PAUL WATZLAWICK
LO MALO DE LO BUENO o LAS SOLUCIONES DE HÉCATE
EDITORIAL HERDER BARCELONA
Versión castellana de
PAUL WATZLAWICK,
XAVIER MOLL
, de la obra de
Vom Schlehten des Guten oder Hekates Lösungen,
R. Piper & Co. Verlag, Mumch-Zurich 1986
Cuarta edición 1995
Índice Prólogo La confianza es el mayor enemigo de los
© 1986
©
Paul Watzlawick
1987 Editorial
HerderS.A., Barcelona
ISBN 84-254-1596-
ES
mortales Dos veces lo mism o es el dobl e de buen o Lo malo de lo bu en o Lo tercero que está (supue stame nte) excluido ¿Una «rea cción en cad ena » del bien? Jueg os de sum as a no cero Un bonito mu nd o digitaliz ado Sé exactamente lo que piensa s Desor den y orde n Huma nida d, divinidad, bestialidad Triste dom ing o ¿Es esto lo qu e bus co? índi ce biblio gráfic o
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PROPIEDAD
DEPÓSITO LEGAL: LLBERGRAF S.L. -
B. 42
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.333-1995
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Prólogo Querido lector: Hay ciertas soluciones que todavía no tienen un nombre apropiado y que quizás podrían llamarse soluciones clarifinantes. Esta palabra no es ninguna falta de im prenta, sino el intento de reunir dos con ceptos en un solo término: todo el mundo sabe lo que es una solución clara. En cam bio, sólo nosotros, los europeos más vie jos, sabemos aún lo que se quería decir con el término horripilante de solución fi nal*. Así, pues, una solución clarifinante sería una combinación de los dos concep tos, esto es, una solución que no sólo eli mina el problema, sino también todo lo que está relacionado con él; algo así como * Solución final ¡Endlösung]. usado en Alem los nazis para significar su proEufem gra maismo de exte rmi nac ión deania los por ju díos (n.d.t.).
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lo que se dice en el chiste conocido: la operación ha sido un éxito, el paciente ha muerto. Sólo el término es nuevo; la hybris que se quiere significar con él, se conoce des de tiempos inmemoriales. Séame permiti do perfilar este concepto a partir de la tra gedia Macbeth. Gomparado con el carácter profundo y enigmático de muchos personajes de la obra de Shakespeare, el papel de las tres brujas en Macbeth parece ser claro hasta un cier to punto. Su je fa , la diosa tene bro sa del destino, Hécate, les dio el encargo de provocar la caída de Macbeth profetizán dole un futuro grandioso, que Macbeth cr ey ócon consus muansias cho gusto, pu es estaba muy tono ilimitadas de poder. Al a intentar poner en práctica la profecía, Macbeth se hunde sin remedio. Por qué Hécate tuvo interés en la caída de Macbeth (y, como veremos, de muchos otros seres humanos), no se puede averi guar por mucho que queramos. Sobre el hecho de que Hécate desea su caída y que al fin lo consigue, Shakespeare no deja ningún lugar a dudas. Cómo Hécate esce nifica esta solución clarifinante, será el te8
ma del rela to de tallado q ue sigue, y que no sólo se refiere a Macbeth,más sinoactuales. también a muchos otros incidentes En el cas o de que Usted, que rid o lector, todavía no lo sepa, las actividades subver sivas del club de Hécate no se limitan en modo alguno a lo que experimentó Mac beth en el siglo XI; Hécate y sus satélites son más bien con la diferen cia notable deatemporales, que hoy, nueve siglos más tarde, disponen de unas técnicas infinita mente más finas. Pero su principio funda mental ya se puede derivar del caso Macbeth. ¿De qué le sirve a Hécate que las bru jas hayan llevado a Macbeth hasta uno pun to en q ue ya no tendrí a ningún sen tid una conversión («He ido tan lejos en el lago de la sangre , qu e, si no avanzara más, el ret ro ce de r sería tan difícil c omo el ganar la otra orilla»)? En «la extraña ilusión» que se ha «forjado» le atormenta «un miedo novel que desaparecerá con la práctica» por lo tanto, la preparación para su(III/4); caída es deficiente y podría todavía salirse del embrollo. Hécate se siente postergada por sus subalternas y por es to se ve obligad a a tomar las riendas:
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«¿No tengo razón, brujas como sois, insolentes y audaces? ¿Cómo habéis osa do comerciar y traficar con Macbeth en enigmas y asuntos de muerte, y yo, la dueña de vuestros encantamientos, el agente secreto de todos los males, nunca he sido llamada a participar o a manifestar la gloria de nuestro arte?»(III/5). ¿Y cómo consigue Hécate que Macbeth no lo piense mejor, que no intente reparar las atrocidades cometidas, y salvar lo que todavía podría salvarse? Ella no lo incita a atreverse más a perpetrar horrores, a con fiar en su suerte y a otras persuasiones ti bias. Más bien da a las brujas el enca rgo de embaucarlo en la seguridad: «Despreciará al hado, se mofará de la muerte y llevará sus esperanzas por enci ma de la sabiduría, la piedad y el temor. Y vosot ras lo sabéis: la confia nza es el mayor enemigo de los mortales» (III/5). Las brujas le vaticinan que puede estar plenamente confiado en esta seguridad mientras no acontezca, primero:
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«¡Sé sanguinario, valiente y atrevido! ¡Búrlate del poder del hombre, pues nin guno dado a luz por mujer puede dañar a Macbeth!» y segund o: «Macbeth no será nunca vencido hasta que el gran bosque de Birnam suba mar chando para combatirle a la alta colina de Dunsinan»(IV/l)*. Gomo las dos condiciones parecen a Macbeth imposibles, éste se siente seguro y dispuest o para perpetrar los crímenes que convengan. Su desgracia es que, sin duda, no muy experto en obstetricia fue asesinado por Macduff que había nacido por operación cesárea, mientras que el ejército enemigo camuflado con ramajes, a semejanza de un bosque avanza hacia el castillo de Dunsinan. Naturalmente, Macbeth no es más que un caso —si bien, quizás, el más famoso— de la práctica de Hécate. Sus tejemanejes remontan a la época dionisíaca de la anti* Las citas de Macbeth están tomadas de la versión castellana de Luis Astrana Marín.
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güedad, y, en el sentido contrario, yo mis mo he conocido toda una serie de casos esencialmente nuevos en los que Hécate aplicó sus soluciones clarifínantes para traer la desgracia al mundo. Un estudio detallado de estos casos, que me ha costa do muchos años, me pone en condiciones de dar indicaciones concretas sobre sus tácticas específicas. Hay dos puntos que advertir en este contexto: ya se entiende
Jedermann (un hombre cualquiera), pero,
por desgracia, Hugo von Hofmannsthal ya lo usó primero. Para que no se nos acuse de plagio, le llamaremos simplemente «nuestro hombre».
que elen secreto profesional me impone re serva nombrar las fuentes de mi infor mación; por este motivo todos los nom bres de pe rsonas y lugares los he modifi ca do sin excepción. El segundo se refiere a que Hécate hoy ya no sale con tres brazos, rodeada de perros que ladran, señora de apariciones de espectros y embrujos. La verdad es que hoy día vive en una torre lujosa en la costa mediterránea que desde fuera tiene un aspecto tan poco desastroso como sus métodos que aprovechan con quistas aparentemente inofensivas y gene rales de la vida moderna. Empezaré este libro con lavolv descripción de un caso y luego, al final, eré de nue vo sobre el mismo. El nombre fingido más acertado para nuestro protagonista sería 12
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La confianza es el mayor enemigo de los mortales Había una vez un ho mb re que vi vía feliz y satisfecho, hasta que un día, quizás por curiosidad vana, quizás por pura impru dencia, se planteó la pregunta de si la vida tenía sus propias normas. Con esto no se refería al hecho evidente de que en todo el mundo hay códigos de leyes, de que en al gunas regiones eructar después de la co mida se tiene por mala educación y en otras por un cumplido al ama de casa o de que no hay que garrapatear inscripciones obscenas en la pared, si uno no sabe las reglas de ortografía. No, no se trataba de esto; no le importaban mucho estas nor mas hechas por los hombres y para los hombres. Lo que de verdad nuestro hombre aho ra quería saber era la respuesta a la pre gunta sobre si la vida, independientemen15
te de nosotros, los mortales, tiene su nor mativa propia. Mejor le hubiera sido no dar con esta pregunta funesta, pues con ella se arruinó su felicidad y satisfacción. Le pasó algo muy parecido a lo del famoso ciempiés, al que la cucaracha preguntó inocentemen te, cómo conseguía mover a la vez tantas piernas con tanta elegancia y armonía. El ciempiés reflexionó sobre el asunto, y des de aquel momento fue incapaz de dar un
no podía ser más que sí o no. Si fuera que no... en este punto nuestro hombre ya se quedaba atascado. ¿Es posible un mundo sin normas, una vida sin orden? Y si esto es así, ¿có mo había vivido hasta aho ra, se gún qué principios había tomado sus deci siones? En este caso la seguridad apacible de su vida pasada y de sus acciones había sido absurda e ilusoria. Por decirlo así, ahora había comido del fruto del árbol del conocimiento, pero sólo para darse cuenta
pasoDicho más. de un modo menos trivial, a nuestro hombre le pasó como a san Pedro que saltó de la barca para ir hacia Cristo que caminaba sobre las aguas, hasta que de repente se le ocurrió que este suceso milagroso era imposible y de súbito se hundió en las aguas y poco le faltó para ahogarse. (Es de todos con oci do que con frecuencia los pescadores y los marineros no saben nadar.) Nuestro hombre era un pensador co rrecto —esto ya era una parte de su pro blema—. Por esto se decía que el proble ma del orden en el mundo era al mismo tiemp o el problema de su segur idad ( de la del m undo y de la suya ), y que la respuesta
de su falta Y de en Genezavez de hundirse ende lasconocimiento. aguas del lago ret se precipitó en aquel tabuco desde el que ya el antiprotagonista de Dostoievski pronunció sus invectivas interminables contra el mundo luminoso de arriba:
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«Señore s míos: les jur o que saber de masiado es una enferm edad, una verd ade ra y auténtic a enf erm eda d. [...] Pues el fru to directo, normal, inmediato del conoci miento es la pereza, esto e s, el cruzarse de manos adrede.» No, nuestro hombre no quería conver tirse en un individuo de tabuco. Quizás los pesimistas se inclinarían por pensar que 17
todavía no lo era, pues todavía quería lle gar al fondo de las cosas. Gomo de antema no no podía admitir el no como respuesta a su pregunta, se puso a buscar argumen tos a favor del sí. Para estar seguro del to do, quiso escuchar este sí de boca de la autoridad más competente, es decir, de un representante de la reina de las ciencias.
ido! Aquí no podemos reproducir el diálo go en toda su extensión; desaconseja que lo hagamos el simple hecho de que aquel matemático, como la mayoría de los repre sentantes de aquella ciencia cristalina, pensaba hablar en los términos más sim ples y evidentes, sin darse cuenta de que nuestro hombre no le entendía nada. Va rias veces interrumpió cortésmente el hombre al erudito y le dijo que lo que a él le interesaba no era demostrar que hay una multitud infinita de números primos, sino más bien de saber si las matemáticas ofrecen reglas claras e inequívocas para
ta creyó haber entendido finalmente lo que pretendía su visitante. Evidentemente, respondió el científico, hay un capítulo en el campo de las matemáticas que tiene respuestas claras para estas cuestiones, esto es, la teoría de la probabilidad y la ciencia de la estadística que se funda en ella. Así, por ejemplo, sobre la base de investigaciones llevadas a cabo a lo largo de decenios se puede afirmar con una pro babilidad que linda con la seguridad que el uso del avión es un medio de transporte completamente seguro para un 99.92% de los pasajeros, pero, en cambio, que un 0.08% mueren de acci dent e. Guando nues tro hombre insinuó que quería saber a cuál de estos porcentajes pertenecía él personalmente, el matemático perdió la paciencia y lo puso de patitas en la calle. No hay motivo de explicar ahora el ca mino de amargura largo y valioso que l levó a nuestro hombre a pasar por las estacio nes de la filosofía, lógica, sociología, teolo gía, algunos cultos y otras explicaciones del mundo de segunda categoría. El resul
unas vitales decisiones correctas los predecir proble mas o leyes segurasen para los acontecimientos futuros. El especialis-
tado siempre fue esencialmente el mismo que el del diálogo con el matemático: siempre parecía que cada una de estas
Así, pues, nuestro hombre fue a ver a un matemático. ¡Más le valiera no haber
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ciencias tenía la solución verdadera, pero siempre salía inesperadamente algún inconveniente o alguna complicación que, cuando parecía que la seguridad ya estaba al alcance de la mano, la alejaba a gran distancia, por ejemplo, hasta el fin del tiempo, hasta la consecución de algún de terminado estado de espíritu extraordina rio o hasta llegar a unas condiciones que, por desgracia, sólo tenían validez, cuando de hecho ocurrían.
Precisamente eran estas medidas lo que llamaban la atención de los otros, pues se trataba ciertamente de ocurrencias extra ñas. Sería inútil describirlo ahora con de talle. En general eran modos determina dos de conducta que se distinguían de los actos supersticiosos únicamente en el punto de que éstos, como veremos en se guida, no son del todo eficaces en deste rrar el suceso temido, en cambio, estos
El efecto sólido de esta búsqueda de certeza fue únicamente algo que llamó me nos la atención de nuestro hombre que de sus semejantes. Si antes, como ya hemos dicho, había vivido con confianza ciega e inocencia infantil, ahora estaba poseído por la seguridad. Algunas vec es llegaba in cluso a preguntarse cómo había sido posi ble vivir tanto tiempo seguro y satisfecho, cuando no se le ocurría nunca pensar so bre la seguridad y la certeza; cómo era po sible sentirse ahora siempre más inseguro, cuando, además de sus investigaciones, tomaba medidas concretas de seguridad para desterrar los peligros que se podían constatar siempre con mayor frecuencia.
modos de elconducta siempre que y ensetodo ca so tienen efecto protector espera de ellos . La seguridad absoluta resid e en el hecho de que el peligro que se quiere evi tar no existe; por ejemplo, el peligro de malaria en Groenlandia o, como se dice en un chiste conocido, conseguir que los ele fantes salvajes se hagan invisibles en los bosques europeos palmoteando regular mente. Naturalmente sólo se evita con esto un peligro que seguramente no amenaza mucho. Piénsese en los muchos peligros contra los que sus precauciones no le pro tegieron. Y no sólo esto; nuestro hombre tuvo que comprobar que sus semejan tes empezaron a comportarse con él de un modo progresivamente problemático, cuanto más contribuía a la seguridad ge-
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neral del mundo. Los ciudadanos evitaban encontrarse con él en la calle, las mamas alejaban de él a sus niños, a su espalda se burlaba y cuchicheaba. Esto le molestaba, aumentaba su inseguridad y le sugería que por su parte tenía que protegerse contra esas gentes. Cuanto más se guardaba, tan to más creía tener que guardarse. Pero la vida de nuestro hombre se hizo cada vez más peligrosa también en el te
de pone r otra vez el mundo en orden, d eci dió no tomar el autobús aquel día, sino ir al trabajo a pie. Ir a pie es sin duda más seguro que ir en coche, pero, como se sa be, cada paso 13 es peligroso, no hable mos de cada peldaño 13 de una escalera. Pero al querer saltar este peldaño en un paso subterráneo para peatones, tropezó y se excorió la rodilla. Así, pues, el horósco po había tenido razón. Nuestro hombre
rrenopor en ejemplo, el que noempezó intervenía la otra aten gente. Así, a prestar ción al horóscopo de los periódicos. Sus predicciones buenas o felices se cumplían o no se cumplían. Si no se cumplían, se sentía frustrado, pero ell o no repr esentaba ningún peligro especial. En cambio, los pronóst icos de amenazas en cierta manera parecían ser más dignos de crédito. Así, por ejemplo, leyó una mañana, durante el desayuno, que aquel día se aconsejaba ser particularmente prudente, pues los naci dos bajo su signo del Zodíaco (unos 350 millones) estaban amenazados por algún accidente. En un primer momento se es pantó tanto que vertió el café sobre la me sa. Pero, c om o le pareció que verter el café no bastaba para un accidente serio, a fin
ejercía un ofic ioclasico-humanística. técni co y por esto noNo tenía una formación se había sometido tampoco todavía a ningún psicoanálisis. Por este motivo no tenía no ticia de haber tenido un antepasado famo so: el rey Edipo, a cuyos padres, como se sabe, el oráculo profetizó que mataría al padre y se casaría con la madre. Todo lo que los padres y el mismo Edipo empren dían para huir de esta maldición, les lleva ba inevitablemente al cumplimiento del oráculo. (Naturalmente nos resulta muy fácil decir a posteriori que los padres ha brían podido evitar toda la desgracia, si hubiesen hecho las narices a la pitonisa.) Volvamos a nuestro hombre. Los años pasaron, pero no su problema. Su proble ma se hizo cada vez más sutil y dominante,
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en cierto sentido también más respetable. Ya no se trataba simplemente de una segu ridad vulgar, sino de una postura más am plia frente al mundo y a la vida; su anhelo sólo se designaba con conceptos tan ambi guos, como felicidad, armonía, afinación, solución; o era un anhelo que en momen tos extraños le hacía experimentar una emoción incomprensible escuchando mú sica o en ocasiones aparentemente trivia les. En este punto dejamos provisional mente a nuestro hombre, para volver so bre él al final del libro. Para compr ender lo mejor, tenemos primero que investigan una serie de soluciones clarifínantes.
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Dos veces lo mismo es el doble de bueno «El Dr. Xylmurbafi entiende realmente en su materia», el señor Ipocon con satis facción a sudijo mujer. «Hace solamente un día que tomo este medicamento y ya me encuentro mucho mejor.» Tenía motivos para alegrarse, pues sus médicos no ha bían conseguido hasta entonces curar sus males. Y ¿quién va a extrañarse de que mi rara con impaciencia su curación iniciada e intentara acelerarla? Lo que no resulta tan claro es que así se convirtió en una víctima condescendiente una de las suges tiones más triviales y rancias de Hécate, esto es, de la convicción de que más de lo mismo tenía que ser mejor. Así, pues, to mó el doble de dosis del medicamento y tuvo que ser ingresado el ju eve s pasado en el hospital municipal con síntomas de intoxicación. 25
Bueno ¿y qué?, preguntará el lector, ¿es esto tan digno de mención? Habría que responder que es precisamente esta postura la que nos priva de ver este peli gro. Por lo que hace a un medicamento, la mayoría de nosotros seguramente nos comportaremos con más sensatez que el señor Ipocon. Pero en otros campos de la vida ya no es igual, y muchos de los que practican el ofico de solucionar los proble mastrata de losdeotros, saben de que sobra; perose se una losabiduría sólo aprende con el fracaso. Tome mos el ejemplo de la manía de la ampliación. ¿Acaso no es muy lógico, si una vez hallada una solución y repetida mente probada, que ésta, debidamente multiplicada, se aplique para solucionar problemas siempre mayores? Cien veces es igual a cien veces, pero esto es sólo así en las matemáticas puras. La artimaña que Hécate ha incorporado a estas situa cion es y que lleva a los contratiemp os más inesperados, consiste en hacer pasar en el momento más decisivo las cosas del ámbi to de la cantidad al de la cualidad y hacer que este paso llegue cuando el sentido co mún menos lo espera. 26
Comer cada día pasteles hace que uno se harte de los pasteles; esto salta a la vis ta. El más profano entiend e que el vano de un puente tiene un límite máximo. Llega un punto que ya es just ament e demasia do, trátese de lo que se trate. Demasiado es demasiado, dice la gente. Pero, pregun tará alguno, ¿qué tiene esto que ver con la cualidad, esto es, con «lo distinto»? Unos ejemplos nos darán la respuesta: Muchas empresas grandes que no se contentan con producir mercancías que ya se hallan en el merc ado, sino que tam bién tratan de desarrollar unos productos nuevos o mejores y por esto también se dedican a la investigación, dan monótona mente unas vu eltas que se repiten siem pre igual y que tienen que ve r con este pro ble ma de la ingenuidad del querer aumentar las cosas. Con frecuencia pasa esto así: los científicos de la sección de investigación y desarrollo, después de un trabajo largo y costoso, han construido el prototipo de un nuevo producto fabuloso, lo han examina do detenidamente y ufanos lo pasan a los ingenieros de la sección de producción pa ra que emprendan su producción masiva. Pero en manos de los que trabajan en la 27
producción se delata que el nuevo produc to es sumamente defectuoso e inseguro. Y aquí empiezan las dos seccio nes a hacerse la guerra: «Realmente no es pedir dema siado coger este compensador paralelo macro -micr o, q ue funcio na a las mil mara villas, tal como lo tenéis sobre la mesa y traducirlo exactamente en una producción masiva», dicen los investigadores. «A las mil maravillas quizás funciona dentro de vuestras cabezas sabiondas, p ero no es así en el mundo real; aquí tenéis los 500 pri meros ejemplares construidos exactamen te según vuestro modelo, y no sirven más que para echar a la basura», protestan los de la producción. Lo divertido de la situa ción para Hécate es que ambos partidos tienen razón y a la vez no la tienen. L os 500 compensadores no sólo son más que el uno srcinal, sino distintos. En uno de es tos casos, por ejemplo, se vió que los in vestigadores para producir una emulsión determinada se habían servido de un cen trifugador pequeño de laboratorio, los ingenieros, en cambio, para hacer lo mis
consistencia que la mezcla del centrifuga dor. Una empresa como ésta quizás inten ta, como solución clarifinante, salvar lo salvable y permu ta la producción de co mpen sadores por otra de pastas alimenticias. ¿Es todo esto demasiado teórico y de masiado poco convincente? Está bien. Ahí van dos casos más: Es considerablemente menos rentable transportar una cantidad determinada de petróleo en dos barcos cisternas pequeños que en uno con doble capacidad de carga. Así, el doble o, si se quiere, el quíntuplo del tonelaje se convierte en una solución evidente del tipo «más de lo mis mo». Pero, ante la consternación de los especialistas, «más de lo mismo» demuestra que no es «lo mismo»: a partir de un determinado desplazamiento, estos gigantes proceden de un modo distinto, es decir, son más im previsibles que sus antecesores más pe queños. Una serie de catástrofes de petro leros en los últimos decenios acaecidos en plena luz del día y en aguas tranquilas, se han de atribuir a la terquedad de estos bu
mo habían construido una mezcladora cú bica gigantesca para el amasado. Lo que salía de este depósito, no tenía la misma
ques. Además tienen una tendencia ex traña a explotar en el mome nto más insos pechado, es decir, cuando se dirigen sin
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carga a los puertos petroleros, y la tripula ción se dedica a lavar estos depósitos gi gantescos con agua del mar. El segundo caso es todavía más ins tructivo. Para proteger los enormes cohe tes interplanetarios, antes de su despegue, de influencias meteorológicas, principal mente de la lluvia y de los rayos, las auto ridades americanas para la astronáutica decidieron construir un hangar con las proporciones del caso. No es ninguna novedad edificar hangares; es algo que co nocemos desde hace muchos años. Así, pues, se pusieron tan campantes, manos a la obra, a multiplicar por diez los planos del hangar más grande construido hasta el momento. Gomo ya menciona John Gall en su libro sumamente interesante Systemantics [4]*, se comprobó, seguramente otra vez para estupor de los expertos, que un espacio vacío de esta magnitud (se tra ta del edificio más grande del mundo) tie ne su propio clima interior, es decir, nu bes, lluvia y descargas de electricidad estática; precisamente produce, pues, aquello de lo que se pretendía proteger. * Los números que van entre corchetes remiten al índice biblio gráfico al final del libro.
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Una solución clarifinante en el fondo idéntica se produjo en el caso del matri monio Machin del departamento francés del los Alpes Marítimos, lo que demuestra, que la solución funciona no sólo en los ca sos sonados, sino también en los pe queños y modestos. El matrimonio no de seaba nada con más ardor que a un niño, pero los años pasaban y su deseo conti nuaba sin cumplirse. Guando ya habián perdido esperanza, se yrealizó milagro; la mujerlaquedó encinta parió el finalmente un niñito. Los dos tuvieron una alegría indescriptible y quisieron que el nombre del niño la expresara permanentemente. Después de mucho buscar, al fin se pusie ron de acuerdo en llamarle Formidable. Pero, co mo pronto se demostró, este no m bre extravagante era aún más desafortuna do, pues el niño se quedó pequeño y flaco, lo que, también de adulto, le valió ser el blanco de burlas insípidas que se referían siemp re a la contradi cción que había entre su nombre y su constitución física. Monsieur Machin sufrió pacientemente esta cruz durante toda su vida; per o cuando ya cía en el lecho de muerte, dijo a su mujer: «Toda mi vida he tenido que resignarme a 31
este nombre estúpido; ahora no quiero que éste se perpetúe todavía en mi lápida. Escribe lo que quieras, pero no menciones mi nombre de pila.» La mujer lo prometió; el homb re se mur ió; y co mo su vida de ma trimonio había sido realmente armoniosa y pacífica, después de mucho pensar, la mujer encargó una lápida con la siguiente inscripción: «Aquí yace un hombre que siempre amó y permaneció fiel a su espo sa.» Y todos lo s que pasaban y leían el epi tafio, decían: «Tiens, c'est formidable!» Quien haya experimentado alguna vez en su propia carne las vicisitudes impre vistas e imprevisibles de algún intento de solución en el sentido de la problemática del «más de lo mismo», fácilmente sacará la falsa conclusión y caerá de bruces en otra solución clarifínante que parece ser exactamente lo contrario de lo que acaba mos de escribir. Será el tema del capítulo siguiente.
Lo malo de lo bueno Si algo es malo, su contrario será bue no. Esto par ece ser todavía más lógico que confiar en que dos veces lo mismo sea el doble de bueno. Según dicen, no se sabe con certeza quién fue el primero en el mundo en te ner la idea, per o los filósofos y los historiadores de la religión se inclinan a echarle el mochuelo a Mani. Mani (21627 6), com o se sabe, fue el fundador de una religión gnóstica universal, el maniqueísmo, cuya difusión fue tan rápida y espec tacular que por un tiempo casi llegó a suplantar al cristianismo. Defendía un dualismo radical, una oposición irreconci liable entre luz y tinieblas, espíritu y mate ria, Dios una oposición sólo puede sery Satanás; salvada mediante una que victoria absoluta del bien. De todos modos es dis cutible que nuestros antepasados tuviesen
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que esperar la llegada de Mani, para sepa rar el mundo en pares opuestos. Al fin y al cabo Adán y Eva, muchos años antes de Mani, ya comieron el fruto del árbol llama do del conocimiento y así aprendieron a distingu ir el bien del mal; y además par ece que incluso los animales se adaptan muy bien a esta f ilosofía: c ome r es bueno, tener hambre es malo, ser comido lo es mucho más. Así es el mundo, y para entender es
niñez estuvo particularmente libre de si tuaciones desagradables, renuncias y de sengaños, y nunca nadie le exigió demasia dos esfuerzos. Tenía, por tanto, una prepa ración pésima para afrontar lo que le esperaba, cu ando abandonó la casa de sus padres. La calamidad que le sobrevino re cuerda la expulsión bíblica de nuestros primeros padres del paraíso. También él descubrió entonces que nuestro mundo se
to, no se necesita ser filósofo. Clarísimo, ¿no es verdad? Por desgracia o por suerte, según los gustos de cada uno, no es esto tan fácil como parece. Y para examinarlo con deta lle, vamos a repasar ante los ojos las peri pecias de la vida de un hombre, que sólo en apariencia es invención nuestra; de un hombre que intentó vivir en serio de acuerdo con la filosofía de las alternativas. Digo que no es «invención nuestra», pues el lector recordará en seguida los nombres de muchos personajes de todos los tiem pos y latitudes. Le lla maremos por el nom bre exótico de I de Olog. No hay mucho que narrar de los años tempranos de Olog, si no es que fue un niño sensible, a pesar de que (o quizás precisamente porque) su
repartía en un lado bueno y otro de malo. Lo que le distinguía esencialmente nues tros primeros padres era que, según la información que tenemos, Adán y Eva se resignaron de alguna manera a la nueva situación, en cambio, el joven Olog estaba indignado de que de repente el m undo que estaba a su alrededor no cumpliese para con él sus obligaciones evidentes. El mun do estaba desquiciado, y, a diferencia de Hamlet, se encariñó con la idea de pensar que había nacido para poner el mundo de nuevo en orden. Pero así se colocaba a sí mismo en la lista de los candidatos de las brujas. Pues, de la misma manera que los agentes de los servicios secretos siempre están al acecho de borrachos, desfalcadores de bancos y
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mujeriegos, que fácilmente se dejan poner en apuros, Hécate y sus comparsas sien ten una cierta predilección por los hom bres que, no sólo quieren arreglar el mun do, sino, de ser posible, hacerlo feliz. «El jo ven Olog es realmente un jov en que promete», dijo la bruja que le estaba observando desde hacía tiempo. «Ima ginaos que hoy tuvo un ataque de furia, porque en la oficina de correos se le dijo con malos modos que hiciese el favor de ponerse a la cola como los otros. Ahora está en casa y no logra recuperarse de la reacción.» «¡Aja!, me gustan los reactores, sobre todo los rápidos», dijo la bruja segunda, «con ellos se adelanta que es un primor.» Hécate se interesó por el caso y dejó que se le hicieran propuestas. Al fin se pusieron de acuerdo en ir paso por paso. He aquí, en resumen, su desarrollo y re sultado. Por primera providencia se infundió en Olog la certeza indiscutible de que su vi
pantalla de televisión y quedaba fuera de su alcance el reconocimiento sobrio de que las soluciones geniales que aparecen frescas y lozanas en Oriente, inevitable mente ya habían desaparecido hace al me nos 40 años debajo del horizonte occiden tal, ya que se comprobaron inútiles, y las había engullido la alcantarilla de las ideas. El segundo paso consiguió un resultado casi instantáneo. Le asaltó a Olog la pre gunta, por qué sólo él veía tan claro los males del mundo, mientras los otros vege taban apáticos y resignados con la situa ción. Sin duda algún poder tenebroso andaba suelto en el asunto y... Un mo men to, po r favor. Sí, ya lo teng o: un p ode r tene broso que mistificaba la humanidad. Y ahora el fenómeno tenía un nombre y, co mo tenía un nombre, era un fenómeno real cuya existencia se podía comprobar. ¿O es que acaso piensa Usted que hay nombres sin las cosas correspondientes que deno minan? ¿Nombres sin sustancia, como los angelitos de las pinturas barrocas, que só
sión del mundo era la única acertada. No fue difícil conseguirlo, pues el horizonte intelectual de nuestro personaje tenía aproximadamente las dimensiones de una
lo tienen una cabeza y dos alitas, pero sin cuerpo? ¡En modo alguno!, el descubri miento de un nombre es el descubrimien to de una cosa. Si no fuera así, mal nos iría.
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¿Qué haríamos, si no, sin éter, sin flogisto, sin radiación terrestre, sin influjos de los planetas, sin esquizofrenia, frenología, caracteriología, numerología? ¿Y cree Usted que fue una pura casualidad, si al fin el nombre y apellido de nuestro héroe se fu sionaron en el concepto de ideología? Pe ro ahora ya nos adelantamos a los aconte cimientos. ¿Quién mistifica? Sin duda, sólo aquel que tiene interés en abandonar las masas con su resignación apática a la imperfec ción de este mundo . Esto es, gente que po ne obstáculos a la marcha de la humani dad hacia el paraíso terrenal. ¿Quién obra así y dónde se le puede encontrar? Gomo se sabe, es difícil encontrar a alguien, si no se tiene la menor idea de su paradero. Por esto le pareció a Olog que era mucho más sencillo ir directamente a la gente, movili zarla, abrirle los ojos a la verdad. Ya ve Usted de qué manera Olog dominaba el arte de pensar en pares de opuestos: ver dadero y falso, feliz e infeliz, activo y pasi
el bien y la felicidad y lo quería para todos, también para aquellos que todavía no lo habían comprendido. Pero con esto había llegado al punto a partir del cual el des arrollo ulterior de las cosas toman su pro pia dinámica, de manera que entre Olog y Macbeth ya no había ninguna diferencia digna de consideración. Naturalmente Olog (todavía) no se abría paso en medio de sangre, mientras que Macbeth, al pare cer, no tenía convicción alguna de haber sido «elegido»: Macbeth no era ningún ideólogo, sino «s ólo » un tira no hambriento de poder y seguridad. Pero, ¿cómo es posible que Olog llega ra tan lejos en su convicción de tener una misión que cumplir en este mundo que hasta colocó una bomba con un mecanis mo de relojería en el restaurante repleto de gente de una estación de tren y que al explotar causó varios muertos y muchos heridos? En este punto es pre ciso que incluya en mis consideraciones un elemento que has
vo, libre y esclavo y, sobre todo, bueno y malo. Que no se me interpret e mal, por favor: Olog era un simple iluso; quería conseguir
ta ahora no había mencionado para nada. Puede que el lector tenga la impresión de que Hécate administra sus tenebrosas so luciones clarifinantes a un mundo desam-
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parado e indefenso que recapacita sobre sus propias catástrofes, cuando ya es de masiado tarde. (En El hombre honrado y los incendiarios, Max Frisch llama a esto «estupidez, ahora inextinguible, se torna en destino».) Hay individuos que se las arreglan para ver las cartas que juega Hé cate y que intentan desbaratar su ju eg o. En el curso de mis info rmes sobre casos ya vamos a conocer muchos de estos lobos con pieles de ovejas. Uno de ellos, por ejemplo, es Hermann Lübbe que identificó el mecanismo por el que uno se autoriza a sí mismo a hacer uso de la violencia [10]Él nos hace más comprensible el acto te rrorista de Olog que era por amor a la hu manidad. En efecto, el que primero se siente «afectado por la palidez del pensa miento», inepto para reunir un auditorio en el desierto, tarde o temprano se imagi na desempeñando el papel del cirujano, al que la providencia ha llamado para que aplique el bisturí salvador en favor de una humanidad necesitada, pero también con fundida. Habría mencionar que lo único que que a Olog le pareciótambién incom prensible en el desenlace de su acción, era que ésta en vez de desestabilizar el orden 40
mistificador forzoso, hacía que el horror y la indignación por la matanza reuniera a hombres de las más distintas creencias y los hiciera clamar por más del mismo orden. Es evidente que ante esto Olog se sintió instado a cometer más actos de se mejante desvarío. Hasta aquí el caso de Ide Olog, el ideó logo. Quizás el lector le juzgue de otra ma nera. Yo sólo informo y me abstengo de tomar posición . Es verdad que Herac lito ya avisó que las posturas extremas no llevan a eliminar la oposición, sino más bien a for talecer lo contrario. Pero, ¿quién se preo cupa todavía de Heraclito? Es mucho más noble y heroico consagrarse sin límites y sin reservas a una idea magnífica, aun cuando uno se ensuc ie las manos, y pronto el destino toque a su puerta (pum-pumpum-pomm...).
De todas maneras las brujas se felicita ron de buen grado. De nuevo habían con seguido que su artimaña, en el fondo ridi cula, aprovechara en interés suyo lo malo de lo bueno. Al fin llego a lo esencial del asunto: en el capítulo pasado vimos que dos veces de lo mismo no siempre es el doble de bueno. Ahora se asoma la sospe41
cha de que lo contrario de malo no es ne cesariamente bueno, sino que puede ser más malo aún. En la música marmórea más espiritualizada de los templos griegos irrumpió el caótico, nocturno Dioniso; la veneración exaltada de lo femenino en el culto mariano y en el servicio de los trova dores tuvo por compañero cruel de cami no las cremaciones de brujas; la religión del amor se extravió en inquisición; los ideales de la revolución francesa hicieron necesaria la introducción de la guillotina; al Sha le sucedió el Ayatolah; a los Somozas los Sandinistas; y en Saigón la gente se pregunta perpleja, seguramente desde ha ce tiempo, quiénes eran peores: los liber tadores de USA o los de Hanoi. ¿Por qué? Porque la suposición de que lo contrario de lo malo es lo bueno, en cierta manera es inexacta. No porque lo bueno no es suficientemente bueno o por que su contrario no ha sido exterminado de raíz.
tes, acabo en un despotismo también sin límites. Pero añado que fuera de mi solu ción de la fórmula social no puede haber otra.»
«Me he confundido con mis propias afirmaciones, y mi conclusión contradice directamente la idea srcinal de la que he partido. Partiendo de una libertad si n lími-
francés a Napoleón I. «Todo extremo psi cológico contiene en secreto su contrario o se relaciona próxima y esencialmente con él de un modo u otro», escribe G.G.
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Así se expresa Shigalyov, el personaje de Los demonios de Dostoievski, que pre tende llevar la felicidad al mundo. Y su biógrafo Berdiaev escribe algo parecido sobre la libertad: «La libertad no puede identificarse con el bien, con la verdad, con la perfección. [...] Y cada confusión e identif icación de la libertad con el bien y la perfección es una negación de la libertad, es una declaraci ón a favor de la violencia y de la coacción. El bien que se impone por la fuerza, ya no es bien, se convierte en mal» [ 2 ] . «Sire, el esfuerzo por llegar a la perfec ción es una de las enfermedades más peli grosas que puede contraer el espíritu hu mano», se lee en un discurso del senado
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Jung[7]. Y con gran claridad describe Laotsé, hace ya dos mileni os y medi o, la llega da del mal mediante una vuelta hacia el bien:
contrario acabaría Usted en un «campo de transescolarización» o los guerrilleros de la paz le romperán a Usted la crisma...
«Se abandonó el gran sentido y vin o la moralidad y el deber. Entró la prudencia y el conocimiento y se produjeron grandes mentiras. Se enemistaron los hermanos y apareció el de be r y amo r filial. Se alborotaron y perturbaron los Estados y surgieron los servidores fieles.» Esto no explica nada , pe ro des cribe cla ramente una característica de nuestro mundo: El que quiere el summum bonum, introduce también con esto el summum malum.
El esfuerzo sin concesiones por conse guir el bien s uprem o —ya se trate de segu ridad, patria, paz, libertad, felicidad o lo que sea— es una solución clarifínante, o (con permiso, Señor Consejero privado Goethe) un ímpetu que quiere siempre el bien y siempre hace el mal. Pero, si vive Usted en ciertos países, guarde, por favor, el secreto, pues, de lo 44
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Lo tercero que está (supuesta mente) excluido Quizás exagero, y en realidad la cues tión no es tan peligrosa com o pa re ce . P er o no hay duda de que el mun do m ani que o, el mundo de las alternativas caería en graves apuros, si existiesen más personas del temple de Franzl Wokurka de Steinhof, un pueb lo de Aust ria. Las tribulaciones de l j o ven Franz l, que aquí sólo vam os a menci o nar brevemente, su punto minante cuando, llegaron siendo una colegial de cul tre ce años, de scub rió al bo rde de un jar dín público un letrero que decía: Prohibido pi sar el césped. Los infractores serán multa dos. Esto le planteó un problema que se
había asomado repetidamente en el curso de los últimos años. La situación sólo deja ba dos posibilidades abiertas y las dos eran inaceptables: afirmar su libertad frente a esta rep res ión de las autoridad es y 47
pisotear el césp ed y las flores con el riesgo de ser sorprendido y castigado, o dejar de hacerlo. Pero el solo pensamiento de tener que obedecer a un miserable letrero le en cendía de ira por la cobardía de tal sumi sión. Estuvo parado largo tiempo, indeci so, perplejo, hasta que de repente, tal vez porque nunca antes se le había ocurrido mirar las flores, se le ocurrió pensar en algo completamente distinto: Las flores son realmente bonitas.
Querido lector, ¿encuentra Usted que la historia es trivial? A esto sólo podría res ponde r diciendo que el jo ve n Wokurk a no pensaba así. Este pensamiento cayó sobre él com o la rompiente de una ola que inme diatamente despu és le sube a uno com o si fuera ingrávido. De repente se dio cuenta de la posibilidad de que la visión del mun do que había tenido hasta entonces podía tener otro sentido. Quiero las flores como son; yo quiero esta belleza; soy mi propia ley, mi propia autoridad, decía Wokurka una y otra vez en su interior. Súbitamente el letrero de la prohibición ya no tenía importancia alguna; el dilema maniqueo «sumisión o rebelión» se había diluido en la nada. Natura lmente, el entusiasmo duró 48
poco, pero algo había cambiado de raíz en él; era como una melodía suave dentro de él, muchas veces casi imperceptible, pero que oía lo bastante fuerte en los momen tos en que parecía que el mundo iba a hundir se de nuevo en el lodo de la alternativa. Así, por ejemplo, cuando aprendió a con ducir, se acostumbró a ponerse siempre el cinturón de seguridad, porque é l había de cidido que era una medida razonable. Y cuando luego se encendió una polémica apasionada sobre si el Estado tenía dere cho de obligar a los ciudadanos a hacer uso del cinturón de seguridad, todos los pros y contras de la discusión pública le dejaban sin cuidado. Él estaba al margen de todo esto. Más tarde empezó a dedicarse con se riedad y sistema al estudio de esta filosofía de la vida. Demos rienda suelta a nuestra fantasía y veamos como de repente él es incapaz de comprender la simple lógica de la palabra: «Quien no está conmigo, está contra mí.» Guando nuestro hombre se po nía a refle xionar al sobre se sentía como aquel acusado queesto, el juez pregunta: «¿Ha cesado Usted de una vez de maltra tar a su mujer, sí o no?», y suplementaria49
mente le amenaza con un castigo, porque el acusado no puede responder ni «sí» ni «no», sencillamente porque nunca ha pe gado a su mujer. Quizás estas situaciones le parecieron como una pesadilla, y la comparación es acertada, pues, como se sabe, cuando uno tiene una pesadilla, lo que intenta es escaparse, esconderse, de fenderse, pero esto no le libera de su sueño. Uno se escapa de una pesadilla sólo al despertarse, pero adviértase que el des pertar ya no forma parte del sueño, sino que es algo fundamentalmente distinto y fuera del sueño. Fue en la universidad donde Franzl descubrió que este algo distinto hace de las suyas en la lógica formal. De un modo semejante al caso de la palabra bíblica antes citada, en la lógica formal se empie za por postular que cada proposición es verdadera o falsa y que no se da una terce ra posibilidad ( tertium non datur). Pero entonces se presenta aquel enfant terrible, el clásico mentiroso que decía: «yo mien
de Francia es calvo»? ¿Es verdadera o falsa? «Gente como Wokurka le quitan a una las ganas de trabajar», despotricó la bruja segunda. «Te esfuerzas y pierdes el tiempo construyendo una situación en la que sólo se dan dos posibilidades, siendo las dos soluciones clarifínantes, y el muy taimado encuentra una tercer a y se sale del embr o llo. Le propongo elegir, por ejemplo, entre cobardía y una audacia disparatada, y él elige fortaleza; intento provocar en él des gana, para que se ponga a correr tras el deseo, y a él tanto le da una cosa como la otra. Últimamente incité a otros a que le obligaran a declarar rotundamente si creía en Dios o no. Él se encogió de hombros y citó a Kant, Comte y Spencer (en su casa les conocen), según los cuales, si existe Dios, no es posible conocerle en su esen cia. Por esto —así decía Wokurka—, la eterna disputa entre creyentes y ateos era para él un problema falso; él dijo ser agnóstico. Y me acu erdo todavía de que en
to». realmente mentía, decía la«yoverdad; peroSientonces mentía, si decía: mien to.» ¿Y qué piensa Usted hoy, miles de años más tarde, de la afirmación: «El rey
1942, ya daba a sus astucias malévolas. Ya rienda sabéis suelta que en aquel en tonces el Señor Hitler, nuestro enviado de Dios e idolatrado heral do de la soluc ión fi-
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nal, empezaba a arriesgar el pellejo y por esto hizo fijar estos bonitos carteles: ¿Na cionalsocialismo o caos bolchevique? La idea era excelente, pues el más tonto tenía que ver claro que se trataba de decidirse entre lo bueno noble y lo malo diabólico. ¿Y qué hizo Wokurka? Pegó unos papelitos ju nt o a los car teles con la inscri pción: ¿Alubias o judías? ¡Santo Dios! ¡Cómo se enfadaron los apóstoles del reino milena rio de que alguien pusiera en ridículo su definición oficial y definitiva de la realidad ! Naturalmente la broma no estaba exenta de peligro, pero creo que este Wokurka ni siquiera serviría como candidato a suici da. Sería capaz de encontrar todavía un tertium quid entre el seguir viviendo o sui cidarse. Este hombre es peligroso. Hay que ponerlo en la lista negra.» «Si así lo quieres», dijo Hécate. «Pero parece que te olvidas de que hace ya mu cho tiempo que nos desvivimos por culpa de tipos como éste. Recuérdate cómo en 1334 se nos escapó el castellano de Hoch-
hambre, ¿qué hizo el bribón? Cualquier niño lo sabe: hizo degollar el buey, rellenar su vientre de cebada y echarlo todo mura llas abajo al campamento de Margare ta. Ésta cuando lo vio, dijo: ¿Qué sentido tiene que sigamos sitiando, si tienen tanto de comer que pueden compartirlo con nosotros? Y levantó el sitio. Y en el castillo hubo gran regocijo. Naturalmente todos eran austríacos, como Franzl Wokurka. Pa ra ellos la situación es siempre desespera da, pero no seria.» Así, pues, según parece, el tercero ex cluido se da. Pero está oculto a la sombra del sentido común, para el cual el mundo se divide clara y exactamente en oposicio nes irreconciliables. Laotsé a esto no lo llama el tercer o, sino el sentido eterno. Pe ro por desgracia también este nombre ca yó preso del mundo maniqueo, pues tam bién tiene su contrar io en el eterno sinsen tido. ¿Es ésta la razón por la cual en algunas religiones no se permite nombrar a Dios?
osterwitz, nosotras y a Margareta Maultasch que asitiaba el castillo. Sólo les que daba un buey y un saco de ceb ada, y en vez de elegir entre capitulación y morir de 52
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¿Una «reacción en cadena» del bien? Como Usted puede ver, querido lector, las brujas sonymuy versadas ni en gica ni en metano física por est o les ocur renlóco n tratiempos de vez en cuando. También en terrenos menos esotéricos con frecuencia sus planes más bonitos naufragan en es collos insospechados. Un caso de éstos, que puede citarse en representación de muchos otros, es el ex traño cambio radical en la vida de Amadeo Cacciavillani de la pequeña ciudad de Finimondo, bastante lejos de Florencia en di rección sudeste. El signore Amadeo Cacciavillani en carnaba lo que en términos de la teoría matemática del juego se llamaría un juga dor de sumas a ce ro . Esto no tenía directa mente nada que ver con su condición de italia no, pues ju ga do re s de sumas a cer o 55
los hay incluso en la Gasa Blanca y en el Kremlin. (El concepto de juegos de sumas a cero se refiere a situaciones de juego cuyo ejemplo más sencillo es una apuesta entre dos personas. Lo que una pierda, por ejemplo 50 pesetas, representa la ganan cia de la otra. Ganancia [+50] y pérdida [—50] dan por resultado cero. Ganancia y pérdida están por tanto relacionadas indi
Hécate se dedicó celosamente y de las formas más variadas a programar a los jó venes para hacer de ellos jugadores de su mas a cero. Ya hemos mencionado breve mente el caso inestimable de los militares. También merecen un recuerdo elogi oso los entrenadores deportivos con su insis tencia en la importancia suprema del ga nar (y con esto también del actuar rápido que de nuevo no conviene que esté «afec
solublemente; una sin la otra sería impen sable.) Ser juga dor de sumas a cero significa haberse comprometido hasta los tuétanos con la tesis maniquea de que en todas las situaciones de la vida sólo se dan dos posi bilidades: ganar o perder; no existe una tercera posibilidad. Esta filosofía se en seña desde tiempos inmemoriales en aca demias militares y otras instituciones pa recidas; si bien habría que puntualizar en honor a la verdad que incluso allí se hicie ron excepciones hasta hace unos doscien tos años, como, por ejemplo, que la pala bra de honor del general enemigo se tenía por absolutamente digna de crédito. (En tre tanto ya nos hemos librado de ideas supersticiosas como ésta.)
tado por la p alidez del pensa mie nto ») , y en la vergüenza del perder. No hace falta que mencionemos especialmente el efecto ennoblecedor de los medios de comunica ción, completamente orientados hacia to do lo que signifique victoria. To do esto concurrí a en Cacciavillani de una forma particularmente pura. Vivía pa ra ganar en todos, absolutamente todos los sentidos, y por esto en un miedo constante de perder. Con esto su filosofía era simple pero incómoda, pues tener que vivir de continuo con un ojo avizor puede crispar los nervios de los más valientes. Basta que menci onem os de paso que a causa de este mied o permanen te era propenso a aleg rar se con los infortunios de los demás. Ade más hay que añadir algo que le obcecaba.
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tra las que creí a tener que escud arse y a su vez le demos traba que era correcta su idea de la vida como lucha tenaz. No se puede vivir en paz, si esto no le gusta a su vecino malvado: el poder del juego de sumas a cero está en que impone de forma prácti cament e inevitable sus reglas a otros hom bres, tanto si ésto s quieren ju gar a sumas
a toda prisa al trabajo. Cacciavillani estaba perplejo o, mejor dicho, se sentía quizás como un gran investigador en el momento de descubrir algo que en el telescopio, mi cros copi o o en la probeta estuviese en c ra sa contradicción con lo que los científicos habían creído hasta ahora. «¿Qué gana es te hombre c on correr detrás de mí, un des conocido, para decirme que no he apaga do las luces del coche?» Y a continuación
a cero como si no quieren. Hasta aquí la descripción de la situa ción. Hace aproximadam ente un año y me dio, en una mañana gris de invierno, el signore Cacciavillani aparcó su coche en una calle lateral bastante lejos de su oficina. Después de haber caminado a pie unos 200 metros, oy ó unos pasos rápidos que le seguían y luego la voz de un desconocido: «Usted ha dejado encendidas las luces de su coche.» Y acto seguido el desconocido dio media vuelta y desapareció. La primera reacción de Cacciavillani fue naturalmente la pregunta: Éste quiere tomarme el pelo. ¿Qué es lo que intenta? Pero no parecía que el hombre tuviese otras intenciones, pues ya h abía desapare cido entr e la gente que en la calle se dirigía
se acordaparcados ó de que élcon otras visto coches lasveces luceshabía encendi das por descuido y que pensar en la rabia del propietario cuando por la noche se en contrara con la batería descargada, le ha bía encendido una chispa de alegría mali ciosa en su existencia ya por lo demás tan poco alegre. Lo que Cacciavillani en este momento no sabía aún era que la honradez de aquel desconocido le había impuesto las reglas de un juego completamente distinto. Cuando se dirigió pensativo al coche para apagar las luces, experimentó un senti miento confuso de obligación hacia otros hombres que se encontraran en una situa ción semejante. Por el momento este sen timiento permaneció latente. El aconte-
Su postura constante de ataque y defensa producía con frecuencia situaciones con
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cimiento realmente decisivo se produjo meses más tarde. Halló un monedero, evi dentemente conteniendo la paga de una semana, y ya se frotaba las manos de ale gría por esta ganancia inesperada, cua ndo de imprevisto se acordó del desconocido que había corri do detrás de él, y de repen te se le truncaron sus sentimientos de re gocijo. Se quedó parado mirando el dine ro, la carta d'identità del propietario y un par de fotos tronadas, y he aquí que lo re cogi ó todo, subió a su coc he y se dirigió al otro extremo de Finimondo. El propietario del mo neder o vivía en una casa miserable, solo, y de momento creía tener visiones y no confiaba en su fortuna, cuando Cacciavillani le entregó el monedero, le explicó dónde lo había encontrado y por añadidu ra tuvo el gusto de renunciar a la gratifica ción que el otro (sin gran entusiasmo) le quería pagar. Se dio la coincidencia de que el propie tario de aquel monedero era él mismo un ju ga do r de sumas a c ero. «F antástico», se dijo a sí mismo cuando Cacciavillani se hu
tonto de remate para devolver dinero en contrado». En esto se equivocaba el hom bre, pues, sin saberlo él, Cacciavillani le había impuesto por su parte las reglas de aquel juego extraño, y cuando la próxima vez en su vida se encontró en una situa ción parecida, él también se comportó co mo un «tonto de remate». ¿Cuál es la moraleja de la historia? El desconocido había desatado sin duda una reacción en cadena,y pues asuntodel no mo pa ró en Cacciavillani en el elhombre nedero, sino que, a pesar de muchas rein cidencias de los dos, se reprodujo más y más. Amadeo Cacciavillani llegó hasta el punto de encontrar divertida esta forma de ganar y el «poder» que da sobre los otros. Sólo las brujas se irritaron.
bo ido, «nunca hubiese pensado recuperar mi monedero en un par de horas. Pero, dicho con franqueza, uno tiene que ser 60
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Juegos de sumas a no cero El club de Hécate tenía motivos para irritarse. Una y otra vez sucede que los ju gadores más empedernidos de sumas a ce ro se hartan de su ide olo gía y se pasan al enemigo. Los casos que hemos menciona do no son los peores ni mucho menos. Ya vimos que Cacciavillani seguía todavía su mando a cero, por ejemplo, cuando se di vertía «imponiendo» a los otros el poder que acababa de descubrir y se sentía en el fondo vencedor. Pero un en caso este bastante punto Cac ciavillani representa es porádico, pues a la mayoría de las perso nas que se han enredado en una reacción en cadena del bien, no se les ocurre tal cosa. A un conductor que quiere colarse por la derecha en una caravana de coches avanzando con dificultad, le hacen sitio con gestos de que se coloque en la cola, 63
sin que les pase por la cabeza que esto (en el sentido de un jueg o de sumas a cero ) es una derrota. Por si alguien no se fía de los casos d es critos, quisiera ahora disipar sus dudas con ejemplos históricamente garantizados y de una magnit ud much o mayor: A más tardar hasta Hiroshima, la gue rra se tenía también por un juego de su mas a cero, pues los territorios que perdía un Estado representaban la ganancia del
xicos, sangre y muerte, se formó en algu nos casos espontáneamente y sin inten ción humana lo que el historiador Ashworth [1] denomina «sistema del vivir y dejar vivir» y que descr ibe con detalle. Se gún este sistema no funcionaba la ambi ción de ganar en uno y otro lado. Precisa mente el hecho de que cada uno se sentía a sí mismo igual al «enemigo», no sólo me tido por voluntad ajena en condiciones inhumanas, sino teniendo que contribuir
«vencedor». El de hecho de que en la opera ción millones hombres perdiesen la vi da, no entraba en consideración, ya que al fin y al cabo se trataba de una muerte he roica {dulce et decorum est pro patria mo ri) y los mismos caudillos de la guerra ge neralmente no morían haciendo la guerra, sino en condic ión de jubil ados. En cuanto a la muerte heroica, ésta no es cosa de todo el mundo, y esto no sólo cuando se trata de la muerte propia, sino también cuando se trata de ocasionar este honor a un semejante, aun cuando éste lleve otro uniforme. En Flandes, como es sabido, un punto neurálgico de las luchas más en carnizadas de la primera guerra mundial, en medi o de lodo, desesper ación, gases tó-
en ellas todavía por voluntad propia, para lizaba el pensar en categorías de sumas a cero que debiera inspirar a un soldado va liente. No era raro que las trincheras ene migas estuviesen a 15 metros de las pro pias, y habría sido muy fácil diezmarse re cíprocamente echándose granadas de mano sin interrupción. Per o no sucedía así con frecuencia durante semanas enteras, hasta el punto de desarrollarse entre los dos bandos sentimientos francamente amistosos, por ejemplo, en las navidades. Muchas veces reinaba en largos trechos del frente una calma absoluta, y se llega
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ron a establecer poco a poco unos rituales de no atacar, respetados espontáneamen te por ambas partes, por ejemplo, ignoran-
do recíprocamente las patrullas enemigas que en sus recorridos nocturnos por el te rreno de nadie casi tropezaban una con la otra. Es fácil de imaginar la reacción de los comandos del ejército ante esta decaden cia de la moral. En Febrero de 1917, por ejemplo, el comandante de la división de infantería británica número 16 se sintió obligado a hacer algo para poner coto a esta epidemia. En una Orden del Día de terminó que estaba «terminantemente prohibida toda complicidad con el enemi go. Nadie puede entrar en contacto con él, y todo intento en este sentido po r parte del enemigo tiene que ser inmediatamente re prim ido. Se abrirá un procedim iento disci plinario contra los infractores». La ironía de este intento de solución clarifínante está en que el principi o del «vivi r y deja r vivir» se propagó a su alrede dor y en cierta manera aproximó en un plano superior incluso a los comandos de los dos ejércitos (al menos teóricamente) en su preocupación común. Es de suponer que si el comandante de la división alema
su colega británico con todo su corazón. Dicho de otra manera: se produjo la situa ción absurda que propiamente habría he cho razonable un trabajo en equipo para tomar medidas en conjunto contra este mal. Naturalmente no se llegó tan lejos. Pero como se ve, los enredos estrambóti cos de estos problemas casi no tienen límites. El segundo contratiempo de este inten to de solución no es menos interesante. Mediante la prohibición del principio de «vivir y dejar vivir», la gente en las trinche ras se vieron metidos en un dilema maniqueo. O cumplían las órdenes de la supe rioridad y disparaban al enemigo siempre que se pusiera a la vista, pero entonces se exponían a la represalia inmediata por esta violación del pacto tácito de no atacar, o respetaban el armisticio no oficial arries gándose a tener que comparecer ante un tribunal de guerra. El tertium que resultó espontáneamen te de este dilema fue el redescubrimiento de una receta acreditada en los tiempos
na que estaba en frente de la división nú mero 16 hubiese tenido conocimiento de aquella orden del día, habría aprobado a
del imperio español, cuando en las colo nias de ultramar se reaccionaba ante las órdenes, con frecuencia descabelladas,
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que venían del Escorial según la receta: «Se obe dec e, pero no se cumple.» En Fla ndes, tres siglos más tarde, pasó lo mismo: obedecieron la orden de disparar, pero dispararon en el aire; y el enemigo agrade cido hizo otro tanto. Te ne mo s un ejemplo sem ejante en el resultado provisional de un estudio de gran envergadura que se está llevando a cabo actualmente en USA, Europa e Israel. En 1981 empezaron dos psicólogas [3] una
za. Se pueden encontrar por todas partes: entre casados, en la vida pública, hasta en grandes empresas y, por muy improbable que aparezca a primera vista, también en la política exterior. Uno de los conceptos de la teoría matemática del ju ego es el de jue go s d e sumas a no c er o, es d ecir, en las relaciones con el socio o con el compañ ero la pérdida de uno no equivale a la pérdida de otro, sino que ambos pueden ganar o perder. Una guerra atómica podría alegar
encuesta a los no ju dí os que con el más serio peligro de sus propias vidas salvaron de la «solu ción fin al» de los nazis a ju dí os que muchas veces ni siquiera conocían personalmente. A la pregunta, por qué ha bían hecho esto, los encuestadores se en contraban siempre de nuevo con la pre gunta perpleja de los encuestados: «¿Qué quiere Usted decir?», y, ante la insistencia de la pregunta, se encontraban con expli caciones desconcertadas, como: «Pues, ¿qué tenía que haber hecho, si no?», o: «No hice más que lo que una persona hace en favor de otra.»
se como el ejemplo por excelencia de un juego de sumas a no ce ro en el que todos perderían. Pero el caso contrario también es posible, esto es, el pensar que mediante la transigencia y disposición a hacer con cesiones (que para juga dore s de sumas a cero naturalmente serían «derrotas») pue dan producirse ventajas para todos los participantes. Los ideólogos íntegros y firmemente comprometidos con sus planes de felici dad para el mundo entero están, claro es tá, inmunizados contra este peligro. Lo es tán incluso doblemente. Pues, por una
De acuerdo, éstas eran situaciones (y también personas) desacostumbradas, pero no son de ninguna manera una rare-
parte, atisban fácilmente toda transigencia del adversario como argucia con la que éste quiere embaucarles con más seguri-
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dad, o también como señal de la debilidad que hay que aprovechar inmediatamente para fortalecer la propia posición de po der. El hecho de que por consiguiente el enemigo tome muchas veces de nuevo el rumbo inicial de la confrontación, es en tonces una prueba clara de que la sospe cha estaba justificada. Por otra parte, todo condes cende r a un jue go de sumas a no cero sería una traición a la ideología excel sa al precio indigno de un plato de lente jas. En el c aso de la política exterior, JeanFrançois Revel ha expuesto el tema en de talle mucho mejor de lo que yo habría podido hacerlo. Si bien se sirve de otra ter minología, parece que también él [sobre todo en su conferencia pronunciada en Bonn el 25 de octubr e de 1984 [ 16 ] y en su libro Cómo terminan las democracias [15]) cree que la diferencia fundamental entre la política exterior de los sistemas de Estado democráticos y totalitarios está en la disposición a negociar de los pr imero s y en el pensamiento de sumas a cero de los últimos. En las democracias la política exterior está determinada por la política interior, y su deseo fundamental es la se guridad y bienestar del ciudadano; en pa-
labras de Revel, en su políti ca exterior bus can «sobre todo un equilibrio que corres ponda a su equilibrio interno». El to talitarismo, en cambio, se construy e sobre una ideología, sobre una definición oficial definitiva y por esto obligatoria para tod os de la reali dad humana, social y hasta científica. En consecuencia —y cito otra vez a Revel— «para él la simple existencia de otros sistemas es irreconciliable c on su seguridad». Y por esto, podría añadirse, para la política exterior de estos sistemas sólo hay un objetivo, a saber, la victoria definitiva sin concesiones sobre una base mundial, pues sólo una victoria final como ésta puede acabar el juego de sumas a ce ro del poder puro e introducir el paraíso en la tierra. Es evidente que esto no exclu ye un pr oc ed er con táctica, po r ejem plo, no excluye negociaciones de las que, sin embargo, «no ha de resultar un acuerdo duradero, sino una debilitación del adver sario, para disponerle a otras concesion es dejándole en la creencia enternecedora de que estas concesio nes serán realmente las últimas y le aportarán estabilidad, seguri dad y tranq uili dad». (Sin saber exacta mente por qué a uno le viene a la memoria
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Munich junto con el nombr e de Helsinki...)
Las democracias modern as, por el con trario, se inclinan a avenirse en casos de conflicto o competencia. Revel lo expresa con más elegancia; según él éstas buscan «siempre pactar nuevos compromisos cu yo promedio sea el denominador común que aporte el mayor número de ventajas para todo s. [...] Así, pues, toda dipl omaci a democr ática parte de l principio de que va le la pena hacer concesiones, porque la otra parte contratante —de la que se supo ne que sea razonable y moderada— es inducida a tener en cuenta la prestación aportada y a hacer en correspondencia una concesión a título de contrapresta ción, para que el compromiso sea du radero».
¿Música celestial? De ninguna manera. Actualidad viviente siemp re que unos ju gadores de sumas a no cero consiguen compromisos estables en vez de solucio nes clarifinantes. La generación más jo ve n tendrá por sumamente increíble que a nos otro s, los más viejos, se nos inculcara en la
que po r esto er a una necesida d fatal que al menos cada 30 años se produjeran horri bles guerras entre las dos. Y nosotros lo creíamos de igual modo que hoy se cree en la enemistad «inevitable» entre los Esta dos árabes e Israel o en el absurdo derra mamiento de sangre en Irlanda del Norte. Y, figúrese Usted, el 22 de enero de 1963, dos je fes de Estado, que por otra parte no eran particularmente agraciados, consi guieron en París firmar un tratado de amistad deque punto final cambio raízponía en lasunrelaciones entrea laun República Federal y Francia producido en un tiempo, mi rado con criterios históricos, sorprendentemente breve. Y si alguien to davía hoy voceara el canto patriótico Die Wacht am Rhein (La guardia del Rhin) , po dría concursar como candidato al título de dinosaurio patriótico.
escuela el «hecho» indiscutible e inevita ble de que Alemania y Francia eran y se rían siempre enemigos encarnizados, y 72
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Un bonito mundo digitalizado «Imagínate», dice un antropólogo a su colega, «se ha descubierto finalmente el eslabón que faltaba entre el mono y el ho mo sapiens.» —«¡Fantástico! ¿Y qué es»,
quiere saber el otro. Y el primero respon de: «El hombre.» Querido lector, ño se desanime. Es cierto lo que dice este chiste, pero ya esta mos sobre la pista de hallar cómo subsa nar este defecto. Nos espera un futuro magnífico, una solución clarifinante en la que nos podremos deslizar con toda segu ridad s in dolor, sin der ram ami ento de san gre y con toda comodidad. Aun el observador más superficial de la historia de la humanidad está capacitado para atribuir sin lugar a dudas todo el mal a la insensatez del hombre. Locura, deli rio, obcecación, envidia, miedo, afán, 75
ambición y otras pasiones de toda especie son las causas que condicionan siempre de nuevo que el mundo sea tan desagrada ble como es. ¿Por qué no han de ser todos tan razonables como yo? El problema por desgracia es que los otros, igual que yo, tiene n un cere bro en el que las estructuras competentes (el córtex) para la lógica (la «ciencia del recto pensar») y la razón lamentablemente es tán situadas por encim a del sistema llama do límbico que procede todavía de nues tros antepasados reptílicos y en el que no domina el pensamiento, sino los crudos sentimientos e instintos. Éste es el motivo que explica por qué no hemos conseguido todavía llegar del todo al nivel del homo
vela Hora 25 [5]. Allí dice el poeta Trajano acerca de la humanidad del futuro:
Pero, como ya hemos insinuado, esta anomalía se enmendará pronto. No son se res extraterrestres los que trabajan para llevar nuestro planeta a la lógica y a la ra zón, sino creaciones de la mano del hom bre infalibles, libres de prejuicios y emo ciones.
«Una sociedad compuesta de millones de millones de esclavos mecánicos y sólo dos mil millones de hombres tendrá las propiedades de su mayoría proletaria, aun cuando esta sociedad esté dominada por hombres. [...] Los esclavos mecánicos de nuestra civilización conservan estas pro piedades y viven de acuerdo con las leyes de su naturaleza. [...] Para poder utilizar sus esclavos mecánicos, el hombre tiene que aprender a entenderlos e imitar sus hábitos y regularidades. [...] Los conquis tadores, cuando son menos numerosos que los conquistados, adoptan la lengua y las costumbres de la nación dominada, ya sea para simplificar, ya sea por otras razo nes prácticas, y esto a pesar de que ellos son los señores. El mismo proceso se ha puesto en marcha en nuestra propia socie dad, aun cuando no queramos reconocer lo. Apren demos las regulari dades y la jerg a de nuestros esclavos, para poder transmi
La utopía no es nueva; en su forma lite raria ya fue postu lada antes de 1950 por el escritor rumano Virgil Gheorgiu en su no-
tirles nuestros mandatos.aPoco a poco y sin notarlo renunciamos nuestras pro piedades y leyes humanas. Nos deshuma-
sapiens.
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nizamos adoptando los hábitos de vida de nuestros esclavos. El primer síntoma visi ble de esta deshumanización es el des precio de lo humano.» Bueno, podría objetarse hoy, éstas son palabras de un poeta que salen de la plu ma de un escritor y por tanto difícilmente expresan una opinión libre de prejuicios. Para esta gente la racionalidad significa po co ; se sienten a su s anchas en su mundo vago, lleno de emociones y contradiccio nes, cuyas reglas arcaicas han resistido frente a toda medida razonable y com prensión objetiva. Guando Gheorgiu escri bió su novela, el computer, el esclavo me cánico que más parecido tiene con su des cripción, seguramente era todavía un secreto militar. Gheorgiu pensaba quizás más en general en términos de una in fluencia recíproca entre los instrumentos y los hombres qu e los hacen y usan. Los trabajadores del ramo de la metalurgia tenderán más bien a abordar con vigor los problemas sindicales en vez de jugar con abalorios; el número directores de ban co londinenses que de dedican todavía su tiempo libre a traducir los poemas de Ho78
mero a un inglés impecable, puede que prácticamente sea cero; y según tengo entendido, Dvorak fue el único aprendiz de carnicero que pasó a ser compositor de sinfonías inmortales. Pero en los últimos 40 años el compu ter no sólo ha sido aplicado en el mundo de la ciencia, sino que también ha invadi do la vida de cada día. Sobre to do aumenta astronómicamente nuestra capacidad de manipular números. Antes, docenas de hombres necesitaban meses para calcular problemas que hoy literalmente se solu cionan en fracciones de segundos. Sólo un ejemplo que podría ilustrar este salto de los cuantos: en 1946 al conectarse en la universidad de Pensilvania el primer gran computer (con el [bonito] nombre de ENIAC), se duplicó la capacidad de cálculo de nuestro planeta. Y en comparación con los ordenadores que existen hoy día, ENIAC era un dinosaurio. Seguramente no digo nada nuevo, si indico que el ordenador no sólo sirve para calcular. Tiene mucha importancia su vir tud de poder manipular también símbolos lógicos, a saber, de sacar conclusiones ló gicas con exactitud matemática. El único 79
caso en el que fallan sus soluciones se da cuando se han almacenado falsas informa ciones a causa de errores humanos. Para esta complicación se usa el acróstico in glés GIGO, que significa garbage in, garbage out (traducido literalmente: basura adentro, basura afuera), por tanto, de una falsa información se obtienen falsos resul tados. Esto salta a la vista aun de los me nos entendidos en la materia. Ya hace
gital (del inglés digit, cifra). La idea de tal
tiempo que se da a GIGO una segunda interpretación: gospel in, gospel out, es decir, Biblia (en el sentido de verdades bí blicas) adentro, las mismas verdades afue ra. En otras palabras: lo que uno tiene por correcto, a través del ordenador se con vierte en verdad eterna. Todo lo demás acontece luego con fatalidad independien temente de los hombres. (Más sobre ello en [9].) La palabra mágica, sobre la que se basa la esperanza de una comprensión definiti va e independiente de los hombres y del mundo en su totalidad, es la digitalización. Para acomodar la información correspon diente al gusto del camarada ordenador, la información ha de haber sido antes tradu cida a un lenguaje matemá tico, llamado di-
lenguaje de la analogía. Ya se sabe que la analogía no es ni ngún valor de medida , po r tanto no es cuantitativamente idéntica con lo representado por ella, sino que expresa su cualidad (por lo demás aumentan las voces de alerta, también en la ciencia, que advierten que la cantidad sólo es una pro piedad de la cualidad). A esta diferencia la hemos designado ya en el capítulo 2 como la que hay entre «más de lo mismo» y «lo distinto». Ahí está el busilis: ciertos datos de nuestro mundo se resisten (al menos por ahora) tercamente a ser digital izados, es decir, a dejarse comprender de un mo do racional y sensato, por ejemplo , las per cepciones y sentimientos que ya hemos mencionado, lo simbólico y por ello mismo todo este mundo desaliñado, órfico, desva-
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comprensión científica de la realidad real procede seguramente de Lord Kelvin que acuñó la expresión de oro: Everything that existe, existe in a quantity and therefore can be measured (todo cuanto existe, exis
te en una cantidad y por ende puede ser medido). Sin querer profundizar en ello, recuér dese que hay también otro «lenguaje»: el
riado, oscuro, insensato, indefinible de los colores y del perfume, de lo completamen te inefable o de lo que poetas y artistas parecen poder transmitir de alguna mane ra, o la visión de una puesta de sol, los ojos de un gato o los sonidos de una sinfonía. To do est o y mucho más tie ne que ser digitalizado, para que finalmente pueda irrumpir la era del nuevo mundo hermoso «d e ceros y unos» [ 8 ] , aquell a hora 25
a mal si suspiran hasta que llegue el tiem po en el que se eliminará definitivamente lo análogo y todo lo humano obed ecerá fi nalmente a unas leyes digitales? Mientras esperam os que suene la hor a 25 de Gheorgiu, nos queda el consuel o y la ayuda de transición del primo hermano del ordenador, la otra maravilla de la digitalización, a saber, la televisión. Sorpren dentemente Cicerón ya barruntó acerca de
dichosa. Además, qué fácil es entablar una rela ción firme con un ordenador. Conseguir una relación semejante con otro hombre es mucho más difícil. El ordenador no es lunático, es absolutamente honrado, no se equivoca nunca, uno no necesita discutir con él. Gomo contraprestación el ordena dor sólo pide una razón clara como el cris tal, pero su recompensa es generosa: bas ta haber experimentado la situación kafkiana de los aprendices de programación de datos, que, sentados en largas hileras ante sus pantallas, maldicen desesperados cuando la respuesta no sale, y se regocijan
ella y de sus efectos. En el año 80 a.C. escribe:
Naturalmente, este efecto se oculta tras una máscara de sonriente estupidez. So bre la posibilidad de divertirnos hasta re ventar Neil Postman [13] ya ha dicho lo más importante. Así, pues, léase, por
cuando la esfinge que todo lo sabe les imparte la absolución, porque han apreta do el botón correcto. ¿Quién va a tomarles
favor. Gomo suplemento a las explicaciones de Postman habría que mencionar al so-
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«Si en todo momento tenemos que ver y oí r su cesos c rue les , a la larga pe rd em os , incluso los más sensibles por naturaleza, todo sentido de humanidad por la serie ininterrumpida de impresiones de atroci dades» (Amer. 53, 154).
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ciólogo francés Jean Baudrillard que, me nos brioso y, sin duda, mucho menos di vertido, investiga en sus conferencias la obscenidad de la televisión y de esta ma nera se acerca esencialmente más a la preocupación de Cicerón. No se quiere de cir lo que corrientemente se entiende con la palabra obsceno, sino más bien el efecto embrutecedor de las carnicerías, víctimas
intenten así cumplir con su obligación ho norable, social y sobre todo democrática de ilustrar a los ciudadanos ... Y por esto toda la «escena» —como se dice de un modo tan conspicuo— sirve a las mil maravillas para sugerir soluciones clarifinantes a millones de hombres.
de accidentes circulación y actos de violencia que sedeenseña cada noche en las noticias, y sobre todo las tomas de gran tamaño que sin el más mínimo respeto y vergüenza muestran a los hombres en si tuaciones desesperadas y trágicas: la ma dre ante el cadáver de su hijo, la cara de un moribundo, las preguntas imbéciles dirigi das a alguien que ha salvado su vida por un pelo, y que lo que más necesita es po der estar solo y pensar. Esta denigración voyeurística, la falta del menor destello de respeto por el sufrimiento humano, bien merece el calificativo de obsceno (sobre todo si en el segundo siguiente es reempla zada por la musiquilla alegre de una pro paganda de cigarrillos). Naturalmente sa bemo s y respetamos que los medios de co municación social de un modo altruista 84
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Sé exactamente lo que piensas «Si no fuese una bruja, diría que todo está embrujado», se quejó Hécate en oca sión de una breve entrevista tenida en su torre de la costa mediterránea para discu tir la situación. «Desarrollamos un trabajo minucioso, agotador, para que los hom bres lleguen a estar ciegamente convenci dos de que no hay más que una manera corr ecta de ver la realidad, a saber, la pro pia de cada uno; los hipnotizamos, para que estén absolutamente persuadidos de saber lo que pasa por la cabeza de los otros, hasta el punto de hacer innecesaria toda comprobación ulterior, y luego se sa len de tono y lo echan todo a perder.» La verdad es que tenía toda la razón. Por esto conviene que ahora tratemos so bre el arte de leer los pensamientos de los otros y sobre la insidia de los que se salen 87
de tono. Empece mos fiján donos cóm o Mr. McNab de Santa Cupertina en el Sillyclone Valley de la Fornicalia se metió en un ato lladero. Mr. McNab era físico y un día tuvo una idea brillante de la que, a causa de mi ignorancia total, soy incapaz de dar una descripción ni siquiera aproximada. Ya desd e su tierna infancia había tenido ideas desacostumbradas con cierta frecuencia. Esta vez, por decirlo así, le tocó la lotería: la nueva idea no sólo se quedó en idea, sino que le llevó a construir literalmente en su garage el instrumento correspon diente, comprobar su funcionamiento y lanzarlo al mercado. El éxito superó todas las expectativas; llovían los pedidos. ¡Ya!, el lector pensará que ahora le quiero echar otra vez el sermón de que dos veces lo mis mo no equivale al doble de bueno. Pues, no. Mr. McNab salvó este escollo muy re quetebién gracias a su habilidad técnica que era realmente insólita. Su desgracia era de otra especie: junto con los muy ha lagüeños pedidos crecieron naturalmente también los problemas y las cargas de tipo técnico-administrativo y financiero, la ne cesidad de atender a una correspondencia abundante, la contabilidad, la fijación de 88
un presupuesto razonable, etc., etc. Hasta ahora Mr. McNab se había ocupado de es to sólo de paso, en su tiempo lib re, entre la una y las tres de la madrugada. Sin duda era necesario contratar algún jefe adminis trativo que se hiciese cargo de este maremágnum. Y encontr ó a uno que era incluso muy bueno. Con esta solución empezó la decadencia. La razón del mal fue que precisamente el señor Muckerzann, el nuevo administra dor, en su especialidad era tan extraordi nariamente experto y ducho que pronto surgieron conflictos entre los dos hom bres. Mr. McNab, el inventor genial cuyo éxito se basaba en que (sin saber cómo) sabía liberarse de unos esquemas de pen samiento desgastados y por esto sabía ver nuevas posibilidades, era una personali dad «de hemisferio derecho», como se di ce en la investigación actual del cerebro [19]. Y ahora tenía que estar en contacto con un hombre cuyo mundo estaba consti tuido necesariamente por pequeños deta lles exactos unidos en un mosaico exacto. «Este Muckerzann me vuelve ba furioso Mr. McNab en casaloco», a su grita mujer que le escuchaba con paciencia. «¿Cómo 89
Muckerzann en su casa :habría « Pr ontque o nodigitaaguan taré más. A este McNab lizarlo. Para él no existen los hechos más simples. Ahora lo ve así y mañana lo ve asá. No tengo la menor idea de cómo lo hace para tomar decisiones. Y luego espe ra que todo lo que él hace me parezca evi dente y magnífico, y sobre todo que yo dé luego a sus decisiones una forma concre ta. Su genio no quiere ocuparse de lo tri vial y cotidiano, para esto existen los pe dantes estrechos de miras como yo ...» Go mo se ve, el señor Muckerzann era una personalidad de «hemisferio izquierdo». Y lo único que ambos tenían en común era su incapacidad total de poder meterse en el pensamiento del otro. Los dos, cada uno por su lado, tenían razón y de este modo
aplicaron los dos la solución clariflnante del «querer tener más razón» hasta que la empresa se declaró en quiebra. Los problemas entre marido y mujer se desarrollan frecuentemente del mismo modo. Conservo un recuerdo agradecido de mi profesor que acostumbraba usar la siguiente analogía: el hombre, así lo expli caba, es comparable con una elipse. Gomo se sabe, la elipse tiene dos focos; a uno de los dos le llamaba logos, y quería significar con ello no sólo lo espiritual, sino también lo objetivo, la profesión, eventualmente la ciencia, en todo caso, lo que existe prácti camente, lo que está enfrente ( ob-jectus). Al otro foco de la naturaleza elíptica mas culina le llamaba eros, a saber, la relación con el otro sujeto humano. En cada mo mento dado el hombre puede estar sólo en uno de los dos focos. Para el hombre esto no representa problema alguno. Pasa de un foco al otro según convenga. La mujer, en cambio, es comparable con un círculo, y un círculo puede consi derarse un caso especial de la elipse en el sentido de que en él los dos focos coinci den en un punto. Así, pues, la mujer está al mismo tiempo y sin esfuerzo en el logos y
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puede un hombre perderse en tales pe queñeces? Los árboles no le permiten ver el bos que, le falta el sentido para captar lo importante y se aferra a números y párra fos, y, en cambio , lo que constituye el busi lis del asunto: me tiene por irrespon sable y peligroso para el avance de la empresa; ¡a mí que he levantado todo el negocio de la nada!» Al mismo tiempo vociferaba el señor
en el eros. El problema es que ni ella ni el hombre tienen la menor razón de suponer ni por un instante que posiblemente el consorte tenga otra disposición y que, po r tanto, sus acciones y reacciones vayan a ser distintas de las que uno mismo tiene. Pero precisamente esto es lo que hace el consorte con frecuencia. Gomo ejemplo reproducimos una disputa tomada de una grabación de las brujas hecha con toda su
pente esto ya no tiene nada que ver con la levadura, sino que es un defecto de mi ca rácter o ¿qué sé yo? Mujer: Naturalmente, para ti la levadu ra es más importan te que yo. Que el pastel no suba por falta de levadura, ya me lo po día imaginar; pe ro a ti te es indiferente que quiera darte una alegría inesperada con el pastel. Marido: Esto no lo niego en absoluto y
malicia:
me alegra mucho. Yo hablé sólo de levadu ra, no de ti. Mujer: Los hombres os las arregláis de tal manera para hacer distinciones en to do, que una mujer se pone a temblar. Marido: N o, querida, el problema es có mo os las arregláis las mujeres para hacer de la levadura la med ida del amor, (etc., etc.)
Mujer: Mucho me temo que el pastel
sea un fracaso; la pasta no sube. Marido: Quizás no has puesto bastante levadura. ¿Qué dice la receta? Mujer: Otra vez con tus ocurrencias típicas. Marido: ¿Qué ocurrencias típicas? Mujer: Eso de la levadura. Marido: ¿Qué es eso de la levadura? Mujer: Tú sabes muy bien lo que quiero decir. Siempre haces lo mismo, y sabes que esto me crispa los nervios. Marido: cielo! ¿De qué te medigo ha blas? Dices ¡Santo que el pastel no sube; que lo único que puede pasar es que hayas puesto demasiado poca levadura; y de re-
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«¿Por qué una mujer no puede pare cerse más a un homb re?» , pregunta el pro fesor Higgins desesperado en Pygmalion de Bernard Shaw. Sobre el caso contrario, esto es, referido a los hombres, sé por desgracia ninguna cita clásica;nopero uno puede fácilmente imaginarse cómo sería: Sólo soy important e para ti, si me adapto a 93
tu idea, y en aquel momento tienes tie mpo para mí. En este contexto podría citarse todavía otra trampa en la que acostumbran caer hombres y mujeres en sus discusiones. Pe ro esto no quiere decir que la trampa no pueda ocultarse en cualquier otro contex to interpersonal. Se trata de la distinción entre los conceptos «comprender» y «es tar de acuerdo». Su confusión candorosa conduce a los altercados más elegantes. Pues es perfectamente posible que uno comprenda el punto de vista del otro sin tener la misma opinión, es decir, sin estar de acuerdo con él. Con frecuencia se afirma que mujeres y hombres hablan lenguas distintas. Pero esto habría que entenderlo más bien en el sentido que Oscar Wilde decía con tanta elegancia a propósito de ingleses y ameri canos: que una misma lengua los separa. Dicho con otras palabras, precisamente la misma lengua produce la ilusión de que el consorte tiene que ver evidentemente la realidad, t al como es, es decir, ta l com o yo la veo. Y si pasa que no lo ve así, entonces es que está chalado o que es malévolo. De un artículo del profesor Ernst Leisi
de la Universidad de Zurich, conozco un ejemplo histórico divertido, que él ha to mado del Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke: «En una reunión de médicos ingleses muy eruditos se discutió durante largo tiempo, si en el sistema nervioso fluye un liquor. Las opiniones divergían, se propu sieron los argumentos más diversos y pa recía imposible llegar a un acuerdo. En
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tonces Locke pidió la palabra y preguntó simplemente, si todos sabían con exacti tud lo que entendían por la palabra liquor. La primera impresión fue de sorpresa: ninguno de los asistentes c reía no saber en detalle lo que decía y tomaron la pregunta de Locke casi por frivola. Pero luego se aceptó su propuesta, se ocuparon en fijar la definición del término, y pronto se des cubrió que el debate se basaba en el signi ficado de la palabra. Un partido entendía por liquor un líquido real (como agua o sangre) y por esto negaba que en los ner vios fluyera algo así. El otro partido inter pretaba la palabra en un sentido de fluido (una energía como , po r ejemplo, la electri cidad ) y en consecuencia esta ba convenci do de que por los nervios fluye un liquor.
Después de haber explicado las dos defini ciones y de haberse puesto de acuerdo en elegir la segunda, en breve tiempo finalizó el debate con un sí unánime» [ 9 ] . Gomo en este episodio de Locke, mu chos llevan ad absurdum discusiones alta mente científicas sin el menor respeto. Na turalmente también hay soluciones clarifínantes que hacen al caso. Moliere estaba enterado de esto. En una de sus comedias
do exacto y detallado hasta el punto de qu e el partido B acepte esta exposición y la de clare correcta. Luego le toca al partido B definir la opinión del partido A de un modo satisfactorio a éste. Rapoport supone que esta técnica de negociaciones puede con ducir en gran parte a quitar acritud al pro blema entre dos partes, antes de que se ponga sobre el tapete la discusión del pro blema propiamente dicho. Su suposición
un grupo de doctores ilustrados intenta averiguar por qué el opio adormece. Des pués de mucho ir y venir en el asunto lle garon a la conclusión de que produce sueño porque contiene un principio dor Volvamos a la receta: «sé exactamente lo que piensas». Sobre esto se puede citar al lógico austro-canadiense, Anatol Rapoport, que ya en 1960 en su libro Fights, Games and Debates [14] recomendaba —s i bien sólo de pa so — una técnica inte resante para solucionar problemas. En el caso de un conflicto en vez de pedir que
es exacta; aplicando esta técnica sucede no pocas veces que una de las dos partes en litigio con aso mbro diga a la otra: « Nun ca hubiese pensado que Usted pensase que yo piense así», lo que supone haber dado ya un paso más allá de la convicción ingenua: «Sé exactamente ...» Con independencia de Rapoport la psi quiatra milanesa, Mara Selvini-Palazzoli, y sus colaboradores desarrollaron una es trategia semejante, que llamaron encuesta circular. Consiste propiamente en buscar información sobre una relación entre dos personas, no de una de estas dos, sino de
cada partido dé su propia definición del problema, Rapoport propone que el parti do A exponga la opinión del partido B en presencia de éste, y que lo haga de un mo-
una tercera. Selvini se refiere, por ejemplo, a una situación de tratami ento en la que al terapeuta f amilia r le par eció necesario es clarecer la relación que había entre el pa-
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mitivo.
dre y la hija más pequeña. En vez de pre guntar individual y directamente a los dos afectados, pidió a la hija mayor que le die ra su punto de vista sobre la relación en tre su padre y su hermana. Selvini explica: «... supongamos [...] que ésta se pro nuncia de un modo crítico sobre unas ma neras determinadas de comportarse el pa dre con respecto a la hermana. Por lo que hace al contenido de información sobre la
lo que la otra piensa e intenta, impide abandonar el ju ego de sumas a cero. Ade más, aquí no hay un «terapeuta». Y final mente la posibilidad de que entre EE.UU. y URSS se llegue a entablar conversaciones según el método «Rapoport» es muy esca sa, porque para Hécate todo cambio de actitud no podr ía más que retrasar la solu ción atómica final y en este sentido sería desfavorable. Al contrario, en los últimos
relación triádica (es decir, incluida la per sona encuestada) no es en modo alguno lo mismo, si las otras dos personas se mues tran desconcertadas o si las dos reaccio nan igual o si sólo el padre protesta furio so, mientras que la hermana lo mira sin parpadear o acaso hace un gesto claro de host ilida d y des precio» [1 8] . Sería sumamente interesante aplicar también esta técnica a los conflictos inter nacionales. Uno no puede meno s que pen sar que en un nivel internacional las cosas no son substancialmente distintas de lo
años hay que a los las brujas queagradecer los puntos deesfuerzos vista de de los dos gallos de pelea se hayan radicalizado considerab lemente. El proceso se ha ll eva do a efecto como sigue: A los americanos se les hizo creer que la amenaza del Este era estrictamente mi litar. Esto les parece tanto más obvio, cuanto que el Este, si se prescinde de los ejércitos del pacto de Varsovia y de los co hetes soviéticos, no representa para el Oeste ningún peligro especial. A partir de aquí se concentran, pues, en Washington con mayor fervor en tener en jaque al Este
que matrimonio rico conflic tos. son Las en dosun superpotencias no en constitu ye n precisamente ninguna ex ce pció n. La misma convicción de saber exactamente
con más las maravillas técnicas militares cada vez sutiles. El mando supremo soviético, en cam bio, fue seducido de un modo mucho más
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elegante. Se le sugirió que el Oeste repre senta para ellos un triple peligro: en pri mer término, naturalmente el peligro mili tar del que sólo se pueden defender a con dic ión de pon er en juego casi la totalidad de su potencial económico y científico si quieren alcanzar a los americanos. Que la operación suponga quedarse cortos en otras necesidades importantes de política interna y requiera de los Estados socialis tas satélites sacrificios todavía más gran des, es un efecto por desgracia inevitable. En segundo término, el Oeste es una ame naza ideológica. En este sentido el proble ma es totalmente unilateral, pues parece que el sistema corrupto y capitalista del Oeste es de alguna manera ideológicamen te inmun e. En el Oe ste no les pasaría por la cabeza la idea de interferir emisoras co munistas. Las toneladas de material de propaganda comunista que se pueden descargar tranquilamente en Occidente, no hacen más que provocar bostezos. Nuestra gente, en cambio, no es inmune; de algún mo do la ideolo gía occident al de la no ideología produce en Oriente un efecto irresistible y fascinador, y uno se imagina qué pasaría, si en la estela de una disten100
sión militar ya no resultara tan convincen te la necesidad de cerrar herméticamente la patria a influencias externas, y si escri tos tan peligrosos ejemplo, el «Times» de Londrescomo, o la por «Neue Zürcher Zeitung» les estuviesen más fácilmente al alcance de la mano. Y en terce r tér min o, el Oeste representa una seria amenaza eco nómica. En este aspecto el Este no tiene prácticamente ninguna contrapartida. ¿Qué vez pasaría, ejemplo,recurrir si se hiciese cada más por necesario a las industrias petralíficas occidentales con sus métodos supermodernos de explota ción para perforar los depósitos de petró leo bajo el Mar del Norte siberiano, y la estructura económica del bloque oriental se viera expuesta a una penetración radi cal capitalista? Es mucho mejor entonces para el Este que se mantenga la amenaza militar que estos efectos de la decadencia occidental. Pues, ¿qué sería de la mentali dad heroica de asedio que da estabilidad a la política interna? ¿Qué sería de la defen sa de la patria sagrada que a todos obliga? ¿Qué sería de la permanencia del princi pio básico bidimensional: «Quien no está conmigo, está contra mí»? 101
Desorden y orden Podría discutirse indefinidamente la razón de que sea tan fácil obstinarse en soluciones erróneas, las de pocae monta como en las tanto más en importantes, intentar siem pre «m ás de lo mis mo », has ta que la muerte, la gran mantenedora del orden, se hace cargo de la solución final. Para la física clásica la explicación se ha llaba en el axioma segundo de la termodi námica, a saber, en la tendencia de todos los procesos vitales de pasar del orden al desorden. Este proceso se llama entropía. Para ser honestos hay que añadir, sin embargo, que tanto el científico como el aficionado conocen también el proceso contrario, es decir, el desarrollo que se da por todas partes y que va de unos ordena mientos más simples a otros más elabora dos, llamado en la ciencia negentropía. 103
Llegados a este punto, el tema puede ser interesante para quien quiera resolver problemas, pues los cabos sueltos que de jam os pendie ntes en los capítulos anterio res, ahora empiez an a entretejerse y a per filar un modelo. Volvamos de nuevo al caso de las lu chas de trincheras en Flandes. Sobre todo hemos de tener presente que el principio del «vivir y dejar vivir» no fue el fruto de un
complejidad de los procesos que llevan del desorden al orden. En los buenos tiempos pasados la respuesta era sencilla: se tenía por evidente que los poderes supremos lo dominaban todo. Pero esto recuerda fatal mente el principio dormitivo de Moliere. Hoy no habría nada que alegar contra la suposición de un principio determinado, sólo que, evidentemente, éste no viene de arriba, sino, por deci rlo así, de d entro y de
acuerdo entre las partesespontáneamente. contendient es, si no que se desarrolló Se formó «de alguna manera» y creó así su propia realidad concreta; una realidad que era tanto más asombrosa cuanto que el contexto de donde salía, era un contexto intencionadamente entrópico, y desde arriba se habían toma do todas las medid as para garant izar la muer te y la destrucción. Naturalmente, Hölderlin ya sabía que don de amenaza el peligro crece también la salvación. Pero con esto Hölderlin no hace más que dar una expresión poética al fe nómeno. Pero, ¿cómo se llega a este punto?
abajo, y que no obstante demuestra ser más y distinto que la base de donde proce de. Sobre esto ya hablamos en el capítulo segundo. Pero aquí ya no nos ocupamos más de los problemas del «más de lo mis mo», sino de los resultados de las influen cias recíprocas entre los diversos ele mentos. Para no parecer que nos ocupamos de teorías demasiado vagas, aquí van un par de ejemplos prácticos: dos átomos de hi drógeno y un átomo de oxígeno, si entran en contacto, dan por resultado, como es sabido, una sustancia, H O, cuyas propie dades no son reducibles a las de los ele mentos H y O. El agua es algo distinto y no la suma de unas propiedades individuales determinadas. Todo intento de reducción
A esta pregunta no tenemos de mo mento más que respuestas provisionales. Todavía perm anece inc ompre nsi ble la 104
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a sus elementos constitutivos sería un absurdo. Pero nosotros cometemos preci samente este absurdo una y otra vez. To memos el caso simple de una relación en tre dos sujetos, no a un nivel molecular, sino humano. Ya hemos insinuado repeti das veces que dos personas en caso de conflicto se inclinan a ver la culpa en el otro. Las dos están convencidas de que por su parte contribuyen a la solución del
tatar que son decisivas para nuestra vida. Pero en este punto el asunto se hace ina ceptable para los perfeccionistas. Pues se ve claro que este nuevo orden sólo puede resultar allí donde hay un cierto desorde n. De W. Ross Ashby, uno de los fundadores de la cibernética, procede el ejemplo obvio siguiente: un funámbu lo puede man tener el equilibrio, si hace sin parar movi mientos irregulares con s u tiento. (Lo mis
conflicto y que, si el problema permanece, es por culpa del otro, pues ¿qué otra expli cación habría? No parece haber un tercero cuando se trata de dos personas. Sin embargo lo hay, pues toda rel ación, ya sea entre átomos, células, órganos, personas, naciones, etc., es m ás y distinta que la su ma de los element os que las partes en rela ción aportan, es más bien una calidad emergente (como se dice ya hace tiempo en biología) superpersonal o una pauta (Gestalt en el sentido psicológico). Por esto el principio del «vivir y dejar vivir» en Flandes no fue la iniciativa de un
mo vale para los movimientos que se ha cen con el manillar de la bicicleta.) Si uno quisiese perfeccionar el estilo del equili brista impidiendo estas fluctuaciones des ordenadas y exigiendo que el tiento se mantuviese fijo, el funámbulo perdería de inmediato el e quilibr io y se caería. Eviden te, ¿no es verdad? Sí, pero sólo en el caso de equilibristas y ciclistas. En casi todos los otros ámbitos de la vida estamos muy lejos de reconocer que un orden desmesu rado se convierta en enemigo mortal del desorden, porque ahogue toda posibilidad de un desarrollo ulterior. Cualquier perito industrial, del que se espera que establez ca un orden perfecto, podría decir mucho sobre esta solución clarifinante. Esto no quiere decir que el desorden sea siempre
bandosino ni del otro ni tampoco de la unsituación. indivi duo, algo que resultó de Quien haya agudizado su vista para esta clase de calidades emergentes podrá cons106
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bueno, sino que lo nuevo precisa una cali dad emerg ente, y és ta, a su vez, precisa un cierto grado de desorden. Pero resulta mucho más convincente arremeter contra los males del desorden que contra los del orden.
Humanidad, divinidad, bestialidad «H e who would do good must do so in minute particulars; the general good is the plea of patriots, politicians and knaves»
(quien quiera obrar el bien que lo haga en pasos minúsculos; el bien de todos es la excusa de patriotas, políticos y maleantes) dijo, al parecer, el satírico inglés Samuel Butler. La naturaleza parece darle la razón. To do lo que se desarrolla, crece y florece, procede por «pasos cortos», los grandes cambios son catastróficos. Lo que pasa es que los pasos pequeños difícilmente des piertan entusiasmo, las promesas utópi cas, en cambio, encienden a las masas y las ponen en qu movimien Ade ta n «ev ide nte s», e sólo unto.idio tamás o unson malva do podría oponerse a ellas. Probablemente la solución clarifinante 108
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más clásica de todos los problemas del bien común procede de Platón. Para él el filósofo ya no es el buscador (socrático) de la verdad, sino que tiene la verdad. En otras palabras, el filósofo es el vidente del orden divino que está oculto a la masa del vulgo. ¿Quién podrá sentirse más llamado que él a dominar sobre el destino de los hombres y del Estado? Gomo acentúa Karl Popper con frecuencia en sus escritos
diciona lmente al caudillo, al filósofo-rey. Donde se acepilla, vuelan las virutas, dice la apología totalitar ia de las consecuenc ias inhumanas de esta solución final, cuyas etapas el poeta Grillparzer ha esbozado con una concisión insuperable con las pa labras «humanidad, divinidad, bes tialidad». Lo horrible del caso es que las aberra ciones que aquí hemos insinuado sólo su
[11],imaginaba Platón noestar deja lugar a dudas de de que se en posesión la verdad. Lo que se sigue de aquí es de una lógica inevitable que Platón ha expuesto sin repa ros en la República y en las Leyes. Por ejemplo, no basta con que el sabio tenga conocimiento de la verdad eterna; ésta tie ne qu e ser transmitida al ignorante, y si es necesa rio, aun contra su voluntad. Ello au toriz a al filósofo-rey a pone r hasta las false dades al servicio de la verdad. Toda inter pretación individual de la verdad tiene que ser reprimida (Platón recomienda para es to que se establezcan unas instituciones
perficialmente, no son desviaciones de si la doctrina inmaculada o faltas de lógica, no que resultan lógicamente de la tesis convincente de que en beneficio de todos tendría que dominar sin límites el más sa bio. Pero ya la elección del más sabio pro voca una paradoja: ¿quién decide quién es el más sabio? ¿Un supersabio? Pero si hay un supersabio, entonces éste debería dominar por encima del sabio. ¿O ten drían que decidir los menos sabios que precisamente a causa de su sabiduría imperfecta no llegarían nunca a un acuer do sobre quién es el más sabio de ellos? O bien ¿qué persona honrada no apo yaría del to do una tal solución ideal de to dos los problemas sociales, como, por ejemplo, la que dice: «Dar a cada uno lo
que corresponden del todo a la inquisición y a los cam pos de co ncen tr ac ión) . Hay qu e criar una raza de hombres que siga incon110
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que necesite y pedir de cada uno lo que pueda dar»? Magnífico, ¿no es verdad? El mal es que esta «solución» presupone una abundancia de bienes y la presencia de al gunos sabios que, de alguna manera y (evi dentemente) con una autoridad obligato ria para todos, decid en qué es l o que cada cual necesita y qué es lo que cada uno puede dar. En efecto, si el sujeto en cues tión, o mejor dicho, el sujeto afectado no
tenta dos inca paces y desleale s?» [ 12 ] . De masiado humano, ¿no es verdad? Pero volvamos al punto de partida de este capítulo: lo grande está escondido en lo pequeño. Que esta idea no pueda pre tender ser srcinal, y que ya en tiempos antiguos se reconoció el valor de lo pe queño, se demu estra con un amable cuen to oriental:
piensa lo ymismo, no funcio na en él, no en entonces la verdad algo establecida una vez para siempre de la ideología. Frente a estas palabras claras y electri ficantes las voces de algunos pocos amonestadores tienen pocas probabilidades de éxito. Un ejemplo de ello es Karl Popper, quien sostiene una política de «pasos cortos», que precisamente por ser cortos, aparecen demasiado mezquinos para las ideas de grandes vuelos que prom eten una felicidad universal. Imagínese una repúbli ca cuyos representantes pretenden fun dar, no el paraíso terrenal, sino que se pre guntan con Karl Popper: «¿Cómo podría mos organizar nuestras instituciones políticas de tal modo que no causasen grandes daños ni siquiera en manos de po-
El místico Shibli de Bagdad murió en 945. Después de su muerte le vio en sueños uno de sus amigos y le preguntó: «¿Cómo te ha tratado Dios?» Éste dijo: «Me hizo presentar ante él y me preguntó: "Abu Bakr, ¿sabes por qué te he perdona do?" Le dije: "Por mis buenas obras." Me respondió: "No." Le dije: "Porque fui sin cero en mi adoración." Me dijo: "No." Le dije: "Por mis peregrinaciones y ayunos y por el cumplimiento de mis oraciones." Me dijo: " No , no es por esto que te he per donado." Le dije: "Por mis viajes en bús queda de sabiduría y porque fui a visitar a los piadosos." Me dijo: "No." Le dije: "Oh Señor, éstas son las obras que llevan a la salvación que para mí tenían la preferen cia sobre todo lo demá s y por las que siem-
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pre pensé que tú me perdonarías." Me di j o : "Sin em bargo no te he perdo nado por todas estas obras." Le dije: "Señor, ¿por qué, entonces?" Me dijo: "Te acuerdas que un día ibas por las calles de Bagdad y en contraste un gatito que ya estaba muy extenuado por el frío y que iba de una pa red a otra en búsq ueda de abrigo contra el frío y la nieve, y que tú, por compasión, lo cogiste y abrigaste con tu capa y lo llevaste y protegiste del torm ento del frío?" Le dije: "Sí, me acuerdo." Me dijo: "Porque tuviste compasión de aquel gatito, yo también me compadecí de ti"» [17].
Triste domingo Lásti ma que la historia de Abu Bakr y el gatito no nos diga nada sobre si y en qué sentido su bondad se extendía sobre sí mismo. Pues el caso es que hay personas que se excluyen de su propia bonda d. Pue de que esta afirmación cause extrañeza a primera vista. La Biblia misma parece señalar en sentido contrario, cuando nos pide que amemos al prójimo (al menos) como a nosotros mismos. Precisamente esto no se daba en el ca so de János Jankó de la pequeña ciudad húngara Varumnyiháza. Bueno, János no era ningún filántropo declarado, pero, ca so poco frecuente, prácticamente no tenía ningún enemigo. Su edad le permitía ha ber vivido las catástrofes de su país desde los años treinta. En 1956 consiguió emi grar y en los años que siguieron llegó a
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amoldarse bastante bien al nuevo país a donde había ido a parar. Dicho con más precisión y para usar una expresión algo contradictoria, vivía allí desde hacía años en una soledad confortable. Esta situación cambió de raíz, cuando el día de su 55 ani versario se despertó por la mañana —pro bablemente arrojado de un sueño al mun do real— con la melodía melancólica del canto gitano, Triste domingo, en los oídos que persistió horas y más horas sin que el hombre pudiese deshacerse de ella. Es po sible que mis lectores no sepan que la me lancolía de esta canción, en la juventud de Jankó, fue según parece causa de una ola de suicidios en su patria que para este tipo de soluciones clarifinantes desde siempre ha tenido una cierta debilidad, y que inclu so la canción fue oficialmente prohibida. Es fácil de comprender que esta medida de las autoridades contribuyó a hacer el Triste domingo todavía más popular. Ahora no discutimos, si fue la melodía únicamente o si también el hecho de que Jankó aquella mañana de su cumpleaño s
consigo mismo. Fue como si se declarase que la paz de la que había gozado hasta entonces, no fuese más que un armisticio, como si siempre hubiese habido un con flicto latente, que ahora estallaba. Si desde fuera se hubiese podido penetrar con la mirada en su interior, quizás hubiese dad o la impresión de que se trataba de un con flicto perverso entre dos personas: entre un potentado medieval cruel y su víctima
se creyó en la obligación de hacer un ba lance de su vida. El resultado fue, en todo caso, que de repente se sintió insatisfecho
todavía para él una fuente de reproches— todas sus modestas necesidades materia les estaban satisfechas, conservaba toda-
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desamparada, la que el de potentado man tiene prendida,a amenaza continuo, le hace padecer hambre y le quita el sueño. János Jankó no lo veía así. Sólo experi mentó un sentimiento de vacío y una ene mistad creciente contra sí mismo con una fuerza que nunca antes había sentido para con otras personas. El hecho de que se sintiese amenazado de un modo impreci so, que adelgazase y padeciese insomnio, no eran más que efectos concomitantes sin explicación para él. En todo caso, su médico no halló causa física alguna. Pasaron los meses, pero no el frío y va cío del mundo. Con esto —y ello constituía
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vía la salud y las circunstancias concretas de su vida eran en cierta manera acepta bles. Y sin embargo todo era insoportable. Si la vida no tiene sentido alguno, ¿qué sentido tendrá vivir? Justamente en este estado de ánimo le vino a la memoria después de muchos años, de un modo inesperado como el Triste domingo. Los demonios de Dostoievski, sobre todo aquella escena en la que Kiriloff declara que la muerte de Cristo manifiesta lo absurdo del mundo. Buscó el pasaje y leyó: «Oye: este hombre fue el más sublime de toda la tierra, fue la encarnación de lo que constituía el motivo de vivir de la tie rra. Todo el planeta con todo lo que contie ne, sin este h ombre n o es nada má s que un absurdo. Ni antes ni después de él no ha habido nada semejante, nunca, hasta el punto de que esto mismo ya constituye un milagro. Precisamente el milagro está en que antes de él no hubo nadie que le igua lara, y después de él no lo habrá. Pero si esto es así, si las leyes de la naturaleza no perdonan ni siquiera a este único, si no han tenido compasión con su propia obra 118
maestra y le han obligado también a vivir en m edio de la mentira y a morir por culpa de la mentira, entonces es que todo el pla neta es mentira y se basa sobre la mentira y el escar nio insensato. Entonces las mis mas leyes del planeta son también menti ra y un vaudeville del diablo. ¿Para qué vivir? Responde, si eres hombre.» Un físico habría dicho que Kiriloff sólo veía la entropía del acontecer mundial. Lo mismo podría decirse de János Jankó. De todas maneras, ya estaba decidido. La so lución era la muert e, y, com o para Kiril off, la pistola era su realización. O, al menos, así le parecía. Visto desde fuera habría po dido decirse que el potentado se había de cidido a ejecutar a su víctima. Sea como fuere, lo determinante fue que Jankó llegó a un propósito firme y que con esto un simple estado de ánimo se convirtió en un hecho que ya estaba al caer. Y de repente se le hizo claro que en su vida ya había estado dos veces en este mismo umbral. La primera vez había sido hacía algu nos años, cuando le pareció que un poder desconocido le daba una extraña lección. Gomo la mayor parte de nosotros, despué s 119
de mucho cavilar sobre la vejez y la muer te, Jankó había llegado al pr opósito firme y formidable de que en caso de una en fermedad incurable primero empezaría por soportarla, por someterse, por respeto a la propia vida, a los tratamientos que pa reciesen razonables, pero que, al sobreve nir los estadios insoportables de la en fermedad, se reservaría el derecho de qui tarse la vida. Así, pues, un día se dio la sospecha de que tenía un tumor y que de
vencia estaba amenazada diabólicamente en tres sentidos: por los ocupantes y la «solución final» que practicaban, por sus enemigos que siempre estaban más cerca, y por las alfombras d e b ombas de cad a no che de las que sólo podía esperarse la sal vación para un mundo libre y sano. En tonces ya tenía una pistola; pero se dio cuenta de que en aquellos meses de ham bre y de miedo elemental ni una sola vez había pensado que el mundo fuese absur
bería someterse a su investigación. Tuvo que espera r 48 horas a que los patólogos le comunicaran su veredicto. Y con esto se dio al traste con su decisión fría. De repe n te la muerte ya no era ninguna alternativa, sólo contaba la vida, seguramente no por inmadurez cobarde, y esto era lo que le sorpren día más que nada. La simple proxi midad de la muerte le inspiró respeto ante la vida. Y nad a cambi ó la situación, cuando se le comun icó que no tenía ningú n motiv o de preocuparse. Con el paso del tiempo fue desapareciendo esta impresión. La otra experiencia la tuvo mucho antes; en aquellos años en que él y mu chos otros no sólo carecían de lo más ne cesario para la vida, sino que la supervi-
do, sino únicamente en sobrevivir. Era lo que George Orwell quería decir, cuando escribía en uno de sus ensayos: «Las per sonas con el estómago vacío no desespe ran nunca del universo, ni siquiera pien san en ello.» Guando le vinieron a la memoria estos recuerdos, se le hizo claro que también ahora, a pesar de su desesperación y has tío, no tenía el menor deseo de convertirse en cadáver. Lo que quería y deseaba con todo el alma, era algo fundamentalmente nuevo, era un cambio radical. Y así recha zó la solución clarifinante de la pistola y, en este momento, entró en el servicio de la negentropía. Dicho con términos menos científicos: salió de la alternativa «vacie-
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dad de la vida o vaciedad de la muerte» y se puso en los caminos tortuosos de la búsqueda.
¿Es esto lo que busco? Los caminos errados se declaran como tales cuando uno los pasa. Esta perogrulla da coincide con uno de los axiomas del lla mado constructivismo, ciencia que inves tiga la manera como los hombres creamos nuestra propia realidad. Según este axio ma de la realidad «real» (en caso de que ésta exista) sólo podemos conocer lo que no es. Uno de los representantes principa les del constructivismo radical, el psicólo go Ernst von Glasersfeld, escribe sobre esto: «El organismo viviente construye el sa ber para ordenar, en la medida de lo posi ble, el río informe del vivir en unas viven cias y en unas relaciones mu tuas repetibles entre dichas vivencias que sean relativamente seguras. Las posibilidades 122
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de construir un ordenamiento tal están siempre determinadas por los pasos que han precedido en el curso de la construc ción. Esto quiere decir que el mundo «real» se revela exclusivamente allí donde nuestras construcciones fracasan. Pero como únicamente podemos describir y ex plicar el fracaso precisamente con aque llos conceptos que hemos usado para la construcción de las estructuras que han fracasado, nunca se nos puede transmitir una imagen del mundo que podamos ha cer responsable del fracaso» [6]. Esta perspectiva tiene la ventaja —al menos así lo espero— de introducir un de nominador común en el barullo de solu ciones y desaciertos de los que se compo ne este libro. Quizás en un acceso de me galomanía, quisiera añadir todavía aquella cita del Tractatus de Wittgenstein (6.54) en el que, por decirl o así, también él habla de «extravíos»: «Mis proposiciones se explican por el hecho de oce quepor el que me entiende al al final las recon absurdas, si va más lá a través de ellas, encima de ellas, sobre 124
ellas. (P or deci rlo así, tienes que volca r la escalera, después de haber subido en ella.)» En este punto y después de todas estas proposiciones, ha llegado el momento de volver a «nuestro hombre» que dejamos al final del capítulo p rime ro. Supongamos, para facilitar, que fue él quien salió en bús queda de seguridad, certeza, plenitud y por eso mismo de una felicidad definitiva a través de todos los extravíos que hemos descrito aquí y de muchos otros que no hemos descrito. Pero tan pronto como le yó a Novalis y se enc ontró con el sím bol o de la flor azul, que florece ocultamente en alguna parte y cuyo hallazgo constituía pa ra el romanticismo el cumplimiento del anhelo más profundo, se entendió a sí mis mo como buscador. Hasta aquel entonces este motivo conductor de su vida había permanecido desconocido para él, preci samente porque estaba plenamente inmerso en él. A esta razón siguió pronto una segunda que procedía de la primera, pero querománticos también separecían convirtiósaber en proble ma. Los lo que buscaban; «nuestro hombre» buscaba sin 125
saber qué. No sólo no sabía dónde encon trar lo que buscaba, sino que tampoco sa bía qué buscaba. Y sin embargo entendía ahora que en todo momento de su vida mediante cada una de sus acciones, aun las más insignificantes, preguntaba al mundo: ¿Es esto lo que busco? ¿Cómo, si no, podría uno buscar aquello de lo que está sediento «c om o el ciervo p or el agua» y de lo que ni siquie ra co no ce el nom bre? Por desgracia no había leído el Tao Te King, pues allí habría encontrado la res puesta:
pia lo que Omar Khayyam ya expresa en su Rubaiyat «... recorres el universo, vuelves
Para nuestro hombre la búsqueda de sentido y nombre tuvo un efecto parecido al que experimentó Fausto: recorrió el mundo entero, cogió por los pelos todo asomo de felicidad, prestó atención y pre guntó insistentemente: «¿Es esto lo que busco?», y siempre tuvo que responder la pregunta con: «No lo es.» En otras pala bras, tuvo que experimentar en carne pro-
al rincón de la celda, y todo es nada, nada, nada.» Siempre se quedaba con las manos va cías, pero siempre deducía de ello que la única conclusión posible era que cada vez esto que hallaba no era lo que buscaba, que todavía no había dado con el nombre correcto de esto y que no lo había buscado en el lugar correcto. A veces le daba a la promesa el nombre de objetivos determi nados que con frecuencia le exigían un es fuerzo de años, que le capacitaron para lle var a cabo tareas desacostumbradas, que le ocasionaron la admiración de los que le rodeaban, pero que luego, al momento de llegar, no cumplían lo que había n prome ti do; un dese ngaño tratado por Shakespeare en uno de sus sonetos: «... dicha en el intento, y, una vez intentado, no más que tortura; esperado con alegría, sombras después.» Y en casos como éste pasa co mo con un espejismo engañoso que des aparece cuando uno se le acerca y se con vierte otra vez en apetecible tan pronto co mo uno se aleja de él o lo pi erde . Así, pues, nuestro hombre anhelaba con frecuencia
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«El sentido que se puede pensar, no es el sentido eterno. El nombre que se puede nombrar, no es el nombre eterno.»
ciudades y paisajes lejanos y suponía fir memente (él mismo no sabía explicarse cómo llegaba a estas suposiciones) que su consecución le depararía un sentido ple namente nuevo de su propio yo, pero rete nían este cumplimiento tan pronto como llegaba. Los recorría desengañado; él, él mismo, el de siempre, no más rico, en na da distinto. Y luego, poco tiempo después de su partida desalentada, aparecía de nuevo el anhelo por aquel lugar luminoso y prometedor, como si precisamente no acabase de experimentar que dicho lugar no era «esto» que buscaba. Y seguía ade lante con esta desilusión. Muchas veces s e trataba de mujeres que , antes de entregár sele, se convertían en encarnación de todo su anhelo, y después no eran más que un cuer po distinto del suyo. Luego venía la se paración amarga, y con ella la vuelta de la ilusión, pero ahora hecha más luminosa por el sentimiento del paraíso perd ido. Y le seguía de nuevo el vacío. Nuestro hombre se sentía traicionado, engañado, margina do. Si hubiese creído en Dios, le hubiese acusado de no dejarlo volver a su regazo. Pero com o era ateo jugaba ocasionalmen te con el pensamiento de la solución clari128
finante del suicidio, pues su desespera
ción crecía desmesuradamente hasta el punto de pare cer que lo iba a sofocar tod o. ¿Para qué seguir viviendo? Visto desde fuera, su problema era bien trivial. Cada vez ponía en duda sólo el obje tivo buscado, pero no, en cambio, la busqueda misma. Así nuestro hombre busca ba sin repo so, p ues los posibles lugares de hallazgos son infinitos. En lo que el roman ticis mo no había tenido en cuenta era en la posibilidad trivial de que no existe la flor azul, en vez de cons iderar la posibilidad de que el buscador sin duda no había busca do en el lugar deb ido . Por esto pare cía que sólo se daba la alternativa maniquea de encontrar y no encontrar, y nuestro hom bre se hallaba prendido consigo mismo en este juego de sumas a cero. Es muy difícil explicar con claridad y sobre todo de una manera convincente, cómo nuestro hombre se salvó de esta pri sión. Sin duda le ayudó el hecho de que el destino casi nunca le negó que llegara al fin propuesto. Ya hemos visto que una no hay nada que desilusione tanto como es peranza cumplida y na da tan engaño so co mo una esperanza rehusada. 129
Así, pues, había llegado al punto de te ner plena conciencia de su búsqueda, y con esto de su pregunta eterna a todos los contenidos y aspectos del mundo: ¿Es es to lo que busco? Y sucedió que un día se produjo un cambio pequeño; uno de estos cambios que son tan pequeños que arras tran cambios grandes. Gesó de preguntar se si por fin había alcanzado el objeto de sus anhelos y se dio cuenta de que ningún esto podía ser más que un nombre dado a algo que estaba dentro de su ser y no fuera en el mundo, y los nombres no son más que un eco, humo. En este momento se esfumó la separación entre él y esto, entre sujeto y objeto, como dirían los filósofos. Nada de lo que buscaba podía ser esto. Lo
calipsis que dice que ya no habrá más
tiempo, y se precipitó sobre la plenitud intemporal del momento presente. Pero sólo por una fracción de segundo se mantuvo en esta intemporalidad, pues para conservarla cayó en seguida en la so lución clarifínante de dar un nombre a esta vivencia y de buscar su repetición...
que el mundo no contiene, tampoco lo pue de retener, se decía a sí mismo para su
prop io as omb ro; y aun las palabras que ex trañamente le sonaban llenas de sentido: Yo soy más yo que yo. De repente vio claro que la búsqueda era la única razón de no haber hallado hasta entonces; que en el mundo exterior no se puede encontrar, y por lo tanto no tener, lo que uno es desde siempre. Así se cumplió en él la palabra del Apo130
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