Hace unos días, mientras buscaba información para una entrada sobre los Boskops, me topé con este texto de Loren Eiseley (1907-1977), un respetado antropólogo, divulgador, ecologista y poeta. Loren Eiseley publicó ensayos, biografías y artículos de ciencia en general durante casi tres décadas. En Wikipedia leo que Eiseley era famoso por su estilo llamado Ensayo Oculto, textos donde usaba un estilo poético para explicar ideas científicas complejas (como las relacionadas con la evolución humana) al público general. También es conocido por sus escritos acerca de la relación de la humanidad con el ambiente que la rodea. Entre sus libros más famosos están: The Immense Journey (1957), Darwin’s Darwin’s Century (1958), The Unexpected Universe (1969), The Night Country (1971) y su libro de memorias All the Strange Hours (1975) cuya portada acompaña este artículo. Como decía, leí este texto tratando de reunir información para el artículo que mencioné previamente y… simplemente me quedé sin palabras por la belleza de su estilo, los
conceptos que describe y la lucidez que emana de este autor que, desgraciadamente, dejó este mundo hace más de treinta años. Por más que lo intentaba, no podía dejar el texto de lado, así que decidí intentar una traducción para los lectores más valientes del blog. Les aclaro que el texto es muy extenso, pero estoy seguro que no se arrepentirán de su lectura. También pido disculpas a los lectores por el destrozo que, inevitablemente, hago del texto de Eiseley. No soy traductor profesional ni nada por el estilo, pero haré mi mejor esfuerzo. Algunos pasajes son algo oscuros y de estilo exquisito y complejo. En ellos, he hecho una traducción más libre, acorde con mis limitaciones. *******************************
El Hombre del Futuro (Fragmento del libro "The Inmense Journey") Por Loren Eiseley
Hay días en que me encuentro a mí mismo misteriosamente pesimista respecto al futuro del hombre. De hecho, debo confesar que ha habido ocasiones en que juro que jamás volveré a hacer del estudio del tiempo una profesión. Mis paredes están atestadas de libros que desentrañan sus misterios, mis manos se han partido y lastimado urgando en recipientes de cal donde reposan los huesos cuyas grietas estudio. He mirado tanto a la muerte que puedo reconocer las personalidades que brotan de las caras de los cráneos y sentirme subyugado por las afinidades y odios que me provocan. Uno de esos cráneos descansa en una repisa de un gran museo metropolitano. Está marcado simplemente como: Strandlooper, Sudáfrica. Nunca he mirado tanto tiempo a un rostro
humano como lo he hecho con la facciones de ese cráneo. Voy ahí con mucha frecuencia, atraído contra mi voluntad. Es un rostro que, de alguna manera, hace realidad los cuentos fantásticos de mi infancia. Hay en él una remembranza de la gente que Wells delineó en su libro La Máquina del Tiempo, esos patéticos e infantiles habitantes habitantes que Wells sitúa en las otoñales ciudades de un lejano futuro de este planeta moribundo. Pero este cráneo no ha sido traído a nosotros desde épocas futuras por una máquina del tiempo. Es algo, de hecho, del pasado milenario. Es una caricatura del hombre moderno, no por causa de sus características primitivas, sino por todo lo contrario, por su incomprensible modernidad. Constituye, de hecho, una misteriosa profecía, y una advertencia. Desde el momento en que los estudiosos de la humanidad han comenzado a relajar su concepto de "hombre", ése ser surgió, vivió y desapareció. Nosotros, los hombres de ahora, somos insaciablemente curiosos acerca de nosotros mismos y tenemos una gran necesidad de autoafirmarnos. Pero en la raíz de esa enorme confianza hay miedo, un creciente miedo sobre el futuro que estamos creando. De éste modo, damos vuelta a las páginas de nuestra revista favorita y, de vez en cuando, hallamos una descripción del hombre del futuro. Las descripciones de este hombre nunca son pesimistas; siempre destilan una sublime confianza e incluyen sólo un tipo de humanidad, la nuestra. Son, casi siempre, imágenes halagadoras. De hecho, un distinguido colega mío que es adepto a éste tipo de profecías permitió que alguien hiciera una imagen etérea de él mismo para que fuera usada en una ilustración de cómo se vería el hombre del futuro. No importó que fuera calvo, ya que todos los hombres del futuro serían calvos. De vez en cuando les enseño esta imagen a mis estudiantes. Ellos la encuentran altamente reconfortante. Alguien muy inteligente vendría a salvar a la humanidad en el momento justo. "Está muy bien", dicen, mirando la fotografía de mi amigo, titulada "El Hombre del Futuro". Se muestran de acuerdo con la imagen de un hombre cuyo cerebro se hace cada vez más grande mientras los dientes son cada vez más pequeños. Las voces de mis estudiantes se elevan con juvenil confianza, la confianza engendrada por mis persuasivos colegas y por mí mismo. A veces me contagio con su entusiasmo. Debería recuperar esa confianza, esa calidez. Debería, pero…
Hay sólo una cosa que no nos hemos atrevido a mencionar. Es ésta, y ustedes no la creerán. Ya ha sucedido. En el pasado, diez mil años atrás. El hombre del futuro, con un gran cerebro y dientes pequeños. ¿A dónde fue ese hombre? A ninguna parte. Tal vez no haya un futuro. O, si lo hay, tal vez está escrito en un pequeño montón de huesos en cierto lugar de una playa de Sudáfrica. Muchos de ustedes, lectores, pertenecen a la raza blanca. Nos gusta pensar que este hombre del futuro será blanco. Eso halaga nuestro ego. Pero el hombre del futuro en el pasado del que estoy hablando no era blanco. Vivía en África. Su cerebro era más grande que nuestro cerebro. Su rostro era pequeño y recto, casi como el de un niño. Él fue el final de un
proceso evolucionario muy similar al que los antropólogos nos dicen que llegaremos algún día. En las mentes de muchos académicos, el proceso de "fetalización" es uno de los principales mecanismos por los cuales el hombre ha perdido su apariencia feroz de hace un millón de años, prolongando su infancia e incrementando el tamaño de su cerebro. La "Fetalización" o "Paidomorfismo" significa la retención, en la vida adulta, de características corporales que en estados evolucionarios previos correspondían sólo a la infancia. Dichos rasgos se pierden rápidamente cuando el animal alcanza la madurez. Si examinamos la historia de vida de uno de los grandes simios y comparamos su desarrollo con el del hombre, observamos que las etapas infantiles de ambos son mucho más parecidas que cuando alcanzan la madurez. Al nacimiento, tal como hemos visto, el cerebro del gorila es muy semejante en tamaño al de un bebé humano. Tanto el gorila recién nacido como el niño humano son muy parecidos en cuanto a los rasgos faciales de lo que serán jamás pues el bebé gorila, con el transcurso del tiempo, desarrollará un hocico poderoso y prominente. Las suturas de su cráneo se cerrarán de forma temprana y su cerebro crecerá muy poco. En contraste, el cerebro humano crecerá constantemente durante un prolongado periodo de juventud. Las suturas craneales permanecerán abiertas aún en la etapa adulta temprana. Los dientes erupcionarán tarde. Además de esto, el cráneo poderosamente blindado y las características violentas del antropoide macho serán mantenidas a raya. En lugar de eso, el niño humano, a través de una prolongada infancia, llegará la vida adulta con el suave y delicado cráneo de la infancia. Sus mandíbulas serán poco conspicuas y carecerán de los enormes músculos del simio. De alguna forma desconocida, las glándulas que estimulan o inhiben el crecimiento han sido moduladas en el curso de la evolución para hacer más lento el crecimiento y para aumentar la longevidad. Somos indefensos en la infancia, pero el prolongado periodo de cuidado materno permite el crecimiento del cerebro y una consecuencia indirecta de esto es que el desarrollo humano se ha alejado de la forma simiesca que caracteriza a la etapa adulta de otros primates. El hombre moderno conserva algo de su aspecto juvenil y sus hábitos mentales infantiles aún cuando haya llegado a la vida adulta. Los grandes machos antropoides, en contraste, pierden la amistosa y juguetona actitud de la infancia. Al final, el grueso cráneo encierra un cerebro pequeño, salvaje y, con frecuencia, malhumorado. Es dudoso que nuestros antepasados de gruesos cráneos vieran con regocijo la vida en sus años de madurez. Nosotros somos, pues, paidomórficos, la versión infantil, aunque madura, de una línea simiesca cuyos años se han prolongado y cuya adolescencia se ha hecho casi permanente. Somos, para nuestro tiempo, civilizados. Ingerimos comida suave. Mostramos signos, en nuestras mandíbulas acortadas, de haber perdido las muelas del juicio. Nuestro cerebro se ha elevado por encima de nuestros ojos y casi ninguno de nosotros (incluso nuestros luchadores profesionales) ostenta un arco supraciliar suficiente para impresionar a un gorila joven. Todo indica que nuestros cráneos se están haciendo más ligeros y que nuestras mandíbulas son cada vez más compactas.
Imaginen que esta tendencia continuara en el hombre moderno. Imaginen nuestra capacidad craneal promedio elevándose unos doscientos centímetros cúbicos mientras el rostro continúa reduciéndose proporcionalmente. Obviamente, poseeríamos un mayor relación cerebro – rostro que la que tenemos ahora. Los niños adquieren un rostro más grande debido a los estímulos endócrinos de la madurez. Hasta que ése estímulo ocurre, sus rostros tienen una proporción menor en relación al tamaño de su cerebro. Lo mismo sucedía con aquellos antiguos Sudafricanos. Pero ustedes podrían objetar que este proceso es dependiente de la civilización y se debe a ella. El cuerpo del hombre y su cultura se corresponden mutuamente. A ése grado somos los amos de nuestro destino físico. El misterioso cambio que está sucediendo en nuestros cuerpos se debe a que somos la civilización más lograda en la tierra. Yo creí alguna vez en este axioma, lo creí de todo corazón. Es tan lógico que me bastaba ver los rostros ascéticos, ennoblecidos y serios de mis colegas para creerlo. Sumariza los lineamientos de la raza a la que pertenezco. Pero ésta no es, ahora lo sé, la más fetalizada raza ni la que tiene el mayor cerebro. Ese juego ha sido jugado antes de que comenzara la historia escrita; jugado en un oscuro puerto del mundo desde el que las naves jamás partieron y donde las hordas de humanos tallaban piedras tal y como nuestros ancestros las tallaban en el norte de Europa cuando el vasto hielo yacía pesadamente en la tierra. Esta gente no era civilizada; ellos no eran blancos. Pero coincidían en cada aspecto con la descripción física del hombre del mañana. Lograron dicho estatus con la cruda y primitiva dieta de un salvaje. Sus delicados y graciosamente reducidos dientes y frágiles mandíbulas son el impresionante testimonio de un extraño y apresurado cambio. Nada en su medio ambiente lo explica. Ellos fueron, seguramente, los niños del mañana, nacidos por error en un país de leones, lanzas y arena. África no es un continente de hombres negros en el sentido en que estamos inclinados a pensar. Como cualquier otra gran extensión de tierra tiene complejas amalgamas, extrañas variantes genéticas, desviaciones raciales cuyos tipos de sangre son imposibles de rastrear. Sólo sabemos que el primer hombre verdadero que transtornó la apacible calma de las aves marinas sobre una bahía era de un tipo que la humanidad nunca ha vuelto a ver ya que sus características se mantuvieron por un breve periodo, y que generó una descendencia mixta. Está emparentado de una tenue manera con el moderno enano bosquimano del Kalahari, pero estos son pequeños de cerebro y cuerpo, y se precipitan de forma acelerada hacia la extinción. Los antecesores del bosquimano, por contraste, pudieron haber escapado con Weena de las eras futuras a bordo de la Máquina del Tiempo. Distribuidos a lo largo de la costa sudafricana, en los estratos más bajos de los refugios rocosos, así como en la grava de la Era del Hielo y otros depósitos primigenios, yacen los huesos de esta gente única. Son tan lejanos de nosotros en el tiempo que el primer arqueólogo que exploró sus cuevas y playas pensaba haber hallado algún antepasado humano primitivo como el hombre de Neanderthal. En lugar de eso, sus palas descubrieron una rama desconocida de la humanidad la cual, en palabras de Sir Arthur Keith, el gran anatomista inglés, "sobrepasa, en volumen cerebral, a cualquier europeo, antiguo o moderno…"
Pero eso no es todo. El Dr. Drennan, de la Universidad de Capetown, comenta sobre uno de estos especímenes: "Parece ultramoderno en muchas de sus características, sobrepasando a los europeos casi en cualquier aspecto. Eso significa que es menos simiesco que cualquier cráneo moderno" El Dr Drennan atribuye esta ultramodernidad a la curiosa fetalización de la que hemos hablado. Más fascinante que la gran capacidad cerebral por sí misma, es la relación entre el cráneo con la base del mismo y con el rostro. La base del cráneo es la zona que se encuentra entre la raíz de la nariz y el comienzo de la columna, y se encuentra acortada de la forma característica en que lo está en el cráneo de los niños antes de que la base se expanda para dar lugar a la creación del rostro adulto. Así pues, en esta base craneal permanentemente acortada, el gran cerebro se expande, abultando la frente fuertemente por encima de los ojos y dejando el rostro enormemente reducido bajo las cejas. No hay nada en este rostro que sugiera la morfología protrusiva característica de los negros. Es, como dice el Dr, Drennan, "ultramoderna", aún para los estándares caucásicos. La parte más baja del cráneo crecía, aparentemente, a un ritmo lento e infantil mientras que el cerebro se expandía y ensanchaba hasta una gigantesca madurez. Cuando el cráneo fue estudiado y las proporciones computadas, encontramos que este fósil de gente sudafricana, generalmente llamados "Boskop" o "Boskopoides" debido al lugar donde se realizó el primer descubrimiento, tenían una increíble razón cráneo-a-rostro de casi cinco a uno. En los europeos es más o menos de tres a uno. Esto es una clara indicación del grado en que el rostro ha sido "modernizado" y subordinado al crecimiento cerebral. Es cierto que recientemente el Dr. Ronald Singer ha postulado que la gente de "Boskop" no puede ser diferenciada exitosamente de los bosquimanos, porque algunas características Boskopoides pueden ser observadas en éste grupo, pero aún así no niega la apariencia paidomórfica y ultramoderna que hemos discutido. En el mejor de los casos postula, en contraste a lo dicho por Keuth y Drennan, que estas características emergieron de una forma esporádica en la historia racial de Sudáfrica. En contraste, la estructura facial de los actuales caucásicos tiene sólo un rating mediocre cuando se les compara con la gente de Boskop. Los dientes varían un poco de la idea que nos hemos hecho del hombre del futuro, aunque son modernos. Nuestras profecías generalmente incluyen la especulación de que en algún momento perderemos nuestros terceros molares. Esto es porque, frecuentemente, son incapaces de erupcionar, chocan con los otros dientes y causan problemas. La gente de Boskop no tenía este problema. Sus dientes eran pequeños, reducidos y proporcionados a sus delicadas mandíbulas, y libres de cualquier evidencia de las enfermedades dentales que nos aquejan a nosotros. Ahí, en un mundo de cazadores que parece haber demandado por lo menos la sólida dentición moderna del Congo Negro, la naturaleza actuó de otra manera. Estos dientes pueden haber entrado al Waldorf sin que nadie se alarmara. Con el rostro, sin embargo, pudo haber sido diferente. En su estructura anatómica observamos características que ligan a esta gente tanto con el enano bosquimano moderno y a algunas antiguas líneas negroides diferentes de los negros de la costa oeste. Creemos que tenían el denso y rizado cabello de los bosquimanos, así como su piel oscura-amarillenta. Una rama de la raza negra que produjo, hasta donde podemos juzgar desde el punto de vista
anatómico, uno de los más ultrahumanos tipos que jamás han existido. Si estas características aparecieran entre los blancos, habrían sido indudablemente usadas para establecer comparaciones con tras razas "inferiores". Podemos, por supuesto, repetir la última e incontestable pregunta final: ¿Qué significó este tremendo cerebro para la gente de Boskop? Nos podemos maravillar con su curiosa y exótica anatomía. Nos podemos maravillar con los misteriosos poderes escondidos en el cuerpo humano, tan potente que alguna vez se transformó en este más que moderno ser que existió en el umbral de la era del hielo. Podemos debatir por días sobre si el magnífico recipiente craneal realmente contenía un cerebro superior. Podemos sonreír condescendientemente a estos miserables cazadores de moluscos, señalar las mudas piedras que fueron sus herramientas. Podemos hacer eso, pero al hacerlo nos estaremos burlando de nuestros ancestros. Olvidamos la enorme sensibilidad artística que floreció al final de la Edad del Hielo en Europa la cual, extrañamente, floreció aquí también, presente aún en los enanos bosquimanos del Kalahari. No, no podemos despreciar a la gente de Boskop en base a esas premisas, aún cuando sus enormes atributos potenciales no hubieran podido crear una civilización de la noche a la mañana. Lo que podemos decir es que, tal vez, el mecanismo corrió demasiado aprisa, que esta gente estaba pobremente equipada para competir físicamente contra los brutales y más feroces individuos menos fetalizados. En cierto sentido, el reloj biológico los aceleró, colocándolos fuera del tiempo y el lugar precisos, un tiempo que diez mil años después no ha llegado. Podemos especular que mentalmente carecían del elemental salvajismo de sus competidores. Su cabalgata evolucionaria ha desembocado en un pueblo enano y en extinción (si, como muchas autoridades en la materia, aceptamos que los bosquimanos son sus descendientes). Esto, entonces, fue el lógico fin de una completa fetalización: Una lucha desesperada por sobrevivir entre gente más apta y prolífica. La respuesta a la gran pregunta no está en ninguna parte. Pero aquí, en un oscuro laboratorio, cuando los estudiantes ya se han ido, miro una vez más la fotografía de mi amigo en la pantalla, representando una por una las características del refinamiento fetalizado mediante el cual el artista ha tratado de señalar la tendencia de la evolución futura… el gran cerebro, el delicado rostro.
Miro, y sé que he visto todo eso antes, leyendo, como he aprendido a hacerlo, los huesos a través de la carne viva. He visto ese rostro en otra cubierta racial, en otro día olvidado. Y una vez más me doy cuenta de aquél eterno parpadeo de formas, las cuales ahora somos los suficientemente sabios para etiquetarlas como progreso, y cuyo significado se nos escapa siempre. El hombre del futuro vino y nos observó alguna vez con nostálgicos (si bien poco sofisticados) ojos. Dejó sus huesos entre los escombros de una tierra ajena. Si leemos bien la evolución, vendrá otra vez en otro millón de años. ¿Las fuerzas evolucionarias buscan el momento preciso para aparecer? ¿O su surgimiento siempre está destinado, en el momento de su emergencia, a marcar el final de un drama y anticipan la extinción de una raza?
Tal vez el extraño reloj interior se muestra tan indiferente a las características que ha impuesto el medio ambiente que, después de todo, pone límites al tiempo que ha sido destinado a la humanidad. Esa es la verdadera pregunta que surge del delicado rostro de mi amigo. Esa es la pregunta que a veces pienso que la gente de Boskop ha respondido. Ojalá estuviera seguro. Ojalá supiera. Como sea, estos cráneos de esta variante moderna y efímera pueden decirnos una cosa que se muestra claramente: Aquellos que postulan que debido al volumen craneal actual, y a las limitaciones de la pelvis humana, el cerebro humano no es capaz de mayor expansión, están equivocados. Las capacidades craneales de casi un tercio más que el promedio moderno han sido halladas entre la gente de Boskop e incluso entre otros individuos en razas menos fetalizadas. El secreto no radica en el tamaño del cerebro antes del nacimiento; en lugar de ello, como hemos visto, radica en el extraño aceleramiento que en el primer año de vida eleva al hombre hacia un mundo social del que nuestros parientes evolutivos están excluídos. Ya sea que dicha expansión postnatal esté destinada a incrementarse aún más en las eras por venir o que no sea así, en realidad no importa mucho. Mediante la creación de un cerebro social, la naturaleza, a través del hombre, ha eludido la trampa que ha devorado, de una manera u otra, cada forma de vida en el planeta. Con los razonables límites de el cerebro que tenemos, ella [la naturaleza] ha posibilitado la prolongada continuidad de la memoria civilizada que yace empacada en las grandes bibliotecas del mundo. No se necesitan cerebros mayores, se necesitan personas más gentiles, más tolerantes que aquellas que nos llevaron a superar la Era del Hielo, al tigre y al oso. La mano que asió el hacha después sintió una lealtad ciega a sus raíces y tomó la ametralladora amorosamente. Es un hábito que el hombre deberá romper para sobrevivir, pero las raíces son muy profundas. Una vez, cuando era un prisionero, un soldado campesino a quien recientemente lo habían equipado con una sub ametralladora me apuntó lentamente con ella. Era una hermosa arma y su dedo jugó indecisamente con el gatillo. Poseer súbitamente todo aquél poder y que le estuviera prohibido usarlo debió ser demasiado para aquél hombre. Recuerdo, también, la voz de una mujer que protestaba cerca de mí, la eterna voz civilizada de una mujer que sabe que los hombres son tontos, infantiles e irresponsables. Mansamente, el campesino bajó el cañón de arma, alejándolo de mi pecho. Los negros ojos sobre la mira me observaron perversamente, sin ánimo de comprender. "Thompson, Tome’-son", repitió orgullosamente, palmeando el cañón. "Tome’-son". Asentí
con la cabeza débilmente, relajándome con un suspiro. Después de todo, nosotros los hombres entendemos ese gran tema de la destrucción. ¿Y no era yo acaso un ciudadano del país que produjo ese maravilloso mecanismo? Así que asentí nuevamente y dije cuidadosamente: "Thompson, Tome’-son’, Bueno, sí, muy bueno." Nos miramos el uno al otro, mostrando una sonrisa masculina que se remontaba a la Edad del Hielo. Aún en las reuniones académicas, consideradas el futuro de la humanidad, nunca me he visto completamente libre del recuerdo de la sonrisa de aquél soldado. La contrasto mentalmente contra el futuro cada vez que uno de esos delicados y olvidados cráneos descansa sobre mi escritorio.