo de la depresión en buenas condiciones y una mañana ¡ paff ! sin trabajo. Quizá sea lo mejor —Price sonrió afligido—. Ahora hay que hundirse o nadar como escritor. Hace tiempo hubiera querido zambullirme, pero nunca tuve valor. Esta vez los dioses me han forzado la mano. Lovecraft asintió con simpatía: —Su material es de primera clase, Malik. Tiene una formación ideal para la literatura. Educado en West Point, viajero por todo el mundo, espadachín extraordinario. Sin mencionar su supuesta habilidad como cocinero del chile. —¿Supuesta? —Price resopló— , ¿Eso es una pulla? O quizá una indirecta. Comprendo que le guste lo picante. Abdul. Pero creo que mi receta es un poco demasiado picante para el gusto
de Nueva Inglaterra. Lovecraft dijo: —Lo encuentro difícil de creer. Prince sonrió de modo lobuno: —Hay una olla en mi cocina. Ha estado hirviendo a fuego lento durante dos días. Todavía no ha cenado, ¿verdad, Abdul? —Me sentiría honrado de probar su producto, Malik. Mientras Price se ocupaba de la cocina, Lovecraft vagueó por la habitación, cogiendo baratijas que llevaban la marca de las manos de artesanos de todo el mundo. Poco después, Price emergió de la diminuta cocina, con delantal y gorra, como un cocinero de verdad. El plato que llevaba contenía una gran ración de judías rojas, arroz amarillo y carne marrón en una borboteante salsa carmesí. Lo puso delante de Lovecraft. Un bocado hizo que se le saltaran las lágrimas de Lovecraft. El chile estaba delicioso, pero... —¿Se encuentra bien, Howard? Lovecraft consiguió asentir; no se creía capaz de hablar. Consiguió tragar un tazón de la picante porción. Y cuando pudo respirar, felicitó a Price por las excelencias de su cocina. Price acompañó el chile con un puchero de su personal café, suficientemente espeso para que la cuchara se quedara de pie y tan fuerte como para disolver el metal si se la dejaba demasiado tiempo. Cuando Lovecraft había apurado su tercera taza de café de Java, la charla discurrió por otros derroteros; los relatos y sus autores, los editores con los que Price y Lovecraft tenían que tratar, los amigos y los intereses mutuos, sus gustos y sus aversiones. Price alabó los cuentos de Lovecraft, habló con entusiasmo del cúmulo de Lovecraft, del enfermizo Randolph Cárter y el obsesivo experimentador Herbert West. Lovecraft volvió a los encomios, deteniéndose en particular en el sin par espadachín medieval Pierre d’Artois y su fiel ayudante Jannicot. —Mañana regreso a Providence —dijo Lovecraft— , Mi bolsa está vacía. Esta vez para volver a acuclillarme como un amanuense. Price sonrió afligido. —Abdul, sé que no le puedo convencer para que se quede más tiempo en Nueva Orleans. ¡Lo he intentado! Pero... ¡venga, amigo mío! Ha sobrevivido a un tazón de chile que habría levantado ampollas en una montura. He arreglado otra invitación para su última noche en el Vieux Carré. Abandonaron la habitación de Price y caminaron a través de las antiguas calles, iluminadas débilmente por vacilantes farolas de gas. Había caído un chaparrón mientras Lovecraft cenaba el extraordinario chile de Price; la noche había refrescado. Nubes desiguales traídas por el viento desde el golfo de México envolvían una tenue porción de luna pálida. En una oscura bocacalle, Price y Lovecraft se pararon a mirar cuando un coche de caballos se detuvo con estrépito. La lluvia reciente, calentada por los adoquines, se levantaba ahora como una niebla fantasmal. A través de ella podía verse el letrero que señalaba la rue Chartres. —Sólo un poquito más allá, Abdul —Price señalaba el camino. A pesar de la presencia de los juerguistas noctámbulos del Vieux Carré, la rue Chartres parecía desierta, a excepción de Lovecraft y Price. Price se pasó delante de una pesada puerta de madera. —Éste, amigo mío, es el mismo edificio que prepararon para el gran Bonaparte, hace más de un siglo. El pirata Lafitte y el gobernador Claiborne de Louisiana habían invitado al
emperador a venir a Nueva Orleans. Construyeron esta casa para él. Habría sido su último hogar en el exilio. O —¿quién sabe?— podría haber tenido otros planes que no un pacífico retiro, ¿eh? —Pero Napoleón nunca visitó el Nuevo Mundo, Malik Seguramente usted es consciente de eso. ¿Adónde quiere ir a parar? —Tiene razón. Murió antes de que el plan pudiera fructificar. Pero se construyó la casa, y aquí sigue — Price se encogió de hombros—. Con todo, el emperador era un hombre obstinado. Si su espíritu mora en algún lugar más allá de la Gran División, esperando el momento de regreso, ¿no podría cruzar un océano tan fácilmente, Abdul? ¡El mundo está lleno de cosas extrañas y maravillosas, de las cuales sólo comprendemos unas pocas! Lovecraft bufó: —Y el Día del Juicio todos nos levantaremos de nuestras tumbas y bailaremos una alegre gavota. ¡Hay que ver, Malik! Price levantó una mano y dio un golpe en uno de los dibujos de la antigua madera. La casa parecía estar en total oscuridad, aunque Lovecraf creyó percibir música que venía de dentro de la casa. Un panel no más grande que un naipe se abrió en la puerta. Un ojo miró y una voz dijo: — ¡Señor Price! El panel se cerró otra vez y la puerta se abrió de par en par sobre silenciosas bisagras. Price entró, arrastrando a Lovecraft tras él. La puerta se cerró de golpe tras ellos. Lovecraft sintió repugnancia ante las visiones, sonidos y olores que golpearon sus sentidos. Unas mesas contenían vasos, botellas y platos de la cena de los celebrantes. En otras se amontonaban barajas de cartas. Pilas de billetes y de monedas de oro y de plata se deslizaban vertiginosamente de un lado a otro. Las lámparas de gas proporcionaban una débil iluminación. En uno de los extremos de la habitación había parejas que saltaban y brincaban con la música de una banda de música de color que soplaba cuernos salvajes y aporreaba tambores de la selva, sobre un alto estrado. La persona que había recibido a Price y Lovecraft les condujo a una mesa. Antes de que Lovecraft pudiera hablar, se les unió una mujer. Price se puso de pie de un salto y besó su mano, sosteniendo su silla. Su perfume se extendía delante de ella. Su cabello negro estaba recogido en un alto y gracioso peinado de días pretéritos (la mayoría de las mujeres de la habitación llevaban peinados modernos, con el pelo muy corto que tanto odiaba Lovecraft). Esta mujer llevaba un vestido de moda, elegante, de satén magenta, adornado con lazos negros y el corpiño cortado bajo para resaltar un abundante pecho, lleno de gracia. Lovecraft apartó los ojos. Esta mujer le resultaba familiar. ¿La había conocido en algún lugar anteriormente? Su mente hizo un recorrido por los lugares a los que le había llevado Price. Habían estado sentados, bebiendo café, en el Mercado francés. Price sonrió a una joven que estaba sentada sola en una mesa cercana. La joven era una atractiva dama de cabello negro, peinada elegantemente a la última moda. Su piel era suave, con un toque oliváceo. ¿Era una muestra de sangre mediterránea?, se preguntó Lovecraft. ¿O criolla? La joven devolvió la sonrisa a Price, con un guiño. Lovecraft preguntó: —¿Una conocida, Malik? —Algo así. ¿Le gustaría conocerla?
Lovecraft frunció el ceño. —Después de mi desafortunada suerte en el matrimonio... —Una cosa que aprendimos en la caballería, Howard. Cuando el jinete se cae del caballo, lo mejor es volver a montar. —Gracias, Price, pero sobre este tema soy categórico. Ya he tenido bastante sexo. —Ya veremos —Price terminó su café. Los recuerdos volvieron al oscuro lugar del que habían emergido; Lovecraft estaba de nuevo en el presente. Oyó a Price dirigirse a la mujer. —Este es mi amigo, el árabe ligeramente loco Abdul Alhazred. La mujer rió. —Encantada de conocerle, señor, Alhazred —extendió una mano, que Lovecraft estrechó brevemente—. Me llamo Lily —dijo la mujer. Lovecraft estaba seguro que ésta era la misma mujer que Price y él se habían encontrado en el Mercado francés. —¿Lo de siempre? —preguntó Lily a Price. Lovecraft notó que la pronunciación de Lily estaba marcada claramente por el acento del dialecto local. Pelo oscuro, ojos oscuros. Sí, concluyó, seguro que tenía sangre criolla. Se encogió ligeramente en su asiento. Price dijo: —Para mí, por supuesto. En cuanto a mi amigo... —se dirigió interrogativamente a Lovecraft, pero éste simplemente frunció el ceño. Lily llamó a un camarero. Al instante había una botella sobre la mesa y dos vasos diminutos. El camarero sirvió un fluido espeso. Los diminutos vasos reflejaban la luz y la devolvían con un tétrico resplandor verde, como si algún gusano malvado estuviera acechando desde su guarida. —¿Señor Alhazred? —Lily puso sus dedos sobre la muñeca de Lovecraft. El ocultó su rechazo advirtiendo con asombro que su tacto era suave y agradable. Había pasado más de una década desde su divorcio y sus contactos con las mujeres desde aquel suceso se habían limitado a sus dos tías de Providence. —Sólo café. No—puedo tolerar el sabor ni el olor del alcohol. Lovecraft percibió una mirada entre Lily y Price. Después Lily llamó al camarero y señaló a Lovecraft. En seguida el camarero se acercó a su mesa y colocó una tetera de plata y una taza delante de Lovecraft. Aunque éste añadió su ración habitual generosa de azúcar, el café tenía un sabor fuerte, amargo. Pero cuando Lily volvió a llenar la taza de Lovecraft, encontró que el sabor se hacía familiar, incluso agradable. Se relajó y su humor mejoró. Las trompas de los músicos negros resonaron y el trompetista bajó su instrumento el tiempo justo para secarse sus cejas cubiertas de sudor. Con voz áspera comenzó a desgranar el estribillo de «Por eso nacieron los negros». Lovecraft saboreó el café y descubrió que la música e incluso la grave voz del trompetista se mezclaban de una forma placentera, completamente agradable. Lovecraft era vagamente consciente de Price y Lily; sus cabezas estaban muy juntas, susurrando y balanceándose como los juncos a lo largo de las orillas del Mississippi. Lily volvió a llamar al camarero, le habló y lo despidió. Lovecraft saboreaba su aparentemente inagotable taza de café y charlaba con sus compañeros. Se encontró a sí mismo en la pequeña pista de baile con el golpeteo de los tambores africanos palpitando en su cabeza, Lily en sus brazos y su perfume en sus fosas nasales. Esta vez no apartó los ojos del corpiño de su vestido. La belleza de Lily; algo que había dejado de apreciar anteriormente. Su proximidad y la
calidez de su carne, el aroma de su pelo, el golpeteo de la música se combinaron para marear a Lovecraft. Chocaron con otros bailarines, que parecían no prestarle atención. Estaba dando vueltas, saboreando el café extrañamente amargo y mirando a los ojos de Lily que parecían ser del mismo color verde que había visto en otro lugar. Estaba bailando vertiginosamente, y entonces, de alguna manera, se encontró subiendo una escalera, con Lily a su lado y Price en el otro. Le ayudaban mientras le guiaban. Como si viniera de muy lejos, oyó su propia voz: —Un poco de vértigo. El calor y la fatiga. Quizá otra taza de café... Se abrió una puerta semejante a una compuerta cósmica y se deslizaron en un salón que debía de haber cambiado poco en un siglo o más. Las damas vestían como Lily, con prendas de color esmeralda, champagne o rosa, y estaban sentadas en sofás adornados de brocados. Las pinturas de sátiros y ninfas retozando en los Campos Elíseos le atrajeron tanto que Lovecraft tuvo que mirar hacia otro lado por temor a quedar prendado por su encanto y arrastrado físicamente a través de sus marcos. Había botellas y vasos cerca de los sofás, unos pocos libros antiguos yacían entre ellos y — un toque hiriente de modernidad— pilas de revistas populares con los bordes raídos y muy usados. Destacando entre ellos, Lovecraft vio copia tras copia de su obra maestra, Historias sobrenaturales. Había una edición que reconoció —era una que tenía un relato En la cripta. Y otra con La extraña casa alta en la niebla. Había puertas que conducían a las habitaciones. No podía recordar cuál había atravesado con Price y Lily. Podía oír la música del salón de abajo, que penetraba por los muros de la casa. Price le estaba presentando a las mujeres de elegantes y atrevidos vestidos. Decía el nombre de Lovecraft, su verdadero nombre, no el apodo jocosamente adoptado de Abdul Alhazred o E’ch-Pi-El. Mareado, Lovecraft perdió la noción del tiempo y del lugar. *** En los días siguientes a su primer encuentro, Lovecraft había visitado el apartamento de Price varias veces, y Price había visitado a Lovecraft en el hotel Orleans. Habían recorrido los municipios alejados en el Issota de dos plazas de Price. Price parecía conocer Nueva Orleans y sus alrededores tan a fondo como Lovecraft conocía su amado Providence y resultó un experto profesor y guía turístico. Entre estas excursiones, Lovecraft se entretenía paseando a pie por el Vieux Carré y los distritos adyacentes de Nueva Orleans; los distritos modernos de la ciudad le agobiaban y los evitaba siempre que podía. Adoraba las antiguas mansiones, con sus blancas columnas pintadas y sus montantes en abanico cuidadosamente conservados. Visitó los jardines que florecían desmesuradamente en el exuberante suelo, con la abundante luz del sol y la humedad de la ciudad. Lo que más amaba eran los viejos cementerios. Las mismas aguas subterráneas que alimentaban la vida vegetal de Nueva Orleans inundarían cualquier tumba recién excavada, de modo que colocaban a los muertos en criptas de granito encima de la tierra. Habían sido enterrados así durante siglos, y a Lovecraft le agradaba pasearse entre los mausoleos, deteniéndose a meditar de vez en cuando sobre la patética fe que representaban. Una tumba en particular atrajo sus preferencias. Estaba construida imitando a una iglesia
en miniatura, con una abertura cruciforme en su pared más oriental. El Día del Juicio, el sol naciente llevará la buena nueva a los muertos que descansan dentro de estos muros de piedra, cuando la resurrección los llame para levantarse y presentarse ante su Hacedor. *** —Supersticiones —rió entre dientes Lovecraft—. Supersticiones patéticas. Cuando
abandoné el cementerio, un obrero sudoroso me vio. Debe de haberme tomado por una persona de luto visitando a un pariente difunto, porque se quitó el sombrero en señal de respeto. Parpadeó y se estremeció. ¿A quién le había estado contando la anécdota? Lovecraft miró alrededor. ¿Dónde estaba Price? Una mujer agarró a Lovecraft por el brazo. —¡H. P. Lovecraft! —exclamó—. ¡Me encantan sus historias! A todas las mujeres les encantan. ¡Este es realmente H. P. Lovecraft! —se volvió, agarrada todavía a su manga, mostrándole a sus amigas. Lovecraft se encontró rodeado por mujeres que le adoraban; sus aromas se mezclaban con el recuerdo del olor del café demasiado amargo, sus carnes le sofocaban, los tambores de la selva y las sonoras trompas le golpeaban en el pecho de tal manera que no podría decir cuál era el redoble del tambor, cuál el latido de su corazón, cuál el toque de la trompa, cuál el gemido de su propia voz cuando gritó de terror. Porque ahora él sabía qué clase de casa era ésta. ¡Sabía qué clase de casa era ésta! Consiguió liberarse del asimiento, de los brazos de las mujeres que le sujetaban y se tambaleó hacia una puerta. La abrió de golpe y se lanzó a través de ella. Se encontró en una escalera, y la única iluminación venía de arriba, de la habitación de la que acababa de huir. Bajó tambaleándose las escaleras, mareado y vagamente consciente de que Price estaba detrás de él, gritando su nombre, esforzándose infructuosamente en detener su descenso. La escalera desembocaba en una habitación de piedra. Aquí había incluso menos luz y la poca que había parecía provenir de un musgo pálido o de hongos que se aferraban a las frías y húmedas paredes donde el agua fétida rezumaba entre oscuros bloques de basalto. Mesas toscamente labradas, bancos y baúles antiguos estaban desparramados alrededor. Las telarañas medio ocultaban espadas con las hojas sucias de moho o de algo peor. Un hombre alto, de cabello oscuro, con bigote y barba recortados con esmero, entró en la habitación. Llevaba una guerrera holgada, pantalones ceñidos y botas de bordes blandos, las favoritas de los bucaneros en épocas pasadas. Le seguía otro hombre, un individuo más rechoncho y más viejo, vestido con una levita y la indumentaria propia de un caballero del siglo xix. Las antorchas llameaban en los braseros. —¿Así que lo ha traído, Malik? —inquirió el hombre rechoncho. —He traído a E’ch-Pi—El —contestó Price. —¡Déjeme ver, déjeme ver! —el hombre rechoncho miró fijamente a Lovecraft. Lovecraft se dio cuenta de que era media cabeza más bajo que él. El hombre sacudió la cabeza—. No es el auténtico. Sé que soy más alto que ('I auténtico. Más largo, diría él. Laffitte, ¡ha traído al falso! El pirata dio una zancada hacia adelante. Antes de que pudiera alcanzar a Lovecraft, Price lo detuvo, poniéndose en su camino:
—Es inocente. No sabe nada. —¡Es falso! —gruñó el pirata. —¿Querrá el verdadero venir alguna vez? —preguntó el hombre rechoncho. Su voz casi
parecía implorar. —¡Nunca, nunca! ¡Está muerto! —rugió Price. —¡Malik Tawus! —el pirata sacó un sable de su fajín y amenazó a Price y a Lovecraft. —¡Lafitte! ¡Claiborne! —Price dio un salto, arrancó una espada antigua de su lugar cubierto de telarañas y se enfrentó a Lafitte. El pirata arremetió. Malik Tawus, el Emperador Pavo Real, le eludió y chasqueó su espada de afilada punta. Lafitte evitó el golpe de su espada y balanceó su acero. Su borde curvo estaba tan afilado como el sable de un soldado de caballería. La espada estaba redondeada en toda su longitud, sólo puntiaguda en la punta. Lovecraft, observando cada movimiento, se dio cuenta de que mientras Lafitte podía dar un tajo, Price sólo podía arremeter. Las dos siluetas danzaban adelante y atrás, envueltos en la luz horripilante. Lovecraft vio a Lafitte dar un tajo en el brazo de Price. La sangre empapó la camisa de Price, más negra que roja a la pálida iluminación. Pero inmediatamente después, Malik Tawus le acertó de pleno en la caja torácica y retrocedió, sacando la espada de un tirón de la carne herida. Goteó un fino chorro de sangre. Lafitte avanzó todavía, tirando un tajo a Price, el Emperador Pavo Real, rechazando, esquivando, arremetiendo y acertando, acertando una y otra vez. Lovecraft vio al rechoncho Claiborne a un lado; buscaba debajo de su levita y sacó una pistola, una cosa diminuta que asomaba entre sus carnosos dedos como un ratón en una mata de hierba. —¡Deténgase!—apuntaba el arma hacia Price—. Retírese, Lafitte. ¡Retírese y acabaremos con Malik Tawus! Lafitte retrocedió, riendo. Lovecraft vio a Price balanceando su cabeza de izquierda a derecha, mirando de Lafitte a Claiborne y de Claiborne a Lafitte. Los dos estaban concentrados en Price, ignorando al inmóvil Lovecraft. Lovecraft levantó silenciosamente una botella cubierta de polvo de la mesa que estaba delante de él. Con un esfuerzo supremo, como si se moviera a través de la almibarada atmósfera de un sueño, la estrelló contra el cráneo de Claiborne. En cuanto Claiborne se desplomó, la pistola voló de su fornida mano. Sin dudarlo ni un momento, el ágil Price cogió la pistola al vuelo. Sujetando la espada tal como la tenía, apuntó la pistola hacia Lafitte: —¡Ya basta!—gritó al pirata—. Estás muerto, Claiborne está muerto. Bonaparte está muerto. Todos tus planes han fracasado y no van a triunfar nunca. Para bien o para mal, Lafitte. ¡Te ordeno que vuelvas a la tierra de las sombras! Se volvió hacia Lovecraft: —Le llevaré a casa, Abdul. Tuve una idea muy mala. Lovecraft se despertó en la habitación de su hotel. La altura del sol de Nueva Orleans le dijo que había dormido medio día. Le dolía la cabeza con un dolor punzante, palpitante. Se sentía como si la banda salvaje de la noche anterior estuviera tocando su música bárbara
dentro de su cráneo. Los globos oculares le dolían como si se los hubieran perforado con un millón de agujas al rojo vivo. Se volvió a echar sobre la almohada. Cerró los ojos. Hoy era el día en que tenía que marcharse de Nueva Orleans y regresar a Providence. Tenía tiempo de empaquetar sus pocas pertenencias y trasladarse a la estación del ferrocarril. Pero de camino hacía allí llamaría a Price. Al cabo de una hora estaba en la habitación de Price. —¿Qué pasó anoche, Malik?, ¿cómo llegamos a aquel sótano?, ¿vimos los espectros del pirata Lafitte y del gobernador Claiborne?, ¿realmente estaban esperando la llegada del emperador Bonaparte? Price dijo: —Siéntese, Abdul. Permítame que le sirva una taza de café. —Sí, gracias —Lovecraft bajó el tono cautelosamente— , Pero lo de la casa de la rue Chartres requiere una explicación. —No tiene muy buen aspecto —Price observó la cara de Lovecraft y después volvió a lo suyo—. Tenga, Abdul, esto le entonará. Le garantizo que no contiene pelos del perro que le mordió la noche pasada. —¿Qué fue lo que vimos en el sótano? Me niego a aceptar cualquier historia de fantasmas. ¿Eran actores?, ¿eran criminales?, ¿era una broma, Price? Price le dio una taza llena de su espeso café. Lovecraft se estiró para coger el azucarero y comenzó a contar las cucharadas. Price no dijo nada. Lovecraft dijo a Malik: —Su silencio no se ajusta a sus hábitos. Usted es uno de los hombres con más facilidad de palabra que conozco. Estuvo muy mal que me traicionara, haciéndome visitar un establecimiento en el que jamás hubiera puesto los pies si hubiera conocido su verdadera naturaleza. ¡El ruido, el licor, los salvajes sonidos que allí pasan por música!, ¡las mujeres! Si no hubiera huido... ¡Dios sabe lo que habría ocurrido en aquella habitación! — ¡Venga, Abdul! Usted sabe perfectamente lo que hubiera ocurrido. Si he ofendido su sentido de la moral, me disculpo. Lovecraft olió, levantó la taza y saboreó el espeso líquido: —Por lo menos su café sigue siendo bueno, Malik. La asquerosa infusión de anoche tenía un olor y un sabor que espero no volverme a encontrar. —Probablemente se cumplirá su deseo. —Pero exijo, exijo , que se me diga la verdad. ¿Qué sucedió en el sótano? —Honradamente, Lovecraft, usted no comprende. — Jean Lafitte, el pirata y ese político pomposo Claiborne; casi no escapamos con vida. Su hazaña fue brillante, digna del mismo Pierre d’Artois. Y me sonroja reclamar para mí el papel
del fiel Jannicot, un verdadero Sancho para su Quijote, humilde pero servicial. Con todo, si hubiéramos tenido un poquito menos de suerte, nuestros huesos yacerían en este mismo momento en ese sótano. Price sacudió la cabeza. —No hay sótanos en Nueva Orleans, Lovecraft. El agua subterránea es demasiado alta. Si alguien construyera un sótano, éste quedaría inundado inexorablemente en veinticuatro horas. Por esa misma razón, en esta ciudad enterramos a nuestros muertos encima de la tierra. —Entonces, mantiene su historia, ¿verdad?
Price extendió las manos. Lovecraft se metió—la mano en el bolsillo y sacó un reloj Elgin: —Debo irme. Si pierdo mi tren hoy, tendría que quedarme otra noche en esta ciudad. No puedo permitirme los gastos, ni deseo quedarme aquí más tiempo. Si no admite los simples hechos que nos han sucedido, Price, no hay nada más que discutir. Colocó su taza de café, ahora vacía, sobre su platillo y se levantó para abandonar el apartamento. —¿Realmente cree que estuvimos en el sótano de la casa de Bonaparte? ¿Realmente cree que nos encontramos a Jean Lafitte y al gobernador Claiborne? —¿Usted lo niega, señor? —Puede haber sido sólo el ajenjo, Lovecraft. Los bebedores experimentan extrañas distorsiones de la realidad, fantasías que parecen tan reales como la realidad misma. —¿Ajenjo? Yo nunca... Malik, usted me conoce demasiado bien... —Me disculpo de nuevo, Abdul. Usted notó el olor y el sabor de su café: estaba bastante cargado de ajenjo. Tomó mucho, amigo mío; muchísimo. Estaba un poquito mareado hacia el final de la noche, pero pensé que lo aguantaba bien. Me parece que me equivoqué. Le traje a Orleans en mi Issota. Pero sin daño, ¿eh? Salvo su resaca; y eso también se pasará. ¡Aunque ahora pueda resultar difícil de creer! Price sonrió simpáticamente. Cogió la maleta de Lovecraft. —El coche está a la vuelta de la esquina; le llevaré hasta la estación —hizo una mueca cuando intentó levantar la maleta y Lovecraft le escuchó emitir un gruñido de dolor. Price dejó caer la maleta e intentó cogerla con la otra mano. —¡Se descubre la verdad!—exclamó Lovecraft— ¡Fue acuchillado por el sable de Jean Lafitte! ¡Ahora puedo notar el vendaje, que aparece a través de la camisa, Malik! —Abdul, no sea estúpido. Me herí yo solo al cortar carne para hacer el chile, y fue hace unos días. Los piratas no regresan de sus tumbas para acuchillar a los hombres vivos. ¡En la espalda, Malik! ¡Le hirió en la espalda! Usted podría cortarse solo el dedo, troceando la carne para el chile. Un cocinero excepcionalmente torpe podría incluso herirse en el antebrazo. Pero en la espalda, no. Confiéselo ahora; confiese que llevo razón, y déme la explicación a la que tengo derecho. —Se está haciendo tarde, Lovecraft. Salgamos para la estación o perderá el tren. En el Issota, con la maleta guardada detrás de él y su sombrero firmemente sujeto en el regazo para que no volara con la brisa, Lovecraft fue incapaz de lograr que Price hablara algo más de su visita a la casa de la rue Chartres.
NOTA DEL AUTOR (La casa de la rue Chartres) Hace algunos años, el anciano E. Hoffmann Price concedió una rueda de prensa en su casa de Redwood City, California. En una amplia conversación, habló de muchos acontecimientos de su larga vida y carrera. Habló de su vida en el Nueva Orleans de los treinta y descubrió la visita de Lovecraft. Price contó a sus entrevistadores (yo era uno de ellos) lo de su «desafío de chile picante» a Lovecraft y su visita a un burdel. Price también sirvió a algunos de sus visitantes en Redwood
City un poco del mismo café, espeso, fuerte, que había servido a Lovecraft medio siglo antes. ¡No dormí en tres noches después de beberlo! Y hasta el día de hoy puedo recordar su sabor y su sensación terrosa en mi boca. En sus Cartas Escogidas (volumen IV), Lovecraft da su versión de los días de Nueva Orleans. Lovecraft apoya la historia de Price, incluso menciona la cena del chile. No menciona —y no es sorprendente— la visita al burdel. En su biografía definitiva de Lovecraft, L. Sprague de Camp también descubre el encuentro Lovecraft—Price y ofrece una extensa cita de Price, de nuevo apoyando su versión de la historia (pero aludiendo sólo indirectamente a la visita a la casa de la rue Chartres). La visita de Lovecraft a Price se resolvió con una colaboración entre los dos («A través de las Puertas de la llave de Plata». Historias sobrenaturales, julio de 1934). El interés de Lovecraft —por no decir la fascinación— por el pirata Jean Lafitte antecede en muchos años a su visita a Nueva Orleans. Veamos si no el que posiblemente es el relato más famoso de Lovecraft, «La llamada de Cthulhu» (Historias sobrenaturales, febrero de 1928). Sin embargo, cuando un autor mezcla personajes reales y acontecimientos reales con otros imaginarios, a veces está sujeto a severas y no necesariamente inmerecidas críticas. La verdad es bastante resbaladiza, sin que le pongamos más grasa. Por tanto, para que no me acusen de engañar a mis lectores, diré aquí y ahora que «La casa de la rue Chartres» es una obra de ficción y no debe ser tomada como real. RICHARD A. LUPOFF Rue Chartres, Nueva Orleans Julio de 1989
El cazador de casas Sharon Baker Sharon Baker es la autora de Quarreling, They Met the Dragón, Journey to Membliar y Burning Tears of Sassurum. Al igual que Gene Wolfe, parece mucho más normal de lo que nos haría esperar su literatura. Vive en Seattle, Washington. Ésta es la primera historia corta que publica. En este cuento de castigos, abuso de niños y muertes, Sharon Baker compagina teorías sobre la conspiración, la psicología y la metafísica. El soporte físico de este relato es la casa donde ella creció. Decía que, en principio, había querido escribir un relato de un asesino con hacha y que el único tipo de persona que pensaba que merecía ser asesinada de esa forma era un corruptor de menores. La imagen de la madre con un objeto afilado en la mano aparece en Psicosis, de Robert Bloch, y en algún otro lugar, pero aquí las consecuencias son bastante distintas. El viejo contrajo su puntiaguda nariz con incredulidad. Acariciándose la cabeza con la mano hasta que los grises mechones se pusieron verticales, Martin Aickman miraba fijamente, a través de un rosado y parpadeante túnel, a la casa de estilo español que nunca había esperado ver de nuevo con los ojos corpóreos. Sin preocuparse de los pimenteros que susurraban por encima de su cabeza, con sus semillas rosas crujiendo bajo los pies y las locas guitarras a su espalda, Martin se metió las nudosas manos en los bolsillos de su gabardina y caminó cojeando. Las paredes de estuco brillaban como el oro a la nebulosa luz de Los Ángeles; palomas que zureaban bajo los tejados de rojas tejas; insectos que zumbaban al otro lado del camino de baldosas, hacia la puerta de hierro negro. ¡Aleluya! Es exactamente igual... ¡Es mi casa! Martin guiñó sus ojos color ceniza. Pero no puede ser. Porque él había visto su casa demolida para hacer un tramo de autopista. Había tenido pesadillas durante años. Su padre había heredado el lugar. Cuando murió, Martin y su madre habían criado allí una docena de hijos adoptivos y los dos niños de Martin cuando murió su esposa, hasta que murieron también. ¡No! ¡No quiero recordar! Martin se paró bajo los árboles, apretó los puños en los bolsillos y se concentró en la casa. Detrás de la puerta, un patio y una puerta delantera de hierro. La fachada: ventanas estrechas con barrotes de hierro forjado. —¿No es un tesoro? Sabía que le encantaría. Pero tendrá que trasladarse rápidamente, señor Aickman. Acaba de ser catalogada. Cuando mi socio coloque los carteles ya no habrá remedio —el chasquido de los dedos de Lois Marshall coincidió con el estallido de su chicle. Su tono, cuidadosamente encantador, era el de una locutora de Hollywood, una actriz o la profesora que era en realidad (el pluriempleo en la inmobiliaria, le confió Lois con una sonrisa dentífrica, pagaba el alquiler). Ahora tiraba de su falda de cuero hacia sus rodillas, apagó el motor y la cinta de Pink Floyd paró por fin—. Está roto el interruptor —había dicho secamente Lois cuando Martin se había tapado los oídos para evitar aquella música
demoníaca. Ahora giró sus piernas para salir del antiguo Thunderbird que les había traído. Martin apenas lo notó. —Detrás de los muros del patio, tiestos de fucsias colgando; detrás de las fucsias, ventanas con pequeños cristales que brillaban. Mi casa. ¿Cómo habrá podido ella suponer que éste es el único lugar que verdaderamente podría comprar? Es la mano de Dios. O una trampa. Martin lanzó una mirada de sospecha con su sonrisa de medio lado. Pero sus ojos marrones parecían chisporrotear sólo con el ardor de la venta. Cuando se enderezó volvió a agitar su melena oscura... Todas las ventajas. ¡Propiedades Patrimoniales trata bien a sus clientes! Mientras Lois revelaba las restauraciones de su empresa y los generosos préstamos que concedía para cristianos practicantes, Martin estudió la casa y sus alrededores. (¿No era la hierba de un verde anormal para ser otoño?) En el lado sombrío, un arco... Ningún patín ni patineta, ni trampas en los arbustos, ni lugares pelados en el césped. La casa era idéntica a los sueños de Martin: perfecta. Como si hubiera sido antes de la guerra, antes de que muriera papá y vinieran los niños adoptados. Bajo la arcada, puertas turquesas que cerraban el camino. Más allá del camino, a la sombra de la casa, el techo del garaje... Martin se puso rígido. No se dejó impresionar por la mirada inquisidora de Lois cuando ella se precipitó dentro del coche a buscar su bolso y su carpeta. En la oscuridad, junto a la casa, algo se movió: ¿Levantó un brazo, dispuesta —si no le contestaba— a gritarle que entrara y se explicase? —¡Ya voy, madre! —movió sus labios en un susurro silencioso. El viejo sentimiento de desesperación hizo más rápida la respiración de Martin y aflojó sus rodillas. Apretó el puño contra su corazón enfermo. ¿Nunca se vería libre de sus órdenes y de sus citas, libre de hacer lo que le apeteciera? Se lo había preguntado, una vez, con desesperación. —¿Cuándo dejaréis de tener unos modales tan horribles? —alisando la bata floreada que cubría su corpulencia, madre había citado a la Biblia: «Primero ama y has lo que quieras. Pero no ahora». ¡Madre está muerta!, recordó por enésima vez. Tan muerta como sus niños —muertes de cuna, le había dicho madre al médico cuando, llorando, le llevó ante sus todavía pequeños cuerpos—. Tan muerta como esta casa, lo único que Martin había amado y que nunca le había hecho daño. Sólo el ilógico sueño de su regreso le había hecho contestar al anuncio de Los Angeles Herald-Examiner’s: ¿YA NO SE CONSTRUYEN CASAS COMO ANTES? Jubilados: Proporcionamos las casas más antiguas a la gente más antigua. Préstamos para los que tengan avales. «En la morada de mi Padre hay muchas mansiones» (Juan 14:2). Propiedades Patrimoniales. —Vaya delante, hablaremos fuera. Subiré en un segundo para abrir la puerta —Lois
revolvió su bolso de cuero y sacó un rectángulo blanco de cartulina. —Si los vecinos le paran, enséñeles esto. Martin palmeó la tarjeta de visita: no necesitaba leerla. La había memorizado durante la semana que había transcurrido desde que cedió a la tentación de llamar al número del periódico. Después de mirar las palabras del apóstol San Juan y animado por su exactitud,
comprobó Propiedades Patrimoniales y la graduación de Lois como doctora en asuntos sociales por la Universidad de California, donde daba clases. Y cuando conoció a Lois en la inmobiliaria, le aplicó la descripción de la secretaria de la UCLA: delgada, ojos y cabello oscuro, tipo italiana. Probablemente madre diría que el corazón de Lois era una trampa, y ciertamente Lois hacía que Martin se sintiese incómodo. Le echó otra mirada furtiva, temeroso de que supiera demasiado sobre él. Como madre. Como su esposa. Martin subió con dificultad el sendero, negándose a recordar a la obstinada mujer que su madre le había traído desde la iglesia para que le hiciera un hombre. Ante sus protestas, madre espetó: —Ruego a Dios que alguien te aguante tus artimañas y ese corazón. En su lugar, miró con esperanza el estuco y la carpintería metálica de delante. Si pudiera tener su propia casa, sería alguien. Sólo los propietarios de casas eran respetables; madre y papá le habían dicho que las casas que se poseían durante generaciones casi conferían nobleza. Cuando papá murió, madre trabajó sin cesar para mantener a los suyos. Tenía poco tiempo para Martin, y la soledad le había producido un vacío desde que era capaz de recordar. Abrió la puerta, entró al patio y examinó la puerta delantera. Sólida, pintada de color caoba oscuro. A la altura de los ojos, una ventana con reja. Un llavero colgaba del picaporte. Martin inhaló el olor a cemento húmedo, a la tierra de las macetas ya ... gardenias. Dio unas vueltas por allí, confirmando la firmeza de la puerta. Debajo de las fucsias se encontraban delgados tallos acabados en hojas lustrosas y lisos pétalos blancos de bordes rizados. ¡Cómo le gustaban a madre para sus cumpleaños! Siempre el perfume de las gardenias. Y en Navidad, tilos, naranjos o limoneros; el Día de la Madre, hibisco... Se volvió. La puerta de entrada se estaba abriendo lentamente. El olor a cera Johnson se expandió hacia afuera. Un cono de luz mortecina que llegaba desde el patio mostraba el suelo de madera de la entrada. Respirando rápidamente, Martin miró por encima de su hombro. Lois estaba en el coche subiendo las ventanillas. Tengo tiempo. Traspasó el umbral, empezó a cerrar la puerta... ¡Madre se ha ido a buscar su recompensa! Desafiando sus reglas, dejó la puerta abierta. Le envolvió la frialdad de la casa. He vuelto a casa, pensó Martin. Aquí seré admirado. Envidiado. Puede que incluso tenga amigos... Me pregunto si vivirá cerca algún niño. Una luz mortecina llegaba desde la ventana de la fachada anterior. ¡Estrecha y con barrotes, como la de sus recuerdos! El increíble deleite casi mitigó la ansiedad que sentía Martin por las respuestas que había dado a Propiedades Patrimoniales, pero no del todo. Está bien , repetía, y recordó la aprobación del entrevistador a las inversiones que le quedaban a Martin tras la muerte de madre y el pago de los impuestos; su asentimiento a que el corazón de Martin no era ningún problema, ya que evitaba los esfuerzos y las impresiones; y cuando Martin afirmó que no volvería a provocar antiguos problemas de discusiones con niños adoptados, le puso un «Notable». El hombre había añadido que la adopción de niños con problemas por parte de Martin demostraba una caridad cristiana que podía avalarle como un préstamo. Así, ansioso de disfrutar de una oportunidad en un hogar, Martin había apretado el auricular con manos sudadas y había dado nombres y fechas: Ahora detrás de él sonó un crujido, un chasquido de metal bien lubricado. Martin se volvió
con el corazón dando saltos. La puerta delantera, que él había dejado abierta, se había cerrado. Cerrado. No estaba asustado, sólo sobresaltado. Las puertas se cierran solas a menudo en las casas viejas. De todas formas, miró por el enrejado ventanuco de la puerta. En el patio vacío las fucsias se movieron. Debe de haber sido el viento. Más allá del muro, Martin vislumbró a Lois todavía en el coche, con la cabeza apoyada en la carpeta. ¡Si pudiera explorar antes de que Jezebel trajera sus botas ruidosas y su jerga de vendedora expectante al silencio! Con culpable excitación, Martin se encaminó hacia el cuarto de estar. Lo recordaba. Buscó sus gafas en la gabardina. Las siguió buscando en la chaqueta. Quizá debería colgarla. Miró la puerta del vestidor de la entrada a través de la montura de plástico negro. Igual que la recordaba: el tirador de latón era la cabeza de un león, la placa para empujar, el cuerpo; sus zarpas agarraban a un novillo, cuyos cuernos eran la cerradura. Con creciente regocijo, Martin se quitó la chaqueta y abrió la puerta. El vestidor era profundo. Sólo una pequeña luz se filtraba dentro. Por un instante le pareció vislumbrar unas botas de caucho, negras y rojas, un balón de voleibol blanco con una marca, un montón de mallas rojas y azul metálico revueltas bajo los abrigos en sombras. Detrás de la capa de lana de madre, una niña de rizos castaños miraba a hurtadillas, con la cara manchada por las lágrimas y los ojos verdes enturbiados por la furia. Una niña adoptada, encerrada en el vestidor, esperando sus piadosos latigazos, que la salvarían de los castigos con escorpiones de Dios. Martin intentó entrar. No pudo: la rabia de la niña levantaba un muro. Parpadeó. Los abrigos y las mallas se volvieron a las sombras y la visión de la niña se desvaneció con ellas. Y la barrera desapareció. «Los recuerdos me juegan malas pasadas», pensó. Colgó su chaqueta en el gancho al lado de la puerta. Su gancho. Martin estallaba de alegría. ¡Ésta es mi casa! Precipitándose al salón de alto techo, echó un vistazo fuera. Lois estaba subiendo el sendero hacia la puerta. ¡Date prisa! El pulso de Martin latía rápidamente cuando esquivó el sofá de chintz, situado más allá de la chimenea, enmarcada por los azulejos. ¡Bien! No había ningún hacha inclinada contra el fuego para que los niños adoptados sacaran yesca de la leña. Martin aborrecía las hachas, los cuchillos y las hojas afiladas que llenaban sus sueños, sus terribles sueños. Se dejó caer frente al hogar con las rodillas temblando. El hedor acre de los antiguos fuegos penetró en su nariz. Se quitó las gafas. Satisfecho y tembloroso, garabateó un par de pies en los morillos; unos cuantos ladrillos más arriba el mortero se había desvanecido, como si algo le hubiera arrancado. Un grato frescor trepó por la columna de Martin cuando revivió los fuegos que había encendido aquí; los niños adoptados que había empezado a criar... Sólo ocasionalmente se había visto forzado a usar el hachuelo. Pero nunca había permitido que madre le encontrara aquí. A Lois tampoco debía permitírselo, aunque ella no fuera una mujer virtuosa como madre, cuyo valor sobrepasaba el de los rubíes. Martin se puso de pie. Se alisó el pelo y de paso miró hacia la entrada. Estaba vacía. Echó un vistazo por las ventanas, más allá del verde césped primaveral. En el sendero sólo había un mirlo que brincaba con un gusano en el pico. Al correr, Martin casi se tropieza con la mesita de café de madre antes de aplastar la nariz
contra los cristales biselados. ¡Qué curioso! Desde este ángulo la hierba parecía estar descolorida y marchita, como correspondía a la estación. Al principio del césped, Lois, en cuclillas, estaba copiando las medidas que había leído en su informe. Si era rápido... ¡Al diablo con la hierba! Martin se precipitó al recibidor y los dormitorios. Solamente quería echar un vistazo al de madre. La luz verde se filtraba a través de las ponsetias de la terraza, para brillar en las paredes color marfil que él recordaba y en la colcha de satén blanco de madre. Inspiró. El tenue aroma de las gardenias. ¡Desde fuera! O... Buscando un frasquito de perfume, dio un paso prohibido por el suelo resplandeciente. Esperó unos segundos esperando oír: «¡Mar- tin! ¡Sal inmediatamente de mi habitación si no quieres saber lo que es bueno!». No llegó. No podía llegar. Dio otro paso. Las almohadas de satén blanco atrajeron su atención. En ellas reposaba la muñeca de madre, que ella había arrullado y que Martin secretamente había deseado ser. El tieso cabello rubio de la muñeca y su falda de punto extendida alrededor. Parecía que sus ojos azules de cristal miraban fijamente a la mesilla y la fusta de montar que yacía sobre ella. «¡Mar-tin! El mal crece en ti como un laurel verde, igual que sucedía con tu padre, que así se pudra en el infierno. ¡Te falta disciplina!» La voz áspera de madre parecía llegar de nuevo al recibidor vacío. Una vez más, la casa se estremecía con los pasos de sus zapatos ortopédicos cuando le hacía entrar y bajarse los pantalones... Tenía que besar el látigo antes y después. ¡La odiaba! Ahora Martin estaba junto a su cama, las ponsetias daban golpecitos en la ventana con sus uñas rojas y verdes. La amarga savia blanca de las flores era venenosa. Lo había dicho madre y ordenó a Martin que no las tocara. Pasados los años, vertió esa savia en su café, en la botella de whisky bajo su cama que creía que él no había visto; había exprimido los tallos que había cortado en la leche que ella echaba en los cereales. Pero sólo se había puesto más fuerte. Con un sonido gutural, Martin se precipitó sobre la mesilla. Se golpeó la rodilla con el látigo, rasgó el trenzado mango de cuero, mordió las tiras de cuero, ensañándose con ellas hasta que se desgarraron. Respirando con dificultad, se limpió la boca y miró a su alrededor. Era mejor que Lois no le hubiera visto; podía pensar que estaba chiflado y le haría perder su oportunidad en esta casa, la muy puta. Martin se escabulló a gatas, metiéndose los trozos del látigo en los bolsillos y en los calcetines. Cuando recogió un último pedazo de debajo de la mesilla vio las dos pequeñas espátulas entre ésta y la pared. Cuando Martin y madre habían llevado a casa a los gemelos, Martin había querido que estuvieran en su habitación para acariciar sus suaves cabezas, oler sus cálidas respiraciones, mirar sus redondos y sedosos cuerpos. Pero madre dijo que no, que no le pertenecían en absoluto; eran de ella y los pondría en el camino recto. Se los llevó a la habitación donde las gardenias viciaban el aire. Cuando colocó sus colchones junto a la pared, Martin vio la puntiaguda nariz de la niña igual que la suya, los ojos azules del chico y no avellana como los suyos, la pelusa de su cabeza, castaña como su pelo. Les hizo carantoñas a los niños hasta que se rieron, de modo
que ella pudo ver cómo sonreían con un lado de la boca, como él. —¡No! —ladró madre. Cerrándoles la puerta, fue hasta la cocina, donde empezó a cocer harina de avena. Martin siguió detrás de ella. —Deberían aprender a honrar también a su padre —musitó mientras sacaba los tazones. Madre dejó de servir las gachas. Colocó las manos en sus floreadas caderas, estirando el arrugado delantal blanco sobre su vientre: —Con tu esposa muerta y sin su salario, y como no tienes trabajo por tus visiones y tus palpitaciones, os mantengo, os alimento y doy alojamiento a esas cargas del estado —agitó el cucharón hacia los niños adoptados que se apiñaban en la habitación contigua —. Con su madre criando gusanos y con su padre corrompido, mis nietos nunca llegarían solos a la Gloria. No permitiré que los contamines, Martin, ni a esta casa. Se la dejaré a ellos, no a ti. Puede que tus perversas costumbres no sean culpa tuya; he intentado quitártelas, Dios lo sabe. Pero has salido a tu maldito padre. ¡Podrido por completo! Ahora Martin retrocedió desde la habitación de madre hasta el recibidor. No debería haber dicho aquello, no delante de los niños adoptados. Aquellos niños eran míos. Cada día se parecían más a mí. Y la casa tenía que ser mía también. Se merecía lo que le pasó. Al final del pasillo estaba el cuarto de baño de los niños adoptados. Cuando murió papá, madre le había ofrecido el cuarto de baño a Martin, pero no lo había querido. A través de la puerta abierta, echó un vistazo a los azulejos negros y amarillos —que hicieron que se le revolviera el estómago— , el lavabo blanco de pie, la bañera donde había tenido que sumergir a los chicos para que fueran dóciles. «El que te ama te castiga.» Silbaría en caso de que se acercara madre. Sus manos hormigueaban, recordando los cuerpos resbaladizos, el agua caliente que salpicaba sus bocas abiertas y sus ojos desencajados por el pánico. Recordaba cómo le obedecían después. El recuerdo del poder de Dios inflamado en él. Pero una noche, madre le había pillado y dejó de vigilar el baño de los chicos. Ahora no entró. En cambio abrió la puerta de al lado con una emoción expectante. La luz del sol se derramaba a través de las ventanas cubiertas con arrugadas cortinas blancas. Caía en haces brillantes sobre las blancas colchas de algodón. Alfombras raídas de color blanco decoraban el suelo. Martin pensó con placer en las preciosas niñitas que se habían desnudado para él en aquellas camas, sus esbeltos cuerpos, sin la traba de los pechos, acostados de espalda, entregándose a sus dedos; con sus pequeñas manos temblando sobre su cremallera, sobre él. Los ojos de una pequeña belleza eran verdes como los de su gato bajo sus rizos castaños; obviamente ella deseaba todo lo que él hizo, se le había resistido tan deliciosamente. Tomó aliento. ¡Aquí se había sentido semejante a Dios! Controlando, respetado... —¡Yu-ju! Señor Aickman, ¿dónde está? Desobediente, qué desobediente, entrando a escondidas en la casa sin mí —el acento televisivo flotaba desde el recibidor hasta los dormitorios. Me llama malo, como madre. Martin se dio la vuelta, con el rayo de Dios chisporroteando en las yemas de sus dedos. Los extendió, apuntando a su garganta que charlaba y charlaba... Lois retrocedió al recibidor. Por encima de un extraño sonido, como de arcadas, dijo: —Así que es donde usted quería llegar. Se llevaron a madre. Martin se recordó a sí mismo otra vez y Quiero esta casa. Bajó los brazos
a los costados, borró una sonrisa de su cara. Cuando pudo controlar la respiración, dijo humildemente: —La puerta estaba abierta. Perdóneme. Me iré. La sonrisa de Lois parecía tensa, quizá un engaño de las sombras del recibidor. Después de una profunda respiración, ella dijo con precipitación: —Está bien, señor Aickman. No pudo resistirse a esta joya y no le culpo. ¿Vio los suelos de madera? ¡Apuesto a que tienen un grosor de una pulgada! Y los techos abovedados, de catorce pies de altura (los he medido); no los hacen así hoy en día... —se atascó y siguió hablando, aparecieron manchas rojas en su pálido rostro —. Marcos interiores de caoba maciza, todos esos armarios empotrados. ¡Y el espacio! Cuartos de baño, dormitorios... — tragó saliva. Martin fue acercándose a ella. Seguro que la Biblia decía en algún lugar que el Señor odiaba a las mujeres charlatanas. Lois se dio la vuelta, salió hacia la puerta: —¡La cocina! Tengo que enseñarle la cocina. ¿No la ha visto todavía? —No. Martin dejó caer sus manos, confuso. ¿Para qué quería ver la cocina? Allí había cuchillos. Y a veces, a pesar de sus gritos sobre la seguridad, los niños adoptados dejaban el hacha junto a la puerta en vez de dejarla en el garaje. Sabían que le asustaban. ¡Pequeños bastardos! De cualquier modo, odiaba cocinar. En su habitación, con vistas al interminable hormigón de la Clínica Acres Sombreados, calentaba las cenas en un hornillo. —¡Oh, bien! —Lois estaba a mitad de camino del recibidor—. Le enseñaré los electrodomésticos. Incluso pusimos un interfono en estas viejas paredes. De mala gana, Martin dejó el virginal dormitorio. —Será cómodo —dijo educadamente, cuando la siguió. —Así lo espero, señor Aickman —Lois entró en la cocina. Su voz resonó—: ... habitación para desayunar. El aparato central está por aquí... —se cerró una puerta, apagando su voz, que seguía sonando. En el recibidor, Martin echó una ojeada desde la puerta cerrada de la habitación de desayunar a la de enfrente, que conducía a la lavandería. Mientras Lois elogiaba los armarios y los cristales biselados, él se metió entre el familiar fregadero blanco de la cocina, los mostradores de azulejos blancos y negros, las ventanas con vistas al sombrío camino bordeado de hibisco... Se quedó paralizado. Alguien estaba delante de esas ventanas, perfilado por la luz. Alguien con un cuchillo. La figura se movió, se apartó de las sombras. Martin adivinó unos cabellos rubios ralos, vaqueros ajustados, sudadera sin mangas. —... interfono de la cocina por el hall, señor Aickman —estaba diciendo Lois cuando el hombre se acercó hacia Martin, sin hacer ruido con las zapatillas sobre el linóleo moteado, con la hoja brillando fríamente a la declinante luz. —Aquí hay un aparato más silencioso —susurró. Junto al codo de Martin se alzó un panel, mostrando un rincón con un interfono, un tostador y un abrelatas eléctrico con su asa arriba. Martin saltó cuando Lois anunciaba desde la rejilla del interfono: —... modulados. Sus emisiones. Sus emisiones aquí dentro, en la puerta delantera... —se detuvo— , ¡Mierda, se atascó! —después, la estática.
La puerta de la habitación de desayunar se abrió con un chasquido. Lois caminó, y luego corrió hacia él; los tacones retumbaban sobre el suelo reluciente mientras escarbaba en su bolso. —¡Lo siento, señor Aickman! Tengo tiritas en algún sitio. Déjeme ver su mano —le echó un vistazo—. Un borde marrón ribeteaba el blanco de sus ojos. Lentillas de color. ¿Belleza? ¿Disfraz? Su ausencia había sido muy oportuna. ¡Entregado a las manos de los pecadores! El escenario relampagueó ante los ojos de Martin. Mátala. Pero primero, ¡corre! Martin se precipitó a la lavandería, abriendo violentamente la puerta. Cuando Lois le miró con consternación, cerró de un golpe la puerta tras él. Corrió entre las paredes amarillas y los paneles que ocultaban la mesa de planchar y la lavadora que estaba enfrente de la puerta que daba a la caldera del sótano... ¡Ah! La puerta de tela metálica, justo donde Martin esperaba. Oyó que se cerraba con un ruido seco cuando se tambaleó por los escalones y cayó al camino, a la sombra de la casa. Desde dentro llegaron pasos rápidos y luego el ruido de alguien que empujaba la puerta de la lavandería. —¡Señor Aickman! ¡Abra inmediatamente! Martin corrió resollando a lo largo del camino. Se zambulló en los altos hibiscos y se golpeó con una barrera de cemento. El sudor bajaba por sus mejillas. Para tranquilizar su respiración, presionó con el puño contra la agonía de su pecho. Un sonido de arma de fuego vino desde dentro. Disparos. Saltó sobre los bloques de hormigón, pero no pudo conseguir un punto de apoyo y volvió a caer. Ramitas y hojas se desparramaron contra su cuello y le arañaron las ensangrentadas manos y los brazos. Detrás de él, la puerta plegable chocó con estrépito. Martin cayó sobre su vientre detrás de los arbustos. Flores amarillas y rojas le volvieron a mirar fijamente cuando escuchó a Lois gritar su nombre. ¿Dando órdenes?, pensó. No podía ver al joven. Se los imaginó separándose para buscar en los alrededores de la casa. El sitio siguiente donde buscarían sería el camino. Frenéticamente, Martin miró hacia la arcada de las puertas de la salida. ¡El Thunderbird! ¿Habría dejado Lois las llaves puestas? Probablemente, no. Miró los paneles color turquesa por encima de las gafas. El candado y la cadena alrededor de los postes del centro... demasiado alto para escalar... Se volvió y vislumbró las puertas turquesa del garaje al otro extremo del camino. Sentía escalofríos en los brazos. Dentro está el hacha de mis pesadillas... Una puerta estaba entreabierta. Un tablón suelto en el fondo servía de salida a los niños adoptados. Nunca lo había contado, por si acaso también lo tenía que utilizar él. Una oportunidad. ¡Estoy asustado! Pero no puedo quedarme. ¡Ahora! Mientras el hombre rubio permaneciese lejos y Lois estuviese de espaldas. Martin bajó el camino corriendo y arremetió a través de la puerta; se deslizó dentro dolorosamente sobre sus caderas. No había coches. En un extremo, el banco de herramientas de papá acumulaba polvo. La respiración le quemaba los pulmones. Apoyó su frente sobre el frío cemento que tenía olor a polvo y aceite. Afuera, el susurro de los pichones; una suave brisa que suspiraba alrededor de las paredes. Al cabo de un rato se dio la vuelta y miró a su alrededor. La luz se filtraba a través de las ventanas empañadas por las telarañas, revelando las paredes inacabadas; su aislamiento plateado estaba cubierto de sombras. Lois debe ser uno de los malditos chicos adoptados. Otra de las que madre me robó. Martin se incorporó sobre su codo,
Las paredes del miedo Kathryn Cramer, dir. de ed. Traducción de Miguel Hernández Sola
Colección LUNA OSCURA Proyecto y realización EDIMUNDO, S. A. Portada: Artica Título original: Walls of Fear © Kathryn Cramer, 1990 © GRUPO LIBRO 88, S. A. ISBN: 84-7906-051-4 Depósito legal: M. 34.823-1991 Primera edición: 1991 Compuesto en FER Fotocomposición, S. A. Printed in Spain. Impreso en España Introduction: Literary Architecture (Introducción. Arquitectura literaria) © 1990, Kathryn Cramer.—Out of Sight, Out of Mind (Ojos que no ven, corazón que no siente) © 1990, Jack Womack. Tales from a New England Telephone Directory (Historias de una guía de teléfonos de Nueva Inglaterra) © 1990, James Morrow. Firetrap (Trampa de fuego) © 1990, Greg Cox.—The Art of Falling Down (El arte de la caída) © 1990, Jonathan Carroll.—The Cairnwell Horror (El horror de Cairnwell) © 1990, Chet Williamson.— Erosion (Erosión) © 1990, Susan Palwick.— Happy Hour (La hora feliz) © 1990, Ian Watson.—The Haunted Boardinghouse (El internado encantado) © 1990, Gene Wolfe. —Inside the Walled City (Dentro de la ciudad amurallada) © 1990, Garry Kilworth. Grandmother’s Footsteps (Los pasos de la abuela) © 1990, Gwyneth Dre am (Madame Enchantia y el laberinto del sueño) Jones.— Madame Enchantia and the Maze of Dream © 1990, Jessica Amanda Salmonson.—Slippage (Desliz) © 1990, Edward Bryant.—The House on Rue Chartres (La casa de la rue Chartres) © 1990, Richard A. Lupoff.—House Hunter (El cazador de casas) © 1990, Sharon Baker .—Penelope Comes Home (Penélope vuelve a casa) © 1990, M. J. Engh.—Cedar Lane (El Camino de los Cedros) © 1990, Karl Edward Wagner.
INDICE RESEÑA....................................................... ............................................................................................................... ........................................................................................ ................................ 4 INTRODUCCIÓN .............................................................................................................................. 8 Ojos que no ven, corazón que no siente ........................................................................................ ................................................ ........................................ 16 Historias de una guía de teléfonos de Nueva Inglaterra............................................................ Inglaterra ............................................................ 26 Trampa de fuego .............................................................................................................................. 39 El arte de la caída ............................................................................................................................. 56 El horror de Cairnwell .................................................. ........................................................................................................ ................................................................... ............. 63 Erosión ............................................................................................................................................... 75 La hora feliz....................................................................................................................................... 86 El internado encantado ................................................................................................................. 102 Dentro de la ciudad amurallada .................................................................................................. 121 Los pasos de la abuela ................................................................................................................... 135 Madame Enchantia y el laberinto del sueño .............................................................................. 151 Desliz.................................................. .......................................................................................................... .............................................................................................. ...................................... 160 La casa de la rue Chartres ............................................................................................................. 163 El cazador de casas......................................................................................................................... 173 Penélope vuelve a casa .................................................................................................................. 186 El Camino de los Cedros ............................................................................................................... 224
RESEÑA Kathryn Cramer Cramer es una experta apasionada por la fantasía y el terror. Y esta pasión la vierte en este libro, recogiendo una serie de historias inquietantes, unidas por un hilo conductor: la arquitectura, la arquitectura del miedo. En esta selección de cuentos de autores contemporáneos nos encontramos una amplia «ama de temas, situaciones y sentimientos: amor filial (Erosión), amistades sobrenaturales (La hora feliz), locura (Trampa de fuego), muertos vivientes (El horror de Cairnwell)... Todo ello envuelto en atmósferas inquietantes que nos hacen ver el defecto fundamental de las historias cortas cuando son tan buenas como las que aquí se recogen; que son cortas. LAS PAREDES DEL MIEDO es una recopilación de cuentos de terror, cuyo hilo conductor es la arquitectura, esto es, los protagonistas de las historias son, más que los personajes que aparecen en ellas, los lugares donde transcurre la acción. Así pues, nos encontraremos con una cabina de teléfonos maligna, un castillo que encierra un maleficio, una casa que extraña a sus propietarios, un peculiar internado y otra serie de edificios que determinan la trama de distintas historias. Los autores de los relatos que se recogen en este volumen son escritores actuales, algunos de ellos bien conocidos en nuestro país, como Gene Wolfe o Jack Womack, y la mayor parte de ellos, poseedores de galardones tan importantes en el género como el Premio Nébula. Entre la diversidad de temas y la diferencia de talante con el que están tratados, nos encontramos en este libro con unas historias en las que predomina el sentido del humor, otras en las que lo primordial es el análisis psicológico o el planteamiento metafísico, pero en todas se yergue con inquietante realidad el edificio que condiciona la vida de los protagonistas, que condiciona sus (nuestras) vidas. Y es que, como dice Kathryn Cramer en la introducción, "Las casas son ineludibles".
Contiene:
Kathryn Cramer: Introducción: Arquitectura literaria Jack Womack: Ojos que no ven, corazón que no siente James Morrow: Historias de una guía de teléfonos de Nueva Inglaterra Greg Cox: Trampa de fuego Jonathan Carroll: El arte de la caída Chet Williamson: El horror de Cairnwell Susan Palwick: Erosión Ian Watson: La hora feliz Gene Wolfe: El internado encantado Garry Kilworth: Dentro de la ciudad amurallada Gwyneth Jones: Los pasos de la abuela Jessica Amanda Salmonson: Madame Enchantia y el laberinto del sueño Edward Bryant: Desliz Richard A. Lupoff: La casa de la rue Chartres
Sharon Baker: El cazador de casas M. J. Engh: Penélope vuelve a casa Karl Edward Wagner: El Camino de los Cedros
A Lloyd Currey, James Allen, Virginia Kidd y David Hartwell; sin ellos no habría aprendido a conducir, sin lo cual, este libro no habría sido posible.
La compiladora desea agradecer la ayuda en la preparación de este este libro a las siguientes personas: Susan Anne Protter, Jim Young, Jeff Yang, Scott Baker, Virginia Kidd, Jack Womack, Chris Miller y, sobre todo, a mi editor, David G. Hartwell.
INTRODUCCIÓN Arquitectura literaria Kathryn Cramer Y cuando un granjero tuvo por fin su propia casa, no por ello consiguió ser más rico, sino más pobre; y sucedió que la casa se apoderó de él... Conozco dos familias en esta ciudad que, durante cerca de una generación, han estado tratando de vender sus casas de los alrededores y trasladarse al interior del pueblo, pero no han sido capaces de conseguirlo y sólo la muerte les hará libres. Henry David Thoreau. Walden
Este volumen es compañero de The Architecture of Fear, recopilado por Kathryn Cramer y Peter D. Pautz (Arbor House, 1987). Aquel libro surgió de un grupo de estudio y debate sobre el horror compuesto por Peter Pautz, David Hartwell y yo... Otros libros que surgieron del mismo son The Dark Descent, recopilado por David G. Hartwell (Tor Books, 1987) y Christmas Ghosts, recopilado por Kathryn Cramer y David. G. Hartwell (Arbor House, 1987). En 1985 y 1986, nos reuníamos a estudiar la literatura de terror una o dos veces por semana en una cafetería de la calle Arbor House, donde trabajaban David y Peter. Desarrollamos una teoría de la literatura de terror, la mayor parte de la cual se encuentra expuesta en la introducción de The Dark Descent. Resumiendo, hay tres modos de literatura de terror: 1) como alegoría moral, acerca de los coloristas efectos especiales del mal, y enfocando el conflicto entre el bien y el mal; por ejemplo, un relato como el de Nathaniel Hawthorne: Young Goodman Brown; 2) como metáfora psicológica, en la que los estadios psicológicos internos se exteriorizan, como La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe; y 3) el terror de la Naturaleza-de-la-realidad, en el que el efecto fundamental se deriva del hecho de poner radicalmente en duda la Naturaleza de nuestro mundo; mi ejemplo favorito es el relato de Gene Wolfe Seven American Nights... Habiendo trabajado durante tres años con esta terminología, he tenido que llegar a reconocer que también existen relatos que practican estos modos unos contra otros. Ejemplos que me vienen a la mente son: Otra vuelta de tuerca, de Henry James, y, en este volumen, El Camino de los Cedros, de Karl Edward Wagner. David, Peter y yo habíamos pensado inicialmente escribir un libro de crítica. Sin embargo, nos enfrentamos a un problema importante con los ejemplos que queríamos utilizar: la mayoría de los relatos no formaban parte del canon literario y, por consiguiente, no podíamos esperar que nadie más los hubiera leído. Un U n buen día, David llegó y dijo: —Deberíamos hacer antologías. Decidimos que tendría que ser una antología original y una antología histórica de cosas ya publicadas y nos distribuimos el territorio: David, que es el más competente, haría la antología histórica. De este modo nació The Dark Descent. Peter y yo, que combinamos habilidades complementarias y entusiasmo juvenil, colaboraríamos en una antología original, una antología de un tema que tuviese un atractivo comercial sencillo (me han explicado que la teoría no tiene atractivo comercial). Desde 1983, cuando hice un curso sobre Mujer y Tecnología en la Universidad de Washington, han estado dando vueltas en mi cabeza las
ideas sobre el significado psicológico de la arquitectura. (Por aquella época también me dio un curso de redacción Joanna Russ; hablé con ella sobre las casas en la literatura de terror y me dijo que debía escribir un ensayo.) Así que propuse que nuestra antología de tema original debería ser sobre casas, y sugerí el título: La arquitectura del miedo. En el Afterword de La arquitectura del miedo, titulado «Casas de la Mente», abogué por la metáfora de la casa como mente y desarrollé un argumento político para comprender el terror arquitectónico como una forma de comprender el mal sistemático. Al invocar lo fantástico, el terror nos permite acceder a multitud de cosas horribles, que son demasiado dolorosas para percibirlas directamente. La arquitectura del miedo es el horror central de la vida en el siglo xx, es un castillo de Escher, en el que el mal se ha perdido repetidamente y, liberado, ha invadido nuestros lugares seguros y nos ha dejado emocionalmente inseguros y con la duda entre la Naturaleza de la realidad y la Naturaleza de los horrores reales. La literatura de terror puede proporcionar comprensión para los horrores que no son de ficción y, aún más importante, quizá una lúcida respuesta emocional a través del espejo del arte. El terror arquitectónico usa explícitamente la arquitectura. El relato de Jonathan Carroll contenido en este volumen, El arte de la caída, se puede leer como la literalización del concepto de arquitectura literaria de Ellen Eve Frank, «el hábito de la comparación entre la arquitectura y la literatura». Para que se pueda considerar dentro del terror arquitectónico, una historia debe contener por lo menos un edificio de algún tipo. En este libro hay casas, un internado, un apartamento, una casa de muñecas, una antigua ciudad amurallada, transformada por el tiempo en un bloque de pisos adosados, un pub, una cabina telefónica y otros. Hay tres clases de arquitectura literaria: arquitectura literal, metáfora arquitectónica explícita y metáfora arquitectónica sumergida. Desde el momento en que hay tres, soy incapaz de resistir la tentación de emparejarlas con los tres modos de terror: arquitectura literal, emparejada con la alegoría moral; metáfora arquitectónica explícita, emparejada con la metáfora psicológica, y la metáfora arquitectónica sumergida, emparejada con el terror de la Naturaleza-de-la-realidad. Esto es quizá demasiado superficial: todos los relatos de este libro contienen arquitectura literal, y la mayoría contienen metáforas arquitectónicas explícitas y sumergidas. Pero si consideramos estas conexiones en términos de la función emocional más importante de la arquitectura en un relato, son útiles para comprender la relación de los tres modos de terror con el terror arquitectónico. En la alegoría moral, la arquitectura tiende a ser relacionada metafóricamente con otra arquitectura: tu casa es tu fortaleza, que mantiene fuera las cosas malas; o bien, es tu prisión y estás encerrado dentro con ellas y debes arrojarlas fuera. En la metáfora psicológica, una casa tiende a ser descrita en términos psicológicos, como en el famoso párrafo inicial de The Haunting of Hill House: Ningún organismo vivo puede continuar existiendo durante mucho tiempo bajo condiciones de realidad absoluta; incluso hay quien piensa que las alondras y los saltamontes sueñan. La Casa de la Colina, al no estar cuerda, se defendía a sí misma contra sus colinas, manteniendo la oscuridad dentro de sí, y así ha permanecido durante ocho años y podría permanecer durante otros ocho. Dentro, los muros continuaban verticales, los ladrillos se veían cuidados, los suelos eran firmes y las puertas estaban prudentemente cerradas; el silencio se extendía uniformemente contra la madera y la piedra de la Casa de la Colina, y cualquier cosa que anduviera por allí, andaba solitaria.
entonces exhibía una exposición llamada «Confrontaciones», de la que yo no sabía nada. Pasé, sin leerlo, por delante de un aviso junto a una fotografía bien compuesta de una mujer durmiendo en una hamaca, que decía algo —acerca de que algunos espectadores podían sentirse ofendidos por el material. Poco a poco me fui dando cuenta de que la mujer no estaba durmiendo: estaba muerta. Y aquello no eran los botones y las correas de su hamaca, sino una sección transversal de su caja torácica, y aquéllas eran tiras de carne mondada durante la autopsia. El título era «Heroína O. D., de 26 años de edad» (o algo así). Fui de fotografía en fotografía —muchas de las cuales incluían muertos, cuyas edades oscilaban desde la prenatal hasta la vejez— mirando fijamente con incredulidad, tratando de convencerme a mí misma de que todo aquello estaba trucado, retocado, o que eran dibujos, algo, cualquier cosa menos que fueran cadáveres artísticamente arreglados. Volví tres veces aquel día y traje a un amigo como testigo, solamente para asegurarme de que los cuadros estaban allí y que no estaba equivocada. Compré un libro de fotografías de Witkin, que llevaba la siguiente etiqueta: Debido a factores de la censura actual, el EDITOR Y YO NO HEMOS INCLUIDO VARIAS FOTOGRAFÍAS IMPORTANTES EN ESTA PRESENTACIÓN DE MI TRABAJO. —PETER WlTKIN. La fotografía que me produjo una impresión tan profunda no estaba entre las del libro. No era ni fotografía de combate, ni forense. Era claramente arte. Pero mientras que la gente dona sus cuerpos a la ciencia, nadie que yo sepa ha donado su cuerpo al arte. Alguien tenía que dar a Witkin aquellos cuerpos para manipular con ellos. ¿Quién?, ¿cómo?, ¿qué leyes permitían esto? Lo peor de las fotografías era que resultaban preciosas. El resultado de un contenido inaceptable suponía un reto artístico para Witkin —un reto que intentaba afrontar. El sentimiento de prodigio horrendo que uno capta de los cuadros se deriva de la interacción del estilo y el contenido, no del contenido sólo. Witkin desafía su propia imagen de los críticos, situando dos límites opuestos el uno al otro: por un lado, ha ido más allá de la frontera de la moralidad y el buen gusto a través de su elección del material y el tema; por otro lado, emplea normas clásicas de belleza en imágenes clásicas. Postmodernismo postmortem, supongo. Deja muy poco espacio para que se le critique en el campo estético, obligándonos a admitir el papel que desempeña la moralidad en la estética «pura». Este efecto no se puede lograr en la prosa del mismo modo que se puede lograr en la pintura, y es el resultado del exasperante contraste entre el respeto por los límites estéticos y su indiferencia con los límites morales. En la World Fantasy Convention de 1986 en Providence, Rhode Island, entre los variados objetos que regalaban había unas chapas promocionando Hellraiser, primera película de Clive Barker, en las que se leía: No hay límites. Más recientemente, en su retórica introducción al Libro de los Muertos , John Skipp y Craig Spector discutían el «progreso» que podía suponer el «ir demasiado lejos»: Siempre existe, como se suele decir, la frontera siguiente. La función del explorador es penetrar en lo desconocido, ahondar en aquellos lugares culturalmente inexplorados e informar de lo que se ha encontrado en ellos. Todo progreso se basa en la buena voluntad de unos pocos para aventurarse en territorio inexplorado, salir de allí, adaptarse a él y convertirlo en un lugar donde todos pueden morar.
Si hay alguna esperanza para el futuro, seguramente debe descansar sobre la capacidad de mirar impávidamente en el corazón de la oscuridad. Después dirijamos nuestras miradas a un lugar mejor. Y preparémonos. Para ir demasiado lejos.
Este pasaje rezuma sexualidad masculina —soslayando implícitamente la escritura del terror gráfico, abierto con el comercio sexual— , y Skipp y Spector parecen tener una concepción muy americana del progreso. Pero estas características nos distraen de su intención real, de su argumento, por así decirlo. Lo que quieren decir con límites, fronteras, tabúes supone consecuencias de contenido, mientras permanecen completamente mudos en la cuestión del estilo. Los límites no son tan sólo esenciales al terror; son además excitantes. Es la existencia del filo de la represión lo que conduce al cuento de terror a su plena existencia. La racionalidad y la ley física son lo que dan su efecto a Un descenso a Maelström, de Edgar Allan Poe. Es la tensión entre el interior y el exterior lo que hace la historia de la casa. La película que más miedo me ha dado fue El resplandor. No es lo mismo que en la novela de Stephen King. El libro es, ante todo, terror de metáfora psicológica, mientras que la película es horror de Naturaleza-de-la-realidad. Y la película es un estudio cuidadoso de los límites. Kubrick establece repetidamente límites implícitos: sólo Danny puede ver a los fantasmas; Jack y Danny pueden ver a los fantasmas, pero Wendy, no; la familia entera puede ver a los fantasmas, pero de hecho, los fantasmas no pueden hacer nada. Y entonces Grady, el Fantasma, abre la despensa y deja dentro al loco Jack... El momento más escalofriante de la película, mucho más que el crimen del hacha o las escenas de persecución, porque sus implicaciones: en todo momento pensamos que algo no puede suceder en absoluto, y sucede. La arquitectura del Hotel Overlook y sus terrenos es fundamental para un número de escenas importantes: la escena de la despensa; la escena más famosa de la película, cuando Jack atraviesa la puerta y entonces se da unos golpecitos en la cabeza y dice: «¡Aquí está Johnny?»; y en la escena en que Jack persigue a Danny con un hacha a través del laberinto formado por los setos. De hecho, el concepto de límites es fundamental para la estructura de la historia en su conjunto: la familia se verá atrapada por la nieve durante el invierno y tendrá que permanecer en el Hotel Overlook. Vi la película en 70 milímetros en una enorme pantalla curvada, sentada en la primera fila con mi amigo Klay. Acababa de llegar pocos días antes, después de una estancia de un año en Alemania y tenía dieciocho años, pero aparentaba catorce. No me había traído el bolso, pero llevaba el pasaporte para identificarme (no tenía carné de conducir) por si el taquillero se planteaba si me debía dejar entrar o no en una película clasificada para mayores. Los pantalones que llevaba sólo tenían bolsillos delanteros, así que le di mi pasaporte a Klay para que se lo metiera en su bolsillo trasero durante la película. Cuando la película terminó y los créditos corrían sobre el cuerpo congelado de Jakie, con sonrisa de loco, anduve al final del pasillo con Klay y le pedí que me devolviese el pasaporte. Me sentía muy suficiente. Supe que el pasaporte seguramente se habría caído de su bolsillo trasero y ahora estaría bajo su asiento. Lo supe porque me había pasado antes. Se tentó el bolsillo trasero. Mi pasaporte no estaba. Miró bajo su asiento. Lo encontró. Me lo devolvió y me sentí muy satisfecha de mí misma... hasta que atravesé el césped que hay frente a la casa
de mis padres y me di cuenta de que jamás me había metido el pasaporte en el bolsillo trasero. Entonces el mensaje de la película me llegó directamente desde la pantalla. ¿Así que piensas que sólo es una película? ¿No te he dicho todo el tiempo que si piensas que algo no puede suceder, estás equivocada? No dormí el resto de la noche. Me quedé mirando a lo lejos desde la puerta a mi habitación por miedo a ver a dos niñas pequeñas en la entrada, diciendo: «Ven a jugar con nosotras para siempre, y siempre y siempre», y cuando fui al baño, durante la noche, me quedé con la cabeza vuelta hacia la bañera, para evitar encuentros con viejas damas cuya fecha había caducado. Me costó una semana darme cuenta de que había perdido dinero de mi bolsillo trasero y que era eso en lo que había estado pensando. En una carta a Gene Wolfe le conté esta historia. Me contestó diciendo que la parte sobre el dinero era solamente una racionalización a posteriori. Como pertenezco a una familia en que siempre buscamos explicación a este tipo de cosas, tengo una explicación preparada. Pero supongo que tiene razón. Es simplemente imposible y lo conservaría en toda su preciosa imposibilidad. Hay muchos relatos en este libro que son imposibles, que no pueden haber sucedido; relatos de lo fantástico, de lo sobrenatural: un relato sobre una inteligencia prehistórica, subterránea; una América fantásticamente modificada, que muestra una cierta semejanza con la Antigua Grecia como se retrataba en la mitología griega; una mujer de novecientos años y, por supuesto, casas encantadas. Anteriormente he definido la literatura de terror con relación a la emoción del terror. Hay otra definición útil del género que estamos intentando conocer. Llamémoslo literatura sobrenatural en lugar de terror, y exigirá que comprenda elementos sobrenaturales: hombres lobos, momias, el monstruo de Frankenstein..., el repertorio habitual de la Noche de Halloween. La diferencia entre lo sobrenatural y la simple fantasía es principalmente tradición y en parte un sentido de lo misterioso. Mientras que, en principio, el horror y la fantasía se pueden separar y distinguir, en este momento histórico, el filo de la fantasía está en el horror y el filo del horror está en la fantasía. Viene en tres volúmenes: hay duendes, enanos, gnomos y unicornios. Generalmente hay una hermosa princesa y un adolescente que empieza siendo bastante vulgar; pero parte a la búsqueda de algo, y a través de la búsqueda descubre su verdadero poder y se convierte en rey al final del tercer volumen. El exceso de producción de novelas de fantasía ñoñas ha degradado muchas de las formas más prometedoras de fantasía. Y al igual que los motivos sobrenaturales están prácticamente agotados, el mejor trabajo de terror se está haciendo de modo creciente dentro de la fantasía. Así pues, en este libro hay un número desproporcionado de escritores conocidos, fundamentalmente por sus obras de fantasía y ciencia ficción. St. Martin Press ha comenzado a publicar recientemente un volumen combinado de lo mejor del año de fantasía y de terror, que resultaba oportuno, teniendo en cuenta la coincidencia de categorías que se da en los mejores trabajos. En su ensayo sobre «Lo Imposible», M. C. Escher, cuando trata de cómo utiliza la racionalidad y los límites para dar plausibilidad a sus imágenes, introduce después un elemento imposible para provocar en su espectador una especie de choque, el mismo tipo de choque, reivindica, que consiguen los escritores de cuentos de hadas. La esencia de la fantasía limita de modo inextricable con el encadenamiento de lo lógico y lo ilógico, la racionalidad y la irracionalidad, lo real y lo irreal. Y el horror combinado con la fantasía tienen potencialmente el mismo efecto que me produjo la versión de El resplandor, de Kubrick. Arroja dudas sobre lo que creemos que sabemos acerca del mundo, socava nuestra petulante
confianza de que sabemos cómo son las cosas y de que continuarán siendo como hasta ahora. La fantasía coge al lector por sorpresa igual que la vida real. El terror de la vida real puede ser repentino y aplastante. Por la noche, tarde ya, en la CNN, aproximadamente seis horas después del terremoto de California del 17 de octubre de 1989, el locutor daba las últimas noticias sobre el número de víctimas mortales de la zona de la Bahía, que por entonces se estimaba en cientos: luego dio paso a los anuncios. Después de unos tres anuncios, había uno de Rice & Roni, en el que una patata baila con una caja de Rice & Roni y canta «Stayin’ Alive». Al final aparece un diminuto coche teledirigido y suena su bocinita. ¿Descienden las ventas? Puedes salvar las vidas de las inocentes patatas comiendo Rice & Roni. Pero los terrores arquitectónicos de la noche —el derrumbamiento de un segmento de una milla de la 1 —880 y una parte del puente de la Bahía, el fuego en el Distrito de la Marina, los edificios que se derrumban en Santa Cruz Pacific Garden Malí — daban al anuncio de Rice & Roni un aspecto chocante y macabro. El terremoto había cambiado las reglas. Fue aplastante. Richard A. Lupoff, cuya Casa de la rue Chartres aparece en este volumen, estaba sentado ante su ordenador en Berkeley, no muy lejos de la sección Cypress de la 1—880, en el momento del temblor. Dijo que cuando la habitación empezó a agitarse, pensó que éste era uno más de los cientos de terremotos que había conocido. Cuando el temblor se fue haciendo más fuerte, se dio cuenta de que, de hecho, éste no era como los otros; éste era mayor. La Naturaleza tiene sus límites, pero nosotros no podemos verlos. Cuando los personajes despegan en una nave espacial, no se espera que la nave vaya a explotar delante de cien mil escolares. Cuando los personajes toman un autobús de Oakland a San Francisco, no se espera que el piso de arriba se desplome sobre ellos. El drama de la Naturaleza puede sobrepasar fácilmente, en segundos, los excesos del melodrama humano. Lo fantástico nos permite volver a capturar aquel elemento de sorpresa que la realidad posee, pero que las reglas del realismo prohíben. El paisaje y la arquitectura definen mucho de lo que creemos que sabemos. Asumen una permanencia, una inevitabilidad que, al mismo tiempo, son reconfortantes y nos aprisionan. Cuando cambian inesperadamente el cambio es al mismo tiempo terrorífico y liberador. La noche pasada, Alemania del Este anunciaba que estaba cesando de aplicar las restricciones para los viajes y abría la frontera con Berlín Oeste. Cuando escribo esto, la CNN está dando imágenes de gente que se ha aproximado o que camina por encima del Muro. Y hay una intensa discusión sobre el derribo del Muro: la inevitable alteración arquitectónica y el diálogo político conducen a la metáfora arquitectónica. La arquitectura es simultáneamente la más personal y política de las metáforas. Al consentir en escribir un relato de casas, los autores de este libro se están sometiendo a sí mismos a un proceso inherentemente psicológico, incluso más por el simple hecho de escribir ficción, porque las casas directamente hablan de cuestiones de identidad. Me han dicho que hay un test psicológico en el que el sujeto dibuja una casa y luego habla sobre ella. Al escribir un relato de casas, los autores afrontan el problema de qué exponer y qué ocultar sobre ellos mismos. Porque los relatos que hay aquí, relatos de casas, son hasta cierto punto psicológicos. Tanto Sharon Baker como Edward Wagner sitúan sus relatos en las casas de su infancia. Y otros relatos están situados en edificios que existen realmente: los de Richard A. Lupoff, Susan Palwick, Garry Kilworth, Ian Watson y Edward Bryant. La misma esencia del relato sobre casas es el equilibrio entre lo literal y lo metafórico. La misma literalidad de estas casas hace alusión a su naturaleza metafórica. Estos autores, «¿han reconocido sus casas»?, ¿o han
reconocido alguna otra verdad metafórica? El resultado de la psicología es ineludible. Las casas son ineludibles.
Ojos que no ven, corazón que no siente Jack Womack Jack Womack es el autor de Ambient1 , Terraplane2 y Heathern. En sus dos primeras novelas, Womack reinventé el cyberpunk, dándole su sentido, que recubre astutamente con una ironía y una agudeza política que difícilmente encontraremos en la C-word fiction original. Natural de Lexington, Kentucky, vive en Nueva York. Ésta es su primera historia corta publicada. Aquí, amablemente contada, nos encontramos con la historia de los restos de una extraña familia que vive sus últimos tiempos en un edificio neoyorquino. Estéticamente, esta historia puede definirse como una suave mezcla de William Gibson y Robert Aickman: Gótico Sureño Neoyorquino. —Cuando nos dijo que se reuniría con nosotros en el despacho, dudamos de que se presentara —dijo Sherman, abogado de una rama de la familia de Lang que éste no conocía.
La sangre que agolpaba en su rostro la ajustada corbata aparecía amarillenta bajo la piel cetrina—. Uno de los empleados del banco afirmó que su primo no había bajado al centro de la ciudad en los últimos treinta años. —Folklore —dijo Wenzel, el socio de Sherman. Lang pensó que si se cogía un duende de debajo del puente y se le vestía con un traje de mil dólares se podría conseguir un gemelo de Wenzel. —Uno espera un cierto grado de elaboración cuando oye esas historias repetidas desde lejos. Nos ofrecimos a reunimos con él en su casa, pero puso reparos, diciéndonos que tendría que hacer limpieza —los tres bajaron del taxi en Central Park Oeste —. Era un hombre pequeño, de voz profunda. Si le hubiera oído hablar por teléfono, habría pensado que era del tamaño de una nevera. Llevaba un traje de los años cincuenta que parecía casi nuevo. Una vestimenta inusitada para un hombre de ochenta años —dijo Wenzel. —No se bañaba desde el día de la victoria de los aliados, o al menos eso parecía. Y las ventanas del despacho sólo pueden abrirse en caso de incendio. —Últimamente hace un tiempo espantoso —dijo Wenzel—. ¿Hace este calor en Kentucky? —Tennessee —dijo Lang, mirando detrás suyo para ver lo que podía saltar sobre ellos desde la húmeda jungla del parque —. Mucho más calor. ¿Estamos en un barrio peligroso? —¿No lo son todos? —¿La policía de por aquí suele interesarse tanto en cuestiones de herencias? —preguntó Lang. —Si se muestran tan proclives a hacerlo, es en función de las complicaciones —dijo Wenzel. —¿Murió en sus oficinas? —En mi despacho —dijo Sherman— , Salí para coger los papeles del acuerdo... —Yo, para respirar —dijo Wenzel. Ambiente. Ultramar Editores, Barcelona, 1990. 2 Terraplane. Ultramar Editores, Barcelona, 1990. 1
—Cuando volvimos había muerto. —El corazón —dijo Wenzel— , ¿Qué te queda si no tienes salud?
Cruzaron la avenida cuando cambió el semáforo. En el parque aullaron sirenas; sonaban como animales atrapados. —De todos modos, habría dejado una impresión indeleble, apareciendo y desapareciendo con semejante premura —continuó Sherman— , Mientras estaba sentado en la sala de espera, apiló a su alrededor todas las revistas en montones matemáticamente iguales. Cuando le hicimos pasar al despacho, señaló nuestra biblioteca de consulta y nos dijo que leía quinientos libros a la semana. —Nos quedamos mirándole —dijo Wenzel. Caminaron hacia el oeste, hacia la calle Noventa y cinco. Las brisas primaverales pegaban periódicos amarillentos a sus tobillos. Dos gatos con aspecto de vivir a la intemperie se desplazaban en dirección al parque. —¿Para qué nos ha llamado la policía?—preguntó Lang— , Me temo que no lo he comprendido. —Les gusta hacer las cosas así, señor Lang —dijo Wenzel—. Nos enfrentaremos con lo que hayan descubierto. —Siempre hay problemas cuando alguien muere sin testar —dijo Sherman— , Hay muchas complicaciones relacionadas con la propiedad... —¿De qué tipo? —preguntó Lang. —Ya lo verá —dijo Wenzel— , Esperamos que usted no quede involucrado en esto tan directamente. ¿Dijo que no le había visto nunca? —Papá me dijo que le vio una vez, cuando eran críos —dijo Lang—. Pero pareció algo afectado. —Puede estar seguro —dijo Wenzel—. Es una lástima que su padre no haya podido venir. Todo el mundo debería ver Nueva York antes de morir. —Papá no tiene prisa. —¿Su primo también era del Sur? —preguntó Sherman, arreglándose el bigote con un pequeño peine dorado. Lang se maravilló de lo mucho que se parecía al hombrecito del Monopoly. —Oh, sí. Los abogados asintieron y siguieron caminando. Las ramas de algunos árboles se entrelazaban por encima de la delgada arteria verde de la calle. Tan abrumador era el olor de la calle que Lang se imaginó caminando por un muelle al que desembocaba un sumidero. Las ventanas de los típicos edificios de cuatro pisos que delimitaban la manzana no contenían más vida que los ojos de los pasajeros del metro. Como a través de la cristalera de un baño, Lang vio al final de la manzana figuras anaranjadas que flotaban, yendo y viniendo, como si levitasen sobre la acera, encerradas dentro de un mundo propio y brumoso. A lo largo del bordillo sur de la calle había aparcados siete contenedores de basura; innumerables gatos rondaban su contenido. —Llevaba una bolsa de la compra de Peck y Peck, una empresa que quebró cuando yo tenía la edad de usted —continuó Sherman— , La bolsa estaba abarrotada de periódicos, cerillas, varias bolsas más pequeñas y un trozo de pipa. ¿Vio el cuenco con cajas de cerillas de mi escritorio, esas que tiene impreso el nombre de nuestra firma? Preguntó si podía coger alguna, y vació el cuenco en la bolsa.
—Papá dijo que nunca conoció a la hermana —dijo Lang— , Sería más joven que él,
supongo. —Unos veinte años —dijo Wenzel— , Un nacimiento inesperado, probablemente. Su madre tenía casi cincuenta años y murió poco después. Parece que su padre asistió al parto. Era ginecólogo, pero entonces apenas existía la planificación familiar. —¿Dónde está ella? —No estamos muy seguros de su paradero —dijo Sherman—. No tuvimos noticia de su existencia hasta que vimos su nombre en la primera hipoteca. Nadie del banco la recordaba, pero sólo uno o dos empleados le recordaban a él, así que... —Le dijimos que también necesitábamos su firma. En seguida nos remitió a una decisión del tribunal de hace dieciocho años que le otorgaba su custodia. Dijo que ésa fue la última vez que utilizó un abogado, y nos explicó que nunca trató con abogados mientras su padre fue médico —dijo Wenzel—. Dijo que la escuchaba a veces, pero que sólo la veía de cuando en cuando. Los trabajadores se movían entre la niebla, yendo de la casa a los contenedores. Los hombres de la policía se sacudían el polvo incoloro de sus uniformes azul oscuro como si se adecentaran tras una redada. Lang empezó a darse cuenta del origen de la niebla, cuando vio la arenisca; brillantes motas de polvo surgían de la casa, quedaban suspendidas brevemente en el aire y caían luego en capas sobre las inmediaciones. Manchas grises que hacían destacar la hiedra marrón que inundaba la fachada. Escritas sobre la puerta del frente se leían las descoloridas palabras: Derribar esta casa. Tres obreros sacaban una plataforma de madera por la puerta del sótano; atadas a la plataforma había cinco radios viejas y el guardabarros delantero de un coche. Un artefacto semejante al trineo de un niño voló desde una ventana del ático al contenedor más próximo. Los gatos se dispersaban cada vez que caía sobre ellos un desecho nuevo. Lang se fijó en el brillo apagado de los imperturbables ojos de la casa. —¿Con qué tapaba las ventanas? —Chapa de aluminio —dijo Wenzel—. Algo superfluo, la verdad. —¿Han empezado ya a derribar la casa? —Aún no. Un camión azul bloqueaba la acera; mangueras gruesas como la cintura de un hombre corpulento iban de la trasera de su remolque a las ventanas del sótano. Era el aspirador más grande que había visto Lang; gritaba como el rugido de un huracán, absorbiendo la nube del interior, vomitándola a su vacío. —Hay muchas cosas en este caso que son atípicas en nuestro oficio —dijo Wenzel—. Ahí está la sargento. Intentaré encandilarla antes de presentarles. Quizás podamos mantenerle al margen de esto, señor Lang... —Me gustaría entrar... La sargento era una mujer delgada, que quizá le llegase a Lang por la cintura; llevaba gafas de soldador y guantes parecidos a los de un halconero. Wenzel se acercó a ella como lo habría hecho cualquier soplón buscando un trato. —Sonreía sin mostrar los dientes —prosiguió Sherman—. Intentamos acelerar las cosas antes de ahogarnos. Para empezar, le llamé la atención sobre el hecho de que aún no había pagado la hipoteca del banco y llevaba siete años de retraso... —Siete años —dijo Lang—. ¿Por qué no les echaron? —Enviaron varias notificaciones en la fecha de ejecución de la hipoteca, pero todas fueron
ignoradas. Los representantes del banco fueron a la casa, pero no pudieron entrar. —¿No les dejó? —A su modo —dijo Sherman— , Con el tiempo, el banco cejó en su intento de quedarse con la propiedad. Debió parecerles que no merecía la pena el esfuerzo. —Tienen unos bancos de lo más espléndido por aquí —dijo Lang. —A veces. Quizá no fue más que el desbarajuste burocrático habitual. El tiempo pasa, la gente se va y al final no se preocupan ni las computadoras; su primo quedó abandonado a sus recursos. El año pasado, las inmobiliarias dueñas de los solares contiguos notificaron al banco su deseo de adquirir la propiedad de su primo. Uniendo este solar a los suyos, podrían añadir legalmente doce pisos de apartamentos más al edificio que querían construir. El bienestar de sus parientes se convirtió de pronto en un asunto de inmediato interés. Mientras la sargento hablaba con Wenzel, gesticulaba en dirección a la casa como si ésta la estuviese llevando a la jubilación. El cabello negro que llevaba recogido bajo la gorra se soltó y un mechón se deslizó bajo su visera. Sus palabras desaparecían apagadas por los gritos de los trabajadores, el aullido del aspirador y el retumbar de los escombros deslizándose por la rampa. —Su padre construyó la casa —dijo Sherman—. Antes era propiedad de la familia. Su primo la hipotecó una primera vez, y luego una segunda. —¿Para qué necesitaba el dinero? —preguntó Lang. —Empezó a coleccionar cosas —dijo Sherman. Gatos de todas clases se escabullían entre los desechos, deteniéndose de cuando en cuando para lamerse la porquería de los morros enrojecidos. —Papá nunca nos habló de esta rama de la familia hasta que usted llamó —dijo Lang— , Comentó que sus padres no les mencionaban nunca. —Hay algunas familias que viven como si algunos de sus miembros existieran en cuartos sagrados y sólo se les pudiese ver cuando se deja algo entreabierto —dijo Sherman, mirando la hierba gris de la casa—. Debieron pasarlo mal. Vivieron diez años sin electricidad, cinco años sin calefacción, tres años sin agua —extrajo de un bolsillo un pañuelo de seda y se secó el sudor de la frente—. No hay constancia de cuándo les cortaron el teléfono. El banco les mandaba cartas; los mensajeros venían hasta aquí, pero nadie les abría. En algún momento, él se dio cuenta de que debía interrumpir su aislamiento, así que nos llamó desde una cabina al ver nuestro anuncio en el Voice... — ¡Eh! —gritó la sargento, haciéndoles señas —. Vengan aquí. Cuando atravesaron la niebla, Lang empezó a toser violentamente, temiendo escupir sangre; era tan granular la consistencia del aire que se imaginó con los pulmones llenos de arena. Wenzel parecía haber perdido una maleta de la que dependiesen sus ganancias. —¿Usted es el pariente? —preguntó la sargento a Lang, que boqueaba buscando aire —. Haga algo con esa tos. ¿Qué lleva en el bolsillo? Sáquelo. —Creo que va desarmado, sargento... —dijo Sherman. —Sáquelo. Lang extrajo el bulto que ella señalaba y mostró el contenido en su mano extendida. —Son cerillas —informó. Parpadeando mientras se quitaba los anteojos, ella entrecerró sus ojos desprotegidos contra el polvo. Se limpió las lentes en la parte delantera de la camisa, teniendo cuidado de no arañarlas con los botones o la placa. Una vez estuvieron limpias, se las volvió a poner.
—De tal palo, tal astilla —dijo. —Éramos primos —dijo Lang— , Nunca los conocí. —Tuvo suerte —dijo ella— , ¿Le han dicho esos dos algo de lo que tenemos ahí dentro? —No nos pareció necesario contarle todos los detalles a nuestro cliente, hasta que requirieron su presencia —dijo Sherman. —Está bien —interrumpió Wenzel— , El señor Lang no tiene por qué entrar si no lo desea.
Nosotros... —Pensé que querría verlo por sí mismo —dijo ella. —Adelante, sargento. —¿Sabe que ayer empezaban mis vacaciones? —dijo ella—. Ahora me dicen que harán falta dos semanas para vaciarlo todo... —Aquí todos somos intermediarios, sargento —dijo Wenzel. —Alguien debe pasarlo mal además de mí —dijo ella—. De acuerdo, vístanse. Tengo que hacer una llamada y ahora vuelvo. Esperen aquí. Mientras se alejaba, se entretuvo lo bastante como para acorralar a un obrero y darle unas órdenes. Éste cogió tres monos de la cabina del camión aspirador y se los arrojó a Lang y sus abogados. —¿Está seguro de querer entrar, señor Lang? —preguntó Wenzel. —¿Por qué no? ¿Para qué es esto? —preguntó, sorprendido por el peso del mono que sujetaba. —Por precaución —dijo Sherman, hablando mientras se ponía la ropa encima del traje —. A juzgar por lo que hemos oído y lo que hemos podido averiguar, estamos preparándonos para movernos entre sus excentricidades personales. Cuando entró en el despacho, los dos empezamos a creer que el hombre no estaba en sus cabales —Lang notó que la tela de las mangas y las perneras era mucho más gruesa que la del tronco —. Sus creencias tenían cierta lógica. Quizá tendría que haber reconsiderado sus premisas, pero debo admitir que había cierta consistencia en sus ideas... —Eso me suena como si estuviese loco —dijo Lang— , ¿Nadie notó nada antes de esto? —Pero, señor Lang, ¿cuándo lo veía alguien? —preguntó Wenzel. Lang se puso la capucha del traje, ajustándose a los ojos las gafas incorporadas y el filtro a la boca, dando gracias porque amortiguara tanto el olor como el polvo del aire. Le contamos la oferta del banco —ponerse los monos era llevar a cabo una metamorfosis; parecían haberse convertido en cucarachas de brillantes colores—. Un solo pago de doscientos mil dólares para cubrir el coste de la mudanza. Luego lo venderían por diez veces más, desde luego; pero parecía bastante justo, teniendo en cuenta que, si querían, tenían derecho legal para apoderarse de la propiedad. Pero no la aceptó. La casa les venía demasiado bien —dijo. Los filtros de la capucha hacían que se oyeran los unos a los otros como a través de un teléfono barato. —Le sugerimos que considerase la oferta como un regalo y no como una exigencia —dijo Wenzel—; pero dijo que una exigencia, se llamara como se llamara, era una exigencia. Dijo que no podía perder lo que había ahorrado; no ahora... Un obrero gritó. Un tonel de madera salió desde arriba y explotó contra la acera lanzando una metralla de cerámica rota. El capataz, al ver que nadie estaba herido, dijo: — ¡Descanso para almorzar! ¡Corred la voz!
Tuvieron que poner vigas extra. Roble sólido —dijo golpeando una con el puño. Encendió la linterna. Se oyó un sonido de animales escondiéndose de la luz semejante al ruido de un pincel deslizándose por un papel de lija. Más allá de las escaleras yacía un cañaveral impenetrable de pilas de revistas, columnas de periódicos, pilares de libros y folletos. Los niveles más bajos llevaban tanto tiempo empapados que se habían transmutado en negra turba; las hileras más altas y secas brillaban por igual bajo los breves destellos de luz. Lang, acercándose, vio centenares de pececillos plateados deslizándose sobre el papel, atareados en convertir su territorio en estiércol. —Maldito... —empezó a decir, pero no se le ocurrió la continuación. —Inconvenientes de ahorrar pensando en este día lluvioso —dijo Wenzel. —No se paren —dijo la sargento; su voz era potente para una persona de su tamaño —. Ni idea de lo que podemos pillar aquí abajo. Ahora debería estar en Cuernavaca. —Algún resto de conducta social dentro de su ser le empujó a intentar explicarnos sus esfuerzos —dijo Sherman, prosiguiendo mientras subían los húmedos escalones —. Al principio creíamos que divagaba sólo para distraernos, pero pronto vimos que había algo más, aunque resulta difícil decir el qué. Decía que los aborígenes, los indios, las razas primitivas de todos los países, antaño poseían habilidades y sentidos que hemos ido perdiendo a medida que la civilización se hacía cada vez más opresiva. Como el ser capaz de oír a grandes distancias, por ejemplo. —Ver las estrellas a plena luz del día, decía —prosiguió Wenzel—. Oler el sol. Tenía buen oído para el lenguaje. A medida que los modernos se hacían postmodernos —no lo dijo así, pero a diferencia de algunas personas no lo recuerdo todo con exactitud— hay conocimientos que nuestros padres daban por sentados y que también hemos perdido. En una generación parece haberse eliminado la historia de la esencia de la sociedad, o al menos el conocimiento de la historia. —Perder el pasado —dijo Sherman— , fue perder el alma. Las lámparas colocadas por los obreros colgaban de un grueso cable eléctrico sujeto al techo del vestíbulo, reduciendo las sombras al grosor del filo de un cuchillo. Se habían abierto pasillos entre pilas de National Geographic y Life, rodeando periódicos atados en paquetes de treinta con nudos rotundos. La parte de soga más cercana al suelo generalmente estaba mordida. Lang tropezó, chocando contra una pared de papel; un relámpago de pulpa fluyó hacia afuera en un halo repentino. Los periódicos parecían teñidos a mano; los colores se intensificaban de arriba a abajo, del crema al amarillo limón, del amarillo canario al amarillo mostaza, al ámbar, luego al marrón, luego al negro. —Hay túneles y senderos por toda la casa —dijo la sargento— , cambios de sentido, callejones, caminos cortados. No sé cómo se las arreglaba para no perderse. —Recordaba dónde estaba cada cosa —dijo Wenzel—. Conocía su laberinto. —Primero, por aquí —dijo ella—. Hacia la cocina. Cuidado donde pisan, el suelo no es muy seguro por aquí. Me han dicho que el peso aproximado de lo que hay almacenado aquí es de unas sesenta toneladas. No podría haberlo hecho en una casa nueva. —Un día estaba limpiando el sótano con su hermano; sospecho que fue la última vez que lo hizo —dijo Sherman— , Hizo una broma sobre la alacena de Fibber McGee, y ella no comprendió la alusión. Era un programa de radio. Uno de los personajes tenía una alacena, y cada vez que la abría caía una tonelada de cosas... —¿Alacenas?—dijo la sargento—. Yo le enseñaré alacenas. Son lo más limpio de aquí.
Mire. Se habían llevado suficiente material de donde estaban como para que ella pudiera abrir la puerta más próxima y pudieran asomarse. Allí dentro había una docena de estantes llenos de pares de zapatos de hombre, con los cordones de cada uno cuidadosamente atados y las puntas de cada par torcidas hacia arriba en un ángulo de 80 grados. Un sonido gorjeante llegó de todas partes, como si hubieran entrado en una tienda de animales despertando a todos los pájaros. —Bastardos —dijo la sargento—. Hay veneno por todas partes, pero no ha servido de nada. —Dijo que al principio no pensó en la incomprensión de su hermana. No era más que el descubrimiento de que el bagaje cultural se había perdido por el camino —continuó Sherman—. Pero ese instante le asaltaba periódicamente, y así durante unas cuantas semanas después, pensando que su hermana era la única que no conocía un programa que él no se perdía nunca, intentó incluir la referencia en su conversación con otros tan jóvenes o más que su hermana, pues en aquellos días aún no se había encerrado, tirando la llave tras él. Se dio cuenta —decía— de que nadie parecía saber de qué hablaba. Cuanto más pensaba en ello, más le turbaba, hasta que se preocupó tanto por las consecuencias que veía derivarse todo ello que permanecía despierto por las noches, incapaz de no pensar. Dentro de la cocina había seis frigoríficos; cada uno de ellos era de una serie producida en una década diferente. Las puertas habían sido arrancadas, como queriendo proteger a los niños. Pucheros y cacerolas ocultaban el horno; vajillas de cien formas llenaban el fregadero. Se había practicado un hueco en el centro para que pudieran moverse sin dificultad hasta la siguiente habitación, el viejo despacho del doctor. Éste estaba casi vacío. Un largo mostrador corría paralelo a una pared; detrás había un armario alto. Un enorme candado del siglo xix cerraba el mueble, pero alguien lo había forzado. —Dijo que la herencia hace a la persona antes de nacer —prosiguió Sherman—; pero el entorno hace luego a la persona. Si el entorno desaparece, ¿qué pasa con la persona? Una noche que estaba despierto se le ocurrió que la vida tenía tan poco cuerpo que podía desvanecerse mientras se la contempla. Dijo que a veces se pasaba horas mirándose al espejo, asegurándose de que todavía seguía allí. —El concepto implícito de una Polaroid invirtiéndose a sí misma —dijo Wenzel—. No es que no fuera un hombre inteligente, es que descubrió el existencialismo demasiado tarde como para poder asimilarlo con la facilidad de un adolescente. Unas placas tapaban la ventana que había encima del mostrador, junto al armario. La sargento arrancó la persiana, apartándola con el guante. Un sendero de luz brilló abriéndose paso por la habitación; partículas de polvo brillaron en el rayo. —Las teorías necesitan probarse, y él buscó pruebas —dijo Sherman— , incluyendo referencias en su conversación para ver lo que podía salir a la luz si insistía lo suficiente. Cafetería Bickford, El Squalus, Acuarelas Martín, Grover Whalen, Él Sea Beach Express. Dijo que, naturalmente, los más jóvenes eran los que iban más lejos. No recordaban a Reagan, y no podían encontrar su calle en un mapa. —Se lo tomó de forma personal —dijo Wenzel— , Algo que siempre sale mal. Nadie recordaba nada de lo que recordaba él, o al menos eso le parecía. Mientras le escuchábamos hablar, se puso a examinar su problema y nos dijo por qué le afectaba tanto, aunque no nos dimos cuenta hasta después.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lang. —Al principio, cuando nos mencionó la decisión del tribunal de nombrarlo custodio de su
hermana, citó, palabra por palabra, al menos en lo que podemos recordar, lo que más tarde leímos. Creo que tenía memoria eidética. Todo lo que caía en su red quedaba atrapado para siempre. —Mire ahora esto—dijo la sargento, abriendo la puerta del armario y apartando de golpe la mano antes de que las cucarachas del interior pudieran trepar por su brazo. En el interior había tarros: los de una pinta alineados en los estantes superiores, los de cuarto de galón en los del medio, los de medio galón y los más grandes en la parte de abajo. —Ya no le importa a nadie, decía —continuó Sherman—. A nadie le importaba que se hubiera perdido tanto; y cuanto más veía que se había perdido, más le parecía que él mismo iba desvaneciéndose. Un día pasó junto a una tienda de la avenida Amsterdam... —Columbus —corrigió Wenzel. —De una avenida. Su agarofobia no era aún tan pronunciada —dijo Sherman— , En el escaparate había algo que no había visto desde hacía años. La miel de arce Log Cabin —dijo— venía en latas, que se parecían a las cabañas de madera de antes de la guerra, y ahora, años después de Pearl Harbor, se encontraba mirando otra vez una. La compró. Cuando la llevó a casa la puso encima de una mesa y la miró fijamente durante horas, dejando que su imagen encontrara eco en toda su mente. Su hermana se rió, pensando que había comprado una tontería y mucho más por quedarse mirándola. Dijo que ella le preguntó si veía el futuro en el tarro... La sargento se subió con movimientos flexibles al mostrador y, levantando nubes de polvo de la superficie, cogió una de las jarras de pinta mientras bajaba. Tenía el uniforme casi blanco por el polvo. —Cuando abandonó su trabajo vivieron durante un tiempo del capital que habían heredado —dijo Sherman—; pero, buscando nuevos hallazgos, pronto dilapidó el dinero acudiendo a mercadillos, almonedas, liquidaciones de apartamentos, yendo de escaparates por las calles, hasta que algo llamaba su atención. La sargento sacó un trapo del bolsillo trasero y empezó a quitarle años al tarro. —Nos confesó que una vez que empezó le resultaba muy difícil detenerse —dijo Wenzel— , El dinero de la hipoteca vino y se fue y volvió a venir y a irse. Los lujos se fueron por la borda, luego las necesidades; luego sólo quedaba la necesidad de recuperarse continuamente con nuevos parches. La sargento soltó el mugriento trapo, tras haber logrado que el tarro pasara de la opacidad a la transparencia. El tarro tenía una etiqueta todavía ilegible. Sherman cogió su pañuelo del bolsillo y se lo entregó, y ella frotó con más fuerza, frotando el cristal como si quisiera calentarlo. —¿De qué sirve conservar el pasado si haciéndolo pierdes el presente?, le pregunté yo, jugando al abogado —dijo Sherman— , Comentó que el presente no le preocupaba tanto como el hecho de haber empezado demasiado tarde a impedir la pérdida de su hermana. —¿Entonces le dejó? —preguntó Lang, esperando una respuesta, sin recibir ninguna —. ¿Qué pasa? Creo que ha muerto, ¿verdad? ¿No dijo que no estaba seguro de su paradero? —No del todo —dijo la sargento, llevando el tarro limpio hasta el paso del sol. Los rayos alcanzaron el cristal de forma oblicua, formando un prisma y proyectando un borrón de arco iris en la gris pared de enfrente.
—Supongo que, con el tiempo, permitió que la necesidad de coleccionar se impusiera a todas sus demás relaciones —dijo Sherman— , Dijo que era demasiado tarde para salvarla; su
sentido de la historia estaba tan atrofiado que ya no recordaba que era su hermana. Lang miró al bebé que flotaba dentro de su niebla líquida. Desde donde estaba no podía leer la fina escritura de la etiqueta. Acercándose hacia la luz, Wenzel leyó las palabras en voz alta. —«Gladys Murphy. 110 Oeste, Calle 100. Abortado el 16 de junio de 1904» —eran dos bebés comprimidos en un solo cuerpo, como si se apretasen para ahorrar espacio. Wenzel miró los estantes, las filas de tarros —. Parece que el doctor tenía sus propias aficiones. —¿Por qué los conservaron? —preguntó Lang, incapaz de apartar la mirada de lo que flotaba en el líquido. —Después de tanto tiempo debían parecerle miembros de la familia —dijo Wenzel. —¿Qué quiso decir con que no recordaba que era su hermana? —preguntó Lang. —Ya le dije que examinamos la decisión del tribunal, y los informes médicos presentados. Le nombraron custodio de ella porque tenía el mal de Alzheimer, y la enfermedad estaba tan avanzada que posiblemente nunca notó nada anormal en la casa. La sargento sacó a la luz otro tarro, uno al que previamente había limpiado la costra de su superficie. El ocupante de esta jarra era lo bastante grande como para haber nacido. Viendo los miembros extendidos, la cara que surgía directamente de la cerviz, Lang pensó —o intentó no pensar— en los sapos que de niño pescaba en los estanques. —Al principio debían estar muy próximos —dijo Sherman—. Nunca se alejaban mucho de la casa, ni siquiera cuando podían. Seguramente eso agravaría la situación con el tiempo. —«Roger» —leyó Wenzel, estudiando las especificaciones de este habitáculo —. «Acéfalo, 8 de enero» —tosió— , «1956». —Luego se sumió en el silencio, como si se hubiera quedado sin nada que decir —dijo Sherman—. Aceptó llevarse a casa la propuesta y pensarla. Con eso nos bastaba. Cuando salimos del despacho estaba sentado, sonriendo como si saboreara un recuerdo agradable. La sargento sacó un tarro grande del estante inferior. —«Cecily» —dijo, leyendo la etiqueta—. Esta mañana, justo antes de llamarles, llegaron al dormitorio. Vamos. El cuarteto salió de la habitación, dejando los tarros donde estaban. Los obreros volvían del almuerzo; Lang oía sus voces y gritos por encima del perpetuo gorjeo. Avanzaron poco a poco por el vestíbulo hasta llegar a las escaleras. A medida que subían los escalones, la madera gritaba bajo sus pies. —Gente —suspiró la sargento, encogiéndose de hombros. —Intentó salvarla —dijo Wenzel.
Historias de una guía de teléfonos de Nueva Inglaterra James Morrow James Morrow ha ganado el premio Nébula. Es el autor de The Continent of Lies , The Wine of Violence, This is the Way the World Ends y Only Begotten Daughter. También ha escrito varios libros sobre la creatividad en la educación. Vive en State College, Pennsylvania. La literatura de Morrow tiende a combinar la sátira de altura con la alegoría moral y política, explorando en la metáfora psicológica. En este relato del hombre atrapado en una cabina de teléfonos embrujada aparecen estos tres rasgos. Con respecto a este relato, Morrow dice que con él quiso hacer un homenaje a Sony, Wrong Number, y quiso intentar el horror equivalente al minimalismo — ¿cómo la pequeña arquitectura lleva a construir una casa encantada?—. También dice que este relato está inspirado en un sueño recurrente: él intenta marcar un complicado número telefónico y siempre consigue un dígito equivocado —un proceso sisífico que captura la agitación que sentimos cuando vamos a usar el teléfono. Entre dos anodinas y oscuras aldehuelas de las montañas Berkshire, en Massachusetts, sobre una carretera que parecía existir primordialmente para conducir a los viajeros perdidos más allá de donde deseaban estar, estaba situada una cabina telefónica sobre una colina cubierta de hierba, junto a un antiguo cementerio que se desmoronaba. A diferencia del cementerio, cuyos muros de caliza estaban tan desgastados que habían llegado a parecer borrosas fotografías de sí mismos, la cabina de teléfonos de Housatonic Lane estaba en perfectas condiciones. Su teléfono funcionaba perfectamente. La guía local estaba encuadernada en cuero, hasta la fecha —febrero 1992, enero 1993— y no le faltaba ninguna página. Los graffiti arañados en el mostrador eran eróticos, pero no infames. Uno de los nombres que figuraba en la edición de la Guía del condado de Berkshire de febrero 1992—enero 1993 era el de Henry Waxman, del 117 de Melville Avenue, en West Stockbridge. Henry Waxman se había suicidado el invierno de 1992 a los treinta y ocho años de edad. En la guía también figuraba Belinda Markson de Lenox y Paulie Fisher de Van Duesenville, ambos muertos recientemente y con tal brusquedad que habían dejado a sus deudos con sentimiento de culpa y paralizados. Paulie Fisher solamente tenía nueve años cuando fue violado y asesinado apenas a treinta yardas de la cabina de Housatonic Lane. Otro nombre que aparecía en la guía era el de Terry Yarber, un vendedor de New York City, que había pasado casi toda su vida de adulto distribuyendo armas de fulminantes, pistolas de agua, rifles de aire y granadas de mano de plástico para almacenes de juguetes desde Montpelier, en el norte, hasta Philadelphia, en el sur. Terry Yarber no estaba muerto. De hecho, tenía una salud física excelente cuando, en la tarde del 12 de agosto de 1992, se acercaba caminando a la cabina de teléfonos de Housatonic Lane. «Qué lugar tan acogedor y atractivo», pensó Terry cuando corrió la puerta de cristal. La cabina era como una posada en miniatura, un oasis de acero, un faro rodeado de tierra, y en
tan buen estado... El suelo estaba inmaculado, ni un solo envoltorio de chicle a la vista. En lugar de las habituales palabrotas, en la pintura gris de la pequeña mesa de metal había grabada una deliciosa imagen de una joven desnuda haciendo una felación a un macho cabrío. La instalación misma parecía estupenda: no el típico teléfono de Manhattan, ningún auricular que cuelga como una dentadura desprendida de la mandíbula de alguien a quien Terry había aporreado para salvar la autoestima de una mujer. Era un caballero moderno, o por lo menos ésa era la imagen que Terry Yarber tenía de sí mismo. Poned a Terry en cualquier bar de clase obrera de Jersey o de Connecticut e instantáneamente encontrará una dama en apuros, la que necesitaba un préstamo de cincuenta dólares o el oído en el que verter todas las particularidades de su podrido matrimonio o del borracho idiota que había forzado su cuerpo y la había golpeado hasta dejarla sin sentido en un callejón. Terry amaba a las mujeres. No las comprendía, pero las adoraba con tanta devoción como los paganos que se inclinaban ante sus —talismanes. El teléfono era una antigüedad, un clásico; funcionaba con simples monedas de diez centavos. Terry buscó en sus pantalones de poliéster, cogió lo suelto, y cuando sacó la mano, desplegó los dedos. Dos monedas de diez centavos, una de cinco y cinco monedas de un centavo yacían en la palma de su mano como una limosna. La noche descendía sobre Nueva Inglaterra, trayendo ráfagas de viento frío y de llovizna. La penumbra cubría la cabina, las tumbas se tornaban sombrías y pálidas manchas de piedra iluminadas por una creciente luna naranja suspendida en el cielo como una rodaja de melón. Terry echó todo el dinero suelto sobre la mesa de metal, sacó su tarjeta del Club Motor AAA, y cerrando la puerta tras él dejó caer una moneda, esperando sin demasiado convencimiento que cayera dentro del cajetín del cambio. Pero, no se sabe muy bien cómo encontró su camino en las entrañas del teléfono. Cuando aporreó el número del servicio de la Triple A, contestó una mujer joven, con una voz seca y ronca. Le contó sus problemas: una rueda pinchada, las lengüetas congeladas. Le aconsejó que llamara a la estación de Texaco de Gary, en Great Barrington, que permanecía abierta las veinticuatro horas del día. Terry le hizo repetir el número de Gary tres veces, las suficientes para grabárselo en la memoria. Durante un momento pensó que sería sensacional mantener una conversación con ella, con su voz tan sexy. Le hablaría sobre su trabajo. A Terry le gustaba contar a las mujeres que vendía armas de fuego para ganarse la vida. Nunca mencionaba que su mayor cliente era Juguetes «R» Us. Colgó, depositó la segunda moneda y llamó a la estación de servicio de Texaco de Gary. Por encima de su cabeza, la bombilla dio un chasquido; sesenta tranquilizadores vatios abriéndose camino a través de la oscuridad de Massachusetts. Terry amaba la luz, podía sentir su calor en su rostro. —¿Sí?— bufó cualquier adolescente enajenado que estaba a cargo de lo de Gary a partir de las seis—. ¿Qué pasa? —¿Es la Texaco de Gary? —preguntó Terry. —Gary no está. —He tenido un pinchazo y las lengüetas están muy mal. Estoy en Housatonic Lane, debajo de Williamsville, aproximadamente a una milla al este de la carretera cuarenta y uno. —¿Housatonic? ¿Qué coño está haciendo ahí? —Cogiendo la pintoresca carretera a Hartford. Me he perdido. —Esto funciona así: yo llamo por radio a nuestro camión y este chico, Warren, va, tiene un montón de músculos y una llave inglesa de puta madre, que podría abrir el cinturón de
castidad de Wonder Woman 3 ¿Qué tiene que buscar? — Un Plymouth Voyager azul, del ochenta y siete. —Vale, espere ahí. —¿Cuánto tiempo? —Hasta que llegue Warren. —¿Cuándo llegará? —Depende —¿De qué? —De donde esté Warren, de que tenga otro trabajo, de que esté con su novia; factores de este tipo. —Así que podría ser una hora. —Podría ser —dijo el muchacho—. Adiós. Terry volvió a poner el auricular en su soporte y gruñó. El siglo XX: videocassettes, trasplantes de corazón, hombres que pasean por la luna. Pero cuando tu neumático se pincha, todo se viene abajo si un chico llamado Warren se lo está montando. Recogió rápidamente las monedas restantes, agarró la manilla de la puerta y tiró. La puerta no se movió. «¿Eh?», dijo en voz alta. Lo intentó de nuevo, curvando sus tensos dedos alrededor de la manilla y tirando tan fuerte como pudo. Nada. Con las dos manos esta vez, con toda su fuerza, con todos los músculos de su torso, los mismos músculos que habían salvado a tantas mujeres del deshonor a manos de los patanes de los bares. Desesperación. La puerta estaba tan atascada como las lengüetas de conexión de su Voyager. Estaba tan ajustada como el cinturón de castidad de Wonder Woman. ¿Atrapado en una cabina de teléfonos? Estúpido, loco, nunca han tenido cerrojo. Atrapado, pero no por mucho tiempo, decidió; no mientras llevara las botas de cuero con las que una vez pateó hasta la muerte a un monstruo en Álamo Gordo. Apoyó la espalda contra la pared sur y dejó volar su pie derecho, crash, bota de cuero sobre el cristal. Su talón resbaló por la puerta. Golpeó de nuevo: esta vez el pie izquierdo —crash— , sin consecuencias. Ahora el derecho: rebote. Ahora el izquierdo: resbalón. Le dolían las espinillas; los pies le ardían. Se reflejaba en el oscuro cristal el sudor de sus sienes, la rabia y la frustración en sus ojos. Gesticulaba, escupía en el suelo, contó hasta diez y dejó que saliesen sus demonios. Empujó su espalda contra la pared sur, aporreó la norte con sus puños, golpeó, machacó, martilleó. Enterrado vivo, pensó. Como un niño encerrado en un frigorífico desechado. Como un vagabundo atrapado en un ascensor averiado de un hotelucho de mala muerte. Como un Houdini de segunda división asfixiándose hasta la muerte en un baúl que navega hundido en el East River. Resollando, se inclinó contra el estante de la guía, un gancho de aluminio en el cual un libro encuadernado en cuero colgaba de una cadena dorada. «No te asustes» —se dijo a sí mismo— , «Tú tienes el mando.» Afuera, la tormenta arreciaba, salpicando el cristal con gotas de lluvia. Wonder Woman es un personaje de cómic que cuando lo publicaron en nuestro país mantuvo el nombre original. (N. del T.) 3
Se fijó en el teléfono. Marque el 911 para emergencias , decían las instrucciones. No se necesitan monedas. Su problema podía resultar ridículo, desde luego. «Escuche, estoy encerrado en una cabina de la carretera cuarenta y uno. ¿Le importaría reventarla con un par de palancas y quizá con un martillo? Y tráigame un bocadillo de mantequilla de cacahuetes para pasarlo por debajo de la puerta, en el caso de que sea una noche larga...» Novecientos once, eso es todo lo que tenía que hacer. Se acercó el auricular a la cabeza. El receptor lamió su oreja. No daba tono para marcar. Movió el soporte arriba y abajo, agitándolo con el frenesí de un operador de telégrafos enviando una llamada de angustia desde un barco a punto de naufragar. Todavía no daba tono. Manipuló las teclas: 9-1-1. Nada. 9-1-1, 9-1-1, 9-1-1, 9-1-1. Nada4. Introdujo otra pieza de diez centavos, como si la moneda pudiese resucitar a la máquina moribunda. Marcó el 9-1-1. Silencio. Era como la conversación con una piedra, la conversación con un cadáver, un chiste contado por una jirafa. Colgó. Por encima de su cabeza, la bombilla se fundió. La oscuridad que descendió parecía exagerada, grotesca, una oscuridad pesada y pantanosa, como si se hubieran perdido más de sesenta vatios de luz, como si el mismo sol hubiera muerto. Terry no podía ver la carretera..., el cementerio..., la puerta..., el teléfono. Sólo las manecillas de su reloj de pulsera, dos luminiscentes astillas que le aseguraban que no se había quedado ciego. Decían que eran las ocho y media. A las ocho y treinta y dos se dio cuenta de que estaba bastante aterrorizado. Sus dientes castañeteaban, sus huesos se agitaban, la carne de gallina subía por sus miembros como percebes. Dos faros surgieron ante su vista; dos altos haces que descendían por Housatonic Lane. Después llegó un Volkswagen del ochenta y dos con caravana, siseando a través de la tormenta. «¡Pare! ¡Eh! ¡Aquí! ¡Pare!» Terry saltaba arriba y abajo moviendo sus brazos como un náufrago en una isla haciendo señas a un trasatlántico. «¡Pare! ¡Por favor, pare!» Los faros le dieron de lleno en la cara, obligándole a cerrar los ojos; pero la caravana simplemente siguió su marcha, sin comprender, indiferente, esparciendo el agua de lluvia desde sus neumáticos como si fuera espuma marina. Gimiendo, Terry se dejó caer pesadamente al suelo, con la noche espesa fluyendo a su alrededor. Contempló fijamente las manecillas del reloj, consintiéndoles que paralizasen su mente como si formasen una capucha horrible alrededor de la esfera invisible. Ocho y treinta y cinco, ocho y cuarenta, ocho y cuarenta y cinco, ocho y cincuenta... Sonó el teléfono. Comenzó jadeante. Un segundo timbrazo. Un tercero, chillón como una sierra. Poniéndose de pie, manoteó a través del aire opaco. Cuarto timbrazo. Sus dedos chocaron con el aparato y se lo acercó a la boca. —¿Sí? —Buenas noches, amigo —era una voz masculina, áspera y asmática. —Se ha equivocado de número..., pero escuche, no cuelgue. Tengo problemas aquí y necesito... En castellano en el original.
4
—He marcado el número correcto, Terry Yarber.
Un viento helado se movió a través de las entrañas de Terry. —Usted... ¿me conoce? —nunca antes se había asustado al oír su propio nombre. —Conozco a todos los que figuran en la guía local —una voz pesada, jadeante. Una voz con fragmentos de cristal roto incrustados. Una voz envuelta en alambre de espino. —¿Es usted el operador? —No —dijo la voz de alambre de espino. —¿Quién es usted? —Sería mejor preguntar: «¿Dónde estoy?». Estoy en todas partes al mismo tiempo, Terry Yarber. Como los ángeles, como el polen, como el dolor. Incluso una pregunta aún mejor sería: «¿Dónde estás tú?». —Ya se lo dije..., en una cabina telefónica. —Estás en una casa encantada. —Estoy en una cabina telefónica. —¿Sabes quién la embruja? —No me entiende..., una cabina telefónica. —¿Quién la embruja? Evidentemente, usted. —No; tú. Eres un fantasma. Terry Yarber —la voz se rió, un sonido como un cojinete rodando alrededor de un jarrón de porcelana—. No, no el espíritu de un muerto, nada tan vulgar y tan melodramático. Pero en cualquier caso, eres un fantasma. Apenas estás en este mundo, Terry. No existes. Tu propio hijo no puede dibujar tu cara. Un fantasma. —Esta historia tiene dos partes. —Quiero darte unos números de teléfono. —Hasta luego, payaso —a tientas, Terry encontró el soporte y colgó violentamente el auricular— , ¡Vete a hacer puñetas! —clamó en la cenagosa y coagulada oscuridad. Pensó. «Espera. Despacio. Piensa.» «Él acababa de llamar...., el aparato funciona otra vez.» Extendió el brazo, levantó el micrófono... ¡Tono para marcar! Y acarició las teclas como si leyera Braille. Aprendió el territorio. La tecla de más arriba a la izquierda: 1. Contó: 2, 3 — bajó una hilera— , 4, 5, 6 — bajó otra hilera— , 7, 8... 9. Lo pulsó, bip, luego dos 1, bip, bip. Al otro extremo, el reconfortante y apagado sonido de un teléfono que sonaba, purrr, purrr, purrr. Decidió que llamaría a la policía de Great Barrington. Ellos tendrían las herramientas apropiadas, enormes cinceles, gigantescos taladros, cizallas como —mandíbulas de tiranosaurios. Ellos desharían esta cabina loca con la misma eficacia de macho que empleaban cuando sacaban automovilistas medio muertos de sus coches destrozados. Click. Alguien contestó en la línea. —Hola, Terry —dijo la voz de alambre de espino —. Como te iba diciendo, quiero darte unos números de teléfono. Terry colgó con furia el auricular estrellándolo en el soporte como si estuviera remachando un clavo. Extendió la mano en la penumbra y rozó la manilla de la puerta. Tiró. Todavía estaba atrapado. Sonó el teléfono. Y sonó, y sonó. Diez ráfagas metálicas, notas de una melodía cruel y monótona. Agarró el auricular.
¡Déjeme en paz! —Sólo un minuto —la voz respiraba con dificultad—. Hagamos algo de luz sobre esto —la bombilla del techo volvió a encenderse con una intensidad diez veces mayor de su intensidad primitiva, inundando la cabina con una fosforescencia de otro mundo. —¿Preparado para esos números? —¡No, mierda! Cuando colgó Terry, la tapa del cajetín de devolución de monedas osciló hacia atrás, crujiendo como un pastel horneado. Surgió una cabeza, diminuta, siniestra, extraña, la cabeza de una cigarra. La criatura se arrastró hasta el borde del cajetín y lanzándose al aire, comenzó a volar por la cabina como un diminuto y malicioso helicóptero. Otros insectos la siguieron, docenas, cientos, una colección de escarabajos y chinches; algunos especímenes levantaban inmediatamente el vuelo, otros se precipitaban a través de la mesita metálica de debajo del teléfono. Langostas de ojos saltones se precipitaban contra la camisa de algodón de Terry y contra su corbata de lana. Cucarachas de patas larguísimas caían al suelo y ascendían por sus botas de cuero y sus pantalones de poliéster, como alpinistas trepando por una garganta. Enjambres de abejorros producían pequeños tornados en el aire. Terry luchó de nuevo. Esta vez al menos, sus pies trabajaron, su cuerpo trabajó —sus pies, sus rodillas, sus manos desnudas — destrozando los horribles tórax, aplastando los repugnantes abdómenes. Estaba cubierto de sudor, se llevó el auricular a la oreja con su mano maloliente. — ¡Muy bien! —gimió— , ¡Déme esos malditos números! —Te rindes, ¿eh? —dijo la voz. —¡Déme los números! —Saca tu navaja. —¿Cómo sabe que tengo una? —Sácala —dijo la voz—. Ábrela. Terry obedeció. Sacó la navaja de sus pantalones y, colocando la uña del pulgar en la muesca, desplegó la brillante hoja de acero inoxidable a la resplandeciente luz. —¿Ves esa mesita para la guía? Graba este número... La voz dictó diez dígitos. Terry los grabó en la pintura gris, junto a la joven y su amante el macho cabrío. El prefijo era de Philadelphia —215— , pero los otros números no concordaban. —Ahora éste. La voz volvió a recitar números. Prefijo 301 —Maryland, creía Terry— , seguido de una ristra de siete números nada familiar. Terry los copió. —Cobro revertido —dijo la voz— , 0 para llamar al operador. Adiós. Click. Terry escuchó el soporte y, al oír el tono, marcó el 0, luego el 2-1-5, y después el número de Philadelphia. —Gracias por usar Bell de Pennsylvania —la voz nasal y presumida del operador hacía pensar en un caniche bendecido con el hablar—. ¿Puedo ayudarle? —Es una llamada a cobro revertido. —¿Para quién? —Para cualquiera que esté. —
—¿Su nombre? —Terry Yarber.
A la tercera llamada contestó un hombre. —¿Sí? —Tengo una llamada a cobro revertido de Terry Yarber. ¿Acepta el cargo? —¿De Terry? ¿Terry? ¡Jesús!... Muy bien. El corazón de Terry se paró. La voz de su padre, sin duda. Benjamín Yarber, industrial puntero, ideólogo de la derecha, corruptor del entorno. Terry colgó. Como un cuervo que empieza a volar de repente, el aparato saltó de la horquilla, y arrastrando el cordón metálico, se enrolló alrededor del cuello de Terry. La funda rasgó su piel. Su lengua se disparó hacia afuera, sus brazos se agitaban locamente en el aire incandescente. El cordón era un gusano segmentado, un tentáculo blindado, un garrote de metal ondulado. Intentó gritar. El cordón le estrangulaba como una pitón matando a una mangosta, atenazando la garganta de Terry, bloqueando su tráquea. El dolor estallaba a través de sus hambrientos pulmones y de su nublado cerebro. Extendió su dedo índice, 0 para el operador..., 2—1—5 para Philadelphia..., siete dígitos para su padre. El cordón aflojó en su estrangulamiento. El anciano aceptó el cargo. —Hola, papá —Terry tosió, se frotó el cuello ensangrentado. —¿Terry? ¿Realmente eres tú? —Soy yo, papá. ¿Qué tal estás? ¿Cómo está mamá? —¿Qué tal estamos? ¿Desde cuándo te preocupas por eso? —Me preocupo. —Sí, te preocupas tanto que nos llamas por teléfono aproximadamente cada veinte años. Eso es lo realmente preocupante, terriblemente preocupante. ¿Cómo supiste que nos mudamos? —Alguien me dio vuestro número. Me preocupa, papá —¿le preocupaba? La vida con su padre: discusiones, insultos, rencores. Pero también un perro de caza de Labrador, un tren eléctrico, docenas de peces sacados triunfalmente en el río Chesapeake, maquetas de cohetes que navegaban en la estratosfera sobre la escuela elemental de Jefferson y aterrizaban en los árboles. Terry se preocupaba y nunca tanto como ahora. —¿Por qué os mudasteis? —La gente se va haciendo vieja, hijo. Ya no quiero cortar el césped. Se van a cualquier sitio que no tenga césped... —Me alegro de que no tengas que cortar el césped. —Déjame adivinar: necesitas dinero. Has llamado por eso, ¿verdad? Estás arruinado. —Papá, tengo un problema, pero no es de dinero. Parece que estoy atrapado en esta... —Tu madre ha sufrido una mastectomía. Una maligna sacudida eléctrica atravesó a Terry. —Dios, eso es terrible. ¿Cuándo? —Hace una semana. Todavía está en el hospital. —¿Está bien? —No, no está bien. ¿Desde cuándo es buena una mastectomía?
debería estar el bazo, los pulmones en el lugar que le correspondía al hígado. —Quiero ver a mi hijo. Por favor, Nancy... Click. Intentó volver a llamarla. La línea estaba ocupada. Sus lágrimas seguían manando y manando. Tres minutos después lo volvió a intentar. Comunicaba. Una sensación de náuseas se propagó en él como una hemorragia. Sonó el teléfono. Alcanzó el auricular, se agarró a él como a un clavo ardiendo. Da igual —por favor, Dios, da igual que fuera su padre, da igual que fuera Nancy. Sí... —¿Sí? —Tenía razón, ¿verdad?—dijo la voz de alambre de espino —. Daría igual que estuvieras muerto. —Muerto —murmuró Terry, mareado en su confusión, paralizado por la repugnancia que sentía hacia sí mismo. —Ahora ya te puedes marchar —dijo entrecortadamente la voz. —Quiero a mi padre —explotó Terry— , Quiero a mi hijo. —¡Vete! —La puerta está atrancada. —Ya no —dijo la voz—. Mira... La puerta se abrió automáticamente, sin ruido, doblándose por la mitad y deslizándose contra el marco. El aire suave de agosto se abalanzó contra la cara de Terry, pero no sintió nada. Colgó; dio un paso hacia afuera y se quedó quieto. Se sentía arraigado, pegado, como si sus talones se hubieran vuelto imanes que le sujetaban con firmeza al suelo de acero. Cuando todavía estaba hablándole, la voz le había hecho una observación críptica; se había quedado incrustado en su mente como un tumor, una pequeña chispa de ambigüedad. —Os conozco a todos los de la guía local —había dicho la voz. Terry vivía en Manhattan, 59 West 81st Street. No había ninguna razón para que figurase en una guía telefónica del oeste de Massachusetts; ninguna razón, demonios. Un tráiler con motor Diesel rodaba, echando humo por la chimenea, bufando y vomitando como un rinoceronte con indigestión. Terry giró sobre sí mismo. Agarró la cadena dorada y, haciendo girar la guía en el escritorio, estudió la portada. En el grueso y lustroso cuero estaba impreso una críptica inscripción: Autobiografía de una cabina. Las primeras páginas eran normales y estaban en orden. En una brillante página roja, titulada EMERGENCIAS , figuraban los números para llamar a los bomberos, a la policía y a las ambulancias. Un diagrama claro explicaba cómo leer la factura telefónica. El libro dedicaba dos páginas al procedimiento para llamadas internacionales y otras dos páginas al tema de los derechos y responsabilidades de los consumidores. Luego venía la sección llamada Páginas Blancas, en las que se incluía una extravagante anomalía, porque, desparramados entre las esperadas columnas de nombres, direcciones y números de teléfono, había recuadros llenos de pequeños y densos caracteres. Yagel... Yakich... Yanak... Yapa... Yarasavage... Yarber. Yarber, Terrence. 59 West 81st St. (212) 877-0289.
Libre y completamente solo, Terrence W. Yarber era un hombre que se le podía haber dicho sinceramente: «Su bienestar no le importa a una sola persona sobre la tierra». Terry se enfrentaba a este espantoso hecho, cuando en la noche del 12 de agosto de 1992 usaba la cabina de Housatonic Lane en un inútil intento de reconciliación con su padre, que no le gustaba, pero al que amaba profundamente. Su padre le colgó. Ansioso por hablar con su lejano hijo Nicky, Terry llamó a continuación a su ex esposa y quedó igualmente desairado. Hundiéndose en las arenas movedizas de la desesperación, totalmente ausente del mundo exterior, salió de la cabina, interponiéndose en el camino de un tráiler que se acercaba, y posteriormente quedó despanzurrado por toda su delantera como una pasta dentro de un molde. Murió instantáneamente, llorado por la lluvia y por el viento.
Paralizado por la profunda inseguridad que cualquier hombre experimentaría al leer su propia necrológica, Terry hojeó las páginas sin un propósito concreto. En la fría tarde del 18 de septiembre de 1991, Paulie Fisher, de nueve años de edad, de alguna forma impulsado a conseguir liberarse de su depravado maestro de octavo curso, que le corrompía sistemáticamente en las altas praderas del cementerio de Housatonic Lane. El ingenioso muchacho recorrió su camino hasta la cabina de al lado. Pensando velozmente marcó el 911. «No te preocupes, Paulie», dijo la operadora, una joven cariñosa de unos veintitrés años. «Es absolutamente correcto lo que te está haciendo ese hombre, y después te dará dulces, juguetes y un montón de dinero.» Y así el pequeño Paulie regresó con su sorprendido y agradecido torturador, quien después de completar su estupro, le aporreó hasta la muerte con una violencia cada vez mayor.
Terry gemía y temblaba. ¿Absolutamente correcto? La operadora había aludido a los abusos hacia el niño con un absolutamente correcto. Obviamente, el niño no había hablado con una operadora real, había hablado con un impostor. El 12 de octubre de 1990, el hijo favorito de Belinda Markson, un agente de bolsa tremendamente honesto llamado George, volcó con su coche Toyota Célica junto a la cabina de Housatonic Lane, introdujo diez centavos en la ranura y pulsó el número de emergencias médicas que figuraba de forma tan clara en la guía. En el asiento trasero del coche, Belinda Markson, de setenta y dos años, temblaba de terror en silencio, con la tráquea obstruida por un hueso de Kentucky Fried Chicken. George dijo: «Mi madre..., hueso de pollo..., sé que con cualquier movimiento...» A lo que una voz amable de viejo médico le contestó al otro lado de la línea: «Debe abrirle la boca y empujar el hueso más profundamente dentro de su esófago». George Markson se precipitó al coche y llevó a cabo la maniobra sugerida. Cinco minutos después, su madre moría cuando su cerebro, privado de oxígeno, cesó de ordenar a su corazón la necesidad de bombear continuamente.
Un profundo y suave quejido brotó de los labios de Terry. Oh, George Markson, pobre tonto, no se había encontrado con un anciano y benévolo médico...
Para Henry Waxman, un agente de seguros descontento y subestimado, la cabina de Housatonic Lane, con un aislamiento y oscuridad, era un regalo del cielo. A las ocho y catorce de la tarde del 18 de enero de 1992, Henry paró en la cabina como hacía habitualmente en su camino de regreso desde el trabajo y llamó a su amante, una paisajista llamada Lilly Templeton. Se enteró de que Lilly estaba enamorada, no de él, sino de su jefe. «Se ha terminado todo, Hank. Lo siento, cariño. Hemos pasado algunos buenos ratos, ¿no?» Aquella noche, Hank compró una botella de whisky escocés, se emborrachó y le pidió prestado a su cuñado un revólver Smith & Wesson, utilizándolo sin dilación, de tal forma que esparció toda su masa encefálica por el baño de su modesta oficina con vistas a la plaza de Great Barrington.
Qué ingeniosa la voz, pensó Terry. El hijo de puta podía imitar a cualquiera: una operadora de teléfonos, un médico, una paisajista... Terry agarró violentamente el auricular. —Eh, payaso, te he cogido. Esta noche no he hablado con mi padre. Tampoco he hablado con Nancy. Eres un jodido imitador. Te he ganado, payaso. —¿Que me has ganado?—dijo la voz—. No, solamente me has colocado en una posición en la que tendré que destruirte más directamente. —No te tengo miedo. —Deberías tenerlo. Y entonces comenzó a llorar. Por decirlo de alguna forma: lluvia. Era un huracán interior, un monzón en miniatura, torrentes chorreando desde el techo empapando la camisa de Terry y bañando sus pantalones de poliéster, calando sus calcetines y sus botas. Se acumulaba con sorna, inexorablemente, bloqueada por los diques de hormigón que aparecieron misteriosamente bajo las paredes y la puerta. La glacial marea se movió por delante de sus pantorrillas sepultando sus muslos. —¡Deténgalo! —aulló Terry al auricular—. Pare este agua. La inundación continuó subiendo. Terry aporreó el cristal, desollándose los nudillos. Esto no podía estar sucediendo, no podía ser. Más alto, más alto, tronco, cuello, boca, nariz. Dejó caer el auricular, flotó hasta lo alto de la cabina, y pataleando en el agua frenéticamente colocó su boca en la diminuta bolsa de aire junto a la luz. Más alto, más alto. El agua le lamía los labios, introduciéndose en su garganta. «De modo que esto es así», pensó. «Esto es ahogarse.» Sus pulmones se convulsionaron, su esófago se crispaba, la sangre pedía aire a gritos. Brillantes cometas rojas estallaban a través de su cráneo. Sentía que su mente se diluía poco a poco... Aunque sus oídos estaban sumergidos en el agua, todavía pudo reconocer el dulce, sagrado sonido del acero forjado agrietando el cristal. La pared sur se desintegró; los fragmentos rotos volaron por el aire y el agua se precipitó en una ola gloriosa que le arrastraba a la noche de Nueva Inglaterra, como un aventurero navegando por las cataratas del Niágara. Golpeó la tierra boca abajo y siguió rodando y llenó sus pulmones con el aire del buen Dios. Un hombre barrigudo estaba de pie junto a él, empuñando una llave inglesa. —¿Qué ha pasado? —preguntó Warren. Era exactamente como Terry se lo había imaginado.
Grande y zafio, con su voluminoso pecho embutido en una camiseta mugrienta, con un sombrero John Deere vacilante sobre su cabeza— , ¿Está usted bien? —la llave inglesa en forma de cruz era gigantesca. Podría haber crucificado un gato sobre ella — , ¿De dónde vino todo este agua? Terry se levantó de su lecho de barro y hojas chorreantes. —¿Usted es Warren? —Ajá. —Warren, me ha salvado la vida. —Eso parece, señor. Nunca había hecho nada semejante antes. He tenido suerte de que le haya oído gritar. La chorreante ropa de Terry colgaba de su cuerpo como un montón de musgo húmedo. Le palpitaban los nudillos magullados. —¿Tiene niños? —preguntó escupiendo la lluvia. —Dos chicos. Cuénteme lo del agua loca. —Desde ahora mismo, Warren, sus dos niños van a tener todas las pistolas de fulminantes que quieran. —Por favor, explíqueme el asunto del agua. —Tenemos que matarla —dijo Terry, mirando hacia el sur de Housatonic Lane. El camión estaba apenas a diez yardas, un enmohecido conglomerado de manivelas, cadenas y garfios parecido a un itinerante potro de tortura. TEXACO GARY , SERVICIO PERMANENTE , ponía en la puerta. —¿Matar qué? —La cabina —le explicó Terry mientras se dirigía hacia el camión— , ¡Es el mal! —añadió abriendo la puerta del conductor. — ¡Eh! ¿Qué está haciendo? —le gritó Warren—. ¿Qué demonios está haciendo? La llave colgaba del contacto. Un simple giro y Terry se convirtió en el hombre que quería ser: exorcista, enemigo de las casas embrujadas, azote de todas las cosas sobrenaturales. Una emisora de radio de onda media estalló: un evangelista hablando sobre el satánico mensaje oculto de la comida rápida. —¡Pare! —gritó Warren. Pero ahora nada podía detener a Terry, nada podía impedirle lanzar el camión de la Texaco de Gary contra la cabina. La voz del evangelista cambió de registro. Se volvió áspera y asmática. —¿Piensas que te puedes librar de mí tan fácilmente? —¡Apuéstate algo, imbécil! — ¡Estoy en todas partes a la vez, Terry Yarber! —gritó la voz desde la radio— , ¡En todas partes a la vez! Contacto. La cabina volcó como un árbol arrancado de raíz por un ciclón y se estrelló en el barranco al lado de la carretera. La bombilla explotó. Los cristales y los remaches se esparcieron por la tierra húmeda. La Autobiografía de una cabina de teléfonos voló por el aire y golpeó el pavimento. «¡Hiiiiiii!», exclamó la voz cuando el teléfono voló por Housatonic Lane, arrastrando el auricular tras él. «¡Uau! Qué blanco tan fácil», pensó Terry cuando desvió bruscamente la rueda e hizo diana. Acelerando el motor a fondo, se lanzó hacia adelante y pulverizó el teléfono totalmente; como a las docenas de zarigüeyas y mofetas que había atropellado inadvertidamente en su carrera de vendedor itinerante.
En la radio, el evangelista advertía a sus oyentes sobre las hamburgueserías. —¡Hey, tú, soplapollas!—parloteó Warren cuando Terry salió de la cabina—. Si mi camión sufre algún desperfecto, tendrá que pagarlo. —Envíame la cuenta —dijo Terry, sonriendo ampliamente. —Sin mencionar que probablemente tendrá todo tipo de problemas con la compañía de teléfonos. A propósito, ¿qué clase de movida tuvo con ese teléfono? —Se quedó con mi moneda —dijo Terry, sonriendo todavía. Warren lo desaprobó y cargó la llave inglesa sobre sus hombros. Definitivamente, ésta había sido la llamada más extraña del día. Comenzó con mucho mejores augurios, con aquella señora que necesitaba una puesta a punto, usted ya me entiende. Terry se agachó y cogió de la carretera la chorreante guía: —Mi camioneta está por allí —dijo señalando. —Ya lo sé —dijo Warren—. Ya arreglé las lengüetas. —Entonces vamos a coger unas cuantas pistolas de agua para sus chicos. Una hora después, Terry se inscribió en el hotel Best Western, de Hartford. Colocó la guía en el escritorio, a la derecha de la Biblia. Todavía estaba demasiado mojada para proporcionar cualquier información. Cuando por fin se evaporó el agua, comenzó el arduo proceso de contactar con cada hombre, mujer y niño cuya necrología todavía era futuro, advirtiéndoles que no creyesen todo lo que oían. Cenó, bebió a sorbos una cerveza sin alcohol en el bar, se dio una ducha reconfortante y se pasó una hora rellenando cuidadosamente los pedidos semanales de Kiddie Citty, Kay Bee y Juguetes «R» Us. Lanzó al aire una moneda de cinco centavos. Cara, llamaría a su padre primero. Cruz, a Nancy. Cara. Marcó el 215.
Trampa de fuego Greg Cox Greg Cox es un joven delgado y además un apasionado de las películas de terror y de The Weekly World News. Ha publicado relatos en Amazing Stories, Aboriginal y en Spirits of Christmas, recopilado por Kathryn Cramer y David G. Hartwell. Su bibliografía anotada de literatura de vampiros aparecerá próximamente en Borgo Press. Originario de Seattle, ahora vive en Brooklyn, New York. Está en la redacción de The New York Review of Science Fiction y trabaja como asesor en una importante editorial. En sus ratos libres escribe contraportadas de libros de bolsillo. La mayor parte de la literatura de Cox es divertida. Por ejemplo, su relato Hana and His Synapses —en el que sale Woody Allen en el personaje de un héroe cyberpunk— empieza con una escena en la que el personaje principal intenta esnifar un refresco de naranja. En Trampa de Fuego , bajo la superficie cómica se oculta la quintaesencia del, relato con casa. Avanzaba la noche y la casa se agazapaba ante ellos, como una jaula de madera vacía esperando que la ocupen. La capa de pintura costrosa quedaba suavizada compasivamente por la luz mortecina, de tal modo que simplemente tenía el aspecto verdoso enfermizo del vómito de un niño poseído. Aunque en el callejón había otras dos casas, una a cada lado, su situación, al final, así como los espacios vacíos en forma de cuña entre los edificios, les hacía parecer de forma engañosa solitarias y apartadas. Si esto es el futuro, pensó Gordon sombríamente, acabemos con él. Para empezar, se quedó con el tirador de la puerta en la mano. «Terrorífico», murmuró, mientras se metía en el bolsillo el desportillado tirador de cristal y empujaba la puerta delantera con el pie. Carla y Mick le habían metido en esto, su nueva casa comunal. Gordon echó una ojeada hacia atrás. Desde el porche delantero, que necesitaba urgentemente una mano de pintura, podía ver las luces del campus a menos de una milla, en lo alto de la colina. Sus dedos exploraron el agujero circular, donde el tirador había descansado con demasiada holgura. «¿Para esto, pensó, abandoné mi acogedora habitación de la residencia?» Demonios, ¿para esto se había marchado de casa? La puerta se negó a cerrarse tras él, así que Gordon la dejó entornada. Más tarde, cuando hubiera terminado de trasladar sus cajas, quizá podría mantenerla cerrada con una piedra o algo así. Encontró a sus compañeros de casa en el cuarto de estar de la planta baja, que estaba polvoriento, sin muebles ni alfombras. El suelo consistía en planchas de madera gastada, separadas por media pulgada de una sus— tanda seca, negra y pegajosa. Las paredes, dudosamente blancas, lo eran realmente tan sólo en los parches donde obviamente habían emplastecido unos grandes agujeros. El propietario había dicho algo de que antes había vivido allí un equipo de rugby. Con sus ojos azules radiantes, Carla bailaba dando vueltas por la habitación como nunca la
había visto antes. —Bueno —dijo, levantando los brazos teatralmente—. Bienvenidos a los Estados Alterados. —De otra forma conocida como el Horror de Amityville, sexta parte —contestó Gordon. Con cualquier nombre que se le diera, su nueva dirección era un edificio de dos pisos situado en medio de los «antros de estudiantes» de Bellingham, desde el que se podía ir andando a la universidad. La edad de la casa se notaba por su anticuado sistema de calefacción: una caldera de carbón, en el sótano, a la que todavía había que limpiarle la ceniza con la mano y una pala. Así pues, pensó Gordon, además del resto, también podemos coger una enfermedad de pulmón. —¿Has visto la bañera?—me preguntó Mick—. El fondo está tan sucio que se la podría confundir con un terrario —encogió sus altos y robustos hombros —. En fin, supongo que siempre podremos cultivar nuestra propia comida en caso de apuro. Carla asumió una postura amenazante, colocando los brazos en jarras. Gordon pensó que parecía una pelirroja amazona irlandesa sacada de una película antigua de John Ford, aunque en realidad era de Hawai. —Ya basta —dijo—. Ahora es nuestra casa por sólo trescientos dólares al mes, recordad. Y todo lo que necesita es un poco de trabajo para hacerla perfecta. No me digáis que queréis volver a la comida de la residencia sin contar todas aquellas estúpidas normas. —La miraré mejor —concedió Mick— cuando hayamos desempaquetado todos nuestros trastos, supongo. El eterno estoico, pensó Gordon. Qué admirable impasibilidad ante el desastre. O quizá simplemente, Mick no se había dado cuenta todavía del espantoso error que era esto. —Quiero recordaros a los dos que esto no fue idea mía. —No —dijo Carla sonriendo burlona— , pero tú estuviste de acuerdo en seguida. Gordon estuvo a punto de contestar con una excusa, pero tosió a tiempo. La verdad, cuando Carla le había llamado después de la ruptura de Navidad para contarle que había descubierto una maravillosa casa antigua, pensó que estaba hablando de los dos, bueno, de vivir juntos; sólo después de cinco o seis minutos gloriosos se había dado cuenta de que en vez de esto, le estaba proponiendo un arreglo más inocente, a tres bandas, incluyendo también a Mick. Había disimulado rápidamente, pero todavía no estaba seguro de si Carla se había percatado de su confusión inicial. Dios, resultaría embarazoso. Con pocas ganas de encontrarse con los ojos de Carla, en este momento en particular, Gordon se inclinó casualmente contra el cristal inferior de la ventana, para mirar el patio delantero plagado de maleza. Casi inmediatamente, el antepecho de madera de la ventana se hundió bajo su codo y se encontró tirado en el suelo de manera poco elegante. Sus gafas resbalaron por el suelo, yendo a parar a una grieta entre dos planchas. Sus doloridos huesos latían al ritmo ferviente de su cabeza: un error terrible, terrible, terrible. Mick y Carla se rieron cuando se puso de pie y se limpió el polvo y el alquitrán de las manos. Probablemente también se le habría clavado alguna astilla. —Muy bien, conspirad contra mí; mirad cómo tiemblo. Ya sé lo que sigue: la casa y vosotros dos os habéis puesto de acuerdo para matarme. —Perdona —dijo Carla. Todavía parecía como si estuviera viendo un sketch extraordinariamente divertido de los Monty Python—. ¿Estás bien, Gordon?
Su codo herido ya estaba olvidando la caída. Parece que estoy intacto a pesar de los ímprobos esfuerzos de esta mortal trampa residencial. Supongo, pensó, que debería de estar contento de que Mick y Carla se llevaran tan bien. Mi mejor amigo y mi medio novia. Recordó la primera vez que había acompañado a Carla a su residencia para encontrarse con su compañero de habitación, después de una maratoniana sesión de estudio en la biblioteca de la facultad y por un momento sintió miedo de que Carla interpretara el obstinado silencio de Mick como algún tipo de desdén, aunque éste fuera su estado natural. No había que preocuparse de nada. En seguida, Carla se había trasladado con ellos y sugería que se constituyesen en una familia oficial. Por supuesto, se sintió molesta por el hecho de que a su compañera de cuarto no le hubiera ofendido el traslado. Eran muy distintos: Carla, exuberante, voluble, temperamental. Incapaz de escoger cualquier especialidad o campo de estudio; pero la autodenominada jefe de animadoras y la directora social de su pequeña troica. La amazona irlandesa de Honolulú. Y Mick, que era irlandés, pero que actuaba como si hubiera salido de una de las películas más lentas de Ingmar Bergman. Gordon mantenía la esperanza de encontrárselo algún día jugando al ajedrez con la Muerte. Incluso cuando Mick estaba borracho (situación que Gordon había contemplado más de una vez), todavía hacía que Norman Bates pareciera Buster Keaton. La única diferencia que habla entre el Mick sobrio y el Mick borracho era la sonrisa de gilipollas que se extendía por su ancha cara de pesada mandíbula, cuando se desvanecía lentamente en la inconsciencia. Carla y Mick. Fuego y tierra. Dorothy y el Hombre de Hojalata (sin corazón). Lo único que tenían en común, que supiera Gordon, era que los dos mantenían escondidas sus profundidades ocultas. ¿Y dónde encajaba él, el siempre flexible Espantapájaros, en esta cosmología? ¿El ingenioso y sardónico, el futuro chico—promesa de los estudios de cine americanos? Bueno, era mejor dejar el psicoanálisis para los inútiles y los ociosos. Él tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Como esta ruina de casa, por ejemplo. *** La primera parte de la mudanza, trasladar sus cajas y sacos de dormir desde la furgoneta de Mick, fue bastante bien. Gordon calculó que habían descargado dos docenas de cajas de libros, pero al final, el cielo nocturno, aunque nublado, se había negado a nevar. A las nueve en punto ya estaban en la cocina quitándoles el papel a las copas y a los platos que, momentos antes, estaban protectoramente envueltos en números atrasados de The Bellingham Herald. Después, Carla enchufó la tostadora y se apagaron todas las luces. La cocina estaba completamente a oscuras. Gordon escuchó cómo un plato o algo así se hacía añicos contra el suelo, seguido de una maldición por parte de Mick, pero no podía ver nada. Estupendo, pensó. De repente hemos pasado de un medio visual a protagonizar un espectáculo de los viejos tiempos de la radio. Santuario Interior probablemente, o La Luz se Apaga. GORDON: ¿Quién sabe qué mal se esconde en los corazones de los hombres...? MICK: Deberíamos cambiar los fusibles. GORDON: ¿Con sólo encender un aparato? Chico, cocinar en este sitio va a ser una
aventura. CARLA: Tened cuidado, creo que hay un vaso roto en el suelo. MICK: Perdóname, he sido yo. GORDON: No te preocupes. Pero ¿qué vamos a hacer ahora? MICK: La caja de los fusibles está en el sótano, creo. No sé exactamente cómo vamos a encontrarla a oscuras. CARLA: ¿Alguien tiene una linterna? Esperad, esperad un segundo... Se encendió un fósforo a pocos pasos de Gordon y éste, por una vez, se alegró de que Carla fuera fumadora. Sostuvo la cerilla ante sí, de modo que proyectaba una débil luz anaranjada sobre su cara. La llama y las sombras que arrojaba bajo su nariz y sus cejas le harían parecer una novia con una vela metida en una calabaza. Detrás de ella, Mick sólo era una amenazadora sombra gris. —Gordon, mira en esa caja de encima del aparador. No, la otra. Debería haber unas velas junto al resto de mis adornos. La cerilla chisporroteó peligrosamente cerca de las yemas de sus dedos y Carla la tiró al fregadero, donde la luz se ahogó instantáneamente en el agua jabonosa. Gordon buscó a tientas entre cintas y tarjetas de felicitación, hasta que arañó algo redondo y de cera. Carla encendió otra cerilla; aquello parecía una gran calavera amarilla. O algo así; a juzgar por la mecha en el cráneo, una vela con forma de calavera. —Restos de Halloween —dijo ella, encendiendo la calavera y apagando después la cerilla—. Debe haber también un Santa Claus. Gordon encontró una divertida vela roja y se la dio a Mick. La cocina todavía tenía un aspecto horripilante, pero por lo menos podían orientarse de nuevo. —Intentemos bajar al sótano —dijo Mick. La puerta del sótano estaba en el extremo más alejado de la cocina, junto al frigorífico. Gordon desatrancó la puerta y miró hacia un empinado tramo de escalones que se perdía en la oscuridad. —Tened cuidado con la vela al bajar los escalones —advirtió Carla— , No quiero quemar la casa la primera noche que pasamos aquí. —Sólo si tenemos suerte. —¿Qué? —No importa. Mick bajó las escaleras el primero. Desde su final, las velas no llegaban a mostrar los rincones más alejados del cavernoso sótano. El techo estaba reforzado con vii^.is
papeles de caramelos, periódicos viejos, cajas de cereales y huesos. Una pequeña ventana situada justo a la altura de los ojos estaba visiblemente rota; los cristales estaban amontonados a los pies de Gordon. El sótano olía a orina y daba la impresión de haber estado habitado recientemente. —Alguien ha estado viviendo aquí. —Obviamente —dijo Gordon, lamentándolo después. Carla echó una mirada por encima. En honor a la verdad, no estaba exactamente impresionado por la evolución de los hechos. —¿Quién piensas que haya sido? —se preguntó Carla en voz alta. —Simplemente un vagabundo —dijo Mick— , Nadie que conozcamos. Gordon apartó los escombros de un puntapié. —No sé —dijo— , ¿Recordáis aquel ser extraño que solía frecuentar el campus? ¿El que decía que era «profesor» de magia negra? —¿Quieres decir Dimitri el Oscuro? —Sí, ése. —Nunca me expliqué cómo se lo quitó de encima Geraldo —comentó Mick—. Qué fantoche. —Horripilante, sin embargo —dijo Carla— , Recuerdo que una vez arruinó una fiesta en Higginson; era sólo para las chicas de la residencia y él empezó a enseñar su puñal nazi; dijo que lo había —¡toma ya!— «santificado en una ceremonia de sangre y esperma» ¡Agh! —la pálida cara de Carla hizo una mueca como si estuviera digiriendo un recuerdo rancio.— Gordon, ¿no crees realmente que sea él? El examinó la basura con una lupa imaginaria: —Es una posibilidad. Solía dormir en la biblioteca, hasta que por fin Seguridad le echó del campus. Gordon se preguntó si debería seguir. A propósito, ¿por qué intentaba asustarlos así? Pero cuando estás a oscuras, sujetando un cráneo ardiendo, ¿qué otra cosa se puede hacer? Continuó: —Oí que atacó a alguien. —Eso sólo fue un rumor —dijo Mick— , Además, Dimitri era el único vagabundo de la ciudad. —O el único psicópata —observó Carla, obviamente atrapada por el tema—. Estaba aquel chico que solía subirse al tejado del comedor pretendiendo ser una gárgola. —Sólo durante los exámenes finales —dijo Mick—. Era únicamente un estresado inofensivo de Químicas. Reventador de fiestas, pensó Gordon, y añadió: —No os olvidéis del estrangulador de la colina. Al final se resistió en Bellingham. —Y el asesino de Green River..., ¡maldita sea!, ¡has conseguido que lo hiciera! —los largos dedos de Mick se hundieron en el Santa Claus de cera caliente que sujetaba en su mano. Garras dentro de Claus 5. Caminó con dificultad entre las sombras salpicadas de telarañas, buscando la caja de los fusibles—. ¿Qué intentas, Gordon? ¿Que tengamos pesadillas? Gordon pensó que había tres respuestas posibles. Una, estoy montando un número infernal para mi propia diversión y quizá la de Carla. Dos, me estoy volviendo Juego de palabras basado en la similitud fonética entre claws, «garras», y Claus, «Santa Claus». 5
raídos y caminó de puntillas hacia la no suficiente insonorizada pared entre su habitación y la de Carla. Justo cuando colocó su oído contra la rugosa y (sorprendentemente fría) superficie de la pared. Carla gritó de repente. Oyó un estertor inconfundible; luego, el silencio. Jesús, pensó, tanteando por el suelo en busca de la vela— cráneo y una cerilla en sus bolsillos... ¡la están estrangulando! Con dedos temblorosos encontró la mecha y la encendió. El cráneo ardió vivamente en la helada negrura de la habitación; con él a la altura de la barbilla, Gordon se deslizó silenciosamente al vestíbulo, fuera de la habitación. Se dio cuenta de que le daba miedo hacer incluso el mínimo ruido necesario para respirar. Esto es una locura, pensó. Si hay un demente en su habitación ¿por qué no trato de rescatarla? Y, si no lo hay, ¿de quién tengo miedo de que me oiga? Sí. Ése era el problema, ¿verdad? Por eso no pedía ayuda a Mick. ¿Y si estaba equivocado? De pie junto a la puerta, la cera caliente caía fuera del cráneo, de tal forma que constantemente tenía que ajustar el asa para evitar quemarse con los viscosos arroyuelos amarillos. Gordon se quedó paralizado por la indecisión. A la luz difusa de la vela, parecía demasiado fácil desechar lo que momentos antes había sido una clara imagen —de gran nitidez en el caso de Carla— y del resto, estrangulados, apuñalados o asfixiados mientras dormían, por Dimitri el Oscuro o alguien más perverso. Por el invasor que había tomado posesión de lo que suponían su hogar. Se quedó de pie junto a la puerta, escuchando pero sin oír nada. O se ha dado la vuelta y se ha vuelto a dormir o ahí hay alguien más, escuchándome escucharle. Debería llamar a la puerta, terminar con esto de una u otra forma, pero ¿y si estoy equivocado? ¿Cómo se lo voy a explicar a Carla? Contra su voluntad, Gordon recordó aquella otra noche, pocos meses antes, cuando, encendido por unas cervezas de más y una vaporosa película en la televisión, la había llamado en mitad de la noche, despertándola de lo que sin duda era un profundo sueño y le balbuceó incoherentemente cuánto deseaba visitarla precisamente en aquel momento. ¡Dios, cómo había hecho el ridículo! Humillante no era una palabra lo suficientemente fuerte. Y lo peor había sido tener que enfrentarse con ella a la mañana siguiente, durante el desayuno. Era preferible encontrar un asesino sicópata que pasar de nuevo por aquello. Casi. Se inclinó hacia la puerta, esforzándose por oír. El viejo tópico era verdad: todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Aunque Carla estuviera durmiendo apaciblemente, debería hacer algo más de ruido. Había algo terriblemente deliberado en este antinatural y prolongado silencio. El sótano, pensó Gordon. Había llegado desde el sótano. ¿Habían echado el cerrojo a la puerta del sótano cuando subieron las escaleras de la cocina? Gordon no podía recordarlo. Estaba completamente seguro de que él no lo había hecho, pero dudaba sobre si lo hicieron Mick o Carla. La cocina estaba verdaderamente oscura, incluso con velas. Sólo había una forma de estar seguro del todo. De modo que, caminando cautelosamente sobre el viejo suelo de madera, se apartó de la puerta de Carla y se dirigió a las escaleras. Escudriñando las sombras, sujetando el cráneo ardiente con una mano y la barandilla con la otra, descendió al primer piso. El cuarto de estar vacío parecía desacostumbradamente cavernoso, ahora que era más de medianoche. Tenía miedo de mirar las altas y desnudas ventanas de la izquierda; era demasiado fácil imaginar ese momento de infarto cuando viera una figura enloquecida de ojos salvajes devolviéndole la mirada desde el otro lado del cristal.
Podía ver la escena completa en su mente y sintió que de antemano se quedaba sin respiración. No había ninguna duda. Definitivamente había visto demasiadas películas de crímenes. Por contraste con la desierta inmensidad del cuarto de estar, la cocina, con sus mostradores, armarios y su horno era agradable y tranquilizadora. La luz de la vela dejaba ver casi toda la habitación; no había tantas esquinas oscuras desde las que pudiera atacarle un asaltante. ¿Qué le producía más miedo?, se preguntó Gordon: ¿los monstruos en las sombras a los que no podía ver o los monstruos en las ventanas, a los que sí podía ver? Desde donde se encontraba, justo en el centro de la cocina, la puerta del sótano parecía estar cerrada. Pero ¿estaba echado el cerrojo? Estaba muy oscuro para decirlo. Sopesándolo todo, pensó que preferiría no ver a los monstruos. Sin embargo, se aproximó a la puerta del sótano, arrastrando los pies suavemente por las baldosas a prueba de resbalones. Sostenía la vela delante de él, con la esperanza de poder descubrir algo antes de estar demasiado cerca. Se alegró de que el suelo de la cocina tuviera baldosas, ya que por andar descalzo sobre cualquiera de los otros ásperos suelos de madera de la casa, los pies se le habrían llenado de dolorosas astillas. Por fin estuvo tan cerca de la puerta que podía proyectar el centro de la luz de la vela sobre ella. La puerta no sólo estaba abierta, sino que la habían forzado. ¡Oh, Dios mío! Gordon soltó un suspiro largo y lento. Experimentó una repentina urgencia de correr, de gritar, de despertar a Mick y (siempre optimista) a Carla, aunque sólo fuera para compartir esta ansiedad con alguien más. Sin embargo, abrió la puerta y comenzó a bajar los escalones. Un escalón tras otro, pensó Gordon. Exactamente igual que la chica de Psicosis —la que se quedaba fuera de la ducha— cuando baja a la bodega a buscar a la madre de Norman, aunque todos los espectadores le están gritando que corra en otra dirección. ¿Por qué continúa avanzando? Gordon lo comprendió ahora. El ímpetu, la urgencia de terminar, de penetrar las cosas hasta el final, quizá incluso de infligirse una pequeña mutilación, en vez de permanecer permanentemente a la defensiva. ¿Quién tiene más probabilidades de sobrevivir? ¿El héroe o el monstruo? Se dio cuenta de que ninguno de los dos. Son las víctimas predestinadas por nacimiento las que están abocadas a morir cada vez. Los extras, el romántico mejor amigo del protagonista... Su sombra siguió a Gordon por los chirriantes peldaños del sótano, cuya pintura desconchada arañaba sus pies y se le metía entre los dedos. Las telarañas caían en hebras desde el techo inclinado, demasiado finas e inconsistentes para proyectar su propia sombra, pero suficientemente sólidas para crepitar peligrosamente siempre que la vela se acercaba demasiado. El sótano era notablemente más frío que el resto de la casa; Gordon podía sentir que la temperatura bajaba unos pocos microgrados a cada paso que le llevaba más abajo hacia la guarida llena de basura de su no deseado visitante. Era el trazado arquitectónico, aunque era realmente sádico. La escalera estaba flanqueada por una pared interior, de tal modo que no había forma de ver el resto de lo que había allí debajo. Hasta que se llegaba al fondo (así), se volvió hacia la derecha (así), inspiró profundamente y vio... A! principio, nada. Sólo la abigarrada confusión del colchón, basura, vigas de madera y montones de carbón quemado y ceniza. Y las sombras, por supuesto, las únicas que sabían que el mal acechaba, etcétera. Gordon disfrutó de unos pocos frenéticos latidos de alivio — hasta que la caldera resucitó ruidosamente con un inesperado estruendo, sobrecogiéndose y
atrayendo su atención a la esquina más distante y oscura del sótano, donde, perfilado por el rojo resplandor que escapaba por las rejas de la caldera, una oscura pero nítida figura se alzaba detrás de las inclinadas dunas de ceniza. ¡Sí! No era su imaginación. Podía verlo. Gordon chilló, una incomprensible explosión de ruidos brutales, sin sentido. Tropezó hacia atrás, casi cayéndose. La figura se tambaleó hacia él con la cara pérdida en la oscuridad, los brazos extendidos hacia Gordon, a punto de tocarle. ¡No!, pensó, ¡páralo! Un titular de periódico relampagueó en su cabeza: ESTUDIANTE ASESINADO EN SU CASA . —Espera... —comenzó; luego la figura se arrojó violentamente contra él y la espalda de Gordon chocó contra la pared. La fuerza y la velocidad del ataque le había dejado paralizado y sin respiración. El olor a suciedad, semejante al seco y polvoriento al almizcle del asfalto fundido, llenaba sus fosas nasales y su boca. Una punzada paralizante se extendió como una aguda y brillante nova de dolor en la base del cráneo y sus gafas se le cayeron de la nariz cuando un huesudo puño cerrado le golpeó en el estómago como un misil. Descubrió que no era como en las películas. La violencia real no era algo visual, algo coreografiado y cuidadosamente iluminado. Era una fuerza que te desgarra la piel, se estrella contra tus huesos y te reduce a un mero objeto sólido golpeado por otros objetos, más duros y más despiadados. Empujado contra el muro del sótano, su mundo era una borrosa confusión de sombras y rápidos golpes. Gordon ni siquiera se dio cuenta de que el cráneo vela resbalaba de sus dedos. Entonces, la fuerza contraria se fue y él se derrumbó sobre sus manos y sus rodillas. Mis gafas, pensó, tengo que encontrar mis gafas; así podré ver quién es, Dimitri o la gárgola. Sin embargo, primero necesitaba sólo un minuto, por favor, para recobrarse, para permitir que su cabeza dejara de dolerle, para escupir la sangre y la saliva de su boca o intentar respirar de nuevo. Sólo un par de minutos más... Cerró los ojos. Olía a humo. — ¡Dios, Gordon, hay fuego! Miró hacia arriba y vio a Carla de pie por encima de él y a Mick corriendo por delante. —Mis gafas —musitó y momentos después sintió la montura de plástico en su mano. Cuando enfocó de nuevo la vista, pudo también darse cuenta de dónde estaba y de lo que estaba pasando. Su vela había aterrizado en medio de sacos de comida y periódicos viejos. Todavía no se había incendiado toda la basura, pero un pequeño fuego estaba ya consumiendo los envoltorios de caramelos esparcidos y las cajas de cereales, y lanzando copos incandescentes de papel a la deriva por el aire. Vestido sólo con un albornoz azul marino, Mick apagaba las llamas con un viejo y esquelético rastrillo; una gota de fuego naranja y amarillo estalló en un bote vacío de pintura sólo a un paso de sus piernas desnudas. —¡Mierda! —gritó, saltando hacia atrás. Un denso humo blanco manaba de la basura más pastosa, transformando el sótano en un infierno de niebla digno de Jack el Destripador o del Hombre Lobo de Londres. Con la cabeza palpitándole, Gordon buscó a su atacante y sólo vio a sus compañeros. Contempló tres posibilidades: una, el invasor había huido antes de que llegaran Carla y Mick; dos, él se había transformado en Mick y Carla; tres, todavía estaba aquí... en algún lugar. —Gordon, ¿estás bien? —preguntó Carla. Se agachó junto a él vestida sólo con un camisón transparente.
—Traed agua —les gritó Mick— , ¡Daos prisa, necesitamos agua!
Gordon miró fijamente las llamas que se propagaban. ¿Todo eso por un pequeño cráneo...? —¿Me trae alguien esa jodida agua? Eso le hizo reaccionar por fin. Tambaleándose, siguió a Carla escaleras arriba, al fregadero de la cocina. Bellingham es una ciudad húmeda y mohosa. Al final, sólo hicieron falta cuatro viajes, siete cacerolas de agua del grifo y una jarra de limonada sacrificada— para extinguir el incendio. La mitad inferior de la pared debajo de la ventana rota estaba algo renegrida, pero por lo demás, la integridad estructural de los «Estados Alterados» se había conservado; al igual que Gordon, sobre quien Carla, con su mejor estilo Florence Nightingale, decidió que había recibido un chichón y no una contusión. Al amanecer, hubo incluso tiempo para las explicaciones. —¿Estás seguro de que viste a alguien? —preguntó Mick. —No; yo mismo me golpeé detrás de la cabeza... Por supuesto. ¡Claro que vi a alguien! —Bien, técnicamente —señaló Carla— lo único que golpeó tu cabeza fue la pared. Y eso es un objeto inmóvil. —Y Dimitri o quien sea me empujó contra la pared. Hay una diferencia. —Ya lo sé —dijo dulcemente, comprobando una vez más el vendaje de detrás de sus orejas. A falta de cualquier otro mueble, estaban sentados en círculo encima del abandonado colchón del vagabundo. Carla había cubierto con una deshilachada colcha amarilla la sucia superficie del colchón, para no pringarse demasiado. Al mismo, había cogido un albornoz de las cajas de arriba. Gordon pensó que seguramente no sería por miedo a que le dijeran alguna grosería. Eso sería imposible, especialmente en lo que a él se refería. —Cuando bajamos las escaleras, encontramos abierta la puerta delantera —continuó ella— y alguien hacía mucho ruido aquí; después incluso gritaste. —¿Grité? —Gritaste como una gorila con un rinoceronte encima de su culo —dijo Mick, con una sonrisa tan amplia que Gordon se preguntó si habría estado bebiendo. —Bueno, si eso le servía a Tarzán... —El vagabundo probablemente se aterró y luego decidió salir pitando. —Sí, tú puedes resultar muy terrorífico en la oscuridad, Gordon —Carla alargó la mano y recorrió con el dedo una de sus costillas. —Probablemente echó un vistazo a ese escuálido cuerpo tuyo y decidió que los Muertos Vivientes había venido a cogerle. Gordon no estaba seguro de si le estaba insultando o coqueteando con él, pero de todos modos se rió. Todos lo hicieron, incluso Mick. Y Gordon decidió que momentos como éste harían que los «Estados Alterados» valieran en conjunto la pena. Quizá. *** Entablaron la ventana del sótano en seguida y luego pusieron otro cerrojo en la puerta de la cocina. Unas pocas semanas después habían llenado la casa de los muebles de segunda mano que Gordon llamaba «Saldos del Garaje de los americanos primitivos». Tuvo que
admitir que vivir fuera del campus tenía ventajas, tales como librarse de los estrepitosos estéreos y las alarmas de incendio dos veces a la semana y, aunque todavía se despertaba algunas veces en mitad de la noche, no volvió a oír ruidos raros nunca más, ni abajo ni en la habitación de al lado. Con el tiempo, incluso adquirió el valor suficiente para preguntarle a Carla sobre los estertores y el alboroto que creyó haber oído la primera noche. —Soñaba —dijo ella. —¿Con qué? Ella sonrió astutamente. —No te lo voy a decir. ¡Ah, Carla! Tan tentadora y desconcertante. Todavía no sabía exactamente a qué atenerse con ella, y no había muchas oportunidades para averiguarlo, con Mick rondando constantemente alrededor. Un estupendo compañero y fácil para la convivencia, pero era innegable que resultaba violento vivir con el tópico «tercero en discordia». Si Mick se enamorara de alguna fascinante condiscípula que viviera al otro lado de la ciudad... Aquellas veladas de los tres juntos frente a David Letterman eran idílicas; pero una noche a solas con Carla, solos los dos... bueno, la incertidumbre le estaba matando. Las cosas no eran idílicas siempre. A pesar de su probada compatibilidad, los problemas a veces surgen en el paraíso. Como la vez que Gordon llegó a casa, después de una larga noche en la biblioteca y descubrió que Mick y Carla se habían preparado un elaborado filete para cenar, completado con verduras y postre. ¡Y ni siquiera le dejaron las sobras! —Nos apetecía cocinar algo fuera de lo corriente, Gordon. —Sí, y no teníamos ni idea de cuándo o si ibas siquiera a venir a casa. Quiero decir que no es como si hubiéramos quedado a una hora determinada para cenar. —También podías haber vuelto a la residencia —dijo Carla. —Muy bien. Vale. Comprendo. Pero pago la tercera parte de la factura de comestibles, no se os olvide. —Si verdaderamente te molesta, Gordon, podemos descontar el precio de los filetes de tu parte del alquiler del mes que viene. —No, no me molesta —Gordon se dio cuenta de que parecía un viejo cascarrabias, y notó que le estaba entrando dolor de cabeza—. Es una locura. No quiero que terminemos racionando las cervezas y contando nuestros cereales. Al final se restableció la paz; pero aquella noche se fue a la cama con la tripa llena de Top Ramen y resentimiento sin digerir. Ahora comprendía por qué tantos matrimonios felices se habían ido a pique por las facturas domésticas y los presupuestos. Y luego, por supuesto, acaeció el Incidente del Gran Unicornio... Gordon estaba arriba escribiendo a máquina un ensayo sobre Brian de Palma, cuando oyó cerrarse de golpe la puerta delantera. Por un momento pensó llamar para ver cuál de sus compañeros había regresado; pero no, no estaba preparado todavía para hacer las paces con el papel. Quizá después de unas cuantas páginas más podría bajar y confraternizar. Entonces Carla gritó desde el nacimiento de las escaleras: — ¡Gordon! ¡Baja aquí! Parecía perturbada y un poquito enfadada. Gordon no tenía ni idea de lo que pasaba, pero no le gustaba. Sin haber sido invitadas, imágenes de Dimitri el Oscuro a horcajadas sobre un cráneo ardiendo, blandiendo un cuchillo, se proyectaban en el minicine de su mente. —¿Qué pasa? —preguntó cuando bajó el último escalón y patinó hasta pararse junto a
Carla. —¿Qué ha pasado con mi unicornio? —¿Qué? —miró a través del cuarto de estar (cuyo pegajoso suelo negro estaba ahora cubierto por un sucedáneo de alfombra árabe) a la mesita del fondo, donde, hasta la hora de la comida, por lo menos, un unicornio de cristal había reposado con sus relucientes pezuñas en el aire. Ahora esas pezuñas, junto con el resto de la figurita, yacían hechas pedazos bajo la mesa. Gordon reconoció un cuerno en espiral, curiosamente intacto en medio de los otros pedacitos y fragmentos. —Por lo menos, podías haber limpiado el revoltijo —dijo Carla— , No hay forma de reconstruirlo. Verdaderamente montaste un numerito. —¡Estaba intacto la última vez que lo vi! —Gordon estaba auténticamente horrorizado por la acusación. ¿Por qué demonios iba a querer romperlo? ¡Yo te regalé ese unicornio! —No digo que lo hicieras a propósito, Gordon. — ¡No lo hice en absoluto! —Eres la única persona que había aquí esta tarde. ¿No? Por lo menos debes haber oído algo. Parece como si hubieran tirado el cristal y lo hubieran pisado. Ella era así. Pero ¿desde cuándo Carla se había vuelto un demonio perseguidor? Y de él, ni más ni menos. —Quizá estaba en el baño tirando de la cadena cuando pasó. —¿Cuándo pasó qué? Aunque tú no hayas oído nada, todavía queda la pregunta: ¿Cómo se rompió? —el tono de Carla se suavizó un poco y se sentó en un sofá junto adonde había estado colocado el unicornio—. ¡Eh!, si fue un accidente, vale; solamente estoy intentando explicar esto. Gordon apenas la oía. La lógica de los argumentos de Carla arañaba su dolorido cerebro y lo arrastraba hacia la única posible respuesta: alguien más, alguien destructivo, había estado hoy en la casa y quizá estaba todavía. Llamas en el sótano. Una oscura figura que le alcanzaba... Se precipitó hacia la cocina, interrumpiendo a Carla en medio de una frase conciliatoria. Perpleja y momentáneamente sin habla, ella le siguió y encontró a Gordon mirando fijamente la puerta del sótano y tirando del pomo. Los dos cerrojos estaban colocados en su sitio. La puerta no cedería. Gordon decidió que debía haber alguna otra manera. Se volvió de cara a Carla: —Dimitri... Quiero decir, el hombre del sótano. Ha vuelto. —¿Lo dices en serio? —¿Quién más podría haberlo roto? Tú no estabas aquí, Mick no estaba aquí. Yo no lo hice... ¿Quién más pudo ser? Tiene que ser él, ¿verdad? —la desafió—. ¿Verdad? —Supongo —dijo ella finalmente. Pero había una duda, un recelo en sus ojos que Gordon nunca había visto antes. Vio la misma duda en los ojos de Mick cuando llegó a casa por la noche. «Muy bien», pensó, «no me creáis»... Supongo que me toca a mí protegeros a vosotros dos, os guste o no. Al día siguiente, Gordon, compró una pistola. Las cortinas de las ventanas, recién compradas, hacían la cocina y el salón aún más oscuros que antes. Linterna en mano, Gordon acechaba silenciosamente en la casa dormida; su otra mano sujetaba con fuerza la pesada pistola gris metida en el bolsillo de su sudadera. El rayo
de la linterna patrullaba delante de él, moviéndose por los muros y los muebles, explorando las sombras donde quién —sabe—qué podría ocultarse. Hasta ahora Gordon habría sorprendido nada más que un pequeño ejército de fantasmales lepisinas blancos que hicieron una convincente simulación de movimiento browniano antes de desaparecer de nuevo en las grietas a lo largo del mostrador de la cocina. Todavía se sentía preparado para cualquier cosa. Excepto quizá el sonido, pocos metros detrás de él, de las tablas del suelo crujiente bajo unas fuertes pisadas. Su garganta se secó tan rápido que pensó que se ahogaba. El frío que corría por él, helándole de dentro a fuera, le golpeó con intensidad; habría vomitado si hubiera tenido fuerza o tiempo. Al dar una torpe media vuelta, golpeó con el codo en el marco de la ventana de la cocina, farfulló una orden incoherente a los pasos que se aproximaban y levantó la linterna en lugar de la pistola. El haz de luz alcanzó a Mick directamente en la cara. —¡Eh!, ¡cuidado con la luz! ¿Quieres? —susurró, levantando una mano contra el resplandor—. Y habla más bajo. Carla lleva horas dormida. —¡Dios! —dijo Gordon con voz ronca. Su mano hizo desaparecer bruscamente la pistola dentro de su bolsillo. Mick nunca sabría lo cerca que había estado de ser liquidado — , Casi me matas del susto. Cuando apareciste detrás de mí... ¡Se me sale el corazón todavía! —y no sólo por la impresión de la súbita aparición de Mick. ¡Dios! ¿Qué habría hecho si le hubiera disparado? Se alegraba de que ni Carla ni Mick supieran de la pistola. —Oí ruidos aquí abajo y pensé que debería averiguar qué eran —dijo Mick—. Reconozco que por un momento casi pensé que podía ser ese coco tuyo, Dimitri. «¿Desde cuándo Dimitri es exclusivamente mi coco?», se preguntó Gordon. Ahora que el pánico y la adrenalina iban cediendo, se sintió un poco irritado por la actitud de Mick. Eh, había montones de cosas que hacer, mejor que preocuparse de proteger la casa de Dimitri. Hacía esto por Mick y también por Carla. —A propósito. ¿Qué estás haciendo aquí abajo, Gordon? ¿Un ataque nocturno de hambre? — «si fuera elegante lo dejaría pasar», pensó Gordon. En cambio, sostuvo la linterna entre ellos de forma que pudo mirar a Mick a los ojos y dijo: —¿Que qué estoy haciendo? Estoy haciendo el trabajo de asegurarme de que ese Dimitri o quien sea que esté compartiendo con nosotros esta casa no nos quite de en medio con algo demasiado terrible, mientras vosotros estáis durmiendo estupendamente. —Lo dices en broma, ¿verdad? ¿Desde cuándo hemos necesitado aquí un guardia de seguridad? —¿Ya no recuerdas el unicornio? —Eso paso hace una semana. De todas formas sólo fue un estúpido accidente. Yo sé por qué estoy aquí, de pie en medio de la noche. Oí un ruido extraño, que resultaste ser tú. ¿Has oído algo... además de a mí? —Todavía no, quiero decir, realmente, no. Pero eso no significa que no tengamos un problema importante. Yo no hice esa guarida en el sótano. ¡Yo estaba allí cuando esa cosa misteriosa me atacó! —Sssshh, más bajo —Mick adoptó un tono más simpático—. Eso fue algo jodido que te pasó la primera noche que llegamos, pero no puedes permitir que eso te vuelva loco. Hemos revisado el sótano varias veces desde entonces y no hemos encontrado rastro de él. El
vagabundo probablemente esté en este momento vendiendo su sangre en Spokane u ocultándose en el sótano de algún otro. —El unicornio... Mick miró de cerca a Gordon por encima de la brillante lente de aumento de la linterna. Al sentirse inexplicablemente expuesto, Gordon estuvo tentado de apagar la luz. —¿Cuánto tiempo hace que estás haciendo esta especie de patrulla nocturna? —Desde el viernes pasado, dentro y fuera. —Apostaría que mayormente dentro. Pareces un demonio, Gordon. —Muchísimas gracias. —No, en serio. Estás alterado, tienes bolsas debajo de los ojos... Mira, ¿te he contado alguna vez lo que le pasó a mi hermano? —¿Qué le pasó? Mick se inclinó contra la pared más cercana; Gordon confió en que no fuera una historia larga. Le estaba empezando a doler de nuevo la cabeza. —Mi hermano mayor, James, se gana la vida conduciendo camiones. Trayectos de larga distancia. A veces tiene que conducir durante días, durmiendo poco o nada. Me contó que después de un tiempo, en los viajes verdaderamente largos, comienza a tener alucinaciones. Dice que ve gente, sobre todo amigos y familiares, que están en el medio de la carretera. Los atropella. —Maravilloso —Gordon bostezó—. Pero además de darme serios consejos sobre la conducción en carretera, por lo menos cuando tu hermano está en ella, no estoy seguro de que esto tenga que ver con el tema Dimitri. —La moraleja es que —dijo Mick, con demasiado énfasis— la falta de sueño es algo terrible. Así os maten en la cama, pensó Gordon. Sin embargo, al día siguiente, en clase, tuvo que admitir que estaba agotado. Se sentía flojo, torpe, le escocían los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero siempre que los cerraba, sólo un segundo, parecía estar perdiendo minutos cada vez. El «laboratorio» de ese día, que consistía en estar sentado en la oscuridad durante una proyección de la versión muda de El fantasma de la Ópera, sin acompañamiento musical, no le hizo más fácil permanecer despierto. Cuando se durmió durante la Máscara de la Muerte Roja (¡su parte favorita!) y se despabiló bruscamente a tiempo de descubrir muerto al Fantasma y a los amantes volviéndose a juntar, y las luces se encendieron en la sala de conferencias, decidió tomarse el día. Qué desgracia no poder dormir en el recorrido hasta la casa. A sólo unas pocas semanas de la primavera, Bellingham permanecía frío y desagradable. El nocivo olor de la fábrica de papel del puerto impregnaba el aire, dejándole mal sabor de boca. Su ojo derecho empezó a latir, signo inequívoco de la migraña que se avecinaba. Con las manos encogidas dentro de las mangas de la chaqueta, se tambaleó colina abajo, hacia los Estados Alterados. La ruinosa casa, con su patio lleno de hierbajos parduzcos y moribundos, nunca había tenido un aspecto acogedor. Cuando se está tan desconsolado, no hay un sitio como el hogar. La fatiga le dejó sin fuerzas y se le cayeron las llaves tres veces antes de conseguir abrir la puerta de la casa. La cerró silenciosamente tras él, demasiado exhausto para cerrarla con más
ruido o con más entusiasmo. Se hizo la promesa de estar inconsciente a los cinco segundos de meterse en la cama. Pero, lo primero, un par de aspirinas. Consiguió las pastillas en el cuarto de baño y se deslizó lentamente a la cocina para coger un vaso de agua. Pero cuando descubrió la puerta del sótano, sus ojos doloridos y enrojecidos se abrieron como no lo habían hecho en todo el día. La puerta que daba a lo de Dimitri estaba descerrajada y sujeta con un ladrillo. ¡Oh, Dios, otra vez, no! Pensó llamar, pero no había ningún motivo para alertar al intruso hasta que él, Gordon, estuviera bien y en condiciones. Despejándose de los zapatos, subió de puntillas las escaleras todo lo rápido que pudo y cogió la pistola de la caja de zapatos en el fondo de su armario. Después inspeccionó las habitaciones de Mick y de Carla. No estaban en casa y pensó que seguramente era preferible que no estuvieran. Gordon volvió a la cocina y se aproximó a la puerta medio abierta. Poco a poco la abrió del todo, hasta que pudo observar la longitud completa de las escaleras. Las luces del sótano estaban apagadas, pero un resplandor rojo y difuso salía del interior de la bodega, precisamente en la zona de su vista. Llamas, fuego, puños, caídas y dolor. Gordon descendió los escalones. A mitad de camino escuchó una serie de gemidos roncos, ahogados. Como un fantasma ruidoso. O un compañero de casa angustiado. Maldito reestreno, Batman: aquí estamos de nuevo. Sin embargo, esta vez iba armado y era peligroso. La pistola que llevaba en la mano era el centro de su ser, como si estuviera sosteniendo su corazón y no una pistola cargada. Puso un dedo en el gatillo y sintió que sus venas latían bajo la piel. El rabioso martilleo dentro de su cráneo acudía una y otra vez hasta que sintió náuseas. Temblando a pesar del consuelo de la pistola, rodeó con sigilo la esquina al pie de la escalera y miró el cuadro que había delante. __ La difusa y danzarina luz provenía de la otra vela de Carla: un Santa Claus de cera en miniatura en lo alto de una pila de cartones, en el rincón del fondo del sótano. La luz de la vela brillaba sobre las sábanas nuevas de color negro que cubrían ahora el colchón de Dimitri. Gordon se dio cuenta de que una botella vacía de desinfectante yacía abandonada en un rincón. Mick estaba acostado boca arriba en el colchón, con la cabeza hacia el horno, situado en la pared de enfrente. Estaba desnudo, a excepción de un antifaz de seda negro en los ojos. Tenía los brazos plegados bajo el cuerpo, casi ocultos a la vista, como si los tuviera atados a la espalda. Carla estaba sentada a horcajadas sobre sus piernas, de espaldas a Gordon. Su exuberante cabello rojo caído sobre los hombros, tan blancos, desnudos y suaves como su espalda y sus nalgas. Sus dedos frotaban la erección er ección de Mick y tímidamente deambulaban por p or su robusto pecho, alrededor de sus pezones, a lo largo de sus costillas y luego bajaban para enredarse el pelo castaño de sus testículos. Las venas del cuello y de los bíceps de Mick sobresalían cuando se movía y gemía debajo de ella. Lo sabía, pensó Gordon. No, no es verdad. No sabía nada. El cuerpo desnudo de Carla era más perturbador incluso de lo que había imaginado. Ella sujetaba el torso de Mick con ambas manos y se reía de una forma que le provocaba y le torturaba al mismo tiempo: —Al final, buen señor. ¡Te tengo en mi poder! ¿Qué tal, gentil caballero, en esta mazmorra