MARXISMO: AQUÍ Y AHORA
MARXISMO: AQUÍ Y AHORA Carlos Pérez Soto Primera edición, septiembre de 2014 ISBN: 978–956–9539–00–8 PÉREZ, C. (2014). “Marxismo: aquí y ahora”. 1ra, ed., Santiago de Chile: Editorial Triángulo.
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MARXISMO: AQUÍ Y AHORA Carlos Pérez Soto
EDITORIAL TRIÁNGULO
Para Dolores
Índice
Prefacio a una historia inconclusa del marxismo en Chile
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1. Un programa marxista para Chile a. Marxismo y movimiento popular b. Cuarenta años de modelo neoliberal en Chile c. Sobre un programa marxista para Chile 2. Sobre la violencia y el derecho a. Violencia del derecho y derecho a la violencia b. Ideas para un concepto marxista del derecho c. La democracia como dictadura d. Sobre ultra izquierdistas e. Sobre la idea de revolución 3. Sobre la mercantilización de la medicina a. Sobre la mercantilización de la medicina b. Sobre la medicalización del sufrimiento subjetivo 4. Aniversarios, a 40 años del golpe a. 1993: Cuestiones de ética y poesía b. 1993: Subjetividad y tolerancia represiva c. 2003: “Superarán, otros hombres, este momento gris y amargo” d. 2007: Cien años desde la matanza de la Escuela Santa María e. 2009: Muros visibles e invisibles f. 2010: A propósito del Bicentenario g. 2011: Movimiento Estudiantil 2011 h. 2012: Quienes son realmente los comunistas
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PREFACIO A UNA HISTORIA INCONCLUSA DEL MARXISMO EN CHILE1 Angelo Narváez & Roberto Vargas2
La provocación de un título como “Marxismo: aquí y ahora” exige la aclaración de ciertas perspectivas sobre el sentido del marxismo en Chile. Primero, que el marxismo no ha sido una fuente epistemológica homogénea que se haya adecuado como una matriz única a distintas formas analíticas. Cuestión expresada en las diferentes lecturas y fuentes de las cuales se nutren, por ejemplo, la llamada historiografía marxista clásica chilena, la teoría de la dependencia de los años ‘60 y ‘70, la “Nueva Historia Social”, y las diversas variaciones críticas provenientes desde varios puntos de las ciencias sociales. Pero esto no es una situación puramente nacional, si no que fue y es una realidad experimentada, a lo largo del siglo XX y comienzos del siglo XXI, sobre todo a nivel internacional. Dentro de los marcos de la extensa multiplicación de perspectivas marxistas, han sido perfectamente defendibles lecturas marxistas radicalmente opuestas entre sí. Así, fue posible sostener y argumentar tanto un marxismo revisionista cristalizado en las experiencias socialdemócrata alemana de comienzos del siglo XX, como la defensa de perspectivas marxistas–leninistas fundamentadas en las disputas reales por el poder institucional entre mencheviques y 1 La intención de publicar este libro surgió mediante el trabajo conjunto de diversas organizaciones (entre las que se encuentran: Aúna Medios, Mancomunal de Pensamiento Crítico, Movimiento por la Unidad Docente, Taller de Historia Política, Universidad Popular de Valparaíso, Unión Nacional Estudiantil) que, desde la región de Valparaíso, promovieron un proyecto editorial en el transcurso del 2012, registrando un primer avance con la publicación del libro de Atilio A. Boron “Aristóteles en Macondo. Notas sobre democracia, poder y revolución en América Latina”. Siguiendo este esfuerzo, la presente edición del nuevo libro de Carlos Pérez “Marxismo: aquí y ahora” es continuado por la Fundación Crea y Editorial Triángulo, organizaciones que desde diferentes prismas y perspectivas pretenden contribuir de un modo permanente a la crítica marxista de la sociedad chilena y latinoamericana del siglo XXI. 2 Investigadores de Fundación Crea.
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bolcheviques en la Rusia pre–soviética. A pesar de todas las diferencias tácticas, estratégicas, lógicas y conceptuales, es posible decir que por un periodo de tiempo determinado –haya sido éste de 10 o 70 años, respectivamente– una forma particular del marxismo operó en la realidad. El desastre político de la socialdemocracia alemana y la debacle del proyecto soviético deben ser juzgados, en retrospectiva, mediante aproximaciones diferentes. Homologar la situación alemana de comienzos del siglo XX a la situación histórica en Rusia no sólo carece de asidero teórico, sino que más importante aún, carece de toda perspicacia política. Otro problema que se desprende de esta multiplicación de perspectivas, es la posibilidad de un marxismo puramente “teórico”. Reflexiones marxistas que carezcan de la pretensión de vincularse con la realidad política de los movimientos populares no debe generar extrañeza, pues su misma historia las ha ofrecido. En 1976, el célebre historiador británico Perry Anderson explicaba esta ruptura del vínculo entre teoría y práctica gestada con gran fuerza en la tercera generación de marxistas, como consecuencia de las derrotas políticas del proletariado en el siglo XX. Según él, tanto las contribuciones marxistas enfocadas en el psicoanálisis, la lingüística y el estructuralismo, entre otras tendencias de esta generación, tuvieron como característica común, una prioridad en los problemas estéticos, culturales y filosóficos, por sobre los problemas económicos y político–estratégicos revolucionarios, como había sido la constante en la primera y segunda generación de marxistas. Esto nos lleva a una segunda consideración sobre el marxismo, que más allá de los debates y críticas entre los marxismos, ha sido la misma realidad quien ha puesto en jaque la eficacia de las premisas teóricas restrictas y de las praxis políticas erigidas desde ellas sobre las organizaciones marxistas. Reiteramos que, en un sentido estricto, es perfectamente posible defender la coherencia analítica de diversas posiciones conceptuales del marxismo; pero, en un sentido radical, esta misma coherencia es puesta en tela de juicio por la cotidianeidad de una realidad en disputa. La idea de un marxismo único, ortodoxo y monolítico choca directamente con la necesidad de las organizaciones políticas que buscan “cambiar el estado de cosas”. El mismo Mariátegui, cuando pensaba el socialismo peruano como “ni calco ni copia, sino creación heroica”, haciendo herejía respecto del “marxismo oficial”, construye un método que
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surge a partir de la realidad (peruana), y no un cuerpo de principios con valor universal para cualquier clima histórico y latitud social. Así, el “Amauta” desarrolla una matriz de análisis que pone en cuestión la filosofía del marxismo vulgar y su método en un contexto donde el marxismo soviético era predominante en la dimensión política e ideológica. Sin embargo esta heterodoxia, propia de Mariátegui, a nuestro modo de ver, tiene posibles antecedentes; todos ellos en sus propios contextos. Lenin, por ejemplo, haciendo uso de las categorías y principios del marxismo –en disputa con la influencia del determinismo economicista y el evolucionismo darwinista– supo elaborar una política concordante con la voluntad popular, con el horizonte de una revolución socialista en Rusia, problematizando la funciones del Estado, el imperialismo, la revolución, las tácticas de la socialdemocracia, las tareas del partido y su carácter; el papel del proletariado y las alianzas con el campesinado y, por supuesto, los límites de la burguesía liberal bajo un mismo método: un análisis concreto de la situación histórica particular rusa. Más allá de si efectivamente fue a través de la lectura de la “Lógica” de Hegel que Lenin rompe con la teoría abstracta y naturalista de Plejánov, permitiéndose elaborar las polémicas “Tesis de abril”, lo importante es rescatar el gesto o la astucia de Lenin al ver la necesidad de avanzar de una revolución democrático burguesa a una revolución socialista en el contexto de la I Guerra Mundial, la reciente Revolución de Febrero, el descenso del zarismo y la masificación de los soviets en Rusia. Lo que constituye las diferencias reales de las reflexiones y prácticas políticas de Mariátegui y Lenin es, en perspectiva, una contextualización radical de lo que las situaciones históricas exigían en heterogeneidad. De tal modo, en tercer lugar, las perspectivas marxistas, en su amplia generalidad, se han desarrollado entre las críticas al modo de producción capitalista y sus formas de reproducción social; esta perspectiva general, sin embargo, no ha evitado la multiplicación de disputas por la coherencia antes que por la convergencia. Por su propia efectividad e inefectividad, el marxismo –en este caso, como una etérea generalidad– ha tenido el curioso destino de tener que habérselas con dominantes, explotadores, explotados y subalternos por igual. En este sentido, más allá del carácter formal de un título particular, el concepto de marxismo y movimiento popular es una provocación. Epistemológicamente no se trata de un posible concepto de marxismo y lenguaje, marxismo y estética,
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marxismo y género, marxismo y ciencia, etc.; a la vez que, políticamente, no se trata de un posible marxismo y vanguardia, marxismo y democracia, etc. Siendo todas estas posibilidades para pensar y realizar el marxismo, la provocación de Pérez estriba en una demarcación epistemológica y en el desarrollo de una perspectiva política específica: el marxismo y los movimientos populares. El marxismo desarrollado en Chile, por ejemplo, por Julio César Jobet, Hernán Ramírez Necochea o Marcelo Segall –ya entre ellos disímil en los ‘60– sólo en detalles podría corresponderse con lo que Luis Vitale, Jorge Barría y Humberto Valenzuela entendieron por marxismo en los años ’70. No sólo por disputas discursivas, sino por una diferencia real en el sentido que unos y otros otorgaban a las condiciones y proyecciones de la organización popular en décadas del todo diferentes. En los años ’60 y ’70 proliferaron perspectivas que convergieron en virtud del contexto de organización popular que, por dentro o fuera del poder institucional, llevaba las riendas de las discusiones políticas nacionales y, por algunos años, también continentales. La confianza que en ciertos momentos generó la Unidad Popular en los múltiples marxismos latinoamericanos permitió la congregación de intelectuales como Theotônio dos Santos, Ruy Mauro Marini y Vania Bambirra; André Gunder Frank, Aníbal Quijano, Luis Lumbreras y un extenso etcétera. Estos, cercanos al MIR; otros, cercanos al MAPU, como Manuel Antonio Garretón, Jacques Chonchol, Ariel Dorfman, Tomás Moulian y Manuel Riesco, dispusieron sus estrategias políticas y contribuciones intelectuales como estrictamente “marxistas”, e incluso “leninistas”. No siendo este el espacio para poner de relieve las profundas diferencias entre una diversidad de nombres al paso mencionados, resulta del todo relevante la constancia del marxismo como horizonte o epíteto de reconocimiento. La coexistencia de sentidos divergentes del marxismo y la organización popular como las del MIR y el MAPU, evidencian la posibilidad de conflicto entre las perspectivas particulares del mismo marxismo y la organización popular. Incluso, volviendo sólo a las experiencias marxistas chilenas en una disciplina analítica como la historiografía, y considerando las pugnas explícitas dentro de sus marcos, sería difícil asumir una afirmación unívoca y que dispusiese sobre las diversas manifestaciones marxistas
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una reducción de sus contribuciones a la reapropiación del sentido histórico de la organización popular y los vínculos inherentes que por años se mantuvieron entre intelectuales y organizaciones. En un sentido contemporáneo, quizá cabría preguntarse: ¿qué sentidos operan como mínimo común denominador entre los desarrollos marxistas de Gabriel Salazar y Julio Pinto frente a posturas entre sí divergentes como las de Luis Corvalán Márquez, Igor Goicovic, Osvaldo Fernández, Jaime Massardo o Sergio Grez? Quizás, como posibilidad, sólo la porfía de constituir un horizonte marxista, y en su diferencia una comprensión divergente del carácter del sujeto popular. Teniendo en cuenta las consideraciones realizadas anteriormente, queremos sostener que no ha sido el marxismo quien ha dispuesto la relación entre interpretación y horizonte de transformación de la realidad; sino, muy por el contrario, han sido los movimientos populares y el movimiento de la realidad los que han exigido al marxismo una producción constante acorde al tiempo histórico. Es decir que, en y producto de los contextos sociopolíticos, económicos, geográficos y culturales, es necesaria la proliferación de la producción marxista ¿De allí lo relevante de la propuesta argumentativa de Pérez? Ahora bien, no se trata de una posible convergencia de diversos marcos epistemológicos marxistas en virtud de una convivencia ideal, sino de comprender la diferencia real desde el horizonte de la convergencia programática de la diferencia. Asumir la existencia de diversas perspectivas desde un horizonte convergente exige la necesidad de defender un marxismo que, hoy, bien podríamos llamar heterodoxo. No por capricho intelectualista, sino por necesidades organizacionales. Es esta perspectiva la defendida por Carlos Pérez en “Marxismo: Aquí y Ahora”; “(…) El asunto es el siguiente: los intelectuales no dirigen nada, no deben hacerlo. Es el movimiento popular, por sí mismo, el que encuentra dirigentes, a veces de perfil intelectual, el que se da discursos, más o menos estructurados, el que pone palabras determinadas a su acción. Los intelectuales proponen, es el movimiento popular el que dispone (...) es la práctica, que siempre es una lucha, la que establece el rango de verdad efectiva de lo que se ha pensado, más allá de las vanidades y de las coherencias. Si se me permite la ironía: la realidad no se equivoca, los intelectuales sí”. Es en este sentido que creemos ineludible referirnos a una necesidad de convergencia que enfatice en la proyección de las organizaciones populares.
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Las luchas sociales y políticas de los movimientos populares han exigido de los marxistas –en diversos grados de radicalización– un trabajo de conceptualización de los procesos históricos particulares; tal como afirma Carlos Pérez constantemente, no son los intelectuales –tampoco los académicos– quienes guían los procesos revolucionarios, sino que más bien se les atribuye la tarea de clarificar un cierto sentido de las condiciones de la conflictividad. Por ejemplo, en la práctica, no se trató de una pura disputa por coherencia intelectual la llevada a cabo entre desarrollistas y dependentistas en medio de las posibilidades de realización de un proyecto en perspectiva revolucionaria; sino que, y en sentido estricto, estaba en juego el sentido de la realidad económica latinoamericana. Del mismo modo, ciertas nociones de análisis de la productividad nacional desarrolladas, en el marco de la complejidad del capitalismo mundial, por Orlando Caputo y Rafael Agacino, carecerían de toda perspectiva crítica si pretendiesen fundamentarse desde la coherencia interna de las conceptualizaciones proclamadas desde espacios desprovistos de vinculación con la organización popular. Los intelectuales contribuyen, en los mejores casos, a clarificar posibles perspectivas sobre el sentido de la realidad. Pero, la necesidad de convergencia estriba en no confundir lo que los intelectuales pretenden aportar a la organización popular con lo que la organización popular busca de los análisis desarrollados dentro de contextos diferentes de la producción conceptual. Desde nuestra óptica, el ritmo de la realidad dispone los alcances de un marxismo diferenciado temporal y espacialmente. Ya Gramsci había puesto de relieve la necesidad de avanzar desde la perspectiva de un marxismo que no tomara al pie de la letra la palabra de Marx como un canon inequívoco, sino tomarlo al pie de las organizaciones como una contribución a la comprensión de las constantes complejizaciones y variaciones que sufren las sociedades capitalistas, atravesadas por permanentes crisis estructurales que, dependiendo la posición específica de los territorios desde los cuales emerge la necesidad de la organización popular, determinan las formas de las estrategias políticas, culturales y económicas. La intención política de Gramsci, en este punto, no era superar a Marx del modo en que Marx planteó la superación de Smith por Ricardo, sino de superar la discusión bizantina en torno a la especificidad escrita por Marx. Lo que Gramsci logró captar en los años ’20, fue la necesidad de trascender la discusión inoperante entre ortodoxos y revisionistas, o entre visiones unilaterales del poder y la organización. Esto, no tomándole el pulso necesariamente a
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las discusiones epistemológicas de los marxismos europeos, sino tomándole el pulso a las exigencias políticas en un contexto de crisis económica y de ampliación de las luchas revolucionarias tanto en Europa central como occidental, aunque no lograran emular la experiencia bolchevique. Por los mismos años en nuestro continente, trabajo similar desarrollaron José Carlos Mariátegui y Luis Emilio Recabarren; años después, fue atribución de algunos marxismos latinoamericanos, hoy parece ser tarea fundamental reconocer la conjunción de diversas perspectivas como una estrategia de unidad de los marxismos, al menos, dentro de la necesaria unidad de las izquierdas, en un sentido estrictamente político. Hoy, quizás más que antes, aparece como necesaria la defensa de un marxismo heterodoxo. Años atrás, en “Para una crítica del poder burocrático”, Carlos Pérez prefiere el uso del adjetivo ortodoxo al heterodoxo para defender el “valor simbólico que ha significado el horizonte marxista” y, a la vez, criticar “la heterodoxia derivada de la tradición estructuralista”. Por nuestra parte, consideramos que la idea de un marxismo heterodoxo no sólo expresa una constatación de hechos –que efectivamente existen diversas formas de marxismo– sino que también la voluntad de la crítica permanente, la sensatez de ponerlo incondicionalmente a prueba, sumergir al marxismo a toda crítica, pues no se trata de asumir el dogma, de continuar la escolástica. Tal como sostuviera Perry Anderson, al materialismo histórico lo distinguía su capacidad simultánea de crítica (para llegar a una sociedad sin clases) y autocrítica, que de manera inagotable busca construir su propia historia y dar cuenta de sus propias condiciones de existencia. Por esto, se trata – siguiendo al mismo Pérez– de no “(…) ser el único marxismo, o el marxismo correcto[(…). Lo relevante es defender un marxismo posible. Una iniciativa teórica y política que dice de sí misma, clara y consistentemente, que es marxista, para especificar luego en qué sentidos y con qué derechos sostiene esta pretensión”. Por tanto, reiteramos que lo distintivo de los marxismos es que en su interior encontraremos el debate y el compromiso permanente no sólo por conocer a cabalidad la realidad social sino también por transformarla. En este marco, Carlos Pérez realiza un gesto político al abordar un sinnúmero de temáticas desde una voluntad comunista o un marxismo argumentativo (como suele llamar en sus clases), para discutir de manera clara y distinta tanto con destacados intelectuales nacionales como con ciertas vacas sagradas que la academia ha instituido. Encontrando una
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matriz epistemológica en Hegel, el profesor Carlos Pérez elabora una crítica a la noción de ciencia tradicional tanto del marxismo como de las ciencias sociales en general, poniéndolo en la vereda del frente de una numerosa tradición marxista antihegeliana. Considerando el largo debate que abrió el concepto de enajenación de los “Manuscritos económicos filosóficos del ’44” y su relación con “El fetiche de la mercancía y su secreto” en “El capital”, construye una teoría de la enajenación a partir de la noción de objetivación, que a la vez le exige pensar al marxismo como un “historicismo absoluto” o un “humanismo radical”, que entre otras cuestiones, coloca en un punto central la idea de la lucha de clases. Sin evadir la discusión sobre qué tipo de sociedad queremos “los marxistas”, la propuesta de Pérez se caracteriza por plantear la idea de comunismo lejos de un horizonte utópico o como un ideal irrealizable. Su marxismo se caracteriza por la idea de comunismo como una voluntad, pero no por aquella indeterminada, sino por una voluntad comunista, es decir, la voluntad de una sociedad donde no exista lucha de clases y quede completamente superada la división social del trabajo, una sociedad donde no haya instituciones subsumidas por un estado de derecho que tiende generalizadamente hacia la burguesía. Por supuesto que Carlos Pérez no es el único que ha intentado reanimar activamente la discusión nacional desde un ángulo marxista en Chile. Pero sí algo debemos destacar del autor de este libro, es la riqueza de sus proposiciones y su capacidad para generar interpretaciones marxistas que comprendan la realidad actual, construyendo no sólo explicaciones anticapitalistas sino también argumentos marxistas antiburocráticos, especialmente para los países altamente tecnologizados. Ahora bien, por otro lado, no deja de ser polémico, sobre todo cuando cuestiona el marxismo del siglo XX y sugiere la hoy día popular “vuelta a Marx”. Y esto porque la llamada “vuelta a Marx”, que por cierto no es un fenómeno exclusivamente nuevo ni unívoco, en ciertos casos supone una amenaza: academicismo y despolitización de Marx. Sin embargo, sería completamente injusto negar el aporte de otros autores como Michael Heinrich o del mismo Enrique Dussel, para leer a Marx lejos de una filosofía de la historia y de un determinismo economicista. En Carlos Pérez el “volver a Marx” funciona más como criterio metodológico que exegético. Más que volver a la “palabra de Marx” se trata de examinar
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la realidad contemporánea, basándose en la crítica profunda y radical de la economía capitalista que hace Marx, que sigue siendo un poderoso argumento, un “verdadero misil” contra el pensamiento neoclásico y los sicofantes del capital. Ahora bien, como vemos, sin evadir la teoría del valor (y el debate en torno a su utilidad), Carlos Pérez plantea un marxismo centrado en la idea de lucha de clases y en la necesidad de avanzar hacia un gobierno de los trabajadores, ya que para él, “[…] el marxismo es más bien una voluntad que una teoría. Es una voluntad revolucionaria que se da a sí misma una teoría para poder ver la realidad, no para constituirse como tal.” En este sentido, teniendo como horizonte un marxismo posible, la conceptualización de los movimientos populares en esta perspectiva es una provocación suficientemente política frente a la academización restricta del sentido de la crítica. Más allá de la convergencia o divergencia conceptual con el desarrollo teórico de Pérez, el horizonte que ha instalado es claro y no presto a equívocos: el marxismo como contribución a las luchas políticas y sociales de los movimientos populares –y por supuesto, este libro no es una excepción–. El diverso entramado que anuda esta propuesta, es que Pérez y las páginas que siguen nos invita a seguir reflexionando sobre lo que constituye al marxismo y sus ideas derivadas desde nuestra realidad nacional, abordando la caracterización del modelo neoliberal chileno, la relación entre derecho y violencia, la mercantilización de la medicina, más una serie de columnas en el contexto de los 40 años de golpe de estado en Chile. Sin duda, este nuevo libro de Carlos Pérez es un impostergable para pensar la caracterización del Chile contemporáneo y los desafíos para los que queremos transformar nuestra realidad nacional.
1 de Mayo, 2014
MARXISMO: AQUÍ Y AHORA Carlos Pérez Soto
I. UN PROGRAMA MARXISTA PARA CHILE
a.
Marxismo y movimiento popular1
1. Es inevitable… el recuento Hace ya cien años que se puede hablar de marxistas en el movimiento popular chileno. Una presencia insistente, continua, durante setenta años creciente. En la mayor parte de esa historia la mayor parte de los marxistas chilenos perteneció a un solo partido, con muy pocas divisiones o fracciones internas que alcanzaran notoriedad pública. Cuestión que cambió sólo desde 1968, con la masificación del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), y la configuración de una importante izquierda marxista en el Partido Socialista. La represión, la voltereta, la crisis de los países socialistas, las enormes dimensiones de la cooptación por el aparato del Estado bajo la Concertación, han disminuido sustancialmente aquella presencia clásica que, en un período breve y alegre llegó a involucrar, sólo en términos electorales, a una cuarta parte de la ciudadanía.2 Hay que agregar a esto dos factores que, aunque parecen contrapuestos, tienen el mismo origen. Por un lado la marea neoliberal ha producido una profunda desideologización de los actores en conflicto, lo que hace que los movimientos contestatarios no enmarquen sus demandas en modelos teóricos estructurados (como los deudores habitacionales o los movimientos de secundarios). Por otro, los procesos de modernización, la emergencia 1 Este texto fue escrito para diversos encuentros y charlas sobre el pensamiento marxista, convocadas por estudiantes, a lo largo del año 2009. 2 Esta estimación merece un mínimo comentario. Sostengo que se puede estimar la influencia de los marxistas en un 25% porque, evidentemente, no todos los que votaron por la Unidad Popular se declaraban marxistas. Cuento, entonces, sólo a los comunistas y al ala radical del Partido Socialista. Creo, por otro lado, que hay que especificar “sólo en términos electorales” porque el padrón electoral de la época dejaba fuera aún a vastos sectores de chilenos, en particular campesinos y pobladores, lo que se traduce en una tendencia a subestimar la influencia del MIR, fuerte, justamente, en esos sectores.
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de las capas medias, la apertura de un amplio mercado universitario, han favorecido la aparición de nuevas fuentes teóricas y prácticas de rechazo, como los movimientos ecologistas, feministas, los sectores mapuches radicalizados, o el elitismo académico de la deconstrucción. En el campo teórico esta situación, que describo aquí, por cierto, sólo de un modo muy general, ha conducido a que prácticamente no haya intelectuales cuyo centro de reflexión sea propiamente el marxismo, cuestión que, por los ejemplos que daré, quizás sea buena. Yo diría que los más cercanos a esta tarea son Osvaldo Fernández y Jaime Massardo, cuyos trabajos sobre Gramsci, Mariátegui y Recabarren exceden, desde luego, la mera preocupación historiográfica del rescate, y alcanzan, a cada página consideraciones de valioso y fundado interés general. Habría que considerar, en seguida, el notable trabajo de economistas marxistas como Orlando Caputo, Rafael Agacino y Hugo Fazio, en el análisis de los cambios concretos que han ocurrido en Chile en treinta años de neoliberalismo. El importantísimo trabajo de los llamados “nuevos historiadores”, sin embargo, aunque la mayoría de ellos se consideran claramente de izquierda, no podría ser considerado como un desarrollo atribuible de manera específica al marxismo, por mucho que gravite en su origen y sus contenidos más generales. Y, mucho menos aún, la tarea de los pocos académicos que discuten en términos del llamado “post marxismo”, que debería ser considerado, más bien, como una variedad de “ex marxismo”. La inveterada mala voluntad política que proviene del oportunismo y del chaqueteo, la interminable enajenación académica fomentada por el arribismo y la cooptación, la prudencia sospechosa de los que sólo se atienen a lo empírico, apuntan todas, desde luego, ante este panorama, a una sola conclusión: el marxismo ha muerto. La hegemonía reaccionaria, triunfalista del neoliberalismo y de sus secuelas socialdemócratas en los años 90, proclamó esto casi sin contrapeso. En todo el mundo, sin embargo, se evidencian cada vez más las múltiples respuestas a ese poder, que parecía tan monolítico. Los análisis marxistas también están, de muchas maneras, entre ellas. 2. Pero bajo ciertas condiciones… muy necesarias La saludable y necesaria diversidad de la oposición anti sistémica
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actual obliga a pensar el modo en que los marxistas pueden y deben integrarse a las iniciativas comunes. La primera constatación, que es muy antigua, pero que hoy se impone como obvia, es que los marxistas no son toda la oposición. Pero aún más: no se puede decir que sean ni la mayoría, ni los más radicales, ni los más conscientes, ni los más lúcidos. Cada una de estas comparaciones no sólo es interesada e impracticable, sino que no hacen más que prolongar las prácticas más destructivas de las izquierdas del siglo XX. Los que pueden ser llamados progresistas son muchos, incluso más allá de la izquierda. Los que pueden llamarse izquierdistas son muchos, mucho más allá del marxismo. Hay muchas maneras de ser marxista, y no todas pueden o quieren llamarse explícitamente revolucionarias. Hay muchas maneras de ser revolucionario y, desde luego, no todas pueden llamarse marxistas. Los que quieran llamarse a sí mismos marxistas revolucionarios tiene que hacer, como mínimo, este gesto primero, ponerse sin condiciones en esta actitud primera: los marxistas son parte de un movimiento mucho más amplio, lleno de otras posturas plenamente válidas y útiles, cada una de las cuales puede verse a sí misma como centro en una red. La segunda cuestión, relacionada con la anterior, es que no hay un marxismo correcto. La vieja, viejísima, discusión en torno a “eso no es marxismo” no es sino una larga tragedia, cuyo único resultado es que los marxistas discutan mucho más entre sí que con la derecha. Parte de la grandeza de la obra de Marx es que permite muchas lecturas aplicables, o simplemente sugerentes, en diverso grado a situaciones o reflexiones de muy diversa índole. Incluso en los temas que podrían considerarse como centrales de la “doctrina” se han formulado, y son defendibles, versiones distintas. Es el caso de las discusiones en torno a la gradualidad de la revolución, de la utilidad de la teoría del valor, del fundamento filosófico o de su teoría de la historia humana. Debería ser superfluo insistir, además, que ninguna política concreta y particular puede ser justificada bajo el argumento de que “eso es lo que habría pensado Marx”. Desgraciadamente, dadas las prácticas habituales de la izquierda marxista, esta insistencia, que no hace más que denunciar una práctica mágica, no es obvia en absoluto. El problema del modo de inserción de los marxistas, o de cualquier otro pensamiento estructurado y organizado, en el movimiento popular
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es, y seguramente seguirá siendo, materia de debate. Discusiones todas, qué duda cabe, profundamente influidas por el vanguardismo característico del pensamiento ilustrado. El paternalismo pedagógico, la urgencia radical, las buenas intenciones de los lúcidos, e incluso la franca ceguera de los liderazgos personales, han dificultado a lo largo de doscientos años el avance de las fuerzas populares, dando lugar a toda clase de tragedias. Desgraciadamente el asunto no es simple y, desde luego, no se saca nada eludiéndolo, o proponiendo respuestas simples. Lo que está en juego es el problema de la relación entre la teoría y la práctica o, más general aún, el de la relación entre discurso y acción. Al respecto, lo que puedo decir, de manera breve, proviene de uno de los marxismos posibles. Es muy obvio que muchos que se llaman a sí mismos marxistas no estarían de acuerdo conmigo. Lo que sostengo es que hay que hacer una profunda crítica de la perspectiva ilustrada desde la cual surgen los vanguardismos. Una crítica que sea capaz, al mismo tiempo, de no caer en el opuesto, simétrico, del romanticismo. Sostengo que es posible hacer esto elaborando la noción de voluntad racional. Una noción de voluntad que trascienda la dicotomía entre voluntarismo y racionalismo instrumental, que es característica de la modernidad. Una voluntad que piensa, un pensar que contiene, en él mismo, la pasión de una ética determinada. Pensado de esta manera, se puede decir que el marxismo es más bien una voluntad que una teoría. Es una voluntad revolucionaria que se da a sí misma una teoría para poder ver la realidad, no para constituirse como tal. Como voluntad el marxismo está fundado más bien en una serie de experiencias, fuertemente existenciales y, desde ellas, construye una teoría deudora de las opciones que surgen de esas experiencias. Esto significa que es la práctica social misma la que debe ser prioritaria en sus consideraciones teóricas. No sólo en el sentido de constataciones científicas, sino en el sentido, más profundo, de determinaciones ineludibles para la voluntad. Los intelectuales elaboran estas determinaciones como discursos. A veces bien, otras veces, por supuesto, bastante mal. Sin embargo, el criterio último de lo que estaría bien o mal, en estos asuntos, no puede ser sino el éxito relativo de la voluntad que los funda. Es necesario decir más claramente las consecuencias de estas
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disquisiciones un poco oscuras. El asunto es el siguiente: los intelectuales no dirigen nada, no deben hacerlo. Es el movimiento popular, por sí mismo, el que encuentra dirigentes, a veces de perfil intelectual, el que se da discursos, más o menos estructurados, el que pone palabras determinadas a su acción. Los intelectuales proponen, es el movimiento popular el que dispone. El éxito de un discurso o del otro no puede medirse sino por el éxito de una voluntad o de otra. Es la práctica, que siempre es una lucha, la que establece el rango de verdad efectiva de lo que se ha pensado, más allá de las vanidades y de las coherencias. Si se me permite la ironía: la realidad no se equivoca, los intelectuales sí. El vanguardismo es particularmente nocivo, además, en las condiciones actuales de las fuerzas productivas y la organización social. Esencialmente porque no logra captar el significado profundo y la lógica del actuar en red. Abundaré sobre eso en los puntos siguientes. Ante estas condiciones planteadas, que parecieran de una modestia suicida, ¿qué es entonces lo que pueden aportar los marxistas a una perspectiva radical del movimiento popular?: lo que saben, desde luego, y los puños, que siempre hacen demasiada falta. Lo que la teoría marxista puede aportar no es poco. Marx elaboró una profunda y radical crítica de la economía capitalista, que sigue siendo sustancialmente correcta, y que es un poderoso argumento contra las pretendidas eficiencias y “éxitos” de las doctrinas neoclásicas. Al hacerlo elaboró una concepción de la historia centrada en las nociones de clase social y de lucha de clases que, si se distingue de los análisis que sólo se limitan a determinar estratificación social, es hasta hoy bastante difícil de impugnar. La teoría marxista permite, y exige, una profunda reflexión sobre el papel de la violencia en la historia, y en la liberación humana. Los análisis marxistas de las determinaciones económicas sobre las prácticas sociales permiten un poderoso instrumento de análisis de situaciones políticas concretas. El análisis marxista permite una definida teoría sobre las instituciones, y sobre el peso de los factores ideológicos en los discursos en toda pretensión de hegemonía social. Yo creo que el análisis marxista permite también, de manera válida y fundada, un análisis del poder burocrático como poder de clase. Sin embargo, quizás por sobre todas estas cuestiones, muy útiles, y
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muy teóricas, la perspectiva marxista aporta algo que hoy es fundamental: un horizonte comunista. El horizonte global de una sociedad que ha superado la división social del trabajo y, con eso, la enajenación, la lucha de clases. De una sociedad en que ya no haya instituciones institucionalizadas, en que haya familia, pero no matrimonio, gobierno pero no Estado, intercambio pero no mercado, orden pero no leyes. No sólo la acción radical sino, también, esta perspectiva global es lo que puede hacer que el marxismo se llame revolucionario. Desde una nueva situación, en un siglo nuevo, los marxistas tienen bastante que aportar a lo que el movimiento popular es por sí mismo, de manera más fundamental y urgente que cualquier opción teórica. Y es bueno que lo hagan en tanto marxistas, sin diluir la fuerza de sus proposiciones ante el peso falsamente abrumador de un pasado ominoso. El marxismo servirá, desde luego, como elemento teórico general, entre otros, para muchos y quizás todos los que se propongan una acción anti sistémica radical. Más allá de esta presencia genérica, sin embargo, tiene y seguirá teniendo pleno sentido declararse específicamente marxista. Algunos por su militancia directamente política, otros por la modalidad política que quieren dar a su perspectiva intelectual, a su tarea de pensar y proponer. El lugar de los marxistas no es un derecho, ni es automático. Es algo que habrá que ganar día a día, con ideas y actos concretos. Esta es, por lo demás, la situación de cualquier otro discurso, o de cualquier otra orgánica real. En el caso de los marxistas, sin embargo, no está demás recordarlo. En lo que sigue voy a remitir mis consideraciones a un marxismo de tipo, radical, orientado hacia el comunismo, presidido por la consciencia de la centralidad de la lucha de clases en la historia humana. 3. Orientado por el análisis del Post Fordismo Un marxismo cuya tarea es entender el presente debe, como siempre, mirar la situación del desarrollo de las fuerzas productivas en su estado actual. Esa es, siempre, la forma del poder hegemónico. Asumir hoy plenamente los efectos de la organización post fordista del trabajo sobre las relaciones sociales es asumir que somos dominados en red. O, asumir
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que entender las características de las redes es clave para entender la lógica de los nuevos poderes. Lo esencial es que este nuevo poder no requiere homogeneizar para dominar. Puede dominar a través de la administración de la diversidad. Esto hace que lo local no sea directamente contradictorio con lo global. Este nuevo dominio no necesita tener todo el poder para ejercer el poder. La dicotomía clásica, que culmina en el fordismo, da lugar a un ejercicio interactivo de poderes de primer y segundo orden. Los dominados pueden ejercer, incluso plenamente, poder local. El poder real, el de segundo orden, consiste en la capacidad de hacer funcionales esas autonomías locales a una distribución desigual, a nivel global, tanto del poder mismo como del usufructo. No es posible enfrentar de manera homogénea y jerárquica a un poder que domina de manera diversa y distribuida. Tanto la percepción del ciudadano común, que preferirá apoyar la diversidad aunque a nivel global resulte dominado, como la eficacia operativa del poder distribuido, harán chocar esos intentos organizativos contra la flexible consistencia de un mundo en que todo ocurre en muchas dimensiones. Un poder organizado en red sólo puede ser subvertido oponiéndose en red. Para esto es esencial notar que la organización en red no consiste sólo en repartir el poder en unidades autónomas, con propósitos locales y capacidades de iniciativa y acción propias. Es necesario, a la inversa, dotar al conjunto de una unidad lo suficientemente amplia como para contener esa diversidad. Lo que necesitamos no es unidad de propósito y “línea” correcta. Es necesario un horizonte de universalidad, un espíritu común, que sea capaz de congregar diferencias reales. La dinámica de una oposición anti burguesa y a la vez anti burocrática requiere, sin embargo, de superar un viejo atavismo ilustrados de las izquierdas clásicas: la dicotomía reforma – revolución. Se trata de una de las discusiones más estériles y más destructivas en la cultura de izquierda. Una dicotomía que ha llevado históricamente a que la izquierda discuta mucho más, y más intensamente, con la izquierda que con la derecha. Quizás en la época de la producción y la política jerárquica, en
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que se tenía todo el poder o nada, esto tuvo algún sentido. Se puede sospechar, aunque sea ahora completamente ocioso detenerse a discutirlo, que quizás ni siquiera entonces fue una práctica y un fundamento estable o productivo. En la época de la producción y el dominio en red, sin embargo, tal dicotomía resulta simplemente desplazada y anulada. En una oposición en red, plural, diversa, congregada por un horizonte común, hay toda clase de luchas, grandes y pequeñas, y es inútil, y contraproducente, intentar formular un criterio de jerarquía. En la política en red, en la práctica concreta, la imposición de criterios jerárquicos sólo tiene el efecto de alejar a los núcleos periféricos, sin lograr a cambio congregar realmente a los más centrales. No estamos ya en la época del contundente principio leninista de la “unidad de propósito”. Un “espíritu común” es más eficiente que una “línea correcta”. Todas las peleas hay que darlas a la vez. Que esto no puede hacerse es sólo un mito estalinista convertido en sentido común. Todo revolucionario debe ser como mínimo reformista. La diferencia entre reforma y revolución es una diferencia de grado, de alcance, no de disyuntiva, y mucho menos de antagonismo. Se es reformista en la lucha por lo local y revolucionario si se la pone en un horizonte de lucha global. Se es revolucionario en la crítica radical, y reformista a la vez si se es capaz de llevar los principios de esa crítica a toda lucha local. La politización de la subjetividad y la subjetivización de la política. O, también, la politización del mundo privado y la subjetivización del espacio público, siguen este movimiento conjunto de reforma y revolución. Se trata de mostrar que la política es el centro y nudo de la posibilidad de la felicidad privada. Se trata de mostrar a la vez que la posibilidad de la felicidad es el centro y nudo de la política radical. Todas las luchas, de todos los tamaños y colores, son prioritarias e igualmente valiosas para un espíritu común. La medida en que estamos más cerca o más lejos de ese espíritu, del horizonte comunista, queda en evidencia cuando consideramos la generosidad (o la falta de generosidad) con que estamos dispuestos a apoyar causas que no son directamente las nuestras, pero que implican el horizonte universal que es ese espíritu.
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4. Anti burgués, anti burocrático Sostengo que un análisis de clase de la situación presente, fundado en el marxismo que he propuesto, mostraría que estamos frente a un bloque de clases dominantes compuesto, burgués y burocrático.3 Esto crea una triangulación de intereses, de alianzas y antagonismos compuestos, que debe ser considerado en el fundamento de todo análisis global posible. La dominación burguesa, caracterizada por la propiedad privada de los medios de producción, implica una cultura, un conjunto de ideologismos, una serie de políticas concretas, diferentes de las que son propias del dominio burocrático. Estas diferencias, que en el análisis puro del antagonismo no son esenciales, sí resultan de gran importancia para el análisis político concreto. La ideología liberal de la libertad es en esencia anti burocrática, los ideologismos en torno a la protección de la igualdad que proclaman los burócratas son, en esencia, anti liberales. Se podría hacer una larga lista de contrapuntos como estos. En general se trata de que cada segmento del bloque dominante ha formulado, en el marco de sus operaciones de legitimación, un horizonte utópico que lo presenta como defensor de los intereses de toda la humanidad. En términos puramente teóricos, no tendría por qué haber nada fundamentalmente falso en estos ideales. Su defecto, correlativo, mutuo es, por un lado, que la propia práctica de quienes los proclaman los contradice y, por otro lado, que llevados a su extremo, cosa que ocurre frecuentemente, resultan auto contradictorios. Pero justamente este carácter defectuoso hace que siempre se puedan contraponer a sus propios autores, por un lado, y a sus antagonistas por otro. Una versión moderada, comunitaria, de la idea de libertad, por ejemplo, puede resultar, a la vez, tan anti burguesa como anti burocrática. Y puede ser eficaz en una plataforma política reformista. El primer paso de una izquierda radical siempre puede ser éste: levantar el propio horizonte utópico liberal y burocrático a la vez, tanto contra la burguesía como contra la burocracia, de manera correlativa. El 3 Véase: Carlos Pérez Soto, “Para una crítica del Poder Burocrático”, Ed. Arcis–Lom, Santiago, 2º ed. 2008.
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segundo paso es ser capaz de formular un horizonte que los trascienda. Contra el mercantilismo y la propiedad privada, por un lado, contra el paternalismo y el autoritarismo, por otro. A favor de la autonomía de los ciudadanos por un lado, a favor de la democracia participativa por otro. Por cierto, los maniqueísmos de las izquierdas clásicas dificultan esta operación. El estatalismo del socialismo burocrático creó el automatismo de estigmatizar todo argumento liberal, aún a costa de la autonomía de los ciudadanos, y de confiar ciegamente en las bondades de la intervención estatal, aunque en la práctica beneficie sólo al propio Estado. Superar estos reflejos condicionados, productos de más de sesenta años de propaganda estalinista, es una condición esencial para ir más allá de las obviedades de la política populista. Quizás esto podría condensarse en la exigencia, formulada en el lenguaje clásico, de que el “hombre nuevo” sea, en primer lugar, capaz de formarse a sí mismo. Si logramos sacudir de esta fórmula sus connotaciones machistas (“el hombre”) e individualistas (“sí mismo”) quizás podamos construir en la cultura de izquierda un verdadero concepto de ciudadanía, social, plural. Un concepto en que la autonomía de la sociedad civil, por fuera de la lógica de la propiedad privada sea, desde ya, una prefiguración del comunismo. Hoy la gran lucha de la gran izquierda no es sólo contra la burguesía, es también contra el poder burocrático. Es la lucha histórica de los productores directos, que producen todas las riquezas reales, contra el reparto de la plusvalía apropiada entre capitalistas y funcionarios. Los burócratas, como clase social, organizados en torno al aparato del Estado, pero también insertos plenamente en las tecno estructuras del gran capital y de los poderes globales, los burócratas, amparados en sus presuntas experticias, fundadas de manera ideológica, son hoy tan enemigos del ciudadano común, del que recibe un salario sólo de acuerdo al costo de reproducción de su fuerza de trabajo, como los grandes burgueses. El dato contingente es éste: la mayor parte de la plata que el Estado asigna para el “gasto social” se gasta en el puro proceso de repartir el “gasto social”. La mayor parte de los recursos del Estado, supuestamente de todos los chilenos, se ocupan en pagar a los propios funcionarios del Estado, o van a engrosar los bolsillos de la empresa privada. El Estado opera como
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una enorme red de cooptación social, que da empleo precario, a través del boleteo o de los sistemas de fondos concursables, manteniendo con eso un enorme sistema de neo clientelismo que favorece de manera asistencial a algunos sectores claves, amortiguando su potencial disruptivo, y favoreciendo de manera progresivamente millonaria a la escala de operadores sociales que administran la contención. No se trata de analizar, en estos miles y miles de casos, la moralidad implicada. No se trata tanto de denunciar la corrupción en términos morales. El asunto es directamente político. Se trata de una corrupción de contenido y finalidad específicamente política. El asunto es el efecto por un lado sobre el conjunto de la sociedad y por otro lado sobre las perspectivas de cambio social. Por un lado el Estado disimula el desempleo estructural, debida a la enorme productividad de los medios altamente tecnológicos a través de una progresiva estupidización del empleo (empleo que sólo existe para que haya capacidad de compra, capacidad que sólo se busca para mantener el sistema de mercado), por otro lado se establece un sistema de dependencias clientelísticas en el empleo, que obligan a los “beneficiados” a mantenerlo políticamente. Los afectados directos son las enormes masas de pobres absolutos, a los que los recursos del Estado simplemente no llegan, o llegan sólo a través del condicionamiento político. Los “beneficiados”, junto al gran capital, son la enorme masa de funcionarios que desde todas las estructuras del Estado, desde las Universidades y consultoras, desde las ONG y los equipos formados para concursar eternamente proyectos y más proyectos, renuncian a la política radical para dedicarse a administrar, a representar al Estado ante el pueblo segmentado en enclaves de necesidades puntuales, para dedicarse a repartir lo que es escaso justamente porque ellos mismos lo consumen, dedicarse a contener para que no desaparezca justamente su función de contener. O, si se quiere un dato más cuantitativo: en este país, que es uno de los campeones mundiales en el intento de reducir el gasto del Estado, y después de treinta años de reducciones exitosas, el 25% del PIB lo gasta el Estado. La cuarta parte de todo los que se produce. El Estado sigue siendo el principal empleador, el principal banquero, el principal poder comprador. El Estado se mantiene como guardián poderoso para pagar las ineficacias, aventuras y torpezas del gran capital, y para hacerse pagar a sí mismo,
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masivamente, política y económicamente, por esa función. Reorientar drásticamente el gasto del Estado hacia los usuarios directos, reduciendo drásticamente el empleo clientelístico de sus administradores, y reconvirtiéndolo en empleo productivo directo. No se trata de si tener un Estado más o menos grande. La discusión concreta es el contenido: grande en qué, reducido en qué. Menos funcionarios, más empleo productivo. Manejo central de los recursos naturales y servicios estratégicos. Manejo absolutamente descentralizado de los servicios directos, de los que los ciudadanos pueden manejar por sí mismos, sin expertos que los administren. Lo que está en juego en esto no es sólo el problema de fondo de una redistribución más justa de la riqueza producida por todos. Está en juego también la propia viabilidad de la izquierda, convertida hoy, en muchas de sus expresiones, en parte de la maquinaria de administración y contención que perpetúa al régimen dominante. 5. Un marxismo revolucionario… la violencia Siempre la generosidad radical implica estar dispuestos a la violencia. Para un espíritu revolucionario la generosidad no es un ideal santurrón. Es la disposición de entregarse a la lucha. El uso ejemplarizador que el Estado policial hace de la violencia, sin embargo, nos obliga a pronunciarnos de manera más específica sobre ella que antes. En realidad siempre las discusiones sobre la violencia están contaminadas de una hipocresía esencial: el aceptar como paz aquello que las clases dominantes llaman paz. Las clases dominantes llaman paz a los momentos en que van ganando la guerra, en que han logrado establecer su triunfo como orden de la dominación, y empiezan a hablar de violencia sólo cuando se sienten amenazadas. Los revolucionarios no quieren, en realidad, empezar una guerra. Ya estamos en guerra. Eso que ellos llaman paz es en sí mismo la violencia. Lo que la crítica revolucionaria cree es que esa violencia estructural sólo puede terminarse a través de la violencia. La única manera de terminar con esa guerra que es la lucha de clases es ganarla. Tenemos derecho a la violencia revolucionaria en contra del continuo represivo, moral, legal, policial, que se nos impone como paz.
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Sostenida esta dura premisa, sin embargo, no se consigue establecer qué es lo “revolucionario” de la violencia a la que creemos tener derecho, ni bajo qué condiciones lo que hagamos merece tal nombre. Es obvio que podemos invocar a nuestro favor profundos y hermosos principios. Es igualmente obvio, sin embargo, que el enemigo también puede hacerlo para legitimar la suya. Es necesario imponer condiciones en el ejercicio mismo de la violencia que pretendemos, no sólo en el horizonte que la legítima. La violencia siempre es un problema ético, en el sentido de que está directamente relacionada con la posibilidad del reconocimiento y la convivencia humana. Para el horizonte revolucionario, sin embargo, se trata de una ética situada, cultural e históricamente. No una ética abstracta, fundada en la simple dicotomía entre lo bueno y lo malo, sino una ética en que el bien relativo es inseparable del mal, y el mal está contenido en las estructuras que constituyen la convivencia. En esas condiciones el asunto no es el simple sí o no a la violencia sino, más bien, gira en torno a los límites, a los propósitos, que pueden hacerla trágicamente aceptable. Por supuesto lo que aparece de inmediato en la discusión es el terrorismo. Se puede condenar, desde luego, al terrorismo de Estado. Por la desproporción entre la fuerza que aplica y la de las víctimas. Porque traiciona los valores que el propio Estado dice defender. Por su sistemático y meditado totalitarismo. Por la crueldad, la alevosía y la ventaja abrumadora con que es practicado. Para la izquierda revolucionaria, sin embargo, es el terrorismo de izquierda el que debe ser meditado. No se trata de igualar lo notoriamente desigual, ni de invocar principios abstractos que conduzcan a un empate moral. Se trata de formular criterios que, dada la violencia como un hecho, nos permitan dar una lucha en la cual no terminemos confundiéndonos con el enemigo. Sostengo que la violencia, física o simbólica, sólo es aceptable para el bando revolucionario si es violencia de masas, y bajo el imperativo de un respeto general del horizonte de los derechos humanos. Esto significa condenar la violencia puntual, la que es llevada a cabo por comandos especiales, sobre objetivos particulares. Significa condenar la violencia que busca la represalia, el amedrentamiento, o el producir un efecto
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ejemplarizador atacando a particulares. La huelga, la toma, la sublevación popular, la protesta ciudadana en todos sus grados, es violencia de masas. Opera siempre al borde de la ley y, en Estados totalitarios, más allá de la ley. Pero busca operar dentro de un horizonte de derecho y justicia. Se inscribe en objetivos estratégicos, sobre todo cuando contempla reivindicaciones directamente políticas. Tenemos derecho a la violencia de masas en contra de la violencia estructural. Tenemos derecho a combatir también, tanto en el enemigo como en nuestras propias filas, la violencia focalizada, que sigue la lógica de la venganza. Nuestros enemigos tienen y deben tener los mismos derechos universales que reivindicamos para nosotros. Los derechos que les impugnamos son aquellos, particulares, que se arrogan por sí mismos, y que los hacen, estructuralmente, nuestros enemigos: todos aquellos derechos que sólo han establecido para legitimar la explotación. En una situación trágica, como es la lucha de clases, que excede la voluntad particular de los particulares a los que involucra, puede haber un horizonte humanista para la guerra. La izquierda puede ser creíble, la lucha puede ser verosímilmente justa, si se hace un esfuerzo por explicitar los límites de la violencia, y se contribuye a criticar a todos los que, en uno y otro lado, ponen al fin abstracto y la acción puntual, por sobre ese horizonte de humanidad realizable. 6. No sólo estrategia, también plan concreto Cuando hoy decimos “universal” lo estamos refiriendo de un modo casi literal. Prácticamente no hay ya seres humanos que no estén ligados a la globalidad del sistema de producción imperante. Incluso los excluidos lo están en virtud de la misma lógica que sigue la integración. Esto hace que si bien el espacio de acción local, el cara a cara y codo a codo, sea crucial para integrarnos de un modo efectivo, tan importante como él sea la mantención de vínculos físicos, directos, con el carácter global e interrelacionado que ha adquirido cada uno de los conflictos. Existen sobrados y eficaces medios técnicos para dar luchas globales. Nada impide hoy que hasta las más locales agrupaciones juveniles se
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pongan en contacto con sus similares al otro lado del planeta. En una producción deslocalizada, frecuentemente los trabajadores tienen mucho más en común con los que hacen la misma tarea en otro continente que con los que hacen tareas distintas en la misma ciudad. El trabajo común, teórico y práctico, a distancia, en espacios virtuales, es plenamente posible y, en algunos trabajos específicos, es una realidad cotidiana. Organizar sindicatos, juntas de pobladores, federaciones estudiantiles, grupos étnicos disgregados, en red y de manera global. Luchar por la conectividad y usar su espacio públicamente, es un gran desafío para la izquierda del siglo XXI. Un desafío en que la derecha ya es eficaz, y que es para ella una práctica cotidiana, cada vez más imprescindible. Pero también, de manera correlativa al desarrollo material de esta universalidad, es necesario asumir y exponer explícitamente el horizonte universal que le da contenido a una tarea que se propone una crítica revolucionaria: el comunismo. No ya sólo el objetivo socialista, ya no la mera tarea de industrializar y modernizar países. De lo que se trata es, directamente, del fin de la lucha de clases. Y de todo lo que conduzca a ello, y en la medida en que nos acerque de alguna manera plausible. Grandes tareas para un gran espíritu. Más allá del populismo y la demagogia. Autenticidad para una lucha política que puede y debe combinar en cada acto lo inmediato y lo final tal como, y en la misma medida, combina lo particular y lo global, lo contingente y lo histórico. Es necesario concretar esta demanda radical en un camino, y ese camino debe empezar por algo. Los reformistas siempre están ávidos de programa, así como los que tienen espíritu radical tienden a eludirlos. Los que queremos combinar ambos espíritus tenemos que atender tanto a uno como al otro. De aquí estos párrafos contingentes que siguen: para concretar. Si el camino ha de empezar hoy por algún lado, debe atacar en primer lugar la especulación financiera. Bajar radicalmente el costo del crédito, subir de manera radical los impuestos a la ganancia financiera, limitar drásticamente la circulación internacional de capital especulativo. Esta lucha, nacional y global, debe ir de la mano con la lucha frontal
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por la nacionalización de las riquezas básicas, y esta a su vez debe estar ligada a una política de colaboración internacional, política y militar, para rechazar las intervenciones militares que buscan su desnacionalización. En el plano local sostengo que hay que buscar una radical descentralización de los servicios prestados por el Estado, paralelo a la descentralización de su gestión política y económica. Muchos municipios en red son preferibles a un Estado central. El Estado debe administrar las riquezas y servicios estratégicos, y debe promover a su vez una fuerte redistribución de los recursos que tienen carácter nacional. Más allá del comienzo, ya he mencionado las iniciativas de tipo estratégico que me parecen centrales: reducir progresivamente la jornada laboral, manteniendo los salarios a costa de la ganancia; reducir el aparato central del Estado por la vía de la descentralización y la asignación de los recursos a los usuarios finales; limitar el arbitrio sobre la propiedad privada para mantener economías compatibles con el medioambiente y la autonomía de los ciudadanos. Pero la política no son sólo principios y estrategias. Sostengo que un plan concreto, actual, para el Chile inmediato, es perfectamente formulable. Los marxistas pueden proponerlo y defenderlo, pero, desde luego, excede ampliamente los límites de una sola de las posturas radicales posibles. La política real es, y debe ser, la tarea de muchas izquierdas. La izquierda, al menos la izquierda, debe hacer política estratégica radical, debe ordenar sus diferencias en torno a un horizonte global, debe apuntar hacia más allá de la política inmediata, aquella de las famosas “urgencias de cada día”, que impiden pensar y actuar en función del futuro. 7. Para empezar... Hay que empezar No vivimos del pasado, no hemos ganado ningún derecho especial por haber intentado, por haber tenido éxito, por haber fracasado, tantas veces. La historia del futuro empieza otra vez cada día. Para superar la perspectiva de la derrota, hay que orientar toda nuestra energía hacia el futuro, hacia la construcción desde hoy de lo que será el futuro. Si se trata de la revolución, lo relevante es el futuro. El eje del pensamiento y la acción
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debe partir desde el presente hacia el futuro. Los revolucionarios deben tener futuro, no pasado. Mientras más arraigada está su reflexión y su acción en el pasado más improbable es su vocación de futuro. El pasado es importante para los que triunfaron, o para los que ya han sido derrotados. Los que triunfan requieren, y no pueden evitar hacerlo, de la invención de un pasado. Esta será parte de su legitimidad, de su fuerza. Los que han sido derrotados, o actúan bajo el peso de la derrota, requieren un pasado que los explique, que diga mínimamente que sus vidas no han sido en vano, que las tendencias muestran que alguien podrá venir luego a redimirlos. “Tener historia” es un lujo que puede darse el poder triunfante, o es la tristeza del relato inclemente que resume una y otra vez la derrota, repitiéndola, como castigo. Para los que luchan, los que están en lucha, y piensan y actúan desde esa situación, el pasado no es relevante. No es que no tengan pasado. Se podría decir, de manera abstracta, en el ejercicio académico, que lo tienen. Pero más allá de la afirmación trivial de que todo presente tiene un pasado no hay absolutamente nada que sea obvio. Es obvio decir del pasado simplemente que es. Apenas un milímetro más allá, cualquier contenido que se le atribuya, no es sino una reconstrucción. La objetividad de la historia es estrictamente histórica. Tanto que el pasado puede tener más densidad, más peso, o rotundamente menos, según el lugar en que se encuentre un bando respecto de sus luchas. El lugar de intentarlo todo, el lugar de haber conseguido lo que de hecho se consiga, el lugar de haber perdido todo... Salvo el pasado. Por supuesto los que luchan construirán un pasado, y sus hechos se acumulan como materia prima de esa reconstrucción. Pero sólo tendrán auténtico derecho a hacerlo cuando hayan triunfado. Mientras luchan, la vocación por el futuro debe ocupar la mayor parte de su horizonte, sin más legitimidad que sus indignaciones, que su voluntad de construir un mundo mejor superando la condición represiva del presente. Detenerse en el pasado, en medio de la lucha, es un descanso que sólo puede satisfacer a los intelectuales, no a los que sufren. O es un indicio de que no se trata ya tanto de la lucha, sino de cómo podemos sobrevivir a la derrota. Después, en el más allá quizás ilusorio del triunfo, incluso estas mismas ideas serán severamente reconsideradas. Los que ganen no verán
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la historia, que ahora es su historia, como producto puro de la voluntad, enfatizarán más bien la “objetividad” del pasado, verán estos “voluntarismos” como excesos románticos, trabajarán “sobre la realidad, como sobre una roca”. Descubrirán toda clase de “anticipaciones”, “atisbos geniales”, “intuiciones profundas”. Toda época crea a sus precursores. Y si lo que ha triunfado es la verdad y la belleza quizás es bueno que lo hagan. El problema es que la verdad y la belleza también serán una reconstrucción, y entonces, más allá de si es bueno o es malo, simplemente es inevitable que conquisten la historia no sólo como presente triunfante, o como futuro esplendor, sino también como pasado promisorio. “Hemos sido esperados”, podrán decir los que triunfen. O también, “hemos llegado a la cita al fin, esa que nos reservaban aquellos a los que ahora podemos redimir”. Pero cuando estas afirmaciones se hacen antes del triunfo, en las épocas oscuras de la lucha, son sospechosas. Son un mal indicio. Son indicios de que se opera desde una gruesa mentalidad ilustrada, como si la realidad histórica fuese objetiva y determinada, y nuestro papel no sea sino realizarla. O indicio de un mesianismo romántico del que se puede sospechar un futuro totalitario. Pero si los verbos que presiden la valoración del pasado son “rescatar”, “redimir”, “renovar”, “salvar”, “continuar en la senda de”, entonces quiere decir derechamente que estamos razonando desde la derrota, y prolongándola. Esto, por cierto, si de lo que se trata es de la revolución. Cuestión que no es muy obvia, por supuesto. Porque si se trata del reformismo, es decir, de la confianza, más o menos radical, en que se puede transformar un mundo desde dentro, desde sus propios supuestos, entonces el pasado no sólo es necesario, sino que es inevitable. El reformismo necesita una perspectiva, no sólo hacia adelante, sino una que provenga desde un pasado legitimador. El reformismo no piensa propiamente en el futuro, sino en el presente, a lo sumo en el mediano plazo. Y el presente necesita afirmarse en ser “la continuación de” para no caer en el oportunismo. Pero esta confianza, por muy radical que sea, no logra activar la vocación profunda por el futuro, necesita no activarla, para no caer en el “utopismo”. Los reformistas, tal como los más inteligentes y los más tontos, sólo pueden pensar en lo real. Difícilmente pueden pensar en la posibilidad de lo imposible. El asunto político hoy, para los que viven las luchas como no resueltas, es cómo salir de éstas, las infinitas metáforas del naufragio, hacia
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un espacio de luchas que invente libremente, que se invente a sí mismo, por mucho que sus materiales provengan, como quizás es inevitable que sea, de esos muchos naufragios previos. Por supuesto “desprenderse” del pasado, aunque sea con este ánimo polémico, o guiado por este propósito eminentemente político, es una tarea de nunca acabar. Sobre todo si hay que sobrellevarla acosado por los que a estas alturas resultan ser verdaderos profesionales de la nostalgia. Ante ellos, y quizás sólo ante ellos, es necesario repetir una y otra vez una serie de trivialidades, que desde luego en la lógica que los retiene no lo son: que nadie puede vivir sin pasado, que historizar lo real es una manera de ejercer la crítica, que siempre es posible aprender “algún tipo de cosas” de las experiencias pasadas “aunque sean una sucesión de derrotas”. Desde mi punto de vista estas cuestiones son obvias, y quienes las invoquen contra el intento que hago aquí simplemente no han entendido de qué se trata. No se trata de que el pasado no exista o no sea relevante para el hoy. Se trata de analizar lo nuevo como nuevo, no simplemente asimilándolo a otra especie de lo antiguo. No se trata de “olvidar” las reivindicaciones de justicia por los innumerables crímenes, por la sangrienta historia que ha conducido a la “normalidad” actual. Se trata de que el sentido de la política sea el futuro, no la recuperación del pasado. No se trata de que “la historia no sirva para nada”. Se trata de que una argumentación que sólo se basa en el efecto moral que tendrían la “lecciones del pasado” no nos sirve para entender de manera sustantiva las nuevas dominaciones, en el presente. “Inventar” es, políticamente, el verbo de los que luchan, aunque desde un punto de vista académico no sea cierto. Por eso, en el plano teórico, lo que hay que hacer no es citar, sino aludir. E inventar lo citado en la alusión. No se trata de “desarrollar a”, o “aprovechar a”, o “rescatar elementos de”. Se trata simplemente de tener la vanidad subjetiva de creer que se puede inventar algo, para que pueda ser aprovechada en el movimiento objetivo de los que de hecho inventan algo. No hemos sido esperados, no redimimos a nadie, no somos los buenos. Simplemente vamos a crear un mundo nuevo, y para eso vamos a combatir la realidad establecida. Hay un viejo lema, si se me permite la paradoja, que puede resumir esta actitud: “hemos dicho basta, y echado a
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andar”.
b.
Cuarenta años de modelo neoliberal en Chile4
Durante casi cuarenta años (desde 1975), Chile ha sido escenario de un profundo experimento económico y social. En un país pacificado a la fuerza por el golpe de Estado de septiembre de 1973, y por cinco años (1973–1978) de cruenta represión de dirigentes políticos y sociales, los ministros civiles del gobierno militar pudieron despejar brutalmente toda traba institucional e implementar, gobernando a través de decretos leyes, un modelo económico completamente ajeno a la tradición chilena, que carecía de precedentes incluso en cualquier política económica implementada alrededor del mundo durante el siglo XX. Muchas de las fórmulas económicas y sociales ideadas por los teóricos neoliberales a lo largo de los años 40 y 50 fueron aplicadas por primera vez en Chile y luego, desde aquí, predicadas y aplicadas con diversos grados de autoritarismo prácticamente en todos los países del mundo desde los años 80 hasta hoy. Esto hace que Chile, un país de escasa población (16 millones en 2012), con una economía relativamente menor a pesar de sus enormes riquezas naturales, se haya convertido en un verdadero modelo para la nueva derecha a nivel mundial. Un modelo protegido por los grandes poderes mundiales de las oscilaciones más irresponsables del capital financiero y protegido también por una eficiente clase política de las tentaciones de convertir sus avances en provecho populista. Un país cuyo “éxito” económico es usado para disciplinar a los trabajadores en todo el mundo en torno a las políticas capitalistas más depredadoras. Políticas cuyas “bondades” son repetidas hasta el cansancio, como “verdades evidentes” y dogmas doctrinarios por las grandes cadenas de medios de comunicación a nivel mundial. “Verdades” y “evidencias” que apuntan sobre todo contra los peligros que representaría el Estado interventor, contra la “irresponsabilidad” contenida en cualquier política que busque asegurar derechos económicos y sociales básicos. Que el tan cacareado “éxito” de este modelo en Chile sólo encubre 4 Este texto ha sido escrito, a propósito de los cuarenta años del golpe de Estado, para ser presentado en el encuentro convocado por la organización Medico Internacional, en Frankfurt, Alemania.
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una enorme catástrofe social para los más amplios sectores del pueblo chileno, y un modo de grosera depredación y saqueo de sus riquezas, es algo que se ha mostrado, con cifras impresionantes, muchas veces. Baste con indicar dos datos: a. Entre 2006 y 2011 las grandes compañías mineras extranjeras se han llevado de Chile más de 160.000 millones de dólares en ganancias. Hay que notar, además que mientras la inversión total de estas compañías entre 1974 y 2006 sumó 19.976 millones de dólares, sólo en 2006 obtuvieron ganancias por 25.405 millones de dólares.5 b. Según los datos del Servicio de Impuestos Internos (SII), el 99% de los chilenos vive con un salario promedio de 680 dólares ($339.680), el otro 1% con un salario promedio de 27.400 dólares ($13.703.000), es decir, 40 veces mayor.6 Es importante notar que esa mayoría también es desigual: el 81% de las personas en Chile viven con un salario promedio de tan sólo 338 dólares ($169.000) con un tope, en ese promedio, de 1.096 dólares mensuales ($548.000).7 Datos como estos son los que permiten entender el fraude que se esconde tras las cifras macroeconómicas “exitosas”. Pero más que las cifras que lo caracterizan, o su origen sangriento, lo que me importa aquí es más bien en que ha consistido de manera profunda este modelo, y cómo un análisis marxista puede dar cuenta de su “normalidad”, es decir, de la extraordinaria estabilidad política que lo ha acompañado hasta el día de hoy. Describir sus mecanismos y los compromisos políticos que permiten su funcionamiento. La primera fase del modelo neoliberal, la privatización de los activos del Estado y la reducción del gasto estatal, es la que ha sido mejor estudiada y documentada.8 Es también la que sus propios gestores publicitan más a 5 Ver, al respecto, los resultados expuestos por los economistas Orlando Caputo y Gabriela Galarce en www.archivochile.com/Ideas_Autores/caputoo/caputolo0052.pdf; y resumidas en www.elciudadano.cl/2011/11/12/43953/como–las–transnacionales–usufructuan–del–cobre–chileno/. 6 Ver, al respecto, el comentario de CIPER Chile en ciperchile.cl/2013/03/28/la–parte–del–leon–como–los–super–ricos–se–apropian–de–los–ingresos– de–chile/ 7 El estudio completo, hecho por Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez, puede verse en www.econ.uchile.cl/uploads/publicacion/306018fadb3ac79952bf1395a555a90a86633790.pdf 8 Ver, por ejemplo, María Olivia Monckeberg: “El Saqueo de los Grupos Económicos al
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menudo, atribuyéndole toda clase de efectos “ordenadores”, “disciplinantes”, del caos en que los Estados habrían sumido a las economías modernas. Los diversos analistas de izquierda que lo han abordado han puesto un gran énfasis en sus orígenes violentos. Por un lado la violencia militar extrema de las dictaduras latinoamericanas en los años 70. Por otro la extrema violencia de la corrupción civil que, amparada en esa posición de fuerza, privatizó y desnacionalizó las riquezas y los aparatos productivos estatales levantadas tras décadas de economías desarrollistas. Este énfasis en la violencia explícita, sin embargo, ha contribuido durante mucho tiempo a oscurecer la segunda fase, mucho más profunda, en que el modelo se extiende y consolida, promovido incluso por los agentes políticos que han sido víctimas en diverso grado de la violencia primera, y que han usado sistemáticamente esa calidad de víctimas para legitimar como “alternativas”, o como “modificaciones en la medida de lo posible”, los propios dogmas económicos que dicen criticar. Es la segunda fase, en que Chile es nuevamente un modelo ejemplar, la que hoy en día es urgente analizar y criticar pues es la que está presente en casi todas las “salidas” que se ofrecen a nivel mundial para los efectos de la crisis financiera que se arrastra desde 2008. Es la que es necesario exponer y denunciar sobre todo para dejar al descubierto uno de los principales mitos de la crítica anti neoliberal imperante: el modelo neoliberal NO fue impuesto, ni fue hecho eficaz y viable, a partir y a través de dictaduras militares. Su verdadera eficacia y profundidad ha sido implementada progresivamente a través de gobiernos civiles, por medios “democráticos”, y por coaliciones políticas que proclaman ser de “centro izquierda”. Lagos y Bachelet son los herederos perfectos de Pinochet y sus ministros de hacienda. El PSOE es el complemento perfecto del PP en España. Los Kirchner los sucesores perfectos de Menem. Lula es el complemento de Cardoso. Y esto es lo que ocurre en general con la “centro izquierda” europea y su retórica anti Thatcher y anti norteamericana. La primera etapa del nuevo modelo de dominación capitalista que se ha implementado desde los años 80 en todo el mundo ha sido caracterizada frecuentemente como “política de shock”. A la luz de lo Estado Chileno” (2001), Ediciones B, Santiago, 2001; Naomi Klein: “La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre” (2007), Paidós, Barcelona, 2007.
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ocurrido con posterioridad, es necesario agregar bastantes matices a esa visión simple. Es indudable que han existido estos momentos de shock pero, a pesar de su importancia, han sido más bien la excepción que la regla. Y, en todo caso, el componente de violencia militar en ellos no ha sido el elemento crucial ni, mucho menos, su condición de posibilidad. El shock en Grecia, Irlanda, España, Portugal, se ha realizado en plena democracia. La transición neoliberal profunda se realiza en Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania, en Rusia y en casi todos los países que formaron parte del área socialista sin un shock visible, a través de múltiples medidas que apuntan en esa dirección, pero que no se presentan como una política masiva, rápida y explícita. El shock neoliberal está relacionado básicamente con cuatro cuestiones: a. las políticas de precarización del empleo y el debilitamiento de los derechos laborales; b. las políticas de privatización de las ramas de la producción en manos del Estado; c. una política general de desnacionalización de los recursos naturales d. una política general de liberalización del comercio mundial, de apertura arancelaria, congruente con las nuevas formas de organización industrial distribuida a nivel mundial. Más que una dictadura militar que ordene estas medidas por decreto (como ocurrió en Chile), en realidad es este último aspecto el que desencadena y opera como motor permanente de los tres anteriores. Desde fines de los años 70 ha ocurrido un drástico reordenamiento tanto en la base técnica del capital como en su localización. La producción manufacturera ya no está organizada en grandes instalaciones centralizadas, ubicadas de manera predominante en el primer mundo, sino que se ha desplazado hacia la periferia, en que es posible bajar notablemente los costos en salarios, y en forma de redes de producción de partes y piezas, en que sólo algunos módulos actúan como armadurías. Esto ha significado una radical desindustrialización de Estados Unidos y Europa, y a la vez una industrialización creciente de países como Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Malasia, en una primera oleada, y ahora de China, India, Brasil y México. Esta producción en red ha aumentado enormemente el comercio mundial al interior de las propias empresas transnacionales, que se organizan
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como redes en que operan mercados “interiores” que deben traspasar las fronteras nacionales. Esta organización es la que ha obligado a la completa apertura comercial que, de paso, permite la destrucción de toda iniciativa de desarrollo industrial consistente y medianamente autónomo a todos los demás países. Tanto la precarización del empleo, como la desnacionalización de los recursos naturales, como la destrucción de los aparatos productivos estatales, en realidad han sido efectos de esta profunda reorganización, de envergadura histórica, de la división internacional del trabajo capitalista. En rigor, el discurso doctrinario neoliberal, su pretendido saber “técnico”, no ha sido la causa, ni el motor, de esta reorganización, sino más bien el discurso con que se ha legitimado. La “ineficacia del Estado”, la necesidad compulsiva de integrarse a la “globalización”, las supuestas desgracias que traería el “proteccionismo”, las supuestas bondades de la iniciativa y el “emprendimiento” individual en torno a pequeñas unidades económicas, son todos argumentos que surgen desde, y son funcionales a, este proceso en el orden de la producción. Es por eso que el llamado shock neoliberal no ha llegado de manera masiva, explícita y uniforme a aquellos países donde imperan regímenes “democráticos”, es decir, a aquellos lugares y espacios sociales en que esta revolución post fordista no ha sido necesaria aún. La precarización del empleo, por ejemplo, se ha introducido en la mayor parte del mundo por áreas, a través de políticas que se presentan paradójicamente como “fomento”, o “generación de nuevos empleos”, o como “excepción”: empleo precario para jóvenes, para mujeres, para zonas pobres, para profesionales universitarios recién egresados. Normas que se agregan a las ya existentes, sin eliminarlas, aunque de hecho las nieguen, van creando una tendencia, acompañada de aparatosas campañas de propaganda, en que se debilitan por sectores los derechos laborales tradicionalmente adquiridos a través de prolongadas luchas de los trabajadores. Una propaganda que sostenidamente afirma favorecer el empleo, hacer viable la economía, abrir nuevas posibilidades al adelanto económico de los individuos y las familias, sin hacerse cargo en absoluto ni de la calidad del empleo que favorecen, ni de los bajos niveles salariales implicados, ni de la absoluta falta de derechos laborales y sindicales que los rodean. Eso explica que en la mayor parte de los países del mundo el avance de la precarización laboral coexista perfectamente con sectores enteros de trabajadores que
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mantienen aún sus derechos clásicos, sobre todo en la administración y en los servicios que provee el Estado, en las fábricas en que subsiste el régimen fordista, y en el campo que no se ha reconvertido aún a las nuevas formas de industrialización agrícola. Cuestiones que son claramente visibles en países como México, Brasil y Argentina. De la misma manera, la desnacionalización de los recursos naturales, no se ha operado de un modo uniforme y tajante, que suprima o revierta las grandes nacionalizaciones promovidas por gobiernos antiimperialistas en los años 70. Las formas más eficaces son más bien el control de la comercialización de los recursos de los que no se es dueño, el dominio de toda la cadena de elaboración de los derivados o concentrados, que son los que realmente se ocupan en la producción industrial, e incluso el dominio de la administración financiera de los excedentes en dinero que produce la riqueza teóricamente nacionalizada. Los países son dueños de la piedra, del crudo, pero de nada más. La industria petroquímica, las refinerías del cobre y el estaño, las grandes productoras de acero, permanecen en manos del capital transnacional. Los excedentes en dinero son administrados por la banca transnacional. Y ahora, en la segunda fase del modelo, dos mecanismos adicionales. Uno explotación “mixta” en que los Estados nacionales entran en sociedad con las empresas transnacionales (que frecuentemente los exceden en poder económico), en tratos “paritarios” que favorecen escandalosamente al capital, y a la vez lo liberan de cargas tributarias o excesos de fiscalización sobre sus operaciones.9 El otro es el régimen de “concesiones plenas”, ideado en Chile, ante la negativa del gobierno militar a privatizar el cobre, por José Piñera Echeñique, uno de los principales ideólogos nacionales del modelo, y dictado como ley en 1981, según las cuales el Estado no pierde la propiedad de los recursos, pero 9 En Chile se ha dado el escándalo de que una empresa extranjera ha vendido al propio Estado chileno una parte de una gran mina de cobre que se explotaba en sociedad a un precio 60 veces mayor al que se pagó originalmente por ella. Esto en un país donde aún rige la ley de nacionalización del cobre aprobada por el 100% del parlamento en 1971, es decir, donde todos los minerales de cobre son ¡de propiedad absoluta e inalienable del Estado! En 1978 el Estado chileno vendió a Exxon la concesión de la mina de cobre “La Disputada de las Condes” por 98 millones de dólares. Esta empresa declaró no tener ganancia alguna por ese mineral durante 23 años, y sin embargo logró venderla en 2001 a la empresa Anglo American en 1300 millones de dólares. Al hacer esta venta, con la venia tácita de la administración de Ricardo Lagos, consagró como propiedad una concesión por la que, además, no había pagado ni un solo peso de impuestos durante esos 23 años. Durante 2012 el Estado chileno compró el 24,5% de ese mineral en 1700 millones de dólares, es decir, ¡más de 60 veces lo que recibió por vender su concesión! Hay que notar que, considerando todas las rebajas y maniobras ejercidas durante esta “negociación”, el valor total del mineral se calcula en más de 10.000 millones de dólares… un mineral que durante más de treinta años declaró no obtener ganancia alguna de su explotación.
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si una vez dictada la concesión decide retirarla (para lo cual bastaría un simple decreto presidencial), debe pagar a la empresa afectada ¡el 100% de las ganancias que podría haber obtenido por su explotación!. Por último, la privatización de los activos económicos en manos del Estado no ha operado en general sobre la base de decretos dictados bajo el amparo militar sino más bien tras un proceso de destrucción metódica e intencionada: la disminución de su productividad y eficacia por falta de inversión, la reducción de sus ganancias y aportes al presupuesto general por la vía del despilfarro. Con esto el dogma neoliberal de la “ineficiencia del Estado” se ha convertido en una mera profecía auto cumplida, tras la cual la privatización aparece casi como un beneficio para toda la sociedad. Es el caso de la empresa telefónica privatizada en la época del PSOE en España, es el caso de la telefónica mexicana que, “milagrosamente”, duplicó su valor en menos de dos meses después de ser privatizada. Los servicios de comunicaciones, de transportes, de agua potable, pueden ser privatizados cómodamente, y en forma “pacífica” por esta vía. Incluso, cuando se observa el propio proceso chileno, del que se dice que estaría fundado en la violencia militar, lo que se encuentra es que los efectos reales del shock, y sobre todo su consolidación como régimen de normalidad económica, se produjeron a partir de 1990, durante los gobiernos de la Concertación, no bajo la dictadura. A pesar de que la Ley de Concesiones Plenas se dictó en 1981, la inversión minera en Chile entre 1974 y 1989 sólo llegó a 2.390 millones de dólares. En cambio, entre 1990 y 2005 subió a 17.578 millones de dólares. Las leyes que han permitido que las empresas mineras eludan o evadan impuestos proceden del gobierno de Patricio Aylwin. A pesar de las garantías ofrecidas, aún en 1990 las grandes mineras privadas controlaban sólo el 16% de la producción de cobre; en 2007 esta proporción había subido, en cambio al 69%. Otro tanto se puede decir de todas y cada una de las grandes medidas económicas dictadas en la época dictatorial. Hoy en día nadie pone en duda que los gobiernos de la Concertación han respetado y profundizado plenamente el modelo económico que heredaron, en contra incluso de lo que fue presentado como su propio Programa Fundacional. Considerando estas múltiples evidencias es que importa hoy enumerar con la mayor claridad posible cuáles han sido las herramientas económicas han permitido que los tecnócratas chilenos prediquen el
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“éxito” de su modelo. Desde luego, y largamente, el gran asunto en juego es la desnacionalización del cobre. Chile es un país que vale para el capital transnacional lo que valen sus recursos naturales. Hoy en día la producción de la minería chilena equivale al 17,4% del PIB. En esta cifra, el 16% corresponde a las exportaciones de cobre. En esta cifra, cerca del 70% corresponde a la minería privada. Es decir, más del 12% del PIB sale de Chile por la vía de la producción minera privada. El crecimiento económico exhibido o, al menos, el exorbitante crecimiento del que han gozado los sectores privilegiados de este país tiene, sin embargo, otros dos componentes, que dan cuenta ahora de la expansión de los empresarios chilenos hacia los demás países de América Latina. Uno es el sistema de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), creado en 1980, que obliga a los chilenos a cotizar el 10% de sus salarios en Administradoras privadas, que pueden utilizar este ahorro forzoso como fuente de capital para empresas relacionadas, sin ofrecer a cambio ninguna garantía real de rentabilidad, ni absolutamente ninguna participación en la política de inversiones, a los que son propiamente los dueños de ese capital. Tras más de treinta años del sistema se han acumulado más de 250.000 millones de dólares, nominalmente propiedad de los trabajadores. Sobre esos fondos los propietarios de las Administradoras han cobrado cerca de un 30% de las cotizaciones en comisiones por su administración independientemente de si las inversiones que hacen tienen o no rentabilidad real. Esto ha significado que, a pesar de las fluctuaciones y las crisis financieras, los dueños de las AFP han recibido entre 500 y 1000 millones de dólares cada año. Es notable que desde 2008, debido a la crisis financiera internacional, el fondo global, perteneciente a los trabajadores, ¡disminuyó en cerca de un 30%!, una cifra mayor que todas las ganancias obtenidas por esos fondos en los 27 años anteriores, y aún así los dueños de las AFP obtuvieron en 2008 ganancias por 10 millones de dólares. Pero ya en 2009, sin que los fondos se hubiesen recuperado realmente, sus ganancias volvieron al orden de los 500 millones de dólares. Por estas dos vías, la posibilidad de utilizar el ahorro forzoso de los trabajadores de todo un país, y la libertad de apropiar cerca de un tercio de ese ahorro como comisiones, las AFP han sido la viga maestra de los empresarios nacionales del retail, de la fruta y las pesqueras, de la celulosa y el papel, de la mediana minería privada. Como dato ilustrativo hay que considerar que el 70% de
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los fondos han sido invertidos en tan sólo diez grandes grupos de empresas chilenas.10 El reverso de este gigantesco aporte de los trabajadores a la gran empresa privada es dramático. En 2012 la pensión promedio pagada por el sistema de AFP alcanzó tan sólo 178.000 pesos (unos 360 dólares). Las pensiones pagadas correspondían en promedio a tan sólo el 33% del salario percibido por los trabajadores antes de pensionarse. Peor aún, el 60% de las pensiones pagadas por las AFP entre 1982 y 2009 ¡han sido aportadas por el Estado! Una situación que se explica porque el 60% de los pensionados recibe menos de $75.000 (150 dólares), y sus pensiones deben ser compensadas por un aporte estatal. El otro mecanismo, que explica que el 0,1% de los contribuyentes chilenos acumulen 17% de la riqueza nacional son las múltiples formas de evasión y elusión tributaria de las que han gozado las empresas por más de treinta años. Sólo por la principal de ellas, el llamado Fondo de Utilidades Tributables (FUT) los empresarios de este país han logrado evadir cerca de 40.000 millones de dólares en impuestos. Una módica contribución a costa de beneficios posibles para todos los chilenos, que les ha permitido capitalizar e imponer su crecimiento como si fuese un producto de su propia “eficacia”. En general, se ha construido un sistema impositivo en que los empresarios pagan sistemáticamente menos impuestos que los trabajadores.11 Precarización del empleo, desnacionalización de los recursos naturales, privatización de la administración de los fondos de pensiones, un sistema de generosas ventajas tributarias, esos son los grandes mecanismos que han operado desde la época de la dictadura. Pero a ellos hay que agregar una segunda fase que, como he adelantado, amplía y profundiza el modelo, gestada e implementada ahora completamente en “democracia”. El gran asunto ahora, en general, es la completa funcionalización del Estado respecto del interés de los empresarios privados. Más allá de la privatización que recurre al expediente simple y brutal de vender a precio regalado los bienes acumulados por todos, se trata ahora de la 10 Ver, al respecto, los múltiples estudios sobre las AFP, realizados por el Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (CENDA), en www.cendachile.cl/ 11 Ver, al respecto, las columnas de Francisco Saffie Gatica, en www.ciperchile.cl
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introducción de la lógica de gestión de las empresas privadas en la gestión de los servicios públicos, acompañada de un masivo sesgo que lleva a que el Estado privilegie, e incluso financie directamente, a las empresas privadas en detrimento de sus propios servicios. Un régimen en que el gran capital logra convertir en áreas de negocios a los servicios, que se consideraron tradicionalmente como derechos sociales, que tenían que ser proveídos y garantizados por el Estado. En la mercantilización de los servicios, que resulta de estas políticas, el costo es descargado progresivamente sobre los usuarios, el Estado autoriza y avala el lucro con bienes esenciales, e incluso aporta directa e indirectamente los capitales que requieren los privados para implementar sus negocios. Esto resulta particularmente claro en cuatro áreas extremadamente sensibles para los ciudadanos comunes: el transporte público, la educación, la salud y la industria alimentaria. El caso del transporte público en Chile representa una mezcla de neoliberalismo y corrupción abierta. La privatización de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado se llevó a cabo en los primeros años de la dictadura, bajo el pretexto de su ineficiencia y su obsolescencia tecnológica. El transporte de pasajeros en la ciudad de Santiago (que concentra al 40% de la población del país) y en todas las otras grandes ciudades, sin embargo, fue empeorando con el tiempo debido justamente a esas mismas razones cuya solución, por cierto, no interesó en lo más mínimo a los “eficientes” empresarios privados. A pesar de esta ineficiencia, cuando desde 2004 se pensó en hacer un cambio radical, la premisa que se dio por obvia es que tenía que ser realizado a partir de nuevas concesiones a esos mismos o a otros empresarios privados. La extrema torpeza y falta de viabilidad del fastuoso proyecto que se diseñó durante el gobierno de Ricardo Lagos se hizo notoria en cuanto empezó su implementación, oportunamente apurada para imponerla al gobierno siguiente. Pero justo entonces, al enorme impacto que esta ineficiencia radical implicaba sobre las rutinas de la gran ciudad se le encontró una solución extraordinaria: que el Estado subvencionara completamente las pérdidas posibles que los empresarios pudieran enfrentar.12 Se supo entonces uno de los secretos a voces de esta gran renovación: en los contratos que el Estado firmó con esos empresarios se garantizaban, a todo evento, márgenes de utilidad. Una fórmula que se ha usado de manera cada vez más frecuente en las licitaciones de obras llamadas por el Estado: en las carreteras, en las cárceles 12 Hay que recordar que, en medio de la desesperación, ante la falta patente de recursos que pudieran sacar adelante el sistema ya en marcha, se llegó a recurrir al fondo constitucional del 2% del presupuesto de cada año que las leyes chilenas establecen… para casos de catástrofe.
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concesionadas, como veremos luego, en los hospitales públicos. En el caso del sistema de transporte de pasajeros, por esta sola vía, en los cinco primeros años de su funcionamiento el Estado tuvo que desembolsar más de 9500 millones de dólares. Una cantidad absurda que es de hecho mucho mayor que la que esos empresarios tuvieron que gastar para comprar todas y cada una de las máquinas con que se presentaron a licitación para ofrecer el servicio.13 No sólo eso, se firmaron contratos, redactados por los propios representantes estatales, que no establecían ningún mecanismo real de fiscalización a la calidad del servicio, que establecían estándares de cumplimiento para los que no se fijaba absolutamente ningún castigo en caso de no llevarse a cabo, que no establecían absolutamente ningún resguardo de los derechos laborales de los trabajadores que se emplearan. No sólo eso. Cuando la oposición al gobierno de turno vislumbró la posibilidad de ganar las elecciones para el gobierno siguiente y, por tanto, la de heredar el desprestigio y enorme costo del sistema, ambos bloques se pusieron de acuerdo en no convertir el asunto en tema de las campañas electorales (ni la derecha criticó al gobierno en lo que era su flanco más débil, ni el gobierno emplazó a la derecha para que lo resolviera si ganaba), y acordaron una ley que aseguraba el financiamiento de la ineficacia, y las ganancias de los empresarios, a costa de todos los chilenos: se acordó por ley que el Estado apoyaría el sistema, y otros equivalentes en las demás regiones del país, por un monto equivalente a 16.000 millones de dólares en el decenio 2012–2022. Aún así, este monto no es suficiente, y cada año se aprueban partidas presupuestarias que incrementan los aportes. Cuando se considera este cúmulo increíble de ineficiencias y costos con una cierta perspectiva, sin embargo, se advierte que tras lo que parece ser simplemente idiotez y descuido hay una política sistemática, unas prácticas que sistematizan la corrupción. En los grandes contratos de obras públicas que se licitan a privados, por ejemplo, además de garantizar los márgenes de ganancia, se suele aceptar a un oferente que promete, a un costo muy conveniente, realizar una obra, digamos, en 100 millones de dólares. Como su propuesta es la más barata y conveniente, se le adjudica, de 13 Un absurdo tan extremadamente notorio que hasta Eduardo Frei Ruiz–Tagle fue capaz de vislumbrar. El 12 de Mayo de 2007, todos los medios de comunicación en Chile informaban, con cierto asombro de la siguiente declaración, hecha en su calidad de integrante del Senado: “Paremos de una vez esta hemorragia que nos va a desangrar. Asumamos de una vez por todas que éste es un plan mal diseñado y, por lo tanto, difícilmente podrá ser implementado correctamente. Digamos la verdad. Mi opción es que hagamos derechamente un sistema de trasporte estatal como las grandes ciudades del mundo”. Por supuesto la increíble proposición estatista del senador Frei no duró ni una semana en los medios, y fue simplemente acallada y olvidada para siempre.
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manera válida, la licitación. Sin embargo, en el curso de la obra, el contratista declara que debe hacer “correcciones” o “ampliaciones” al proyecto original y entonces, fuera de toda licitación, se renegocia el contrato por montos que pueden incluso doblar el costo proyectado original. O, en otro caso, en los estudios del impacto ambiental que produciría una empresa privada, se autorizan instalaciones por una envergadura determinada, pero luego la empresa extiende sin límites sus instalaciones sólo con el estudio y la autorización inicial. El caso de las industrias de alimentos es ilustrativo de este sistemático sesgo de los funcionarios públicos a favor del interés privado, que incluso se defiende doctrinariamente en los cursos de capacitación en que son formados. Se dicta un reglamento sobre los contenidos máximos que los componentes de un alimento deben tener para no dañar la salud de tal manera que esos máximos permiten prácticamente todos los alimentos ya en circulación, sean dañinos o no. Se suscriben los tratados de libre comercio con toda clase de cláusulas que permiten debilitar la autonomía e incluso la seguridad alimentaria del país. Se aceptan las imposiciones de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en torno a la circulación de transgénicos y las patentes a productos biológicos. Se acepta y promueve, sin gran publicidad, sin que haya una ley que lo autorice, el cultivo de transgénicos en Chile (“sólo para la exportación”). Se autoriza sin límite la importación de transgénicos para el consumo. Se logra, por la vía reglamentaria, que los productos que contienen transgénicos no lo adviertan a los consumidores. Pero son las áreas de la educación y la salud las que muestran mejor, en todas sus facetas, en qué consiste la profundización del modelo. En la educación, el regalo a privados del sistema de educación tecnológica con que contaba el país, y la absoluta ausencia de inversión estatal en ese rubro durante 35 años. La creación de un sistema de universidades privadas que recurren a todo tipo de triquiñuelas para obtener el lucro que formalmente la ley les prohíbe, a lo que hay que sumar toda clase de nuevas y especiales exenciones tributarias. La municipalización de la enseñanza media básica y media, paralela al crecimiento, fomentado por el Estado, de un sistema de educación privada subvencionada, que también goza de privilegios tributarios. El encarecimiento de las escolaridades de las universidades estatales al mismo nivel de las privadas, obligado por las políticas de autofinanciamiento y por el retiro progresivo del aporte
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directo del Estado. Con las movilizaciones estudiantiles de 2005 y 2011 toda el drama de la educación chilena ha salido flote por fin, y ha sido ampliamente discutida en la esfera pública, sin que se haya logrado, por cierto, mover ni un milímetro ni la política oficial, ni la decisión de llevarla adelante en contra de la opinión de las más amplias mayorías nacionales. O, peor aún, todas las medidas propuestas desde las autoridades como “soluciones” no apuntan sino a profundizar el modelo. Una consecuencia es el que el 40% del costo de la educación superior lo deben aportar las familias, en casi todos los casos sobre la base del endeudamiento con la banca privada, o con el Estado, en una situación en que las escolaridades se encuentran entre las más altas del mundo. Otra, los colegios privados subvencionados por el Estado crecen, y se agrupan en grandes sociedades en manos de sostenedores que pueden lucrar libremente con el servicio directo, y con los servicios relacionados como el transporte escolar, los materiales de estudio, o el financiamiento de las escolaridades compartido entre el Estado y las familias. Paralelamente, los colegios municipales se empobrecen, porque no pueden realizar ese lucro relacionado, porque los municipios, manifiestamente en contra de la ley, desvían los fondos que reciben para educación hacia otros rubros, sin que haya la menor fiscalización y, junto con su empobrecimiento, van perdiendo a sus estudiantes, que migran al sistema privado, y desaparecen uno a uno. Otra consecuencia: crece la precarización del trabajo docente hasta el punto inverosímil de que en la educación superior el 60% de la docencia es impartida por profesores que no tienen contratos estables y que frecuentemente sólo reciben diez u once meses de paga cada año. Pero el aspecto más profundo de estos cambios es quizás, como he sostenido más arriba, la introducción de formas de gestión típicas del sector privado al sistema de educación estatal. Por esta vía las universidades del Estado se han convertido en centro de negocios para muchos profesores, a los que se alienta a crear programas de diplomado, post título o post grado administrados por ellos mismos, bajo el nombre y la normativa de la propia universidad a cambio de un cierto porcentaje de lo que recauden por escolaridad. Siguiendo el mismo estilo, las universidades estatales se han rodeado de sociedades relacionadas, formadas por los propios profesores, que usufructúan del nombre y prestigio, e incluso de las instalaciones
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y personal de la universidad para concursar a fondos que resultan casi completamente destinados a su propio usufructo privado, nuevamente, a cambio sólo de un porcentaje de los ingresos, que luego se exhibe orgullosamente como contribución al autofinanciamiento decretado y promovido por la política oficial. Por supuesto, resulta plenamente funcional a esta situación en la educación superior, la adhesión a un sistema de certificaciones que privilegia las formas de gestión particularistas, de corto plazo, en beneficio de los académicos individuales. De esta forma la certificación que se presenta como evidencia de la “calidad” de las universidades privilegia los grados en su aspecto meramente formal, las investigaciones de corto plazo que pueden dar origen a publicaciones en revistas indexadas a nivel internacional, la gestión de los programas de post grado que, justamente contribuyen a reproducirla. Es decir, un sistema en que la “calidad” de la enseñanza universitaria ha perdido toda conexión con el desarrollo nacional, con proyectos estratégicos de desarrollo del conocimiento y, mucho menos aún, con las funciones tradicionales de recreación de la cultura, extensión y diálogo con las necesidades del país. Las universidades, incluso la del Estado, se han convertido en fábricas de profesionales individualistas, que sólo compran una formación que los habilite para el mercado laboral inmediato. Y esto es lo que la doctrina oficial describe, acertadamente, cuando considera a la educación ya no como un derecho sino como un “bien de consumo”. A través un sistema de mediciones periódicas en torno a estándares competitivos y meramente formales, desde sus primeros niveles (SIMCE en segundo básico, cuarto básico, octavo básico, SIMCE por asignaturas, PSU para el ingreso a la universidad), el modelo se instala en la gestión de la educación convirtiendo a cada unidad educativa, en todos los niveles, en una unidad en competencia, que lucha por destacarse en los índices de resultados, que adapta completamente su modelo formativo a la formalidad de tales instrumentos, convirtiéndose en un sistema “preparador de pruebas”, que discrimina fuertemente según los puntajes obtenidos, que adiestra cada vez más y forma o educa cada vez menos. Pero con esto los actores mismos, los maestros, los estudiantes, las familias, internalizan el sistema de la competencia. Las mismas familias se acostumbran a demandar esos resultados formales, los maestros son evaluados en torno a ellos, las unidades educativas enteras son expuestas año a año a la publicación de
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los resultados, y se prestigian y autoevalúan como “exitosas” o no a partir de ellos. Las políticas implementadas en la salud pública durante los gobiernos de la Concertación, que continúa las políticas formuladas durante la dictadura son otro ejemplo central. El paradigma de “focalización de los recursos” terminó con el gasto global, basal y permanente en salud, instaurando un modelo de gestión en que el Estado sólo construye la planta física de los hospitales públicos, y concesiona todo su funcionamiento, y en que el sistema público de salud (FONASA, AUGE, GES) se dedica sólo a pagar prestaciones individuales. Consecuencia de esto es que se ha privilegiado completamente la medicina curativa, en detrimento absoluto de la prevención primaria y de la medicina paliativa, a las que se accede sólo a través de su medicalización (vacunación, rehabilitación física, chequeos médicos), y sólo en la medida en que se asimilan al régimen de las prestaciones curativas. Por un lado la licitación y concesión, primero de los servicios anexos (aseo, alimentación), y luego incluso de los centrales (administración, prestaciones médicas) precariza el empleo en el sector y convierte el gasto estatal más bien en un privilegio, en un sistema de bonos y asignaciones, debilitando de manera sustantiva su carácter de derecho permanente. Por otro lado, el debilitamiento sistemático de la infraestructura de la salud pública, unida al sistema de Garantías Explícitas en Salud (GES), constituyen uno de los mecanismos característicos de transferencia de los fondos públicos al sector privado. En Chile dejó de haber auténticamente salud pública, con las connotaciones sociales, de prevención y empoderamiento de los ciudadanos que eso implica. En realidad lo que hay es un sistema de bonos y asignaciones estatales a las necesidades médicas de los individuos, considerados como particulares aislados. Un sistema de prestaciones en que se evalúan y fijan los montos de las asignaciones según tablas de siniestralidad, al estilo de las compañías de seguros, y no de acuerdo a criterios sociales o de prevención. Con esto el gasto estatal deja de ser inversión destinada a mejorar los niveles de salud de la población, y empieza a ser simplemente gasto, costos que se deben vigilar permanentemente para que no aumenten demasiado
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el presupuesto estatal. La manera en que este modo de pago favorece a las empresas de salud privadas puede ejemplificarse con el escándalo de los pagos que hace el Estado a través del sistema de garantías GES. Consideremos un ejemplo representativo. Si un cotizante de FONASA (en que se atiende el 84% de la población) necesita hospitalización el Estado aporta un bono GES, a través de FONASA, para pagar al hospital público que lo atiende. En 2012 la cantidad pagada por el concepto de “día cama” ascendió a $129.000. Pero el costo real de ese “día cama” es de alrededor de $300.000. Como el hospital público es administrado como una unidad económica independiente, por los municipios, el hospital queda debiendo esa diferencia al Estado. Ese costo debería ser solventado por los municipios, pero estos no reciben fondos del Estado dedicados a cubrir esa diferencia. Con esto sólo los cuatro o cinco municipios en Chile (¡de 350!) que tienen superávit económico, porque en ellos se concentran los sectores económicamente más privilegiados del país, pueden mantener sus servicios. En el resto los hospitales acumulan una “deuda hospitalaria” que, desde luego, les impide mejorar sus prestaciones, o aumentar las camas disponibles. Pero como el usuario ha recibido un bono que implica una garantía en salud, y como el hospital público, debido a su deuda, no dispone de las camas necesarias, entonces tiene derecho a acudir a una clínica privada, y el Estado debe asumir el costo que ello implique. Pero entonces, mágicamente, el Estado acepta pagar ¡$800.000! por el “día cama” a esa clínica, es decir, ni siquiera el costo real sino el costo ¡comercial!, establecido de manera unilateral por el empresario privado. Por esta vía, sólo en los primeros nueve años de la implementación del sistema GES, el Estado ha traspasado 8.000 millones de dólares al sistema privado de salud. En otro ejemplo del mismo tipo: FONASA paga $4.950 por el ítem “consulta médica” a los hospitales públicos, y paga, en cambio, por el mismo concepto, $11.730 a las clínicas privadas. El resultado es que hasta 2012 se habían acumulado más de 200 millones de dólares en “deuda hospitalaria”. Para el Estado es relativamente poco, pero es lo suficiente como para que el sistema público, administrado con criterios de “autofinanciamiento”, no pueda invertir en su propio mejoramiento. Durante el gobierno de Michelle Bachelet se propuso, proclamándolo como solución al problema, la construcción de más hospitales públicos. Una medida aparentemente muy progresista, porque la construcción de infraestructura hospitalaria pública había estado prácticamente paralizada
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durante casi treinta años. Pero tanto la construcción como la operación de estas unidades se han planeado a través del sistema de licitaciones y concesiones a privados. Pero, a su vez, para “atraer al sector privado” a un área de negocios que aparece como deficitaria, se han contemplado subsidios de construcción y de operación que garanticen que los privados tendrán ganancias. Por esta vía, en la construcción de sólo dos hospitales, cuyo costo real asciende a 300 millones de dólares, el Estado pagará ¡600 millones de dólares”! sólo en subsidios. Un efecto notable de estas políticas es que el Estado chileno puede proclamar triunfalmente que el gasto que hace en el sector salud ha aumentado. Del mismo modo, a través del mismo tipo de políticas, ha aumentado también en forma extraordinaria el gasto en educación, en cultura, en vivienda y en obras públicas. Lo que no se dice, en cambio, es que los beneficiarios son usados como un modo de desviar el gasto público al sector privado; que se le paga al sector privado sobreprecios y márgenes de ganancias completamente por fuera del mercado; que la política de salud propiciada de esta manera (énfasis en la medicina curativa) empeora la salud pública en lugar de mejorarla; que el gasto estatal se realiza a través de concesiones y bonos cuyos montos no constituyen un derecho permanente, y que pueden ser congelados o desvalorizados progresivamente a través de simples medidas administrativas (sin que haga falta una ley); que la proporción en que aumenta el gasto público es absolutamente inferior al aumento de la inversión privada, sobre todo porque la mayor parte de ese aumento público va destinado justamente a esos privados. Es importante agregar a esto una triste perspectiva histórica. En Chile se intentó privatizar la salud obligando a los trabajadores a cotizar el 7% de sus salarios en un sistema privado de seguros médicos, las ISAPRES. Sin embargo, para que este sistema tenga una mínima “viabilidad”, es decir, para que garantice ganancias a los empresarios privados, es necesario que los salarios sean relativamente altos. Pero en Chile el salario promedio es sólo de $390.000, y era mucho menor cuando se instaló el sistema. Debido a esto, a pesar de que las ISAPRES llegaron a captar al 25% de la población, actualmente sólo afilian al 16%, que cuenta con los salarios más altos. El 84% de los chilenos se atiende por FONASA. Aún así, entre 1990 y 2004 las ISAPRES recibieron subsidios directos del Estado por 530 millones de dólares, lo que les permitió no sólo tener ganancias crecientes, sino
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comprar o formar sociedad con las principales clínicas privadas. Y luego, en una operación que ya debe sernos familiar, se proclamó con bombos y platillos que “se termina la subvención directa a privados en salud” mientras, paralelamente, se implementó desde 2005 el sistema GES. Con esto las ISAPRES y clínicas, que hoy forman sociedades estrechamente relacionadas, han llegado a tener acceso a los usuarios de FONASA, al otro 84%, ¡pagado por el Estado! El resultado está en las cifras que ya he expuesto: entre 1990 y 2004 (15 años) 530 millones de dólares en subsidios; entre 2005 y 2013 (9 años) 8.000 millones de dólares en transferencias. El Estado ya no “ayuda” a las ISAPRES, simplemente les paga lo que ellas mismas, de manera unilateral, consideran su ganancia legítima. Esto ha llevado a que actualmente el 57% del gasto en salud en Chile se realiza en el sector privado, que atiende de manera preferente sólo al 16% de la población.14 Demás está decir que con esos 8500 millones de dólares se podrían haber construido y gestionado 20 hospitales públicos de calidad, mientras lo que ocurre, en cambio, es que la infraestructura pública en salud es cada vez más pobre y deficitaria. Y esto es lo mismo que ocurre que ocurre con la educación pública, el transporte, la vivienda, el derecho a la cultura, la inversión en infraestructura. Es importante añadir a todo esto que también en la salud pública, como ocurre en educación, las familias chilenas pueden optar a mejorar sus niveles de atención aportando un “copago” a costa de sus propios bolsillos. El efecto de esta descarga de un derecho básico sobre los propios usuarios, es que actualmente un 37% del gasto en salud proviene directamente de las familias, de sus salarios. Y esta es una situación que se repite en educación: cerca del 40% del gasto en educación superior en Chile proviene directamente de las familias de los estudiantes. La esencia de estos mecanismos es la precarización del gasto estatal y, con ella, la conversión progresiva de todos los derechos permanentes y globales conquistados por los trabajadores en bonos y asignaciones 14 Para un enfoque crítico de las políticas de salud, y como fuente de las cifras que he entregado aquí, se pueden ver los artículos de Matías Goyenechea y Danae Sinclaire, en CIPER Chile: http://ciperchile.cl/2013/05/22/las–rentables–heridas–de–la–salud–chilena/ http://ciperchile.cl/2013/05/27/como–se–ha–desmantelado–la–salud–publica/ http://ciperchile.cl/2013/06/03/propuesta–para–una–salud–publica–gratuita–y–de–calidad/
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personalizadas. Bonos a las madres por cada hijo, bono a las víctimas de un terremoto, subvenciones a los padres que deben hacer copagos en los colegios privados, bonos para mejorar las viviendas, para afrontar el alza de precio de los combustibles, para afrontar los gastos escolares a principios de cada año, bonos a voluntad de la política neo populista y neo clientelista de los partidos que lleguen temporalmente al gobierno. De esta forma el gasto estatal, se convierte en un conjunto de concesiones ocasionales, de asignaciones especiales, para situaciones puntuales, que se pueden otorgar cuando las finanzas del estado marchan bien, pero que desaparecen cuando las finanzas andan mal o las prioridades exigen atender primero a la banca o a las grandes empresas. Y hay que observar que se trata de una situación en que el retroceso del gasto estatal NO implica una disminución de los derechos de los ciudadanos simplemente porque esos derechos ya no tienen la fuerza y permanencia propia de un derecho, que es exigible, sino la precariedad de un beneficio o una regalía que no constituye derecho. De la misma manera, en las relaciones contractuales, el salario base, fijo, que es reclamable como un derecho disminuye, y es reemplazado por un sistema de bonos (por productividad, por responsabilidad, por festividades especiales, por las cualidades mostradas en la realización del trabajo), que constituyen más bien privilegios o derechos que puedan ser exigidos. Bonos y asignaciones variables sometidos a formas de asignación frecuentemente informales, que dependen de evaluaciones en que prima la subjetividad, y obligan, de paso, a los trabajadores a mantener una “actitud positiva”, “proactiva” para hacerse acreedores o elegibles, creando con eso una suerte de clientelismo interno entre los trabajadores y los mandos medios de una empresa y, a su vez, entre estos mandos medios y sus directivos superiores. No es raro, en los sectores de empleo más precario que los trabajadores de menor nivel de especialización deban pagar parte de los bonos que reciben a los mandos medios que están en posición de asignárselos pero, a su vez, que estos mandos medios deban pagar también más arriba, por la posición que mantienen, con lo que se crea una cadena de depredación de los salarios en que la base más amplia, y la que mantiene el sistema, es siempre el nivel de los salarios más bajos. Pero, también, se observan prácticas análogas entre los propios empresarios capitalistas. De manera habitual y formal, como parte de los
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contratos de compra y venta, las grandes cadenas de comercialización de productos de consumo habitual (retail), cobran a sus proveedores entre un 15% y un 20% sólo por mantener sus productos en las estanterías a disposición del público. Una cantidad que se suma al margen de comercialización habitual que ya obtienen por la operación de comprar esos productos y venderlos a los consumidores. Y también, de manera informal, las compañías proveedoras pagan de diversas formas directamente a los encargados de escogerlas. El caso más extendido y común es el de los “visitadores médicos” a través de los cuales la industria farmacéutica ofrece toda clase de “incentivos” a los médicos para que receten los productos que promocionan, aunque sean más caros que las posibles alternativas. Una política que se repite al tratar con las farmacias, o con los servicios públicos. El resultado, por supuesto, es el encarecimiento en cadena de los precios de cada producto, que recae finalmente en el consumidor directo. Considerados de una manera más general, lo que observamos en todos estos planos es un proceso de burocratización creciente al interior de la propia dinámica capitalista. Cada vez más agentes económicos intermediarios se interponen entre los productores directos de bienes y servicios y los consumidores y, paralelamente, entre los propietarios jurídicos de los medios de producción y los trabajadores que reciben salario por tareas de producción directa. Una burocratización de nuevo tipo, que ya no responde a las formas fordistas de la burocracia del siglo XX, sino que está constituida como una capa enorme y creciente, volátil y fluctuante, de prestadores de funciones de dirección y coordinación que usufructúan de manera formal e informal de las ventajas que pueda proporcionarles su espacio local e inmediato de poder. Y una burocratización, también, en que los recursos del Estado se ponen completamente al servicio del interés de los empresarios privados, lo que tiene como resultado una presión constante del empresariado sobre los agentes estatales y, desde luego, un chantaje permanente de estos funcionarios sobre el emprendimiento capitalista, que ha llegado a depender completamente de él. Esto explica el horror de los sectores empresariales ante los proyectos políticos populistas. No se trata ya de que se ponga en peligro la propiedad privada, como en los buenos tiempos de la amenaza marxista, se trata más bien del precio, de la tajada, que los empresarios tendrán que pagar a quienes dominan el mecanismo de legitimación de todo este sistema: la democracia administrada.
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Porque, en efecto, nada de todo esto habría sido posible sin la activa y complaciente colaboración de los propios agentes del Estado, cuya reproducción y usufructo de la riqueza social proviene cada vez más de la medida en que sepan administrar la democracia en beneficio del capital, y de sí mismos. Para esto han destruido completamente el régimen fordista de derechos laborales permanentes y estables, promoviendo y manteniendo sistemas de trabajo precario que han destruido los sindicatos, que anulan completamente el derecho de huelga, que obliga a los trabajadores a condiciones absolutamente desiguales de negociación. Manteniendo el régimen tributario regresivo, el sistema de las AFP, el sistema de concesiones plenas. Pero también, profundizando la precariedad del empleo estatal; destruyendo de hecho los sistemas de educación y salud públicos; manteniendo un sistema de quórum calificado para cambiar las leyes que afectan al interés privado, junto a un sistema electoral que asegura a la derecha el control de la mitad del parlamento con sólo un tercio de los votos. Es esencial notar que, en estas estrategias, el disciplinamiento de los ciudadanos en torno al modelo pasa por una constante retórica “progresista”. No sólo la precariedad del empleo y el endeudamiento excesivo mantienen a los ciudadanos atados a un sistema que cotidianamente los sobreexplota y niega, también resultan atrapados por la construcción permanente, orquestada desde el monopolio de los medios de comunicación, de ilusiones en torno a la pronta y segura superación de las miserias que “temporalmente” los afligen. El consenso básico de lo que se ha llegado a llamar la “clase política” (que en Chile es el duopolio Alianza – Concertación), apoyado y magnificado casi unánimemente por los medios de comunicación, es un discurso a la vez populista y claudicante, que se mueve desde una peculiar reconstrucción de un discurso “izquierdista” (“todo esto es herencia de la dictadura”), hasta el populismo atemperado por la “prudencia de los expertos” (“estamos avanzando día a día… en la medida de lo posible”). Se trata de una retórica en que juega un papel esencial el relato épico de la “lucha contra la dictadura”. Incluso el presidente Piñera, un notorio derechista, y un poderoso empresario, reclama entre sus méritos haber votado por el NO, contra Pinochet, en 1988. Un discurso en que
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los personajes que han traicionado a Chile exhiben, en tono moralizante, como si aún sufrieran las secuelas, que estuvieron en el exilio, que sus padres fueron asesinados, o que estuvieron algunos meses en campos de prisioneros hace más de treinta años. Una retórica en que buscan distinguirse de manera ostentosa de lo que llaman “la derecha” sólo para implementar ellos mismos las políticas de la derecha. En que no dudan en recurrir a Salvador Allende cuando son emplazados, pero en que lo silencian metódicamente cuando hacen llamados a la “responsabilidad” y a la “prudencia”. Como sostén político, por mucho que esté respaldada por la precariedad del empleo y el endeudamiento, quizás esta sea la principal característica del modelo chileno, y la que mejor se puede proyectar al resto de los países de América Latina y, más aún, al “período de ajuste” a que están siendo obligados hoy los trabajadores europeos: la extraordinaria capacidad de la clase política para el gatopardismo, el disimulo y el arreglo entre cuatro paredes. Su olímpica capacidad para decir que “reconocen” lo que de hecho no reconocen, para decir que “están dispuestos a escuchar” lo que de hecho no escuchan, para afirmar, sin que se les mueva ni un músculo de la cara, que han tratado de hacer algo cuando de hecho acaban de hacer lo contrario. Lagos diciendo que las concesiones mineras se concedieron por que Chile “no tenía recursos” para explotar nuevos yacimientos de cobre; Bachelet, y todo el espectro político, anunciando una nueva ley de educación, Bitar afirmando que los créditos universitarios con aval de Estado beneficiaron a los estudiantes, Piñera declarando que el movimiento estudiantil de 2011 era “una lucha grande, noble y generosa”, son sólo algunos de los momentos estelares de un estilo general. Hay que considerar que cada gobierno dura sólo cuatro años. Si hay protestas “hay que escuchar a la gente”, aunque luego no se haga nada. Si las protestas siguen hay que formar una comisión enorme e inoperante “para que todos estén representados”. Si el asunto se agrava hay que formar una comisión de expertos y mandar un proyecto de ley al parlamento. Si se está obligado por la presión política probar una ley hay que redactarla de manera vaga, que la haga inaplicable, o que impida su fiscalización. Si los apuran para que fiscalicen hay que elegir al peor de todos los empresarios, al que está al borde de la quiebra o es extremadamente corrupto, para
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castigarlo públicamente, con escarnio, mientras se salva a todos los otros. Si el que resulta castigado tiene conexiones suficientes con el poder político hay que denostarlo con bombos y platillos, durante un tiempo breve, y después tramitar en silencio y en las sombras sus apelaciones y compensaciones. Pero si todo esto falla, y el movimiento social se empecina en llenar una y otra vez las calles, hay que llamar a la “responsabilidad”, a respetar los “canales de comunicación”. Hay que asustar con el “caos”, con los “poderes fácticos”, hay que recordar que “Chile es una tarea de todos”, apelar a las opiniones de los “expertos”, a lo que se hace en los “países desarrollados”, hay que asustar veladamente con que “no queremos repetir las desgracias que vivió nuestro país”. Hay que acusar a los “intransigentes” de no estar “abiertos al diálogo”, de “no respetar las reglas básicas de la democracia”, y de “poner en peligro el prestigio internacional de nuestro país”. Maquiavelo podría escribir nuevamente “El Príncipe” con todo esto, pero tendría que gastar el triple de páginas. En su dimensión subjetiva, este patrón de comportamiento de los funcionarios del Estado, que se supone que deben velar por el beneficio de los ciudadanos a los que representan y que pagan sus salarios, se hace posible por la sostenida promoción del interés meramente individual, del beneficio puramente particular, sin miramientos ni cuidados de ningún tipo por el entorno, o por quienes puedan sufrir las consecuencias. La promoción de una mentalidad exitista, fuertemente presionada por el ansia de demostrar logros y estándares de consumo, una mentalidad en que no hay límites al beneficio propio, que sueña con una cierta impunidad ante los daños que pueda causar, y que en todo caso se desentiende de toda responsabilidad social o solidaria, salvo en las excepciones consagradas de “ayuda al prójimo” que se han revestido completamente de paternalismo, de falsa buena conciencia, e incluso de ocasión de negocios. Dos ahora tradicionales instituciones chilenas son una muestra dramática de esto último: la “Teletón”, que se hace para beneficiar a los niños discapacitados, y el “Hogar de Cristo”, que ha sido concesionado por la Iglesia Católica a una empresa privada. El estado de la subjetividad pública que ha originado esta mentalidad hace posible que haya médicos de los hospitales públicos que concursan como profesionales privados a la licitación de las prestaciones que ellos
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mismos deberían realizar en su jornada regular de trabajo, y que puedan ganar esos concursos y ofrecer esas prestaciones en esos mismos horarios, sin dejar de percibir lo que el Estado les paga regularmente. Hace posible que los sostenedores privados de los colegios básicos y medios fomenten que sus alumnos sean diagnosticados como personas que tienen “necesidades educativas especiales” (como el déficit atencional, o los trastornos leves de lenguaje) sólo porque debido a eso recibirán el triple de la subvención que reciben por un niño “normal”. Hace posible que los médicos de zona en la atención primaria atiendan sus pacientes particulares en los horarios para los que están contratados por el Estado, o que los alcaldes desvíen los fondos que reciben para educación hacia otros servicios, o incluso hacia sus propios sueldos, sin que nadie fiscalice realmente. Hace que los parlamentarios de este país decidan de mutuo acuerdo, con unanimidad transversal a su orientación política, trabajar sólo dos días a la semana, para poder viajar los otros tres días, con pasajes pagados por el Estado, a sus regiones sólo para hacer permanente campaña para su reelección. Hace que los partidos políticos elijan sin consulta ciudadana alguna a las personas que ocuparán los cargos parlamentarios de sus colectividades que quedan vacantes por renuncia o muerte de sus titulares. Hace que los profesores de las universidades estatales formen programas de post grado que administran de manera particular, usando el nombre y las instalaciones de la universidad, a cambio sólo de un porcentaje de lo que recauden por matrícula o escolaridad; o que formen sociedades privadas para participar en concursos públicos usando el nombre de la universidad, y frecuentemente su infraestructura. Hace que los funcionarios públicos que dirigen los órganos fiscalizadores del Estado pasen habitualmente a formar parte de los directorios de las empresas privadas que fiscalizaban. Hace que los funcionarios públicos redacten los contratos entre la empresa privada y el Estado de manera intencionalmente vaga, garantizando márgenes de ganancia con cargo al Estado, y dificultando toda fiscalización o penalización por los incumplimientos contractuales de los privados, aún cuando frecuentemente se gravan con altas multas los eventuales incumplimientos del Estado. Hace que existan millonarios “fondos reservados” de la Presidencia de la República y de los principales ministerios, que por acuerdo nuevamente transversal, todos los sectores políticos aceptan que no sean susceptibles de cuentas formales o de escrutinio público. Hace que el Senado Universitario de la universidad de todos los chilenos exija financiamiento invocando su carácter estatal, pero que simultáneamente se niegue, incluso ante los tribunales, a dar conocer
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los sueldos de sus funcionarios y profesores, cuestión a la que está obligada por ley, argumentando que es una institución autónoma del Estado. Y la lista de estos ejemplos, que corre como secreto a voces en todos los sectores de la sociedad chilena, podría estirarse hasta el infinito. Dos cuestiones son esenciales en estos mecanismos: su “normalidad” y su elitismo. Lo que una visión moralizante, y apresurada, podría describir como “corrupción” en realidad es parte del funcionamiento normal, ampliamente institucionalizado, del sistema. Describir con un cierto respaldo teórico este carácter, de tal manera que no quede entregado a la estimación moralizante, o relegado al espacio de la excepción o lo incidental (porque en realidad no se trata, ni por el monto ni por la frecuencia, ni de excepciones ni de “incidentes”) requiere considerar al interés burocrático como algo específico, no como una simple prolongación “anómala” o “corrupta” del interés capitalista. Requiere, en el fundamento, una descripción del “neoliberalismo” profundo no ya como una prolongación exclusiva de la lógica capitalista sino, basalmente, como una combinación, una alianza de clase, entre el interés capitalista y el interés burocrático. La cuestión de fondo es que no estamos aquí en presencia de una “complicidad” del Estado con el lucro capitalista, como si esa complicidad fuese una anomalía, una especia de traición a los “verdaderos” fines del Estado moderno. Estamos realmente, y de manera directa, ante la esencia del Estado: los agentes estatales tienen intereses propios, constituyen parte de una clase social. Forman, junto con los burócratas en las propias grandes empresas y bancos capitalistas (los funcionarios directivos superiores, no propietarios), una parte del bloque de clases dominantes, que usufructúa, a partir de la apropiación y el reparto de plusvalía, de la riqueza real creada por los productores directos.15 Más que esta cuestión de fundamento, que relaciona la situación global de la profundización del modelo “neoliberal” con la emergencia del poder burocrático, me interesa terminar este capítulo con el carácter elitista de este modo de organizar la dominación social. Desde luego, tratándose de una forma de organizar la explotación, se trata de una situación dominada desde grupos minoritarios. En la 15 Para esta aproximación doctrinaria, de fundamentos, al problema, que no desarrollaré aquí, se puede ver la argumentación que he presentado en la segunda edición de “Proposición de un marxismo hegeliano”, que estará muy pronto disponible en Internet bajo licencia Creative Commons.
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tradición marxista, de manera mucho más sincera, se puede obviar la elegancia oblicua y mistificadora del término “élites”, con que las designa la sociología burocrática estándar, y tratarlos como lo que realmente son: un bloque de clases dominantes. Un bloque de clases burgués burocrático que a su vez es atravesado por una drástica diferenciación en estratos.16 La enorme desigualdad en la distribución del ingreso que he comentado en párrafos anteriores de este mismo texto puede ser entendida, en términos de clase y estratos sociales, como la profunda diferencia que separa a poquísimos grandes capitalistas nacionales (mucho menos del 1% de la población) y a los funcionarios superiores de la empresa privada y el aparato del Estado (que fácilmente alcanzan a un 10% de la población) y el otro 90% de los chilenos. Respecto de la primera cifra, el escaso 1% (o incluso 0,1%) de los chilenos que son grandes capitalistas, banqueros o comerciantes, cabe una reflexión melancólica. En realidad sus riquezas, enormes y desproporcionadas para el resto de los chilenos, no son sino las migajas que quedan en manos de los sátrapas intermediarios una vez que el gran capital transnacional ha saqueado las riquezas producidas en Chile. La verdad cruda y trágica, es que prácticamente toda la riqueza significativa que produce este país se la llevan las empresas transnacionales. Y para constatar esto basta con recorrer los principales enclaves desde los que se genera el “éxito” del modelo chileno: el 70% de las exportaciones de cobre y la mayor parte de la propiedad de las AFP están en manos del capital extranjero. Los capitalistas “nacionales” mantienen fuertes lazos de propiedad, y de endeudamiento, con el capital transnacional. O, en resumen, el capitalismo “nacional” no tiene prácticamente nada de nacional. La segunda cifra, en cambio, es relevante para la pequeña política de este pequeño país. Cuando vemos que el sistema de salud privada afilia al 16% de la población, esta cifra es muy significativa. Se trata de las familias que pueden pagarla. Se trata de los medianos empresarios pero, sobre todo, de los grandes funcionarios, que pueden usufructuar tanto del Estado como de la empresa privada desde sus “experticias”, desde sus gerencias interesadas, desde la manipulación no sólo de los fondos públicos, que constituyen en realidad la principal “empresa nacional”, sino incluso de 16 Sobre la diferencia entre “análisis de clase” y “análisis de estratificación”, ver también el texto citado en la nota anterior: “Proposición de un marxismo hegeliano”.
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los fondos privados que les son encargados por pequeños y medianos propietarios de acciones. El caso de la empresa Ripley es ilustrativo respecto de este segundo aspecto: sus propios gerentes estafaron a los pequeños propietarios de acciones que los mantenían en sus cargos. Una situación que se repite cotidianamente, por cierto con volúmenes de riqueza muchísimo mayores, a lo largo de toda la economía capitalista, a nivel mundial. Frente a esos privilegiados está el 90%, constituido por los que produce toda la riqueza real. Desde los pequeños empresarios expoliados por el capital financiero y comercial, pasando por los pequeños y medianos funcionarios del Estado y los sectores profesionales, hasta llegar por fin a los trabajadores que producen bienes tangibles, que son, en buenas cuentas, el origen de la plusvalía que logra mantener a todo el resto. Como he indicado más arriba, para el 90% la realidad es la precariedad del empleo, el endeudamiento debido al altísimo costo que representa para las familias proveerse de servicios de salud, educación y previsión, y debido también a la gruesa usura que campea en el crédito comercial. Para la política concreta, para la expresión de la indignación, estas precariedades tienen, sin embargo, un signo contrario, que complejiza las perspectivas del movimiento social. Por un lado, la precarización de las condiciones laborales es evidente, masiva, y vivida de manera ampliamente consciente por los trabajadores. Pero esa misma precariedad los mantiene atados al poco y mal empleo que logran obtener: la sindicalización, la negociación colectiva, la protesta más o menos pasiva en el puesto de trabajo, son percibidas en general como conductas riesgosas. Y los empleadores mantienen políticas permanentes para prolongar esta inseguridad, recordarla constantemente, hacer pesar de tiempo en tiempo el poder arbitrario que poseen como recurso disciplinante. La prepotencia de los empresarios chilenos se ha hecho famosa en América Latina. Los empresarios grandes por su prepotencia real, respaldada por un poder sin contrapeso. Los empresarios medianos y pequeños como un reflejo cultural, altisonante, grosero, cuyo doble carácter lo hace aún más ignominioso: capataces prepotentes ante los trabajadores, servilismo sin límites ante los empresarios mayores que a su vez los esquilman con la misma doble faz.
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Pero el endeudamiento prolonga y agrava esta servidumbre. Por un lado aparece como poderosa droga, como evasión en el consumo vanidoso y exhibicionista, fomentado por la propaganda millonaria como índice de estatus y de “éxito”. Por otro lado pesa, cada vez más, sobre las angustias, sobre los servilismos obligados, sobre la ansiedad de obtener algo, lo que sea, a toda costa, para encontrarle algún tipo de sentido a tanto sacrificio. Las condiciones del endeudamiento de las personas en Chile se han hecho cada vez más opresivas y usureras. Establecidas como bancos, las grandes casas comerciales obtienen recursos del Banco Central a un 5% de interés anual, y pueden convertirlo en créditos de consumo a tasas del 50% o 60% anual. Chilenos que ganan escasamente más que el salario mínimo, pueden tener, sin control público alguno, tres o cuatro tarjetas de crédito. Ganancias millonarias por un lado, angustia y obligación de retener los malos empleos sin la menor protesta por el otro. El efecto de esta opresión cotidiana sobre la subjetividad pública ha sido señalado por muchas voces de alerta. Chile presenta cifras récord en maltrato infantil, violencia intrafamiliar, agresividad en los comportamientos públicos. Y su reverso, enormes tasas de depresión, de todo tipo de cuadros psicosomáticos, de disfunciones en las capacidades de comunicación y expresión de los afectos. El doblez siniestro de este efecto sobre la salud subjetiva pública, sin embargo, es que también ella se ha convertido en otro enorme negocio. Chile debe ser de los pocos países en el mundo en que se pueden encontrar dos o tres farmacias en un mismo cruce de calles. Ansiolíticos, antidepresivos, relajantes musculares, pastillas para las alergias, para los males gástricos, pastillas para dormir, pastillas para mantenerse despierto. La protesta social en Chile está retenida, de manera subterránea, en las farmacias y las consultas médicas. La indignación que no puede expresarse sin graves riesgos laborales y salariales, termina expresándose como somatización del malestar, termina convirtiéndose en un sordo rumor, recubierto ideológicamente de discurso médico, que incluso es aplacado a través de medios farmacológicos que no hacen sino prolongarlo y profundizarlo. Chile es el país del colapso depresivo. Desde la más humilde trabajadora hasta el candidato presidencial fascistoide bajo un signo común: cualquier agravamiento repentino de los niveles permanentes de estrés lleva al colapso.
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No es raro, en estas condiciones, que sean los estudiantes, o los pobres absolutos en la periferia de las ciudades, o los hinchas del fútbol, los que expliciten masivamente la violencia social contenida. Los estudiantes sintomatizan el malestar en las familias, y ante su propio futuro. Los pobres absolutos descargan su rabia contenida cada vez que hay algún evento público masivo. La violencia. Una sociedad profundamente violenta. Los que no ven, los que abusan poseídos de un sentimiento ciego de omnipotencia e impunidad, no pueden sembrar y sembrar oscuros vientos sin límites. Tendrán que cosechar tarde o temprano las tempestades que incubaron. Cosecharán tempestades. Sólo esa puede ser, por fin, la hora de Chile.
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1. El horizonte comunista i. Se trata del comunismo Para los marxistas lo esencial, el horizonte estratégico, siempre debe ser el comunismo. Nada que no sea ni más ni menos que el fin de la lucha de clases puede ser el objetivo real de los marxistas. Parte del reencuentro del marxismo con el movimiento popular, con la gran izquierda, pasa por volver a hablar de manera explícita y directa del comunismo. Es necesaria una clara perspectiva estratégica, plenamente accesible al sentido común, firmemente anclada en las posibilidades más radicales de lo real. Una perspectiva que llene de contenido específico a nuestras políticas, que nos haga posible discutir en todo momento más en torno a contenidos que a formas. Para esto es necesario, por supuesto, ir más allá de la “agenda” de los medios de comunicación y de la terapia lingüística que nos impuso de manera autoritaria para la cual “ya no se usa hablar de esto”, “ya esas palabras no están de moda”, y que nos obliga a no hablar de pueblo (“la gente”), o de burgueses (“los empresarios”), o de explotados (“los sectores aspiracionales”). Y es necesario ir más allá de la lógica de la derrota, que nos obliga al discurso puramente socialista porque ha sucumbido a la marea que identifica comunismo con totalitarismo soviético, o con los partidos
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sobrevivientes que aun llevan ese nombre sólo porque no se han atrevido a dar el paso de declararse resueltamente socialdemócratas. Se trata de hablar del comunismo de manera no demagógica, no populista. No como una pura retórica sobre algo que se presume de antemano como un mero ideal, como una utopía inalcanzable, que sólo justifica nuestro ánimo de luchar sin fin. Se trata de hablar del comunismo de manera objetiva, no puramente valórica, como una posibilidad real contenida ya en el presente, por sobre las dificultades, también muy reales, que presente su realización. Formular un horizonte no utópico, que se pueda traducir en un programa estratégico, que se pueda convertir a su vez en la guía general de políticas concretas. Estableceré brevemente los lineamientos generales de esa perspectiva en esta sección. Sólo desde ella emprenderé la enumeración de las urgencias que atañen al proceso chileno. La proposición de un conjunto de medidas y políticas, sin embargo, que afortunadamente ya no son exclusivas de los marxistas. Políticas que pueden ser las de una muy amplia izquierda en la cual los marxistas participen como pares. ii. Una idea post ilustrada de comunismo Para que la política marxista, pensada de esta manera estratégica sea posible, sin embargo, es necesario, tanto en el nivel filosófico, doctrinario, como en nuestra tarea cotidiana desde y sobre el sentido común, alejarnos de la concepción ilustrada de comunismo que ha imperado en la tradición marxista. Un concepto que sí es utópico, que procede, en buenas cuentas, del ideal roussoniano de felicidad general, que no es sino la secularización del ideal católico de “Cielo”. Alejarnos, en suma, de la idea nociva y totalitaria de que de lo que se trata es “de construir el Cielo en la Tierra”. En contra de lo que ha sido la tónica del discurso marxista clásico, en rigor lo que queremos no es que todos sean felices, que todos sean iguales y que todos lo sepan todo. El argumento marxista no requiere de la noción de felicidad general, homogénea y permanente, ni del igualitarismo homogeneizador, ni de la transparencia y seguridad cognitiva permanente de cada sujeto sobre la subjetividad de quienes lo rodean. No son esas fantasías, que no sólo son de suyo imposibles sino que ni siquiera son
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deseables, lo que buscamos. Lo que queremos en cambio, de manera muchísimo más terrenal y material, es que se acabe la lucha de clases. Es que no existan instituciones que cosifiquen y hagan inamovible el sufrimiento humano. Que los seres humanos puedan sufrir y dejar de sufrir cara a cara, de manera puramente intersubjetiva, sin que haya instituciones que los fijen en uno u otro estado. Que puedan manejar el misterio de la subjetividad del otro, la incertidumbre de la libertad, las virtudes y dificultades de la diferencia, en un mundo de abundancia y trabajo libre, donde el reverso de cada uno de esos posibles males particulares sea también, de manera plenamente posible, su superación. No se trata de eliminar la conflictividad básica de la vida, de la libertad, se trata de contenerla en un espacio social en que sea plenamente tratable, de una manera puramente intersubjetiva. La condición material de todo esto es que vivamos en una sociedad de abundancia, y es extremadamente importante notar, y hacer notar, que ya vivimos en una sociedad de abundancia. Las condiciones de la injusticia y falta de libertad son hoy en día sola y puramente políticas. Por supuesto es necesario humanizar los patrones de abundancia enajenada, presididos por el despilfarro, por el consumo banal, y la brutal distancia entre quienes logran participar de ella y la enorme humanidad excluida. Se trata de remover las instituciones que nos obligan a participar de la abundancia real sólo a través de las vías injustas de la ganancia, el usufructo o el salario, o simplemente nos condenan a quedar excluidos de manera absoluta. Se trata de terminar con una situación en que los productores directos de la riqueza son explotados, y son sus administradores, como burgueses o burócratas, los que obtienen la mayor parte. Se trata, en suma, de terminar con la lucha de clases. Pero este horizonte político post ilustrado debe ser traducido explícitamente en un modelo global de sociedad. Debemos ser capaces de especificar claramente bajo qué condiciones sociales concretas diríamos que estamos en una sociedad comunista. Sostengo que podemos llamar comunista a una sociedad en que se haya superado la división social del trabajo. A una sociedad en que el tiempo de trabajo libre sea muy superior, cuantitativa y cualitativamente, al tiempo
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de trabajo socialmente obligatorio para realizar las tareas materiales, productivas, básicas, que permitan la viabilidad del conjunto. Dicho esto de manera subjetiva, una sociedad en que nuestras vidas particulares no dependan de la división del trabajo, justamente porque hay un núcleo socialmente compartido de trabajo necesario que lo hace posible. O también, dicho de una manera mucho más concreta, una sociedad en que la jornada laboral general, socialmente necesaria, no sea de más de cinco o diez horas a la semana, y todo el resto del tiempo sea espacio de trabajo libre y realización humana. iii. Una larga marcha, sustantiva El único modo en que los productores directos pueden hacer crecer su hegemonía sobre la producción material que en esencia les pertenece es apropiando lo que la explotación enajena. Sostengo que el camino estratégico para lograr esto no es simplemente prohibir la propiedad privada de los medios de producción en un gran acto, único, que pretenda ser definitivo. Abordar el asunto de este modo, que es justamente el que el marxismo clásico imaginó, no es sino operar sobre la expresión jurídica de algo más profundo, sobre lo que he insistido ya varias veces: el control de la división social del trabajo. Otras expresiones jurídicas, de otra clase dominante, pueden perfectamente imponerse entre los productores directos y la riqueza. Y es justamente lo que ha ocurrido. Lo que sostengo es que el problema debe abordarse directamente desde ese vínculo material, reduciendo progresivamente la jornada laboral hasta hacer que esas formas jurídicas y el dominio que expresan dejen de tener sentido como estrategia de reparto del producto social. La única forma de reapropiar el producto enajenado históricamente viable es repartir los aumentos de productividad del trabajo entre los productores directos, o a través de la disminución de la jornada laboral y la ampliación correlativa de un espacio creciente de trabajo libre, de producción humana libre. Curiosamente, como he indicado en un capítulo anterior, esta idea fue propuesta hace más de ochenta años por el mismo economista, perfectamente burgués, que inspiró el principal modo en que se ha buscado hacerla imposible: John Maynard Keynes (ver Primera Parte,
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Capítulo 4, sección f, Críticas anti capitalistas posteriores a Marx)17. Como he comentado en esa sección, exactamente al revés de su proposición, lo que se llama habitualmente “economía keynesiana” consistió en la creación de dos mecanismos que impiden su propio pronóstico: la creación de trabajo inútil, sólo para mantener el mercado de trabajo y el consumo; y el desplazamiento del desempleo duro hacia la periferia capitalista, donde fueron acumulados sin piedad los marginados absolutos. La creación artificiosa de trabajo improductivo, que es lo que se llama habitualmente “tercerización de la economía”, y en particular la sobre valoración puramente ideológica de algunas de sus formas (justamente de las más improductivas), representa el encuentro ideal del interés capitalista y el interés burocrático, y debe ser vista como la base material que cimenta su alianza como bloque de clases dominantes. Y es actualmente el principal mecanismo por el que se genera la creciente desigualdad en la participación del producto social. Por un lado el reverso del pleno empleo de los integrados es el desempleo absoluto y creciente entre los marginados. Por otro lado va creciendo la brecha entre los que logran la legitimación ideológica de sus oficios improductivos los burócratas, y los que son justamente los productores de la riqueza real, los productores directos. El camino hacia el comunismo debe pasar, por tanto, por la lucha a la vez anti capitalista y anti burocrática por des–tercerizar la economía, es decir, por sacar progresivamente los servicios del mercado. Tanto del régimen salarial como del consumo pagado. Una lucha frontal primera contra la mercantilización de la educación, la salud, la vivienda, la conectividad, la cultura, la investigación científica. Y, contenida en ella, luego un paso más allá: una lucha por convertir todas estas actividades lisa y llanamente en derechos humanos, por los que nadie tenga que pagar, y que sean ejercidas por personas que los realicen de manera libre y voluntaria, sin recibir por ello salario alguno. De lo que se trata es de combinar ambas tareas: disminuir la jornada laboral repartiendo el trabajo productivo entre todos los seres humanos, manteniendo el régimen salarial para ese trabajo, para liberar de la tiranía 17 Repitamos aquí esta sorprendente cita: John Maynard Keynes, “Economic Possibilities for our Grandchildren” (1930). Se puede encontrar en la antología J.M. Keynes, “Essays in Persuasion” (1963), Norton & Co., New York, 1963, pág. 358–373. También en Internet: www.econ. yale.edu/smith/econ116a/keynes1.pdf
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del salario a los servicios que expresan más directamente la condición de ser humano. Que todos los que quieran hacer arte, o ciencia, o ejercer tareas educacionales, o prestar servicios de salud, ganen un salario digno produciendo bienes físicos, tangibles, reales, y tengan a la vez el tiempo libre suficiente para desempeñar los servicios a que su vocación les impulse. El sentido de esta perspectiva no es, como he indicado, prohibir o suprimir de una vez la propiedad privada, o el usufructo burocrático, sino ir menoscabando progresivamente su poder, su hegemonía material. Como debería quedar muy con los gráficos sobre la plusvalía absoluta y relativa que he dibujado en la Primera Parte de este libro, cada disminución real de la jornada laboral que se consiga, manteniendo e incluso aumentando los salarios, es directamente una disminución, una reapropiación, de la plusvalía normalmente destinada a la ganancia capitalista y sus repartos. Se trata pues de un camino directamente antagónico a sus ventajas como clase dominante. No es esperable que su respuesta sea muy pacífica. Pero la posibilidad de un avance no militarizado, de una serie de pactos que vayan limitando su poder, está en aprovechar al máximo las posibilidades tecnológicas para repartir socialmente los aumentos de productividad. Esto es lo que permite, más que una derrota única y dramática, una pérdida progresiva de hegemonía relativa, en beneficio de toda la humanidad. Desde luego no espero, ni es prudente esperar, que este camino razonable hacia una derrota histórica sea el que acepte el enemigo, sobre todo los más grandes. La violencia es esperable y es prudente tenerla siempre presente. Pero el camino de los compromisos es formulable, y se trata de una larga marcha en que tenemos todo por ganar. Des–tercerizar radicalmente la economía, disminuir la jornada de trabajo repartiéndola entre todos, mantener y mejorar los salarios a costa de la plusvalía, liberar los servicios más importantes de la lógica del mercado de consumo y de trabajo. En eso consiste, en mi opinión, de manera concreta, la larga marcha hacia el comunismo. Este es el centro de la construcción de una hegemonía proletaria real, sustantiva, arraigada en el mundo de la producción material.
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Pero, por supuesto, por muy concreto que sea este camino, no es suficiente. Hay problemas urgentes (como la depredación de los recursos naturales), y servidumbres profundas (como la colonización del tiempo libre por la industria del espectáculo), que son trabas concretas, inmediatas, para cualquier camino de liberación. No queremos tiempo libre para ser consumidos por la farándula, no queremos salarios dignos sólo para mantener los patrones de consumo basados en la enajenación y el despilfarro, no queremos hegemonía sólo para que sea esquilmada y administrada por los burócratas del Estado. Es por esto que, de manera paralela, estrictamente correlativa, a la disminución de la jornada laboral, son necesarias varias grandes tareas, de amplia proyección histórica, cuyo sentido general es cambiar radicalmente el estilo de industrialización que es funcional hoy en día a los poderes dominantes, y que conduce directamente a la destrucción de toda la humanidad, clases dominantes incluidas. En el plano productivo es necesaria, en primer lugar, una radical desconcentración de la producción de alimentos. Eliminar su producción industrial,
promover la autonomía alimentaria de las comunidades locales, revertir radicalmente el proceso de su alteración genética, cuyo único sentido es la producción a gran escala y, desde luego, terminar con el monopolio de las semillas, y la práctica de su infertilización con objetivos mercantiles, que debería ser considerada un crimen contra toda la humanidad. Este es un espacio por excelencia para producir un encuentro entre el empoderamiento de los ciudadanos y los mecanismos de la pequeña propiedad privada, y el intercambio mercantil de corto alcance, liberado de las presiones y obligaciones abstractas de la competencia meramente capitalista. Es un espacio en que no es contradictorio combatir al capitalista, que se desliga de la producción real para reproducir sólo el capital, y a la vez apoyar y fomentar al pequeño propietario privado productivo, a un burgués ligado a la renta de la tierra, que no exceda los límites de la comunidad local en que vive. En el mismo plano productivo, en segundo lugar, es necesaria una radical desconcentración de la producción y gestión de la energía. Nuevamente para empoderar técnicamente a las comunidades locales. Para quitar su base a la legitimidad autoproclamada y al poder de las catastróficas industrias del
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petróleo y la energía nuclear. Y esto debe ir de la mano, en el plano social, con una radical desconcentración de las ciudades, cuyo único sentido actual es maximizar la
sobre explotación y prolongar el trabajo idiota, y cuyo principal resultado es exponer a todos los seres humanos a agresivas formas de contaminación y agobio. Por supuesto, una condición de esto es la completa liberación de la conectividad digital, que debería ser considerada como uno de los derechos humanos básicos. Pequeñas comunidades caminables, autónomas en alimentación y energía, conectadas de manera libre, todo esto forma parte de manera concreta del camino hacia el comunismo. Pero aun así no es suficiente. Es de primera importancia a la vez, de manera también paralela y correlativa, el plano político, una radical desconcentración de la gestión y el poder del Estado. Municipios pequeños, que no requieran de una administración frondosa, que cobren y gestiones sus propios impuestos, en que los ciudadanos están muy cerca de la gestión de la educación, de la salud pública, del transporte local, de la cultura y la vivienda. Hay que acotar las funciones del estado central sólo a la redistribución de las riquezas locales desiguales, a los grandes proyectos de infraestructura, a la gestión de las grandes fuentes de recursos naturales. Y, desde luego, hay que limitar el poder del Estado central sobre todo asunto que concierna a la soberanía de las comunidades locales. Es necesario, por último, en el plano de la subjetividad, una radical descolonización del tiempo libre, hoy día casi completamente administrado por
las pautas de la industria del espectáculo, y dedicado completamente a la tarea indigna de restaurar la fuerza de trabajo, de dejarnos en condiciones físicas y psíquicas sólo para volver a ser explotados, o a la tarea de resignarnos a la opresión absoluta, de sobrevivir al hecho de no ser ni siquiera explotado. Formar lazos sociales y comunitarios, devolver a los ciudadanos la confianza en que son plenamente capaces de compartir y aliviar sus malestares subjetivos entre pares, sin expertos ni fármacos. Reconocer las
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múltiples formas de la familia, y las múltiples formas del género. Devolver a la convivencia intersubjetiva su carácter genuinamente humano. Más que crear un “hombre (sic) nuevo”, presidido por consignas ilustradas e imperativos idealistas, el camino hacia el comunismo pasa simplemente, en este plano, por re–humanizar las relaciones humanas. Es a través de esa tarea que la sabiduría del pueblo puede convertirse en el sostén ideológico profundo de toda acción política radical. iv. Horizonte estratégico, política real Como debe ser obvio ya, la estrategia argumentativa que estoy siguiendo es poner al centro, en primerísimo lugar, la cuestión del contenido. Qué es lo que queremos, cuáles son los caminos que conducen a ello. Muy por sobre la dificultad evidente de estas proposiciones, mucho antes de la esperable oposición represiva y violenta que enfrentarán, la cuestión esencial es qué es lo que queremos. Al considerar el tipo de proposiciones concretas que he hecho, debe ser bastante claro también que lo que busco es sacar la reflexión marxista del horizonte clásico del estalinismo y la revolución industrial forzosa, de sus consecuencias totalitarias, y de la ya larguísima e inútil autocrítica puramente destructiva, que la retienen en la miseria de su derrota. Otra política, otro camino concreto, que pueda llamarse marxista por su fundamentación en la economía política y en la idea de lucha de clases propuestas por Marx, y por su consecuencia inmediata: la reivindicación de nuestro derecho a la violencia revolucionaria. Pero que puede llamarse marxista sobre todo por el horizonte comunista que propone, y por el carácter de las tareas concretas que he formulado para su realización. Para los marxistas esto es hoy, de manera urgente, lo primero. Contar con una versión del marxismo y de su proyecto estratégico que nos permita retomar el vínculo real con las tareas del movimiento popular, con las posibilidades del desarrollo de las fuerzas productivas, con el sentido común de la gran izquierda que ha crecido y prosperado igual, hasta hoy a espaldas de nuestros lamentos y querellas vanguardistas. Nuestro acercamiento a la política real sólo puede surgir, de manera productiva, desde allí.
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En esa política real, inmediata, yo creo que, independientemente de quienes posean hoy ese timbre, de quienes ostenten esa etiqueta, los que creen que el comunismo es posible deberían llamarse comunistas. Ese es en realidad el sentido de la expresión “nuestro partido” que Marx usó en el “Manifiesto Comunista”, mucho antes de la necesidad y las ilusiones de la máquina fordista de hacer política creada por Lenin. A pesar de esta precisión terminológica, algo romántica, sin embargo, sostengo que discutir entre marxistas sobre formas de organización es hoy completamente inútil, y notoriamente autodestructivo. Como he sostenido muchas veces, en otros textos, lo que necesitamos hoy no es un partido único y una línea correcta. Lo que necesitamos es una gran izquierda organizada en red, que se reconozca en un espíritu común. No se puede enfrentar la maquinaria militar dominante, y su capacidad de ejercer poder a través de la administración de poderes locales, con un estilo de organización centralizado y uniforme, cuyo único respaldo sería alcanzar un poder militar que nos resulta inalcanzable y que, en buenas cuentas, derivará luego en administración burocrática. Cuando la gran izquierda es pensada como oposición en red la discusión sobre las formas de organización pierde sentido. Todas las formas de organización capaces de acción política son aceptables. La gran izquierda debe estar constituida por múltiples partidos, movimientos y colectivos, cada uno configurado de manera autónoma en torno a convicciones doctrinarias y programas específicos diversos, incluso parcialmente contradictorios. Lo único importante es fomentar una muy amplia cultura de respeto y tolerancia, notoriamente distante de las clásicas obsesiones puristas de leninistas y trotskistas. Una cultura que reconozca que la red puede ampliarse o contraerse a propósito de cada tarea concreta, que reconozca el derecho de cada módulo de participar o no en cada tarea particular, sin que ello signifique estigmatización, aislamiento, o querellas inútiles en torno a la pureza o la consecuencia. Por esta misma cultura de respeto y tolerancia (con la izquierda siempre se dialoga, es con la derecha que se pelea), la misma idea de “política de alianzas” pierde gran parte de su sentido. Constituir una oposición en
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red es ya, de suyo, el ejercicio de una permanente política de alianzas. Para los marxistas, y en términos más bien doctrinarios, el sentido que retiene esta vieja expresión (originada en las astucias ilustradas de Lenin) es mantener una permanente consciencia en torno al carácter pluriclasista de la oposición al sistema dominante, de la permanente necesidad de cruzar análisis de clase y análisis de estratificación a la hora de formular tareas políticas concretas. En buenas cuentas, para distinguir a la gran izquierda como oposición anti capitalista y anti burocrática, lo único importante son los contenidos que definen su espíritu común: lo que queremos es el fin de la lucha de clases, el comunismo. Es por eso que me he detenido en la determinación y especificación de las tareas estratégicas que lo definen. No está demás, tratándose aun de una sección dedicada a la Teoría Política marxista, decir algo acerca de la subjetividad revolucionaria, considerada como subjetividad particular, personal. Cuando la revolución ya no se busca, ni se espera, como un solo gran evento decisivo, cuando sabemos que la gran tarea no es para hoy ni para mañana, pero que empieza hoy y debe continuar mañana, ya no es tan difícil retomar la vieja idea, forjada primero por socialistas utópicos y anarquistas, de que la militancia revolucionaria es más bien un modo de vida, antes que las necesarias convicciones doctrinarias, o la deseable militancia formal. Un modo de vida animado por una profunda confianza en las posibilidades de la historia humana, y animado también por una permanente indignación ante las trabas, creadas por los propios seres humanos, que impiden hoy su realización. Esperanza activa, de algo que debe ser peleado y construido, de algo que no se puede solo esperar. Indignación activa, que se traduce en oposición y lucha. Un profundo sentido de pertenencia que se traduce en militancia, en la búsqueda y construcción permanente de sentimiento de comunidad. Ni la sofisticación académica, tan aguda en su criticismo inocuo, ni el individualismo enajenado, atravesado por las ilusiones liberales, pueden comprender esta esperanza, esta indignación, esta pertenencia. Lo que he visto, en cambio, es que las personas comunes y corrientes sí son perfectamente capaces de entenderlo y, llevadas de manera activa y solidaria a reflexionar sobre la opresión que las aqueja, son perfectamente
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capaces de compartirlas. 2. Populismo, socialismo, comunismo Proponer una perspectiva estratégica como la que he enumerado es proponer un camino revolucionario. Entender la revolución como un camino requiere, como premisa, abandonar la dicotomía destructiva e inútil entre reformismo y revolución. Criticaré esta dicotomía, que sólo ha servido para dividir a la gran izquierda durante más de cien años, en un apartado más adelante, especificando la noción de revolución. Ahora es necesario especificar en términos políticos algo del encadenamiento fundamental de ese camino en torno a tareas de diverso alcance. No es lo mismo “movimiento social” que “movimiento popular”. El primero es la expresión más amplia de toda protesta ciudadana, tiene muchas formas y pocas veces una orgánica clara o única. Por eso se suele referir esa expresión en plural: “los movimientos sociales”. En tanto luchas reivindicativas más o menos amplias, estos movimientos no tienen porqué ser anticapitalistas o anti burocráticos de manera global, aunque sus demandas afecten siempre al interés particular de sectores o a modalidades específicas del bloque de clase dominante. El movimiento popular en cambio es, en esas luchas, la componente que tiene una clara consciencia del significado anticapitalista o anti burocrática de sus luchas. El movimiento popular es el espacio político de las muchas izquierdas, aunque siempre excede no sólo la orgánica de cada una de ellas sino, incluso, a todas sus orgánicas juntas. El movimiento popular es, tal como lo dice el término, la acción del conjunto del pueblo, que ha llegado a tener consciencia de su carácter de pueblo frente a las clases dominantes. La perspectiva política más radical posible del movimiento popular es la revolución populista. Surgida desde las indignaciones de los pobres, la revolución populista se convierte en una realidad política efectiva cuando logra vincular los intereses de los pobres absolutos con los de los trabajadores. Sin una ideología particularmente clara, sin una perspectiva radicalmente anticapitalista, las revoluciones populistas son procesos de cambio que favorecen ampliamente, y sobre todo, a los más pobres y, sólo desde ello, a los trabajadores en general. Las políticas de promoción popular que amplían y hacen reales los derechos a la educación, a la salud, a la
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vivienda, a la cultura, son su principal fortaleza. Pero, a pesar del retroceso de las formas más agudas de sobreexplotación, de los límites impuestos a los excesos del lucro, o en la recuperación de los recursos naturales para el interés nacional, su efecto de conjunto, por un lado, no tiene porqué ser la abolición del capitalismo y, por otro, implica un significativo aumento de la participación y el control burocrático, llevado adelante por burocracias estatales progresistas. Tiene sentido llamar “revoluciones” a estos procesos no sólo porque frecuentemente están ligadas a una intensa retórica revolucionarista, casi siempre desplegada desde el aparato del Estado, sino porque de manera efectiva pueden llegar a poner profundos límites al arbitrio del capital. El destino de las revoluciones populistas, por lo tanto, depende directamente de la fuerza con que el movimiento popular pueda contener el recurso a la fuerza de parte de las clases dominantes. América Latina ha conocido una y otra vez estas tragedias. Empiezan como modernización capitalista, se radicalizan como revoluciones populistas de masas, desembocan en cruentos golpes de Estado que restauran a sangre y fuego los privilegios perdidos por los plutócratas. Casi siempre los terratenientes, y las burguesías nacionales, son el polo más salvaje en estas revanchas, y los más pobres son las víctimas masivas. Pero la ignominia militar y nacional tiene como reverso el que, en realidad, prácticamente en todos los casos, son las empresas transnacionales, no las clases dominantes a nivel local, las auténticas y reales beneficiadas. América Latina ha valido, para el imperialismo, ni más ni menos que lo que valen sus recursos naturales. Para que ellos aprovechen nuestras riquezas, para que los sectores dominantes nacionales se repartan las migajas, los pueblos de Latinoamérica han tenido que sufrir una y otra vez la represión sangrienta y el oprobio de la servidumbre. A lo largo del siglo XX, las revoluciones socialistas fueron vistas por la gran izquierda como la vía para escapar al destino trágico del populismo progresista. El sujeto de estas revoluciones debían ser los trabajadores, obreros, mineros y campesinos, ahora bajo la guía de elementos doctrinarios claramente anticapitalistas. El anarquismo, el marxismo, cada uno en sus muchas variantes, fueron los discursos que vehiculizaron esa posibilidad histórica. No sólo teniendo presente la experiencia de los países que llegaron
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a conformarse como “socialistas”, sino que también por una crítica interna, por un análisis de clase más detallado, podemos hoy desconfiar de esos procesos históricos. Las revoluciones socialistas son claramente mejores que las populistas. Si están acompañadas de una base militar suficiente, y si están sostenidas desde un apoyo popular masivo y real, fueron y pueden aún ser poderosas alternativas al capitalismo, sobre todo a los extremos de depredación a los que se ha llegado en su fase más altamente tecnológica. Pero la historia y el análisis de clase muestran que no hay ningún modo de asegurar que estas revoluciones no se conviertan en dictaduras burocráticas, en que los administradores del Estado se convierten en la clase privilegiada que es capaz de usufructuar con ventaja del producto social, a costa de la explotación de los productores directos. Que la administración burocrática colapse después de varias décadas (como en la URSS), o que se vuelva hacia políticas que restauran directamente las formas de explotación capitalista (como en China), no es lo relevante. La cuestión profunda es la hegemonía burocrática, para la cual cualquiera de las dos salidas resulta una manera eficaz de reafirmar y acrecentar, por la vía de la restauración política, los privilegios que ya detentaba. El problema de las revoluciones populistas es cómo conducirlas hacia una revolución socialista. El problema de las revoluciones socialistas es cómo conducirlas de manera efectiva hacia el comunismo. En los dos casos, para los marxistas, la vía de esos cambios debe ser políticamente revolucionaria en el sentido preciso de que no hay ningún automatismo que la asegure, ni ningún camino de consensos y diálogos que permita conseguirlos a través de esos estados de violencia estructural que las clases dominantes llaman “paz”. En ambos casos se trata de la lucha de clases. Burguesía proletariado, en el primer caso, productores directos contra burócratas en el segundo. Y la complejidad de los procesos actuales consiste en que ambos momentos no son sucesivos. En rigor, no lo han sido nunca. Es por eso que el programa marxista debe ser siempre a la vez anticapitalista y anti burocrático. No sólo los grandes capitalistas, con su propiedad privada de bancos y grandes conglomerados de medios de producción, son el enemigo. Los grandes funcionarios del Estado, y de las instancias de regulación internacional, también lo son. Y con estos,
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demasiado frecuentemente, los funcionarios intermedios del Estado, que no sólo vehiculizan el interés del capital en contra de los ciudadanos, sino que convierten esa tarea en su propio espacio de usufructo ventajoso. Es por eso que antes de formular un programa que parta de las realidades inmediatas de la economía local, por ejemplo, la chilena, he formulado una clara perspectiva comunista. Nuestro problema estratégico, como marxistas, es cómo impulsar cambios que no sean simplemente el vehículo del reemplazo de una clase dominante por otra. Cambios cuya acumulación vaya construyendo una hegemonía real de los productores directos, no sólo la de los burócratas que, como toda nueva clase dominante, presentan una y otra vez sus propios intereses como intereses de toda la humanidad. 3. El camino de Chile El profundo grado de depredación capitalista a que se ha llegado en Chile impone como mínimo una tarea radical de tipo populista. Hoy en día es cada vez más claro, para cada vez más chilenos, que los principales funcionarios del Estado, que rotan en el parlamento y en el ejecutivo a partir de dos coaliciones políticas que tienen el mismo programa económico, son una dificultad esencial para llevar adelante cualquier cambio político, social o económico. El grado de complicidad de lo que se ha llamado, de manera impropia, la “clase política”, con los intereses del capital nacional y transnacional es tan grande que no hay horizonte de izquierda posible que no requiera pasar por su radical desarticulación. Y esto, no es sino la tarea de hacer real la democracia, que hoy en día es apenas algo más que un modo de administrar la voluntad popular, mientras se la presiona hasta la barbarie a través de la sobreexplotación, la precariedad laboral, el endeudamiento, y la manipulación del sufrimiento subjetivo. La primera tarea de todas las izquierdas en Chile es transitar de manera efectiva hacia la democracia. La vía plebiscitaria, la lucha por una Asamblea Constituyente, la lucha por una nueva Constitución, y por un conjunto de Leyes Orgánicas, que garanticen derechos de maneras que los hagan reclamables, que terminen con la enajenación de los recursos
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naturales, con la avidez del lucro instalada en todas las esferas de la vida social. El programa de la gran izquierda debe empezar por la movilización social tendiente a obtener una Asamblea Constituyente. Pero su sola elección es apenas el primer paso y el primer requisito. Necesitamos que sea una Asamblea elegida a través de un sistema de votación proporcional, con muchos representantes, de tal manera que todos los sectores de la vida nacional queden representados. Necesitamos que sea una Asamblea deliberante, es decir, que no se limite a considerar un proyecto fabricado por una comisión, sino que discuta auténticamente alternativas. Una Asamblea participativa, es decir, que promueva la participación, el debate, la consulta a cada sector de la ciudadanía acerca de temas específicos en una discusión prolongada, que genere mecanismos amplios para tales consultas. Necesitamos que la Asamblea que sólo pueda llegar a acuerdos sobre cada tema a través de quórum altos, no simplemente mayoritarios, de tal manera que ninguna decisión se tome a través de una mayoría circunstancial. Un sistema de quórum que contemple la posibilidad de llegar a posiciones duales respecto de artículos y disposiciones específicas, para que luego sean sometidas a plebiscito, y sea el conjunto de la ciudadanía la que decida lo que sus representantes no logran decidir. Esto significa que el plebiscito en que se acuerde la constitución debe contemplar alternativas, para que los ciudadanos decidan. Un proceso en fin que, como conjunto, no sólo asegure la participación, sino una gran tarea de educación cívica, de deliberación ciudadana efectiva. Si nuestra tarea es la democracia, el principal principio que debe contemplar la nueva constitución debe ser justamente el de garantizar los mecanismos democráticos. La iniciativa de ley, las revocatorias de mandatos, el fin de todo poder del Estado que no se someta a una transparente fiscalización pública, una descentralización efectiva de la gestión estatal que permita a las regiones decidir en torno a sus intereses sustantivos. No es el orden, no es la libertad liberal, lo que la constitución debe garantizar de manera primaria. Es la democracia. Esa debe ser la garantía primera para que haya a la vez libertad y orden social. La lucha por una nueva constitución, sin embargo, no es sino la búsqueda de un medio, no de un fin por sí mismo. Los contenidos propios de un programa para la gran izquierda la exceden, y deben excederla. La
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democracia debe estar al servicio de ciertos contenidos fundamentales. Y debe garantizar que esos contenidos sean accesibles. La justicia social, la igualdad de oportunidades, el acceso real a derechos fundamentales permanentes. Para todo esto el programa de la gran izquierda debe empezar por la recuperación de las riquezas naturales que pertenecen a todos los chilenos. Terminar con el sistema de concesiones plenas, retirar las grandes concesiones vigentes. Poner las riquezas naturales de todos al servicio del desarrollo de una economía sustentable, con fuerte vocación social. Pero esto no es sino el primer paso hacia la completa desarticulación de los dispositivos antipopulares de la economía neoliberal. Terminar progresivamente con los sistemas de subvenciones en educación, salud, vivienda, cultura, y reemplazarlos por una cobertura estatal, de gestión descentralizada, del cien por ciento de la demanda en cada uno de estos sectores. Terminar con los privilegios impositivos que permiten la evasión y la elusión tributaria, y generar un sistema tributario fuertemente redistributivo. Terminar con la privatización de los fondos de pensiones y reemplazarlo por un sistema solidario, de cobertura garantizada por el Estado. Terminar con la precariedad laboral, y desarrollar un sistema de leyes laborales que permitan una justa y auténtica negociación entre empresarios y trabajadores. En Chile el programa de la gran izquierda no podrá extenderse como un amplio movimiento de masas si no es también un poderoso movimiento cultural, que exponga, critique y desmonte los profundos mecanismos ideológicos que han convertido a nuestra democracia en una mera forma de administración. Un movimiento cultural solidario, que se sobreponga a los valores del individualismo, el exhibicionismo, la competencia sin miramiento, el abuso que busca la impunidad, que han sido sistemáticamente trabajados a través de los medios de comunicación, y que nos han convertido en un país de gente extraña, agresiva, solitaria. Que acoja y trabaje el sentimiento de agobio y desamparo subjetivo a que hemos sido llevados de manera masiva. El camino de Chile requiere un gran movimiento de amigos y compañeros. Y los marxistas tienen que aportar lo suyo, la perspectiva que les es propia, sabiéndola integrar en ese gran marco en que no sólo somos parte de unos partidos doctrinariamente definidos, sino también de una gran izquierda, y más allá de ella de un gran
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y diverso movimiento popular, y aún más allá, de un país de hermanos.
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II. SOBRE LA VIOLENCIA Y EL DERECHO
a.
Violencia del derecho y derecho a la violencia1
1. A lo largo de la primera modernidad (s. XII–XIV) los buenos cristianos trataron de apelar a la religión para moderar la naciente avidez capitalista y sus desastrosos efectos sobre el orden feudal. Casi todas las llamadas herejías de esta época, e incluso algunas de las órdenes mendicantes, que estuvieron siempre al borde de ser declaradas como tales, son encabezadas por hombres de las ciudades, hijos de burgueses, que canalizan en el discurso religioso la ira y la desesperación de los pobres, que afecta con particular gravedad a los campesinos. Paralelamente, sin embargo, la catolicidad, ese engendro moderno entre superstición cristiana y pensamiento racionalista, adquirió casi las mismas características del nuevo espíritu burgués, y el papado romano, en el mismo estilo de la expansión de una empresa capitalista, intentó sujetar al mundo naciente bajo su puño. Fracasó, por supuesto, pero los tres siglos que duró esta lucha (s. XV–XVII) tuvieron que presenciar los horrores de la sangre y la hoguera, y de las luchas fratricidas más crueles del mundo moderno. Ya a fines del siglo XVI el destino de las pretensiones del catolicismo, junto y en la misma medida que las del capitalismo del norte de Italia, estaba sellado para siempre. Por alguna oscura razón, sin embargo, el tozudo y soberbio Dios de los católicos, siempre torvo y vengativo, les permitió descubrir América. A través de este recurso de última hora, y 1 Este texto fue escrito para un debate con el profesor Fernando Atria, en el marco del V Ciclo de Conferencias de Filosofía Política, convocado en Septiembre de 2012, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, y publicado luego como “Derecho a la violencia y violencia del derecho”, Revista Derecho y Humanidades no. 20, Facultad de Derecho, Universidad de Chile, 2012
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apoyado en las matanzas y sobre explotación de los indios de América, el catolicismo pudo vivir su hora postrera, bajo el amparo español, a lo largo de la segunda parte del siglo XVI y la primera parte del XVII. Después de eso sólo decadencia, ruina y oscurantismo, con la consiguiente extrema debilidad política, salvo, ¡ay!, para nosotros, mestizos tirados a criollos, que no logramos liberarnos de ese oscuro yugo hasta el día de hoy. 2. Ante el espectáculo de esta historia de sangre, ambición y miserias, es plenamente comprensible que la modernidad razonable haya intentado construir su orden dando progresivamente la espalda al arbitrio religioso. Sus excesos, sin embargo, siguieron ahora el orden exactamente inverso. Se buscó de múltiples formas un Estado de Derecho fundado en la soberanía y saber de la pura razón ilustrada, un orden jurídico levantado sobre el cálculo racional, despreciando la tradición y la religión. La culminación de tal intento en el plano filosófico se puede encontrar en Kant, que procura deducir el orden jurídico de sus proposiciones racionalistas en el ámbito moral, y en el plano práctico los codificadores napoleónicos del derecho, que declaran operar sólo en nombre de la razón. Ambos intentos tramposos, por supuesto. A la hora de la verdad Kant no puede evitar introducir a Dios como postulado. Y los codificadores, por su parte, apenas lograron encubrir con su grandilocuencia el hecho bruto de que no han hecho otra cosa que sistematizar conjuntos de normas acumuladas ya existentes, bajo un ordenamiento que se parece mucho más al arreglo de conveniencias que a la pureza de la razón. Todas las proposiciones en torno a los fundamentos teóricos del derecho posteriores, atacadas de racionalismo y positivismo, no hacen más que complicar con retóricas técnicas cada vez más sofisticadas, y con creciente cinismo, estas dos trampas iniciales. 3. La sabiduría y prudencia de Hegel puede ser vista, ante esta contraposición, como el sutil y sofisticado punto de equilibrio entre lo que a primera vista podría considerarse irreconciliable. Hegel cree que la única manera de mediar en la conflictividad esencial que caracteriza a la sociedad humana es un Estado de Derecho que esté atravesado por el espíritu de la religiosidad cristiana. Un Estado de Derecho construido racionalmente, teniendo a la vista la sabiduría contenida en la tradición y
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el espíritu del pueblo. Y una religiosidad cristiana laica, secularizada, que sea capaz de aportar el sentimiento de comunidad necesario para que la razón abstracta no sea puro arbitrio. La extrema complejidad de este equilibrio proviene de que, para lograr tal hazaña, Hegel ha tenido que remover hasta el último de los supuestos de la tradición moderna, hasta generar una lógica que supere y trascienda sus dicotomías. Por un lado, a Hegel le interesa superar la dicotomía entre la razón y la naturaleza y, con ella, todas las teorías que apelan a la naturaleza humana como principio explicativo. Por otro lado, le interesa mostrar a la razón misma como apetente, y a su operación interna como negativa, para criticar desde allí las ingenuidades meramente moralistas del idealismo kantiano. El resultado de estas operaciones es una imagen plenamente historicista, en que la sociedad humana está atravesada por una conflictividad esencial, que proviene del orden más íntimo de lo real, y en que la libertad debe ser considerada como un espacio pleno de deseo y contraposición, y a la vez inseparable de las situaciones históricas y sociales que la enmarcan, y en que puede desenvolverse. Se podría decir que con esto Hegel le ha dado a la violencia un papel esencial y objetivo en la historia. Esencial, porque la contradicción, que la anima, está arraigada en el orden mismo del Ser. Y objetivo, porque su realidad excede largamente a las voluntades individuales, y sólo puede ser contenida en un espacio social, a través de mecanismos que exceden también a las buenas o malas voluntades individuales empeñadas en ello. La situación general, estructural, de la condición más profunda de la sociedad humana está bellamente expuesta en su análisis de la eticidad griega (“Fenomenología del Espíritu”, VI. A.). Y se ha podido decir, con profunda razón, que en ella está contenida una imagen trágica de la historia. 4. Por supuesto, la proposición hegeliana respecto de este carácter profundo y objetivo de la violencia no es, ni puede ser, que sea extirpable de la historia humana ni por un acto supremo de la voluntad, ni siquiera por
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un proceso asintótico que apunte hacia una reconciliación sin conflicto. La violencia no puede ser suprimida. Pero puede ser eficientemente mediada. El conflicto y el mal pertenecen al orden más íntimo de la libertad, pero se puede lograr una sociedad en que la libertad no se destruya a sí misma. Como he indicado, la clave y la posibilidad de estas mediaciones residen, para Hegel, en la construcción de un Estado de Derecho profundamente humanizado por la piedad cristiana. Un Estado de Derecho que conjugue a la vez el poder ordenador de la razón y el sentimiento de comunidad que puede surgir de un cristianismo secularizado, libre del racionalismo católico y del sentimentalismo romántico. Un cristianismo que recoja lo más esencial de su origen: el hecho de que la presencia de Dios en los hombres se manifiesta en su capacidad de perdón. Y un Estado de Derecho capaz de recoger la sabiduría contenida en las tradiciones, a la vez racionalistas y cristianas del pueblo europeo. Complejidad, sabiduría, prudencia, moderación, tragedia contenida, son las virtudes que hacen curiosamente hermoso al pensamiento hegeliano, por supuesto, para el que lo conoce. Y a la vez lo matan, lo condenan a la marginalidad lastimosa de lo simplemente sabio. La brutalidad moderna no está, ni puede estar, a la altura de tales sutilezas. La revolución industrial, la prepotencia científica, la idiotez burocrática, la pobreza académica, dieron simplemente al traste con tanta moderación y equilibrio, y la sometieron sistemáticamente al escarnio de la mala o nula lectura, o de la distorsión grotesca. Yo creo que el mismo Hegel, puesto ante tal espectáculo, reconocería que quizás haya algo de bruta sabiduría en todo eso. 5. Sostengo que el rasgo más profundo y dramático del marxismo, la idea de lucha de clases, proviene directamente de ese papel trágico que Hegel le atribuyó a la violencia en la historia. Por supuesto el material empírico a partir del cual Marx formula esa idea es la violencia desatada de la explotación capitalista, que en su época va progresivamente llenando el continente europeo de deshumanización y miseria. Las iras de Marx proceden de las mismas realidades flagrantes
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que las de Balzac y Dickens. Pero, la radicalidad con que las piensa (“la lucha de clases es el motor de la historia”), y la mayor radicalidad aún de la salida que propone (“sólo la dictadura revolucionaria del proletariado puede suprimir la dictadura de la burguesía”), tienen su raíz en una lógica en que la violencia no es simplemente la expresión de una mala voluntad, o de una falta de disposición moral, sino que es un dato objetivo en que se expresa una situación objetiva que, tal como en Hegel, excede la mala o buena voluntad particular de aquellos a los que involucra. Por eso el método de Marx consiste en un análisis de clases sociales, no de agentes individuales. A Marx, en manifiesto contrapunto con los demás críticos de izquierda de su época, no le interesa por qué o cómo éste o aquel burgués explota a tales y tales obreros y se hace rico, lo que le interesan son los mecanismos a través de los cuales la burguesía, como clase, aumenta su riqueza apropiando el trabajo del proletariado considerado como clase. Por eso su análisis es económico y, a pesar de la abundante ira que expresa en sus escritos políticos, raramente desapasionado. Porque a Marx no le interesan propiamente las odiosidades particulares que se puedan constatar en el abuso burgués, sino el efecto objetivo de explotación que se puede constatar hasta en la acción del burgués mejor intencionado posible. Por eso Marx no ve las crisis capitalistas como un defecto o un error de cálculo en la acción histórica de la burguesía, sino como un efecto estructural y objetivo de lo que, en su propia lógica, podrían considerarse las mejores acciones capitalistas posibles. La contradicción es el alma del devenir. Expresado en la terminología impropia de las teorías de acción racional, podría decirse que la mostración que hace Marx en sus obras económicas es que las crisis capitalistas son estructuralmente el resultado global plenamente irracional de una conjunción de múltiples acciones locales racionales contrapuestas entre sí. 6. La enorme, la abismal, diferencia entre el cálculo de Marx y el de Hegel, sin embargo, queda establecida, sobre esta base común, en torno a la posibilidad de mediar socialmente la violencia, en particular, de realizar esa mediación en el marco de un Estado de Derecho, aún bajo las condiciones complejas y prudentes que Hegel le impone.
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Hegel, como es propio de lo mejor que puede haber en el conservadurismo, desconfía del principio revolucionario. Y tiene una violentísima revolución a la vista. Sin embargo, las razones profundas de su desconfianza no tienen que ver sólo con esta cuestión empírica. En el fondo lo que Hegel teme es el rasero abstracto y nivelador de la razón ilustrada que, pretendiendo hacer borrón y cuenta nueva, sólo consigue el terror y el despotismo. Esa desconfianza es la que deja consignada en su análisis de la libertad absoluta y el terror (“Fenomenología del Espíritu”, VI. B. iii). Lo que Marx tiene enfrente, en cambio, es la violencia burguesa de la explotación, que se traduce en deshumanización y miseria. Pero, también en su caso, las razones de su ira revolucionaria no provienen sólo de esta cuestión empírica, sino de la idea y de la constatación de que el Estado de Derecho, que debería ser el espacio para negociar y mediar las diferencias, en realidad favorece sistemáticamente a la burguesía. La favorece, por decirlo de algún modo, estructuralmente, más allá de que haya o no leyes particulares que favorezcan a los trabajadores. Y la favorecen, en buenas cuentas, porque ha sido construido por ella misma, como mecanismo de legitimación y defensa, primera ante los poderes feudales, y ahora ante las demandas del proletariado. Tal como para Hegel la religión no es sino el espíritu del pueblo en el elemento de la representación, así para Marx el derecho moderno no es sino el espíritu de la burguesía, proyectado y operando como legitimación. Lo que en Hegel es la proyección de la unidad esencial y diferenciada de un pueblo, equivale en Marx a la proyección de la dicotomía de un pueblo dividido por la lucha de clases. Lo que para Hegel es la garantía posible de una paz capaz de mediar la violencia esencial, para Marx no es sino la institucionalización de esa misma violencia apareciendo falsamente como paz. Si Hegel tiene razón, la violencia revolucionaria es históricamente contraproducente, riesgosa e innecesaria. Si Marx tiene razón, la violencia revolucionaria es un derecho que surge del carácter estructuralmente sesgado del propio Estado de Derecho. 7. Para entender cómo, sobre esta lógica trágica común (el papel esencial y objetivo de la violencia en la historia), se puede llegar a dos tipos
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de conclusiones tan distintas, no basta con pensar que el punto de vista de Marx está sostenido en el aserto empíricamente constatable de que el derecho burgués favorece sistemáticamente a la burguesía. Si esto fuese cierto cabría esperar que una vez consumada la revolución comunista se diera paso a una sociedad perfectamente reconciliada, sin ninguna conflictividad esencial. Y esa ha sido la esperanza implícita del marxismo ilustrado por más de un siglo. Es decir, una imagen del comunismo como un reino de felicidad roussoniana consumada. Mi opinión es que tal perspectiva no sólo incurre en una profunda ingenuidad sino que también en una estimación simple, simplísima (justamente: ilustrada), de la condición humana. Y, desde luego, implica un enorme retroceso respecto de la complejidad alcanzada en el pensamiento hegeliano. Sostengo que la diferencia abismal entre Marx y Hegel hay que buscarla más bien en qué aspecto y nivel de la violencia histórica es el que preocupa a cada uno. Creo que Marx funda su razonamiento en lo que se podría llamar “violencia histórica excedente”2 y lo que, como contrapunto, se podría llamar “dimensión esencial de la violencia”. Es decir, entre aquella conflictividad esencial que Hegel reconoce en la índole misma del Ser y, por consiguiente, de la libertad, y aquella que proviene de la institucionalización de condiciones históricas superables. A pesar de la extrema lucidez respecto del carácter disgregador y centrífugo del racionalismo ilustrado, y de sus posibles consecuencias políticas, Hegel es testigo aún de la sobrevivencia en los territorios alemanes de lo que podrían considerarse vestigios de unas sociedades aún congregadas por el sentimiento de comunidad. O, más bien, pone todo su entusiasmo de intelectual burgués en creer que tales vestigios existen. Esa es la componente romántica que está asumida en su pensamiento. Marx, en cambio, está frente al resultado brutal de ese racionalismo abstracto y nivelador y, aunque sólo es testigo de sus consecuencias extremas en Inglaterra, es capaz de vislumbrar su extensión catastrófica hacia todo el planeta. Que es, ni más ni menos, lo que ocurrió de manera 2 Como cualquier conocedor notará, sigo en esta distinción la diferencia formulada por Herbert Marcuse, en Eros y Civilización, entre “represión excedente” y “represión primordial”, es decir, entre los componentes meramente históricos y superables de la represión y aquellos originarios que permiten la producción de la complejidad del aparato psíquico.
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inexorable durante los ciento cincuenta años posteriores. Es esta experiencia de Marx la que le permite cambiar de manera dramática la estimación que Hegel había hecho sobre la realidad de las instituciones, en particular sobre el significado profundo del Estado de Derecho. Para Hegel el derecho, tal como antes la religión, es de alguna manera expresión del espíritu del pueblo. Y contiene, en conjunción con aquella, una amplia posibilidad de contención de la conflictividad que es propia e inalienable de ese espíritu. Ya por el sólo emerger hacia el elemento de la representación, el derecho es mediación en la negatividad intrínseca de lo social. Y por eso, sin trampa ni artificio, se puede llamar a esa negatividad “conflictividad” y no simplemente “violencia”. El efecto de la institucionalización de aquello que resulta representado en el derecho puede ser netamente positivo para la comunidad como conjunto si se sabe moderar o limitar de manera adecuada las locuras ilustradas. Para Marx, en cambio, la comunidad no sólo está en “conflicto”, sino que está radicalmente dividida por una lucha objetiva en torno al producto social. Si mantenemos la terminología de Hegel, ante esta situación lo que emerge desde el espíritu de un pueblo dividido no es simplemente “expresión”, como si hubiese un fundamento social común que pudiera expresarse, sino “legitimación” de posiciones de poder al interior de esa lucha. Con esto la institucionalización de esas operaciones de legitimación deja de expresar un cierto equilibrio entre poderes contrapuestos, y más bien consagra directamente, y de manera desnuda, el dominio de un bando por el otro. Y es por esa relación de poder sin equilibrio real, sin contrapeso real, que se puede hablar ahora de “violencia”, muy por sobre la conflictividad básica, y a pesar de la apariencia de paz que proporciona. Desde el punto de vista de Marx, bajo el Estado de Derecho burgués la clase dominante llama paz a algo que no es sino la institucionalización de su violencia. 8. Si nos preguntamos ahora por el trasfondo de esta “violencia excedente”, si nos preguntamos por su origen y sentido, tenemos que ir desde Hegel hacia Adam Smith. El fondo del argumento liberal no es sino este: la lucha encarnizada por el producto social a lo largo de la historia humana no es sino una estrategia para enfrentar la escasez. Este argumento, ahora de orden “económico”, está operando en el cambio de la mirada que Marx hace sobre lo social respecto de su maestro.
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Pero en este ámbito, ahora contra la tradición liberal, nuevamente el hegelianismo subyacente en la lógica de Marx se hace presente. Para Marx la escasez no es un hecho natural, y las respuestas posibles frente a ella no derivan de una supuesta naturaleza humana. La escasez, tal como la condición humana, son realidades plenamente históricas. La primera es plenamente superable. La segunda debe actuar de acuerdo con esta posibilidad de superación. Es notable que Marx razonara sobre la base de la posibilidad de la abundancia en un momento histórico y social en que parecía imperar la miseria. En esto, de manera profética, vio las posibilidades de la realidad muchísimo más allá que cualquiera de sus contemporáneos. Hoy, ciento cincuenta años después, su confianza en las posibilidades revolucionarias del desarrollo material capitalista está plenamente respaldada. Vivimos hoy en una sociedad de abundancia. A pesar de la miseria en que sobreviven cientos de millones de seres humanos, en la práctica el viejo argumento liberal ha dejado de ser verdadero. Pero con esto la diferencia que hay entre considerar a las instituciones como “expresiones” del espíritu de un pueblo o como “operaciones de legitimación” en un pueblo dividido adquiere crucial importancia. Si Hegel tiene razón, entonces la realidad material de la abundancia se expresará progresivamente en la vida de conjunto del pueblo y, en esa misma medida, en sus instituciones. Si Marx tiene razón entonces las instituciones creadas para legitimar las diferencias sociales en la época de la escasez prolongarán su sombra y su peso, cosificadas, incluso sobre esta nueva época. Lo que sabemos hoy es que, en medio de la abundancia impera, e incluso se agrava, la más atroz miseria. Y lo que sabemos también es que, de acuerdo con otro de los aspectos proféticos de la obra de Marx, su teoría de la enajenación, la abundancia misma es vivida por quienes acceden a ella de manera crecientemente deshumanizada. Marx ha sido capaz de ver algo que Hegel simplemente no pudo ver, que la violencia excedente en la historia, originariamente motivada por la escasez, ha generado instituciones que, cosificadas, la legitiman y prolongan más allá de la época histórica en que pudo tener algún sentido, y la presentan falsamente como paz. La principal y central de esas
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instituciones es el Estado de Derecho. 9. Pero si justamente el Estado de Derecho, que en lo mejor del horizonte burgués es el espacio en que se deberían contener y negociar las diferencias sociales, consagra, legitima y perpetúa la violencia de las clases dominantes, entonces tenemos derecho a la violencia revolucionaria. Es necesario, por supuesto, especificar en este contexto qué significa “tenemos derecho”. Especificar quiénes lo tienen, en virtud de qué, y de derecho a qué estamos hablando. Es necesario especificar las condiciones bajo las cuales puede ser llamado “derecho” y no una pretensión cualquiera. En sentido puramente técnico, una pretensión particular sólo puede ser considerada un derecho si se sigue de manera válida de una norma jurídica que ha sido establecida de manera válida. Pero esto, que es cierto para las pretensiones particulares, no es razonable, ni plausible, respecto de los que pueden ser llamados “derechos fundamentales”. No tenemos derecho a la vida, a la educación, o incluso a la propiedad privada, o al libre arbitrio sobre su usufructo, simplemente porque una norma jurídica lo establezca. Desde un punto de vista historicista, esos son derechos que se han construido y conquistado a partir de situaciones sociales concretas, y tras largas luchas políticas. Las normas que ahora explicitan e institucionalizan esos derechos no se llaman “jurídicas” sólo en virtud de los aspectos formales de su validez, sino porque en ellas la sociedad humana ha convertido en institución principios que considera justos y necesarios para su convivencia. Y el haberlos convertido en instituciones tiene el sentido de sacarlas del ámbito de las pretensiones particulares, proveerlas de la universalidad y la fuerza necesarias para hacerlas exigibles, y para promover de manera perentoria su cumplimiento. Al convertirlas en normas jurídicas se les ha dado el respaldo de la fuerza del derecho que, apoyada por el conjunto de la sociedad, es justa y literalmente la fuerza. Desde luego, el que hayan sido elevados a ese carácter a través de luchas políticas, la mayor parte de las veces bastante agudas y violentas, nos indica que el contenido de justicia de tales principios no obedece a ningún modelo general y abstracto de justicia, ni siquiera a un modelo que pueda considerarse ideal o meramente racional. Lo que ha sido elevado al rango de derechos fundamentales no es sino lo que determinados sectores
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sociales, en condiciones históricas determinadas, han logrado imponer, en virtud de su fuerza, como justicia. Al respecto Bobbio sostiene, con bastante realismo, y una cierta cuota de cinismo, que en las normas jurídicas particulares impera la fuerza del derecho, pero que, a medida que nos vamos acercando a las normas jurídicas más generales o fundamentales, lo que vamos constatando es más bien el derecho de la fuerza. Pues bien, uno de los derechos fundamentales, quizás el derecho fundamental por excelencia, que la modernidad ha establecido como una gran conquista histórica, es el estar acogidos, protegidos, por un Estado de Derecho que nos ofrezca el espacio adecuado para negociar nuestros conflictos. Si ese derecho, que aparentemente contiene a todos los demás, está sistemáticamente distorsionado porque favorece de hecho a un sector social sobre los otros, entonces tenemos derecho a una violencia que, justamente por atacar este supuesto marco universal, no puede sino ser llamada revolucionaria, y a un tipo de acción política que, por atacar justamente aquello que se declara como paz, no puede ser sino llamada violencia. Es importante notar que al postular un derecho por sobre y en contra del Estado de Derecho lo que se hace es ampliar una vez más lo que debe entenderse por “derechos fundamentales”. Desde un punto de vista historicista, por muy sesgados que hayan sido los derechos fundamentales reconocidos por cada cultura, lo que han hecho en realidad es ampliar progresivamente la esfera de la libertad y del reconocimiento de la dignidad humana. En un historicismo de tipo hegeliano esta progresión está muy lejos de ser unívoca, lineal, homogénea. No es un progreso que vaya simplemente del caos al orden y de lo malo a lo bueno, y el incremento de sus grados de universalidad dista mucho de tener un significado meramente positivo. Definitivamente, Hegel no tenía una imagen ilustrada del progreso. Lo que se ha ampliado progresivamente es más el campo de posibilidades de la libertad que su realidad general y empírica. Lo que se ha ganado es más bien la posibilidad de la complejidad y la diferenciación interna de la universalidad, por sobre la imposición homogénea y de hecho de algo particular que se pasa falsamente por universal. Se han conquistado mayores y mejores posibilidades para la humanización de la convivencia
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humana. Por mucho que el efecto empírico de estas posibilidades esté hasta ahora reservado sólo a una minoría. Esto significa que los derechos fundamentales no son sino la expresión jurídica de esta larga tarea de humanización, es una tarea cuya efectividad práctica está por realizar. Pero significa también que si las instituciones generadas para cumplirla en realidad la niegan tenemos un derecho anterior a ellas, que surge de ese horizonte moral de la humanidad, a negarlas a su vez. Y eso es la violencia revolucionaria. 10. La construcción histórica de ese horizonte moral no es sino la extensión del enriquecimiento material efectivo de la humanidad. Eso hace que los detentores primarios de los derechos que surgen de ello no sean sino los productores reales y efectivos de esa riqueza. Y es desde ellos, en la medida en que todos sean integrados a la producción de la abundancia, y en la medida en que la abundancia se extiende entre todos, que ese horizonte de derechos se extiende también a toda la humanidad. Esto significa que los detentores primarios del derecho a la violencia revolucionaria contra el estado de cosas que impide esa extensión de la abundancia son los trabajadores, los productores directos, aquellos desde los que surge la riqueza material, real y efectiva. Como valiosa herencia del legado cultural y material acumulado en la historia humana, los trabajadores tienen el derecho de ser ellos mismos los destinatarios de la riqueza que producen, y el derecho de promover por la vía revolucionaria el derrocamiento del orden jurídico que lo impide. La violencia revolucionaria así establecida se caracteriza por su contenido humanista y humanizador. Su objetivo es amplio, pero muy determinado: derrocar el Estado de Derecho que perpetúa una violencia excedente que ya es históricamente innecesaria. También, en términos sociales, ese objetivo se puede formular así: terminar con el ciclo histórico de la lucha de clases y con las instituciones que surgieron de él para legitimarla y perpetuarla. Y el orden que puede ser construido más allá de la necesidad de la lucha de clases es lo que debe llamarse, propiamente, comunismo. 11. La amplitud del objetivo puede acotarse estableciendo qué, en el Estado de Derecho, constituye el núcleo de la hegemonía burguesa. La
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respuesta de Marx es clara y contundente. Por un lado el sistema jurídico que consagra la propiedad privada de los medios de producción, asociándola al libre arbitrio sobre lo que se obtenga de su usufructo. Por otro, el sistema de normas jurídicas que consagran el mercado de la fuerza de trabajo como el núcleo a partir del cual se establece el salario. La centralidad y la completa inviolabilidad de estos sistemas de normas es lo que Marx llamó “dictadura de la burguesía”, independientemente de si estos han sido obtenidos o se ejercen a través de mecanismos formalmente democráticos. En realidad la experiencia muestra que una “dictadura democrática” de la burguesía es mucho más estable y eficiente para consolidar su dominio que sus alternativas totalitarias. Y muestra de manera contundente también que la burguesía no tiene el menor reparo en recurrir a la fuerza física, y barrer con todas las formalidades democráticas, cuando siente amenazado ese núcleo estratégico de su hegemonía. Que el dominio burgués sobre la sociedad no es sino una dictadura lo muestra ampliamente el hecho de que prácticamente cualquier tipo de leyes se pueden reformar, y se han reformado de hecho, bajo la condición de que esos sistemas de normas no sean tocados. Y lo muestra el que en la práctica el mercado capitalista recurre a toda clase de mecanismos legales y extra legales cuando ese arbitrio se ve dificultado aunque sea en lo más mínimo. Y una muestra de esto es, a su vez, que la hegemonía burguesa no tiene problemas en proclamar derechos económicos y sociales cuando el lucro crece más rápidamente de lo que cuestan, y en restringirlos drásticamente, o simplemente abolirlos, ni siquiera cuando el lucro desaparece sino lisa y llanamente cuando no alcanza los márgenes que su avidez estima convenientes. Nuevamente de manera profética, en tiempos en que estas tendencias apenas se esbozaban, Marx llegó a la conclusión de que la lógica del capital era simplemente la de su mera reproducción, sin importar realmente la satisfacción de las necesidades en torno a las que esto se pudiera conseguir, e incluso sin importar si en su operación se satisface necesidad real alguna. El narcotráfico, la industria armamentista, la especulación financiera, la usura comercial, que son hoy en día ni más ni menos que los principales y más cuantiosos negocios capitalistas, le dan pleno respaldo a su sombría anticipación. Como si estas plagas no fuesen suficientes, la depredación de los recursos naturales, la obsolescencia programada de los productos
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manufacturados, la mercantilización violentamente empobrecedora de los servicios, la desviación sistemática de los recursos estatales hacia el lucro privado, son otras tantas prácticas que respaldan su diagnóstico. Justamente por la envergadura y la gravedad que han alcanzado, y los desastrosos efectos que producen sobre la convivencia humana, no hacen sino darle la razón a otra de sus ideas: en realidad no es el Estado de Derecho el que rige la sociedad humana, sino simplemente el interés capitalista. Frente al poder capitalista el Estado de Derecho imperante va perdiendo progresivamente incluso su aureola de legitimidad y legitimación, y se va revelando más bien como un simple modo de administrar lo que de hecho lo excede, como un modo de concentrar y ordenar la fuerza bruta para preservar los poderes que lo sostienen. La situación actual del Estado de Derecho burgués no sólo es la antípoda de lo que Hegel soñó, no sólo es el extremo de lo que Marx anunció, sino que es incluso la negación de todo el horizonte emancipador que la propia burguesía proclamó históricamente como sus ideales. 12. La extrema gravedad de la degradación actual, por un lado, y la profundidad del horizonte comunista, hoy plenamente realizable, por otro, le dan a la voluntad revolucionaria hoy en día dos niveles, dos aspectos, que no deben ser concebidos como etapas sino como dos lados de una misma y única tarea. Por un lado la necesidad de realizar, de hacer efectivo el horizonte emancipador bajo el cual fue proclamado y construido el Estado de Derecho moderno; por otro la necesidad de construir condiciones materiales bajo las cuales la institucionalización del orden social bajo la forma de un Estado de Derecho deje de ser necesaria. Realizar las posibilidades emancipadoras del horizonte moderno significa hoy lograr que toda la humanidad pueda gozar de los beneficios de la abundancia alcanzada y, a la vez, humanizar radicalmente esa abundancia hoy en día completamente distorsionada por el lucro. Las dos principales dificultades para lograrlo son precisamente las que son el núcleo de la dictadura de la burguesía: un sistema económico que consagra la reproducción abstracta del capital por sobre la satisfacción de necesidades reales, y un régimen salarial regido por la mercantilización de la fuerza de trabajo.
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La tarea ante esto, que es cada día más clara para cada vez más amplios sectores sociales es, por un lado, subordinar completamente el lucro al interés social y, por otro, fijar la relación entre salario y jornada laboral de acuerdo a la abundancia material disponible, por fuera de los mecanismos mercantiles. Por un lado todo emprendimiento económico, incluso aquellos por los que aún sea válido obtener lucro, debe estar subordinado al interés social. Por otro lado los trabajadores deben recibir progresivamente un salario proporcional a la riqueza social disponible y al aumento de la productividad. Frente a esta tarea no sólo la burguesía es el enemigo. Y tampoco la burguesía es un enemigo de manera uniforme y homogénea. La combinación activa del análisis de clases y formas adecuadas de análisis de estratificación social, bajo un propósito y una epistemología marxista, deberían servir para establecer una cierta jerarquía en el bloque de clases dominantes que pueda operar como fundamento para una política de alianzas de diversa envergadura, que se propongan objetivos también de una radicalidad y alcances diversos. Para que esto sea viable es necesario por fin, y de una buena vez, abandonar el delirio ilustrado de que la revolución es un evento crucial y definitivo, después del cual el nuevo orden baja desde el Olimpo de la razón para realizar el bien de manera homogénea. La revolución comunista debe ser imaginada como una larga marcha, llena de eventos cruciales, que se caracteriza más bien por la claridad de sus objetivos que por lo terminante de sus pasos concretos. Pero aún la más larga marcha empieza por el principio, y el desastre actual augura que no se tratará de un principio lento ni tranquilo. La jerarquía preliminar de los enemigos no es difícil de establecer, al menos en el nivel programático, y ya la he enumerado antes. Es necesario terminar de manera radical y devastadora en primer lugar con el lucro improductivo, y en él, antes que nada, con la banca privada, los mercados financieros y el lucro meramente comercial. Radicalmente, es decir, de raíz, y de manera devastadora, es decir, haciendo que sus propietarios asuman directa y personalmente todas las pérdidas de capital que ello implique. Tras el espectáculo desastroso de las crisis financieras recurrentes, y la monstruosidad de las políticas sociales destinadas a sostener la avidez de quienes las producen, la única forma realmente racional de abordar el
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problema es simplemente barrer con la gran banca privada, con los fondos de inversión especulativos y con la usura comercial. Hoy en día es cada vez más patente que puede haber un altísimo grado de consenso social para una política como esta. El consenso está ahí, crece, y es oscurecido a penas por la enorme maquinaria comunicacional de los poderes dominantes. Es necesario, en segundo lugar, revertir radicalmente la mercantilización de los servicios, en particular de la salud, la educación, la cultura, la vivienda, el acceso al agua y a la energía domiciliaria. Poner estos servicios bajo responsabilidad y gestión eminentemente social, distribuida. Poner todo el avance tecnológico que está relacionado con ellos directamente al servicio del mejoramiento de la calidad de vida. Es necesario, en tercer lugar, erradicar de manera radical al capital que depreda el medioambiente, al empleado en la producción de armamentos, al que opera fundado en el narcotráfico. No puede caber ninguna duda de que hay una enorme dosis de violencia en estas medidas radicales, ni de que será necesaria una enorme y sostenida violencia social para alcanzarlas. Pero tenemos derecho a esa violencia. 13. Pero cuando pensamos en el destinatario directo de toda esa violencia social urgente y necesaria lo que encontramos delante no es al capital, ni a sus propietarios. Lo que encontramos es el Estado, los agentes políticos y policíacos del Estado, y su sempiterno discurso legitimador: el Estado de Derecho. Después de cien años de intentos, y de setenta años de dictaduras burocráticas, hoy sabemos que la toma del gobierno, ni siquiera por la vanguardia más lúcida y mejor intencionada, garantiza que la violencia política conduzca a la emancipación buscada. El espectáculo del socialismo que colapsa sin que se dispare un tiro en menos de dos o tres años, o el otro, peor, en que un partido llamado “comunista” encabeza un agresivo proceso de industrialización capitalista, debería ser una alerta más que suficiente ante las expectativas que se pueden cifrar en un marxismo meramente ilustrado. La alternativa, como marxistas post ilustrados, y apelando justamente a lo más originario del pensamiento marxista, es que no puede haber
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horizonte revolucionario real sin una activa y radical desconcentración del poder del Estado, y sin una radical reversión de la tendencia de los burócratas estatales a convertirse ellos mismos en una clase social que usufructúa a partir del reparto de la plusvalía creada por los productores directos. Por supuesto, cuando intentemos también ese gran asalto, nos encontraremos de frente una vez más con los agentes del Estado, pero ahora en la defensa de sus propios intereses, que se hacen congruentes de esa manera con los del capital improductivo. No puede caber ninguna duda de que defenderán sus intereses apelando a esa violencia que llaman paz sólo porque favorece sus propios intereses. Y sólo podremos responder a ella con la violencia social. Y tenemos derecho a esa violencia. Desconcentrar el poder central del Estado significa horizontalizar radicalmente los mecanismos de representación, dividir al máximo la captación y la gestión de los recursos sociales, terminar de manera completa y absoluta con el secreto o el carácter reservado de cualquier aspecto de la gestión social, emprender activas políticas de redistribución de los recursos nacionales para permitir el sustento y el auge de las comunidades locales, dividir el poder político hasta el grado en que la representación pueda establecerse cara a cara. Las viejas y siempre renovadas argucias burocráticas sobre la ignorancia, el desinterés, o la falta de competencia de los ciudadanos, pueden ser fácilmente desmentidas. Los niveles de ilustración, competencia e interés por la gestión social tienen relación directa con el involucramiento real de los ciudadanos, y con la constatación real de sus efectos. Esa, que es una gran tarea para los marxistas post ilustrados, no es sino la realización del viejo y más clásico horizonte liberal, perseguido tanto por el liberalismo democrático como por el anarquismo, y que hoy, ante el totalitarismo burocrático y mercantil, resulta simplemente subversiva. No podrá haber una gran izquierda, diversa y subversiva, mientras los marxistas no entiendan la necesidad de esta gran convergencia en torno a la autonomía de los ciudadanos. 14. La violencia revolucionaria es una respuesta a la violencia
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institucionalizada. Es un derecho anterior a las instituciones del derecho. Es una posibilidad que la humanidad ha conquistado justamente en contra de la cosificación de sus posibilidades. Es un derecho que nace y recorre toda la modernidad, pero la trasciende. Pero, desde luego, no es la única forma de violencia contestataria, ni conceptualmente, ni en la práctica. La violencia revolucionaria específicamente marxista debe distinguirse por su origen, por su carácter, por su objetivo. Proviene de una profunda desconfianza acerca del significado y las posibilidades del Estado de Derecho. Se propone ir más allá no sólo de la legislación adversa, sino también de una dictadura favorable. Se propone la extinción del Estado de Derecho a través de un proceso material que ponga fin a la lucha de clases. Sólo puede ser, por su carácter, violencia de masas. Porque proviene de un análisis de clases, de una perspectiva globalista e historicista. No es, o no debe ser, aunque muchos marxistas lo hayan entendido así, violencia intersubjetiva, es decir, contra personas particulares consideradas por su situación particular. Tampoco contra normas o leyes particulares, sólo en virtud de su contenido opresivo propio. En este caso, estar en contra de aquello que define y determina a un cierto Estado de Derecho no significa ponerse de manera permanente y sistemática fuera del derecho. El campo jurídico es, y debe ser, también un ámbito de lucha. Y esa lucha, aunque busque excederlo, no se da necesariamente, ni siempre, ni de manera uniforme, desde el exterior. La lucha parlamentaria (en todos sus niveles: gobierno, parlamento, municipios) tiene pleno sentido. La lucha directamente jurídica por reclamar y proteger derechos particulares que el mismo sistema de dominación, al menos formalmente, ya reconoce, tiene pleno sentido. La lucha por la ampliación de los derechos de los ciudadanos, inscrita en la trayectoria clásica del mismo horizonte progresista burgués o, en realidad, contra el claro retroceso de ese horizonte hoy en plena marcha, tiene pleno sentido. Incluso, dado el crecimiento acelerado del orden totalitario, puede hoy resultar una lucha subversiva. Dos cuestiones esenciales distinguen estas luchas del simple reformismo o gradualismo socialdemócrata. Una es que cada lucha, por parcial que sea, está inscrita en la voluntad de derrocar y reemplazar radicalmente el orden existente. Otra es que estamos dispuestos a usar medios al borde
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de la ley, o incluso más allá de ella, para lograrlo. Por una parte medios como la marcha, la toma, la huelga, el paro general y político, que el sistema formalmente reconoce como válidos, aunque nunca respete de manera real, y sobre los cuales ha ido poniendo cada vez más trabas represivas. Por otra parte, cada vez que sea necesario, medios como la resistencia civil generalizada, el levantamiento popular, la sublevación de masas, e incluso la guerra civil, que exceden claramente lo que la legislación dominante puede permitir. Pero, de manera inversa, otra serie de rasgos igualmente esenciales deben distinguir esta violencia de la violencia vanguardista, aunque use una retórica marxista. La primera, y la más importante, es que la violencia revolucionaria debe entenderse como violencia política y masiva. Las revoluciones deben hacerlas los pueblos, no los milicos, ni aunque sean de izquierda. Deben hacerlas los trabajadores como conjunto, no sus vanguardias, ni aún en el caso en que digan o parezcan “conducirlo”. Las vanguardias que se presentan sólo como educadoras y meramente “conductoras” terminan invariablemente suplantando a sus supuestos conducidos, y convirtiendo la posible dictadura del proletariado en una dictadura burocrática de la vanguardia misma. La violencia revolucionaria debe ser siempre violencia de masas. El número de los que la emprenden, y el tipo de relación que mantienen con aquellos que los dirijan, no son en absoluto detalles incidentales o menores. Por supuesto, la inveterada impaciencia vanguardista reclamará aquí que a ese ritmo la revolución simplemente no ocurrirá nunca. Pero es necesario y, en muchos sentidos, imperioso, analizar de manera profunda esa impaciencia, sus orígenes y sus previsibles resultados. La impaciencia vanguardista es uno más de los múltiples delirios ilustrados tan propios de la modernidad, y es particularmente desastrosa cuando se combina con la exaltación y la grandilocuencia romántica. Contiene la idea simple, y simplísima, de que la revolución es un evento, un único suceso altamente dramático y definitivo, que no sería sino la “toma del poder”, o la derrota contundente de la clase dominante, y que operaría en concreto a través de una gran batalla, predominantemente militar, con un resultado visible como la toma de un edificio, o de una plaza, o de la ciudad desde donde se ejercería el poder. A veces esta toma, que se suele celebrar como “el día” de la revolución, o una breve y decisiva
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guerra civil que la complete y la haga supuestamente irreversible, son consideradas por sí mismas como “la” revolución. La historia ha sido extremadamente dura con estas simplezas: ninguna de las guerras revolucionarias ganadas de esta manera, y que se consideraron en su minuto como “irreversibles”, alcanzó a durar más de setenta años. Y ninguna se salvó de convertirse en la mera dictadura burocrática de la propia vanguardia que las “condujo”. Contra esta ingenuidad es necesario pensar la revolución, y la violencia revolucionaria, como una larga marcha, llena de batallas grandes, y de muchísimas otras muy pequeñas, muchas en que predominan los rasgos militares, y muchas más en que predominan más bien la presión y la acción masiva de los ciudadanos. El modelo de la revolución comunista debe dejar de ser la toma de la Bastilla, o la guerra civil ganada por los bolcheviques, y debe parecerse más a los cuatrocientos años que llevó la revolución burguesa en Inglaterra. Podemos acortar los plazos significativamente sólo si contamos con la voluntad del conjunto del pueblo, y sólo podemos formar esa voluntad a lo largo del proceso mismo. 15. Más relevante que los plazos, el asunto de fondo es que debemos medir el avance revolucionario no tanto por los objetivos políticos ganados, sino por los cambios en los procesos materiales que constituyen el sostén real de la hegemonía de una clase social u otra. La burguesía revolucionó el mundo desde mucho antes de convertirse en la clase gobernante. Pudo hacerlo, por supuesto, sólo en la medida en que convertía progresivamente su acción social en poder. En muchos sentidos, muy concretos, el horizonte comunista puede ir haciéndose materialmente real desde mucho antes de que el proletariado complete y consume su hegemonía sobre la sociedad. Pero plantear las cosas de esta forma altera completamente la manera en que se ha pensado tradicionalmente la relación entre revolución y reforma, y eso debería permitir superar las desastrosas y autodestructivas discusiones que se siguen teniendo al respecto.
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En primer lugar, es completamente destructivo, paralizante e inútil, entender la relación entre ambas como disyuntiva: o revolución o reforma. La diferencia debe establecerse respecto del horizonte de cada una, de su alcance, de su plazo. Hay reformas que pueden tener efectos profundamente revolucionarios (como la disminución progresiva y consistente de la jornada laboral), y hay “revoluciones” que terminan siendo apenas algo más que reformas de la misma lógica burguesa (como la revolución china). Lo esencial de esta discusión (casi siempre estéril) no es, ni debe ser, el modo o la rapidez con que se efectúa el cambio, sino su contenido, el horizonte hacia el que apunta. En segundo lugar, la diferencia entre reforma y revolución no tiene que ver, por supuesto, con la presencia o no de un componente militar. No hay, ni histórica ni conceptualmente, ninguna correlación entre ambas cosas. Sin embargo, ambos bandos, “reformistas” y “revolucionarios” suelen correlacionar de manera interesada, y mañosa, este asunto del componente militar eventual con el asunto de si se tratará de procesos más o menos violentos. También esta correlación es errónea, tanto histórica como conceptualmente. La iniciativa revolucionaria siempre es violenta. Lo es, sobre todo, para la clase dominante. Y de sus respuestas deriva en general su agudización hacia la violencia física o militar. Ellos llaman falsamente paz a su violencia. Nosotros no tenemos por qué revestir como paz la violencia que les contraponemos, incluso en el caso de que no se traduzca en hechos físicos o militares. Hablar contra la violencia, sobre todo en abstracto y de manera genérica (“venga de donde venga”), es siempre un argumento fácil para los que no quieren cambios profundos. Explicitar el contenido de violencia que acarrean, y contra el cual se contraponen, es siempre un deber y un derecho para los que sí buscan alcanzarlos.
Pero hay un tercer aspecto, netamente más oscuro, de la violencia vanguardista: la facilidad con que se llega a desconocer los derechos de sus enemigos particulares. En contradicción directa con la violencia fascista, la violencia revolucionaria no tiene, ni debe tener, el contenido ni la lógica de la represalia o la venganza. Porque lo que nos interesa son cambios históricos, muy por sobre la odiosidad intersubjetiva, porque lo que nos interesa son cambios globales, muy por sobre las injusticias locales, es justo y necesario que reconozcamos a nuestros enemigos, en tanto particulares,
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los mismos derechos que reconocemos y reclamamos para nosotros. Esto significa que la violencia revolucionaria no puede, ni debe, recurrir al acto particular, ejemplarizador, ni detenerse en objetivos personales o particulares. Toda la justicia que corresponda reclamar o ejercer en situaciones particulares, por muy graves que sean, y por mucha dureza que merezca, debe inscribirse en el horizonte de garantías procesales y penales que la modernidad ha construido, y que flagrantemente no respeta. Es necesario, por cierto, incluir en ese horizonte las muchas convenciones que se han establecido para situaciones de confrontación militar. La guerra que queremos dar no tiene los mismos contenidos y, por ello, no puede tener las mismas formas, que la guerra que nos opondrá el enemigo. 16. Estas condiciones de la violencia revolucionaria, que buscan distinguirla de la consigna fácil de una paz que de hecho no existe, y a la vez de la tentación catártica de intentar resolver todo el nudo de las contradicciones históricas en un solo golpe, son parte del sustento argumentativo que nos permite reclamarla como un derecho. Pero la teoría y sus argumentaciones, siempre cargadas de buena moralidad, también teórica, deben ser contrastadas con la dureza fríamente amoral de la realidad. La avidez desenfrenada de los poderosos, la ira acumulada y sin consuelo de los pobres, la mediocridad de la vida y la permanente frustración incluso de los que consumen, no logran, ni pueden lograr, establecer un marco real en que esas buenas moralidades salgan al campo, simplemente a enfrentarse con la caballerosidad con que se han debatido en el mundo académico. Los espantos flagrantes de la realidad siempre han sido un buen terreno para los conservadores. En virtud de una lógica que sólo es “lógica” para los que tienen mucho que perder, siempre prefieren atenerse a lo que hay antes de correr el riesgo de empeorarlo apurando el cambio. La voluntad revolucionaria, no sólo por razones empíricas, es la actitud exactamente contraria a esta prudencia tan frecuentemente cómplice. Nos gustaría estar entre los vencedores, nos resignaríamos a estar incluso entre los vencidos, donde no queremos estar, en ningún caso, es entre el público.
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La actitud conservadora respecto de la violencia, incluso entre los más progresistas, nos pide que ofrezcamos garantías de que esta violencia, histórica y de masas, que apunta hacia el comunismo, no terminará confundiéndose lisa y llanamente con la violencia vanguardista, con sus oscuras connotaciones de represalia, venganza, y su eventual resultado totalitario. Si quienes plantean esto han leído este texto hasta aquí, y aun así insisten en plantearlo, mi opinión es que simplemente no han entendido justo el punto esencial. El punto es que me he extendido a lo largo de todo el texto sobre la idea de violencia estructural, sobre la violencia contenida de hecho en las prácticas sociales opresivas aún bajo la plena vigencia del Estado de Derecho, sobre la violencia contenida, por eso, en el Estado de Derecho mismo, que las avala y tolera. Y he usado de manera consistente, y hasta el grado del cansancio, pera todo eso el término “violencia”, no “conflictividad”, ni “contraposición”, ni “diversidad”, ni “desacuerdo”. No sólo tenemos derecho en principio, por razones filosóficas, a la violencia revolucionaria. Nuestro derecho surge también, empíricamente de un sistema que se obstina en no escuchar las demandas más sentidas del conjunto del pueblo a pesar de que ha comprobado la presencia de cientos de miles en las calles, decenas de veces, pidiendo que les restauren derechos que ya habían sido conquistados y reconocidos como justos, y a pesar de que abrumadoramente todos los sondeos de opinión que el mismo sistema usa para validarse le confirman ese mismo clamor. Surge, empíricamente, de un sistema político en que los representantes simplemente abandonan a sus representados, y dedican todos sus esfuerzos sólo a perpetuarse, y a atender los intereses de los poderosos. Nuestro derecho a la violencia revolucionaria surge, empíricamente, como repuesta a la desmedida avidez del lucro, a la hipocresía general, al cinismo, de quienes le oponen sólo llamamientos morales, sin más eficacia que obtener nuevos términos de negociación mercantil, que no hacen sino profundizarlo. Y cuando les preguntamos a esos prudentes, a esos moralizantes, qué garantías tenemos de que el marco democrático actual ofrezca un espacio para acoger y responder a nuestras demandas de justicia, y hacemos patentes las condiciones de hecho en que esto es negado, nos responden con moralinas acerca de la paz, del valor de la democracia, de los peligros de la violencia. Y cuando insistimos en qué clase de garantías nos dan
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entonces no tienen problemas en reconocer las “imperfecciones” de la democracia, los “vacíos” de la moralidad dominante, es decir, no tienen problemas en reconocer que no pueden darnos garantía alguna. Pues bien, cuando moralizamos sobre la violencia revolucionaria, y tratamos de distinguirla de la violencia vanguardista, cuando postulamos el imperativo moral de que la violencia revolucionaria se mantenga dentro de los límites de sus objetivos emancipadores y humanistas, ¿podemos dar garantías de que la intensa frustración de las capas medias, de que la ira de los pobres, se sujetará a estos altos ideales, o de que nuestras respuestas a la brutalidad represiva se mantendrán dentro del civilizado respeto a los derechos del hombre? Sépanlo y, tal como los pacifistas y reconciliadores deben hacerlo, asumamos todos las consecuencias: no, no podemos dar más garantías que la moral que decimos tener. Por eso he hablado de violencia.
b. Ideas para un concepto marxista del derecho3
Hay tres nociones fundamentales que son el núcleo de la obra de Marx, interpretada desde el siglo XXI: la crítica de la economía capitalista; la idea de lucha de clases; la idea de horizonte comunista. La idea de lucha de clases contiene una profunda reflexión sobre el papel de la violencia en la historia. Más allá de la violencia local, contingente, que se puede dar y se da permanentemente por el abuso, la discriminación, la fuerza arbitraria, habría una violencia estructural, antagónica, por sobre las voluntades particulares, que totaliza a la sociedad en torno a un conflicto constituyente. Respecto de esa violencia fundamental, mucho más que respecto de la otra, contingente, el orden jurídico no sería sino un espacio de 3 Este texto fue escrito para una mesa redonda con el profesor Renato Garín en el marco del Encuentro de Filosofía del derecho convocado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile en Junio de 2013.
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legitimaciones y encubrimientos que expresa y favorece sistemáticamente a la clase dominante. Para distinguir esta idea fundamental en la obra de Marx de las formuladas a lo largo de la tradición marxista, incluso por muchos que se llamaron a sí mismos marxistas, es esencial insistir en estos dos ámbitos conceptualmente distintos de la violencia histórica, por mucho que se den siempre juntos. Todos estamos en contra del abuso, contra el exceso y la injusticia directa. Un arco de alianza política mucho más amplia que el marxismo, o que las muchas izquierdas, podría estar incluso, de manera específica, contra el abuso que surge de las prácticas capitalistas. No es difícil imaginar amplios consensos sociales que permitan mejorar la sociedad capitalista, e incluso terminar con sus extremos más abusivos. No es eso, sin embargo, lo que Marx, que probablemente estaría de acuerdo y apoyaría esos consensos, quiere señalar con la noción de lucha de clases. La cuestión de fundamento en Marx es que la violencia de una clase social sobre otra, mucho más profundamente que la violencia intersubjetiva, es una violencia que opera por sobre las conciencias y las voluntades individuales, una violencia objetiva. Un estado que configura a esas voluntades de una manera sistemáticamente enajenada, es decir, las produce como un campo de acciones que invierte todas y cada una de las percepciones eventualmente conflictivas, y las armoniza para sí mismas, las hace coherentes para quien las vive y las ejerce. La apropiación privilegiada y forzada del trabajo de otros se ve como premio al esfuerzo del propietario; los productos humanos y humanizadores se ven como cosas que se pueden comprar y vender; los actos de producción que generan la riqueza humana real se ven como meros medios comprables y transables, al servicio de la reproducción abstracta del capital. Es desde esa armonización ideológica de una realidad contradictoria
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y oscura, que no es sino la de la explotación y la opresión, de donde surgen los sistemas e instituciones destinadas a consagrarla y defenderla. En principio, no necesitamos ver en esto ninguna mala voluntad particular, ninguna crueldad ni odiosidad intrínseca. Se trata de una necesidad existencial, vital. Ningún agente social puede ser incoherente o perverso ante sí mismo. Las religiones universales declararon un horizonte de igualdad, caridad, fraternidad, para todos los seres humanos. Los buenos burgueses de la cristiandad, sin ningún propósito particularmente maquiavélico, identificaron ese horizonte con el de sus propias acciones. Por esta vía llegaron a llamar libertad a sus libertades, llamaron orden a su orden, llamaron paz a la pacificación de toda oposición a la guerra que ellos estaban ganando. Y estigmatizaron, primero, hacia atrás, como barbarie, opresión feudal y oscurantismo a todo lo que pudiera dificultar su progreso; y consideraron como metafísica o mala comprensión del lenguaje, a todo lo que pusiera en duda la hegemonía de su racionalidad. Y luego, hacia adelante, consideraron como subversión, terrorismo, fanatismo, totalitarismo, a todo lo que pusiera en duda su fundamento. Llamaron democracia a su particular forma de ejercer el totalitarismo. Declararon como axiomáticamente democráticos a sistemas de representación indirecta y no igualitaria, a contextos políticos en que la libertad de expresión está de hecho coartada por el monopolio sobre los medios de comunicación, a sistemas institucionales que centralizan el poder negocial de los ciudadanos en torno a las potestades del Estado, a instituciones contra mayoritarias que se supone, simplemente por definición, que protegerán los intereses de todos. A esto es a lo que Marx llamó dictadura de la burguesía. Al secuestro estatalista del orden jurídico, que entorpece la gestión ciudadana real en cualquier ámbito que no sea exclusivamente el del intercambio mercantil. Es decir, que obliga a los ciudadanos a mercantilizar sus iniciativas de producción y gestión de la salud, la educación, el arte, la vivienda, o la comunicación, como único medio para poder intercambiarlas de manera
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efectiva. Sin hacerse cargo en absoluto de las situaciones desiguales desde las cuales esa mercantilización se ejerce o, peor aún, ofreciendo como mejoras sólo mayores y más comprometedores mecanismos de mercantilización. Esta es la violencia estructural, objetiva, ante la cual los marxistas esgrimen el derecho a la violencia revolucionaria. A una violencia que se puede llamar revolucionaria justamente porque no está dirigida contra el abuso local e interpersonal, sino en contra de las instituciones que legalizan la explotación: contra el sistema de normas que garantizan la propiedad privada de los medios de producción, y contra el sistema de normas que obliga a los no propietarios al contrato de trabajo asalariado. La violencia revolucionaria, en el concepto marxista, no está dirigida contra las leyes o normas particulares, sino contra estos dos sistemas de normas, que son los que legitiman y dan respaldo a la hegemonía burguesa. Estos sistemas de normas constituyen el núcleo y esencia de un orden jurídico constituido como un Estado de Derecho. Una construcción histórica particular que podría llamarse también, de manera inversa, Derecho de Estado, es decir, un orden jurídico centralista que se arroga la facultad de hacer derivar los derechos de los ciudadanos de su propio arbitrio, fundado en el acto de fuerza de un poder que se ejerce como soberano, y que luego se delega en instituciones que, siguiendo la afortunada expresión de un profesor de esta Facultad, podrían llamarse constitutivamente “tramposas”. La “trampa” queda brutalmente de manifiesto cuando se comparan los nobles y generosos ideales que se presentan como su fundamento, y la violencia extrema que se ejerce, por sobre toda inspiración liberal o humanista, cuando a través de los mecanismos de representación que se han aceptado como legales se abre trabajosamente la perspectiva de someter a deliberación democrática aquel núcleo jurídico que se ha decretado como inviolable: la propiedad privada, el trabajo asalariado enajenante. Por supuesto que en ese marco, aún así, tiene sentido la lucha reivindicativa al interior del propio orden jurídico. Una lucha cuya lógica no es sino la de contraponer el horizonte utópico de ese mismo orden a la realidad de un ejercicio sesgado, o la de contraponer la validez y legitimidad declarada a la validez efectiva, que institucionaliza el abuso. Las luchas que sigan esta lógica pueden llevar incluso a romper, a
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sobrepasar el núcleo burgués del Estado de Derecho, hasta instaurar un Estado de Derecho que pueda llamarse socialista porque se sustenta en la figura de la propiedad social, o porque busca hacer reales los derechos económicos y sociales que se han reivindicado hasta hoy. Cien años de ejercicio reivindicativo y revolucionario de las luchas marxistas, sin embargo, nos enseñan poderosas y dramáticas lecciones sobre lo que puede llegar a ser una iniciativa revolucionaria que se limita a contraponer a la hegemonía del capital sólo el lado opuesto que la propia modernidad contiene. El peso de la realidad, y los mismos principios sugeridos por Marx, incluso mucho antes de esas realidades ominosas, nos empujan a una nueva y antigua reflexión en torno al carácter emancipador que pueda tener este nuevo Estado de Derecho, aún por sobre sus fueros y su voluntad socialista. La idea de comunismo resulta, ahora, esencial. En principio, la revolución que proponen los marxistas es contra el Estado de Derecho burgués, contenido en esencia en sus dos núcleos básicos. Sin embargo esto no es sino la expresión política del contenido material de la iniciativa revolucionaria. Lo que queremos no es sólo derrocar un Estado para poner otro. Lo que queremos es terminar con la explotación, terminar con la lucha de clases. De manera consistente, entonces, lo que debemos preguntarnos cuál es el vínculo material que hace posible el dominio de clase, y que opera como fundamento real de las instituciones que lo preservan y defienden. Cuando saltamos por sobre cien años de manuales leninistas y buscamos en el origen encontramos que la respuesta está claramente formulada en la obra de Marx: lo que permite materialmente que la clase dominante usufructúe con ventaja del producto social es su control sobre la división social del trabajo. Es sólo a partir de ese control que se levantan las legitimaciones jurídicas y políticas que lo hacen viable y estable socialmente. El asunto, por debajo del Estado de Derecho, es quién controla la división social del trabajo. Pensadas las cosas de esta manera, es perfectamente viable imaginar
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una clase social que sin ser propietaria de los medios de producción usufructúe del producto social con ventaja, y busque legitimar esa ventaja a través de un aparato estatal que organice el poder que obtiene de su dominio de hecho del vínculo material esencial. Con esta nueva clase, la de los burócratas, la estatalización moderna del derecho alcanza su significado histórico más profundo. Más allá de los intereses de la propia burguesía, un Derecho de Estado, que se presente ideológicamente como protector y tutelar de los intereses de toda la humanidad puede, y de hecho hoy en día procede, a extender la milenaria historia de la explotación y la opresión hacia una nueva vuelta. Sólo ahora, con esta nueva conexión, queda completamente de manifiesto lo que el ámbito jurídico puede significar para los marxistas. La lucha revolucionaria debe darse desde dentro y desde fuera del Estado de Derecho burgués, hasta lograr la superación de su carácter capitalista. Pero, a la vez, de manera inseparable y en la misma perspectiva, debe darse para superar el hecho mismo de que haya un Estado de Derecho. Para superar las condiciones materiales que siguen haciendo posible que el derecho sea el vehículo efectivo de la dominación de clase. La lucha revolucionaria tiene que ser a la vez anti capitalista y anti burocrática. De lo contrario sólo lograremos cambiar una opresión que se pretende democrática, sin serlo realmente, por otra que no tiene el menor rubor en reconocerse como totalitaria porque puede declarar sistemáticamente a sus enemigos como enfermos, o como terroristas, o como enemigos de toda la humanidad. Sostengo que esta lucha contiene tres aspectos, o niveles, que hay que ejercer a la vez, como integrantes inseparables de una misma perspectiva. La lucha al interior por mejorar el Estado de Derecho a la luz de sus propias promesas utópicas; la lucha radical por destruir su núcleo burgués capitalista; la lucha estratégica por disolver el derecho mismo. La hipótesis radical aquí es que las instituciones sólo son cosificaciones de relaciones sociales plenamente históricas y que, cuando se remueven las condiciones sociales que requieren esa cosificación dejan de ser necesarias.
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En ese horizonte radical que es el comunismo, la superación de la división social del trabajo, la completa hegemonía, cuantitativa y cualitativa, del trabajo libre por sobre el trabajo socialmente necesario, operaría como fundamento material de la superación de la necesidad de mantener relaciones sociales cosificadas. Las normas jurídicas podrán disolverse completamente en normas sociales. Las normas sociales no requerirán del autoritarismo exterior de lo jurídico, ni del autoritarismo interior de las normas morales. Los ciudadanos, cara a cara, en una sociedad de abundancia libre, podrán negociar sus asuntos en comunidades locales sin coordinaciones fantasiosas que se auto perpetúen. La realización marxista de esto, que no es sino el horizonte utópico liberal y anarquista más clásico, se distingue de ellos, sin embargo, por tres rasgos cruciales. Una formulación que descansa en premisas completamente historicistas, sin apelar a una naturaleza humana definida, o a una condición humana finita. El planteamiento de un camino estratégico no utópico, que descansa sólo en el desarrollo de las posibilidades materiales que la humanidad ya ha desarrollado. Y, el más dramático de todos: el reconocimiento de la violencia estructural, y de la necesidad de la violencia revolucionaria. Contra la violencia estructural esgrimimos nuestro derecho a la violencia revolucionaria, contra la cosificación de las relaciones sociales buscamos la superación de la división social del trabajo. Sólo entonces, sólo bajo esas condiciones históricas, se abrirán las anchas alamedas. Sólo entonces las mujeres y hombres libres podrán superar este momento gris y amargo para construir su propia historia. c.
La democracia como dictadura
La democracia actual es una ilusión. Los representantes no representan a los representados. Las altas tasas de abstención, el monopolio de los medios de comunicación, el clientelismo estatal, la falta de transparencia en los actos públicos, el sistema electoral, la convierten en un medio de contención y administración de la diferencia radical, vaciándola de sus
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contenidos clásicos y sustantivos: la participación ciudadana, el diálogo real sobre alternativas de desarrollo social, la promoción y construcción progresiva de los derechos políticos, culturales, económicos y sociales. La democracia se ha convertido en un medio eficaz para la contención y disgregación del movimiento social. Más eficaz que los gobiernos militares, más eficaz que la totalización de lo social bajo las consignas de algún doctrinarismo ideológico. La combinación de tolerancia represiva y represión focalizada, la constante manipulación de la opinión pública a través de “agendas” comunicacionales artificiosas, el clientelismo objetivo que se produce a través de la precarización del empleo estatal, el doble discurso que combina mensajes “liberales” y “progresistas” con amenazas veladas y advertencias sobre “enemigos” e “imprudencias”, son sus principales herramientas. En lo que sigue expongo algunos aspectos históricos y políticos que han llevado a esta situación, las diferencias entre las realidades y los discursos sobre las que han sido construida, y un análisis de fundamentos que permita una perspectiva histórica más amplia. A partir de estos elementos propongo algunos derechos básicos que la ciudadanía puede esgrimir contra esta nueva forma de opresión, y las líneas fundamentales de lo que puede ser un programa de izquierda radical al respecto. 1. Dictadura real y dictadura imaginada Los promotores de la democracia manipulada han sostenido sus pretensiones en un discurso que mistifica las dictaduras militares de los años 70 para producir el efecto de presentar todo compromiso culpable como realismo obligado y todo pequeño progreso como un triunfo sobre el terror. La dictadura es presentada como terror homogéneo e indiscriminado, como exceso meramente militar, como oscurantismo carente de cualquier racionalidad que no sea el totalitarismo fascista y el ejercicio de la fuerza bruta. Con esta homogeneidad, que en Chile se habría extendido desde 1973 hasta 1989, los que sobrevivieron a dos o tres meses de encierro pueden hoy aparecer como torturados, a la par con los que fueron asesinados; los que volvieron al país a partir de 1980 pueden aparecer operando en la
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“clandestinidad”, bajo una constante amenaza de muerte; y los que en 1988 pactaron mantener la Constitución de Pinochet pueden ser considerados como astutos negociadores que habrían logrado derrotar la vanidad ciega y la estupidez de un tirano. Cualquier ciudadano que forme parte de la enorme mayoría que se vio obligada al in–cilio durante esos diez y siete años puede recordar una realidad muy diferente. Cualquier investigación histórica que haya indagado en la racionalidad de esas dictaduras puede confirmar ese diagnóstico. La dictadura militar no fue ni homogénea ni irracional, ni en el plano social y económico (en que vivimos sus consecuencias hasta el día de hoy), ni tampoco en el plano directamente represivo. Aún un estudio muy somero de las formas de la represión militar durante el período mostraría que en Chile hubo cuatro años y medio de terror (septiembre 1973 – abril 1978) y algo más de diez años de miedo (mayo 1978 – octubre 1989). La diferencia es, física y políticamente, muy significativa. Durante el terror, después de un breve período de violencia vengativa e indiscriminada (septiembre – noviembre 1973), se practicó el exterminio físico de las estructuras partidarias de los movimientos de izquierda de manera sistemática y planificada. Tan planificada que cuando se observa la militancia de los asesinados y desaparecidos de cada época se ve claramente que 1974 fue el año del MIR, 1975–76 el de los socialistas, 1976–7 el de los comunistas. Tan sistemática que cuando se observa la relación entre torturados y desaparecidos se constata que, en general, salvo los inevitables excesos debidos a la brutalidad de los procedimientos, sólo se torturó a quienes resultaran necesarios para encontrar a los objetivos, y solo se asesinó y se hizo desaparecer a los objetivos principales, que eran los cuadros que formaban la estructura de los partidos perseguidos. Se pueden invocar decenas, y quizás cientos, de excepciones (los torturados fueron decenas de miles, los asesinados alrededor de 3500), pero el plan general, y su siniestra racionalidad, es nítido: sólo se asesinó a los que se consideró “necesario” asesinar. La enorme mayoría de los apremiados y torturados para producir tal exterminio fueron liberados, en general después de períodos que van entre una semana y dos meses, y sirvieron al objetivo, no
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menos siniestro, de difundir el temor general en el resto de la población. Es importante consignar, sin embargo que, debido a la polarización que la sociedad chilena alcanzó antes del golpe de Estado, este temor difuso se circunscribió casi exclusivamente en el segmento de la población que había simpatizado con la Unidad Popular. Mucho más de la mitad de la población chilena simplemente le dio la espalda a los perseguidos durante esos primeros años. Incluso diez o quince años después del golpe militar había una significativa proporción de la población que negaba el asesinato masivo conocido y que, en todo caso, vivió tiempos de plena “tranquilidad”, como si nada estuviera pasando. La lógica de los grandes magnicidios es la misma. Muchos chilenos fueron asesinados en el exterior. La mayoría en Argentina, como efecto de la coordinación criminal que fue el Plan Cóndor. Pero no hubo una política homicida en contra de las decenas de miles de exiliados. Asesinatos como los de Orlando Letelier y Carlos Prats, atentados como el que afectó a Bernardo Leigthon, obedecieron a propósitos específicos, y perfectamente “racionales”. En la misma línea se pueden contar los asesinatos tardíos de Eduardo Frei Montalva y Tucapel Jiménez, y el atentado contra el general Gustavo Leigh. Otros asesinatos que afectaron a militares como Oscar Bonilla o Augusto Lutz, a los cuales el Ejército ha bajado sistemáticamente el perfil durante cuarenta años, obedecieron a la misma lógica. El terror instaura el miedo general, pero ambos obedecen a lógicas y políticas muy distintas, claramente diferenciables. Desde mediados de 1978 el número de personas buscadas, asesinadas y hechas desaparecer disminuye brusca y visiblemente. De manera consonante, la práctica de apresar y torturar grandes números de personas relacionadas, que apoyaba ese objetivo, fue abandonada. Se dejó la política del terror y se implementó de manera consistente la del miedo generalizado. En esta nueva etapa (mayo 1978 – octubre 1989), con la notoria desarticulación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (1986–1989), que siguió las pautas del asesinato buscado y ejecutado de acuerdo a un plan sistemático4, las muertes ocurridas en contextos represivos, probablemente 4 Es importante señalar, en cambio, que los asesinatos de los principales cuadros del FPMR no estuvieron en general precedidos de cadenas de secuestro, apremio y tortura de un gran número de personas que condujeran a ellos, como ocurrió entre 1973 y 1978. Esta diferencia afortunada muestra, sin embargo, un reverso dramático: el relativo aislamiento social de esos militantes, y el profundo grado de infiltración de las estructuras del Movimiento. Cuando
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entre doscientas y quinientas personas, ocurrieron sobre todo en las grandes protestas populares de los años 1983 – 1986. Se buscó disuadir e infundir el miedo masivo disparando de manera indiscriminada contra manifestantes, pero se usó para esto a personal emboscado, a francotiradores protegidos, en ocasiones y lugares señalados. Por supuesto en los barrios populares, no en las comunas en que viven las capas medias que también, en su momento, salieron masivamente a la calle.5 Por mucho que se usara la movilización de tropas para amedrentar a los pobladores más radicalizados, no hubo, sin embargo, la matanza expresa, directa, de las tropas enfrentadas a la población civil. Y no es que el Ejército chileno no pudiera o no supiera hacerlo. Matanzas directas, en que soldados disparan sobre trabajadores, han ocurrido a lo largo de toda la historia de Chile. Entre 1978 y 1989 no las hubo. Y es muy importante preguntarse por qué. Para infundir el miedo general se usaron activamente sobre todo los medios de comunicación, cuya complicidad con las políticas represivas de la dictadura no ha sido asumida por sus dueños, los mismos de entonces, hasta el día de hoy. Pero se usó también el recurso a asesinatos notorios, particularmente crueles, a los que se dio publicidad masiva. Es el caso de Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino. Es también el caso de Tucapel Jiménez. Sin embargo, la gran diferencia, la diferencia crucial, entre el terror y el miedo, es que el pueblo chileno resistió, luchó en contra y derrotó la política del miedo de manera activa y masiva. Entre 1983 y 1986 el pueblo chileno simplemente superó el miedo a la dictadura de Pinochet. Y esa superación ocurrió a través de protestas populares extraordinariamente amplias y masivas, que alcanzaron grados de radicalidad que ningún amedrentamiento pudo sofocar. La amplitud de esas protestas se expresó no sólo en la radicalidad de las barricadas masivas, que entre 1983 y 1984 alcanzaron incluso los barrios quisieron asesinarlos los buscaron, sabían dónde estaban, los ejecutaron a mansalva. El recurso a la tortura masiva prácticamente no fue necesario. 5 Es necesario insistir también sobre esta notoria diferencia. Mientras el terror 1973–1978 no reparó en torturar y asesinar a personas provenientes de las capas medias, el miedo 1978–1980 sólo afectó de manera indirecta y atenuada a esos sectores. El hecho debe ser resaltado porque, paradójicamente, mientras los sectores populares, como expondré luego, alcanzaron importantes niveles de desafío a la represión, y una aguda sensación de que la indignación se sobreponía al miedo, los sectores medios en cambio, fueron los que más expresaron y desarrollaron el discurso del temor. Y esto tiene luego importantes consecuencias políticas.
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de los sectores medios y se repitieron en todas las ciudades de Chile, sino también en muy amplios movimientos de ciudadanos que empezaron a pensar nuevamente en términos de derechos políticos, económicos y sociales fundamentales. Se pensó en una nueva Constitución, aparecieron grupos de profesionales que pensaron el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda. Las universidades buscaron liberarse de la tutela militar, se conversó abiertamente en términos de pluralismo ideológico, e incluso los comunistas, ya en 1985, pudieron abrir y mantener públicamente un instituto de trabajo teórico y cultural. Prosperó la prensa alternativa (La Época, Fortín Mapocho, Análisis, Apsi). Se asistió a un gran florecimiento del arte y la actividad cultural anti dictatorial. Se inició el camino de la nueva historiografía chilena, de marcada inspiración marxista. Una institución no reconocida por el Estado, que congregaba a intelectuales pública y manifiestamente de izquierda (el Instituto que se convirtió luego en la Universidad Arcis) fue calificada nada menos que por El Mercurio como una de las “luces de la República”. Hablar de miedo en Chile entre 1980 y 1988 es simplemente omitir esta enorme y pública actividad de resistencia y lucha social, cultural y política. La mayoría de los exiliados por razones políticas volvieron,6 y la mayoría de los que volvieron encontraron oportunidades laborales, con la obvia excepción de los empleos dependientes del Estado. Notoriamente los exiliados que provenían de las capas medias, y que aprovecharon su exilio para obtener cualificaciones académicas, encontraron amplias oportunidades en el frondoso mundo de las ONG, que en esos años contó con múltiples fuentes de sustanciales recursos. Un efecto curioso de este retorno, y de esta vida que ha superado el miedo, es que nunca antes en Chile, ni siquiera bajo el gobierno de Salvador Allende, se escribió y publicó tanto en Ciencias Sociales como en el período 1983–1988. Por primera vez llegó a existir un estrato de intelectuales relativamente masivo, cuya enorme mayoría salvo, por supuesto, por el fenómeno de su “renovación” entonces plenamente en curso, podía contarse en la izquierda, en todo caso, y públicamente, contraria a la dictadura. Nadie puede decir, al menos sinceramente, que en 1984–1989 imperaba el miedo en Chile. Aún con los asesinatos esporádicos, aún con las campañas de amedrentamiento, el Chile cotidiano, los círculos 6 Y se incrementaron notoriamente, en cambio, los “exiliados” que, bajo una retórica política, salieron del país más bien buscando nuevas oportunidades económicas.
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políticos e intelectuales, ya no funcionaban bajo la clave opresiva del temor. El resultado político de todo esto, extremadamente decisivo y relevante, es que simplemente desapareció la capacidad de la dictadura de darle una salida militar a sus dificultades. La apelación a la solución militar, en cualquier circunstancia, requiere de un sólido contexto político y social. Desde luego, las clases dominantes deben necesitarla y requerirla. Pero debe haber también importantes sectores de la población dispuestos a respaldarla. Ese contexto existió en Chile entre 1973 y 1978. Y había desaparecido completamente en 1984–1989. Dispuestos a desarrollar el capitalismo sin contratiempos doctrinarios ninguna aventura militar, como la de Tejero en España, o la de los generales argentinos en la Guerra de las Malvinas, pueden detener el firme propósito de las clases dominantes de completar su hegemonía económica a través de la “normalidad política”. Y es por eso que nadie, ni los comandantes de las otras ramas de las FFAA, ni su propio Ministro del Interior, ni la embajada de Estados Unidos, apoyó el deseo irreflexivo de Pinochet de revertir por la vía militar el resultado del plebiscito de 1988. Cualquier conocedor medianamente agudo, en el momento mismo, e incluso desde dos años antes, podía prever que sería llevado a esa situación. Desde luego la ya formada Concertación de Partidos por la Democracia lo sabía. Por eso la tranquilidad de Eduardo Frei Ruiz–Tagle, entrevistado por la propia televisión estatal supuestamente en manos de Pinochet, en la noche del 5 de octubre de 1988. Por eso Ricardo Lagos es salvado por una mano oscura de los asesinatos cometidos en venganza por el atentado contra Pinochet en septiembre de 1986. Y es por eso que el triunfo del plebiscito se celebró en las calles, masivamente, sin que nadie esperara ser acribillado a balazos o siquiera disuadido con gases lacrimógenos. 2. El sentido de la dictadura Existe un amplio consenso entre los analistas sociales e historiadores en torno a que el gran contenido de la dictadura chilena no fue otro que la implementación del modelo neoliberal. Prácticamente nadie duda ya que el modelo institucional y político social consagrado en la Constitución de 1980 fue pensado para hacer posible ese modelo económico, y darle estabilidad política. Y hoy día se sabe que los promotores del modelo, conocidos como “Chicago boys”, estuvieron presentes ya en el programa presidencial de Jorge Alessandri en 1970, que se presentaron ante militares
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y empresarios como alternativa fundacional incluso antes del golpe de 1973, y conocemos por múltiples vías, incluso a través de sus propios relatos, la lucha que dieron al interior del gobierno de Pinochet contra los escasos militares nacionalistas entre 1973 y 1975. El terror ejercido por la dictadura, motivado en su origen por los fantasmas y tensiones de la Guerra Fría, sirvió de marco objetivo no sólo para la “pacificación” y el sometimiento de las demandas sociales levantadas en el ciclo 1963–1973, sino también para su extremo desmantelamiento. Operó como el marco de hecho de la destrucción de todo asomo de Estado de Bienestar o proyecto desarrollista, y de la liquidación de toda demanda o conquista social relativamente avanzada. Desde la simple y llana derogación en bloque y de un plumazo del Código del Trabajo, hasta la elaboración de un marco institucional completo. Pocos dudan de que el terror político y el shock económico neoliberal fueron dos caras de un mismo proceso. La dictadura operó como una gran fuerza disciplinante. De la fuerza de trabajo, de las aspiraciones sociales, del horizonte de expectativas de los sectores que ocuparon el centro político, en particular de la Democracia Cristiana. Pero también la notoria descomposición del bloque de países socialistas a lo largo de los años 70 operó en el mismo sentido. Los sectores medios, los políticos e intelectuales que provenían del ascenso y apertura de las capas medias y que fueron llevados al radicalismo político en los años 60, emprendieron su “renovación”. Un amplio viraje hacia la “moderación”, acompañado de sonadas autocríticas, de oportunas desilusiones, y del “descubrimiento” de las bondades de la democracia liberal. Los palos de la dictadura y las tentadoras zanahorias ofrecidas por las ONG resultaron irresistibles. La crítica de las realidades del socialismo, ampliamente criticables, operó como puente oportuno para la aceptación implícita de los fundamentos del modelo económico y social que se promovía desde la derecha.7 7 Es bueno hacer una diferencia entre dos generaciones entre los ex izquierdistas que terminaron sustentando directamente al modelo neoliberal. La generación de los años 60, que participó en la Unidad Popular, que fue protagonista de la “renovación” de los años 80, y pactó luego directamente con la dictadura, debe ser distinguida de la generación de los años 80, que participó en las grandes protestas contra Pinochet que, luego de convenientes y rentables estudios de postgrado en Europa y Estados Unidos, volvieron a implementar y administrar directamente el modelo neoliberal, sin siquiera haber pasado por grandes o públicas “autocríticas” o conversiones
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El “socialismo democrático” que surgió de esta serie de factores convergió con facilidad y sospechosa rapidez con el “liberalismo democrático” proclamado ahora por los mismos que habían fomentado el golpe de 1973. Respecto de esta feliz conjunción, que realizaba hasta más allá de imaginable las ambiciones del “compromiso histórico” promovido por el centro político europeo en los años 70, sólo restaban dos escollos visibles y molestos: la dictadura militar y el movimiento popular en ascenso. Entre 1985 y 1989, en un contexto de superación del temor, en que incluso el Partido Comunista, declarado ilegal y reprimido, mostraba voceros y actividad pública reconocida, surgió una tendencia que en principio podría parecer curiosa, y que se mantiene hasta el día de hoy: los propios partidos de la Concertación se convirtieron en voceros del miedo masivo, agitando el peligro de una nueva escalada de terror militar como modo de llamar a la “paz”8, a la moderación, a la negociación. Levantaron un discurso en torno a la eventual irracionalidad de Pinochet, atribuyéndole un poder personal sin fisuras ni límites, y una capacidad de represalia masiva y sin contemplaciones. La gran mayoría de los adherentes a ese conglomerado, sobre todo los provenientes de los sectores medios, se convencieron de este discurso, lo hicieron suyo con una rapidez y profundidad a todas luces sospechosa. Se llegó al absurdo de que justamente los sectores sociales menos reprimidos, aquellos a los que se toleraban los más amplios niveles de autonomía y acción política, proclamaban un temor sostenido por los horrores que no sufrían, un temor mucho mayor que el que imperaba en los sectores populares en los que la represión, ahora policial, se había convertido en una realidad cotidiana. Los muchos analistas y teóricos políticos que escribían y construían discurso a diario (más que en ninguna otra época en Chile), incluso los de izquierda, levantaron un discurso que lisa y llanamente asimiló el terror de los años 1973–1978 a las políticas del miedo de los años 1980–1988. Un discurso que alcanzó a los artistas, a las organizaciones de profesionales, y que trascendió al mundo, donde se había reactivado desde las protestas de 1983 la solidaridad con Chile, luego de que había decaído tras una serie ideológicas. A los primeros pertenece Enrique Correa Ríos y José Joaquín Brunner, a la segunda hornada pertenecen Nicolás Eyzaguirre Guzmán y prácticamente todos los militantes PPD y PS que han formado la generación joven de los gobiernos de la Concertación. 8 Por supuesto, en esa tarea contaron incluso con la ayuda del inefable y siempre oportuno Karol Wojtyla, siempre dispuesto a llevar la “paz” a los lugares en que esta favoreciera a las clases dominantes, omitiendo de manera oportuna lo que la lucha pudiera dar a las clases oprimidas.
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de causas tercermundistas emergentes. El terror en Chile se convirtió en un ícono mundial que llevó al absurdo de que muchos europeos simpatizantes de la causa chilena se sorprendieran al visitar el país ante el enorme contraste entre la oscuridad que se trasmitía al exterior y la realidad de la fuerza y la amplitud del movimiento popular en auge. Hasta el día de hoy se suele encontrar personajes que relatan sus “heroicos actos de resistencia” de los años 86–89, omitiendo por completo el contexto de pérdida general del miedo en que ocurrieron. Y esto es crucial: el relato del miedo general es necesario para presentar, como contraste, el “heroísmo” de la lucha por la democracia como gesta fundacional. La Concertación inventó su propia auto glorificación exagerando la represión que sus personeros sólo sufrieron de manera esporádica, y omitiendo por completo el amplio movimiento social sobre el cual pudieron ejercer sus heroísmos”.9 3. Democracia imaginada, democracia real La lucha de todos los sectores en contra de la dictadura fue unánimemente calificada de “lucha por la democracia”. La contraposición 9 Un ejemplo incidental, mínimo, pero revelador, de este tipo de construcción discursiva, y que data de los tiempos del terror, se puede leer en el artículo sobre Michelle Bachelet en Wikipedia. Allí se puede leer que “tras años de clandestinidad” ella y su madre fueron detenidas el 10 de enero de 1975 y llevadas a Villa Grimaldi (entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de enero de 1975 transcurrieron un año y cuatro meses), donde fueron “torturadas e interrogadas”. Sin embargo el sitio Internet de CIDOB, que se indica como fuente de esta información dice “[Michelle Bachelet y su madre] pasaron un calvario de interrogatorios, condiciones degradantes y maltratos físicos y psicológicos que ella… no describe categóricamente como torturas en el sentido habitual de la palabra”. El relato omite mencionar que, lejos de estar en la clandestinidad, Michelle Bachelet continuó, públicamente, sus estudios de medicina en la Universidad de Chile. Incluso, en la misma Wikipedia, pero ahora en la biografía correspondiente a su madre, Ángela Jeria, dice que esta, lejos de estar en la clandestinidad, continuó, también públicamente, en 1974, sus estudios en Arqueología, a los que había ingresado en 1969. Lo que sí se establece, es que ya en mayo de 1975 ambas, tras viajar primero hacia Australia, estaban en la República Democrática Alemana. En el libro La memoria Perdida, editado por Andrés Pinto y otros en Editorial Pehuén, en 1989, se establece que madre e hija fueron deportadas a Australia el 1 de febrero de 1975. Ambas permanecieron sólo 21 días retenidas por los militares chilenos. En otro ejemplo del mismo tipo, el ex ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre relata que en 1980, a propósito de su participación en el conjunto musical Aquelarre, público opositor al régimen, fue sorpresivamente visitado en su casa por Osvaldo Romo, un conocido torturador perteneciente a la DINA. El ex ministro cuenta que el ominoso personaje, que se presentó a su hogar completamente solo, le hizo, de manera descuidada, una serie de preguntas sobre la actividad del grupo y que, después de recibir sus (comprensiblemente asustadas) respuestas se retiró, sin hacer el menor comentario, sin ni siquiera formular amenaza alguna, tal como había llegado. Esta fue su gran experiencia con el terror pinochetista.
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simple “democracia–dictadura”, además de operar como un muy buen eslogan de campaña, parecía no ofrecer mayor complejidad. Aparentemente todos sabían qué era una democracia, y a nadie le cabía ninguna duda de qué es lo que se rechazaba como dictadura. La euforia general tras los graves compromisos políticos y económico–sociales que marcaron la llegada de la Concertación al gobierno fue motivada, según la óptica general, por un “triunfo de la democracia”. Más de veinte años de plena vigencia, y progresiva profundización, del modelo económico y social neoliberal, sin embargo, nos obligan a preguntarnos qué fue lo que realmente triunfó en ese conjunto de eventos tan celebrados. Tal como hace veinticinco años nuestro problema parecía ser la dictadura, hoy en día es muy evidente que nuestros problemas derivan de lo que llegó a ser el régimen “democrático” que la siguió. Ni la dictadura ni la democracia que nos han presentado son realmente lo que se pretende. La dictadura militar no fue sino la máscara, ineficiente, de un modelo económico depredador y sobre explotador, la democracia actual no es sino otra máscara, pero ahora muy eficiente, exactamente para el mismo modelo. Tal como examinar los dobleces de lo que se nos ha presentado como dictadura es necesario para entender nuestro pasado, y el modo en que nos condujo a la situación actual, entender los profundos dobleces de lo que ahora se nos presenta como “democracia” es esencial para entender nuestro presente. La democracia moderna, en general, ha seguido una historia paradójica: mientras su concepto no ha dejado de enriquecerse y crecer en contenido, su práctica real, después de unas cuantas décadas de avances iniciales, se ha empobrecido de manera profunda y progresiva. Se puede rastrear el origen y desarrollo de la democracia moderna, tanto en su concepto como en las luchas para realizarlo, prácticamente hasta los siglos XIII y XIV. Desde la idea de soberanía popular y la demanda por la positividad del derecho en Marsilio de Padua, pasando por las repúblicas italianas, y luego por todos y cada uno de los momentos revolucionarios a través de los que la burguesía fue consolidando su hegemonía como gobierno, su historia es larga y compleja. Su realidad efectiva, masiva, hegemónica, como modelo institucional, sin embargo, no va más allá de la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo a través de la progresiva ampliación del censo electoral, primero en Francia y Alemania,
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y luego en el resto de los países de Europa. En rigor los estándares mínimos de lo que hoy aceptaríamos como un sistema realmente democrático sólo fueron alcanzados después de la Primera Guerra Mundial, e incluso, en la enorme mayoría de los países del mundo, mucho después de la Segunda. Como contraste, esa es justamente la época (años 20–30) en que empezó a ser vaciada de todo contenido real. Al horizonte democrático, considerado como concepto, se han ido incorporando progresivamente rasgos, condiciones y consecuencias que, como ideal ético y político, lo convierten en la culminación del humanismo moderno. Existe una clara consciencia de que un sistema político democrático requiere ciudadanos autónomos, con altos niveles educacionales y culturales, con pleno acceso a la información y amplia capacidad de expresar, intercambiar y promover ideas. Se considera un requisito mínimo que la voluntad de estos ciudadanos sea representada en la estructura del Estado a través de elecciones abiertas, libres e informadas. Y se considera que un complemento necesario para estos mecanismos de representación es que los actos de la administración estatal sean plenamente transparentes y fiscalizables tanto de manera directa como a través de organismos independientes sobre los que también pese esta exigencia. Sin embargo, los promotores del ideal democrático están de acuerdo también en que estos mecanismos de representación de la ciudadanía no deben consistir en la simple delegación de la soberanía, por razones operativas, sino que deben contemplar y ejercer de manera permanente la participación activa de los representados en las deliberaciones y decisiones. Muchos teóricos incluso consideran que es esta condición participativa la que es la verdadera sustancia del régimen democrático, y que los mecanismos de representación deben estar subordinados a ella. Existe, por esto, un consenso muy amplio en torno a que un sistema formal y meramente procedimental, que se limite a asegurar mecanismos eleccionarios, debería considerarse incompleto y defectuoso. Pero el ejercicio real y efectivo de la soberanía popular es considerado hoy en día sólo el modo de un sistema democrático, no su fundamento ni su contenido. Arraigando su reflexión en el idealismo ético kantiano, la mayoría de los teóricos de la democracia consideran que el fundamento de la democracia es el supremo respeto por la dignidad humana, y muchos
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van más allá: el contenido y propósito de un sistema democrático sería promover y realizar esa dignidad. Es por eso que hoy en día se considera que un requisito mínimo para que un sistema político sea llamado democrático es el respeto de los derechos humanos. Otros han agregado a este mínimo el respeto y la promoción de los derechos económicos y sociales. Se han agregado aún, desde muy diversos sectores ideológicos, el respeto y la promoción de los derechos de género, y étnicos y culturales. Hay quienes sostienen incluso que un sistema político no debería ser considerado como realmente democrático si no promueve la viabilidad de la comunidad humana misma, es decir, si no promueve una convivencia sustentable y en armonía con el medioambiente. Muchas condiciones, muchos ideales, todos deseables. Es respecto de estos estándares, que los “defensores de la democracia” no se cansan de repetir de una manera curiosamente unánime, que deberíamos preguntarnos ¿qué tan democrático es el sistema político que se nos presenta como tal? Considerando la calidad y la altura de tales ideales, se trata de una pregunta trivial. Sin embargo una pregunta sospechosamente omitida por tales “defensores”. Incluso, curiosamente, el sólo formularla con ánimo radical frecuentemente es visto como in indicio de ánimo “antidemocrático”. El discurso sobre el ideal democrático es tan unánime, tan insistente que, repetido como sonsonete por políticos y medios de comunicación, parece tener el efecto mágico de inhibir la indagación sobre su realidad efectiva. Decir en voz alta que la democracia imperante no es democrática parece por sí mismo un atentado contra su estabilidad. Y si la realidad no sólo no se compadece con el ideal que se predica de ella sino que está tan alejada que incluso lo contradice frontalmente deberíamos preguntarnos contra la estabilidad de qué apuntan nuestras preguntas. Si consideramos los nobles ideales que se nos presentan como democracia debería ser obvio que no pueden llamarse democráticos sistemas donde impera el monopolio privado o estatal sobre los medios de comunicación, o donde exista una flagrante y enorme diferencia entre las capacidades de acceso a la información y de propagación de ideas entre los
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ciudadanos comunes respecto de las que detentan grandes oligopolios o aparatos estatales. Debería ser obvio que no puede llamarse sistema democrático a un marco institucional en que la representación esté gravemente distorsionada por mecanismos electorales no proporcionales, por el lobby de las grandes empresas sobre los representantes, por la falta de transparencia real sobre los actos de los organismos del Estado, por la inexistencia de mecanismos de consulta general y directa a los ciudadanos sobre los problemas que los afectan, o mecanismos de revocatoria directa del mandato de las autoridades cuestionables. Debería ser bastante obvio también que no pueden llamarse democráticos a sistemas políticos en que los representantes, en contradicción expresa con lo que debería ser su mandato, aprueban normas que perjudican gravemente a sus representados, que permiten destruir su acceso real a los derechos económicos y sociales más básicos, que omiten o niegan sus derechos de género, étnicos y culturales, que permiten e incluso una relación desastrosa con el medio ambiente. La magnitud de estas contradicciones y daños es hoy tan grande y tan evidente que no deberíamos dudar en nuestro juicio: no vivimos en un sistema democrático. 4. Un cambio histórico en la ideología dominante Justamente este flagrante contraste entre lo que el discurso democrático proclama y la realidad prosaica y opresiva está en el centro del problema. El asunto más relevante no es el que no haya realmente convivencia e institucionalidad democrática. En algún sentido es trivial que en un sistema donde impera la sobreexplotación, la especulación financiera, la catástrofe medioambiental, no hay, ni puede haber, ejercicio democrático. Si lo hubiese estaríamos ante una “torpeza”, un “descuido” o una “irresponsabilidad” tan monstruosa de parte de nuestros representantes que sería realmente difícil de explicar. El asunto es más bien por qué se insiste en calificar como “democrático” al sistema en que de manera tan manifiesta despliegan esas conductas, y qué sentido tiene esa insistencia.
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Desde hace ya mucho tiempo la tradición teórica ha llamado “ideología” a los sistemas discursivos que encubren y armonizan de manera artificial situaciones sociales en que imperan graves contradicciones. El discurso ideológico provee las identidades, en principio no conflictivas, a los actores sociales en juego; les permite verse a sí mismos y a sus antagonistas como agentes racionales, y reformular sus antagonismos como dificultades contingentes, que pueden ser suavizadas; les permite una racionalización simétrica tanto de la posición hegemónica como de la subordinada en que las causas tanto de sus éxitos como de la opresión son puestas más allá del alcance humano, son naturalizadas como condiciones que admiten mejoras pero no un cambio radical. Todo el sistema ideológico centrado en la noción de “naturaleza humana” es una racionalización en este sentido. Convierte la realidad de la explotación capitalista en parte de la condición humana, y la posibilidad de su superación en una utopía noble pero ingenua y engañosa. Si los hombres son “por naturaleza” egoístas, competitivos, agresivos, pensar en una sociedad solidaria y pacífica sería simplemente un engaño. Es importante notar que en este discurso ideológico la desigualdad o la opresión provienen de un elemento permanente, estable, en que impera la necesidad (la naturaleza), un elemento que en principio es difícilmente modificable por la acción de la cultura. Este sentido fatalista, sin embargo, que permitiría explicar el “destino manifiesto” de los blancos sobre los negros, o de los hombres sobre las mujeres, es difícilmente conciliable con la fuerte impresión burguesa de que (entre los blancos, entre los hombres) se puede salir adelante con esfuerzo y astucia. Es difícilmente conciliable con el viejo mito del “self made man”. Durante todos los siglos en que la hegemonía capitalista se construyó sobre la base del saqueo de la periferia (siglos XV al XIX), sin embargo, la racionalidad burguesa no tuvo problemas para atribuir sus éxitos de manera bruta a su superioridad natural. El asunto se complejizó sólo desde fines del siglo XIX, con el auge y la masividad de las capas medias, con la disputa cultural entre Estados Unidos y Europa (una disputa entre blancos), y con el auge de la hegemonía burocrática. A lo largo del siglo XX creció y se impuso la idea de que el origen de las desigualdades tiene una raíz más bien de tipo cultural. No
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completamente natural, aunque el factor “naturaleza”, ahora convertido en explicación biológica, se mantuvo como fondo objetivo. Pero tampoco, y esto es crucial, un origen plenamente histórico. Las contradicciones y dificultades de la vida social, según esta nueva combinatoria, podrían ser atenuadas pero no radicalmente ni, mucho menos, rápidamente superadas. En esta “prudencia” el fondo biológico resulta clave, como también, por otro lado, la idea de que los cambios introducidos sólo pueden ser administrados y alcanzados en su verdadera eficacia sólo muy lentamente: “con el tiempo”. Mientas el discurso sobre el fondo natural de las desigualdades permanece en segundo plano, siempre bajo la amenaza de ser considerado como políticamente incorrecto, la cara visible de la retórica legitimadora se centra cada vez más en una “desgraciada circunstancia”, seguramente heredada de épocas menos civilizadas: los ciudadanos no están suficientemente preparados para sumir su autonomía y poder de deliberación. Las diferencias educacionales, producto de sistemas educativos eterna y sospechosamente ineficientes, los hacen proclives a seguir discursos fáciles, a hacerse adeptos de caudillos irresponsables, a creer promesas que la realidad objetiva no permite cumplir. Esta triste realidad hace que el ejercicio democrático tenga que ser tutelado no ya, por supuesto, por militares o ideologías benefactoras, sino por el juicio experto de los que sí han tenido la fortuna de superar esos límites a través de una formación cultural y educacional más avanzada. El discurso imperante puede mantener así la condición formal mínima que ha resuelto considerar como democrática –los ciudadanos deben concurrir a elecciones libres para expresar opciones genéricas– estas opciones, sin embargo, deben ser especificadas por representantes competentes, asesorados por expertos profesionales. Incluso, en la medida en que el mecanismo electoral puede tentar a los representantes a formular promesas irresponsables y populistas, estos mismos representantes a su vez deben ser tutelados. Esto ocurre básicamente a través de dos modos: con organismos supra representativos, que pueden rechazar sus deliberaciones (como es en Chile el Tribunal Constitucional), o simplemente sacando del campo de sus decisiones posibles áreas enteras, que se consideran demasiado delicadas, y que se entregan a organismos “técnicos” (como ocurre en Chile con la autonomía del Banco Central).
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Las técnicas legislativas permiten todavía otro mecanismo, cada día más extendido, para limitar la eventual voluntad populista de los representantes: legislar de manera general, obteniendo leyes que contienen sólo fórmulas genéricas, vagas, y encargar luego a una “comisión técnica”, en el ámbito del poder ejecutivo, para que dicte el reglamento que la especifique y la haga aplicable. Por esta vía, a pesar de la apariencia representativa de la legislación, finalmente, en la práctica, las normas aplicables y concretas son dictadas por decreto, más bien desde el poder ejecutivo que desde el parlamento. 5. Del terror a la administración El horizonte democrático clásico, que formó parte del pensamiento progresista burgués desde el siglo XVII, culminó en el terror y en la dictadura totalitaria. El nazismo, el fascismo, el estalinismo en Europa, las dictaduras militares de los años 70 en América Latina. Las promesas de participación, autonomía ciudadana y soberanía popular, resultaron simplemente incompatibles con la explotación capitalista, la anarquía del mercado, la depredación de los recursos naturales. El crecimiento objetivo de los niveles educacionales de la población general, que formaba parte tanto de ese ideal como de las necesidades del desarrollo técnico de la producción, produjo un sustancial aumento de la consciencia de la opresión entre los trabajadores, las mujeres, las minorías discriminadas y, a la vez, un progresivo aumento de la expectativa de una vida cómoda y satisfactoria que estaba implícita en los revolucionarios aumentos de la productividad. Tanto las luchas sociales como las crisis capitalistas aumentaron en extensión e intensidad hasta un punto tal que pareció que sólo podían ser contenidas a través del totalitarismo. En la superficie política la guerra mundial y el empate nuclear durante la guerra fría mostraron el fracaso de esa alternativa. En el orden estructural, muy por debajo de estos eventos llamativos, una nueva clase social se abrió paso promoviendo un orden que resultó capaz de contener a la vez la anarquía capitalista y el potencial subversivo del movimiento popular. Tanto en el nivel de la división técnica del trabajo como en la coordinación global de la división social del trabajo, es decir, tanto en el orden de la producción misma como en el de la operación del Estado, la
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burocracia estableció e hizo crecer su hegemonía a partir del distanciamiento progresivo del propietario capitalista respecto del saber técnico de la producción y la incapacidad sistemática de los agentes capitalistas mismos, en competencia, para regular sus relaciones económicas. La burocracia empresarial, que fue tomando en sus manos la gestión concreta de la producción y las ventas en las grandes corporaciones, promovió una extraordinaria ampliación del capital accionario con lo que, de hecho, el control del propietario clásico se debilitó aún más. Paralelamente promovió una política de grandes acuerdos entre las corporaciones, repartiendo el mercado por productos y nichos de consumidores en lugar de continuar la guerra comercial abierta. Desde los años 50 la competencia capitalista se convirtió en una apariencia, más bien al nivel de las técnicas de comercialización, que en la guerra sustantiva que caracterizó al capitalismo de libre concurrencia. El enorme volumen de los contratos establecidos directamente con los Estados, la diversificación de las marcas y modelos en los productos de consumo, la apelación cada vez mayor al capital financiero privado y estatal, convirtieron la competencia capitalista abierta y agresiva más bien en una excepción que una regla. Las empresas capitalistas, transnacionalizadas no sólo en su producción y en la extensión de sus mercados sino incluso en sus capitales y estructuras corporativas, convirtieron a las guerras inter imperialistas en un fantasma del pasado. Un solo momento de este proceso sirva como ejemplo: la otrora poderosísima industria automotriz norteamericana10 colapsó completamente ante el auge de las fábricas chinas, nominalmente bajo un régimen comunista, sin que a nadie se le haya ocurrido resucitar la guerra fría. Bajo el poder burocrático la negociación entre empresas transnacionales y el consiguiente reparto de los mercados convirtió a la competencia capitalista en un fenómeno local, en un recurso extremo, en un modo de incentivar y disciplinar la producción. Perdió la sustantividad que la hacía parte de la esencia del sistema y se convirtió más bien en una gran apariencia cuyo efecto estructural real no es sino vehiculizar la administración global. Lo mismo ocurrió con la democracia. La competencia capitalista actual no mueve el mercado global, lo administra. La contradicción directa, las crisis cíclicas (que siguen existiendo), han 10 Que, por cierto, no sólo fabricaba automóviles sino también, e incluso principalmente, armamentos.
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perdido su sello de “lucha a muerte” para dar paso a las negociaciones entre los grandes y la simple depredación de los empresarios medianos y pequeños en condiciones de brutales y abrumadoras diferencias en la capacidad de acción económica de los supuestos competidores. Es el caso de la relación entre las grandes corporaciones manufactureras y sus proveedores de partes y piezas repartidos en maquilas a lo largo y ancho del mundo. Es también el caso de las grandes transnacionales de la alimentación y la explotación que ejercen sobre los pequeños y medianos agricultores. Los principales afectados por estas relaciones, por supuesto, son los trabajadores, que deben soportar ahora sobre sus espaldas el efecto de una doble relación de explotación. No es que no haya competencia. El asunto es más bien que esta se da sólo entre los pequeños y medianos empresarios, en el marco de la hegemonía absoluta de los pactos entre las grandes empresas transnacionales. Esto la ha convertido realmente en un modo de administrar la productividad en un mercado altamente regulado a nivel macroeconómico. Es decir, la ha convertido en un mecanismo que mantiene la esencia del capitalismo a nivel local mientras se pierde completamente a nivel global. ¿Compitió la industria automotriz norteamericana con la japonesa o la china? No. Los grupos económicos transnacionales mismos optaron por destruir la primera potenciando la segunda, buscando con ello aumentar sus márgenes de ganancia. Lo que me interesa destacar aquí no es el hecho mismo de la desustancialización de la competencia sino la notoria diferencia entre apariencia y realidad que contiene. El asunto no es que ya no haya capitalismo. El asunto es en qué nivel operan los mecanismos capitalistas y cuál es la hegemonía que los preside. Esa diferencia me interesa porque es la misma que hay entre la apariencia democrática y su contenido totalitario. No es que no haya democracia. El asunto, al revés, es que hoy en día la democracia no es sino el modo de la operación local de la dictadura global. Del mismo modo en que la competencia no es sino el modo de operación de depredación local de un mercado completamente regulado a nivel global.
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6. La democracia como administración Ya la gran expansión del censo electoral ocurrida entre 1880 y 1930 estuvo atravesada por tendencias anti democráticas. Con una actitud a medio camino entre la sorpresa y la hipocresía los intelectuales e incluso los medios de comunicación señalaron a los gobiernos norteamericanos de los años 20 como los más corruptos de su historia. Mientras más coloridas y sonadas eran las elecciones de los congresistas y presidentes de Estados Unidos menos representantes reales de la voluntad popular eran sus triunfadores. El uso de los medios de comunicación de masas en campañas de manipulación evidentes de la “opinión pública”, la intervención a gran escala de los intereses empresariales en todos los aparatos del Estado, el uso del doctrinarismo ideológico como modo de quitar complejidad y eficacia a la soberanía popular, son signos evidentes y señalados desde todos los sectores. Que el propio presidente de los Estados Unidos haya denunciado el poder del “complejo industrial–militar” (y su propia impotencia) es de algún modo la culminación de estas críticas. Otro tanto podría decirse del curioso coro de voces oficiales en contra de la “irresponsabilidad y la avidez” de los bancos desde 2008, o de Al Gore denunciando la catástrofe ambiental. Quejas que, en todo caso, no logran tocar ni un pelo de lo que denuncian e incluso, paradójicamente, permiten a sus autores un cierto grado de legitimidad para consagrar una vez más a los propios poderes que critican. El tránsito desde la hegemonía burocrática de baja tecnología, asociada a la guerra fría y a la industria armamentista, al dominio de una burocracia de alta tecnología, ligada al capital financiero, a las nuevas tecnologías de la información y a la industrialización post fordista, ha dado lugar a un significativo cambio en el carácter “corrupto” de las democracias del siglo XX. Derrotado el doctrinarismo de la guerra fría, destruido el estilo de industrialización en que se fundaba, el discurso “democrático” se ha convertido en el principal recurso ideológico en la nueva situación. Por todas partes la caída del socialismo, que no hace sino encubrir la caída de la industrialización fordista, es proclamada como “triunfo de la democracia”. Por todas partes, a la vez, los signos de la esencial debilidad y pérdida de sustantividad de esta nueva “democracia” se hacen cada vez más notorios. La democracia se ha convertido en el modo de administración eficaz de
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todo aquello que las dictaduras no lograron administrar. La formas “democráticas” que han prosperado desde los años 80, que son la expresión política de la profunda re–estructuración de la división internacional del trabajo que llamamos post fordismo, tiene su precedente en las que surgieron tras la gran crisis del 29 (en estados Unidos) y la Segunda Guerra Mundial (en Europa “occidental”). Ya en el autodenominado “mundo libre” se impusieron, fuertemente condicionados por la guerra fría, sistemas institucionales que enfatizaron la formalidad electoral quitando en cambio todo contenido realmente participativo a ese mecanismo. Coaliciones de partidos “centristas”, basadas en una amplia y profunda aceptación del marco capitalista y su necesidad de regulación burocrática, coparon el espectro político sobre la base del control (privado pero funcional) de los medios de comunicación, el financiamiento estatal de sus propias actividades y estructuras, y mecanismos electorales que distorsionaban gravemente la representación proporcional y directa. La sustantiva elevación de los estándares de vida, fundada en la industrialización fordista y el saqueo del Tercer Mundo, generó una ciudadanía pasiva, a pesar de sus altos niveles educacionales, que se acostumbró a asistir a la política más bien en una actitud de consumidores o clientes que de ciudadanos autónomos. El empate político obligado por la guerra fría acostumbró a la oposición a la impotencia, a circunscribir su horizonte de demandas en lo que el Estado de Bienestar (fundado en el saqueo) permitía. En un marco en que los “opositores” resultaban tan sistémicos como los defensores, el debate político perdió toda radicalidad, el discurso imperante perdió el horizonte de alguna alternativa real hasta configurar lo que Herbert Marcuse diagnosticó como pensamiento unidimensional. Para las izquierdas del Primer Mundo la radicalidad se desplazó hacia la periferia. Allí el movimiento popular en ascenso, tanto bajo formas nacionalistas como bajo retóricas marxistas, avanzó efectivamente hacia una progresiva apertura democrática centrada en la autonomía nacional y la participación popular, a lo largo de los años 50 y 60. Esa ampliación democrática en el Tercer Mundo es la que llagó a su fin en los años 70, con las dictaduras militares en América Latina, las guerras fratricidas
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provocadas desde el exterior en África y Medio Oriente y, en todos los casos que fue necesario, la agresión militar imperialista directa a favor de los dictadores locales. El colapso de la apertura democrática en el Tercer Mundo es paralelo a una profunda agudización del carácter meramente procedimental de las democracias europeas y norteamericana. La “corrupción”, que no es más que la publicidad de los excesos de un sistema de cooptación del Estado por el capital, que funcionaba ya desde hacía más de un siglo, perece emerger y llegar a la vista de los ciudadanos. Las altas tasas de abstención electoral terminan por viciar completamente los mecanismos de representación, convirtiéndolos en un mero espectáculo de reproducción de la casta de políticos profesionales. Los mismos partidos políticos europeos, cuyo carácter se había formado en el marco ideologizado de la guerra fría, se disuelven o re–estructuran radicalmente, dando origen a agrupaciones de un carácter ideológico vago, con la característica común y transversal de aceptar en diversos grados tanto las formalidades políticas liberales como el emergente modelo económico neoliberal. Con la caída de la Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo se pierde, en la política oficial, el último vestigio de bidimensionalidad.11 Pero, a la vez, sin un enemigo exterior poderoso se hacen innecesarias las dictaduras militares que contenían a los países que podrían haberse volcado hacia la órbita soviética. Es ese contexto internacional el que preside el “triunfo de la democracia” en América Latina. Un contexto que permitió el traslado y perfeccionamiento de la corrupción democrática europea en países cuyas tradiciones políticas sólo conocían la alternancia entre tímidas aperturas debidas al auge de las capas medias y la recurrencia de la represión militar. Democracias “de baja intensidad”, con sistemas electorales no proporcionales, altos niveles de abstención, tutelas institucionales, intensos compromisos con la banca internacional y el capital transnacional extractor de recursos. Democracias dirigidas por políticos profesionales que se auto perpetúan, que operan abiertamente a espaldas de sus electores. Estados que gastan una significativa proporción de sus ingresos en sí mismos, cuidando 11 Por cierto una bidimensionalidad espuria: escoger entre el totalitarismo burocrático o la dictadura burocrática liberal.
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en todo caso de reservar una proporción aún mayor directamente a los empresarios. Gobiernos formalmente de “centro izquierda” que resultan más derechistas que sus propios opositores. Retóricas democráticas y progresistas perfectamente paralelas a la consistente profundización del modelo económico y social neoliberal. “Superación de las ideologías” en beneficio de la única que, cumpliendo justamente una de las connotaciones esenciales de las ideologías, resulta invisible: la de la dominación capitalista y burocrática. 7. Mecanismos de una nueva dictadura A pesar de que ya he ido mencionando los mecanismos que permiten que la democracia administrada resulte una férrea forma de dictadura, es bueno reunirlos y enumerarlos de forma explícita y agregar algunos que también constituyen su sustento. Sólo desde esta enumeración podremos vislumbrar hasta qué punto es crucial para la lucha revolucionaria una profunda revalorización de la democracia efectiva, y una discusión detallada de las formas a través de las cuales puede ser alcanzada y garantizada. Justamente esta es una de las conclusiones para las que he escrito este texto: si la democracia se ejerce como dictadura la lucha por hacerla real debe formar parte de la lucha revolucionaria. No hacerlo es abandonar al enemigo su principal fuente de legitimación. Como he señalado más arriba, el fundamento de la democracia administrada es el ideologismo según el cual los ciudadanos no están preparados o carecen de las competencias necesarias para ejercerla de manera real y directa. Se trata de un recurso que opera sobre una doble falacia. Por un lado se exageran de manera artificiosa las complejidades de los actos y decisiones que requiere el buen gobierno de la sociedad. Por otro lado se subestima de manera grosera la capacidad de los ciudadanos comunes para dominar tales supuestas complejidades o su capacidad para alcanzar las competencias necesarias. A su vez ambos argumentos cuentan con una consistente y abrumadora campaña de apoyo por todas las vías de la comunicación social. Por un lado se reiteran ad nauseam las excelencias de las supuestas certificaciones y cualificaciones de los expertos. Cada vez que aciertan en algo sus éxitos son voceados con todo entusiasmo; cada vez que se equivocan (lo que ocurre la mayor parte de las veces) sus fracasos son atribuidos a terceros o a circunstancias exteriores a su
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gestión. Por otro lado, paralelamente, por todos los medios se enseña a los ciudadanos a desconfiar de su propio criterio, a considerarse parte de una masa indiferenciada, consumista, advenediza, dispuesta a apoyar cualquier promesa populista. En el extremo de esta doble operación ocurre, por un lado, que los supuestos expertos, supuestos supremos responsables de la gestión social, nunca pagan ni se hacen cargo de su incompetencia, ni aún en los casos en que significan enormes y profundos daños.12 Y ocurre, por otro lado, que se enseña a los ciudadanos a sentirse incapaces de manejar incluso su propia vida psíquica, la crianza de sus hijos, sus relaciones intersubjetivas. El mensaje general, omnipresente y ominoso es “pida ayuda a un experto”, “ni usted ni sus amigos (que son simples aficionados) saben cómo abordar estos asuntos”. Escuelas y revistas especializadas para padres, manipulación subjetiva permanente en el lugar de trabajo, historias de terror subjetivo recurrentes en los medios de comunicación. Y, por cierto, la tautología final, al más puro estilo de la Inquisición medieval: si usted se empeña en creer y afirmar que no necesita de un experto… es porque urgentemente requiere uno. Ya en otro texto13 he sostenido que el sistema del saber es la forma de legitimación del poder burocrático constituido como polo hegemónico del bloque de clases dominantes. La pretensión de saber, que es su núcleo, el sistema de auto certificaciones que avala esa pretensión, la desautorización autoritaria de los saberes comunes, la depredación y propiedad privada de los saberes efectivamente operativos, son sus principales elementos. De todo esto lo que aquí me importa es su efecto sobre lo que se nos presenta como democracia. La legitimación democrática, por supuesto, exige que esta dictadura de la experticia no se ejerza de manera directa. El sistema eleccionario legitima, con sus formas tramposas, ante el conjunto de la ciudadanía, lo que los burócratas deciden entre ellos revistiéndolo (incluso para ellos mismos) con el aura de la pretensión de saber. Es para que esta doble operación funcione que es necesario, como he señalado más arriba, que los ciudadanos, e incluso sus representantes, sean tutelados por los que 12 Los gerentes de los bancos más grandes del mundo, responsables de su quiebra masiva, se retiran a sus vidas privadas llevándose millonarias compensaciones. Los responsables de los errores médicos masivos nunca llegan a ser conocidos. Lo que las grandes empresas pagan por los enormes daños ambientales que producen es grotescamente menos que las ganancias que obtienen, y los técnicos y gerentes que idearon y promovieron esos daños quedan siempre en el anonimato. 13 “Proposición de un marxismo hegeliano”, publicado en línea, bajo licencia Creative Commons.
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“realmente saben”. La forma más directa de este tutelaje consiste en establecer mecanismos electorales no proporcionales que aseguren que las eventuales mayorías parlamentarias inconvenientes puedan ser contrapesadas por representantes designados o elegidos de tal manera que resulten sobre representados. El sistema binominal que impera en Chile es un ejemplo de esto. Por cierto entre nosotros es ya bastante impopular, y se levantan voces incluso oficiales que lo critican como antidemocrático. Los que esas voces omiten mencionar, sin embargo, es que se trata de un sistema comúnmente usado en los países que se consideran de manera automática y casi por definición como “democráticos”. Curiosamente, cuando se hace un mínimo recorrido histórico y geográfico, se encuentra que es justamente América Latina la región que tiene más sistemas proporcionales14, mientras que la realidad de las llamadas “democracias occidentales”, tan invocadas como modelos, es casi uniformemente vergonzoso. Empezando desde luego por las groseras alteraciones de la proporcionalidad en el sistema electoral de Estados Unidos (la “gran democracia del norte”) y luego por los sistemas que imperan en Inglaterra, Italia y Alemania desde la Segunda Guerra Mundial, sin que ningún defensor de la democracia siquiera repare en ello. La elección proporcional de representantes, sin embargo, es apenas un requisito mínimo. El monopolio estatal o mercantil de los medios de comunicación, y su papel en la formación espuria de una “opinión pública” sesgada, es el segundo gran mecanismo de tutela. Una realidad respecto de la cual nuevamente las orgullosas grandes democracias no pasan la más mínima prueba de blancura. Pero aún con una representación proporcional y medios de comunicación alternativos medianamente poderosos el camino hacia los estándares democráticos puede ser muy largo. La “corrupción” es un gran obstáculo. Un obstáculo que hay que poner entre comillas porque es presentado con tintes morales, como si se tratara de prácticas excepcionales y de mera responsabilidad individual, omitiendo con ello todo el entramado de normas que expresamente crean 14 Ejemplarmente Chile y Uruguay antes de las dictaduras militares, y hoy en día Venezuela, Ecuador, Colombia.
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el espacio para su práctica y su encubrimiento. El financiamiento privado por parte de las grandes empresas de las campañas electorales es la forma más común. Por supuesto los burócratas en lugar de perseguir toda forma de financiamiento privado sospechoso han agregado a este el financiamiento estatal de los partidos políticos, obligando a los ciudadanos a financiar a la propia casta política que los oprime. Hay que notar que, en la medida en que este financiamiento estatal es proporcional a la votación, favorece sistemáticamente la reproducción en el poder de los grandes bloques políticos mayoritarios, tendiendo a disuadir la aparición de vertientes alternativas. Todos saben, sin embargo, que la forma más efectiva de la “corrupción” política se realiza a través de lo que se llama de manera elegante “lobby”, es decir, la presión constante de cabilderos que representan los intereses de las grandes empresas ante los representantes elegidos. Por supuesto, nuevamente, los burócratas en lugar de prohibir y perseguir tales presiones han optado, exactamente al revés, por legitimarlas, dictando leyes y reglamentos que les ofrecen un manto legal y a la vez, sistemas de transparencia y fiscalización intencionalmente débiles, exentos de castigos realmente significativos. Y, por cierto, nuevamente, es precisamente en las alardeadas grandes democracias donde este sistema ha llegado al extremo de que los ciudadanos comunes no tienen la menor oportunidad de influir sobre los que se supone son sus propios representantes si no apelan al oficio mediador (y pagado) de estos agentes. En nuestro país, por otro lado, ejemplo de prácticas antidemocráticas, no sólo se ha abandonado completamente la idea de dictar una ley contra el lobby, sino que se ha llegado al extremo de aceptar por más de una década un activo lobby para que no haya siquiera una ley que lo regule. Los efectos nocivos del lobby y los financiamientos turbios a las campañas políticas son posibles gracias a la falta general de transparencia de los actos del estado y de sus instituciones asociadas. La tónica general, en todo el mundo “democrático”, no es impedir la transparencia sino, aparentemente al revés, dictar leyes que la consagran. Pero, nuevamente, leyes extraordinariamente débiles, sin fiscalizaciones ni castigos eficaces, provistas de toda clase de mecanismos y mediaciones que impiden el acceso real a la información. Otra vez un primerísimo ejemplo de este doble estándar es la gran democracia norteamericana donde en principio toda
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información pública es accesible y, sin embargo, hasta en los temas más banales puede ser declarada secreta por simple decreto ejecutivo, y donde la sonada desclasificación de estos secretos veinte o cuarenta años después es burlada simplemente tachando de negro los párrafos inconvenientes en los documentos. También nuestro país es fuente de ejemplos interesantes. Por un lado se pide a los violadores de los derechos humanos que declaren donde enterraron a los asesinados y desaparecidos, por otro se declaran secretos por décadas sus testimonios para que no puedan ser perseguidos legalmente: el propio Estado como agente obstructor de la justicia. La decadencia general del horizonte liberal democrático y su conversión progresiva en dictadura burocrática es notoria también en la decadencia general del horizonte garantista del derecho burgués. La creciente práctica de generar normas orientadas a combatir, anular, erradicar “enemigos”, creando tipos penales vagos y genéricos, respecto de los cuales se disminuyen abruptamente las garantías procesales, penales y penitenciarias, permite que la “libertad” democrática, que ya no parece estar amenazada por la tutela militar esté, sin embargo, atravesada lado a lado de vigilancia y represión policial. El constante amedrentamiento de la población en torno a la delincuencia y al terrorismo crea un respaldo social aparente a estas políticas. Un respaldo que no pasa de la operación tautológica de sembrar el miedo y recoger luego la demanda que se crea a partir de él. Incluso, en el extremo, exista esa demanda o no: hace bastante tiempo que sabemos que lo que los medios de comunicación presentan como “lo que la gente pide” no es sino lo que ellos mismos han decidido previamente se debe pedir. Respecto de los “enemigos públicos” toda voz alternativa es encasillada en una puesta en escena maniqueísta: cómplices, ingenuos o, peor, quizás enemigos ellos mismos. Pero aún con todos estos mecanismos a su favor las clases dominantes no pueden confiar completamente los asuntos públicos a los políticos, a los que ya en sus formas ideológicas fascistoides anteriores había optado por descalificar y desprestigiar. Sobre todo aquellos que tengan que recurrir al molesto pero necesario escrutinio electoral siempre serán sospechosos de querer incurrir en políticas populistas y demagógicas.
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La mejor manera de prevenir estas desviaciones es simplemente rebajar la importancia del parlamento y gobernar directamente desde el ejecutivo. La vía para que esto sea realmente eficaz no es, como se podría creer, aumentando el poder del presidente o de un primer ministro como figuras aisladas. Esto sería nuevamente peligroso: demasiado poder en muy pocas manos. La vía eficaz es más bien aumentar el poder de la administración ejecutiva como conjunto frente a los poderes legislativo y judicial. Y, a su vez, controlar a los funcionarios de la administración uno por uno, dedicándose cada rubro de los intereses de la banca y la gran empresa a los que les atañen a través del omnipresente lobby. Para esta política los mismos cuerpos legislativos, en todo el mundo, han aceptado progresivamente legislar sólo en general, reservando a la administración el poder de establecer las normas concretas y eficaces por simple decreto. Finalmente es una enorme fronda de funcionarios de segundo orden, anónimos para el gran público, la que decide en concreto todos y cada uno de los actos del Estado. La comisión asesora que establece las políticas y recomendaciones, las comisiones que redactan los reglamentos, las que negocian los tratados, las que establecen los estándares de las licitaciones, las que asignan los fondos concursables. Funcionarios fácilmente sobornables, fiscalizadores escasos y mal pagados, responsabilidades que se ejercen prácticamente desde el anonimato. Y como producto reglamentos que contradicen flagrantemente las leyes desde las que derivan, contratos que perjudican los intereses del Estado y dañan directamente a los ciudadanos, estándares que benefician generosamente a los empresarios privados, fiscalizadores débiles y castigos irrisorios en comparación a los daños causados. Este es el corazón de la dictadura democrática. Es en buenas cuentas, más allá de los mecanismos anteriores, esta realidad cotidiana la que convierte a la democracia formalmente en una dictadura: la decadencia de la función legislativa y la concentración del poder social en la maquinaria de actos administrativos del poder ejecutivo. Pero aún los funcionarios, cuyas mínimas y parciales recomendaciones pueden tener enormes efectos sociales, deben ser controlados. Se trata de un doble control. Por un lado la eventual voluntad advenediza de las autoridades de más alto rango es distorsionada y encausada por las decisiones eficaces de los funcionarios menores que los asesoran, o
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simplemente actúan a sus espaldas. Pero, por otro, el poder de acción de estos funcionarios aislados está gravemente limitado por la naturaleza de su relación contractual. En esto el estado chileno ha llegado a ser pionero y líder a nivel mundial: la precarización del empleo estatal permite que cada funcionario por separado tenga que asumir obligadamente una actitud de colaboración y clientela de las mayorías de turno para algo tan elemental y decisivo como mantener su empleo. Es bueno agregar a esta constatación que en casi todos los países del mundo, sobre todo en las democracias forjadas a la sombra del Estado de Bienestar, el empleo estatal sigue siendo estable, “de por vida”, y los cargos estatales de confianza, que cambian con cada cambio de bando político gobernante, se mantienen en un mínimo. Chile es el país pionero, y el más adelantado, en esta otra faceta del modelo neoliberal de precarización general del trabajo. En Chile el empleo estatal mismo es precario. Por un lado, en contra de los manidos discursos en torno a la “reducción del Estado”, el empleo estatal real ha aumentado enormemente. El asunto, sin embargo, es que la mayoría de ese empleo está regido bajo modalidades contractuales precarias (honorarios, a contrata), o depende de fondos concursables a los que se debe postular una y otra vez. Estos modos, que convierten por una larga diferencia al Estado en el principal empleador del país, crean una enorme red neo clientelista que explica en una gran proporción la votación de los bloques políticos principales (Concertación, o Nueva Mayoría, y Alianza) lo que, a su vez, sólo cuentan a su favor con un universo electoral que oscila sólo entre un 18% y un 25% del electorado total. A la hora de la verdad, ninguna democracia efectivamente existente se priva del recurso a la represión cuando el clamor popular amenaza con sobrepasar todos sus mecanismos de control. Confirmando la grave decadencia del derecho liberal garantista, las más reputadas y vanidosas democracias centrales no han vacilado en dictar legislaciones “antiterroristas” que hacen retroceder los derechos de los ciudadanos a las épocas más oscuras de la arbitrariedad monárquica. Jueces y testigos anónimos o encapuchados, coacción de defensores y de testigos favorables, investigaciones secretas, espionaje a gran escala de las comunicaciones privadas, juicios sumarios, privación de derechos procesales y penales, regímenes de excepción declarados por simple decreto… todo legalizado convenientemente. Y esto incluso con el apoyo de la “centro izquierda
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europea” que se ha auto proclamado por décadas como el sector más democrático de todos. Es importante, sin embargo, notar que el recurso a la represión militar ha sido restringido. Sobre todo el uso del golpe de Estado y la represión militar masiva, al estilo de los años 70.15 Nada hace suponer que estos recursos se han vuelto imposibles, o que no serán usados consistentemente cuando se les necesite. El asunto es más bien que la represión militar se ha distribuido, fundido en el cuerpo social, como represión policial, focalizada.16 Represión avalada y apoyada en gran escala por los medios de comunicación, temor selectivo y ejemplarizador entre los grupos de riesgo, protección descarada a los policías que cometen excesos. Para quien quiera asumir posturas de oposición medianamente radical al sistema la democracia puede parecerse bastante a las más simples y tradicionales dictaduras. Pero, en rigor, sólo los que quieran ser críticos realmente radicales tendrán que enfrentar ese temor. La impresión democrática se sustenta, desde el punto de vista de los procesos ideológicos, en una política que ya Herbert Marcuse, en los lejanos años 60, llamó “tolerancia represiva”. Ahora, bajo la reindustrialización post fordista, esa idea cobra una nueva y más poderosa realidad. La lógica fordista, que se expresó en todos los campos de la acción social, se caracterizaba por una fuerte verticalidad en las relaciones de poder. Un sistema de producción y una forma de organización que necesitaba homogeneizar para dominar. Una situación en que se creía que para tener el poder era necesario tener todo el poder. En este plan todo poder local o alternativo era visto como subversivo y peligroso. La represión tenía que aplanar las diferencias, no podía permitirlas. La lógica post fordista, sustancialmente más compleja y eficaz, no requiere homogeneizar para dominar. Es capaz de producir diversidad y a la vez su poder consiste en la capacidad de administrar esa diversidad. 15 Con la notable y gruesa excepción, por supuesto, de la intervención militar foránea directa, como en los casos de Afganistán, Yugoslavia e Irak. Las evidencias hacen pensar, sin embargo, que en estos casos no es tanto el peligro político el que se ha tenido en cuenta, sino los más prosaicos y tradicionales intereses mercantiles. 16 Un cambio estratégico que corresponde al paso de la antigua Doctrina de Seguridad Nacional a la nueva Doctrina de los Conflictos de Baja Intensidad.
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No requiere todo el poder para ejercer el poder. Su habilidad consiste en producir, incluso fomentar, poderes locales y mantener a la vez la capacidad de administrarlos. La represión ahora no requiere sofocar toda diversidad sino que puede y debe focalizarse más bien en la diversidad radical. Y el efecto conjunto es que la tolerancia que se muestra y fomenta respecto de la diversidad funcional actúa como legitimación y refuerzo de la intolerancia extrema que se contrapone a las manifestaciones sociales que escapen a la administración. En la medida en que esta tolerancia tiene el efecto global de confirmar al sistema de dominación, de ser una forma eficaz de contener el pensamiento y la acción realmente alternativa, puede ser llamada, ahora con más razón que en los años 60, tolerancia represiva. 8. La democracia como tarea para la izquierda La única forma de reducir radicalmente toda esta trama dictatorial es desconcentrar radicalmente la gestión del Estado. La única forma de empoderar realmente a los ciudadanos es criticar radicalmente la ideología de la experticia. Para la izquierda radical la principal dificultad de esta perspectiva es su resistencia a alejarse de su compromiso histórico con el estatismo fordista y el vanguardismo ilustrado. Desde luego el primer paso para una política realmente democrática desde la izquierda es asumir una clara consciencia del carácter dictatorial de las formas democráticas existentes. La dificultad evidente para asumir esta consciencia es el profundo grado de compromiso que la gran mayoría de los partidos y colectivos de izquierda mantienen con las eventuales ventajas locales del clientelismo democrático. En una política de tolerancia represiva siempre habrá puestos de trabajo, fondos concursables, representatividades artificiosas que, en la medida en que resulten funcionales, podrán ser cómodamente ocupadas por militantes formalmente de izquierda. La cuestión no es, por supuesto, abandonar de manera principista estas posibilidades, siguiendo los vicios fundamentalistas típicos del idealismo ético. De lo que se trata, en primer lugar, es de tener consciencia del grado en que en el uso de esos recursos se está operando como representante de los ciudadanos ante el poder del Estado, o más bien como representante y agente del Estado en la operación de su legitimación y administración. Por cierto, un cálculo difícil que hay que enfrentar en cada caso de manera estrictamente pragmática.
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Una forma de mantener ese pragmatismo en la línea de las opciones doctrinarias o, lo que es lo mismo, lo más alejado posible del simple y puro oportunismo, es tener claro a cada momento en que programa se inscriben nuestras acciones. Es necesario, en contra de los usos habituales, formular un programa estratégico, fuertemente fundado en las opciones doctrinarias más básicas, y hacer todo lo posible por especificarlo hasta el nivel que muestre que nuestras acciones políticas cotidianas tienen efectivamente sentido. ¿Qué es, en buenas cuantas, lo que finalmente queremos? Lo que queremos es la construcción de una sociedad sin clases sociales, en que los ciudadanos puedan relacionarse entre sí directamente, de manera autónoma, y realizar en ello sus vidas. Los caminos que nos conduzcan en esa dirección no pueden contradecir, ni en general ni en particular, el objetivo que hemos trazado. Desde un punto de vista marxista17 el problema material de la construcción de una sociedad sin clases sociales es el modo en que los productores directos de bienes pueden ganar progresivamente hegemonía frente a las clases dominantes, y convertir a su vez progresivamente esa hegemonía en gobierno. Lo que he sostenido ya en otro texto18 es que ese proceso material sólo puede darse en el ámbito de la producción misma de bienes y que el asunto crucial en ese orden es la progresiva disminución de la jornada laboral. Una disminución que, en buenas cuentas, permita distribuir los aumentos de productividad entre los trabajadores, a expensas de la ganancia capitalista. Lo que he sostenido es que este proceso debe estar acompañado de un esfuerzo paralelo que conduzca a sacar los servicios de la relación mercantil primero, y luego de la relación salarial, es decir, de una radical des–tercerización de la economía. En el contexto de la lucha democrática el sentido de este camino de construcción de hegemonía material desde el ámbito de la producción es eludir la fórmula clásica de estatización de los medios de producción. La 17 Es necesario repetir aquí algo en lo que he insistido muchas veces: los marxistas no somos los únicos progresistas que quisieran ese objetivo final, no somos toda la izquierda, ni siquiera podemos considerarnos los únicos revolucionarios. Lo que digo en estos párrafos desde el marxismo, por lo tanto, debe considerarse estrictamente como una contribución al debate que debe establecerse entre muchas izquierdas, entre muchas perspectivas revolucionarias, que tengan la sabiduría de actuar en red, bajo un espíritu común. 18 “Proposición de un marxismo hegeliano”, publicado en línea, bajo licencia Creative Commons.
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experiencia histórica ha enseñado que, lejos de ponerse al servicio de una superación de la división del trabajo, la propiedad estatal sólo se convirtió en un modo de usufructo de una burocracia gobernante que finalmente transitó con extrema facilidad hacia el capitalismo. Seguirá siendo necesario un gran papel para la acción estatal, sin embargo ese papel no puede pasar por la figura legal y social de concentrar la propiedad. Y mucho menos los medios de comunicación. Y, menos todavía, por concentrar la capacidad de acción política. En un programa democrático la acción central del Estado debe circunscribirse a recoger y repartir recursos que sean gestionados de manera directa y distribuida por los propios ciudadanos. Incluso, a partir de grandes coordinaciones de acciones locales, deben ser los ciudadanos mismos los que decidan emprender la construcción de infraestructuras económicas de gran envergadura, que trasciendan por su naturaleza los ámbitos de los poderes locales desconcentrados. La gran perspectiva de disminución progresiva y real de la jornada laboral debe distinguirse, por supuesto, de la actual precarización del empleo, que recurre a las jornadas laborales parciales con el único objetivo de reducir los salarios y ahogar la capacidad de negociación sindical. La lucha por la disminución real de la jornada laboral es abiertamente subversiva porque de lo que se trata es de disminuirla manteniendo el salario. Es obvio que esto sólo puede hacerse a expensas de la ganancia capitalista. O, si los capitalistas quieren mantener sus márgenes de ganancia, a expensas de los aumentos en la productividad del trabajo. En cualquiera de los dos casos el resultado es el mismo: la reapropiación por parte de los productores directos de una proporción cada vez mayor de su propio trabajo. La lógica de esta vía de construcción de hegemonía por parte de los productores directos es ir socavando el espacio desde el cual se ejerce la hegemonía de las clases dominantes, es decir, el poder que les da su dominio de la división social del trabajo. Esta tarea negativa, que consiste en disminuir uno de los factores, debe estar paralelamente apoyada en otro aspecto positivo: fomentar la autonomía productiva de los ciudadanos en los ámbitos en que el dominio desde el gran capital se traduce en dominio social y político prácticamente directo. Estos ámbitos productivos son básicamente dos: la alimentación y la energía. Una política radical estratégica debe promover la radical desconcentración de la producción de
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alimentos y de energía o, dicho de otra forma, debe promover activamente la autonomía de las comunidades locales en estos rubros. Una autonomía que les permita no ser presionadas política y socialmente a partir del monopolio, la incompetencia técnica, y la escasez premeditada. Pero la lucha radical por la democracia resulta abiertamente subversiva además, si consideramos las condiciones que he examinado antes, porque la democracia es incompatible con el gran capital financiero, con el gran capital depredador de recursos naturales, con el monopolio privado sobre los medios de comunicación social. Estos son los principales enemigos del pueblo. Y la lucha debe estar encaminada esencialmente y en primer lugar contra ellos. Sin embargo, si consideramos la vía de construcción de hegemonía que he expuesto en el párrafo anterior, esto también implica un cambio respecto de la perspectiva marxista clásica. No se trata ya de considerar a todos los propietarios de medios de producción, a todos los agentes sociales que técnicamente puedan ser llamados capitalistas, como enemigos sin más. Se trata en cambio de hacer una clara estratificación social en el campo de estos enemigos. La oposición radical debe enfocarse en el gran capital financiero transnacional, en el gran capital extractivo transnacional. Los medianos y pequeños productores serán, y deben ser, durante mucho tiempo, más bien aliados del movimiento popular. Agentes concretos de la reproducción económica de la sociedad cuya hegemonía debe ser superada más bien por la desconcentración radical de la producción y la gestión social que por su supresión ya sea por la vía estatalista o a través de la imposición de requisitos cooperativos o comunitarios. Dicho en los términos clásicos, la gran izquierda debe seguir un camino pluriclasista para derrotar a quienes son, en la práctica real y efectiva, sus enemigos estratégicos. Las grandes tareas históricas no puedan ser ordenadas bajo la forma de prioridades lineales. No es ni defendible ni necesario sostener que esa construcción de hegemonía en el ámbito material de la producción es “previa” o “posterior” a otras grandes tareas. La lucha por las formas democráticas directas, es decir, las que tiene relación con la gestión social y política, debe ser pensada de manera estrictamente paralela a la que se dé respecto del ámbito de la producción.
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La izquierda radical debe perseguir, con ánimo estratégico, un conjunto de reformas radicales de los procesos sociales y de la acción del Estado que nos acerquen a las formas de la democracia real y efectiva que he enumerado en las secciones anteriores. La completa proporcionalidad en los mecanismos electorales, la completa transparencia en todos los actos de la administración del Estado, la promoción de los mecanismos plebiscitarios y de participación directa de los ciudadanos en todos los niveles de las decisiones y responsabilidades políticas, los mecanismos de revocatoria del mandato de las autoridades ineficientes o corruptas, la completa eliminación de toda clase de financiamiento que permita la existencia de políticos profesionales. Todas tareas que se inscriben plenamente en el horizonte que la propia burguesía declaró históricamente como suyo y que terminó por vaciar completamente de contenido. Tareas que la propia burocracia altamente tecnológica declara formalmente como suyas y que sin embargo distorsiona y falsea cotidianamente. Curiosamente hoy en día plantear las reivindicaciones democráticas que forman parte del propio discurso dominante resulta altamente subversivo. Esta aparente paradoja es la que he tratado de despejar en este texto. El proceso social real en que vivimos no corresponde a lo que declara como democracia: vivimos en realidad en una férrea dictadura. Identificar sus fuentes y sus modos es una condición mínima para toda posibilidad de oposición radical al sistema. Santiago, 5 de febrero de 2014.
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i. Una situación concreta Hay brutalidad policial cuando se llena un edificio de bombas lacrimógenas sin importar cuántas personas, y en qué condiciones de salud, hay adentro. 19 Escribí este texto a propósito de los incidentes ocurridos el 11 de Septiembre de 1999 en las puertas de la Universidad Arcis, en que, en medio de un verdadero asalto con bombas lacrimógenas, un policía resultó parcialmente quemado por una bomba Molotov lanzada desde la Universidad. Considero que es un texto básico en la crítica permanente que he sostenido contra el vanguardismo.
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Hay brutalidad policial cuando se intimida una manifestación inicialmente pacífica con la presencia amenazante de una formación de guerra, que provoca por sí sola los efectos que dice querer evitar. Hay brutalidad policial cuando se lanzan bombas lacrimógenas al cuerpo de los manifestantes y queda un estudiante inválido, o cuando se disparan balines supuestamente disuasivos con el resultado de dos estudiantes muertos. No creo que para la mirada de izquierda, largamente acostumbrada a la provocación por parte de las fuerzas policiales haya duda de que lo que ha habido en este caso, y en tantos otros, es brutalidad y exceso en la acción de la policía. No creo que haya duda tampoco, entre los militantes sensibles de la izquierda, de que es terrible y lamentable que un ser humano sufra quemaduras importantes en medio de una protesta, por mucho que venga en posición amenazante, por mucho que su acción esté inscrita en el marco de la violencia policial innecesaria. Es lamentable igual, es terrible igual. Se trata de un ser humano tan valorable como todos nosotros, que decimos defender los derechos de todos los seres humanos. Hace ya bastante tiempo que la humanidad ha tratado de dejar atrás la miseria vengativa del ojo por ojo y diente por diente. Al menos en el horizonte moral de la izquierda esto debería estar incorporado entre los principios básicos. Es necesario decirlo claramente y de una vez : no todas las formas en la lucha son válidas. No son válidas, para los que tienen principios de izquierda, en particular aquellas que contradicen de hecho los mismos principios que se dice defender. El terrorismo nunca ha sido una política compartida por la izquierda realmente arraigada en el movimiento popular. Ha sido herramienta de los movimientos ultra izquierdistas justamente cuando la base social no los acompaña. Ha sido un método promovido desde el Estado por los burócratas que hegemonizaron las revoluciones inicialmente bolcheviques. Pero todos deberíamos esperar que la izquierda sea algo mejor que esos dramas extremos. Terroristas eran los que fusilaron a Roque Dalton simplemente
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por una desviación ideológica. Terroristas eran los que fusilaron a Nicolás Bujarin, amparados en el poder absoluto de un Estado totalitario, por complicidad con el enemigo y crímenes contra el pueblo. Terroristas eran los que masacraron a los anarquistas de César Manjo en Ucrania, y los eseristas de izquierda que dispararon contra Lenin. Y esta es una larga miseria que los marxistas deberíamos aprender a superar. Se puede pensar en un montaje policial y comunicacional cuando los periodistas llegan casi junto con carabineros buscando retratar una violencia que su misma presencia ayuda a producir. Hay montaje cuando se lleva a la primera plana un encapuchado lanzando una bomba y se silencia la actividad académica de quince años. Hay montaje cuando se selecciona como imagen de las conmemoraciones del golpe de Estado los hechos de violencia sin indagar a fondo las opiniones reales de la mayoría de los chilenos respecto de esta fecha. Pero se puede pensar en complicidad objetiva con el montaje, buscada o no, cuando se instala ritualmente una barricada inútil, que no paraliza el tránsito, que no detiene a ningún enemigo, que no defiende a nadie, que es repudiada por la mayoría de la comunidad, con el único resultado de aparecer cada año en las portadas de las campañas de la prensa reaccionaria. ¿Grandes masas estudiantiles se han ido plegando con el tiempo a las formas de hacer política de estos grupos, o se trata más bien de una rotativa de personas cuyo número es siempre más o menos el mismo? ¿Hay organizaciones sociales que han apoyado de manera entusiasta estas formas de rebeldía, o se trata más bien de minorías relativamente aisladas? ¿El enemigo ha resultado amedrentado, ha disminuido sus acciones represivas, se ha visto obligado a entrar en negociaciones, o se trata más bien de acciones perfectamente funcionales a la política de mantener la estigmatización sobre el accionar de la izquierda? No son apoyados por las grandes masas populares, no logran formar grandes organizaciones que pongan en peligro al poder, no producen ningún tipo de temor en los organismos represivos del enemigo, no son vistos como ejemplos a seguir o como formas válidas de protesta contra el sistema, no poseen ninguna explicación de fondo para sus acciones ni defienden ninguna política de mediano plazo que no sea volver a repetir
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el mismo tipo de acciones, se sienten orgullosos de tratar a sus enemigos de la misma manera en que los enemigos los tratan a ellos. ¿Deberíamos apoyarlos? ¿Deberíamos ser cómplices objetivos silenciando los errores de fondo de sus acciones políticas? ¿Deberíamos dejarnos amedrentar también, como si en una cacería de brujas desde la izquierda resultáramos ser también nosotros una parte del enemigo? ¿Deberíamos simplemente volver la espalda como si no existieran? ¿Deberíamos comprenderlos usando esa complacencia como base para encubrirlos? No esperamos que el enemigo tenga clemencia con nosotros, y justamente por eso es que hemos proclamado que no todas las formas de lucha son válidas. No esperamos que el enemigo nos comprenda, no ampare o nos tolere. Pero reclamamos nuestro derecho a no ser torturados, encarcelados ilegalmente, secuestrados o quemados. ¿Por qué razón las cosas que pedimos que el enemigo no haga habrían de ser válidas aplicadas sobre ellos? No estamos pidiendo que ya no haya guerra. Al menos los que creemos que una revolución es necesaria la vemos como una guerra de la que puede surgir una humanidad mejor. No estamos pidiendo, hipócritamente, que una vez que el enemigo ya ha ganado todas sus batallas se declare la paz perpetua y se consagre con ella la explotación, la marginación y la miseria. Pero reclamamos que aún en las guerras los seres humanos, enfrentados por sus diferencias objetivas, no dejan de ser seres humanos. ¿Por qué razón esto que predicamos para nosotros no habría de ser válido también para el enemigo? ¿Es que hemos empezado a creer que son humanoides? ¿Estamos dispuestos a afrontar el tipo de guerra que surge de esa clase de consideración? Es hora ya de que la izquierda deje de ser intimidada por el pasado de brutalidad de la guerra sucia, en que no se podía criticar a unos sin dejarlos en manos del enemigo, al borde del crimen. Nos opusimos a la guerra sucia, y no debemos ser nosotros ahora los que la apoyemos, o la ignoremos, con el frágil argumento de que ahora los que la dan son las víctimas, y que tendrían razones para hacerlo. La venganza nunca ha sido una política revolucionaria. No queremos que los hipócritas no identifiquen fácilmente con la guerra sucia entablada desde la izquierda,
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y nos exijan rebajar la altura de nuestros horizontes revolucionarios. Pero justamente por eso no queremos que haya una ultra izquierda que permita esta operación mañosa y oportunista. Ya es hora de que la izquierda vuelva a sentirse en la libertad de distinguirse de la ultra izquierda, como pudo hacerlo históricamente, como debiera poder hacerlo siempre, en virtud de los principios humanistas que la animan. Y el argumento de la izquierda no puede ser la hipocresía del llamado a la no violencia indiscriminada cuyo único resultado es que la violencia de las instituciones dominantes siga en pie. El argumento es más profundo : vemos la violencia como una trágica necesidad impuesta por la sociedad de clases, y lo que queremos es que efectivamente, enfrentados a esa necesidad dolorosa, lo que surja de ella sea efectivamente una sociedad más libre, no una sociedad que tenga que luchar luego para liberarse a su vez de sus nuevos dominadores, por muy iluminados y representantes del pueblo que se sientan. Creo que una izquierda revolucionaria es posible. Creo que para que sea posible debemos ser capaces de distinguirla del terrorismo y del fascismo de izquierda. Creo que la violencia terrorista en la izquierda no es sino otra herencia más a que nos ha obligado la sociedad de clases que combatimos. Tener la imaginación política suficiente como para ir más allá de la obviedad del continuo represivo es lo que define a una política revolucionaria. ii. Una subjetividad Los ultra izquierdistas están dispuestos a desilusionarse de todo fácilmente. En realidad no es claro qué es primero en ellos, la tendencia a la desilusión o su ser ultra izquierdistas. Por cierto, no viven ninguna de estas dos actitudes directamente. Viven la tendencia a desilusionarse como sueños desaforados, y mientras más grandes son sus sueños más grandes son sus desilusiones. Y viven su ultra izquierdismo como militancia consecuente y, también, mientras más consecuentes tratan de ser más fácilmente se desilusionan. Hay una lógica que liga el exceso de las esperanzas a la profundidad
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de las desilusiones. Ambas son, en realidad, caras de una misma moneda. El origen de esa lógica es sólo uno: han dividido el mundo en un ser lleno de defectos y un deber inalcanzable. Pasan de un extremo a otro constantemente simplemente porque han dividido. Su drama puede resumirse así: tienen ideales. No logran reconocer lo ideal en lo real y lo real en lo ideal : han dividido el mundo, viven a saltos entre extremos que ellos mismos han creado. Pero ambas posiciones, la de la esperanza extrema, el ideal, y la de la desilusión extrema, la caída, se oponen a su vez a otro polo. Si estos dos son los polos del ideal, en positivo y en negativo, el otro es el de la entrega sin más, sin trabas ni condiciones, al mundo concreto. Tan furiosamente como soñaron, y tan intensamente como se desilusionaron, no es raro que al momento siguiente se entreguen furiosamente al mundo tal como existe, sin la menor oposición ni crítica. El lado positivo de esta entrega es la simple adaptación, la vuelta a la normalidad mediocre después de haberse permitido algo de locura. El lado negativo, oscuro, (y menos frecuente) es la amargura permanente en la inacción, en la resignación enojada. Quizás se puede soñar, y quizás muchos sueños conducen a la desilusión pero, más allá de ella, los que vuelven a la normalidad cínica, sin rastros de culpa, y los que emigran a la amargura resignada, no han logrado salir aún de la lógica inicial de dividir el mundo y quedarse sólo a un lado. El cinismo furioso con que los que optaron por la normalidad enfrentan a los que luchan, la desconfianza radical que sienten de que alguien sea realmente consecuente, el discurso constante de amarga descalificación de los que quieren seguir luchando (por este defecto, por el otro, o el otro), la curiosa alabanza a la consecuencia (esa sí es de verdad) de los enemigos, la triste ironía con que tratan a su propio pasado, los delatan a cada paso. Los mismos rasgos pueden encontrarse entre los que optaron por la amargura, otra muestra más de que se trata de dos lados de una misma lógica. Para los que han dividido el mundo en ideales abstractos y realidad contaminada nadie puede ser realmente consecuente. Nadie puede estar realmente a la altura de esos ideales. Y la desventura de sus propias
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subjetividades es que, desde luego, ellos tampoco. Pero, cuando se descubre que el reverso de esos tan altos ideales era la facilidad de la desilusión, queda en evidencia que la tal altura de los ideales no era sino un recurso de evasión. Han elegido ideales inalcanzables, estándares de consecuencia demasiado altos, justamente para luego, a través de la desilusión, tener el camino y la racionalización apropiada para no asumirlos. Ni esos ideales imposibles ni, de pasada, muchos otros ni tan ideales, ni tan imposibles, pero que exigen cuotas de sacrificio y entrega que no se está dispuesto a asumir. A la hora de la verdad a los desilusionados no les faltan pretextos. Lucharon un día y eran buenos, lucharon un año y eran mejores, otros lucharon muchos años y llegaron a ser muy buenos, pero al final nunca llegan a ser de la clase de los imprescindibles... Aquellos que tuvieron la fuerza de luchar toda la vida. Cuando examinamos las historias de los ex consecuentes la tristeza y la miseria asoman por todos lados. En la práctica, y en detalle, resulta que no fueron tantos años los que habían luchado. Examinadas de cerca resulta que no eran tan radicales las luchas que habían dado. Y, peor, resulta que eran bastante pobres los resultados que obtuvieron, casi siempre derrotas, con más o menos gloria, con más o menos honor. Por cierto, en el amplio espectro de los ex izquierdistas, los que han sido ultras no son los únicos, aunque suelen ser los más fervorosos. Dada la profundidad de la caída del horizonte marxista clásico, desde todos los sectores hay quienes han preferido abandonar la lucha activa, o simplemente pasarse para el otro bando. Pero mientras cada día es menos probable que aparezcan nuevos marxistas de tipo reformista o burocrático, las razones sociales y psicosociales que dan origen al ultra izquierdismo permanecen, toman nuevas formas, se reproducen. Por eso, criticar al marxismo burocrático hoy es hablar del pasado. Criticar al ultra izquierdismo, en cambio, es hablar de un futuro posible, a partir de las cenizas del totalitarismo de los clásicos. Políticamente hablando la categoría de ultra izquierdista, no es asimilable a la del radicalismo de izquierda, o las muchas políticas de acción directa o que pregonan la violencia como modo de lucha. La diferencia
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más visible entre ambos tipos de militantes es, en general, la edad. La verdad es que entre los jóvenes ambas categorías son indistinguibles. Nunca se puede saber si el joven ultra izquierdista de hoy no será alguien perfectamente normal y mediocre mañana. La consecuencia de sus actitudes, como siempre ocurre con la consecuencia en la lucha revolucionaria, sólo se puede medir en períodos muy largos de tiempo. Después, habiendo sobrevivido por fin a la múltiple y variada estupidez, puramente cultural, que en la sociedad burguesa se llama adolescencia , mucho después, habiendo sobrevivido a la múltiple y variada atrocidad, puramente política, que en el mundo burgués se llama normalidad, se puede saber cuánto había de esa pretendida consecuencia, que se proclamaba con tanto énfasis, con un énfasis que casi siempre es inversamente proporcional a su duración. A veces se casan (querían tener hijos, o una pareja estable, o construir algo junto a alguien especial), otras veces consiguen trabajo (hay que sobrevivir para poder luchar), otras veces van racionalizando lentamente sus grandes luchas en pequeñas peleas, cada vez más limitadas (pero que son también frentes de lucha). Los múltiples y dramáticos caminos de la normalidad o la amargura aplastan a la gran mayoría. Otras veces, aunque se casen, aunque consigan trabajo, aunque sus peleas sean menores, se quedan igual con el sentido común al revés, se quedan igual con la profunda voluntad de pertenecer, con las profundas ganas de transformar el mundo, de ser felices, y llega a haber un revolucionario. No hay nada que impida que un ultra izquierdista llegue a ser un revolucionario en cualquier plazo, incluso cuando joven. Todos los impedimentos, todos los prejuicios, las profundas taras que la formación burguesa imprime en el alma y en las manos, en los anhelos y en la vida, son superables. Ninguna de ellas pertenece a la naturaleza, a menos que nuestra cobardía quiera ponerlas en esa condición. Si tuviéramos que hacer un pronóstico, siempre arriesgado por supuesto, yo diría que mientras más consecuente trata de ser un ultra izquierdista, o mientras más le preocupa la consecuencia, o mientras más
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extremas son sus formulaciones y sus proposiciones de acción, más oscuro es su futuro posible. Si es pobre terminará probablemente en la marginación rencorosa y la amargura. Si pertenece a las capas medias medianamente acomodadas, no será extraño verlo, diez o quince años después, rumiando la amargura triste característica de los ex izquierdistas, y por cierto en un buen trabajo. En estos destinos tristes quedará de manifiesto un rasgo patético que los caracteriza, como una maldición de fuego: los ultra izquierdistas son especialistas en destruir las cosas que aman. iii. Se trata de estudiantes Las caracterización subjetiva del ultra izquierdismo permite comprender trayectorias individuales, pero no permite comprenderlo como conjunto, ni como fenómeno social ni, menos aún, como estrategia política. Ayuda a comprender, a saber qué cosa se puede esperar de cada uno de ellos en el mediano plazo, pero no es suficiente. No puede ser suficiente. Salvo que confundamos la psicologización de un opositor con el argumento político por el cual no estamos de acuerdo con él. Se puede recurrir a una descripción de tipo existencial y psicológico para comprenderlos, pero no para discutir con ellos. En rigor ninguna caracterización psicológica muestra rasgos insuperables en alguien. No hay naturaleza humana, y nunca una conducta social puede tratarse como si fuese una enfermedad, o un rasgo sobre el que no se pueda llegar a tener control consciente. Cuando creemos que los rasgos de personalidad son una especie de destino sólo tratable a través de la terapia lo que estamos haciendo es abrir las puertas al totalitarismo naturalizante, en que más que opositores políticos lo que tenemos son conductas alteradas por razones en último término médicas, y todo el saber de la política se reduciría a cero frente a la omnipotencia de una u otra forma de la medicina que, por cierto, se presenta, aún en este caso, como ciencia. La discusión con el ultra izquierdismo no puede darse, entonces, en términos psicológicos, como si se tratase de conductas desviadas, de respuestas a traumas, de rabia acumulada, o de resabios de estructuras de personalidad alteradas. Lo que procede, si queremos evitar el reemplazar el totalitarismo contenido en sus actitudes por el por la pretensión igualmente
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totalitaria de los expertos en subjetividad, es discutir políticamente. No estamos frente a cuadros psicológicos, aunque tengan efectivamente tales o cuales características, estamos frente a opiniones y acciones políticas. Por la misma razón el tema del ultra izquierdismo no es asimilable a los de la drogadicción, el alcoholismo o las barras bravas, por mucho que se puedan presentar patrones conductuales y existenciales semejantes. Esta asimilación forma parte, en realidad, de una estrategia de estigmatización de la política radical en particular y, en el fondo, de toda discusión política. Lo que en la práctica son opciones sociales y políticas, con más o menos coherencia o eficacia, se presenta simplemente como parte de un continuo donde coexisten la delincuencia, la locura, la violencia que procede de la marginación, y en general todas las formas en que el orden social se ve sobrepasado, con o sin consciencia de ello. No estamos frente a jóvenes confundidos, o resentidos, o frustrados. Y aunque esto sea cierto, de manera inmediata, no es esa la clave que permite su crítica racional, una crítica que se haga realmente desde la izquierda. También, por lo mismo, no se trata de jóvenes, aunque lo sean. Cuando se aborda el tema sosteniendo en primer lugar que lo que tenemos es uno más de los problemas de la juventud, no logramos sino quedar atrapados en la infantilización general a que la dictadura, y ahora la democracia, ha sometido a los ciudadanos. Cada vez que un grupo de ciudadanos se manifiesta radicalmente en contra del ordenamiento dominante se lo estigmatiza como problemas de jóvenes o resabios del pasado. O demasiado jóvenes o demasiado viejos, nunca la ciudadanía se puede ejercer realmente si no se acata en lo fundamental el orden dominante. El que de hecho la mayor parte de las acciones que se pueden llamar ultra izquierdistas sean efectuadas por jóvenes, que tienen tales y tales características psicológicas particulares, no debe ocultarnos una cuestión fundamental : se trata de ciudadanos de la República, en general mayores de edad, perfectamente capaces de explicar qué es lo que están haciendo y por qué razones, y que tienen una opinión política radicalmente distinta a la de la mayoría de nosotros.
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Pero ciudadanos. Adultos haciendo uso de su capacidad de asumir libremente un camino político, con algún cálculo, erróneo o no, de los riesgos que involucra, o de las consecuencias que pueda tener. Sólo reconociéndoles esta capacidad se puede discutir realmente con ellos. Mientras sigan siendo tratados como resentidos, como desadaptados, como simples jóvenes rebeldes, el espacio de diálogo seguirá siendo nulo, e incluso tendrán algo de razón al rebelarse de manera radical en contra de la naturalización, o de la estigmatización, a que se los somete. Estos ciudadanos tienen, además, derechos. Esto es algo que la dictadura, tanto la dictadura militar como la dictadura de los expertos, nos han enseñado sistemáticamente a olvidar. En este país es tristemente necesario recordar que tienen derecho a no ser torturados, a no ser secuestrados, a no ser procesados de manera arbitraria, bajo el marco de leyes represivas arbitrarias. Es tristemente necesario recordar que tienen derecho a pensar como piensan y a intentar llevar adelante los estilos de acción política que les parecen más eficaces. Es necesario recordar que sus asociaciones posibles no son ilícitas a priori, meramente en virtud de lo que declaran, a pesar de las leyes represivas que instauró la dictadura, y que siguen siendo parte de las vergüenzas de la democracia. No sólo se nos ha infantilizado sistemáticamente, negándonos el reconocimiento pleno de nuestra autonomía como ciudadanos, también se nos ha enseñado a juzgar a los que difieren de nuestras opiniones guiándonos por el juicio de los medios de comunicación, asumiendo como probado lo que los expertos dictaminan como científico, asumiendo como parte del sentido común que basta con pensar de una determinada manera para ser susceptible de castigo o sanción. Hace ya bastante tiempo que el horizonte jurídico de la humanidad ha asumido como un principio que lo que se puede castigar son los hechos efectivos, no las ideas, o las intenciones. La existencia de la figura del delito ideológico fue repudiado por todos los países democráticos como uno de los defectos básicos del ordenamiento de las dictaduras burocráticas que se llamaron socialistas. La psicologización del delito y del castigo ha sido criticada ampliamente por los teóricos progresistas en ciencias sociales y en el ámbito del derecho. Ser ultra izquierdista no es delito, no es un estado de alteración de
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la personalidad, no es, en esencia, el resultado de un resentimiento, o una visión deformada del mundo : es una opinión política que debe ser juzgada como responsable, y con la que se puede discutir, en el plano teórico, y disentir activamente en el plano de las acciones políticas, es decir, en el ámbito en que el conjunto de un pueblo intenta decidir su propio destino, sobreponiéndose a las infinitas trabas a la libertad que significa el sistema de la dominación social. Y si se trata de reconocer a estos agentes sociales como ciudadanos responsables, entonces es posible pedir de ellos que asuman las consecuencias jurídicas posibles de sus acciones efectivas. Antes, de manera esencialmente previa a cualquier discusión sobre la legitimidad o la eficacia de la violencia como medio en la acción política, es necesario reconocer que el secuestro es punible, que quemar a un ser humano es una atrocidad, que amedrentar a una comunidad abusando del poder militar es inaceptable, que torturar a un enemigo es un crimen contra la humanidad. Cuando, desde la izquierda, se propone la posibilidad de reconocer como punibles las acciones efectivas de un grupo ultra izquierdista, nunca deben perderse de vista el carácter necesariamente doble de esta opción. Se trata, por un lado, de combatir las leyes represivas, de defender el derecho al debido proceso, el derecho a sostener opiniones políticas libremente, el derecho a ser tratado humanamente cuando se está sometido a juicio. Se trata, por otro lado, de impedir que las luchas de la izquierda se llenen de las atrocidades que caracterizan, en nuestro concepto, el accionar represivo del enemigo. Se trata, por un lado, de luchar por cambiar el ordenamiento jurídico que nos mantiene en la represión y la explotación. Se trata, por otro lado, de que el campo de lucha política nunca pierda las características básicas del humanismo que perseguimos como horizonte social. También desde la izquierda la violencia desligada de las grandes masas populares, las acciones brutalmente ejemplarizadoras que pretenden educar a través del temor, las iniciativas políticas en que los medios contradicen flagrantemente a los fines, pueden y deben ser consideradas como delitos. No se trata ya, en estos extremos, de si el ordenamiento jurídico desde el cual serán castigadas sea burgués o no, se trata de los derechos de los seres humanos en su conjunto. En este país, en este momento, no es claro que se pueda confiar sin
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más en la rectitud de los tribunales, o en el proceder de los agentes que se supone deben resguardar el orden. Que desde la izquierda se puedan considerar determinadas acciones de ultra izquierda como delitos es algo que debe correr paralela y estrechamente relacionado con la vigilancia y la lucha por el que estos delitos sean perseguidos respetando siempre los derechos de los acusados, y con la lucha por terminar con las leyes que convierten en figuras delictuales cuestiones que deberían considerarse derechos de todos los ciudadanos. Dos cuestiones deben ser estrictamente distinguidas: la lucha contra la política ultra izquierdista y la condena de sus acciones delictivas, y la defensa paralela de los derechos de esos mismos ciudadanos de los que diferimos radicalmente. No hay contradicción entre ambas líneas de acción. Sólo las mentalidades totalitarias ven en esto confusión, ambigüedad o contradicción. Y está muy claro, hace ya bastante tiempo, que hay tantas mentalidades totalitarias en la derecha como entre los que dicen ser de izquierda. Al interior de la izquierda, muchos creemos que una revolución es necesaria, queremos llevar adelante una gran guerra a través de la cual creemos que será posible por fin la paz. Pero odiamos la guerra tanto como odiamos la explotación y la miseria. Queremos que incluso tratándose de una guerra la luz que surja desde ella sea la de la humanidad misma, la humanidad que queremos, y no simplemente la de la muerte. No vamos a la guerra para la muerte, sino para hacer posible la vida. Ya estamos, en la sociedad de clases permanentemente en guerra. Y este es justamente el estado de cosas que queremos humanizar. iv. Un problema político La discusión política con el ultra izquierdismo está marcada, casi siempre, por el lugar que puede tener la violencia en la acción revolucionaria. Se trata, en general, de la discusión sobre las formas de hacer política. El tema de la violencia no es el único, ni siquiera el más recurrente, pero es, de muchas maneras, un tema esencial. Sin embargo, la política ultra izquierdista no puede ser caracterizada sólo por el tema de la violencia, por mucho que afirmemos que se trata de
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un tema esencial. No se es ultra izquierdista porque se predique la violencia como modo de hacer política, sino por el tipo de accionar político que se predica, sea violento o no. Lo que históricamente se ha llamado ultra izquierdismo en la tradición marxista es un conjunto de proposiciones en torno a la idea de vanguardia revolucionaria, al tipo de relación entre esta vanguardia y el conjunto del pueblo, a las formas de organización del partido revolucionario, a las maneras en que el partido se integra en las masas y hace política. Entre las convicciones comunes que los caracterizan se pueden encontrar : la idea, clara y recurrente, de que las luchas populares tienen y deben tener una vanguardia consciente, aguerrida, audaz; la idea de que las relaciones al interior de esta vanguardia y respecto del movimiento de masas deben ser esencialmente democráticas y horizontales, evitando concentrar las decisiones en una dirección superior y restringida; la idea de que la educación revolucionaria pasa esencialmente por la ejecución de acciones prácticas, y que debe perfeccionarse y desarrollarse de manera permanente; la idea de que las condiciones objetivas para la iniciativa revolucionaria están dadas permanentemente, y que en todo momento la lucha principal es por desarrollar las condiciones subjetivas; la idea de que una multitud de acciones directas particulares pueden desencadenar un estado de solidaridad general de parte del conjunto de los trabajadores, los que irían descubriendo por esa vía sus verdaderos intereses y sumándose al movimiento, con el resultado de una situación objetiva y subjetivamente revolucionaria que podría desembocar en la toma del poder. A estas ideas es necesario agregar temas que aparecen de manera recurrente en su práctica política efectiva : la crítica permanente a la idea leninista de partido, o la reinterpretación del leninismo en clave democratista; la vigilancia permanente sobre la consecuencia política de cada militante, preocupación que se extiende a todos los ámbitos de la vida y, con esto, la insistencia en una actitud de lucha global, que compromete la vida en todas sus dimensiones; la tendencia a establecer un canon teórico ortodoxo, respecto del cual la mayor parte de las elaboraciones del resto de la izquierda aparecen como revisionismos que han cedido en mayor o menor medida ante la influencia ideológica del enemigo; la tendencia consiguiente a discutir larga y latamente en torno a cuestiones
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de teoría, con el efecto recurrente del desacuerdo inconciliable y la división, acompañada casi siempre de excomuniones mutuas. Y, aún, a estas tendencias, se pueden agregar características existenciales recurrentes, que se pueden reconocer constantemente en su acción: la tendencia a considerar las discusiones teóricas como esenciales, poniendo casi siempre las cuestiones de principio por sobre las posibilidades de alianza política práctica; la tendencia a quedarse en las proposiciones de acción máximas, sin repliegue posible ni alternativas; la tendencia a poner la consecuencia, el valor y la audacia como virtudes centrales, por sobre la coherencia, o el despliegue teórico; la tendencia a valorar las acciones por lo que tienen de audaces, de consecuentes o de demostrativas, por sobre la eficacia, o la viabilidad. Es curioso constatar, entre gente cuya actividad más común es discutir enconadamente cuestiones teóricas, una actitud de desvalorización de la teoría en beneficio de la práctica, sobre todo de la práctica inmediata, directa y ejemplarizadora. Es curioso constatar también, en movimientos que se dividen una y otra vez a raíz de largas discusiones teóricas en torno a la interpretación de acciones relativamente locales y pasajeras, el sentimiento de pertenecer a los destacamentos más conscientes y avanzados del movimiento popular. Cuando se los ha criticado, históricamente, se ha señalado también su tendencia al individualismo, su retórica frecuentemente ampulosa y excesiva, su enorme capacidad de hacerse notar a pesar de su falta de importancia numérica, su enorme capacidad de auto justificación teórica de los errores más evidentes, o de las estrategias políticas más inverosímiles. ¿Qué decir hoy día frente a estos fantasmas recurrentes que recorren el marxismo con retórica maximalista con la pretensión de asustar al enemigo y con el única resultado de ofrecerles una y otra vez los elementos empíricos que permiten mantener y racionalizar la represión? ¿Qué decir hoy, con un sistema de comunicación social globalizado y opresivo, con un sistema económico transnacionalizado y sin competidores, con una amplia capacidad técnica para manipular diferencias y extremos y hacerlas funcionales a la dominación? La mínima acusación que puede hacerse es la de su trágica
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ineficacia. Trágica no sólo porque no consiguen lo que quieren, sino porque contribuyen una y otra vez a conseguir exactamente lo contrario de lo que se proponen : el refuerzo opresivo y agobiante de los poderes dominantes, que ganan una y otra vez la batalla en el sentido común de las masas apoyados tanto en su gigantesca capacidad tecnológica como en la manipulación de las acciones que la torpe ofensiva pre tecnológica les ofrece en bandeja. Pero, desde un punto de vista teórico, no es suficiente con esto. Desde luego, y en primer término, porque tampoco puede decirse, de ninguna de las otras estrategias marxistas posibles, que hayan sido demasiado eficaces. Si tuviéramos que competir para ver qué sector de los marxistas le ha hecho más daño al sistema de dominación la verdad es que nadie podría salir demasiado orgulloso. Arrinconados históricamente, como de hecho estamos, la pregunta entonces, más que sobre la eficacia pasada o presente, no puede ser sino hacia el futuro. Por un lado el pasado del marxismo está lleno de horrores y atrocidades que quisiéramos superar, porque aún creemos que una sociedad más justa y libre es posible y necesaria. Por otro lado el presente está demasiado marcado de herencias autoritarias, volteretas hacia la derecha, irracionalismos compensatorios, como para que queramos alinearnos con unos o con otros fácilmente. Hacia el futuro, el problema político es qué marxismo queremos, de qué clase de marxismo creemos que puede surgir la práctica política que pueda alterar significativamente el continuo de la sociedad represiva. Hay muchas tristes cuestiones que no queremos nunca más cuando consideramos la dictaduras burocráticas que gobernaron de manera totalitaria en nombre del pueblo. Hay muchas tristísimas cuestiones que no queremos cuando consideramos la ignominiosa historia de voltereta y traición que se ha hecho común entre la mayoría de los ex marxistas. Pero hay también muchas cosas que no quisiéramos nunca más que siguen siendo ciertas entre los que presentan sus meros ideales, y su práctica paradójica, como emblema de consecuencia revolucionaria. Nunca más vanguardias. Ya no más expertos en revoluciones que se paran frente al conjunto del pueblo en la actitud de saberlo todo y de consecuentes abnegados mientras la gente común se debate en la
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inconsecuencia, la ignorancia y la complicidad. Estos expertos son ahora fácil instrumento de la propaganda burguesa, pero si triunfaran sería peor: los vanguardistas de hoy serán los burócratas de mañana. Ya ha ocurrido esto, mientras haya vanguardias nada nos asegura de que no ocurrirá otra vez. El totalitarismo que resulta de las prácticas políticas ilustradas no es patrimonio de la derecha, es también ampliamente constatable en la historia de los socialismos reales durante este siglo. Es de estos horrores y vergüenzas que debemos alejarnos para que un marxismo distinto sea posible. Los ultra izquierdistas vanguardistas de hoy ya profesan y practican la mentalidad totalitaria que ejercerán cuando sean los burócratas dominantes de mañana. El que hoy sean minoría, o el que se puedan contar entre las víctimas de la represión no agrega ni quita nada a lo que ya la racionalidad de sus acciones revela. Nunca más, de manera indiscriminada, todas las formas de lucha son válidas. La violencia directa tiene sentido sólo cuando involucra al conjunto del movimiento popular. La violencia directa particular, local, meramente ejemplarizadora, no sólo es funcional al sistema, sino que nos hace parecernos sospechosamente al enemigo. Pero, al revés, nunca más el exclusivismo en las formas de lucha, los expertos en dividir más que en integrar, los expertos en revoluciones que critican más a la propia izquierda que a la derecha. Todas las formas de lucha que no contradicen sus propios objetivos son válidas. La gran izquierda debe ser capaz de contener a todas las izquierdas, a todas sus temáticas, esencialmente diferenciadas, a todas sus formas teóricas, esencialmente diversas, a todas sus iniciativas, en muchos frentes de lucha distintos. Nunca más la idea de desviacionismo, o de revisionismo, en defensa de una ortodoxia común, estéril y niveladora. La cuestión vital ya no es la teoría correcta o el curso de acción correcto, sino quienes, en sus muchas opiniones y acciones, pueden estar a la altura del futuro que proponen, y quienes lo contradicen de hecho en sus acciones cotidianas. Nunca más la división estéril entre los ideales y el mundo, como si los ideales movieran a la voluntad, como si la gente común y corriente fuese tonta o ciega. No tenemos otro privilegio que el de mantener la voluntad de ser felices unida a la confianza en que el mundo puede ser transformado radicalmente. Cualquier ciudadano común puede alcanzar esta consciencia, de muchas maneras, desde muchos lugares, cualquier
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ciudadano común puede actuar para hacer que el mundo sea distinto. Construiremos una red de redes de acción en que no haya expertos ni vanguardias, ni iluminados ni teorías correctas, ni acciones brutales, ni desconocimiento de la humanidad. Miradas desde esta perspectiva las iniciativas ultra izquierdistas no son sino parte del pasado, herencia del totalitarismo, ilusión ilustrada, miseria que nos ha contagiado el enemigo. Sólo ir más allá, con voluntad e imaginación permitirá hacer de la izquierda realmente una posibilidad de construcción de futuro.
e.
La idea de revolución20
1. Revolución y revuelta Una buena parte de las impaciencias vanguardistas provienen de la idea de revolución. El imaginario marxista del siglo XX estuvo profundamente marcado por la noción de la revolución como evento, presidido por las imágenes heroicas y espectaculares de la toma de la Bastilla en 1789 y la toma del Palacio de Invierno en 1917. Se pensó habitualmente la revolución como un acto (tomarse algo, conquistar algo), que ocurre en un día crucial después de una guerra o levantamiento relativamente breves, que se celebró habitualmente el día de la revolución (14 de Julio, 25 de Octubre, 1 de Enero de 1959), asociado a un himno, a un lugar, a unos pocos héroes, a un líder. Era y sigue siendo común referirse a estos eventos incluso como “la toma del poder”. Para desmontar estos íconos, que no han sido sino reconstrucciones a posteriori, que sólo han servido a la ansiedad de las vanguardias y a la legitimación burocrática, haré varias distinciones en el campo semántico de la noción de revolución, para luego especificar cuáles de tales alternativas son las que deberían interesar realmente desde un punto de vista marxista. Lo que la palabra revolución contiene como mínimo, y para todos los casos, es que se trata de un proceso social relativamente rápido, general 20 Este texto forma parte de la segunda edición de Proposición de un Marxismo Hegeliano, hoy disponible en línea. Lo he incluido aquí para completar las ideas sobre marxismo y derecho y la crítica al vanguardismo formuladas en los tres textos anteriores.
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(afecta a toda una sociedad) y violento (como opuesto al carácter “pacífico” de lo que se llama “evolución”). Pero cada uno de estos rasgos puede ser relativizado ampliamente sin que por ello se pierda el concepto. Hay que considerar que la revolución agrícola duró unos cuatro mil años, que se suele hablar de revolución aunque ocurra en un país pequeño (como Cuba) sin afectar a la sociedad en que está inserto, o que se podría estar hablando de la violencia de las ideas o de los gestos, como ocurre con las revoluciones científicas o la de la vida cotidiana. Lo que el concepto retiene, a pesar de estas relativizaciones es la radicalidad de lo que ha ocurrido. Sólo usamos este término cuando creemos que de un modo rápido, general y violento ha cambiado la esencia de un proceso social. Marx sostuvo que la burguesía era una clase eminentemente revolucionaria. Y condensó esto en una afirmación famosa: “no puede existir sino a condición de revolucionar permanentemente las fuerzas productivas” (es Palabra de Marx). Se refería, por supuesto, a las consecuencias catastróficas, buenas y malas, de la extrema rapidez de esos cambios sobre las relaciones sociales de producción, que se traducen en grandes cambios culturales y agudas luchas políticas. Distinguiré este modo como revolución productiva, es decir, aquella que desde las fuerzas productivas altera las relaciones de producción, de lo que se puede llamar revolución política, en que el proceso ocurre al revés. El mejor ejemplo de la primera son las revoluciones burguesas, un buen ejemplo de lo segundo es el modo en que la revolución rusa se convirtió en hegemonía burocrática. Desde luego, se trata de una diferencia analítica, teórica. Ambos modos no son ni exclusivos ni excluyentes, y es obvio que se da una dinámica permanente entre ellos. Es asunto es relevante, sin embargo, porque se da entre estos modos, de manera histórica, una suerte de prioridad. Mientras la revolución burguesa debe ser pensada como eminentemente productiva, la revolución proletaria debe ser pensada como una revolución política. La burguesía sólo buscó el poder político en la medida en que lo necesitó para el despliegue de sus iniciativas productivas y de los buenos negocios. Se podría decir que se encontró con el cambio político y lo usó como medio. El comunismo, en cambio, sólo es posible como un sostenido esfuerzo prioritariamente político, en que la autonomía política de los ciudadanos asociados debe considerarse como un fin en sí, y desde allí debe incidir sobre la
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construcción de hegemonía en el plano productivo. Pero, aun pensada como revolución política, es necesario distinguir en ella el cambio político, por radical que sea, del cambio estructural. Un cambio político ocurre en el aparato del Estado (un gobierno por otro, unas leyes por otras). El cambio estructural desde un punto de vista marxista sólo pueda ser el reemplazo de una clase dominante por otra. En sentido acotado, el primer tipo se puede llamar revuelta: cambian los gobiernos pero se mantiene la clase dominante. En sentido propio sólo el segundo tipo debería llamarse revolución. Cuando pensamos en el aspecto productivo de ese cambio estructural la clave, como he sostenido antes, es el cambio en la clase social que domina la división social del trabajo. En términos directamente políticos esto debe traducirse en la radical subversión del Estado de Derecho. La hegemonía moderna, burguesa, burocrática, se convierte directamente en gobierno cuando construye un Estado de Derecho que la favorece sistemáticamente. Por supuesto es crucial distinguir aquí el Estado del gobierno, y el Derecho de la ley. El estado de Derecho es el hecho de que impere una articulación de leyes determinada. Para que esto ocurra son necesarias las instituciones del Estado, como el gobierno (ejecutivo, legislativo, judicial), el aparato administrativo (contraloría, municipios, superintendencias) y, por extensión, los servicios públicos (los servicios de educación, salud, cultura, organizados por el Estado). En un sentido aun más amplio, las propias leyes pueden ser consideradas como instituciones del Estado de Derecho. Lo que importa para el dominio de clase es que el Estado de Derecho como conjunto, es decir, su núcleo y esencia, favorezca a la clase dominante. Como he sostenido en Capítulos anteriores, puede haber muchas leyes que favorezcan al proletariado, y aun así el conjunto favorecer a la burguesía o al poder burocrático. Prácticamente todas las leyes del Estado de Derecho burgués pueden cambiar (más sociales o más democráticas, más liberales o más autoritarias) bajo la única condición de que no se toque el núcleo esencial que es la propiedad privada y el sistema del trabajo asalariado. La burocracia ha ido agregando a estas condiciones, progresivamente, el poder de las certificaciones de su pretensiones de saber (como ocurre con la autonomía de los Bancos Centrales respecto del control ciudadano),
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que considera interesada e ideológicamente como obvias. Cuando el movimiento popular consigue llevar sus presiones sociales hasta el grado de cambiar las leyes que expresan este núcleo esencial invariablemente aparece de parte de las clases dominantes el recurso a la violencia física, la asonada militar, la guerra anti popular explícita, y la burguesía y los burócratas simplemente se olvidan de todas sus apariencias y remilgos democráticos. Lo hemos visto. Los sistemas jurídicos que son el centro del Estado de Derecho (propiedad privada, trabajo asalariado, propiedad intelectual, prioridad del saber tecnocrático) consagran una relación social de explotación que es antagónica y violenta, y las clases dominantes están dispuestas a defenderlos a toda costa a través de la violencia física. Esta situación es la que Marx llamó “dictadura de la burguesía”. Independientemente de si se da en formas más o menos democráticas, la dictadura de clase de la burguesía reside, en términos políticos, en el Estado de Derecho mismo. Ese Estado de Derecho es como tal, en su esencia, sólo violencia institucionalizada, y es contra él, como respuesta, que tenemos derecho a la violencia revolucionaria.21 Podemos distinguir así la violencia política en general de lo que debe entenderse de manera más acotada como violencia revolucionaria. No es lo mismo la violencia en un Estado de Derecho (violencia social, violencia represiva) que una que está dirigida contra el Estado de Derecho. De manera correlativa, no es lo mismo la violencia contra leyes particulares, o contra el gobierno, que aquella que se dirige contra el núcleo del Estado de Derecho que favorece a las clases dominantes. La tarea política revolucionaria, en un primer plano, es derrocar la dictadura (legal y material) de las clases dominantes, es decir, construir un Estado de Derecho que favorezca sistemáticamente a los productores directos. Esto es lo que Marx llamó “dictadura del proletariado”, independientemente de si se da a través de formalidades democráticas o no.
21 Ver al respecto, Carlos Pérez Soto, Violencia del derecho y derecho a la violencia, Revista Derecho y Humanidades, N° 20, 2012, publicada por el Centro de Estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.
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2. Revolución y reforma La revolución comunista debe ser entendida como un proceso, no como un evento. Como una larga marcha en que lo esencial es la progresiva construcción de hegemonía en el plano productivo, y su apoyo correlativo en la construcción de un aparato jurídico y cultural que favorezca sistemáticamente los intereses sociales por sobre los intereses privados. El programa comunista consiste en crear un mundo de abundancia y autonomía de los ciudadanos que haga progresivamente innecesaria la lucha de clases y sus instituciones, y que debe culminar en la extinción del Estado de Derecho que se use como medio para promoverlo. Cuando pensamos la revolución de esta manera conceptual, es decir, por sus contenidos, no por sus formas, el modelo histórico que se debería tener presente es más bien la revolución burguesa en Inglaterra, que la espectacularidad de la revolución francesa, o la tragedia de heroísmo bolchevique y realismo burocrático que fue la revolución rusa. Durante cuatrocientos años, de maneras “pacíficas” y “violentas”, por vías legales e ilegales, a través de la cultura y la guerra, la burguesía fue imponiendo su hegemonía productiva hasta convertirla en esa violencia institucionalizada que llama paz, hasta convertirla en gobierno. Pensada de esta forma, la dicotomía idiota entre reforma y revolución, cuyo único efecto histórico ha sido contraponer a la izquierda contra la izquierda, resulta completamente artificiosa e innecesaria. Toda iniciativa revolucionaria es como mínimo reformista, se da y sólo puede darse en y contra el Estado de Derecho que busca subvertir. La relación aquí es de grado, de perspectiva, de radicalidad real e histórica, más que de alternativas abstractas. Pensar la revolución como si pudiera separarse y distinguirse de hecho de la acción reformista es pensarla como acto (ocurre o no) y no como proceso; como evento puramente político (derrocar un gobierno) y no propiamente estructural (cambiar la clase dominante). Es pensarla como ejercicio de la violencia física (predominio militar) por sobre la violencia estructural e institucionalizada (predominio político). Es pensarla, en buenas cuentas, de acuerdo a las urgencias subjetivas del vanguardismo, siempre atravesadas de idealismo ético. Todos estos extremos tienen un
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mal pronóstico. Lo hemos visto. Pero aun un proceso de violencia estructural y política anti capitalista podría no ser todavía una revolución comunista. El capitalismo está siendo de hecho superado por la violencia revolucionaria de una clase que surge desde su lógica y construye, como toda nueva clase dominante, sus hegemonías y sistemas de legitimación por vías legales e ilegales. Es importante notar que se suele llamar “corrupción”, tendiendo sobre ella un manto moralizante, a lo que no son sino las vías, ilegales desde el punto de vista del derecho burgués, a través de las cuales el poder burocrático impone progresivamente su hegemonía. Y somos testigos de cómo los poderes dominantes periódicamente “sinceran la situación” convirtiendo en legales prácticas que en tiempos muy recientes consideraron “corruptas”, como el lobby, o el arbitrio de los grandes administradores sobre el capital que no les pertenece, o la suspensión de las garantías jurídicas de los ciudadanos bajo gobiernos progresivamente policiales. Se presenta aquí una ambigüedad terminológica inevitable que, por razones políticas, es necesario especificar. En sentido conceptual, considerada desde sus propios intereses, esta violencia burocrática es revolucionaria. Atenta contra el dominio de la burguesía, así como también la revolución burguesa atentó contra el dominio de los Señores Feudales. En un sentido más político, en cambio, estas acciones radicales, que buscan pasar el poder de una clase explotadora a otra clase explotadora, consideradas desde el horizonte comunista, deberían llamarse reformas. Hay, entonces, dos tipos de violencia anti capitalista. Desde el marxismo, deberíamos llamar reformista a la que se mueve aun dentro de la hegemonía de la clase dominante, por un lado, y también a aquella cuyo horizonte no es sino cambiarla por la de otra clase dominante. Sólo deberíamos llamar violencia revolucionaria, en cambio, a aquella cuyo horizonte es el fin de toda dominación de clase.22
22 Debería ser obvio que estas distinciones implican toda una serie de consecuencias respecto de la evaluación que podamos hacer de las revoluciones que se llamaron socialistas y de su destino. Dejo esas consideraciones, sin embargo, completamente a los que quieran insistir en el ejercicio políticamente vacío de la nostalgia.
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3. La violencia política En todo el razonamiento anterior he usado una y otra vez el término “violencia”, Desde luego, para la hipocresía politiquera imperante se trata de una expresión impopular. Todos los sectores de la pequeña política convencional, incluso cuando bendicen las armas, o legalizan mecanismos represivos, dicen hacerlo en nombre de la paz. Sólo hablan de violencia para estigmatizar las acciones sociales contra la ley (“delincuencia”) o contra SU Estado de Derecho (“subversión”). No les parece violencia la pobreza (hay que mejorar las oportunidades), ni la miseria en los hospitales (el Estado es ineficiente), ni la destrucción de la educación pública (los privados lo hacen mejor), ni la destrucción del medio ambiente (costos que hay que “mitigar”), ni siquiera la propia decadencia del horizonte liberal del derecho burgués que se expresa en un régimen jurídico crecientemente represivo (hay que detener al terrorismo). Por supuesto no estoy escribiendo para los medios de comunicación masivos, monopolizados en su propiedad y en su sentido común simplón por las clases dominantes. Tampoco para las moralinas del idealismo ético impotente e ineficaz, cuyos lamentos están siempre tan cerca de la hipocresía y el cinismo. El asunto no es la “agenda” de los medios, o lo que pueda surgir de criterios éticos abstractos. El asunto no es la paz. Dicen que hay paz cuando han consolidado legal y culturalmente su sistema de explotación y dominio. Cuando han logrado colonizar el sentido común con sus éticas interesadamente abstractas y con el conformismo rampante: “hay lo que hay, por lo menos vivamos en paz”. Lo real es que lo que impera es la miseria, la mediocridad de la vida, el trabajo estupidizado, el medio ambiente irrespirable, los alimentos degradados por el interés comercial, las ciudades que aglutinan cemento y ruido, y agobian y aíslan a los seres humanos. Lo real, por sobre las fantasías y los cinismos, es la violencia. No se trata entonces de la paz. Toda acción revolucionaria, aunque sólo consista de manera individual y momentánea en levantar una pancarta, es de suyo violenta. La discusión que nos corresponde por lo tanto no es si la revolución puede ser pacífica o violenta, armada o parlamentaria. Siempre es violenta, siempre tendrá episodios armados. La discusión real, la única útil y políticamente significativa, es qué violencia. En primer
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lugar, y ante todo, qué contenidos. Luego, y de manera sistemáticamente coherente, a partir de ellos, qué formas. Sobre los contenidos he escrito hasta aquí ya bastantes cosas, y aun tengo que concretas otras tantas. Me detendré ahora en las formas. Si la revolución es pensada como proceso, si las revoluciones las hacen los pueblos, si se trata de evitar la formación de futuros dominadores burocráticos, entonces la violencia revolucionaria debe ser siempre violencia de masas. Y de manera inversa, desde la izquierda y como izquierda, debemos criticar y oponernos a la violencia vanguardista. Llamo violencia vanguardista a la que está pensada de manera ejemplarizadora, es decir, se estructura a partir de actos radicales que emprende una minoría ilustrada para mostrar que es posible desafiar al poder y entusiasmar con eso a la masa supuestamente pasiva a seguir el ejemplo. Como es ampliamente constatable en el destino trágico de casi todos los movimientos guerrilleros, y también en la tragicomedia menor de las barricadas estudiantiles, la sabiduría del pueblo, que probablemente presiente en estos iluminados a futuros amos, y también la de los trabajadores, que tienen poco pero bastante más que sus cadenas para perder, ha dado sistemáticamente la espalda a estos heroísmos, incluso en condiciones de opresión o pobreza que a un intelectual universitario le parecerían simplemente insoportables. Y hemos comprobado una y otra vez como esta falta de eco popular real es estigmatizado por la vanguardia, que prefiere despreciar el sentido común de los oprimidos como enajenación, cobardía o entreguismo, en lugar de trabajar políticamente desde él. Y hemos visto como en esta lógica la acción que buscaba ser ejemplarizadora se vuelve puramente testimonial, y termina siendo una satisfacción puramente particular, para el idealismo ético… y para la prensa de derecha. Sin embargo, el problema de esta violencia vanguardista no es su reiterada falta de eficacia, sino su lógica misma. El problema es la idea de que en el movimiento popular habría algunos que saben la tarea y el camino y otros que no saben y están engañados permanentemente por el poder. Esta lógica, que no es sino la actitud pedagógica de la Ilustración, es la que lleva a la formación de grupos de consecuentes, que se proclaman a sí mismos como vanguardias, y cuya principal tarea efectiva no es sino disputar interminablemente entre sí esa calidad, en una carrera de honores,
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actos ejemplares y muestras y exigencias de “consecuencia revolucionaria” en que se termina peleando mucho más y más agudamente con la izquierda que con la derecha. Se trata de una lógica atravesada por el idealismo ético. El comunismo es pensado como un ideal (una utopía, un más allá); la perspectiva es pensada como una línea (que debe distinguirse paso a paso del “desviacionismo”); los aliados y enemigos son pensados como “buenos” y “malos”, lo que conduce a caracterizarlos de manera moral (combatientes ejemplares frente a opresores malvados, crueles, intencionalmente perversos); se razona la acción en función de una moral dicotómica, en que el bien es simplemente y de manera abstracta distinto y exterior al mal; se desconfía permanentemente, debido a estas exigencias de pureza, de los propios aliados, que están siempre al borde de la inconsecuencia y la claudicación. Es completamente esperable entonces, bajo estos imperativos, que la violencia vanguardista tenga la lógica de la venganza (“cuando la tortilla se vuelva”), que no vacile en atentar contra personas individuales, porque se les ha atribuido un carácter moral irreparable y una importancia clave como ejemplos políticos. No es raro que esta lógica mantenga un grueso doble estándar respecto de los Derechos Humanos, que reclama cuando va perdiendo, y denuncia como ideología burguesa cuando va ganando. No es raro en esas condiciones que la purga de aliados inconsecuentes llegue a ser tanto o más relevante que la lucha contra sus enemigos objetivos. Incapaces de toda política de alianzas, valorando siempre más el elemento militar que el político, estas vanguardias están casi siempre condenadas al aislamiento, al carácter de minoría bulliciosa que sólo contribuye a enmierdar la discusión de izquierda y a facilitar la propaganda del enemigo. Sin embargo esto no es su destino necesario. Si lo fuera no tendría necesidad de detenerme a argumentar en su contra. Puede ocurrir, y ha ocurrido, que la debilidad militar temporal y local del enemigo, y los grados de opresión excesivos, se reúnan en momentos históricos cruciales que hacen que el conjunto del pueblo esté por fin dispuesto a apoyar los pronósticos sistemáticamente fallidos de los vanguardistas. En esos casos se hace viable una “revolución” que ocurre como evento (un día, una plaza, un himno, una toma), en que se logra ganar un gobierno. Si esa toma
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del gobierno sobrevive a la guerra civil consiguiente el pronóstico es oscuro. Las revoluciones emprendidas desde una vanguardia, por una vía predominantemente militar, a través de procesos políticos que parecen ser decisivos y definitivos, han conducido invariablemente a la constitución de esas vanguardias como poder burocrático. Lo hemos visto. 23
Por supuesto los vanguardistas que resultan derrotados en esa deriva por otra fracción que tuvo mayor astucia y acceso al poder, interpretarán su fracaso nuevamente de manera moralizante. Se corrompieron, se desviaron, el poder los convirtió de alguna manera misteriosa en malvados, o reveló por fin lo malvados que habían sido desde siempre. Desde un punto de vista marxista por cierto todas estas explicaciones, aunque sean empíricamente documentables, son falacias en su fundamento. Sólo describen algo, sin encontrar nunca su raíz explicativa material. La cuestión material es siempre, y desde siempre, quiénes controlan de manera directa y efectiva la división social del trabajo. El proceso de conversión de la revuelta bolchevique (que derroca a un gobierno)24 en revolución burocrática (que logra cambiar a la burguesía y a los terratenientes como clase dominante, para ponerse en su sitio) no es sino el proceso en que la vanguardia política bolchevique se convierte en vanguardia productiva, industrializadora. El proceso a través del cual el gobierno, conseguido junto al pueblo, pero en esencia sin él, se convierte en hegemonía real, pero hegemonía justamente de aquellos que obtuvieron el poder de manera directa. La razón doctrinaria, en suma, para oponerse a la violencia vanguardista, muy por debajo de las trivialidades de su idealismo y de sus entusiasmos militaristas, es que cuando fracasa no es sino sacrifico inútil, 23 Desde la Comuna de París, pasando por los gobiernos de consejos en Hungría, Baviera, hasta las guerrillas eternas de Colombia y Perú, los casos de término prematuro o ineficacia permanente de estos asaltos son muchos. Desde la revolución bolchevique y la larga marcha de los comunistas chinos, hasta la revolución protegida por un férreo paraguas nuclear en Cuba, los ejemplos de triunfos son bastante pocos. El marxismo del siglo XX, que muchos llevan como nostalgia hasta el día de hoy, vivió permanentemente fascinado por estas gestas heroicas, a pesar de que todas devinieron hacia oscuros resultados. Ya no más. Ya es suficiente. 24 Perdón por la precisión, pero es necesario, contra la reconstrucción nostálgica que derroca a quienes ya habían derrocado un gobierno. El pueblo ruso, organizado en soviet que los bolcheviques no controlaban, derrocó la dictadura zarista en febrero de 1917. Los bolcheviques, que sólo entonces y a regañadientes comprendieron la importancia y el potencial de los soviets, derrocó a ese gobierno revolucionario, pero “incorrecto”, en octubre. El mismo Lenin tuvo el tiempo y la perspicacia suficiente como para considerar, cuando ya era tarde, que esa falta de talento para las alianzas era un grueso error.
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que sólo favorece al enemigo y que, cuando triunfa, se convierte en la vía revolucionaria que conduce a una de las formas del dominio de clase burocrático. Es por esta cuestión de fundamento, y también por un valor ético que proviene de una ética no idealista, post ilustrada, que la violencia revolucionaria debe ser pensada siempre como violencia de masas. La toma, la huelga política, la marcha, y también la sublevación general, son formas de violencia de masas. Incluso puede serlo la barricada. Si toda una gran ciudad se incendia de barricadas, eso es violencia de masas, si se arma una barricada en la puerta de la universidad sólo para delicia de la prensa derechista, eso es violencia vanguardista. El número de participantes o, más bien, la convocatoria social no es, en absoluto, un detalle menor, es justo el punto clave del asunto. Se trata de acciones que convoquen, que sumen. Aunque no todos participen de manera directa, se trata de que se produzca una reacción solidaria, de disposición al apoyo, que sea constatable. Pero también, por su proyección histórica, la violencia de masas no es la apuesta a un gran evento, decisivo y definitivo, (la “toma del poder”) a partir del cual sólo quedarían contradicciones sociales reconciliables que resolver, sino más bien una amplia perspectiva, que puede pasar por tomar y perder el poder muchas veces, de manera militar o pacífica, pero cuyo avance no se mide por la mantención del gobierno, sino por la construcción de hegemonía productiva. El gobierno, el dominio social, es siempre un medio, un fin táctico, pero no es por sí mismo el objetivo estratégico, ni siquiera una garantía para que el objetivo estratégico se cumpla. La gran izquierda, compuesta por muchas izquierdas debe, en primer lugar, poner en la discusión social de manera explícita el problema de la violencia, y afirmar su derecho a oponerse a la violencia institucionalizada a través de la violencia de masas. Pero debe, en segundo lugar, y en la misma discusión, criticar la violencia vanguardista. En primer lugar por su pronóstico, pero también desde una ética situada, por sus connotaciones de venganza. La gran izquierda debe oponerse siempre al terrorismo que, como es sabido, proviene la gran mayoría de las veces de los mismos poderes
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dominantes que dicen de manera hipócrita combatirlo. Pero también debe oponerse a las políticas ocasionales de tipo terrorista que pueden surgir desde la propia izquierda. La gran izquierda debe oponerse a la violencia contra objetivos personales, aunque asuma que en toda lucha violenta habrá daños a personas. Debe reconocer la vigencia universal de los Derechos Humanos de nuestros enemigos aun en el caso, y en la realidad flagrante, de que ellos no la reconozcan para nosotros. La revolución debe ser pensada como un acto de justicia, no de venganza. Lo que debe estar siempre al centro de la discusión y la acción son sus contenidos, por muy necesario que sea discutir sus formas.
III. SOBRE LA MERCANTILIZACIÓN DE LA MEDICINA
a.
No son enfermedades1
Se puede llamar medicalización a la extensión metafórica de la mirada médica a situaciones ajenas a su campo, y al tratamiento médico de alteraciones que no tienen ni origen ni carácter médico. Es lo que ocurre, en el primer caso, con metáforas como “cáncer social” o “enfermedades del alma”. Y es lo que ocurre, en el segundo caso, en muchas de las situaciones que expondré en este texto. El British Journal of Medicine (BJM) ha propuesto el nombre de no enfermedades (non–disease) para cuadros de alteración que tendrían mejor pronóstico si no fuesen tratados como tales.2 En su listado, elaborado sobre la base de consultas a todo tipo de profesionales médicos, y renovado cada cierto tiempo, enumera, entre muchos otros, la desnutrición, la borrachera, el “codo de tenista”, el parto, la vejez, la soledad.
Poderosos intereses comerciales, gigantescas compañías farmacéuticas y consorcios hospitalarios, han convertido a la medicalización, paradójicamente, en un problema de salud pública. Millones de personas han llegado a sufrir toda clase de efectos secundarios derivados del consumo de fármacos e intervenciones médicas que les son administradas con un fundamento científico extremadamente débil, sólo por la rentabilidad que reportan para sus promotores. El extremo de esta tendencia es el tráfico de enfermedades (disease mongering), en que se realizan 1 Este texto fue escrito para los estudiantes de Terapia Ocupacional de la Universidad Nacional Andrés Bello en Marzo de 2013. 2 Ver Richard Smith, In search of “non–disease”, BJM, Vol. 324, 13 abril 2002, pág. 883– 85. El concepto tiene su origen en el artículo clásico de C.K. Meador, The art and science of nondisease, en el New England Jorunal of Medicine, Vol. 272, 1965, pág. 92–95.
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enormes y metódicas campañas para llevar un cuadro sanitario al rango de enfermedad, influir sobre los médicos que podrían tratarlos, atemorizar al público sobre sus efectos… y ofrecer los fármacos correspondientes a buen precio. Una práctica tan extendida que ya se ha convertido en tema de debate y crítica a nivel mundial.3 Como en todos los males, la medicalización representa también una oportunidad positiva para debatir en torno a lo que es adecuado considerar como “problema médico”, y para poder actuar de manera diferencial respecto de los que deberían ser considerados y tratados más bien como problemas sociales, morales o económicos. Un asunto central en este debate es qué debemos entender por enfermedad. Propongo a continuación una serie de distinciones a propósito de este concepto. Por supuesto, distinciones sobre las que operan criterios y opciones. Distinciones, por lo tanto, esencialmente preliminares, provisorias, formuladas para promover justamente eso que tantos nos falta en estos ámbitos: un debate, un intercambio racional de argumentos contrapuestos del que puedan surgir criterios comunes, que beneficien a todos. A pesar de la tan repetida definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), sostengo que, en primer lugar, para acotar el campo específico de la intervención médica, es necesario distinguir entre bienestar, salud y problemas médicos. La salud es sólo un componente del bienestar. Lo médico es sólo un componente de la salud. Los estándares del bienestar son, y deben ser,
producto de consensos culturales y sociales. Todavía en los estándares de salud, junto con criterios biológicos, operan, y deben operar, variables y criterios sociales. Deberíamos reservar en el ámbito médico sólo a aquel subconjunto de estándares de salud que pueden ser definidos en términos biológicos, y cuya medición, control y tratamiento resulte claramente mejor a través de ellos. La pobreza, o los déficits en educación, que claramente afectan al bienestar, no son problemas de salud. El consumo de comida chatarra, o la vejez, que son problemas de salud, no son problemas 3 Ver el problema general en, Ray Moynihan y David Henry, The fight against Disease Mongering: generating knowledge for action, en PLoS Medicine, Vol. 3 Issue 4, Abril 2006. Todo ese número, de PLoS Medicine, plenamente disponible en línea en www.plosmedicine.org. También toda la edición del 13 de Abril de 2002 del British Medical Journal (Vol. 324, N° 7342), varios de sus artículos están disponibles en línea. Sobre la industria farmacéutica se puede ver el libro de Ben Goldacre, Bad Pharma, how drug companies mislead doctors and harm patients, publicado por Fourth Estate, Londres, 2012.
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médicos. La diferencia entre la salud y lo médico, aplicada de manera rigurosa, debería afectar a lo que, de una manera bastante genérica, se suele llamar medicina. Desde la época de Hipócrates se han distinguido como funciones médicas esenciales “curar la enfermedad” y “aliviar el dolor”. La modernidad, a partir del conocimiento de las causas, agregó la función de “prevenir la enfermedad”. Es obvio, sin embargo, que la medicina preventiva primaria (antes de la enfermedad) no opera sobre las enfermedades, y que la prevención secundaria (desde la enfermedad, sobre sus efectos anexos), y la terciaria (de rehabilitación) no son en general tarea directa del médico. La “medicina” preventiva, considerada de manera rigurosa, se preocupa de problemas de salud, no de problemas médicos. La prevención primaria puede, y debe, derivarse a la población en general. Muchos profesionales asociados, con competencias médicas de tipo general, pueden asumir la prevención secundaria y terciaria. Ni los hospitales, ni los fármacos, ni los cirujanos, deberían tener en estos ámbitos competencia alguna. Tal como el objeto de la medicina preventiva es el contexto, el objeto de la medicina paliativa es el trauma. El que el dolor sea un problema médico depende estrictamente de su gravedad, y de su posibilidad objetiva de alivio. El dolor no es, por sí mismo, una enfermedad. El alivio del dolor general, como síntoma leve, puede ser abordado perfectamente de manera directa por los propios usuarios, mínimamente educados y empoderados en el saber sanitario más general. El alivio del dolor agudo puede ser abordado por enfermeras, anestesistas u otros profesionales. El alivio del dolor incurable, asociado a situaciones terminales excede, y debe exceder, completamente, la intervención (y la vanidad) médica. En esos casos extremos la palabra debe tenerla de manera exclusiva el afectado, y el médico debe someter sus competencias a esa voluntad. El resultado de estas consideraciones es que, en general, salvo en dolores agudos, específicos y curables, la “medicina” paliativa tiene que ver con la salud, es decir, no es un oficio directa y propiamente médico. Como debe ser evidente ya, el ámbito que considero como
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propiamente médico es sólo, y de manera restrictiva, el de la medicina curativa: curar la enfermedad. La intervención farmacológica y la intervención quirúrgica son las herramientas propias del quehacer curativo. Y lo son de un modo exclusivo y privativo. Por un lado ningún profesional que no sea un médico debería aplicarlos. Por otro lado, no deberían ser aplicados a ningún otro ámbito que no sea el de curar la enfermedad. Ni las cirugías estéticas, a pesar de las competencias que requieren, ni el consumo por razones sociales de fármacos o drogas, legales o ilegales, forman parte, en rigor, de la medicina. El criterio general que opera en esta restricción es que, como es empíricamente constatable, toda intervención médica produce no sólo beneficios, sino también daños. Ningún fármaco opera sólo sobre el agente patógeno al que está destinado, y ningún procedimiento quirúrgico corta sólo aquello que se considera enfermo. El oficio médico resulta entonces un permanente y delicado cálculo entre esos beneficios y esos daños. El ejemplo de la radioterapia en el cáncer es uno de los más expresivos.4 La cuestión prudencial entonces es que se debe hacer lo posible por restringir el ámbito de situaciones en que las personas deben ser sometidas a este cálculo. No sólo se trata de los criterios éticos más generales y mínimos, como que el beneficio global supere al daño local, o que el interés médico directo del afectado sea prioritario respecto de las molestias que sus males causan en su entorno, o que el beneficio sea permanente y en cambio los daños sean temporales y superables.5 La agresividad de los procedimientos farmacológicos y quirúrgicos, que es justamente el reverso y el precio de su eficacia posible, hace que, más allá de esta ética mínima, sea prudente exponerse lo menos posible a estos cálculos, restringiéndolos sólo a aquellas alteraciones que puedan llamarse de manera objetiva enfermedades. 4 Se puede mostrar, en un análisis más detenido, que esto surge de uno de los rasgos más profundos de la medicina científica: su carácter analítico. Curiosamente, y en contra de lo que cualquier persona razonable haría, la intervención médica científica prefiere atender el tratamiento de cada parte, y rara vez se hace cargo del todo orgánico. No es raro, debido a este absurdo que se presenta como científico, que una intervención mejore un órgano o un sistema a costa de enfermar a otros que hasta ese momento no estaban comprometidos, y que luego, para remediar este daño, originado en la propia intervención médica, se hagan otras intervenciones que afectan ahora a otras zonas. Si este absurdo se viera forzado por la gravedad sin alternativas del primer problema quizás se justificaría. La práctica cotidiana constatable, sin embargo, es que este método de curación que produce tantos problemas como los que resuelve se aplica prácticamente a todas las afecciones, independientes de su gravedad. 5 Criterios éticos mínimos que, sin embargo, como se puede constatar a diario, no suelen ser respetados en las intervenciones psiquiátricas de tipo médico.
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Pero, entonces, nuestro problema retrocede a una cuestión previa: qué es lo que consideramos como enfermedad. Sostengo que, para avanzar en esa determinación, es necesario distinguir entre tres tipos de alteración, o desviación: enfermedad, condición, opción. En general, sólo tiene sentido hablar de alteración o desviación cuando se da un alejamiento respecto de una norma o estándar determinado de manera estadística. El correlato de una desviación, que se infiere de un cálculo matemático, es la normalidad. Que en estas inferencias matemáticas la normalidad sea deseable es una cuestión estrictamente de criterio, y depende de qué curva de normalidad estemos considerando. Es obvio que al hacer una clasificación y recuento estadístico de las actitudes morales que se dan en una población lo que recomendaremos luego no es que sus integrantes traten de ajustarse a la normal. Es frecuente incluso que lo deseable sea justamente que se alejen de ello. No toda normalidad es deseable. De lo contrario no admiraríamos a Beethoven o a Leonardo de Vinci. Cuando el alejamiento de la normalidad es una opción lo que está en juego es la libertad, y los criterios para juzgar sus límites sólo pueden ser morales, políticos y sociales. Contraer matrimonio, o mantenerlo de por vida, es cada vez menos normal. Pero esto no representa ni una condición ni una enfermedad. Se puede decir que el alejamiento de la normalidad es una condición cuando los afectados no pueden evitarla. La ceguera incurable, el síndrome de Down, y la vejez, son condiciones. No son ni opciones ni enfermedades. Hay personas para las cuales la pobreza es una condición, es decir, han sido llevados hasta un estado económico tal que no pueden salir de él sólo por su propia voluntad y esfuerzo particular. Los economistas llaman a esto la “pobreza dura”. Es obvio que lo que distingue a alteraciones como el síndrome de Down de esta “pobreza dura” es que en el primero son identificables estándares y parámetros biológicos, en cambio en el segundo estándares de tipo económico y social. Esta diferencia se traduce en que, en general, las condiciones de este segundo tipo son superables con el apoyo adecuado, mientras que las del primer tipo suelen ser permanentes, y tienen, por eso, un poderoso efecto identitario. Si consideramos más de cerca esos estándares biológicos es posible
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distinguir los de tipo orgánico funcional (… que los órganos funcionen), de los de tipo fisiológico y bioquímicos (que no haya insuficiencias), de los anatómico funcionales (que las proporciones del cuerpo permitan cumplir con sus funciones generales) de los, por último, puramente anatómicos (que las proporciones corporales se atengan a la normalidad estándar). Hechas todas estas diferencias podemos proponer un criterio acotado, específico, médico, para definir enfermedad. Una alteración sólo debe ser considerada enfermedad: 1) si compromete la viabilidad biológica del organismo, es decir, si debido al apartamiento del equilibrio orgánico funcional, o de indicadores fisiológicos y bioquímicos cruciales, o una grave distorsión de los estándares anatómicos, se puede morir; 2) si ese apartamiento tiene un origen biológico inmediato, y un modo de desarrollo, identificables y observables de manera directa; 3) si se trata de una alteración curable. El primer punto es importante porque hay muchas alteraciones, o desviaciones de los estándares biológicos que, aún sin ser tratadas, no comprometen la viabilidad orgánica, no conducen ni de manera directa, ni necesaria, a la muerte. Ni la hipertensión, ni el colesterol elevado, ni las alergias, ni la obesidad, son enfermedades. Aún en el caso en que se las considere como problemas de salud (no médicos), tratarlas de manera médica (farmacológica o quirúrgica) no mejora en absoluto su pronóstico y, al revés, conlleva toda clase de efectos secundarios nocivos que son completamente evitables. Pero también hay alteraciones biológicas que forman parte del ciclo vital de todo ser humano. El embarazo, el parto, la dentición de los niños, los dolores de la menstruación, la osteoporosis de los viejos, no son enfermedades, y nada justifica su tratamiento médico. No hay ninguna razón médica fundada para hospitalizar los partos ni, muchos menos, como ocurre en este país, para practicar cesárea en más de la mitad de los partos normales. Este es un ámbito en que es muy obvio que el interés de la hospitalización es más mercantil que médico. Todos los estudios muestran que es mucho más eficaz prevenir las fracturas de cadera, probables entre los viejos debido a la osteoporosis, con simples medidas cotidianas de cuidado mecánico que tratarla con fármacos que producen toda clase de efectos secundarios completamente evitables.6 6
Ver al respecto el extraordinario libro de los médicos salubristas españoles
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La segunda condición, que las causas inmediatas y el mecanismo de desarrollo sean biológicas y observables de manera directa, es importante por el concepto mismo de curación. Sólo se puede llamar curación de una enfermedad a la erradicación de sus causas (como ocurre con las enfermedades bacterianas y los antibióticos) o, al menos, a la contención permanente de su mecanismo de desarrollo (como ocurre con la diabetes y la insulina, o la radioterapia y el cáncer). Y es muy obvio que para que esto sea posible es necesario que esas causas y mecanismos sean directamente observables (etiología), que sean detectables y medibles a través de marcadores biológicos objetivos y accesibles (diagnóstico), y que sean tratadas de manera farmacológica o quirúrgica (terapia) de un modo tal que sus avances sean también observables de manera objetiva (criterios de alta clínica). Ni la homosexualidad, ni el alcoholismo, ni las psicosis cumplen con estos criterios. Lo que está en juego aquí es el hecho de que para la medicina científica el simple paliativo de los síntomas no constituye curación, ni aún en el caso de que sea exitoso. En poder ir más allá del paliativo, hacia las causas y mecanismos, reside justamente su sustancial superioridad respecto de cualquier sistema médico anterior en la historia humana. Ahora, con estos nuevos poderes, sabemos que incluso, peor aún, sin el conocimiento de las causas y su mecanismo no hay garantía alguna de que el alivio de los síntomas no redunde en un mero ocultamiento, o incluso agravamiento, de las causas de los que derivan. Esta falta de garantía, que somete a los afectados a un riesgo grave e innecesario, es la que ocurre con todos los tratamientos farmacológicos de la depresión. No hay fundamento científico alguno, generalmente aceptado y empíricamente reproducible, para la acción de los fármacos antidepresivos sobre la depresión misma.7 Incluso las empresas farmacéuticas, que logran enormes ganancias con ellos, reconocen que sólo actúan sobre los síntomas y, por supuesto, a pesar de sus propias advertencias, no se hacen cargo en Juan Gérvas y Mercedes Pérez Fernández, Sano y Salvo (y libre de intervenciones médicas innecesarias), publicado por Libros del Lince, Barcelona, 2013. Para todas las estimaciones sobre cuadros particulares que hago en este artículo se pueden encontrar allí amplias y documentadas referencias. 7 Ver, al respecto, Joanna Montcrieff , “The antidepressant debate”, British Journal of Psychiatry, Vol. 180, pág. 193–94, 2002. Una extraordinaria exposición de sus investigaciones y críticas se puede encontrar en su libro The myth of the chemical cure: a critique of psychiatric drug treatment (2008), Palgrave, Macmillan, Londres, 2009. El texto contiene muchísimas referencias en torno a otros cuadros psiquiátricos.
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absoluto de los efectos secundarios nocivos, acumulativos y permanentes, que producen. Esta falta de garantías debería conducirnos a no considerar la depresión como un problema médico, o al alcance de una intervención médica útil, y a su tratamiento farmacológico como un procedimiento cuyos riesgos y efectos secundarios exceden largamente, y contra toda razonabilidad, a sus eventuales beneficios. Pero también la tercera condición de la definición de enfermedad, que se trate de una alteración curable, es muy importante. Es relevante, en primer lugar, respecto de las alteraciones que por ser incurables tienen un efecto identitario. Las personas ciegas, sordas o parapléjicas de manera incurable no están enfermas, y es absolutamente contraproducente tratarlas como tales. Como en el caso del síndrome de Down, se trata de condiciones que es preferible abordar por y desde ese efecto identitario, a través de estrategias eminentemente educativas y sociales. Vistas de esta manera, el rango de desviaciones de los estándares generales que no constituyen enfermedades se amplía considerablemente. Las condiciones, con efecto identitario, debidas al alejamiento de estándares perceptuales (ciego, sordo), anatómicos (cojo, manco), anatómico fisiológicos (obeso, hipertenso), o debidas a ciclos orgánicos temporales (embarazo, pubertad, menstruación, dentición, vejez), no son, ni deben ser consideradas, ni tratadas, como enfermedades. Cuando se atiende al criterio de la posibilidad de curación como parte de la definición de enfermedad, por último, podemos abordar de una manera más humana el problema de las alteraciones terminales. Es importante notar, en un extremo, que situaciones que no son, ni en su origen ni en su desarrollo, enfermedades, pueden llegar a serlo directamente, no sólo como síntoma o precursor.8 Es el caso de la 8 Es importante distinguir el tipo de situación que trato de establecer con esto de las llamadas pre–enfermedades, o de la vasta mitología en torno a los “factores de riesgo”, como el exceso de colesterol o la hipertensión, que nunca llegan a convertirse por sí mismas en enfermedades, por mucho que, en casos muy extremos, conduzcan a ellas. Los “factores de riesgo” no son más que extrapolaciones de estadísticas hechas sobre una población, fijadas con criterios bastante informales, que NO son aplicables directamente a cada persona en particular. Su presencia en una persona no es, nunca, ni un factor necesario ni un factor suficiente para el desencadenamiento de la enfermedad que se les asocia.
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desnutrición. La mala alimentación no es un problema médico, las primeras etapas de la desnutrición tampoco, pero hay un determinado estado de su avance en que sólo la intervención médica puede revertirla. Lo mismo ocurre con la osteoporosis en los jóvenes, o el alcoholismo. Algo que no era una enfermedad llega a serlo. De la misma manera, en el otro extremo, un cuadro que ha evolucionado como enfermedad hasta el grado de hacerse terminal, por ese hecho, debería dejar de ser considerado como una enfermedad. Algo que era una enfermedad, por su propia evolución, deja de serlo. Más allá de ese punto la vanidad y la pretensión de omnipotencia médica deberían simplemente ceder ante la voluntad del afectado, y de su entorno familiar. La tarea debería quedar entregada entonces a la salud paliativa, dirigida expresamente desde esa voluntad. Tal como todos tenemos derecho a un buen vivir, deberíamos tener también, y debería ser socialmente respetado, nuestro derecho a un buen morir.
b.
Su problema es endógeno9
1. Juan, Felipe y María Juan es ingeniero, está casado, tiene una hija, se dice que tiene un buen trabajo. Hace varios meses que tiene malestares gástricos. Primero parecía que tenía un resfriado persistente, que le afectaba las cuerdas vocales. El médico le sugirió que consultara a un gastroenterólogo y descubrió que tenía reflujo. Toma unas pastillas que le han ayudaron bastante, pero siguió con episodios de dolores abdominales y gastritis. El médico le dijo que tenía colon irritable. Le recetó unas pastillas que le ayudaron bastante. Pero hace unas semanas le detectaron una úlcera estomacal. El médico le recetó otras pastillas, y una estricta dieta. Pero le advirtió que se trataba de un cuadro difícil de tratar. Le preguntó una serie de cuestiones de su vida, bastante personales. Después de escucharlo le recomendó que junto con sus pastillas consultara a un psicólogo. El psicólogo, después de varias sesiones en que conversaron sobre su modo de vida, le recomendó seguir 9 Este texto fue escrito para diversos encuentros convocados por estudiantes de colectivo de contra–psicología, en Julio de 2012
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una terapia más o menos larga. Y, paralelamente, consultar a un psiquiatra. Juan, que ha tenido una formación universitaria de tipo científico, y que no cree realmente que su vida mental esté demasiado alterada, le pregunta por qué es necesario recurrir a un psiquiatra. El psicólogo le dice “es probable que una buena parte de su problema sea endógeno”. Felipe tiene doce años, sus padres se separaron cuando tenía cuatro, lo acaban de cambiar de colegio debido a la insistencia de su profesora jefe que piensa que el colegio en que está no es el más apropiado para él. Cuando tenía tres años tuvo un resfriado muy intenso. A partir de entonces padece de manera crónica problemas respiratorios. El diagnóstico de su pediatra pasó de alergia a amigdalitis crónica. Extirpadas las amígdalas diagnosticó asma. Debido a esto le recetó abundantes inhaladores, cambiando cada cierto tiempo de marca y de sustancia activa. Desde los cinco años empezó a tener problemas de adaptación escolar. Inquietud excesiva, frecuentes peleas con sus compañeros, fue víctima y victimario de bullying. La psicóloga de su jardín infantil recomendó consultas con un neurólogo y con un psiquiatra. El diagnóstico fue síndrome de déficit atencional con hiperactividad. Se le recomendó ir a terapia psicológica. Paralelamente se le empezó a administrar metilfenidato, a veces bajo la marca Ritalín, otras veces bajo marcas alternativas. Al pasar a educación básica sus problemas no disminuyeron. Tras varias parejas de ambos padres, y varios encargos “a casa de papá” y “a casa de mamá”, a pesar de la terapia psicológica, empezó a tener insomnio y esporádicos ataques de angustia. A los doce años una serie de ataques de pánico lo volvieron a manos del psiquiatra. Diagnóstico: trastorno bipolar. Receta: antidepresivos, moduladores de ánimo. Su madre le pregunta al psiquiatra cómo es que después de ocho años de tratamientos diversos parece estar peor. El psiquiatra le dice “el origen de estos cuadros clínicos es endógeno”. María tiene dos hijos, trabaja en una gran tienda, ha llegado a ser jefa de su sección, su matrimonio terminó en una separación no muy amigable, pero ella dice que ya ha vuelto a recuperar su vida normal. A pesar de sus turnos de largas horas de encierro, bajo la música ambiental interminable, atendiendo toda clase de dificultades con las personas que tiene a cargo, dirigiendo por teléfono las tareas escolares de sus hijos y los deberes de su nana, se las ha arreglado para tener pareja. Cuando se entera que él es casado se siente profundamente desanimada y triste. Sus amigas le dicen que está deprimida. Consigue que una amiga médico le recete
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antidepresivos. Después de algunas semanas tiene sus primeros ataques de pánico. Sus jefes comprenden que su situación es difícil. Obtiene dos permisos laborales. Al pedir el tercero le anuncian que tendrá que dejar su trabajo. Ella pregunta ¿seré despedida? Su jefe le dice que no, que será desvinculada temporalmente. Sin sueldo. Mientras busca trabajo y trata de obtener algo más de ayuda de su ex marido, consulta a un psiquiatra. Él le dice que presenta un cuadro de depresión media, que podría agravarse si no es tratado de una manera más activa. Ella le cuenta largamente sus desventuras. El psiquiatra escucha atentamente y dirige sus relatos hacia situaciones de su infancia. Aumenta sus dosis de fármacos, combinando antidepresivos con relajantes que le ayuden a dormir. Ella vuelve a relatar sus penurias presentes en cada sesión. El psiquiatra, después de escucharla muchas veces le sugiere que en realidad todas esas dificultades son producto de algo más profundo, que es necesario abordar. “Lo que ocurre”, le dice, “es que gran parte de su problema más profundo es endógeno”. 2. Del malestar al psicólogo, del psicólogo al psiquiatra Alergias, colon irritable, asma, erupciones en la piel, hernias y discopatías, dificultad para dormir, dolores musculares, ciclos menstruales alterados, dolores de huesos, jaqueca, problemas en el embarazo. Las consultas médicas rebozan de dolientes, que luego hacen cola en las farmacias. Los médicos generales derivan a especialistas, los especialistas derivan a sus pacientes a especialidades distintas. Del dermatólogo al otorrino, del otorrino al gastroenterólogo. Del ginecólogo al neurólogo. Desde luego, desde el punto de vista de una medicina social o, incluso, desde la mirada de cualquier estimación sobre los niveles de la salud pública, la situación es abiertamente anómala. Pero, de manera consistente e invariable, las causas ambientales invocadas para estas verdaderas epidemias de alergias o trastornos gástricos, son vagas (el estrés) o, exactamente al revés, inverosímilmente precisas: deje de comer cosas que tengan pigmentos rojos, cambie de jabón, consuma menos grasas, cámbiese a la mantequilla verdadera, no, mejor cámbiese a las margarinas, no consuma bebidas gaseosas, reemplace el azúcar por sacarina… ¡pero que no tenga aspartame!... En medio de informaciones contradictorias, casi todas alarmantes,
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sobre lo que se come, lo que se bebe, las frecuencias y las cantidades, los usuarios derivan de una restricción a otra, sin mucho método. Escogen comer menos pan, menos mantequilla, menos gaseosas, hacen toda clase de dietas fugaces y contradictorias, y cada cierto tiempo las olvidan, para reanudarlas nuevamente, cuando las alarmas vuelven a parecer ineludibles. Aún así, o quizás por eso mismo, sus malestares no disminuyen, a lo sumo van cambiando de carácter: de las alergias se pasa a los problemas gástricos, de los problemas gástricos a los dolores musculares… y vuelta a las alergias (después de todo… son estacionales). La mayoría de los especialistas ante malestares que, aunque estén relacionados con su especialidad, son relativamente inespecíficos, y difíciles de diagnosticar, recetan habitualmente placebos. Ya saben, mucho antes de informarlo a sus pacientes, que los malestares más habituales son escasamente tratables con los remedios convencionales que la investigación médica en su campo ha ido acumulando. Y saben perfectamente que los tratamientos más directos implican graves intervenciones en la vida de sus pacientes: se puede terminar con el reflujo simplemente inhabilitando quirúrgicamente (cortando) los músculos implicados, se puede disminuir la obesidad interviniendo quirúrgicamente (cortando) sobre el intestino, se puede terminar con las erupciones en la piel interviniéndola (quemando) con rayos láser. La mayoría de los afectados simplemente no se atreve a practicar estos recursos extremos, o carece completamente de los medios económicos para hacerlo. Una buena parte de los especialistas los recomiendan con un cierto embarazo, los informan en general, advierten de su agresividad, como reconociendo que ellos mismos no están completamente convencidos de las locuras médicas que se pueden ejercer sobre alguien que tenga todos los recursos para costearlas. Ante esta disyuntiva, tratamientos muy caros y agresivos, malestares inespecíficos pero visibles y molestos, muchos especialistas, sin dejar de tratar al paciente que han ganado, sugieren amablemente una visita al psicólogo. Habitualmente reconocen: “muchos de estos malestares son psicosomáticos”. Por supuesto sin especificar qué aspecto del mal tendría origen psíquico, y sin dejar de recetar sus propios tratamientos y fármacos. La visita al psicólogo conduce a dos sugerencias paralelas: el neurólogo, el psiquiatra. De esta triangulación surge habitualmente un doble tratamiento. Fármacos de tipo antidepresivo, o ansiolítico,
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o “moduladores de ánimo”, o somníferos leves: “para contener”. Terapia psicológica hablada y, de acuerdo a las posibilidades económicas del paciente, a veces también, y de manera paralela, consulta psiquiátrica: “para ir controlando la evolución del problema”. Nuevamente, desde el punto de vista de la salud pública, la situación es curiosa: estamos en medio de una verdadera epidemia de “problemas endógenos”. Por supuesto, y es hora de aclararlo, aunque todo el mundo lo sabe, “endógeno” no significa “interno” de manera general, como puede ser una úlcera o una hernia. Significa “neurológico”. Es por eso que todos los caminos conducen al psiquiatra. La teoría más común, no sólo en los medios de comunicación sino incluso en las explicaciones de los especialistas, es que una buena parte de las somatizaciones en forma de alergias o problemas gástricos, proviene de cambios en el estado de ánimo y del comportamiento que, a su vez resultan de un “desbalance químico” en el cerebro. En el detalle las explicaciones oscilan entre la abundancia o escasez de ciertos neurotransmisores o (en un giro más técnico) de las sustancias que pueden facilitar su producción o su reabsorción por parte de las neuronas. 3. “De tanto estar desempleado me han terminado por fallar los neurotransmisores” En realidad, hasta los más entusiastas partidarios de esta explicación neuronal aceptan que, en último término, se trata en la mayoría de los casos de malestares precipitados por razones sociales. Lo que se niega activamente, en cambio, a veces de manera muy explícita, es que se trate de un problema político. El exceso de trabajo, las presiones laborales, las tensiones derivadas del endeudamiento, se invocan con frecuencia. Se las menciona, sin embargo, de manera genérica, junto a otras causas más inmediatas como la falta de ejercicios, la falta de empatía o de destrezas comunicacionales, o los malos hábitos alimenticios. Por supuesto hay que contar también al smog, a la inseguridad general de los tiempos, y a una “vida moderna” más expuesta al riesgo y a la variabilidad. Por supuesto el “exceso de trabajo” raramente es reconocido como
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sobre explotación, las “presiones laborales” como precariedad contractual y salarial. Rara vez se interroga sobre las raíces del endeudamiento, que se asume como un dato, sin preguntarse ni por la usura ni por el afán de consumo. Y, desde luego, el riesgo y la variabilidad de la vida moderna no llegan a ser reconocidas como el borde del desempleo, el drama del cesante ilustrado, del empleado que ha sido sobrepasado por jóvenes a los que se les puede pagar menos salarios, o la trabajadora dueña de casa que tiene doble y triple trabajo cotidiano. La vida moderna, después de todo, es una constante aventura, llena de posibilidades. El malestar público, que se reconoce como social, se ha disgregado en la explicación médica. No se trata ya de un problema colectivo sino más bien de una colección de problemas individuales. La explicación deriva de lo sociológico a lo médico, pasando invariablemente por una etapa de psicologización. Los mecanismos ideológicos en juego no son difíciles de enumerar. Primero, el problema es suyo. No está tanto en el medio ambiente, en el entorno social, sino un su capacidad para enfrentarlo. Segundo, su problema es psicológico. No reside tanto en la gravedad objetiva de lo que le ocurre, sino en su percepción de la situación, en la seguridad (autoestima) con que la aborda, en el trabajo que usted puede hacer o no con sus expectativas (siempre un poco irreales). Tercero, su problema tiene un origen orgánico (es endógeno). Por “alguna razón” el equilibrio de sus neurotransmisores se ha alterado. Ninguna vía de solución puede ser iniciada sin recuperar primero ese equilibrio propiamente orgánico, luego el psicológico, para que por fin pueda descubrir lo más esencial: todo está en usted. Cada uno, por sí mismo, elabora su propio destino. El mundo es una maravillosa gama de posibilidades para conquistar. Todo está en la capacidad de cada uno para salir adelante. Después de todo, si yo mismo no me ayudo ¿quién querrá ayudarme? Individualización (suyo), psicologización (perceptual), naturalización (neuronal). Sus problemas han sido reducidos a una vía psiquiátrica. Han sido medicalizados. La objetividad de la medicina ha desplazado a la objetividad de los factores sociales que, sin embargo, nunca se niegan. Por eso lo que ha ocurrido es un desplazamiento, no un reemplazo. No se trata de elegir como si estuviésemos ante una disyuntiva. El asunto es mucho más sutil: se trata de plantear los énfasis de tal manera que uno de los aspectos
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termina por oscurecer completamente al otro. Nadie afirma que nuestros problemas son exclusivamente médicos. Lo que ocurre más bien es que se argumenta, y se procede de hecho, como si sólo se pudiesen abordar a través de un camino que “empieza” en un punto médico. Un inicio paradójico, que se eterniza: nunca llegamos a salir de la medicalización. Peor aún, nuestros intentos por encontrar vías alternativas de explicación y cambio podrían ser objeto de diagnóstico. Podrían ser meras manifestaciones emergentes que confirman la gravedad de nuestro desequilibrio. Algo que es típico, por lo demás, de las personalidades bipolares. 4. “No, no, no, lo mío es orgánico” Muchos pensadores críticos de la medicina han observado y descrito los beneficios relativos, en términos sociales, que puede implicar la medicalización del malestar. En una sociedad en que impera la deshumanización y la barbarie nuestras posibilidades de ser considerados de una manera relativamente más benigna y humana crecen si aparecemos como enfermos. El margen de fallos laborales, de conductas excéntricas, de desahogos emocionales, que habitualmente se nos permiten aumenta considerablemente cuando los demás nos perciben como enfermos. Desde los desahogos de la vieja histeria de fines del siglo XIX hasta las actuales argumentaciones en torno al origen de las alergias, durante más de cien años, la somatización del malestar subjetivo, y la consiguiente medicalización, han sido un refugio para atormentados y sobre explotados de todo tipo. Hay que tener presente, en esta historia, que durante mucho tiempo parecía bastar con una psicologización del malestar. Miles y miles de personas, sobre todo en las capas medias, se sentían aquejadas de ansiedad, neurosis o, simplemente, locura. Hombres notables, sensibles, creativos y capaces, como Augusto Comte, Federico Nietzsche, Max Weber, Georg Cantor, Alan Turing, Ludwig Boltzmann, pasaron buena parte de sus vidas en asilos y manicomios asaltados de manera periódica por la locura… tras ser agobiados por los celos profesionales, las presiones sociales, el exceso de trabajo, la incomprensión e ingratitud general. Para las capas medias menos acomodadas, en cambio, el alto costo real y simbólico, de este salto hacia la locura, siempre fue demasiado
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alto. El psicoanálisis vino en auxilio de estos menos favorecidos creando una zona previa, propiamente psicológica: la neurosis. Y los neuróticos se multiplicaron por decenas de miles. Primero las mujeres, después los jóvenes y los niños, por último los hombres, la epidemia de la neurosis se generalizó a lo largo de la mayor parte del siglo XX. Y contó desde el principio con sus tratamientos adecuados: la psicoterapia para los que puedan pagarla, los tranquilizantes y somníferos recetados a destajo para todos. El éxito de la neurosis como cuadro clínico que favorecía un trato diferencial por parte del entorno significó, sin embargo, su propio debilitamiento. Lentamente empezó a ser vista como una especie de arbitrariedad subjetiva, e incluso como una cómoda manera de eximirse de los deberes comunes a todos. El que el malestar fuese “simplemente” subjetivo dejó lentamente de ser una excusa suficiente. La obligación de rendir, laboralmente, en el plano social y familiar, ante los “desafíos de la vida”, se mantuvo por sobre esta condición, que se veía originada en una voluntad antisocial por muy inconsciente que fuese su mecanismo. Entonces empezó la era de las alergias. Las alergias no parecen depender de nuestra voluntad, ni consciente ni inconsciente. Menos aún los malestares gástricos, que se hicieron comunes junto a ellas, en la misma época (en USA en los años 40). Para qué decir una discopatía lumbar, o la obesidad mórbida. La somatización del malestar subjetivo es una vuelta más de la tuerca de la inhumanidad galopante de la vida a lo largo del siglo XX. La apertura hacia un espacio de trato social más tolerable que se había abierto y cerrado con las neurosis se abre ahora elevando al carácter de daño orgánico las mismas ansiedades originarias. Medio siglo después, como he indicado ya, la mayoría de los especialistas médicos ya están familiarizados con el carácter “psicosomático” de los males genéricos que atienden. Si esto, debido a la persistente presencia de la sospechosa partícula “psico” en la expresión, se vuelve a debilitar, ya tenemos a la mano el próximo giro hacia la medicalización: sus alergias tienen origen en un problema “autoinmune”. Su propio organismo lo ataca, sin que usted lo sepa o pueda controlarlo. ¿Y por qué mi organismo se empeña en esta autodestrucción? La respuesta ya está formulada y lo organiza todo: porque usted sufre de un desbalance químico en el nivel neuronal. Ya se
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ve. Quizás lo sabíamos desde el principio: su problema es orgánico. 5. A pesar de la falta de evidencias Una gruesa anomalía atraviesa, sin embargo, todo este marco de explicaciones de tipo médico: hasta el día de hoy no hay ninguna manera de medir los presuntos balances o desbalances químicos que habría en el sistema nervioso. Por un lado, nadie ha establecido claramente qué debería entenderse por “balance”, por otro lado, no hay pruebas clínicas suficientes para correlacionar los presuntos “desbalances” con las consecuencias que se les atribuyen en el nivel del comportamiento.10 Incluso más. No existe, hasta el día de hoy, ninguna forma científicamente aceptable de correlacionar estados determinados del sistema nervioso con estados determinados del comportamiento.11 La clave en esta afirmación, por supuesto,
es la palabra “determinados”. Nadie duda que, en general, los estados mentales, intelectivos o emotivos, tengan su base y centro de operaciones en el sistema nervioso. Además de esta hipótesis, muy razonable, nadie sabe de qué maneras precisas la actividad de las neuronas se convierte en lo que habitualmente llamamos actividad mental, ni cómo, a su vez, esta se expresa como comportamiento. Incluso más. La gran mayoría de los fármacos que se han usado para intervenir sobre el presunto desbalance químico que habría a nivel neuronal empezaron a ser aplicados muchísimo antes de que siquiera se formulara tal hipótesis. Se administraron simplemente a partir de correlaciones entre el 10 Este es un asunto directamente médico, en que está implicado el nivel de conocimiento que habría alcanzado (o no) la neurología y la psiquiatría actual. Es, como se dice habitualmente, para encubrirlo, un “problema técnico”. Después de leer, como simple lego, una enorme cantidad de literatura especializada (incluso la más “técnica”), mi impresión es que no hay nada en ella que un lego no pueda entender. Existe, además, una cada vez más amplia literatura crítica, clara y directa, arraigada en el estado más avanzado de la investigación clínica, que se puede consultar. Sugiero sólo dos textos recientes (muy actualizados) y notablemente claros: Joanna Moncrieff, The myth of the chemical cure: a critique of psychiatric drug treatment (2008), Palgrave, Macmillan, Londres, 2009; Irving Kirsch, The Emperor’s New Drugs (2010), Basic Books, Nueva York, 2010. 11 La necesaria referencia “técnica” es en este caso: William R. Uttal, The New Phrenology, The limits of localizing cognitive processes in the brain (2001), The MIT Press, Cambridge, 2001. Mucho más actualizado, pero con las mismas conclusiones: Uttal, William R., Neuroscience in the courtroom, What every lawyer should know about ten mind and the brain (2009), Lawyers & Judges Publishing Co., Arizona, 2009. Una discusión detallada, con amplia bibliografía, se puede encontrar en mi libro: Carlos Pérez Soto, Una nueva Antipsiquiatría, Lom, Santiago, 2012.
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fármaco y ciertos efectos conductuales que parecieron convenientes sin tener ninguna idea clara, científicamente sustentable, sobre el efecto que producían sobre el funcionamiento mismo del cerebro.12 Incluso más. La hipótesis actualmente prevaleciente sobre la eventual influencia sobre el origen de los estados depresivos de la serotonina (o de la norepinefrina) cuenta con tantas pruebas a favor como pruebas en contra, lo que la descarta completamente como una hipótesis científica aceptable. (Ver el texto de Irving Kirsch). Peor aún. Se ha podido mostrar de manera consistente, a partir de los datos entregados por las propias industrias farmacéuticas, que ninguno de los antidepresivos “de segunda generación” (fluoxetina, paroxetina, sertralina, venlafaxina, nefazodona y citalopram, conocidos comercialmente de manera respectiva como los famosos Prozac, Paxil, Zoloft, Effexor, Nefadary y Celexa) son significativamente más eficaces, en términos clínicos, que simples placebos. (Ver el texto de Irving Kirsch). Peor aún: las cifras.13 El gasto mundial en productos farmacéuticos durante 2010 alcanzó 856.000 millones de dólares. De este gasto, la participación de Estados Unidos fue de 334.700 millones de dólares. Al desagregar ese gasto por líneas de productos durante 2010 se encuentra los siguientes montos, escogidos entre los veinte ítem con más ventas: Gasto entre los 20 mayores ítems terapéuticos en productos farmacéuticos Orden Ítem terapéutico Gasto en Millones de US$ 7 Antipsicóticos 25.412 9 Antidepresivos 20.216 13 Antiepilépticos 12.553 14 Analgésicos Narcóticos 12.011 16 Analgésicos no Narcóticos 10.986
Sólo dos productos, Seroquel (quetiapina, antipsicótico) y Zyprexa (olanzapina, antipsicótico) sumaron ventas en el mundo de más de 12.500 12 Al respecto se puede consultar la notable historia del descubrimiento de los neurotransmisores y las discusiones en torno a su papel en el funcionamiento del sistema nervioso escrita por Elliot S. Valenstein, The war of the soups and the sparks, The discovery of neurotransmitters and the dispute over how nerves communicate (2005), Columbia University Press, Nueva York, 2005 13 Todas disponibles en www.imshealth.com, portal dedicado a ofrecer asesoría técnica al mercado farmacéutico.
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millones de dólares. Sólo durante 2010, sólo en Estados Unidos, se cursaron más de 250 millones de recetas de antidepresivos, y más de 240 millones de recetas de analgésicos narcóticos (pastillas para dormir). Y, a pesar de haber pasado su época de gran apogeo, se cursaron además otras 100 millones de recetas prescribiendo tranquilizantes. ¿Y cómo andamos por casa? IMS Health informa que el mercado farmacéutico en Chile creció un 15,9% durante 2010, alcanzando 1209 millones de dólares sólo en el sector retail, es decir, sin considerar el gasto público. Un gasto que representaría el 3,5% del mercado latinoamericano, a pesar de que Chile representa sólo el 2,9% de su población. El único estudio realizado hasta hoy sobre consumo de antidepresivos en nuestro país informa que, entre 1992 y 2004, su consumo aumentó en un ¡470%!14 6. Muchos dólares, poco fundamento Desde luego, las cifras que he enumerado no representan el gasto total en salud. Ni el perfil general de ese gasto. Sólo he consignado cifras que apuntan a dos aspectos de un problema que puede ser visto de manera más general. Uno, el gasto en productos farmacéuticos. Otro, el gasto en fármacos de tipo psiquiátrico. No, por lo tanto, el costo de las terapias, de la internación de casos extremos, de la asistencia médica general que rodea a los casos que han llegado a ser considerados como psiquiátricos. Las cifras que presento apuntan a mostrar la enorme desproporción entre la evidencia médica disponible acerca de la eficacia, o el eventual poder curativo, de los procedimientos psiquiátricos medicalizados, y la enorme extensión que ha llegado a alcanzar su uso. Las cifras, y las investigaciones relacionadas, muestran que no sólo estamos aquí frente a un enorme negocio, sino que, además, ante un negocio netamente ineficiente respecto del problema que se propone abordar, o que declara poder tratar. Nada, en la enorme masa de datos existentes indica que el problema del malestar subjetivo haya disminuido, a pesar de su medicalización, siquiera en la más mínima proporción, a pesar del enorme aumento del 14 Marcela Jirón, Márcio Machado, Inés Ruiz: Consumo de antidepresivos en Chile, 1992 – 2004, Revista Médica de Chile, Vol. 136, pág. 1147–1154, 2008.
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comercio relacionado con ella. A pesar de que el consumo de antipsicóticos y antidepresivos ha crecido consistentemente durante más de veinte años, nadie declara que hoy en día hay menos problemas de “salud mental” que antes de ese gasto. Un dato preocupante y revelador, sin embargo: en los últimos diez años el consumo global de antidepresivos tiende a mantenerse, y en cambio el de antipsicóticos crece cada vez más. Juan, Felipe y María han caído en una doctrina médica que es a la vez un mercado de productos médicos cuya ineficacia global en términos terapéuticos en evidente y manifiesta. Y, sin embargo, curiosamente, antes de cada escalada diagnóstica y farmacológica (de las pastillas para dormir a los ansiolíticos, de los ansiolíticos a los antidepresivos, de los antidepresivos a los antipsicóticos)… declaran sentirse mejor. Sus vidas, al menos esporádicamente, parecen mejorar. Al menos desde un punto de vista psiquiátrico. Quedan, claro, esos molestos malestares asociados. Dolores de cabeza, alergias de todo tipo, problemas gástricos. Pero, por supuesto, para cada uno de ellos hay fármacos independientes que se supone sirven para aliviarlos. Pero el círculo se repite. Juan perdió su trabajo, y tiene problemas con su mujer. Felipe se cambió de colegio y no se adapta bien a sus nuevos compañeros. María ha terminado otra relación sentimental, justo cuando parecía que podía encontrar trabajo. Sus respectivos psiquiatras ya les han anunciado futuros inciertos. Al parecer Juan sufre de depresión en grado medio. Felipe podría tener un brote de tipo esquizofrénico al entrar a la adolescencia. En María parece estar a punto de emerger un cuadro de tipo bipolar. A cada uno se le repite la misma analogía “estos problemas endógenos son como la diabetes, hay que tomar pastillas para contenerla, pero es difícil revertirlos completamente”. No sólo hay que tomar pastillas por un tiempo indefinido, cuyos plazos resultan cada vez más largos, sus psiquiatras, además, están convencidos de que si dejan de tomarlas sus males orgánicos, en el insidioso nivel de los neurotransmisores, se agravarán. Felipe, que siempre ha desconfiado de los asuntos demasiado ligados a la subjetividad decidió tomar las cosas de una manera radical y dejó de tomar de una vez todas las pastillas que le estaban recetando hasta ahí. El resultado fue terrible. A los pocos días se sintió peor que nunca. El psiquiatra, después de reprenderlo amablemente, le dijo: “como usted ve, estos problemas son orgánicos, son objetivos, no se puede jugar con ellos desde un puro voluntarismo”. Le suspendió algunos fármacos, pero le subió, “temporalmente”, los más agresivos.
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7. “Tomé mucho más Pisco, y quedé peor” La experiencia de Juan, ese arrebato de valentía que lleva a abandonar la terapia farmacológica, y que no hace sino conducir a un estado peor, es tremendamente común. El mismo discurso psicológico, de una manera paradójica, la fomenta. Tanto se le ha dicho que “todo está en ti” que hasta lo ha creído, y se ha atrevido a pasar por alto el carácter aparentemente “endógeno” que está en la base de sus males. Su amigo Mario, sin embargo, un vividor bastante “suelto de cuerpo”, perece haber encontrado un remedio menos caro, mucho más común y abiertamente más entretenido para sobrellevar sus tribulaciones: unos buenos tragos de Pisco. Cada vez que su ánimo está muy bajo (“por el suelo”), se junta con dos o tres amigos más y consume su alterador neuronal favorito. Invariablemente su ánimo mejora. Por supuesto sus problemas reales no. Su cálculo implícito no es, por supuesto, que va a arreglar algo pasando un fin de semana ebrio. Pero bueno, un sano momento de enajenación y olvido bien vale el esfuerzo. Se pasa bien… aunque después se vuelva a la realidad. Juan, que es un racionalista, lo ha acompañado unas pocas veces. Pero rápidamente ha concluido que ese procedimiento deja más pérdidas que ganancias. No sólo no se arregla nada, también, a la mañana siguiente, debe pasar por la penosa resaca del alcohol o, dicho en términos técnicos, “el bajón”, o también, “la mona”. Desde un punto de vista neurológico la situación es, en realidad, bastante lógica. Sea cual sea el nivel normal de sus neurotransmisores caben pocas dudas de que el alcohol los ha alterado. Los efectos sobre la percepción, sobre el ánimo, sobre el comportamiento, son bastante visibles. Todo el mundo los reconoce. Por supuesto, de manera inversa, todo el mundo reconoce que recuperar esos equilibrios neuronales, sean cuales sean sus niveles de normalidad, es un proceso molesto. Después de la euforia, la resaca, después de “la volada”, “el bajón”, “la mona”. A nadie le cabe ninguna duda de que estos efectos, ahora molestos, son una consecuencia directa de esta vuelta a la normalidad después de un episodio, por muy leve que sea, de intoxicación. Este patrón de efectos es muy importante. Una sustancia altera
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el funcionamiento del sistema nervioso. Esa alteración se expresa en síntomas físicos y en el comportamiento. Los síntomas son placenteros. Pero luego el sistema nervioso trabaja para recuperar su normalidad. Y ese trabajo se expresa en síntomas, físicos y de comportamiento, que se experimentan de manera dolorosa y molesta. Esta es una experiencia muy común, ampliamente reconocida en el caso de intoxicantes leves como el alcohol o la marihuana. No es difícil detectarla en el consumo abrupto y no habitual de cafeína, como en las bebidas llamadas “energéticas”, o en el café “cargado”. Es mucho más visible en drogas más fuertes, que tienen efectos más radicales, como la cocaína o la heroína. Y es una cadena de efectos que ocurre cotidianamente con el consumo de antidepresivos, antipsicóticos, estimulantes o ansiolíticos. Todas las sustancias que alteran al sistema nervioso producen también resaca, es decir, efectos posteriores a la interrupción abrupta de su consumo que se experimentan como desagradables y dolorosos. Y, tal como en el caso del alcohol, la clase de efectos y su duración está relacionado directamente con la cantidad consumida y con los estados psicológicos previos a su interrupción. La interpretación psiquiátrica predominante en torno a las drogas psicotrópicas, sin embargo, de manera asombrosa, parece desconocer completamente este efecto de resaca, tan ampliamente constatado para toda clase de drogas de este tipo. En una mezcla bastante curiosa de modelos teóricos, muchos psiquiatras interpretan los efectos de la resaca sobre el comportamiento como “emergencia de un cuadro latente”, es decir, de manera análoga a la idea, vagamente psicoanalítica, de “emergencia de lo reprimido”. El resultado de esta operación es que los nuevos malestares, producidos por la alteración que la droga ha introducido, aparecen ahora como manifestaciones de algo que el paciente tendría de manera previa e independiente de la droga. Nadie diría que los efectos de malestar posteriores al consumo de alcohol se deben a un estado latente que el alcohol sólo ha contribuido a sacar a flote. Esta es la interpretación casi general, sin embargo, en el gremio psiquiátrico respecto de la resaca producida por las drogas psicotrópicas que se consideran terapéuticas. La conclusión más habitual, fuera de toda lógica, es que el estado endógeno latente se ha manifestado, y que su “agravamiento” en el nivel del comportamiento es de algún modo
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positivo, porque permite dimensionar mejor la gravedad del problema, y tratarlo mejor… aumentando la dosis de las drogas que se han recetado, y cuya interrupción (indebida) ha acarreado esta revelación. Cuando Mario pasó por un problema familiar más o menos delicado su consumo de Pisco aumentó notablemente. Por supuesto también aumentó la intensidad de sus momentos de resaca: “la mona profunda”. La lógica psiquiátrica nos indicaría aquí un camino claro a seguir: cada vez que se sienta así de mal… aumente la dosis de Pisco. Mientras lo mantenga en un nivel de consumo aceptable podrá mantener el “equilibrio químico” neuronal necesario para afrontar sus dificultades. Nuevamente aquí el problema es suyo (usted dejó de tomar las pastillas que le indicaron), su problema es psicológico (la interrupción hace emerger una distorsión más profunda), el origen de su problema es orgánico (esa distorsión tiene su base en un desequilibrio químico a nivel neuronal previo al consumo de sus medicamentos… pero que no había emergido claramente aún). Ni la completa falta de lógica del razonamiento psiquiátrico aplicado, ni el enorme negocio que los sustenta y promueve ni, por supuesto, todo el cúmulo de problemas objetivos, perfectamente ambientales, que precipitaron toda la situación, aparecen en este mecanismo explicativo, puramente ideológico, cuyo único resultado es el escalamiento diagnóstico (sucesivos diagnósticos que van “descubriendo” estados cada vez más graves del cuadro), y el escalamiento terapéutico (sucesivos aumentos en la cantidad e intensidad de los fármacos administrados). Es la triste historia de Felipe, que desde los cinco años ha pasado de los descongestionantes respiratorios aparentemente inofensivos que, sin embargo, contienen sustancias con efectos estimulantes, a las drogas que le permitirían “focalizar” pero que, sin embargo, le producen alteraciones en el sueño y en el ánimo, a las drogas que le permitirían dormir y “modular su ánimo”, a pesar de lo cual le produjeron ataques de pánico, obesidad y jaquecas, a la administración de antipsicóticos que le permitirían superar sus ataques de pánico, al menos mientras no se manifieste completamente su desorden bipolar latente o, peor, su primera crisis esquizofrénica en la adolescencia.
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8. La encrucijada atroz: ¿cómo pueden sufrir los que deben mostrar éxito a toda costa? En algún momento, los porfiados hechos, los reiterados círculos en que estos problemas se presentan y agravan, nos tienen que obligar a preguntarnos más radicalmente por su origen. Nos tienen que obligar a replantear la situación desde las bases sociales de las que surgió. Demasiados dólares, demasiada ineficacia y torpeza médica, demasiadas víctimas que sólo van agravando de manera progresiva su calvario. Demasiado ideologismo simple: el problema es suyo, su problema es psicológico, su problema es orgánico. Es hora de preguntarse de una manera más global y más radical por todo aquello que se desplaza y queda oculto tras estas explicaciones insuficientes e ineficaces. Por aquello que siempre se nombra, “nuestra sociedad y nuestra época son… difíciles”, y que siempre se mantiene en la penumbra de la vaguedad en el ámbito de la teoría, a pesar de que habla a gritos en cada paso y cada aspecto de la experiencia cotidiana y real. Nadie niega que haya “causas sociales”. Muy pocos pasan de esa afirmación genérica. Al volver la mirada sobre ese estado social de la subjetividad imperante lo que se encuentran son patrones de comportamiento extremadamente individualistas. Se encuentra el exitismo compulsivo, la vida entregada a las apariencias, la enorme presión por salir adelante en medio de un ambiente competitivo y sobre explotador. Todo el mundo lo sabe. Nadie duda de que estos patrones de comportamiento tienen que llevar tarde o temprano a problemas subjetivos, incluso todos los enumeran un poco a la rápida, entre las muchas explicaciones, pero muy pocos se detienen a examinar sus características particulares y sus efectos sociales y políticos de manera más determinada. Una manera de abordar el problema, en este país, es comparar las antiguas capas medias, formadas entre los años 30 y 40, con las nuevas capas medias cuyo auge empieza en los años 80 y 90. Unas capas medias “clásicas” explotadas a ritmo keynesiano. Con amplios privilegios en educación, salud, vivienda, cultura, conseguidos a costa del Estado, y también a costa de los sectores más pobres del país. Unas capas medias con bajos niveles de endeudamiento, o con endeudamiento blando, perfectamente
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pagable. Unas capas sociales emergentes sobre las que imperan patrones de prestigio, cultura y modales provenientes de la vieja Europa de los años 20. Con vocación familiar y barrial. Democratista, moderada en el aparentar, entre la cual el ejercicio y el consumo de la alta cultura ofrece un cierto prestigio. Unas capas medias con un amplio espacio para la movilidad social, al menos en los sectores integrados a la producción moderna. Y también, unas capas medias orgullosas de una democracia que omite sistemáticamente a los más pobres en el campo y la ciudad, para la cual las comunidades étnicas originarias son sólo motivo de folklore y fraseología patriotera, que omite sistemáticamente a los militares (y pagará por ello), que celebra de manera meramente formal a los intelectuales, que se construye en y desde dos o tres grandes ciudades dejando casi todo el resto del país entregado al olvido de los terratenientes, sumergido en una opresiva siesta provinciana. Muchos académicos dedicados a examinar la vida cultural del Chile del siglo XX han indicado ya cómo el golpe de Estado de 1973 marca el fin de esa vida “clásica”, y cómo el auge económico, real o ficticio, desde los años 80 cambió radicalmente el modo de vida nacional. Estamos ahora ante la emergencia de una “nuevas” capas medias. Fuertemente elitistas. Unas capas medias que, una vez ascendidas, admiten muy poca movilidad social. Unos sectores sociales que surgen a la sombra del desmantelamiento de todo apoyo estatal, y que deben hacerse cargo progresivamente, en el nivel familiar, de los costos de la educación, la salud, el acceso a la cultura. Sectores sociales cuyos referentes culturales son más bien norteamericanos o, incluso, que mantienen como horizonte cultural un cierto mito sobre lo que ocurriría en unos Estados Unidos de fantasía. Algo así como la mirada de los pobres portorriqueños, de los cubanos recién llegados a Miami, pero a miles de kilómetros de distancia. Capas medias para las que la alta cultura ya no es un signo de prestigio, y que consumen farándula o cultura sin hacer grandes distinciones. Capas medias conservadoras, que viven de manera “apolítica”, que se refugian en el espacio familiar, con muy poca vocación pública, que dan la espalda incluso a la experiencia barrial, tan tradicional y aparentemente arraigada. Pero también, capas medias que no son sino amplios sectores de trabajadores fuertemente sobre explotados, sometidos a la precariedad laboral y salarial, viviendo sobre la base de un endeudamiento duro, intenso, con tasas de interés inverosímiles. Sectores en los que ha golpeado intensamente la crisis general de la familia tradicional, que viven la disgregación familiar como
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algo normal, cotidiano. Sectores acosados por el mercado liberal y por un Estado ausente de sus deberes más elementales. La rapidez de su auge, el ritmo extremo que permite el endeudamiento aparentemente sin límites, los modelos de éxito “a la norteamericana”, la revolución en el papel que juegan los medios de comunicación en la formación de la subjetividad pública, han dado origen a unos patrones de comportamiento extremadamente individualistas, a unos criterios de éxito extremadamente pobres, siempre perseguidos con exceso, a una cultura de la impostación, de la apariencia fingida, de la compulsión por mostrar incluso lo que no se tiene. El momento más dramático de esta escalada se comentó ampliamente en los años 90, pero parece haberse olvidado: los carros de supermercado llenos que se pasean sólo para mostrar y luego se dejan abandonados, comprando lo mínimo… los teléfonos celulares de palo. “Winners” y “loosers”15, tal como en las series norteamericanas para adolescentes (norteamericanos). Hay que tener, si no se tiene al menos hay que aparentar tener. Si no se puede aparentar lo que no se tiene, al menos hay que ser visto “satisfecho”, “positivo”, “en ascenso”. Winner por fuera aunque se sienta todo el tiempo como looser por dentro. La encrucijada es esta: agobio por el endeudamiento, cansancio y precariedad laboral, tensión y disgregación familiar, individualismo extremo, versus la necesidad imperiosa de exhibir ciertos estándares de consumo, de visibilidad, de éxito, de satisfacción. O, también, ¿cómo se las arreglan para sufrir los que deben mostrarse exitosos a toda costa? 9. Contextos hostiles: el trabajo, la familia, el colegio Hay poderosos factores que convierte al espacio de trabajo en un ambiente estresante y hostil. Desde luego el primero es la precariedad contractual. Se vive de manera cotidiana el peso de una legalidad que hace extremadamente fácil la cesación y rotación de los trabajadores. Incluso por sobre la precariedad salarial, la vinculación débil con la fuente de trabajo opera como fuente de adhesión obligada por parte de los trabajadores. Y 15 Perdón por el anacronismo, pero aún creo que no deberíamos dar ciertas cosas por obvias: “winners”, en inglés, significa “ganadores”, “loosers” significa “perdedores”.
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los jefes directos y empleadores la recuerdan constantemente como una forma de incentivar la productividad. El mundo de fantasía en el que “un trabajador contento produce más”, tan alardeado por los administradores de los departamentos de personal, y los que lucran con “intervenciones” y dinámicas para mejorar el ambiente laboral, se traduce en la práctica en un sistema de presiones subjetivas, al más viejo estilo del palo y la zanahoria, que rara vez se eleva por sobre el nivel de la amenaza latente. Un segundo factor que es necesario considerar es la sobre explotación en el sentido más brutal y directo. No tanto la proporción entre los niveles salariales y los de las ganancias, de por sí leoninos, sino, de manera física, la sobre exigencia sobre la productividad, que procura extraer valor hasta del último segundo de la jornada laboral efectiva. Incluso, el uso intensivo de tecnología, el uso abusivo de la posibilidad del trabajo a distancia, hace que muchos trabajadores simplemente continúen en sus casas las tareas sobre dimensionadas que les han encomendado dentro de sus jornadas de trabajo normales. La amenaza del desempleo impide toda rebelión contra este trabajo fuera del trabajo, que se extiende sin más fuera de todo arreglo contractual. Pero el carácter estresante y hostil de estos regímenes laborales se ve fuertemente agravado por las paradojas de las “políticas de personal”. En la práctica, y cada vez más a nivel contractual, se exige a los trabajadores el cumplimiento de requisitos de tipo subjetivo ante su labor: buena disposición, lealtad, emprendimiento, proactividad, asertividad, una actitud “positiva”. Los encargados de fomentar y desarrollar estas destrezas no sólo actúan estableciendo actividades, o delimitando usos y rutinas laborales sino, también y activamente, se convierten en vigilantes de su cumplimiento. El trabajador se encuentra así en medio de una tensión contradictoria: por un lado es sobre exigido, por otro lado debe mostrar buen ánimo, una buena actitud colaborativa. Si a esto agregamos que la evaluación de estos perfiles de comportamiento subjetivo es también frecuentemente subjetiva la situación se vuelve más opresiva: todo trabajador encargado de tareas medianamente técnicas se encuentra cotidianamente confrontado con la subjetividad todopoderosa de algún coordinador que vigila sus actitudes. El precio de no cumplir con los estándares, siempre bastante vagos, y entregados al “criterio” de los evaluadores, que por supuesto casi
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nunca aparecen como tales, pero que tienen claramente ese poder, es ser detectado como “un caso problema”. La consecuencia habitual es una deriva, apenas distinguible del bullying laboral, en que los estigmas se acumulan, las oportunidades de “enmendar” se agotan más rápidamente que lo prometido, y en que la presión misma de la situación refuerza los comportamientos que fueron inicialmente estigmatizados. Pero el precio real, el que va más allá del lugar de trabajo, es la perspectiva que se abre, ominosa, ante la posibilidad del desempleo. Asumir de pronto, sin respaldo alguno, el endeudamiento. Las casas comerciales, los colegios e Isapres, las cuentas por los servicios. La perspectiva de buscar empleo en medio de una fuerte competencia por las fuentes de trabajo, en que la edad, los antecedentes laborales previos e incluso la “buena presencia”, pueden actuar como factores en contra. Una competencia en que es necesario afrontar la posibilidad abiertamente paradójica de la “sobre calificación”. Curiosamente, y en contra de toda evidencia, los evaluadores suelen argumentar que más experiencia significa más salario (cuestión que rara vez se cumple en el mercado laboral real) y que, por lo tanto, es preferible contratar personas con menos experiencia que puedan ser formadas en sus tareas durante su ejercicio, y que cuesten menos. La realidad detrás de este argumento, sin embargo, es otra: más experiencia significa también más “problemático”. Es decir, los evaluadores suelen preferir trabajadores más dóciles, en contra de toda la retórica grandilocuente del trabajador creativo, polivalente, capaz de asumir desafíos porque ya los ha enfrentado antes. El precio social del desempleo tan fácilmente posible es, en buenas cuentas, la perspectiva de cambiar repentinamente de estatus después de una enorme exposición exitista frente a familiares y amigos. Y entonces, considerada de esta manera, nos damos cuenta de que se trata de una situación que atraviesa todos los niveles salariales. No es exclusiva de los trabajadores más altamente tecnológicos, aunque los afecte con más frecuencia. No es exclusiva de los niveles salariales más altos, incluso se puede afirmar que el drama del contraste es mayor justamente en quienes cuentan con menos respaldos, con menos vínculos para sobrellevar o incluso disimular temporalmente su pérdida. Es decir, justamente en los sectores de trabajadores con ingresos más bajos y entornos sociales menos protegidos. Hay que considerar que en este país incluso los trabajadores que ganan el salario mínimo suelen tener varias tarjetas de multitiendas y
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hacer algún tipo de copago en colegios subvencionados. Esta precariedad en el ámbito laboral, que genera una situación en que se debe responder a la sobre exigencia con el mejor rostro posible bajo la amenaza permanente del desempleo, impacta directamente en la familia. Jefes de hogar agobiados por las deudas, por sus propias autoexigencias de éxito, por la ingratitud de un trabajo que se debe mantener a toda costa con una sonrisa en los labios, y que frecuentemente tienen que completar en sus casas, no pueden, desde luego, seguir sonriendo en sus hogares. Buscan descanso para un cansancio que no logran identificar directamente. Padecen formas de cansancio que no son ya de tipo físico muscular, sino que afecta más bien a la musculatura fina, a las coordinaciones perceptuales y, desde luego, sobre todo, a la subjetividad. Ante este cansancio de nuevo tipo, y dados los patrones culturales imperantes, la farándula, la enajenación deportiva, completan un círculo de pobreza: todo el “tiempo libre” se convierte más bien en simple tiempo de restauración de la fuerza de trabajo, componentes subjetivas incluidas, para poder seguir siendo sobre exigido el lunes siguiente. Como siempre, son las jefas de hogar las que llevan la peor parte. La “modernización” sólo ha removido muy superficialmente el machismo histórico de las sociedades latinoamericanas. Además del ambiente laboral hostil, y con frecuencia junto a él, la mujer trabajadora aún lleva el peso de tener que “hacerse cargo de la casa”. La disgregación de la institución familiar que todas las estadísticas señalan empieza, de manera legítima, por la reivindicación de la mujer trabajadora de un horizonte de humanidad que le es sistemáticamente negado. Realizarse en la vida, contar con medios propios e independientes de subsistencia, compartir de manera efectiva las tareas hogareñas, ser considerada también como exitosa, ser estimada por sus competencias educacionales, laborales, sociales. Todo este mundo de deseo de reconocimiento parece ser obvio para los hombres y es, en cambio, hasta el día de hoy, una constante tarea, una constante lucha, para la mujer. Las tasas de separación conyugal, el número cada vez creciente de jefas únicas de hogar, la postergación del matrimonio, el 50% de niños que nacen en Chile fuera del matrimonio, son efectos, buenos o malos, buscados o no, de esta larga lucha por la dignidad. Efectos de una lucha que se despliega en un mundo radicalmente injusto. Efectos que hay que asumir como tales, para los cuales sólo un mundo radicalmente distinto puede ofrecer alternativas.
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¿Deberíamos extrañarnos de que todo esto se exprese en el medio escolar? Los niños también han sido convertidos en sujetos de consumo. También se han creado para ellos pautas de exitismo y visibilidad “adecuada”. También entre los jóvenes y niños hay estándares de consumo que alcanzar y exhibir. Pautas de competitividad y rendimiento. Los colegios pagados o no, entregados a la lógica mercantil, se convierten en verdaderas máquinas de productividad formal, acosados por indicadores artificiosos y artificiales, como el SIMCE y la PSU, que no miden progreso educativo alguno ni, para qué recordarlo, indicador cultural alguno, pensados sólo para ofrecer indicadores de selectividad que, a pesar de su pobreza de contenidos, influyen drásticamente en las perspectivas de ascenso educacional y social posibles para los estudiantes. La paradoja de la sobre exigencia laboral se repite de esta manera en los colegios. Por un lado hay que rendir. El colegio necesita más promedios en el SIMCE y la PSU. Cada estudiante exige y es exigido por sus compañeros en torno a los modelos de comportamiento que muestran las series juveniles norteamericanas, de acuerdo a los modelos de exitismo de sus padres, de acuerdo a sus propias expectativas de aparecer y circular de manera exitosa. Pero, a la vez, cada joven, cada niño, debe mostrar un comportamiento “adecuado”. Expresar sus emociones de manera adecuada. Mostrar una actitud colaborativa y proactiva. Desarrollar asertividad y empatía. El riesgo de no cumplir con estos estándares es, nuevamente, llegar a ser considerado como “un caso problema”. La espiral de refuerzo negativo que conlleva el estigma se repite, tal como en el bullying laboral. Y a ella contribuyen, con la mejor intención del mundo, todos los actores que están a cargo del proceso educativo, imbuidos de ideología psicologizante y psiquiátrica… y presionados también por sus propios agobios. 10. La contención social como efecto Juan, María y Felipe están absorbidos por una misma espiral de eventos que escapan completamente a sus posibilidades de acción individual. Sometidos a los efectos de un sistema de vida inhumano. Víctimas de sus propios deseos colonizados por la enajenación. Víctimas de un sistema de sobre explotación y sujeción social. Juan descarga sobre su familia los agobios que contempla, sin poder descifrar su origen
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global. María descarga sobre sus hijos el agobio de tener que luchar por el reconocimiento hasta en los espacios más íntimos de su vida. Felipe descarga sobre sus padres, sobre sus profesores y compañeros, el agobio de no poder estar a la altura de las sobre exigencias que se descargan sobre él. Pero no se rebelan. El horizonte de un mundo más humano no aparece
en absoluto, de manera efectiva, en sus vidas. Juan apoyó el golpe de Estado, pero se horrorizó luego con los usos y abusos de la dictadura. María ha sido siempre de izquierda, pero de un modo cada vez más lejano, casi como una simple nostalgia de sus días de colegio. Felipe casi no ha escuchado hablar de semejantes temas, y no imagina un mundo alternativo más allá del horizonte de sus consolas de juego. No sólo no se rebelan. Tampoco conciben sus dramas como dramas sociales o políticos. Ni siquiera como dramas comunes o colectivos. Cuando cuentan sus problemas los describen como puramente individuales. Cuando escuchan los problemas, casi idénticos, de otros, no llegan a identificarlos con los propios. Han llegado al convencimiento, teórico y práctico, de que sus problemas son individuales, de algún modo únicos (el problema es suyo), de que no logran evaluar de manera adecuada sus posibilidades y expectativas (su problema es psicológico), de que sus incapacidades temporales se originan en algún tipo de alteración orgánica, que puede y debe ser tratada de manera médica (su problema es endógeno). No se rebelan. Cada uno de los actos de sus vidas es un dramático testimonio del mundo en que viven. Una poderosa denuncia de la inhumanidad del agobio que los aqueja. Pero una denuncia meramente potencial, que ellos mismos no perciben como tal. Cada uno de sus dramas podría ser fuente de una radical y rabiosa protesta contra el mundo establecido. Pero una protesta que no se produce. Han sido contenidos.
La medicalización del malestar subjetivo cumple la función más clásica de la ideología: contribuye a “pegar” un tejido social fracturado, centrífugo y contradictorio, con apariencias y discursos que presentan esas dificultades como incidentales, temporales, exteriores a su voluntad personal y, desde luego, a su voluntad política. El sistema nunca puede tener la culpa de lo que a usted le pasa: el problema es suyo. Pensar lo contrario es, de manera simple y directa, una
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disculpa propia de un incapaz ¿Cómo puede responder a esto el “incapaz”? Exteriorizando a su vez, en él mismo, el problema, moviéndolo desde la esfera de la voluntad (que es la de sus capacidades posibles) a la de su cuerpo (cuyas reacciones estarían más allá de su voluntad). Esto es lo que clásicamente se llama “objetivar el síntoma”. La somatización del malestar es una estrategia subjetiva que descansa en la ideología de la medicina científica, o mejor, en la medicina científica convertida en ideología por la necesidad imperiosa del paciente conjugada por la avidez de lucro de la industria médica. Sin que haya ninguna conspiración especial al respecto16, el efecto objetivo de esta estrategia es la contención social. El desplazamiento de las raíces del malestar desde el ámbito social y político hacia un ámbito presuntamente psiquiátrico y médico. 11. “Quedamos los que puedan sonreír” La medicalización de nuestros problemas y agobios no es ni inevitable ni insuperable. No estamos obligados a la medicina convertida en ideología por el afán de lucro. Tratándose de un problema que afecta tan directamente, de manera tan personal, nuestra subjetividad, es necesario abordarlo primero en y desde ese plano. Pero, tratándose de un orden de problemas que claramente exceden nuestras posibilidades de acción personal, es necesario asumir que sólo se pueden abordar con éxito si los compartimos, si somos capaces de socializarlos. En el plano puramente personal, la primera fase de todo intento por ir más allá del círculo vicioso de la medicación es enfrentar el desafío de disminuirla progresivamente. Se trata de una cuestión delicada, y la mayor parte de las veces difícil. Lo primero que se debe tener en cuenta es el efecto de resaca de todas las drogas que afectan al sistema nervioso. Nunca se debe suspender un tratamiento con drogas psicotrópicas (antipsicóticos, antidepresivos, ansiolíticos, “moduladores de ánimo”, somníferos, calmantes) de manera 16 Aún tratando de no pensar en una política conspirativa al respecto, es necesario considerar que, sólo en Estados Unidos, durante los últimos cinco años (2006–2010), la industria farmacéutica ha gastado más de 55.000 millones de dólares en promover y publicitar fármacos. Un aspecto notable de este gasto es que, de esa cifra, más de 2.000 millones fueron destinados a financiar revistas médicas (en que se forma la opinión profesional de los especialistas), y más de 33.000 millones a influir directamente sobre los profesionales médicos que están en posición de recetarlos. Los datos se pueden encontrar en www.imshealth.com.
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repentina o abrupta. Siempre la disminución debe ser lenta, al ritmo que el
propio afectado sienta como más seguro. Se debe estar dispuesto a aceptar retrocesos temporales, plazos más o menos largos. En general, uno debería demorarse en dejar de tomar las drogas que consume tanto o más que el tiempo durante el cual las ha consumido. En muchos casos esto puede ser mucho tiempo. Lo más importante es la decisión de hacerlo, y de cuidarse uno mismo a lo largo de todo el proceso.17 Desde luego, el sólo hecho de reducir el consumo de fármacos psiquiátricos no reducirá los problemas subjetivos a partir de los cuales fueron recetados. Aunque sí reducirá los poderosos y catastróficos efectos del escalamiento terapéutico (el empezar a consumir cada vez más drogas, de diverso tipo), que es un problema muy objetivo y demasiado frecuente. Reducir el consumo tiene sentido sólo si a la vez se siguen terapias alternativas, que aborden los problemas de fondo. Y esas terapias pueden ser de muchos tipos. Desde luego las terapias psicológicas, entre las que siempre son preferibles las terapias habladas, de tipo cognitivo. Pero también, no necesariamente terapias psicológicas. Hay una amplia gama de actividades que pueden tener efectos terapéuticos sin ser directa y propiamente terapias. Desde hacer ejercicios, practicar alguna disciplina de meditación, participar en grupos de tipo cultural o político, hasta el mismo convertirse en un activista crítico del propio problema que se quiere superar. Lo que tienen en común estos procedimientos, y lo que les permite una buena parte de su efecto terapéutico es el compartir, el hacer actividades conjuntas, el conectarse con otros y constatar en ellos nuestros mismos problemas, y crecer con ellos hacia la búsqueda de soluciones. Pero también, más allá de esta necesidad personal, ciertamente urgente en muchísimos casos, avanzar hacia soluciones más permanentes pasa necesariamente por asumir la consciencia de que un mundo y un modo de vida más humanos son necesarios. Explicitar y asumir, desde luego, los mecanismos ideológicos que nos han mantenido retenidos en una situación inhumana y generar la consciencia para revertirlos. Ante la individualización, socializar. La mayor parte de mis problemas son compartidos por muchos y se deben a situaciones que han estado hasta ahora más allá de mi voluntad. Ante la psicologización, objetivar. Nuestros 17 Una muy buena guía para la reducción del daño producido por el consumo de drogas psicotrópicas, pensada para ser leída y seguida por los usuarios mismos, se puede encontrar, en castellano, en el sitio del Icarus Project, www.theicarusproject.net, bajo el título “Discontinuación del uso de drogas psiquiátricas: una guía basada en la reducción del daño”.
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problemas cotidianos no son simples problemas generados en la manera en que percibimos la realidad, o en nuestra falta de destrezas comunicativas. Ni pueden ser reducidos a esas dimensiones. Son problemas objetivos. Que tienen raíces perfectamente identificables en la sociedad y el modo de vida imperante. Ante la naturalización, historizar. La objetividad social de los problemas que nos aquejan es perfectamente histórica, puede ser cambiada. No reside ni en una presunta naturaleza humana, ni en unas bases biológicas que nadie ha establecido de manera científicamente válida. Reside en las estructuras sociales que constituyen al sistema en que somos dominados, explotados, sobre exigidos. Tenemos derecho a querer cambiar ese mundo opresivo y, social y políticamente, podemos hacerlo. Como la desintoxicación personal, la tarea política puede ser larga y difícil. Pero lo más importante en nuestra decisión de que es necesaria y es posible. “En la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”, nos dice la realidad. Y, también, como lo ha indicado otro cantor con tanta claridad, esta es una gran tarea común a la que llegamos, en la que quedamos, “los que puedan sonreír”.
IV. ANIVERSARIOS, A 40 AÑOS DEL GOLPE
Reúno en esta sección una serie de textos escritos a propósito de uno de los vicios de la izquierda decadente, justamente para criticarlo: la obsesión por el recuento. Un uso masoquista de la perspectiva histórica que sólo logra reelaborar las justificaciones de las múltiples derrotas, y cuyo efecto no es sino el arrastrar a las nuevas generaciones al mismo ejercicio, y a la impotencia política que lo marca desde su inicio. Don Vicente Huidobro, poeta y mago, dueño de la Viña Santa Rita y candidato a la presidencia de la República por el Partido Comunista de Chile, lo escribió alguna vez, con extrema claridad: “los viejos generalmente obran y hablan en nombre de sus desengaños, de sus fracasos, que ellos llaman experiencia, como si todos debiéramos fracasar en la vida y desengañarnos” (en “Vientos Contrarios”, 1922). Los veinte años del golpe de Estado, los treinta, ahora los cuarenta. Pero también el bicentenario, los cien años de la matanza de la Escuela Santa María, los veinticinco años del triunfo de Allende, el centenario de Neruda. Por supuesto me faltan muchas otras fechas. Durante cuarenta años los intelectuales de izquierda en este país han vivido escribiendo en torno a la mala nostalgia, y a la oscura “autocrítica”, cuyo único resultado es ver todas las virtudes sólo en el enemigo, y darse vueltas una y otra vez en las derrotas. He sido invitado muchas veces a encuentros académico políticos y conmemoraciones de esta clase. La mayor parte de las veces simplemente las he evitado. Pero veo ahora, hacia atrás, este rastro de abominación del recuerdo, y la furia me empuja al contrasentido de hacer mi propio recuento de las veces en que he usado la ocasión del recuento para criticarlo.
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Asumo que hay en esto un contrasentido. Lo hago, sin embargo, como testimonio de una constante crítica, que he desarrollado desde hace ya más de treinta años, y que ha marcado los caminos que he emprendido y el tipo de respuestas que me he empeñado en encontrar. He ordenado los textos desde los más antiguos. Como fueron escritos para ocasiones y circunstancias bastante contingentes, a veces se pierde un poco el sentido que tiene su encono. He preferido, sin embargo, mantenerlos tal como fueron escritos, con correcciones muy menores y solamente formales. Al leerlos siento profundamente que cada uno de ellos podría haber sido escrito tal cual para el aspecto más oscuro de las circunstancias presentes. El reverso, aquello que en el presente nos empuja hacia el futuro, lo he consignado a través de la inclusión de algunos de los textos que escribí a propósito del movimiento estudiantil de 2011.
a.
Cuestiones de ética y poesía: los optimistas1
Vinieron los optimistas enmierdando el mundo, vinieron con sus sonrisas de estúpidos e indulgentes, sonrisas de sabelotodo y de “te‑tengo‑en‑la‑mano”, y llenaron todo de luz, de dorado y de cromado, llenaron el mundo de corbatas y de colitas bien peinadas, aceptables en las oficinas. Vinieron los optimistas a conquistar el mundo mientras eran conquistados, pusieron de moda los tonos pastel y el post sin estridencia, pusieron de moda su grosería, su manera simplona de enfrentar la vida, su inclemencia atroz, llena de olvidos y sonrisas. Vinieron los optimistas y su política de consensos y olvido, atenuaron las banderas como si las quemaran, abandonaron sus cantos y sus poemas, predicaron su alegría de bobos contra el pasado tristón, pusieron de moda las buenas intenciones, la filantropía juvenil, la juventud 1 Este texto fue escrito para la publicación que resumió las ponencias presentadas en el Encuentro Utopía(s), organizado con gran pompa por la División de Cultura del Ministerio de Educación, y realizado en el Edificio (aún) Diego Portales, en Agosto de 1993, con la expresa intensión de conmemorar el vigésimo aniversario del Golpe de Estado. El texto que leí en esa ocasión, sin embargo, que se puede encontrar a continuación, era mucho más explícito. El tono poético de este escrito, que hoy no comparto, es una reacción al clima intelectual, a la vez triunfalista y claudicante, que imperaba entre los intelectuales en ese momento. Justamente el tiempo en que se consumó el gran viraje de la Concertación hacia el modelo neoliberal.
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decrépita de su ambición desbocada. Todo lo grande y lo bello resultó de pronto demasiado complicado, demasiado oscuro. Todo lo justo y verdadero resultó de pronto muy denso o muy parcial. El pluralismo indiscriminado de la indiferencia, la bondad cautelosa de la cobardía, el estilo evasivo del hipócrita que se cree benefactor del mundo, se impusieron como modelos de orgullo y de eficacia. Vinieron los optimistas bien, a decirnos que todo va bien, a entusiasmarnos con el supremo bien, a congraciarse de que todo siga bien, a reír con nosotros. Llegaron con sus nuevos puestos fiscales, con su servilismo solapado, llegaron con sus papelillos de coca y sus traguitos amistosos, llegaron con sus matrimonios nice y sus separaciones bad, con sus profesiones aburridas y sus amantes intercambiables. Vinieron los optimistas amor mientras moría todo, vinieron matándonos otra vez, cuando parecía que ya no habría más muertes. Vinieron con la muerte helada de la luz a reemplazar la caliente muerte de las sombras. Llegaron con las heladas sonrisas de la luz a matarnos la tibia sonrisa de nuestros secretos. Vinieron los optimistas, amor. Vinieron a enmierdarnos el mundo.
b. Subjetividad y tolerancia represiva (sobre el estado espiritual de los ex izquierdistas)2
Atascados en la culpa, en la modorra de la impotencia, obligados a escépticos, orgullosos de sus nuevas enajenaciones, como nuevos ricos de la diversidad aleatoria, ejerciendo el olvido casi sin esfuerzo. El olvido profundo, mientras más profundo menos esfuerzo. Ya nada románticos, pero intensamente sentimentales. Buscando en lo privado lo que el espacio público niega, obligando al espacio público a sus obviedades privadas, porque no hay nada allí que resuene a sueños. 2 Este es el texto que leí realmente, en Agosto de 1993, en el encuentro Utopía(s). Muchas copias de estas páginas fueron también pegadas en los muros de las Universidades en que hacía clases en ese entonces.
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Los sentimientos toman el lugar de las ideas. En general las lágrimas, porque impera lo depresivo. Las emociones aparecen como argumentos. En general las recriminaciones y los llamados a la armonía, porque impera la desconfianza. El agrado sensiblero del cuerpo privado toma el lugar de la alegría, porque el placer escasea. Abundan las instancias de relajación, las terapias corporales, los abrazos sin contenido, en la esperanza inútil de ir más allá del stress insoportable. El Tarot y sus futuros ambiguos, el I Ching en vaga clave jungiana, el Tai Chi y su mística pragmática, el Gim Jazz y su sinceridad de supermercado. Aparecen, como fantasmas, los oscuros monstruos que penan en la culpa: la razón, el intelecto, el compromiso militante, la acidez crítica, la alegría de luchar, la política, el erotismo. Son conjurados por los nuevos fetiches de la razón fácil: la diversidad, el experimento, lo provisorio, el consenso plural, el respeto sin determinaciones. Y la diversidad es sólo una combinatoria manipulada de prototipos, y el experimento no es más que la improvisación auto celebrada y tolerada, y lo provisorio es la excusa de la falta de proyecto, y la pluralidad ficticia de los consensos no hace más que ocultar los compromisos con la fuerza, y el respeto indeterminado sólo consigue respetar el estado de cosas establecido, con sus marginaciones, su miseria atroz, su desencanto general. La erudición al servicio del suicidio de la razón no hace más que dar argumentos simplistas a los cultos. El desprecio anti intelectualista de los que dicen optar por la naturaleza no produce otra cosa que el vacío argumental adecuado para las razones del totalitarismo. La mística corporal y sentimental tiene, como toda mística, sus herejes y sus hogueras. La Psicología de la trivialidad ofrece las categorías: racionalista, empaquetado, poco espontáneo, melancólico, nostálgico sin remedio, depresivo, resentido. Y ofrece también los recursos empáticos o agresivos: la relajación, las dinámicas de auto evaluación grupal, la indiferencia, la terapia. Las hogueras sonrientes del totalitarismo luminoso no matan a nadie: la enajenación es suficiente, o el exilio. Hay indicios característicos del mal de herejía: la seriedad, la crítica radical, la indignación, el discurso moralizante. Hay remedios y fórmulas
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de recuperación, también características: no tomarlo tan a pecho, no exagerar, alegrarse la vida y, sobre todo, relajarse un poco. Pero el totalitarismo sonriente, el fascismo nice, a la par con el ritmo del mercado y el liberalismo de los integrados, no se tolera a sí mismo. La interminable necesidad de terapias interminables, la recaída una y otra vez a la querella sentimental, el masoquismo cultural de los ex izquierdistas, y el desencanto nice de los derechistas de siempre, la permanente vigilia terapéutica sobre los herejes, que permanecen intrigantes y extraños, la alegría ilusoria de los casamientos y el tenso desencanto de los matrimonios, la relajación ineficaz, que nunca termina de relajarnos, muestran la triste historia de vergüenza y olvido sobre la que está construida la miseria. A la hora de la confrontación crítica las recriminaciones y el tono llorón. La autocrítica que sólo encuentra virtudes en el enemigo. La cancelación por decreto de toda vieja esperanza como mera enajenación, de todo viejo compromiso como mero engaño, de toda vieja militancia como fanatismo o manipulación. Y el tono llorón: confrontada con su pasado la consciencia nice sólo sabe llorarlo. ¡Y llorar es tan triste! Es mejor cambiar de tema. Ya se verá cómo abordar la sensación de impotencia en alguna terapia, en alguna salida gimnástica, en alguna concentración progresista, pero más bien como hobby. La filosofía de lo chiquitito es la filosofía adecuada para la impotencia: lo cotidiano, lo local, lo parcial, lo fragmentario, lo meramente gesto, o momento. Todo en clave leve, por cierto, porque también las ganas, los entusiasmos, son chiquititos, otra cosa sería empezar a ponerse serios. Todo lo grande, todo lo bueno, todo lo que huela a verdad, a belleza universal, a proyecto que busca abarcar el mundo, se vuelve sospechoso. Los ex fanáticos se vuelven expertos en detectar fanatismos. Todo lo que pueda quererse de manera radical se vuelve digno de ironía o, simplemente, descalificable. La manía de lo chiquitito, en clave corporal, en gozo chiquitito y privado, sin alcanzar al otro, sin ir por el medio de la calle, porque las calles están llenas de autos, sin ir por medio de la historia, porque la historia no nos pertenece, y quizás ni siquiera la merezcamos. Lo chiquitito se entiende sin problemas con lo prudente, con lo cuidadoso, con lo bonito, y con lo cobarde.
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¿Cómo vamos a explicarles todo esto a nuestros jóvenes? ¿Quiénes seremos para ellos, tras tanta cobardía, tras tanto hedonismo simplón, tras tanto olvido? ¿Cómo vamos a explicarles nuestras existencias cortadas por la impotencia y por el escapismo? Creo que nunca podrán entenderlo. Creo que nos mirarán con recelo, como unos seres extraños, que no logran encontrar malos a sus enemigos, y que se entretienen en destruir a sus amigos. Creo que los jóvenes de mañana no encontrarán claudicantes y cobardes, y que van a dialogar a piedrazos, sin contemplaciones. Ya lo he dicho: cuando eso ocurra yo voy a atravesar la calle, voy a tomar unas piedras, y las voy a lanzar para este lado. Santiago, 15 de Agosto de 1993.
c.
Una derrota histórica3
El viraje general hacia la derecha en las elecciones recién pasadas debe ser visto, cara a cara, como la tercera gran derrota histórica de la izquierda radical en Chile o, al menos, como el punto más extremo posible de la gran derrota que significó la salida negociada de la dictadura. La izquierda debe mirar ahora, cara a cara, tres realidades históricas que no se pueden seguir escamoteando: el amplio apoyo popular que tuvo el golpe de estado del 73, el apoyo popular, más amplio aún, que tuvo la salida pactada y ratona que se le dio a la dictadura, el amplio apoyo popular que tiene el modelo económico imperante, posible a partir de los dos hechos anteriores. Sólo mirando a la cara estos hechos, sin tratar de darles explicaciones rápidas, sin evadirlos ni maquillarlos con racionalizaciones populistas y bien pensantes, podremos por fin salir adelante. Sólo desde las verdades más amargas se puede tener la esperanza de avanzar más allá de la desesperanza y la amargura. Ya el poeta señaló esta profunda virtud: “Me enseñaste a construir sobre la realidad como sobre una roca”. Volvamos a hacerla cierta para que construir sea posible. 3 Este texto fue escrito tras las elecciones presidenciales de 1999, en que resultó elegido Presidente de la República, en primera vuelta, Ricardo Lagos Escobar. Contiene una crítica a los resultados electorales de la izquierda, y a la falta de representatividad del sistema política imperante.
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Históricamente la izquierda de este país ha analizado la situación política subestimando sistemáticamente el profundo potencial de re encantamiento de las masas que tiene el capitalismo altamente tecnológico. Desde las viejas estupideces sobre la “aristocracia obrera”, hasta las rutinarias e inverosímiles explicaciones que apelan a la “manipulación”, o al “soborno”, o al “engaño” del que son víctimas las masas, una y otra vez se embellece y escamotea la realidad bajo el supuesto de una cierta pureza mesiánica de los sectores populares, una pureza tal que sólo bajo presión o engaño podrían aceptar y colaborar con el sistema establecido. Lo que se ha subestimado, en este caso, es la profunda derechización del conjunto del país desde el derrumbe de las protestas del 83 hasta hoy. Se ha subestimado la profunda capacidad del modelo político “democrático”, que articula al modelo económico, para cooptar a amplias masas del país real, más allá de las diferencias sociales. Se ha razonado como si la simple explicación de las sinvergüenzuras y canalladas, de la impunidad o el robo a gran escala, de la venta del país o de la dignidad, pudieran convencer a un pueblo que ve, objetivamente, que amplios sectores del país crecen, a un pueblo sumergido en un sistema de comunicación social omni abarcante, a un pueblo cuyos cálculos racionales, muy prácticos y cotidianos, les indican que entre los que venden el país pero producen empleo, y los que fracasaron desastrosamente después de setenta años y siguen repitiendo casi las mismas cosas, no hay donde perderse. La oposición extra parlamentaria al modelo neo liberal, en la que hay que contar a los humanistas, a los verdes, y a las diversas fórmulas políticas que ha integrado el Partido Comunista, ha obtenido, en las últimas seis elecciones, aproximadamente: Año
Elecciones
Votos
Composición
1989
de Diputados
421.000
PAIS, humanistas, verdes, radical socialista
1992
Municipales
420.000
Comunistas
1993
Presidenciales
783.000
Max Neef, Pizarro, Reitze
1993
de Diputados
527.000
Comunistas, MAPU, humanista–verde, ecologistas
1996
Municipales
463.000
La izquierda, humanistas
1997
de Diputados
595.000
La izquierda, humanistas
No es arriesgado, a partir de estas cifras, aventurar un promedio
222
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potencial de 500.000 votos, de los cuales unos 400.000 corresponden al entorno comunista y unos 100.000 al entorno humanista–ecologista. Tampoco es arriesgado afirmar que dados candidatos particularmente atractivos, o circunstancias políticas favorables estas cifras podían ampliarse a 430.000 votos para los comunistas (que es lo que obtuvieron en las elecciones de diputados del 93 y del 97), y a 160.000 para los humanistas y ecologistas (Max Neef obtuvo 387.000, en las de diputados del 97 obtuvieron 166.000). Es respecto de estos “techos” electorales promedio que se debe evaluar la magnitud de la pérdida sufrida este mes. Los comunistas y su entorno han obtenido 225.000 votos, los humanistas y el entorno ecologista, juntos, han obtenido 67.000. Se puede decir al revés: los comunistas han perdido 200.000 votos, los humanistas y ecologistas han perdido 100.000. En estas elecciones tanto la abstención, como los votos blancos y nulos, han bajado notoriamente. Esto no puede significar sino que la enorme mayoría de los votos anteriores han ido a parar a las cifras obtenidas por Lagos. Puede haber una razón muy pragmática para esto: la derecha exageró hasta tal punto sus proyecciones que mucha gente puede haber votado por Lagos tratando de evitar que ganara Lavín. Esto es, desde luego, un cálculo extremadamente torpe, que implica un desconocimiento frontal de la lógica de las elecciones a dos vueltas, y que no ve que aún en el peor escenario lo único que habría pasado es que Lagos pierde la primera vuelta con un 42%, frente a un 47% de Lavín, y luego gana la segunda, con el apoyo de estos votos “pragmáticos”. Es obvio, por cierto, que si Lavín ganaba en la primera vuelta daba lo mismo votar por Lagos o no. Un mal cálculo como el anterior es quizás comprensible, sin embargo, por la falta de familiaridad del grueso del electorado con el sistema de dos vueltas. Esta es, en realidad, la primera vez que un cálculo como este es necesario en toda la historia de Chile. Atribuir esta migración masiva de la mitad de los votos de un sector político a otro a un efecto de des información y mal cálculo, sin embargo, escamotea nuevamente los problemas de fondo que estos cambios implican. Es necesario asumir que este eventual “voto pragmático”, por parte del sector de votantes más politizados del espectro político, no fue a dar a cualquier parte : se votó por Lagos sin importar que en su campaña
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la figura de Allende estuviese completamente omitida, sin importar que ministros socialistas defendieran a Pinochet, sin importar que ambos programas no difirieran casi en nada, sin importar que Lagos diera una y otra vez las más amplias muestras de garantías a los sectores empresariales, nacionales y tras nacionales, y a los militares. O el pragmatismo ha ido esta vez demasiado lejos, o está ocurriendo aquí algo más profundo que un simple mal cálculo. Mi hipótesis es más dura, lo que creo es que la izquierda radical ha terminado, después de diez años de impotencia y fracaso, por desencantar a la mayor parte de sus adherentes, y que estos han empezado a buscar nuevos horizontes políticos, porque acá simplemente no encuentran nada que sea verosímil, para no decir viable. Cientos de miles de chilenos, tributarios de la izquierda clásica, del camino de la Unidad Popular, ya hicieron efectiva esa renuncia profunda al confiar sus votos a la Concertación, votando primero por Aylwin, después por Frei, y resignándose a un papel segundón detrás de las ambiciones sin límites de la Democracia Cristiana. Pero de una manera u otra vieron recompensadas sus renuncias en los infinitos recodos y vericuetos del clientelismo de nuevo tipo. Sobre todo los militantes, a través de la vaca inagotable que son las prebendas del Estado, reducido y todo, pero aún capaz de pagar honorarios, o repartir fondos “concursables”. Este mismo proceso de cooptación progresiva puede haber estado en la mira de quienes pensaron que un gobierno de la Concertación encabezado por un socialista podría ser más benigno con los que se mantuvieron díscolos por tanto tiempo. Gane Lagos o no en la segunda vuelta, estos 300.000 votos pueden volver, eventualmente, a sus preferencias radicales. Eso depende de qué tan benigno sea el posible gobierno de Lagos, o qué tan duras sean las condiciones que le imponga a los “ajustes” del modelo. Lo esencial, sin embargo, está ya en la mesa: la izquierda radical no puede contar con estos adherentes sino a costa de un gran esfuerzo, y circunstancias políticas favorables. Bastaría la eficacia del clientelismo extendido medianamente hacia la izquierda para que sus fuerzas se redujeran sustancialmente. No es suficiente, sin embargo, con estas realidades morales, o vitales.
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Es necesario ir más allá, a preguntarse qué es lo que ha desencantado a estos votantes. Es necesario preguntarse por qué el cura Pizarro, nominalmente un mal candidato, es capaz de sacar 330.000 votos, y en cambio Gladys Marín, “la mejor candidata imaginable”, sólo ha obtenido 225.000. ¿Es más creíble el cura Pizarro que Gladys Marín?, ¿es menos creíble Hirsch (36.000 votos), que Reitze (82.000 votos)? Mi hipótesis, en el caso de los comunistas, es que no se ha cambiado en lo esencial ni la retórica ni la actitud profunda hacia la política, no se ha sido capaz de romper radicalmente con un pasado lleno de fracasos, ni se ha sido capaz de dar confianza en lo que se declara nominalmente: que se trata de una política nueva. ¿Por qué habríamos de creer que una figura que, aún con sus ribetes heroicos, ha sido emblemática del comunismo chileno clásico durante treinta años habría de practicar hoy una política distinta a la que ha mostrado siempre al interior de su propio partido? Y, sobre todo, ¿por qué habríamos de creer que esa política es aún preferible a la que, aún con sus des vergüenzas, se muestra exitosa en amplios sectores del pueblo chileno? La cruda realidad de las cifras muestra claramente a quien, la gente común y corriente, le cree más. Pueden estar equivocados, pero no es muy buena hipótesis sostener que son imbéciles, que los han engañado, o que son menores de edad mentales, que no saben optar por lo que les parece más viable. En el caso de los humanistas, y su curioso sectarismo semi yuppie, y el ecologismo vagamente purista, creo que lo que ocurre es que las banderas del medio ambiente y la participación pueden ser ampliamente asumidas, e incluso implementadas, por el neo populismo, sin entrar en grandes contradicciones con el cinismo galopante de las empresas tras nacionales, que han llenado sus fachadas públicas de mensajes ambientalistas, tolerantes y humanizadores, potenciando de paso con ello los buenos negocios. ¿Por qué habríamos de confiarnos en humanistas y ecologistas alternativos, si ya el poder predica la paz el amor y el respeto al medio ambiente? La respuesta fácil es que deberíamos hacerlo porque los poderes dominantes mienten, pero ¿es que hay alguien que no lo sepa? ¿Es posible decir que el 95% de los chilenos que votaron están simplemente engañados? Creo que afirmar esto es, simplemente, no entender nada de la política real, esa, la real, esa por la cual la gente vota, no la que está simplemente en nuestras consciencias bien intencionadas.
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Pero, antes de hacer un análisis más de fondo de las condiciones imperantes de la política real, es necesario examinar qué ocurrió con la votación de los bloques mayoritarios. La Concertación, y la derecha, han obtenido las siguientes votaciones, aproximadas, en las últimas elecciones: Año
Elecciones
1989
Presidenciales
1989
de Diputados
1992
Municipales
1993
Presidenciales
1993
de Diputados
1996
Municipales
1997
de Diputados
Votos
Composición
3.850.000
Aylwin
3.120.000
Büchi, Errázuriz
3.500.000
Concertación
2.600.000
RN, UDI, UCC, PN
3.420.000
Concertación
4.040.000
Frei
2.130.000
Alessandri, Piñera
3.730.000
Concertación
2.400.000
RN, UDI, UCC
3.460.000
Concertación
2.870.000
Concertación
2.190.000
RN, UDI, UCC
La Concertación perdió, entre 1993 y 1997, 860.000 votos, considerando que la votación de 1993 corresponde al promedio histórico, que puede situarse en torno a los 3 millones 700 mil votos. La derecha bajó su promedio histórico, que puede situarse alrededor de los 2 millones 400 mil votos, en unos 200 mil. Es necesario recordar que esa elección es notable porque los votos blancos y nulos sumaron 1.240.000. La situación actual es la siguiente: Concertación: 3.360.000 / Derecha: 3.330.000 / Blancos y Nulos: 215.000 Si consideramos que la Concertación recibió 300.000 votos desde la izquierda, su votación bordea los 3 millones. Es decir, mantiene una pérdida del orden de 700.000 votos respecto de su promedio. La derecha, en cambio, ha ganado 930.000 votos respecto de su promedio.
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Aniversarios, a 40 años del golpe
Los votos blancos y nulos han disminuido en poco más de 1 millón. Yo creo que lo que se desprende de estas cifras es que, en contra de las cuentas alegres que muchos sacamos el 97, los votos blancos y nulos de esa ocasión NO eran votos anti sistema, eran, en realidad, la pérdida de la Concertación, en particular de la votación demócrata cristiana. (La DC perdió, directamente, 520.000 votos entre el 93 y el 97). Mi hipótesis es que la mayor parte del alza de la votación de la derecha se debe a un cambio histórico en el electorado demócrata cristiano. Más de medio millón abandonó la Concertación ya el 97, creo que la proporción actual es aún mayor a esa cifra. Creo, por otro lado, que otra parte significativa del alza de la derecha se debe a su capacidad para integrar a un sector de votos blancos y nulos cuyas preferencias nunca han sido de la Concertación, y que no habían encontrado hasta ahora una política populista que los interpretara. Dos conclusiones son claras: una es el viraje masivo del electorado DC, la otra es que la votación en blanco o nula no puede contarse como una votación anti sistema, y es siempre ganable por el populismo de turno. Pero, cuando consideramos el viraje de cerca de 700.000 votos desde la Concertación hacia la derecha, lo que encontramos es que 3 millones 330 mil chilenos votan por la derecha a pesar de que sigue ligada a Pinochet, a pesar de que no ha mostrado renovación política alguna, a pesar de su retórica integrista en lo moral y policial, a pesar de su defensa explícita de los privilegios que los empresarios han obtenido de la política económica, de su defensa explícita de la mercantilización de todos los ámbitos de la sociedad. No es lo mismo votar por una derecha liberal, que ha aprendido lecciones históricas, o que simula aprenderlas, que darse cuenta, tras el espectáculo de los viajes a Londres, que esta derecha no tiene la menor intención de renovarse, y lo dice explícitamente, incluso haciendo el ridículo en la escena política internacional. Es decir, para decirlo una vez más, los chilenos que han votado por la derecha han votado por la peor derecha posible, y la han preferido aún por sobre la retórica de la reconciliación y la equidad. Esto no sólo dice qué clase de electorado es el que ha acompañado siempre a la Democracia Cristiana, sino que nos dice algo muy profundo
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sobre el sentido común promedio que impera en este país : cinismo galopante o hipocresía católica, mojigatería tramposa, arribismo y chaqueteo, oportunismo político y servilismo a los poderes de turno. Virtudes todas que se han magnificado con el delirio consumista real o virtual, con el exitismo grandilocuente de unos pocos y el arribismo masivo de los que prefieren disimular sus miseria ante que levantar la voz ante la prepotencia chillona de los nuevos ricos, o de los nuevos ni siquiera tan ricos. La realidad, en cifras, es la siguiente. Si se suma a los que votaron por Lagos, aunque un ministro socialista haya defendido a Pinochet, con los que votaron por Lavín, aunque la derecha no ha hecho la menor auto crítica histórica, es decir, a todos los que votaron por un programa económico casi igualmente excluyente, desnacionalizador y neoliberal, se tiene: • ciudadanos mayores de 18 años (estimados por el INE) • inscritos en los registros electorales • votantes efectivos • “votos válidamente emitidos” • fórmula La – La4
: 9.944.860 : 8.084.476 : 7.227.609 : 7.012.156 : 6.694.871
Calculadora en mano esto significa que votaron por la economía “social” de mercado: • el 95,48 % de los que votaron “válido” • el 92,63 % de todos los que votaron • el 82,81 % de los inscritos • el 67,32 % de todos los ciudadanos, estén inscritos o no, hayan votado o no.
En cualquier democracia del mundo, bajo las reglas del juego que sean, eso se llama mayoría absoluta. La mayoría absoluta de los chilenos votaron por la economía social de mercado después de 24 años de sucesivas políticas de shock, después de haber desmantelado la industria nacional, la previsión social, la salud pública, después de haber vendido nuevamente las principales riquezas básicas del país, después de veinte años con tazas de des empleo y sub empleo reales siempre en torno al 20% de la fuerza de trabajo, después de 25 años con tasas de pobreza y marginalidad siempre en torno al 30% de la población total, y aún en plena crisis económica, con una tasa de desempleo declarada del 11%. 4 La expresión alude a los futbolistas Iván Zamorano – Marcelo Salas, que en esa época era conocida como la dupla “Za – Sa”. Se trata, como debe ser evidente, de la dupla de candidatos presidenciales Lagos – Lavín.
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Esos son los datos, eso es simplemente lo real. Friedrich Schiller decía “los más inteligentes y los más tontos tienen algo en común: sólo se preocupan de lo real”. Ni para los románticos, ni para los caballeros, ni para los revolucionarios, los simples datos de la realidad son suficientes. No se puede construir sino mirando los datos reales cara a cara, sin tratar de disculparlos o maquillarlos... Pero no se trata sólo de lo real. Más allá de lo real está lo posible, entre lo real y lo posible están nuestras voluntades, nuestras indignaciones, nuestro asco ante la fealdad del mundo, y la poderosa nostalgia que señala que un futuro mejor es posible. Ahora es la hora de probar nuestra fuerza más profunda. En la peor hora de Chile pudimos salir adelante, en esta hora, que reproduce de manera cínicamente sonriente el significado de lo que entonces se dijo a sangre y fuego, podremos salir adelante otra vez. Una política revolucionaria, democrática, con impulso utópico, cuyo sentido último es la realización humana, el dominio de los ciudadanos sobre sus propias vidas, el dominio de la producción de la vida por los productores directos, una política que apunte a superar las miserias del nacionalismo, el individualismo, la enajenación religiosa, la cosificación de las relaciones humanas, es decir, en suma, una política comunista, puede y debe seguir adelante, más allá del grado de colonización que los poderes dominantes hayan alcanzado sobre los temores y las esperanzas del conjunto del pueblo. Una vez más es necesario afirmar la diferencia que nos separa de la complicidad y la conciliación : los políticos, los oportunistas y los canallas, sólo dan las peleas que pueden ganar, los revolucionarios, en cambio, los caballeros y los ingenuos, dan las peleas que deben dar. Una política comunista debe apuntar a las tensiones e inquietudes reales de los más amplios sectores del pueblo. Debe partir de los sufrimientos de las más amplias mayorías. Compartirlos, o entenderlos, aunque juzguemos que son sufrimientos ilusorios, o pasiones intervenidas por el poder dominante. Debemos entender no la pobreza, sino más bien por qué tan grandes cantidades de pobres prefieren votar por la derecha. Es necesario entender la pasión por el consumo entre los que consumen y, sobre todo, entre los que ni siquiera consumen. Entenderla de manera real, antes que condenarla o tratarla como simple manipulación y engaño. Debemos entender los mecanismos que ligan de manera profunda, interior, a los dominados con las miserias de su dominación, en lugar de remitir toda explicación a la represión y a la amenaza.
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Cuando hacemos el esfuerzo de abandonar la retórica populista, o los benignos supuestos en torno a una cierta pureza popular originaria, tan característicos, ambos, del pensamiento político del socialismo utópico, lo que encontramos es que el problema profundo no tiene que ver con la consciencia, con la mucha o poca consciencia, o con el error o el engaño, sino con la amplia capacidad de los poderes dominantes para colonizar el espacio vital y existencial desde el que se forma la consciencia. Cuando tratamos de “hacer consciencia” nos movemos en un terreno en el que ya hemos sido derrotados de ante mano, porque no hemos dado la batalla integral por ganar las condiciones existenciales en que una consciencia distinta es posible. Esto se puede resumir así: no se puede convencer al conjunto del pueblo para que haga lo que no quiere hacer. O también, de otra manera, son los deseos mismos, las expectativas, las que han sido colonizadas y domesticadas, por debajo de la consciencia. No se trata de que la gente no quiera una vida más digna, más libre, más feliz. Se trata de que el sistema ha logrado identificar, en los deseos mismos de la gente, toda noción de dignidad, de libertad y de felicidad, con sus ofertas, con la diversidad que ofrece, sea real o ficticia. Se trata de dar una batalla por el contenido de los deseos mismos: “eso que usted llama dignidad no es sino domesticación de sus deseos por el mercado, eso que usted llama felicidad, o satisfacción, no es sino la servidumbre asumida de una vida mediocre”. Es inútil negar que la gente consume, de manera real o ilusoria. El punto que hay que atacar es la pobreza del consumo mismo, su miseria interior. Es inútil negar que haya democracia, y que incluso la derecha ya no necesita ser fascista. El punto que hay que atacar es la falta de contenidos, la pobreza meramente administrativa del mero proceder democrático. Es inútil negar que la gente vive, en promedio, mejor que hace veinte años. El punto real es el precio de temor cotidiano, tensión competitiva, sobresalto laboral, angustia consumista, que hay que pagar por esas mejoras mediocres. Hay que atacar resueltamente el corazón del sentido común de las capas medias. Ellas son las que estabilizan la política hacia la derecha. De las capas medias amplias. Las que se extienden desde los sectores profesionales acomodados hasta los arribistas medio pelo que ocultan su pobreza ideal
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en el sobre endeudamiento. Atacar los juguetes de moda, las teleseries, la hipocresía católica, el falso cuello y corbata, la fantochería de las fiestas de matrimonio, el arribismo grosero de las vacaciones en playas caras, el servilismo de la auto explotación y la competencia entre trabajadores que comparten empleos inestables, la manía por comprar casas con murallas de cartón y soñar con tarjetas de crédito baratas, la manía de pasearse por el “mall”, de ir a multicines siúticos a comer kilos de “pop corn”, la obsesión de tener auto y el delirio de hablar por celulares de palo. Sólo desde este ataque frontal se puede separar a los que sólo viven del consumo ilusorio, y hacerlos mirar cara a cara su pobreza objetiva. Sólo desde esta crítica radical se puede re encantar a los jóvenes y profesionales de los sectores medios, que no se resignan del todo a su vida mediocre, en torno a la posibilidad de una vida distinta. Pero la crítica debe alcanzar también a las propias propuestas. Una crítica que no propone, y una propuesta que no es verosímil, sólo promueve el desencanto oportunista, fácilmente ganable por el poder de turno, o por el que reparta fondos concursables. Un desencanto revoltoso, que se opone a todo sin ser un peligro real para nadie. Ya no es verosímil seguir proponiendo la retórica y el universo simbólico del marxismo que estuvo ligado al totalitarismo burocrático. La evidencia del fracaso histórico, y del carácter de clase que tuvieron esas dictaduras es abrumadora, y es recordada día a día por el sistema de comunicación social. No se trata aquí de no querer aparecer junto a los que fracasaron, se trata, radicalmente, de que no tenemos nada que ver con ellos. Nuestros sueños tienen que ver con el comunismo y la felicidad humana, no con la modernización forzosa y el aumento de nivel de vida obtenido a costa de represión y dictadura partidaria y militar. Se trata de romper con el marxismo clásico para volver a inventar un marxismo libertario. De romper con las excusas totalitarias que se llamaron “leninismo” para volver a proponer un horizonte comunista. Ya no es verosímil seguir proponiendo un ecologismo de macetero, macrobiótico y filantrópico, que puede ser perfectamente reciclado por las tras nacionales y la retórica populista. Es necesario poner al centro a los seres humanos y sus dolores, no a las ballenas ni a los árboles. Es necesario mostrar que el sentido de la naturaleza es hacer posible la felicidad humana,
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y que los seres humanos, por muy occidentales que sean, no son ni un accidente ni un defecto en el orden del mundo. Un ecologismo radical debe atacar también la retórica ambientalista de los negocios altamente tecnológicos, que una vez que ya han destruido gran parte del entorno, ahora pueden potenciarse sin requerir de esa destrucción, o trasladándola a la periferia del mundo. La conexión entre degradación ecológica y pautas de consumo es central. La posibilidad de humanizar la naturaleza, en lugar de naturalizar las relaciones humanas, es central. Ya no es viable, ni verosímil, ni deseable, intentar imponer por la fuerza física ideales ilustrados que la mayor parte del pueblo no quiere compartir. Si el recurso a la consciencia ya es difícil, el recurso, simple y poco imaginativo, a la violencia, es inútilmente efectista, y consigue siempre exactamente lo contrario de lo que se propone: deslegitimar en la consciencia del pueblo las posibilidades de la liberación. Cuando la violencia del sistema está instalada en los deseos mismos de la gente, resistir a través de la violencia física es simplemente dar la espalda al conjunto del pueblo, es condenarse a ser víctima “gloriosa” mientras la situación imperante no sólo continua, sino que gracias a esas mismas acciones, se confirma. Pero, para decirlo aún más directamente, esta violencia no es ni siquiera deseable. Nada nos asegura que el gobierno de un bando revolucionario que se ha impuesto por la fuerza, contra el sentido común de la gente, aunque cuente con su apoyo temporal, no se convierta en una dictadura totalitaria iluminada apenas vuelva la normalidad, apenas la gente que lo apoyó vuelva a las coordenadas comunes de su existencia. La experiencia histórica al respecto es contundente, y el argumento de que “ahora sí” que combinaremos violencia militar y democracia simplemente no es creíble para las personas comunes y corrientes, es decir, para la mayoría de esos a los que llamamos “pueblo”. Ya no es posible, ni verosímil, proponer la formación de un partido, o de una organización común para toda la izquierda anti liberal. Es necesario aceptar que en la izquierda hay muchas izquierdas. Es preferible actuar en red. Es necesario acostumbrarse no simplemente a los matices sino, directamente, a las diferencias de opinión en torno a temas particulares. Es necesario formar más bien un espíritu común, una solidaridad común, que un comando o una federación. Es necesario promover actitudes globales comunes, que se especifiquen en programas diferentes, antes que
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ambicionar un solo programa, o una sola unidad de propósito. No sólo tenemos muchas cosas en común a que oponernos, también tenemos muchos sueños comunes, que hemos expresado con distintos énfasis, desde distintos lugares existenciales. Comunistas, humanistas, feministas, ecologistas, anarquistas, las retóricas pueden ser muchas, pero el espíritu libertario es el mismo. Un poder diverso, que produce y domina a través de la diversidad, debe ser enfrentado de manera diversa. Un poder que genera diversidad ilusoria, y que domina fragmentando, debe ser enfrentado desde sueños con contenido humano, y desde un espíritu común. Ahora, en la hora más oscura de Chile, cuando la miseria y la oscuridad se imponen a través del carnaval sonriente y luminoso del oportunismo político, del populismo cínico, de la complicidad y el clientelismo, podemos y debemos mostrar nuestro espíritu común, nuestra voluntad revolucionaria, nuestro profundo anhelo de construir tiempos mejores. “Superarán, otros hombres, este momento gris y amargo”, “sepan que, más temprano que tarde, se abrirán las anchas alamedas” para que pase el hombre libre al fin a construir su historia. Santiago, 16 de Diciembre de 1999.
d.
“Superarán, otros hombres, este momento gris y amargo”5
1. El pasado es presente Sólo se recuerda algo cuando todavía ocurre. La memoria no tiene más verdad que la que tiene la voluntad que la mueve. El contenido real de la memoria es el conjunto de situaciones en el presente que la requieren. Nunca hay memoria como tal. Hay discursos en el ahora que se presentan a través de la retórica de algún pasado. Alguno, uno entre muchos posibles. Aquel pasado que permita vehiculizar lo que nos resulta vital en el presente. 5 Este es el texto, diez años después, que leí como ponencia en el encuentro Utopía(s) 1970–2003, convocado ahora para conmemorar el trigésimo aniversario del Golpe de Estado. Parte de su sentido y motivación tiene relación con el gran auge en esos momentos de la nueva manera de abordar la historia de Chile promovida por los historiadores Gabriel Salazar y Julio Pinto, y su conversión en una línea de argumentación política.
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Pero no toda voluntad, no todo conflicto presente, requiere la retórica de la memoria para darse impulso y legitimidad. El pasado es necesario para los que han llegado hace muy poco al poder, o para los que ha perdido la esperanza de obtenerlo. El pasado es un recurso retórico necesario para los vencedores, que construirán la legitimidad de su nuevo poder desde la ficción de un camino necesario que lo explica, o para los derrotados, que lo requieren imperiosamente para reconstruir el sentido que les ha sido arrebatado. Para los que luchan, en cambio, rara vez el pasado es un argumento. Salvo que se hayan acostumbrado a luchar desde la posición de la derrota. Cuando se glorifica el margen, la mera diferencia castigada, o cuando la abrumadora maquinaria industrial o la masacre, o la indiferencia general, arrasan con el horizonte posible, cuando las revoluciones burguesas superan el imaginario de sus opositores, sorprendiéndolos con sus nuevos recursos, con sus nuevas ilusiones de masas, y sus formas de explotación renovadas, cuando la oposición, en suma, pierde sus vínculos con la realidad que cambia al galope, y la izquierda empieza a vivir sus luchas bajo las sombras y las lógicas de la derrota. Las políticas que son posibles desde la memoria nunca apuntan hacia el futuro. El eje que las mueve, desde el pasado al presente se consuma en el presente. Construyen un sentido y al mismo tiempo lo interrumpen. Condenan a la izquierda al papel de heredera, la ligan a la ilusión de una promesa que habría sido dictada antes y por sobre los futuros efectivamente posibles. Las políticas fundadas en la memoria paralizan a la izquierda en su derrota, la arrinconan en una actitud defensiva, la encierran en demandas que no apuntan a construir un mundo distinto sino simplemente a hacer justicia en el mundo que ya existe. La justicia en este mundo es un objetivo básico, por supuesto, pedir justicia siempre es un objetivo de izquierda. Pero si se trata de una política revolucionaria lo único que puede llamarse justicia es terminar con el orden existente. 2. El presente que apela al pasado Pero no sólo las víctimas que claman justicia están hoy interesadas en hacer política desde la memoria. También la izquierda atroz, esa que lo ha traicionado todo, la de los cómplices, la de los que reciben sobres
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sellados, los que se licitan los fondos del estado a sí mismos, la de los que llaman “sincerar la situación” a subirse el sueldo de un día para otro en un cien por ciento con acuerdo unánime de todo el sistema político establecido. Esa izquierda que sólo se llama izquierda por la inercia de sus melancolías, porque la derechización general es de tal magnitud que basta con el color rojo para desentonar un poco, pero “desde dentro”. También ellos, ahora que sus discursos convencen cada vez menos, ahora que votar por ellos es casi lo mismo que votar por el enemigo, ahora también ellos quieren reivindicar sus memorias. Ahora, treinta años después, se acuerdan de Isla Dawson, pasan imágenes de Allende por la tele, desempolvan las fotos que los atestiguan como ex ministros, exiliados, ex héroes. Acá se nos quiere ofrecer memoria allendista a cambio de tender el velo sobre la corrupción, sobre la mantención real, eficaz y sostenida, del modelo económico. Así como en Argentina los hipócritas de hoy pueden entregar milicos viejos y retirados a las masas, tendiendo a cambio el velo sobre las obediencias debidas que se tienen con el Fondo Monetario. Así como el populismo peruano levanta el espectáculo de la “verdad histórica” de los crímenes pasados, a cambio de tender el velo sobre sus servidumbres con los poderes actuales. Ya lo hemos visto aquí, uno de los promotores del golpe llora ante todo Chile, en su calidad de Primer Mandatario rogando disculpas por los crímenes que se cometieron también como consecuencia de sus complicidades. El espectáculo de la memoria ofrece catarsis social a cambio de normalidad económica, a cambio de eso que los economistas liberales llaman “normalidad” sólo porque están del lado de los beneficios. Ofrece la posibilidad de liberar tensiones sociales a cambio de estabilidad social, eso que los políticos que “también sufrieron” llaman “estabilidad” sólo porque permite la hegemonía total de los buenos negocios capitalistas por sobre los intereses de los ciudadanos. La izquierda atroz nos cambia sus canalladas presentes por la satisfacción de que se sepa la verdad, o de que se haga justicia echando a los leones a los milicos que ya no sirven y reservando como campeones democráticos a los que podrían servir mañana. Y hasta mi Comandante en Jefe ahora nos sale con que “nunca más”, como si se le pudiera creer a
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alguien que declara sin arrugarse, de manera oficial, y sin que absolutamente nadie sea llamado a responder por el hecho, “los desaparecidos no pueden aparecer porque los tiramos al mar”. Pero si sólo se tratara de que “fuimos héroes”, si se tratara en realidad de que “lo que hicimos tenía sentido”, o “volveríamos a vivir ese entusiasmo, nunca lo hemos perdido del todo”. No. La izquierda innoble no es capaz de reivindicar su pasado sin enturbiarlo con el masoquismo de lo que llama “auto crítica”, sin extasiarse en enumerar largamente sus propios errores y, tan largamente como eso, en enumerar las virtudes del enemigo. Todas sus reivindicaciones de memoria están atravesadas por “peros”, por “sin embargo”, por “reconocimientos” y lecciones que tendríamos que incorporar para que sus locuras juveniles no vayan a repetirse. Los viejos de los años sesenta han llenado con sus frustraciones el horizonte político de todas las generaciones que los siguen. Les han pegado sus amarguras, sus desencantos. Han condenados a los jóvenes a comprenderse a sí mismos a través de la memoria innoble de la derrota. Han traspasado sus fracasos de generación en generación, prolongando las maldiciones de sus propias impotencias históricas. Los jóvenes de hoy no son hijos del once de septiembre, no son hijos de la dictadura. Son hijos del recuerdo de la dictadura, son hijos del recuerdo ominoso del once. Cuando somos afectados por un evento histórico tenemos que sobreponernos y ajustar cuentas, es nuestro problema. Cuando somos afectados por el recuerdo de un evento histórico somos obligados a ajustar cuentas con la impotencia de otros, con los fracasos de otros. Estar marcado por el fracaso es grave, y deberíamos poder sobreponernos. Estar marcado por el fracaso de otros es un doble fracaso. Y la izquierda atroz ha hecho lo posible y lo imposible por retenernos en ello. Y han tenido un éxito monstruoso. Y el contraste entre la belleza posible de lo que recuerdan y la miseria política en que esa belleza naufraga no hace sino prolongar ese éxito, prolongar la política construida desde y para la derrota. Ahora, arrinconados por la derecha, faltos de credibilidad pública, nos piden que nos acordemos de que ellos cumplen treinta años, como si todos tuviésemos que cumplir estos treinta años de miseria y compromisos junto a ellos. No. Me cago en sus treinta años. Me cago en el pasado tristón.
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Me cago en sus éxitos obtenidos “en la medida de lo posible”, y en las lágrimas derramadas en la misma mesa con los asesinos. Me cago en sus auto críticas y en sus utopías idealistas, que sólo valen para el futuro incierto, mientras se le regala el presente al enemigo. 3. El futuro Los revolucionarios no necesitan del pasado, no deben tener pasado. El presente es su tarea, el futuro es su horizonte. Deben aspirar a crearlo todo. Deben mantener la voluntad en la aspiración absoluta de que otro mundo radicalmente distinto es posible. No somos herederos de nada, no continuamos antiguas lógicas en formas nuevas, no somos portadores de promesas ni de encargos, no vamos a vengar ni a redimir a nadie. Vamos simplemente a inventarlo todo de nuevo. Las derrotas sólo enseñan la lógica de la derrota. La memoria sólo enseña lo que nosotros queramos poner en ella. Y si vamos a poner algo, que sea la belleza, no la verdad, no la moral. Nuestra moralidad consiste en que queremos cambiar el mundo, no en que vamos a saldar las deudas de nuestros mayores. La verdad está para ser construida, no para esgrimirla como dada cada vez que decimos “rescatarla”, o “reponerla en su sitio”. No hay verdades perdidas que rescatar. No hay lecciones objetivas de las que aprender. No necesitamos de sus experiencias. Son los viejos los que llaman experiencia a sus propios fracasos (la frase es de don Vicente Huidobro, poeta y mago). No necesitamos la lógica de esos viejos, no estamos condenados a fracasar. “Superarán, otros hombres”, otras mujeres, “este momento amargo” en que la complicidad prolonga el crimen, en que la democracia prolonga la dictadura, en que el pueblo es llamado “la gente”, y los promotores del golpe son llamados demócratas cabales, en que la voluntad de cambios es llamada utopía(s) como si sólo fuese posible en otro lugar, en otro tiempo, perdidos en la bruma de las buenas intenciones. Y “se abrirán las anchas alamedas” sólo para los que sepan abrirlas con su voluntad y con su fuerza. Y en ese mundo real, y en esas luchas
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presentes, sólo la belleza de las brumas del pasado nos acompañará, y sólo porque es y seguirá siendo nuestra esencia. Nada, que no sea esa belleza, merece sobrevivir. Santiago, Viernes 5 de Septiembre de 2003.
e.
Cien años, primera parte6 “Hasta Iquique nos hemos venido, pero Iquique nos ve como extraños” Cantata Santa María, Luis Advis
El 20 de Diciembre de 2007, en la mañana, en la ex oficina salitrera de Humberstone, fue el acto de cierre del 2º Encuentro de Historiadores titulado “A 100 años de la Matanza de la Escuela Santa María de Iquique”. El antiguo teatro, no muy grande, estaba lleno de estudiantes y académicos venidos de todo Chile. En el discurso de despedida, la historiadora María Angélica Illanes desarrolló largamente, en un complejo discurso, quizás hermoso, unas cuarenta ideas distintas, todas eventualmente interesantes, sin decidirse por ninguno de los quizás cuatro o cinco discursos que probablemente había preparado, resolviéndose, de manera poco feliz, a leerlos simplemente uno tras otro, bajo el hilo general del tema de fondo. Al parecer lo más interesante de todo fue cuando trató de “dictadura de la burguesía desmilitarizada” al gobierno de la Concertación, en lo que llamó “una inversión de la lógica marxista”, sin que se entendiera muy bien “inversión” respecto de qué. Los asistentes, ampliamente entusiasmados, aplaudieron sin pasarle la cuenta. Y entonces empezó lo interesante. Entró la Ministra de Educación, acompañada de varios personeros de gobierno algo oscuros que, para su fortuna, pasaron desapercibidos (como el Director de Organizaciones Sociales, de la Secretaría General de Gobierno, organismo de oscuros méritos). Pero ella no. Se cometió la seria imprudencia de anunciarla, incluso con un cierto orgullo… se sintió una rechifla estudiantil aguda y sostenida. Sin inmutarse avanzó y se sentó. Los gritos seguían, “¡que se vaya!”, 6 Escribí este texto, en dos partes, a propósito de los actos con que se conmemoraron, en Iquique, los cien años de la matanza de la Escuela Santa María, en Diciembre de 2007. Consigno en él dos cuestiones: la preocupación por la incapacidad organizativa de la izquierda, la cooptación del discurso tradicional de la izquierda por parte de la Concertación.
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una y otra vez. Habló la Directora de DIBAM, que acortó visiblemente sus palabras. Los gritos seguían. Se dice que la Ministra tenía preparado un discurso, incluso con anuncios (como que se destinarán fondos para reconstruir la Escuela Santa María). Prudentemente no lo leyó. Se pasó rápidamente a la Cantata, interpretada correctamente por un grupo local. Aprovechando alguna pausa de la música, la Ministra se paró y salió. Los estudiantes salieron tras ella, los académicos, algo pálidos, salieron tras los estudiantes. “¡Que se vaya!”, algunos epítetos gruesos, incluso de índole machista, voló algún vaso con agua, algunos osados le remecieron el auto. Carabineros acudió (de pronto aparecieron botas y escudos). Pero no podían hacer mucho sin exponerse a repetir “vergonzosos sucesos” justo en el lugar y fecha menos apropiados. El auto partió rápido. Al interior del teatro la Cantata triunfaba por sobre las conmociones. Los asistentes se retiraron en paz. Satisfechos por un buen Congreso. Satisfechos abiertamente los estudiantes. Satisfechos disimuladamente la mayoría de los académicos, aunque “no compartieran este tipo de excesos, sin embargo comprensibles…”. Cosa notable, poco antes del profuso abucheo, la historiadora boliviana, Ministra de Cultura de Evo Morales, había sido aplaudida fervorosamente por todos. A eso de las tres de la tarde, en buses, regresaron a Iquique. Yo me hice el valiente y me fui caminando hasta Pozo Almonte (7 Km), a perseguir mis delirios. Durante meses se rumoreó sobre una marcha que bajaría “desde las salitreras” hasta el puerto. Rumores vagos, organización indefinida. Pero el 18 y 19 de Diciembre había muchos panfletos que llamaban a marchar. Incluso señalaban un itinerario: partir el día 20, a las 17.00, desde la ex oficina Buen Retiro, en Pozo Almonte (47 Km), para llegar al día siguiente, a eso de las 10.30, a Alto Hospicio (6 Km), y desde allí hasta Iquique. Se trataba de llegar a la Escuela Santa María a las 15.30, justo antes de la hora en que fue la matanza, cien años atrás. Siete kilómetros de desierto a las tres de la tarde es bastante, pero con agua y mística llegué a la plaza de Pozo Almonte, miré a las personas comunes que me miraban con algo de sorpresa, completamente ajenos a todo extravío ideológico, y esperé. La realidad cayó sobre mí, sin embargo, como suele decirse, “como la noche”, con un detalle no menor: eran las cinco de la tarde, a pleno sol.
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A las 15.45 de la tarde del día 21 de Diciembre de 2007, en el místico momento de los cien años, había más gente en la Zofri que frente a la Escuela Santa María, había más gente en la playa de Cavancha que en la “marcha del movimiento sindical”. Marcha, por cierto, en la que había más estudiantes que movimiento sindical. Al punto de partida, el día 20, sólo llegaron unos veinte estudiantes valientes, que efectivamente marcharon, y un viejo ridículo. Al día siguiente, en Alto Hospicio, dos horas después de lo planeado, se juntaron algunos cientos de personas, y marcharon desde allí. Las marchas, que nunca se encontraron, llegaron a la Escuela Santa María a eso de las 15:30. Empezó un acto con jóvenes entusiastas y artistas locales. El joven que presentaba repetía “artistas populares que no cobran… como Quilapayún”. Un conjunto tocó algo así como un cuarto de Cantata, hablaron algunos dirigentes sociales, pocos. Hubo un minuto de silencio. A la altura de la aparición de dos jóvenes hiphoperos, de los que habían marchado, quizás unos 1000, sólo quedaban unos 200. El resto de la tarde transcurrió plácida, sin incidentes de ningún tipo: playa, puerto, Zofri, cerveza. La Escuela histórica, tomada desde varias semanas atrás, pasó nuevamente a la lucha diaria de los dos sindicatos que se instalaron allí contra la atroz indiferencia de las autoridades, de los patrones, de los medios de comunicación, de las miles de personas que circulan cada día por el mercado vecino. A las 20:00, frente a la playa, con “un marco impresionante de arena, mar y puesta de sol”, empezó el acto oficial. A unas veinte cuadras de la Escuela misma, a unas diez cuadras de la plaza central, con su teatro y su reloj históricos, en una plaza que recuerda la invasión chilena de 1879. Un escenario enorme, lleno de focos, de una altura impresionante, con amplificación a todo lujo, pantallas, proyectoras, espacio de baile y sillitas de plástico. Un espacio cercado con vallas de contención instaladas en un entorno de unas dos cuadras, al que sólo se podía entrar con invitación. Con carabineros de uniforme no muy agresivo, y muchos civiles que “discretamente rodean la Escuela”. Hacia una avenida que bordea la playa el público “exterior”, a no menos de ochenta metros del escenario. Quizás, en el momento de máxima asistencia, unas 1000 personas. Se veían en este público banderas del Partido Socialista, unas
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veinte, agrupadas, banderas del Partido Comunista, unas quince, en otro grupo, una que otra bandera de grupos anarcos o extraparlamentarios. Algunos, que portaban enormes pancartas con frases alusivas decidieron, pudorosamente, no extenderlas… el público era tan escaso que habrían tapado el escenario. En el público “interior” autoridades, nacionales y regionales, muchos colados, dirigentes sindicales. En un momento clave, que a pesar del enorme simbolismo pasó casi desapercibido, el grupo portador de las banderas comunistas fue admitido en el espacio interno, pasando las rejas, proceso en el que, quizás por razones puramente funcionales, bajaron sus banderas, las que no volvieron a alzarse en todo el acto. Con esto en el espacio “interno”, muy amplio, llegaron a haber unas 500 personas. Curiosamente las banderas socialistas, siempre alzadas, permanecieron fuera. El espectáculo empezó, tras varios llamados del narrador para que se mantuviera “el debido respeto”, con una puesta en escena muy simple, acompañada por un relato a dos voces. Dos actores vestidos de mineros estilizados enarbolaban banderas inmaculadamente blancas. El texto, lleno de todas las frases correctas esperables, reiteraba con un énfasis algo nervioso tópicos sobre la masacre llevada a cabo por militares “de otra época”, bajo la responsabilidad de un gobierno “de otra época”… Sin detenerse sino muy brevemente en los empresarios (“de otra época”), y sin mencionar en absoluto al capital inglés… “de esa época”. Abundaba en cambio en la actitud pacífica de los mineros, e insistía en las lamentables divisiones, y en la presencia negativa de los que, “hasta el día de hoy”, ponen el énfasis en los extremos y “sectarismos” que “tanto daño han hecho…”. El público, ambos públicos, sin hacerse cargo en absoluto del mensaje, sólo aplaudió de manera cortés. Irrumpió de pronto una cofradía, muy Tirana – Sernatur, con una música de carnaval, bailando con sus trajes lustrosos. El público, algo perplejo ante la música festiva, empezó a seguir el ritmo, también de manera cortés, sin mucho fervor. Después del episodio festivo los discursos. En nombre de la Comisión Organizadora el Secretario General de la CUT, con un encendido discurso, golpeado de voz y actitud, que arrancó más aplausos en el círculo interno que en el público exterior. Se oyeron ocasionalmente algunos gritos de “¡obrero, entiende, la CUT no te defiende!”, pero no pasó
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a mayores. Tampoco la obviedad del populismo sindicalista entusiasmó mucho. Después de sus proclamas fervorosas, el dirigente bajó de la tribuna y estrechó calurosamente la mano a las autoridades presentes. Aparentemente muy pocos lo notaron. El entusiasmo llegó sólo cuando el Ministro del Interior, Belisario Velasco, tuvo la valentía de explicar durante casi cuarenta minutos, porqué el gobierno de la Concertación debe ser considerado mejor que el de Pedro Montt, y porqué “los excesos que a nada conducen” le han costado tan caro al movimiento popular. Valiente. Fue abucheado de manera continua durante los cuarenta minutos. Le gritaron “corrupto”, “¡que se vaya!”, “traidor”, e incluso, vivamente, “asesino”. Ante lo cual, sin embargo, con inalterable fortaleza de rostro, siguió sin respiro, casi sin apuro, hasta terminar. Fin de los discursos, ahora sí el plato de fondo, Quilapayún. Impecables. Arreglos musicales complejos para canciones conocidas y simples. Una curiosa y engolada canción que mistificaba y elevaba a Allende hasta el parnaso del mal gusto. Luego “La muralla”. “No saben las ganas que tengo de cantar esta canción” dijo uno de ellos, en una presentación que daba para meditar. La gente cantó igual, e incluso, por momentos, se sintieron voces particularmente intensas, sobre todo en partes como “el gusano y el ciempiés”. Y, por fin, la Cantata. El presentador insistió, como al principio, en el “debido respeto”. Pidió que se escuchara la obra en silencio y que… “nos tomemos de las manos”. Afortunadamente el público lo ignoró por completo. (Tengo que decir que en realidad no vi, en ese momento, qué ocurría en las primeras filas de asientos: yo estaba en el “exterior”). Una hermosa, excelente, versión, en un contexto monstruoso. El relato brillante de Silvia Santelices. La amplificación sin mácula, las diapositivas apropiadas. Un lunar de belleza y emoción en la fealdad insuperable de lo establecido. Por un momento todos se emocionaron. (La verdad es que no me atrevo a extender esta estimación a todas las autoridades presentes). Aunque sea amparado en la libertad de culto, tengo que decirlo: por un momento la Cantata lo llenó todo. Lo absorbió todo. Dignificó lo indigno. Borró el rostro de los canallas. Dejó en la trastienda de la pequeñez a los oportunistas, a los traidores, a los “servidores públicos”.
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Acalló a los que enarbolaron verdades históricas para mentir. Silenció la estridencia de los focos, la sordidez del escenario pensado para mantener la seguridad, la vergüenza del marco turístico. Por un momento, ¡ay!, un breve momento. Apenas terminada la magia, en medio aún de los aplausos, en contra de los pronósticos de los simples, el Quila francés arremetió ni más ni menos que con “El pueblo unido jamás será vencido”. Por cierto cayeron hasta los más exaltados. Quizás con la esperanza de que la fuerza del texto atemorizara a los canallas. Los canallas, por supuesto, cantaron también a todo pulmón, varios de ellos incluso con el puño en alto. El acto terminó pacíficamente. El público se fue separando con calma. Me tocó ver el ágil movimiento de los muchos guardias hacia las vallas, con una cierta ansiedad de que fuesen traspasadas de manera “anormal”. No fue necesario en absoluto. El animal posible ya estaba domesticado. Los más integristas con cara de depresión. La mayoría con visible satisfacción. Todos se retiraron en paz. Un buen amigo me cuenta que, en las horas siguientes, en un hotel turístico inmediatamente contiguo, se llevó a cabo una gran comida, casi masiva, fin de fiesta de un encuentro organizado por... Fonasa. Un evento carísimo, en que autoridades nacionales y locales hicieron sendos discursos, ya sin vergüenza ni peligro alguno, en que se congratularon y alabaron a sí mismos extensamente. Imagino, por otro lado, los “salud” inversos, con chela y desencanto, de los anarcos, o de los muchos estudiantes que viajaron al encuentro de historiadores, quizás lo más digno de todos los “sucesos acaecidos” en tan luctuosa semana. Estuve cinco días en Iquique. Recorrí estos eventos y muchas calles. Fui a caminar junto al mar y al mercado. Me abstuve, santamente, de ir a la Zofri. Y vi el Iquique de 2007 desde todos estos ángulos. Vi gente comprando antes de la pascua, los camiones con pascueros que recorrían las calles con música de Merry Christmas a todo volumen. Escuché unas veinte veces la Cantata, completa o parcialmente. Y en medio de todo vi a los muchos estudiantes y profesores que asistieron a este encuentro de historiadores. Paseando por el “boulevard” Baquedano, tomando traguitos y sándwich baratos en múltiples locales, saludándose una y otra vez en un centro de ciudad pequeño y empequeñecido. Teníamos algo de
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desconcertados, una especie de cara de pregunta inconclusa. Iquique, inconmovible, parecía seguir igual. La playa, la pascua, la sobreexplotación, las compras. En ninguna de las muchas representaciones alusivas a los cien años, salvo en las tres que he descrito, vi más de cien personas. Perdidos entre el universo de los iquiqueños reales no pude evitar pensar en este verso de la Cantata: “hasta Iquique nos hemos venido, pero Iquique nos ve como extraños, nos comprenden algunos amigos, y los otros nos quitan la mano”. Y me acordé, digámoslo así, entonces me acordé, que estamos en Chile. En el Chile que hemos dejado que la Concertación construya. Iquique, 22 de Diciembre de 2007.
f.
Cien años, segunda parte “Unámonos como hermanos que nadie nos vencerá” Cantata Santa María, Luis Advis
Escribí la primera parte de este texto como simple relato de experiencias. Datos positivos, inspirado por los historiadores que escuché en el 2º Encuentro, impresiones, siguiendo de un modo más prudente el estilo de la Profesora Illanes, y de las emociones estudiantiles, que ya no tengo. Me pareció preferible distinguir ese plano de otro, más explícitamente político, analítico y de tesis. Es lo que quiero hacer ahora. Una experiencia más, sin embargo, como punto de partida. En la noche del miércoles 19 de Diciembre pude ingresar a la Escuela Santa María, tomada desde hacía varias semanas por dos sindicatos, apoyados por estudiantes. Asistí a un foro: “Pensando formas de organización”. Exponían varios dirigentes sociales de base, representantes de organizaciones de muy diversa envergadura. Unas treinta personas casi llenaban una de las salas de clase. Un número difícil de establecer en realidad, porque la gran mayoría curiosamente salía y entraba continuamente, sin llegar a escuchar completa ninguna de las ponencias. El estilo de los expositores, enfático, golpeado, abrumadoramente repetitivo, quizás justificaba esta circulación. En realidad en cualquier momento en que uno ingresara a la sala, con leves variaciones locales, se podían escuchar casi las mismas ideas. Las dos palabras que más se repetían
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eran “unidad” y “traidores”. “Debemos unirnos”, “dirigentes traidores”. Una paradójica mezcla de esperanza contenida y profundo desencanto recorría las exposiciones. Desde luego una enorme ira. Un recuento, difícil, de lo expuesto podría resumirse en lo siguiente. Una preocupación mucho más urgente por las formas de organización que por los contenidos. Muy por sobre el título del foro, y a pesar de las reivindicaciones puntuales planteadas con vehemencia. Y un contrapunto dramático entre los reiterados “debemos unirnos” y los enfáticos “no podemos permitir que...” Dramático porque mientras los primeros eran genéricos, moralizantes y algo vagos, los segundos eran precisos y terminantes, impidiendo de manera visible toda esperanza de unión. En algún momento los panelistas mismos empezaron a entrar y salir, y luego se agregaron tres o cuatro a los seis que ya habían hablado. Se obtuvo una conclusión sumaria, que muy pocos escucharon, y se levantó la sesión, sin más perspectiva que la decisión de mantener y apoyar la toma de la Escuela, y algunos aplausos. Me quedé con la aguda impresión de que lo que había visto era el vivo retrato de una de las izquierdas chilenas. La izquierda pobre, precaria, dividida, dramáticamente ineficaz. Ya he relatado en la primera parte de este texto algo del contrapunto, de la izquierda que conmemoró junto a la playa. La izquierda oscura, innoble, corrupta. Como este es un texto de tesis, puedo avanzar una: no habrá izquierda real en este país mientras gobierne la Concertación. Dos veces ya la izquierda ha puesto su 5% objetivo para sacar a Lagos y a Bachelet. Lo que se ha obtenido es que el movimiento social organizado, que lo hay, en la CUT, la ANEF, el Colegio de Profesores, los sindicatos mineros y madereros, ha permanecido congelado, entre las bravatas y las prebendas, con conquistas miserables, muchos eventos caros para dirigentes, y absoluta falta de voluntad para producir movilizaciones mayores. Algunos han obtenidos fondos para memoriales y conmemoraciones, locales de partidos, reales o en plata, fondos para las escasas ONG que no han pasado directamente al aparato del Estado, eventuales pactos de omisión. Otros, sobre todo los movimientos de pobres y de jóvenes, sólo han recibido manipulación, engaño y desencanto
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a manos llenas. Esto no puede repetirse. Hoy el principal enemigo de la izquierda en Chile es el enorme poder de cooptación por parte del aparato del Estado. Un requisito mínimo para la rearticulación es quedarse de una buena vez sin los Fondart, los fondos de “desarrollo social”, las prebendas en los municipios que se comparten con la derecha, las “donaciones” desde la Presidencia de la República, los proyectos para reanimar ONG, las peguitas en las Secretarías Regionales e Intendencias, los eventos a todo trapo para que los dirigentes sociales “estudien” o “reflexionen”, los cinco diputados cagones que podrían darnos simplemente para que la ley electoral se mantenga sin cambios de fondo. Propongo una segunda tesis: sólo elaborando un pliego breve, claro y contundente se pueden ordenar las innumerables reivindicaciones sectoriales que, por muy justas que sean, hoy dificultan la unidad real de los múltiples actores de la presión social. No hay que buscar mucho, la lista es más o menos obvia: � re nacionalización del cobre, � fin a la Constitución del 80, � nacionalización de la deuda externa estatal, y fin al aval estatal de la deuda externa privada, � re nacionalización de los servicios estratégicos de energía eléctrica, gas, agua y comunicaciones, � drástica reducción del costo del crédito y fuerte royalties a toda exportación de capitales y ganancias. Por supuesto que de esto deriva un enorme número de reivindicaciones económicas, políticas y sociales. Y cada sector hará las suyas. Pero he puesto énfasis en estas: � porque son la condición de posibilidad de todas las otras, � porque apuntan directamente a la esencia del modelo económico imperante, � porque es en torno a ellas que se puede hacer política estratégica, más allá de las urgencias inmediatas, ciertamente atroces cada una de ellas. La izquierda, al menos la izquierda, debe hacer política estratégica radical, debe ordenar sus diferencias en torno a un horizonte global, debe apuntar hacia más allá de la política inmediata.
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Pero esto conlleva una tercera tesis, algo más teórica: se debe ir más allá de las falsas dicotomías entre lo global y lo local, entre la unidad y la diversidad, entre las formas de lucha o de organización. No sólo hay de hecho sino que debe haber muchas izquierdas. La gran izquierda no puede ser sino un conglomerado en red de muchas organizaciones, que tengan diversas formas y alcance, que tengan intereses diversos, e incluso parcialmente contradictorios entre sí. Lo que necesitamos no es un partido único sino una red. No necesitamos una línea correcta sino un espíritu común. Un espíritu común ordenado en torno a esas demandas globales que he señalado. Una amplia voluntad de conectar las demandas sectoriales a esos objetivos globales que, como se habrá notado, son bastante definidos y concretos. Una amplia voluntad de aceptar como parte de las muchas izquierdas, de la gran izquierda, toda clase de formas de organización y de expresión que quiera reconocerse en esos objetivos. Pero es necesario para esto una cuarta tesis: la rearticulación de la gran izquierda sólo es posible si se abandona la estéril y fraticida polémica entre “revolucionarios” y “reformistas”. La más profunda y dañina dicotomía que hemos heredado de la racionalidad mecanicista del enemigo. Reforma y revolución no deben ser pensadas como alternativas sino como inclusivas. Todo revolucionario debe ser como mínimo reformista. El asunto real es qué más, qué horizonte radical buscamos desde las iniciativas reformistas que emprendemos. Todas las peleas hay que darlas. Lo local, lo cotidiano, lo pequeño, no es menos significativo para el que lo sufre que lo grande y lo global. El asunto es más bien el espíritu, el horizonte desde el que damos cada una de esas peleas locales. Alejarse de lo local aleja tanto de la revolución como quedarse en ello. Toda lucha local que quiera inscribirse en el horizonte de la gran izquierda y su espíritu debe ser respetada y, eventualmente, apoyada. El camino de nuestra revolución pasa por los objetivos estratégicos que he señalado, y ese es, y debe ser, un camino que contenga toda clase de tamaños, formas, ritmos y colores. Cuando se habla de “revolución”, sin embargo, debemos ser claros en que estamos hablando finalmente de la abolición de las clases dominantes. Estamos hablando, en buenas cuentas, del fin de la lucha de clases.
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Al respecto me permito una quinta y última tesis: hoy la gran lucha de la gran izquierda no es sólo contra la burguesía, es también contra el poder burocrático. Es la lucha histórica de los productores directos, que producen todas las riquezas reales, contra el reparto de la plusvalía apropiada entre capitalistas y funcionarios. Los burócratas, como clase social, organizados en torno al aparato del Estado, pero también insertos plenamente en las tecno estructuras del gran capital y de los poderes globales, los burócratas, amparados en sus presuntas experticias, fundadas de manera ideológica, son hoy tan enemigos del ciudadano común, del que recibe un salario sólo de acuerdo al costo de reproducción de su fuerza de trabajo, como los grandes burgueses. El dato contingente es éste: la mayor parte de la plata que el Estado asigna para el “gasto social” se gasta en el puro proceso de repartir el “gasto social”. La mayor parte de los recursos del Estado, supuestamente de todos los chilenos, se ocupan en pagar a los propios funcionarios del Estado, o van a engrosar los bolsillos de la empresa privada. El Estado opera como una enorme red de cooptación social, que da empleo precario, a través del boleteo o de los sistemas de fondos concursables, manteniendo con eso un enorme sistema de neo clientelismo que favorece de manera asistencial a algunos sectores claves, amortiguando su potencial disruptivo, y favoreciendo de manera progresivamente millonaria a la escala de operadores sociales que administran la contención. No se trata de analizar, en estos miles y miles de casos, la moralidad implicada. No se trata tanto de denunciar la corrupción en términos morales. El asunto es directamente político. Se trata de una corrupción de contenido y finalidad específicamente política. El asunto es el efecto por un lado sobre el conjunto de la sociedad y por otro lado sobre las perspectivas de cambio social. Por un lado el Estado disimula el desempleo estructural, debida a la enorme productividad de los medios altamente tecnológicos a través de una progresiva estupidización del empleo (empleo que sólo existe para que haya capacidad de compra, capacidad que sólo se busca para mantener el sistema de mercado), por otro lado se establece un sistema de dependencias clientelísticas en el empleo, que obligan a los “beneficiados” a mantenerlo políticamente. Los afectados directos son las enormes masas de pobres absolutos, a los que los recursos del Estado simplemente no llegan, o llegan sólo
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a través del condicionamiento político. Los “beneficiados”, junto al gran capital, son la enorme masa de funcionarios que desde todas las estructuras del Estado, desde las Universidades y consultoras, desde las ONG y los equipos formados para concursar eternamente proyectos y más proyectos, renuncian a la política radical para dedicarse a administrar, a representar al Estado ante el pueblo segmentado en enclaves de necesidades puntuales, para dedicarse a repartir lo que es escaso justamente porque ellos mismos lo consumen, dedicarse a contener para que no desaparezca justamente su función de contener. O, si se quiere un dato más cuantitativo: en este país, que es uno de los campeones mundiales en el intento de reducir el gasto del Estado, y después de treinta años de reducciones exitosas, el 35% del PIB lo gasta el Estado. La tercera parte de todo los que se produce. El Estado sigue siendo el principal empleador, el principal banquero, el principal poder comprador. El Estado se mantiene como guardián poderoso para pagar las ineficacias, aventuras y torpezas del gran capital, y para hacerse pagar a sí mismo, masivamente, política y económicamente, por esa función. Reorientar drásticamente el gasto del Estado hacia los usuarios directos, reduciendo drásticamente el empleo clientelístico de sus administradores, y reconvirtiéndolo en empleo productivo directo. No se trata de si tener un Estado más o menos grande. La discusión concreta es el contenido: grande en qué, reducido en qué. Menos funcionarios, más empleo productivo. Manejo central de los recursos naturales y servicios estratégicos. Manejo absolutamente descentralizado de los servicios directos, de los que los ciudadanos pueden manejar por sí mismos, sin expertos que los administren. Lo que está en juego en esto no es sólo el problema de fondo de una redistribución más justa de la riqueza producida por todos. Está en juego también la propia viabilidad de la izquierda, convertida hoy, en muchas de sus expresiones, en parte de la maquinaria de administración y contención que perpetúa al régimen dominante. Tengo que decir que una buena parte de estas tesis, que he trabajado desde hace bastante tiempo, y que resumen de manera simple lo que muchos otros intelectuales han pensado y trabajado también desde hace mucho tiempo, me resultaron urgentes en medio de la siguiente escena, que se dio en el marco de la conmemoración oficial de los 100 años de la matanza de la Escuela Santa María de Iquique: el Quilapayún
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francés cantándonos y haciéndonos cantar “El pueblo unido jamás será vencido” desde la misma tribuna en la cual el Ministro del Interior, Belisario Velasco, había mentido sin pudor mientras era abucheado sin pausa. La mayor parte de los que lo abuchearon cantaron con entusiasmo y profunda esperanza esta canción. Cuando terminaron el Ministro Velasco felicitó calurosamente a Quilapayún. Iquique, 22 de Diciembre de 2007.
g.
Muros visibles e invisibles7
Como todos seguramente saben los muros son visibles. Si uno se detiene delante de un muro y lo mira… lo ve. Parece obvio. Para la historia y la política, sin embargo, ni siquiera las cosas más obvias son tan simples. Y ese es el caso, extraño, de los muros. Lo que es visible y lo que no es visible en la política de hoy depende de los medios de comunicación. Depende de las pautas políticas que les dictan los poderes dominantes, de sus necesidades mercantiles y, en muchos casos, en la mayoría, de la simple necesidad de sobrevivir ante la competencia desleal de los grandes consorcios de la información. Algunos contenidos informativos siguen el ritmo de la farándula, la del espectáculo o la de la política. Se vende bastante con eso. Otros siguen los eventos del deporte comercializado, y el “deporte” y los medios, reforzándose mutuamente, venden bastante con eso. Pero hay también los pequeños espacios. Un poco marginales, pero muy presentes. Aquellos que señalan tendencias, los que reciclan noticias usadas para nuevos propósitos, los que traen una y otra vez al presente ciertos eventos moralizantes, que confirman, a través del ejercicio de una memoria intervenida, las políticas del presente. Este es el caso de las informaciones sobre “EL MURO”. Porque, por si lo había olvidado, se cumplen en estos días veinte años del derribamiento de un muro ejemplar, algunas de cuyas puertas se 7 Me pidieron este texto con el objetivo de conmemorar el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. Nuevamente, lo que me interesa aquí, es la cooptación de la izquierda por la propaganda predominante en los medios de comunicación.
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prestaron durante veinte años para noticias espectaculares, varias películas truculentas, varias decenas de muertos, en medio de la batalla ideológica más importante del siglo XX. ¿El muro que los israelíes construyeron en los territorios palestinos? No, no, ese no ha sido derribado, ni lo será en bastante tiempo. ¿El muro que los norteamericanos están construyendo en la frontera de México? No, ese ni siquiera se ha terminado de construir. ¿Los muchos muros con que los pobres son aislados de los turistas en los balnearios brasileños? No, esos son legales, y además están pintados de colores muy bonitos. En realidad esta enumeración que estoy haciendo es odiosa y ociosa. Todos sabemos que el muro que se derribó hace veinte años es el que había en Berlín, antes de que los mismos alemanes del este decidieran vender su país al capital transnacional, con el único resultado de terminar siendo considerados como ciudadanos de segunda clase en su propia patria. El muro de Berlín era un enorme símbolo cuya realidad cotidiana era muy curiosa. Tenía muchas puertas que comunicaban con “el mundo libre”. Pero dos o tres de esas puertas estaban constantemente custodiadas por periodistas, y cruzarlas era todo un evento político, en que los guardias de ambos bandos cumplían regularmente con su espectáculo de miedo y politiquería. Había otras, más de veinte, que eran cruzadas a diario por cientos de personas, con la simple presentación de un pasaporte común. Cuando los disidentes querían hacer noticia se dirigían a esas puertas espectaculares, e incluso trataban de pasarlas a la fuerza, aún bajo el riesgo de recibir un par de balazos. Cuando simplemente querían escapar de la policía del gobierno totalitario, se dirigían a las puertas anónimas, a las invisibles, y declaraban que se iban de vacaciones. Es notable, al respecto, lo que ocurrió en la ex Checoslovaquia, tras la invasión soviética, en Agosto de 1968. Era verano, muchos de los opositores que luchaban en el marco de la Primavera de Praga… estaban de vacaciones. Como corresponde a una población de muy alto estándar de vida, miles de ellos se encontraban en los países vecinos, en balnearios y centros turísticos para las capas medias. Con la invasión soviética les quedó claro que no podrían volver a su país sin sufrir las consecuencias de la represión política. Tras muy pocos meses de incertidumbre, sin embargo, quedó claro que la “represión” soviética no iba a pasar más allá que ser despedidos de sus trabajos… sólo para ser reintegrados en oficios y empleos de más baja estimación social. En esas condiciones, miles de “disidentes”
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decidieron presentar certificados médicos, pedir una y otra vez permisos laborales, que estaban perfectamente contemplados en la legislación laboral de países que protegían fuertemente el derecho y la estabilidad del empleo. A través de estos recursos pudieron mantenerse durante años viviendo en ciudades fronterizas… y cruzando la frontera puntualmente, mes a mes, para ir a cobrar sus salarios y seguros de enfermedad al país que, en teoría, los mantenía en el exilio. Por supuesto, muchos de esos “exiliados”, ocuparon luego cargos importantes en los gobiernos que, tras la caída del socialismo totalitario, destruyeron sistemáticamente los derechos laborales de los que ellos mismos habían usufructuado. Las realidades de las políticas a través de las cuales “se conquistó la democracia”, aquí y allá, suelen ser así de complejas. Ejemplos de opositores a la dictadura que luego aparecen aliados a los mismos poderes que sostenían a la dictadura no nos faltan. Ni allá ni acá. En Berlín había un muro que dos potencias totalitarias querían mantener, como gran símbolo de su confrontación. En alguna época, de igual a igual, protegidas ambas por sus respectivos paraguas nucleares. La realidad cotidiana de ese muro, sin embargo, como la del muro invisible que había en la frontera checa, excedía las necesidades de una política de gestos espectaculares. La gente necesitaba pasar, y pasaba. Si no aparecía en los medios de comunicación no era problema. Y justamente por eso, cuando había que derribarlo tenía que ser visible. En vivo y en directo, para todo el planeta: el capitalismo había triunfado. Herbert von Karajan dio un concierto espectacular, con la Filarmónica de Berlín, la Novena Sinfonía de Beethoven. El mismo concierto que había dado, casi cincuenta años antes, en París, para festejar la ocupación de Francia por las tropas de Hitler. Los alemanes del este se entregaron a la euforia. Como habían acumulado una enorme capacidad de compra, bajo las normas económicas de un socialismo ineficiente que no lograba saciar sus ansiedades de consumo, se dedicaron a comprar todo lo que el mercado “libre” les podía ofrecer. Durante meses los camiones basureros en Berlín no alcanzaban a retirar los envoltorios y deshechos que los nuevos consumistas alemanes lanzaban a la calle tras haber renovados sus cocinas, equipos de sonido, lavadores y muebles. Hoy saben, duramente, el reverso de esa euforia. La discriminación de alemanes por otros alemanes, la maldición de los
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inmigrantes que los capitalistas alemanes fomentan para no pagar los niveles de salario que los trabajadores alemanes han ganado tras más de cien años de luchas, la maldición del sinsentido del consumo incompleto, insaciable, operando como única motivación de la vida. Pero el gran símbolo que es este muro visible permanece. Tiene que permanecer. Por supuesto concentrado en el gran evento que le da el significado histórico que al poder le interesa: su derribamiento. El momento mismo, las masas sacando pedazos de hormigón a martillazos en presencia de los medios de comunicación, para todo el planeta, con la novena de música de fondo… con el himno de la alegría. El símbolo visible permanece, debe permanecer. Para que la izquierda masoquista confirme sus volteretas, para que el burgués arrogante confirme su soberbia, y para que los nuevos muros no sean visibles. Santiago, 21 de Octubre de 2009.
h.
A propósito del Bicentenario8
El 18 de Septiembre de 2010 se conmemorarán 200 años de la ceremonia en que la clase dominante de un país oscuro y retardatario acordó renovar su juramento de fidelidad al Rey de España, un hombre manifiestamente corrupto, apresado tras la invasión del ejército francés, que representaba los valores más progresistas de esa época, es decir, los valores de la institucionalización burguesa. Es de conocimiento público y notorio que la llamada “Independencia” de Chile se declaró por primera vez sólo el 12 de Febrero de 1818, en el marco de una guerra civil en que chilenos realistas intentaban resistir la toma del poder por parte de elementos formalmente “liberalizantes” que, en realidad, no eran sino un puñado de caudillos ansiosos de “revolucionar” el estado de cosas imperante en su propio provecho, que ellos solían llamar “los altos intereses de la Patria”. El período que va entre 1810 y 1818 debe ser considerado como una 8 La Universidad Arcis le pidió a un conjunto de Profesores que escribiéramos una página en torno al bicentenario de la “independencia” de Chile. No me pareció que fuese necesario escribir ni una letra más.
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época de guerra civil entre chilenos, en que ambos bandos representaban fracciones contrapuestas de la clase dominante, formada una por terratenientes católicos, profundamente conservadores, machistas hasta el grado de lo absurdo, pacatos y autoritarios, y el otro por terratenientes católicos, envanecidos por tibias influencias europeas, que se preciaban de progresistas, pero que reivindicaban el derecho de saquear a los enemigos vencidos, de reclutar sus tropas por la fuerza, y de utilizar esclavos e indios como sirvientes. La enorme catástrofe económica, social y humana que significaron estas guerras, que se cuentan entre las más sangrientas de nuestra historia, se vio agravada aún por su prolongación, entre 1818 y 1831 por otras confrontaciones entre civiles militarizados al interior del propio bando vencedor, que no logró, ni intentó, superar su tendencia al personalismo, a la dictadura corrupta, al compadrazgo y la arbitrariedad revestida de legalismo. Estas nuevas guerras civiles no terminaron, a su vez, hasta la restauración, ahora con retórica “independentista” de los mismos terratenientes conservadores que hacía a penas 15 años habían apoyado el bando del Rey. Bajo la opresión reaccionaria de los decenios se conformó finalmente el “orden republicano”, que no hizo sino prolongar, bajo una retórica grandilocuente, el oscurantismo arrastrado por 250 años. Ese oscurantismo que llevó a prohibir los carnavales, el que obligó a presos pobres a levantar el Puente de Cal y Canto, y a los indios a ser reconocidos a la fuerza como “chilenos”, con el único resultado de ponerlos bajo un sistema jurídico que permitía la apropiación, ahora impune, de los territorios que habían logrado defender por más de dos siglos de la invasión europea. La verdad de la “independencia” no es sino el reemplazo del colonialismo por la dependencia “libre” de nuevas potencias europeas, que asolaron con su influencia todo intento de cultura autónoma, que fueron servidas en sus intereses por toda la clase política, que pudieron saquear el país ahora con el consentimiento de los propios poderes locales. El siglo XIX en Chile no es sino una prolongación en tiempo de comedia de la lógica trágica del colonialismo de los tres siglos anteriores. La misma Iglesia opresiva y omnipresente, los mismos terratenientes pacatos y mediocres, el mismo desierto cultural y político, los mismos pobres, que eran más del 90% de la población, muriendo de desnutrición, tifus, y viruela.
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No celebramos absolutamente nada celebrable en este bicentenario. Más bien deberíamos dejarlo pasar, con algo de rubor y mucho de enojo, con el menor perfil posible. El bicentenario no es sino un recordatorio infame de la mediocridad galopante de este país. Si quisiéramos empezar a hablar de “independencia” de Chile, habría que empezar a fines del siglo XIX, con el Partido Demócrata, con los intelectuales positivistas, con nuestros primeros artistas reales, oscilando entre la fascinación europeizante y su potencia creadora irrefrenable. Balmaceda, Lastarria, Malaquías Concha, son los precursores de la independencia de Chile. Mistral, Neruda, Recabarren, Huidobro, son algunos de sus más insignes luchadores. La lucha por la independencia de este país culminó con el gran movimiento popular que encabezó Salvador Allende. Los promotores del Bicentenario no son sino los enterradores de la independencia que dicen celebrar. Santiago, Septiembre de 2010.
i.
A propósito de las movilizaciones estudiantiles de 20119
1. Una larga marcha El movimiento estudiantil necesita de todos nosotros, todos necesitamos al movimiento estudiantil. Después de tres décadas vergonzosas es el único actor político de este país que ha defendido el derecho a la educación de manera real y profunda, oponiéndose resueltamente a los que promovieron explícitamente su destrucción, y también a los que no sólo la toleraron sino que contribuyeron a profundizarla en todos sus aspectos. Oponiéndose a los que convirtieron la educación superior en un negocio, incluso en las universidades públicas, a los que destruyeron la educación municipal por la vía de subvencionar de manera preferencial 9 He reunido aquí algunos de los textos que difundí durante las manifestaciones estudiantiles ocurridas en Chile a lo largo de este año 2011. Son textos contingentes, la mayoría escritos a propósito de circunstancias particulares para las que ya está haciendo falta una buena historia. Fueron escritos para que circularan en las redes sociales, cuestión que se logró ampliamente, y que aparecieron en sitios como www.elciudadano.org y www.rebelion.org. Tres o cuatro de ellos fueron publicados en el semanario Punto Final. La mayoría fueron publicados en Ciudad de México por el Centro de Documentación y Análisis Materialista Ernesto Che Guevara.
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a los empresarios privados. A los que prolongaron por omisión la vieja costumbre corrupta de financiar con dineros de todos los chilenos proyectos ideológicos particulares sólo porque coinciden con los de las elites dominantes. Pero también, este movimiento estudiantil, afirmado en la radicalidad de los estudiantes secundarios, que lo precedieron y lo sostienen hasta hoy, es el único actor político masivo, en lucha, que ha desafiado de manera importante al gran acuerdo que amarra a todos los chilenos al modelo neoliberal que ha sido llevado a todos los rincones y detalles del quehacer nacional. Al gran compromiso que ha hecho posible, sobre todo en los últimos veinte años, la desnacionalización del cobre, el robo masivo que perpetran las AFP sobre los fondos de todos los trabajadores, la avidez sin límites de la banca y del retail, la entrega de los bosques, las semillas, la pesca, a la avidez depredadora de los grandes empresarios transnacionales. Las peticiones de fondo esgrimidas por los estudiantes ponen en duda, punto a punto, cada uno de los aspectos del modelo levantado sobre este compromiso político y politiquero entre una derecha extremadamente liberal mercantilista, y a la vez oscuramente católica y conservadora, y una “centro izquierda”, en la que se cuenta incluso, para vergüenza de todos, el propio partido de Salvador Allende, que prometió el arco iris y la democracia, y que no ha hecho sino entregarse a la corrupción galopante, gobernando de manera directa y explícita para los grandes empresarios. La extrema precarización del trabajo, cuyo efecto inmediato ha sido el extremo debilitamiento del movimiento sindical, y la corrupción del propio movimiento sindical sobreviviente en manos de los partidos de la Concertación, han impedido por décadas que sean los trabajadores mismos el actor principal. A esto hay que agregar el endeudamiento masivo, que amarra a cada chileno a la sobre explotación bajo la amenaza de no poder solventar las tarjetas de crédito que se han repartido de manera indiscriminada. Y es necesario agregar aún la insistente ideología arribista, exitista, que fomenta la apariencia, el lucimiento, los comportamientos agresivos y competitivos, que ha amarrado a los chilenos al oportunismo, al extremo individualismo y a su reverso dramático: el estrés generalizado producido por lo que se tolera apenas. El estrés que se disimula con antidepresivos, y que se desahoga en el maltrato infantil, en la violencia cotidiana. El estrés que es psicologizado de manera oportuna y conveniente, presentado como
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malestar meramente individual, ocultando sus raíces sociales, económicas y políticas. El movimiento estudiantil ha resultado el actor protagónico en este verdadero cierre de toda política real posible como efecto de este triple cerrojo: debilitamiento del movimiento sindical, dependencia del endeudamiento, psicologización y tratamiento meramente terapéutico del malestar social. La consecuencia de todo esto es algo dramática: es mucho, quizás demasiado, lo que se juega en la viabilidad del movimiento estudiantil. Todos los que queramos, en cualquier medida, una mínima apertura del horizonte político progresista en este país, debemos contribuir para su mantención en el tiempo y, sobre todo, para su apertura hacia los más amplios sectores sociales, y hacia sus más amplias reivindicaciones.
Se trata de una tarea difícil por varias razones. La primera es la propia transitoriedad de la lucha estudiantil, ligada por su origen a actores que se encuentran en una etapa de edad, abocados a una ocupación transitoria. Pero esta condición no tendría por qué ser, por si misma un límite insuperable. En realidad se trata de un efecto que aparece debido a la excesiva (e interesada) concentración del movimiento en sus voceros, sobre todo si se los eleva a la condición de líderes. Considerado por sobre sus líderes ocasionales la renovación del movimiento estudiantil es permanente. Y para mantener esa vitalidad es necesario preparar muchos dirigentes, rotar de manera frecuente las vocerías, confiar y apoyar voceros en los cursos inferiores (segundo medio, primer y segundo año universitario), desconfiar de los liderazgos inflados por los medios de comunicación, y por los partidos tradicionales a la caza de nuevos concejales o diputados. La segunda gran dificultad es la extrema mediocridad en la perspectiva de los partidos que, a pesar de su baja representatividad entre los estudiantes,
buscan constantemente, por su lógica de cabildeo y por su política súper estructural, copar las directivas, cuotear las comisiones, estar presentes en las instancias de decisión más allá de la base real que son capaces de ganar. Una mediocridad política que asume la llamada “transición” y sus “consensos” obligados como un marco inamovible. Que subordina el resultado de todos los movimientos sociales en que logra estar presente a los eventuales resultados electorales que le pueda rendir en el futuro inmediato, en un permanente carnaval de falsedad democrática en que hay elecciones nacionales (y oscuras negociaciones para prepararlas)
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prácticamente cada dos años. Una mediocridad que se expresa en la falta de ambición de los objetivos reales, que se disfraza a través de retóricas ampulosas que no sustentan sino reivindicaciones genéricas y vagas. Que se expresa en creerse el cuento del “marketing” político, es decir, de que la política sólo es viable a través de las técnicas de mercado electoral que han convertido en lugares comunes los opinólogos y supuestos “expertos” en análisis político. Frente a esta amplia vergüenza, atravesada por la corrupción y la cooptación, sólo es posible mantener y reforzar la actual política de rebasar desde la base estudiantil las ambigüedades y los ánimos de componenda con que se presiona permanentemente a los voceros y a los dirigentes tanto desde el gobierno como desde las “personalidades” y caudillos de todos los sectores del espectro político establecido. Rebasar sobre todo la vaguedad, las declaraciones altisonantes y a la vez tramposas, sometidas al oprobio de la letra chica y la componenda. Y, para eso, la única forma es condensar de una vez las grandes demandas en un petitorio claro, con peticiones muy concretas, identificables, que
apunten a la vez sobre reivindicaciones urgentes y sentidas y sobre los temas de fondo en la política educacional. Lo principal es precisar una y otra vez el petitorio, difundirlo, no apartarse de él, resistir su dilución en negociaciones anexas, ampliándolo sólo cuando la nueva negociación lo radicaliza, como ocurre cuando, ante el problema del financiamiento, se exige la renacionalización del cobre. Pero también, en tercer lugar, es necesario reconocer como una dificultad permanente del movimiento estudiantil la sistemática facilidad con que deriva hacia la radicalización vacía, una radicalización que se refugia en discusiones meramente valóricas, y que naufraga cíclicamente en la desilusión y el desánimo. Un radicalismo que es necesario considerar en su dimensión política, sin caer en los lugares comunes y banales de la psicologización (“algo típico de la juventud”) o la criminalización (“se trata del lumpen”). El asunto propiamente político es distinguir una política radical que suma, que mantiene la fuerza y la claridad de sus objetivos, de otra que resta, prestándose con facilidad para la manipulación desde los medios de comunicación. La viabilidad, la permanencia, y la posibilidad
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de ampliar el movimiento estudiantil convocando cada vez más amplios sectores sociales, pasan por distinguirse y mantener una permanente crítica del vanguardismo. De una actitud política que tiende a alejar a los grupos de los supuestos “elementos conscientes”, que tendrían plena claridad y capacidad de decisión, de las “masas”, respecto de las cuales se elevan de hecho como virtuales “representantes”. Una actitud política en que se tiende a discutir mucho más, y de manera más dura, con los aliados que con los adversarios. Lo que se traduce, por cierto, en una dramática incapacidad de establecer y mantener alianzas amplias. Un radicalismo que tiende a operar desde una retórica grandilocuente, teñida de preceptos ideológicos generales, aplicados por analogía desde realidades históricas lejanas, que se consideran heroicas y ejemplares. Que no es capaz de combinar presión política y negociación consistente. Que no es capaz de establecer una agenda de demandas claras, que vayan desde lo inmediato a lo estratégico, confundiendo demandas con consignas, acción directa con avance, radicalidad física con fuerza política. Frente a esto no hay más alternativa que mantener una permanente discusión, una amplia tarea pedagógica. Ni la estigmatización, psicologizando lo que de suyo tiene un estatuto político real, ni la criminalización, sumándose o apoyando las “medidas disciplinarias”, o peor, armando una “policía interna” para controlar lo que la policía no quiere controlar, pueden ser respuestas válidas. Una tarea de discusión que debe apoyarse en la permanente validación de los mecanismos democráticos formales al interior del movimiento. Es justo y necesario que las asambleas desborden y vayan más allá de los dirigentes cupulares, que no representan realmente a sus representados. Es necesario evitar a toda costa, sin embargo, que las asambleas mismas dejen de ser representativas, que operen sólo con “minorías conscientes”, e impongan decisiones sobre el conjunto estudiantil que en realidad debería ser ganado por la claridad y la justicia de las demandas, compartida por todos, y no manipulado por la aparente claridad minoritaria que se mantiene más bien con actos de fuerza que desde convencimientos reales. Para un movimiento de masas los mecanismos democráticos formales no son en absoluto un detalle, ni pueden ser tratados de manera oportunista por las minorías, por muy conscientes y avanzadas que parezcan sus proposiciones. El pronunciamiento a través del voto secreto, directo, informado, que se ejerce desde un quórum que expresa a la mayoría efectiva de los interesados, es y debe ser considerado como un poderoso
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mecanismo para resguardar a los representados tanto de la burocratización como del vanguardismo. En contextos en que el ejercicio de la democracia directa es plenamente posible, resguardar las formalidades que den garantías efectivas a todos no es sólo un lujo inocuo, ni una pretensión meramente ética, es una condición política necesaria, que inscribe en la forma una buena parte de los objetivos que buscamos con los contenidos de nuestras reivindicaciones. Y se trata de un asunto, además, eminentemente práctico. La cuestión no es revolverse en la vieja y viejísima discusión de si la democracia el “burguesa” o no: se trata de darle a los procedimientos democráticos el contenido participativo real que tanto burócratas como vanguardistas escamotean sistemáticamente. Pero también, en cuarto lugar, una buena parte de las dificultades del movimiento estudiantil derivan de la variabilidad con que se han elaborado los petitorios, que oscilan sin una perspectiva estratégica real, debido a cada una de las tres presiones que he enumerado, entre las reivindicaciones meramente locales y la vaguedad de las fórmulas generales, que se confunden sin más con las consignas que organizan las movilizaciones. Hoy es más necesario que nunca, a pesar de los sucesivos petitorios presentados hasta aquí, hacer un nuevo esfuerzo para precisar y dar la mayor claridad posible a un petitorio único, que cubra los intereses de todos los sectores estudiantiles, que apunte a reivindicaciones precisas, que pueda ser la base de una verdadera política educacional, que distinga claramente entre lo inmediato e intransable y lo estratégico, con la correspondiente fijación de plazos perentorios y metas. La idea es enriquecer, dar mayor densidad, a la discusión sobre educación que se ha logrado llevar a todos los sectores de la vida nacional a través de su especificación en puntos concretos y, a la vez, tener un claro conjunto de peticiones que obliguen al gobierno a especificar su negativa punto a punto. Los puntos concretos, específicos, siguen siendo los mismos que se han discutido a lo largo de estos meses, pero deben ser condensados en un petitorio directo: � la tarjeta nacional estudiantil, válida todo el año, para todos los niveles educacionales, para todos los estudiantes, contemplando rebajas en la movilización, y en el acceso a la cultura y la salud; � la condonación de los CAE que el gobierno ya ha comprado; � el fin del sistema CAE y su reemplazo por becas (al 60% de los
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menores ingresos); � un programa de aumento progresivo del financiamiento basal de las universidades del estado que parta en el 50; � un programa progresivo de financiamiento basal, directo y permanente, por proyecto, a la educación municipal que parta en el 50% de sus presupuestos; � un aumento progresivo de la matrícula de las universidades estatales para ampliar su cobertura social; � el congelamiento de las subvenciones a la educación privada, con o sin fines de lucro, en todos los niveles (y el volcamiento de estos recursos a la educación pública); � la creación de un sistema estatal de educación técnico profesional.
Entre estos puntos, uno esencial en términos estratégicos es el
aumento progresivo de la matrícula en las universidades estatales, hasta cubrir la
mayor parte de la demanda efectiva. Un asunto que, desde luego, va de la mano con el tema del financiamiento basal al presupuesto universitario. Esta es la única manera en que se podrá terminar con el actual carácter elitista que tienen las facultades universitarias estatales más grandes y, a la vez, con el negocio escandaloso de las universidades privadas que reciben a los estudiantes que las estatales no reciben. Respecto de la gestión de este petitorio es necesario agregar algunas condiciones básicas: � Es un error perfectamente evitable el centrar la discusión en torno a la educación superior. Contribuye a separar a las federaciones universitarias de las secundarias. Contribuye a que el gobierno trate de superar el asunto con ofertones al Consejo de Rectores. Y, lo más importante, debilita el ámbito que es, en realidad, el de lo más grave y urgente en toda esta lucha: la educación pre escolar, básica y media estatal. � Es un error perfectamente evitable el desviar la discusión a temas particulares, en los términos en que el gobierno o los partidos políticos quieren manejar la agenda del conflicto. No es necesario discutir sobre el Presupuesto del 2012 más allá de denunciarlo como insuficiente y mentiroso. No es necesario desgastarse en el asunto de la violencia más allá de denunciar la represión. Hay que contraponer constantemente las demandas del petitorio, y no moverse de ellas.
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� Las únicas ocasiones en que sí es bueno discutir por fuera del petitorio es cuando se amplía a temas que lo exceden: la exigencia de una profunda reforma tributaria, la exigencia de la renacionalización del cobre. Más allá, la exigencia de un plebiscito nacional sobre educación. � Es un error retirarse de la mesa de “diálogo” en que se conversa
directamente con el gobierno, y aceptar la movida de ir a discutir al parlamento. La mesa de diálogo es un lugar de visibilidad, de denuncia, y debe hacerse todo lo posible para visibilizar desde ella la negativa concreta y puntual a cada una de las demandas levantadas. � Debe hacerse todo el esfuerzo que sea necesario para contar
con una coordinación única del movimiento, que incluya a todas las federaciones y agrupaciones, sobre todo las de estudiantes secundarios. Incluso, en un esfuerzo democrático, debe mantenerse el vínculo con las posibles federaciones ganadas por la derecha, o la concertación más derechizada. � Es un error, y debe ser ampliamente expuesto como tal, creer
que con las vacaciones, o con las próximas elecciones, el movimiento naufragará y se perderá por otros cuatro años, como el del 2006. Es necesario formar desde ya la consciencia general de que se trata de una lucha larga, que continuará en el 2012 y hasta cuando sea necesario. Y que debemos prepararnos para ello. Por último, es necesario decir algo en torno a la perspectiva estratégica. Por supuesto este es un conflicto que no se resolverá en el parlamento. Desde luego se trata de peticiones que ni este gobierno ni los futuros gobiernos de la Concertación estarán dispuestos a asumir de manera profunda y real. El asunto entonces es perfilar con claridad qué salida esperamos, hacia qué objetivo por sobre la institucionalidad vigente se orientan las demandas concretas sobre educación. Lo primero, en este ámbito, es especificar claramente contra qué apuntan todas y cada una de estas demandas. Por supuesto se trata del modelo educacional como conjunto. Pero hay que ser más específicos: el núcleo del presente modelo educacional es el sistema de subvenciones. El objetivo estratégico, del cual no hay que separarse nunca, es terminar con las subvenciones estatales a todas las instituciones privadas, tengan o no fines
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de lucro. Que ni un peso del Estado vaya a parar a empresarios privados en educación. Por supuesto hay dos medidas necesarias, urgentes, y directamente relacionadas: volcar todos esos recursos a la educación estatal, aumentar sustancialmente el gasto del Estado, por sobre estos recursos que se destinan actualmente. Ya se ha dicho de manera clara, y hay que entender que este es el fondo: educación estatal gratuita, para todos los chilenos, en todos los niveles, garantizada en toda la cobertura existente. En segundo lugar, es necesario especificar desde ya que la única salida institucional posible en los términos actuales es un gran plebiscito nacional en torno a la educación estatal gratuita, que tenga un carácter vinculante para el Estado. Para ello es necesario demandar todas las reformas legales que sean necesarias. Si tales reformas legales no son posibles, se debe demandar un plebiscito nacional, organizado de manera oficial, aunque no tenga carácter vinculante, y luchar desde la presión social que sus resultados impliquen. Se trata de una larga marcha, pero no hay nada en ella que no sea posible para un pueblo que despierta lentamente de las décadas de enajenación triunfalista, que despierta lentamente de estas décadas vergonzosas de compromisos, corrupción, y desnacionalización. Una larga marcha que es la tarea de todos. Volver, una y otra vez a la calle, hacerse visible, llevar la discusión a todos los sectores, sumar y empujar. ¡Adelante! ¡Adelante, que se puede! Santiago, 8 de Noviembre de 2011.
2. El problema no es el lucro Conociendo la cultura política tradicional en este país, no es difícil imaginar que mientras más crece un movimiento ciudadano en contra de las políticas establecidas más probable es que naufrague en una negociación entre cuatro paredes, en que los mismos de siempre alcanzan “un gran acuerdo nacional” que cambia de manera puramente mediática lo menos relevante, y mantiene intacto lo que es esencial. Se trata del antiquísimo gatopardismo “todo tiene que cambiar para que nada cambie”.
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Para que esto sea posible son necesarios algunos procedimientos típicos: desviar el objetivo de las demandas (del financiamiento a la calidad), extremar artificialmente las posturas de los demandantes (“no es aceptable atentar contra la libertad de la educación”, “quieren estatizar la educación”), presentar como razonable la interesada terquedad de los defensores del modelo (“todo tiene un costo”, “no hay nada de malo en el lucro”), presentar las demandas como ilusorias y utópicas (“las utopías, cuando no tienen fundamento racional, son solamente utopías”). En estas distorsiones se pueden llegar a extremos grotescos: “ponen en riesgo la estabilidad de la democracia”, “quizás haya que sacar a los militares para controlar los desmanes”, “la educación es un bien de consumo”, “hay algunos que quieren destruir Chile”. Pero la posibilidad de una transacción que mantenga las líneas fundamentales del modelo a pesar de las grandes palabras con que se adorne puede ser también facilitada desde la izquierda. Con o sin una consciencia explícita de su contribución a la mediocridad clásica de los compromisos políticos que se han llamado hasta ahora de manera mañosa “consensos”, las izquierdas (que son varias) pueden ser rebasadas por los reflejos empobrecedores heredados de los aspectos sombríos de su propia historia. En las luchas en curso, las más grandes en treinta años, las que probablemente tengan la mayor proyección, se deben evitar a toda costa los automatismos doctrinarios. Evitar el estatalismo plano, la salida populista, la grandilocuencia retórica, la demagogia. El estilo comunicacional de los dirigentes estudiantiles nos ofrece una poderosa esperanza al respecto. Por muy tradicionales que sean sus militancias o sus opciones teóricas se ve en ellos la disposición a enfrentar el conflicto de una manera abierta, sin grandes ideologismos, manteniendo firme sin embargo el trasfondo claramente ideológico que los sustenta, y denunciando la pretensión de discutir “sin ideologías” que han pretendido el oficialismo y sus defensores. Las consideraciones siguientes no son sino una contribución a esa nueva actitud, que nos promete la lenta configuración de una nueva izquierda. Para estar a la altura de las necesidades y demandas de las grandes mayorías nacionales es necesario, en primer lugar, tener muy claro qué es lo esencial en esta lucha, qué es lo que golpea de manera más dura al interés neoliberal, qué es lo que atiende de manera más real y profunda a los intereses de todos los chilenos. En esta tarea probablemente nos encontraremos con la confusión permanente que produce la fraseología
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populista y, con toda seguridad, tendremos que batirnos con las pobrezas de una frágil izquierda que en medida importante llegó a ser cooptada bajo la excusa de que la Concertación representaba un mal menor. El primer y mejor ejemplo de estas pobrezas es el eslogan genérico que pide el fin de la municipalización de escuelas y liceos, con la consecuencia de centrar todos los defectos de tal sistema en la gestión municipal, y el reverso, que se mantuvo por más de veinte años, de que la solución era volver a la administración estatal central: “devolver los colegios al Ministerios de Educación”. Hoy sabemos que los municipios que cuentan con recursos sí pueden administrar muy buenos colegios, y que la mayoría de los municipios más pobres desvían recursos que reciben por educación a otros ítems generales de su presupuesto, sin que nadie se haya preocupado de dictar un simple decreto que lo impida, o fiscalizar esas prácticas, de por sí irregulares. El problema esencial no es la gestión municipal sino el que se cuente con el financiamiento adecuado. El problema esencial es que el Estado aumente radicalmente su inversión en infraestructura, en equipamiento, de la educación municipal. Que considere una inversión social el aumentar de manera sustantiva los salarios de los profesores. La exigencia esencial es que el Estado financie de manera directa y permanente las escuelas y liceos, terminando con el sistema de subvenciones, de premios y bonos “por rendimiento”. La exigencia es que el Estado se haga cargo de manera permanente, que asuma su responsabilidad, que haga crecer sus colegios, que cree escuelas y liceos nuevos, hasta ofrecer una cobertura de matrícula que garantice de manera real el acceso a todos los chilenos. Por supuesto la gestión municipal puede ser mejorada. Quizás lo más aconsejable es que su descentralización descanse en el nivel provincial. Desde luego es necesario integrar de manera real a la comunidad local, y respetar su diversidad en los contenidos educativos concretos. El Estado central debe asegurar la calidad de acuerdo a estándares que sean capaces de reflejar a la vez mínimos comunes y las diversidades locales. Un municipio empoderado, con recursos efectivos, es el mejor espacio en la mayoría de los casos, sobre todo en las grandes ciudades. Asociaciones de municipios son necesarias en los lugares en que por razones demográficas
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o económicas no se alcance una capacidad de gestión suficiente. El segundo gran ejemplo es la consigna, justa pero genérica, de “fin al lucro” en educación. La experiencia con las universidades privadas debería servirnos para hacernos conscientes de los múltiples fraudes que se pueden cometer aún prohibiendo el lucro. Dada la enorme variedad de subterfugios que se pueden usar para convertir a una institución educacional en un verdadero centro de negocios, y dada la sospechosa tradición de falta de voluntad y recursos para una fiscalización efectiva, la verdad es que nadie puede garantizar que la simple declaración “sin fines de lucro” impida el desvío de recursos estatales a bolsillos privados. La única manera efectiva de garantizar que los recursos estatales para la educación se destinen sólo a los fines a los que han sido asignados es que se gasten en el propio sistema educacional estatal.
Esto debe acarrear como consecuencia que el Estado debe asumir la responsabilidad de crear y extender la cobertura de un sistema gratuito y de calidad, en todos los niveles educacionales, para todos los chilenos que lo requieran. Sólo entonces alguien podrá elegir libremente si quiere acogerse a una educación laica y democrática, pensada como inversión social, al servicio de los intereses del país, o prefiere acogerse a sistemas educativos privados, pagados o no, que profesen libremente concepciones doctrinarias particulares. El gran argumento que se ha esgrimido contra la educación estatal gratuita es que sería “injusta” e incluso “regresiva”, porque los recursos de todos, que se asume fácilmente serían “escasos”, contribuirían a financiar la educación de los más ricos. Hay algo de cinismo, o de ignorancia asumida, en este argumento hoy numéricamente correcto y moralmente mañoso. La primera cuestión es que los recursos del Estado no tendrían por qué ser escasos. En cuarenta años la masa estudiantil total del país se ha duplicado, pero las ganancias obtenidas sólo por la extracción de cobre han aumentado ochenta veces. Los “recursos escasos” no son sino una excusa hipócrita enarbolada justamente por los que han contribuido a que actualmente sean escasos.
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La segunda cuestión es que los ricos en este país no representan más del 5% de la población, y aún estirando tal sector a las capas medias que pueden pagar educación directamente no alcanzan más del 15%. No debería importarnos financiar el derecho a la educación de este 15% de los chilenos, que debe tenerlo, como todos, si el efecto conjunto de esa medida es garantizar el mismo derecho y en las mismas condiciones para el otro 85%, sobre todo si a la vez ponen significativos impuestos para hacerlo posible. El que los ricos vayan a colegios y a universidades estatales debería ser considerado más bien como un aporte. Ya han mostrado muchas veces que no son incapaces de filantropía o paternalismo. Vamos a ver ahora si en el contacto con los chilenos comunes quizás lleguen a sensibilizarse también con las necesidades profundas, sentidas y acordadas democráticamente por las grandes mayorías. Si quieren asumir ese riesgo, primero, tienen y deben tener, como todos, pleno derecho y, segundo, sean bienvenidos. La demanda contra el lucro no debe ser interpretada como prohibición de todo lucro en educación. Para los objetivos que persigue el movimiento estudiantil, no es necesario hacerlo. Lo esencial es que ni un peso de los fondos estatales vaya directamente (como subvenciones), o indirectamente (como exenciones tributarias) a los que obtienen bienes concretos por ello, o a los que persiguen fines doctrinarios particulares a través de la educación. Si los ricos quieren y pueden tener y pagar colegios y universidades privadas que los tengan, si los católicos o los comunistas quieren propagar sus doctrinas a través de colegios y universidades que pongan su 1% para financiarlas. Lo esencial es que el Estado asuma su responsabilidad de ofrecer educación gratuita, lo esencial es que no hay ninguna razón real para que lo haga a través de particulares privados, menos aún si imprimen a sus iniciativas un sello ideológico particular. Lo esencial no es sólo ofrecer educación estatal gratuita sino, también, terminar con el sistema de subvenciones. Por supuesto, ante esta exigencia radical de que el Estado asuma de manera efectiva su responsabilidad de garantizar derechos básicos, se esgrimirá la viejísima argucia de que se debe apoyar a las instituciones que tan buenamente ofician de “auxiliares de la función educativa del Estado”, a través de la cual la clase política tradicional, desde todos sus sectores,
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aceptó financiar los colegios y universidades católicas como una forma de empate ante el crecimiento de la educación laica promovida por los gobiernos que buscaron por esa vía ampliar la democracia, hacerla más efectiva. La curiosa lógica que se usó es que al Estado no le alcanzaban los recursos para llegar a todas partes, por lo que debía… ocupar parte de sus recursos para que otros pudieran hacerlo. Por esta vía se financiaron o eximieron de impuestos muchos colegios para niños pobres, que perfectamente, con esos mismos recursos, podría haber asumido el Estado. Pero también se ha financiado, hasta el día de hoy, una proporción sustantiva del financiamiento de las universidades católicas, cuyo ingreso y composición… no es precisamente la más democrática. Parte de la argucia tramposa pasaba, desde luego, por la eterna cantinela: “somos un país pobre”. No somos un país pobre, nunca lo hemos sido. Somos en realidad un país empobrecido por el saqueo de sus enormes riquezas naturales. El saqueo permitido y avalado por los mismos que por otro lado afirman que necesitamos privados que nos auxilien en materia educacional. El Estado chileno, en principio, no necesita ser auxiliado para garantizar los derechos básicos de todos. Perfectamente podría contar con los recursos para hacerlo. Pues bien, si además, de manera gratuita y desinteresada, o incluso persiguiendo el lucro o fines doctrinarios particulares, hay privados que quieran ofrecer alternativas, especificidades ideológicas o simples privilegios de estatus, bienvenidos sean. Tienen, y deben tener el derecho de desarrollarlas. Pero de ese derecho no se sigue en absoluto que el Estado, que es de todos los chilenos, deba financiarlos en modo alguno. Con lo dicho en este punto debería ser suficiente. Pero dadas las propuestas surgidas desde cierta pillería de izquierda es necesario, lamentablemente, un párrafo más. Hay quienes sostienen que se deberían mantener las subvenciones a aquellas instituciones privadas, en particular universidades, que se comprometan con un proyecto democrático, popular, al servicio del país. Sinceramente me parece un argumento impresentable. No imagino cómo se podrían distinguir las pretensiones “democráticas”, de “servicio”, e incluso “populares” que mantienen los comunistas de las que
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también dicen tener los Legionarios de Cristo. De lo que se trata aquí es de una política de empate en que finalmente no me importa que financien a otros con tal de que caiga algo de financiamiento para el lado mío. Una lógica análoga a la que ha llevado a que las campañas políticas de partidos e ideologías particulares sean financiadas con dineros de todos los chilenos. Tal como hoy financiamos las campañas de los parlamentarios que no nos representan, lo que se propone equivale a ayudar a financiar doctrinas e ideologías que no tendrían por qué representarnos, o justamente coincidir con los intereses generales de todo el país. Otro asunto en el que también es difícil hacer diferencias razonables, y de izquierda, es la justa demanda por la democratización de las universidades. Para evitar la demagogia y el estatalismo en este ámbito es necesario hacer dos tipos de diferencias. Una es en torno a qué aspectos de la vida universitaria se pretende democratizar, otro es qué debería ser exigible para las universidades estatales y qué debería ser exigible para las privadas. Hay cuatro ámbitos de democratización principales, y claramente distinguibles, en la vida universitaria. Uno es el derecho general de asociación de tipo gremial bajo centros y federaciones de estudiantes, sindicatos de trabajadores y asociaciones de académicos. Otro es la democratización de la gestión universitaria, bajo diversas fórmulas y proporciones de cogobierno entre los estamentos académico, estudiantil y de funcionarios. Un tercer espacio es el carácter democrático del proyecto universitario, de sus contenidos doctrinarios y los objetivos generales que se siguen de ellos. Otro, tanto o más importante, es el carácter democrático del ingreso y de la composición social de la comunidad universitaria. Todos y cada uno de estos aspectos debe ser exigible plenamente a las universidades estatales. La situación no tiene por qué ser la misma en las universidades privadas. En este último caso, cada aspecto debe ser ponderado en cuánto a qué es exigible y en qué medida. Por un lado es plenamente exigible, en virtud del derecho básico de asociación, que trasciende a las instituciones particulares, la existencia de organizaciones académicas, estudiantiles y de trabajadores, propias, autónomas y democráticas.
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El derecho de cogobierno, en cambio, que debe ser básico para las estatales, no tendría por qué ser impuesto a priori sobre las privadas. Es algo que cada comunidad universitaria privada debería ganar a través de luchas propias y autónomas hasta alcanzar fórmulas de consenso con los dueños y mecenas particulares. Lo mismo debe ocurrir con los proyectos universitarios privados y los objetivos que se fijen por sí mismos, de manera autónoma. El Estado puede certificar niveles de calidad, puede intervenir sobre los objetivos o acciones de estas corporaciones privadas que contravengan leyes generales de la nación, pero no debería fijar, limitar o conducir los proyectos propios en cuanto a sus contenidos. De la misma manera, el poder estatal no tiene por qué exigir a los colegios o universidades privadas que sean democráticas en su composición social o en su ingreso. Si los ricos, o si sectas particulares, quieren formar instituciones educacionales elitistas o exclusivas, que lo hagan. Deben tener derecho a hacerlo. Lo que el Estado puede hacer, de nuevo en virtud de derechos anteriores y más generales, es intervenir en casos de discriminación, como los que pueden surgir de diferencias étnicas o de género, o sobre condiciones discriminatorias como las que pueden afectar a las estudiantes embarazadas, o a los que provienen de familias constituidas de maneras diferentes. Pero no tendría por qué intervenir en el precio o en las condiciones de afiliación que quieran darse en virtud de sus objetivos doctrinarios particulares, ni en las consecuencias elitistas que puedan tener. El Estado tiene que cumplir con SU deber, en este caso garantizar derechos. No tiene por qué fijar los deberes que los cuerpos sociales particulares quieran darse a sí mismos. Todos estos límites a la acción del Estado deben surgir de dos cuestiones esenciales, que un proyecto de izquierda debería defender: uno es que el Estado no ponga ni un peso en tales proyectos, el otro es que es plenamente deseable desarrollar y defender la autonomía de las organizaciones de la sociedad civil ante su poder. De acuerdo con la línea de argumentación que he seguido hasta aquí, debe ser obvio que lo que estoy defendiendo NO es estatizar todo el sistema educativo. Tal cosa no es siquiera deseable, incluso desde un punto de vista de izquierda. Por lo demás, ninguno de los actores relevantes del
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movimiento actual está planteando tal demanda. Pero, debe resultar igualmente claro que lo que propongo es que el sistema estatal de educación debe ser más grande y mejor dotado que cualquier sistema privado: debe ofrecer una cobertura que abarque potencialmente a toda la demanda educacional, en todos los niveles. Responsabilidad del Estado y estatalismo no tienen por qué ser la misma cosa. La responsabilidad del Estado en cuanto a los derechos básicos de educación, salud, vivienda, transporte, cultura, no tiene por qué ser sinónimo ni de exclusividad, ni de centralismo. No tiene por qué ser contraria a la autonomía de los cuerpos sociales ni a la radical descentralización de su gestión. Defender y garantizar de manera efectiva derechos básicos no tiene por qué implicar su delegación a privados particulares. Detentar la posición hegemónica en la garantización de estos derechos no tiene por qué implicar la inhibición de los particulares que quieren ejercerlos además por sí mismos, ni coartándolos ni imponiéndoles condiciones que los limiten en su esencia. Pero, seamos muy claros: respetar ese derecho inalienable de los particulares no tiene por qué conllevar su financiamiento con recursos que pertenecen a todos. La objeción esperable a esta hegemonía del sistema educativo estatal, aun defendiendo el derecho a sostener alternativas de los particulares, es que la función educacional quedaría abandonada a los vaivenes e ineficacias de los gobiernos de turno. Por supuesto la respuesta trivial es que no debería confundirse, ni en los principios ni en las prácticas, las funciones y responsabilidades del Estado con las de los gobiernos particulares. Pero, justamente por muchos de los principios concretos que han operado, y sobre todo por las prácticas habituales, esto es algo que tiene que ser especificado, y defendido, de manera efectiva. La primera cuestión es que los presupuestos permanentes en materia educacional, y también en salud, en las políticas de vivienda, de transportes, de fomento de la cultura, deberían ser más largos que la duración de los períodos presidenciales, es decir, deberían ser considerados como políticas estratégicas del
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Estado, que los gobiernos particulares deben comprometerse a ejecutar. Es
evidente que en una cultura política y politiquera como la que nos han impuesto esto implica quitarle a los políticos y a los politicastros algunas de las principales herramientas para cooptar a los ciudadanos y mantener clientelas. Pero, justamente por eso, esta es un criterio que debe ser peleado y defendido por los que quieran expresar realmente los intereses de los ciudadanos, por sobre sus intereses doctrinarios. La segunda cuestión es que se debe promover una fuerte autonomía de los proyectos educacionales respecto de las autoridades estatales transitorias. Desde luego, la recuperación de una autonomía universitaria efectiva. Pero, también, la autonomía de las comunidades locales en respecto de la gestión y el contenido de las instituciones educacionales básicas, medias y técnicos profesionales. Una autonomía ligada a los municipios e instancias provinciales desde las que se organicen, también independiente de sus autoridades transitorias. Sobre el mito neoliberal de que el Estado es un administrador ineficiente, promovido con tanto entusiasmo por los funcionarios neoliberales que destruyeron y empobrecieron las instituciones estatales para luego venderlas al mejor postor, es poco lo que se puede agregar ante el espectáculo indignante de la ineficiencia interesada de los bancos, ante las garantías de todo tipo que han protegido las ganancias de empresarios que no se someten a la competencia que el modelo exhibe como mecanismo ideal, ante el escándalo de las ganancias obtenidas desde la subvención directa del Estado por empresarios que piden que haya menos Estado. La corrupción estatal, que siempre es un peligro, ha sido espectacularmente mayor y más grave justamente entre los promotores de un modelo que ha intentado, al menos retóricamente, disminuir su acción… porque sería susceptible de corrupción. Un Estado democrático, que opere de manera descentralizada, con proyectos estratégicos que trascienden a los gobiernos particulares, radicalmente dedicado a cumplir sus responsabilidades garantizando derechos para todos los ciudadanos, es más fácilmente fiscalizable que el Estado puesto completamente al servicio de la avidez del lucro. Pero, aun estando de acuerdo con todas las proposiciones anteriores, los pillos de siempre, distribuidos convenientemente en todos los sectores,
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pueden objetarnos que ya existe una situación de hecho, y que para negociar estamos obligados a tomarla como punto de partida. Esto es cierto, pero debe ser enfrentado de manera dura y clara: ninguna situación que afecte al interés de todos los chilenos puede considerarse como inamovible e irreversible. Y, a la vez, las condiciones de esta reversibilidad deben ser discutidas sin maximalismo, ni demagogia. Una de las grandes habilidades del modelo neoliberal que se nos ha impuesto es la manera en que se ha comprometido directamente a todos los ciudadanos en su éxito. Los fondos previsionales de cada trabajador están ligados al éxito o fracaso del modelo económico, e incluso de la especulación financiera. El derecho a la salud ha sido progresivamente entregado a la prosperidad de las empresas privadas de salud. El derecho a la educación superior ha sido entregado de manera vergonzosa a la avidez de la banca y de las universidades “sin fines de lucro”. En el caso de la educación básica y media se ha debilitado sistemáticamente a los colegios municipales, y se ha favorecido vergonzosamente a los subvencionados hasta el punto de que hoy en día un 60% de los estudiantes dependen de subvenciones entregadas a privados. No es razonable, es incluso contraproducente para el mismo movimiento en marcha, poner fin de manera abrupta a este sistema vergonzoso. Pero seamos claros una vez más: la única manera de garantizar que los recursos estatales no sean desviados a bolsillos privados o a proyectos doctrinarios particulares por los múltiples subterfugios del lucro es terminar con el sistema de subvenciones. La manera de hacerlo no es difícil de imaginar. Sólo la falta de voluntad política impide formularla claramente. En primer lugar es necesario congelar el valor de las subvenciones a privados, tengan o no fines de lucro, en su valor actual. Y es necesario congelar toda incorporación de nuevas instituciones a este sistema, o de nuevos modos de ejercerlo. En segundo lugar es necesario fortalecer un sistema educacional estatal y descentralizado. Mejorando los colegios que existen, creando colegios
nuevos, mejorando las remuneraciones de los profesores, creando un sistema nacional de educación técnico profesional, fortaleciendo las
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universidades estatales y las tradicionales no privadas. En tercer lugar se debe fijar un programa de disminución progresiva de las subvenciones a establecimientos privados, con o sin fines de lucro, para volcar progresivamente esos fondos a la educación estatal. No importa el plazo, pueden ser diez o quince años, para dar tiempo al cambio de carácter de las instituciones privadas, aceptando incluso que aumenten progresivamente el costo de sus escolaridades. Y, a la vez, dando tiempo para aumentar la cobertura estatal que garantice el derecho de todo el que prefiera no asumir ese aumento del costo de la educación privada. Lo importante, sin embargo, es mantener firmemente el objetivo: terminar con un sistema que implica la renuncia del Estado a una de sus funciones y obligaciones esenciales.
Pero también, el terminar con el sistema de subvenciones debe implicar su reemplazo progresivo por un sistema de financiamientos directos, estables, por proyectos (no por asistencia o matrícula), de acuerdo a la demanda educacional. Eso puede y debe empezar ahora mismo, aumentando el aporte basal a las universidades estatales y tradicionales no privadas hasta el 50%. Pero debe empezar también, ahora mismo, con una medida análoga destinada a la educación municipalizada: al menos el 50% del presupuesto de los colegios actualmente municipalizados debe ser aportada de manera estable, permanente, de acuerdo al proyecto y a la cobertura que se espera de ellos. Y este 50% debe ser aumentado luego, de manera progresiva, hasta llegar al total. No es esa la situación de la Educación Técnico Profesional. En ese caso el Estado debe, ahora mismo, crear desde cero, porque abandonó entre gallos y medianoche el que tenía, un sistema estatal de Educación Técnico Profesional, financiado en un 100%, también de manera estable y por proyecto. El movimiento estudiantil, ampliado hasta convertirse en un gran movimiento social, debe exigir del Parlamento una legislación que haga posible esta perspectiva. Como debe ser obvio para cualquiera que conozca los amarres institucionales del modelo imperante, esto es extraordinariamente difícil. El gobierno actual, firme y explícito defensor del modelo neoliberal, no estará dispuesto a hacerlo. Lo ha mostrado consistentemente en los escasos puntos precisos que contienen las propuestas que ha presentado
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hasta ahora ante las demandas, y también en la intencionada vaguedad con que presenta los demás puntos. Probablemente lo que hará, y esa es la línea planteada, es tirarle el bulto al Parlamento. Pero en el Parlamento, elegido de manera tal que la derecha tiene la mitad de la representación contando sólo con la tercera parte del apoyo electoral, y compuesto por dos coaliciones que han estado plenamente de acuerdo en administrar pacíficamente el mismo modelo desde la época de la Dictadura, tampoco es verosímil alcanzar las mayorías y quórum necesarios para responder de manera integral a los derechos de los ciudadanos, y a las responsabilidades básicas del Estado. La alternativa entonces, después de una larga y trabajosa tragicomedia de llamados al diálogo en que el poder imperante no concede nada esencial, y de mesas de expertos cuyas proposiciones no hacen sino confirmar el carácter general de lo que ya existe, es exigir un plebiscito en que la ciudadanía se pronuncie de manera directa y expresa por el derecho a una educación gratuita y de calidad para todos los chilenos, en todos los niveles educacionales. Como todos sabemos, porque en este país incluso los plebiscitos forman parte de las técnicas de manipulación de la voluntad popular, la formulación del tema, las condiciones de su realización, su eventual carácter vinculante son, todas y cada una, condiciones que deben ser peleadas y vigiladas paso a paso. Pero esa es una lucha perfectamente posible. Dialogar, ir a las mesas de diálogo para ir rechazando cada vez sus vaguedades, las proposiciones que sólo confirman lo que hay, para ir detectando e impugnando cada vez el oscuro poder de la letra chica. Pero incluso este diálogo debe tener un límite. No podemos tolerar que las demandas sociales sean aplazadas cada vez que haya elecciones con el único objetivo de cargarlas al gobierno siguiente. Es necesario fijar un límite más allá del cual sólo se puede considerar suficiente un plebiscito que ofrezca las garantías necesarias para que el movimiento social pueda exponer sus razones y pedir el respaldo de toda la ciudadanía. Nada impide que este recurso sea exigido al cabo de un plazo breve de diálogo en que se confronten posiciones cuyos fundamentos, perspectivas y consecuencias son, como es visible, radicalmente distintos.
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No podemos tolerar que los pillos nos digan que “nuestras posturas no están tan alejadas” con el único resultado de que pasen en medio de la vaguedad de los acuerdos, y los empates convenientes entre las fracciones politiqueras, los mismos principios que ya nos han impuestos, o una apariencia de nuevos principios que conduzcan a los mismos resultados. Contra la componenda, contra el arreglín, lo que hay que hacer es precisar lo más claramente posible qué es lo que queremos, y proponer lo que contribuya de la manera más efectiva a satisfacer las demandas y necesidades de las grandes mayorías nacionales. Esta es una tarea para todo el movimiento social. Esta es una tarea que define la esencia de lo que debería ser la gran izquierda, aquella que sea capaz de contener en un espíritu común, en un horizonte común, a las muchas izquierdas existentes. La claridad y la radicalidad de los nuevos dirigentes estudiantiles, su fuerza y su disposición para no aceptar la clase de componendas que han sido tan típicas de nuestra historia política, es la mejor muestra de que esa gran izquierda es perfectamente posible. Septiembre 2011. 3. Los recursos son escasos Lo que se pide es que el Estado se haga responsable de ofrecer educación gratuita para todos los que la necesiten, en todos los niveles educacionales. El gran argumento en contra, no sólo del gobierno, sino incluso de los partidos de la Concertación es esta gran falacia: los recursos son escasos. Nos dicen que Chile es un país pobre, nos dicen que el Estado no puede hacerse cargo de todo. Pero las empresas transnacionales se llevan miles y miles de millones de dólares cada año, pero las grandes empresas pagan menos de la mitad de los impuestos que pagan en cualquier otro país capitalista, pero el Estado guarda dólares en el extranjero para prevenir los déficit que surjan cuando los bancos tengan dificultades, pero el estado avala las deudas privadas y compra sin problemas la cartera riesgosa de los bancos.
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Nos dicen que hay que focalizar el gasto estatal en los sectores de menos recursos, pero el Estado no tiene problemas para avalar las deudas de todos los que quieran endeudarse en la banca privada. Nos dicen que el gasto social en Chile ha crecido y tiene un volumen aceptable, pero lo que llaman gasto social no son sino las subvenciones a través de las cuales el estado entrega los recursos de todos los chilenos a los empresarios privados, que lucran con la educación, con la salud, con la previsión, con el transporte público. Nos dicen que en los últimos veinte años se ha logrado suavizar el modelo económico privatizador, pero la desnacionalización del cobre ocurrió fundamentalmente en estos últimos veinte años, el sistema de subvenciones a colegios privados y al transporte en manos de empresarios privados creció enormemente en estos veinte años, y es en estos años en que se han llegado a licitar los tratamientos en los hospitales públicos, y se le ha regalado un sistema de transporte completo a empresarios que no cumplen con los contratos que se hicieron expresamente para favorecerlos. Nos dicen que se ha logrado poner resguardos sobre los fondos previsionales, pero se ha permitido que más de la tercera parte de esos fondos sea retirado por los dueños de las AFP bajo el concepto tramposo de comisiones. Nos dicen que la cobertura de la educación superior ha aumentado, pero todos sabemos que esto se ha logrado al precio del endeudamiento masivo de las familias en la banca privada. No se puede engañar a todo el pueblo durante todo el tiempo. No se puede seguir permitiendo que las políticas públicas estén atravesadas de hipocresía y doble estándar. Todo es cuidado y garantías, resguardos y amabilidades para los grandes empresarios, todos lo que se propone son sacrificios, llamados a la unidad y a la cordura, y paquetes de endeudamiento para las grandes mayorías. Y, sobre todo, porque hay que cuidar los bienes públicos, porque los recursos son escasos. Lo que queremos es muy simple: que las riquezas de Chile sean para todos los chilenos. Lo que queremos es que los recursos de todos se gasten en las necesidades de todos. Lo que queremos es que los enormes recursos que de hecho existen, que todos producimos, se usen en las grandes necesidades estratégicas que pueden hacer progresar a todo el país, no sólo al capital transnacional y a los grandes empresarios nacionales.
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Pero este gran objetivo debe ser especificado. Lo que queremos puede ser formulado en un programa preciso, en medidas muy concretas, algunas de las cuales se pueden aprobar por simple decreto y aplicar de inmediato, otras que requieren leyes que pueden ser aprobadas sin dificultad, con la agilidad con que los señores Parlamentarios designan a sus reemplazantes a espaldas del electorado o acuerdan reajustar sus asignaciones por sobre el aumento del costo de la vida. Y otras que requieren importantes cambios constitucionales sobre los cuales lo único democrático es consultar al conjunto del país por la vía de un pronunciamiento directo, que se salte a los representantes que hoy no representan a sus supuestos representados. Si buscan recursos lo primero que hay que hacer es revisar radicalmente las exenciones tributarias que permiten que los grandes empresarios paguen proporcionalmente menos impuestos que los ciudadanos comunes. Si buscan recursos lo que hay que hacer es disminuir progresivamente las subvenciones que benefician a empresarios privados y volcarlas en la misma proporción a sistemas públicos, administrados bajo la responsabilidad del Estado, de educación, de salud y de transportes. Si buscan recursos lo que hay que hacer es subir los impuestos a los grandes empresarios y a las empresas transnacionales hasta los niveles que son característicos de los países capitalistas desarrollados.
Si buscan recursos lo que hay que hacer es renacionalizar el cobre, y nacionalizar los grandes recursos mineros que tendrán impacto en el mundo del futuro, como el litio.
Como todos los países de América Latina, Chile es un país lleno de enormes riquezas. No somos pobres porque no tengamos riquezas. Somos pobres porque las clases dominantes de este país, y sus representantes en el mundo político, han entregado sistemáticamente esas riquezas al capital transnacional, y al lucro de los grandes empresarios nacionales. Tenemos recursos, somos nosotros, los mismos chilenos, los que producimos esos recursos, y tenemos derecho a reclamar el beneficio que estos bienes que hemos creado podrían darnos. Un programa económico mínimo, que favorezca a las grandes mayorías nacionales, no es difícil de formular. No es materia de expertos,
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ni de teorías demasiado profundas. Su principio es muy simple, y es simple de especificar: Chile es de todos los chilenos. Un programa económico mínimo debe impedir que los dueños de las Administradoras de Fondos de Pensiones se echen al bolsillo más de un tercio de las cotizaciones, debe impedir que entreguen los fondos previsionales a la especulación financiera en el mercado internacional. Un programa económico mínimo debe suprimir el interés compuesto en las deudas de consumo, y bajar radicalmente el costo del crédito a las personas y a los pequeños y medianos empresarios. Un programa económico mínimo debe quitar todo respaldo del Estado a la deuda que los privados contraigan con la banca internacional (cuando hagan malos negocios, que pierdan), y decretar altísimos impuestos a la especulación financiera (que Chile no sea una plaza para el capital especulativo internacional).
Un programa económico mínimo debe asignar un papel protagónico al Banco del Estado en el fomento a los pequeños y medianos empresarios, e impedir las fórmulas tramposas a través de las cuales las grandes empresas dividen su rol tributario para evadir impuestos y recibir beneficios. Un programa económico mínimo debe estar orientado a aumentar la demanda interna y a favorecer los sectores prioritarios del consumo social como la vivienda, el transporte público, los recursos alimentarios, los servicios esenciales.
No es difícil, no hay ninguna oscuridad teórica o científica en esto, lo que queremos se puede formular de manera directa, y exigir de manera directa. Ahora es la hora de la primavera de Chile, no aceptemos que nos digan que “los recursos son escasos”. Agosto de 2011.
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¿Quiénes son realmente los comunistas?10
En 1848 los comunistas eran los que veían a la propiedad privada de los medios de producción como origen de los males del capitalismo. Carlos Marx propuso llamar “Liga de los Comunistas” a la que hasta entonces se llamaba “Liga de los Justos” porque entendió que no sólo se trataba de la justicia en general, a la manera de una exigencia moral, sino que el asunto era organizar una oposición directa, política, al sistema dominante como conjunto. Marx llamó comunistas a quienes habían reconocido el movimiento profundo de la realidad, las posibilidades materiales liberadoras trabadas por el interés capitalista, las posibilidades políticas que abría la conciencia organizada de los trabajadores. Sostuvo que el poder también había notado ese gran cambio histórico en el presente, escribió que los poderes dominantes ya habían empezado a temer sus posibilidades revolucionarias, escribió que, cual un fantasma amenazante, el comunismo había empezado a recorrer Europa: “Contra este fantasma se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes. No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, la acusación estigmatizante de comunismo” Marx llamó comunistas a un tipo de revolucionarios que eran temidos por el poder, a pesar de lo precarias e incipientes que pudieran parecer sus organizaciones e iniciativas políticas concretas. Temibles por su programa radical. Temibles por su voluntad de acción política radical. En marzo de 1918, Lenin propuso llamar Partido Comunista al partido bolchevique para enfatizar sus diferencias con los que no creían 10 Este texto fue escrito, nueve años después, para el II Seminario Marxismos del Siglo XXI, convocado por un conjunto de intelectuales marxistas y realizado en la Biblioteca de Santiago en Noviembre de 2012, con la intensión de preparar la conmemoración del cuadragésimo aniversario del Golpe de Estado. El contexto, que ahora se corrobora plenamente, era la búsqueda por parte del Partido Comunista de Chile de llegar a formar parte de una nueva versión del conglomerado político de la Concertación con el objetivo de potenciar la candidatura presidencial de Michelle Bachelet, y ampliar sus cupos parlamentarios.
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que la revolución de Octubre pudiera convertirse en un gran paso adelante en las luchas del proletariado. En diciembre de 1918 la “Liga Espartaquista” encabezada por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht se transformó en el Partido Comunista Alemán, reconociendo su apoyo a la revolución de octubre, a sus posibilidades democráticas, y su oposición al marxismo reformista de Karl Kautsky. Varios Partidos Comunistas se formaron a lo largo de 1918 y 1919 en el mismo espíritu del Partido Alemán. En marzo de 1919 se llevó a cabo el Primer Congreso de la Tercera Internacional, que se llamó a sí misma Internacional Comunista. En ese momento se llamaron comunistas aquellos que reconocían la necesidad de la acción radical para el derrocamiento del sistema dominante, aquellos que reconocían la necesidad de una dictadura revolucionaria del proletariado en contra de la dictadura, democrática o no, del capital, expresada en un Estado de Derecho que favorecía sistemáticamente a la burguesía, en contra de los intereses del conjunto del pueblo. Entre 1918 y 1929, a pesar de la guerra revolucionaria, a pesar del cerco capitalista, a pesar de las dificultades económicas, los comunistas soviéticos levantaron por primera vez en la historia, un sistema nacional de educación laica y gratuita, un sistema médico general gratuito abocado a las necesidades de todos y cada uno de los ciudadanos, establecieron, por primera vez en la historia humana, los plenos derechos jurídicos y políticos de las mujeres, establecieron las bases de un orden jurídico que favoreciera sistemáticamente los intereses del proletariado, es decir, una dictadura del proletariado. Quisieron dar los pasos más grandes, los más radicales, para perseguir aquello que, justamente, establecía su nombre: una sociedad comunista, un mundo en que ya no haya lucha de clases. La manía autodestructiva que nos ha acostumbrado a pensar desde la lógica de la derrota, nos ha llevado a destacar hasta el cansancio las múltiples razones por las que esa grandiosa iniciativa del proletariado condujo a la dictadura burocrática y al totalitarismo. Las razones son muchas, contundentes, y la deriva del comunismo resultó trágica y destructora. Esto es algo que sabemos, y que nuestros enemigos se solazan en señalar, omitiendo con ellos las consecuencias desastrosas para toda la humanidad de lo que ellos mismos defienden. Y
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esto es algo que nosotros mismos, a la hora de justificar nuestras políticas de compromiso, nos hemos acostumbrado a señalar, como si estuviéramos condenados a ser derrotados una y otra vez. Pero el aspecto, meramente puntual, sólo inicial, que me interesa aquí, en este recurso a la historia, que nunca me ha convencido demasiado, es lo que la larga sombra del socialismo burocrático ha significado para este nombre originario y fundante. Lo que ha significado para la idea de lo que es ser comunista. El socialismo burocrático distorsionó profundamente la lógica del llamamiento comunista de la III Internacional. Convirtió en comunistas a dos tipos, aparentemente opuestos, de militantes. Por un lado los que, bajo el imperativo primero de defender la realidad y el ejemplo de la Unión Soviética, procuraron reproducir una y otra vez los caminos y las acciones políticas concretas que condujeron a la revolución de Octubre, y luego a otros, que bajo esta misma lógica, buscaron llegar al socialismo a través de los vericuetos y resortes de las democracias de tipo parlamentario que se desarrollaron a lo largo del siglo XX. Mao Tsé Tung y Palmiro Togliatti, son los dos mejores ejemplos, perfectamente simétricos de estas políticas. El reformismo keynesiano del comunismo italiano, y la conversión masiva al capitalismo del comunismo chino, son hoy el testimonio de lo que esos comunistas burocráticos significaron históricamente. Con ellos se llevó a una política comunista en que, curiosamente, lo primero que desapareció, del discurso y la acción, fue justamente el objetivo comunista. Todo se convirtió en transición. Y las transiciones no se discutieron nunca de acuerdo a su objetivo, sino simplemente en función de su acercamiento o alejamiento relativo, más o menos formal, al modelo soviético. Comunista pasó a ser sinónimo de estatalismo, de industrialización, de verticalismo organizativo, de convicciones críticas en que las necesidades de la unidad de acción pesaban siempre más que la vocación crítica misma. Las políticas comunistas mantuvieron una posición ambigua respecto de la violencia revolucionaria, aceptándola para la periferia, negándola para los países desarrollados. Una posición ambigua respecto del Estado de Derecho burgués, atacándolo directamente cuando había
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correlaciones de fuerza favorables, aceptándolo como marco de hierro cuando se pensaba que no había posibilidades de poder efectivo. Como se ha señalado tantas veces, la política comunista se volvió reivindicativa, en particular, economicista. Y los militantes comunistas, educados en una cultura homogeneizadora, tuvieron dificultades sistemáticas para apropiarse de manera integral de todo ámbito que no fuese el de la reivindicación económico–social. Por esa vía los problemas del medio ambiente, de las diferencias étnicas y de género, los problemas derivados del uso de las tecnologías de la información, les resultaron difíciles, quedando en manos, afortunadamente, de otros militantes radicales, no marxistas, que supieron ver en ellos las fuentes de crítica y acción política que contenían, abriendo la oposición al sistema hasta un amplio espectro de luchas a las que los militantes llamados comunistas siempre llegaron tarde, mal y con la infaltable vocación estalinoide de ponerlos al servicio de su propia política. Muy lejos de querer continuar esta política llorona, pegada al masoquismo que se llama pomposamente “autocrítica”, y que encubre a penas su vocación oportunista, lo que me interesa aquí no es enumerar una vez más las razones y sin razones de lo perdido, sino pensar directamente en el futuro. Pensar directamente en la gran tarea que la humanidad tiene por delante, y cuyas premisas materiales constatamos todos los días, sin estar a la altura de la necesidad de una política que la haga verosímil y viable. ¿Cuánto de esto debería aún ser llamado “comunista”? En el sentido de Marx, en el sentido de los bolcheviques, más allá de los timbres y las marcas registradas, ¿Quiénes deberían ser llamados propiamente comunistas? En primer lugar, antes que nada, son comunistas aquellos que creen que el comunismo es posible. Que una sociedad sin clases sociales no es ni un sueño, ni una utopía, ni el resultado inercial de un progreso económico y técnico indefinido. Aquellos que ponen al centro de su política esta perspectiva, y son capaces de explicarla y promoverla de manera eficaz, explícita, sin el cuento de que se trata de un límite, de que es una meta extremadamente lejana.
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Sin el cuento de una transición, primero a la democracia avanzada, luego al socialismo, luego a las bases de algo, y allá, más allá de lo que es imaginable, a una sociedad que hoy no podría ser imaginada. Sin el cuento de una transición que no termina jamás, en el curso de la cual el sólo perseguir ese límite se convierte en una profesión política, en un oficio eterno, nada inocente, que es más bien una manera de ganarse la vida que de luchar por el futuro. Comunistas son los que pueden explicar a las personas comunes y corrientes, de manera simple y directa, que la abundancia de bienes materiales ya es real, y que la humanidad ya ha alcanzado el estado en que podría compartirla de manera justa e igualitaria. Los que son capaces de explicar que no hay impedimentos de principio, ni en la naturaleza ni en la condición humana que nos limiten para siempre, que nos obliguen a aceptar la injusticia abierta, o la simple mediocridad de la vida de las capas medias como único horizonte posible. Comunistas son los que a cada paso declaran, y construyen su política pensando en una sociedad en que haya intercambio, pero no mercado, en que haya familias pero no matrimonio, en que haya gobierno pero no Estado, en que las normas sociales no requieran estar cosificadas en la forma de un Estado de Derecho. Pero nada de esto es posible sin un programa. Deberían llamarse comunistas los que tienen un programa comunista. Los que pueden expresar de manera concreta, actual, real, políticas que conduzcan de manera efectiva a sus objetivos históricos. No estoy sosteniendo esta ponencia aquí, hoy, para señalar quejas históricas, o emplazamientos morales. Lo que quiero sostener, de manera sustantiva, es cuáles deberían ser esas políticas reales y concretas. En torno a qué clase de política podemos llamarnos en verdad comunistas. Lo que me importa no es quiénes tienen derecho a ostentar ese nombre o a resguardar esa marca, sino el problema sustantivo de qué contenidos son los que su concepto requiere y exige. En primer lugar una política comunista debe sostener la necesidad y el derecho de que la enorme abundancia material que se produce hoy en el planeta sea apropiada y repartida entre sus productores directos, no
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por la vía del consumo enajenado sino por el reparto efectivo de las tareas y los beneficios de la producción material directa. Esto sólo es posible si se ejerce una des tercerización radical de la economía, que nos aleje del trabajo estupidizante, que nos convierta a todos en productores de bienes materiales, y que libere completamente a los servicios de la lógica del mercado de trabajo. Que nadie gane salario por educar, por desarrollar el saber, por hacer arte, o prestar servicios médicos. Que el único principio del salario sea la producción de bienes físicos, y que los servicios se conviertan por fin en derechos básicos, que se puedan ejercer libremente, por fuera de cualquier lógica de mercado. La consecuencia inmediata de esto, y a la vez un principio paralelo, es que se baje radicalmente la jornada laboral, para repartir de manera general el trabajo físico necesario entre todos los integrantes de la fuerza de trabajo. Durante una larga época de transición, para esto, será necesario, mantener, o incluso mejorar, los salarios. La única forma de hacer esto es que el costo de tal operación sea extraído de la plusvalía, es decir, que los enormes aumentos de la productividad del trabajo sean apropiados por los productores efectivos, directamente en contra de su apropiación capitalista. Cualquier disminución de la jornada laboral que se obtenga, manteniendo los salarios, no es sino una operación de reapropiación de la plusvalía creada por los trabajadores, una apropiación social de los efectos del desarrollo tecnológico que hemos creado entre todos. La disminución de la jornada laboral es, directamente y de manera efectiva, el inicio de la larga marcha hacia el comunismo. La política comunista debe trazar un horizonte de medidas concretas, viables y reales, que atiendan a las necesidades más inmediatas, que permitan la progresiva construcción de hegemonía y autonomía material y política del conjunto del pueblo. En primer lugar, en el ámbito material, una política de desconcentración radical de la producción de alimentos. A la vez, una política de desconcentración radical de la producción de energía. Y
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también, una política de desconcentración radical de las ciudades. En segundo lugar, y paralelamente, una iniciativa desconcentración radical de la gestión y el aparato del Estado.
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Todas las políticas que apunten a la autonomía y autosuficiencia alimentaria y energética de la comunidad de base, todas las que apunten a disminuir la envergadura y aumentar el poder efectivo de los municipios, todas las que apunten al control ciudadano de la educación, la salud, la vivienda, la gestión cultural, están directamente en la vía de la larga marcha hacia el comunismo. La lógica de la derrota, y el oportunismo burocrático nos han acostumbrado a mirar políticas como estas con una lejanía bien intencionada, paternalista e irónica. Nos han acostumbrado a pensar que nada realmente importante puede ocurrir desde ya. Nos han acostumbrado a pensar en chiquitito, de manera inmediatista, en el corto plazo mediocre, en el circuito político pequeño en que se mueve la política burocratizada de los poderes dominantes. Nosotros mismos nos hemos acostumbrado al cuento pequeño burgués de lo “utópico”, nos hemos resignado a la lógica sentimental y un poco hipócrita de ser “soñadores” e incluso, frecuentemente, nos hemos acostumbrado a ni siquiera soñar, a dedicarnos simplemente al día a día, como si todo lo importante estuviera en un futuro indefinido, o peor, como si lo importante fuesen las mediocridades impuestas por el presente, y por el poder. Es por eso que las formulaciones, las políticas que he enunciado, no bastan, aunque sean las esenciales, para sacar al espíritu comunista de su marasmo. Es necesario formular también otro ámbito de políticas inmediatas, que tengan la concreción poco imaginativa a la que el espíritu comunista ha sido reducida, pero que tengan la radicalidad necesaria que las haga dignas de llamarse comunistas. Un programa que haga temer de manera efectiva a los poderes dominantes, que les recuerde que el viejo topo no descansa, y está dispuesto a aflorar una y otra vez con su desafío. Los comunistas deben, por eso, y porque es necesario por sí mismo, formular también un plan estratégico que pase por lo inmediato, que
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conecte ese gran horizonte de construcción progresiva de hegemonía popular, con las tareas y dificultades del presente. En ese orden, el primer enemigo que se debe enfrentar es el capital financiero. Bajar radicalmente las tasas de interés bancario y comercial, subir radicalmente los impuestos a la banca, prohibir de manera contundente las formas de reproducción del capital abiertamente improductivas y especulativas, quitar todo aval estatal a las deudas privadas, impedir desde ya toda operación de “salvataje” de los bancos a costa de los estándares de vida del conjunto de los trabajadores. Esta es hoy una cruzada mundial. Los más amplios sectores políticos, de casi todos los signos, están por llevar a cabo estas reformas, incluso de manera radical. Los comunistas deben ser los primeros, y los de cada día, en esta lucha de todos. El segundo gran enemigo que es necesario enfrentar es el capital transnacional rentista, el que usufructúa de manera privada de las riquezas que la naturaleza pone a disposición de todos. Derogar el régimen de concesiones plenas, anular de inmediato las concesiones de recursos naturales hechas a espaldas del pueblo en la minería, la pesca, los bosques, los recursos hídricos. Los comunistas deben ser los primeros en esto, y no sólo formalmente, a través de proyectos inviables en el sistema institucional establecido. Por eso, el tercer gran enemigo que es necesario enfrentar es el sistema político mismo, la maquinaria de las instituciones del Estado organizadas de tal manera que su única función real es la de su propia reproducción, y la de operar al servicio del interés privado. No hay futuro político posible sin una nueva constitución, construida por el conjunto de los chilenos de manera democrática. Y no vamos a avanzar hacia ese objetivo en el marco de las leyes de quórum calificado, ni en el contexto de la participación binominal. Estar fuera de un sistema viciado y antidemocrático nos legitima, pretender estar dentro sólo conduce a legitimarlos a ellos. Destercerizar la economía, reducir la jornada laboral manteniendo los salarios, terminar con el régimen de concesiones plenas, restringir de manera radical las operaciones y el lucro usurero de los bancos. Se trata pues de medidas radicales. De una política audaz. Se trata de representar efectivamente lo que, hoy sin mucha razón, temen en nosotros. Se trata de
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Carlos Pérez Soto
ser comunistas porque buscamos el fin de la sociedad de clases. No tengo que aclarar que es perfectamente probable que a los poderes dominantes no les guste demasiado, ni siquiera a nivel meramente retórico, una política como esta. Los enemigos de la democracia nos llamarán “enemigos de la democracia”, los que han privado de propiedad a la mayor parte de los seres humanos nos llamarán “enemigos de la propiedad”, los que han creado un sistema profundamente violento nos llamarán “violentistas”. Y, desde luego, no se conformarán con declararlo. Pasarán, como siempre lo han hecho, a la violencia directa contra los que se levanten en contra de su violencia. No hay ni habrá novedad alguna en eso. Pero entonces, ante la violencia de las clases dominantes, se deberían llamar comunistas a los que reconocen nuestro derecho a la violencia revolucionaria en contra de la violencia institucionalizada. La miseria en los hospitales públicos es la violencia, la destrucción del sistema educacional es la violencia. Los salarios precarios, el endeudamiento usurero, el regalar al capital extranjero las riquezas de todos, el poner al Estado completamente al servicio del capital, el que los funcionarios del Estado velen por su propio interés por sobre el de aquellos que dicen representar, eso es la violencia. Criticaremos la violencia vanguardista, haremos legítima nuestra violencia haciéndola violencia de masas, buscaremos las formas de luchar que no lleven al crimen y al sacrificio, reconoceremos a nuestros enemigos todos y cada uno de los derechos humanos que ellos mismos nos niegan. Pero se trata de dar esta lucha con todo lo que tengamos a mano. Sólo pueden llamarse comunistas los que reconozcan y ejerzan nuestro derecho a responder a través de la violencia revolucionaria la violencia a la que somos condenados por el sistema de dominación. Sólo de esta manera los comunistas volveremos a ser auténticamente temidos, como corresponde, por aquellos que nunca han olvidado que aún estamos aquí, dispuestos a disputarles puño a puño, marcha a marcha, sangre a sangre, el mundo que nos niegan. Santiago de Chile, 23 de noviembre de 2012.