FERNANDO SORRENTINO Siete conversaciones con Jorge Luis Borges
PRÓLOGO Paradójicamente, los diálogos de un escritor y de un periodista se parecen menos a un interrogatorio que a una especie de introspección. Para quien interroga, puede ser una tarea no exenta de fatiga y de tedio; para el interrogado, son como una aventura en que acechan lo secreto y lo imprevisible. Fernando Sorrentino conoce mi obra — llamémosla así— mucho mejor que yo; ello se debe al hecho evidente de que yo la he escrito una sola vez y él la ha leído muchas, lo cual la hace menos mía que suya. Al dictar estas líneas, no quiero desestimar su bondadosa perspicacia; cuántas tardes, hablando mano a mano, me ha conducido, como quien no quiere la cosa, a las contestaciones necesarias que luego me asombraban y que él, sin duda, había preparado. Fernando Sorrentino es, en suma, uno de mis inventores más generosos. Quiero aprovechar esta página para decirle mi gratitud y la certidumbre de una amistad que los años no borrarán. JORGE LUIS BORGES Buenos Aires, 13 de julio de 1972.
ESTE LIBRO Con Jorge Luis Borges conversé por primera vez —cuidé de anotar la fecha— el fervoroso mediodía del 2 de diciembre de 1968. Yo, con la tristeza reglamentaria, me dirigía a mi empleo de entonces; la suerte quiso que Borges emergiera de la estación Moreno a la plazoleta que divide la avenida Nueve de Julio. Lo saludé con emoción, con torpeza; farfullé mi ignoto apellido; le dije que vivía en Palermo. Esto le agradó y, un instante después, hablábamos del arroyo Maldonado, arroyo que para mis ojos nunca fue otra cosa que un largo asfalto gris flanqueado por un terraplén y muchas bodegas. Recuerdo que le recité las primeras estrofas de su poema El tango, y que Borges me reprochó: "¡Qué ganas de perder el tiempo leyendo esas cosas!" Muchos meses después tuve la oportunidad de conversar largamente con Borges. Durante siete tardes, el hacedor de ficciones me precedió, abriendo altas puertas que descubrían insospechadas escaleras de caracol, por los gratos pasillos laberínticos de la Biblioteca Nacional, en busca de una remota salita donde no nos interrumpía el teléfono. Estas Siete conversaciones han sido grabadas y luego vertidas al papel. El Borges que habla en este volumen es un señor cortés y distraído, que no verifica citas, que no vuelve atrás para corregirse, que finge tener mala memoria: no el terso Jorge Luis Borges de la letra impresa, aquel que calcula y mide cada coma y cada paréntesis. La heterogeneidad y el desorden que aquejan a las preguntas intentan que este libro no sea un ensayo orgánico sino exactamente lo que declara su título: siete tranquilas y casuales charlas libres de toda molesta sujeción a un plan. Resultados de esta agradable inconsciencia son alguna que otra repetición, ciertas ambigüedades y unas pocas frases que adolecen de lo que la retórica denomina anacoluto. Inevitablemente, alguien deplorará la falta de preguntas sobre Gracián; otro habrá acudido al libro con el excluyente propósito de informarse acerca de Molière; un tercero se sentirá indignado al advertir que no se menciona a Hermann Hesse. En las notas he tratado de ser lo menos fastidioso posible. Sólo se proponen relacionar a Jorge Luis Borges con su contexto literario y político. Es verdad que el lector puede, sin grave pérdida, privarse de ellas. FERNANDO SORRENTINO Buenos Aires, julio de 1972.
PRIMERA CONVERSACIÓN La tortuga en el aljibe - Asesinato de Ricardo López Jordán - Límites de Buenos Aires - La abuela inglesa - Poemas a la Revolución Rusa -La broma de Florida y Boedo - Orígenes del tango - Lugones y los errores del ultraísmo - La intemporalidad de Banchs - Macedonio Fernández y Xul Solar - Leopoldo Marechal - Güiraldes, Amorim y los gauchos Sutileza de Roberto Arlt - La profesía de Américo Castro - Francisco de Quevedo, peronista - Amabilidades de Paul Groussac FERNANDO SORRENTINO. ¿Cuándo y dónde nació Jorge Luis Borges? JORGE LUIS BORGES. Nací el día 24 de agosto del año 1899.1 Esto me agrada porque me gusta mucho el siglo XIX; aunque podríamos usar como argumento en contra del siglo XIX el hecho de haber producido el siglo XX, que me parece algo menos admirable. Nací en la calle Tucumán, entre Esmeralda y Suipacha, y sé que todas las casas de la cuadra eran bajas, menos el almacén, que era una casa de altos, y todas las casas estaban construidas de un modo correspondiente a la Sociedad Argentina de Escritores, salvo que la casa en que yo nací era mucho más modesta. Es decir, había dos ventanas de fierro, una puerta de calle con un llamador con un anillo, luego el zaguán, después la puerta cancel, luego las habitaciones, el patio lateral y el aljibe. Y en el fondo del aljibe —esto lo supe mucho después— había una tortuga para purificar el agua. De modo que mis abuelos, mis padres y yo hemos bebido agua de tortuga durante años y no nos ha hecho ningún mal: actualmente nos daría asco pensar que bebemos agua de tortuga. Mi madre recuerda haber oído, siendo chica —fuera de los balazos de la Revolución del 90—, un balazo excepcional: mi abuelo salió y dijo que acababan de asesinar, a la vuelta de casa, al general Ricardo López Jordán. Algunos dicen que el asesino lo provocó y lo mató, pagado por la familia de Urquiza. Creo que esto es falso. Realmente, López Jordán había hecho matar al padre de este hombre, de modo que éste buscó una altercado con López Jordán, lo mató de un balazo, huyó por la calle Tucumán y lo apresaron cuando ya estaba en la calle Florida. F.S. En esa época, la edificación de la ciudad, ¿dónde terminaba?
J.L.B. Yo puedo darle dos contestaciones. La ciudad antes terminaba en la calle Centro América —es decir, Pueyrredón. Esto lo recuerda mi madre. Pero mi madre ha cumplido noventa y cinco años. Ya después había huecos, quintas, hornos de ladrillos, una gran laguna, rancheríos, gente que andaba a caballo, orilleros. Pero, cuando yo era chico, nos mudamos al barrio de Palermo, que era un extremo de la ciudad, y entonces la construcción concluía exactamente en el puente del Pacífico, en el arroyo Maldonado, donde está la confitería de La Paloma todavía, creo. F.S. Estaba: ahora hay una pizzería. 2 J.L.B. ¡ Cómo decae todo!: ahí había certámenes de truco. Y luego, ya la edificación cesaba y volvía a empezar en Belgrano, digamos que por Federico Lacroze, supongo. Pero en todo ese espacio había muchos huecos. El arroyo Maldonado parece que por cualquier parte —en Palermo, o en Villa Crespo, o en los fondos de Flores— creaba barrios malos, barrios de prostíbulos, de malevaje. F. S. ¿Ahí situó usted su Hombre de la esquina rosada? J.L.B. Sí, pero lo situé un poco más lejos. Lo situé ya más allá de Flores y le di una fecha indeterminada. Lo hice deliberadamente. Porque creo que un escritor no debe intentar nunca un tema contemporáneo, ni una topografía muy estricta. Porque inmediatamente van a descubrir errores. O, si no los descubren, van a buscarlos, y, buscándolos, los encontrarán. Por eso, yo prefiero situar mis cuentos siempre en lugares un poco indeterminados y hace muchos años. Por ejemplo, el mejor cuento que yo he escrito, La intrusa, ocurre en Turdera, en las afueras de Adrogué o de Lomas; ocurre más o menos a fines del siglo pasado o a principios de éste. Y lo hice deliberadamente para que nadie me diga: "No, la gente no es así". Los otros días me encontré con un muchacho que me dijo que iba a escribir una novela sobre un café que se llama El Socorrito, en la esquina de Juncal y Esmeralda: una novela contemporánea. Y yo le dije que no pusiera que el café era El Socorrito, y que no pusiera que la fecha era contemporánea, porque si no, inmediatamente alguien iba a decirle: "La gente no habla así en ese café" o "El ambiente es falso". De modo que creo que conviene cierta lejanía en el tiempo y en el espacio. Además, creo que la idea de que la literatura trate de temas contemporáneos es relativamente
nueva. Si no me engaño, la Ilíada se habrá escrito dos o tres siglos después de la caída de Troya. Creo que la libertad de la imaginación exige que busquemos temas lejanos en el tiempo o en el espacio, o si no, como están haciendo los que escriben ficción científica ahora, en otros planetas. Porque si no, estamos un poco trabados por la realidad y la literatura se parece ya demasiado al periodismo. F.S. ¿Quiere decir que, en cierto modo, usted no cree en la literatura psicológica? J.L.B. Sí, desde luego creo en la literatura psicológica, y creo que toda literatura en el fondo lo es. Los hechos son facetas o modos para mostrar un personaje. Juan Ramón Jiménez dijo que podía imaginar un Quijote con otras aventuras que no fueran las del libro. Yo creo que lo importante en el Quijote es el carácter de Alonso Quijano y de Sancho. Pero podemos imaginar otras ficciones. Y de eso se dio cuenta Cervantes cuando escribió la segunda parte, que me parece muy superior a la primera. Lo que encuentro mal es que la literatura venga a confundirse con el periodismo o con la historia. Me parece que la literatura debe ser psicológica y debe ser imaginativa. Yo, por lo menos, cuando estoy solo, tiendo a pensar y a imaginar. Pero no sabría decirle —aquí desde luego interviene mi casi ceguera— el número de sillas que hay en esta habitación. Y, posiblemente, usted lo sepa ahora sólo si se pone a contarlas. F.S. ¿Cuándo y dónde aprendió a leer? J.L.B. Yo no recuerdo ninguna época en que yo no hubiera sabido leer, lo cual quiere decir que aprendí muy temprano. F.S. ¿Aprendió en inglés o en español primero? J.L.B. En español, desde luego.3 Aunque en casa se hablaban indistintamente ambos idiomas. Mi madre siempre nos hace bromas a mi hermana y a mí. Nos dice: "Ustedes son cuarterones". Porque ella es de cepa criolla y mi abuela paterna era inglesa. Pero una inglesa que conoció del país más que muchos argentinos, porque mi abuelo, el coronel Borges,4 fue jefe de las tres fronteras: es decir, del norte y oeste de Buenos Aires y sur de Santa Fe, después de haber militado en la Guerra Grande, en el Uruguay, en la división oriental que tomó el
Palomar en la batalla de Caseros, en la Cañada de los Leones, en el Azul, en la guerra del Paraguay, contra los montoneros de López Jordán... Esa abuela inglesa mía vivió cuatro años en Junín, es decir, el fin del mundo, porque más allá de Junín estaba lo que se llamaba "tierra adentro", el lugar donde dominaban los indios. Sobre todo, donde más estaban los indios era en el pueblo llamado Los Toldos —que queda cerca de Junín— y se llamaba Los Toldos porque ahí estaban las tolderías. Y mi abuela me contaba haber conversado con Simón Coliqueo, con Catriel, con alguno de los Cura. F.S. Usted, en El Aleph, tiene un relato'5 que trata de una inglesa que había vivido entre los indios. J.L.B. Sí, es verdad: eso me lo contó mi abuela. No he agregado nada allí. Cuando yo empecé a escribir, creí, sin duda bajo el influjo de tantos novelistas del siglo XIX, que yo tenía que documentarme mucho, y, en cambio, ahora me parece que cuanto menos intervenga en lo que escribo, mejor. Es decir, si a mí me han contado un cuento, y si ese cuento me ha impresionado, mejor es contarlo tal como lo oí, y no buscar circunstancias en libros. Creo que aquí también habla mi haraganería y el hecho de que, como no veo, tendría que darles mucho trabajo a otras personas para que me documentaran. Pero creo que un cuento breve, como los primeros cuentos que escribió Kipling, puede ser un cuento muy cargado y muy eficaz, y, sin embargo, no exceder de una docena de páginas. F.S. Claro: usted sostiene inclusive que los cuentos tales como llegan, pulidos por el tiempo, son los mejores. J.L.B. Sí, por eso creo que cada año uno oye cuatro o cinco anécdotas muy buenas, precisamente porque han sido trabajadas. Porque es un error suponer que el hecho de que sean anónimas signifique que no hayan sido trabajadas. Al contrario: creo que los cuentos de hadas, las leyendas, incluso los cuentos verdes que uno oye, suelen ser buenos porque, a medida que han pasado de boca en boca, se los ha despojado de todo lo que pudiera ser inútil o molesto. De modo que podríamos decir que un cuento popular es una obra mucho más trabajada que un poema de Donne o de Góngora o de Lugones, por ejemplo, puesto que, en el segundo caso, la obra ha sido trabajada por una sola persona, y, en el primero, por centenares.
F.S. Por aquellos primeros años de su vida, usted, creo, marchó a Europa, a Suiza. J.L.B. A Suiza, a Ginebra, una ciudad que quiero mucho, una de las varias patrias que tengo. ¿Cuáles serían?: Buenos Aires: el barrio de Palermo donde me crié; el barrio sur, que siempre quise mucho; y luego quiero pensar en Ginebra, que corresponde a esos años tan importantes de la pubertad y de la adolescencia. Y ciudades en las que he estado un par de días y quiero mucho, por ejemplo, Edimburgo, o Copenhague, o Santiago de Compostela, en España. Es raro que me hayan impresionado más lugares geográficamente modestos. Yo pasé diez días en Rivera, que tiene un lado brasilero que se llama Sant' Anna do Livramento; fui con Enrique Amorim. Y veo que en mis cuentos yo tiendo a recordar esos diez días que pasé en Sant' Anna do Livramento y donde por cierto tuve algo que me impresionó: a pocos pasos de mí mataron a un hombre de un balazo. F.S. En 1918 usted estaba en Lugano, ¿no es cierto? J.L.B. Sí, y me acuerdo de que atravesábamos la plaza con mi padre. Mi padre me dijo: "Vamos a ver qué dice el pizarrón" (de no sé qué diario). El pizarrón daba la noticia —ya esperada, por lo demás— de que los alemanes habían capitulado. Fuimos al hotel y mi padre le dio la noticia a mi madre. Dijimos: "Qué suerte, ha concluido la guerra, ha concluido victoriosamente". F.S. Y por ese entonces se produjo en Rusia la revolución comunista. J.L.B. Así es, y yo escribí poemas dedicados a la Revolución Rusa,6 que desde luego no tiene nada que ver con el imperialismo soviético actual. Veíamos a la Revolución Rusa como una suerte de principio de paz entre todos los hombres. Mi padre era anarquista, spenceriano, lector de El hombre contra el estado, y recuerdo que, en uno de los largos veraneos que hicimos en Montevideo, me dijo mi padre que me fijara en muchas cosas, porque esas cosas iban a desaparecer y yo podría contarles a mis hijos o a mis nietos —no he tenido hijos ni nietos— que yo había visto esas cosas. Que me fijara en los cuarteles, en las banderas, en los mapas con distintos colores para los distintos estados, en las carnicerías, en las iglesias, en los curas, en las aduanas, porque todo eso iba a
desaparecer, cuando el mundo fuera uno y se olvidaran las diferencias. Hasta ahora no se ha cumplido la profecía, pero espero que se cumpla alguna vez. Pero le reitero que a la Revolución Rusa yo la veía como un principio de paz entre todos los hombres, como algo que no tiene nada que ver con el actual imperialismo soviético. F.S. Tengo entendido que esos poemas no están recogidos en libro. J.L.B. Esos poemas los destruí porque eran muy malos además. F.S. Y usted tenía dieciocho o diecinueve años. J.L.B. Sí, y yo trataba de ser moderno, y quería ser un poeta expresionista. Ahora ya no creo en las escuelas literarias: creo en los individuos. F.S. En 1919 usted estaba en España y formó parte del grupo del ultraísmo. J.L.B. Sí, ese grupo lo fundó Rafael Cansinos Asséns y yo ya me daba cuenta de que él lo había hecho un poco irónicamente. Fue un poco una broma como la polémica de Florida y Boedo, por ejemplo, que veo que se toma en serio ahora, pero —sin duda Marechal ya lo habrá dicho7— no hubo tal polémica ni tales grupos ni nada. Todo eso lo organizaron Ernesto Palacio y Roberto Mariani. Pensaron que en París había cenáculos literarios, y que podía servir para la publicidad el hecho de que hubiera dos grupos enemigos, hostiles. Entonces se constituyeron los dos grupos, En aquel tiempo yo escribía poesía sobre las orillas de Buenos Aires, los suburbios. Entonces yo pregunté: "¿Cuáles son los dos grupos?". "Florida y Boedo", me dijeron. Yo nunca había oído hablar de la calle Boedo, aunque vivía en Bulnes, que es la continuación de Boedo. "Bueno", dije, "¿y qué representan?". "Florida, el centro, y Boedo sería las afueras". "Bueno", les dije, "inscríbanme en el grupo de Boedo". "Es que ya es tarde: vos ya estás en el de Florida". "Bueno", dije, "total, ¿qué importancia tiene la topografía?" La prueba está, por ejemplo, en que un escritor como Arlt perteneció a los dos grupos; un escritor como Olivari, también. Nosotros nunca tomamos en serio eso. Y, en cambio, ahora yo veo que lo han tomado en serio, y que hasta se toman exámenes sobre eso. Sin duda, Marechal habrá dicho esto mismo.
F.S. Marechal dijo que esos dos grupos eran más vitales que literarios, porque, según él, era más importante que Oliverio Girondo dirigiera el tránsito en Callao y Corrientes que lo que escribía. J.L.B. Es que Oliverio Girondo, como escritor, nunca contó mucho. Oliverio Girondo financió la revista Martín Fierro, pero la obra personal de él... Yo no creo que él le haya dado ninguna importancia tampoco. Creo que a él le interesaba más la tipografía, la imprenta. Lo que él escribía, ¿qué era? Más o menos greguerías, en fin... No sé: no era un poeta importante como Horacio Rega Molina, digamos, o como Norah Lange. Norah Lange tiene un libro, Cuadernos de infancia, que es un libro ¡pero lindísimo realmente!, recuerdos de Mendoza. Oliverio también tomó eso como una especie de broma. Oliverio había vivido mucho en París. Creo que, como Güiraldes, fue de los niños-bien que llevaron el tango a París y que consiguieron que el pueblo de Buenos Aires lo aceptara. Porque el pueblo de Buenos Aires no quería aceptar el tango. Yo, de chico —me he criado en un barrio pobre, en Palermo, el barrio de Carriego—, he visto bailar con corte a los hombres en las esquinas. Porque ninguna mujer iba a bailar eso, porque sabían que era un baile infame: lo que Lugones llamó "reptil de lupanar". Cuando supieron que eso lo bailaba la gente-bien, entonces la gente se resignó y lo bailó, pero fue muy resistido por el pueblo el tango, porque lo veían como un baile de gente de mala vida. Pero era muy distinto, porque era un baile muy alegre, muy movido, con figuras... obscenas, ¿francamente, no? En París lo adecentaron mucho, lo entristecieron y después vinieron personas que se encargaron ya de cambiarlo. Por ejemplo, La cumparsita ya corresponde a ese cambio. También Gardel, que no tiene nada que ver con la manera vieja de cantar el tango. En cuanto a los orígenes del tango, me han interesado. Yo he conversado con Saborido, autor de La morocha y de Felicia; he conversado con Ernesto Ponzio, autor de El entrerriano y creo que de Don Juan;8 he conversado con don Nicolás Paredes, que fue caudillo en Palermo; he conversado con un tío mío que era niño-bien calavera; he conversado con gente de Montevideo, de Rosario. Y con Marcelo del Mazo conversé también. Y todos me han dado el mismo origen. La topografía varía porque, naturalmente, en Rosario se prefiere suponer que es rosarino; en Montevideo, que es montevideano; en Buenos Aires, que es porteño. Pero en todo caso, el origen es el mismo. Son las casas de mala vida. Es decir, que no surge del pueblo tampoco. Surge de ese ambiente mixto
de niños-bien calaveras y de rufianes. Y eso puede demostrarse, según he escrito más de una vez —pero lo puedo repetir para un libro como éste— mediante los instrumentos. Si el tango hubiera sido popular, entonces el instrumento sería la guitarra, que es lo que se oía en todos los almacenes antes. No piano, flauta y violín, que ya son instrumentos más caros. Y luego se agregó el bandoneón. Y luego, ya en la Boca —claro, un barrio casi exclusivamente genovés—, al tango lo hicieron muy sentimental: italiano, en el sentido lacrimoso de la palabra. Pero el origen se ve por los instrumentos. Y esto lo tenemos en el poema de Marcelo del Mazo:9 Cuando el ritmo de aquel tango les marcó un compás de espera, como sierpes animadas por un vaho de pasión, se anudaron... Y eran gajos de una extraña enredadera florecida entre la lluvia de los dichos del salón. —¡Aura, m'hija! —aulló el compadre, y la fosca compañera ofreció la desvergüenza de su cálido impudor, azotando con sus carnes como lenguas de una hoguera las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor. Es decir, de aquel rufián, ¿no? Persistieron en un giro; desbarraron los violines y la flauta dijo notas que jamás nadie escribió. Pero iban blandamente, a compás, los bailarines, y despacio, sin saberlo, la pareja se besó... Usted ve: flauta y violín. Si el tango hubiera sido popular, el instrumento habría sido la guitarra, que fue el instrumento de la milonga y del estilo. Sin embargo, no creo que se haya usado nunca la guitarra; o la habrán usado últimamente. El bandoneón vino mucho después, desde luego. F.S. Cuando usted escribía sus primeros poemas y vivía Lugones, ¿qué opinaba él de sus versos? J.L.B. No le gustaban nada. Y creo que tenía toda la razón. Pero, al mismo tiempo, había algo más importante para mí: creo que él me apreciaba personalmente, y eso es mucho más importante, ¿no? Y la prueba está en que yo me permití algunas impertinencias
¡imperdonables! con Lugones. Creo que yo lo hacía un poco para librarme de la gravitación de Lugones, que es lo que le pasó a toda mi generación. Pues nosotros cometimos la puerilidad de decir que la poesía constaba de un elemento esencial: la metáfora. Eso habrá ocurrido hacia 1925, digamos. Y nosotros olvidábamos que Lugones había hecho exactamente lo mismo y se había arrepentido de eso, y había hecho mejores metáforas que nosotros el año 1909 en el Lunario sentimental, donde él agrega dos elementos: los metros nuevos y la rima variada. En general, yo no creo en ninguna escuela que empieza empobreciendo las cosas. Y creo que el error del ultraísmo —salvo que el ultraísmo no tiene ninguna importancia— fue el de no haber enriquecido, el de haber prohibido simplemente. Por ejemplo: casi todos escribíamos sin signos de puntuación. Hubiera sido mucho más interesante inventar nuevos signos de puntuación, es decir, enriquecer la literatura. Reducir la literatura a la metáfora: pero, ¿por qué a la metáfora? La metáfora es una de las tantas figuras retóricas; luego ya está definida por Aristóteles, etcétera. Creo que uno de los errores del ultraísmo fue el de querer hacer una revolución empobreciendo el arte. Hubiera sido mejor que inventáramos signos nuevos de puntuación, cosa que hubiéramos podido hacer fácilmente. O no sé si fácilmente; pero hubiéramos podido intentar. En cambio, la nuestra fue una revolución que consistía ¿en qué?: en relegar la literatura a una sola figura, la metáfora. Eso ya lo había hecho Lugones y ya se había arrepentido de hacerlo. Y yo recuerdo que todos nosotros nos dedicábamos a hacer poemas sobre la luna y sobre los atardeceres, sin duda influidos por Lugones. Y, una vez escrito el poema, buscábamos el texto de Lugones, el Lunario, y ahí estaba nuestra metáfora mejor dicha que por nosotros. Y se nota el influjo de Lugones en todo el movimiento. Un libro que yo admiro, como Don Segundo Sombra, es un libro inconcebible sin El payador de Lugones, pues corresponden más o menos al mismo estilo, al mismo tipo de metáforas y de imágenes. Pero estoy viendo que, sin duda, todo esto ya lo habrá dicho Marechal. F.S. Él contó algo parecido: una polémica que tuvo con Lugones y... J.L.B. Bueno, pero la polémica supongo que habrá sido unilateral, porque Lugones no creo que se diera cuenta de que había tal polémica.
F.S. Marechal dice que él cantó su mea culpa dedicándole su Laberinto de amor, en el cual respetaba todos los principios de métrica y rima, pero que Lugones ni se dignó contestarle.10 J.L.B. Pero es que a Lugones no podía interesarle una revolución hecha de ecos de él, y ecos de los cuales él se había arrepentido, porque, al final de todo, el Lunario sentimental no agota la obra de Lugones. Ahí están las Odas seculares; ahí están Las horas doradas; ahí está ese libro de cuentos fantásticos, Las fuerzas extrañas; ahí está la Historia de Sarmiento; ahí está El payador, que es una especie de recreación del Martín Fierro. F.S. Y ustedes, ¿cómo sentían a un poeta algo anterior, como era Enrique Banchs? J.L.B. ¡Como un gran poeta! ¿Cómo no íbamos a sentirlo así? ¡Si sabíamos de memoria sus poemas! F.S. ¿Y por qué entonces atacaban a Lugones y no a Banchs, siendo que Banchs era, por lo menos en cuanto a los metros, clasicista? J.L.B. El caso de los dos era totalmente distinto. Lugones era un hombre de una personalidad poderosa. Y en cambio Banchs, siendo quizá mayor poeta que Lugones —si es que se puede comparar a los poetas—, es un poeta que sólo puede definirse por la perfección. Lugones influye en sus contemporáneos, influye en sus sucesores : un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada sería inconcebible sin Lugones y sin Darío. En cambio, la obra de Banchs —aunque con algunos reflejos del modernismo— es una obra que no ha ejercido ninguna influencia. Quiero decir: si no existiera La urna —porque los otros libros de Banchs no me parecen importantes: Las barcas, El cascabel del halcón, El libro de los elogios, y menos aún la prosa—, el mundo sería más pobre porque habríamos perdido la belleza de esos sonetos. Porque esos sonetos son meramente perfectos. Tanto es así, que es muy fácil —muy fácil no: es posible— hacer una parodia de Lugones, pero no creo que pueda hacerse una parodia de Banchs. Porque Banchs es un poeta que no tiene un estilo en el sentido de un vocabulario determinado: los ruiseñores, o las tardes, o las soledades de Banchs son temas que corresponden a toda la poesía lírica, a la poesía elegíaca. En cambio —voy a buscar el más humilde de los
ejemplos—, creo que es muy fácil hacer una parodia mía y yo me dedico a hacerla, porque ya se sabe que lo que yo escribo es un repertorio de juegos con el tiempo, de espejos, de laberintos, de puñales, de máscaras. F.S. Y de compadritos y de heresiarcas. J.L.B. Y de compadritos y de heresiarcas, como dijo Ernesto Sábato11. Y en cambio, en Banchs, ¿qué tenemos? Tenemos un hombre que tuvo la suerte de que una mujer no lo quisiera en 1911. Y esa desventura personal nos ha dejado La urna, lo cual ya es dejar. De modo que a Banchs lo veíamos como intemporal. Era un poeta que queríamos mucho, y escribir contra él hubiera sido tan absurdo como escribir contra Keats o como escribir contra Garcilaso. No hubiera tenido sentido. F.S. Ya que ha hablado de parodias, ¿usted leyó Homicidio filosófico, ese cuento en que Conrado Nalé Roxlo escribe a la manera de Jorge Luis Borges?
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J.L.B. No, no leí esa parodia. Además, no me gustan las parodias. Lugones dijo: "La parodia, género de suyo pasajero y vil", lo cual es demasiado, sin ninguna duda. Sobre todo que Lugones usó esa frase contra el Fausto de Estanislao del Campo, que tiene otras virtudes que no son paródicas. F.S. ¿Cuándo, dónde y cómo conoció a Macedonio Fernández? J.L.B. Macedonio Fernández era muy amigo de mi padre. Se habían propuesto fundar una colonia anarquista en el Paraguay. Mi padre se casó el año 98 y no participó en la colonia. De modo que Macedonio Fernández pertenece a mis primeros recuerdos. Cuando volvimos de Europa, en 1920 ó 21, en el puerto estaba Macedonio Fernández esperándonos. F.S. ¿Y cómo era él? J.L.B. Era un hombre gris, un hombre de muy pocas palabras, un hombre modesto. Vivía en casas de pensión del barrio de los Tribunales o del barrio de Balvanera —el Once—, donde había nacido. Era abogado. Fumaba, mateaba, pensaba, escribía con mucha facilidad y
sin darle ninguna importancia a su obra literaria. Y era el conversador más admirable que yo he conocido. F.S. Y como literato, ¿considera importante su obra? J.L.B. No puedo decirlo. Porque, cuando yo lo leo, lo leo con la voz de Macedonio, y hasta poniéndome la cara de Macedonio. No sé si, leído por quienes no lo conocieron, queda algo. Por ejemplo, Bioy Casares —que, para mí, es uno de los primeros escritores argentinos— me dijo que él nunca había encontrado nada bueno en Macedonio. Pero es porque no lo había conocido: si lo hubiera conocido, lo habría entendido. Macedonio tenía la mala costumbre de inventar neologismos inútiles. Por ejemplo, en lugar de decir que la poesía es una de las bellas artes, decía "la poesía es belarte". Luego, nos aconsejaba a los escritores que firmáramos nuestros libros: Fulano de Tal, Artista de Buenos Aires. Y boberías como ésas, ¿no? Además, como él creía mucho en Buenos Aires, pensaba que el hecho de que alguien fuera popular era una prueba de que valía, porque "¿cómo iba a equivocarse Buenos Aires?" Parece un argumento muy raro, pero él realmente creía en eso. Por ejemplo: yo le dije que lo había visto representar a Parravicini y que me parecía muy malo. Macedonio nunca lo había visto, pero el hecho de que fuera popular le bastaba. "¿Cómo no va a ser bueno un artista que es popular? ¿Cómo va a equivocarse Buenos Aires?" Y hasta recuerdo esta frase. Macedonio me dijo: "¿Has visto lo que significa el saber que lo van a leer a uno en Buenos Aires? ¡Ahora hasta los gallegos son inteligentes! Mira a Unamuno: lo último que ha publicado no es malo, pero, ¿por qué? Porque sabía que iban a leerlo en Buenos Aires". Una frase absurda: ¿cómo una persona va a escribir mejor o peor porque piense en quién va a leerlo? F.S. Ahora que usted nombró los neologismos de Macedonio, me viene a la memoria la figura de Xul Solar. ¿Cómo era Xul Solar? J.L.B. Xul Solar era completamente distinto. Xul Solar abundaba en neologismos, pero estaban hechos según un plan, con la idea de enriquecer la lengua española. No eran caprichosos como los de Macedonio. Xul Solar encontraba —creo que con razón— que el idioma español era demasiado largo y que había que darle la brevedad del inglés. Xul Solar era otra cosa: Xul Solar era un místico, era un visionario, era un pintor. No se parecía en nada a Macedonio. Cuando
se trataron ocasionalmente, no congeniaron. Además, Xul Solar era muy lector: le interesaba mucho la filología. Y Macedonio Fernández creía más bien en las virtudes de la meditación solitaria. Bastaba decirle a Macedonio que algo lo había dicho una persona de otro país o de otra época, para que lo rechazara. Yo le dije una vez que me interesaba la mitología escandinava, y él me dijo: "La mitología escandinava será... como la mitología del conventillo de enfrente". A él le gustaba mucho, y a mí también me gusta, el Fausto de Estanislao del Campo. Pero la razón que él daba es que es una obra que muchas señoras saben de memoria. Le daba mucha importancia a la opinión de las mujeres. En cambio, cuando alguien le habló del Martín Fierro, dijo: "Salí de ahi con ese calabrés rencoroso". Pero eso corresponde también a una época en que se veía el Martín Fierro como una compadrada y el Fausto como una broma agradable, y enternecida muchas veces. Pero quiero dejar claro que no se llevaban bien juntos, que no tenían nada que ver el uno con el otro. Se habrán encontrado alguna vez, pero no se buscaban. Creo que cada uno veía al otro como un equivocado, posiblemente como un loco. F.S. ¿Usted tiene idea —no sé si la habrá leído— de que en la novela Adán Buenosayres, de Marechal... ? J.L.B. No, no la he leído porque me dijeron que se hablaba de mí. Y como yo no leo lo que se escribe sobre mí... Yo le dije a Alicia Jurado, de quien soy muy amigo: "Mira, no voy a leer tu último libro porque es sobre mí, y como el tema no me interesa, prefiero leer cualquier otra cosa". F.S. Sí, pero en ese libro usted es un personaje más, y bajo otro nombre.13 J.L.B. Sí, pero supe que estaba, y entonces preferí evitarlo. F.S. Yo le hice la pregunta porque quería saber qué sensación le causaba —a usted, que ha creado tantos entes de ficción— haberse convertido a su vez en personaje de novela. J.L.B. No sé, porque no he leído el libro. Además, Marechal se hizo nacionalista, y eso nos apartó. Creo que después se hizo peronista también. La última vez que lo vi creo que fue en casa de Victoria Ocampo, y, al salir, él me dijo: "¿Usted sabe, Borges, que a mí nunca
me ha interesado lo que usted ha escrito?" Yo le dije: "Bueno, a mí tampoco me interesa lo que yo escribo: escribo lo que puedo, nada más. En cambio, a mí hay muchos versos suyos que me han gustado. De modo que estamos de acuerdo: posiblemente usted me dirá que lo que usted escribe es malo, porque casi siempre los escritores suelen pensar eso". Creo que ésa fue la última que hablé con él. F.S. ¿Cuánto hace de eso? J.L.B. No recuerdo la fecha. F.S. ¿Y ustedes no se tuteaban, siendo tan jóvenes cuando se conocieron? J.L.B. Posiblemente nos tuteáramos. F.S. Y después se trataron de usted. J.L.B. No, no: posiblemente nos tuteáramos también en esa ocasión. Yo no lo recuerdo. El que puede hablarle más de Marechal es Bernárdez, que fue amigo de él. O Norah Lange. Pero yo de Marechal no puedo darle ningún dato. Claro que tiene versos muy lindos, desde luego: No niegues a tu padre, Leopoldo Marechal... Y los poemas sobre el domador,14 muy lindos también. F.S. ¿Qué ha perdido la literatura argentina con la muerte de Leopoldo Marechal? J.L.B. Bueno, pero si usted me pregunta eso, es porque usted cree que la obra de Leopoldo Marechal no basta. F.S. No. Sólo lo digo en el sentido de que para escribir obras hay que estar vivo. J.L.B. Yo creo que Marechal era un buen poeta. La obra en prosa de él no la conozco. Creo que, dentro de esa retórica que él usaba, era un excelente poeta. O que era un poeta muy diestro, más bien.
F.S. Con un gran dominio de la técnica. J.L.B. Sí, pero eso no es disminuir sus méritos. Es un tipo de poesía: podría decirse lo mismo de buena parte de la obra de Lugones y de Rubén Darío también, que tienen virtudes técnicas más que de otra clase. Ahora, Marechal y yo personalmente nos conocimos poco. Creo que estuve una vez en casa de él, en Villa Crespo, y después de eso... Recuerdo que Alfonso Reyes había fundado una revista, llamada Libra,15 y me invitó a mí a colaborar en la revista. Pero, como en esa revista colaboraban muchos nacionalistas y yo sé que a la gente le gusta simplificar, le escribí una carta a Reyes diciéndole que yo me sentía muy honrado con su invitación, pero que no podía aceptarla, porque, si yo colaboraba junto a un grupo de jóvenes escritores argentinos nacionalistas, naturalmente la gente me vería a mí también como un nacionalista. Y, como no soy nacionalista ni quiero que me tomen por tal, le dije a Reyes que prefería no colaborar en la revista Libra, y él me contestó —no sé si aún guardo la carta por ahí— diciéndome que era una lástima que yo pensara así, pero que él comprendía mis razones y recordándome que me esperaba a cenar el domingo siguiente. Posiblemente obré mal, pero, como en aquel momento yo era bastante menos conocido que ahora, yo sabía que si veían mi nombre junto al nombre de Marechal o al nombre de Bernárdez —que también era nacionalista en aquel momento—, la gente iba a meternos en le même panier, como dicen los franceses. F.S. ¿Qué recuerdos guarda de Güiraldes? J.L.B. Fue muy rara la carrera de Güiraldes. La gente lo veía como un discípulo de Lugones, por El cencerro de cristal, donde se nota evidentemente la influencia del Lunario. Luego publicó Don Segundo Sombra: cayó sobre él una brusca gloria, y, en seguida, como una especie de contraste dramático, así un poco burdo, el viaje a París y el cáncer y la muerte. Don Segundo Sombra está hecho como una especie de elegía de la vida gauchesca desaparecida. Enrique Amorim escribió El paisano Aguilar; Enrique Amorim se había criado en la frontera del Uruguay con el Brasil, se había criado entre gauchos, y, como toda persona que se ha criado entre gauchos, no tenía una idea romántica del gaucho. En cambio, Güiraldes escribió con recuerdos de infancia, con nostalgias de infancia, y pensando que ese tipo de vida había desaparecido. Pero hay una circunstancia geográfica también.
Güiraldes escribió en el norte de la provincia de Buenos Aires, en un lugar ya invadido —salvo que la palabra sea errónea— por las chacras italianas y españolas, y en que la ganadería estaba desapareciendo. En cambio, Amorim se crió en el norte del Uruguay, en una región puramente ganadera. Y a este respecto, recuerdo una anécdota. Yo estaba con Amorim en un pueblo cerca de la frontera del Brasil, y había unas cuadreras, y yo veía unos ¡trescientos paisanos! Y, con un candor del todo porteño, con una ingenuidad del todo porteña, le dije a Amorim: "¡Pero, caramba! ¡Trescientos gauchos!" Entonces él me miró con sorna, porque él se había criado en Tangarupá, entre gauchos. "Bueno", me dijo, "ver trescientos gauchos aquí, es como ver trescientos empleados de Gath & Chaves en Buenos Aires". Es el tipo de broma que no hubiera hecho Güiraldes, porque él tenía una idea romántica del gaucho. Lo veía como algo perdido y con lo precioso de todo lo perdido y con la pátina del tiempo además. Usted ve que en Don Segundo Sombra no sabemos casi nada de don Segundo. Y no lo sabemos porque Güiraldes no lo sabía tampoco. Es un personaje que aparece respetado por los demás, y que no sabemos si es realmente el personaje que cree el chico, o si es un impostor que está haciéndole una broma al chico que cuenta la historia. F.S. Vayamos ahora al tema de la lengua nacional. Usted, en 1928, publicó El idioma de los argentinos, ¿no? J.L.B. Sí, pero es un error. Creo que ahora debemos acentuar nuestras afinidades y no nuestras diferencias. Creo, por ejemplo, que la Academia Argentina se equivoca al coleccionar regionalismos. Creo que lo importante es olvidar los regionalismos y recordar que tenemos la suerte de participar en uno de los idiomas más difundidos del mundo. Y es una lástima que existan los catamarqueñismos, porteñismos, andalucismos, catalanismos. Y recuerdo una anécdota bastante buena de Arlt, a quien conocí algo, pero no mucho. Los hermanos González Tuñón lo acusaban a Arlt de ignorar el lunfardo. Y entonces Arlt contestó —es la única broma que le he oído a Arlt: claro que yo he hablado muy poco con él—: "Bueno", dijo, "yo me he criado entre gente humilde, en Villa Luro, entre malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas", como indicando que el lunfardo era una invención de los saineteros o de los que escriben letras de tango. "Yo me he criado entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar esas cosas": y yo que he conocido algo a los malevos, he observado —cualquiera puede
observarlo— que casi nunca usan el lunfardo. O no sé: usarán una palabra de vez en cuando. Por ejemplo: Era un mosaico diquero, que yugaba de quemera...16 Si alguien hablara así, pensaríamos que se ha vuelto loco; o que está ensayando una broma. Porque nadie habla así. Todo ese lenguaje de las letras de tango, que tomó en serio Américo Castro, es un juego literario no más. F.S. Ahora que usted nombra a Américo Castro, me acuerdo de que usted tiene un artículo llamado El arte de injuriar. Luego, al parecer, llevó esa teoría a la práctica en Las alarmas del doctor Américo Castro. J.L.B. Es cierto. Pero luego yo me encontré con Américo Castro en Princeton. Él se acercó a mí, cada uno insistió en que el otro tenía razón, y yo le dije: "Usted tenía razón: sus argumentos eran falsos pero proféticos. Ese culto de lo criminal, de lo vulgar, todo eso culminó después en el peronismo. Usted lo sintió entonces, cuando nosotros no lo sentíamos y fuimos hasta cómplices de todo eso. Sus argumentos, desde luego, eran falsos, porque, para estudiar el modo de hablar de un país, es mejor fijarse en cómo habla la gente y no en cómo hablan los personajes de los sainetes, que son un género humorístico, un género paródico. Pero usted tenía razón. En mi país se ha dado un culto de lo plebeyo, y de lo falso plebeyo además, del todo ajeno a la realidad". Y ya Sarmiento había señalado que el lenguaje de los poetas gauchescos era mucho más bárbaro que el de los gauchos. Pero ellos lo hacían porque escribían para lectores cultos a quienes les hacía gracia que una persona hablara así. Ya Sarmiento señaló eso: señaló que el lenguaje de los gauchos, a quienes él conoció —¿cómo no iba a conocerlos?—, era mucho más culto que el lenguaje de Ascasubi o de Hernández o de los otros, que exageraban los barbarismos. F.S. Tengo entendido que en sus lecturas fueron sucediéndose, desde la juventud, una cantidad de autores preferidos. J.L.B. Sí, pero creo que son los mismos. Salvo que yo creía que era más honroso nombrar a otros. Pero creo que ya desde el principio fueron Wells y Stevenson y Kipling...
F.S. ¿Y españoles no? J.L.B. ¿Españoles? Bueno... El Quijote, sí. Y fray Luis de León, también. La literatura española empezó admirablemente: los romances españoles son lindísimos. ¿Qué sucedió después? Yo creo que la decadencia de la literatura española corresponde a la decadencia del imperio español: ya desde que fracasa la Armada Invencible, ya desde que España no entiende el protestantismo, ya desde que España queda más lejos de Francia que nosotros, ya desde que el modernismo se hace a la sombra de Hugo y de Verlaine y en España no se dan cuenta de eso. F.S. Según eso, ¿ Quevedo y Góngora estarían dentro de la primera época de decadencia española? J.L.B. No hay ninguna duda. Ya en ellos hay una especie de rigidez y de tiesura que no hay, por ejemplo, en fray Luis de León. Cuando usted lee a fray Luis, se da cuenta de que era mejor persona que Quevedo o que Góngora, que eran personas vanidosas, barrocas, que querían asombrar al lector. Y ellos eran un poco menores de edad, comparados con fray Luis. Pero mire, por ejemplo, las Coplas de Manrique. ¡Un gran poema son! Y no están hechas para asombrar a nadie. ¿Por qué a mí me parece mejor poeta fray Luis de León que Quevedo? No linealmente: Quevedo, sin duda, tiene más invenciones verbales. Pero, al mismo tiempo, uno siente que fray Luis de León era mejor persona que Quevedo. Quevedo, si hubiera vivido ahora, ¿qué hubiera sido? Hubiera sido franquista, desde luego. Hubiera sido nacionalista. En Buenos Aires hubiera sido peronista. Era una persona que no entendió nada de lo que ocurrió en su época. Por ejemplo, no se dio cuenta del protestantismo, que era importante. Ni siquiera se dieron cuenta del descubrimiento de América. A todos ellos les interesaban más las desastrosas guerras y derrotas que llevaban en Flandes, que este mundo. Y Montesquieu se dio cuenta de eso. Dijo: "Las Indias son lo principal; la España sólo es lo accesorio": L’Espagne n'est que l'accessoire. Y ningún español se dio cuenta de eso. Creo que Cervantes tampoco. Cervantes estaba más interesado en las guerras de Flandes, que fueron desde luego desastrosas, porque fueron derrotados por gente que ni siquiera eran soldados.
F.S. ¿Y qué piensa de la literatura medieval española, por ejemplo, el Poema del Cid o el Arcipreste de Hita? J.L.B. El Cid me parece un poema muy pesado y de escasa imaginación. Usted piense, siglos antes, en el aliento heroico que hay en la Chanson de Roland. Usted piense en la poesía épica anglosajona y en la poesía escandinava. El Cid realmente es un poema muy lento, hecho con una gran torpeza. F.S. ¿Y el Arcipreste de Hita? J.L.B. No creo que sea un autor muy importante. Ahora, san Juan de la Cruz sí: es un gran poeta, desde luego. Y Garcilaso, también. Pero Garcilaso, ¿qué era?: era un poeta italiano extraviado en España. Tanto es así, que sus contemporáneos no lo entendían. Castillejo, por ejemplo, no llegó nunca a sentir —como lo recuerda Lugones y lo recordó también Jaimes Freyre— la música del endecasílabo. Estaban acostumbrados al octosílabo, como los payadores. Y luego tenemos el siglo XVIII español: es pobrísimo. ¡El XIX es una vergüenza!: España no tiene un novelista como el portugués Eça de Queiroz, por ejemplo. Y actualmente los poetas importantes que ha dado España proceden todos del modernismo, y el modernismo les llegó de América. Y la prosa castellana ha sido renovada por Groussac y por Reyes. F.S. ¿Usted lo conoció personalmente a Groussac? J.L.B. No, nunca me atreví a conocerlo, porque sabía que lo que yo escribía era muy malo y sabía además que él era un hombre muy severo. Puedo contarle una anécdota de Groussac. Fueron a hacerle una entrevista. Primero le preguntaron qué estaba haciendo. Dijo: "¿Qué puedo hacer yo en un país en que Lugones es helenista?" Le hablaron de Don Segundo Sombra. Dijo: "Un libro cimarrón escrito por un hombre de sociedad, pero tiene que estirar" —reeditando alguna broma contra Hernández, sin duda, o contra Estanislao del Campo—, "tiene que estirar el poncho para que no le vean la levita". Y digo reeditando una broma porque la levita ya no se usaba en 1926. Luego le hablaron de Ricardo Rojas: "Cultor del floripondio", etcétera. Lo despreciaba profundamente. De los escritores gauchescos opinaba mal de todos. A Estanislao del Campo lo llamaba "payador de bufete". (Groussac ha contado que estuvo en casa de Víctor Hugo, que trató de
emocionarse pensando: "Aquí estoy en casa de Hugo, todo esto pertenece a su vida, a su memoria.. . " "Sin embargo", dice, "me sentía tan tranquilo como si estuviera en casa de José Hernández, autor de Martín Fierro".) Y siguieron así, mencionando autores, y él descartándolos a todos. Al final le hablaron de un escritor a quien yo no admiro y a quien él admiraba —pero era amigo personal de él—: Enrique Larreta. Entonces él simuló cierta sorpresa y dijo: "¡Ah! ¿Pero también vamos a hablar de literatura hoy?", como si ninguno de los otros tuviera ningún valor literario. F.S. Quiere decir que sería terrible Groussac. J.L.B. Parece que sí. Murió en la habitación de al lado. Porque aquí estaba el dormitorio de él. La familia vivía arriba.
SEGUNDA CONVERSACIÓN El paraíso de Borges - Johannes Brahms ayuda al doctor H. Bustos Domecq - Deportes estúpidos - Páginas en borrador - El intraducible Shakespeare - Chismes de José Mármol - Importancia de Eça de Queiroz Enrique Banchs, exterminador de hormigas - Los epitafios martinfierristas Una feliz errata de Andrés Selpa - La fantasía de Fernando Quiñones F.S. Si usted tuviera que definir qué fue la literatura en su vida, ¿qué diría? J.L.B. Antes de haber escrito una línea, yo sabía, de un modo misterioso y, por eso mismo, indudable, que mi destino era literario. Lo que yo no supe al principio es que, además del destino de lector —que no me parece menos importante que el otro— tendría también el destino de escritor. Y recuerdo un poema mío, el Poema de los dones, poema que escribí cuando me nombraron director de la Biblioteca Nacional, el año de la Revolución Libertadora. Comprobé que me rodeaban setecientos mil libros y que ya no podía leerlos. En ese poema, comparo mi destino con el de Groussac, y digo: Yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Así como otros han imaginado el Paraíso como un jardín, por ejemplo. Para mí, la idea de estar rodeado de libros ha sido siempre una idea preciosa. Y aun ahora, que no puedo leer los libros, la mera cercanía de ellos me produce una suerte de felicidad: a veces, una felicidad un poco nostálgica, pero felicidad al fin. F.S. Cuando usted empezó a perder la vista, ¿qué encontró en la música? J.L.B. Soy muy ignorante musicalmente. Si usted me habla de música, yo tiendo a pensar en los blues, en los spirituals, en las milongas, en los tangos anteriores a . . . ¿Cómo se llama ese famoso cantante? F.S. Gardel.
J.L.B. Sí, en los tangos anteriores a Gardel. Puedo referirle una anécdota. Yo trabajaba —y sigo trabajando— en colaboración con Adolfo Bioy Casares. Mientras trabajábamos, Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, ponía discos en el fonógrafo. Al cabo de un tiempo, comprobamos que había ciertos discos que nos enfriaban o nos molestaban, y ésos eran discos de Debussy o de Wagner. Y, en cambio, había otros que nos infundían una suerte de fervor, que nos ayudaban a trabajar, y fuimos averiguando que esos discos eran discos de Brahms. Y creo que aquí empieza y concluye mi biografía musical. Al mismo tiempo, he sentido como posiblemente verdadera la sentencia de Pater, según la cual todas las artes aspiran a la condición de la música: posiblemente, porque en la música la forma se confunde con el fondo; no podemos vivirla. En cambio, una novela, por ejemplo, puede leerse y puede contarse después, y no creo que una melodía sea traducible en otra, aunque sin duda un músico puede analizarla. Suerte que yo he respetado mucho la música, y la he respetado tanto, que, aunque he compuesto letras de milongas, siempre me pareció un poco absurdo que se agregaran palabras a la música, porque la música me parece un lenguaje, no sé si más preciso, pero un lenguaje mucho más eficaz que el lenguaje, que la palabra. Y supongo que a todos los músicos les pasa lo mismo. Y, además, creo que la poesía tiene su música propia. Por ejemplo, cuando me dijeron que le habían puesto música a ciertos composiciones de Verlaine, pensé que a Verlaine lo hubiera indignado esto, porque la música ya estaba en las palabras. Ahora, en cuanto al hecho de que yo perdiera la vista, el proceso ha sido tan gradual, que en ningún momento ha sido vivido. Quiero decir, el mundo ha ido desdibujándose para mí, los libros han perdido las letras, mis amigos han perdido las caras, pero todo eso ha durado muchos años. Y, además, yo sabía que ése sería mi destino, ya que mi padre, mi abuela, mis abuelos y creo que mi tatarabuelo murieron ciegos. Yo nunca tuve buena vista. Y una prueba de ello es que, si yo pienso en mi niñez, yo no pienso en el barrio, no pienso en las caras de mis padres. En lo que pienso es en cosas cercanas y minúsculas. Por ejemplo, creo recordar más o menos las ilustraciones de las enciclopedias, de los libros de viajes, de Las mil y una noches, de los diccionarios. Creo recordar con bastante precisión las estampillas de un gran álbum que había en casa, y todo eso porque era lo único que realmente veía bien, lo cual corresponde a esa vista minuciosa de los miopes.
F.S. Ya que usted nombró ese período de su niñez, me gustaría preguntarle si no compartía las diversiones habituales de la época y, en ese caso, cuáles serían. No sé... ¿el fútbol, por ejemplo? J.L.B. El football, en aquella época, estaba relegado a uno que otro colegio inglés, pero supongo yo que el pueblo no habría oído hablar de él o no le interesaría. En todo caso, se lo vería como un deporte de algunos niños-bien de colegios de Lomas o de Belgrano. Y creo que es raro —casualmente anoche yo hablaba de esto—, es raro que Inglaterra —que yo quiero tanto— suscite bastante odio en el mundo, y sin embargo no se emplee nunca contra Inglaterra un argumento que podría emplearse: es el de haber llenado el mundo de deportes estúpidos. Es raro que personas que no quieren a Inglaterra no le echen en cara haber llenado el mundo de cricket, de golf —aunque el golf es escocés—, de football. Y creo que ése es uno de los pecados que podrían achacársele a Inglaterra. Es verdad que creo que también ha dado algunos juegos de naipes que quizá requieren inteligencia: el whist o el bridge. Pero que no creo que sean comparables al ajedrez, por ejemplo. Pero hay otros deportes que yo he practicado, desde luego sin llamarlos deportes. Yo, de chico, he sido un pasable jinete: como lo han sido todos los argentinos. En mi biografía figuran caídas del caballo: como en la biografía de todos los argentinos. Y he sido un buen nadador y un incansable caminador. Usted ve que yo he nombrado ejercicio del cuerpo que no se prestan necesariamente a certámenes. Lo que yo encuentro sobre todo malo en los deportes es la idea de que alguien gane y de que alguien pierda, y de que este hecho suscite rivalidades. Y hasta sospecho que la mayoría de la gente que dice que le interesa el football, no le interesa nada, puesto que, si le interesara, no le importaría quién gana o quién pierde. Que creo que es lo que pasa con el ajedrez. Hay ciertas partidas de ajedrez que son famosas, y no importa mucho quién haya vencido finalmente. En cambio, yo me encuentro con personas que me dicen: "Me gusta el football". Pero resulta que no: lo que ellos quieren es que gane tal o cual cuadro, lo que me parece del todo ajeno a la idea del juego en sí. Y eso pude notarlo cuando hubo un famoso partido entre orientales y argentinos: las personas, antes de que se jugara, ya pertenecían a un bando o a otro, lo cual me pareció rarísimo, puesto que, antes de haber jugado, ¿cómo podían saber quiénes iban a jugar mejor o peor, quiénes iban a ser más fuertes o más hábiles? Pero todo esto, por supuesto, es fomentado comercialmente. En algún tiempo pudo haber correspondido a una
rivalidad entre los barrios: actualmente, creo que no, porque los jugadores ni siquiera pertenecen a los barrios de cada cuadro, sino que los venden o los compran. Es del todo casual. No creo que todos los jugadores de Chacarita Juniors, por ejemplo, hayan nacido en la Chacarita. F.S. Con la agravante de que el club Chacarita se mudó íntegro a San Martín. J.L.B. ¿Ve? Y eso supongo que será aplicable a cualquier otro cuadro. F.S. ¿Le gustaban esas películas cómicas de Chaplin o de Laurel y Hardy? J.L.B. Las de Laurel y Hardy vinieron mucho después. Entre las de Chaplin, siguen gustándome más las primeras que las más ambiciosas que él hizo después. Por ejemplo, Un rey en Nueva York me parece bastante mala: la película que él hizo contra Hitler 17 me parece mala también. F.S. Hace unos días he estado conversando con Raúl González Tuñón, quien, conservando una profunda admiración hacia sus tres primeros libros de poemas, deplora, sin embargo, que usted haya abandonado los temas y el estilo de esas poesías. Suponiendo que Raúl fuera su fiscal y usted debiera justificarse, ¿qué le contestaría? J.L.B. Creo que la acusación es falsa. En cuanto al estilo, lo he modificado purificándolo para hacerlo más directo y más sencillo. En aquel tiempo yo todavía creía un poco en el ultraísmo, en la idea de Lugones de que había que inventar metáforas nuevas. En cambio, ahora trato de escribir de un modo llano. Y, en cuanto a los temas, creo no haber cambiado. En todo caso, releyendo mis primeros libros de versos, veo que hay muchos poemas que deben de ser borradores de los que he hecho después. Por ejemplo, los diversos poemas que yo he dedicado a mi bisabuelo el coronel Suárez. En el primer libro hay, sobre este tema, ocho o nueve líneas.18 Luego, en un libro posterior, encontramos Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín,19 con el que creo haber agotado el tema. Tengo también un poema a mi abuelo Borges —está en mi primer libro y está muy mal hecho—;20 luego lo hice algo mejor21 y ahora voy a hacerlo en prosa y creo que lo haré mejor. Los
temas de perplejidad filosófica, la idea del tiempo, la idea del carácter onírico del mundo ya están en Fervor de Buenos Aires y están también en Elogio de la sombra, por ejemplo. De modo que creo que no debo defenderme de una acusación que no corresponde a la realidad. Es decír, no tengo por qué justificar algo que no ha sucedido. Además, di Giovanni22 ha encontrado afinidades entre textos viejos míos y textos actuales. Estábamos hace unos días releyendo un cuento2S donde hay una enumeración de lo que ve alguien en un espejo mágico que tiene en la palma de la mano, llena de tinta. Y di Giovanni me dijo: "Aquí está el borrador del cuento El Aleph". Y es verdad: en esas seis o siete líneas está el borrador del cuento que yo escribiría después. Cuando estuve en Texas, una muchacha alta, rubia, me dijo: "Cuando usted escribió el poema El Gólem, ¿usted se propuso utilizar el mismo argumento de Las ruinas circulares?". Y yo le dije: "No me lo propuse, pero le agradezco mucho a usted que me haya señalado esa afinidad —que es verdadera—, y ahora se da el hecho casi mágico de que yo haya viajado desde el fin del mundo, desde Buenos Aires, hasta Texas, al borde del desierto, y que usted me revele algo que yo ignoraba de mi propia obra". F.S. Raúl González Tuñón me mostró un ejemplar de la primera edición de Luna de enfrente, que usted le dedicó con estas palabras: "Al otro poeta suburbano, Raúl González Tuñón". ¿Raúl y usted se consideraban los dos únicos poetas suburbanos? J.L.B. No, no nos considerábamos los únicos. Coincidíamos en que cantábamos las orillas. Yo no encontré palabra mejor que suburbano, porque orillero era un poco despectivo, ¿no? Y yo no podía poner "Al otro poeta de Buenos Aires", porque el poeta de Buenos Aires era Fernández Moreno. F.S. ¿Le gustan los poemas de González Tuñón? J.L.B. Ahora los recuerdo muy poco realmente. Él había hecho unos lindos poemas sobre la guerra civil española,24 y creo que hacía lo español mejor que lo criollo, ¿no? Y es muy natural, porque él es hijo de españoles y sentía mucho más lo español que lo argentino. F.S. Usted, que es tan dado a historias de guapos y de malevos, ¿qué opina de Un guapo del 900, de Eichelbaum?
J.L.B. Ahora tengo un recuerdo confuso, pero recuerdo que, cuando vi esa obra en el teatro, me gustó. Pero no podría contar el argumento. Sí recuerdo que el personaje me gustó. Yo lo conocí a Eichelbaum, creo que por medio de Mastronardi, porque los dos son entrerrianos. Eichelbaum debe de haber nacido tal vez en las colonias judías de Teodoro Hirsch, no estoy seguro. F.S. ¿Era la zona de Gerchunoff, no? J.L.B. Probablemente, aunque, en realidad, Gerchunoff nació en Odesa. Pero el ambiente es el mismo del de Eichelbaum. Ahora, usted ve que ese libro de Gerchunoff, Los gauchos judíos, tiene un título que no corresponde al texto. Porque, cuando uno lee el libro, se da cuenta de que esos inmigrantes judíos no eran gauchos sino chacareros. Y eso se ve en los mismos capítulos, que se titulan "El surco", "La trilla", etcétera. Eso no tiene nada que ver con el gaucho, que fue un hombre ecuestre, y no un agricultor. F.S. ¿Qué representa en su vida la obra de Shakespeare? J.L.B. Representa mucho, pero, fuera de Macbeth y de Hamlet, corresponde más bien a memorias verbales que a memorias de situaciones o de personajes. Por ejemplo, lo que yo más he releído de Shakespeare son los sonetos. Podría citarle tantos versos... Así como podría citarle también tantas líneas de sus obras dramáticas... Pienso en Shakespeare sobre todo como un artífice verbal. Lo veo más cerca, por ejemplo, de Joyce que de los grandes novelistas, donde lo más importante son los caracteres. Por eso descreo de las traducciones de Shakespeare, porque, como lo esencial y lo más precioso de él es lo verbal, pienso hasta qué punto lo verbal puede ser traducido. Hace poco alguien me dijo: "Es imposible traducir a Shakespeare al español". Y yo le contesté: "Tan imposible como traducirlo al inglés". Porque si tradujéramos a Shakespeare a un inglés que no fuera el inglés de Shakespeare, se perderían muchas cosas. Y hasta hay frases de Shakespeare que sólo existen dichas con esas mismas palabras, en ese mismo orden y con esa misma melodía. F.S. Pero esto que usted acaba de decir es, en cierto modo, un baldón contra Shakespeare, si nos atenemos a que usted una vez elogió aquellos
libros que, como el Quijote, pueden salir indemnes de las peores traducciones. 25 J.L.B. Sí, la verdad es que yo aquí estoy contradiciéndome. Porque, a propósito, recuerdo que con Letizia Álvarez de Toledo vimos una representación de Macbeth en español, hecha por malos actores, con malos escenarios y siguiendo una traducción pésima, y, sin embargo, salimos muy, muy emocionados del teatro. De modo que creo que se me ha ido la mano en lo que he dicho antes. Y no tengo ningún inconveniente en que usted registre esta palinodia mía, porque yo no creo ser una persona infalible, ni mucho menos, ni siquiera en lo que respecta a mi propia obra. F.S. Los lectores suelen creer, tal vez injustamente, que pueden exigirle determinada conducta literaria a un escritor que admiran. Yo, que he sido deslumhrado por los relatos de Ficciones y de El Áleph, me atrevo a reprocharle que en los cuentos de El informe de Brodie haya abandonado aquellas complejas tramas. ¿Usted qué me contestaría? J.L.B. Le contesto que lo he hecho deliberadamente, porque, como me dicen que hay otras personas que están.escribiendo ese tipo de textos y, sin duda, lo harán mejor que yo, he intentado algo distinto. Pero, posiblemente, ésta sea una razón consciente y, por eso mismo, no demasiado importante. Creo más bien que hay algo que me ha llevado a escribir cuentos de otro tipo: el estar cansado ya de espejos, de laberintos, de personas que son otras, de juegos con el tiempo. ¿Por qué no suponer que, cansado de todo eso, yo haya querido escribir cuentos un poco a la manera de todos? F.S. Claro, yo eso lo comprendo. Pero, en el caso particular mío, a mí no se me ocurre volver a leer El informe de Brodie y, en cambio, leo y releo El Áleph (me lo sé casi de memoria). J.L.B. Eso puede deberse al hecho de que, cuando yo escribí El Aleph, esa redacción fue realizada en una suerte de plenitud literaria. En cambio, ahora, puedo estar declinando, y mis obras actuales pueden corresponder a una especie de decadencia mía. Lo cual es muy natural, porque biológicamente eso se explica. En agosto voy a cumplir setenta y dos años, y es muy lógico que lo que escribo ahora sea inferior a lo que escribí antes. Creo que esta explicación biológica es una
explicación bastante verosímil. Pero, al mismo tiempo, como tengo el hábito de escribir, sigo haciendo lo que puedo. Ahora, no sé si usted ha leído un cuento mío que se llama El congreso,26 porque ese cuento yo lo ideé hace más de treinta años y lo he escrito hace poco. Posiblemente haya una disparidad en el argumento, que es un argumento desde luego fantástico —pero no fantástico en el sentido de sobrenatural sino de imposible—, porque corresponde a una experiencia mística que yo no he tenido. Yo me propuse referir algo en lo cual yo no creía del todo, a ver cómo me salía. F.S. Dejando a un lado las simpatías que pueda despertar en usted la oposición de estos dos escritores a Rosas, ¿usted encuentra algún valor literario en la obra de Echeverría y de Mármol? J.L.B. Sí, Echeverría, por lo tanto, fue —aparte, tal vez, de los viajeros ingleses— el primero que vio las posibilidades literarias de la llanura, de los malones, de las cautivas. Luego, el cuento El matadero me parece un cuento muy bueno. Tan bueno como el poema La refalosa, de Ascasubi, al que se parece mucho, por otra parte. Ahora, en el caso de Mármol, aunque él pueda ser fácilmente censurado página por página y, más aún, línea por línea, es, sin embargo, el que ha fijado la imagen que todos tenemos de la época de Rosas. Además ha salvado una cantidad enorme de detalles y chismes de la época, que, gracias a él, conocemos. Le voy a dar un ejemplo que no es muy importante. Si no hubiera sido por la Amalia de Mármol, ¿quién sabría ahora que el poeta Juan Crisóstomo Lafinur frecuentaba los prostíbulos? Nadie. Son pequeños hechos, pero la historia está hecha de esas petites histoires. Creo que, en general, cuando decimos el tiempo de Rosas, sin querer estamos citando a Mármol. Y creo que los mismos que se oponen a él se imaginan el tiempo de Rosas de acuerdo con Mármol, y no de acuerdo con libros mejores, como, por ejemplo, Rosas y su tiempo, de Ramos Mejía, que da una imagen más exacta de lo que fue el tiempo de Rosas. F.S. ¿Qué opina de la obra de Eça de Queiroz? J.L.B. Eça de Queiroz es uno de los mayores novelistas del siglo XIX. Recuerdo que mi padre le llevó a mi madre una versión española de La ilustre casa de Ramires. Mi madre nunca había oído hablar de Eça de Queiroz (además que ella no es una persona especialmente literaria).
Ella leyó el libro y le dijo a mi padre: "Es una de las mejores novelas que yo he leído en mi vida". Y yo después he leído sus novelas en portugués y llegué a esa misma conclusión. Y creo que no es necesario compararlo con otros escritores de la península ibérica, porque así le damos una victoria demasiado fácil a Eça de Queiroz, si decimos que es mejor que Galdós, o que Pereda, o que Valera. No: es un gran escritor. En el siglo XIX, novelistas iguales a él habrá, pero superiores no. F.S. ¿Y si lo comparásemos, aunque son entre sí muy diferentes, con Dickens y con Flaubert? J.L.B. Dickens se ha creado una especie de mundo, y eso no lo hizo Eça de Queiroz. Un mundo fantástico —digamos— o, más bien, un mundo grotesco. En el caso de Flaubert, es evidente su influencia sobre Eça de Queiroz. Y yo creo que El primo Basilio es muy superior a Madame Bovary, aunque, evidentemente, procede de Madame Bovary. F.S. Posiblemente, perjudicó su fama el hecho de haber nacido en Portugal. J.L.B. Sí, claro, es muy posible que lo haya perjudicado el hecho de ser portugués. F.S. Y sí, porque si hubiera sido francés o inglés sería famosísimo. J.L.B. Con que hubiera sido español sería mucho más conocido. Además, usted ve que tiene obras muy dispares. Por ejemplo, El mandarín es un espléndido cuento fantástico, y, al mismo tiempo, humorístico. Y este cuento tiene poco que ver con La ciudad y las sierras, con El primo Basilio, con Los Maias, con El crimen del padre Amaro... Y en La ilustre casa de Ramires hay un gran personaje, un poco ridículo, pero muy querible, un hombre simpático. Pero ahora parece que se tiende a rehabilitarlo, porque en un suplemento literario del Times se habla de Eça de Queiroz como uno de los más grandes novelistas del siglo XIX. F.S. Creo yo que, en todo caso, no han descubierto nada nuevo. J.L.B. Es cierto, pero, como suele decirse, más vale tarde que nunca. Es mejor que lleguen ahora a esa conclusión y no que no hayan llegado
nunca. Ahora, posiblemente, sus propios compatriotas lo hayan tenido en poco. Acaso lo verían como un francés irónico. Me parece bastante probable. Porque, como se entiende que lo típicamente portugués es la nostalgia, la saudade, cierta melancolía... Y estas cosas se dan en Eça de Queiroz, pero también se dan cientos de otras cosas. Entonces es probable que sus compatriotas lo hayan visto como fuera de la tradición portuguesa. Y esto es verdad, puesto que él escribió más bien dentro de la tradición de ciertos escritores franceses, sobre todo dentro de la tradición de Flaubert y de Daudet. Pero eso no nos interesa a nosotros: el hecho es que Eça de Queiroz es un gran escritor. No cabe ninguna duda sobre eso, F.S. ¿Es cierto que usted, interrogado en Colombia sobre Jorge Isaacs, preguntó con ironía quién era Jorge Isaacs? J.L.B. ¿Eso se dijo aquí? F.S. Yo nunca lo vi escrito, pero lo oí contar. J.L.B. No. Yo nunca dije eso. Si cuando yo era chico, leía María y recuerdo bastante bien el libro. Además, que yo nunca hubiera cometido una descortesía como ésa. Es una anécdota apócrifa. Primero, que yo he leído María —sin exceso de admiración, pero la recuerdo bastante. En segundo lugar, que yo no hubiera contestado de un modo tan impertinente. F.S. Si usted tuviera que escribir una historia de la literatura argentina que, por exigencias editoriales, pudiera contener sólo cinco autores, ¿por cuáles se decidiría? J.L.B. ¡Caramba, qué pregunta difícil...! Bueno, a ver... En primer término, Sarmiento; luego, Ascasubi; luego, Hernández; luego, Lugones y luego... Estamos ya bastante cerca de nuestra época, y voy a quedar mal con algún contemporáneo... Pero, digamos... Podría ser Almafuerte o podría ser Martínez Estrada acaso. F.S. O Banchs, quizá... J.L.B. O Banchs, quizá. Aunque, pensándolo bien, Banchs es autor de un solo libro valioso, La urna. Pero, así y todo, podría ser Banchs. Yo lo
conocí a Banchs personalmente. Me sentí tan defraudado en el diálogo con él... Fue la primera vez que yo lo vi. Fue en uno de los almorzáculos —término inventado por José Ingenieros, jugando con cenáculo— de la revista Nosotros. A mí me tocó estar sentado al lado de Banchs. Yo le dije que yo tenía en casa un ejemplar de La urna que él le había dedicado y firmado a mi padre y le dije que yo sabía de memoria muchos de los sonetos. Entonces, para castigarme, Banchs me habló todo el tiempo de los destrozos que causan las hormigas y de las ventajas y desventajas del cianuro, y eso duró todo el almuerzo y yo no sabía cómo escaparme de ese inmenso hormiguero. Y él seguía hablando con mucha lentitud y con mucha precisión sobre las hormigas... Y luego supe que yo no tenía que hablarle de lo que él escribía. Más tarde, me encontré otra vez con él y Banchs me habló de los jóvenes poetas norteamericanos, que dijo que le interesaban mucho. Entonces yo traté de seguir la conversación. Pero, como él no sabía inglés y había leído no sé qué traducción de ellos y tampoco los vinculaba con su ambiente, sospecho que no sentía mayor interés por esos poetas. Creo que lo que él temía era que se hablara de lo que él escribía. Yo sé de personas de diversas editoriales que fueron a verlo para proponerle una edición de obras completas, diciéndole además que, si él quería, podía agregar un prólogo en el que dijera que él se desentendía por completo del contenido del libro, que él había escrito esos poemas en diversas fechas, que ya no era el mismo de antes, etcétera. Y él no quiso. Y la razón que dio Banchs fue ésta: "La gente cree que yo soy un buen poeta, pero si releyeran lo que he escrito, se darían cuenta de que soy muy mediocre". Desde luego, yo no creo que ésa fuera la verdadera razón. Banchs era una persona muy rara, además. Él era miembro de la Academia Argentina de Letras y conocía de memoria el reglamento de la Academia. Decía, por ejemplo: "El inciso A del artículo 27 dice tal cosa y tal otra, que se oponen a lo que usted quiere hacer". De modo que era muy difícil discutir con él. Porque si él tomaba el reglamento de la Academia como una especie de texto sagrado y citaba esas líneas como si fueran versículos del Espíritu Santo, uno no sabía qué decirle. Ahora, cómo se habrá tomado el trabajo de aprender el reglamento de memoria, yo no me lo explico. Usted se dará cuenta de lo que pueden ser los estatutos de la Academia. Uno sabe que no pueden ser demasiado rigurosos, que tienen que ser un poco elásticos y que si uno los transgrede, no por eso irá a la cárcel, ni tampoco arrastrará un sentimiento de culpa durante toda su vida.
F.S. El otro día estuve releyendo una revista donde se reproducía algunos de los famosos epitafios del "Cementerio" de Martín Fierro.27 ¿Usted sabe quién los escribía? J.L.B. No, no lo sé. Yo nunca escribí ninguno y no tuve nada que ver con ellos. Además, yo estuve poco en el grupo Martín Fierro; yo pertenecía más bien al grupo de Proa, una revista que hicimos con Brandán Caraffa, Rojas Paz y Güiraldes. No sé quiénes eran los autores de los epitafios. Posiblemente los escribía Ernesto Palacio. Sí, creo que era Ernesto el que los escribía. Pero no estoy seguro. Posiblemente habría varios autores. ¿Quiénes podrían haber sido? F.S. ¿No sería Nalé Roxlo alguno de ellos? Porque él tiene ingenio para ese tipo de cosas... J.L.B. No, Nalé no creo... Porque él no pertenecía a ese grupo. Lo veíamos —con toda injusticia— como un poeta así muy anticuado, como una especie de vago discípulo de Lugones —del menos interesante Lugones. No creo que fuera Nalé. ¿Quiénes pueden haber escrito eso? Ernesto Palacio..., tal vez Alfonso de Laferrère..., tal vez Rega Molina haya escrito alguno también... Bernárdez no era; Molinari no era; yo tampoco... Esos epitafios estaban muy bien versificados además. F.S. Había uno muy gracioso dedicado a Jorge Max Rohde... J.L.B. Ah, sí, el de Jorge Max Rohde sí lo hizo Nalé Roxlo. Porque yo recuerdo una conversación sobre ese asunto. F.S. No sé si estaré acertado, pero tengo la impresión de que a usted le debe desagradar Rabelais. J.L.B. Sí, es el autor más aburrido del mundo. Y he tratado tanto de admirarlo... Y encontré con gran alegría que Groussac dice "Rabelais narra la misma historia, echándola a perder como hace siempre". Esa idea de proceder por acumulación no la comprendo... Claro que en eso se parece mucho a Bustos Domecq... ¡bueno, Bustos Domecq a él! Creo que a Rabelais lo que le interesaba era mostrar una exhibición de sinónimos. Por ejemplo: "Jugaron a". Y después vienen: "el ajedrez, las damas, el truco, el bridge, el poker, la canasta, la taba..."
F.S. Usted, en un artículo sobre Hawthorne,28 dice que James Fenimore Cooper es "una suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez". ¿No será una expresión algo exagerada? J.L.B. La prosa de Eduardo Gutiérrez puede ser considerada de dos maneras. Si usted examina en forma particular cada una de las frases, ve que son bastante cursis y que contienen un número excesivo de palabras. Sin embargo, considerando la obra en su conjunto, uno cree en lo que él narra. El hecho es que yo traté de leer a Fenimore Cooper y fracasé, y en cambio he leído y releído a Eduardo Gutiérrez. Claro que puede haber influido el hecho de que Gutiérrez era amigo de mi familia... Además, creo que Gutiérrez estaba más cerca de lo que contaba que Fenimore Cooper, aunque sin duda Fenimore Cooper habrá conocido indios también. Güiraldes dijo: "Hasta ahora la única posibilidad de novelista en nuestra literatura fue Eduardo Gutiérrez, malgastada o perdida en nuestra eterna dilapidación del talento". Pero lo que no sé es si Güiraldes dijo eso en favor o en contra de Gutiérrez. F.S. En una época no demasiado lejana se veía con curiosidad a las mujeres que escribían. Actualmente tenemos en nuestro país a cuatro escritoras cuyos nombres aparecen con frecuencia impresos: Silvina Bullrich, Marta Lynch, Silvina Ocampo y Beatriz Guido. ¿Qué opina de la obra de cada una de ellas? J.L.B. En el caso de Silvina Ocampo, creo que su poesía es muy superior a su prosa. Su prosa es demasiado trabajada; no creo que ese tipo de prosa sirva para los relatos. En cambio, en la poesía se admite más ese estilo, ¿no? En cuanto a las otras tres escritoras, la verdad es que conozco tan poco de sus obras, que no puedo decir nada. Ahora, creo que Cuadernos de infancia, de Norah Lange, es muy buen libro. Claro que no es exactamente una novela, sino recuerdos de Mendoza. F.S. ¿A usted qué le resulta más difícil: escribir versos libres o versos con métrica regular? J.L.B. Me resulta más difícil escribir versos libres. Porque si no hay una especie de ímpetu interior, no pueden hacerse. En cambio, la métrica regular es una cuestión de cierta paciencia, de aplicación... Una vez que usted ha escrito un verso, eso lo obliga a ciertas rimas, el número de
rimas no es infinito, las rimas que pueden usarse sin incongruencia son pocas... Es decir, cuando yo tengo que fabricar algo, fabrico un soneto, pero no podría fabricar un poema en verso libre. F.S. ¿Qué le parece el hecho de que todos lo reconozcan por la calle? J.L.B. Bueno, yo no diría todos, pero me es grato saludarme con desconocidos. Siento amistad por ellos y siento gratitud... Una vez me encontré con un boxeador, creo que se llamaba Selpa. Yo estaba con Emma Risso Platero, salíamos de un restaurante de la calle Esmeralda, y Selpa me reveló su existencia y me abrazó. Yo me sentía ligeramente incómodo, pero, al mismo tiempo, agradecido, ¿no? Selpa, en vez de llamarme Jorge Luis Borges, me llamó José Luis Borges, y yo me di cuenta de que eso no era una equivocación, sino una corrección. Porque Jorge Luis Borges es muy duro; en cambio, José Luis Borges suena mucho más atenuado. ¿Por qué repetir un sonido tan feo como orge? Creo que no urge repetir el orge, ¿no? Creo que, a la larga, yo voy a figurar en la historia de la literatura como José Luis Borges. F.S. Bueno, justamente, en el diccionario Larousse29 figura como José Luis, sin duda por errata. J.L.B. Está bien: las erratas suelen decir la verdad. A mí me gustaría ahora firmar Luis Borges. Pero todo el mundo me dice que eso se va a notar como una excentricidad; que, aunque Jorge Luis Borges es feo, la gente ya se ha habituado a esa fealdad. En todo caso, sería mejor buscarme un seudónimo total, porque Luis Borges se aleja de Jorge Luis Borges, pero no lo bastante como para que no se note el parentesco. F.S. En el libro Historias de la Argentina, de Fernando Quiñones, hay unas páginas30 dedicadas a relatar cómo la conversación de Borges fue tan fascinante para Quiñones, que éste perdió el avión en el que iba a regresar a España. ¿Usted recuerda esa conversación? J.L.B. No. No existió esa conversación ni Quiñones perdió ningún avión tampoco. Es una generosa invención de Quiñones. F.S. ¿Pero las páginas las conoce?
J.L.B. No, no las conozco, pero sé que el episodio no ocurrió. Será una andaluzada de Quiñones. F.S. Entre otras cosas, él dice que usted le dijo que el estilo de Dios se parece al estilo de Víctor Hugo... J.L.B. Bueno, a lo mejor he dicho eso. Quizá lo dije, no recuerdo... F.S. Y le dijo también que, a veces, para escribir una buena obra no bastaba un mal título. J.L.B. Bueno, ojalá hubiera dicho eso. Lo más que yo puedo haber dicho es que las obras más famosas no tienen, en general, buenos títulos. Aunque algunas sí los tienen. Posiblemente lo haya dicho o a lo mejor no. Pero, eso de que Quiñones haya perdido el avión, será una invención de él. F.S. Esas páginas se desarrollan, creo, en el pasillo de su departamento de la calle Maipú, junto al ascensor. Quiñones dice que él estaba por abrir la puerta del ascensor y entonces usted decía algo. Y él, por escucharlo, perdía tiempo, hasta que, finalmente, perdió el avión. J.L.B. Bueno, todo eso debo agradecérselo a la imaginación de Quiñones. En todo caso, esas páginas pertenecen a la literatura fantástica.
TERCERA CONVERSACIÓN Comedia musical gauchesca - Los films de Borges - La reacción de las muchedumbres - El sueño de los héroes - El primer cuento de Cortázar Carlos Mastronardi - La suspicacia de Martínez Estrada - La muerte en la saeta - Farsa del 17 de octubre - El detective infiel - La revolución del 55 Un argumento en contra de la democracia - El revisionismo histórico Schopenhauer y Hitler. F.S. ¿Vio la versión fílmica del Martín Fierro? 31 J.L.B. Más exacto sería decir que la oí, porque, en cuanto a ver, se trata de un hipérbole o de una metáfora, en mi caso: yo veo muy poco... F.S. Y dentro de lo que vio u oyó, ¿qué nos puede decir? J.L.B. La verdad es que la película no me interesó, y tengo la impresión de que tampoco le interesaba al director. Tanto es así, que yo me pregunté por qué había elegido él un tema que, evidentemente, lo dejaba del todo frío. Desde luego, yo encuentro diversos errores en la película. Ante todo, la veo concebida como una suerte de comedia musical. Uno está oyendo continuamente ese tipo de música que ahora se llama folklórica, y cualquier persona que haya vivido en el campo sabe que pueden pasar meses enteros sin que se oiga una sola guitarra. En cambio, aquí uno tiene una impresión casi continua de fiesta folklórica. Además, creo que el propósito de Hernández, al escribir el poema, era mostrar cómo el Ministerio de la Guerra, mediante la leva, mediante el servicio obligatorio en la frontera, iba maleando a los hombres; es decir, demostrar cómo Martín Fierro empieza siendo un buen hombre, un paisano respetado, y luego cómo el servicio en el ejército lo convierte en un desertor, en un asesino, en un borracho, en un prófugo, y cómo finalmente, con toda inocencia, se pasa al lado de los indios. Es decir, él toma parte en la conquista del desierto sin comprenderla. Me parece que esto puede ser bastante verosímil; me parece que, sin duda, los soldados entendían muy poco de esas cosas: eran gauchos que no podían tener el concepto de patria, y menos aún podían pensar que ellos representaban la causa de la civilización contra la causa de la barbarie. Todo eso pudo ser aprovechado en el film, y, en cambio, al final de la película, uno no sabe si se debe considerar a Martín Fierro
como a un pobre hombre que ha sido obligado por las circunstancias a ser un asesino y un desertor, o si debe considerarlo un personaje admirable, y admirado por quienes han hecho el film. Además, creo que si hay algo que se nota leyendo el Martín Fierro (y conste que yo sé muchas páginas de memoria y que he preparado con Adolfo Bioy Casares un libro 32 en que está reunida toda la poesía gauchesca desde Bartolomé Hidalgo hasta Hernández, y en el que hay obras, naturalmente, de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Lussich y de otros, además de todo el Martín Fierro anotado, es que este último libro, a diferencia de otras piezas del mismo género, es un libro deliberadamente gris. Por ejemplo, el Fausto de Estanislao del Campo ha sido escrito en colores: En un overo rosao, flete nuevo y parejito... En él tenemos descripciones de la pampa, del paisaje. Y, en cambio, el film Martín Fierro está lleno de colores, a diferencia del libro, que es más bien un libro gris y un libro triste, y en el cual nunca hay descripciones de la llanura, lo cual está bien porque un gaucho no hubiera visto pictóricamente esas cosas. A mí me pareció, en fin, un film que no me atrevo a calificar de bueno, y creo que el director ha de estar plenamente de acuerdo conmigo. Creo que posiblemente ha sido hecho como una empresa comercial, sin mayor entusiasmo por el texto. F.S. Tengo entendido que Torre Nilsson había filmado antes su cuento Emma Zunz.33 J.L.B. Sí, lo filmó, y realmente no creo que lo hiciera bien. Agregó una historia sentimental que no tenía por qué figurar, y lo llenó de toda suerte de detalles sentimentales que parecen contradecir la historia, que es una historia dura. Yo le aconsejé a él que no podía hacerse un film con Emma Zunz. El argumento era demasiado breve yo lo había escrito de un modo apretado—, y hubiera sido mucho mejor hacer tres pequeños films. Uno, digamos con un cuento de Mujica Láinez; otro, digamos con un cuento de Silvina Ocampo o de Adolfo Bioy Casares; y luego un cuento mío, que podría haber contado sin intercalar esos episodios del todo ajenos. Pero él me dijo que no, que él creía que podía hacerse un film con esa historia tan breve y lo hizo, pero llenándolo de episodios sentimentales que debilitan el film.
F.S. ¿Y la versión fílmica de Hombre de la esquina rosada 34 le agradó? J.L.B. Sí, y me agradó tanto que... Puedo confesar ahora que yo la vi con prevención, porque a mí el cuento no me gusta, por diversas razones. Y en cambio el film me pareció —a pesar de algún relleno acaso inevitable, ya que también persistieron en hacer un film largo— infinitamente superior al cuento. Yo vi dos o tres veces el film: me agradó mucho, me pareció que los actores trabajaban bien, que la dirección era excelente. De modo que creo que la versión fílmica mejora el texto original. F.S. Y de la película Invasión,35 ¿qué nos puede decir? J.L.B. Ése es un film que realmente me interesó mucho, y del cual puedo hablar con toda libertad, ya que me cabe a mí (si es que pueden medirse esas cosas) una tercera parte del film, puesto que yo lo he hecho en colaboración con Muchnik y con Adolfo Bioy Casares. En todo caso, se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una ficción científica a la manera de Wells o de Bradbury. Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan —como suele ocurrir en las obras de Henry James o de Kafka— de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad (la cual, a pesar de su muy distinta topografía, es evidentemente Buenos Aires) que está sitiada por invasores poderosos y defendida — no se sabe por qué— por un grupo de civiles. Esos civiles no son desde luego esa nueva versión de Douglas Fairbanks que se llama James Bond. No: son hombres como todos los hombres, no son especialmente valientes, ni, salvo uno, excepcionalinente fuertes. Son gente que trata simplemente de salvar a su patria de ese peligro y que van muriendo o haciéndose matar sin mayor énfasis épico. Pero, yo he querido que el film sea finalmente épico; es decir, lo que los hombres hacen es épico, pero ellos no son héroes. Y creo que en esto consiste la épica; porque, si los personajes de la épica son personas dotadas de fuerzas excepcionales o de virtudes mágicas, entonces lo que hacen no tiene mayor valor. En cambio, aquí tenemos a un grupo de hombres, no todos jóvenes, bastante banales algunos, hay alguno que es padre de
familia, y esta gente está a la altura de esa misión que han elegido. Y creo que, además de lo raro de esta fábula, hemos resuelto bien el gran problema técnico que teníamos (que supongo que es el problema que enfrentan quienes dirigen westerns): el hecho de que tiene que haber muchas muertes violentas (esto ocurría antes con los films de gangsters, que no sé si se hacen todavía: creo que no), el hecho de que tiene que haber muchas muertes violentas, y que esas muertes violentas tienen, sin embargo, que ser distintas: no pueden ser repetidas y monótonas. De modo que —lo repito— hemos intentado (no sé con qué fortuna) un tipo nuevo de film fantástico: un film basado en una situación que no se da en la realidad, y que debe, sin embargo, ser aceptada por la imaginación del espectador. Creo que en algún libro de Coleridge se habla de ese tema, el tema de lo que cree el espectador en el teatro o de lo que cree el lector de un libro. El espectador no ignora que está en un teatro, el lector sabe que está leyendo una ficción; y sin embargo, debe creer de algún modo en lo que lee. Coleridge encontró una frase feliz. Habló de a willing suspension of disbelief: una suspensión voluntaria de la incredulidad. Y, espero que hayamos logrado eso durante las dos horas de Invasión. Quiero recordar además que Troilo ha compuesto, para una milonga cuya letra es meramente mía, una música admirable. Creo, además que el cinematógrafo, como otros géneros (el teatro, la conferencia) es siempre una obra de colaboración. Es decir, creo que el éxito de un film, de una conferencia, de una pieza de teatro, depende también del público. Y sentí curiosidad por saber cómo recibiría Buenos Aires ese film, que no se parece a ningún otro, y que no quiere parecerse a ningún otro. En todo caso, hemos inaugurado un género nuevo —me parece— dentro de la historia del cinematógrafo. F.S. ¿A usted le interesa la opinión de lectores o espectadores? J.L.B. El caso no es exactamente igual. Un libro puede no llamar la atención cuando se publica: puede ser descubierto después. En cambio, en el caso de un film (y esto hace que todo sea más dramático; lo mismo ocurre, digamos, con el arte del bailarín o del ejecutante), el fracaso o el éxito tienen que ser inmediatos. De modo que yo sentí una gran emoción la noche del estreno: una emoción, desde luego, que no tiene nada que ver con el hecho de haber visto ya el film entre cuatro o cinco personas. Creo que el hecho de una sala colmada de personas ya crea un ambiente especial. Usted lo habrá notado (yo lo he notado muchas veces)... Hay un libro sobre La psychologie des foules —creo
que se llama—, La psicología de las muchedumbres, en el cual se afirma que, cuando la gente se reúne, reacciona de un modo más vívido, y esto usted lo habrá notado muchas veces. Por ejemplo, si alguien dice un chiste en un pequeño grupo, la gente se ríe, pero no se ríe de la misma manera con que se ríen quinientas o mil personas ante un broma en una pieza de teatro o en una película. Es decir, se tiende a un énfasis mayor, se tiende a que todo ocurra de un modo más vívido. Y es raro este hecho de que la gente, estando junta, se suelte más. En cambio, un lector solitario, un espectador solitario, parece que reaccionara menos o que reaccionara con más pudor que cuando está entre otras personas. F.S. Sí, pero generalmente la reacción de las multitudes suele ser equivocada.S6 J.L.B. Ah, sí. Posiblemente, para el examen recto de una obra sea mejor la lectura solitaria. Pero, en todo caso, es un examen de índole distinta. F.S. Usted ha de sentirse muy cómodo trabajando con Bioy Casares, ¿no? J.L.B. Sí, y me siento tan cómodo, que me olvido de que estoy trabajando con Bioy Casares: el que está trabajando realmente es ese tercer hombre que a veces hemos llamado Bustos Domecq y otras Suárez Lynch. Y me ha ocurrido lo mismo cuando hemos trabajado los tres — Muchnik, Bioy y yo— en la elaboración de este film, y ahora en la de otro film que estamos preparando, titulado Los otros. Es decir, nos olvidamos de que somos tres personas, y pensamos con plena libertad. Nadie se siente ligeramente entristecido si una sugestión suya ha sido rechazada; nadie acepta, por cortesía o resignación, lo que dicen los otros. No: es como si los tres fuéramos una sola persona; una sola persona que trabajara con plena libertad y que no tiene por qué sentirse desairada si los otros desaprueban algo que se le ha ocurrido a él y que no se aplaude a sí misma si se le ocurre algo bueno. Y creo que, si no hay este olvido de las diversas personalidades, la colaboración es imposible; y por eso la colaboración es difícil, salvo, naturalmente, en el caso de obras de otro género: dos personas pueden repartirse un trabajo de índole histórica o de índole psicológica quizá, pero no creo que dos personas, sin haberse olvidado de sus personalidades, puedan colaborar en la ejecución de una obra estética.
F.S. Bioy Casares es unos quince años menor que usted: supongo que él habrá aprendido muchas cosas de usted... J.L.B. ¡Y yo de él! FS. Eso le quería preguntar. J.L.B. Es recíproco. Creo que esa idea de que el maestro es siempre el que lleva más años, es una idea totalmente falsa. No quiero decir que siempre ocurra lo contrario. Pero yo sé (y tengo muchos años de cátedra universitaria, de cátedra en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y en el Colegio Libre de Estudios Superiores), yo sé que yo he aprendido mucho de quienes aprendían de mí: es decir, hay un trabajo de colaboración. F.S. Tengo entendido que usted considera a Bioy Casares uno de los más importantes escritores del siglo xx. J.L.B. Así es. Yo creo que una novela como El sueño de los héroes es una novela que debiera ser traducida a muchos idiomas. Es una novela realmente extraordinaria. Al principio, parece una novela de costumbres. Se habla de un grupo de compadritos del barrio de Saavedra. Hay un personaje que es una suerte de maestro de ellos, una especie de caudillo o, acaso, de viejo asesino, o de todas esas cosas a la vez. Los personajes hablan cometiendo errores que pueden ser, que suelen ser, que son risueños. Todo ello parece escrito en un plano de crónica realista y satírica. Pero, luego, a medida que la novela avanza, el lector siente que está ocurriendo algo más. Y ya, en los últimos capítulos, la novela se ha exaltado —digámoslo así— a pesadilla y tiene un final trágico. Todo esto ha sido graduado: no se puede decir el momento en el cual ocurre ese cambio. Al contrario, muy cerca del final trágico hay un episodio de índole casi cómica. Todo esto está hecho de un modo muy sabio. Hay una lentitud que ha sido determinada por el autor. Creo que es uno de los grandes libros de Bioy, y me parece más complejo que La invención de Morel, que tuve el honor de prologar cuando se publicó. F.S. Aparte de Bioy Casares, ¿qué contemporáneo le parece importante?
otro
escritor
argentino
J.L.B. Hay un nombre, o varios nombres, que parecen inevitables. El de Manuel Peyrou, sobre todo los cuentos que contiene La noche repetida. Manuel Mujica Láinez también... Y habría tantos, otros... Pero éstos son los que primero se me ocurren. Y, desde luego, hay aquellos escritores que yo sigo considerando contemporáneos a pesar de su muerte corporal: Leopoldo Lugones, Ezequiel Martínez Estrada, Paul Groussac... Pero supongo que la gente ya los ve como parte de la historia de la literatura, es decir, como gente que ha cumplido un ciclo. Y hay también un poeta, que parecería absurdo nombrar: Enrique Banchs. Es un caso extraordinario. Enrique Banchs es de algún modo el primer poeta argentino por un libro —La urna— publicado el año 1911, y que es un libro intemporal, porque sería igualmente admirable si se hubiera publicado cien años antes o si se publicara cien años después. Un libro que sólo puede definirse por su perfección: no encuentro otra definición posible. F.S. ¿Le agradaban los cuentos fantásticos de Julio Cortázar? J.L.B. Sí, me agradaban, y ocurrió un pequeño episodio... ¿Se lo he contado ya? F.S. No. J.L.B. Yo me encontré con Cortázar en París, en casa de Néstor Ibarra. Él me dijo: "¿Usted se acuerda de lo que nos pasó aquella tarde en la diagonal Norte?" "No", le dije yo. Entonces él me dijo: "Yo le llevé a usted un manuscrito. Usted me dijo que volviera al cabo de una semana, y que usted me diría lo que pensaba del manuscrito". Yo dirigía entonces una revista, los Anales de Buenos Aires (una revista ahora indebidamente olvidada), que pertenecía a la señora Sara de Ortiz Basualdo, y él me llevó un cuento, Casa tomada;37 al cabo de una semana volvió. Me pidió mi opinión, y yo le dije: "En lugar de darle mi opinión, voy a decirle dos cosas: una, que el cuento está en la imprenta, y dentro de unos días tendremos las pruebas; y otra, que ya le he encargado las ilustraciones a mi hermana Norah". Pero, en esa ocasión, en París, Cortázar me dijo: "Lo que yo quería recordarle también es que ése fue el primer texto que yo publiqué en mi patria cuando nadie me conocía". Y yo me sentí muy orgulloso de haber sido el primero que publicó un texto de Julio Cortázar. Y luego nos vimos un
par de veces en la Unesco, donde él trabaja. Él está casado —o estaba casado— con la hermana38 de un querido amigo mío, Francisco Luis Bernárdez (otro poeta que hubiera debido mencionar, y que no he mencionado porque la memoria suele fallarme: yo admiro a muchos escritores...). Bueno, como le decía, nos vimos creo que dos o tres veces en la vida, y, desde entonces, él está en París, yo estoy en Buenos Aires; creo que profesamos credos políticos bastante distintos: pero pienso que, al fin y al cabo, las opiniones son lo más superficial que hay en alguien; y además a mí los cuentos fantásticos de Cortázar me gustan. Me gustan más que las novelas suyas: creo que en las novelas él se ha dedicado demasiado al mero experimento literario, a ese experimento del que no diré que inventó, pero del cual abusó William Faulkner y que se encuentra también en Virginia Woolf: el hecho de invertir el orden cronológico en la narración —que me parece el orden natural— y de contar las historias barajando un poco el orden en que ocurren los hechos. Pero aquí pienso (lo que sin duda se ha dicho también) que eso es lo que ocurre deliberadamente en todo relato policial. Porque realmente un relato policial empieza por el último capítulo, y todo el libro ha sido hecho para llegar al último capítulo, lo cual condice con la estética de Poe, inventor del género policial, que dijo que un cuento debía escribirse para la última línea. Eso, desde luego, puede producir cuentos admirables, pero, al mismo tiempo, a la larga, tiene algo de trampa. Creo que pueden escribirse cuentos que no estén escritos para la última línea. En todo caso, no sé si antes de Poe, o antes de Hawthorne quizá, alguien intentó ese tipo de cuento: pero creo que pueden escribirse cuentos que sean continuamente agradables, continuamente emocionantes y que no nos lleven a una última línea de mero asombro o de mero desconcierto. F.S. A usted qué le parece: ¿este auge actual —o quizá ya no tan actual— de la literatura argentina tendrá algo de "fabricado"? J.L.B. Posiblemente el hecho de que la literatura sea comercial ahora como no lo fue antes haya influido. Es decir, el hecho de que ahora se hable de best-sellers, de que ahora influya la moda (cosa que no ocurría antes). Yo recuerdo que, cuando empecé a escribir, nunca pensábamos en el éxito o en el fracaso de un libro. Lo que se llama éxito ahora, no existía entonces. Y lo que se llama fracaso, se descontaba. Uno escribía para uno mismo, y, acaso, como decía Stevenson, para un pequeño grupo de amigos. En cambio, ahora se
piensa en la venta, sé que hay escritores que anuncian públicamente que han llegado a la quinta, a la sexta o a la séptima edición, y que han ganado tanto: todo eso hubiera parecido totalmente ridículo cuando yo era joven. O, mejor dicho, más que ridículo hubiera parecido increíble. Se hubiera pensado que un escritor que habla de lo que gana con sus libros, lo hace como diciendo: "Yo sé que lo que yo escribo es malo, pero lo hago por razones comerciales, o porque tengo que mantener a mi familia". De modo que yo veo esa actitud casi como una forma de la modestia. O de la mera tontería. F.S. Volviendo a un tema anterior: supongo que la lista de escritores argentinos contemporáneos que usted considera valiosos no es de ningún modo una nómina exhaustiva, ¿no? J.L.B. ¡No, no, desde luego! Y en este momento ya mi conciencia está reprochándome. Porque hay un nombre —sobre todo, tratándose de poetas— que hubiera debido ser uno de los primeros. Y es el nombre del gran poeta entrerriano Carlos Mastronardi. Mastronardi es uno de los primeros escritores que yo conocí cuando volví de Europa, al cabo de una larga ausencia, el año 1921. Nos hicimos muy amigos. Y él me dijo después que él en primer término había buscado mi amistad porque sabía que otro poeta entrerriano, Evaristo Carriego, había sido muy amigo de nuestra casa. De modo que lo que él buscaba en mí, al principio, era una suerte de reflejo de Carriego, ya que yo, siendo chico, lo había conocido a Carriego, pues habíamos compartido el mismo barrio (las orillas de Palermo, de ese Palermo cuyos guapos y cuyos conventillos él cantó en La canción del barrio y en El alma del suburbio). Pero, después, ya encontramos otros temas en común. Nos hicimos muy amigos y nos dimos al curioso vicio de descubrir la ciudad de Buenos Aires. De suerte que yo recuerdo muchas noches y muchas madrugadas pasadas con Carlos Mastronardi, desflorando los fondos de Palermo, el bajo de Saavedra, el barrio de la Chacarita, el puente Alsina, las largas y apacibles calles de Barracas, y discutiendo siempre sobre problemas estéticos, ya que la poesía era nuestra pasión. Felizmente, no estábamos del todo de acuerdo: podíamos discutir, siempre amistosamente, se entiende. Yo he dictado dos cursos en universidades americanas. Uno, hace unos ocho años, cuando fui con mi madre a Texas. En la Universidad de Texas, en Austin, dicté un curso de poesía argentina y un seminario sobre la obra múltiple de Leopoldo Lugones. Y hace dos años fui a Cambridge (Massachusetts):
en la Universidad de Harvard dicté también un curso sobre poesía argentina y un seminario sobre la obra de Lugones. Una vez concluido el curso, los alumnos tenían que presentar trabajos, y una muchacha presentó un trabajo admirable sobre el admirable poema Luz de provincia, de Mastronardi. Yo sé muchas estrofas de memoria, y muchos de mis discípulos las aprendieron también. Y sé que ahora, por la memoria de muchachas y de muchachos de Texas y de New England andan, por obra mía, versos de Carlos Mastronardi, versos de Luz de provincia y de aquel poema que inolvidablemente empieza: La alta mujer dolorosa venía del sur y estaba muerta. El cansancio era fiel a su voz...39 Con Mastronardi tengo una amistad de tipo peculiar, porque es una amistad que puede prescindir de la frecuentación. Vivimos cerca uno de otro (él vive en el hotel Astoria, en la avenida de Mayo). Podemos pasar meses enteros, muchos meses, sin vernos (aunque ahora nos vemos en la Academia Argentina de Letras): pero eso no significa que nuestra amistad haya disminuido en modo alguno. Hace poco yo tuve el placer de proponer a Carlos Mastronardi como miembro de la Academia Argentina de Letras, donde fue elegido por unanimidad (esa vez elegimos también a Conrado Nalé Roxlo, amigo de Mastronardi). El caso de Mastronardi me parece raro en la historia de la literatura, porque, aunque ha publicado varios volúmenes (por ejemplo, Conocimiento de la noche —cuyo título recuerda al de un poema que él no conocía: Acquainted wüh the Night, de Frost), aunque ha publicado varios volúmenes —y, últimamente, un admirable libro de recuerdos titulado Memorias de un provinciano—, él sigue siendo una suerte de homo unius libri (hombre de un solo libro): él sigue siendo autor de ese poema dedicado a Entre Ríos, a la nostalgia de Entre Ríos. Y yo diría que una de las razones que hacen que Mastronardi viva, solitario y noctámbulo, en Buenos Aires, es que en Buenos Aires puede sentir mejor la nostalgia de su Entre Ríos, que él quiere tanto. Y que, de algún modo, me pertenece, ya que mi padre nació en Paraná, o, como se decía entonces en el Paraná (también hubo una época en que se dijo el Entre Ríos, y el Azul y el Rosario: creo que ya esos artículos han caído en desuso). Yo siento un gran afecto por Mastronardi, una gran admiración por su poesía, y yo hubiera debido nombrarlo en primer término. Salvo
que, pasados los setenta años, la memoria suele parecerse al olvido, y por eso, esta mención mía viene un poco tarde. F.S. ¿Usted tuvo amistad con Martínez Estrada? J.L.B. La amistad con Martínez Estrada era una amistad difícil. Porque él era una persona que de algún modo se había entregado a la desdicha, y no sólo a la desdicha, sino a la suspicacia. Creo que Martínez Estrada fue un gran poeta. Por ejemplo, ese poema dedicado a Walt Whitman, aquel que dice Si estás en la bandera constelada y rayada, o en la reja que vuelca virilmente la gleba, o en el hito que atisba de pie, como un reproche, o en el nupcial coloquio que aviva la alborada, o en la tripulación que se arma y se subleva, o en el tropel de búfalos que atraviesa la noche...40 es uno de los grandes poemas de la lengua española. Yo lo traté bastante a Martínez Estrada, sobre todo cuando él vivía en Lomas o en Témperley (no recuerdo bien) y yo en Adrogué. Iba a visitarlo y a conversar con él. Pero, luego, fui descubriendo —y a Pedro Henríquez Ureña le ocurrió lo mismo— que la amistad con Martínez Estrada era difícil, porque él tendía de algún modo a tergiversar lo que uno había dicho, a ver intenciones malignas en frases inocentes y, a veces, en frases que eran puramente laudatorias. Por ejemplo: yo publiqué, con Silvina Ocampo y con Adolfo Bioy Casares, una Antología de la poesía lírica argentina, y en el prólogo dije —y no todos estuvieron de acuerdo conmigo— que yo creía que Ezequiel Martínez Estrada era, en aquel momento de nuestra historia literaria, nuestro primer poeta. Luego, lo noté bastante frío conmigo: pregunté a amigos comunes la razón de esa notoria frialdad, y me dijeron que se había ofendido conmigo. Y se había ofendido conmigo porque había interpretado mal esa frase. Él dijo: "Yo tengo una obra considerable en prosa y ahora Borges me llama el primer poeta argentino". Pero él olvidaba —y, desde luego, voluntariamente olvidaba (porque era un hombre muy inteligente, uno de los hombres más inteligentes que he conocido)— que la Antología era una antología lírica. De suerte que no se hablaba de la prosa de ningún escritor. Sucedía simplemente que, entre cuarenta o cincuenta poetas, yo decía que uno de ellos me parecía el primero. Y eso, sin embargo,
era tomado por él como una manera indirecta, maligna y sumamente laberíntica de negar su obra en prosa. Usted comprenderá que es difícil la amistad con personas que toman todo de esa manera: y éste no es el único ejemplo que yo podría darle. Y entonces, naturalmente, la conversación era difícil con él, porque uno tenía que precaverse, uno tenía que tratar de no decir ninguna frase que pudiera prestarse a una tergiversación de ese tipo. F.S. Había que ser bien clásico al hablarle. J.L.B. Sí, pero yo creo que aun así, Martínez Estrada era un hombre tan inteligente, que conseguía que todo elogio fuera una ironía o un ataque velado. Y, en todo caso, lo lograba. Y creo que eso lo llevó a cierta soledad final. Y Henríquez Ureña me dijo lo mismo: me dijo que él había debido renunciar a la amistad de Martínez Estrada porque todo lo que él decía era tomado en un sentido distinto. Y yo creo que Martínez Estrada gozaba de algún modo en torturarse. F.S. Ya que nombró a Henríquez Ureña, ¿tuvo amistad con él y con Amado Alonso? J.L.B. Sí, desde luego. Y los admiro mucho a los dos, pero yo he sido realmente más amigo de Pedro Henríquez Ureña41 que de Amado Alonso. Eso no quiere decir que yo aprecie más a uno que a otro: quiere decir simplemente que las circunstancias me acercaron más a Pedro Henríquez Ureña que a Amado Alonso. Henríquez Ureña no fue un hombre feliz, porque vivió siempre un poco como un forastero, como un desterrado. Sospecho que en España la gente no lo dejaba olvidar que, al fin de todo, él era un mero dominicano. Algo parecido le ocurrió a Alfonso Reyes: no lo dejaron olvidar que era mexicano, lo veían de algún modo como un intruso. Y sé que aquí la gente no fue lo suficientemente generosa con Pedro Henríquez Ureña. Por ejemplo, para limitarme a algo que en sí no es importante: Pedro Henríquez Ureña no fue nunca profesor titular de una materia que él dominaba, la literatura española; fue siempre profesor adjunto, y el titular —de cuyo nombre no quiero acordarme— era argentino y sentía también que el otro era un mero dominicano. F.S. ¿Hacia qué fecha era eso?
J.L.B. Si usted me habla de fechas a mí, es como hablarme de algo... F.S. Sería, me parece, hacia el 45; porque uno o dos años después, creo que Amado Alonso y otros emigraron. J.L.B. Bueno: tuvieron que emigrar porque la dictadura disolvió todo lo que habían hecho. Pero Henríquez Ureña no: Henríquez Ureña murió antes, de un ataque al corazón, tomando el tren en Constitución para ir a dictar sus cátedras en La Plata. Murió bruscamente. Y es curioso: la última vez que yo lo vi a Henríquez Ureña (esto habrá ocurrido una semana o diez días antes de su muerte), hablamos de aquel admirable poema, aquella admirable Epístola moral que se atribuye a un anónimo sevillano (creo que después se ha encontrado el nombre: se llama algo así como Fernández de Andrada, no estoy seguro). Hay un verso en ella, que dice: ¡Oh muerte! Ven callada, como sueles venir en la saeta... Y yo le dije a Henríquez Ureña que esa metáfora de la flecha tiene que proceder de algún poeta latino. Henríquez Ureña me contestó que a él le parecía muy probable y que iba a investigar en la materia. Desde luego, en aquella época, en el siglo XVII, no se hablaba de plagios: al contrario, era más bien honroso llevar una imagen o un verso de un idioma a otro; es decir, era honroso demostrar que las lenguas vernáculas estaban a la altura de las lenguas clásicas, que todos conocían y admiraban. El hecho es que, una semana o diez días después de aquella conversación con Pedro Henríquez Ureña —creo que en la esquina de Azcuénaga y Santa Fe, más o menos a las dos de la mañana—, la muerte le llegó a él de esa manera, le llegó callada, como suele venir en la saeta. Y hasta ahora, yo no he podido averiguar el origen de esos versos, y no sé si Henríquez Ureña lo habrá encontrado antes de que la muerte lo sorprendiera así. Era un hombre de una extraordinaria inteligencia y una extraordinaria cortesía: en esto último, influía posiblemente su timidez. F.S. Creo que él fue uno de los primeros que leyó los manuscritos de Ernesto Sábato.
J.L.B. Claro, porque posiblemente Sábato fue discípulo de Henríquez Ureña, ya que Sábato estudió en La Plata. Sin embargo, yo no recuerdo haber hablado de Sábato con Henríquez Ureña. Con Pedro Henríquez Ureña hablábamos muchas veces sobre el movimiento modernista, que nos parecía a los dos muy importante (y sigue pareciéndome). Su hermano Max escribió esa Breve historia del modernismo,42 que me parece admirable, en la que se destaca que el movimiento vino de América y llegó luego a España; lo cual es raro, si se considera que ese movimiento estaba inspirado en Hugo, en los simbolistas, en Edgar Allan Poe... Sin embargo, ese movimiento sale de América, atraviesa el Atlántico, y llega después a España. Hablábamos de eso y sobre muchos temas literarios, también sobre poesía americana, sobre los recuerdos personales de él en Nueva York, donde vivió mucho tiempo y que yo no conocía entonces, y sobre temas estéticos generales. F.S. ¿Qué hizo usted el 17 de octubre de 1945? J.L.B. La verdad es que no lo recuerdo. La verdad es que yo creí y sigo creyendo que se trata de una especie de farsa: no creo que sucediera nada realmente. Porque si el dictador hubiera sido secuestrado, y hubiera sido salvado por una turba —como se dijo después—, es muy raro —dado el carácter vengativo del hombre— que nunca se investigara el asunto. Creo que eso fue hecho de un modo un poco escenográfico y en lo cual nadie creyó, desde luego. Es decir, es algo que existe más ahora que en el momento mismo en que se produjo. F.S. ¿Qué representaron para usted los años de gobierno de Perón? J.L.B. La verdad es que yo trataba de pensar lo menos posible en política. Sin embargo, de igual manera que una persona que tiene dolor de muelas piensa en el dolor de muelas inmediatamente en el momento en que se despierta, o un hombre a quien ha dejado una mujer piensa en esa mujer en cuanto pasa del sueño a la vigilia, así yo pensaba todas las mañanas: "Ese hombre, de cuyo nombre no quiero acordarme, está en la Casa Rosada". Y yo sentía tristeza y, de algún modo, sentía también remordimiento, porque pensaba que el hecho de no hacer nada o de hacer muy poco... ¿Qué podía hacer yo?: mencionarlo en las conferencias que yo daba, siempre con alguna burla (yo no podía hacer otra cosa, no me sentía capaz de hacer otra cosa). Todo eso me entristecía. Y, en cambio, yo sentí como algo triste, pero como algo
honroso también el hecho de que mi madre, mi hermana, uno de mis sobrinos y muchos de mis amigos estuvieran en la cárcel durante aquella época. F.S. ¿A usted no le tocó eso? J.L.B. No: me tocó un mero detective, del cual acabé por hacerme amigo, que me esperaba pacientemente todas las mañanas cuando yo salía de mi casa, en la calle Maipú. Yo, al principio, me divertía llevándolo por largas caminatas inútiles por Buenos Aires. Finalmente, me di cuenta de que ese juego era un juego tonto. Conversé con él: el hombre me dijo que realmente él era antiperonista, pero que estaba cumpliendo sus funciones. Entonces, llegamos a una especie de arreglo tácito. Yo le dije: "Mire, la verdad es que no estoy conspirando y le doy a usted mi palabra de no hacer nada que pueda comprometerlo, de modo que, si usted quiere, podemos suspender este sistema, salvo que usted quiera conversar conmigo". Y él me dijo: "Bueno, vamos a vernos; no diré todos los días, pero un día sí y otro no, y vamos a hablar sobre temas diversos, sin excluir la política, ya que los dos pensamos de un modo bastante parecido". No recuerdo cómo se llamaba ese hombre. F.S. ¿Cómo recibió la Revolución del 55? J.L.B. Esa noche yo estaba mal informado. Yo creía que esa noche Rojas iba a bombardear la ciudad. Se nos había aconsejado alejarnos del lugar que iba a ser bombardeado. Yo había recibido aquella tarde un libro sobre literatura islandesa. Pensé: "Posiblemente esta casa sea destruida, pero voy a salvar este libro". La verdad es que hubiera podido salvar tres o cuatro, pero me pareció que, tratándose de un acto simbólico, debía ser un libro. Me hizo gracia la idea de que fuera un libro cuyo valor yo ignoraba, no un viejo libro querido. Entonces, con mi madre, fuimos a casa de mi hermana; no nos alejamos mucho, ya que mi hermana vivía en Juncal, a una cuadra de las cinco esquinas. Luego, yo salí a caminar (no sabía lo que había ocurrido, estaba pensando que se demoraba el bombardeo) y de pronto me encontré frente a la casa de una querida amiga mía, escritora, Susana Bombal. Subí, noté algo raro en la cara de la mucama. En eso llegó Susana, me abrazó, me dijo algo que ahora parecería teatral, pero que no lo era en aquel momento (porque lo teatral corresponde a los momentos de emoción). Me dijo algo así como: "¡Mi noble amigo!" Me preguntó si yo había tomado el
desayuno; la verdad es que no lo había tomado, pero mentí: le dije que sí lo había tomado. Y entonces fui comprendiendo lo que había pasado: la Revolución había triunfado, y yo no lo sabía. Entonces hablé inmediatamente a casa, hablé también a la casa de Adela y Mariana Grondona (ya sabían la noticia). Y luego recuerdo una mañana confusa y feliz, una mañana de lluvia. Recuerdo haber recorrido la calle Santa Fe, haberme encontrado con la chica de Ortiz Basualdo —hija precisamente de la señora que editaba los Anales de Buenos Aires, donde yo publiqué aquel primer texto de Cortázar— y, luego de habernos perdido en la muchedumbre, yo la encontré en la calle Libertad y de pronto resultó que habíamos llegado de nuevo a la calle Santa Fe, que yo ya estaba afónico de tanto gritar ¡viva la Patria! (creo que no se gritó un solo ¡muera! en aquel día). Estaba además calado hasta los huesos, porque estaba lloviendo a cántaros: y yo no me había dado cuenta de nada de eso, arrebatado por el entusiasmo de la patria. Y luego recuerdo aquella otra mañana que nos congregó a tantos en la plaza de Mayo. Recuerdo que yo estaba con Cecilia Ingenieros, hija de José Ingenieros, y allí me encontré con mi madre y con mi hermana, y ellas mejor que yo habían conocido la prisión durante la dictadura. Recuerdo esa felicidad, esa felicidad impersonal. Recuerdo que en aquel momento nadie pensó en su propio destino: cada uno pensó que la patria se había salvado. Y ahora aquella aurora está un poco borrada... podemos decirlo, ¿no? Pero creo que finalmente no seremos indignos de ella. F.S. ¿Cómo conciliaria usted la idea de democracia y de elecciones libres con el hecho de que en los comicios suele triunfar el peronismo ? J.L.B. Ése sería un argumento en contra de la democracia y en contra de las elecciones libres. Tengo la sospecha de que la forma de gobierno es muy poco importante, de que lo importante es el país. Vamos a suponer que hubiera una república en Inglaterra o que hubiera una monarquía en Suiza: no sé si cambiarían mucho las cosas, posiblemente no cambiarían nada. Porque la gente seguiría siendo la misma. De modo que no creo que una forma de gobierno determinada sea una especie de panacea. Quizá les demos demasiada importancia ahora a las formas de gobierno, y quizá sean más importantes los individuos.
F.S. Lo molestaré con una disyuntiva que para usted ha de ser atroz. Suponiendo que debiera forzosamente optar entre un gobierno peronista y un gobierno comunista, ¿por cuál de los dos se decidiría? J.L.B. No es una disyuntiva, porque serían lo mismo. Además, los peronistas son usados por los comunistas. Así que no veo ninguna diferencia entre unos y otros. Salvo que quizá... Sí, claro, en realidad creo que hay una diferencia y es ésta. Yo puedo imaginarme a un comunista —aunque, desde luego, yo no soy comunista y aborrezco el comunismo—, pero no puedo imaginarme a un peronista. El peronista es una persona que simula ser peronista, pero que no le importa nada, que lo hace para sus fines personales. Posiblemente, un gobierno comunista sería un gobierno sincero. En cambio, un gobierno peronista sería un gobierno de sinvergüenzas. Creo que habría eso en favor del comunismo. Hay gente que es sinceramente comunista. Yo —por lo menos durante la dictadura— no conocí a nadie que se animara a decir "soy peronista", porque se hubiera dado cuenta de que se ponía en ridículo. Más bien diría: "A mí me conviene el peronismo porque le saco tales ventajas". Por eso me resultó gracioso un cartel que había en Corrientes y Pasteur y que decía más o menos: "El desinteresado peronista doctor Fulano de Tal opina sobre la ley del divorcio desde su clásico bufete de la avenida Corrientes tal número". Y estaba fotografiado él, en su bufete, con sus libros y su tintero. Es gracioso: entre "peronista" y "desinteresado" hay una evidente contradicción. Y, además, está la frase clásico bufete, que parece una frase de Bustos Domecq. ¡Ja, ja, ja! El cartel estaba pegado en la pared y lamenté no poder arrancar uno para guardarlo como una especie de documento, ¿no? F.S. ¿Cómo le parece a usted que surgirá en un cerebro la idea de convertirse en dictador? J.L.B. La verdad es que parece una idea pueril, ¿no es cierto? Creo que la idea de mandar y ser obedecido corresponde más bien a la mente de un niño que a la mente de un hombre. Yo no creo que un fanatismo puede llevarlos a ello. El caso de Cromwell, por ejemplo: yo creo que él era un puritano, era un calvinista y creía que los dictadores en general sean personas muy inteligentes. También tenía algún derecho. Pero en el caso de otros dictadores más recientes, no creo que hayan sido llevados por el fanatismo. Creo que han sido llevados más bien por un afán histriónico, por un deseo de ser aplaudidos, de ser
obedecidos y acaso por el mero afán pueril de la publicidad, que es un afán que yo no comprendo. F.S. ¿Qué diferencias ve entre la figura de Rosas y la de Perón? J.L.B. Yo creo que deben de haberse parecido bastante. Y aquí puedo hablar con cierta imparcialidad, porque yo soy pariente de Rosas. Creo que Rosas debe de haber representado en su época una calamidad igual a la de Perón. Desde luego, Rosas tuvo que ser más cruel que Perón, porque tuvo que habérselas con gente más dura que los argentinos actuales. Pero creo que Perón, que no vaciló en el uso de la picana eléctrica, no hubiera vacilado tampoco en el uso de los cuchillos mellados de los mazorqueros. Lo que pasa es que a Rosas le tocó una época más brava y eso lo obligó a ser más cruel y, por ende, también más espectacular que Perón. Ya que, aún ahora, pensamos en la época de Perón como en una época triste, y pensamos en la época de Rosas como en una época triste, pero también pintoresca. Es verdad que el país era pintoresco entonces, y actualmente no lo es: actualmente es un país gris, más bien, y entonces no lo era. Era un país que, fuera de algunas ciudades como Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Montevideo (¿por qué no considerarlo también?), era lo que dijo Sarmiento. Dijo: "La República Argentina y la República Oriental son una estancia". Y lo que no era una estancia era la tierra de indios. F.S. ¿Qué opina de la labor que realizan los revisionistas históricos para rehabilitar la figura de Rosas? J.L.B. Una prima mía se casó con Ernesto Palacio, que fue, con Irazusta, un iniciador del revisionismo. Desde luego, él admiraba a Mussolini, admiraba al fascismo, quería encontrar aquí una especie de Mussolini vernáculo, que era Rosas. Me propuso a mí que yo formara parte del Instituto Juan Manuel de Rosas. Yo le dije que, a pesar de cierto parentesco lejano que tengo con Rosas, a mí Rosas me parecía una persona abominable. Además, que toda mi familia es unitaria... Además, que ahí está Sarmiento... Y, finalmente, que no entendía por qué se tomaban tanto trabajo para llegar a una conclusión determinada de antemano. Si uno revisa algo, creo que debe revisarlo con probidad. Pero no decir: “Voy a revisar tales hechos para llegar a tal conclusión". Y le dije que si ellos habían resuelto que los unitarios eran una mentira, no tenían por qué investigar nada, porque ya sabían
que iban a llegar a la conclusión de que Rosas era un patriota, del que Rosas era un gran hombre, de que Rosas no era un cobarde como nosotros nos imaginábamos, etcétera, etcétera... Pero que no era necesario investigar nada, si ya sabían de antemano la conclusión. Es muy raro tomarse tanto trabajo en recorrer un camino cuando ya se sabe cuál es la meta. ¿Por qué no llegar directamente a la conclusión, sin necesidad de respaldarla con argumentos? F.S. ¿Le parece paradójico que un mismo pueblo haya dado a Schopenhauer y a Hitler? J.L.B. El pueblo alemán es ciertamente, con el pueblo inglés, uno de los pueblos más curiosos del mundo. Por ejemplo, como usted dice, produce a Schopenhauer; produce la música de Alemania; y, al mismo tiempo, es dócil a un hombre como Hitler. Wells creía que la humanidad podría salvarse por la educación. Esta idea podríamos parodiarla con el verso de Eliot: algo así como ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información? Desde luego, yo no veo otro camino que el conocimiento y que, inclusive, la misma información, que pueden llevarnos a la sabiduría. Sin embargo, si ha habido un país en el cual ha habido información y en el cual ha habido conocimiento, ese país ha sido Alemania. Y, no obstante, ese país se ha dejado engañar por Ios argumentos realmente pueriles de Hitler. La verdad es que yo no doy con la razón de esa contradicción. Pero esa contradicción existe. Lo que también se da en los alemanes —y lo que ciertamente no se dio en Schopenhauer— es el respeto de la autoridad, una suerte de respeto chino de las jerarquías, el hecho de darles una gran importancia a los títulos de las personas. Creo que, en ese sentido, somos mucho más escépticos que los alemanes: comprendemos que las jerarquías se deben a las circunstancias y que las circunstancias se deben al azar. En cambio, los alemanes, que han producido filósofos escépticos, suelen no producir gente escéptica. Los alemanes aceptan la autoridad, y una sentencia como la de Schiller, die Weltgeschichte ist das Weltgericht, es decir, la historia universal es el juicio final, parece corresponder a una admiración del éxito que me parece típicamente alemana. Y que sería lo contrario de aquella frase de un pensador inglés que dijo: "Nada fracasa tanto como el éxito". En
cambio, usted ve que los alemanes son admirables soldados mientras creen en la posibilidad de la victoria, pero parecen incapaces de luchar por una causa perdida. La escuadra española, después de la derrota de Cuba, salió precisamente para hacerse hundir. En cambio, usted recordará que la escuadra alemana se entregó en 1918 a la escuadra inglesa, cuando sabía que el combate era vano.
CUARTA CONVERSACIÓN Dostoievski y Chesterton - Censuras a Calderón - La imagen de Poe Destino sudamericano - La traducción de Kafka - El pueblo español Los idiomas de Borges - Dante Alighieri - Ventajas de la mala memoria John Kennedy - Verne, Wells y los astronautas - Los deméritos de Horacio Quiroga - El humorismo escrito, H. Bustos Domecq y Carlos Argentino Daneri - El diccionario de Carlos de la Púa. F.S. En sus ensayos es fácil hallar juicios sobre muchos escritores ingleses, alemanes, franceses o españoles; en cambio, es muy raro encontrar alguna opinión sobre Dostoievski o Tolstoi. Por eso me gustaría que explicara para nuestro libro cómo ve a esos dos escritores. J.L.B. Cuando yo tenía diecinueve años, creía que Dostoievski era quizá el primer novelista del mundo, y me molestaba cuando se hablaba de otros escritores y se los consideraba a su talla. Y luego, lo mismo me ocurriría con el Tolstoi de La guerra y la paz. Pero, no tardé en comprobar que esa admiración mía no comportaba el deseo de leer otras obras que las que ya había leído. Por ejemplo, yo he leído y releído Crimen y castigo y Los poseídos. Luego fui derrotado por Los hermanos Karamázov, familia que nunca logró interesarme, y comprobé finalmente que no tenía ganas de leer otros libros de Dostoievski. Y, en cambio, vi que tenía ganas de leer autores que yo juzgaba entonces inferiores. Por ejemplo, yo trataba de leer cada línea escrita por Chesterton y, sin embargo, me hubiera indignado —en aquella época— el hecho de equiparar a Chesterton con Dostoievski. Quizá lo que me ocurrió con Dostoievski es que lentamente fui dándome cuenta de que sus personajes no diferían mucho unos de otros, y había algo desagradable en esa idea continua de culpa, y que yo no encontraba en él lo que realmente me gusta más en la literatura, que es la épica. F.S. Usted, una vez, en una conversación informal, me dio una opinión sobre Calderón de la Barca que no coincide con la que habitualmente sustentan las historias de la literatura. Le rogaría que la repitiese. J.L.B. Creo que dije que Calderón de la Barca era una invención de los alemanes; creo que dije que el título de la obra La vida es sueño hizo
que se lo considerara como poeta metafísico. Esto se encuentra en El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, y Schopenhauer habla de la esencia onírica de la vida, creo que es algo así como das traumhafte Wesen des Lebens, pero no respondo de la precisión de mis citas. Ahora bien, creo que esa frase puede interpretarse de dos modos distintos. Cuando Shakespeare, por ejemplo, equipara la vida con un sueño, él, en lo que insiste, es en la irrealidad de la vida, en el hecho de que es difícil fijar una diferencia entre lo que soñamos y lo que vivimos. En cambio, en el caso de Calderón, creo que la frase tiene un sentido teológico: la vida es sueño, en el sentido de que nuestra vida, nuestra vigilia, no corresponden a la realidad, sino a una breve parte de la realidad, el sentido de que lo verdadero son el cielo y el infierno. F.S. Es más bien la idea de Manrique, creo. J.L.B. A mí también me parece. Creo que la idea de Calderón es una idea religiosa, o, mejor dicho, una idea cristiana. Creo que Calderón le daba el énfasis a la idea de lo transitorio de la vida, comparado con lo transitorio de un sueño. En cuanto a la versificación de Calderón, la encuentro excesivamente pobre y será, quizá, porque no lo he leído bien, pero el hecho es que yo no puedo distinguir un personaje de otro, y me parece que se nota demasiado el mecanismo teatral en sus obras. Y lo mismo puede decirse de todo el teatro clásico español. Ya sé que estoy diciendo una herejía, pero, como voy a cumplir setenta y dos años, creo que puedo ser un poco herético, ¿no? F.S. Y ya que estamos en el tema teatral, ¿qué opina de Lope de Vega? J.L.B. Yo a Lope de Vega lo veo como un admirable poeta. En cuanto al teatro de él, uno tiene que aceptar tantas convenciones y los argumentos —esos juegos de confusiones— me interesan tan poco... F.S. Entre sus autores preferidos se cuentan nombres (Wells, De Quincey, Chesterton) a quienes, en general, los críticos no consideran primeras figuras. Inversamente, usted niega, por ejemplo, a Calderón, que en general es admirado por todos. ¿Qué explicación le daría usted a este hecho?
J.L.B. Atribuyo esa predilección mía al hecho de que juzgo la literatura de un modo hedónico. Es decir, juzgo la literatura según el placer o la emoción que me da. He sido durante muchos años profesor de literatura y no ignoro que una cosa es el placer que la literatura causa y otra cosa el estudio histórico de esa literatura. Yo tomaría, por ejemplo, un caso como el de Edgar Allan Poe. Creo que Poe, como poeta, es un poeta mediocre, una suerte de mínimo Tennyson. Y, en cuanto a los cuentos de Poe, cada uno de ellos, salvo, acaso, El relato de Arthur Gordon Pym, juzgado separadamente, adolece, me parece, de truculencia, de énfasis... Sin embargo, la importancia de Poe es considerable si la juzgamos históricamente. Podríamos decir que lo que hoy se llama ficción científica procede de Poe. Es evidente que Poe es el inventor del género policial, y que hay cuentos suyos —La carta robada, por ejemplo— que acaso no hayan sido superados. Es evidente que Baudelaire procede de Poe, que de Baudelaire procede el movimiento simbolista, y que del simbolismo procede Paul Valéry. Es decir, uno no puede negar la importancia histórica de Poe, pero eso no quiere decir que cada uno de sus cuentos, poemas o ensayos sea especialmente admirable. A esto que yo he dicho podría objetarse que más importante que cada página de un autor es la imagen que este autor deja y, sin duda, esa imagen de desdicha, de soberbia, de imaginación genial que ha dejado Poe es también una de sus obras. Por lo demás, los historiadores de la literatura me parecen muchas veces personas entregadas a la mera información, para volver a un tema que hemos tratado hace unos días. Y, en cuanto a los movimientos literarios, creo que son meras comodidades de los historiadores, y, en el mejor de los casos, son estímulos para que el autor produzca su obra. F.S. Si usted hubiera nacido el 24 de agosto de 1899 no en Buenos Aires, sino, digamos, en Londres, o en París, o en Berlín, ¿cuál cree usted que habría sido su destino de escritor? J.L.B. Es evidente que las circunstancias serían distintas. Si yo hubiera nacido en un país de antigua y rica cultura, posiblemente mi obra habría pasado inadvertida. En cambio he tenido la suerte —suerte literaria, digamos— de ser un sudamericano, y eso ha hecho que se exagere el mérito de lo que yo he escrito. Y ahora que digo esto, pienso en un caso análogo, pienso en Groussac: posiblemente, si Groussac se hubiera quedado en Francia, habría sido un buen escritor francés, un buen historiador francés, pero no se hubiera destacado. En cambio, le
tocaron el destierro, el hecho de escribir en un idioma que no le gustaba, la necesidad de renovar el estilo de ese idioma, el hecho de vivir en una Argentina bastante primitiva aún; y todo esto le permitió ser no sé si esencialmente más grande, pero sí más benéfico para sus contemporáneos y para el ambiente que le había tocado en suerte. F.S. Una mañana, mientras bajábamos las escaleras, usted me comentaba que el escritor argentino suele ser superior a su obra, a la inversa de lo que sucede con el escritor europeo. Me contó que había conocido a Camus... J.L.B. Sí, y que no me había impresionado absolutamente nada. En cambio, parece ser que es su obra la que ha impresionado... Ahora, yo creo que, posiblemente, éste es un país haragán, éste es un país fundamentalmente escéptico. Es decir: un país que no exige mucho de nadie, y eso tiende a que lo que nosotros escribamos sea inferior. Porque sabemos que el éxito es —sobre todo ahora— un mecanismo que se maneja. En cambio, en otros países, cada escritor se ve obligado a dar todo lo que puede. F.S. Aparte de español e inglés, que fueron lenguas maternas, ¿en qué otros idiomas puede leer? J.L.B. Cuando yo tenía vista, yo podía leer en alemán y podía gustar de la literatura alemana. Hace unos días hablamos de Alemania: yo me atrevería a decir que Alemania ha producido, entre tantas otras cosas, algo que me parece superior a todo lo demás que nos ha dado, aun pensando en algunos poetas admirables, aun pensando en Heine, o en Ángelus Silesius, o quizá en Hölderlin, y ese algo es el idioma alemán, que me parece de una belleza extraordinaria, me parece hecho para la poesía. F.S. Me pareció notar en su versión de La metamorfosis, de Kafka, que usted difiere de su estilo habitual... 43 J.L.B. Bueno: ello se debe al hecho de que yo no soy el autor de la traducción de ese texto. Y una prueba de ello —además de mi palabra— es que yo conozco algo de alemán, sé que la obra se titula Die Verwandlung y no Die Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación. Pero, como el traductor francés
prefirió —acaso saludando desde lejos a Ovidio— La metamorphose, aquí servilmente hicimos lo mismo. Esa traducción ha de ser —me parece por algunos giros— de algún traductor español. Lo que yo sí traduje fueron los otros cuentos de Kafka que están en el mismo volumen publicado por la editorial Losada.44 Pero, para simplificar —quizá por razones meramente tipográficas—, se prefirió atribuirme a mí la traducción de todo el volumen, y se usó una traducción acaso anónima que andaba por ahí. F.S. Suele decirse habitualmente que a usted le fastidian los españoles y le fastidian España y su literatura. ¿Usted está de acuerdo con ese dictamen? J.L.B. No, no estoy de acuerdo con ese dictamen. España me parece un país admirable; mejor dicho, un conjunto de países admirables, sobre todo si pienso en Galicia, si pienso en Castilla —ahí mi entusiasmo se enfría un poco—-, si pienso en Andalucía. Creo que el español común —lo que se llama en inglés the man in the street— es uno de los mejores hombres del mundo, sobre todo desde el punto de vista ético. Yo no he conocido un español cobarde; casi podría decir que no he conocido un español deshonesto. En cambio, los literatos españoles —con alguna excepción— no suscitan mi admiración. Si yo tuviera, por ejemplo, que comparar a los españoles con otros pueblos, yo diría que los españoles son, en general, éticamente superiores a los otros. Por ejemplo, yo no he conocido ningún italiano estúpido, no he conocido ningún judío estúpido; y, en cambio, he conocido a pocos españoles cuya inteligencia me haya impresionado especialmente. Es decir, yo hablaría de una superioridad ética de los españoles. F.S. Volviendo al tema de los idiomas, del que nos habíamos apartado, ¿qué recuerdos guarda de sus experiencias de latinista? J.L.B. Guardo recuerdos que son muy superiores a mi recuerdo de la lengua misma, del latín. Me entristece pensar que yo dediqué seis o siete años al estudio del latín, que yo llegué a gozar del verso de Virgilio y de la prosa de Tácito y de Séneca, y que, ahora, de todo ese latín sólo me han quedado latines, nada más. Pero —no sé si ya lo he dicho antes— creo que el hecho de haber olvidado el latín ya es una suerte de posesión, ya que el latín nos enseña una economía, una severidad,
un amor de lo sentencioso. Y creo que esto es benéfico en el ejercicio de otros idiomas. Y aquí recuerdo un verso de Robert Browning. Dice: El latín, el idioma del mármol. Creo que no solamente se refiere al hecho de que las inscripciones latinas sean comunes, sino al hecho de que el idioma latino parece hecho para ser grabado en el mármol. Es como si hubiera una afinidad natural entre esos dos hechos: entre el latín y el mármol. F.S. ¿Y nunca se le ocurrió estudiar griego? J.L.B. No. Por un lado, hay una razón que yo suelo dar cuando me preguntan por qué no sé griego: y es que hay tantas personas que ya lo saben por mí. Pero no sé si ésa es la verdadera razón. La verdad es que me he sentido atraído —he hablado hace un momento de mi admiración por el alemán y todos conocen mi admiración por el inglés—, me he sentido atraído más bien por las lenguas germánicas. Actualmente, después de nueve años dedicados al inglés antiguo, estoy estudiando el islandés antiguo, una lengua afín al anglosajón. Además estoy por cumplir setenta y dos años y no puedo emprender el estudio de idiomas cuyas raíces son distintas de las de los idiomas que conozco. Por ejemplo, me hubiera gustado saber hebreo, pero sé que ello está más allá de mis posibilidades actuales. Cuando era joven, eso hubiera podido hacerlo. Yo sé que, esencialmente, me pasa lo mismo con el inglés antiguo y con el islandés antiguo. Sé que no llegaré a poseerlos, pero sé también que esa suerte de lento viaje hacia lo imposible es de algún modo un agrado. Y creo haber dicho todo esto en algún poema de mi libro Elogio de la sombra. F.S. ¿No sentía una suerte de remordimiento al leer a los clásicos griegos en traducciones? J.L.B. No. Yo pensaba lo que pensé con respecto al árabe. El hecho de desconocer el griego y el árabe me permitía leer, digamos, la Odisea y Las mil y una noches, en muchas versiones distintas, de suerte que esa pobreza me llevaba también a una suerte de riqueza. F.S. ¿Qué impresión le produjo la primera lectura de La divina comedia?
J.L.B. Esa primera lectura la emprendí en circunstancias bastante anómalas. Yo estaba empleado en una modesta biblioteca de Almagro Sur. Yo vivía por el barrio de la Recoleta. Para ir a mi empleo yo tenía que hacer dos largos viajes en tranvía —creo que era el 76, no estoy seguro— y encontré una edición de La divina comedia en italiano y en inglés, hecha por Carlyle —no por el famoso Thomas Carlyle, sino por un hemano suyo—. Esa edición era bilingüe. Yo leía en el tranvía: primeramente una página inglesa; trataba más o menos de retenerla, y luego leía la página italiana correspondiente. Además he sabido que si alguien conoce el español posee de algún modo el portugués y, aunque en grado menor, el italiano. Pues bien, cuando llegamos en el segundo volumen a la isla del Purgatorio, en el Polo Sur, me di cuenta de que ya podía prescindir de la versión inglesa y que podía seguir leyendo en italiano. Luego me quedé tan deslumbrado por este libro, que toda la demás literatura me parecía una obra del azar, me parecía una obra hecha de regalos del azar junto a La divina comedia, en la que todo parece —y sin duda es— premeditado por el autor. Luego adquirí ediciones italianas de la Comedia. Recuerdo la de Scartazzini, recuerdo —ésta la leí después— la del erudito judeoitaliano Momigliano, recuerdo la de Grabher, recuerdo la de Torraca, recuerdo la de Steiner... y comprobé que La divina comedia ha sido anotada de un modo tan admirable, verso por verso, que uno puede leerla casi sin saber italiano. Dante, en una epístola a Can Grande della Scala, dijo que su Divina comedia podía leerse de cuatro modos distintos. Esto me recuerda lo que dijo Scoto Erígena; dijo que la escritura sagrada era "como el plumaje del pavo real, hecha de un número infinito de colores". Y luego hallé que para ciertos teólogos judíos, la escritura sagrada ha sido escrita para cada uno de sus lectores; el libro ha sido previsto por Dios y el lector ha sido previsto por Dios. Lo cual nos daría también un número infinito de lecturas posibles. Por otro lado, creo que las versiones españolas de La divina comedia corresponden esencialmente a un error: el error de hacernos creer que el italiano difiere mucho del español. Yo creo que cualquier argentino, cualquier colombiano, cualquier español, debe emprender directamente la lectura de La divina comedia. Es verdad que tendrá que resignarse a algunas incomodidades al principio; es verdad, también, que será infinitamente recompensado. Sé que hay personas que instintivamente demoran la lectura de La divina comedia porque sienten que hay algo esencialmente falso en la obra. Un gran poeta francés, Paul Claudel, dice que los espectáculos que nos aguardan del
otro lado de la muerte no han de parecerse al infierno, al purgatorio y al paraíso soñados por Dante. Y que él se imagina más bien para el infierno una suerte —digamos— de Luna Park vertiginoso. Ahora bien, yo creo que esta objeción carece de todo valor. No creo que Dante creyera que el infierno corresponde a sus nueve círculos, el purgatorio a esa suerte de montaña artificial hecha de terrazas, y el cielo a un lugar indefinido y resplandeciente en que se dialoga con los santos. No: el mismo Dante, en el curso de la obra, dice que nadie puede anticiparse a las decisiones de Dios, que nadie puede ahora decir que "A" será condenado y que "B" será salvado. Y, sin embargo, a lo largo de La divina comedia vemos reprobos y penitentes y bienaventurados cuyos nombres precisos se nos da. ¿Cómo explicar esto? Yo creo que Dante inventó esa estructura, esa topografía —o, mejor dicho, geografía— de los tres reinos para propósitos literarios. Y un hecho mínimo bastaría para justificar esta tesis mía: a medida que uno va leyendo La divina comedia, uno diría que el otro mundo está poblado exclusivamente por personajes bíblicos, por personajes clásicos y, sobre todo, por italianos. Esta anomalía tenía que ser sentida por Dante. Lo que pasa es que Dante eligió para cada uno de los pecados, de los grados de penitencia o de las virtudes, un personaje típico y ese personaje tenía que ser un personaje ya conocido por los lectores, un personaje que la imaginación de los lectores aceptaría fácilmente. Y uno de los comentadores de Dante —creo que fue su propio hijo— dijo que lo que Dante se había propuesto era representar la condición de los justos bajo la metáfora del cielo, la condición de quienes se arrepienten bajo la metáfora del purgatorio, y la condición de los pecadores bajo la metáfora del infierno. Es decir, la misma vividez, la misma incomparable vividez de La divina comedia ha hecho que la leamos como si fuera un libro de geografía imaginaria. Y esto, que al principio estuvo en su favor, ahora milita en su contra. Pero creo que basta darse cuenta de este hecho simple —el hecho de que Dante, al morir, no esperaba encontrarse en ninguna de las tres regiones soñadas po su imaginación—, basta este hecho simple para que podamos gozar de La divina comedia, y puedo decirle que La divina comedia constituye para mí una de las experiencias literarias más vívidas que me ha sido deparada en el curso de una vida dedicada a la literatura. F.S. ¿El valor religioso de La divina comedia le llegó a usted, o simplemente atendió a su valor literario?
J.L.B. Lo que menos me ha interesado en La divina comedia es el valor religioso. Es decir, me han interesado los personajes, me han interesado sus destinos, pero todo el concepto religioso, la idea de premios y de castigos, es una idea que no he entendido nunca. La idea de que nuestra conducta personal pueda interesarle a la Divinidad, y la idea de que mi vida personal —esto ya lo he dicho alguna vez— pueda merecer castigos eternos o recompensas eternas me parece absurda. La parte ética de La divina comedia es la parte precisamente que no me ha interesado nunca. F.S. Supongo que usted, que tiene una obra tan rica en versos memorables, guardará, a su vez, en la memoria, muchos versos ajenos. J.L.B. Sí. Pero serían versos muy distintos. Serían acaso versos de poetas menores. Además, noto que últimamente la memoria me está fallando, y lo noto en el estudio del islandés. Recuerdo que, cuando empecé a estudiar inglés antiguo, yo podía recordar largas tiradas, es decir, tiradas de quince, veinte o treinta versos, y que ahora, con el islandés, ya no me ocurre lo mismo. Y, sin embargo, si se habla de mi memoria, yo recuerdo más lo que he leído que lo que he vivido. O, para hablar con más precisión, de todo lo que he vivido, lo leído es lo más preciso y lo más real para mí. En cambio, si pienso en mi propia vida, tiendo a olvidarla. Especialmente, en todo lo que se refiere a cronología. Yo no sé ahora cuánto tiempo hace que estuve por primera vez en Israel, por ejemplo. Yo no podría fijar la fecha de mi estadía en Texas o en New England. Yo no sé exactamente en qué año estuve en Escocia y en Dinamarca, y, sin embargo, esos países me impresionaron profundamente. Y, si yo tuviera que escribir una autobiografía, esa autobiografía estaría llena de errores circunstanciales. Yo estuve preparando una revisión de mi primer libro, Fervor de Buenos Aires, y agregué una o dos notas explicativas. Y un amigo mío, Norman Thomas di Giovanni, 45 descubrió que esos datos que yo había dado eran falsos. Yo decía, por ejemplo, que tal pasaje se encuentra en tal libro publicado en tal fecha: y resulta que el pasaje correspondía a otro libro publicado en otra fecha distinta. Pero no me duele el olvidar circunstancias, ya que, al fin de todo, la vida nos proporciona un exceso de circunstancias. Y eso yo lo sentí hace tiempo, en un poema titulado La noche que en el Sur lo velaron, donde digo, con alguna exageración acaso perdonable, que la noche nos libra de una de las mayores congojas: la prolijidad de lo real; es decir, de día
recorremos una ciudad hecha de pormenores, y de noche, en la alta noche, sobre todo en los barrios extremos, recorremos una ciudad simplificada, una ciudad que tiene la sencillez de un plano o de un sueño. F.S. ¿Cómo recibió la noticia del asesinato de John Kennedy? J.L.B. Recibí esa noticia con una emoción que no sabría analizar. Recuerdo que yo caminaba por este barrio, el barrio de la Biblioteca Nacional; oí decir: "Ha muerto Kennedy". Supuse que "Kennedy" fuera un vecino irlandés del barrio, y, luego, al entrar en la Biblioteca, alguien me dijo: "¡Lo han matado...!" Y entonces comprendí, por el tono con que me lo decía, de quién se trataba, y recuerdo, durante ese mismo día, haberme detenido en la calle con personas que no conozco y que no me conocían, y habernos abrazado como una manera de expresar lo que sentíamos.40 Aquel día hubo una suerte de comunión entre los hombres, como la hubo también aquel domingo en que los primeros hombres llegaron a la luna. Es decir, existía la emoción de lo que había ocurrido, y existía además la emoción de saber que miles de personas, millones de personas, acaso todas las personas del mundo, estaban sintiendo con emoción lo que ocurría. Con la diferencia de que, en el caso de Kennedy, sentimos que algo trágico había ocurrido, y, en cambio, en el caso de los hombres que llegaron a la luna, creo que todos lo sentimos como una felicidad personal. Y yo diría más, yo diría que lo sentí como una suerte de orgullo personal como si, de algún modo, yo hubiera sido uno de los artífices de esa hazaña prodigiosa. Y quizá no me equivocaba, quizá todos los hombres han sido artífices de esa hazaña, ya que todos hemos mirado a la luna, ya que todos hemos pensado en la luna. F.S. Ya que acaba de nombrar el viaje a la luna, ¿cree que ese viaje es culpable de quitarles valor a las imaginaciones de Jules Verne o de Herbert George Wells, por ejemplo? J.L.B. No. Yo creo que uno comprende que ellos se habían imaginado ciertas cosas y tenían que situarlas en algún lugar, y las situaron en la luna. En cambio, ahora hubieran elegido un lugar distinto. En cuanto a Verne, es raro que siempre se asocie su nombre, ya que Verne era un hombre muy curioso. Porque es indudable que tenía imaginación; al mismo tiempo, es indudable que esa imaginación era —digamos— más
tímida que la de Wells. Usted recordará que, en los dos volúmenes47 del viaje a la luna de Verne, éste se opone o no quiere que sus exploradores lleguen a la luna. El proyectil que habitan cae al océano Pacífico, a diferencia de la esfera de Wells, que llega a la luna. Creo que en el tercer capítulo de Los primeros hombres en la luna, de Wells, que corresponde a 1901, ya los dos amigos —uno de los cuales resulta ser un traidor— pisan la luna. En cambio, Verne no quiso ir tan lejos. Y recuerdo haber leído un anécdota —no sé si es cierta— según la cual a Jules Verne lo escandalizaron las invenciones de Wells. Y dijo: II ment! ("está mintiendo", dijo, con buen sentido francés). Y recuerdo también que Wells se jactaba de que todo lo imaginado por Verne sería realizado o podía realizarse. Y que, en cambio, lo que él había imaginado no se realizaría nunca. Sin embargo, estoy seguro de que a Wells le hubiera alegrado ser desmentido y que se hubiera sentido tan emocionado como nosotros al ver que efectivamente había first men in the moon. F.S. ¿Cuál es el valor que les atribuye a los cuentos de Horacio Quiroga? J.L.B. No sé si usted sabe que yo soy de familia oriental. Mi abuelo Borges nació en Montevideo, antes de la Guerra Grande. Y estoy vinculado con familias como la de Haedo, la de Melián Lafinur y otras. Pues bien, después de haber declarado esto, me atrevo a declarar que el valor de los cuentos de Horacio Quiroga me parece —no diré absolutamente, porque no debe emplearse ese adverbio—, pero me parece casi nulo. Creo que Horacio Quiroga es una suerte de superstición oriental, o, mejor dicho, uruguaya, ya que corresponde a lo que el país es actualmente. El estilo de Quiroga me parece deplorable, su imaginación me parece pobre y, además, me sucede con los cuentos de Quiroga el hecho de que, al leerlos, nunca puedo creer en ellos, y creo que esto es muy grave; creo que mientras leemos un cuento, debemos creer en él. Y, además, aquí debo recordar una observación de Novalis. Dice Novalis que hay muchos pasajes en los libros que corresponden al lector y no al autor. En cambio, Horacio Quiroga parece no haber sentido esa diferencia. Horacio Quiroga se maravilla de lo que está contando. Horacio Quiroga usa palabras como atroz, terrible, estupendo quizá, que corresponden al lector, no al autor. Es decir, Horacio Quiroga es un lector demasiado admirativo de su propia obra.
F.S. Sin embargo, usted me dijo una vez que le parecían buenos los cuentos fantásticos de Lugones en Las fuerzas extrañas, cuentos en los que también es difícil creer. J.L.B. Sí... ¿pero cómo vamos a comparar un escritor con otro? Lugones —si aceptamos su estilo barroco— era un gran escritor. Quiroga, un escritor muy mediocre y un escritor capaz de increíbles torpezas. Por ejemplo, leí, hará unos cuatro años, un cuento de Quiroga, A la deriva, en que se habla de un hombre que creo que remonta un río y que es mordido por una serpiente. Pues bien, en ese cuento no se sabe qué es lo que se refiere a la historia precisa y qué es lo que se refiere a lo que el hombre habitualmente hacía. Es decir, ese relato está lleno de ambigüedades innecesarias que corresponden a la torpeza literaria del autor. En cuanto a la poesía de Quiroga, parece una suerte de parodia — de parodia involuntaria— dé la poesía de Herrera y Reissig, que también parece una parodia.48 Por ejemplo, usted me preguntó hace un rato si yo recordaba versos. Pues bien, recuerdo versos de Horacio Quiroga. Recuerdo estos versos: ... de los verdes jarrones japonistas... Esto no lo he inventado yo. Y luego un poema sobre un Combate naval, en que se habla de la vanguardia marina de los cadetes.49 Eso él lo publicó en Los arrecifes de coral, y permitió que fuera reeditado después. Posiblemente yo he escrito versos no menos ridículos, pero también he sabido avergonzarme de ellos y borrarlos. Y, ya que nombré a Herrera y Reissig, no sé qué mala suerte lo perseguía, porque bastaba que él nombrara un rubí para que el lector enseguida pensase en un pedazo de vidrio; o que nombrara el oro para que uno pensara en un metal cualquiera. Sin embargo, creo que había cierta pasión en él, que Herrera y Reissig era una persona apasionada, aunque sea con la pasión de la locura literaria, ¿no? F.S. ¿A ese estilo un tanto descuidado de Quiroga correspondería quizá el estilo de Roberto Arlt?
J.L.B. Sí, salvo que, detrás del descuido de Roberto Arlt, yo siento una especie de fuerza. De fuerza desagradable, desde luego, pero de fuerza. Yo creo que El juguete rabioso de Roberto Arlt es superior no sólo a todo lo demás que escribió Arlt, sino a todo lo que escribió Quiroga. F.S. De igual modo, supongo que lo fatigarían las novelas de Manuel Gálvez. J.L.B. Sí, pero era una distinta clase de fatiga. Más bien la fatiga de lo gris, de lo mediocre, una fatiga más tranquila y, por ende, más llevadera. También es cierto que nunca adelanté mucho en su lectura. F.S. Me gustaría ahora que me dijera qué opina sobre los cuentos; humorísticos de Arturo Cancela. J.L.B. Hay un cuento de Arturo Cancela que me gusta mucho: se titula EL destino es chambón. Pero, en general, yo creo que el humorismo escrito es un error. Desde luego, esto significa negar buena parte de la obra de Mark Twain. Yo creo que el humorismo es algo que surge del diálogo y que es perdonable y aun agradable en el diálogo. Y aquí recuerdo a Macedonio Fernández. Las bromas de Macedonio Fernández fueron admirables en el momento en que se dijeron, porque surgían de la conversación. Pero luego él cometió el error de escribirlas, de entretejerlas y llegó a una suerte de barroquismo casi ilegible.50 Creo que, con el tiempo, desaparecerá el humorismo escrito, y el humorismo sólo quedará como una suerte de flor de la conversación. Pero todo esto, sin duda, es heterodoxo... A mí del humorismo lo que más me agrada es el disparate, sobre todo el disparate lógico. Por ejemplo, hay una broma —no sé si la hemos recordado ya— que es obra de un primo mío, Guillermo Juan Borges: "Había tan poca gente en el concierto, que, si falta uno más, ya no cabe". Pero él la hizo porque estaba en el ambiente de Macedonio. Porque Macedonio era un hombre tan inteligente, que obligaba a todos sus interlocutores a ser inteligentes. Nadie podía ser tonto hablando con Macedonio Fernández... Esto, desde luego, corresponde a la idea de la transmisión del pensamiento. Yo creo que la transmisión del pensamiento no es un fenómeno inusual, sino algo que ocurre continuamente. ¿En qué se basan, por ejemplo, el amor y la amistad? No se basan en lo que la gente dice, porque más o menos todos decimos lo mismo. Se basan en
el hecho de que sentimos una afinidad detrás de las palabras dichas por el otro. Me ha ocurrido muchas veces en la vida el asistir a una reunión y conocer en esa reunión —digamos— a dos personas. Una de ellas ha dicho cosas inteligentes y agudas. La otra se ha limitado a sonreír y a callar, o simplemente a callar. Y, sin embargo, al salir de la casa, yo he pensado: "'A' es un imbécil, 'B' es un hombre inteligente". 'A' había dicho cosas inteligentes, 'B' no había dicho nada. Y luego he comprobado que no me había equivocado, que hay una comunicación que va más allá de las palabras. Y esto ocurre, sin duda, con la obra escrita también. Hay autores que, línea por línea, página por página, y, acaso, libro por libro, no son especialmente admirables. Sin embargo, uno acaba por admirarlos, porque todo eso nos deja una imagen de conjunto que es grata para nosotros. F.S. Sin embargo, pese a que usted acaba de negar el valor del humorismo escrito, usted incurrió en esa culpa en Carlos Argentino Daneri y en Bustos Domecq. J.L.B. Sí, pero el hecho de que yo haya cometido algo no significa que no sea una culpa. F.S. Pero, entonces, ¿por qué, pese a que usted tenía conciencia de que era una culpa, incurrió en ella? J.L.B. Yo creo que siempre que uno obra mal, sabe que está obrando mal. Y, sin embargo, lo hace. Yo creo que nadie cree que su propia conducta sea ejemplar. Y eso se refiere también a lo literario. En el caso de Bustos Domecq, Bioy Casares y yo sentimos que no debemos dejarnos arrastrar por él. Y sin embargo, nos dejamos arrastrar por él. En el caso de Carlos Argentino Daneri —ahí soy yo el que debo defenderme—, creo que la broma es perdonable porque está incluida en un contexto51 quizá trágico y sin duda fantástico. Es decir, Carlos Argentino Daneri es un personaje cómico, pero, al fin de todo, es parte de un texto que no es cómico, o, en todo caso, que no aspira a ser cómico, sino a ser fantástico. Y es muy posible que sea mi única agresión humorística, de modo que no siento demasiados remordimientos por ella. F.S. ¿Carlos Argentino Daneri sería, tal vez, el arquetipo del escritor argentino mediocre?
J.L.B. No. Es un amigo mío —de cuyo nombre no quiero acordarme— que leyó el cuento, que no se reconoció en él y a quien el cuento le hizo gracia y me felicitó. Cuando yo esbocé ese personaje, yo sabía que no estaba cometiendo una traición, yo sabía que podía hacerlo con toda impunidad, ya que posiblemente nadie notara la semejanza, ni siquiera el mismo modelo. F.S. A mí me parece reconocer, en el doctor Mario Bonfanti, de los Seis problemas para don Isidro Parodi, tal vez a Arturo Capdevila o a Enrique Larreta. ¿Estoy en lo cierto? J.L.B. No. Yo admiro a Capdevila y, en cuanto a Larreta, quizá esté reflejado parcialmente en otro personaje del libro, en Gervasio Montenegro. Y, en alguna página de los Seis problemas para don Isidro Parodi hay alguna frase de Larreta, salvo que ahí está usada burlescamente y Larreta la escribió con toda seriedad. Pero la verdad es que yo he leído muy poco a Larreta, que su obra no me ha interesado mucho, y que prefiero no hablar de ella a hablar mal de ella. F.S. ¿Usted está conforme con los tangos y milongas que compuso con Piazzolla52 y con la milonga que compuso con José Basso?53 J.L.B. Estoy más o menos conforme con la letra. Y estoy conforme con la música de Basso más que con la música de Piazzolla. Pero el hecho es que yo carezco de toda persuasión musical y que mi juicio no tiene ningún valor. F.S. En ese disco de que usted forma parte, Catorce con el tango, ¿hay algún tango de otro de los escritores que le haya gustado especialmente? J.L.B. (Asume un gesto de infinita duda.) F.S. ¿El de Petit de Murat,54 tal vez? J.L.B. El de Petit de Murat..., creo que se refiere a Güiraldes y a un periodista que había adquirido un diccionario lunfardo y que se llamaba Carlos Muñoz, "Carlos de la Púa". Creo que hay un verso que se repite varias veces: ¡Bailóte un tango, Ricardo! Y me parece raro ese descuido: generalmente es mandóte un tango lo que suele decirse, ¿no?
Pero, en general, los escritores, cuando queremos escribir en lunfardo, nos equivocamos.
QUINTA CONVERSACIÓN El tango valeroso y el tango sentimental - El truco - Los prostíbulos del arroyo Maldonado - Un poema gauchesco de Arturo Jauretche - Radicales y conservadores - Hipólito Yrigoyen - La despedida de Francisco López Merino - Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre - Director de la Biblioteca Nacional - Los druidas y los drusos - Eduardo Mallea - Ediciones del "Martín Fierro". F.S. Sabemos que usted prefiere que el tango carezca de letra... J.L.B. A mí no me gusta el tango-canción. Es verdad que los primeros tangos tenían letra, pero, en general, era una letra obscena, una letra que se hacía simplemente con fines mnemónicos para recordar la música. Además, el hecho de que el tango tenga letra lo ha llevado a una dramatización, que es precisamente lo que me desagrada a mí. Porque yo prefiero, digamos, la tradición de los payadores, es decir, la de cantar con cierta indolencia, con cierta indiferencia, la de contar a veces historias sanguinarias con inocencia, como si no se dieran cuenta de lo que están contando, y creo que eso les da, además, una mayor eficacia. En cambio, sobre todo con Gardel y después de Gardel, se tiende a que cada tango sea un pequeño episodio dramático y sentimental, que suele concluir con un sollozo... Y a mí personalmente eso me desagrada: posiblemente se trate de un prejuicio de viejo argentino, nada más. F.S. Y en el caso particular de Homero Manzi, ¿le gustan sus tangos? ¿El tango Sur por ejemplo? J.L.B. El tango Sur, sí. Tiene un primer verso lindo: Sur, callejón y después... Al mismo tiempo, hay en Manzi frases evidentemente falsas, que demuestran, no diré al literato, pero sí al mal literato. Por ejemplo, en un tango que creo que es de él, se habla de el viento del arrabal. Ésta es una frase que ningún compadre hubiera usado. Primero, porque la idea del viento del arrabal es una idea falsa, y, en segundo término, porque el orillero no se jacta de vivir en un arrabal; dice "soy del barrio del Retiro" o "soy del barrio de Montserrat", o de donde fuera. Pero la palabra arrabal es una palabra del todo culta, que no hubiera utilizado nunca un compadre. Me la nombran las estrellas y el viento del arrabal:
eso ya se ve que está hecho por una persona del centro que tiene una idea sentimental de los compadres y es del todo ajeno a las coplas populares, que jamás hubieran dicho eso. Ahora, posiblemente, Homero Manzi (yo lo conocí: se llamaba Manzione) ignorara del todo ese ambiente, o, lo que es probable, no le importara la verosimilitud. F.S. ¿Usted conoció a Juan Muraña, a quien nombra en más de un poema? 55 J.L.B. No, yo no lo conocí. Yo conocí a gente que lo había conocido. Por ejemplo, a Marcelo del Mazo, a don Nicolás Paredes. En Palermo era una persona conocida; creo que fue guardaespaldas de Paredes. Era carrero y, según he oído, al final se dio a la bebida y una noche cayó del pescante del carro y se rompió el cráneo contra las piedras de la calle Las Heras. Y fue el cuchillero de más fama. Él, y Suárez el Chileno. Tanto es así, que casi todas las anécdotas de guapos que se cuentan o —mejor dicho— que se contaban por aquel barrio, se las atribuían a él. Pero debemos recordar la frase francesa on ne prête qu'aux riches: sólo a los ricos se les presta. De modo que cualquier acto de valentía se sentía que le quedaba bien a Muraña, que era famoso por su valor y por su destreza en el manejo del cuchillo. La única destreza que tenía, porque no creo que fuera un hombre inteligente: desde luego, no existe ninguna razón para que lo fuera. F.S. En una oportunidad anterior, usted habló con nostalgia del café La Paloma, donde se jugaba al truco. Además, tiene un poema dedicado al truco.56 Quiere decir entonces que ese juego ha representado algo muy grato en su vida. J.L.B. Sí. Ha representado horas muy gratas. Sobre todo porque creo que el truco tiene una superioridad sobre otros juegos. Desde luego, no sobre el ajedrez ni sobre el bridge, pero sí sobre el poker. Y es el hecho de que, aunque se juegue por dinero (lo cual es bastante frecuente), el dinero que se gana no es importante Y una prueba de ello está en el hecho de que nadie dice "yo gané tantos pesos al truco" sino "yo le gané a Fulano". Es decir, hay una rivalidad desinteresada en el truco. Además, el truco parece que está hecho sobre todo para pasar el tiempo; por eso es un juego muy lento, a diferencia del poker. Y eso es natural, porque el poker —creo— fue inventado por aventureros, en el oeste americano, gente que buscaba oro y que quería rápidamente
hacerse rica. En cambio, el truco es un juego de gente que tiene muy poco o nada que hacer; es un juego de las llanuras, de las cuchillas, de las estancias. Yo lo compararía con el mate, en el sentido de que es más bien un pasatiempo que otra cosa. F.S. El truco, ¿es de origen argentino, uruguayo o español? J.L.B. Hay una dificultad allí. Hay un juego español que se llama truquiflor. Ahora, yo he hablado, en España, con gente que conocía ese juego y, según lo que ellos me han dicho, no se parece al nuestro. Hay dos variedades de truco: la que jugamos en la República Argentina y la que se juega en el Uruguay, que se llama truco hasta el dos, y que se juega con muestra. Es decir, una vez dadas las cartas, se saca una carta y el palo de esa carta es la muestra. Si usted tiene (por ejemplo, digamos que la muestra es de oros), si usted tiene un cuatro de oros, con eso usted puede matarle al as de espadas. Hay un hecho curioso, y es que en ese largo y, en general, lánguido poema que escribió Ascasubi, Santos Vega o Los mellizos de "La Flor", se describe un partido de truco, que se supone jugado antes de la Revolución de Mayo. Y ese partido de truco corresponde exactamente al truco hasta el dos.57 Eso puede tener dos explicaciones: podemos pensar que Ascasubi, que pasó tanto tiempo en la República Oriental y que estuvo allí durante la Guerra Grande, durante el sitio de Montevideo por los blancos de Oribe, aprendió ese truco; y también podemos suponer que ese truco es la forma más antigua del truco, y que lo que nosotros jugamos (que en la República Oriental se llama truco ciego o truco porteño y es el que primero aprenden los muchachos, antes de aprender el otro) es una simplificación del anterior. Ahora, yo nunca aprendí a jugar al truco hasta el dos, que es el que se juega en el Uruguay y que es más complicado, porque esa cuestión de la seña interviene en todo el juego, de modo que, por ejemplo, puede haber flores de un número más alto que... creo que la flor más alta es de 47, no estoy seguro. Bueno: del que fuere. F.S. En este momento, en que la ciudad antigua se nos está borrando, me gustaría que usted fijara en qué sitios se hallaban ubicados esos prostíbulos a los que usted se refirió en otra ocasión, esos que estaban alrededor del Maldonado: ¿en qué calles de Palermo?
J.L.B. Esos prostíbulos daban al arroyo Maldonado. Desde luego, yo era chico y no pude tener ninguna experiencia directa. Pero he hablado con muchísimos vecinos, entre ellos, por ejemplo, con Alfredo Palacios, que vivía a la vuelta. De modo que darían al arroyo, es decir, a lo que ahora es la calle Juan B. Justo, por donde está entubado el arroyo. Y creo —porque he hablado también con vecinos de Villa Crespo y de Flores— que el arroyo Maldonado tendía —yo no sé por qué o, precisamente, porque era un zanjón bastante desagradable—, tendía a producir un tipo de población y de humanidad desagradables. O, en todo caso había cierta gente que buscaba ese barrio evidentemente pobre. Y, en cuanto a los nombres de las calles, tendrían que estar esos prostíbulos muy cerca de las calles que creo que todavía se llaman Humboldt o Darwin, esas calles con nombres de naturalistas; o, de este lado del Pacífico, en la calle Godoy Cruz. Más o menos por ese lado. Y creo que se dio ese tipo de casas de mala vida y de malevaje criollo y calabrés, a todo lo largo del arroyo Maldonado. Desde luego, un arroyo bastante largo, una zanja bastante larga; porque yo he visto el arroyo Maldonado en Villa Luro, donde hay esas calles con nombres de poetas, esas calles que se llaman Virgilio, por ejemplo, u Homero... F.S. El otro día, hojeando viejos libros, me encontré con uno del año 34, El Paso de los Libres, de Arturo Jauretche, que tenía... J.L.B. Un prólogo mío. 58 Sí: pero, ¿por qué le pareció raro? Yo creo que en ese libro hay versos muy lindos. Y creo que el hecho de que ahora estemos distanciados políticamente no significa que yo juzgue malos aquellos versos que él escribió entonces. Es decir, actualmente no nos vemos (yo no diría que lo evito, porque yo tampoco veo lo bastante como para evitar a nadie), pero, en fin, estamos bastante distanciados: él se hizo peronista, etcétera... Pero en ese libro hay versos lindos. Yo lo conocí a él por Enrique Amorim, porque después de la revolución de Uriburu él se desterró al Uruguay. Enrique Amorim está casado con una prima mía, Ester Haedo, y yo lo conocí a él allí. Él me pidió un prólogo para el libro, y, como tenía versos realmente lindos, tenía versos que recordaban a veces el tono de Hilario Ascasubi —uno de los poetas criollos que yo admiro más—, yo escribí ese prólogo y no me avergüenzo de haberlo escrito.
F.S. No. Lo que pasó es que, en primer término, yo no sabía que Jauretche hubiera escrito poesías. Yo lo conocía más bien como un político... J.L.B. Bueno, yo tampoco sabía que ahora fuera político. Yo no tengo ninguna noticia de él desde hace tiempo... F.S. ¿No sabía que fue candidato a senador hace unos diez años? J.L.B. ¿¿¿Jauretche. . . ? ? ? Bueno, no sé. Yo hará no sé cuántos años que no lo veo. No tengo ninguna noticia de él. Y ni siquiera conozco gente que lo conozca tampoco. A veces, suena el nombre de él, así de un modo vago... Pero, en fin, yo no tengo por qué avergonzarme de haber prologado un libro de versos que me parecía y que quizá, si lo releyera, seguiría pareciéndome bueno. F.S. En La fundación mítica de Buenos Aires 59 usted tiene un verso que dice: El corralón seguro ya opinaba: YRIGOYEN. Ese verso, ¿tiene un sentido despectivo o de solidaridad respecto de lo que opinaba el corralón? J.L.B. Me agrada mucho que usted me pregunte esto. Yo era radical, yo estuve afiliado al partido Radical. Pero estuve afiliado por razones del todo ilógicas: simplemente porque mi abuelo materno, Isidoro Acevedo, fue íntimo amigo de Alem. De modo que yo fui radical por tradición. Pero luego, cuando los radicales llegaron al poder, y me di cuenta de que eran una calamidad para el país, pensé que era absurdo que yo siguiera siendo radical por razones, digamos, de piedad, de culto de los mayores, razones así de tipo chino o genealógico... Y, entonces, unos cuatro o cinco días antes de las elecciones, fui a verlo a Hardoy y le dije que quería afiliarme al partido que él presidía. Esto también tiene su prehistoria. Yo estaba una vez conversando con una escritora, y, de pronto, ella me dijo: "Usted, como conservador, dice esto", Yo le dije: "No, yo no soy conservador: yo soy radical". Y me dijo: "No, no. Usted es esencialmente conservador". Y me di cuenta de que tenía razón. Y ése fue uno de los motivos que me llevaron a afiliarme al partido Conservador. Y, además, me di cuenta de que, hablando con amigos míos conservadores, yo estaba de acuerdo con ellos en todo. De suerte que yo me afilié al partido Conservador unos días antes de las elecciones; Hardoy quiso desaconsejarme: me dijo que era absurdo, que
no tenían la menor posibilidad de ganar, y yo hice entonces una frase. Le dije: "A un caballero sólo le interesan las causas perdidas".60 Y él me dijo: "¡Ah, bueno! En ese caso, ni una palabra más". F.S. Pero esto no fue por la época del prólogo a Jauretche... Hará cosa de diez años, ¿no? J.L.B. No: ha de hacer aún menos, supongo... F.S. Habrá sido en el 63, para la elección que ganó Ilia. J.L.B. Sí, exactamente. Y después me di cuenta de que había hecho bien en afiliarme al partido Conservador. Pero yo no he tenido ninguna actuación política; cuando era radical, tampoco. Desde luego, cuando yo me afilié al partido Conservador, eso se anunció y yo habré pronunciado algún discurso. O no un discurso: habré hablado en algún comité diciendo que las épocas de mayor honra, de mayor prosperidad, de mayor dignidad del país, habían correspondido a gobiernos conservadores, pero a eso se ha reducido mi actuación política. La verdad es que yo no tengo ninguna vocación política. F.S. ¿Cómo veía usted la misteriosa figura de Hipólito Yrigoyen? J.L.B. Yo nunca lo conocí. En mi familia, sí: eran amigos de él. Yo no lo conocí nunca, y lo curioso es que Yrigoyen cultivaba ese misterio. Hasta se dijo que, durante su presidencia, él seguía conspirando, como lo había hecho toda su vida. Y, a diferencia de otro gobernante de cuyo nombre no quiero acordarme, creo que fue un hombre de escasas luces pero también un hombre muy probo. Por ejemplo, él siguió viviendo modestamente en los altos de una casa de la calle Brasil. No tuvo el esnobismo de algunos dictadores, que frecuentaban el teatro Colón y les gustaba mucho la idea del lujo. Al contrario: siendo de buena familia, no le interesó nunca asistir a las reuniones de sociedad; a la hija de él no le interesó vestirse en París; a él le desagradaba que aparecieran retratos suyos. Es decir que siguió siendo un modesto y oscuro señor argentino, siendo, además, presidente de la República. Y ya que hablamos de Yrigoyen... —no sé si he recordado ya una frase de él—: parece que un grupo de personas fue a verlo después de la elección que lo hizo presidente —desgraciadamente para él— por segunda vez. Entonces él les contestó con una frase que resultó
profética: "Les diré, como los antiguos compadres de Balvanera (Balvanera —el Once— era su barrio y allí fue caudillo Alem): 'Siempre me ha ido tan mal, que, cuando me va bien, me da miedo'". Y tenía toda la razón. Porque si Yrigoyen hubiera perdido esas elecciones, ahora tendríamos el recuerdo o habría dejado la memoria de un buen presidente o, en todo caso, de un hombre honorable (bueno..., honorable siempre sigue siéndolo), pero, en fin, hubiera sido mejor para él no haber sido elegido por segunda vez. Por lo demás, él aceptó la revolución de Uriburu. Es decir, cuando él se dio cuenta de que el país no quería que él fuera presidente, él no insistió. F.S. ¿Qué recuerdos conserva de Francisco López Merino, a quien le dedicó un poema? 61 J.L.B. De López Merino tengo recuerdos muy precisos. Éramos muy amigos. Sé que se suicidó por haber descubierto -—en una radiografía que él tenía que llevar a un médico y cuyo sobre abrió yendo de La Plata a Buenos Aires— que estaba tuberculoso. Y la tuberculosis —creo que esto ocurrió en el año 1928— era entonces una enfermedad incurable. Entonces él tomó la decisión de suicidarse. Yo lo vi por última vez en casa. Nosotros vivíamos en la avenida Quintana entre Montevideo y Rodríguez Peña. Panchito López Merino —así lo llamábamos— venía más o menos cada semana o cada quince días a casa. Luego tenía que hacer ese largo trayecto desde el barrio de la Recoleta hasta Constitución para tomar el tren que lo llevaría a La Plata. Él comió con nosotros. Mi padre se retiró temprano, y López Merino dijo: "Quiero despedirme del doctor". Mi padre ya se había acostado, y yo sabía que mi padre era un hombre que ponía la cabeza en la almohada y se quedaba dormido en seguida (una vez me dijo que él, siempre, antes de dormir, pensaba en un país fantástico —no quería darme ningún detalle sobre ese país—, y que luego ya empezaba a soñar con ese país y se quedaba dormido). Yo sabía, entonces, que mi padre ya estaba durmiendo. Mi madre le dijo a Panchito que mi padre estaba dormido, y que ella le diría al otro día que López Merino se había despedido de él. López Merino, que era una persona muy cortés, dijo, sin embargo, con cierta terquedad que no excluía la cortesía: "Yo quiero despedirme del doctor" (así lo llamaba a mi padre). Entonces yo subí a la habitación de mi padre, lo desperté, le dije que López Merino quería despedirse de él. Mi padre se quedó un poco sorprendido. López Merino entró y le dijo: "Quiero despedirme de usted, doctor". Le dio la
mano y se fue. Y luego, unos diez días después se suicidó: entonces comprendimos por qué quería despedirse. Quería despedirse porque esa despedida no era una mera ceremonia o un rito frivolo: realmente estaba despidiéndose. Es decir, él sabía que iba a suicidarse: si no, no se explica esa insistencia. Recuerdo que él se suicidó el día del cumpleaños de mi madre, el 22 de mayo. En casa estábamos un pequeño grupo de amigos, tomábamos champagne, estaba lloviendo a cántaros, y en eso me hablaron del diario El Mundo. Me dieron la noticia, me pidieron que contara alguna anécdota de él, y entonces ocurrió lo que siempre ocurre cuando a uno le hablan de un amigo: uno tiene una imagen muy precisa de él, pero es difícil transmitir esa imagen o amonedarla en una anécdota. F.S. ¿Usted tiene preferencia por la lectura de algún diario en particular? J.L.B. No. Además, que yo nunca leo periódicos. F.S. ¿Antes tampoco? J.L.B. Yo nunca he leído periódicos. Y nunca los he leído porque, por alguna perversidad mía, me interesa lo que ha sucedido hace mucho tiempo más que lo contemporáneo. Recuerdo que yo estaba en Ginebra cuando empezó la primera guerra europea, y yo estaba estudiando entonces historia antigua. Y yo, con toda inocencia —es verdad que tendría catorce o quince años—, pensé: "Qué raro que a todo el mundo, de golpe, le interese ahora la historia; qué raro que a ninguno le interesen las guerras púnicas o las guerras de los persas y de los griegos, y que ahora todo el mundo esté tan interesado en la historia contemporánea". Y además pensé que, posiblemente, lo que ocurre ahora es difícil de conocer. Y luego recuerdo una frase de Macedonio Fernández —siempre estoy volviendo a Macedonio Fernández—: "Los historiadores, tan conocedores del pasado como ignorantes nosotros del presente". Tanto es así que, cuando los hombres llegaron a la luna, yo no sabía que eso fuera a emocionarme. Yo pensé que era un hecho que tenía que ocurrir tarde o temprano, dados los propósitos de la ciencia. Y, sin embargo, una semana antes de la hazaña, ya empecé a inquietarme, ya empecé a sentir temor de que fracasara; y luego, cuando realmente los hombres pisaron la luna, sentí una emoción que podemos llamar íntima, personal. Y, al mismo tiempo, me alegró la idea de que, sin duda, todas las
personas del mundo estaban sintiendo lo mismo, de que todos nos sentíamos personalmente felices y orgullosos de que eso hubiera ocurrido, de que, de algún modo, todos participábamos en esa hazaña, de que no se trataba simplemente de quienes la habían planeado y de quienes la ejecutaban. Todos los hombres del mundo han mirado la luna, han deseado eso y tienen que haberse sentido contentos de que eso hubiera ocurrido. Y luego pensé —quizá pude haberme equivocado— que el hecho de que tres hombres llegaran a la luna es algo que puede unir a todos los hombres. Porque es una suerte de hazaña de toda la humanidad, más allá del hecho de que sean americanos o húngaros o chinos o lo que fuere... F.S. Una vez leí en La Prensa que, si usted tuviera que elegir tres obras de escritores argentinos, una de ellas sería la Historia de Vicente Fidel López. ¿Por qué le gusta tanto ese libro? J.L.B. Es muy difícil explicar un agrado. F.S. Compárelo entonces con Mitre. J.L.B. Yo siento que hay una intimidad en el tono de López, que no hay en Mitre. Y creo que la obra de López no está hecha como pedestal de un personaje. En cambio, la Historia de San Martín o la Historia de Belgrano están hechas un poco como pedestales, como estatuas: están hechas para exaltar a individuos en particular. Por el contrario, creo que Vicente Fidel López recoge toda una tradición argentina y recoge los defectos también. F.S. ¿Cómo, dónde y cuándo conoció a Victoria Ocampo? J.L.B. Yo había dado una conferencia —mejor dicho, yo la había escrito y otra persona la había leído: yo no me animaba a hablar en público—62 sobre El idioma de los argentinos (título muy exagerado, desde luego: ahora yo hablaría más bien de una entonación argentina del español, de una respiración argentina del español, pero no de un idioma distinto), y Victoria estuvo de acuerdo con esa conferencia. Entonces ella me escribió una carta y fue a casa nuestra —era cuando vivíamos en Quintana—. Y luego fue extraordinariamente bondadosa conmigo. Cuando se fundó la revista Sur, me incluyó a mí en el comité de colaboración. En el primer número de Sur apareció un grabado de mi
hermana, y apareció un artículo mío sobre la obra de Ascasubi, que yo creía que había sido olvidada con injusticia. Y, desde entonces, hemos sido excelentes amigos y, además, yo le debo a ella y a Esther Zemborain de Torres el hecho de ser director de la Biblioteca Nacional. Y al doctor Dell'Oro Maini también; y a Ricardo Sáenz Hayes. Porque en el año 55, después de la Revolución Libertadora, cuando había que buscar personas del todo insospechables de peronismo, se pensó en mí. Eso se le ocurrió a Esther Zemborain; habló con Victoria Ocampo, ella habló con el doctor Sebastián Soler, y en seguida empezaron a hacer una campaña en favor de que me nombraran a mí director de la Biblioteca. Yo lo supe; hablé con Victoria y le dije que la Biblioteca Nacional me quedaba muy grande y que el que mucho abarca, poco aprieta —ésta no es una metáfora muy original, pero en fin... — y que por qué no pedían para mí la dirección de la Biblioteca de Lomas de Zamora, por ejemplo, que me permitiría vivir en Lomas —que es un pueblo que me gusta mucho—. Victoria me dijo: "No sea idiota", y, efectivamente, al cabo de un tiempo —la Revolución fue en septiembre—, el 17 de octubre, yo fui con un grupo de escritores a saludar al general Lonardi. Yo me acuerdo de aquel día: estábamos en la plaza de Mayo; vigilados por el escuadrón de seguridad, había tímidos peronistas en las esquinas que, de vez en cuando, alzaban los ojos al cielo esperando un avión negro, según se decía. Yo pensé: "Qué raro. Voy a entrar en la Casa Rosada. En la Casa Rosada no está el dictador, y, por primera vez en mi vida, va a darme la mano un presidente de la República... Todo esto tiene algo de sueño". Luego nos recibió el presidente. Yo fui el último. Cada uno de nosotros tenía que decir su nombre. Cuando yo le dije mi nombre, el general Lonardi me dijo: "¿Director de la Biblioteca Nacional, tengo entendido?" Y entonces Mujica Láinez, o algún otro, dijo: "Nos agrada oír esas palabras en boca de Su Excelencia". Yo me quedé como muerto. Luego salimos, yo fui a casa, mi madre me dijo: "¿Cómo te fue con el presidente?" "Bien", dije yo. Entonces ella me dijo: "Acaban de hablarte del Ministerio de Educación". "Ah", dije yo, "ha de ser por lo que me ha dicho Lonardi". Entonces le conté a mi madre que me había dicho que era director de la Biblioteca. Esa noche, mi madre y yo salimos a caminar, llegamos aquí a la calle México, mi madre me dijo: "Bueno, ahora que sos el director, ¿por qué no entras? Vamos a mirar un poco por adentro cómo es todo". Y yo, por una especie de temor supersticioso, dije: "No, mejor es no entrar hasta que sepa que puedo entrar". Y, efectivamente, no entré. Y, a la mañana siguiente, me
avisaron desde el Ministerio que estaba nombrado y que podía hacerme cargo de la dirección de la Biblioteca. Y todo eso fue una amistosa conspiración inventada por Esther Zemborain de Torres y luego organizada por Victoria Ocampo y por otros amigos míos. F.S. Antes de ser director, ¿usted no acostumbraba venir a la Biblioteca? J.L.B. Yo era muy tímido. Yo he venido mucho a la Biblioteca Nacional, pero, en realidad, el único libro que yo leía era la Encyclopaedia Britannica. Y era la Encyclopaedia Britannica porque yo sabía que esa enciclopedia estaba en los anaqueles laterales y no tenía que pedirla. De modo que todo era mucho más sencillo. Yo sacaba un tomo cualquiera de la Encyclopaedia (que era una edición vieja; es decir, una de esas ediciones no hechas para la consulta sino para la lectura, con artículos largos; además, a mí no me importaba —digamos— que la estadística estuviera à la page o no, porque a mí esas cosas no me interesan), y recuerdo una noche muy agradable en que adquirí bastante información sobre los druidas y sobre los drusos, que naturalmente eran vecinos en las páginas de la Encyclopaedia. De modo que yo he venido mucho a la Biblioteca y, por supuesto, yo sabía que Groussac era el director. Pero yo no me animé nunca a acercarme a Groussac, porque sabía que era una persona áspera, una persona de trato ingrato y que, en fin, el diálogo con él no hubiera sido agradable. Era una persona fácilmente irascible. Además, Groussac se sentía desterrado. Groussac pensaba que su verdadero destino era el de ser un gran escritor francés y le dolía tener que vivir aquí, en el fin del mundo. Y escribió aquella frase: "Ser famoso en América del Sur no es dejar de ser un desconocido", en donde se nota la nostalgia de Francia y cierta amargura. F.S. El comité de colaboración de la revista Sur también lo integra Eduardo Mallea... J.L.B. Sí. Yo a Mallea lo conocí... le voy a decir exactamente cómo. Un domingo se presentó en casa un grupo de escritores jóvenes. Yo les llevaría cuatro o cinco años, pero, en aquella época, era bastante importante la diferencia. Ahora no, porque con el tiempo se van igualando los tantos. Esos escritores eran: Leónidas de Vedia, Carlos Alberto Erro, Saslavsky, Mallea, y algún otro más. Ellos me dijeron que iban a fundar
una revista, y me pidieron un poema. Y yo me sentí muy orgulloso y, al mismo tiempo, con cierto temor de que, una vez leído el poema, fuera rechazado unánimemente. Pero, en fin, los recibí, les di el poema, y, al cabo de unos días, me dijeron que podía corregir las pruebas, lo cual ya me pareció un buen augurio... Creo que la publicación se llamaba Revista de América, y salieron tres o cuatro números. Y yo me sentí muy orgulloso de esa visita. F.S. ¿A usted le gustan las novelas de Mallea? J.L.B. Sí. Sobre todo una novela breve que se titula Chaves, que creo que es lo mejor que ha escrito él. Y luego un cuento, cuyo nombre no recuerdo, sobre un hombre que siente celos anticipados de un desconocido, y luego llega más o menos a provocar el adulterio de su mujer: algo así como una versión más compleja de El curioso impertinente de Cervantes. Ahora, Mallea, como yo, es un hombre tímido, de modo que hemos llegado a la amistad, pero no a la intimidad. Es decir: yo lo aprecio, sé que él me aprecia, pero no nos vemos con mucha frecuencia. Y me pasa lo mismo con Carlos Mastronardi, y este caso es aún más raro. Porque yo diría que Carlos Mastronardi es mi más íntimo amigo, salvo que no quiero usar el más porque parece excluir a otros, y yo ciertamente no quiero excluir a Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, o a Manuel Peyrou. El hecho es que yo puedo ver dos veces por año a Carlos Mastronardi, y eso no empaña nuestra amistad en modo alguno. F.S. ¿Usted conoció a Carlos Alberto Leumann? J.L.B. Sí, pero muy poco. F.S. ¿Leyó alguna obra suya? J.L.B. Leí alguna novela de él, que no me interesó, y leí el prólogo de una edición al Martín Fierro. En ese prólogo hay una afirmación que a mí me parece insostenible. Dice que él ha usado, para esa edición del Martín Fierro, el mismo procedimiento que usó Lachmann, creo, para editar el Nibelungenlied, el Cantar de los Nibelungos. Ahora bien: yo no sé qué parecido puede haber entre la tarea de compulsar una serie de manuscritos medievales y la tarea de reeditar un libro publicado en Buenos Aires en el año 1872. Además, no creo que Leumann tuviera ningún conocimiento del campo. Y, ya que hablamos del Martín Fierro,
creo que hay una edición del Martín Fierro que tiene notas que son realmente valiosas, y que no es ciertamente la de Tiscornia (ya que Tiscornia se limitó a una serie de paralelos imaginarios entre la novela picaresca española y la poesía gauchesca), sino la edición de Santiago Lugones —primo, creo, de Leopoldo Lugones—, un hombre que conocía realmente el campo y que sitúa al Martín Fierro en el ambiente del Martín Fierro y no en el ambiente de lo que pudo haber sido la España picaresca del siglo XVII, que no tiene absolutamente nada que ver con la vida en la provincia de Buenos Aires en mil ochocientos setenta y tantos, en la época de los malones y de los fortines. F.S. Hace unos días habíamos hablado de la película Martín Fierro. Después se estrenó la versión fílmica de Don Segundo Sombra...63 J.L.B. Yo no la he visto. Ahora, todas las referencias que tengo son excelentes, y, al mismo tiempo, me parece muy difícil hacer un film sobre un libro que es casi una serie de cuadros de costumbres. Porque, fuera de la creciente amistad entre el tropero viejo y el chico, yo no sé qué acción novelesca tiene.
SEXTA CONVERSACIÓN El diccionario de argentinismos - El primer libro - Evaristo Carriego Escritores españoles del siglo XX - Alfonso Reyes - La biblioteca y las aves de corral - Beneficios del peronismo - La fama de Discépolo Conan Doyle, los gatitos y los panes - El overo rosao - Facundo vs Martín Fierro - El gato de Cheshire - Kafka y Henry James - El cuento y la novela F.S. ¿Por qué le desagradan poemas tales como El general Quiroga va en coche al muere? J.L.B. El poema —llamémoslo así— El general Quiroga va en coche al muere me parece ahora una especie de calcomanía. Además, no sé cómo me atreví a escribir un poema sobre un tema que ya había sido tratado definitivamente por Sarmiento, que inventó —más o menos— a Facundo Quiroga. Lo hice exagerando el tono criollo, y eso tuve que modificarlo en ediciones ulteriores.64 Por ejemplo, yo había puesto las ánimas en pena de fletes y cristianos. Luego, releyéndolo, pensé que eso de fletes y cristianos correspondía a un hombre de letras que quiere ser criollo y entonces puse de hombres y de caballos, lo cual me pareció mucho más natural. Por otra parte, creo que ese poema tiene un defecto esencial: está escrito para que sea pintoresco, es decir, está escrito desde afuera. En cambio, creo que hay otro poema mío, de tema análogo, un poema sobre la muerte de Francisco Narciso de Laprida, titulado Poema conjetural, en el cual tenemos un tema histórico y sin exceso de ponchos, de pingos y de todos los demás recursos del escritor porteño cuando quiere ser gaucho, y que está escrito al revés: es decir, yo trato de sentir lo que el hombre sintió, pudo haber sentido o debió haber sentido. Aquel poema, como otro —que creo que es peor todavía, si es que es dable suponer algo peor—, La fundación mítica de Buenos Aires, son ejercicios pintorescos de un principiante, y siempre me ha parecido raro que alguien los tomara demasiado en serio, salvo como meras diversiones. F.S. Entonces quiere decir que a usted le habrá costado mucho llegar a sus actuales convicciones lingüísticas.
J.L.B. Sí. La verdad es que para llegar a escribir de un modo más o menos aseado, de un modo más o menos decoroso, he necesitado llegar a los setenta años. Porque hubo una época en que yo quería escribir en español antiguo; luego quise escribir a la manera de aquellos escritores del siglo XVII que, a su vez, querían escribir como Séneca — un español de tipo latino—; y luego pensé que tenía el deber de ser argentino. Entonces adquirí un diccionario ds argentinismos, me dediqué a ser criollo profesionalmente, hasta tal punto, que mi madre me dijo que no entendía lo que yo había escrito, porque ella no conocía el diccionario ese y hablaba como una criolla normal. Y ahora creo que he llegado a escribir de un modo más o menos sencillo. Y recuerdo una frase de George Moore que me impresionó, quien, para elogiar a alguien, dijo: "Escribía en un estilo casi anónimo". Y me pareció que era el mejor elogio que podía hacerse de un escritor: He wrote in an almost anonymous style. F.S. Entonces es evidente que entre la Historia universal de la infamia y... J.L.B. Bueno, la Historia universal de la infamia está escrita en un estilo barroco; pero está hecha como una especie de broma, ¿no? De broma no muy graciosa... pero, en fin, no se me ocurrieron otras cosas. F.S. Claro. Yo, particularmente, prefiero leer El Aleph y no la Historia universal de la infamia. J.L.B. Ah, sí: desde luego, hay una diferencia capital. La Historia universal de la infamia está escrita por un principiante, y El Áleph está escrito por un hombre que tiene alguna experiencia literaria y que sabe renunciar a ciertos juegos, a ciertas diabluras o travesuras fáciles. F.S. ¿Qué sintió usted cuando vio Fervor de Buenos Aires, su primer libro, en la calle? J.L.B. La expresión ver en la calle es exagerada, porque yo no lo puse en venta, yo no pensé que a nadie pudiera interesarle lo que yo escribía. Pero recuerdo que, cuando tuve un ejemplar en las manos, me sentí muy emocionado. Eso es un poco misterioso, porque, al fin de todo, no hay mucha diferencia entre un manuscrito y un libro impreso, y menos
aún entre una copia a máquina y un libro impreso —aunque, la verdad es que lo que yo entregué fue un manuscrito. Sin embargo, esa diferencia existe. Porque ése fue mi primer libro y, cuando las cosas ocurren por primera vez, impresionan mucho. Y, en cuanto a premios, la gente ha sido muy generosa conmigo: yo he obtenido premios literarios importantes, y ninguno me ha impresionado tanto como aquel Segundo Premio Municipal de Literatura en prosa que obtuve el año 1928,65 porque era el primer premio que yo tenía. F.S. Cuando usted era joven, ¿recibió algún consejo literario que le haya sido especialmente útil? J.L.B. Sí. Recibí el consejo de mi padre. Me dijo que escribiera mucho, que rompiera mucho y que no me apresurara a publicar, de suerte que el primer libro que yo publiqué, Fervor de Buenos Aires, fue realmente mi tercer libro. Mi padre me dijo que, cuando yo hubiera escrito un libro que yo juzgara no del todo indigno de la publicación, él me iba a pagar la impresión del libro, pero que cada uno tenía que salvarse por su propia cuenta y que no lo pidiera consejos a nadie. Yo, por lo demás, era demasiado tímido como para mostrar lo que yo escribía, de suerte que, cuando el libro apareció, mi familia y mis amigos lo leyeron por primera vez: yo no se lo había mostrado a nadie y no se me hubiera ocurrido pedir un prólogo tampoco. F.S. ¿Cómo era Evaristo Carriego? J.L.B. Evaristo Carriego era un muchacho muy seguro de su talento —creo que demasiado seguro de su talento—, ya que recuerdo que se indignó una vez cuando alguien declaró que Lugones, Almafuerte y Banchs componían el "triunvirato" de la literatura argentina: él hubiera querido borrar a Lugones y ponerse en su lugar. Decía que Lugones no era poeta. La verdad es que Carriego había llegado a un concepto sensiblero de la poesía y le parecía que faltaban esas sensiblerías en Lugones. F.S. Y, evidentemente, era una ambición desmedida la de Carriego. J.L.B. Era una ambición absurda, desde luego. Ahora, yo no creo que él le debiera nada a Lugones: hubiera sido mejor para él si le hubiera debido a Lugones. Él empezó siendo discípulo de Almafuerte y de
Rubén Darío; era amigo de Almafuerte e iba a visitarlo a La Plata. Yo tuve en casa una fotografía de Mas y Pi, un periodista que firmaba "+ y ¶", y colaboraba en la revista Nosotros... Una fotografía tomada en casa de Almafuerte, que vivía entonces yo no sé si en Tolosa o en La Plata — en todo caso por ese lado—: Tolosa es un suburbio de La Plata, usted sabe... Carriego era una persona a la que le interesaba mucho lo militar; y, sobre todo, le interesaba mucho todo lo referente a Napoleón, y recuerdo una vez que él fue a casa. Hablaron de la batalla de Waterloo, y recuerdo que mi padre y Carriego nos explicaron la batalla usando las copas, las tacitas de café, la panera y todo eso como para que pudiéramos seguir la batalla. F.S. Los ensayos que usted publicó en 1932, en Discusión, ¿los volvería a escribir con esos mismos conceptos? J.L.B. No. No recuerdo cuáles son los conceptos, pero sería muy triste que yo no hubiera adelantado nada, ¿no? F.S. Bueno, para buscar un ejemplo concreto: digamos el artículo sobre Quevedo, que apareció en Otras inquisiciones... ¿Usted opina de modo distinto ahora? J.L.B. Sí, yo creo que yo tenía una admiración excesiva por Quevedo. Y los que me curaron de esa admiración excesiva fueron dos: uno, Adolfo Bioy Casares, y el otro, el mismo Quevedo, a quien yo he tratado de releer, y que me parece ahora un literato demasiado consciente de lo que hace. Me parece, además, que hay algo duro, dogmático, en Quevedo. Al mismo tiempo, hay una afición a los juegos de palabras bobos —esa afición la comparte con Miguel de Unamuno, también. Actualmente mi admiración por Quevedo es muy limitada... Es curioso: en aquella época, yo creía que Lugones era superior a Darío, y que Quevedo era superior a Góngora. Y ahora, Góngora y Darío 66 me parecen muy superiores a Quevedo y Lugones. Creo que tienen cierta inocencia, cierta espontaneidad, que no tuvieron los otros — que tomaron todo demasiado en serio. F.S. ¿En Góngora le parece que hay espontaneidad? J.L.B. En algunos sonetos, sí. Desde luego, en las últimas obras 67 de él, no: en las Soledades, en el Polifemo (estas obras me parecen que
corresponden a una suerte casi —yo diría— de perversión literaria). Pero creo que hay sonetos —el soneto A Córdoba, por ejemplo, y otros— en que hay espontaneidad. Y en Quevedo es muy raro que la haya. F.S. Ya que acaba de nombrar a Unamuno... ¿Qué opina de él, de Azorín y de Antonio Machado? J.L.B. Creo que Unamuno. a pesar de sus defectos, es superior a los otros. En cuanto a Azorín, me parece un escritor absolutamente deleznable, o que sólo tiene virtudes negativas. Tiene la virtud de no haber cometido ciertos errores, de haber eludido el énfasis español... Pero, en fin, ésta es una virtud de omisión, podemos decir. Y no creo que haya ningún valor positivo en su obra. F.S. ¿Casi se podría decir que no es más que un periodista? J.L.B. Sí. Pero uno espera que un periodista sea más entretenido que Azorín. De modo que no sé si hubiera tenido éxito como periodista: posiblemente le hubieran devuelto sus crónicas. Es una persona que parece muy interesada en circunstancias mínimas: el hecho de si llueve o no llueve, etcétera. Ahora, en cuanto a Antonio Machado, desde luego tiene algunas páginas espléndidas, pero, al mismo tiempo, tiene otras en que se ve al andaluz que trata de ser castellano, que abunda en nombres propios geográficos. Realmente, creo que comparto la opinión de Cansinos Asséns, que decía que Manuel Machado le parecía superior a Antonio. Desde luego, un escritor debe ser juzgado por sus mejores páginas, siempre. Y creo que las mejores páginas de Manuel no son inferiores a las mejores de Antonio. Además, creo que es muy posible que haya influido el hecho de que Antonio fue republicano y de que Manuel Machado fue franquista, y me parece absurdo juzgar a un escritor por sus opiniones políticas. F.S. Hablando de andaluces, si García Lorca no hubiese sido fusilado, tendría sólo un año más que usted. ¿Cómo ve a ese escritor, prácticamente coetáneo suyo? J.L.B. A mí, García Lorca siempre me ha parecido un poeta menor. Me ha parecido un poeta meramente pintoresco; un poeta que aplicó ciertos procedimientos de la literatura francesa de entonces a los temas andaluces. Algo así como Fernán Silva Valdés aplicó el incipiente
ultraísmo a ciertos temas de la nostalgia criolla, en Agua del tiempo. Más o menos lo que después haría Güiraldes con Don Segundo Sombra. La verdad es que yo nunca he podido admirar mucho a García Lorca. O, mejor dicho, me parece que lo que él hacía en verso estaba bien, pero que no es muy importante lo que ha hecho, me parece que es puramente verbal, que se nota cierta íntima frialdad en todo lo que él escribe. Como escritor, es incapaz de pasión. Y, en cuanto a las obras de teatro, no sé si puedo juzgarlo por una pieza llamada Yerma, una pieza que yo no pude ver hasta el fin, porque me aburrió tanto, que me tuve que ir. Creo que él tuvo la suerte de ser fusilado y creo que eso contribuye, ¿no? Posiblemente, con el tiempo él hubiera aprendido a jugar a otros juegos más interesantes qué los suyos. Y creo que la mía es la opinión de mucha gente en España, sobre todo en Andalucía. Creo que García Lorca ha de tener más éxito —digamos— en Castilla o en Galicia, y no en Andalucía, donde notan la falsedad de su andalucismo. Y, desde luego, tendrá aún más éxito en Francia. F.S. Usted me había dicho que el siglo XVIII español vale poco... J.L.B. Más bien diría que no vale nada. F.S.... que el XIX es una vergüenza... J.L.B. ¡Es que realmente es una vergüenza! F.S. Bien. En cuando al siglo XX español, yo le nombré estos escritores para ver si surgía alguna figura de su agrado. ¿Juan Ramón Jiménez, tal vez? J.L.B. Juan Ramón Jiménez empezó escribiendo bien, pero al final se resignó a cualquier cosa. Los últimos libros de Juan Ramón Jiménez parecen puramente casuales: parece que él escribiera cualquier cosa que se le ocurriera. O no solamente cualquier cosa: cualquier palabra, cualquier conjunto de frases que se le ocurriera. Creo, en fin, que la literatura argentina contemporánea es más rica que la literatura española contemporánea. F.S. ¿Usted fue muy amigo de Alfonso Reyes, no?
J.L.B. Sí. Y creo que la prosa de Alfonso Reyes es muy superior a la de cualquier escritor español. Por lo pronto, Alfonso Reyes tenía buen gusto, no hubiera incurrido en las cursilerías y en las pedanterías de Ortega y Gasset. Alfonso Reyes tenía una suerte de gracia, de levedad, un modo de decir las cosas así como si no se diera cuenta de que las decía. Ahora, también hay que pensar que Ortega y Gasset fue profesor y se habrá acostumbrado a hacer bromas para quedar bien con los alumnos, y luego las intercalaba en sus obras. De Alfonso Reyes guardo recuerdos excelentes. Yo lo conocí a Reyes cuando en Buenos Aires yo era —digamos— el hijo de Leonorcita Acevedo, el nieto del coronel Borges..., qué sé yo... Yo no existía por cuenta propia. Y Reyes, no sé cómo, me vio a mí en función de mí mismo y no en función de mis parentescos. Recuerdo además que Reyes tenía el don de encontrar una cita adecuada para cualquier situación humana. Por ejemplo, estuvimos hablando del poeta mexicano Othón. Yo sabía de memoria muchos sonetos suyos: ahora recuerdo alguna línea suelta, no más. Y Reyes me dijo que él había conocido a Othón, porque éste solía ir a casa de su padre, el general Reyes —que se hizo matar cuando lo de Porfirio Díaz. Y yo entonces, sorprendido, le dije: "Pero, ¿cómo?, ¿usted lo conoció a Othón?". Y Reyes, encontrando la cita exacta —un verso de Browning—, me dijo: Ah, did you once see Shelley plain? ("¿Usted lo vio de cerca a Shelley?"). Encontraba las citas así, en seguida. Luego, Reyes tenía una gran generosidad, que yo he encontrado también en Ricardo Güiraldes. Yo les entregaba un poema que era un mero borrador de borradores y en el cual yo no había llegado a decir nada, y ellos adivinaban lo que yo estaba tratando de decir, lo que mi inexperiencia literaria me había impedido decir. Reyes fue muy bueno conmigo. Incluyó mi libro Cuaderno San Martín en su colección Cuadernos del Plata. Él era embajador de México y, en cada país al que iba, se hacía amigo, desde luego, de los escritores conocidos — fue amigo de Lugones, por ejemplo—, pero también buscaba a los muchachos que empezaban a escribir. Y solía convidarme a comer con él todos los domingos a la noche en la embajada de México. Recuerdo que yo le presté a Reyes un libro de Bertrand Russell sobre filosofía de la matemática; tengo todavía el libro, con alguna nota marginal de Reyes. F.S. Hace unos minutos usted me habló de una suerte de perversión literaria que usted encontraba en el estilo de algunas obras de
Góngora. Yo leí Un modelo para la muerte y no sé quién es de más comprensible lectura: si Góngora o Suárez Lynch. J.L.B. ¡Ah, bueno! Pero yo creo que usted tiene perfectamente razón. Cuando Bioy y yo escribimos ese libro, resolvimos no volver a escribir más en ese estilo. Yo le dije a Bioy que él no debía permitir una reimpresión de ese cuento, porque el cuento es una serie de bromas sobre bromas sobre otras bromas, de modo que habíamos llegado a una suerte de humorismo ridículo. F.S. Yo creo que, considerando los fragmentos aisladamente, el cuento es muy gracioso, pero que es muy difícil seguir la trama. J.L.B. Sin embargo, el argumento no está mal. Lo que sí, que el argumento está como sepultado bajo tantas absurdidades. Yo no sé qué nos pasó ahí. F.S. Yo, cuando lo leía, festéjala —por ejemplo— las frases del doctor Mario Bonfanti y se me escapaba la trama. J.L.B. Y en una novela policial, eso es fatal. Y Néstor Ibarra me dijo lo mismo: "Es una lástima", me dijo, "que ustedes escriban cuentos policiales; deberían mostrar simplemente personajes disparatados, porque uno puede seguir a los personajes disparatados y hasta pueden hacerle gracia, pero, si además de eso, uno tiene que retener una trama policial y la solución de la trama, resulta totalmente imposible; ustedes escriben con dos intenciones incompatibles". F.S. Eso me pasa a mí: festejo las bromas y no entiendo la trama. J.L.B. ¡Y me pasa a mí, que la escribí! Por momentos no entiendo qué hemos escrito. Por eso le dije a Bioy que era mejor no reimprimir ese libro. Pero él me dijo: "Bueno, de cualquier modo alguien va a hacerlo alguna vez". Es cierto, pero no lo hubieran reimpreso en vida nuestra, por lo pronto. Creo que esa reimpresión nos perjudica, porque me parece que las Crónicas de Bustos Domecq son buenas. Pero creo que una persona que haya leído Un modelo para la muerte no va a sentir jamás deseos de leer otro libro del mismo autor, porque no va a tener ganas de perderse en esos laberintos de frases ridículas, aunque esas frases sean deliberadamente ridículas.
F.S. Y ese tal padre Gallegani, que se nombra por ahí,68 ¿es el padre Castellani? J.L.B. No lo recuerdo bien. Posiblemente lo hayamos saludado de ese modo. F.S. En 1938 usted ingresó en aquella biblioteca de Almagro Sur. ¿Antes de esa fecha nunca había trabajado? J.L.B. Sí, había trabajado en diversas tareas, pero no como bibliotecario. Yo tengo una deuda de gratitud con esa biblioteca, porque —como sucede en casi todas las reparticiones públicas— había muchos empleados y muy poco trabajo. El verdadero trabajo era el de estar seis horas en el mismo lugar. Pero yo descubrí sucesivamente el sótano, la azotea, algún desván un poco perdido..., y ahí me fue dado leer entera la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon; las obras de Léon Bloy; las obras de Paul Claudel —éstos son los escritores que yo recuerdo—, que estaban representadas íntegramente en esa curiosa biblioteca de barrio. Supongo que yo habré sido el único a quien se le ocurrió leer esos autores. Y ahí habré estado, en conjunto, unos nueve años, y llegué a ganar un sueldo de 240 pesos mensuales. F.S. ¿Era un buen sueldo en esa época? J.L.B. No, pero como yo tenía además dos páginas en El Hogar y me pagaban 75 pesos por página, eso ya representaba no diré un sueldo lujoso— un sueldo suficiente. F.S. No sé si me equivoco, pero me da la impresión de que, de todos modos, usted no es una persona a la que le interese vivir lujosamente. J.L.S. ¡Yo detesto el lujo! Pero, por supuesto, creo que las ventajas de la miseria y de la indigencia han sido exageradas y las de la mendicidad también... Realmente, yo he hecho trabajos raros. Por ejemplo, yo dirigí una revista de una empresa de subterráneos, y ahí yo escribí, bajo diversos seudónimos, artículos sobre la cuarta dimensión, sobre las posibilidades de llegar a la luna, sobre la transmisión del pensamiento,
sobre la teoría de los conjuntos: es decir, los artículos que un aficionado puede escribir sobre temas místicos o científicos. Y también he escrito los textos para un noticiero argentino. Ejercí, en suma, oficios un poco raros, no muy remunerativos tampoco. F.S. ¿Por qué abandonó la biblioteca de Almagro? J.L.B. Cuando Perón subió al poder, me nombraron inspector para la venta de aves de corral en los mercados. Entonces yo me di cuenta de que ésa era una manera de indicarme que tenía que irme. Fui a ver a un amigo mío en la Municipalidad; le pregunté por qué a mí, que era un escritor, me habían juzgado digno de desempeñar ese cargo, y él me dijo: "¿Usted fue partidario de los aliados durante la guerra?" "Sí, naturalmente", le contesté. "Bueno", dijo, "entonces, ¿qué quiere?" Entonces mandé mi renuncia ese mismo día —ya habían hablado por teléfono preguntando si había renunciado. Y fue lo mejor que podía acontecerme, porque me pidieron conferencias en el Colegio Libre de Estudios Superiores, y luego me ofrecieron una cátedra de literatura inglesa en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa (desde entonces sigo no ya dictando esa misma cátedra, pero sí dando conferencias sobre temas afines: ahora tengo ahí un seminario sobre poesía anglosajona los sábados). Y luego ya empecé a hacer giras por las provincias, a pronunciar conferencias sobre diversos temas de literatura argentina y extranjera. Recuerdo una conferencia sobre la cábala, que di, invitado por una sociedad judía, en Santiago del Estero; recuerdo muchas conferencias sobre Lugones, sobre la poesía gauchesca, sobre Ascasubi, Estanislao del Campo, Eduardo Gutiérrez, Hernández..., en fin, muchas otras. De suerte que yo casi debería afiliarme al partido Peronista, porque, si no hubiera sido por el hecho de que ellos me echaron de la biblioteca, yo posiblemente me hubiera jubilado como bibliotecario y no me hubiera sido dado conocer una de las felicidades que me quedan: la cátedra. A mí me gusta mucho enseñar; sobre todo porque, mientras enseño, estoy aprendiendo. Y tanto es así, que ahora —creo que ya hemos hablado de eso—, todos los domingos nos dedicamos un grupo muy pequeño al estudio del escandinavo antiguo. Todos los sábados tengo mis readings in old English poetry en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Y todo eso lo debo de algún modo a la circunstancia fortuita de que me echaran de esa biblioteca, y yo tuve entonces que ganarme la vida de algún modo.
F.S. En 1942 la revista Sur publicó un número de desagravio a usted, debido a que no le habían dado el Premio Nacional de Literatura. ¿Quiénes componían ese jurado y quién recibió el premio? J.L.B. El primer premio se lo dieron a un novelista, Eduardo Acevedo Díaz; en cambio, no recuerdo qué personas componían el jurado. 69 Y, posiblemente, yo creo que tendrían razón en darle el premio a Acevedo Díaz y no a mí. Pero mis amigos no lo juzgaron de ese modo. Victoria Ocampo —Victoria Ocampo, que siempre ha sido muy generosa conmigo— no me dijo una palabra de que preparaban ese número de desagravio. De modo que yo recibí mi ejemplar de Sur y me quedé atónito al verlo. Recuerdo especialmente las colaboraciones de Eduardo Mallea, de Carlos Alberto Erro, de Ernesto Sábato, de Silvina Ocampo, de Adolfo Bioy Casares, no sé si de Martínez Estrada, creo que de Amado Alonso...70 F.S. ¿Cuándo conoció a Ernesto Sábato? J.L.B. A Ernesto Sábato lo conocí precisamente a raíz de ese número de desagravio, donde él escribió una página muy generosa sobre mí. Y luego lo conoció Bioy Casares. Me dijo que "había conocido a un muchacho muy inteligente, un estudiante de La Plata", y comimos una noche juntos. Desde entonces hemos sido —creo— esencialmente amigos, a pesar de algún distanciamiento superficial, nunca debido a causas personales sino a causas políticas. F.S. ¿Usted leyó la dedicatoria el Tango?
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que le dirigió Sábato en su libro sobre
J.L.B. Sí: él obró muy generosamente conmigo... Pero, yo no sé por qué citó en ese libro una frase tan rara..,, tan rara, que me desconcertó. Parece escrita por una persona que nunca hubiera oído un tango en su vida. Dice: "El tango es un pensamiento triste que se baila".72 Primero, yo no creo que la música nazca de pensamientos sino de sentimientos. Luego, lo de triste parece escrito por una persona que nunca hubiera oído un tango, porque en todo caso, lo que se llama tango-milonga es una música alegre y valerosa. Y, en cuanto a lo del baile, creo que es aleatorio: creo que si una persona pasa por la calle y está silbando El choclo o El Mame, nos damos cuenta de que está silbando un tango y
que no está bailándolo. Ahora..., no sé de dónde sacó Sábato esa frase. F.S. Es la definición del tango que dio Discépolo. J.L.B. ¡Ah, bueno, entonces todo se explica, ya que es de Discépolo! Usted me ha descifrado el misterio, porque, al leerla, yo pensé: "Esta frase ha de estar hecha por alguna persona que no tiene absolutamente nada que ver con el tango". F.S. Bueno..., en realidad, es una frase que goza de mucha fama... J.L.B. Yo no sé por qué... F.S. Y..., a lo mejor, a causa de la radio... J.L.B. ¡Ja, ja, ja! Bueno..., pero, de todos modos, no creo que Discépolo sea el inventor de la radio. Y, sobre todo, lo de triste es lo que me parece más raro. Cuando yo digo que el tango es alegre y que suele ser valeroso, y compadre (El apache argentino, por ejemplo), lo cual no se aviene con la tristeza, con esto no quiero decir que los compadres no sentirían tristeza: quiero decir que se hubieran avergonzado de confesarlo; quiero decir que ningún compadre se hubiera quejado de que una mujer no lo quiere, por ejemplo, porque eso hubiera pasado por una mariconería. F.S. ¿Usted leyó las dos novelas73 de Sábato? J.L.B. Caramba, creo que no. En cambio, he leído un libro que se llama Uno y el universo, que me pareció muy bueno. F.S. Pero... ¿cómo? El túnel, que es de 1948, ¿tampoco la leyó? J.L.B. No, no la leí, porque yo, para aquella época, ya veía muy poco, y prefería leer cuentos. Además, yo nunca he sido lector de novelas. Creo que la novela es un género que muy posiblemente desaparezca... F.S. Pero supongo que, pese a la pérdida de su vista, usted, de algún modo, se arreglará para seguir leyendo.
J.L.B. La verdad es que, actualmente, leo muy poco, porque tengo que escribir algo, y luego el tiempo libre que tengo lo dedico —digamos que como aficionado— a la germanística, lo dedico al anglosajón o al escandinavo. Y, a veces, de noche, me leen —ésta es una forma de compartido descanso —novelas policiales —o, mejor, cuentos policiales, que me gustan más— que siguen interesándome, sobre todo, cuando no son demasiado policiales, es decir, cuando los personajes priman sobre la trama, que siempre es un poco mecánica. Pero, la verdad es que no he seguido la literatura última y que no he leído ninguna novela de Sábato. F.S. ¿Le gustaron las novelas policiales de Conan Doyle? J.L.B. La verdad es que me han gustado mucho, y creo que siguen gustándome. Y creo que podría decirse de las novelas de Conan Doyle lo que podría decirse del Fausto de Estanislao del Campo: que más importante que la trama —digamos, en el último caso, la parodia de la tragedia del doctor Fausto o de la ópera inspirada en la obra de Goethe— es la amistad de los dos personajes. Y en el caso de La señal de los cuatro, de Un estudio en escarlata, de El sabueso de los Baskerville, de las Memorias de Sherlock Holmes, de las Aventuras de Sherlock Holmes, creo que más importante que las tramas —que suelen ser pobres, fuera de la del Club de los Cabezas Rojas74— es la amistad que hay entre Sherlock Holmes y Watson: el hecho de que sea posible una amistad entre un hombre muy inteligente y un hombre más bien tonto; el hecho de que, sin embargo, son amigos y se aprecian y se comprenden. Creo que el ambiente en las novelas de Conan Doyle (esa casa en Baker Street, esos dos señores solteros que viven solos, la llegada de alguien con la noticia de un crimen, todo eso) es más importante que la trama policial. Porque, desde luego, hay autores infinitamente inferiores a Conan Doyle —Van Dine, por ejemplo— que han inventado tramas mucho más ingeniosas, y sin embargo siguen siendo mediocres. Conan Doyle quizá comprendió que a sus lectores les bastaba con la amistad de Watson y Sherlock Holmes. F.S. Y yo, modestamente, agregaría otra virtud de Conan Doyle: su sentido del humor.
J.L.B. Yo creo que sí. Pero Chesterton exageró cuando dijo que Conan Doyle escribía ante todo con un propósito humorístico. Yo no creo eso: creo que, mientras él escribía, él creía en su detective, y creo, además, que eso ha sido benéfico para él. Si él se hubiera propuesto hacer —como dijo Chesterton— de Sherlock Holmes un personaje ridículo, habría fracasado. Y el hecho es que, en todo caso, el público no lo ha aceptado así: al contrario, cuando yo era chico y leí esas novelas y después cuando las he leído a lo largo de mi vida, siempre he pensado en Sherlock Holmes como un personaje admirable, y no, a pesar de cierta vanidad o de cierta pretensión, como personaje ridículo. No creo que ése haya sido el propósito del autor y no creo que Sherlock Holmes haya sido aceptado como personaje ridículo por los lectores: ha sido aceptado como un personaje querible, y Watson también, y, sobre todo, la amistad de los dos. F.S. Esta preguríta es más para satisfacer mi curiosidad que la de los lectores: me gustaría saber si usted, cuando era chico, leyó una novela de Conan Doyle que a mí me gustó muchísimo: The Lost World. J.L.B. Sí, en aquel momento me pareció muy linda. Recuerdo aquella meseta en el centro del Brasil... Apareció por entregas en el Sun Magazine, y recuerdo las ilustraciones: estaba el profesor Challenger... y los otros personajes, de los que no recuerdo los nombres. Y en el Sun Magazine leí también El sabueso de los Baskerville. Todas esas novelas se publicaban por entregas. "Recuerdo haber leído en una biografía de Oscar Wilde que un señor Lippincott, creo, iba a sacar una revista titulada Lippincott's Magazine. Entonces, él invitó a dos escritores a almorzar y les propuso que escribieran novelas por entregas para su revista. Y de ese almuerzo salieron El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y creo que La señal de los cuatro, de Conan Doyle. Por lo demás, Wilde y Conan Doyle eran amigos, y además eran irlandeses los dos; aunque Conan Doyle nació en Edimburgo, en Escocia. A mí me pareció raro el hecho de que se lo considerara como irlandés, pero, irrefutablemente, me contestaron: "Si una gata pariera en un horno, ¿llamaría usted a lo que ella pariera gatitos o panes?" Y me parece que tenía razón, ¿no? F.S. Sí, pero con el criterio de los gatos aplicado a personas, usted sería una especie de anglo-hispano-portugués, y yo sería italiano.
J.L.B. Claro: yo creo que ese criterio corresponde a países en los que hay poco inmigración. Aquí estamos obligados a un criterio distinto, y creo que este criterio nos conviene. Porque, al fin de todo, ¿qué es ser argentino? Es, ante todo, un acto de fe. Nuestra historia no es muy antigua, étnicamente no podemos definirnos, ya que cada uno de nosotros puede tener linajes muy distintos... De modo que creo que, en países de inmigración —como la República Argentina, la República Oriental, los Estados Unidos— conviene el criterio del ius soli; en cambio, en países estables y ya antiguos corresponde el ius sanguinis, el hecho de que un hombre pertenece a su estirpe y no al lugar en que nació. Es decir, creo que ambos criterios están justificados. Y aquí debemos insistir en que lo importante es que un hombre se sienta argentino, y no indagar cuál es su origen, porque en este caso resultaría que no hay argentinos. Porque posiblemente muchos de los indios vendrían de Chile. Además, muchos de nosotros correríamos el albur de recaer en españoles, lo cual significaría una manera de desmentir toda la historia argentina, que consiste precisamente en querer dejar de ser españoles. Y otra gente pertenecería a distintas regiones de Europa o del Asia. Y sin embargo, creo que somos argentinos, creo que ser argentino significa algo —aunque algo muy difícil de definir— y creo además que todo esto se ha de hacer más intenso con el tiempo. Salvo que los países resuelvan renunciar a sus diferencias y formar —como quería Tennyson— un estado universal. Pero, por el momento, me parece que esa posibilidad nos queda un poco lejos. F.S. En esa lucha en que usted y Elias Carpena se baten en favor del overo rosao de Estanislao del Campo contra tantos otros que lo atacan, ¿cuáles son sus armas? J.L.B. Las armas de Carpena75 han de ser más eficaces que las mías, porque él conoce más el tema. Por lo pronto, hay algo sospechoso. Y es que la primera persona que se indignó contra el overo rosao fue Rafael Hernández, 76 que era hermano de José Hernández y que no quería que hubiera otros poetas gauchescos. Luego, eso lo retomó, casi con las mismas palabras, Lugones en El payador. Yo he hablado con estancieros de la provincia de Buenos Aires, de Entre Ríos y de la República Oriental; habré conversado con una docena de estancieros. Una buena mitad me ha dicho que el overo rosao no puede ser un buen caballo; la otra mitad me ha dicho que puede ser un caballo excelente. Por lo cual sospecho que no hay una jurisdicción muy estricta sobre eso.
Además, creo que hay una razón literaria: Estanislao del Campo está justificado. Creo que el verso En un overo rosao ya obliga a la voz a una entonación criolla, y eso es lo que él se proponía. Creo que, si hubiera puesto otro pelo, quién sabe si lo hubiera logrado. En cuanto al otro argumento que se ha empleado contra Estanislao del Campo, diciendo que él no conocía los gauchos, me parece del todo inverosímil. El Fausto fue escrito hacia mil ochocientos sesenta y tantos. En aquel momento, lo difícil, en este país o en la República Oriental, lo difícil no era conocer gauchos sino conocer personas que no fueran gauchos. Porque el país, fuera de algunas ciudades, era un país hecho de gauchos. Mi madre, que ha cumplido noventa y cinco años, recuerda las carretas de bueyes en la plaza del Once, por ejemplo; y recuerda que la ciudad de Buenos Aires concluía en la calle Centro América, que hoy es Pueyrredón. Más allá había arrabales, descampados, malevaje y después campo. Yo recuerdo haber visto una estancia en Saavedra, dentro de la ciudad. Además, Estanislao del Campo fue oficial de caballería y la caballería estaba hecha de gauchos. Era imposible no conocer al gaucho entonces: si casi no había otra cosa en el país. En cuanto a los pequeños errores que se han encontrado en el Fausto de Estanislao del Campo o en el Martín Fierro, creo que no tienen mayor importancia. Se refieren precisamente al hecho de que alguien que conoce muy bien un tema no se documenta y puede cometer pequeños errores. Por ejemplo, yo me creo un buen porteño y no me asombraría nada que en algún cuento mío aparecieran dos calles paralelas que en la realidad se cruzan., Pero yo cometería ese error precisamente porque me siento tan cómodo en el tema, que no estoy verificando cada referencia y puedo equivocarme. F.S. Cuando usted tenía buena vista, ¿no se sintió atraído por las artes plásticas? J.L.B. Hay pintores que yo he admirado mucho: por ejemplo, Tiziano, Rembrandt, Turner y algunos pintores expresionistas alemanes. Pero la verdad es que nunca me he sentido muy atraído por las artes plásticas.
F.S. Tenemos en Sarmiento a una personalidad muy vigorosa. ¿Cómo lo ve usted, como hombre, como político, como escritor? J.L.B. ¡Como todo! Yo creo que Sarmiento es el hombre más importante que ha producido este país. Creo que es un hombre de genio, y creo que, si hubiéramos resuelto que nuestra obra clásica fuera el Facundo, nuestra historia habría sido distinta. Creo que, razones literarias aparte, es una lástima que hayamos elegido el Martín Fierro como obra representativa. Porque ella no pudo haber ejercido una buena influencia sobre el país. Es un libro que es como una negación de la historia argentina. Creo que, a pesar de todo, la historia argentina ha sido de algún modo una historia admirable. Pensemos en la guerra de la Independencia, pensemos en la guerra contra los indios, pensemos en la guerra contra el gaucho —que vienen a ser eso las guerras civiles—, en la guerra del Brasil, en la guerra del Paraguay, pensemos en todo eso. Y luego pensemos en lo triste de que nuestro héroe sea un desertor, un prófugo, un asesino y una especie de forajido sentimental además, que, sin duda, no existió nunca. Porque yo pienso que esa gente tuvo que haber sido mucho más dura que Martín Fierro. Me imagino que los gauchos de Ascasubi o de Estanislao del Campo han de ser más ciertos que Martín Fierro, porque no era gente que se tuviera lástima, como se tiene Martín Fierro. Y no era gente que pidiera lástima, como pide Martín Fierro. Creo que, aunque Martín Fierro fue escrito en 1872, se adelanta ya de algún modo a las peores blanduras argentinas y al peor sentimentalismo argentino. F.S. ¿Quién eligió el dibujo de Alice in Wonderland77 que ilustra la tapa de las Crónicas de Bustos Domecq? J.L.B. Yo. F.S. ¿Y qué simboliza? J.L.B. Yo lo elegí, primero guiado por propósitos mezquinamente comerciales. Pensé que la ilustración era linda y pensé que esa ilustración tenía que llamar la atención. Ese libro, visto en una vidriera, tenía que llamar la atención. Un gato, en el cielo, riéndose de una cantidad de personajes hechos de barajas, tenía que detener la atención del lector. Al principio, pensamos en uno de los laberintos de Piranesi; pero, luego, cuando ese dibujo fue reducido, resultó que no
quedaba más que una especie de pequeño arabesco. Y luego, una vez que yo hube sugerido ese dibujo, y que todos estuvieron de acuerdo, Bioy Casares le dio una explicación. Dijo: "Está bien, porque este gato viene a ser un poco Bustos Domecq que se ríe de todos los personajes del libro". Yo no había pensado en eso, yo ignoraba ese hecho, pero creo que Bioy encontró una buena justificación. F.S. ¿Y qué quisieron decir con esa dedicatoria irónica a Picasso, Joyce y Le Corbusier? J.L.B. Pensamos, quizá equivocadamente, que la gente se había fijado demasiado en ellos. Entonces pusimos A esos tres grandes olvidados. Y una señora francesa, que leyó la dedicatoria en casa de Bioy Casares, dijo: "Sí, es verdad: ya nadie se acuerda de Picasso, de Joyce y de Le Corbusier". Entonces nosotros le dijimos que sí, que tenía razón, naturalmente. F.S. La llamada generación perdida o maldita norteamericana, ésa de Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner, Steinbeck... J.L.B. Bueno, pero yo creo que usted está reuniendo nombres muy dispares... F.S. Simplemente están agrupados por la época. J.L.B. Ya sé, pero quiero decir... Yo creo que Faulkner ha sido un gran novelista trágico. En cambio, Scott Fitzgerald me parece un escritor de segundo orden. F.S. ¿Y Hemingway? J.L.B. Yo no puedo hablar de Hemingway, porque siempre he sentido cierta antipatía por lo que él ha escrito. Es decir, yo leí un libro de él —no recuerdo cuál era— que me gustó, y luego, hacia el final, descubrí que el personaje que a mí me parecía execrable estaba sentido como admirable por el autor. Hemingway era una persona a quien le interesaban desinteresadamente la crueldad y la brutalidad, y yo creo que tiene que haber algo malo en una persona así. Y creo que, al fin, él llegó a ese juicio también; creo que él se arrepintió de haber pasado buena parte de su vida entre gangsters o toreros o
boxeadores. Y creo que, cuando se suicidó, eso fue como una suerte de juicio que él ejerció sobre su obra. Pero, me dice mi amigo Norman Thomas di Giovanni que yo no he leído los buenos cuentos de Hemingway y que entre ellos hay algunos que hubieran podido ser aprobados por Kipling. Ojalá tenga razón. F.S. ¿No leyó El viejo y el mar? J.L.B. No, pero tengo la idea de que es un libro excelente, por lo que me han contado de él, que es un libro muy lindo, un libro así de coraje solitario. F.S. ¿Cómo explicaría usted el difícil universo de Kafka? J.L.B. Yo creo que Kafka, como Henry James, sintió ante todo la perplejidad, sintió que vivíamos en un mundo inexplicable. También creo que Kafka se cansó de lo que hay de mecánico en sus novelas. Es decir, del hecho de que desde el principio sabemos que el agrimensor no entrará nunca en el castillo, que el hombre será condenado por esos jueces inexplicables. Y una prueba de ello es que él no quiso publicar esos libros. Además, Kafka le dijo a Max Brod que él esperaba escribir libros más felices, que a él personalmente no le gustaba lo que había hecho. Yo encuentro una similitud —que no sé si ha sido señalada— entre el mundo de Henry James y el mundo de Kafka. Los dos tenían la convicción de vivir en un mundo insensato. Desde luego, Henry James me parece como escritor muy superior a Kafka, porque los libros de él no están escritos mecánicamente como los de Kafka. Es decir, no hay un argumento que se desarrolla según un sistema que el lector adivina, sino que él ha intentado que sus personajes sean reales, aunque no siempre lo ha conseguido. Y yo prefiero los cuentos de Henry James a las novelas de Henry James. F.S. Hace un ratito usted me dijo que la novela era un género que terminaría por desaparecer. ¿Hace mucho que tiene esta idea o en su juventud pensó alguna vez en escribir una novela? J.L.B. No, nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin. Posiblemente esto sea una invención de mi haraganería. Pero creo que Conrad y Kipling han
demostrado que un cuento corto -—no demasiado corto—, lo que podríamos llamar long short story, puede contener todo lo que contiene una novela, con menos fatiga para el lector. En el caso de una de las primeras —para mí— novelas del mundo, que es el Quijote, creo que un lector podría prescindir muy bien de la primera parte y atenerse a la segunda, porque no perdería nada, ya que ahí le sería dado todo. Y Juan Ramón Jiménez dijo que él podía imaginarse un Quijote que fuera esencialmente igual, pero en el cual los episodios fueran distintos, ya que los episodios no son otra cosa que maneras de revelarnos el carácter del protagonista o, quizá, de los dos protagonistas. F.S. ¿Cuál es la ventaja que usted le ve al cuento sobre la novela? J.L.B. La ventaja esencial que le veo es que el cuento puede ser abarcado de un solo vistazo. En cambio, en la novela se nota más lo sucesivo. Y luego está el hecho de que una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de páginas que sean meros nexos entre una parte y otra. En cambio, en un cuento, todo puede ser esencial, o más o menos esencial, o —digamos— puede parecerse más a lo esencial. Creo que hay cuentos de Kipling que son tan densos como una novela, o de Conrad, también. Es verdad que no son demasiado cortos. F.S. ¿A usted le gusta mucho la obra de Conrad, no es cierto? J.L.B. Sí, me gusta mucho realmente. Encuentro esa preocupación que él tenía por lo heroico. Ese tema es un tema esencial en Conrad, un tema que vuelve constantemente, el tema del hombre que ha cometido una cobardía y que quiere redimirse de esa cobardía. Luego, tenemos el sentido del mar, que se da profundamente en Conrad, aunque él no había nacido en Inglaterra sino en Polonia. Y luego, que yo creo en todo lo que él dice, y en ningún momento pienso que él está inventando o que las cosas no ocurrieron realmente así. Aun en el caso de personajes que aparecen durante media página, yo creo en ellos. F.S. Usted insiste, con cierta frecuencia, en que usted es haragán... J.L.B. ¡Muy haragán! F.S.... pero sus obras abarcan un considerable número de páginas.
J.L.B. Es que la obra de un escritor está hecha de haraganerías. El trabajo esencial del escritor consiste en distraerse, en pensar en otra cosa, en fantasear, en no apresurarse para dormir sino imaginar algo... Y luego viene la ejecución, que ya es el oficio. Es decir, no creo que sean incompatibles las dos cosas. Además, creo que cuando uno está escribiendo algo más o menos bueno, uno no lo siente como una tarea, lo siente como una distracción. Una distracción que no excluye la inteligencia, como tampoco, la excluye el ajedrez, que me agrada mucho y que me gustaría saber jugar —siempre he sido un mal ajedrecista. F.S. ¿Nunca se le ocurrió escribir teatro? J.L.B. No. Con Bioy Casares hemos escrito dos argumentos para films: Los orilleros y El paraíso de los creyentes. Pero esos argumentos han sido —como alguien dijo— rechazados con entusiasmo por quienes los han leído. De modo que tuvimos que publicarlos en forma de libro. Y hasta ahora parece que nadie quiere filmarlos. Sin embargo, creo que uno de ellos, Los orilleros, podría tener mucho éxito, y quizá el otro también. Pero no sé qué pasa que nadie... Posiblemente la idea de que somos hombres de letras ha hecho que no tomen en serio nuestro libreto, que se nos mire con cierta desconfianza y que se nos vea como intrusos, que se piense que eso tienen que hacerlo los profesionales, que nosotros no tenemos derecho de escribir libretos cinematográficos. Posiblemente haya algo así, porque, sinceramente, yo creo que es de lo mejor que hemos hecho, y creo además que serían muy, muy entretenidos para el espectador.
SÉPTIMA CONVERSACIÓN En la isla desierta, con Bertrand Russell - El premio Jerusalén -Dos libros infantiles - Almafuerte - Goethe - Walt Whitman, León Felipe y Jorge Luis Borges - El poeta de Buenos Aires - Hacia la gran literatura argentina - Los consejos de Borges - El azar de la conversación. F.S. Desde un punto de vista estrictamente literario, ¿qué opinión le merece la Biblia? J.L.B. Muchas y diversas opiniones, ya que se trata —como lo indica el nombre en plural— de muchos y diversos libros. De todos ellos, los que más me han impresionado son el Libro de Job, el Eclesiastés y, evidentemente, los Evangelios. La idea singularísima de dar un carácter sagrado a los mejores libros de una literatura no ha sido —creo— estudiada con toda la atención que merece. No sé de ningún otro pueblo que haya hecho lo mismo. El resultado es una de las obras más ricas que los hombres poseen. F.S. Hay una pregunta un poco tonta que suele hacerse a los escritores. Se dice que a Chesterton se le preguntó qué libro hubiera elegido en caso de ser desterrado a una isla desierta, y él contestó: El arte de construir botes. Evitando la broma, ¿qué hubiera respondido usted? J.L.B. En primer término trataría de hacer trampa, y optaría por la Encyclopaedia Britannica. En segundo término, ya que el interrogador me obligaría a reducirme a un solo volumen, elegiría la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell. F.S. A su juicio, ¿qué es lo que está en juego en la guerra de Vietnam? J.L.B. No puedo contestar con ninguna autoridad. Si se trata de un episodio de la guerra entre la cultura occidental y el imperialismo soviético, juzgo que no debe ser condenada. Pero, sin duda, el tema es más complejo. F.S. ¿Y en la actual guerra entre árabes y judíos?
J.L.B. Creo que se trata de otro episodio de esa guerra entre lo que convenimos en llamar la democracia y lo que convenimos en llamar el comunismo. Y no sé cuál será el resultado final. En Israel me han dicho que, si a los jordanos y a los egipcios no los azuzaran las Repúblicas Soviéticas, no existiría ningún problema para entenderse. F.S. ¿Qué recuerdos guarda del viaje a Israel y de la recepción del premio Jerusalén? J.L.B. Me ocurrió lo que me había ocurrido en la Universidad de Columbia y en la Universidad de Oxford. Yo me conozco tan poco, que veía aquello como algo muy fútil. Pensaba: "¿Qué es esto de que me hagan doctor, que me den un birrete, una toga, que una universidad de Israel me dé un premio? Todo esto es bastante absurdo, bastante raro. No tiene mayor sentido que me ocurran estas cosas: no se parecen a mí". Sin embargo, cuando llegaron esos tres momentos, yo estaba conmovido hasta las lágrimas. Yo estaba impresionado y no había previsto esa reacción mía, a pesar de que me había ocurrido lo mismo en las dos ocasiones anteriores. Pero las tres veces mi propia emoción me tomó de sorpresa, lo cual demuestra que yo no me conozco bien o que no me he analizado lo suficiente. Y además, durante el acto, yo pensaba: "Qué raro que haya tanta gente equivocada". Y, al mismo tiempo, sentía gratitud y afecto por ellos, porque era evidente la buena voluntad. De modo que era una sensación rara: por un lado, de emoción y de gratitud; y por el otro, de perplejidad y azoramiento por el hecho de que me ocurrieran cosas así. F.S. ¿Cuál supone usted que ha de ser la situación de los escritores en la Unión Soviética? J.L.B. Por la escasa información que he alcanzado, creo que es una situación muy triste. Si no me engaño, no sólo les indican los temas, sino también el modo en que deben ser tratados. Me hablaron ayer de un hombre de letras ruso —ruso no judío— que había incluido en el manuscrito de un libro suyo —que debía someter previamente a las autoridades— la frase el gran pueblo judío. Le dijeron que esa frase quedaba prohibida, pero que le permitían, omitiéndola, publicar el libro. Y él dijo que prefería no publicar el libro a omitir esa frase.
F.S. Existen dos libros cuyos autores los escribieron pensando en los niños, pero que han tenido acaso más aceptación entre la gente adulta que entre los chicos: Alice in Wonderland, de Lewis Carroll, y Le petit prince, de Antoine de Saint-Exupéry. ¿Qué representaron para usted uno y otro? J.L.B. Posiblemente, yo he llegado demasiado tarde para que me gustara Le petit prince. Lo leí cuando se publicó y no me pareció merecer la atención que había logrado. En cuanto a Alice in Wonderland, me parece un libro admirable y, lo que es más importante, querible. Ahora, no sé hasta dónde el autor se dio cuenta del carácter de pesadilla que tiene el libro, aunque parece imposible que no lo haya notado. Quizá ese carácter de pesadilla sea más intenso por la circunstancia de que el autor no se propuso escribir una pesadilla; creo que se propuso escribir una fábula para niños y que algo profundo, algo que iba más allá de sus intenciones conscientes, lo llevó no a la pesadilla, pero sí a esa cercanía o inminencia de pesadilla, que me parece típica de ese libro y del otro libro, Through the Looking-Glass. F.S. Hace unos días usted había hablado largamente de un vasto poeta latino, Dante Alighieri. Ahora le agradecería que me hablase de ese vasto poeta germánico, Johann Wolfgang Goethe. J.L.B. Creo que en el caso de Goethe, debemos distinguir su obra y la imagen de esa obra. Creo que, desde luego, La divina comedia es inconmensurablemente superior a cualquier obra de Goethe. Y conste que he estado releyendo en estos días las Elegías romanas, que me parecen las mejores poesías de Goethe, muy superiores al Fausto, en cuya fábula nunca he podido interesarme. Pero hay, al mismo tiempo, el tema de las dos imágenes. La imagen que deja Dante no es una imagen querible: parece la imagen de un hombre dominado por las circunstancias personales, por las pasiones personales y, a veces, también por el odio. En cambio, la imagen que Goethe deja —no en cada una de sus obras, pero sí en el conjunto o la memoria general de sus obras— es una imagen superior a la de Dante: la imagen de un hombre ecuánime, la de un hombre sin supersticiones patrióticas o raciales, la de un hombre interesado en el universo, en elementos muy diversos del universo. Y en tal caso, si admitimos lo anterior, creo que el culto dé Goethe,es justificable, ya que Goethe nos invita a interesarnos en casi todos los temas, en todas las naciones y en todas las épocas, sin
excluir el Oriente. Como poeta, creo que es —por ejemplo— muy inferior a Heine, y esto se advierte si uno compara las baladas de Goethe —por ejemplo, aquella de El rey de Tula— con cualquiera de las baladas de Heine. A veces, he creído que Goethe es una superstición alemana, y he pensado también que las naciones eligen clásicos como una suerte de contraveneno, como un modo de corregir sus defectos. Creo que precisamente la indiferencia patriótica de Goethe, el hecho de que él fuera a saludar a Napoleón, el hecho de que creyera —muy erróneamente, a mi entender— que la lengua alemana es el peor material para la poesía: todo esto puede servir para contrarrestar cierta propensión alemana a exaltarse. F.S. ¿Usted llegó a conocer personalmente a Almafuerte? J.L.B. No. Pero la poesía de Almafuerte me ha impresionado mucho. Creo que ha escrito —acaso— los mejores y los peores versos de la lengua castellana. Y creo además que en Almafuerte se da algo que es muy raro aquí y —quizá— en todos los demás países: la presencia de un hombre singular. Es una lástima que las circunstancias de su vida no le permitieran realizarse, como se dice ahora. Uno de los proyectos literarios que me han acompañado siempre (y que, sin duda, no ejecutaré) es el de extraer una filosofía del confuso conjunto de las obras de Almafuerte. Una filosofía y sobre todo una ética muy personales podrían extraerse de su obra. Desde luego, sería muy fácil encontrar contradicciones en esa filosofía. El mismo Almafuerte ha escrito: Y, como buen genial, contradictorio. Lo cual me recuerda aquello de Whitman: Me contradigo. Muy bien: me contradigo. Contengo o incluyo a muchedumbres. F.S. Ya que usted hizo hace poco una nueva versión española de Whitman..., ¿le parecía que la antigua versión de León Felipe era muy defectuosa? 78 J.L.B. Sí, y sigue pareciéndome muy defectuosa. Creo que la traducción de León Felipe adolece de un error esencial. Uno de los rasgos más evidentes de Whitman son esos largos versos a la manera de los Psalmos. Y León Felipe ha cortado todo eso; y él, como explicación, dijo que el verso corto era típico de las coplas españolas. Claro que habría que demostrar que existe alguna relación entre la poesía de Whitman y las coplas españolas, cosa que nadie ha imaginado nunca. Me parece
raro traducirlo según ese criterio. Además, que los versos de León Felipe tampoco son buenas coplas españolas. F.S. ¿Hay algún autor que le interese en la generación argentina del 80? J.L.B. No. La verdad es que no hay absolutamente ninguno. F.S. ¿Eduardo Wilde tampoco? J.L.B. Sí, él sí. Yo prologué hace tiempo —muy mal, por cierto— el libro Prometeo & Cía., de Wilde. Pero creo que lo que admiramos en Wilde es el hecho de que no se pareciera a sus contemporáneos. Creo que lo admiramos por ser distinto —un poco distinto—, pero no por virtudes propias muy valiosas. F.S. Tengo entendido que usted considera a Baldomero Fernández Moreno como el poeta arquetípico de Buenos Aires... J.L.B. Sí. Ése es mi parecer. Y la razión es obvia y sin duda ha sido formulada muchas veces: es que hay una suerte de armonía preestablecida —para recurrir a la frase de Leibniz— entre la sencillez de los versos de Fernández Moreno y la sencillez de la ciudad de Buenos Aires y de la provincia de Buenos Aires. Por ejemplo, cuando Rafael Obligado —y conste que no soy un enemigo de Obligado— escribe Cuando la tarde se inclina sollozando al occidente, advertimos inmediatamente que hay una diferencia entre el estilo del autor, entre esa metáfora de la tarde como una mujer que se inclina y solloza —el verbo, sin duda, es excesivo— y la llanura de Buenos Aires que está describiendo. En cambio, cuando Fernández Moreno escribe79 Ocre y abierto en huellas, el camino separa oscuramente los sembrados. Lejos, la margarita de un molino,
podemos pensar que se trata de un pequeño poema meramente visual y que la comparación de la rueda del molino con una margarita no es especialmente digna de aplauso. Pero sentimos también que esos versos se adecúan a la pampa, que esos versos hacen juego con la llanura de la provincia de Buenos Aires. Y creo además que hay otro aspecto de Fernández Moreno que no ha sido debidamente valorado, y es que fue un admirable poeta erótico, y esto suele olvidarse. Creo que a la fama de Fernández Moreno la ha perjudicado el hecho de que no lo veamos del todo como argentino. Pensamos que nació aquí, pero que era un poeta español. En España lo ven como poeta argentino y esto ha impedido que fuera justipreciado como se debiera. Es, de algún modo, el caso de Groussac. Creo que a Groussac todos lo sentimos, todos lo sabemos como francés. Él mismo se sintió desterrado aquí. Y no apreciamos su obra, no apreciamos su prosa admirable. Y en Francia (fuera de Une énigme littéraire y el Cahier de sonnets —que no es mayormente importante—) lo ignoran simplemente. F.S. ¿Usted percibe síntomas de que la literatura argentina llegue a ser, en un plazo no demasiado largo, tan importante como las antiguas literaturas europeas? J.L.B. Sí. Por lo pronto, hay y hubo muchas cosas tristes en este país. Pero, literariamente, empezamos bien. Piense usted que la Revolución de Mayo —es decir, nuestro nacimiento— ocurre en 1810. Y ya en 1811 tenemos los primeros poemas gauchescos del montevideano Bartolomé Hidalgo, tenemos un género literario —el género gauchesco— que nos daría después a Ascasubi, a Estanislao del Campo, a José Hernández y, en prosa, a Eduardo Gutjérrez y a Ricardo Güiraldes. Y pensemos que en 1820 ya tenemos un poeta romántico como Juan Crisóstomo Lafinur. Pensemos que Buenos Aires fue una de las capitales del modernismo —México fue la otra capital—, como lo señala Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo. Pensemos en el estímulo que tiene que haber sido para el poeta máximo de ese grupo, Rubén Darío, la presencia de Buenos Aires, el diálogo de Buenos Aires. Y pensemos que ahora hay un grupo de escritores importantes y —no sé si lo he dicho ya— pensemos que somos acaso la primera nación de América latina que está ensayando, ensayando con felicidad, la literatura fantástica: pensemos que en casi toda la América latina la literatura no es otra cosa que un alegato político, un pasatiempo folklórico o una descripción de las circunstancias
económicas de tal o cual clase de población, y que aquí, en Buenos Aires, ya estamos inventando y soñando con plena libertad. F.S. ¿Qué consejo le daría usted a un joven escritor argentino? J.L.B. Yo le aconsejaría —y aquí me parezco mucho a un maestro de escuela; y la verdad es que soy un maestro de escuela: en todo caso, un profesor universitario—, yo le aconsejaría, ante todo, el estudio de los clásicos. Pero, aquí quiero hacer una salvedad: creo que en nuestro caso en particular y —acaso— en general, lo mejor es el estudio de los clásicos de otras lenguas, ya que el estudio de los clásicos españoles ofrece, al principio, muchos peligros. Por lo pronto, el de querer usar un lenguaje anticuado, el abuso de arcaísmos, el refranero de Sancho Panza, etcétera. Quizá lo mismo pueda decirse de todas las literaturas. Conviene estudiar a los clásicos en traducciones, y así podemos lograr lo sustantivo y podemos evitar lo accidental. Es decir, yo le aconsejaría a ese joven imaginario que estudiara los clásicos; que no tratara de ser moderno, porque ya lo es; que no tratara de ser un hombre de otra época, de ser un clásico, porque, indudablemente, no puede serlo, ya que irreparablemente es un joven del siglo XX. Y luego, al cabo de un tiempo, le aconsejaría también el estudio de los clásicos de nuestra lengua. F.S. A esta altura de su vida, en que usted ha escrito prácticamente toda su obra literaria... J.L.B. ¡No! ¡Esperemos que no! F.S. Digamos entonces: a esta altura, en que usted hace cincuenta años que está escribiendo... J.L.B. Sí, eso es cierto. Pero, al cabo de los cincuenta años, creo que uno no debe perder las esperanzas. Además, que uno aprende a golpes, ¿no? Creo que he cometido todos los errores literarios posibles y que eso me permitirá tener alguna vez algún acierto. F.S. Bueno, la pregunta es la siguiente: ¿En qué medida considera que su obra es un aporte positivo para la literatura argentina y para nuestro país?
J.L.B. Creo que en mis últimos libros hay cierta sencillez, cierta deliberada pobreza de vocabulario o —no lo digo para alabarme— cierta economía de vocabulario que pueden ser benéficos. Creo también haber contribuido al auge de la literatura fantástica en este país, literatura que otros cultivan ahora por cierto con mejor fortuna que yo. Un libro como la Antología de la literatura fantástica, que publicamos Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y yo, ha sido un libro que no debería olvidarse en la historia de la literatura argentina. F.S. ¿Leyó Cien años de soledad, de García Márquez? J.L.B. No, no la leí. Trataré de leerla. Lo que pasa es que, como dependo de otros ojos, y tengo que preparar mis clases y tengo que redactar mi obra —llamémosla así—, me queda poco tiempo para leer. F.S. Yo se lo preguntaba porque, como usted me dijo que, si su obra tenía algún mérito, era el de haber propulsado la literatura fantástica en esta parte de América, y esa obra de García Márquez tiene bastantes elementos fantásticos... J.L.B. ¿Ah, sí? Bueno, yo realmente creo que esa Antología de la literatura fantástica que compilé con Silvina Ocampo y Bioy Casares ha hecho una obra benéfica. Aunque ya mucho antes Lugones había escrito Las fuerzas extrañas... Pero, claro, Lugones desistió en seguida de ese propósito de literatura fantástica: sin duda hacia 1906 ó 1907 no había un ambiente favorable en la América latina para ese tipo de literatura. La prosa que escribieron los modernistas era sobre todo una prosa decorativa, una prosa llena de colores y de metales y de frases melodiosas. Y cuando Lugones publicó un libro que ahora se llamaría de ficción científica, desde luego no pudo gustar mucho en ese momento. Es cierto que leían a Wells, pero no sé si lo veían como importante, no sé si la lectura de Wells significó algo para ellos. Quizá la lectura de Poe haya significado algo para ellos, pero no la lectura de los relatos, donde hay cierta precisión y rigor, sino más bien la vaguedad romántica de los poemas de Poe: mujeres bellísimas, de pasado enigmático, que habitan en viejos castillos... F.S. ¿Usted conoce la obra de Marco Denevi?
J.L.B. No, pero tengo la impresión de que es excelente. Es una de esas convicciones previas a la lectura. ¿Qué dice él en su obra? F.S. (Sorprendido por esta inesperada interrogación de su interrogado, improvisa un pálido resumen de la primera página de Denevi que le viene a la memoria: El Maestro traicionado.) 80 J.L.B. Está muy bien, realmente, esa idea. Yo tenía una idea parecida: que Jesús, al decir "Yo sé que voy a ser traicionado", quería que esa frase fuera interpretada como una orden, quería incitar a alguien a traicionarlo, ya que él necesitaba ser traicionado para cumplir con la crucifixión. Y Judas lo entendió como una orden y por eso lo traicionó. F.S. ¿Qué imagen dejará usted en la historia de la literatura? J.L.B. La imagen que yo dejaré cuando me haya muerto —que ya dijimos que eso es parte de la obra de un poeta, y, quizá, la más importante—, no sé exactamente cuál será, no sé si me verán con indulgencia, con indiferencia o con hostilidad. Desde luego, eso me importa muy poco ahora: lo que sí me importa no es lo que he escrito sino lo que estoy escribiendo y lo que voy a escribir. Y creo que eso le ocurre a todo escritor. Dijo Alfonso Reyes que uno publicaba lo que había escrito para no pasarse la vida corrigiéndolo:81 uno publica un libro para dejarlo atrás, uno publica un libro para olvidarlo. Y, en cuanto a mí — esto he podido comprobarlo sobre todo en Texas y en New England—, hay mucha gente que conoce mucho mejor lo que he escrito que yo. A veces me han hecho preguntas que me han dejado perplejo. Me han hablado del carácter de tal personaje. Yo preguntaba qué personaje era ése, y resultaba que era un personaje de un cuento mío, y yo lo había olvidado enteramente, sin proponérmelo, por lo demás. Y podría agregar que me parezco a Enrique Banchs; es decir, que temo que, en cualquier momento, la gente se dé cuenta de que me han dedicado una atención excesiva, y entonces me considerarán un chambón o un impostor, o, quizá, ambas cosas a un tiempo. F.S. Para terminar, ¿qué opina del trabajo que acabamos de realizar? J.L.B. En todo caso es agradable para el escritor, y lo obliga, además, a pensar en temas en los que, de otro modo, no pensaría.
F.S. ¿Y no le parece incómodo el hecho de que las preguntas sean tan diversas como desordenadas? J.L.B. No, al contrario: yo creo que eso conviene. Precisamente hay un encanto especial en lo misceláneo, el encanto que uno encuentra en las enciclopedias, por ejemplo, o en las silvas de varia lección, como decían los españoles. F.S. Sin embargo, lo obligará a cierto esfuerzo el hecho de que saltemos, digamos, de Cervantes a Vietnam o de la guerra del cercano oriente a Goethe... J.L.B. Sí, si uno cumpliera concienzudamente, haría por cierto, un gran esfuerzo, pero, como uno se abandona un poco al azar de la conversación, hay un agrado indudable, ¿no?
APÉNDICE BORGES EN INGLÉS Si bien es cierto que antes de la fecha han aparecido en Gran Bretaña y, sobre todo, en los Estados Unidos de América, fragmentarias traducciones de los libros de Borges —principalmente en revistas y antologías —sólo ahora nos hallamos ante un esfuerzo para traducir orgánicamente su obra. Norman Thomas di Giovanni —nacido en 1933 en Newton (Massachusetts) y autor, entre otros trabajos, de una selección y versión inglesa de los poemas del Cántico de Jorge Guillén, publicada en 1965 en Boston y Londres— se ha lanzado fervorosamente, a partir de un subsidio inicial otorgado por la Ingram Merrill Foundation, a la tarea de traducir al inglés las obras de Jorge Luis Borges. Dedicado por entero a ella, reside actualmente en Buenos Aires, y, ya que lo tenemos tan a mano, me ha parecido interesante preguntarle sobre algunos pormenores de su labor. F.S. FERNANDO SORRENTINO. ¿Cuáles son las obras de Borges que está traduciendo al inglés, para qué editorial, cuándo empezó el trabajo y cuándo piensa terminarlo? NORMAN THOMAS DI GIOVANNI. Hasta ahora, he trabajado en once volúmenes. Diez de ellos (El libro de los seres imaginarios, El informe de Brodie, Historia universal de la infamia, Elogio de la sombra, Historia de la eternidad, Discusión, Evaristo Carriego, Crónicas de Bustos Domecq, Seis problemas para don Isidro Parodi —estos dos últimos, en colaboración con Bioy Casares— y un libro de cuentos escogidos escritos entre 1933 y 1969) están apareciendo en New York, publicados por E. P. Dutton. Otro editor neoyorquino —Seymour Lawrence/Delacorte Press— publicará el undécimo libro, una selección de aproximadamente cien poemas extraídos de la Obra poética 1923-1967. El primero de estos volúmenes (The Book of Imaginary Beings) apareció en 1969; el segundo (The Aleph and Other Stories 1933-1969), en 1970; el Doctor Brodie's Report y el libro de poemas saldrán a principios de 1972. Los demás se van a publicar a un ritmo de uno o dos libros por
año. Hace ya cuatro años que estoy trabajando en este proyecto y espero poder terminarlo dentro de otros cuatro o cinco años. Un gran porcentaje de las traducciones aparece primero en revistas, sobre todo en la New Yorker, con la que Borges y yo tenemos contrato de prioridad para publicar aquellas obras suyas aún no traducidas al inglés. Otros trabajos nuestros ya han aparecido en revistas tales como Atlantic, Encounter, The New York Review of Books, Harper's Bazaar y The Quarterly. F.S. ¿Quién colabora con usted y cuál es el método adoptado en la traducción? N.T.di G. Mi principal colaborador es el propio Borges. Por esta razón he venido a Buenos Aires para hacer mis traducciones. Él y yo trabajamos en estrecha y completa colaboración. Borges me dijo que ésta es la primera y única vez que ha tenido una participación directa en la traducción de una obra suya. Trataré de explicar brevemente nuestro método, que, según se trate de prosa o verso, es distinto. Empezaré con la prosa. Primero, trabajando solo, hago un borrador del cuento o ensayo. Después se lo llevo a Borges —trabajamos juntos todas las tardes en la Biblioteca Nacional— y le leo primero una frase del original español y después la correspondiente frase de mi borrador. A veces mis frases son bastante aceptables así como están, a veces tenemos que rehacerlas. A esta altura, suelo hacer preguntas o sugerencias. Borges —que posee un extraordinario dominio del inglés y un increíble poder de invención— reescribe en algunas ocasiones la frase para hacerla más directa —adaptándola a las exigencias del inglés— y más clara. Hasta este instante, nuestra preocupación fundamental es captar totalmente el sentido del texto y ponerlo en una especie de inglés y, por eso, aún nos conformamos con que sólo sea una versión literal. Entonces comienza la segunda etapa. Llevo esta versión literal a casa y, mientras la paso a máquina, trato de ir dándole forma literaria, de ir puliendo las frases y los párrafos y de encontrar los términos exactos. Ahora la obra sólo existe en inglés y mi intención es entonces la de escribirla en el mejor estilo inglés. Ésta es la parte más difícil del trabajo. La fase final consiste en llevarle a Borges esta nueva versión, que yo considero más o menos concluida. Entonces se la vuelvo a leer, sin hacer ninguna referencia al texto original; como ya dije, consideramos la obra como si sólo existiera en inglés. Los cambios que hacemos son mínimos: una que otra palabra, a veces
una frase o dos. De vez en cuando, Borges quiere agregar alguna frase que no existía en el texto español (en ciertas oportunidades, ha retraducido esas frases al español, para interpolarlas en el texto original). Ése es el momento en que consideramos terminada la versión. Al traducir ensayos, siempre leo las fuentes, de modo de tener una idea general del tema; además, siempre busco y verifico todas las citas y paráfrasis. No es necesario señalar que esta manera de traducir en colaboración es la forma más larga y trabajosa de hacerlo, pero también creemos que éste es el mejor modo de traducir y nos parece que los resultados justifican ampliamente nuestro método. Dos de los libros que estamos traduciendo —Seis problemas para don Isidro Parodi y las Crónicas de Bustos Domecq— fueron escritos por Borges en colaboración con Bioy Casares. En la actualidad, después de un año de trabajo, nos hallamos en la mitad de las Crónicas. Trabajamos exactamente del mismo modo que he descripto antes, salvo que en este caso también colabora Bioy. Trabajamos en su casa una o dos noches por semana. Claro que, debido al carácter de estas obras, las dificultades pueden multiplicarse por ciento; traducir estos libros literalmente es imposible y entonces, los tres tenemos que exigir al máximo nuestra capacidad de invención. Nuestro avance es forzosamente muy lento, pero, como recompensa, nos divertimos mucho y a menudo quedamos gratamente sorprendidos ante los resultados. En cambio, al traducir poemas seguimos un método totalmente distinto. Primero voy a referirme al volumen mayor de poemas escogidos. Una cuarta parte de él la he traducido yo. Con respecto al resto, les he encargado la tradución a algunos de los mejores poetas de los Estados Unidos de América: Robert Fitzgerald, Richard Wilbur, W. S. Merwin, Ben Belitt, Alastair Reid, Mark Strand, Alan Dugan, Richard Howard, John Updike y John Hollander. En primer término, Borges y yo hicimos versiones literales —línea por línea— de cada poema de nuestra selección. Una vez hecho esto, asigné poemas a los traductores y ejercí sobre ellos un cuidadoso control, constatando sus versiones con nuestro texto literal. Entre cada traductor y yo los poemas iban y venían generalmente varias veces antes de que los resultados fueran satisfactorios. Como punto final, terminaba leyéndole a Borges los poemas para su aprobación definitiva. Claro que este procedimiento acarrea un enorme trabajo al redactor —no sé cuántos centenares de cartas he tenido que escribir—, pero, al mismo tiempo, el cambio de ideas entre el autor, el redactor y los traductores creo que ha dado resultados realmente valiosos.
En la traducción de Elogio de la sombra sigo el mismo método, pero con la diferencia de que soy yo el que traduce la mayoría de las páginas del libro: a los otros traductores voy a encomendarles tal vez una cuarta parte. Me pareció mejor hacerlo así, porque, en gran medida, Elogio de la sombra fue escrito mientras yo estaba en Buenos Aires, trabajando junto a Borges, de modo que con frecuencia pude seguir el desarrollo del poema: desde la idea hasta el borrador, y desde éste hasta la versión definitiva. Es por eso que con este libro tengo una relación muy estrecha y directa, y siento por él un afecto especial; inclusive algunos poemas se tradujeron al inglés ni bien los originales acababan de escribirse, y una de las prosas, Pedro Salvadores, apareció en inglés antes que en español.82 Al aparecer Elogio de la sombra en agosto de 1969 —cuando Borges cumplió setenta años— teníamos terminada casi la mitad de la traducción. F.S. ¿Qué dificultades o ventajas encuentra en el estilo de Borges? N.T.di G. En el estilo de Borges encuentro muchas ventajas y muy pocas dificultades. Ya se sabe que Borges es un gran estilista: toda su obra está cuidadosamente bien escrita; se esfuerza por ser claro y sencillo. Obviamente, es mucho más fácil traducir una cosa bien escrita que otra escrita con torpeza. De manera que quien traduce a Borges se encuentra con las inapreciables ventajas de un estilo correcto y límpido. También tengo la suerte de que, en Borges, la estructura de la frase está a menudo modelada sobre la estructura de la frase inglesa: quiere decir que muchas veces la traducción va como sobre rieles, puesto que las frases tienen la misma forma que en inglés. Pero no siempre sucede eso, y es aquí donde muchos traductores cometen errores. A veces, sucede que en inglés el equilibrio y el énfasis son completamente distintos: en estos casos, de repente me encuentro invirtiendo el orden de las frases; o, si no, cambiando la posición de las cláusulas dentro de la frase; o, a veces, intercalando conjunciones entre dos frases; o también dividiendo en dos alguna frase. (Quiero puntualizar además que, en Borges, la mesura y la economía de su estilo —rasgos que no son precisamente característicos del español, un idioma bastante retórico y florido— están muy cercanas a la prosa clásica de las obras más admirables de la lengua inglesa, sean sus autores británicos o norteamericanos. Pero, asimismo, agregaría que el español, tan capaz de ser retórico, lo es también de ser muy terso: inclusive mucho más terso que el inglés.) Por eso —volviendo al tema del equilibrio y del
énfasis—, un traductor que trabaje literalmente, vertiendo palabra por palabra, termina escribiendo en ese inglés ilegible y artificial que nosotros llamamos translatorese (en español, algo así como traductorés). Otro problema general es que el español contiene muchas palabras largas, de tres o cuatro sílabas, mientras que en inglés las palabras tienden a ser más cortas. Este hecho influye decisivamente en el ritmo de las frases. Por ejemplo: tomemos una palabra corriente, árboles, con tres sílabas en español y una, trees, en inglés. Borges escribe frases razonadas rítmicamente: escribe con su oído. ¿Qué pasaría en un punto estilísticamente culminante, si la sonora palabra árboles se tradujera secamente por trees? La frase perdería expresividad, desaparecería todo el efecto literario y se desvanecería la gracia. Aquí, el traductor —que también debe trabajar con su oído— tiene que olvidarse de que árboles equivale a trees. Tiene que trabajar, repito, con su propio oído y sentir y hacer sentir los ritmos, quizá traduciendo una palabra por una frase —por ejemplo, rows of trees en lugar de trees— para lograr la música y el equilibrio necesarios. Claro que, trabajando con Borges, esto no es tan difícil: él sabe bien inglés y aprecia las sutilezas de su estilo. Por eso, me estimula, me exhorta, me exige que conduzca nuestras traducciones desde la mera literalidad hasta una prosa inglesa rítmica y cuidadosamente construida. Ya dije que lo que nos proponemos es que nuestra prosa de traducción suene como si hubiera sido directamente escrita en inglés. También quiero referirme, si me permite, a otros dos pequeños problemas. Primero, al de la construcción con gerundio. Borges odia esta construcción, rara vez la usa, y dice que ella es un síntoma del mal estilo español. Pero en inglés es una construcción corriente, y no usarla daría como resultado un estilo torpe y aburrido. Y, extrañamente, lo que en español impide la fluidez de la frase, en inglés sirve para el efecto contrario —es decir, para darle espontaneidad y acelerarla. De modo que he tenido que convencer a Borges de que emplear el gerundio en nuestras traducciones puede ser eficaz y estilísticamente agradable. Un segundo problema —quizá el que mayores preocupaciones me produce— es la brusquedad —tan característica del estilo borgiano— de las transiciones entre cláusulas o frases o párrafos. Estas brusquedades son demasiado cortantes (y me alegra que James Irby ya lo haya señalado y, para suavizarlas, a menudo me encuentro tratando de intercalar buts ("peros") y therefores ("por-lo-tantos") y howevers ("no-obstantes"). Lo mismo me pasa con nexos temporales, tales como después, luego, de ahí en más, etcétera: en inglés son tan comunes que, aunque no se encuentren en el original
español, yo trato de ponerlos para satisfacer mi propia concepción del estilo. Casi siempre Borges me lo impide y me interrumpe diciéndome: "¿Por qué but? A veces yo tengo una razón a favor de mi but, y él, sin embargo, la :rechaza. En cambio, otras veces no puedo darle ningún argumento y le digo que es algo que percibo, simplemente; algo que me exige el oído. "Está bien, entonces", me dice. Y me recita su regla de oro: "Si tengo que elegir entre la razón y el ritmo (reason and rhyme), siempre opto por el ritmo". Muchas veces me he encontrado con personas que me preguntan si no me es muy difícil hallar los matices entre palabras de los dos idiomas. La respuesta es no. El problema de las palabras es mínimo. (El verdadero problema en las traducciones es encontrar y mantener el tono adecuado.) En primer lugar, el inglés tiene un vocabulario mucho más extenso que el español; en segundo término, si bien en inglés la mayoría de los vocablos es de origen latino, otra gran parte es de origen anglosajón: a esta doble fuente se debe la inmensa riqueza del idioma inglés. Y lo que le da al inglés su carácter distintivo es el sajón. Un escritor puede: o bien emplear palabras más bien modestas y humildes de raíz sajona (y los mejores escritores de hoy así lo hacen), o, si no, puede emplear un vocabulario más latino y componer una prosa más adornada, más retórica y más anticuada. Da el caso de que Borges y yo compartimos las mismas ideas sobre la clase de inglés en que queremos escribir. Es una gran fortuna trabajar con un hombre que percibe bien las diferentes naturalezas de los dos idiomas; y es tan hábil en el inglés, que siempre me está sugiriendo términos más expresivos, a veces incluso más expresivos que los de sus propios originales. F.S. ¿Le han causado algún problema especial los argentinismos? N.T.di G. No. Los argentinismos y las referencias a cosas típicas del país no constituyen un problema tan grande como uno pudiera suponer. La mitad del problema la resuelve el hecho de que estoy en el país, viendo y oyendo lo que veo y oigo cada día. Además, siempre tengo a Borges junto a mí para que me explique lo que no entiendo. De todos modos, hay pocas cosas que no se pueden traducir directamente. Los argentinismos —especialmente los referentes a cosas del campo— tienen equivalentes o quasi equivalentes en inglés. No es necesario recordar que el argentino y el norteamericano —aunque hablen idiomas distintos— comparten en el Nuevo Mundo una herencia y una experiencia comunes.
Ambos países son extensos y con una enorme variedad de paisajes: llanuras, montañas, bosques, ríos... Los argentinos y los norteamericanos hemos tenido fronteras salvajes e indios y guerras civiles e inmigración. Gran parte de la Argentina recuerda al oeste norteamericano: los espacios inmensos, el ganado... Y, en épocas pasadas, argentinos y norteamericanos tuvimos poblaciones aún inciviles y sin ley. Además el nivel de vida de Buenos Aires y su clase media son similares a los de las ciudades norteamericanas. Todas estas semejanzas ayudan. En ciertas ocasiones, cosas que no se pueden traducir directamente se aclaran mediante una o dos palabras, o mediante una descripción o una explicación agregadas al texto en inglés. Por ejemplo, al traducir Pedro Salvadores —un cuento que tiene lugar durante la dictadura de Rosas—, agregamos en la versión inglesa varios detalles que Borges no había dicho explícitamente en la redacción original, porque son cosas que los argentinos ya conocen: los federales y los unitarios, la Mazorca, etcétera. Es decir, Borges escribe para el lector; nosotros traducimos para el lector. F.S. ¿Cómo se ve actualmente a Borges en las naciones de lengua inglesa y cómo cree usted que se lo verá cuando se conozca su obra completa? N.T.di G. En el mundo anglohablante, se lo ve a Borges como uno de los grandes escritores del siglo. No es un escritor popular, en el sentido comercial del vocablo; sus libros no se venden en la cantidad de los llamados best-sellers. Pero, cuando esos best-sellers hayan muerto y estén olvidados, los libros de Borges aún se venderán y se leerán y se discutirán. En la literatura tiene un lugar permanente. Antes de que ninguna de mis traducciones apareciera, ya había en inglés cinco libros de Borges. En general, sus lectores son estudiantes universitarios, editores, redactores y también otros escritores. Sobre todo estudiantes y otros escritores. Entre esta gente, Borges es muy leído y admirado. Inclusive imitado. En los Estados Unidos de América es difícil abrir una revista literaria seria, en cualquier semana o mes, sin encontrarse con alguna alusión a Borges. Es un autor que ejerce influencia; entre él y otros escritores se buscan semejanzas o diferencias. Por haberlo vivido, puedo decir que directores de algunas de las más famosas revistas de los Estados Unidos de América y de Gran Bretaña me reclaman traducciones de la obra de Borges. Un signo de la estima en que se lo tiene en mi país es que la revista New Yorker lo considere un
colaborador valioso y lo haya contratado, ya que esta revista se caracterizó siempre por no publicar obras en traducción. En todo el mundo no creo que haya cinco escritores cuyas obras haya publicado la revista: ahora me acuerdo solamente de Isaac Singer y de las primeras obras de Nabókov. Todo lo que hacemos va a la New Yorker; lo poquísimo que ésta rechaza, es inmediatamente aceptado por otras revistas. La New York Review of Books, por ejemplo, que es quizá nuestra más importante revista de crítica intelectual, está tan entusiasmada con la obra de Borges, que, aunque tienen por norma no incluir ficción, sin embargo publican sus cuentos. Aparte de esto, Borges es un gran favorito de las universidades. Ha enseñado en Texas y en Harvard, y dio conferencias en docenas de las más famosas universidades norteamericanas. En el período 1967-1968 fue honrado con la cátedra de Poesía en la Universidad de Harvard. Además, ya se sabe que en el corriente año le otorgaron el título de Doctor en Letras honoris causa por la Universidad de Oxford. Antes, en 1969, fue invitado a pasar tres semanas en la Universidad de Oklahoma, donde tuvo lugar un simposio sobre su obra. Concurrieron notables intelectuales —especializados en literatura hispanoamericana— para exponer sus ensayos, que más tarde fueron publicados. Tuve la suerte de que me invitaran a acompañar a Borges en este viaje, y varias universidades nos pidieron dar lecturas de sus poemas mientras permaneciéramos en el país. Viajamos a Michigan, Wisconsin y Texas, y terminamos en el Poetry Center de New York, donde leímos nuevas composiciones extraídas de Elogio de la sombra. Ahora, no hace mucho que volvimos de un largo viaje por los Estados Unidos de América, Islandia, Israel, Escocia e Inglaterra. En cuanto a la segunda parte de su pregunta, creo que las traducciones que estamos haciendo de su obra servirán para consolidar su posición. Borges está ubicado en el mundo anglohablante desde 1962, cuando se publicó en los Estados Unidos de América la primera traducción. Pero nuestro trabajo va a mostrar su obra en forma más integral. Su poesía aún no se conoce bien; tampoco su interesante obra menor, como El libro de los seres imaginarios; y las obras escritas en colaboración con Bioy son totalmente desconocidas. En inglés ya existen varios ensayos serios sobre Borges y cada año aparecen otros. En suma, nosotros queremos a Borges y se lo agradecemos a la Argentina. F.S. ¿Cuál es, a su juicio, la obra fundamental de Borges?
N.T.di G. ¿La obra fundamental de Borges...? Bueno, una media docena de cuentos, unos seis u ocho poemas, una media docena de sus prosas breves. Está increíblemente dotado: en cada género en que incursionó ha producido innegables obras maestras. No quiero nombrar ninguna de esas piezas: el tiempo se ocupará de ellas. Borges cree que "ha logrado ciertas páginas válidas"; yo multiplicaría por tres la cantidad de páginas que él declara. Pero, con respecto a cuál es su mejor libro, estoy en total desacuerdo con él. Borges se inclina por El hacedor; yo, por El Áleph. A sus prosas breves yo las veo brillantes, pero fragmentarias. Suele decir que La intrusa es su mejor cuento, pero sospecho que, íntimamente, no lo cree así. Este cuento no me parece que esté bien escrito, lo cual no es sorprendente, ya que lo dictó durante su ceguera y creo que se apresuró demasiado en su redacción. Tampoco me gusta su tendencia, desde la pérdida de la vista, a reducir el cuento a prácticamente un esqueleto: a veces corre el riesgo de no escribir sino la trama desnuda. En nuestras conversaciones acostumbro criticar su obra con toda libertad; creo que esto es saludable para nuestro trabajo y también para él. Cuando estuvimos en Cambridge, le aconsejé que no escribiera tantos sonetos, diciéndole que ya había disfrutado bastante de esa forma poética. Apenas regresó a Buenos Aires, se lanzó a escribir más en verso libre y compuso ese maravilloso poema Heráclito. Estos cambios culminaron en Elogio de la sombra. Y, ahora, algo personal. Borges se me descubrió como poeta, fueron sus poemas los que nos relacionaron y con su traducción empecé mi trabajo con él. Posiblemente por eso me gustan más sus poemas. Y, de cualquier modo, como escritor lo considero fundamentalmente un poeta. Saliendo de lo estrictamente literario, quiero agregar que, como persona, Borges posee muchas facetas hermosas y que, amigo o colaborador, ha sido siempre muy generoso conmigo.
NOTAS 1
He aquí una esquemática genealogía de Jorge Luis Borges: Francisco Borges (1833-1874) Fanny Haslam (1845-1935)
Jorge Luis Borges (1899)
Jorge Borges (1874-1938) Leonor Acevedo Isidoro Acevedo Laprida (1876) (1828-1905) Leonor Suárez Haedo (1837-1918)
2
Transcribo íntegramente las páginas 291-292 del libro Los cafés de Buenos Aires, de Jorge Alberto Bossio (Buenos Aires, Editorial Schapire, 1968): CAFÉ LA PALOMA
"Cuando Palermo no era la barriada aristocrática, sino el refugio de 'malandrinos', 'malevos' y 'atorrantes', el Café La Paloma era un baluarte reo ubicado en la esquina de la Avenida Santa Fe y Juan B. Justo. Su nombre lo debe —sostiene Enrique Cadícamo— a una moza que aleteaba en el café, que atormentaba a todos los malevos que concurrían al bar más por ver a la moza que por el café en sí. Recordando los tiempos en que Juan Maglio (Pacho) era señor de La Paloma, transcribimos estos versos de Cadícamo: Y baja a tomar la copa con viejos amigos fieles del tiempo cuando tocaba allá, frente a los cuarteles. Ahí comenzó el año nuevo con Luciano y con Pepino a darle al tango el aroma. Era un café muy cabrero con un clima pendenciero y llamado La Paloma. Sobre el ambiente de La Paloma, me refería Francisco L. Romay que durante el año 1911, durante el cual fue jefe de la seccional, en más de una oportunidad debió intervenir en forma violenta para reprimir el 'sabalaje'; a veces —recordaba Romay—, debió entrar a la fuerza en el local, montado a caballo, con el imaginable desbande de los parroquianos.
Muchos de los poetas de Buenos Aires han registrado en sus versos al viejo café La Paloma, como José Portogalo (Letras para Juan Tango, pág. 32, Ediciones La Esquina, Bs. As., 1958). En La Paloma dije tus mejores versos desde un palquito en alto que llegaba hasta el cielo. En la época en que Pacho llegó una tarde al café, el propietario era un señor Domínguez; por entonces parece ser que las ratas circulaban con toda libertad por el local, pasando por entre las piernas de los músicos. En reiteradas oportunidades Pacho le reclamó a Domínguez que las combatiera, para lograr la tranquilidad no sólo de los músicos sino también de los parroquianos. Quien frecuentó La Paloma, por ser amigo fiel de Pacho, fue el poeta Félix Lima. Tampoco fue ajeno a las reuniones del café palermitano, el payador Juan Agapito Martínez —conocido por Campoamores—, cuya excelente voz acompañó las veladas nocturnas de principio de siglo. Lo que resta del Café La Paloma es tan sólo el espíritu de la barriada del puente del ferrocarril Pacífico. El local ha sido remozado hasta convertirlo en una rutilante pizzería, denominada Nápoles. El cambio de denominación ocasionó a los actuales propietarios ciertos inconvenientes con las gentes del barrio que se resistieron a verlo transformado en una pizzería; pero el progreso tiene sus leyes y los nuevos dueños hicieron caso omiso del requerimiento de los admiradores de La Paloma; nos relataba uno de ellos que en la actualidad están arrepentidos de tal cambio; pero como reciprocidad mantienen inmarcesible la vieja placa del Café La Paloma; y las gentes del barrio, un poco tristes, se conformaron pero llegaron a llamar a la moderna pizzería La Paloma Herida, por haber dejado de ser eT viejo café." A lo que dice Bossio debo hacer una mínima objeción. Vivo, desde que nací, en el barrio del Pacífico, a pocas cuadras de la actual pizzería: jamás he observado síntoma alguno de que esa zona sea una "barriada aristocrática". 3
"El chico aprendió a leer en inglés y más tarde en castellano..." Alicia Jurado: Genio y figura de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Eudeba, 1964, página 27). 4
ALUSIÓN A LA MUERTE DEL CORONEL FRANCISCO BORGES (1833-74).
Lo dejo en el caballo, en esa hora crepuscular en que buscó la muerte; que de todas las horas de su suerte ésta perdure, amarga y vencedora. Avanza por el campo la blancura del caballo y del poncho. La paciente muerte acecha en los rifles. Tristemente Francisco Borges va por la llanura. Esto que lo cercaba, la metralla, esto que ve, la pampa desmedida, es lo que vio y oyó toda la vida.
Está en lo cotidiano, en la batalla. Alto lo dejo en su épico universo y casi no tocado por el verso. (El otro, el mismo, Emecé Editores, 1969, página 87) 5
Historia del guerrero y de la cautiva.
6
El número de L'Herne (París, 1964) dedicado a Borges registra la fotografía del manuscrita del poema RUSIA La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje con gallardetes de hurras mediodías estallan en los ojos Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres y el sol crucificado en los ponientes se pluraliza en la vocinglería de las torres del Kremlin. El mar vendrá nadando a esos ejércitos que envolverán sus torsos en todas las praderas del continente En el cuerno salvaje de un arco iris clamaremos su gesta bayonetas que portan en la punta las mañanas. Con ligeras variantes figura en la página 7. de la separata de Guillermo de Torre: Para la prehistoria ultraísta de Borges (Cuadernos Hispanoamericanos, Buenos Aires, enero de 1964, nº 169). Por su parte, Leónidas Barletta (Boedo y Florida. Una versión, distinta, Buenos Aires, Ediciones Metrópolis, 1967) también lo incluye en la página 43 —extraído del Índice de la poesía americana (1926), prologado por Alberto Hidalgo y Vicente Huidobro—, aunque con una métrica radicalmente diversa y un texto bastante modificado: melodías por mediodías, banderas por estandartes, pasa la muchedumbre por pasan las muchedumbres, el poniente por los ponientes, naciente por continente, del arcoiris por de un arco iris. 7
Para que este paréntesis de Borges no parezca intempestivo, es necesario aclarar que, antes de comenzar la grabación, le mostré, como ejemplo del trabajo que íbamos a realizar, el libro Palabras con Leopoldo Marechal, de Alfredo Andrés (Buenos Aires, Editorial Carlos Pérez, 1968). 8
Ernesto Ponzio es, efectivamente, el autor de Don Juan. Pero El entrerriano es obra de Rosendo Mendizábal. El origen de ambos tangos está relatado en Francisco García Jiménez: Así nacieron los tangos (Buenos Aires, Editorial Losada, 1965, páginas 9-16).
9
En la página 219 de su antología Cien poesías rioplatenses (1800-1950), Buenos Aires, Editorial Raigal, 1954, Roy Bartholomew registra este poema, atribuyéndolo a Marcelino del Mazo, con ligeras variantes respecto de la versión que Borges recitó de memoria: BAILARINES DE TANGO Como el ritmo de aquel tango les marcó un compás de espera, como sierpes animadas por un vaho de pasión, se anudaron. . . Y eran gajos de una extraña enredadera florecida entre la lluvia de los dichos del "salón". —¡Aura, m'hija! —aulló el compadre y la fosca compañera, ofreció la desvergüenza de su cálido impudor, azotando con su carne como lengua de una hoguera las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor. ... Persistieron en su giro; desbarraron los violines y la flauta dijo notas que jamás nadie escribió. Pero iban blandamente, a compás, los bailarines, y embriagada la pareja, sin notarlo, se besó... 10
Véase Alfredo Andrés (obra citada), páginas 21-23.
11
"A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro. A usted, Borges, ante todo, lo veo como un Gran Poeta. Y luego: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal". Ernesto Sábato, en Sur, nº 94, julio de 1942. 12
En Conrado Nalé Roxlo: Antología apócrifa (Buenos Aires, Emecé Editores, 1952), páginas 97-106. 13
Es transparente el episodio del capítulo XI del libro VII (Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia), en que el astrólogo Schultze —Xul Solar— y Adán Buenosayres —Leopoldo Marechal— encuentran a Luis Pereda en el falso Parnaso de los violentos del arte: "La Falsa Euterpe dejó escapar un sonido, mezcla de risa y de gargajo. —Eso es lo notable que tiene don Luis —me dijo—. Se lo acusa de andar por los barrios de Buenos Aires haciéndose el malevo, echando a diestro y siniestro oblicuas miradas de matón, escupiendo por el colmillo y rezongando entre dientes la mal aprendida letra de algún tango. —Un gesto individual que a nadie molesta —repuse yo.
—Exactamente. Lo malo está en que don Luis ha querido llevar a la literatura sus fervores misticosuburbanos, hasta el punto de inventar una falsa Mitología en la que los malevos porteños adquieren, no sólo proporciones heroicas, sino hasta vagos contornos metafísicos. La miré duramente: —Sólo por esa virtud —le dije—, mi benemérito camarada Luis Pereda merecería los laureles de Apolo. —¿Sus razones, por favor? —me reclamó la Falsa Euterpe. —¿No sé ha dicho que sobre nuestra literatura viene gravitando un oneroso espíritu de imitación extranjera? ¡Se ha dicho, no lo niegue! Y cuando un hombre como Pereda sale a reivindicar el derecho que lo criollo tiene de ascender al plano universal del arte, se lo ridiculiza y zahiere hasta el punto de hacerle sufrir las incomodidades de un infierno. Pues bien, señora, yo me inclino ante nuestro campeón; y me descubriría reverentemente, si no hubiera perdido mi sombrero en este condenado Helicoide. —¡Gracias, pueblo! —me gritó Pereda, visiblemente conmovido—. Cuando salga de aquí te pagaré una ginebra en el almacén rosado de la esquina. Pero la Falsa Euterpe insistió: —Admitamos —dijo— que nuestro paciente sea un innovador genial. ¿Esa circunstancia le da derecho a capar los vocablos de nuestro idioma y a escribir soledá y virtú, o pesao y salao? —¡Una travesura idiomática! —repuse yo—. Un caprichoso tijereteo de artista. Ese gusto de capar le viene de sus antepasados ganaderos. —Bien —admitió la falsa Musa—. Pero le quedan los neologismos. Este señor ha tenido la frescura de introducir en el idioma ciertas baldosedades, aljibistnos y balaustradumbres que claman al cielo." (Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1948.) 14
A un domador de caballos, en Poemas australes (1938).
15
Editada por Manuel Gleizer, se publicó solamente un número (Libra. I. Invierno, 1929) y era dirigida por Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo Marechal. En ese único número colaboraron, entre otros, Alfonso Reyes, Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández, Ricardo E. Molinari, Francisco Luis Bernárdez. 16
De El ciruja, tango con música de Ernesto de la Cruz y letra de Francisco A. Marino. Véase José Gobello: Vieja y nueva lunfardía (Buenos Aires, Editorial Freeland, 1963, pág. 28) y Francisco García Jiménez: obra citada (págs. 189-192). 17
El gran dictador (1940).
18
Inscripción sepulcral, en Fervor de Buenos Aires (1923).
19
Poema fechado en 1953.
20
En realidad, Al coronel Francisco Borges no está en el primer libro, sino en el segundo, Luna de enfrente (1925). 21
Véase la nota 4.
22
Norman Thomas di Giovanni. Véase Apéndice.
23
El espejo de tinta, en Historia universal de la infamia (1935).
24
Raúl (1939).
González
Tuñón:
La
rosa
blindada
(1936);
La
muerte
en
Madrid
25
En el artículo La supersticiosa ética del lector (1930), que se incluye en Discusión. 26
El congreso, Buenos Aires, El Archibrazo Editor, 1971.
27
El brulote como una de las bellas artes, artículo sin firma aparecido en la revista Información literaria (Año I, Nº 3, 1966), páginas 10-11, registra como atribuidos a Conrado Nalé Roxlo los dos siguientes: Yace aquí Jorge Max Rohde. Dejadlo dormir en pax, que de este modo no xode Max. Yace aquí Miguel Camino, versificador culpable a quien convirtió el destino en camino intransitable. Y este otro epitafio, sin mención de autor: Aquí yace bien sepulto Capdevila en este osario. Fue niño, joven y adulto, pero nunca necesario. Sus restos deben quemarse para evitar desaciertos. Murió para presentarse en un concurso de muertos. 28
Nathaniel Hawthorne (1949), artículo incluido en Otras inquisiciones.
29
En su edición de 1952 —además de suponer que Echeverría nació en 1809 y Lugones en 1869— registra esta entrada: "Borges (José Luis), poeta argentino, n. en 1900, jefe de la escuela poética 'ultraísta'", (página 1118). 30
Aeropuerto: 16.25 (páginas 85-97), en Fernando la Argentina (Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1966).
Quiñones:
Historias
de
31
Dirigida por Leopoldo Torre Nilsson, protagonizada por Alfredo Alcón, con Lautaro Murúa, Leonardo Favio, Wálter Vidarte, Graciela Borges, Julia von Grolman, María Aurelia Bisutti y Fernando Vegal en los personajes principales. En la adaptación del texto colaboraron el mismo Torre Nilsson, Beatriz Guido, Luis Pico Estrada y Ulyses Petit de Murat. 32
Poesía gauchesca. Edición, prólogo, notas y glosario de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, dos tomos (México, Fondo de Cultura Económica, 1955). 33
Con el título de Días de odio. Adaptación de Torre Nilsson y Jorge Luis Borges. Productor: Armando Bo. Elenco: Elisa Christian Galvé, Duilio Marzio y Nicolás Fregués. 34
El hombre de la esquina rosada, dirigida por René Mujica, con Francisco Petrone en el papel de Francisco Real, Susana Campos y Wálter Vidarte. 35
Dirigida por Hugo Santiago (Muchnik). En los personajes protagónicos actuaron Olga Zubarry, Lautaro Murúa y Juan Carlos Paz (prestigioso compositor y musicólogo en su debut cinematográfico como actor). 36
En su Anotación al 23 de agosto de 1944, Borges dice que "esa jornada populosa" le deparó "el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble" (Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé Editores, 1960, página 183). 37
Es el primer cuento de Bestiario (1951).
38
Aurora Bernárdez.
39
De Ultimas tardes, poema aparecido en Conocimiento de la noche (Buenos Aires, Editorial Raigal, 2ª. edición —definitiva—, 1953). 40
41
En Humoresca, Buenos Aires, Editorial Babel, 1929, página 60.
Debo a una indicación de Horacio Jorge Becco el conocimiento de un curioso libro, editado aparentemente entre 1937 y 1939, que Borges dice no recordar haber escrito: Jorge Luis Borges y Pedro Henrícruez Ureña: Antología clásica de la literatura argentina (Buenos Aires, Editorial Kapelusz, sin fecha).
42
México, Fondo de Cultura Económica, 1954.
43
Una superficial lectura de las dos primeras páginas del cuento revela un lenguaje totalmente ajeno al de Borges. Obsérvense estos giros: "una estampa ha poco recortada de una revista"; "algo de todo punto irrealizable"; "un día sí y otro también de viaje". O el uso de pronombres enclíticos: "sentíase repiquetear"; "infundióle una gran melancolía". 44
Franz Kafka: La metamorfosis. Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Editorial Losada, 1943). Contiene, además, los siguientes relatos: La edificación de la muralla china, Un artista del hambre, Un artista del trapecio, Una cruza, El buitre, El escudo de la ciudad, Prometeo y Una confusión cotidiana. 45
Véase nota 22.
48
En la edición de 1967 de El hacedor hay una página In memoriam J. F. K.
47
De la Terre á la Lune (1865) y Autour de la Lune (1870).
48
He aquí un poema de Herrera y Reissig que exime de todo comentario:
TODO Todo es póstumo y abstracto y se intiman de monólogos los espíritus ideólogos del Incognoscible Astracto. Arde el bosque estupefacto en un éxtasis de luto y se electriza el hirsuto laberinto del proscenio con el fósforo del genio lóbrego de lo Absoluto! (Extraído de los Apuntes, análisis y antología de literatura hispanoamericana preparados por el Instituto Cristo Redentor, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1970). 49
El verso de los verdes jarrones japonistas pertenece al poema El martes,24 de noviembre (página 49); la vanguardia marina de los cadetes, a Combate naval (página 84). Cito por Horacio Quiroga: Los arrecifes de coral (Montevideo, Claudio García & Cía. Editores, 1943). 50
Es parecida la opinión de Enrique Anderson Imbert: "El resto [de su obra] es ilegible digresión, a menos que se busquen, entre las ruinas de esa prosa (de esa razón) toda rota por dentro, larvas de un solipsismo sorprendente,
ingenioso y aun poético". Historia de la literatura hispanoamericana (México, Fondo de Cultura Económica, 4' edición, 1962), tomo I, páginas 415-416. 61
En el cuento El Áleph.
52
Constan en el disco El tango, del sello Polydor. Canta Edmundo Rivero y recita Luis Medina Castro. El lado 1 contiene: El tango, Jacinto Chiclana, Alguien le dice al tango, El títere, A don Nicanor Paredes y Oda íntima a Buenos Aires. El lado 2 contiene El hombre de la esquina rosada, suite para recitante, canto y doce instrumentos. Música, bandoneón y dirección de Astor Piazzolla. 63
Milonga de Albornoz, cantada por Enrique Dumas, forma parte del disco Catorce con el tango. Dirección orquestal de Alberto Di Paulo. Producciones Fermata. 54
¡Bailóte un tango, Ricardo, letra de Ulyses Petit de Murat y música' de Juan D'Arienzo, cantado también por Enrique Dumas. 55
ALUSIÓN
A UNA SOMBRA DE MIL OCHOCIENTOS NOVENTA Y TANTOS
Nada. Sólo el cuchillo de Muraña. Sólo en la tarde gris la historia trunca. No sé por qué en las tardes me acompaña este asesino que no he visto nunca. Palermo era más bajo. El amarilloparedón de la cárcel dominaba arrabal y barrial. Por esa brava región anduvo el sórdido cuchillo. El cuchillo. La cara se ha borrado y de aquel mercenario cuyo austero oficio era el coraje, no ha quedado más que una sombra y un fulgor de acero. Que el tiempo, que los mármoles empaña, salve este firme nombre, Juan Muraña. Obra poética 1923-1964 (Buenos Aires, Emecé Editores, 1964, página 201) El quinto cuarteto de El tango se pregunta: ¿qué oscuros callejones o qué yermo del otro mundo habitará la dura sombra de aquel que era una sombra oscura, Muraña, ese cuchillo de Palermo? Ídem (página 174) 58
El truco, en Fervor de Buenos Aires (1923).
57
Todo el canto LV (versos 10.506-10.719) está dedicado al truco. Versos 10.58210.590: Para no olvidar el vicio, cuando estuvieron sentados se tomó una narigada de polvillo colorado el obispo, y preguntó: ¿Hasta qué pieza jugamos, hasta el siete... ? -No, hasta el dos —contestó don Bejarano. —Me gusta —dijo el obispo. 58
Arturo Jauretche: El Paso de los Libres (Buenos Aires, 1934). He aquí el Prólogo de Borges: "La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si fracasa, le dicen chirinada —y casi nunca deja de fracasar. En el benigno ayer, el estanciero le prestaba sus peones (y alguna vez su vida o la de sus hijos) con esperanza razonable de triunfo, o si no, de olvido y postergación; ahora el ferrocarril, los aeroplanos, el chismoso teléfono y la ametralladora versátil, aseguran el pronto desempeño de la expedición punitiva y la vindicación del Orden. En la patriada actual, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario. Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder —sin que ello, importe tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje. Ya lo dice Jauretche, en una de sus estrofas más firmes: En cambio murió Ramón jugando a risa la herida: siendo grande la ocasión, lo de menos es la vida. Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió esa madrugada y esa batalla. El hecho, en sí, es patético. Yo pienso en los corteses cantores de Islandia y de Noruega, diestros en artes de piratería también; yo pienso en el capitán Hilario Ascasubi "cantando y combatiendo los tíranos del Río de la Plata". No en vano he mencionado ese nombre. El Paso de los Libres está en la tradición de Ascasubi —y del también conspirador José Hernández. La
adecuación de la manera de esos poetas al episodio actual es tan feliz, que no delata el menor esfuerzo. La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá —yo lo creo— la amistad de las guitarras y de los hombres." Salto Oriental, noviembre 22 de 1934. La segunda edición del poema (Buenos Aires, Editorial Coyoacán, 1960) tiene Prólogo de Jorge Abelardo Ramos. , 59
En Cuaderno San Martín (1929).
60
En el cuento La forma de la espada (Ficciones) figura la misma frase: "Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas"... 61
A Francisco López Merino, en Cuaderno San Martín (1929).
62
" . . . fue leída por un amigo suyo —Manuel Rojas Silveyra— en el Instituto Popular de Conferencias de "La Prensa", en 1927; Borges pretextó su mala vista para no hacerlo personalmente y la escuchó desde el público, a punto de huir a cada momento, según confesó después". Alicia Jurado: obra citada, página 13. 63
Dirigida por Manuel Antín, con Adolfo Güiraldes, Luis Medina Castro y Soledad Silveyra. 64
Borges modificó los siguientes versos de ese poema: El verso 10, que decía
El general Quiroga quiso entrar al infierno se convirtió en El general Quiroga quiso entrar en la sombra, con lo que sacrificó, en ese cuarteto, la asonancia ABAB de la versión de 1925. El verso 20, Pero en llegando al sitio nombrao Barranca Yaco fue reemplazado por el más legible Pero al brillar el día sobre Barranca Yaco. La última estrofa está reelaborada casi completamente; en 1925 era: Luego (ya bien repuesto) penetró como un taita en el infierno negro que Dios le hubo marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas, las ánimas en pena de fletes y cristianos. En su Obra poética (ed. cit.) dice: Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, se presentó al infierno que Dios le había marcado, y a sus órdenes iban, rotas y desangradas, las ánimas en pena de hombres y de caballos. 65
Alicia Jurado (obra citada) da 1929 como fecha del 2o Premio Municipal de Literatura (página 7). El jurado se expidió así: Prosa: 1er. premio, Roberto Gache; 2º, Jorge Luis Borges; 3º, Enrique González Tuñón; Verso: 1er. premio, Rafael Jijena Sánchez; 2°, Raúl González Tuñón; 3º, Miguel Alfredo D'Elía. 66
El Borges de 1930 ensaya unas burlas sobre Rubén Darío. El de 1954 incluye, a pie de página, este arrepentimiento: "Conservo estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que los poemas de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que también creía que los de Quevedo eran superiores a los de Góngora". Evaristo Carriego (Buenos Aires, Emecé Editores, 1967, página 55). 67
Dámaso Alonso parece haber probado de modo definitivo que "la separación de la vida literaria de Góngora en dos épocas, una toda naturalísimas claridades y otra tremendo artificio y oscuridad, es totalmente falsa". Véase en Dámaso Alonso: Góngora y el "Polifemo" (Madrid, Gredos, 4ª. edición, 1961), el capítulo V del "Estudio preliminar", tomo I, páginas 84-101. 68
Un modelo para la muerte (Buenos Aires, Edicom, 1970, cap. IV, página 72).
69
"En 1942, Borges se presentó al Premio Nacional de Literatura con Ficciones. No fue premiado; sí lo fueron Eduardo Acevedo Díaz y César Carrizo. Extrañamente también lo fue Pablo Rojas Paz. Borges obtuvo el voto del único escritor del jurado: Eduardo Mallea". José Luis Ríos Patrón: Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Editorial La Mandragora, 1955, página 114). Cabe señalar que Borges no presentó Ficciones sino El jardín de senderos que se bifurcan, ya que Ficciones apareció en 1944 y es un volumen que contiene los relatos de El jardín de senderos que se bifurcan más un segundo libro titulado Artificios. Véase la detallada bibliografía de Borges en Ana María Barrenechea: La expresión de la irrealidad en la obra de Borges (Buenos Aires, Editorial Paidós, 1967, páginas 247-256). 70
Es curioso, pero, de los siete escritores que recordó Borges, sólo cuatro de ellos colaboraron en el número 94 de la revista Sur. La lista completa es la siguiente: Eduardo Mallea, Francisco Romero, Luis Emilio Soto, Patri cio Canto, Pedro Henríquez Ureña, Alfredo González Garaño, Amado Alonso, Eduardo González Lanuza, Aníbal Sánchez Reulet, Gloria Alcorta, Samuel Eichelbaum, Adolfo
Bioy Casares, Ángel Rosenblat, José Bianco, Enrique Anderson Imbert, Adán C. Diehl, Carlos Mastronardi, Enrique Amorim, Ernesto Sábato, Manuel Peyrou y Bernardo Canal Feijoo. 71
"Las vueltas que da el mundo, Borges: Cuando yo era muchacho, en años que ya me parecen pertenecer a una especie de sueño, versos suyos me ayudaron a descubrir melancólicas bellezas de Buenos Aires: en viejas calles de barrio, en rejas y aljibes, hasta en la modesta magia que a la tardecita puede contemplarse en algún charco de las afueras. Luego, cuando lo conocí personalmente, supimos conversar de esos temas porteños, ya directamente, ya con el pretexto de Schopenhauer o Heráclito de Éfeso. Luego, años más tarde, el rencor político nos alejó; y así como Aristóteles dice que las cosas se diferencian en lo que se parecen, quizá podríamos decir que los hombres se separan por lo mismo que quieren. Y ahora, alejados como parece que estamos (fíjese lo que son las cosas), yo quisiera convidarlo con estas páginas que se me han ocurrido sobre el tango. Y mucho me gustaría que no le disgustasen. Créamelo. Sábato". (Tango: discusión y clave, Buenos Aires, Editorial Losada, 1963). 72
"Pero Enrique Santos Discépolo, su creador máximo, da lo que yo creo la definición más entrañable y exacta: 'Es un pensamiento triste que se baila'" (Ídem, página 11). 73
El túnel (1948) y Sobre héroes y tumbas (1961).
74
En las versiones españolas se titula generalmente La Liga de los Pelirrojos (The Red-Headed League). 75
Véase Jorge Luis Borges: La poesía gauchesca, en el volumen Discusión (Buenos Aires, Emecé Editores, 1957), páginas 22-24; Elias Carpena: Defensa de Estanislao del Campo y del caballo overo rosado, en el Boletín de la Academia Argentina de Letras (Tomo XXIV, Números 91-92, EneroJunio, Buenos Aires, 1959), páginas 73-109, y Centauros de gesta. El caballo overo rosado en las dos acepciones de parejero, en el Boletín de los Cursos de Extensión Cultural "Constantes de Hispanidad" del Instituto Argentino Hispánico (Buenos Aires, 1965), páginas 3-12. Una detallada bibliografía la aporta Horacio Jorge Becco (Fausto, prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Edicom, 1969). 76
Rafael Hernández: Pehuajó. Nomenclatura de las calles (1896).
77
Es una de las ilustraciones rehechas por Dorothy Colles sobre las que, para la primera edición —Alice's Adventures in Wonderland (1865) y Through the Looking-Glass (1872)—, había realizado John Tenniel. Se halla en la página 94 de la edición Collins (London and Glasgow) de 1964. 78
León Felipe tradujo el Song of Myself (Canto a nú mismo, Buenos Aires, Editorial Losada, 1941, con un Epílogo de Guillermo de Torre).
Borges realizó la selección, traducción y prólogo de Leaves of Grass (Hojas de hierba, Buenos Aires, Editorial Juárez, 1969, con un Estudio crítico de Guillermo Nolasco Juárez). 79
Es el poema Paisaje, fechado en 1916, que apareció en Campo argentino (1920). 80
En Marco Denevi: Falsificaciones (Buenos Aires, Eudeba, 1966, página 9).
81
Discusión tiene el siguiente epígrafe: "’Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la vida en rehacerlas'. Alfonso Reyes, Cuestiones gongorinas, página 60". 82
Apareció en la New York Review of Books. Puede ampliarse sobre este cuento y su traducción en el ensayo de Norman Thomas di Giovanni, titulado At Work with Borges, publicado en The Antioch Review (Yellow Springs, Ohio, Volumen XXX, números 3-4, Winter, 1970, páginas 294-297).