LOS FILOSOFOS ENTRE BAMBALINAS por W. WEISCHEDEL
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO
Primera edición en alemán, Primera edición en español, Primera reimpresión,
1966 1972 1974
Traducción, de Ag
u s t ín
C
o n t ín
Título origina]
ínter treppe Die Philosophische H ínter <§) 1966 Nymphenburger Verlagshandlung GmbH., München D. R. ©1972 F o n d o d e C u l t u r a E c o n ó m i c a Av. Universidad 975, México 12, D. F . Impreso >en México
A mis nietas Ka
t h a r in a
y Constanze
INTRODUCCION bibliografía selectiva) a la versión en castellano de e s ta o b r a , ppoo r A. O r l a n d o P u g l i e s e
de relacionar genéticamente la manera de filosofar con el desarrollo biográfico del correspondiente filósofo es tan antigua como la filosofía misma, independientemente del tiempo y el modo en que se fijen los orígenes de ésta. Ya Platón y Aristóteles transmitieron a sus alumnos y en general a la posteridad, oralmente y por escrito, informaciones sobre la vida de los “presocráticos” (y sobre todo de Sócrates mismo ), en la medida en que podían ser de interés filosófico. Pero no sólo ni en primer lugar a través de ellos se descubrió que el pensamiento filosófico, como toda ciencia y toda doctrina, se articula y desarrolla en el modo del “discipulado” do”, y éste implica en cada cada caso? por naturalez naturaleza, a, sea la continuación sea la crítica de antecesores paideia eia,, por ejemmás o menos inmediatos. La paid plo, no puede entenderse sino como proyección antropológica en el modo de la transmisión de formas y contenidos de vida vividos por otros, al menos intencionalmente. Precisamente sobre la base de esta transmisión socialintegradora o educativa puede surgir también la contradicción práctica y/o teórica respecto de las formas y contenidos convencionales, como lo muestra el caso de Sócrates mismo. La teoría, en primer lugar la filosófica, se autointerpretó entre los griegos como el momento más alto y depurado de la La tentativa
praxis, sea cual fuere el concepto que de ésta se dé qn su especificidad clásica. La teoría se fue constituyendo a partir de la praxis, no a la inversa. La tensión, la oposición entre teoría y praxis, extrema desde Kant en adelante, no constituye en la Antigüedad un problema de por sí, sino a lo sumo en el modo de la metafísica y ética integradoras de Aristóteles. Desde el prín' cipio estaba pues en la naturaleza misma de la cosa, en el carácter “paidético” (“mayéutico” y antropológico) de la filosofía, el hacer de las circunstancias y “conexiones de la vida”, tanto de la vida del individuo como de la vida de la sociedad, el punto de partida para el acceso concreto a la conciencia filosófica de cada caso. Sólo que las noticias biográficas e históricas que nos transmiten Platón y Aristóteles, por ejemplo, sobre los filósofos que les precedieron no traducén en absoluto un interés biográfico e histórico. Esas noticias tienen ante todo sentido crítico heurístico, un sentido que conservándose con diversas variantes hasta en los tiempos actuales, vuelve a aparecer cada vez que se intenta superar la inmanencia del “círculo hermenéutico” abstracto en dirección a una totalidad más “real”, al menos más concreta. Este sentido se toma modernamente decisivo, de manera peculiar, en el historicismo, por ejemplo; pero puede atribuirse hasta a las famosas lecciones de Hegel sobre la historia de la filosofía y a las discutidas interpretaciones de filósofos griegos hechas por Heidegger, en tanto que el análisis de los textos y
de las circunstancias no tiene tampoco en ellos función reconstructivamente histórica. Por otra parte, la “Escuela histórica” en general y la incipiente filología científica en particular, más tarde W . Dilthey y su escuela —no en escasa medida sus propias tentativas biográficas y su discípulo G. Misch con su inconclusa Geschichte der Autobiographie—, habían dado un decisivo impulso al método de interpretación que toma como punto de partida la descripción y comprensión de las “conexiones vitales”, es decir a la hermenéutica de las “cosmovisio nes” y de la génesis individualhistórica de las doctrinas y sistemas filosóficos. De este impulso aprovechó también lo que desde M. Scheler se llama “sociología del saber”, y todavía hoy aprovechan de él la sociología del arte y de la literatura, por ejemplo, aunque con diferentes principios, a veces tomados por cierto del marxismo vulgar. Esta correspondencia entre filosofía y la característica biográfica del autor respectivo, había sido formulada ya por J. G. Fichte —aunque de nuevo con sentido heurísticosistemáti co y no psicológico— en un célebre principio: “La filosofía que uno elige depende de la clase de hombre que uno es”. Hegel, quién en sus escritos había “excluido todo testimonio de necesidad humana”, como decía él mismo aludiendo a la destrucción reflexiva de la dependencia pre y antifilosófica, expresaba lo mismo con su no menos famosa frase del prólogo a la Filosofía del derecho: “En lo que se refiere al individuo,
cada cual es sin más hijo de su tiempo; así también la filosofía es su tiempo captado en pensamientos. Es tan necio creer que una filosofía vaya más allá de su propio mundo como que un individuo salte por sobre su tiempo [ .. .] . Si su teoría va de hecho más allá, si se construye un mundo tal como debería ser ? entonces éste existe por cierto, pero sólo en su acto de opinar, en este elemento maleable al que se puede dar a discreción cualquier forma.” La relación entre la filosofía y el mundo histórico concreto del individuo (incluido su propio “grado de conciencia”) es pues ya en Hegel, antes del histo ricismo, algo más que un mero residuo “realista” y “empírico”, algo más que un “coefficient de résistance du phénoméne”, como dice Mer leauPonty, para una construcción metafísicoló gica del todo abstracta. Así, por los mismos años de la Filosofía del derecho , entre 1819 y 1828, A. Comte intentaba integrar en la sociología como “totalización positiva”, es decir en una síntesis circular concreta a la vez lógicoracional e histórica, no sólo la filosofía misma, sino también la totalidad de la ciencia. También F. Níetz sche —para citar finalmente un ejemplo arbitrario de lo que suele llamarse “filosofía de la vida”— vuelve una y otra vez a una similar caracterización genética de la relación entre individuo y actitud filosófica; así por ejemplo en Die froh liche W issenschaft: “Uno tiene, suponiendo que sea una persona, necesariamente también la filosofía de su persona.”
Ya en el siglo ni de nuestra era,,Diógenes Laer cio nos había transmitido con sus “diez libros" rcepi (3úov, Óoyptditcov xal ájto
tcóv
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.cpiAoao(pía E'uboxiiuioávTaiv la colección más interesante y completa de biografías de filósofos e “historias” filosóficas de la Antigüedad, Esta fuente, conservada en lo esencial en forma completa, ha salvado directa o indirectamente numerosos escritos biográficos y doxográficos, perdidos en sus versiones originales, sobre todo del tiempo del renacimiento alejandrino y del periodo postalejandrino hasta más o menos el año 200 de nuestra era, y ha configurado con ello decisivamente las componentes biográficas (también las doxográficas y sistemáticas) de la historia de la filosofía antigua, en especial la prcsocrática. (Después de las ediciones más o menos completas de Hübner (182831), C. G. Cobet (1850), R. D. Hicks (1925) y otras parciales, disponemos al fin desde hace unos años de la primera edición crítica completa de esta fundamental obra: Dio genes Laertii. Vitae philosophorum. Recogn. brevique adnot. crit. instr. H. S. Long. T. 1. 2. Oxonii, 1964. XX, 246; XIV, 246597 p.) Las fuentes equivalentes para la filosofía medieval, moderna y sobre todo contemporánea son por supuesto incomparablemente más ricas y de naturaleza muy diferente, aun sin tener en cuenta las biografías propiamente dichas, las autobiografías y los testimonios personales. Mientras que en el caso de Platón, por ejemplo, sólo disponemos en cuanto a documentos per-
sonales de las ocho cartas que se le atribuyen, es la correspondencia de un Descartes o de un Leibniz y, de acuerdo con una característica del Renacimiento continuada durante el periodo de la Ilustración y del Romanticismo, la de un Kant, Fichte, Schelling o Hegel, enormemente amplia y variada. Ni siquiera puede decirse que sea conocida en su totalidad. En el caso del presente libro de Weischedel no se trata tanto, sin embargo, de biografías convencionales de filósofos, menos todavía de una colección de anécdotas como la reunida por H. Margolius (Der hchende Philosoph , München 1963) o de una psicología de la actitud filosófica, como había sido puesta de moda por el psicolo gismo a fines del siglo pasado. Tampoco de una ejemplificación biográfica e individualizante de la Psycliologie der W eltanschau ungen de Jaspers. Se trata más bien de la peculiar tentativa de describir una especie de historia cotidiana del filosofar mismo, considerado como el más natural y humano de todos los “quehaceres” humanos. El autor cuenta el curriculum personal de una docena de los filósofos más importantes de la historia con numerosas noticias, anécdotas y detalles biográficos, en la medida en que estos datos pueden arrojar luz sobre la interpretación y la comprensión de la respectiva manera de pensar y constituyen el “medio” propio y cotidiano de ésta. El conocimiento por así decir familiar de la “cotidianidad”, de la vida cotidiana de Tales (“o el nacimiento de la filosofía”, como dice
el título del respectivo capítulo), de Sócrates , (“o el escándalo del preguntar”), de Platón (“o el amor filosófico” ), de Aristóteles ( “o el filósofo como hombre de mundo”), de Agustín (“o la utilidad del pecado”), de Tomás (“o el entendimiento bautizado”), de Descartes (“o el filósofo detrás de la máscara”), de Spinoza (“o el boycott de la verdad”), de Kant (“o Ja puntualidad del pensar”), de Fichte (“o la rebelión de la libertad”), de Schelling .("o el enamoramiento en lo absoluto”) y de Hegel (“o el espíritu universal en persona” ) deberá procurarnos, según la intención del libro, acceso informal al “sentido profundo” de los respectivos pensamientos. De la misma manera como la escalera de servicio de una casa constituye el acceso más informal, pero también más efectivo e “íntimo” (en buen y en mal sentido), a la totalidad de las habitaciones, inclusive a las no destinadas a la vida social o a la comunicación con el exterior. (En qué medida el topos literario de la “puerta” y “escalera” que desde hace mucho vuelve a aparecer una y otra vez en la literatura —piénsese, por ejemplo, en las Duine ser Elegien de Rilke—, es una oscura metáfora que va contra la precisión exigida al concepto, filosófica, constituye un problema que ha de quedar aquí sólo planteado y sin análisis.) Mérito del libro de Weischedel —útil por ello tanto para el lego como para el especialista en filosofía— es de todos modos el haber reunido y ordenado con sentido prácticoheurístico en el pequeño volu-
men una plenitud de datos generales, pero también de detalles biográficos, que tienden a la caracterización del respectivo filósofo y que de lo contrario harían necesario el estudio de innumerables fuentes primarias y secundarias. En efecto, si bien para la Antigüedad, por la escasez de otras fuentes, se ha de recurrir casi exclusivamente al citado Laercio, la correspondiente bibliografía primaria y secundaria para la filosofía posterior, sobre todo para la moderna, es en cambio de naturaleza por completo distinta. La comparación de los documentos y testimonios, posibles por la abundancia de éstos, y la consideración de los principios hermenéuticos que rigen su manejo, sin excluir las intenciones a veces meramente apologéticas en lo individual o en lo esotérico, se convierten en exigencias elementales para un estudio de la “cotidianidad” biográfica que pretenda ir más allá de las dimensiones sub jetivas de lo puramente anecdótico. Si se intentara delinear la semblanza caracterológica de Descartes, por ejemplo, sólo al hilo de la biografía de Ch. Adam o de la construcción novelesca de M. Leroy, si se intentara descubrir el sentido de la biografía de Kant sólo a partir de los conocidos relatos de sus contemporáneos L. Borowski, R. Jachmann y A. Wasianski o determinar el desarrollo de J. G. Fichte sirviéndose de la extensa biografía que su hijo Immanuel Hermann añadió a la edición de las cartas del padre, entonces uno llegará a resultados más bien pobres que apenas podrían contribuir a la comprensión del respec-
tivo pensamiento en su dimensión abstracta. El detalle biográfico es un simple dato que sin la mediación de la conciencia filosófica misma no puede crear de por sí la continuidad histórica en su carácter proyectivo. Si Tales realquiló las prensas de aceite a precio de usura después de haberlas acaparado en previsión de la buena, cosecha de aceitunas, si Xantipa expulsó a Sócrates y sus discípulos arrojándoles un cántaro de agua sucia, si Kant se desayunaba realmente con dos tazas de té y fumando en pipa, después de haber dormido puntualmente hasta las cinco de la mañana envuelto como un gusano de seda en su frazada, si Schelling estuvo efectivamente tan enamorado de su primera mujer Carolina, Michaelis de nacimiento, viuda de Bóhmer y separada de Schle gel, si el profesor Hegel, finalmente, a causa de una tesis doctoral llegó a trabarse en riña a cuchilladas con su colega teólogo Schleiermacher, todo esto parece ser bastante secundario para la especificidad del pensamiento filosófico y aun extraño a él. Y, sin embargo, el carácter humano e irreductible de éste exige_ equiparar tendencial mente esa su especificidad a todas las demás “humanidades” posibles, exige integrar tal especificidad en la manera de ser proyectiva propia de la naturaleza humana, desde la más inmediata cotidianidad hasta la más abstracta conciencia. La tentativa de Weischedel tiene en su base el principio inexpreso de que la actitud y la ocupación filosóficas constituyen una “disposición natural”, aunque no, claro está, en el sentido en
que empleaba Kant esta expresión aplicándola a la metafísica. Si la “escalera de servicio” es “acceso a lo inmediatamente humano”, como dice el autor, entonces se podría mostrar a través de ella (es decir, reduciendo la metáfora, a través de la cotidianidad inmediata) que la filosofía en sus puntos culminantes ha sido la continuación de la vida “con otros medios”. Lo que Nietzsche escribió sobre Sócrates: “En realidad, Xantipa lo impulsó cada vez más hacia su peculiar profesión al hacerle inhabitable su casa y extraño su hogar”, podría servir de lema a cada una de las semblanzas biográficas expuestas en el libro de Weischedel, pues hiciesen lo que hiciesen, estos filósofos se adentraban cada vez más profunda e irreversiblemente en un mundo que ya no se podía medir ni fundamentar con los criterios de la “realidad” vigente en cada caso, con los criterios de la cotidianidad concreta. La cotidianidad tiende a coincidir en ellos más bien con el proyecto filosófico mismo, con la nueva forma de vida implícita en el filosofar, y queda reducida por lo tanto cada vez más a momentos destructivos (de las formas convencionales transmitidas) y constructivos (de nuevas dimensiones de proyección teórica o práctica), con exclusión creciente de los momentos meramente reproductivos o repetitivos. El tan mentado problema de la “extravagancia”, de la “originalidad” y del “irrealismo” de los filósofos (aunque no sólo de los filósofos) se debería plantear precisamente en este contexto, no en los esquemas de una psicología populari-
zante de la supuesta normalidad: Se podría mostrar así que los rasgos biográficos y caractero lógicos “originales” aparecen como tales, inclusive con cierta rigidez mecánica, porque no tienen importancia alguna respecto de la proyección filosófica propiamente dicha, la cual no puede salvar la subjetividad sino negándola, mientras que la importancia y la primacía de los rasgos normales en el curriculum que llamamos normal deriva precisamente de la ausencia de la dimensión proyectiva, del predominio de la integración meramente repetitiva sobre la construcción creativa (la actividad científica y filosófica no está exenta —como ningún otro aspecto de la praxis— de esta posibilidad). El límite entre biografía y curriculum no puede consistir, ni entre los filósofos ni en ningún otro campo, en el grado de “originalidad” de una serie de anécdotas y datos escogidos en razón de su apartamiento de las normas y de los usos vigentes. En aquel sentido, la biografía es un método por así decir inductivo de hermenéutica histórica, pues yendo de lo particular a lo general permite el acceso —en el caso de las anécdotas “originales” en el modo del contraste— a lo que la historia, sobre la base de su fundamento trascendental, es en cada caso: permanente superación de dichos inmediatos concretos, o sea de la cotidianidad, como mediación de la realidad del futuro. (Superación que no es ni teórica ni práctica, sino ontológicamente anterior a la distinción misma entre lo teórico y lo práctico.)
El que las doce semblanzas biográficas renuncien a toda referencia a las fuentes históricas y a todo aparato bibliográfico (lo que el lector con intereses historiográficos y filológicos no notará sin cierta desilusión), no se debe tanto a que los diversos capítulos fueron originariamente conferencias radiales. En cambio, acaso se deba a ello, a la ausencia de esoterismo, la rápida difusión del libro, cuyas dos primeras ediciones alemanas se agotaron en relativamente corto tiempo y del que se ha publicado, además de la presente traducción al castellano, una traducción al noruego. La bibliografía especial y selectiva que añadimos al final de estas reflexiones, aunque necesariamente reducida a unos pocos títulos por filósofo, está pensada como complemento informativo del carácter deliberadamente no especializado del libro. Mucho más que la acumulación de datos bibliográficos, históricos o técnicos le interesa a Weischedel en su libro evidentemente ir contra aquella metodología académica y universitaria que ve en la filosofía sólo “historia de las ideas”, un proceso intelectivo “inmanente” a sí mismo, es decir sólo una hiperestructura ideológica con leyes propias de desarrollo. La intención implícita de su exposición es, por el contrario y en último término, de naturaleza práctica, suponiendo que el problema de la relación teoríapraxis sea él mismo un problema práctico o, al menos, no del todo teórico. En este sentido, la temática y el modo de la exposición no deben desligarse del resto del pensamiento del autor en otras obras ni de su
propia actitúd práctica en situaciones concretas. Es decir: la exposición en cuanto historia concreta de individuos filosofantes debe integrarse en el círculo hermenéutico de la metodología que le sirve de base (“acceso a lo humano”, en el sentido de la proyección de las posibilidades humanas radicales), a fiñ de que tal exposición muestre desde la raíz los más inmediatos hasta los más específicos grados de conciencia filosófica y de que no aparezca como el mero “contar historias”, como el mero (Ltu0oXoY£L'v, de que hablaba ya Platón. Si, como decían los antiguos, la filosofía es (5íov xvfeQvr]TYí<; —“ 'cibernética7de la vida77—, entonces la vida del filósofo no puede dejar de ser un centro de interés y de referencia hermenéutica para la filosofía misma. La intención, el puntó de partida y el desarrollo del libro de Weischedel no son sino ilustración de lo que podría llamarse (sit venia verbo ) “resocratiza ción” de la filosofía: la respuesta filosófica tiene en su esencia necesariamente el modo del radical cuestionamiento, y ello precisamente como posibilidad de la decisión humana. En efecto, si echamos mano dé otras obras del autor, por ejemplo Das Wesen der Verantwor tung, Frankfurt, 1932, Denken und Giauben, Stuttgart, 1955, Wirklichkeit undWirklichkeiten, Berlín, 1960 y sobre todo Der Gott der Philoso phen I, Darmstadt, 1971, además de sus cursos sobre Hegel, entonces se podrían determinar los siguientes principios que están en la base intencional de un tal modo de exposición filosófica:
filosofía es el más radical preguntar por encima y por debajo de toda evidencia. En cuanto tal, la filosofía tiene que preguntar permanentemente también por sí misma, está ella misma en cuestión. La radical cuestionabilidad filosófica, en la medida en que no está interrumpida por ningún momento dogmático o decisionista, afecta por así decir tanto toda posible temática como los modos posibles de acceso a ella. Asíoste radical preguntar es no sólo la “raíz de la metafísica”, sino también la “raíz de la crítica a la metafísica” (Der Gott der Philosophen I, p. 28 s.). Esta radical cuestionabilidad constituye la realidad trascendente a todo lo entitativo, la trascendencia, ontólógica . A esta cuestionabilidad radical se accede filosóficamente en la experiencia, también radical, de la negación de una negación, es decir en el modo de la negación y trascendencia pro yectiva de la alternativa entre el ser y el noser (en el modo de la superación de la pregunta leib niziana “¿por qué es en general el ente y no más bien la nada?”). El filosofar a partir de la cuestionabilidad radical es la esencia, de la libertad. En ella se funda la posibilidad de una ética concreta como la actitud filosófica de la renuncia a todo aseguramiento entitativo, a toda seguridad “ontoteológica”. Históricamente, el pensamiento de Hegel constituye el momento en que la “cuestionabilidad se torna mayor que la certidumbre” (ib., p. 495). (Por eso mismo A. Herzen llamó a la filosofía de Hegel un “álgebra de la Revolución”, que “libera al hombre de una manera
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extraordinaria y no deja piedra sobre piedra en todo el mundo cristiano, en todas las rancias tradiciones".) Las doce semblanzas biográficas de filósofos presentadas aquí por Weischedel pretenden mostrar ejemplarmente que el “negocio filosófico", el más humano de todos los “negocios", es aquella “disposición natural” que induce inclusive a gente de gran inteligencia a considerar la cuestionabilidad, la dimensión abierta de la certidumbre, como la “verdadera realidad”. Respecto de lo cotidiano ella es, en su primer momento, necesariamente destructiva. En la “escalera de servicio de la filosofía” —escribe Weischedel— uno encuentra a los filósofos “como los hombres que son: con sus ‘humanidades* y al mismo tiempo con sus grandiosas y un tanto conmovedoras tentativas de ir más allá de lo meramente humano”. Los dos aspectos de la filosofía que se ponen de manifiesto a través de las semblanzas biográficas de Weischedel, a saber, la dimensión abierta a lo históricamente proyectivo en las certidumbres transmitidas por la coacción de los usos sociocul turales y el carácter fundamentalmente práctico del problema de la relación teoríapraxis, confieren a su libro interés inmediato en América Latina. No sólo en las últimas décadas, en efecto, se ha venido planteando aquí con cierta frecuencia el problema de una “filosofía americana". La cuestión de la existencia y las características de un pensamiento que pueda llamarse “auténtica-
mente americano” es con diversas alternativas e intensidades, como se sabe, tan antigua como la conversión de este Continente en apéndice europeo sobre la base del colonialismo y del mi sionerismo. Desde la independencia de los países latinoamericanos, más que nunca en las últimas décadas, el problema se ha tomado sólo más agudo y consciente, también por la presencia de factores concomitantes de decisiva importancia, como por ejemplo la necesidad de determinar fines a la vez sociales, humanos y nacionales para el desarrollo. Esa cuestión constituye, por otra parte, sólo un modo secundario o reflejado, fácilmente neutralizable en problema académico, de la cuestión de la autonomía en general. Sin embargo, desde el principio no se trataba ni se trata, como es obvio, de caracterizar un pensamiento ya existente y de integrarlo en una continuidad histórica, sino más bien de especificar las características de tal “pensamiento americano” y convertirlas en hábito de la conciencia filosófica y científica, en otros tantos modos operativos de la actitud filosófica y científica. En general puede decirse que quienes se han ocupado de este problema han buscado la autenticidad característica del pensamiento latinoamericano en su acentuación de la reflexión sobre la praxis, especialmente política, y en su orientación abierta hacia los momentos constructiva y sintéticamente proyectivos por sobre los restaurativos, imitativos y reproductivos. Sin embargo, de hecho se puede verificar más bien !o contrario:
muchas veces, especialmente en el marco de la enseñanza académica, no es precisamente la preocupación por las praxis en ninguna de sus formas (ni siquiera por la praxis científica) lo que puede caracterizar la supuesta “filosofía americana”, y tampoco puede darse tal autenticidad originalmente creadora allí donde la filosofía se confunde frecuentemente con la información sobre la filosofía. Por otra parte, no es la praxis por la praxis misma ni la originalidad por la originalidad misma lo que da autenticidad y, por tanto, sentido a la filosofía, sino su intrínseca necesidad a la vez teórica y práctica, y esta necesidad debe pensarse, más que como un estado, como el modo consciente deliberadamente escogido, de la movilidad histórica hacia la liberación del hombre de las alienaciones materiales y culturales que lo aquejan hice et nunc. Hic et nunc: éste es el punto de par tidá y la clave de la autenticidad filosófica en el sentido de la creación de trascendencia. El análisis al hilo de lo inmediatamente vital e histórico, la conciencia filosófica de la propia situación, es lo que podría y debería contrarrestar la inútil sucesión de especulaciones e informaciones exóticas que, en fatal transgresión de los límites confusos entre afición filosófica y filosofía, suele presentarse como historia de la filosofía, aunque no sea sino catalogación de ideas. La autenticidad filosófica no depende tampoco, contra las apariencias, de una temática determinada: ella es antes que nada una actitud y una metodología.
Con doce “ejemplos” de otras tantas actitudes filosóficas personales, en otros tantos momentos históricos distintos y en otras tantas situaciones irreductibles al nivel de abstracto, el libro de Weischedel nos muestra que no hay solución de continuidad entre la vida humana, la historia y la filosofía, y que la necesidad de ésta tiene siempre y por todas partes su fundamento en “absoluta” contingencia de aquéllas. De tales “ejemplos” y por esta vía puede llegarse inductivamente a la conclusión de que también para este continente americano el problema de la posibilidad, sentido y autenticidad de la filosofía se plantea como el problema que en las ciencias sociales se llama desde hace mucho de la “objetividad práctica” y que puede reducirse a dos preguntas metodológicamente fundamentales: ¿Cómo ha de llegarse a una verdad científicofilosóficamente “objetiva” y al mismo tiempo operativamente “útil”? ¿Cuál es el límite concreto entre el esfuerzo por comprender “objetivamente” y las decisiones proyec tivas, entre la “verdad objetiva” y la necesidad del cambio?
BIBLIOGRAFIA ESPECIAL Y SELECTIVA Para los aspectos generales —sistemáticos— de la relación “vida” (y biografía) — filosofía cfr. por ej.: Hegel, G. W. F.: Phánomenoíogie des Geistes, ed. Hoffmeister, Hamburg, 61952; IV, B; V, B; especialmente V, C. (Hay traducción en el FCE.)
Dilthey, W .: Der Aufbau de r geschichtlichen Welt in den Geisteswissenschaften, especialmente III, en: Gesammelte Schriften, B. VII, Stuttgart 1958. Del mismo, además: WeJtanschauungsIehre y Ábhandlun gen zui Philosophie der Philósophie, ib., B. VIII, Stuttgart, 1958. (Las obras de Dilthey están traducidas en el FCE.) Jaspers, K.: Psychologie der Weltanschauungen, Berlín Heidelberg, 1954; especialmente cap. m, “Einlei tung” y C. Para el estudio de los métodos de la historiografía filosófica y su enorme desarrollo en el siglo xix cfr.: Geldsetzer, Lutz: Die Philosophie der Philosophieges chichte im 19. Jahrhundert. Zur Wissenschaftsthe orie der Philosophiegeschichtsschreíbung und —be trach— timg, Meisenheim (Glan) .1968.
A continuación incluimos en la bibliografía una selección de escritos que tratan exclusiva o al menos ampliamente los aspectos biográficos y el desarrollo de los filósofos respectivos. Debe tenerse en cuenta que la separación de los aspectos biográficos y doxográficos en la exposición histórica no aparece en general sino en tiempos muy recientes y que a veces, sobre todo en el caso de los filósofos griegos y medievales, no es ni siquiera posible. La selección entre las obras especiales debe reducirse aquí a unos pocos títulos fundamentales, descartando en lo posible los escritos de carácter menos original en el manejo de las fuentes o en la reproducción de datos e interpretaciones. Los criterios de la selección, sin embargo, son diversos según los casos. No se incluyen en la bibliografía introducciones a edi-
ciones de textos ni las historias “clásicas”, generales o parciales, de la filosofía (Überweg, Zeller, Gomperz, Burnet, Windelband, Bréhier, Fischer, Rivaud, Totok, Lamanna, etc.), de las que pueden extraerse amplias referencias sobre bibliografía primaria y secundaria. Tampoco se incluyen escritos que tienen, a su vez, el carácter de fuen* tes para sus propios autores, como los Diálogos de Platón o las Lecciones de Hegel, ni por razones obvias bibliografía en castellano, salvo excepcionalmente. La ordenación es cronológica. Para los presocráticos, Sócrates mismo, Platón y Aristóteles cfr.: Diogenes Laertii: Vitae philosophorum . Recogn. bre vique adnot. crit. instr. H. S. Long. T. 1.2. Oxonii 1964. (Tales en el libro I. Sócrates en el libro II, Platón en el libro III y Aristóteles en el libro V.) Hay numerosas traducciones a diversas" lenguas, también al castellano. Contienen bibliografías de filósofos de todas las épocas: W . Zeigenfuss: PhilosophenLexikon. Handwórterbuch dei Philosophie nach Personen, 2 vol., Berlin, 1949 50. (Amplía y actualiza el diccionario de R. Eisler: PhilosophenLexikon . Leben, W erke und Lehren der Denker, Berlín, 1912.) L. Geldsetzer: Phil os oph en gal en"e, Band I, Düsseldorf, 1967. (114 biografías breves de filósofos de los siglos xi al xvir, con bibliografía primaria y secundaria, así como exposición de las obras y grabados. El tomo II está en preparación.) Tales
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K. Steinhart: Platons Leben, Leipzig, 1873. A. Richter: Wahrheit und Dichtung in Platons Leben, Berlín, 1887. W . Windelband: Platón, Stuttgart, 1898 (61920). C. Ritter: Platón , Sein Leben , seine Schriften , seine Lehie, 2 Bde., München, 1910 u. 1923. (El primer tomo contiene datos importantes para la biografía de Platón así como para la cronología de los diálogos.) U. WilamowitzMoellendorff: Platón , I Leben und Weike; II Beilagen und Textkritik, Berlín, 1919 (5* ed. del vol. 1, BerlinFrankfurt, 1955). (El volumen I contiene una de las mejor documenta' das y más completas biografías de Platón; parte antes que nada de la vida y del medio social e histórico; tiene permanentemente en cuenta la rea lidad del ser humano Platón, y tratando de mantenerse al nivel de la comprensión general, sin trascender el método de la segura filología, es más bien parco y por momentos hasta deficiente en las interpretaciones estrictamente filosóficas. Obra clave.) E. Howald: Platons Leben, Zürich, 1923. P. Friedlánder: Platón, 3 Bde., Berlín, 1928 f. (2^ ed.,' Berlín, 19541960). (Tomo I: "Verdad del ser y realidad de la vida".) A. E. Taylor: Plator T he Man and his W ork, Lon donNew York, 1926 (81955). (Como el “Bumet”, insustituible obra de consulta y estudio en inglés.) F. J. E. Woodbridge: The Son oí Apollo, Boston,
INTRODUCCIÓN
1929, (Sobre el nacimiento legendariamente maravilloso de Platón.) G. C. Field: Plato and his Contempoiaiies, London, 1930. L. Robin: Pía ton, París, 1935. (Estudio biodoxográ fico muy difundido*) O. Gigon: Platón. Sein Bild .in Dichtung und Ges chichtet Bem, 1947. (A diferencia de Burnet y aun de Schleiermacher, atribuye sólo “realidad" ficticia al Sócrates de Platón.) G. Boas y H. Chemiss: “Fact and Legend in the Biography of Plato”. En Philosophical Review, Ithaca, N. Y., L V II (1948), ;p. 439457. K. Gaiser: Platón und die Geschichte, Stuttgart, 1961. O. Wichmann: Platón. Ideelle Gesamtdarstellung und Studienwerk, Darrnstadt, 1966. (En la línea del título precedente y en parte de Taylor, se opone a las “tendencias positivistas" y tiende a revalorizar, sin embargo, las aportaciones científicas de la Academia.) G. Martin: Platón in Selbstzeugnissen und Bilddo kumenten , Hamburg, 1969 (21970). ( Con un apéndice bibliográfico por D. Ferfers de casi 10 páginas, sobre todo de escritos alemanes é ingleses modernos: los datos son a veces un tanto incompletos. ) A r is t ó t e l e s
J. G. Buhle: Vita Aiistotelis per anrios digesta (en el tomo I de la llamada “Editio Bipontina” de las obras de Aristóteles, IIV Zweibrücken 1791179?, V Strassburg, 1799). (Incluye textos antiguos, in: clusive el “Laercio”.) A. Westermann: Vit. graec. scrit. min. Brunsv., 1845. (Recopila en parte antiguas “vitae” provenientes de círculos neoplatónicos, entre ellas las de Sócrates, Platón y Aristóteles, y utilizadas también por Laercio.)
A. Stahr: Arístotelia. 2 Bde., Halle, 18301832. (En el tomo I está contenida y es todavía de utilidad Das Leben des Aristóteles von Stagira; analiza las fuentes biográficas antiguas, también las perdidas.) B. Blakesley: Life of Aristotle , Cambridge, 1839. G. H. Lewes: Aristotle. A Chapter írom the History of Science , London, 1864. M. Carriere: “Alexander und Aristóteles”. En West erm. Monatshefte, Nr. 2, 1865. G. Grote: Aristotle , 2 vol. (ed. by Bain and Robert son), London, 1872 (®1884). (Biografía en el tomo I, p. 137.) A. E. Chaignet: Essai sur la psychologie dfAlistóte, conteuant Fhistoire de sa vie et de ses écrits, Pa ris, 1883. A. Busse: “Die Neuplatonischen Lebensbeschreibun gen des Aristóteles”. En Heimes, Nr. 28, 1893 (actualmente ed. en Wiesbaden) U. WilamowitzMoellendorff: Aristóteles und Athen. 2 Bde., Berlín, 1893. (Obra histórica y filológicamente fundamental, que trata en el tomo I de Aristóteles situando su vida en el amplio contexto de la Grecia de entonces.) E. Boutroux: Aristote, París, 1897. (Coll. JÉtudes d’historie de la philosophie.) F. Leo: Die griechischrómische Biographie nach ihrer literarischen Forra, Leipzig, 1901. (Obra sumamente importante para la historia de la biografía; contiene referencias a estudios anteriores; es también útil para la biografía de Platón.) H. Siebeck: Aristóteles, Stuttgart, 1899 (31910). F. Brentano: Aristóteles und seine Weitanschauung, Leipzig, 1911. (Obra de significación para el renacimiento escolástico de Aristóteles, no para su biografía.) A. Dyroff: “Ubér Aristóteles' Entwicklung”. En Fest gabe für G. v. Hertlingr Berlin, 1913.
W. D. Ross: Aiistotle, London, 1923 (New York, c195_3). (Exposición general ejemplar por el excelente conocedor y editor inglés de Aristóteles.)' W. Jaeger: Aristóteles. Grtmdlegung einer Geschichte seiner Entwicklung. Berlin, 1923 (219£5). (Obra ya “clásica" sobre la vida de Aristóteles y la génesis y desarrollo de su pensamiento, ha merecido aprobación general; pero ha provocado también discusiones. Es punto de referencia imprescindible. Cfr. del mismo Studien zur Entstehungsgeschichte der Metaphysik des Aristóteles , Berlin, 1912.) H. v. Arnim: Zu Werner Jaegers Grundlegung, der Entwicklungsgeschichte des Aristóteles , Wien, 1928 (reimpr. Darmstadt, 1969). (Análisis crítico de la cronología y ordenación de los libros de la Metafísica propuestas por Jaeger en los títulos citados precedentes; en conexión con principios biográficos y cronológicos, estudia también la ordenación de las "Éticas", de la Física y de la Retórica, así como problemas de interpretación.) A. E. Taylor: Aristotley London, 1943. ¡ L. Robín: Aristote, París, 1944. J. M. Zemb: Aristóteles in Selbstzeugnissen und Bil ddokumenten, Hamburg, 1961. (Bibliografía de P. Raabe.) I. Düring: Aristóteles, Stuttgart, 1968. (Publicación como separata del artículo correspondiente de la Pauíysche Realencyclopadie der Altertumswissen schait.) A. Edel: Aristotle, New York, 1969. A g u s t ín
C. Bindemann: Der helige Augustin, 3 Bde., Berlin, 1844, 1855, 1869. J. Poujoulat: Histoire de St. Augustin. S a vie, ses oeuvres, son siécle; infíuence de son génie. 3 vol., Paris, 1844 (31852).
G. V. Hertling: Augustin. Der Untergang der antiken Kultur, München, 1902 (21904). H. Becker: Augtistinus, Studien zu seinei geistigen Entwicklung, Leipzig, 1908. J. Popp: St. Augustinus. Entwicklungsgang und Peí sómichkeit, Berlín, 1908. W . Thimme: Augustinus. Ein Lebensund Chaiaktei bild auf Grund seiner Brieíe, Gottingen, 1910. (Cfr. del mismo: Augustim Selbstbildnis in den Konfessionen . Eine ieligionspsychologische Studie, Güterloh, 1923, un trabajo importante para la comprensión histórica del neoplatonismo.) E. Buonaiuti: Sant’Agostino, Roma, 1917. P. Alfaric; L’évolution intellectuelle de SaintAugus tin, I, París, 1918. (Obra filosófica e históricamente importante.) P. Guilloux: L’áme de SaintAgustin, París, 1921. W . Achelis: Die Deutung Augustins. Analyse seines geistigen Schaffens auf Grund seinei erotischen Struktur, Priem a. Chiemsee, 1921. K. Holl: Augustinus' innere Entwicklung, Berlín, 1923. E. C. Sihler: From Augustus to Augustine, London, 1923. B. Legewie: Augustinus. Eine Psychographie7 Bonn, 1925. —— Miscellanea Agostiniana. Testi e studi, Pubbli cata a cura delFOrdine Eremitano nel 15mo. centenario della morte. 2 vol., Roma, 19301932. G. Papini: Sant’Agostino, Firenze, 1930. K. Adam: Die geistige Entwicklung desheil. Augustinus (1930), 2. Aufl. Darmstadt, 1958. (Conferencia sobre el significado humano de S. A.) R. Guardini: Die Bekehrung des heil. Aurelius Augustinus. Der innere Vorgang in seinen Békent nissen, Leipzig, 1935 (2. Aufl., 1950). D. Bassi: San t’Agostino, Firenze, 1937. H. J. Marrou: SaintAugustin et la fin de la culture antique, París, 1938 (2e. éd., 1949). (Contiene muchas referencias históricas interesantes.)
G. Bardy: SaintAugustin. L'homc et Foeuvre, París, 1940 (71954). (Importante estudio de las relaciones entre biografía y filosofía en S. A.) M. F. Sciacca: SanfAgostino, 2 val., Bréscia, 1949' 1954. (I: “Vita ed opera”.) A. Mandouze: SaintAugustin. L’aventure de la raison et de la gráce, París, 1968. L. F. Pizzolato: Le Confessioni di SainfAgostino. Da biografía a confessio, Milano, 1968. E. Gilson: Intioduction a I’étude de SaintAugustin 1929). 4iéme. éd. París, 1969. (Obra expositiva “clásica”, contiene abundante bibliografía actualizada. Para bibliografía sobre S. A. cfr. también: A. Schopf: Augustinos. Einführung in sein Philosophi ren, Freiburg/München, 1970.) P. R. L. Brown: Augustine of Hippo. A Biogiaphyf Berkeley (Cal.), 1969. Tomás
de
aquiko
K. Wemer: Der heilige Thomas von Aquin. 3 Bde., Regensburg, 1858 ss. (El tomo I trata de la vida y los escritos.) Ch. A. Joyau: Saint Thomas d'Aquin, Poitiers, 1886. V. de Groot: Het leven von den h. Thomas v. Aquin, Utrecht, 21907. (Traducción al francés: Louvain, 1909.) D. Prümmer (editor): Fontes vitae S. Thomae Aqui natis. Fase. I: Petrus Calo, Vita S. Thomae, Tou louse, 1911; fase. II: Guillelmus de Tocco, Vita S. Thomae, SaintMaximin (Var), 1924; fase. III: Bemardus Guidonis, Vita S. Thomae. M. Grabmann: Thomas von Aquin. PeTSónlichkeit und Gedankenwelt. Eine Einfühiung (1912), 8. Aufl. München, 1949. (Cfr. del mismo: Die Werke des heil. Th. v. A. Eine literarhistorische Untersu chung u. Einfiihrung. Münster, 1967. Es reimpresión de la 3^ ed. de 1949, con ^mplia bibliografía.)
A. D. Sertillanges: Saint Thomas d’Aquin (1910), 2 vol., reimpresión, París, 1955. E. Gilson: Saint Thomas d’Aquin, 3iéme éd., París, 1925. . Th. PeguésF. Maquart: Saint Thomas d’Aquin. Sa vie par G. de Tocco et les témoins au procés de canonisation. Traductions. París, 1925. A. M. Walz: Delineado vitae S. Thomae Aquinatis, Roma, 1927. E. de Bruyne: Saint Thomas d’Aquini Le milieu, Thom me, la visión du monde, París, 1928. J. Pieper: Uber Thomas von Aquin, 2. Aufl. Mün chen, 1948. G. K. Chesterton: St. Thomas Aquinas , London, 1956 (reimpresión). K. Foster (ed.): The Life oí St. Thomas Aquinas. Biographicál Documents. Trasl. and ed. with an introd. by K. Foster, London, 1959. A. Ferrua (ed.): S. Thomae Aquinatis vitae fon tes praecipui. A cura di Angélico Ferrua. Alba, Ed. Do minicane, 1968. (Cfr. las reseñas de W, Hinnebusch en Thomist, Washington, 1969 (33) y de R. Hernández en La ciencia tomista, Salamanca, 1969 (96). (Para más bibliografía biográfica cfr.: P. Man donnetJ. Destrez: Bibliographie de S. Th.t París, 1960.) E. H. Wéber: La controverse c?e 1270 a l’Université de París et son reten tissemen £ sur la pensée de S. Th. cfAquin, París, 1970. De
scartes
A. Baillet: La vie de M. Descartes. 2 vol., París, 1691. (Una versión abreviada de esta inicial biografía apareció ya el año siguiente; una reedición, en 1946, también en París.) }. Millet: Histoire de Descartes avant 1637; suivie de l’analyse du Discours de la méthode. .., París, 1867.
(La continuación de esta biografía está dada por el volumen del mismo autor Descartes,,, son histoire depuis 1637, sa philosophie ..., París, 1870.) A. Barthel: Descartes' Leben und Metaphysik auf Grund der Quellen, Leipzig, 188$. (Tesis doctoral interesante también para los antecedentes del “Gil son”.) E. S. Haldane: Descartes. His Life and times, London New York, 1905. A. Fouillée: Descartes, Paris, 1906. Ch. Adam: Vie et oeuvres de Descartes. Étude his torique, Paris, 1910. (Está en el tomo XII de la edición de las obras completas de Descartes preparada por Adam mismo y P. Tannery entre 1897 y 1913. Una nueva edición de esta biografía, por separado y con el título de Descartes. Su vida, su obra, apareció en París en 1937. Constituye una de las biografías “clásicas” de Descartes, indispensable para la investigación histórica y filológica.) J. Sirven: Les arniées d’apprentissage de Descartes (15961628), Albi, 1928. M. Leroy: Descartes, le philosophe au masque. 2 vol., Paris, 1929. (Se trata de una biografía novelada que, por su gran difusión, ha contribuido a consolidar una determinada imagen de Descartes, por cierto muy plausible.) C. Serrurier: Descartes. Leer en leven, VGravenhage, 1930. (Traducción francesa ParísAmsterdam, 1951: Descartes. L’homme et le penseur.) E. Gilson: Etudes sur le róle de la pensée médiévale dans la formation du systéme cartésien, Paris, 1930. (Nueva edición, Paris, 1951. Aunque no sea obra biográfica, se incluye en la presente bibliografía por haber contribuido decisivamente a la “restauración” de un Descartes metafísico.) G. de Giuli: Cartesio, Firenze, 1933. Ch. Adam: Descartes. Ses amitiés féminines, Paris, 1937.
L. Brunschvicg: Descartes, París, 1937. E. Cassirer: Descartes . Lehre, Personlichkeit, Wir Jcung, Stockholm, 1939. L. Brunschvicg: Descartes et Pascal, íecteurs de Montaigne, Néuchátel, 1942 (21945). H. Lefebvre: Descartes, París, 1947. M. Neel: Descartes et la princesse Elisabeth, París, 1 9 4 6
G. Lewis: Rene Descartes. Frangais, philosophe7 Pa ris, 1953. M. Hagmann: Descartes in der Aufíassung durch die Historiker der Philosophie, Winterthur, 1955. (Tesis doctoral sobre la recepción de Descartes.) F. Alquié: Descartes. L’homme et l’oe uvre, París, 1956. S. S. de Sacy (editor): Descartes par luiméme. Images et textes présentés par S. S. de S., París, 1956. R, Lefévre: La vocation de Descartes, París, 1956. I. Behn: Der Philosoph und die Kónigin. Renatus Descartes und Christina W asa. Briefwechsel und Begegnung, Freiburg/München, 1957 H. Gouhier: Les premiéres pensées de Descartes . Con . tribution á Fhistoire de Tantirenaissance, París, 1958. P. Frédérix: Monsieur René Descartes en son temps , París, 1959. Th. Oegema van der Wal: De rnens Descartes, Brus sel, 1960. R. Specht: René Descartes in Selbstzeugnissen und Bilddokwnenten7 Hamburg, 1966. (Lleva una muy precisa bibliografía selectiva de Helmut Riege. Para bibliografía cfr. además G. Sebba: Bibliographia Cartesiana. A critica! guide to the Descartes lite rature, 18801960. The Hague, 1964.) Spin
o za
Johannes Colems: La vie de B. de Spinosa, tirée des écrits de ce íameux philosophe et du témoignage de plusieurs personnes. . ., La Haye, 1706. (Pri-
mera biografía aparecida originalmente en holandés,. en 1705.)., JeanM. Lucas (? ): La vie et l’esprit de Mr. Benoít de Spinosa, Amsterdam, 1719. (Atribuida a un médico de La Haya, esta biografía/utiliza probablemente fuentes anteriores, publicadas por Freudenthal en 1899.) M. de Fénelon (y otros): Réfutations des erreurs de B. de Spinosa..., Bruxelles, 1731. (Una compilación poco crítica de las dos biografías precedentes y de otros detalles de la vida de Spinoza.) H. F. v. Dietz: B. von Spinoza nach Leben und Lehren , DessauLeipzig, 1783. M. Philipson: Leben B. von Spinozas, Braunschweig, 1790. . B. Auerbach: Spinoza. Ein historischer Román, Stuttgart, 1837. (29 ed. corregida de esta biografía novelada: Spinoza. Ein DenJcerleben, Mannheim, 1855 ( 7187 1)A. Saintes: Histoiie de la vie et des ouvrages de B. de Spinosa, fondateur de Yexégése et de la philo sophie modeine , París, 1842. J. B. Lehmanns: Spinoza. Lebensbild und Philosophie, Würzburg, 1864. (Tesis.) H. Grusberg: Das Leben und Charakterbild B. Spinozas, Leipzig, 1876. F. Pollok: Spinoza. His Life and Philosophy , London, 1880. (Nueva ed., 1912.) A. Baltzer: Spinozas Entwicklungsgeschichte nach sei nen Briefen geschildeit, Kiel, 1888. K. O. Meinsma: Spinoza ein zijn kring, VGravenhage 1896. (Traducción al alemán: Spinoza und sein Kieis, Berlín, 1909. Del mismo cfr.: “Die Unzuláng lichkeit der bisherigen Biographien Spinozas”, en Aichiv í . Geschichte d. Phil , N. F. IX, 1896.) J. Freudenthal: Die Lebensgeschichte Spinozas in Que llenschriften, Urkunden u. nichtamtlichen Nachrí chten, Leipzig, 1898.
------ Spinoza. Leben und Lehie. 2 Bde., hrsgeg. v.
C. Gebhardt, Heidelberg, 1927. (Sobre la báse de la edición original, también en 2 volúmenes. Stuttgart, 1904; el primer tomo contiene una de las mejores biografías.) C. Gebhardt: Spinoza. Lebensbeschieibungen und Ges práche, Leipzig, 1914. F. Mauthner: Spinoza. Der Umriss seines Lebens und Wirkens (1906), ed. reelaborada Dresden 1921. ------ - Zum Chaiakter Spinozas. Erláuterung der wich tigsten Nachrichten über sein Leben. Vom Verf. d. Spinoza Redivivus. , Halle/Saale, 1919. A. Wolf: The oldest biography of Spinoza, London, 1927. (Alude a la de Lucas.) W . Bolín: Spinoza. Ein Kultur — und Lebensbild. 2. Aufl. bearb. von C. Gebhardt, Darmstadt, 1927. A. Vloemans: Spinoza. De menseh, het leben en het werlc, ’sGravenhage, 1931. A. M. Vaz Dias: Spinoza. Meicator et Autodidactas, Haag, 1932. (Documentos sobre la juventud de Spinoza.) St. DuninBorkowski: Spinoza. 4 Bde., Münster, 1933 1936. (Se trata de la biografía más importante. Cfr. del mismo autor: Der /unge Spinoza, Münster, 1910. (Cfr. en el Philosophisches Jahibuch d. GorresGes., Freiburg, 50 Jg., 1937, el artículo de B. Jansen “DuninBorkowskis Spinozaforschung”.) S. L. Millner: The face of Benedictus Spinoza, New York, 1946. G. Friedmann: Leibniz et Spinozar Paris, 1946. S. Hessing (editor): Dreihundert Jahie Ewigkeit, 2. Aufl. ^Den Haag, 1962. (La primera ed. de este libro de homenaje fue destruida en Alemania en Í933.) A. Zweig: Baruch Spinoza. Portrat eines freien Geistes, Leipzig, 1961. Alain (E. Chartier): Spinoza, Paris, 1965.
43 Th. de Vries: Baruch de Spinoza in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten, Hamburg, 1970. (Excelente bibliografía, sobre todo histórica, como apéndice. Para más bibliografía cfr. A. S. Óleo: The Spinoza Bibliography, Boston, 1964, con casi 7 mil títulos.) T . de Kruyf — D. F. Frank: Spinoza, Utrecht (etc,), 1971. (Se trata de una pieza de teatro de Frank, transformada en libreto para una ópera dramática con música de T. de Kruyf, con motivos históricamente reales.) INTRODUCCION
Ka nt
L. E. Borowski R. B. Jachmann A. Ch. Wasianski Los tres publicaron en Kónigsberg en 1804, el año de la muerte de Kant, sendas descripciones de la vida y el carácter del filósofo, con quien habían tenido trato personal. Se trata sin duda de los más importantes documentos para la biografía de Kant. El escrito de Borowski fue “revisado y corregido exactamente por Kant mismo”; el de Jachmann, una descripción en forma epistolar, es históricamente más importante; el de Wasianski describe los últimos años de la vida de Kant. Los tres escritos fueron publicados juntamente por A. Hoffmann, Hálle 1902, y luego por F. Gross, Berlín, 1912. De esta última edición hay reproducción fotostática, Darms tadt, 1968: Immanuel Kant Sein Leben in Dais tellungen von Zeitgenóssen . Die Biogiaphien von L. E . B., R. B . /. und A. Ch. W . G. S. A. Mellin: Immanuel Kants Biographie. Bd. 1. 2., Leipzig, 1804. F. G. Schubert: Immanuel Kants Biographie. (Está contenida en el tomo 11, II de (la edición de las obras completas de Kant en 12 tomos, Leipzig, 18341842, hecha por F. G. Schubert y K. Rosen kranz, el alumno e historiador de Hegel. Rosenkranz>
¡aporta, a su vez, una Historia de la filosofía Kantiana (t. 12). Schubert trasmite muchos nuevos detalles sobre la vida de Kant.) R. Reicke: Kantiana, Kónigsberg 1860. (Aporta nuevos documentos menores.) K. Fischer: Immanuel Kant. Entwickelungsgeschichte und System der kritischen Philosophie. 2 Bde., Mannheim, 1860. (Estos dos volúmenes de la "clásica" Historia de la filosofía de Fischer, de los que la 4^ ed., Heidelberg, 18981899, ofrece una versión completamente refundida (619281957), merecen citarse por excepción expresamente, por su papel en el renacimiento de los estudios kantianos.) O. Liebmann: Kant und die Epigonen. Eine Kritische Abhandlung, Stuttgart, 1865. (21912). (Libro sistemático; se incluye aquí por considerarse en general que con él se inicia el neokantianismo. El slogan "¡Volver a Kant!" aparece ya en el libro de E. Zeller Uber Bedeutung und Au fg abe. der Erkennt nistheoríe, Heidelberg, 1862.) F. Minden: Uber Portrats und Abbildungen Kants , Kónigsberg, 1868. E. Amoldt: Kants Jugend und die fiinf ersten jahre seiner Privatdocentur , Kónigsberg, 1882. (Con documentos biográficos sobre el Kant del periodo pre crítico; cfr. del mismo: JBeítráge zu Kants Leben und Schríftstellertatigkeit , Kónigsberg, 1898.) M. Kronenberg: Kant. Sein Leben und seine Lehre, Münclien, 1897 (e1922). (La primera parte es un buen resumen de la vida y el desarrollo de Kant. Insinúa en una nota que acaso también Kant — no sólo su amigo inglés Green— haya dado el modelo para la comedia teatral de Th. Hippel Der Mann nach der Uhr, representada en 1765 en Kónigsberg.) E. Fromm: Kant und die Preussische Zenstrr, Ham burgLeipzig, 1894. (Cfr. sobre este interesante asunto W . Dilthey: "Kants Streit mit der Zensur", en Archiv f. Geschichte d. Phil.f B. III.)
F. Paulsen: Immanuel Kant. Sein Leben und seine Lehre, Stuttgart, 1898 (81924). (Exposición general relativamente comprensible para no especialistas.) H. Weber: Hamann und Kant, München, 1903. (También las relaciones personales.) II. S. Chamberlain: Immanuel Kant. Die Persóniich keit ais . Einfübrung in das Werk, München, 1905 (61938). (A pesar de sus puntos de vista un tanto paradójicos y en nada convencionales, o tal vez a causa de ellos, obra muy interesante y útil en el contexto de esta bibliografía y del libro de Weis chedel.) K. Vorlánder: Immanuel Kants Leben , Leipzig, 1911. (Cfr. del mismo: Immanuel Kant . Der Mann und das Werk. 2 Bde., Leipzig, 1924, y sobre todo “Die áltesten KantBiographien. Eine kritische Studie”, en Kanístudien, Ergánzungshefte, Nr. 41, Berlín, 1918. (Vorlánder cuenta entre (los grandes especialistas de Kant; estos trabajos —y otros varios— son imprescindibles histórica, biográfica y sistemáticamente. La primera biografía apareció en el marco de la edición de Kant en 10 volúmenes hecha por Vorlánder, Leipzig, 19111926.) B. Bauch: Immanuel Kant , BerlinLeipzig, 1917 (3^ ed. aum. 1923). E. Cassirer: Kants Leben und Lehre (Berlin, 1918). (Esta biografía y exposición sistemática está contenida en el tomo 11 (suplementario) de la edición de las Obras de Kant en 11 volúmenes dirigida por el mismo Cassirer, Berlín, 19121922.) R. Reininger: Kant. Seine Anhánger und seine Gegner. München, 1923. K. H. Ciasen (editor): KantBildnisse, Konigsberg, 1924. (Con 20 reproducciones.) A. Warda: Immanuel Kants letzte Ehrung. Akten mássige Darstellung von A. W ., Konigsberg, 1924. A. Messer: Immanue] Kants Leben und Philosophie, Stuttgart, 1924.
G. Rabel: Goethe und Kant. 2 Bde., Wien, 1927. K. Breysig: Der Aufbau der Persdnlichkeit von Kant, aufgezeigt an seinen Werkén. Ein Versuch z. See lenkunde d. Gelehiten, StuttgartBerlin, 1931. G. Róhrdanz: Die Steilung Kants in und zu der Pre sse seiner Zeit, München, 1936. H. J. de Vleeschauwer: Uévólution de ia pensée Kan tienne, Antwerpen, 1939. K. Stavenhagen: Kant und Kónigsberg, Gottingen, 1949. (Con 10 láminas.) U. Schultz: Kant in Selbstzeugnissen und Bilddoku menten, Hamburg, 1965 (31969). (Con 15 páginas de bibliografía de y sobre Kant, casi exclusivamente alemana, por Helmut Riege. La bibliografía más completa sobre Kant puede compilarse a partir de las ediciones de la revista Kantstudíen, desde el vol. 45 (1953/54) ed. en Colonia por G. Martin.) H. Heimsoeth, D. Henrich, G. Tonelli (editores): Studien zu Kants philosophischer Entwicklung, Hil desheim, 1967. F. Kaulbach: Immanuel Kant, Berlín, 1969. S. Kórner: Kant (1955), London, 1955. F
ic h t e
Immanuel H. Fichte: Johann GottJieb Fichtes Leben und literarischer Bricfwechsel. Von seinem Sohne herausgegeben. 2., sehr verm. u. verb. Aufl. 1. 2. Leipzig, 1862. (Primera edición, Sulzbach 1830; nueva edición crítica de las cartas por H. Schulz, Leipzig, 1925. El primer tomo contiene la biografía; el segundo, documentos y correspondencia. Se trata de la fuente más importante y directa sobre la vida de Fichte.) L. Noack: Johann Gottliéb Fichte nach seinem Leben, Lehre und Wirkung, Leipzig, 1862. O. Pfleiderer: Johann Gottliéb Fichte . Lebensbild ei nes deutschen Denkers und Patrioten, Stuttgart, 1877.
A* Spir: Johann Gottlieb Fichte nach seincn Briefen, Leipzig, 1879. R. Adamson: Fichte , London, 1881. M. Carríe re: Fichtes Geistesentwicklung, München, 1894. (El desarrollo intelectual de Fichte expuesto por el alumno de Hegel.) Marianne Weber: Fichtes Sozialismus und sein Ver haltnis zur Marx'schen Doktiin , TübíngenFreiburg Leipzig, 1900 (3Tübingen 1925). E. Lask: Fichtes Idealismus und die Geschichte , Tü bingenLeipzig, 1902 (21914). (Interesante para la recepción de Fichte en el joven Lask.) H. TreitschkeE. Marcks: Luther. Fichte. Tieitschke. Bismarck. Berlin, 1905. (Ensayos biográficos sobre esas figuras.) J. Vogel: “Fichte's Life and Character”, en: Berlin Centennial to Fichte , Open Court 24, 1910. F. Medicus: Fichtes Leben , Leipzig, 1914. (29 ed. reelaborada, Leipzig, 1922. Cfr. del mismo autor, editor de Fichte: /. G. Fichte. Dreizehn Vorlesun» gen a. d. Univ. Halle , Berlin, 1905.) K. Vorlánder: Kant , Fichte, Hegel und der Sozialismus, Berlin, 1920. A. Messer: Fichte. Seine Personlichkeit und seine Philosophie, Leipzig, 1920. E. Engelhardt: Johann G. Fichte. Ein deutscher Mensch und Denker, Hamburg, 1920. H. Draheim: Johann Gottlieb Fichte, Berlin, 1920. X. Léon: Fichte et son temps. 3 vol., París, 1922 ss.i (Nouv. éd., 1 et 2, París, 19541959.) (Cfr. del mismo: La philosophie de Fichte, París, 1902.) H. Schulz (ed.): Fichte in vertraulichen Briefen sei ner Zeitgenossen. Ges. und hrsg. von H. S., Leipzig, 1923 (reimpresión Hildesheim 1970). (Muy importante para la biografía y caracterización de Fichte Schulz hizo además una nueva edición crítica, en dos tomos, de la correspondencia de F., Leipzig, 1925.)
H. Heimsoeth: Fichte, München, 1923. M. Wundt: Johanh G. Fichte. Sein Leben und seine Lehre, Stuttgart, 1927 (21937). (Investigaciones originales importantes.) R, Schneider: Fichte. Der Weg zur Nation , München, 1932. H. C. Engelbrecht: /. G. Fichte. A study of his poli tical writings with special reference to his naciona liswf New York, 1933 (reprint 1968). O. Schwár: Leben des Johann G. Fichte , Berlín, 1937. W . Weischedel: Der Aufbruch zur Gemeinschaft. Stu dien zur Philosophie des jungen Fichte , Leipzig, 1939. (Cfr. del mismo: Der Zwiespalt im Denken Fichtes. Rede zum 200. Geburtstag, Berlín, 1962.) W. O. Doring: Fichte . Der Mann und sein Werk, Hamburg, 1947. L. Pareyson*. Fichte. Vol. 1, Torino, 1950. (Trabajo importante en la línea de la historiografía filosófica italiana después de Croce.) M. Buhr: Rcvolution und Philosophie . Die urspriing liche Philosophie J. G. Fichtes und die Franzósische Revolution , Berlin (DDR), 1965. D. Henrich: Fichtes uisprüngliche Einsicht (Separa tabdruck), Frankfurt/M. 1967. Ilse Kammerlander: Job arma Fichte . Ein F raucnschicksal der deutschen Klassik, StuttgartBerlinKoln, 1969. (La bibliografía más completa de y sobre Fichte (más de 3 500 títulos), preparada en parte con computadoras, es la de M. H. BaumgartnerW. G. Jacobs: /. G. Fichte Bibliographie> Stuttgart, 1968.) Sc
h e l l in g
H. E. G. Paulus: Entdeckungen übei die Entdeckun gen unserer neuesten Philosophen. Ein Panorama in fünfthalb Acten mit Nachspiel. Von Magis Arnica Veritas (i. e>: H. E. G. P.), Bremen, 1835. (Comedia sobre Schelling y los filósofos idealistas.)
K. Rosenkranz: Schelling. Vo ríesurigen a. d. Univ. zu Konigsberg, Danzig, 1843. K. L. Michelet: Entwicklungsgeschichte der neuesten deutschen Philosophie mit bes. Rücksicht auf d. gegenw. Kampf Schellings mit der Hegelschen Schulo, Berlín, 1843. (Un informe polémico del alumno de Hegel.) F. A. A. Mignet: Notice historique sur la vie et les travaux de M. de Schellingr París, 1858. (Conferencia ante la Academie de Se. morales et politiques.) L. Noack: Schelling und die Philosophie der Rom an tik, Berlín, 1859. R. Haym: Die romantische Schule. Ein Beitrag zur Geschichte des deutschen Geistes, Berlín, 1870. (4192Q). (Por el autor de las importantes lecciones Hegel y su tiempo.) ). Klaiber: Holdcrlin, Hegel und Schelling in ihren schwabischen Jugendjahren. Eine Festschrift z. Ju belfeier d. Univ. Tübingen, Stuttgart, 1877. Caroline Schelling: Briefe. 3 Bde. Herausgegeben von G. Waitz, Leipzig, 1882. (Cfr. también Caroline Schelling: Briefe aus .der Frühromantik. Nach G. Waitz veim. hg. v. E. Schmidt. 2 Bde., Leipzig, 1913. Las cartas de la primera mujer de Schelling constituyen un documento histórico y humano psicológicamente ilustrativo sobre esa época y la personalidad del filósofo.) O. Braun: Schelling ais Persónlichkeit, Leipzig, 1908. W. Metzger: Die Epochen der Scheílingschen Philosophie von 1795 bis 1802. Ein problemgeschich tlichet Versuch? Heidelberg, 1911. Ricarda Huch (ed.): Carolinens Leben in ihren Brie fen, eingel. von R. Hucht Leipzig, 1914. (Cfr. de la misma: Blütezeit der Romantik , Leipzig, 81921.) H. Ehrenberg: Schelling , München, 1924. H. Knittermeyer: Schelling und die romantische Schule, München, 1929. (Fundamental investigación biográfica e histórica.)
INTRODUCCION
R. Sch néider: Schellings und Hegels schwabische Geís tesahnen, München, 1939. V. Delbos: De Kant aux Postkantiens, París, 1940. H. Zeltner: SchellingT Stuttgart, 1954. J. Habermas: Das Absolute in der Geschichte. Frank furt/M., 1955. (La tesis doctoral de H. trata detenidamente de Schelling.) K. Jaspers: Schelling. Seine Grósse und Verhangnis, München, 1955. (Otro de los muchos escritos aparecidos en el centenario de la muerte de Sch. y que citamos un tanto marginalmente.) E. Benz: Schelling. Werden und Wirken seines Den kensf Zürich, 1955. W . Schulz: Dié Vollendung des deutschen Idealismus in der Spátphilosophie Schellings , Heidelberg, 1955. Carmen KahnWallerstein: Schellings Fiauen: Caroline und Pauline, Bem, 1959. E. D. Hirsch: Wordsworth and Schelling. A. Typo logical Study of Rom., N. Haven, 1960. H. Fuhrmans (ed.): F. W . J. Schelling. Briefe und Dokumente. Bd. I (17751809), Bonn, 1962. W. Schulz (ed.): J. G. FichteF . W. J. von Schelling. Briefwechsel. (Son cartas extraídas de la edición de H. Schulz (1925) citada más arriba bajo “Fichte”. Tocan problemas de la edición de la revista filosófica que ambos planeaban y ponen de manifiesto más tarde las diferencias filosóficas entre ellos. Larga introducción de Schulz sobre el desarrollo del idealismo.) A. Bausola: Lo svolgimento del pensiero di Schelling. Ricerchey Milano, 1969. W. Weischedel: Jacóbi und Schelling, Eine philoso phischtheologische Kontroverse , Darmstadt, 1969. E. Naso: Caroline Schlegel oder Dame Lucifer, Stutt gartHamburg, 1969. Cl. Bruaire: Schelling, París, 1970. (Con textos y bibliografía.)
H. J. Sandkühler: Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, Stuttgart, 1970. (Bibliografía actualizada p. 18; pára bibliografía más detallada cfr.; G. Schneeberger: SchellingBibliographie , Bern, 1954.) Heg el
------ Die Winde oder ganz absolute Konstruktion der
neueren W eltgeschichte durch Oberons Horn ge dichtet von Absolutas von Hegelingen (i. e. O. F. Gruppe), Leipzig, 1831. (Comedia satírica contra Hegel y aquellos hegelianos cuyos “pensamientos. . . llegan tan lejos como los pensó Hegel anticipadamente”, según palabras de Rosenkranz.) Ph. Marheineke: Worte der Liebe und Ehre, vor der Leichenbegleitung des Herrn Professor Hegel, am 16. November , Berlin, 1831. (El teólogo Marhei neke era el rector de la Universidad de Berlín a la muerte de HegeL) K. F. H. Goschel: Hegel und seine Zeit , Berlin, 1832. (Colega y amigo de Hegel.) H. G. Hotho: Vorstudien íür Leben und Kunst, Stutt gartTübingen, 1835. (El primer editor de los cursos de Hegel sobre “Estética”, nos da también una de las mejores descripciones de su vida y de su manera de enseñar.) H. Leo: Die Hegelingen . . . , 2. verm. Aufl., Halle, 1839. B. Bauer (con el pseudónimo “Otto Wigand” ): Die Posaune des jüngsten Gerichts über Hegel, den Atheisten und Antichfisteny Leipzig, 1841. (Una cierta participación del joven Marx en la redacción de este escrito contra la “máquina infernal” del sistema hegeliano, se da por probable.) K. Rosenkranz: Georg Wilbelm Friedrich Hegels Le ben, Berlin, 1844. (Apareció como “suplemento” a la primera edición de las obras de Hegel (1832 1845). Rosenkranz sobre esta biografía: “El Hegel que he descrito en Qa biografía es el verdadero He
gel, tal como pasará, en cuanto personaje histórico, a los siglos futuros”. Hay reproducción fotostática, Darmstadt, 1969. Cfr. del mismo: Hegel ais deuts cher Nationalphilosoph, Leipzig, 1870, donde considera que la entonces recientemente lograda unidad de Alemania es “confirmación de Hegel”. Como apéndice de la biografía, Rosenkranz publicó varios documentos y manuscritos inéditos de Hegel.) R. Haym; Hegel und seine Zeit. Vorlesungen über Entstehung und Entwickelung , Wesen und Werth der Hegelschen Philosophie , Berlin, 1857. (Estos cursos terminaron hasta muy entrado el siglo xx la recepción de Hegel. Profunda, pero a la vez apasionada integración de aspectos biográficos y de ideología política. Cfr. en contra: K. Rosenkranz: A pologie Hegels gegen Dr. R. Haym, Berlín, 1858; también el artículo polémico de A. Schopenhauer “Staatszwecke der Universitátsphilosophie”. Del libro de Haym hay reimpresión fotostática, Darmstadt, 1962. También Haym había agregado inéditos de Hegel como apéndice.) J. H. Stirling: The Secret oí Hegel: being the Hege lian System in O iig in Principie, Form and Matter. Two volumes, London, 1865. (El hegelianismo en Inglaterra, con interesantes referencias históricas.) G. Thaulow: Akten, den 100. Geburststag Hegels be treffend, Kiel, 1870 ff. J. Klaiber: Hólderlin, Hegel u&d Schelling in ihren schwabischen Jugendjahren . Eine Festschrift. . ., Stuttgart, 1877. (Citado ya para Schelling.) E. H. Caird: Hegel, EdinburghLondon, 1882. (Nueva edición: 1901.) K. Hegel (ed.): Briefe von und an Hegel. 2 Teile, Leipzig, 1887. (Como vol. xix de la primera edición de las obras de Hegel, su hijo publicó este tomo de cartas. Una nueva edición de la correspondencia de Hegel en el marco de la “nueva edición. crítica” de sus obras hicieron en 4 tomos (27
al 30) J. Hoffmeister. y R. Flechsig: Biiefe von und an Hegel , Hamburg, 19521960.) ------ : Leben und Erinnerungen, Leipzig, 19G0. (De significación más bien subjetiva, antes que histórica.) W. Dilthey: Die Jugendgeschichte Hegels, Berlin, 1905. (Esta decisiva obra rompió con los métodos de interpretación utilizados hasta entonces en la recepción de Hegel — en general de carácter estrictamente sistemático, como en K. Fischer o los neokantianos— y comenzó por historiar los años juveniles de Hegel en su desarrollo como adecuado acceso y comprensión del sistema. Ha renovado así de raíz los problemas que se planteaban en la interpretación de Hegel y hecho ver la importancia de la historia del desarrollo en la constitución de ia teoría sistemática.) M. Lenz: Geschichte der Universitat Berlín , Halle, 1910. (Cfr, también: W . Weischedel (ed.): Ge denlcschríft der F. 17. Berlin zur 150. Wieáerkehr des Gründungsjahres, Berlin, 1960.) P. Roques: Hegel. Sa vie et ses oeuvres, Paris, 1912. G. Della Volpe: Le origini e la. formazione della dia lettica hcgeli'cina. I: Hegel romántico e místico (1793 1800), Firenze, 1929. Th. L. Haering: Hegel. Sein Wollen und sein WerJc. Eme chronologische Entwicklungsgeschichte der Ge danken und der Sprache Hegels. 2 Bde., Leipzig Berlin, 19291938. (Imponente investigación, sobre todo histórica y filológica.) H. Glockner: Hegel. 2 Bde., Stuttgart, 19291940 (3^ ed. mejorada 19541958). (El fiel reeditor de las obras de Hegel publica, además del HegelLexi kon, estos dos volúmenes de exposición general de Hegel y su filosofía en el marco de la edición (t. XXII y XXIII).) W . Moog: Hegel und die Hegelsche Schule, München, 1930.
J. Hoffmeister; HólderUn und Hegel, Tübingen, 1931. G. Aspelin: Hegels Tübingei Fragment. Eine psycho logischideengeschichtliche Un texs uchung, Lund, 1933. (Cfr. también: H. Wacker; Das Verhaltnis des jungen Hegel zu Kant, Berlin, 1932.) E. Staiger: Der Geist der Liebe und das Schicksal. Schelling, Hegel und Hólderlin, Frauenfeld, 1935. J. Hoffmeister (ed .): Documente zu Hegels Entwick lung, Stuttgart, 1936. (Contiene numerosos documentos privados, notas, etc., importantes para la biografía de Hegel.) J. Schwarz: Hegels philosophische Entwicklung, Frank furt/M., 1938, G. Lukács: Der /unge Hegel, Über die Beziehungen von Dialektik und Ókonomie, ZüríchWien, 1948. (Nueva edición, Berlín, 1954, con el título: Der /unge Hegel und die Probleme dei kapitalistischen Gesellschaft (21967). (Una de las primeras y más importantes interpretaciones del joven Hegel con método marxista. El desarrollo de la concepción dialéctica en H. (hasta 1807) está interpretado en función de categorías de la economía política.) A. Cresson: Hegel. Sa vie, son oeuvre, Paris, 1949. W. R. Beyer: 'Zwischen Phánomenologie und Logik. Hegel ais Redakteur der Bamberger Zeitung, Frank furt/M., 1955. (Cfr. también el artículo del mismo en el pequeño volumen de diversos colaboradores: G. W. F. Hegel in Nürnberg ( 18081816), Nürn berg, 1966.) G. E. H. Müller: Denkgeschichte eines Leben digen, Bern, 1959. C. Lacorte: II primo Hegel, Firenze, 1959. (La investigación más exhaustiva existente hasta ahora sobre el desarrollo de Hegel en el periodo de Stuttgart y Tubinga, al que Dilthey mismo sólo dedica unas pocas páginas. Contiene también la más amplia bibliografía sobre la problemática del desarrollo juvenil de Hegel.)
INTRODUCCION 55 F. Wiedmahn: Hegel in Selbstzeugnissen Und Bild dokumenten, Hamburg, 1965 (31?69). (Con bibliografía de y sobre Hegel por Helmut Riege.) W . R. Beyer: “Aus Hegels Familienleben. Die Briefe der Susanne von Tucher an ihre Tochter Marie Hegel (18161832)”. (En: HegelJahrbuch, 6 y 7, Meisenheim, 1966 y 1967 Se trata de una selección de las cartas de la madre de la mujer de Hegel, en general sobre asuntos privados») J. D ’Hondt: Hegel et son temps (Berliny 18181831), París, 1968. (El alumno de Hyppolite intenta estudiar la actitud política personal de Hegel a partir de la situación concreta en el Berlín de entonces, y llega a la conclusión de que la imagen convencional de un Hegel reaccionario es insostenible: sub specie politicae fue Hegel “homme de progrés” y “reformateur progresiste”. Cfr. del mismo: Hegel secret Recherches sur les sources cachées de la pensée de Hegel7 París, 1968.) J. M. Palmier: Hegel. Essai sur la formation du systé me hégélien, París, 1968. (Hay trad. del F.C.E.) W. Treher: Hegels Geisteskrankheit oder das verbor gene Gesicht der Geschichte. Psychopathologische Untersuchungen und Betrachtungen über das his torische Prophetentum, Emmendingen, 1969. (No sólo desde el conocido libro de K. Popper se ha intentado hacer de Hegel un caso de psicopatolo gía política. Aquí se establece inclusive el paralelismo HegelHitler sobre la base de un estudio psiquiátrico de la petrificación de las formas dialécticas en ambos.) B. Bourgeois: Hegel á Francfort ou fudaisme , Chris tianisme, Hégelianisme, Paris, 1970. (Sobre el desarrollo juvenil de Hegel.) G. Nicolin (ed.): Hegel in Berichten seiner Zeitge nossen, Hamburg, 1970. (Gran cantidad de documentos,, cartas, notas, etc., imprescindibles para la biografía de Hegel.)
Hannelore Hegel: Isaak von Sinclair zwischen Fichte , Holderlin und Hegel. Ein Beitrag zur Entstehungs geschichte der idealistischen Philosophie, Frankfurt/ M., 1971. O. Póggeler: “Hegel und Heidelberg". (En: Hegel Studienr B. 6, Bonn, 1971.) D. Henrich: Hegel im Kontext, Frankfurt/M. 1971. (Cfr. sobre todo el artículo “Historische Voraus setzungen von Hegels System".) (Nota bibliográfica: Hay varias bibliografías parciales de Hegel y sobre Hegel; pero no existe una completa todavía. Los problemas que plantea son en extremo arduos. Un modelo sigue siendo aún la.de Croce en el apéndice de su libro de 1906 Ció che é vivo e ció ch e é morto della filoso fia di Hegel, suprimida en ediciones posteriores. Hay tentativas parciales de Bredenfels y Kem en Hegel Studien 1963 y 1969 respectivamente; la del “Ober weg", la de Gründer en el libro de J. Ritter, la citada de Helmut Riege [ampliada por B. Gerl en la nueva edición del “Erdmann”, Hamburg, 1971] y otras varias.)
L a e s c a l e r a de servicio no es la entrada habi-
tual a una vivienda. No es tan clara, limpia e imponente como la entrada principal. Es sobria, desnuda y, a veces, se encuentra un poco descuidada. Pero! para subir por ella no es necesario vestirse con demasiada elegancia. Se va tal y como se está y cada quien se presenta tal y como es. Y, no obstante, por la escalera de servicio se llega al mismo punto que por la principal: a las personas que habitan arriba. También es posible acercarse solemnemente a los filósofos: sobre pasillos bien cuidados y barandales inmaculadamente limpios. Pero existe, asimismo, una escalera de servicio filosófica. También para visitar a los pensadores hay un “se va como se está” y un “uno se presenta tal y como es”. Y si se tiene suerte, es posible encontrar a los filósofos tal y como son, cuando no están esperando precisamente a algún visitante respetable en la parte superior de la escalinata principal; se les encuentra en la parte superior de la escalera de servicio sin ostentación rigurosa ni aspavientos solemnes. Quizá sea posible encontrarlos como los hombres que son: con su naturaleza humana e, incluso, con su intento grandioso y un poco conmovedor de proyectarse hacia el exterior sólo como seres
humanos. Cuando eso sucede, resulta evidente la falta de formalismos para ascender por la escalera de servicio. En esa forma, estaremos dispuestos a sostener una conversación sincera con los filósofos. Probablemente habrá no pocos predicadores de un “tono formal en la filosofía" que condenarán de la manera más estricta la empresa del autor, si es que no consideran por debajo de su dignidad tomar conocimiento de ella. Queda a discreción suya utilizar el acceso solemne a la filosofía, como lo ha hecho el autor en algunas de sus obras publicadas hasta ahora. Si toma por esta vez la escalera de servicio, es también porque aquí se evita un peligro propio de la escalinata principal: que en lugar de llegar de sopetón a la morada del filósofo, se entretenga uno entre los candelabros, los atlantes y las cariátides que pueblan el portal, el vestíbulo y el pie de la escalera. La escalera de servicio carece de adornos y distracciones. A veces puede llegarse en esa forma con mayor rapidez a la meta propuesta. Debe hacerse notar, además, que los artículos siguientes fueron leídos varias veces, entre 1955 y 1966, en la emisora Berlín Libre y en la Radiodifusora del sur de Alemania.
ya es viejo y ve que se acerca su fin, es muy posible que, en algún momento de tranquilidad, recuerde los comienzos de su vida. Lo mismo sucede en la filosofía. Sólo tiene dos mil quinientos años de antigüedad, y no hubo, pocos que le profetizaron una muerte temprana. Y quien sé dedique hoy en día a la filosofía puede tener a veces el sentimiento de ocuparse de algo que parece cansado y un poco anticuado. De esa sensación puede surgir una necesidad cada vez más apremiante de remontarse al pasado, en busca de los orígenes, cuando la filosofía era todavía nueva y se encontraba llena de vigor juvenil. Sin embargo, quien busque el momento del nacimiento de esa ciencia se llenará de confusión, ya que no existe ningún registro civil de los acontecimientos espirituales cuyos datos se remonten a un pasado tan lejano que pueda encontrarse la fecha de ese nacimiento. Nadie sabe con seguridad cuándo nació la filosofía, puesto que sus comienzos se pierden en la oscuridad de los tiempos pretéritos. No obstante, hay una antigua tradición que dice que la filosofía fue iniciada por Tales, un hombre inteligente de la ciudad mercantil de Mileto, en el Asia Menor griega, donde vivió Quien
en el siglo vi a. c., siendo el primer ser humano que se dedicó a filosofar. De todos modos, no todo el coro de los sabios está de acuerdo. en ello. Hay algunos que señalan que también entre los vates anteriores griegos se hallan ideas filosóficas; en esa forma, hacen que Hesíodo, o incluso Homero, aparezcan como precursores de la filosofía. Hay otros que van todavía más lejos en el pasado, y sostienen que también hubo cierto tipo de filosofía entre los pueblos orientales mucho antes de que el pueblo griego hubiera surgido a la historia. Aún más radical se mostraba un sabio dé principios del siglo xvm, miembro de la Academia Berlinesa de Ciencias, Jakob Brucher o, como se llamaba él mismo, siguiendo la costumbre de la época, Jacobus Bruckerus, que publicó un grueso volumen en latín intitulado Historia crítica de la filosofía , desde Jos comienzos del mundo hasta nuestros días. Según este erudito, el nacimiento de la filosofía se remonta hasta los primeros albores del mundo o? según la otra traducción de la palabra latina que emplea, hasta la cuna o la infancia de la humanidad. En la portada del primer volumen de su obra aparece la imagen de un paisaje primitivo, con un oso antiquísimo ocupado en devorarse la garra izquierda. El pie de la imagen es: ipse alimenta sibi, lo cual, en español, quiere decir: “Él mismo es su propio alimento”, lo cual debe interpretarse en el sentido de que la filosofía no necesita nin-
gún alimento externo, de ninguna ciencia o arte anterior, sino que se basta a sí misma. En pocas palabras: la filosofía se manifestó por sí misma, y sus orígenes se remontan a la época en que la humanidad se encontraba todavía en pañales. Por ello, Jacobus Bruckerus se remonta en sus investigaciones cada vez más allá de los griegos, los egipcios y los babilonios, incluso más allá del diluvio, hasta llegar a una época, entre Adán y Noé, en la que la humanidad daba sus primeros pasos. Por ello, la primera parte de su voluminoso libro se llama “Filosofía antediluviana'7. Sin embargo, Bruckerus no se detiene ni siquiera allí, puesto que plantea la cuestión de si no habría también filósofos entre los ángeles y los demonios, antes de que existiera la humanidad. A este respecto, después de investigaciones muy profundas, llegó a la conclusión de que ni los ángeles ni los demonios son filósofos. También Adán y sus hijos y descendientes, tal y como los consideraba con exactitud, le parecían dudosos. Aun cuando podía descubrir en ellos huellas de pensamientos filosóficos, éstas no eran suficientes para cubrirlos con el manto de los filósofos. Por ejemplo Adán, en opinión de Bruckerus, no había tenido tiempo en absoluto para dedicarse a las especulaciones filosóficas. Quien debía preocuparse durante todo el día por satisfacer sus necesidades de subsistencia, quien, como dice'la Biblia, tenía que ganarse el pan con el sudor de su frente, no era
posible que tuviera al caer la tarde la cabeza lo bastante despejada como para dedicarse a reflexiones profundas. También pensaba de manera similar el primer historiador de la filosofía, el gran Aristóteles. Según él, las ciencias y la filosofía sólo habían podido comenzar cuando las necesidades exteriores pudieron satisfacerse con suficiencia y los seres humanos comenzaron a sentir deseos de otras cosas. Ése sólo había sido el caso, por primera vez, en Egipto, precisamente entre los sacerdotes de ese país, que habían descubierto las matemáticas y la astronomía. Pero la filosofía propiamente dicha apareció primeramente entre los griegos, y gracias a los ocios que podía permitirse en la rica ciudad de Mileto un gran comerciante. Así fue como llegó Aristóteles al puntp en que, desde entonces, se ha fijado siempre el comienzo de la filosofía: a Tales de Mileto, el filósofo. No sabemos gran cosa de su vida y su modo de ser. Aristóteles nos lo representa como un comerciante muy brillante o, como podría decirse en pocas palabras, muy ducho. Por ejemplo, cuando notó un día que los olivares prometían ser particularmente provechosos, adquirió varios trujales o prensas de aceitunas y las alquiló a tarifas muy elevadas. Es poco seguro que este relato sea cierto. Por el contrario, está comprobado que se dedicó a asuntos políticos y que se ocupó también de las matemáticas y la astronomía, campos en los que llegó a ser
famoso; logró calcular con exactitud y previamente un eclipse de sol/ y el cielo le hizo el favor de que, precisamente el día predicho, se oscureciera el sol. Ese hecho brindó la oportunidad a un historiador moderno de señalar con exactitud ^1 momento preciso del nacimiento de la filosofía al escribir la frase lapidaria: “La filosofía de los griegos se inicia el 28 de mayo del año 585”; puesto que ése es el día del famoso eclipse solar. Uno se pregunta qué tiene que ver la filosofía con los eclipses de sol y si la historia de la filosofía no es una consecuencia de las investigaciones y elucidaciones, sino de los eclipses. De todos modos, según todos los indicios, Tales era un verdadero sabio, o sea, un hombre que no sólo reflexionaba profundamente, sino que, además, conocía la vida y sus particularidades. Este hecho lo ilustraron los antiguos cronistas con numerosas anécdotas. Su madre le dijo que debería casarse; no obstante, él respondió: —“Todavía no ha llegado el momento para ello”. Cuando fue haciéndose mayor y su madre volvió a la carga de manera cada vez más insistente, replicó: —“Ya ha pasado la época apropiada para ello”. Hay otro relato que es todavía más profundo: cuando le preguntaron por qué no deseaba engendrar hijos, respondió: —“Por amor a los niños”.
Podría considerarse esa prudencia para el matrimonio y la paternidad como una característica loable; pero no es suficiente para convertir a un hombre en filósofo. No obstante, lo que escribe Platón sobre él es verdaderamente filosófico: —“Mientras Tales observaba las estrellas y miraba hacia arriba, cayó en un pozo y lo descubrió una sirvienta tracia, llena de vivacidad e ingenio. Tales deseaba saber qué había en el cielo; pero no se daba cuenta de lo que tenía delante suyo y bajo sus pies”. El filósofo en el pozo es, desde luego, una aparición bastante curiosa. No obstante, Platón da a ese relato un giro muy formal. “Todos los que viven dentro de la filosofía pasan por el mismo ridículo, ya que, en realidad, a alguien así se le oculta lo vecino y cercano, no sólo en todo cuanto hace sino también, casi, en su propio interior, en el concepto de si es realmente un ser humano o alguna otra forma de vida.. . Si se ve obligado, ante los tribunales, o ante cualquier otra audiencia, a hablar de lo que se encuentra a sus pies o lo que tiene ante sus ojos, provoca las carcajadas no sólo de las tracias, sino también de todos los demás presentes. Su grande inexperiencia lo hace caer en pozos y encontrarse en toda clase de apuros, lleno de confusión; su torpeza es enorme y parece casi simplicidad/' Pero es a continuación cuando aparece lo más categórico de todo: “No obstante, es precisamen-
te lo que el hombre es, lo que hace ylo que descubre lo que lo diferencia de los demás, lo que busca y lo que se esfuerza en investigar.” Pero también sería posible darle la vuelta a esa frase. En esa forma Platón diría: cuando se trate de asuntos legales o de otras cuestiones importantes y el filósofo no sea considerado por todos los demás como ridículo, habrá llegado el momento apropiado para la filosofía. Así es como puede comprenderse por qué Platón, Aristóteles y muchos otros, después de ellos, consideraban y consideran a Tales de Mileto como el primer filósofo. No sólo llegaba a las cosas, sino a la esencia de las cosas. Deseaba averiguar cuanto, había de verdad en. todo lo que descubría en el mundo, en las formas múltiples de las montañas, los animales y las plantas, el viento y las estrellas, los seres humanos, sus ac tos y sus pensamientos. ¿Cuál es la esencia de todo ello?, se preguntaba Tales. Y también: ¿de dónde procede, de dónde surgió todo esto? ¿Cuál es el origen de todo? ¿Cuál es la unidad que todo lo abarca, el principio, lo que hace que todo se desarrolle, sea y exista? Esas son las preguntas principales y básicas que se hacía Tales, aun cuando él mismo no las formulara en esa forma, y hasta el punto en que sea el primero que se las haya planteado, sería el iniciador de la filosofía, ya que, desde entonces y hasta hoy en día, la base primordial de la filosofía es hacer preguntas sobre la esencia y los motivos o fundamentos de las cosas.
Desde luego, la respuesta que dio Tales a t o das esas preguntas es bastante singular, ya que, según las informaciones llegadas hasta nosotros, opinaba que el agua era el origen de todo. ¿Cómo? ¿Cómo pueden proceder del agua todas las cosas que vemos y sentimos en el mundo, todas las montañas, las estrellas y los animales, nosotros mismos y el espíritu que mora en nosotros? ¿No es su esencia misma sino agua? Es una filosofía bastante singular, la de los comienzos. Evidentemente, debido a su modo de pensar, podría considerarse a Tales como un materialista declarado. El agua, una substancia material, era tomada como principio original y, de acuerdo con esa filosofía, todo tiene un origen material. Eso es lo que se lee en muchos libros de texto de historia de la filosofía. Podría añadirse que, desde luego, Tales era un materialista muy primitivo. Las investigaciones encaminadas al descubrimiento de la verdad no han confirmado de ninguna manera su tesis; la cuestión relativa a los elementos constitutivos del mundo es demasiado compleja *como para poder responder a ella con el concepto simple de que el agua es el principio original de todo. Tales es un materialista, pero ya no es posible tomarlo en serio con su repetido concepto. Pero el desdén incluido en esa consideración del principio de la filosofía debe ser motivo de reflexión. ¿Se ha comprendido la frase relativa a que el agua es el principio original
de todo tan sumamente bien como para considerarla, sin más ni más, como una expresión evidente de un materialismo filosófico? Esa reflexión se refuerza todavía más al tomar en cuenta que ha llegado hasta nosotros la segunda frase de Tales que no responde de ninguna manera a los conceptos materialistas. Dijo: —“Todo esta lleno de dioses/' Como puede verse, no hay nada en ese concepto que atribuya a algo material el origen de la existencia. Por él contrario, puede interpretarse mucho mejor como declaración de que todo cuanto vemos ante nos otroSj todo el mundo visible, está lleno de la presencia de dioses. El ser humano no comprende bien el mundo si opina que todo cuanto ve a su alrededor se compone simplemente de objetos materiales; debe penetrar en ellos, para ver su esencia, la presencia de lo divino en ellos. ¿Formuló Tales, con sus dos frases sobre el agua y los dioses, dos conceptos totalmente opuestos el uno al otro? Es cierto que ambas cosas son absolutamente contrarias: o bien la realidad es pura materia, o bien está llena de vida divina. Tenemos aquí una brusca contradicción y debemos hacernos la pregunta: ¿de qué lado se encuentra la verdad? Esta pregunta llega hasta los fundamentos de la explicación del mundo y, hasta hoy, no ha podido recibir una respuesta definitiva y concluyente. Por el contrario, en las discusiones filosóficas sigue planteándose la cuestión de si debe comprenderse el mundo a partir de un principio purar
mente material, o si debemos creer que todas las cosas son signos visibles de algo más profundo, que el mundo es la manifestación de un principio divino que actúa en él o, incluso, el producto directo de un Dios creador. ¿Qué puede decirse a ese respecto de Tales, el primer filósofo? ¿Enseñó realmente, como parece ser hasta ahora, esos conceptos contrarios, implacablemente contradictorios, sin darse cuenta de su antagonismo? ¿O va quizá ligado el concepto de que todo procede del agua al de que todo está lleno de dioses? ¿No se deberá quizá esa incompatibilidad a que interpretamos esa tesis de que todo procede del agua en el sentido científico moderno, como hipótesis relativa al origen material, y que, debido a ello, pasamos por alto su verdadero significado, de acuerdo con la época en que se formuló? Es muy dudoso que una teoría científica semejante sobre el mundo correspondiera a las ideas que tenían los hombres del siglo vi a. c. Por Por ende, lo repetimos una vez vez más, más, la cuestión es saber qué quería decir Tales cuando declaró: —El origen de todo es el agua. A este respecto, es útil lo que nos informa Aristóteles sobre Tales. Ni siquiera él mismo podía saber con precisión quién debía ser considerado como iniciador de la filosofía, ya que, hasta su época, habían transcurrido ya tres siglos. Pero al referirse a la oscura frase relativa al agua, Aristóteles expresa la opinión de que Tales pensaba en el Océano, la corriente ele-
mental, que según las leyendas antiguas cubría la tierra y se consideraba como el origen de todo. Quizá se refería también Tales a lo que se dice desde los tiempos más antiguos: cuando los dioses juran invocan al Styx, el río de los muertos, que separa el reino de los vivos del reino de las sombras; pero este juramento, sigue diciendo Aristóteles, es lo más sagrado de todo. Aristóteles evoca pues esos conocimientos míticos primitivos cuando trata de interpretar la frase de Tales: los conceptos relativos al Océano y al Styx, los manantiales originales míticos, y la magia sagrada del juramento. Ahora puede verse con claridad a dónde deseaba llegar Aristóteles. Cuando Tales habló del agua, no pensaba en un material elemental primitivo, sino en la potencia mítica de lo original y en la sacralidad mágica del juramento. En esa forma, la segunda frase de Tales, relativa a que todo está lleno de dioses, encaja perfectamente. Sin embargo, no quiere decir que eso es un pedazo de Apolo y aquello un fragmento de Zeus, sino que significa que todo cuanto existe está animado por las fuerzas de la divinidad. Cuando filosofamos, no podemos permitirnos considerar al mundo simplemente como un conjunto de objetos que se encuentran unos junto a otros. En el mundo rige, de manera mucho más importante, un principio divino, poderoso y homogéneo, del que toman su origen y su ser todas las cosas que existen. Pero, ¿por qué es precisamente en el agua
donde veía Tales la divinidad del origen? Gomo lo sugiere Aristóteles, ello tiene su base en el hecho de que todos los seres vivos nacen rodeados de agua y siguen viviendo sin dejar nunca de beber agua. Del mismo modo que ese elemento les da vida a las cosas, así sucede con el origen divino: le da vida a todo cuanto toca. Así, la frase de Tales acerca de que todo procede del agua, podría interpretarse como: en toda la realidad actúa una fuerza divina de gran poder creador^ como el manantial del mito; que lo impregna todo, como el agua conservadora de la vida. Todo ello es decisivo para poder comprender el sentido original de la filosofía, que no se inició con teorías e hipótesis de las ciencias naturales. Se trataba mucho más, en una época en que la fuerza del mito comenzaba a disminuir, de conservar precisamente lo que tenía de importante conservar, en una forma distinta, las preguntas básicas sobre los orígenes y los dioses. Pero ¿qué era lo que la filosofía, en sus comienzos, podía tomar del mito? Lo mismo que quiso expresar Tales con sus misteriosas palabras: que el mundo tiene una profundidad. Todos los antiguos mitos de los griegos serían entendidos en forma excesivamente superficial si se tomaran tan sólo como relatos curiosos sobre ciertos seres fabulosos a los que se daba el nombre de dioses. Cuando los griegos hablaban de sus dioses, se referían mucho más a la
profundidad de la verdad que se hallaba oculta, tras ellos. Experimentaron la realidad de las luchas, que se extendían por todos los territorios del mundo, y les dieron el nombre del dios Ares. Tuvieron conocimiento del silencio demoniaco del mediodía y le dieron el nombre del dios Pan. En esa forma deseaban expresar que todo lo real se basa en lo divino; esa presencia de los dioses es lo propiamente real de la realidad. Es de ahí de donde partió la filosofía. No obstante, no podía tomar directamente lo que decían los relatos míticos. La filosofía se inició en una época en la que los seres humanos comenzaban a hacerse cada vez más escépticos en lo tocante a todo lo religioso, y en la que descubrió que ella misma tendría que formular las preguntas y reflexionar para obtener las respuestas. Pero los filósofos debían esforzarse también por no perder, en el curso de esas preguntas y esas reflexiones, la verdad que se encontraba oculta entre las nociones míticas y religiosas. En esa forma descubrieron que la verdad antigua y siempre válida es que lo real no sólo posee un rostro vuelto hacia el frente, sino que está regido también por algo profundo, que permanece oculto. La investigación de esa profundidad es desde entonces el objeto primordial de la filosofía, puesto que, en la actualidad, esta ciencia se encuentra todavía en la misma situación que en sus comienzos. Todavía hoy en día sigue guardando
una relación con las enseñanzas religiosas. También persiste el peligro, sobre todo hoy en día, de que, en su posición a la defensiva, la filosofía llegue a una interpretación del mundo en la que sólo tengan cabida objetos materiales. Pero si se dejara deslizar hacia ese lado, perdería lo que poseía en un principio: la energía de la curiosidad por lo profundo y lo original. La tarea de la filosofía consiste actualmente en preser var esos conceptos y en seguir siendo la sonda que permita seguir investigando los orígenes. Evidentemente, esta es una tarea importante y difícil, puesto que, a primera vista, no puede apreciarse en el mundo nada que parezca proceder de los dioses. Podemos observar/ ante todo, una oposición, entre el nacimiento y la muerte, entre el surgimiento y la desaparición. ¿Cómo es posible aceptar que está basada en los dioses una realidad tan distorsionada, que dice que somos eternos, pero que debemos someternos al proceso del nacimiento y la muerte? ¿Cómo lo eterno puede ser la causa de lo perecedero? Esto es lo que constituye el fondo de las preguntas que se hacen en filosofía, y era así ya desde sus comienzos. Constituye la experiencia básica de los griegos y, al mismo tiempo, su mayor sufrimiento en el mundo, ya que la realidad, con toda su hermosura, permanece bajo la amenaza constante de la muerte y la aniquilación. Pero el espíritu helénico no permaneció
lleno de muda resignación ante esa visión del mundo, sino que se dio a la tarea dolorosa de tratar de comprender más profundamente lo lúgubre del mundo perecedero, bajo el aspecto de lo divino. Eso era lo que sucedía en los comienzos de la filosofía griega. Cuando Tales incluyó en su imagen del agua el origen divino del mundo, trataba de responder a la pregunta relativa al hecho de que lo perecedero y temporal procediera de lo eterno. Aunque el agua puede seguir siendo siempre lo que es, o sea, simplemente agua, se presenta, no obstante, en formas diferentes: a veces como vapor, otras como hielo y nieve y, otras más, como líquido, en los torrentes y los mares. Se presenta en todas sus formas diversas, pero, sin embargo, sigue siendo siempre una y la misma. Así sucede también con los dioses y lo divino, que es siempre eterno e igual a sí mismo; pero que es capaz de producir lo que pasa por el proceso del surgimiento y la desaparición: el mundo real. En todo ello pensó profundamente el discípulo principal de Tales, Anaximandro. Si tratamos de llegar a alguna conclusión a partir de los pocos datos que sobre él han llegado hasta nosotros, veremos que el punto de partida dé su filosofía fue también el del surgimiento y la desaparición: el hecho de que una cosa llega a ser y desaparece, que nosotros mismos nacemos y nos esfumamos, que todo el mundo es un terrible escenario para el nacimiento y la
muerte. ¿Cómo es posible comprender esto y, sin embargo, aceptar que lo real y perecedero se basa en lo eterno y divino? Al reflexionar más profundamente, en la cuestión, Anaximandro llegó a una interpretación más importante de la realidad. El hecho de que algo perezca, opinaba, no es un suceso accidental; es el castigo, la expiación de un delito; morir significa pagar una deuda. Pero, ¿en qué consiste esa deuda? Todas las cosas tienen el apre mió de permanecer en la existencia con la masa que les corresponde; pero, en esa forma, están en deuda con otras cosas, ya que ocupan su espacio, negándoles la posibilidad de llegar a existir. En opinión de Anaximandro, todo el mundo es un gran campo de batalla por la existencia; lo que permanece impide que lo naciente llegue a la existencia; pero, debido a que en esa forma lo existente se hace culpable, experimenta la nece^ sidad de perecer con el fin de crear espacio para la aparición de nuevas cosas. Eso es lo que sucede en el mundo. Sin embargo, según Anaximandro, ese concepto tiene un aspecto todavía más profundo. A fin de cuentas, no se trata tanto de la culpabilidad de una cosa con respecto a otras, sino que se trata, mucho más, de lo perecedero por oposición al origen divino mismo. Este último, al que deben su existencia todas las cosas reales, debe comprenderse como un principio perpetuo y fecundo de vitalidad, como lo ilimitado o interminable, como lo denominó Anaximandro. Así pues, si las
cosas permanecieran dentro de la existencia, impidiendo de este modo el nacimiento de otras, lo interminable no podría seguir siendo lo que siempre ha sido, una vitalidad fecunda que sigue produciendo cosas nuevas incesantemente; el principio mismo estaría fijo y muerto. Así pues, a fin de cuentas, lo perecedero de todas las cosas, esa paradoja de la realidad, ha sido establecido por los dioses. Las cosas que persisten en existir deben perecer con el fin de que lo interminable pueda conservar su vitalidad. Lo perecedero, el gran misterio para la filosofía y los seres humanos, tiene una explicación basada en lo imperecedero de la vitalidad divina. Ése es el pensamiento profundo de Anaximandro. Lo explica en el único fragmento importante de su obra que se ha conservado hasta nuestros tiempos: “El origen de las cosas es lo interminable. No obstante, al mismo tiempo que reciben la existencia, las cosas llevan consigo la necesidad de perecer, ya que pagan castigos y expiaciones unas por otras por la injusticia que cometen en el orden del tiempo.” En su historia posterior, la filosofía no acepta las interpretaciones de Tales y Anaximandro como la respuesta única y adecuada para sus preguntas; en lugar de ello, ha seguido investigando con el fin de encontrar nuevas soluciones al problema. Pero sigue en vigor la pregunta inicial. Por ello, la filosofía se vuelve siempre hacia sus comienzos en los puntos más decisivos de su historia, y plantea nuevamente* y de
manera directa el problema de la causa absoluta de la realidad y del hecho de que lo finito proceda de lo imperecedero. Esa fue y sigue siendo la cuestión primordial y básica de todas las filosofías, y abarca al mundo, a las cosas y a los seres humanos. Pero, a fin de cuenta, la pregunta se refiere a la profundidad del mundo. Si se piensa en el hecho de que el pensamiento de los filósofos desde Tales, el primer metafísico, gira incesantemente en torno al orí gen de todo y de todos, no resultará ya sorprendente que los hombres de esa categoría no presten a veces a las cosas de este mundo una atención plena y sin derivaciones. Por ello, puede sucederles lo que a Tales: que no vean el hoyo que se encuentra ante sus ojos y que caigan en él. Quizá sea incluso necesario que quienes buscan lo profundo del mundo pierdan de vista el suelo bajo sus pies. Las criadas tracias pueden reírse; pero quien no se arriesgue a perder de vista el suelo que pisa, con la esperanza osada de llegar a una base más profunda y segura* no podrá saber nunca lo que significa la filosofía desde sus comienzos.
SÓCRATES O EL ESCÁNDALO DE LAS PREGUNTAS intente subir por la escalera de servicio de la filosofía para llegar hasta Sócrates, puede encontrarse, quizá, con que no sea éste quien le abra la puerta, sino su esposa, Xantipa. Eso es incluso muy posible, ya que Sócrates se va con mucha frecuencia. Sin embargo, ese hecho tiene también su significado, ya que si Sócrates es famoso entre los filósofos, no menos lo es Xantipa entre las esposas de éstos. Es posible decir, incluso, que ella es célebre a causa de su famoso cónyuge* Por supuesto. Pero quizá sea también un poco al contrario, hasta cierto punto; quizá Sócrates no hubiera sido Sócrates si no hubiera tenido a Xantipa. Al menos, así es como lo ve Nietzsche, un filósofo con gran sagacidad psicológica: —“Sócrates encontró una esposa tal y como la necesitaba... En verdad, Xantipa lo hizo profundizar cada vez más en su profesión singular/7 Pero, ¿es cierto eso? Si damos crédito a los informes procedentes de la antigüedad, Xantipa hizo precisamente todo lo contrario: se esforzó en impedir que su esposo pudiera dedicarse a sus tareas filosóficas. En el hogar le amargaba la vida, y cuando Sócrates se cansaba y se iba con sus amigos para tener con ellos conversaciones filosóficas, Xantipa no estaba contenta. Quien
Eventualmente, dejaba caer de manera casual un cubo de agua sucia por la ventana sobre la cabeza de su cónyuge, lo perseguía o le desgarraba la túnica en el mercado público. Los amigos se enojaban con ella por todo eso, y la consideraban como la mujer más insoportable que había existido y que podría existir nunca. No obstante, Sócrates tomaba todas esas tormentas, tanto en el hogar como fuera de él, con filosófica serenidad. Cuando le cayó desde la ventana la ducha de agua fría, se limitó a comentar: —“¿No dije que cuando truena Xan tipa provoca también la lluvia?" El joven y genial Alcibíades opinó una vez: —“La gruñona Xantipa es insoportable.7' Y Sócrates replicó: —“También tú te dejas llevar por los graznidos de los gansos/7 Por otra parte, opinaba que la coexistencia con una mujer arisca tenía también su lado bueno; que pudiera entenderse con Xantipa, tendría la posibilidad de entenderse también, con facilidad, con todos los demás seres humanos. Los biógrafos posteriores compadecen a Sócrates mucho más de lo que lo hizo él mismo. Con el fin de poder concederle cierta felicidad en el amor, inventaron una hermosa historia. Los atenienses, debido a que el número de habitantes de la ciudad había disminuido como consecuencia de las pérdidas debidas a la guerra, habían decidido que cada ciudadano debería tener hijos de dos mujeres. Así, también Sócrates, respetuoso de la ley, se había casado por segunda
vez, con una joven que respondía al hermoso nombre de Mirto» Pero la historia es muy improbable, y Sócrates, con respecto a ese su segundo matrimonio, le respondió a alguien que le preguntaba si debería casarse o no: —“Sea lo que sea que hagas, te arrepentirás Volviendo nuevamente a Xantipa, ¿qué fue lo que provocó realmente con todas sus explosiones? Sólo consiguió que Sócrates abandonara con gusto su hogar hostil y que se sintiera tan ansioso por ir a reunirse con sus amigos, con el fin de sostener con ellos conversaciones filosóficas. Fue en esa forma como Sócrates llegó a ser precisamente Sócrates, ya que era ateniense y en esa ciudad de Atenas, con su gusto por la vida publica, sólo podía destacar quien se producía en público. Si Sócrates se hubiera encerrado en su estudio, no hubiera llegado a ser nunca el Sócrates famoso. En esa forma, el con cepto de Xantipa se hace totalmente distinto; incluso contrario; sus actos, si los interpretamos de acuerdo con Hegel, equivalen, en cierto modo, a “artimañas de las ideas”. Todo lo que le impedía filosofar a ese filósofo lo hacía profundizar cada vez más en la filosofía. Si Xantipa se imaginaba que sus explosiones y sus duchas de agua sucia iban a servir como medios de disuasión, se equivocó del todo. Nietzsche tuvo razón en la continuación de la frase antes citada, cuando dijo: —“En realidad, Xantipa lo hizo adentrarse cada vez más en su singular profesión, debido a que convertía su hogar en algo infernal y hostil.”
Sin embargo, ¿qué era exactamente lo que hacía Sócrates cuando salía de su casa? Parece que se limitaba a visitar los mercados y los estadios deportivos y a conversar con la gente. Era también un redomado holgazán, que era precisamente lo que molestaba a Xantipa. En lugar de ocuparse de la casa, la esposa y los hijos o de ejercer el oficio de cantero, que había aprendido de su padre, o £ea, en lugar de llevar una vida ordenada de ciudadano común, Sócrates se dedicaba a pasearse, sosteniendo conversaciones inútiles con toda clase de gente. Aunque encontrara a veces, como se ha señalado, dinero en la calle, y contribuyera al financiamiento de su casa de esa manera no habitual en aquellas tierras, ello no es, de todos modos, igual que si mantuviera a su familia desempeñando un trabajo regular y honesto. Ni siquiera puede permitirse un par de zapatos, por lo cual Aristófanes, el escritor de comedias, lo presenta descalzo en el escenario del teatro. Puede pasarse esa frugalidad en lo que respecta tan sólo a sí mismo. Pero, ¿puede pedírsele a una mujer, ante las muchas mercan cías exhibidas en la ciudad y sin un centavo para poder adquirirlas, que muestre la misma tranquilidad que demostró tener Sócrates en su frase: “¡Qué numerosas son las cosas que no necesit o !7'? ¿Y puede pedírsele pedírsele a Xant Xa ntip ipaa que se eleve eleve hasta la altura filosófica de la otra frase, en el sentido de que “quien menos necesidades tiene está más cerca de los dioses”?
Por lo demás, lo más irritante en el comportamiento de Sócrates es que, por naturaleza, no era en absoluto el tipo del holgazán soñoliento. Se dedicaba asiduamente a la gimnasia, e incluso a la danza; lo hacía con frecuencia, según las informaciones que han llegado hasta nosotros, con el fin de mantenerse en buena salud. Otro cronista posterior alabó su “excelente constitución física”. En resumen, Sócrates era un hombre con disposiciones para actos verdaderamente viriles. Lo demostró también en las campañas guerreras en que tomó parte como simple soldado. Se cuentan de él maravillas sobre su resistencia a la fatiga. Cuando otros se arropaban debido al frío, él caminaba descalzo sobre el hielo. Una vez en que todos los que se encontraban en tomo a él se dieron a la fuga, fue el único que se quedó junto a su general “mirando tranquilamente a amigos y enemigos”. Desde luego, también como soldado tenía Sócrates sus rarezas. Alcibíades, que fue su conv pañero en los combates, señala a ese respecto: —“Cuando reflexionaba sobre algo, permanecía inmóvil desde la mañana, de pie en el mismo lugar, y si no encontraba la solución deseada, no abandonaba sus pensamientos, sino que seguía de pie, meditando profundamente. Llegaba el mediodía y la gente comenzaba a observarlo; todos se extrañaban y se decían unos a otros que Sócrates estaba allí de pie desde la mañana y que debía estar pensando en algo importante. Finalmente, cuando llegaba la noche y después
de haber cenado, algunos jonios sacaban sus lonas de dormir —puesto que era verano—, en parte para dormir con frescura y, en parte, para observarlo y ver si permanecería allí de pie durante toda la noche. No obstante, Sócrates permanecía de pie, hasta que el cielo se teñía de rojo y salía el sol. Entonces, se alejaba y oraba yendo hacia el sol.” Así era como se comportaba Sócrates en la guerra. Sin embargo, en tiempo de paz, no podía notarse en él ningún indicio de su hombría y su brío. Al menos en opinión de Xantipa, en esos momentos no era sino un vagabundo, un charlatán y un hablantín incurable. Él mismo veía que esa era la única forma de poder dedicarse a sus trabajos filosóficos. Tan pronto como veía a alguien en la calle, le salía al encuentro e iniciaba una conversación. Le daba lo mismo que su interlocutor fuera un estadista o un zapatero, un general o un arriero. Opinaba abiertamente que lo que tenía que decir concernía a todos. Pero lo que tenía que decir es la indicación insistente de que lo único importante es pensar correctamente. Ahora bien, pensar correctamente significaba para él primeramente y ante todo: que se comprende lo que se dice, que está uno dispuesto a rendir cuentas de sí mismo. Sócrates estaba convencido de que es privilegio de los seres humanos conocerse realmente a sí mismos. El modo en que llamaba la atención de los demás a ese respecto lo describe, ségún un informe muy vivaz de Platón, el
famoso general Nikias: —“Parece que no sabes lo que ocurre cuando el tal Sócrates se encuentra cerca! y se permite uno iniciar con él una con* versación; aunque hable al principio de cualquier otra cosa, lo lleva a uno en la conversación, forzosa y continuamente, a rendir cuentas ante sí mismo de cómo vive en la actualidad y cómo lo ha hecho hasta ahora.” Lo mismo que con Nikias hacía Sócrates con todos. Les preguntaba a todos si sabían verdaderamente de qué estaban hablando: a alguien que hablaba de la piedad, a otro que tenía siempre en la boca la palabra “valentía” o a un tercero, que hablaba con convencimiento de la política o las artes. Si esas gentes se dejaban llevar alguna vez por la conversación, se encontraban perdidas debido a que, entonces, con ironía y con una gran habilidad oratoria, Sócrates les demostraba que, en el fondo, no sabían nada de lo que hablaban con tanta autosuficiencia y que, desde luego, se entendían a sí mismos todavía menos. Por supuesto —y es comprensible—, los interpelados en esa forma no siempre quedaban satisfechos . Goethe y Schiller tenían razón con su dístico de Xenien en tomo a la frase del oráculo de Delfos sobre Sócrates: “Pitias declara que eres el más sabio de los griegos. ¡Bien! El más sabio puede ser a veces el más fastidioso.” Así, hay informes también de que, con frecuencia, los atenienses trataban a Sócrates sin miramientos y se burlaban de él e, incluso, que lo agarraban rudamente, a veces, y lo maltrataban.
,¿A quién le agrada que descubran su ignorancia y, sobre todo, en pleno mercado público? Sólo, algunos jóvenes aristócratas, también verdaderos holgazanes, permanecían a su lado y lo acompañaban incansablemente en sus correrías por la ciudad; pero todos los demás, los ciudadanos honrados, no deseaban tener tratos con él en absoluto. Y los poetas se hicieron sus portavoces. Lo llamaron “charlatán reformador del mundo”, “descubridor de la dialéctica más mordaz”, “entremetido” y “embustero”, y se explayaron sobre sus “frases vacías y afectadas”, sus “sutilezas” y sus “críticas pedantes”. Pero lo que no comprendían, así como tampoco lo veían la mayor parte de los atenienses, es que aquel “magnífico testarudo”, como lo llamó Nietzsche, no se preocupaba por las disputas con palabras y no le interesaba conservar la razón cuando se encontraba en un combate dialéctico, entre los argumentos y los contraargumentos. Lo que buscaba Sócrates era la verdad. Estaba obsesionado por ella. Poco antes de su muerte, le dijo a su amigo Gritón: —“No tenemos que preocupamos en absoluto por lo que la mayoría diga de nosotros, sino por lo que diga quien comprende lo justo y lo injusto: el único y la verdad misma.” Deseaba tener conocimiento de todo en el mundo, sobre los seres humanos y su destino en el futuro. Según opinaba, del conocimiento de esto dependía todo. Lo reconoció él mismo en su discurso de defensa ante los tribunales atenienses: —“En tanto siga respi
rando y, por tanto, me encuentre entre ustedes, no dejaré de filosofar, los exhortaré y desenmascararé siempre que me encuentre con ustedes, y les diré, como lo he hecho siempre: 'Buen hombre, puesto que eres ateniense, de la ciudad más grande, más sabia y poderosa, ¿no te avergüenzas por el hecho de que te preocupas tanto por el dinero, la fama y los honores, y no por la comprensión y la verdad y por que tu alma llegue a ser tan buena como sea posible?7” Y además: —“Es el mayor bien de los seres humanos hablar cada día de la virtud y de todo aquello sobre lo que me oyen discutir cuando me pongo a prueba en la conversación y pruebo a los demás; desde luego, para los seres humanos, una vida sin pruebas no es digna de vivirse/7 Ésa era la pasión del filósofo Sócrates y sólo sus amigos comprendían algo a ese respecto. Así, Xenofonte, el famoso general y autor, escribió lo siguiente: —“Habla siempre de los asuntos humanos e investiga lo piadoso y lo ateo, lo hermoso y lo injurioso, lo justo y lo injusto, lo prudente y la locura, lo valeroso y lo cobarde, lo que es un Estado y un estadista, qué es el dominio sobre los hombres y qué un líder entre ellos; hacía también preguntas sobre todos aquellos que suponía que sus interlocutores conocían para informarse de si estaban bien/7 Alcibíades lo describe de manera todavía más impresionan te: —“A cualquiera que deseara escucharlos, los discursos de Sócrates debían parecerle al principio muy graciosos; se rodeaba exteriormente
de sustantivos y verbos tales que parecía un sátiro petulante. Hablaba de muías, de herreros, zapateros y curtidores y parecía estar repitiendo siempre lo mismo en sus expresiones, de tal modo que los no preparados y que no comprendían muy bien lo que decía, sólo tenían el recurso de reírse de sus discursos. Pero cuando alguien ve cómo se forman esos discursos, y si se acostumbra a ellos, descubrirá primeramente que, de entre todos, son los que mayor sentido tienen; acto seguido, que son muy piadosos y que exaltan las virtudes, además de que hacen hincapié en lo que es hermoso y bueno.” ¿Qué buscaba Sócrates con sus molestas preguntas? Sólo, en contacto con los hombres, saber cómo debía comportarse para ver a los seres humanos tal y como eran en verdad. El pensamiento correcto debía conducir a la conducta correcta. Parece que Sócrates no hubiera sido tan necesario en ninguna otra época como en la suya propia. Vio con espanto los signos de la decadencia en la vida de los griegos, la desorientación en que estaba sumida su época y la aparición de una crisis profunda en el espíritu griego. Por ello, les abrió los ojos a sus discípulos y amigos. Así fue como en una de sus cartas escribió Platón, que estaba todavía completamente bajo la influencia de Sócrates: —“Nuestro estado no puede ocupar ya el lugar que tenía en tiempos de nuestros antepasados... Todos los estados que existen en la actualidad están mal gobernados, ya que la jurisprudencia se
encuentra en todos ellos en una situación casi irremediable.” Precisamente el hecho de que Sócrates lo reconociera y que se sintiera tan impresütfiado por ello es causa de que se plantee varias* interrogaciones sinceras. Sus preguntas significaban que no dejaba que las ilusiones lo sumieran en un sueño. Preguntar quiere decir tener el valor de soportar la amargura de la realidad. Ese radicalismo en sus inquisiciones, esa introspección en las necesidades de su tiempo, ese conocimiento de las verdaderas exigencias de los seres humanos fueron los que hicieron que los discípulos de Sócrates le tuvieran un afecto tan entrañable. No hay nada a ese respecto que sea tan revelador como lo dicho por el joven Alcibíades, que repite Platón en su Simposio. Alcibíades compara a Sócrates con el flautista semidiós Mar sias: —“Él cautivaba a la gente a través de su instrumento, con la fuerza de su boca. ... Sin embargo, tú te diferencias de él en el sentido de que logras hacer lo mismo sin instrumento, tan sólo con palabras desnudas. . . Cuando alguien te oye, ya sea una mujer, un hombre o un niño, o si escuchas a algún otro que repita tus palabras, aunque sea completamente insignificante, entonces nos sentimos todos sacudidos y fuera de nosotros mismos. Por lo menos yo, a ustedes, los hombres, si no les parezco completamente borracho, les juraría y les diría lo mucho que yo mismo sufrí y sufro todavía por sus discursos: porque cuando los escuchaba el corazón
me latía con mucha mayor fuerza que si fuera uno de los bailarines coribán ticos, y sus palabras hacían que derramara lágrimas. También vi a muchos otros que experimentaban el mismo sufrimiento... Este Marsias llegó a ponerme en tal estado que me parecía que no valía la pena vivir si debía permanecer como estoy. .. Porque me obligaba a confesar que me faltaba todavía mucho y que me descuidaba a mí mismo demasiado al ocuparme de los asuntos de los atenienses. Me tapaba los oídos con fuerza y me disponía a huir, como ante las sirenas, para no permanecer sentado a su lado hasta la senectud. Tan sólo junto a él, de entre todos los hombres, me sucedía algo que ninguna otra persona puede provocar en mí: que me avergüence ante alguien; pero sólo me avergonzaba ante él. Puesto que estaba consciente de que no podía contestarle que no se debía hacer lo que él exigía . .. Me escapaba de su lado y lo rehuía, y cuando lo veía, me avergonzaba de todo cuanto me veía obligado a confesar. Y con frecuencia me decía que me vería contento cuando él dejara de estar entre los humanos; pero si eso sucediera estaría, como lo comprendo muy bien, todavía más compungido. No sé, pues, cómo debo comportarme con este hombre.” Así era como Sócrates influía en los jóvenes como Alcibíades, y éste no fue el único al que cautivó en esa forma. Desde luego, los fundamentos de ese hechizo no se conocen, ya que Sócrates no daba a sus seguidores lo que hubie-
ran podido esperar de él: o sea, respuestas claras y definitivas a todas las preguntas que le hacían y que él mismo despertaba en ellos. Por el contrario: en cuanto se inmiscuía en el laberinto del problema, abandonaba inmediatamente la conversación y las dejaba sin contestar. Tan poco como sus interlocutores podía él mismo decir la importancia que tiene en verdad aquello por lo que se preguntan mutuamente: lo bueno y lo justo, los seres humanos y la conducta correcta. Cuando alguien intentaba obtener de él una respuesta escueta a ese respecto, confesaba inmediata y expresamente su ignorancia. Y era sincero. Ante los tribunales explicó lo que le acontecía en esos momentos: —“Al principio, pensaba en mi fuero interno que era más sabio que aquel hombre. Porque ninguno de nosotros parece saber nada que sea bueno y justo; pero aquél cree que sabe, y sin embargo, no sabe; mas yo, que no sé nada, tampoco creo saber; en esa forma, parece que soy un poco más sabio que otros, ya que no pretendo saber lo que no sé.” Y no obstante, en esa sabia ignorancia, confesada con tanta franqueza, es donde reposa el misterio de la influencia de Sócrates. En esa forma podía apreciarse con facilidad que observaba la situación humana con los ojos bien abiertos; aunque persistía el peligro de que se extraviara en el laberinto del no saber y permaneciera prisionero de la incerti dumbre. Puesto que Sócrates les inculcó a sus discípu
los el mismo espíritu, se ganó su veneración y su amor. El efecto en los demás debía ser bastante desagradable, ya que se preguntaban: ¿cómo es posible que ese hombre descubra nuestra ignorancia de manera tan impertinente, para que, a fin de cuentas, confiese que él tampoco sabe nada? ¿No se trata de un petulante desvergonzado? Y también: El hecho de que Sócrates ponga con tanta seguridad en tela de juicio la validez de todos los conocimientos, ¿no es una rebelión en contra de la tradición sobre la que reposan la existencia y la firmeza del Estado? Con sus destructoras preguntas, ¿no hará que se desplome la religión, ya de por sí tambaleante? Y finalmente: cuando un hombre que no sabe decir nada positivo reúne en torno suyo a un enjambre tan grande de jóvenes a los que cautiva, ¿no debe considerársele como pernicioso para la juventud? Así es como los atenienses pusieron todo de su parte para acabar con aquel conciudadano sospechoso. Lo sometieron a un proceso y lo acusaron de ateísmo y de pervertimiento de la juventud. Ese hecho plantea una cuestión importante relativa a la esencia de la filosofía. Filosofar significa poner en tela de juicio, y cuanto más filosófico sea un filósofo, tanto más radicales serán sus preguntas. Pero poner en duda lo vigente es ponerlo en peligro al mismo tiempo. ¿Puede reprocharse a los partidarios de lo vigente que pongan todo en obra para acallar al filósofo
y poner fin a sus molestas preguntas? Por otra parte: cuando lo vigente sé encuentra ya tan socavado como lo estaba en tiempos de Sócrates, de nada sirve cerrar los ojos ante la realidad. En ese caso, lo único válido es tener el valor de afrontar la verdad, de manera radical. Es responsabilidad histórica de los atenienses que no tuvieran ese valor y que no vieran en Sócrates al hombre que, por lo radical de sus preguntas, preparaba la renovación futura y necesaria de su modo de vida. No es demasiado sorprendente que la acusación progresara. Sócrates renunció a intentar que el ánimo de los jueces le fuera favorable; por el contrario, los irritó todavía más con su discurso de defensa. Cuando le reprocharon sus molestas inquisiciones, no se excusó en absoluto por ello, sino que afirmó osadamente que lo que hacía era en servicio al dios Apolo. Y siguió diciendo: —“Creo que a ustedes, en su ciudad, no les ha tocado en suerte ningún bien mayor que el de mi servicio a los dioses, ya que lo que hago es recorrer la ciudad, exhortando tanto a los jóvenes como a los ancianos de entre ustedes para que se ocupen menos del cuerpo y del dinero para preocuparse un poco más del alma, con el fin de que se vuelvan tan buenos como sea posible. . . Si me matan, no les será nada fácil encontrar otro de esta clase, que —y puede que esto les parezca ridículo— le fue dado a la ciudad, precisamente por los dioses, como a un corcel grande y noble que, debido a su gran
tamaño, más bien es perezoso y necesita el estímulo de las espuelas. Así pues, me parece que fue el dios quien me mandó a la ciudad como alguien que incesantemente trata de hacer despertar a todos y cada uno de ustedes, y que los previene y regaña.” Podemos representarnos fácilmente la indignación de los jueces ante esa actitud tan arrogante del acusado. Y todavía más cuando Ies propuso que en lugar de un castigo deberían hacerle el honor de ser alimentado por el municipio, la mayor distinción que podían conceder los atenienses. En esa forma, era inevitable que el tribunal lo condenara a muerte. Cuando se dictó la sentencia, pudo verse claramente de dónde procedían las enormes fuerzas que dedicó aquel hombre a la filosofía. Le aconsejaron que huyera y sus amigos prepararon al avance todo lo necesario para ello; pero Sócrates se negó a hacerlo. No sería correcto, dijo, participar durante toda una vida de los bienes del Estado y, después, cuando las cosas se hacen desagradables para uno, negarse a acatar las leyes. Sabía perfectamente que el comportarse ilegalmente sería abyecto y depravado. En realidad, había ordenado toda su vida en torno a esa inteligencia. Cuando trató de comisionarlo el gobierno para que les entregara a un enemigo político, se negó a ello, y cuando, después de una derrota naval, los tribunales atenienses condenaron ilegalmente a muerte a los almirantes, fue el único que se opuso a ello. Por eso tam-
bién en esos momentos frente a la muerte podía decir, sin equivocarse, que no es correcto pensar que “un hombre que valga, aunque sólo sea ün poco, debe reflexionar en lo que significan la vida y la muerte; deberá preocuparse mucho más, al actuar, de saber si lo que va a hac£r es justo o injusto y si sus hechos serán los de un hombre bueno o los de un rufián”. Sócrates, el sabioignorante, no puede probar por qué es tan categórico el que no deba hacerse lo injusto. Sin embargo, en el fondo, no necesitaba hacer ninguna demostración. Es una certeza enraizada mucho más profundamente que todas las seguridades teóricas, por muy rebuscadas que sean. Es lo que, en épocas posteriores, se llegó a conocer como la certeza del corazón. En ella se basaba Sócrates y en ella se encuentra también oculto el misterio de su influencia. En esa forma se convirtió, como lo dijo Nietzsche, “en el punto de viraje y el pivote de la historia del mundo”. Cuando las certezas se desmoronan, como sucede repetidamente a los hombres en crisis de su historia, queda una: la obligación ineludible de obrar con justicia" que permanece de manera indeleble en el fondo del corazón —éste fue el gran descubrimiento de Sócrates, y permaneció fiel a él hasta la muerte y por su causa. no eludió su destino. Esto es lo que, por encima de los siglos, le da todavía fuerza a Sócrates hoy en día como modelo para los filósofos. Es posible que Sócrates tuviera también razón
al atribuir a la divinidad su sabiduría y los dictados de su corazón. De todos modos, informaba que toda certidumbre —no sólo con respecto al comportamiento ético, sino a todos los actos, aunque sólo tuvieran relación con hechos cotidianos poco importantes— le era proporcionada por una voz interior que se manifestaba como una advertencia ineludible. Le daba el nombre de “daimonion” y con eso vuelve al terreno de los dioses, ya que los demonios eran para él los intermediarios entre los dioses y los hombres. Lo que entendía como su principal cometido —las preguntas hechas a sus conciudadanos y el desenmascaramiento de sus pretendidos conocimientos— lo interpretaba como obediencia a una orden de los dioses. Era también en esa forma como interpretaba su muerte, —“Cuando alguien se mantiene en una posición con el convencimiento de que eso es lo mejor, creo yo que deberá perseverar en ella a pesar de todos los peligros, sin tomar en consideración ni la muerte ni ninguna otra cosa que no sea su dignidad. Mi comportamiento sería paradójico, hombres de Atenas, si yo, en la posición en que. . . como creo, me pusieron los dioses, para filosofar y poner a prueba tanto a los demás como a mí mismo, abandonara esa posición por miedo a la muerte o a cualquier otra cosa.” Con la tranquila confianza de que podía dejar su destino en manos de la divinidad, Sócrates tomó el veneno, con el espíritu del cual da testimonio
la conclusión dé su discurso de defensa: —“Ha llegado el tiempo de irse: yo hacia la muerte, ustedes hacia la vida. Nadie sabe a quien de nosotros le ha tocado la mejor parte, excepto el dios/'
PLATÓN O EL AMOR FILOSÓFICO se oye hoy en día el nombre de Platón en alguna conversación ordinaria, la mayor parte de las veces se debe a que se habla del “amor platónico". Bajo ese calificativo se entiende cualquier tipo de amor en el que el deseo pecaminoso no ocupa el primer plano, sino el afecto del alma, basado en el respeto hacia la persona amada. Sin embargo, si alguien pregunta por qué ese tipo de amor lleva precisamente el nombre de Platón, es difícil darle una respuesta. Parecería incluso que es totalmente erróneo atribuirle el “amor platónico" a ese filósofo. Porque si se analizan cuidadosamente las obras de Platón, nadie puede encontrar en ellas muestras de un respeto particular hacia la mujer. Por el contrario, Platón afirmó que, en lo que se refiere a virtudes, las mujeres les iban muy a la zaga a los hombres y que, como pertenecientes al sexo débil, eran mucho más taimadas e insidiosas que los varones. Dijo que eran superficiales, fáciles de emocionar y amargar, dadas a las invectivas, pusilánimes y supersticiosas. Platón llegó a afirmar, incluso, que ser mujer debía ser una maldición de los dioses; que aquellos hombres que no sabían dominarse en la vida, sino que actuaban de manera cobarde e injusta, como castigo después de su muerte, volvían a nacer como mujeres, Cuando
Quien así pensaba de las mujeres no podía dejar en el matrimonio mucho espacio para las emociones anímicas más tiernas* De hecho, Pía tón no consideraba el matrimoniodesde el punto de vista de dos seres humanos que fundaban sus vidas en el cariño y en los principios comunes, sino únicamente como un medio para procrear y criar hijos. No es la simpatía la que debe unir al hombre con la mujer, sino el empeño por tener descendientes tan sanos y buenos como sea posible. Por ello, es asunto del Estado procurar que se reúnan los cónyuges más apropiados; las mujeres les serían concedidas a los hombres como recompensa por sus hazañas guerreras o, de manera todavía más radical, serían consideradas como posesión común de todos los varones. Como vemos, la imagen que nos presenta Platón del amor entre el hombre y la mujer no es tampoco muy espiritual. Ahora bien, en aquellos tiempos se practicaba en Grecia otro tipo de relación amorosa en la que, mejor que entre hombre y mujer, podían experimentarse las emociones eróticas más finas: las relaciones de un hombre mayor con un muchacho. Hoy en día, nos sentimos inclinados a ver ese comportamiento con mucho escepticismo; sin embargo, entre los griegos de la época de Platón, era casi de buen tono que un estadista o un general se interesara por los adolescentes hermosos. De manera similar se expresa Platón de Sócrates, su venerado maestro. Buscaba incansable-
mente las relaciones con jóvenes hermosos, y en una ocasión confesó estar enamorado de dos cosas: del joven Alcibíades, el genial “niño prodigio” de la Atenas de aquel entonces, y de la filosofía. Otra vez en que Carmides, reputado como el más hermoso de todos los jóvenes de Atenas, se sentó a su lado, reconoció Sócrates: “Me sentí lleno de confusión y desapareció mi osadía anterior, cuando suponía que me sería muy fácil hablar con él.” Sin embargo, el comportamiento de Sócrates con los adolescentes no puede incluirse entre las relaciones amorosas habituales. En lo que refiere Platón a ese respecto puede verse algo de lo que significa el “amor platónico”. Aparece con mayor claridad en lo expresado, por Alcibíades sobre Sócrates, que relata Platón en su Simposio. Explica cómo los líderes intelectuales de Atenas se habían reunido para festejar el triunfo, en un certamen de tragedias, que había obtenido uno de ellos. Habían alabado ya en discursos y con tradiscursos, durante bastante tiempo, al dios Eros, cuando hizo su aparición en el círculo Alcibíades, borracho y dando traspiés, apoyado en el hombro de una flautista, para hablar de Sócrates. En el ambiente de ese momento particular, confiesa en público lo que mantenía habitualmente en secreto. —“Ya ven que Sócrates está enamorado de los efebos más hermosos, que anda siempre en torno a ellos y se deja cautivar por ellos.” Sin embargo, en realidad: “no le preocupa en absoluto si uno es o no
hermoso... o rico o si tiene cualquier otro de los dones alabados por la mayoría, 'Considera que todo eso carece de valor y también a nosotros nos considera como si nó fuéramos nada —os lo aseguro—; vive lleno de ironía y de desdén por todos los seres humanos.” Eso era lo que le había sucedido también a él? sigue diciendo Alcibíades: “Creía que se esforzaba por conseguir mi belleza juvenil, y opinaba que eso constituía para mí una victoria inesperada y una suerte maravillosa; pensaba que si me ganaba la voluntad de Sócrates, podría escuchar y aprender todo lo que sabía; me hacía demasiadas ilusiones con respecto a mi belleza juvenil. Pero era así como pensaba y puesto que nunca antes había estado con él a solas, sin que estuviera presente alguno de los criados, despedí en cierta ocasión al sirviente y me quedé a solas con é l ... Creía que me hablaría inmediatamente como lo hace un enamorado con la persona amada cuando están a solas. Pero no sucedió nada parecido; estuvo conversando conmigo como lo había hecho siempre hasta entonces, y después de pasar juntos todo el día, se fue. Más tarde, lo animé a que hiciera gimnasia conmigo, con el fin de lograr algo en esa forma. Entonces, comenzó a hacer gimnasia a mi lado, con frecuencia, sin que hubiera ninguna otra persona presente. Sin embargo, debo confesar que no me sirvió de nada. Puesto que en esa forma no lograba nada en absoluto, me pareció que era preciso que persiguiera ‘a ese hombre y que no debería de-
jarlo, una vez que hubiera iniciado mi asedio; era preciso que supiera a qué atenerme. Lo invité a que comiera conmigo y me comporté con él como un enamorado con el objeto de su amor. Pero no me complació de inmediato ni siquiera una vez; al cabo de cierto tiempó pude persuadirlo. Cuando llegó por primera vez, quiso irse inmediatamente después de la comida. Me avergoncé y lo dejé ir. No obstante, volví a invitarlo y una vez que terminamos de comer, me puse a conversar con él y lo entretuve hasta bien entrada la noche. Cuando quiso irse, argüí que era ya muy tarde y lo convencí de que se quedara. Se acostó pues tranquilamente en el lecho al lado del mío, donde había comido, y no había ninguna otra persona acostada en el aposento, más que nosotros dos. . . Después, cuando se apagaron las lámparas y salieron los esclavos, me pareció que no debía andarme con rodeos con él, sino que podía decir con libertad lo que estaba pensando. Lo toqué y le dije: 'Sócrates, ¿duermes?' ‘No’, me respondió. ‘¿Sabes lo que estoy pensando?' ‘¿Qué?', inquirió. Le respondí: 'Sólo tú me pareces ser un amante digno de mí; pero me parece que dudas en pretenderme. Pienso que es poco sensato que no haga también tu voluntad a ese respecto... ya que no hay nada que me importe tanto como llegar a ser tan bueno como sea posible. Pero, para ello, creo que no hay nadie que pueda ayudarme mejor que tú. Por eso, si no estuviera a la disposición de un hombre semejante, me
avergonzaría... Cuando me hubo escuchado, me respondió con mucha ironía y en su forma habitual: ‘Mi querido Alcibíades, no me pareces ser malo en absoluto, si fuera verdad lo que dices de mí y sobre la fuerza que tengo, por medio de la que pudieras hacerte mejor. En ese caso, verías en mí una hermosura inmensa, muy diferente de tu apostura. No obstante, si lo ves así y tratas por ello d e. asociarte conmigo, con el fin de intercambiar belleza por belleza, piensas que me aventajas mucho. Tratas de ganar, en lugar de la apariencia, la verdad sobre la belleza y, en realidad, piensas cambiar oro por cobre. Pero observa con más atención, amigo mío, no sea que se te escape que yo no tengo nada. . / Oí eso y dije: ‘En lo que a mí concierne, sostengo lo que dije; no he expresado nada que no fuera lo que pensaba. Decide ahora tú mismo lo que mejor nos convenga a los dos\ Me respondió: ‘Bien has hablado; así pues, en el futuro, decidiremos y haremos en todos los casos lo que mejor nos parezca a ambos/ Después de decir y oír todo eso y de haber lanzado, por así decirlo, todas las flechas, creía que estaría herido. Me puse en pie y no lo dejé seguir hablando. Lo cubrí con mi capa —ya que era invierno—, me metí bajo ella y rodee con los dos brazos a aquel hombre verdaderamente divino y maravilloso, permaneciendo así durante toda la noche.. . Sin embargo, a pesar de lo que hice, desdeñó y se burló de mi belleza juvenil... Así pues, por los dioses y las diosas, deben saberlo: después de que hube dor-
mido toda la noche junto a Sócrates, me levanté de manera no diferente a como lo hubiera hecho dormido con mi propio padre o con el mayor de mis hermanos.” No valdría la pena recordar ese relato, si describiera sólo una rareza del hombre que era Sócrates. Sin embargo, el comportamiento singular hacia la^ persona amada, el amor que se dirige hacia el objeto amado con plena intensidad y que, sin embargo, está lleno de retención al mismo tiempo, el “amor platónico", es coherente en lo más profundo con el modo en que Sócrates filosofaba y también con la manera en que Platón, siguiendo el ejemplo de Sócrates, comprendía la filosofía, ya que ésta, tal y como la entendía Platón, y como desde entonces, en relación más o menos expresada con él, se entiende cada vez más, es ella misma una forma de Eros, es amor por esencia. La experiencia que tuvo Alcibíades con Sócrates permite llegar a la conclusión inmediata de que el Eros filosófico no es amof sensual. No obstante, este último no queda excluido sin más ni más. Pero la relación erótica ofrece simplemente el punto de partida para otro tipo de amor: para la elevación en la que se representa Platón a la esencia de la filosofía. Con el fin de que se produzca esa elevación, es necesario que el amor sensual no perdure en sí mismo, ni como vicio, sino que debe ser superado, y precisamente, elevándose.
El paso del amor sensual al filosófico se expone claramente en la representación de la elevación que Platón, en su Simposio, hace expresar a Sócrates, quien indica que recibió ese conocimiento en secreto de Diótima, una visionaria de Mantinea. Ella le había mostrado cuál es la verdadera esencia del Eros: o sea, el anhelo de la belleza o, de manera más precisa, el ansia por procrear en la belleza. Pero eso, opina Diótima, es lo permanente y eterno en los seres humanos. Porque quien tiende hacia la belleza quiere poseerla para siempre; por eso es característico del amor el hecho de que el amante tienda a durar, a la inmortalidad. Pero incluso esa voluntad de inmortalidad se realiza en las etapas de la elevación, que van de la belleza perecedera hasta el arquetipo eterno de la belleza eñ sí misma. Todos los seres humanos “aman lo_in morta]. Los que según el cuerpo son capaces de procrear, se vuelven hacia las mujeres y afirman su amor en ello; en su opinión, al procrear hijos conquistan inmortalidad, recuerdo y felicidad para todo el futuro. Pero los que según el alma pueden también procrear. —¿Qué sucede con ellos?... Si uno de ellos desde su juventud es capaz de procrear según el alma, como adolescente y al comienzo de la madurez, y si desea fecundar y engendrar, entonces, creo yo, busca a la belleza en la que pueda engendrar a sus descendientes; ya que nunca procreará en la fealdad. Se sentirá más atraído hacia los cuerpos hermosos que hacia los feos, si es capaz de pro-
crear; y si encuentra al mismo tiempo un alma sana, noble y hermosa, se sentirá atraído hacia ambas cosas. Para esta persona encuentra él una abundancia de palabras relativas a la virtud y a lo que un ser humano bueno debe ser y hacia lo que es preciso que tienda, y trata de educarla. Toca la belleza y procrea aquello a lo que desde antes su capacidad engendradora se dirigía. Presente o ausente, sólo piensa en ella y cría con ella a sus descendientes. Así, entre ellos podrá establecerse una comunión mucho más profunda que la que es posible por medio de los hijos y les será factible conservar una mayor amistad, ya que estarán unidos por hijos más hermosos e inmortales”. Ahora es cuando Platón llega por primera vez a hablar <¿el secreto propiamente filosófico del Eros. Para ello, hace continuar a Diótima en la forma siguiente: —“Es posible que tambiéntú, Sócrates, puedas iniciarte en los misterios del amor. Pero no sé si eres capaz de las consagraciones y las celebraciones más elevadas por las cuales sucedentodas las demás cosas, si se procede correctamente. Ahora —dijo ella—, te lo voy a decir y no me faltará la buena voluntad; pero tú debes tratar de obedecer, si estás en condiciones para ello. Quien se conduce a ese respecto en la forma adecuada, debe comenzar en su juventud a inclinarse hacia los cuerpos hermosos. Primeramente, si está bien dirigido, debe amar un solo cuerpo y engendrar en ello palabras hermosas. A continuación debe observar que la
belleza de cualquier cfierpo está hermanada con la de otro cuerpo; que además, si se sigue lo que es hermoso de acuerdo con la naturaleza, puede llegarse a una falta completa de comprensión si no se considera que la belleza en todos los cuerpos es una sola y la misma. Si comprende esto, se mostrará como amante de todos los cuerpos hermosos, y desdeñará y tendrá en menos ceder demasiado a uno solo. En esa forma, llegará a considerar que la belleza del alma es más valiosa que la del cuerpo. Cuando alguien tenga un alma grande, pero poca belleza juvenil, esto le será suficiente. Lo amará, se interesará por él, y creará y buscará las palabras que hacen mejores a los adolescentes. Así se ve obligado a reparar en la belleza en las actitudes ante la vida y en las leyes, y a ver que todo ello va ligado entre sí, de tal modo que la belleza, cuando se trate del cuerpo, sea objeto de menor interés para él. Después de las actitudes ante la vida deberá volverse a los conocimientos, con el fin de poder contemplar su belleza. Al ver entonces a la belleza en su multiplicidad, no servirá ya solamente a uno solo. . . Se volverá más bien al ancho mar de la belleza y en la contemplación parirá muchas palabras y pensamientos grandes y hermosos, amando sin envidias a la sabiduría hasta que, desarrollado y fortalecido, divisa ese único conocimiento que concierne a la belleza como tal. .. Una vez que ha llegado a la meta en el amor, verá repentinamente algo maravilloso y bello por su naturaleza: precisa-
mente aquello por lo cual, Sócrates, se hicieron también todos los esfuerzos anteriores. Esto es, en primer lugar, perpetuo, ni nace ni perece, ni crece ni decrece; a continuación, no es ya hermoso, ya feo. . . Es más bien a la manera de lo perpetuo, que es consigo mismo una esencia única. Sin embargo, todas las demás cosas bellas toman parte en ello en cierta forma... Así pues, quien por medio del amor correcto al adolescente se eleva, partiendo de todo lo descrito, comenzará a ver esa belleza y, en esa forma, estará casi a punto de tocar la meta. Porque esto significa afrontar de manera correcta las cosas del amor o ser conducido por otra persona, de modo que partiendo de una belleza simple, por la belleza misma, comenzará a subir escalón tras escalón: de un cuerpo hermoso a dos, y de dos a todos, de los cuerpos hermosos a los modos de vida hermosos, de éstos a los conocimientos hermosos y, finalmente, de éstos a ese conocimiento, que no se refiere a ninguna otra cosa sino a la belleza misma. . . En esta forma, si es que existe alguna, es como la vida llega a ser digna de ser vivida para los seres humanos; porque ahora ve la belleza misma.” Ahora puede verse claramente el sentido más profundo del “amor platónico”. No es simplemente un rechazo de los apetitos carnales. En lugar de ello, concede a éstos sus derechos limitados; pero los exalta en una forma más elevada del deseo: por sobre la belleza del cuerpo, del alma, del modo de vida y de los conocimientos,
tiende hacia la belleza en sí. El Eros, tal y como lo entiende Platón, es la tendencia hacia el prototipo de la belleza, del que participa todo lo bello, y también hacia la idea de la belleza. Así se demuestra que el “amor platónico” está muy estrechamente ligado con lo que ha llegado hasta la conciencia del espíritu occidental como la grandiosa realización filosófica de Platón: su pensamiento sobre la idea. Ante todo, el camino seguido por Platón para llegar a su doctrina de las ideas no es el de la elevación filosófica, sino el de la decepción por la situación política en su época, por la decadencia del Estado, visible por doquier. Cuando el joven noble se encontró con el artesano Sócrates y, como se sabe, en seguida quemó sus tragedias, se volvió apasionadamente hacia la política, dolido por la cuestión relativa a la justicia. Sin embargo, debía aprender que en la política reinaban la corrupción y la injusticia. Esto se le presentó con la mayor claridad cuando tuvo que ver cómo juzgaban y ejecutaban a Sócrates, a quien, sin embargo, no le importaba otra cosa más que la virtud y la justicia. Si incluso el hombre de mayor responsabilidad debe perecer al desmoronarse la esencia del Estado, entonces, concluyó Platón, ésta debe estar dañada desde sus raíces mismas. En ese caso, no quedaba más remedio que efectuar una toma de conciencia radical de los fundamentos del Estado, o sea, de la naturaleza de la justicia.
Con ese convencimiento se hizo filósofo Platón. Entonces, se preguntó, qué es lo que sucede con la justicia misma, como tal, y en qué estado se encuentran las demás formas del comportamiento correcto: la valentía, la prudencia, la piedad y la sabiduría. Por medio de tales reflexiones, Platón descubrió que los seres humanos tienen el conocimiento innato de lo que es la justicia y de las demás virtudes. Llevan en sus almas prototipos de todas las formas correctas del comportamiento. Y esos modelos pueden y deben guiar su conducta. Al seguir Platón en sus reflexiones, acudió en su ayuda una segunda observación: que sólo partiendo de ese prototipo original de la justicia podemos establecer que un comportamiento es correcto y otro no, o que un acto es más o menos justo que otro. Pero esa relación de la realidad con la idea no sólo es válida, en el campo^ del comportamiento humano. También sabemos lo que es un árbol tan sólo debido a que llevamos dentro de nosotros mismos un prototipo de árbol. El reconocimiento de todo lo real es sólo posible debido a que los seres humanos llevan en sus almas prototipos de lo existente. De acuerdo con ese modelo, podemos decir que esto es un árbol y aquello un animal, que esto es un delito y aquello un buen acto. Pero eso significa también que todo lo real es lo que es hasta el punto en que participe de su prototipo y en tanto tienda a asemejarse a dicho modelo. El árbol quiere ser árbol tanto
como sea posible* lo. mismó que el hombre y también la justicia. Todo tiende a realizar en la existencia la idea que le es particular. Así obtiene Platón una imagen viva del mundo como el lugar de un incesante impulso hacia la perfección, del amor a la idea. Pero, si todo es así, concluye Platón, es preciso reconocer que lo propiamente real no son las cosas sino sus prototipos. Las cosas se convierten en lo que son sólo si forman parte del modelo; de modo que estos prototipos, las ideas, son la realidad original. Pero las cosas son solamente reproducciones de las ideas y, por ello, su realidad es de poca intensidad. Lo propiamente real en la realidad es la profundidad de esta última. Se presenta a continuación otro concepto. Las cosas, por su propia naturaleza, son perecederas: nacen, se transforman y perecen. Sin embargo, eso mismo no es válido para los prototipos idea les. La idea de la justicia permanece siempre tal y como es, y del mismo modo la idea del árbol. Así lo expresó Diótima: la belleza en sí misma, el modelo de la belleza, es “perpetuo, ni nace ni perece, ni crece, ni decrece”. Así, la realidad original se encuentra por encima de todo lo perecedero. A ella se dirigen todos los esfuerzos en todo el mundo, todo el Eros. Lo perecedero se esfuerza en pos de lo eterno: éste es, para Platón, el misterio de la realidad. A partir de esos pensamientos, Platón logró también penetrar hasta cierto punto en la naturaleza de los seres humanos, ya que le fue preciso
lio
PLATÓN
preguntarse de dónde procedían los prototipos que tienen los hombres siempre ante los ojos para conocer la realidad. Y le fue preciso responder que el hombre no los creó ni los imaginó por sí mismo. Tampoco los recibió de la experiencia durante su existencia temporal, ya que antes de reconocer un acto justo como justo y un árbol como árbol, debe conocer qué es la justicia y qué un árbol por su naturaleza misma, de modo que debe poseer ya el prototipo de la justicia y del árbol. Pero, ¿de dónde, era nuevamente la pregunta^ surge esa sabiduría? Platón respondió: debe proceder de antes de su existencia temporal, en alguna existencia que tenga el hombre antes de su nacimiento. Al conocer una cosa, si en ese momento brilla el prototipo de ella, eso significa que la persona en cuestión recuerda haberla visto antes, lo cual debió producirse necesariamente antes de su existencia. temporal. Conocer es volver a recordar. Así, la reflexión sobre la idea conduce necesariamente a la aceptación de una preexistencia del alma, y de ésta a la certidumbre en la inmortalidad. De esa existencia anterior a la vida temporal, durante la cual el hombre contempla la idea, nos habla Platón en una imagen extraordinaria. Cuenta en el diálogo Fedro, cómo las almas, en el séquito de los dioses, recorren la bóveda celeste y contemplan los prototipos de todo lo real. —“Zeus, el gran príncipe de los cielos, inicia la marcha, conduciendo su carro alado; ordena todo y se preocupa de todo. Lo sigue un ejército
de dioses y demonios”. A ellos se unen también las almas humanas, uncidas por pares, con un auriga. “Cuando han llegado a las alturas salen y recorren la parte posterior de la bóveda celeste. Cuando se detienen allí, se produce una rotación y pueden ver lo que hay fuera de la bóveda celeste. *E1 espíritu7 de cada una de esas almas, que quiere captar en sí lo que le es adecuado, ve en ésa forma de vez en cuando al ser. Ama y contempla la verdad, se alintenta de ella y la goza hasta que la rotación la devuelve al mismo punto. Sin embargo, durante el recorrido, contempla la justicia misma, la prudencia y el conocimiento... y todo lo realmente existente, y se deleita en ello. Luego, el alma regresa de nuevo al territorio que se encuentra al otro lado de la bóveda celeste y emprende el viaje a casa. Cuando llegan, el auriga lleva a los caballos hasta los pesebres, les echa ambrosía y les da a beber néctar.” De esta visión en que el hombre recibe su instrucción en su preexistencia, le queda una nostalgia que le dura toda la vida. Se esfuerza por volver a sus propios orígenes. De ahí hace su intento de liberarse de la prisión de los apetitos sensuales, con el fin de llegar ya en esta existencia, en la contemplación de las cosas, a la visión de las ideas. Entonces la belleza cobra una importancia particular. A ese respecto dice Platón en el diálogo Fedro: —“Si alguien ve aquí la belleza y recuerda al mismo tiempo la verdad, será dotado
de alas, y una vez alado, trata de elevarse. Pero no puede hacerlo. Por ello sigue mirando como un pájaro hacia arriba, olvidándose de lo que hay abajo. Entonces, lo tildan de loco. Sin embargo, ese es el mejor de todos los entusiasmos.” Procede del hecho de que todas las almas, originalmente, han visto al verdadero ser. —“No obstante, no les es fácil a las almas acordarse de las cosas: ni de aquellas que antes, y durante corto tiempo pudieron contemplar, ni de las que han sido cambiadas infelizmente, de modo que se encuentran dentro de la injusticia, y se olvidan de lo sagrado que vieron antes. Sólo a unas pocas les queda un recuerdo suficiente. Pero cuando estas últimas llegan a ver algo, que se parece un poco a lo que vieron antes, pierden el control y no logran recuperarse jamás.” El camino del entusiasmo, por el que los hombres, incluso durante su existencia terrenal, pueden llegar nuevamente a contemplar la realidad pura, es para Platón la filosofía. Por éllo dijo con respecto a la filosofía que no hay “mayor bien que hayan heredado o heredarán los mortales como regalo de los dioses”. Es la perfección más absoluta, del Eros a la idea. Debido a que arranca a los seres humanos de su existencia cotidiana y los lleva precipitadamente hacia el prototipo ideal, se parece mucho a la locura. Pero Platón nos dice de ese tipo de locura que es más hermosa que cualquier cordura; mientras que ésta tiene su origen en los mismos seres humanos, la locura del Eros a la idea, por el
contrario, es obra de los dioses. Finalmente, Platón afirma incluso que Eros es, por naturaleza, filósofo. Porque filosofía quiere decir amor a la sabiduría; pero esta última se cuenta entre las cosas más hermosas. Ahora bien, si es precisamente Eros quien va tras la belleza, entonces, su objeto debe ser la sabiduría. En esa forma, Eros debe ser necesariamente amante de la sabiduría y, por tanto, filósofo. Así, finalmente, es válido para el filósofo lo que dice Platón de él en La República: —“Por naturaleza tiende al ser. No puede detenerse en los muchos detalles, de los que uno piensa que son el ser. Va mucho más lejos y no se desalienta ni se desprende de Eros, en tanto no ha llegado a* comprender a la naturaleza por lo que e s . .. Cuando se ha acercado al ser verdadero y se ha ligado a él, generando así verdad y entendimiento, entonces ha llegado al conocimiento. Entonces vive verdaderamente, crece y se libera de sus dolores. Eso es? a fin de cuentas, lo que tiene de particular el “amor platónico”. Es la pasión del filósofo, y sin él no puede haber una búsqueda verdadera de lo eterno. Así pues, es posible que Rousseau tuviera razón cuando dijo que la filosofía de Platón es la verdadera filosofía de los amantes.
ARISTÓTELES O EL FILÓSOFO COMO HOMBRE DE MUNDO que junto con Platón es el mayor de los filósofos griegos; Aristóteles, del cual el famoso filólogo Wilamowitz dijo que es el hombre “al que la escolástica venera y los graduandos, que se meten en la cabeza su sistema tomándolo de compendios áridos, maldicen", ese Aristóteles nació en el año 384 o 383 a. c., precisamente en Estagira. Por ello se acostumbra llamarlo el “Estagirita"; 1° cual es lo mismo, aproximadamente, que si nos refiriéramos a Schelling como al “Leonberguense", a Nietz sche como al “Rockeniano” y a Fichte como el “Rammenauense", más o menos en el sentido de que: en Berlín es donde el gran. Ram menauense lee sus famosas “Reden an deut sche Nation" (“Alocuciones a la nación alemana" ). Desde luego, en cuanto a Aristóteles, no carece de importancia el hecho de que procediera de Estagira. Aparte de su filósofo, esa ciudad no produjo nada digno de mencionarse. No obstante, vale la pena hacer notar que Estagira se encuentra en el corazón de la provincia, en alguna parte de Tracia y que, por lo tanto, Aristóteles, a diferencia de Platón, su gran maestro, no era ciudadano de Atenas, la principal ciudad de Grecia, sino provinciano. A r i s t ó t e l e s ,
Se diferenciaba también de Platón por el hecho de que no llevaba sangre aristócrata. Pero no era tampoco unquídam sino que procedía de una buena familia burguesa, ya que era hijo de un médico que llevaba el título de médico personal del rey de Macedonia. Nada habría sido más natural que Aristóteles hubiera tomado a su cargo la práctica de su padre, que llevaba consigo también el ejercicio de la farmacología, el “hacer píldoras”, como la llamaban los antiguos cronistas. Sin embargo, Aristóteles prefirió ir a Atenas. La familia se dejó convencer y le permitió irse, no sin antes haber consultado el oráculo para saber lo que debía hacer ahí, y la respuesta de los dioses fue que debería estudiar filosofía. Es inconcebible cómo se hubiera desarrollado la historia intelectual de Occidente en el caso de que el oráculo hubiera dicho otra cosa. El padre, que era acaudalado, dotó muy bien a su hijo para que realizara sus estudios. Aristóteles, a pesar de que se hizo filósofo, valoró durante toda su vida la comodidad para vivir, un servicio suficiente, una casa ordenada y la buena alimentación. Su contemporáneo Dióge nes, que era famoso porque no vivía en una casa, sino en un barril, le parecía todo menos ejemplar, ya que, para la felicidad, escribió más tarde, es necesario tener también una buena participación en los bienes de este mundo. Así, se informó a su respecto que se vestía ricamente, sin que faltaran los anillos y los adornos para el cabello. Sin embargo, a pesar de todo ese
aparato respetable, no parecía tener una figura muy imponente. El cronista añade: “Tenía las piernas débiles y ojos pequeños” y “la lengua se le atoraba un poco al hablar”. Así pues, ese hombre llegado a Atenas desde Estagira, había decidido dedicarse a la filosofía. Esto, en aquellos tiempos, no significaba dedicarse a una ciencia singular y extraña para convertirse en un pensador profundo. En la época de Aristóteles, la filosofía era una disciplina que abarcaba mucho más: a ella pertenecían básicamente todas las ciencias y todos los conocimientos. Si alguien deseaba hacerse estadista, general o pedagogo, era conveniente que primeramente se ocupara un poco de la filosofía. La mayor oportunidad que existía en aquel entonces en Atenas se llamaba Platón. Éste tenía en su Academia, en el bosque sagrado de Aca demo, a todo un grupo de discípulos que se reunían en torno a él, y con los que acostumbraba filosofar. Aristóteles, que tenía diecisiete años de edad, ingresó entonces a esa sociedad y permaneció en ella durante veinte años? aprendiendo, discutiendo y, sobre todo, estudiando con una gran asiduidad los libros; Platón lo apodó “el Lector”. Tenía verdadera veneración por su maestro, y ese estado de ánimo perduró en él durante toda su vida. Años más tarde, dijo que Platón era un hombre al que los malos no tenían permitido ni siquiera alabar y más aún, que Platón era un dios. Desde luego, no es posible pasar por alto el
ARISTÓTELES
hecho de que una mente tan brillante cohio íl de Aristóteles con el tiempo llegaría a JperíW¿ mientos filosóficos propios, sin que pudiera declararse totalmente de acuerdo con lo que enseñaba el anciano Platón. Éste lo tomó coü resignación: —“Aristóteles se ha puesto contra mí, como lo hacen los potros jóvenes contra su propia madre.” Sin embargo, el conflicto abierto sólo se produjo después de la muerte de Platón. Como director de la Academia no nombraron a Aristóteles, sino a otro, desconocido. Aristóteles se mostró en desacuerdo, se salió de la Academia y encontró un nuevo asilo junto a un príncipe dé Asia Menor, que había adoptado la filosofía en el espíritu platónico de corazón y que observó un comportamiento filosófico hasta la muerte. Cuando lo atacaron los persas y lo condenaron a la crucifixión, todavía mandó decir a süs amigos desde su prisión que no había hecho nada, hasta su fin, que fuera indigno de la filosofía. Pero mientras tanto, Aristóteles había dejado la residencia de ese príncipe. Entonces se produjo el segundo encuentro importante de su vida. Después de haber coincidido en Atenas con el mayor de los filósofos, se encontró en Macedonia con el mayor genio militar y político de su tiempo: Alejandro Magno, Desde luego, Alejandro no era en aquel entonces el Magno, sino un niño de trece años, y Aristóteles no fue su consejero político, sino su maestro.
No sabemos casi nada sobre la influencia que tuvo el arte pedagógico del filósofo en el desarrollo del futuro estadista y general. Y sin embargo, sigue siendo extraordinario imaginarse que, durante unos cuantos años, vivieron juntos el poder y el espíritu en sus máximas expresiones: el futuro conquistador del mundo y el hombre que, en sentido universal, conquistó el cosmos espiritual. No obstante, el puesto que ocupaba Aristóteles no dejaba de ser peligroso. Su sucesor como maestro real fue detenido como conspirador —no puede determinarse ya si justa o injustamente—; luego, lleno de piojos y sin recibir ningún cuidado, fue paseado por el país encerrado en una jaula de hierro y, finalmente, fue arrojado a los leones. Los rumores antiguos se aprovecharan de ese triste suceso para inculpar también a Aristóteles de un intento de envenenar a Ale jandro. Lo probable es que eso no tenga absolutamente nada de cierto. Pero de todos modos, aunque fuera cierta esa acusación, el filósofo no necesitaba ya afligirse por las consecuencias. Entre tantor había abandonado la corte del rey, regresando a la ciudad libre de Atenas. Allí reunió entonces en tomo suyo a un buen grupo de discípulos. Se encontraban en una sala de columnas y discutían, mientras se paseaban de un lado a otro. Los atenienses consideraron ese hecho tan notable que dieron al filósofo y a sus seguidores el sobrenombre de “paseantes”. La historia de la filosofía se les ha unido designán-
dolos como “los Peripatéticos”, nombre que suena muy impresionante,, pero que sólo significa “los paseantes”. Como se acostumbra todavía en la actualidad, los discípulos observaban sobre todo las particularidades de su maestro. En realidad podían notar en él varias características bastante singulares. Con la malicia que caracteriza a los estudiantes, vigilaban principalmente a su maestro cuando dormía, y encontraban curioso el hecho de que siempre se colocara un odre con aceite caliente sobre el estómago. Es probable que lo necesitara, ya que si los informes son correctos, Aristóteles murió de una enfermedad estomacal. Todavía más sorprendente les parecía a los discípulos .el método que empleaba su maestro para acortar su sueño, con el fin de despertarse tan pronto como fuera posible, para dedicarse a sus pensamientos. Según cuentan, cuando se acostaba a descansar, tomaba en la mano una bola de bronce bajo la cual colocaba una bandeja. Durante su sueño, cuando abría la mano, la bola caía sobre la bandeja y se despertaba sobresaltado por el ruido, de modo que podía dedicarse nuevamente a su filosofía. Sin embargo, la colaboración del discipulado no se agota en absoluto en esas anécdotas. Por el contrario, Aristóteles los hace participar estrictamente en sus propias investigaciones. Así fue como se formó una sociedad de investigaciones por primera vez en la historia intelectual del Occidente.
Desde luego, esa paz académica no duró mucho tiempo. Con la muerte de Alejandro se modificaron también en Atenas las condiciones políticas. La ciudad se sacudió la influencia ma cedonia y consideró a todos los que habían tenido alguna vez relaciones con los macedonios como sospechosos de colaboración. Puesto que las pruebas de faltas políticas contra Aristóteles no eran suficientes para acusarlo abiertamente, buscaron otro motivo para censurar su conducta: lo acusaron de blasfemias contra los dioses. Entonces Aristóteles huyó para no tener que enfrentarse a esa acusación, con la frase irónica, según la leyenda, de que deseaba evitar que los atenienses, después de lo que hicieron con Sócrates, ofendieran por segunda vez a la filosofía. Se fue al exilio, donde murió poco tiempo después, a la edad de 63 años, no sin antes de jar un testamento detallado y previsor, en el que incluyó también a los esclavos y las concubinas. Esa fue la vida del gran Aristóteles. Si pensamos en todo lo que sucedió en ella: numerosos cambios de residencia, actividades que absorbían mucho tiempo en las cortes de los príncipes, compromisos docentes de diversos tipos, peligros y enemistades, podemos sentirnos maravillados por el hecho de que lograra tener tiempo para dedicarlo a sus problemas filosóficos. Sin embargo, ningún otro de los filósofos antiguos da tanto como él la impresión de haber trabajado continuamente y con tranquilidad. Despreocu
pándóse de sí mismo y de su destino personal, se dedicó por entero a las cosas y a su investigación. Característico de ello es que cuando supo que habían lanzado una calumnia contra él, dijo: —“Si estoy ausente, pueden también administrarme latigazos.” Así pues, no se preocupaba tanto de sí mismo como del mundo. Por ello puede decirse que, precisamente como sabio, era un hombre de mundo. Todo su interés estaba dedicado a la realidad en sus múltiples manifestaciones. Investigó a los animales en sus características y formas de comportamiento, los astros, las constituciones de los estados, la poesía y la retórica. Pero sobre todo, se hizo preguntas respecto a los seres humanos: cómo piensan y se comportan, y cómo deben pensar y conducirse. Pero todo ello no permanecía simplemente en la superficie de la mera erudición; Aristóteles era en todo esto un filósofo, y eso quiere decir que se hacía preguntas sobre la esencia de las cosas y, en último término, sobre aquello en lo que se funda toda la realidad, sobre su origen y su destino. Como resultado de sus investigaciones, Aristóteles dejó tras de sí una obra muy vasta. Un antiguo cronista habla de 400 volúmenes, otro incluso de 1 000, y un tercero, un auténtico erudito, se tomó la molestia de contar las líneas que había escrito Aristóteles, y llegó a la cifra considerable de 445 270. Con esa obra enorme, Aristóteles se constituyó en fundador de la ciencia occidental.
No tanto con los resultados que incluyó en sus escritos sobre las ciencias naturales, debido a que casi todos ellos han sido superados. En unión de sus discípulos, Aristóteles se ocupó de todo lo que se sabe de los animales y de lo que las investigaciones más precisas permitían descubrir a ese respecto: de qué partes se componen, cómo se mueven, cómo se reproducen y qué enferme dades pueden atacarlos. Pero, a ese respecto, llegó con frecuencia a conclusiones muy curiosas. Por ejemplo, que hay animales que nacen en la arena y el lodo por medio de una especie de generación espontánea, o que las ratas se quedan encintas simplemente al chupar sal, o que las perdices se fecundan simplemente mediante el soplo de los seres humanos. Cuando Aristóteles se volvió hacia los seres humanos y los investigó desde el punto de vista anatómico, descubrió también ciertas singularidades. Por ejemplo, que el cerebro es un órgano de muy poca importancia. La mente, en los seres humanos, está situada en el corazón; por el contrario, el cerebro no puede tener ninguna relación con el intelecto; es una especie de aparato de enfriamiento de la sangre, ya que “modera el calor y los borbotones del corazón”. No obstante, a pesar de todas esas rarezas, demostró tener pensamientos muy grandes y, para la posteridad, extraordinariamente fructíferos, como el de que no es posible considerar a los seres vivos simplemente como un conjunto de partes o como un aparato mecánico. Los seres
vivos son organismos: un todo que es el. que les da sentido a sus partes; Por encima del campo de la vida, las investigaciones de Aristóteles abarcaron todo el mundo: el firmamento, los astros y la Tierra. No obstante, más importante que todo eso es el intento por comprender la esencia de la naturaleza. Llegó a realizar descubrimientos que influyeron decisivamente en las ciencias de los tiempos posteriores, sobre todo de la Edad Media y también de la época moderna. Aristóteles parte de sus investigaciones sobre la esencia del organismo. Éste se mantiene unido como un todo particular por el hecho de que tiene una meta y una finalidad. Pero éstas no le son infundidas desde el exterior, sino que las lleva consigo originalmente. Pero, ¿en qué consisten la meta y la finalidad del organismo? Tan sólo en que se esfuerza por desarrollarse en toda la medida de sus posibilidades. Por ejemplo, la esencia de una planta está en que tiende a realizar todas las posibilidades de ser planta, o sea, que pase por el ciclo completo de germinación, floración y fructificación. Fue así como enunció Aristóteles el principio de la sntelequia, diciendo que cada ser vivo lleva en sí mismo su finalidad y su objetivo y lo desarrolla de acuerdo con su propia tendencia interna. Lo mismo que se refiere a un organismo individual, lo extiende Aristóteles a toda la naturaleza. Todo lo que existe tiende a desarrollarse de acuerdo con el cumulo de posibilidades que
le corresponden; todo el mundo tiende hacia su perfeccionamiento. Es ahí donde reposa la vida, así como también la belleza de la naturaleza. El mundo está penetrado por una tendencia al perfeccionamiento y la naturaleza misma no es sino esa tendencia; es un producto de la autórreali zación y el autoperfeccioriamiento. Esa teleología universal constituye el pensamiento básico más importante en la imagen del mundo que tenía Aristóteles. Esa afirmación es también válida, en forma excelente, para ser aplicada a los seres humanos. Entonces, Aristóteles se hizo la pregunta que hacía tanto tiempo que había atraído la atención de los intelectuales griegos: ¿cómo debe comportarse un ser humano en su vida tanto privada como publica, y qué es lo más importante en la existencia de los seres humanos? También en este caso, respondió el filósofo, como en todo el resto de la naturaleza, todo depende de la autorrealización. También los seres humanos, como todos los seres vivos, se caracterizan por una tendencia hacia lo que es bueno para ellos y en lo que divisan su felicidad. Pero, ¿qué es verdaderamente bueno para los humanos? ¿Cuál es su verdadero bien? Aristóteles respondió: que realicen y perfeccionen tanto como sea posible lo que son por naturaleza. En realidad, los seres humanos deben convertirse en seres humanos; ese es el destino que les corresponde. En esa forma, Aristóteles se convirtió en precursor de aquel humanismo, que adoptó como
norma la de ^Conviértete en lo que eres”. Esa ética, desde luego, sólo, es posible en una época en la que el ser humano tenga todavía la consciencia de que, básicamente, va de acuerdo consigo mismo y que se inserta sin obstáculos en el conjunto del mundo. Eso se modificó al decaer la antigüedad clásica e iniciarse el cristianismo, que trajo la consciencia de una pérdida profunda sobre la humanidad. Por el contrario, Aristóteles podía decir todavía que, de acuerdo con su esencia, el ser humano es bueno, y que su tarea moral consiste en realizar el bien original de su naturaleza. De todos modos, ese destino es sólo formal, puesto que sólo se plantea la pregunta relativa a lo que es el ser humano de acuerdo con su naturaleza y en qué debe convertirse. Para comprender esto, Aristóteles observó a los seres humanos en sus diferencias con los animales. En esa forma, Aristóteles llegó a la conclusión de que lo que diferencia a los seres humanos de los animales es el espíritu y la razón, el logos. Y concluye también el filósofo: si la naturaleza, que no puede hacer nada sin un motivo, elevó a los seres humanos por encima de todos los demás seres vivos, debe ser con el fin de que puedan desarrollar lo que sólo los humanos pueden: precisamente el espíritu, la razón, el logos. Ahí es donde reside el sentido de la existencia humana, en que los hombres desarrollen su don singular de la razón, que se conviertan verdaderamente en lo que son: en seres vivos racionales.
Si Aristóteles veía en el logos la verdadera naturaleza de los humanos, no es sorprendente que se esforzara incesantemente en estudiar ese logos. No fue la casualidad, de cualquier otro interés científico, la que convirtió a Aristóteles en padre de la lógica occidental, sino el hecho de que descubrió: es preciso que el hombre desarrolle como es debido el logos, esto, es, su propia naturaleza, y para ello, es preciso tener conocimiento de ese logos. Sin embargo, con la pura referencia al logos no puede definirse en forma suficiente la naturaleza raleza de los sere seress humanos. Es prec ecis isoo. comcomprender con mayor exactitud lo que Aristóteles entendía por logos. La respuesta sólo puede darse a partir del concepto que tenían los griegos del mundo y los seres humanos. El logos, para los griegos, era la capacidad de conocer las cosas y de manifestarlas, de descubrir el mundo.. Así, cuando Aristóteles decía: el hombre es el ser que posee el logos, con ello quería decir: su destino es conocer el mundo. Para Aristóteles y los pensadores griegos, el sentido de la existencia humana no era la dominación del mundo, como se entiende en los tiempos modernos, sino el conocimiento del mundo. Por ello puede comprenderse que no se trata de una presunción del sabio, sino del resultado de una reflexión insistente sobre el ser humano, el que Aristóteles afirmara que la forma de vida humana humana más más elevada elevada es la del que cono conoce ce,, , no la del que actúa. Para él, en último término, la
inteligencia de las cosas está por encima de todas las posibilidades humanas. Y si en la actualidad sigue habiendo una alta consideración por las ciencias y por el conocimiento puro, ello se debe a los efectos de ese pensamiento aristotélico. La prioridad del conocimiento se hizo notar incluso en el campo mismo del comportamiento. También aquí es la razón la que ejerce el predominio. Sólo es moral el comportamiento que permite que el ser humano dé forma a su existencia por medio de la razón, reflexionando, en lugar de dejarse llevar por las pasiones. Sólo eso ofrece la garantía —opinaba Aristóteles, que procedía él mismo de un pueblo sumamente apasionado—, de que los seres humanos no se destruirán a sí mismos. Sólo la reflexión proporciona la justa medida. Sin embargo, en la preocupación por conocer las cosas, por investigar a los seres humanos y su comportamiento, los esfuerzos de Aristóteles no le permitieron llegar a su meta. Como filósofo se hizo la pregunta: ¿de dónde procede todo lo que con tanta abundancia se abre ante nuestros ojos? ¿Cuál es el verdadero origen del mundo y de los seres humanos? Así fue como Aristóteles tropezó también con el problema con el que el intelecto griego había comenzado a filosofar: la cuestión relativa a la base más profunda de la realidad. En ello gana importancia ese rasgo fundamental que descubría en el campo de lo real: esa esa .ten .tende denc ncia ia univ univer ersa sal.l. ¿De dónde procede procede
exactamente el movimiento extenso y grande que penetra a todo el mundo? ¿Qué sostiene al mundo en su movimiento universal? ¿No debía haber, se preguntaba Aristóteles, un primer cuerpo móvil del que surgieran todos los demás movimientos? En realidad, respondía, debe considerarse que el mundo tiene su origen en un primer objeto móvil. Y ese primer objeto móvil no debía tener necesidad de ser movido; de lo contrario, podría preguntarse de dónde, a su vez, procede su movimiento, y en esa forma no sería el primero. Puede comprenderse bien al primer objeto móvil no movido al tomar en consideración todo lo que de él procede. Puesto que existe un impulso continuo, ¿de dónde procede o dónde tiene su origen ese impulso? Evidentemente de aquello hacia lo que tiende, del mismo modo que el amor es despertado tan sólo por la persona o el objeto amado. En esa forma, opinaba Aristóteles, se debe concebir el primer móvil no movido; él es el último objetivo de todos los impulsos del mundo. Aristóteles añade a éste toda una serie de destinos ulteriores. Todos los impulsos del mundo van encaminados a la autorrealización. Así pues, el objetivo final, lo más real entre lo real, debe ser la realidad pura. Todos los impulsos del mundo tienden hacía la perfección. Por consiguiente, el fin primordial debe ser la perfección suprema. Pero, ¿qué es lo más real y lo más perfecto? Aristóteles responde: la divinidad. En ella pues
se basa y de ella procede ese rasgo fundamental de la realidad, ese impulso constante hacia la realización y la perfección. Por ello, Aristóteles puede también decir: “Todo lo que es de la naturaleza, lleva en sí algo divino/' También para Aristóteles, el sobrio investigador de las cosas, el hombre de mundo, la última palabra no es el mundo, sino Dios. Desde luego, no el Dios creador en el sentido del cristianismo, que le dio existencia al mundo desde fuera, sino la divinidad como finalidad última del impulso del mundo, inmanente a ese mismo mundo. Ese concepto de Dios, tan alejado del cristiano, lo comprendió claramente Lutero, cuando aplicó a Aristóteles los calificativos de “fabulista” y “filósofo rancio”.. rancio” .. Y sin embargo, embargo, en sus pensamientos relativos a la divinidad, Aristóteles iba en una dirección que hace comprensible que la filosofía cristiana de la Edad Media se basara en él, e incluso que lo nombraran “precursor de Cristo en el campo de lo natural”. Pues se pregunta además cómo debía concebirse al objetivo final, a la divinidad. Y responde: lo que es el hombre todavía en forma no perfecta, lo que, sin embargo, es lo más elevado en el mundo, eso debe ser la divinidad en la perfección: el logos, la razón. Así, Aristóteles dijo expresamente: “Dios es espíritu o se encuentra por encima de éste.” Pero si Dios es un espíritu pensador y si su naturaleza está en el conocimiento, se pregunta, ¿qué es entonces lo que conoce? No el mundo;
de lo contrario, el fin último, sería nuevamente dependiente de su objeto, el mundo y, por ello ya no podría ser el último fin. Pero si la divinidad no conoce al mundo, ¿cuál es pues el objeto de su conocimiento? Aristóteles responde: nada excepto ella misma. La divinidad es el pensamiento puro de sí misma, una especie de contemplación profunda de su propia natura leza. Con ese discernimiento, el pensamiento griego sobre el origen de lo real alcanzó su punto culminante. Así el pensamiento de Aristóteles, ese hombre realista de la entrega al mundo, tiene en último término un origen religioso. Al final de su vida y mirando retrospectivamente su esfuerzo incesante por conocer lo real, pronunció las extrañas palabras: —“Cuanto más me encierro en mí mismo y más solitario me encuentro, más me enamoro del mito.” Quien había considerado al mundo con suficiencia, debía conformarse al final con la sabiduría relativa a Dios. Sin embargo, decía Aristóteles, esa es la tarea de todos los seres humanos. Así dice como conclusión de su ética: —“No deben escucharse las advertencias de quienes dicen que los humanos deben pensar sólo en lo humano y los mortales en lo mortal; por el contrario, debemos esforzarnos, hasta donde sea posible, por ser inmortales.”
SAN AGUSTÍN O LA UTILIDAD DEL PECADO contemporáneo de Agustín que lo hubiera conocido en su juventud, difícilmente hubiera podido sospechar que aquel hijo del mundo iba a convertirse, más tarde, en un Padre de la Iglesia e, incluso, en el más grande del Occidente. Por el contrario, el joven Agustín daba la impresión de dejarse llevar siempre con placer por las diversiones del mundo. El hecho de que estudiaba de mala gana el griego en la escuela y de que robaba peras en la huerta del vecino, era todavía pasable; eso servía para diferenciarlo de la clase dudosa de los virtuosos. Pero cuando fue a Cartago a estudiar la retórica, se hizo amigo de un grupo de estudiantes impetuosos que se daban el nombre de los “Subversivos”, aunque era lo suficientemente prudente como para no tomar parte en sus asaltos nocturnos a los inofensivos transeúntes. Por el contrario, par ticipó él mismo —entre la gente del mundo de los espectáculos— en numerosos amoríos, a los que dedicaba sus días y sus noches. Pero también cuando comenzó a asentarse, cuando se convirtió en profesor de retórica en Cartago, luego en Roma yf finalmente, en profesor de la misma disciplina en Milán, estuvo muy lejos de llevar una vida irreprochable. Vivía con una concubina y, a pesar de que la amaba sinceramente —como Cua
l q u ie r
lo sabemos por su propio testimonio— y de que llegó a tener de ella un hijo como fruto de sus amores, Agustín se llenó de escrúpulos. Su madre, venerada más tarde como Santa Mónica, fomentaba esos reparos, según las apariencias, menos por motivos moralistas que por su deseo de que su hijo tuviera un matrimonio decoroso y apropiado. Así pues, la amiga fue despedida —no sin que se derramaran lágrimas por ambas partes—, y Agustín se propuso normalizar su vida, lo cual significaba casarse con una doncella de buena familia. Pero al prolongarse demasiado el periodo de noviazgo se apresuró a buscarse otra querida. En resumen, ese joven Agustín, un hombre del siglo iv después de Cristo, era un típico romano de las postrimerías, de esa época que se ha cansado de la severidad de las virtudes de la Roma antigua y que presenta como ideal del hombre el libertinaje, aunque con cierta moderación. Pero después, ¡qué imagen tan diferente ofrece el Agustín posterior! Una conversión repentina lo arrancó de la existencia que llevaba, dividida entre el trabajo intelectual' y los placeres sensuales. Se bautizó a los 33 años de edad, abandonó la posición de primer plano que ocupaba en Milán y regresó a África, su tierra natal. Allí fundó una especie de monasterio de laicos con el fin de poder dedicarse a los estudios teológicos y filosóficos, rodeado solamente, en su aislamiento, de amigos y personas que pensaban como él. Pero el destino no le deparaba
una vida tranquila. Cuando debía elegirse un ayudante del obispo, en la vecina ciudad de Hipona, fue reconocido Agustín entre los votantes que participaban en los comicios; lo impulsaron con fuerza hacia el frente y lo obligaron a aceptar el puesto contra su voluntad. Más tarde, se hizo cargo del obispado de Hipona, lo cual no sólo llevaba consigo una multitud de deberes espirituales en cuanto a las predicaciones y la dirección de los fieles, sino también las tareas penosas de administración de los vastos bienes de la Iglesia. Sin embargo, Agustín sólo podía dedicar una pequeña parte de su tiempo a esos cometidos de príncipe de la Iglesia. Trabajó infatigablemente con la pluma, redactó gran cantidad de escritos teológicos y filosóficos y tomó parte, con pasión, en las polémicas religiosas e intelectuales de su tiempo. Más adelante, a los setenta y dos años de edad, se retiró de la vida pública. Poco después contrajo una enfermedad que tomó como pretexto para aislarse por completo. Murió en el recogimiento en el año 430, lejos del mundo, al que, no obstante, tan apasionadamente adicto había sido en su juventud. Cuando Agustín en sus últimos años mira retrospectivamente el tiempo de su juventud lo que hizo en aquel entonces le parecía ser simplemente una cadena de pecados. Con ello no se refería sólo a las incorrecciones abiertas, como sus devaneos amorosos un poco irresponsables, o a la ambición desmedida de sobresalir en elo-
cuencia entre todos los demás. También se sentía culpable de cosas que aparentemente eran inofensivas tales como el hecho de que, de estudiante, prefiriera los juegos a los estudios, o que se ocupara más de la quema de Troya que de la tabla de multiplicar, o el hecho de que fuera de tan buena gana al teatro. Incluso se preguntaba si no sería pecaminoso el que, de niño de pecho, pidiera a gritos el alimento. Desde luego, el Agustín de los últimos años hubiera deseado poder borrar todo cuanto había ocurrido con anterioridad. Al representarnos la figura de ese hombre, ¿debemos unimos también nosotros a ese deseo? ¿Sería Agustín más venerable o más santo, si hubiera sido desde el principio como fue después de su conversión? Quizá. No obstante, es seguro que no hubiera sido más humano, puesto que la humanidad de un hombre, entre otras cosas, depende de lo amplio que sea el conjunto de posibilidades que tenga a su alcance y que, de hecho, las aproveche. Así pues, no es muy erróneo pensar que los devaneos y las turbulencias de juventud, de que tanto se lamentaba Agustín, le permitieron conocer posibilidades que, de no haber sido eñ ese medio, nunca hubiera podido apreciar. El hecho de que le fueran familiares todas las cosas humanas contribuyó mucho a la grandeza de Agustín como hombre. Eso contribuyó también a la grandeza que tuvo como pensador, ya que lo que le hizo tener la intensidad pensadora singular que era la suya
y que le pfermitió realizar grandes avances en el campo teológico y filosófico, es el hecho de que se toma a sí mismo como objeto de su reflexión, con una vivacidad que nadie tuvo antes que él. En ese sentido dijo en cierta ocasión: “Me había convertido en interrogación para mí mismo.” En esa forma, Agustín fue el primero que pudo escribir una autobiografía verdadera: como representación sincera y sin paliativos ni encubrimientos de su propia vida. Se trata de la famosa obra de Las Confesiones. Pero en ellas Agustín no sólo desea mostrar cuáles fueron las experiencias que tuvo en su vida, sino que, de manera primordial, expone cómo, en los acontecimientos que describe, se encontró a sí mismo y aprendió a entenderse. Pero también en ese aspecto fue Agustín más lejos. Los rasgos que descubre mirándose a sí mismo, los comprende como factores pertenecientes a la naturaleza humana. Precisamente es la gran cuestión relativa al hombre la que lo hace tender a la filosofía y lo mantiene en ella. Su convicción básica es: el hombre sólo llega a la verdad cuando se examina a sí mismo, cuando observa su propio interior. Así es como Agustín, precisamente en la vivacidad de su propia vida interior, se convirtió en el gran descubridor de la interioridad humana. Por eso puede escribir: “No te proyectes fuera, vuélvete hacia ti mismo; porque en el interior de los seres humanos se encuentra la verdad.”
Con esa vuelta hacia la interioridad, como se realiza precisamente en Agustín, comienza una nueva época en la filosofía. No considera al hombre, como los filósofos griegos en general, como miembro del cosmos, ni como Sócrates y sus seguidores, o sea, como el que actúa con otros, ni como los neoplatónicos, que lo veían como una parte de la divinidad esparcida en el universo. A Agustín le importa ante todo el hombre en las disposiciones de su naturaleza que se abren a él en la visión de su propio interior; el hombre, como se muestra en la experiencia de sí mismo. Pero, ¿qué descubrió Agustín en el hombre? Primeramente, no mucho más que el hecho de que hay algo en él que no encaja. Precisamente al recordar la confusión de su propia juventud llegó Agustín a la conclusión de que no todo está en orden en el hombre, puesto que vive en el error. Pero al mismo tiempo, el hombre ansia salir de esa situación; se le hace intolerable permanecer en su situación equivocada. De la confusión y la ansiedad surge como resultado lo que es característico de su naturaleza: el desasosiego. Así, Agustín resume sus reflexiones en la breve frase: “nuestro corazón está inquieto”. Si se lee esa frase en el contexto, será posible ver el horizonte ante el cual se encuentra en último término todo lo dicho por Agustín: “Nos creaste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que reposa eñ ti.” Siempre que Agustín habla del hombre, incluso cuando se trata de
enunciados filosóficos, no lo hace como simple antropólogo, sino al mismo tiempo como teólogo filosófico. También en esa característica es representativo de su época: aquella antigüedad tardía que experimenta con tanta fuerza la miseria y la impotencia del hombre y que por eso se esfuerza tan fervientemente por ponerlo a salvo en la divinidad. Pero, en ese anhelo, Agustín es al mismo tiempo y sobre todo, un pensador cristiano. Desde luego, no lo fue al principio. Llegó a la filosofía a través del eclecticismo de Cicerón y se sumió, presionado por su propia experiencia del mal, en la imagen oscura que el maniqueísmo tenía del mundo según la cual, todo lo real representa la lucha entre un principio original bueno y otro malo; llegó después hasta los límites del más completo escepticismo, hasta que, finalmente, en el neoplatonismo y en sus principios fundamentales de un mundo trascendental y verdadero, encontró la manera de filosofar adecuada para él. De esos principios al pensamiento cristiano sólo hay un paso, ya que los neoplatónicos veían también al hombre completamente en relación con la divinidad, como lo hace también, a su manera, la interpretación cristiana del hombre. Así, Agustín era ya un teólogo filosófico en el momento de su conversión al cristianismo; pero al hacerse cristiano, se transformó en el mayor de todos los filósofos cristianos del mundo occidental. En su filosofía cristiana se unen las preguntas relativas al hombre y las referentes a Dios
en un gran problema que él mismo formuló como sigue: “Deseo conocer a Dios y al alma. ¿Ninguna otra cosa? No, ninguna/7 Bajo el aspecto del concepto de Dios aquel desorden en el ser del hombre, del que Agustín parte, se manifiesta completamente, sobre todo en su carácter funesto. Porque si se le relaciona con Dios debe considerársele como pecado; por eso el Agustín de los últimos tiempos se reprochaba tan continuamente sus faltas de juventud. Pero puesto que ese desorden pecaminoso determina al hombre desde el principio de su existencia, Agustín acepta la doctrina paulina sobre el pecado original. Ahora enseña, que el hombre fue creado como un ser bueno, pero que fue pervertido desde sus fundamentos por el pecado de Adán, de modo que, desde entonces, es absolutamente incapaz de estar sin pecado; permanece inevitablemente bajo la fatalidad de la pe, eaminosidad común. Así, la interpretación que hace Agustín de la naturaleza de los seres humanos se aleja enonnemente del pensamiento griego. Para éste, como lo expone Sócrates con la máxima claridad, el hombre es bueno por naturaleza, y para que actúe también de manera correcta, sólo necesita la conciencia de su bondad original. Sin embargo, cuando Agustín resuelve el problema de la perversión en la naturaleza humana aduciendo la enseñanza sobre el pecado original, eso lleva al pensamiento a enfrentarse con enormes dificultades. La pecaminosidad en virtud del
pecado original debe ser una fatalidad inevitable; luego, los seres humanos no pueden evitar comportarse erróneamente; luego sus actos no están subordinados a su libertad y responsabilidad propias. Por otra parte, el pecado debe entenderse como culpa, si no se quiere vaciar completamente a su concepto de su significado. Pero, de manera evidente, la culpa sólo puede imputarse cuando el que actúa es responsable de sus actos, lo cual quiere decir, cuando se le considera como un ser libre. Así pues, en lo que se refiere al hombre, el concepto del pecado original y el de la libertad se oponen absolutamente el uno al otro. Agustín no pensó siempre en la misma forma con respecto a ese problema. En sus primeros escritos hizo hincapié en la libertad y la auto responsabilidad. Pero más tarde dudó sobre ese punto. Si se considera consecuentemente la omnipotencia de Dios, es evidente que, entonces, la libertad del hombre se reduce a la nada. Así, finalmente, llega Agustín al concepto de la divina predestinación, que establece de antemano todos los actos y los destinos de los humanos: por su voluntad inescrutable, Dios redime a quien quiere y condena a quien desea. Eso es lo que defendía él Agustín de los últimos tiempos con pasión frente a los qué, en su opinión, hacían demasiado honor a los seres humanos al concederles la libertad y, al mismo tiempo, disminuyen la gloria de Dios. El concepto de Dios, desarrollado hasta en sus últimas consecuencias,
exige que sólo a Él se atribuya la libertad absoluta, por difícil que sea comprender esto para el entendimiento humano. Lo único que se puede hacer —es lo último que dice Agustín a ese respecto— es inclinarse ante los misterios divinos. El que Dios se encuentre rodeado de obscuridad para el entendimiento humano es una de las primeras inteligencias de Agustín, a la que llegó no sin influencia de los conceptos neopla tónicos. Durante todo el resto de su vida se aferró a ese pensamiento. Dios es “incomprensible e invisible”, “está muy oculto”. El convencimiento sobre la incomprensibilidad básica de Dios aparece en forma particularmente impresionante cuando la formula Agustín de manera paradójica en el sentido de una teología negativa: de Dios no hay “ningún conocimiento en el alma, excepto que sabe que no lo conoce”. Sin embargo, esto indica que las simples reflexiones filosóficas,, la razón natural, no pueden alcanzar un conocimiento seguro sobre Dios. Éste sólo puede lograrse por medio de la revelación, aceptada por medio de la fe. En la búsqueda de la verdad sobre Dios termina pues la filosofía de Agustín; ésta desemboca en la teología de la fe. “Somos demasiado débiles para encontrar la verdad mediante la razón simplé; por ello nos es necesaria la autoridad de las Sagradas Escrituras.” El hecho de que Agustín advirtiera siempre que la fe no podía prescindir de la razón, no abolía por completo la superioridad de.la fe sobre
el pensamiento. Porque la razón, en opinión de Agustín, es dependiente de la fe; da a ésta por sentada, y es la asimilación pensada de las verdades que se logran originalmente mediante la fe. Así pues, la razón no lleva en sí misma su certidumbre, sino que la recibe por la gracia de la fe. Desde luego, Agustín no siempre saca esa conclusión categórica de la subordinación de la razón a la fe. En años anteriores, se había introducido demasiado profundamente en los pensamientos filosóficos como para abandonarlos de manera tan simple. Así, a pesar de su debilidad fundamental, concede a la razón natural una posibilidad de aprehender a Dios. Por supuesto, en comparación con la fe, ese conocimiento filosófico de Dios es muy deficiente. Sobre todo, no consiste, como opinan los neoplatónicos, en una visión directa de Dios. Si Agustín habla ocasionalmente de las etapas de la elevación hacia Dios, en la última de las cuales es posible verlo, ese concepto queda aislado y, de hecho, hacia el final de su vida, el mismo Agustín se retractó de él. A lo largo de toda su obra expresa el concepto de que el hombre no puede hablar de Dios sobre la base de una visión directa, sino de manera indirecta: a saber, que a partir de sus propias experiencias se considera a sí mismo y su situación en el mundo, y se pregunta cómo debería representarse a Dios, si tanto el mundo como el hombre le deben la existencia. De esa manera, en opinión de Agustín, es
posible llegar también mediante la razón natural a la conclusión de que Dios existe. La singularidad de la prueba de la existencia de Dios que Agustín intenta presentar consiste en que no parte, como lo hizo más tarde Tomás de Aquino, de la suposición de que la existencia del mundo finito no se funda en sí misma y, por ende, hace referencia a un Dios Creador. Agustín llegó a su prueba de la existencia de Dios más bien a través de la experiencia del hombre, lo cual va de acuerdo con la tendencia básica de su pensamiento. Éste descubre mediante la introspección que existe la verdad. Por tanto debe haber también una escala con la que sea posible medir si la razón está en la verdad. Ahora bien, esa escala de medición, a cuyo veredicto se encuentra sujeta la razón, debe ser por ello más elevada que esta última. Pero lo único que supera a la razón es Dios. Así pues, concluye Agustín, debe existir Dios, la escala de medición de la verdad. Pero Agustín considera que puede conocerse no sólo la existencia de Dios, sino también su naturaleza, aunque de manera vaga. También en este caso partía de la experiencia propia. Sabemos que somos; ésta es, incluso, la única certidumbre que se encuentra libre de toda duda. Pero Dios es quien nos ha dado la existencia y nos mantiene vivos, del mismo modo que a todo cuanto es. Así pues, debe considerársele como el más elevado de cuantos seres existen. Descubrimos además, en nosotros mismos que,
desde el fondo de nuestros corazones, tendemos hacia aquello que es bueno para nosotros —con toda la inquietud que caracteriza al hombre; del mismo modo, todas las demás creaturas tienden hacia lo bueno. También esa tendencia debe entenderse como provocada por Dios. Por tanto, Dios debe ser el mayor bien anhelado, el objetivo de toda ansiedad y el bien supremo. Agustín opina que por medio del pensamiento natural también es posible llegar más allá del conocimiento de estas características más generales de la naturaleza de Dios. Para ello, es necesario un modo especial de conocimiento que describía* como inteligencia por analogía y que fue el primero en desarrollar con gran estilo. También en ese caso parte del hombre. Si éste se comprende bien, debe considerarse como creado e, incluso,^ como lo enseña la tradición cristiana, como creado a imagen y semejanza de Dios. Todas las cosas y los seres existentes, según el pensamiento de Dios, deben considerarse como creaturas. Ahora bien, las creaturas —sigue pensando Agustín—7 llevan la huella del Creador. Por ello busca en todo lo existente, y sobre todo en el hombre, indicios de aquel que dio la existencia a todo. En el caso de que fuera, posible descubrir tales huellas, podría llegarse en cierta manera, a partir del hombre, el mundo y las obras divinas, al creador de todo. Esta aprehensión indirecta de la naturaleza de .Dios, basada en el método de la analogía, es particularmente fructífera cuando se trata de
comprender, por medio del razonamiento natural, algo sobre el Dios trinitario que enseña la fe cristiana. De hecho, dice Agustín, el pensamiento filosófico puede hacerlo' Si el hombre se examina a sí mismo, descubrirá que él mismo se encuentra estructurado de manera triple; se compone de memoria, voluntad e inteligencia. También todas las demás cosas existentes tienen estructura triple. Cada cosa es singular, se diferencia de todas las demás y, al mismo tiempo, permanece en relación con éstas. Si se entiende esa triplicidad en la naturaleza del hombre y de todas las crea turas, con ayuda de la analogía, como huella de Dios, es posible conocer, por lo menos, el principio básico de la Trinidad de Dios, y no sólo por medio de la fe, sino tam bién con una comprensión natural. Todas las posibilidades citadas de llegar a enunciados filosóficos sobre Dios se basan en el concepto de que el hombre, y junto con él todo cuanto existe, fue creado por Dios. Agustín no puso nunca en duda esa afirmación y, por ello, no consideró particularmente necesario fundamentarla con razones demasiado complejas. El hecho de que Dios es el creador del mundo y de que el mundo fue creado por Dios, es el primer axioma en que se basa no sólo el pensamiento teológico de Agustín, sino también el filosófico. Puede decirse, incluso, que Agustín aceptó y concibió ese concepto de la creación con una radicalidad a la que, antes que él, ninguno de
los grandes pensadores griegos había llegado. Para Platón, Dios era el escultor del mundo, que había dado forma al caos y lo había ordenado; así pues, según él, el caos existía ya antes. Pero Agustín consideraba que ese concepto disminuía el poder de Dios, y basaba en este último todos sus razonamientos. Si se considera el poder de Dios como absoluto, no puede concebirse que hubiera nada que precediera a su voluntad creadora, ni siquiera un caos existente por sí mismo. Por ende, la creación debe comprenderse en realidad como de la nada. En ese concepto demasiado paradójico para el pensamiento de los antiguos culmina la representación de Dios como el todopoderoso absoluto, que es la forma en que lo veía Agustín siempre que reflexionaba en la divinidad. Dios también tiene poder sobre la historia. Esto es para Agustín de una importancia primordial, puesto que no le interesaba, como a los filósofos griegos, el mundo natural, sino mucho más, el mundo histórico. También esto está relacionado con el hecho de que el pensamiento de Agustín está orientado, generalmente, al hombre. Pero no considera a éste simplemente como ser racional ahistórico, sino como el hombre histórico. A partir de este concepto, Agustín desarrolló una interpretación amplia de la historia que lo distinguió como el primer gran teólogo y filósofo de la historia del Occidente. Para él, la historia de la humanidad es un escenario en el que tienen lugar tremendas luchas entre el reino de
Dios y el reino del mundo y del diablo; las épocas de la historia representan las etapas de esa lucha. Pero también en este caso, la mirada de Agustín pasa por encima del nivel humano para dirigirse a los dominios de Dios. El principio de la historia no fue el momento de la aparición del hombre sobre la Tierra, sino que se inició con la caída de los ángeles malos; tuvo su punto medio en la venida de Cristo y concluirá con el juicio final, con la condenación de los malos y la consumación completa del reino de Dios. Sin embargo, como podía esperarse de la visión de Agustín, todo ello no es fruto de las obras del hombre sino de la voluntad de Dios, según la cual suceden todas las cosas. En esa forma, el pensamiento de Agustín se extiende entre los dominios humanos y los divinos, en un esfuerzo inmenso por llegar a vislumbrar las cosas divinas a partir de las humanas; El hecho de que, como pocos antes que él, haya logrado penetrar tanto en los misterios de Dios, se debe a que logró profundizar los misterios humanos como ningún otro pensador previo lo había hecho. Pero los misterios humanos sólo puede descubrirlos aquel que sea humano él mismo, precisamente como lo era Agustín: un hombre con todas las cosas humanas del hombre.
SANTO TOMÁS O LA RAZÓN BAUTIZADA Es c o s t u m b r e representar a los filósofos cómo hombres de cuerpos enflaquecidos, con mejillas macilentas y hundidas, como si el intelecto que reside en ellos hubiera agotado casi por completo su físico. Es posible que Immanuel Kant haya sido de ese tipo. Por el contrario, ante la imagen externa de Tomás de Aquino, el famoso pensador del siglo x i i i , sería preciso cambiar de idea, ya que su constitución corporal era impresionante. En su pupitre —según se ha trasmitido—, fue preciso abrir un hueco redondo con el fin de que le fuera posible sentarse y estudiar. Se puede mencionar esto sin que disminuya el respeto por el gran hombre, ya que él mismo acostumbra hacer comentarios irónicos sobre su propia corpulencia. Ese exterior un poco torpe corresponde al modo en que Tomás se movía entre los hombres. Hablaba muy poco, de modo que sus compañeros de estudios le daban el nombre de “buey silencioso”. Sin embargo, su poca comunicati vidad no se debía al hecho de que no tuviera nada que decir, sino que correspondía mucho más al deseo de no llamar la atención a ningún precio. El hecho de que en él había más que en cualquier adepto común a la teología y la filosofía sólo se descubrió por casualidad. Un com-
pañero de estudios creyó deber ayudar a aquel camarada un poco torpe y descubrió, en esa forma, que éste podía explicar todas las cosas mejor que él mismo e, incluso, mucho mejor que el sabio profesor. Sin embargo, Tomás rogó encarecidamente a su compañero que guardara en secreto su descubrimiento. En esa forma se pone de manifiesto uno de los rasgos característicos de Tomás. No se preocupaba en absoluto por sí mismo. Le interesaba sólo la cosa, no la propia persona. Esa característica va tan lejos que, precisamente en las situaciones más inapropiadas para ello, se sumía en sus meditaciones de manera tan profunda que se olvidaba por completo de todo cuanto lo rodeaba. A ese respecto, se conoce una anécdota reveladora. Tomás fue invitado por el rey San Luis de Francia a su mesa. Guardaba silencio como de costumbre, pero repentinamente golpeó la mesa con el puño y exclamó: —'“Así, es preciso argüir contra la herejía de los mani queos.” Podemos imaginamos el mutismo escandalizado de los cortesanos; pero, en ese momento, el rey se reveló verdaderamente como el santo que sería más tarde: hizo acudir a un escribano y le hizo tomar nota, inmediatamente, del argumento que Tomás acababa de descubrir contra la enseñanza de los maniqueos. La entrega desinteresada a la causa era algo que caracterizó a Tomás de Aquino desde su juventud. Procedía de una familia prominente del sur de Italia que podía vanagloriarse de su
parentesco con la dinastía de Staufen, de modo que le estaban abiertos los cauces más brillantes. La familia lo destinó, como al menor de sus hijos, al estado eclesiástico, donde, por lo menos, debería convertirse en superior de alguna rica y famosa abadía; pero Tomás se empeñó en hacerse monje mendicante y, por ello, ingresó a la orden recién fundada de los dominicos. En lugar de todo el brillo y la pompa exteriores, allí le esperaba el ideal de la pobreza. Pero precisamente ese rasgo ascético del nuevo movimiento, ese intento de, en medio de una cristiandad satisfecha, llevar una vida acorde con el Evangelio, era lo que atraía irresistiblemente a la juventud de aquella época y, entre ella, a Tomás. Naturalmente, la pertenencia a una orden mendicante de esa índole exigía mucha abnegación. Tomás tuvo que efectuar a pie todos sus viajes, que emprendió muchas veces desde Nápoles y Roma, hacia París. La orden ni siquiera pudo facilitarle nunca suficiente papel para que llevara a cabo su obra escrita, de modo que, muchas veces, se veía obligado a escribir sus pensamientos en pequeños trozos de papel. A esto se agrega que el movimiento nuevo y considerado como revolucionario inmediatamente llamó a la lucha a las fuerzas de los viejos y conservadores. Tomás mismo tuvo que experimentar algo de ese antagonismo, ya que la famosa Universidad de París se negó a admitirlo en su cuerpo docente y prohibió a los estudian tes que asistieran a su conferencia inaugural.
El mismo antagonismo de las fuerzas conservadoras se puso de manifiesto ya desde el momento de su decisión de ingresar a la orden de los dominicos. La familia estaba horrorizada por tanta deslealtad hacia el honor de su estirpe. Sus hermanos atacaron a Tomás cuando iba en camino, y lo mantuvieran prisionero en un castillo incomunicado. Allí, trataron de hacerlo desistir de sus propósitos por medios que demuestran el desconocimiento que tenían de la tenacidad de su hermano. Introdujeron en su celda a una cortesana muy bella. La damisela, que esperaba pasar una hora de amor, debió aterrorizarse bastante al ver avanzar hacia ella al gigantesco joven, llevando en la mano levantada un leño ardiendo que había tomado de la chimenea. La pasión expresada en ese gesto, con la que defendía la entrega desinteresada a su determinación, decide toda la vida de Tomás. No esperaba nada en absoluto de la existencia externa, y llegó a rechazar incluso el arzobispado de Ná poles, que le fue ofrecido. Lo único que le interesaba era conservar su libertad interior para poderse dedicar plenamente a sus cosas. Pero éstas eran el intento de un fundamento nuevo para la teología y la filosofía cristianas. La firmeza con la que se aferraba a esa tarea hizo que, aunque fuera atacado muchas veces en su época, se convirtiera finalmente en una autoridad como sólo lo había sido Agustín, en esos campos, casi mil años antes. El joven Tomás permitía ya vislumbrar en él algo de su importancia futura. En todo ,
caso, su maestro, .el gran filósofo y teólogo Alberto Magno, la vislumbró con gran clarividencia* A las chanzas de los demás estudiantes, respondía: —“Lo llaman el buey silencioso; pero yo les digo que los mugidos de ese buey se harán tan grandes y poderosos que llenarán el mundo." La situación de su tiempo hacía necesario, evidentemente, que existiera un pensador de una capacidad de concentración tan elevada, porque era una época de grandes riesgos para el espíritu y, sobre todo, en los campos de la teología y la filosofía. En los siglos anteriores habían tenido lugar numerosas controversias que habían dado como resultado cierto conformismo. Del contacto del intelecto de los griegos con las experiencias cristianas fundamentales había surgido una filosofía cristiana que había tenido su primera expresión importante en el pensamiento vigoroso y vivaz de Agustín y que, finalmente, había alcanzado su plena vigencia con Anselmo de Canterbury. Esa filosofía cristiana se basa en una síntesis entre la razón natural y la fe, pero de tal modo, que la razón estaba subordinada a la fe, con el fin de que después, precisamente en ese servicio, pudiera desarrollarse plenamente. En ese sistema equilibrado de filosofía cristiana apareció, mucho antes de Tomás, un impulso perturbador. Se aprendía una filosofía que era más de lo que podía encajar, sin consecuencias, en la fe cristiana: la filosofía de Aristóteles. Ésta había sido poco conocida hasta entonces en Occidente. Por el contrario, los filósofos, árabes
habían trasmitido todos los conocimientos aristotélicos, y éstos comenzaban a aparecer ahora en la cultura occidental. Desde luego, esto tuvo consecuencias muy amplias e, incluso, amenazaba con convertirse en una verdadera revolución espiritual, puesto que se descubrió una interpretación del mundo que parece negarse a ser un medio auxiliar de la teología. Representaba, más bien, un sistema cerrado en sí mismo que abarcaba toda la realidad, ascendiendo de las cosas hasta Dios, pasando por el hombre. El peligro que significaba para una filosofía cristiana es notorio. Aquí parecía quererse afirmar, junto a la verdad de la fe, una verdad puramente mundana: una verdad exclusiva del entendimiento. De hecho, esa posibilidad de un paralelismo se considera seriamente, y no por maniáticos instruidos sin importancia, sino por profesores célebres de la Universidad de París, que era en aquel entonces el centro de la ciencia. En la misma época en que Tomás era profesor de teología en París, el famoso pensador Siger de Brabante, que era también profesor en París, se acerca a la doctrina de una verdad doble, la de la fe y la de la razón. Pero si se sostiene en esa forma que dos puntos de vista antagónicos son ambos verdaderos, eso conduce a un desgarramiento atroz del espíritu humano. Eso se consideró como extraordinariamente perturbador o inquietante. Buenaventura, que fue también uno de los grandes pensadores de entonces, profesor de teología en París al mismo tiempo que
Tomás de Aquino,,con quien le unía una estrecha amistad, amonestaba recordando el sueño de San Jerónimo, en el cual éste era azotado en el Juicio Final porque había encontrado agrado en la filosofía de Cicerón. En esa situación peligrosa no sólo para la posibilidad de que existiera una filosofía cristiana, sino para la unidad del espíritu humano, entró en la lid Tomás de Aquino. Éste se dio a la tarea de reconciliar entre sí las dos visiones antagónicas del mundo, sin que ninguna de ellas sufriera menoscabo en sus derechos. Deseaba darle al pensamiento aristotélico el lugar que le correspondía, preservando, al mismo tiempo, la verdad de la fe. Mediante un trabajo infatigable, reflexionando en todos los detalles de la cuestión, logró la síntesis que exigía la época. La expresó en voluminosas obras, la más conocida de las cuales es la Suma Teológica a cuyo lado se coloca, con el mismo peso, la Suma contra los Gentiles, de orientación filosófica más fuerte. En esas obras proyectadas en grande, realizadas con prudencia y profundamente meditadas, se encuentra el esbozo más importante de una filosofía cristiana medieval: la fusión de una fe existente y acrisolada durante más de mil años con una concepción filosófica que había perdurado durante más de mil quinientos años. Para que una síntesis semejante de la razón con la fe pueda realizarse, es preciso investigar antes a ambas por separado, para conocer sus alcances. En esa forma, Tomás llegó a la con
clusión de que las dos tenían sus propios campos de acción. La fe tiene relación con las verdades sobrenaturales y no tiene ingerencia directa, en absoluto, en el campo del conocimiento de las cosas del mundo. Por el contrario, la razón natural se dirige, primordialmente, a esa realidad del mundo y, como postulaba Tomás, en su campo es preciso entrar racionalmente. Aquí tampoco es necesario, como lo afirmaban algunos de los seguidores de la filosofía agustiniana, una dilucidación por medio de Dios. El punto de partida para el conocimiento del mundo es, más bien, el conjunto de las experiencias sensoriales accesibles a todos, y el criterio de su verdad es la inteligencia racional. Desde luego, la aprehensión de lo sobrenatural no excluye completamente a la razón natural. Con ciertas limitaciones, esta última también es capaz de un conocimiento de Dios. Sin embargo, esos límites no llegan tan lejos como creían Agustín y los pensadores medievales inspirados en éste. El hombre, por sí mismo, sin intervención de la revelación y de la fe, no puede conocer la Trinidad, ni el pecado original ni la encarnación; pero la existencia de Dios y ciertos rasgos muy generales de su naturaleza pueden descubrirse también por medios naturales. Pero esto también con la limitación de que el conocimiento parte de la realidad del mundo. El modo en que Tomás distinguía la razón de la fe, podía dar la impresión de que también él se adhería a la afirmación de que existía una
verdad doble. No obstante, logró evitar el peligro de un desgarramiento semejante del espíritu humano con la ayuda del concepto de que tanto la fe como la razón proceden de Dios, que creó por una parte la fe y, por otra, la razón natural. Así pues, ambas cosas razón y fe, coinciden en su raíz, en Dios. Por eso no es posible que se opongan entre sí. La fe no es irracional y la razón, por su parte, si se entiende de manera correcta, no puede enseñar nada que se oponga a la fe. En esa síntesis, la fe tiene cierta preeminencia. Si no fuera así, no podría decirse que Tomás es un filósofo cristiano propiamente dicho. La verdad de la fe es más perfecta que la de la razón natural. Ésta está orientada hacia aquélla; contiene “los preámbulos de la fe”. Pero sólo la fe lleva a la razón a sus posibilidades más propias. “La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona.” Lo que tiene una importancia decisiva para la historia del pensamiento filosófico es que, según el concepto de Tomás, la realidad terrenal puede ser conocida ampliamente mediante la razón natural. De ello se desprende que ese pensador, que nos parece tan conservador de la tradición cuando lo observamos retrospectivamente, era considerado por sus contemporáneos como un innovador audaz. Permitía que las tendencias básicas de los griegos, o sea, una filosofía pagana, tuvieran una participación en el pensamiento cristiano que la filosofía y la teología inspiradas en Agustín parecían no tolerar.
Esto se muestra ya en el tema que Tomás propone a la filosofía. Aunque tanto para él como para Agustín y grandes pensadores griegos, Dios es el tema principal de la filosofía, el segundo tema principal no era para Tomás, a diferencia de Agustín, el alma separada del mundo, sino, como para los pensadores griegos, el mundo mismo, al cual el alma pertenece, al menos en parte. Ahora bien, Tomás veía el mundo como lo habían visto ya los griegos; en toda la abundancia de sus formas, como se ofrece a los sentidos. En eso consiste lo que se ha denominado la “mundanidad” de Tomás. A ese respecto, sin embargo, no le interesaba solamente el conocimiento de las cosas en su variedad de características. Como filósofo, Tomás se interrogaba mucho más sobre la naturaleza de las cosas. Trataba de acercarse a ella, ya que, como lo hacía Aristóteles, distingue en las cosas la materia y la forma. La materia le despreocupaba a Tomás casi por completo; le interesaba embargo, no en el sentido de que esas formas se expresan individualmente. Por el contrario, veía en las formas la esencia de las cosas. Sin embargo, no en el séntido de que esas formas están establecidas de una vez por todas, sino que ellas, de acuerdo con Aristóteles, son la esencia de las cosas tanto como éstas se desarrollan de manera viva en aquéllas. Las formas o las esencias —conceptos en los que supera a su maestro Aristóteles— existen originalmente como ideas en el intelecto de Dios,
como si fueran bosquejos para la creación. Ahora bien, si la filosofía, de acuerdo con su tarea dentro del conocimiento del mundo, extrae las esencias de la realidad, puede llegar a descubrir el propósito de Dios respecto al mundo. El hombre puede hacerlo debido a que posee una “seme janza participante con el espíritu divino”. Ésa es la justificación que da Tomás de la verdad en el conocimiento humano. Al mismo tiempo, ese concepto encierra una visión profunda de las limitaciones del conocimiento. Tomás se aleja mucho de la idea de los pensadores de fines de la Edad Media y comienzos de la Moderna, de que el hombre puede crearse libremente su propia imagen del mundo. Sostiene firmemente que el conocimiento humano está ligado a la constitución ontológica de la realidad creada por Dios según las ideas. Ahora bien, al reflexionar en el concepto de Dios sobre el mundo, éste se le representa a Tomás como un todo de etapas de construcción. Cada aspecto de la realidad es más elevado mientras la forma haya superado más a la materia. Por ello, los objetos inanimados representan el nivel ontológico más bajo, ya que en ellos la forma, se imprime sólo exterior mente. Más arriba se encuentran las plantas, que tienen la forma en sí mismas, como un alma vegetativa. Por encima están los animales, cuya alma no sólo posee una capacidad vegetativa, sino también sensitiva, la percepción. No obstante, los mismos animales representan un nivel relativamente bajo del ser, ya que su alma muere
junto con su cuerpo. Es diferente con el hombre. Tiene también un alma sensitiva y vegetativa; pero se caracteriza por su alma inmortal y espiritual. Desde luego, el alma está unida al cuerpo también en su parte espiritual. Por eso todavía por encima del hombre se encuentran los espíritus puros e incorpóreos: los ángeles. Pero tampoco estos últimos son perfectos; aunque son espíritus puros, son también creados. Así pues, por encima de todos se encuentra el espíritu puro increado: Dios. Ésa es la imagen de la realidad tal como la esboza Tomás, sugestiva tanto por su unidad como por la abundancia que abarca. Las etapas descritas no son características de una filosofía cristiana específica. También Aristóteles basó en ellas su visión del mundo, con la diferencia de que, en lugar de los ángeles, colocaba a los espíritus astrales. También es aristotélica la forma dinámica en que Tomás pensaba ese escalonamiento, no de manera estática. Todo tiende a la forma, alejándose de la materia informe. Es importante el hecho de que ese proceso fuera interpretado mediante los conceptos de la potencia y el acto. La materia es únicamente la potencia de ser formada. Cuanto mayor sea la forma de una cosa, tanto más real es. De esta manera, en todo el mundo tiene lugar un impulso incesante de la potencia hacia el acto. Ese concepto de que la realidad no se encuentra en la materia, sino en la forma, une
el pensamiento medieval con el antiguo y los opone a la visión moderna. Desde ese punto de vista debe considerarse también el concepto que tenía Tomás de Dios. Si el mundo es una tendencia incesante de la potencia al acto, entonces aquello a lo que más se tiende debe ser el acto puro, sin ninguna potencia. Pero esto es, en su máxima perfección, Dios. A partir de aquí puede llegarse a otro concepto sobre la naturaleza divina. Puesto que Dios es una forma pura, alejada de toda materia, debe ser considerado como un espíritu puro. También en esto sigue Tomás a Aristóteles. No obstante, con esa adhesión tan estrecha a Aristóteles la filosofía corría el riesgo de hacerse extraña al pensamiento cristiano. Porque en ella aparece Dios como ligado en cierto modo a los sucesos del mundo, aunque no como parte de esos sucesos, pero sí como el principio supremo e inamovible, hacia el que todo se mueve. A partir de esto, la filosofía se acerca a un concepto panteísta de Dios, tál y como lo concibieron determinadas corrientes filosóficas árabes y occidentales en tiempos de Tomás. Pero si éste hubiera deseado unirse a los pan teístas, desaparecería la noción de la superioridad absoluta de Dios sobre el mundo, lo cual sería tanto como anular uno de los puntos más decisivos del concepto cristiano de Dios. Aquí se revela de nuevo el arte excelso de la síntesis, en el que destaca Tomás como un maestro. Para evitar las consecuencias panteístas,
regresa a los conceptos relativos a la creación. Dios, como aquello a lo que más se tiende, no sólo mantiene todas las tendencias en el mundo, como piensa Aristóteles, sino que está también en el comienzo de todos los sucesos como el creador del mundo. Desde luego, Tomás no podía demostrar esto por medios filosóficos. Comprendía que el mundo debía tener su origen en Dios, ya que todo lo real tiene su ser por participación en Dios, que es la realidad absoluta. Pero también esa participación en Dios podía considerarse como panteísta. En sentido estricto, el concepto de la creación, por el contrario, presupone que entre el creador y lo creado hay una distancia infinita. Pero ese concepto no podía ser explicado de ninguna manera por medió de la razón natural. Así pues, el concepto de la creación es un presupuesto que Tomás tomó de la tradición cristiana y que sólo podía confirmar por medio de la fe. Sin embargo, si se acepta primeramente esta premisa relativa a la creación, a partir de ella, como afirma Tomás, es posible entender la existencia de Dios por medio de la razón natural. Aquí intervienen las famosas pruebas de la existencia de Dios de Tomás que no proceden de la verdad en el alma, como la prueba de Agustín. Más bien se basan —y ello es de nuevo característico de Tomás— en la realidad del mundo. Tienen la finalidad de demostrar que el mundo finito no puede tener su origen en sí mismo, sino que remite a Dios como su creador. Por ejem
S a n to to m a s
m
pío —según el argumento de Tomás—, podemos comprender que todo lo que existe debe tener una causa para ello. Esa causa, a su vez, debe depender de otra causa más elevada. No obstante, como afirma Tomás, no es posible continuar hasta el infinito en la cadena de la causalidad. Por ende, debe haber una causa primera, y ésta es Dios. Pero Tomás opinaba que es posible conocer por medios naturales no sólo la existencia de Dios, sino también su naturaleza. También en este caso parte de la realidad del mundo y utiliza el camino de la analogía. El hombre es creado por Dios; sin embargo, crear significa participar a lo creado algo del propio ser. Así pues, en cierto modo, es posible llegar a conocer al creador a partir de lo creado. La bondad de los seres humanos permite deducir la bondad divina. Desde luego, Tomás argumenta a este respecto con la mayor prudencia. La distancia entre el hombre finito y el Dios infinito es tan enorme que en la analogía es preciso, al mismo tiempo, negar y realzar lo finito. Aunque la bondad divina es análoga a la humana, al mismo tiempo es totalmente diferente e infinitamente superior. En esa forma, el hombre puede comprender por analogía algo de la naturaleza de Dios, pero sólo en un bosquejo confuso. Sólo la fe puede proporcionar un conocimiento más perfecto de Dios. Pero ni siquiera en esa forma puede obtenerse una noción completa. Sólo en el más allá podrá ver el hombre a Dios
tal y como es: En comparación, ,todos los conocimientos filosóficos y teológicos parecen ser sólo sombras. “El conocimiento más elevado de Dios que podemos alcanzar en esta vida consiste en saber que se encuentra por encima de todo lo que pensamos de él.” Eso fue lo que experimentó directamente Tomás al final de su vida. Antes de concluir su gran obra, la Suma Teológica , abandonó su pluma. Se ha trasmitido como una de sus últimas frases: —“No puedo más; ante lo que he visto, todo lo que he escrito me parece paja.”
DESCARTES O EL FILÓSOFO DETRÁS DE LA MÁSCARA frase notable de Descartes, el famoso filósofo de principios del siglo xvxi, el pensador considerado como el fundador de la filosofía moderna, que dice: —“Del mismo modo que los actores se ponen una máscara, para, que la vergüenza no se refleje en sus rostros, así entro yo al teatro del mundo —enmascarado.” ¿Un filósofoenmascarado? ¿Alguien cuyo cometido consiste en revelar las cosas y el hombre, escondido tras una máscara? ¿Qué tiene que ocultar? Si preguntáramos a sus contemporáneos, veríamos que ellos no lo saben. Descartes les parecía impenetrable. Muchas veces, tuvo que defenderse por medio de cartas y escritos contra las malas interpretaciones y los falseamientos de sus conceptos. Existe un desacuerdo total con respecto a la importancia de sus enseñanzas. Muchos afirman ^ue sus pe^aw#¿entm'estaban totalmente de acuerdo con las verdades de las Sagradas Escrituras; sin embargo, el Sínodo Reformado de Holanda y varias Universidades prohibieron sus obras, y la Iglesia Católica las incluyó en el índice de libros no autorizados. Se comparó su trabajo filosófico con las obras de Dios en los seis días de la creación, y a él mismo con Moisés, el legislador de la Antigua Alianza; pero se le culpó también de incredulidad, ateísmo y deH
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pravación. Todo ello ha seguido así hasta nuestros días. Uno de sus intérpretes llama a Descartes un “filósofo cristiano; que lucha por el honor y la gloria de Dios y su Iglesia”; por el contrario, otro encuentra que con su filosofía se inicia “la rebelión contra el cristianismo”. Así pues, hasta ahora la máscara no ha sido levantada. Pero, ¿quién es en verdad ese filósofo enigmático, ese ocultador de sí mismo y de su obra? ¿Quién es Descartes? Comenzando con lo superficial, podemos decir que nació en el año 1596. Con eso estuvo a punto de concluir su biografía, puesto que su afán de ocultamiento iba tan lejos, que deseaba volver a desaparecer de la escena de este mundo inmediatamente, y eso con tal empeño, que los médicos abandonaron toda esperanza y lo desahuciaron. El hecho de que a pesar de todo existiera un Descartes; un. fundador de la filosofía moderna y con eso también esta misma, debemos agradecérselo a una nodriza que, a despeoho de los médicos, logró criar sano al niño. Descartes conservó toda su vida tíña ventaja del débil comienzo de la misma: tenía que cuidarse constantemente y, por ello, para envidia de sus condiscípulos, podía quedarse en la cama toda la mañana durante sus anos de escolar; costumbre que conservó toda su existencia hasta que tuvo que renunciar a ella, para su dolor, por designio de un poder superior. Pero de eso hablaremos más adelante.
La escuela a la qiie asistía era muy famosa en su época: un colegio de jesuítas donde se enseñaban las ciencias de manera apropiada, escolástica y tradicional. Descartes destacó muy pronto como un alumno modelo, ya que era obediente, formal y deseaba aprender, Pero ya desde entonces comenzó a ponerse la máscara, puesto que bajo la apariencia exterior de estudiante aprovechado, se escondía un espíritu rebelde. Se rebelaba en secreto contra la tradición, que había llegado a perder toda vida. Todo lo que se le presentaba como sabiduría indiscutible, le parecía estar sujeto a toda clase de dudas, sobre todo la filosofía. No era posible, escribía más tarde, pensar en nada, por raro e increíble que fuera, que no hubiera dicho ya antes algún filósofo. En lugar de las enseñanzas escolásticas, Descartes se ocupaba secretamente con el movimiento revolucionario naciente de las ciencias y la filosofía que, por supuesto, estaba prohibido en el colegio de los jesuítas, y al que dio más adelante su fundamento más profundo. Antes de que eso sucediera, Descartes se apartó de las ciencias durante cierto tiempo. En una retrospección posterior señaló: —“En cuanto alcancé la edad que me permitía liberarme del sometimiento a mis profesores, abandoné por completo el estudio que se enseñaba. Decidí no buscar más ciencia que la que pudiera encontrar en mí mismo o en el gran libro del mundo. Por ello, empleé todo el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en tratar con
seres humanos de diversas condiciones y posiciones, en reunir experiencias múltiples, en ponerme a prueba en los sucesos que me ofrecía el destino, y en meditar por doquier en todo ello de tal modo que siempre obtuviera beneficios .” Descartes descubrió primeramente el “libro del mundo” en París, ya que era allí, mejor que en cualquier otro lugar, donde podía encontrar el gran mundo. Llegó a esa ciudad “acompañado por algunos servidores”, como informa un biógrafo, y se dejó arrastrar por el torbellino de los placeres, cabalgando, batiéndose en duelos, bailando y jugando. Pero también eso parece ser sólo una nueva máscara: repentinamente desaparece de la escena social y vive solitario, sin que nadie sepa dónde, ni siquiera los familiares o amigos; sale apenas de su casa, para evitar que lo reconozcan, y trabaja obstinadamente en proble^ mas matemáticos y filosóficos. Pero después, el amplio mundo lo atrae de nuevo. Decide viajar y descubre que la mejor oportunidad para ello es el servicio militar. Así pues, Descartes se convierte en guerrero. No sabemos si llegó a cruzar alguna vez la espada contra algún enemigo; sólo hay informes sobre una escaramuza victoriosa contra los piratas que lo atacaron durante un viaje por mar. Tampoco inicia la carrera de las armas como soldado raso, sino que ingresó ya como oficial, incluso de grado superior, que podía permitirse renunciar a su sueldo. Por otra parte, le daba igual
pelear por un ideal que por otro; sirvió tanto a señores católicos como a protestantes. Pues quería ser menos “actor” que “espectador”, “actuar” menos y “mirar” más, y lo que le interesaba de la guerra no era tanto el hecho de que la gente se entrematara, sino cómo lo hacían y, sobre todo, cómo se construían las armas que servían para ese fin. En esa forma recorrió Holanda, Alemania, Austria y Hungría, como una especie de turista militar. A ese respecto, le agradaban menos los meses del año que permitían que se efectuaran hazañas guerreras que los invernales, que le permitían permanecer acuartelado; porque entonces, escribe: “permanecía encerrado en la habitación caliente, solo, con toda tranquilidad para dedicarme a mis pensamientos”. En uno de esos acuartelamientos invernales, en Neuburgo a orillas del Danubio, hizo un descubrimiento decisivo, que puede suponerse fue verdaderamente el germen para sus pensamientos filosóficos posteriores. “Se me encendió la luz de una inteligencia maravillosa”, escribe. Siguieron sueños extraordinarios y llenos de significado. Descartes se sintió tan impresionado por todo ello que hizo el voto de ir en peregrinación a Lo reto, lo cual llevó a cabo después de abandonar el servicio armado. Como civil, viajó en seguida por Suiza e Italia y, finalmente, regresó a París para, una vez allí, seguir ocultándose de la gente. Pero muy pronto no le fue suficiente ese refugio, debido a que “la atmósfera de París
le ponía de humor para quimeras, en lugar de pensamientos filosóficos”. Pero estos últimos son los que le interesan. Porque después de haber estudiado el “gran libro del mundo”, Descartes se dedicó a investigarse a sí mismo. Para ello necesitaba una tranquilidad absoluta. Regresó a Holanda para allí, “en la soledad”, vivir tan sólo para los descubrimientos en el campo del espíritu humano, lo cual, desde luego, “exige el derrumbamiento más amplio y radical de todas mis convicciones profesadas hasta ahora”. Holanda le pareció muy adecuada para esa soledad tan productiva; “entre la multitud de un pueblo grande y muy activo que se preocupa más de sus propios asuntos que de los ajenos. . . podía vivir tan solitario y retraído como en el más alejado de los desiertos”; “podría pasar aquí toda mi vida, sin que nadie se diera cuenta de mi existencia”. Sólo lo mantenía en contacto con el mundo una vasta correspondencia, sostenida por medio de direcciones encubiertas. Sin embargo, precisamente esa soledad le proporcionaba una felicidad que había buscado en vano hasta entonces. “El placer que se halla en la contemplación de la verdad es casi la única felicidad pura y . no perturbada por ningún dolor que puede experimentarse en esta vida”; “aquí duermo diez horas cada noche, sin que me despierte ninguna preocupación”. Fue rodeado de esa tranquilidad donde escribió Descartes sus obras. Desde luego, con la preocupación constante de no permitir que nada
turbara su paz. Cuando'concluyó un libro y oyó que Galileo, que decía algo semejante sobre el mismo tema, había sido condenado por ello por la Iglesia, se atemorizó y no consintió en publicarlo. Porque, escribe a un amigo: —“Lo que deseo es tranquilidad. .. El mundo no conocerá mi obra antes de que pasen cien años después de mi muerte.” A lo cual el amigo respondió que sólo quedaba matar cuanto antes a un filósofo, con el fin de poder leer sus obras tan pronto como fuera posible. Descartes preservaba tan celosamente su soledad y, no obstante, en cuanto se decidió finalmente a publicar una pequeña parte de sus reflexiones, despertó antagonismos y fue acusado de ateo y blasfemo. Incluso las autoridades se volvieron contra él, influidas por la opinión publicada que “teme a las barbas, las voces y los ceños de los teólogos”. Desde luego puede que jarse con razón de lo absurdo de los ataques: “Un padre me culpó de escepticismo porque rebatí a los escépticos, y un predicador clamó que era ateo porque traté de demostrar la existencia de Dios.” Finalmente, se culpa a sí mismo de esos ataques: —“Si yo hubiera sido tan inteligente como lo son los simios en opinión de los salvajes, ningún hombre en el mundo hubiera sabido nunca que escribía libros. Según se dice, los salvajes se imaginan que los monos podrían hablar si quisieran; sin embargo, no lo hacen, a propósito, para que los seres humanos no los obliguen a trabajar. Yo no he sido tan inteli-
gente como para dejar de escribir. Por ello, ya no tengo tanta paz y tranquilidad que hubiera conservado si me hubiera callado.” Finalmente, Descartes no soportó ya ni siquiera la vida en Holanda. Aceptó el ofrecimiento que le hizo la reina Cristina de Suecia para trasladarse a su corte. Desde luego, una vez allí, tuvo que modificar fundamentalmente sus costumbres. Mientras que hasta entonces no comenzaba para él el día antes del mediodía, la reina deseaba filosofar con él desde las cinco de la mañana. A ello se agrega el clima desacostumbrado; suspiraba diciendo que Suecia es un “país de osos, situado en medio de rocas y hielo”. En pocas palabras: Descartes no se encontraba bien en el Norte. Pero antes de que pudiera decidirse a regresar, murió a la edad de 54 años. Así fue la vida de Descartes, un esfuerzo continuo por ocultarse. Lo mismo sucede con su obra, ya que está envuelta en ambigüedades raras. Eso tiene su base más profunda en el tema que le interesaba a Descartes. Con una audacia enorme emprende una nueva fundamentación radical de la filosofía. Pero después se asustó del abismo que se abría ante él, y regresó al cauce del pensamiento y la fe antiguos. Pero quizá no podría suceder otra cosa con un pensador en una época de cambio sino que buscara lo moderno, permaneciendo al mismo tiempo ligado a lo pasado. De todos modos, en esa sabiduría discrepante del compromiso con el futuro y de lá responsabi-
lidad hacia el pasado, está el secreto propiamente dicho de la existencia enigmática de Descartes. Precisamente por eso se; convirtió en uno de los grandes de la historia de la filosofía, y más aún, de toda la historia del espíritu humano. Desde luego, su mayor importancia no es la relativa a las matemáticas y las ciencias naturales, aunque destacara también en esos campos, sobre todo por la invención de la geometría analítica. Es más importante el hecho de que se esforzó por trasmitir a la filosofía el método exacto de las matemáticas, con el fin de que pudiera equipararse con la seguridad y la evidencia de las ciencias geométricas, y para poder así salir de la incertidumbre de entonces causada por las opiniones contrarias. Como lo formuló en cierta ocasión, se había fijado una meta no pequeña, que consistía en sacar a la luz a la filosofía que, hasta ese momento, había permanecido sumida en la oscuridad. Pero de esta alta responsabilidad filosófica surgen ahora las dificultades. Porque aquí se trata de un tipo de problemas totalmente distinto, a saber, de las cuestiones metafísicas y, sobre todo, de la existencia de Dios y de la naturaleza del alma humana. Descartes quiere ocuparse de esos temas antiquísimos de la filosofía con su nueva metodología, establecida según el modelo de las matemáticas, convencido de poder darles una solución válida. Por otra parte, estaba seguro de que eran ineludibles. En cierta ocasión escribió, que tratar de vivir sin
filosofar, sería tanto como permanecer con los ojos cerrados, sin pensar siquiera en abrirlos. Pero, para Descartes, filosofar significaba: plantear las preguntas metafísicas. Ante todo, trató de descubrir un fundamento seguro, o sea, un punto que, como los axiomas matemáticos, fuera directamente cierto y escla recedor, de tal modo que pudiera soportar todo el edificio de la filosofía. Pero si se quiere llegar a un principio tan absoluto, primero es necesario destruir todas las certidumbres provisionales; lo que se había considerado hasta entonces como verdad indudable hay que ponerlo en duda. Por ello, Descartes consideraba como su tarea: “Demoler todo desde su base y comenzar de nuevo desde los cimientos/’ Permaneció decididamente, afrontando todos los riesgos, dentro de la libertad del pensamiento dubitativo. La audacia con la que emprendió esa tarea hizo posible que en su duda radical se produjera una transición hacia la filosofía moderna que, siguiendo a Descartes, se basa en el sujeto y su libertad. Cuando Descartes emprende la tarea de poner a prueba la solidez de todo cuanto hasta entonces había sido considerado tan evidentemente cierto, se da cuenta de que todo empieza a vacilar. “Es como si de improviso —escribe— hubiera ido a parar a un remolino profundo, y estoy tan confuso que no puedo tocar el fondo ni nadar hacia la superficie.” Primeramente pone en tela de juicio el ser del mundo exterior: que las cosas sean en verdad
tal y como le parecen al hombre, incluso, que existan; con frecuencia experimentamos cómo nos engañan nuestros sentidos. Sin embargo, en esa duda permanece, por lo menos, la certidumbre de la existencia corporal propia. Pero también ella se derrumba al examinarla con mayor cuidado; lo que consideramos como nuestra existencia física puede ser solamente producto de un sueño; quizá sea cierto el “pensamiento absurdo” de que “toda la vida es un sueño incesante”. Pero hay todavía una certidumbre que se salva de ese cataclismo. Existen verdades inamovibles que persisten también en los sueños: por ejemplo la frase de que dos más tres son cinco, o los conceptos básicos más generales, como la dilatación, la forma, el tiempo y el espacio. Pero incluso esas verdades en que se funda todo conocimiento se hunden en la duda cuando se examinan de manera radical. Van ligadas de manera inseparable a la estructura intelectual del hombre. Pero pudiera ser que este último, debido a su propia naturaleza, se engañara incluso en lo que considera como más cierto. Cuando la duda, por estos tres pasos, alcanza su punto más profundo, puede verse lo que está en juego en último término. Suponiendo que el hombre viva en un engaño fundamental y que se sostenga la idea de la creación del hombre —como lo hace Descartes—, eso significaría que Dios habría creado al hombre para sumirlo en el error y la falsedad esenciales. Pero en ese caso, Dios no sería lo que afirman sin cesar la teolo-
gía y la filosofía, la “fuente de la verdad”, sino un “Dios engañador” o, incluso, un “demonio maligno”. Desde luego, Descartes tuvo miedo de expresar esos conceptos como afirmaciones. Sin embargo, es muy significativo que osara pensar en ello, aunque fuera sólo a modo de pregunta. Porque aquí se destaca claramente lo que está en juego en su época moderna en el problema de la certidumbre, y con ello, en la superación del espíritu: el conocimiento que tiene el hombre creado de su seguridad en manos de su creador y sobre el hecho de estar comprendido en la verdad de Dios. Si se sometiera a una duda radical esa base profundísima de la certidumbre, se correría el riesgo de que el hombre se hundiera en la noche del escepticismo definitivo. Es así como Descartes también se vio a sí mismo, al final de su camino dubitativo, rodeado de “tinieblas impenetrables”. Uno de los corresponsales de Descartes tuvo claramente consciencia de los riesgos de la empresa, aun cuando los expresó en forma extraña. El libro en el que Descartes desarrolla con toda claridad sus dudas, las Meditaciones , encuentra sin embargo, después de recorrer el camino de la duda, una certidumbre que todavía se puede sostener. ¿Qué sucedería, no obstante, preguntaba el amigo, si alguien leyera sólo hasta el lugar en que la duda termina en la nada y muriera en ese momento? ¿No perdería entonces la bienaven-
turanza eterna, por culpa del filósofo que le habría quitado toda certidumbre? Desde luego, Descartes podía indicar que precisamente en el punto mismo en que se desmoronan todas las seguridades del saber surge una nueva certidumbre. En el diálogo La búsqueda, de la verdad, hace que uno de los personajes diga a su compañero: “De esa duda universal he decidido deducir el conocimiento de Dios, de ti mismo y de todas las cosas que existen en el mundo, como a partir de un punto fijo e inamovible.” El movimiento del pensamiento que conduce ahí, es uno de los puntos decisivos de cambio de la historia de la consciencia occidental. Sobre todo porque Descartes no obtiene el apoyo en la conmoción de los conocimientos debilitando la duda. Por el contrario, la sostiene, hasta que la misma duda produce de sí misma la certidumbre original. Aun cuando todo lo que me imagino, todo objeto que creo conocer sea dudoso —sin embargo, existen mis imaginaciones de ese objeto y con ello existo yo también, que tengo esas imaginaciones. Incluso la duda, y precisamente ella, me demuestra mi existencia, puesto que en tanto dude, yo, el que duda, existo. Esa certidumbre íntima de mí mismo no podría ser destruida ni siquiera por la idea de que Dios pueda ser un tramposo; aunque él me engañara, de todos modos existo yo, el engañado. Así llegó Descartes a sus frases famosas: “pienso, luego existo”, “dudo, luego existo”, “soy engañado," luego existo”.
En esa forma, el escepticismo no es el final en la crisis de la consciencia en la que se anuncia la Época Moderna. Descartes encontró el camino hacía una nueva certidumbre. En el torbellino de las incertidumbres hay algo que permanece indudable: el hecho de la propia existencia. Pero el hecho de que Descartes no viera, como lo habían hecho casi sin excepción los filósofos de la Edad Media, el lugar de la certidumbre original en Dios, sino que lo desplazó hacia el hombre, le dio el carácter decisivo a la filosofía posterior. Desde entonces pertenece al pensamiento moderno, más o menos expresado, el concepto de que el hombre se atiene a sí mismo y se abandona a la certidumbre que surge en él mismo. Es la autonomía del ego, que tiene en Descartes su fundamentación filosófica primordial y decisiva. Sin embargo, con la autocertidumbre se había establecido sólo el fundamento y era preciso levantar todavía sobre éste el edificio de la filosofía. Con ese fin, Descartes investiga primeramente qué es ese ego, consciente de sí mismo. Puesto que se había encontrado a sí mismo en la reflexión, se define como un ser pensante; así se experimenta a sí mismo. Pero cuando Descartes siguió meditando sobre, esto, no permaneció en la autoexperiencia, sino que se sirvió de conceptos tomados de la experiencia de las cosas del mundo. Llama al ego una “cosa pensante”; así pues, lo entiende a partir del mundo físico, como un algo en el que se encuentran las
propiedades de pensar, queicr y sentir én la ;!n:ii$ ma forma qué el color y el peso en lásvcósas físicas. Sin embargo, en esa forma se distorsiona la visión de la particularidad del ego como característico del ser humano.* Así, durante un momento, Descartes abre una perspectiva hacia una exégesis autónoma de la existencia humana para ocultarla de nuevo inmediatamente. Sucumbe al destino de aquellos a quienes se les ocurre una idea nueva: al hecho de que lo visto se cubra con demasiada rapidez con el velo de la visión tradicional. Y no obstante, con su descubrimiento de la autocertidumbre, Descartes indicó el camino para todas las preguntas sobre la naturaleza del hombre, como diferente de la de las cosas, que se han hecho en épocas posteriores. En el concepto del hombre, tal y como lo presentó Descartes, se abre paso una segunda consecuencia funesta. Para él, la naturaleza del ego es pensar y nada más; desde luego, el significado en su sentido más amplio, o sea, abarcando el sentir y el querer o, en pocas palabras, todo el campo de la consciencia. Pero con ello se abre un abismo difícilmente franqueable entre el hombre, como ser consciente, como "cosa pensante”, y los otros seres no conscientes, no pensantes. No se considera al ego como el hombre concreto en su mundo concreto. El ego, que sólo vive en la consciencia, pierde el contacto con las cosas. Fue así como se inició con Descartes la división moderna de la realidad en sujetos desligados del mundo, por una parte, y puros ob-
jetos por la otra, que pesa todavía *hoy en día sobre la filosofía relativa al hombre y al mundo. Con el descubrimiento de la autocertidumbre y con la investigación de la naturaleza del ego no estaba todo concluido aún. Porque quedaba todavía la posibilidad, surgida al final del método dubitativo, de que el hombre pudiera encontrarse fundamentalmente en el error. Con la incerti dumbre relativa a si ese es realmente el caso, Descartes se encontró frente al tema decisivo de la metafísica: ante la cuestión sobre el origen de todo lo real, la cuestión relativa a Dios. Por que aquel error fundamental, bajo el concepto de la creación, hace necesario considerar a Dios como embaucador. Descartes trata pues de demostrar que Dios es leal. No obstante, para poder fundamentar esa tesis, era preciso que demostrara primero que Dios existe. A ese respecto, Descartes parte del hecho de que el hombre encuentra en su interior la idea de un ser perfectísimo. Ahora bien, esa idea, en opinión de Descartes, no puede proceder del hombre mismo; porque debre excluirse la posibilidad de que el ser imperfecto “hombre”, ese “intermedio entre Dios y la nada”, pueda engendrar en sí mismo esa idea sobre el ser perfectísimo. Así pues, ¿de dónde procede esa idea que tiene el hombre? Descartes responde que sólo el mismo ser perfectísimo puede implantarla en él; únicamente él puede ser autor de la idea relativa a la mayor perfección. Esto indica que Dios, como origen de la idea que tiene el
hombre sobre el ser supremo, debe existir necesariamente. Pero si Dips es perfecto, no puede haber colocado al hombre fundamentalmente en el error. Por ende, Dios no es un embaucador, sino que, por el contrario, debe ser la verdad pura. Así se solventa aquella duda total. Al volver a tener así la certidumbre de la existencia y la lealtad de Dios, el hombre, que por un instante se encontró en el aislamiento peligroso de la consciencia de sí mismo, se sabe incluido nuevamente en el orden protector dé la creación. Y, sin embargo, esa metafísica sigue estando subterráneamente amenazada. Porque la prueba de la existencia de Dios, tal como la presenta Descartes, se revela, al examinarla más de cerca, como un círculo vicioso. Descartes la basa en el hecho de que es imposible que el hombre engendrara por sí mismo la idea de un ser per fectísimo, puesto que un ser finito, como lo es el hombre, no puede ser causa de la idea sobre lo infinito, debido a que la causa debe ser por lo menos tan perfecta como lo causado; pero lo infinito es, precisamente como tal, infinitamente más perfecto que lo finito. Pero, ¿de dónde obtiene su verdad esa afirmación sobre la relación entre causa y efecto? Descartes responde que ese concepto resulta evidente de manera directa, que es originalmente verdadero. Pero, ¿puede haber una certidumbre fundamental en tanto permanezca abierta la pregunta dubitativa de si el hombre no fue situado por Dios en un error básico, también y precisamente en lo que se refiere a sus
certidumbres originales? Así pues, en tanto la prueba de la existencia y la lealtad de Dios no sea completamente satisfactoria, el principio de la comprensión directa seguirá siendo también discutible. Si Descartes basa su prueba de la existencia de Dios precisamente en ese principio que, sin embargo, se desprende en verdad primero de ella, esa prueba, de hecho, no es sino un círculo vicioso. Así, el intento de Descartes de edificar de nuevo la metafísica, fracasa desde el principio. A pesar de todo ello, Descartes es el principal estimulador de la filosofía posterior, tanto en sus bosquejos metafísicos como en sus tendencias ilustracionistas, en sus pensamientos creyentes como en su desesperación nihilista. Así, se presenta a nuestros ojos de manera singular, entre dos luces. Tendiendo hacia lo nuevo en el apasionamiento del espíritu, recurre, cuando le parece necesario, al pensamiento antiguo. Avanza audazmente hasta los límites de los conceptos disolutivos y, asustado por las posibilidades que colige, se refugia, no obstante, en la certidumbre basada en Dios. Se esfuerza apasionadamente por reestructurar la desmoronada metafísica y por recuperar los conocimientos perdidos sobre el creador, y llega en esa forma al convencimiento de que la certidumbre de la existencia de Dios pertenece tan originalmente al hombre, como la de la propia existencia; pero amenazadoramente cerca de esa certidumbre de la existencia de Dios
se encuentra la duda, que se vuelve a fin de cuentas contra el creador mismo y que amenaza entregar la libertad del ego ál abismo sin fondo. Quizá se ocultó Descartes con tanta ansiedad en su soledad porque percibía algo de la indigencia que provocaba su nuevo descubrimiento y a la que él mismo escapaba sólo con dificultad : que precisamente aquella certidumbre directa de la existencia a la que él asigna la tarea de satisfacer finalmente con conocimientos seguros el antiquísimo anhelo metafísico del hombre, sigue estando dividida y lleva en sí misma la posibilidad peligrosa de destruir definitivamente la certidumbre metafísica. En esa ambigüedad interior, Descartes se vuelve enigmático para sí mismo, se encuentra perplejo ante sus propias inteligencias. Dijo de sí mismo que era “un hombre que va solo y en medio de las tinieblas”. Quizá fue por eso que se ocultaba tras la máscara.
SPINOZA O EL BOICOT DE LA VERDAD Si s e d e s e a r a encontrar en la historia de la filosofía al pensador al que se dedicaron más injurias, habría pocas dudas al respecto: es Spinoza. Su destino, el de ser insultado, se inició durante su propia vida y se continuó por mucho tiempo más. Un profesor de filosofía de Leipzig, el famoso Thomasius, al hablar de Spinoza lo llamaba “escritor oscurantista”, “archijudío blasfemo y completamente ateo” y “monstruo atroz”. Otro llamado Dippel, hombre famoso en su época como médico y químico, no se da abasto con los insultos: “el diablo necio”, “el saltimbanqui ciego”, “el idiota obcecado”, el “demente que merece que lo encierren en un manico^ mió”,* dedicado a “bufonadas mágicas”, lleno de “gestos torcidos y miserables” —y sigue así a lo largo de páginas y más páginas, en un libro bastante voluminoso. Por otra parte,, donde hablaban los médicos y los químicos, no podían callarse los matemáticos y los físicos. De modo que también el profesor Sturm, de Nuremberg, habla el mismo idioma, y llama a Spinoza “pillo miserable”, “animal extranjero” y hombre lleno de “ideas nefandas”. Las obras y la vida de Spi * “ese hombre loco y como borracho”, “el harapo filosófico”.
noza conocieron también la misma proporción de injurias. Cuando no lograban encontrar mucho que censurar en su conducta, los detalles tan inofensivos como el hecho de que Spinoza acostumbrara trabajar de noche, eran suficientes para desencadenar los insultos; por lo menos uno de sus biógrafos no se puede explicar esa costumbre más que con la afirmación de que se ocupaba con “obras de las tinieblas”. Además, donde se invocan las tinieblas, el diablo no suele encontrarse lejos, y ahí empieza el campo de los teólogos. Así, preguntaba uno de ellos, Musaeus, profesor de teología en Jena, “si entre todos cuantos había utilizado el diablo mismo para reducir a la nada los derechos de Dios y de los hombres, podía encontrarse alguno que hubiera demostrado más actividad en esa obra destructora que aquel embustero, nacido para el mayor perjuicio de la Iglesia y del Estado”. Todavía con mayor fuerza, debido a su profesión, se expresaba un profesor de oratoria. Escribía sobre un libro de Spinoza diciendo que estaba “lleno de ultrajes y ateísmo, y que merecía verdaderamente que volvieran a arrojarlo a las tinieblas del infierno, de donde había salido a la luz para perjuicio y vergüenza de la especie humana. El mundo no ha conocido nada tan pernicioso desde hace siglos”. Pero ni siquiera ese espacio de tiempo le parecía suficiente a un tratante en cereales de Dordrecht, que ahora se unía al coro de los sabios. No sólo desde hacía siglos, sino “desde que existe la Tie-
rra, no ha aparecido otro libro más funesto”, por lo “abarrotado que está de horrores eruditos”. Pero también intelectuales importantes expresan la repugnancia que sentían por Spinoza y su filosofía con palabras inequívocas. Voltaire opinaba que el sistema de Spinoza había sido “edificado sobre el abuso más monstruoso de la metafísica”. Leibniz llamó a uno de los libros de ese filósofo un “escrito insoportablemente insolente”, un libro “pavoroso”. Finalmente, Ha mann, contemporáneo y amigo de Kant, califica a Spinoza de “salteador de caminos y asesino del sano entendimiento y de la ciencia”. Pero entonces sucedió lo notable: a esa falange de odiadores e injuriadores se enfrentó súbitamente un número elevado de ardientes admiradores. Lessing, en una conversación con Jacobi, dijo: “la gente habla siempre de Spinoza como de un perro muerto”; pero “no hay ninguna otra filosofía como la suya”. Herder escribió a Jacobi: “Debo confesar que esa filosofía me hace muy feliz”; “se me alegra el corazón cuando oigo alguna expresión de esa filosofía, desgraciadamente demasiado excelsa”. Goethe manifestó que había “sentido verdadera pasión y cólera” por Spinoza; cuando leía a Spinoza con la señora von Stein, escribió: “Me siento muy cerca de él? a pesar de que su espíritu es mucho más profundo y puro que el mío.” Schleiermacher, en sus Charla.s sobre religión, incluye un himno entusiasta “¡Ofrendad conmigo, con veneración, un rizo a los manes del santo y repudiado Spinoza!. ..
Estaba lleno de religión y de santo espíritu.”.Una carta del filósofo berlinés. Karl Solger testimonia bellamente lo impresionados que se sintieron los hombres de esa época por el filósofo menospreciado durante tanto tiempo: Spinoza “me mantiene ocupado ca:d toda la mañana, y mi hermano le ha enseñado ya a su hijo Albrecht, de tres años de edad, que Spinoza fue un tipo muy inteligente y que tío Karl dice que sabía todo mejor que los demás77. ¿Cuál es la realidad con respecto a este filósofo? ¿Es ateo o santo, es el Spinoza diabólico o el divino? ¿Qué tenía ese hombre para que uno de sus admiradores, hacia el año 1800, pudiera escribir: “Este Spinoza ya maldecido, ya bendecido, ya llorado, ya ridiculizado”? Es lo que uno menos puede imaginarse, teniendo en cuenta el torbellino que desató su pensamiento; algo muy distinto de un defensor expresivo y seguro de sí mismo. De entre todos los filósofos, fue quizá el más solitario y retraído, el más modesto y silencioso. Nació en 1632 en Amsterdam de una familia judía, emigrada de Portugal a Holanda. Su nombre propio era Baruch y, siguiendo la costumbre de aquellos tiempos, se daba el nombre latino de Benedicto. Ambos nombres significan lo mismo: el bendecido. Desde luego, Spinoza no fue bendecido en su vida exterior; Apenas salido de la infancia, sostuvo discusiones amargas con la comunidad judía del culto de .su ciudad natal. La causa de ello
fueron ciertas observaciones críticas sobre la tradición bíblica. El Antiguo Testamento le parecía lleno de contradicciones y desatinos, y no quería ni podía reconocer que, en todas sus partes, no contenía sino la verdad a secas. La comunidad, que había depositado grandes esperanzas en aquel joven tan brillante, se apartó de él, tanto más desengañada. Lo mandaron espiar, trataron de sobornarlo y, al ver que nada de eso daba .resultado, llevaron a cabo, incluso, un intento de asesinato. Finalmente, lo expulsaron solemnemente de la sinagoga. En el anatema que pronunciaron contra Spinoza se decía: “Por acuerdo de los ángeles y juicio de los santos, anatematizamos, imprecamos, maldecimos y expulsamos a Baruch de Espinoza con el consenso del santo Dios y de toda esta santa comunidad. . . con el anatema lanzado por Josué contra Jeri có, con el anatema lanzado por Elisa contra el jo^ ven, y con todas las maldiciones que figuran en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea al acostarse y maldito sea al levantarse; maldito sea al salir y maldito sea al entrar. Que Dios no lo perdone nunca, que la ira y la cólera de Dios se enciendan contra ese hombre. . . y que su nombre sea borrado de debajo del cielo y que Dios, para su mal, lo excluya de todas las tribus de Israel. . . Ordenamos que nadie trate con él verbalmente ni por escrito, que nadie le preste ningún servicio, que nadie permanezca bajo el mismo techo que él, que nadie se le acerque a menos de cuatro codos de
distancia y que nadie lea una obra escrita o concebida por él.” Spinoza no había buscado pelea; la polémica por la polémica no era de su agrado. En cierta ocasión escribió: “Dejo que cada quien viva de acuerdo con su naturaleza y, quien desee, puede morir por su salvación, a condición de que yo pueda vivir para la verdad.” Pero eso era precisamente lo que provocaba indignación: que alguien deseara vivir para su propia verdad, que desdeñara las opiniones vigentes y que se negara a tomar en cuenta lo que se daba como cierto desde hacía mucho tiempo. El hecho de que Spinoza estuviera tan implacablemente conjurado con su verdad, le granjeó la enemistad de los poderosos de su tiempo; fue eso precisamente lo que lo hizo sostener la lucha en la sinagoga y lo que, finalmente, le hizo ganarse el odio de todos sus contemporáneos. Pero eso es justamente una característica de la filosofía: que se obedece a la verdad y sólo a ella, sin preocuparse por las consecuencias y sin temer al juicio de los hombres. En ese sentido, Spinoza es un verdadero filósofo. La expulsión de la comunidad de su pueblo y de su fe hizo que Spinoza se aislara todavía más profundamente de lo que, de todos modos, exigía su tendencia a la soledad. Vivía retraído y escondido, primeramente en las cercanías de Amsterdam y, posteriormente, en los alrededores de La Haya. Se ha señalado que en el curso de tres meses no salió ni una sola vez de su casa.
Estaba, como escribió un visitante, “como enterrado en su estudio”. “Os hablo desde la lejanía a vosotros que os encontráis lejos”, les comunica a sus amigos. Desde luego, tenía pocos, lo mismo que corresponsales; “ni siquiera sus alumnos”* escribió uno de sus biógrafos, “osaban reconocerlo abiertamente”. Para atender a sus necesidades vitales, Spinoza fabricaba cristales para lentes. Cuando sus amigos le ofrecían donativos para su sostenimiento, los aceptaba de mala gana y sólo en cantidades que le permitieran satisfacer sus necesidades más perentorias. Es difícil imaginarse una vida con menos necesidades que la suya; en los últimos años de su vida, se ocupaba incluso de las labores domésticas en su casa. Sólo se permitía, de vez en cuando, fumar una pipa de tabaco. Y, no obstante, esa vida tranquila no fue suficiente para evitar las polémicas cargadas de odio de sus adversarios. Todavía cien años después escribía uno de estos últimos: “Su aislamiento continuo es lo que menos merece alabanzas; porque no lo hizo por otra causa más que para poder constituir un sistema maldito, por medio del que trataba de abatir al verdadero Dios, su palabra y toda la religión. . . Si lo vemos todo con detenimiento y claridad, su mayor logro fue escribir libros blasfemos encerrados entre cuatro paredes.” Su aislamiento no guarda a Spinoza de las enemistades. La lucha contra él se agudizó cuando publicó, aunque bajo un seudónimo, un escrito con el título de Tractatus theologicopoli
ticus. En esa obra se ocupaba de la defensa de la libertad de pensamiento; la fomentaba a una escala que sobrepasaba, de lejos, todo lo que aquella época, no precisamente tolerante, podía aceptar. En rigor, se le hubiera concedido cierta libertad de pensamiento/ a condición de que prometiera no tocar las enseñanzas de la Iglesia. Pero Spinoza estaba convencido de que la búsqueda de la verdad no podía detenerse ni siquiera a las puertas de la religión oficial. Finalmente, los poderosos de su tiempo tenían que indignarse al ver que atribuía al Estado la tarea de poner freno a los abusos de la Iglesia y de garantizar la libertad religiosa y política, puesto que “en realidad, la finalidad del Estado es la libertad”. A propósito de ello Spinoza vertió conceptos que dan la impresión de haber sido escritos en nuestra época: “Suponiendo que esa libertad pudiera ser tan reprimida y que los hombres pudieran estar tan restringidos que no osaran ni siquiera moverse sin el permiso de los poderes superiores, ese estado de cosas no podría nunca lograr que pensaran lo que otros quisieran. . . Una consecuencia necesaria sería la de que los hombres hablarían cotidianamente en forma diferente de lo que realmente piensan; así se corromperían la confianza y la fe, que son las cosas más necesarias en el Estado, y reinarían la hipocresía y la reticencia despreciables, de modo que habría corrupción y engaño de todas las buenas costumbres. . . ¿Puede pensarse en una desgracia
mayor para un Estado que el hecho de que hombres respetables sean desterrados como criminales solamente porque piensan en otra forma y no conocen la hipocresía? ¿Qué puede ser peor que el hecho de que a seres humanos se les declare enemigos y se les condene a muerte, no por malas acciones o delitos, sino porque son espíritus libres, y que el patíbulo, el espantajo para los malos, se convierta en el más hermoso teatro para mostrar el ejemplo más sublime de estoicismo y virtud?” Apenas aparecido, el Tractatus theologicopoli ticus fue prohibido, tanto por las cancillerías de las universidades como por las autoridades civiles y religiosas; a ese respecto no se hizo ninguna diferencia entre los católicos y los protestantes. El Estado holandés prohibió, bajo amenaza de las penas más severas, la impresión y la distribución de ese libro porque era una obra “blasfema y corruptora de almas”, y estaba “llena de atrocidades y opiniones infundadas y peligrosas”. Ni siquiera se permitía que nadie mencionara con aprobación el libro. El autor de cualquier escrito que osara hacerlo, sería condenado a una multa de 3 000 florines y a ocho años de prisión. Aparecieron infinidad de folletos en contra del Tractatus; un supuesto catálogo de libros lo anuncia como sigue: “Tractatus TheoJo gicoPoliticus. Del judío apóstata, urdido en el infierno, en colaboración con el diablo.” La única arma de Spinoza contra todo eso era el silencio. Resignado, escribe: “Quien se esfuer-
ce por comprender como científico las cosas de la naturaleza, en lugar de limitarse a maravillarse ante ellas como un mentecato, será considerado en todas partes como hereje y ateo.” Sin embargo, Spinoza no abandonó su causa, ni podía hacerlo. A sus amigos les explica que un concepto no deja de ser verdadero por el hecho de que las mayorías se nieguen a reconocerlo. “No es nuevo el hecho de que resulte cara la verdad; pero las maledicencias no lograrán que la abandone a mitad de camino.” Sin embargo, también llegaban al mundo oculto de Spinoza expresiones de reconocimiento de vez en cuando. El elector Karl Ludwig von der Pfalz mandó que le preguntaran si estaría dispuesto a ocupar en la Universidad de Heidel berg “un puesto de profesor regular de filosofía”. El mensajero, un profesor de teología de Heidel berg, le comunicó lo siguiente: “En ninguna parte encontrará usted a un príncipe que se sienta más dispuesto a la benevolencia para con los intelectos superiores, como lo considera a usted. Le concederá la mayor libertad para filosofar, en la confianza de que usted no utilizará esa libertad para perturbar la religión reconocida oficialmente. El ofrecimiento era tentador. Pero Spinoza tenía reparos. Su contestación fue: 'Si hubiera tenido alguna vez el deseo de aceptar un profesorado. . . no hubiera tenido mayor deseo que el de que me hicieran el ofrecimiento que usted acaba de hacerme como intermediario de Su Alteza, el elector von der Pfalz,
sobre todo por la libertad para filosofar que ofrece concederme el príncipe.. . Sin embargo, como nunca he tenido la intención de ocupar un puesto docente público, no puedo decidirme a aceptar esa oferta tan brillante. .. Además, pienso. . . que no puedo saber dentro de qué límites debe mantenerse la filosofía, para que no dé la impresión de querer perturbar la religión reconocida oficialmente. Las desavenencias se producen menos por un amor intrínseco a la religión que por la heterogeneidad de los afectos humanos o por el espíritu de contradicción con el que los hombres acostumbran torcerlo y reprobarlo todo, por muy bien expresado y correcto que sea. Puesto que ya lo he experimentado en mi solitaria vida privada, cuánto más debería temerlo en el caso de que aceptara esa dignidad. Así pues ve usted, honorable Señor, que no me retiene la perspectiva de un mejor destino para mi vida, sino tan sólo el amor a una existencia tranquila y sin complicaciones, para cuya conservación, hasta cierto punto, me veo obligado a abstenerme de dar clases en público/" Así es como Spinoza permaneció en la tranquilidad de sus solitarias reflexiones. Estaba, como escribió uno de sus primeros biógrafos, “como enterrado en un museo". Murió también solo, a los 44 años de edad, después de verse aquejado desde hacía mucho tiempo por la tuberculosis.
Fue sólo después de la . muerte de Spinoza cuando se dieron a conocer sus obras filosóficas más importantes: el Tratado del perfeccionamiento del entendimiento , y la gran obra maestra, la Ética. Fue entonces evidente, por primera vez, de dónde sacaba ese pensador fuerzas, ante el antagonismo y el odio de casi todos sus contemporáneos, para permanecer fiel a la verdad que había descubierto y para recluirse en la soledad, renunciando a la seducción de la fama. Esto le fue posible porque ensimismado en su pensamiento siempre estaba lejos del mundo y de su agitación. Su interior estaba lleno de un afán muy poderoso: llegar sobre lo perecedero hasta lo eterno, ese afán que ha sido el sentimiento fundamental de los filósofos de todos los tiempos, afligidos por su condición de seres finitos. Así, su Tratado se inicia con las frases siguientes: “Después de que la experiencia me enseñó que todo cuanto encontramos en la vida ordinaria con tanta frecuencia es vano y fugaz... me decidí a investigar si había un bien verdadero. . . que fuera lo único que interesara al alma, después de renunciar a todo lo superfluo; si existía algo que, después de descubrirlo y conquistarlo, pudiera procurarme para siempre una alegría constante y suprema/' Lo que trataba de evitar Spinoza eran las intrigas de la vida cotidiana, la búsqueda de la riqueza, los honores y los placeres; todo esto le parecía vano y vacío, fugaz y perecedero. Sólo puede pensar en ello con pro-
funda tristeza. Sin embargo, precisamente de eso le nace un deseo ansioso que sobrepasa lo transitorio para alcanzar un estado en el que quedaran atrás todas las congojas y las aflicciones por lo perecedero. Cuando encontró ese bien verdadero y beatificante escribió: “El amor a una cosa eterna e infinita alimenta el alma con la única paz verdadera, y está libre de toda aflicción.” Ese es pues el rasgo fundamental de la filosofía de Spinoza: tender amorosamente hacia lo eterno a partir de la experiencia del sufrimiento por lo perecedero, y descansar en ese amor. “Amor intellectualis erga Deum”, lo llamaba: “Amor intelectual a Dios/7 Por ello, Novalis pudo decir: “Spinoza es un hombre ebrio de Dios/7 “El spinozismo es hartarse con la divinidad/7 También era así como Schleiermacher interpretaba a Spinoza: “Estaba impregnado del espíritu elevado del siglo, lo infinito era su comienzo y su fin, el universo su amor único y eterno; con santa inocencia y profunda humildad, se reflejaba en el mundo eterno, y procuraba ser él también el espejo más amable de aquél/7 También pensaba así el filósofo francés Victor Cousin; la Ética de Spinoza, escribía, es “un himno místico, una elevación y un suspiro del alma hacia el único que puede decir con razón: Yo soy el que soy77. Por ello, la gran obra maestra de Spinoza, la Ética, comienza con el concepto de Dios como la causa de su propio ser. A Spinoza le parecía evidente que la filosofía comenzara con Dios,
totalmente en oposicion a su maestro Descartes, que adquirió la certidumbre de la existencia de Dios a través de la certidumbre de sí mismo. Frente a eso Spinoza afirmaba: “No podemos estar más seguros de la existencia de ninguna cosa que de la del ser absolutamente infinito y perfecto, o sea, Dios. Puesto que su naturaleza excluye toda imperfección. . . elimina en esa forma todos los motivos para dudar de su existencia, y proporciona la mayor certidumbre sobre ésta.” En ese sentido es válido: “Dios, la causa primera de todas las cosas y también de sí mismo, se da a conocer por medio de sí mismo.” Pero siendo así, ¿de dónde procede el odio que le profesaban los defensores del judaismo ortodoxo, así como también los eclesiásticos cristianos, a ese filósofo durante toda su vida, y que le siguió más allá de su tumba? Del hecho de que el Dios que veía Spinoza como objeto de su anhelo infinito no es el mismo del que hablan las religiones cristiana y judía. No es el Dios que, por la omnipotencia de su voluntad, creó un mundo y lo abandonó a sí mismo en el acto de la creación. Spinoza no podía atribuir al mundo una existencia autónoma; en el sentimiento fundamental de la ansiedad anhelante reconoció que lo perecedero es vano y fugaz y que incluso, si se le considera de manera estricta, no tiene ninguna relación con el ser y la realidad. En verdad sólo es Dios. Es así como Spinoza es llevado más allá de los conceptos de Dios como creador y del mundo como creación. Fichte
lo comprendió mejor que nadie por medio de reflexiones similares: “Esa fue precisamente la dificultad de toda filosofía que... buscaba seriamente la unidad, que teníamos que perecer nosotros o Dios... El primer pensador osado que vio esto con claridad, debió comprender que si se efectuaba el aniquilamiento, nosotros tendríamos que someternos a él; ese pensador fue Spinoza/7 Pero, podría argüirse, el mundo existe y también el hombre. Spinoza no negaba ese hecho. Pero preguntaba: ¿Qué son el mundo y el hombre, si sólo Dios existe en sentido estricto? Y respondía: el mundo no es sino una manera de existir de Dios mismo y el hombre no es sino una manera de pensar de Dios mismo. Cuando se dice que una cosa es, esa expresión es inadecuada. Sería más apropiado decir: del modo como se me presenta esa cosa se me presenta Dios, es decir a mí, que soy yo mismo un pensamiento de Dios. Porque Dios lo es todo en todo, está presente en todo lo real, en las cosas como en el hombre. O bien, expresándolo de manera más precisa: todo lo real está incluido en Dios; “todo lo que existe está en Dios”. En la lengua de Spinoza, las cosas y los intelectos humanos no son substancias independientes; sólo Dios es la única substancia; las cosas y los intelectos humanos son tan sólo modos de esa substancia única. Spinoza debía llegar necesariamente a esa conclusión en su decidido alejamiento de todo lo perecedero. “Tengo sobre Dios y la na-
turaleza una opinión muy diferente de la que suelen defender los cristianos modernos. Porque considero a Dios como la causa interna de todas las cosas. . . pero no como la causa que las excede. Digo que todo está en Dios y se mueve en Él. Esto lo sostengo, aunque expresado en otra forma, de acuerdo con San Pablo y quizá también con todos los filósofos antiguos; podría osar añadir, incluso, que también con todos los antiguos hebreos.” Ahora podemos comprender la indignación de sus contemporáneos y de las generaciones posteriores contra Spinoza; ahora podemos entender que no pudieran evitar tildar de ateo perverso a ese filósofo ebrio de Dios. Porque en el pensamiento de Spinoza no hay lugar para un Dios personal, ni siquiera para un Dios revelado en los profetas y en Jesucristo. La revelación divina, según él, tiene lugar en todo lo existente. Pero ese pensamiento ha permitido, también, que en épocas diferentes pensadores y escritores como Lessing y Goethe, Herder y Schleiermacher, Fichte, Novalis y Schelling, recordaran al solitario filósofo de Amsterdam y se sintieran cerca de él por experiencias similares sobre Dios y el mundo. Desde luego, la impenetrabilidad de Dios y de la realidad, como opinaba Spinoza, no se hace más comprensible a partir de esta idea de la íntima relación de ambos. Porque si Dios se encuentra presente en todo lo real, ¿no debe participar también en las disputas y las luchas que
forman parte de la realidad del mundo? Esto lo expresó de manera más drástica, en elx año 1700 aproximadamente, un hombre de la Ciudad Libre de Memmingen: “Oigo en el mundo noticias de guerras y gritos de guerra. Así pues, Dios debe estar peleando y enfureciéndose consigo mismo. Debe destruirse y matarse a sí mismo. Todas las manifestaciones de cólera, odio, ensañamiento y antagonismo de los seres humanos entre sí deben ser una pasión de Dios hacia y contra sí mismo.. . Debemos decir que Dios vive, sufre, muere, nace, come, bebe, duerme, cohabita, etc., en los hombres; que la tristeza, la desesperación y la congoja de los hombres son precisamente la tristeza, la desesperación y la congoja de D io s... Todos los pensamientos locos y repugnantes de los hombres, las blasfemias y las quimeras espantosas que se producen constantemente en nuestra razón, deben ser pensamientos y representaciones de Dios, en las que él mismo se describa y refleje. La conversación entre dos o más hombres no será sino una dulce conversación de Dios consigo mismo.” Sin embargo, ese hombre angustiado no comprendía el pensamiento de Spinoza en toda su profundidad. No éntendía que éste, en su anhelo incesante de Dios, había dejado atrás, desde hacía mucho tiempo, al mundo con todas sus intrigas y sus luchas. Pero precisamente en ese punto el pensamiento de Spinoza cae en un peligro grave. Porque a quien vive entregado tan exclusivamente a Ib eterno se le disolverá lo
temporal en nada7 se le escapará la realidad y, finalmente, se volverá irreal él mismo. Eso es lo que le aconteció a Spinoza/eso es lo que convierte su pensamiento en un intento tan audaz de abolir lo finito en lo infinito; finalmente, ésa es la causa más profunda de su obstinada soledad. Así pues, es posible que Hegel tuviera razón en la frase, a primera vista tan extraña, que expresó cop respecto a la muerte de Spinoza: “Murió el 21 de febrero de 1677, a los cuarenta y cuatro años de edad, víctima de la tuberculosis que lo aquejaba desde hacía mucho tiempo —de acuerdo con su sistema, en el que también todas las rarezas y particularidades desaparecen en la Substancia Ünica.”
KANT O LA PUNTUALIDAD DEL PENSAMIENTO la opinión muy difundida de que a un profesor correcto le corresponde un comportamiento profesoral. Por ello se entiende una especie de dignidad grave y rígida, mezclada con un poco de falta de memoria y distracción, más una declarada lejanía del mundo; en resumen: una pedantería particular que parece ser tan cómica como conmovedora, tan respetable como ridicula. Si se pidiera un ejemplo de esa pedantería profesoral, es casi inevitable que se mencione el nombre de Immanuel Kant. De hecho, Kant era, al menos en sus últimos años, un genio de la minuciosidad y de la puntualidad. Uno de sus biógrafos contemporáneos informa de las visitas a su amigo Green: “Kant iba ahí cada tarde y encontraba a Green en un sillón, dormido, se instalaba junto a él, se ensimismaba en sus meditaciones y se dormía también; luego, llegaba el director de banco Ruff mann y hacía lo mismo, hasta que, finalmente, Motherby entraba a la habitación en un momento dado y despertaba a la compañía, que sostenía a continuación, hasta las siete, las conversaciones más interesantes. Estos amigos se separaban a las siete con tanta puntualidad, que muchas veces oí decir a los vecinos de la calle E x is t e
que no podían ser todavía las siete, ya que no había pasado aún el profesor Kant.” Sobre todo, el día del viejo Kant estaba estrictamente dividido. Un amigo narra a ese respecto: —“Kant se levantaba todas las mañanas a las cinco tanto en verano como en invierno. Su sirviente se encontraba puntualmente a las cinco menos cuarto ante su cama, lo despertaba y no se iba en tanto no se había levantado su señor. A veces Kant se sentía tan soñoliento, que le pedía al mismo sirviente que lo dejara descansar un rato más: pero el criado había recibido órdenes tan estrictas de no dejarse engañar por esto y de no concederle que permaneciera acostado más tiempo, que con frecuencia lo obligaba a incorporarse puntualmente.” En orden bien establecido, seguían después el trabajo en su estudio y labores docentes; por las tardes comía en compañía de sus amigos. Incluso la ida a la cama, exactamente a las 10 de la noche, estaba rodeada de todo un ceremonial. Uno de sus contemporáneos informa a ese respecto: “Por la costumbre de muchos años, había logrado una habilidad particular para envolverse en las mantas. Al acostarse, se sentaba primeramente al borde del lecho, se metía suavemente en él y pasaba una de las puntas de la manta sobre uno de sus hombros, por debajo de su espalda, hasta el otro y, luego, con una destreza rara, pasaba otra de las puntas bajo la espalda y hasta el vientre. Envuelto en esa
forma, como un gusano de seda en su capullo, esperaba que lo venciera el sueño.” El medio ambiente que lo rodeaba debía estar tan bien ordenado como su vida diaria. Si unas tijeras o un cortaplumas se desviaban aunque sólo fuera un poco del sentido en que se encontraban habitualmente o, incluso, cuando se desplazaba una silla a otro lugar en la habitación, se sentía intranquilo y lleno de desesperación. No había nada que enojara tanto a Kant como el que amigos de buena voluntad perturbaran la regularidad de su vida. Así, en cierta ocasión, un aristócrata lo invitó a un paseo por el campo que duró tanto que Kant “descendió apenas cerca de las diez de la noche ante su domicilio, lleno de miedo y descontento”. Como filósofo, transformó de inmediato esa experiencia en una regla general para su vida; esto es: “no permitir que nadie me lleve a un paseo por el campo”; el biógrafo añade: “Nada en el mundo hubiera podido hacer que saliera de su máxima.” Todavía peor que esos sucesos contrarios al programa es cuando el medio ambiente se vuelve notablemente desagradable por ruidos demasiado penetrantes y duraderos. Una vez fue el gallo del vecino el que irritaba a Kant. Por ello, quería comprar a su propietario aquel animal tan molesto para pensar. Sin embargo, el informante escribe que “a aquél no le era comprensible cómo un gallo puede molestar a un sabio”. Por ende, a Kant no le quedaba otro remedio que cambiarse de domicilio. Pero tampoco eso sirvió de mu-
cho, puesto que la nueva casa se encontraba cerca de la prisión de la ciudad y, en aqufel entonces, era costumbre que, para su mejoramiento, los presos cantaran baladas espirituales, lo cual hacían con las ventanas abiertas y voces criminalmente fuertes. Kant fue a ver al alcalde de la ciudad para quejarse, indignado, de los “mojigatos en la prisión”: “No creo que tendrían motivos para quejarse, como si la salvación de su alma corriera peligro si sus voces se templaran al cantar y se pudieran escuchar con las ventanas cerradas.” Puede verse lo que molestaba a Kant esos disturbios por el hecho de que los cita en su Crítica, del juicio. En la segunda edición de ese libro incluyó la observación: “Aquellos que además de los ejercicios espirituales domésticos, han recomendado también que se canten himnos espirituales, no pensaron en el daño que le causaban al público con esas oraciones ruidosas [justo por eso generalmente farisaicas], puesto que obligan al vecindario a unirse a los cánticos o a abandonar por completo sus pensamientos.” A la preocupación angustiada por la tranquilidad y la minuciosidad en la distribución del tiempo se añadía una estricta autodisciplina, a la que el viejo Kant se sometía voluntariamente; desde luego, no sin fundamentar con precisión su necesidad. Para desayunar, se permitía tan sólo dos tazas de té y una pipa de tabaco; la cena la eliminaba por completo. Por lo demás, como informaba un corresponsal, el té era una infusión extremadamente débil, hecha apenas
con unas cuantas florecitas de té”, y la pipa de tabaco era utilizada “al mismo tiempo, para estimular la evacuación”. El filósofo se mostraba todavía más riguroso consigo mismo en lo que se refiere al café. “Kant tenía tal inclinación por el café, que necesitaba el mayor de los esfuerzos para no tomarlo, sobre todo cuando, en reuniones, sentía su aroma; no obstante, consideraba que el aceite del café era perjudicial y, por ello, se abstenía completamente de tomarlo.” A sus firmes máximas pertenecía también la de que, por grande que fuera el malestar de una enfermedad, y sin tomar en consideración las prescripciones médicas, no debía tomar nunca más de dos píldoras de medicamento al día. A este respecto, Kant acostumbraba citar el epitafio que se encontraba sobre la tumba de un hombre muerto por el uso profiláctico desmedido de medicinas: “N. N. estaba sano; yace aquí porque deseaba estar todavía'más sano.” Sugerido por esa rígida autodieta, surgió un librito con el título: De la potencia, anímica para dominar las sensaciones de malestar por medio de la resolución únicamente. Trataba de lo que indicaban los títulos de los capítulos; entre otros: “Del sueño”, “Del comer y beber”, “De los sentimientos de malestar por la inoportunidad del pensamiento”, “Del mejoramiento y la prevención de ataques de enfermedades mediante la resolución al respirar.” Desde luego, las bases en que se fundan las reglas de salud son, a veces, un poco extrañas. Así, por ejemplo, decía: “que
cada hombre tenía fijada por el destino, desde el principio, su porción de sueño, y que quien concediera al sueño demasiado tiempo vital... medido en añoshombre, no podría esperar mucho tiempo para dormir, o sea, para vivir y llegar a viejo”. Otra de sus máximas de salud la describía de la manera siguiente: “hace unos años, los catarros y la tos me afectaban de vez en cuando, y ambos ataques eran tanto más inoportunos, cuanto que se producían, a veces, en el momento de acostarme. Muy indignado por esa perturbación del sueño nocturno, decidí... hacer pasar el aire por las narices, con los labios bien apre , tados; esto se iniciaba siempre con un silbido ligero; pero como no me rendía ni cejaba en mi empeño, terminaba por lograr que el aire circulara cada vez con mayor fuerza, hasta alcanzar un ritmo normal, y entonces me dormía inmediatamente. E n . . . lo que se refiere a la tos, especialmente aquella que la gente llama en Inglaterra la tos de los ancianos (acostados en la cama), me era tanto más desagradable cuanto que, a veces, se producía poco después del calentamiento en la cama, impidiendo que me adormeciera. Para que disminuyera esa tos, provocada por la irritación causada en la cabeza de la tráquea por el aire inhalado por la boca abierta, no eran precisos remedios mecánicos (farmacéuticos), sino sólo una simple operación natural directa: o sea, apartar completamente la atención de esa irritación dirigiéndola, con esfuerzo, hacia cualquier otro objeto, de tal modo que disminuía
la exhalación del aire, lo cual7 como lo sentía claramente, hacía que la sangre se me agolpara en el rostro; y poco después, sin embargo, la saliva producida por la excitación impedía que se produjera el efecto de la irritación, o sea, la expulsión violenta del aire, y seguía la deglución de la humedad. —Una operación anímica, para la que era necesario un grado muy elevado de resolución; pero que hacía, asimismo, mucho bien”. Kant propuso también un remedio extraño para la tendencia a olvidar, ese vicio primordial de los profesores. Cuando fue preciso que despidiera a su sirviente Lampe, se le hacía difícil acostumbrarse al cambio necesario de su medio ambiente habitual; por eso, tomó la decisión de no pensar en ello. No obstante, para no olvidar esa decisión, escribió en un papelito recordatorio las palabras lapidarias: “¡Lampe debe ser olvidado!” Desde luego, en la vida de ese filósofo se produjeron muchas cosas raras. Así, por consideraciones de principio, prohibió que se ventilara su dormitorio. A ese respecto, un biógrafo comentó: “Por una falla en sus observaciones, llegó a una hipótesis rara sobre la generación y la propagación de las chinches, que, no obstante, consideraba como una verdad sólida. En otra morada, mantenía las contraventanas continuamente cerradas para que no entraran los rayos del sol; pero, con ocasión de un corto viaje al campo, olvidó cerrar las mencionadas contraventanas
antes de su partida y, al regresar, encontró su habitación llena de chinches. Así, puesto que creía que antes no había chinches en su dormitorio, llegó a la conclusión de que la luz debía ser necesariamente vital para la existencia y la propagación de toda clase de bichos, y que impedir que penetraran en el cuarto los rayos del sol debía ser un medio para prevenir su reproducción . .. Estaba tan convencido de la verdad de su teoría, que desagradaban todas las dudas al respecto, por ligeras que fueran, y cualquier crítica; aunque fuera pequeña. .. Lo dejé con su opinión, me ocupé de la limpieza de su dormitorio y su lecho, y las chinches disminuyeron, si bien se abrían las contraventanas casi diariamente, sin que él lo supiera.” Quizá contribuyera a las rarezas de Kant el hecho de que apenas salía de los muros de su ciudad natal, Kónigsberg. Nació allí en el año 1724, y fue también en ese lugar donde efectuó sus estudios. A continuación fue profesor en var rías casas de nobles. No se sabe si tuvo éxito en ese cometido. De todos modos, uno de sus biógrafos indica: “Consideraba todo un arte el ocuparse de los niños adecuadamente y ponerse al nivel de sus conceptos; pero declaraba también que no le hubiera sido posible apropiarse ese arte.” Pasaron nueve años antes de que Kant alcanzara la meta que se había fijado: la de enseñar en la universidad. Sus deberes en el cargo eran mucho más amplios que los de los profesores
actuales. Además de filosofía, daba clases de matemáticas, física, geografía, derecho natural, mecánica y mineralogía, veinte horas semanales, razón por la cual a veces se quejaba de esa tarea que le robaba tanto tiempo: “Por mi parte, me instalo diariamente ante mi yunque de profesor, y golpeo con el pesado martillo de las conferencias similares unas a otras, con una medida igual.” Desde luego, no debemos imaginarnos a Kant como un filósofo catedrático seco. Los informes de su tiempo alaban el modo ingenioso en que sabía describir las cosas, de manera vivaz... A ese respecto, Herder escribió: Kant “tenía en sus años florecientes, la vivacidad risueña de los adolescentes que, como creo, conservó también en sus años de ancianidad. Su frente abierta y amplia de pensador, era un centro de serenidad y alegría inquebrantables; de sus labios surgían las palabras más ricas en ideas; las bromas, el buen espíritu y un humor excelente estaban siempre a su disposición, y sus conferencias eran las más amenas. .. No hubo intriga, secta, ventaja ni ambición de fama que tuviera para él el menor interés, en comparación con la difusión y el esclarecimiento de la verdad. Animaba y obligaba agradablemente a pensar por sí mismo; su alma estaba desprovista de despotismo. Ese hombre, al que menciono con mi mayor agradecimiento y respeto, es Immanuel Kant; su imagen sigue siendo agradable para mí”. Sin embargo, a Kánt le preocupaba que, exte riormente, no le era posible avanzar. Durante
quince años fue profesor privado. Dos veces solicitó una cátedra; pero en ambas ocasiones prefirieron a otro. Finalmente, le ofrecieron un puesto de profesor de poética, con la obligación de componer versos para las festividades académicas y estatales. Kant no aceptó y es algo que no debe lamentarse, puesto que las generaciones posteriores han salido ganando mucho al poder leer la Crítica de ía razón pura, en lugar de sus composiciones poéticas. Finalmente, a los 46 años de edad fue nombrado profesor. En el lenguaje grave de su siglo, el nombramiento del rey decía que lo había designado profesor “por la aplicación y las aptitudes bien conocidas de nuestro mencionado súbdito y por la erudición alcanzada en el campo de las ciencias filosóficas”, con la condición de que “enseñara infatigablemente a la juventud estudiosa. .. y que se esforzara en hacer de ellos súbditos capaces y aptos, lo cual fomentará además por medio de su buen ejemplo”. . A partir de ese momento, la vida de Kant se desarrolló tranquilamente. No ocurrieron muchos acontecimientos externos, aparte de un conflicto con el ministro prusiano de la cultura, que le censuró el hecho de que escribiera con demasiada libertad sobre la religión. Kant transigió rápidamente con la frase: “Si todo lo que uno dice debe ser verdad, no es tampoco una obligación decir todas las verdades en público.” Con respecto a la consolidación de su vida, Kant hubiera podido pensar también en casarse.
Pero dos intentos hechos en ese sentido fracasaron. Uno de sus contemporáneos escribió sobre ello: “Conozco a dos de sus prometidas. . . que despertaron, una tras otra, su corazón y su inclinación/' Pero “dudó en hacer la petición, que no hubiera sido rechazada y, por ello, una de ellas se fue a otro lugar distante, y la segunda se entregó a un hombre recto, que fue más rápido que Kant para decidirse y declararse". También en este caso se consoló Kant con reflexiones generales, como por ejemplo: “Los ancianos . . . no casados conservan su aire juvenil durante más tiempo que los casados", y agregaba con cierta malicia: “¿Revelan los rasgos faciales más duros de estos últimos el estado del yugo que llevan?" En el año 1804, murió Kant en Konigsberg, a los ochenta años de edad. Su última frase fue: “Es bueno." Si nos remontamos hacia el pasado, la vida de Kant parecerá la de un erudito alemán típico, llena de precisión y escrupulosidad, chapada a la antigua y, con frecuencia, un poco rara. Sin embargo, en ese marco poco destacado, se efectuó una de las obras mayores de toda la historia de la filosofía. Después de que él decía lo que tenía que decir, no era ya posible filosofar en el mismo sentido que antes. Así es como su pensamiento representa uno de los puntos decisivos en la historia del intelecto filosófico. Schelling lo expresa en su oración fúnebre: “No deformada por los trazos groseros que revelaban los errores de quie-
nes, bajo el nombre de intérpretes o partidarios, eran caricaturas o reproducciones en yeso de mala calidad de él mismo, o por aquellos que le atribuían el furor de antagonistas llenos de amargura, la imagen de su intelecto, con su singularidad bien definida, brillará a lo largo de todo el futuro de la filosofía.” Pero, ¿en torno a qué giraba la filosofía de Kant? No es fácil responder a esta pregunta; hay casi tantas interpretaciones distintas de Kant como intérpretes de su filosofía. Quizá lo más justo para representarnos sus intenciones sea imaginarnos como su interés primordial el de la interrogación sobre qué hay de efectivo en la realidad visible y tras ella, sobre lo ilimitado en todo lo limitado y más allá de todo lo limitado. Pero eso indica que el pensamiento de Kant iba dirigido, sobre todo, hacia lo que se conoce como metafísica desde la antigüedad: hacerse preguntas sobre los datos directos e investigar el primero y el último de los fundamentos de la realidad. El mismo Kant reconoció que: es de “la metafísica de la que estaba destinado a enamorarme”; en ella reposa “el bien verdadero y duradero de la raza humana”; precisamente por ello, su objeto “no puede ser indiferente a la naturaleza humana”. Kant esclareció la problemática metafísica en tres aspectos: investigó lo absoluto en el hombre, en el mundo, y lo absoluto a secas. ¿Hay algo en el hombre que sobrepase su existencia limitada y finita, de tal modo que pueda sobrevivir
también a la muerte? Es así como se plantea la cuestión relativa a la inmortalidad del alma. ¿Hay en el mundo sólo una cadena de limitaciones, o hay también lugar para un comportamiento absoluto? Así surge la pregunta por la libertad. Finalmente, ¿hay algo en que se funde el con junto de todo lo limitado, incluyendo al mundo y al hombre? Esa es la pregunta referente a Dios. Así pues, Kant designaba como “objetivos ineludibles” del pensamiento filosófico a “Dios, la libertad y la inmortalidad”. Kant deseaba alcanzar la certidumbre sobre esto. Pero ahora se muestra que en esos campos todo es dudoso; en la larga, historia de la metafísica, todo desemboca simplemente en un “avanzar a tientas”. Pero si es así, no es posible comenzar directamente con bosquejos metafísicos básicos. Entonces es mucho más conveniente preguntarse antes de dónde procede lo dudoso de la metafísica y en qué se basa. Ese es el problema que se plantea Kant en su gran obra, la Crítica de la razón pura. El tema propiamente dicho de este libro es el drama del conocimiento metafísico del espíritu humano. Los actores son las preguntas centrales de la filosofía, y la obra trata de los intentos incesantes por llegar a la certidumbre, y de los fracasos impotentes y constantes de todos esos esfuerzos. Finalmente, Kant descubrió: el hecho de que no se puedan obtener respuestas seguras se funda en la naturaleza de la razón humana. Porque ésta no es capaz de ir más allá de la realidad visible y de observar sus
orígenes. Esto se demuestra claramente en la pregunta sobre la libertad. Es posible avanzar fundamentos tan convincentes para demostrar que el hombre es libre como que no lo es. Lo mismo sucede con las cuestiones relativas a la inmortalidad y a Dios. Tampoco es posible elucidar estas últimas por medio de la razón teórica. A fin de cuentas, resulta que la cuestión no puede resolverse. Kant halló palabras claras para ello; hablaba de “entradas en escena de las discrepancias y la desorganización”,' de un “escándalo”, de un “círculo eterno de ambigüedades y contradicciones” e incluso, de un “verdadero abismo para la razón humana”. El hombre cae de manera necesaria en el error precisamente cuando se trata de algo que tiene el mayor interés para su intelecto: en las cuestiones relativas a Dios, la libertad y la inmortalidad. Así, finalmente, Kant comparaba los intentos metafísicos del intelecto humano con un viaje por mar “en un océano extenso y tempestuoso. . . donde muchos bancos de niebla y muchas montañas de hielo, que se derriten con prontitud, parecen ser nuevas tierras que hacen concebir a los marinos, deseosos de hacer descubrimientos, esperanzas huecas, y los lanzan incesantemente a aventuras, a las que nunca renuncian y que, no obstante, nunca pueden hacerlos llegar a su meta”. Pero Kant no se abandonaba a una desesperanza escéptica. Estaba convencido de que era inminente un “nuevo nacimiento” de la metafísica. Pero este último sólo podía producirse
a partir de un autoconocimiento de la razón humana. Es preciso que dicha razón humana llegue a comprender cuál es su propio campo y cuáles sus limitaciones. Con ese propósito, en la Crítica de la razón pura, pone a prueba la “trama muy enmarañada del conocimiento humano”. En las arduas investigaciones que llevó a cabo Kaijt con ese objeto, su escrupulosidad se manifiesta como la virtud de la acuciosidad. Demostró que el conocimiento no se define correctamente cuando se le considera como imagen de la realidad en el intelecto humano. El hombre interviene más bien de manera decisiva en el proceso del conocimiento, con las nociones de espacio y tiempo y los conceptos fundamentales del entendimiento. Al aplicar el que conoce estas nociones y estos conceptos a las sensaciones que le proporcionan los sentidos, surge en él la imagen de la realidad. En esa forma, el conocimiento se compone, hasta un grado importante, de materiales propios del sujeto que conoce. La consecuencia más importante que saca Kant de todo ello es que la realidad no se muestra al hombre tal y como puede ser en sí misma, sino sólo tal como le parece a él que es, de acuerdo con el tipo particular de su capacidad de conocimiento. No captamos las cosas en sí, sino únicamente como fenómenos. En el campo del conocimiento, ese es el destino del hombre como ser finito. Ahora bien, aquellos intentos metafísicos pueden interpretarse como esfuerzos hechos por el hombre para superar la capacidad limitada de
conocimiento que le cbrrespQnde; a fin de cuentas, a eso se deben sus fracasos. El hombre seguirá tratando de ampliar sus conocimientos más allá de sus limitaciones, y siempre será rechazado, en el fracaso de tales esfuerzos hacia la experiencia, el único punto de conocimiento seguro. Querrá levantar “una torre que debe llegar hasta el cielo” y, sin embargo, sólo podrá construir una “morada” que es “suficientemente espaciosa y álta para albergar todos nuestros esfuerzos a nivel de la experiencia”. Sus contemporáneos captaron el significado de la Crítica de la razón pura en parte con aplausos de entusiasmo y, en parte, apasionadamente a la defensiva. Por ejemplo, el filósofo Mendels sohn, no sin un oculto respeto, llamó a Kant el “aniquilador de todo”. Por el contrario, Herder vio en el mencionado libro sólo un “reino de quimeras infinitas”, una “corrupción de los corazones juveniles”, una “desolación del alma”. A esto opuso Fichte las siguientes palabras: “Reprochan a Kant que no captó nada verdadero. ¡Dios mío!, no andaba a tientas en absoluto, sino que veía; ahora bien, las cosas, bajo la luz, son muy diferentes que cuando se avanza a ciegas en la oscuridad.” Un incidente curioso que tuvo lugar en Jena demuestra que, en aquel entonces, también podía ser peligroso ocuparse de la Crítica de la razón pura. Un estudiante le dijo a un condiscípulo que (este último) tendría que estudiar todavía treinta años para comprender ese libro, debido a su difí
cuitad. Sin embargo, el compañero no supo defenderse contra esa imputación, más que desafiándolo a un duelo, fiel al principio según el cual era precisa una lucha en lugar de una respuesta contundente. Al examinar los resultados de la Crítica de la razón pura, se plantea la pregunta relativa a si la limitación al campo de la experiencia que ahí se exige puede ser la última palabra a ese respecto. Queda todavía la incógnita de por qué el hombre intenta traspasar tan constantemente las fronteras que le fueron impuestas. ¿No es esa una indicación de que el hombre no puede realizar plenamente su ser en la tarea de orientarse en el mundo? De hecho, Kant estaba convencido de que, por su naturaleza misma, el hombre se siente impulsado a hacerse preguntas sobre sí mismo y sobre el mundo finito; si renunciara a ese impulso, dejaría de ser hombre y se hundiría en la barbarie y el caos. También por eso Kant debe dar un nuevo aliento al pensamiento metafísico. Es cierto que no es posible avanzar más por medio de las cavilaciones puramente teóricas. Pero el hombre no es sólo un ser pensante, sino también un ser actuante. ¿Cómo sería si lo que permanece cerrado para el pensamiento puro se revelara cuando el hombre actúa y reflexiona sobre sus actos? Esa visión dirigida al hombre activo es el giro decisivo que Kant imprimió a la problemática metafísica.
Kant estaba convencido de encontrar precisamente en el campo de lo práctico el absoluto que había estado buscando inútilmente en el de lo teórico. Opinaba que cuando el hombre desea sinceramente saber cómo comportarse, se enfrenta a una orden absoluta, a un imperativo cate górico que le impide actuar de manera arbitraria y caprichosa. En esa forma se asegura, por encima de todas las consideraciones racionales, de que debe comportarse así y no de otro modo. Evidentemente, aquí se presenta un absoluto en medio de la existencia limitada de los hombres: el absoluto del “debes”. Después de que Kant había entrado en esa forma al terreno de lo absoluto, fundado en buenos principios, podía responder también a todas las preguntas sobre Dios, la libertad y la inmortalidad, no resueltas en el campo de las meditaciones teóricas. Cuando se da una orden al hombre, sabe que se encuentra en situación de tomar una decisión; sin embargo, la toma de decisiones sólo es posible cuando existe la libertad. Así, el hombre.que rechaza la orden absoluta está seguro de su libertad. Esto tiene consecuencias muy importantes para la metafísica. En el hecho de escuchar una orden absoluta y en la libertad que se le concede, el hombre descubre que, por muy sujeto que se encuentre a lo finito, lo más significativo de su naturaleza pertenece a un orden superior, y que es esto lo que le da su dignidad singular. Para Kant, el hombre es un ciudadano de dos mundos. A partir de esta idea,
Kant trató de probar la inmortalidad del alma y la existencia de Dios como postulados necesarios de la existencia moral. De todos modos, es difícil aceptar sus argumentos sin más ni más. No obstante, es decisivo que Kant, en una época de dudas sobre la metafísica, haya osado abrir una nueva brecha: un nuevo intento de romper las restricciones de lo finito para llegar a lo absoluto. Porque filosofar no significa hallar respuestas y conformarse con ellas, sino seguir haciéndose las preguntas esenciales. Así, es posible que la solución hallada por Kant para los problemas metafísicos no sea válida para todas las épocas. En las crisis del pensamiento que han caído sobre la humanidad desde entonces, ha vuelto a ponerse en tela de juicio la certidumbre metafísica, y ahora más que nunca. Pero todavía en la actualidad es válida la frase de Kant: —“Es tan poco probable que el intelecto humano abandone por completo las investigaciones metafísicas como el que, para no seguir aspirando siempre aire impuro, prefiriéramos dejar de respirar por completo.”
FICHTE O LA REBELIÓN DE LA LIBERTAD En e l a n o 1801 apareció un notable escrito polémico que llevaba el título*. La vida y las ^extrafías opiniones de Friedrich Nicolai. El hombre al que se atacaba en esa obra era uno de los eruditos más famosos de su tiempo, editor de la “Allgemeine Deutsche Bibliothek”, escritor muy prolífico y uno de los principales personajes de la Ilustración. En el escrito dirigido contra él se hacía el curioso intento de deducir su vida y sus opiniones de un principio único, de manera exactamente filosófica: “que él había pensado todo lo que era correcto y útil en cualquier disciplina, y que era inútil e incorrecto lo que nunca había pensado ni pensaría”; por lo cual también sus refutaciones partían del “axioma”: "Soy de otra opinión”, con lo que la cuestión quedaba definid tivamente zanjada. El escrito polémico se iniciaba describiendo, con maliciosa ironía, basándose en la autobiografía y los escritos de Nicolai, “cómo el primer berrido del recién nacido sacudió al mundo de los escritores e hizo temblar a todos los pecadores en él, y cómo sus pañales estaban perfumados ya con la sal ática que, después, exhalaría y asentaría en sus palabras inmortales, de modo que todos los circunstantes se maravillaban y s e,preguntaban: ¿Qué irá a ser este niño?” Explicaba
cómo les demostró a .Goethe y Schiller, Kant, Fichte y Schelling “que en sus supuestas obras de arte y sus descubrimientos rio podía haber absolutamente ningún fondo”, cómo estaba firmemente convencido de que: soy “el hombre más genial y el de mejor gusto de mi época y de todas las edades pasadas y futuras” y “el primero, el más infalible y universal de todos los filósofos”, y cómo feneció al fin “creyendo alegremente en la inmortalidad de su obra”. Pero, ¿qué se ocultaba tras la arrogancia grotesca del señor Nicolai?, sigue preguntando el escrito. La respuesta es: nada, excepto “sabiduría ligera” y una “erudición barata”, “una verborrea inagotable y la habilidad de falsear todo cuanto le caía entre las manos”. En pocas palabras, Nicolai es un “torpe nato”, un “charlatán impertinente y grosero” con una “erudición que consistía en amontonar las rarezas más curiosas, en una pila confusa”. Es difícil “creer que en él, aparte del habla, hubiera alguna otra cosa verdaderamente humana”. El ataque era todavía más violento: “Nuestro héroe, que pertenecía a los animales hediondos y las víboras de la literatura del siglo xvm, difundía el mal olor en torno suyo y lanzaba veneno”. “No hay duda de que hasta un perro, si pudiera dársele el don de hablar y escribir, y garantizarle la edad y la des vergüenza de Nicolai, trabajaría con el mismo éxito que nuestro héroe.” Al final aparece un último golpe contra los escritos de Nicolai: “Si todavía se leen, debe ser*durante las horas de
lá'digestión, para divertirse con las extraordinarias sinuosidades y los recovecos de lo trivial y lo nulo que empiezan a notar ellas mismas que están vacías/' El nombre del autor de esa sátira despiadada puede causar sorpresa durante unos instantes. Es Johann Gottlieb Fichte, el autor de los famosos Discursos a la nación alemana; el pensador agudo de la Doctrina de Ja ciencia, una de las creaciones más grandiosas del intelecto filosófico; el autor sagaz del Método para llegar a la vida beatífica. ¿Cómo es posible que un filósofo tan serio haya escrito algo tan violento? Entenderá muy poco la naturaleza de la filosofía quien suponga que ésta se agota en ensimismamiento tranquilo y reflexiones silenciosas. Los filósofos muestran desde siempre un rostro doble: con una parte dirigida .hacia su interior y la otra hacia la realidad/con el apremio de transformarla a partir de las ideas. Esa voluntad no puede observarse en ninguno de los filósofos modernos con tanta intensidad como en Fichte. Dijo de sí mismo: “no tengo ninguna disposición para ser erudito de oficio; no puedo limitarme a pensar, sino que tengo que actuar”; "tengo proyectos grandes y ardientes. . . Mi orgullo consiste en pagar con obras mi lugar en la humanidad, darle una consecuencia a mi existencia en la eternidad para la humanidad y todo el mundo intelectual”. Por eso lanzaba manifiestos, panfletos, proclamaciones y discursos. Por eso interviene de manera apasionada en las polémi-
cas sobre la Revolución Francesa. Uno de sus escritos polémicos sobre ese tema llevaba el título revelador de: Reivindicación ante los soberanos de Europa de la libertad de pensamiento , reprimida por ellos hasta, ahora . Por eso, no se conformaba con convencer a los hombres, sino que deseaba ardientemente convertirlos a su verdad; como sus contemporáneos se negaban todavía a comprender lo que le interesaba, publicó un escrito, con el temerario subtítulo: Informe más claro que el sol . . . Un intento de obligar a los lectores a comprender. También era poderoso el efecto que causaba Fichte personalmente. Uno de sus oyentes comenta a ese respecto: “Ni siquiera habla de manera agradable, pero todas sus palabras tienen peso y fuerza. Sus principios son severos y poco suavizados por consideraciones humanitarias. Es temible cuando lo provocan. Su espíritu es inquieto y está sediento de oportunidades para actuar en el mundo. Sus conferencias públicas son ruidosas como una tormenta que descarga su fuego a golpes. Eleva el alma, y no desea hacer hombres buenos, sino grandes. Sus ojos son severos y su modo de andar desafiante. Desea dirigir el espíritu de su época por medio de su filosofía; su fantasía no es florida, sino enérgica y poderosa. ”Sus imágenes no son cautivadoras, sino osadas y grandiosas. Llega hasta los puntos más internos y profundos de sus temas y se pasea por el campo de los conceptos con tal natura-
lidad, que no sólo da la impresión de que vive en ese país invisible, sino que lo rige.” De esa voluntad poderosa de actuar nacía la violencia con la que trataba a sus contemporáneos. Quiere hablar “espadas y rayos”. Siempre estaba dispuesto a pelear. No toleraba que lo contradijeran, y a quienes no estaban de acuerdo con él los cubría de injurias iracundas, como al buen Nicolai, o les negaba completamente la existencia, como lo hizo con un bondadoso contemporáneo llamado Schmid: “Declaro que. . . en lo que a mí concierne, el señor Schmid no existe como filósofo.” Fichte no dejaba de sentir un placer feroz al actuar en esa forma. “Quien desee que se renueven las querellas de Lessing, que me provoque. Por supuesto, tengo cosas más serias que hacer que pelearme con los perros por las sobras de la mesa; sin embargo, de vez en cuando. . . no es tan malo sacudir a uno para que los demás pierdan el deseo de pelear.” Así, no es muy sorprendente que el famoso jurista Anselm Feuerbach escribiera: “Es peligroso tener disputas con Fichte. Es un animal indómito que no soporta ninguna contradicción y que considera a quienes se oponen a sus insensateces como enemigos personales. Estoy convencido de que sería capaz, si fuera el tiempo de Mahoma, de representar a un mahometano, y que impondría sus enseñanzas científicas con la espada y la prisión, si su cátedra fuera el trono de un rey.” Sin embargo, esa no es sino una de las caras de ese filósofo. Junto al peleador violento se
encuentra el hombre de los esfuerzos silenciosos y profundos para lograr comprender. Si dijo en cierta ocasión: “Sólo tengo una pasión, una necesidad y un sentimiento pleno de mí mismo, que es: proyectarme al exterior”, en otra habló de su “amor decisivo por una vida especulativa”. “Cuando el amor por la ciencia y, sobre todo, por la especulación se apodera del hombre, lo afecta de tal modo que no conservará ningún otro deseo sino el de dedicarse con calma a ellas.” “Y si viera ante mí una vida de varios siglos, sabría de todos modos organizar desde ahora mismo la distribución de mi tiempo, de tal modo que no me quedaría ni una sola hora libre para hacer revoluciones.” Finalmente, Fichte podía hablar con palabras tranquilas y extrañamente conmovidas sobre el “anhelo de eternidad”: “Ese afán de unirse y fusionarse con lo imperecedero es la raíz más profunda de toda existencia finita. . lo eterno nos rodea continuamente y se ofrece a nosotros, de tal modo que no tenemos que hacer otra cosa más que asirlo.” No hay duda de que un hombre tan lleno de contradicciones no puede llevar nunca una vida regular y tranquila. Así pues, la vida de Fichte fue un movimiento continuo de subidas y bajadas, un paso incesante de los ascensos a los hundimientos. Nació en 1762, en una pequeña aldea de la Alta Lusacia, de padres pobres. Su primera ocupación fue la de pastorcillo y puede suponerse que los gansos que estaban a su cuidado experimentaron, sin duda, ya entonces, su
deseo de dominación. El modo como salió de su medio natal podría ofrecer tema para un. relato edificante. El propietario de las tierras fue un domingo al mediodía a la aldea y se sentía muy afligido por haber perdido el sermón. Lo consolaron diciéndole que el pastorcillo Fichte podía repetir todos los sermones de memoria. En efecto, el pequeño Fichte imitó al párroco en el modo de hablar, .el tono de voz y los gestos de manera tan perfecta que el propietario, extasiado, tomó la determinación que, a fin de cuentas, permitió al mundo filosófico contar con su Fichte: hizo que el zagal estudiara a sus expensas. Cuando Fichte ingresó a la Universidad de Jena7 después de cumplir con sus estudios escolares volvió a tener dificultades de orden económico. Su aristocrático protector murió y sus herederos no estimaron mucho sus característicos arranques filantrópicos. Negaron a Fichte un estipendio que les solicitó; entonces se abre camino penosamente con lecciones privadas. Fichte salió de esa miseria gracias al ofrecimiento de que fuera a Zürich como profesor particular. Sin embargo, opinaba que antes de poder educar a los hijos era preciso educar a los padres. Así, llevó consigo un Diario de las fallas más notables de la educación y convenció a los padres de sus pupilos de que le permitieran leerles algo de ese libro semanalmente. Puede comprenderse que eso no les causó placer durante mucho tiempo y que, finalmente, aceptaron la terca amenaza de abandonar su casa de aquel
pedagogo violento y obstinado. Desde luego, Fichte no comprendió de quién era la culpa. Escribió a su hermano: “Tuve que tratar desde el principio con gente testaruda. Finalmente, cuando había logrado prevalecer y los había obligado a la fuerza a respetarme, les había anunciado ya mi decisión de abandonarlos; luego, yo fui demasiado orgulloso para retirarla y ellos demasiado cobardes/' De todos modos, en otro aspecto, Zürich no dejó de tener resultados para Fichte. Pues en ese periodo de tiempo se enamoró y comprometió en matrimonio. Con respecto a cómo se desarrolló el noviazgo, se expresa unas veces en una for ma y otras en otra. Por una parte, podía escribir ardientes cartas de amor: “Desearía poder trasmitirte mis sentimientos tan ardientemente como se agolpan en mi pecho, y amenazan con desga rrármelo, en este preciso momento.” Incluso le compuso una poesía a su amada, aunque sólo una, y para ello, como lo confesó él mismo, necesitó una hora para cada rima. No obstante, por otra parte, se llenaba de escrúpulos y le escribió a su hermano: Siento .“en mí demasiada fuerza y un impulso excesivo como para cortarme las alas por medio del matrimonio y someterme a un yugo del que ya nunca podré liberarme”. Pero puesto que la novia, con el temperamento dulce que tenía, estaba dispuesta de buena gana a someterse a las condiciones de la vida pedagógica de Fichte, le pareció a éste, por fin, que lo más correcto sena casarse con ella.
La conclusión de su trabajo como preceptor obligó a Fichte a abandonar .Zürich. Se fue a Leipzig y trató de ganarse el pan y de hacerse famoso de un modo bastante curioso. Primeramente, a pesar de su fracaso evidente en el campo pedagógico, deseaba convertirse en preceptor de los príncipes. Como no pudo lograr nada en ese sentido, hizo planes, animado probablemente por su compromiso matrimonial, para editar una Revista de formación femenina. Pero ningún editor quiso correr el riesgo de confiar precisamente ese tema a un hombre como Fichte. Tampoco tuvo éxito con novelas cortas y obras dramáticas. De la letargía en que cayó debido a todos esos fracasos, lo sacó un suceso imprevisto que lo hizo inclinarse hacia el otro lado más tranquilo de su naturaleza, de tal modo que resultó decisivo para toda su vida posterior. Un estudiante le pidió que le diera clases particulares sobre la filosofía de Kant, y fue así como Fichte llegó a conocer a fondo al más grande de todos los filósofos de su tiempo. En una carta describe lo mucho que le afectó ese acontecimiento: “Me fui de Zürich con los planes más ambiciosos. . . En poco tiempo fracasaron todos esos proyectos y me encontraba muy cerca de la desesperación. Disgustado, me arrojé sobre la filosofía de Kant. . . que anima el corazón y hace que uno se rompa la cabeza. Encontré en esa forma una ocupación que me llenaba el corazón y la cabeza; pude dominar mi temperamento impetuoso, y esos días fueron los más felices de toda mi vida. De
un día para otro, necesitando alimentos, fui quizá, en aquellos tiempos, uno de los seres humanos más felices de todo el globo terráqueo.” Desde luego, la miseria exterior seguía vigente. Fichte no podía quedarse en Leipzig y, finalmente, encontró empleo como preceptor, esta vez en Varsovia. Pero volvió a suceder lo mismo que en Zürich, que no le fue posible entenderse con la madre de sus pupilos. No obstante, Varsovia tuvo algo de bueno, ya que recibió una indemnización considerable al abandonar su empleo. Ese dinero le permitió visitar en Konigs berg a Kant, al que veneraba desde lejos. Sin embargo, Kant, a quien, evidentemente, Fichte se acercó muy impetuosamente, se mostró reticente al principio y se abrió a él, pero con titubeos. El dinero se esfumó muy pronto de entre sus manos y el intento que hizo para que Kant le concediera un préstamo fue también un fracaso. Entonces hizo acto de presencia otro de los golpes de suerte que fueron tan numerosos en la vida de ese hombre impetuoso. Fichte escribió en cuatro semanas una obra con el título de Ensayo de crítica de todas las revelaciones. Kant alabó el manuscrito y lo recomendó a su editor; pero éste, por inadvertencia, lo publicó sin el nombre del autor, y todo el mundo consideró que el libro era una obra del mismo viejo Kant, del que se esperaba precisamente en aquel entonces que hablara sobre ese tema. Incluso el /e naische Allgemeine Literaturzeitung (Periódico
Literario de Jena), el órgano científico más importante, escribió: “Cualquiera que haya leído aunque sólo sea el más pequeño de los escritos que le granjearon al filósofo de Konigsberg el reconocimiento imperecedero de la humanidad, reconocerá inmediatamente al autor brillante de esa obra.” Cuando se supo finalmente que el autor no era Kant, sino Fichte, era ya demasiado tarde para que la obra perdiera la fama lograda, Fichte era considerado ya como el autor de un libro que hubiera sido digno de Kant; por ende, en opinión del mundo de su tiempo, era ya un filósofo de primer plano. Entonces, Fichte recibió muy pronto el ofrecimiento de un puesto en una universidad, precisamente en la de Jena. Fue muy bien recibido y los estudiantes se precipitaban a sus conferencias. Sin embargo, su temperamento agresivo hizo que se viera envuelto muy pronto en nuevas dificultades. Atacó a las asociaciones de estudiantes, que observaban un comportamiento muy licencioso, y entre las cuales “el mérito de ser un espadachín de primer plano vale más que cualquier otro honor”. A partir de ese momento, los estudiantes comenzaron a escandalizar en sus conferencias; insultaban en la calle a la esposa de Fichte. Finalmente, tomaron las armas que les parecían más convenientes, o sea, los adoquines de las calles, para romperle al profesor los cristales de las ventanas. Fichte estaba, naturalmente, indignado: “Sentí que me trataban de manera más indignante que al peor de los malhechores,
y que yo y los míos quedábamos a merced de las travesuras de chiquillos llenos de maldad.” No obstante, los colegas le desaconsejaron que tomara represalias, con el extraño argumento de que: “el testimonio más honroso de la rectitud de un profesor es el de que le apedreen frecuentemente las ventanas”. Incluso Goethe, el ministro de Weimar, escribió muy irónicamente con respecto a la doctrina del yo de Fichte, que establecía una soberanía absoluta sobre el mundo, el noyo: “Vieron al yo absoluto muy abochornado y,, desde luego, es muy descortés por parte de los no yos, a los que, no obstante, se ha sometido, volar a través de los cristales de las ventanas. Pero le sucedió lo mismo que al Creador y Conservador de todas las cosas, que, como nos dicen los teólogos, no logra entenderse con sus creaturas.” En un segundo caso, todavía más grave, Goethe intervino como apaciguador. Uno de los alumnos de Fichte preparó un escrito en el que sostenía la tesis de que no existía ninguna religión verdadera, sino que todas las creencias son sólo moral. Fichte publicó esa tesis, pero añadió un ensayo propio tratando de debilitar las conclusiones radicales a que había llegado el discípulo. De todos modos, acusaron de ateísmo, por medio de un folleto anónimo, a Fichte y su alumno. El asunto llegó muy pronto a círculos más elevados; el gobierno del elector de Sajonia amenazó con ya no permitir que sus súbditos estudiaran en Jena. Hubiera sido posible arreglar amistosamente la disputa; Schiller, el colega de
Jena, y Goethe intervinieron en ese sentido. Pero se atravesó la testarudez de Fichte, el cual prefería “ser derrotado valerosamente” que abandonar la partida. Cuando alguien le indicó la posibilidad de que recibiera una amonestación, envió al Ministerio una carta amenazadora debido a la cual lo destituyeron de su cargo, en forma no precisamente amistosa. Felizmente, había monarcas que tenían puntos de vista más tolerantes a ese respecto que el elector de Sajonia. Cuando Fichte fue a Berlín para buscar un nuevo campo de actividades, y cuando la policía puso reparos a la permanencia en la ciudad de ^aquel sujeto sospechoso, el rey de Prusia declaró: “Si es cierto que se ha enemistado con el buen Dios corresponderá a éste arreglar ese asunto con él; a mí no me concierne en absoluto.” Animado por las perspectivas de tolerancia, Fichte se estableció en Berlín, se sostuvo al principio dando conferencias y, finalmente, lo llamaron a la universidad recién fundada. Allí desarrolló una actividad considerable. La agudeza y la profundidad de sus conferencias filosóficas atraían a ellas no sólo a los estudiantes, sino también a personalidades importantes del Estado y del mundo intelectual. Sólo la Academia Prusiana dudó en aceptarlo entre sus miembros, lo que hizo que el famoso médico Hufeland sentenciara maliciosamente que la clase filosófica de la Academia no lo había aceptado precisamente porque era filósofo.
Tampoco en Berlín/frente al caos político de aquellos años, Fichte podía ni deseaba limitarse a su trabajo de enseñanza de la filosofía. Precisamente entonces su intención es llevar a la práctica la filosofía. Así pues, con sus Discursos a Ja nación alemana, intervino decisivamente en los esfuerzos tendientes a la creación de un nuevo Estado Prusiano, desde luego, no enteramente sin ideas raras acerca de su colaboración. Cuando estalló la guerra, se ofreció como voluntario, con la intención de marchar con los soldados, como una especie de predicador mundano, y “para empapar de Dios ^ los combatientes”. Sin embargo, el rey no aceptó su alistamiento y consoló a Fichte diciendo que “quizá sería necesaria su elocuencia después de la victoria”. Fichte no sobrevivió mucho a la declaración de paz. Su esposa, como enfermera de un hospital, contrajo una fiebre violenta. Ella sanó, pero Fichte se contagió. Murió el año de 1814, a los 52 años de edad. Si nos representamos la vida y la naturaleza de este hombre, tan apasionadamente inclinado a actuar y, sin embargo, al mismo tiempo, tan dado a ensimismarse en sus pensamientos, no podremos sorprendernos de que también su filosofía se encuentre en tensión entre esos dos impulsos. A quien considera decisivos los actos, debe parecerle importante la acción, el yo activo, también en los esquemas filosóficos. Por otra parte, a quien se siente impulsado tan perentoriamente a la concentración, deben abrírsele tam-
bién los misterios más recónditos de la realidad. Eso'es lo que sucedió de hecho con la filosofía de Fichte. Se inicia con el concepto del acto absoluto y concluye en que el yo. activo se hunde en el abismo de la divinidad. Por lo que se refiere a lo primero, Fichte se unió a Kant al principio. Éste mostró que la naturaleza del hombre se encuentra en la libertad, de la cual nos aseguramos en la experiencia de una obligación absoluta, de la ley moral. También Fichte considera que la exigencia de la moralidad es lo que sugiere la idea de la libertad y lo que se manifiesta en la conciencia. La libertad, tan segura de sí misma como la naturaleza fundamental del hombre, se convirtió para Fichte en la idea en tomo a la que gira todo su pensamiento. No obstante, al reflexionar en su naturaleza oculta, es conducido a pensar en ella de modo más radical de lo que pudo Kant. Precisamente, Fichte descubrió una inconsecuencia en el concepto de Kant sobre la libertad. Aunque el yo se considera libre en el fondo de su naturaleza, Kant lo veía, al mismo tiempo, como muy limitado. Esto resulta particularmente evidente cuando entra en funciones el conocimiento. Entonces el yo depende de algo que no es él mismo, aunque no, como lo interpretan algunos inocentemente, de las cosas aparentes, de modo que el papel desempeñado por el conocimiento fuera simplemente el de reproducirlo todo. Kant consideraba, además, que la actividad propia del sujeto actúa de diversas maneras en el
saber. Pero el yo no crea la idea de las cosas del todo a partir de su libertad. En eso depende más bien de algo que está fuera de sí mismo: de la “cosa en sí” que se anuncia eii las sensaciones. A Fichte le parece que una limitación seme jante, impuesta por medio de una “cosa en sí” que existe por sí, es incompatible con la libertad. Si se considera a esta última como la naturaleza básica del hombre, todo lo que suceda con el yo, también su conocimiento, debe ser el resultado de sus propios actos. A partir del concepto bien entendido de la libertad no puede haber, junto al yo, un mundo que existe independientemente. Lo que nos parece ser el mundo, el con junto de las cosas que nos rodean, no existe en absoluto en la realidad. Es sólo una imagen que el hombre saca de sí mismo; es el bosquejo del mundo que, en su libertad, hace el yo creador. Esa formación de la imagen del mundo no se efectúa conscientemente, sino que es anterior a todo estado consciente; pero precisamente entonces es el yo independiente de influencias extrañas en u formación de la imagen del mundo y, por consiguiente, libre. Precisamente por eso, el pensamiento de Fichte fue el comienzo del Idealismo Alemán. Porque el concepto fundamental de este último es: sólo existe lo ideal, lo intelectual, el yo en su libertad. Por el contrario, la realidad del mundo se nos da tan sólo en nuestras imágenes; pero ni' siquiera esas imágenes son creadas por el mundo, sino que las producimos nosotros mismos.
En este concepto se encontró a sí mismo el filósofo de la vida activa, Considera que todo lo real es una obra del yo; no hay .nada que, a fin de cuentas, no pueda atribuirse a un acto libre de esa índole. Porque en realidad el ser es sólo el yo en su libertad; por causa de ésta es aquél el yo absoluto. Es un pensamiento extraordinario, y sólo un pensador con la violencia intelectual que poseía Fichte puede concebirlo. Aquí el poder del hombre sobre la realidad, cuya conquista es el gran empeño de la Época Moderna, llega a su extremo. Desde luego, Fichte tuvo que pagar un precio elevado por ese ascenso del yo humano al yo absoluto, ya que ante la libertad del yo, así carente de limitaciones, se pierde por completo la existencia autónoma de la realidad. Lo absoluto del yo provoca el fin del mundo. Pero la disolución es todavía más profunda. También el yo libre, cuando se considera tan absoluto como lo hace Fichte, se convierte en un yo vacío. Fuera de él no existe nada, ni un Dios, ni otros hombres, ni un mundo. Sin embargo, él mismo existe en la soledad más fría. Es cierto que es libre; pero, ¿qué puede hacer con su libertad en una realidad que se ha hecho irreal? En la anulación de toda realidad, se le escapa al yo también, a fin de cuentas, su propia realidad. Si todo cuanto parece existir se disuelve en puras imágenes, ¿puede el yo, como ser único, eludir ese destino? ¿Qué impide al pensamiento aplicar también al yo la supresión de todo ser?
De modo que finalmente lo que aún se piensa se convierte en: “una simple imaginación”, creada por el entendimiento, el “creador caprichoso y hueco de la nada para la nada”. Fichte mismo saca esta conclusión. “En ninguna parte tengo conocimiento de ningún ser y ni siquiera del mío propio. No hay ningún ser. —Yo mismo no sé absolutamente nada ni soy nada. Las imágenes son: lo único que existe, y tienen conocimiento de sí mismas, a la manera de las imágenes—; imágenes que desfilan efímeras, sin que haya algo junto a lo cual pasen; que se relacionan por medio de imágenes de las imágenes; imágenes, sin algo representado en ellas, sin significado ni finalidad. Yo mismo soy una de esas imágenes; no soy ni siquiera eso, sino tan sólo una imagen poco clara de las imágenes. —Toda la realidad se transforma en un sueño extraordinario, sin una vida que se sueñe y sin en espíritu que sueñe; en un sueño que se relaciona con un sueño de sí mismo.” Kant vislumbró lo tremendo de ese idealismo radical, en el que “el mundo, y con él nosotros mismos, desaparecemos en la nada absoluta”. Escribió lo siguiente sobre la Doctrina de la ciencia de Fichte: “me parece como una especie de fantasma que, cuando uno cree haberlo atrapado, no encuentra ningún objeto ante sí, sino que sólo se encuentra uno mismo, y de aquí sólo la mano, que trata de atrapar”. El horror ante ese torbellino de la disolución plena del mundo y del yo llevó a Fichte a reflexionar una vez más en la libertad, de manera
más profunda. Descubrió que: para que no se destruya a sí misma, no puede permanece* en lo absoluto carente de limitaciones. La libertad sólo puede evitar su fin si encuentra limitaciones originales, si en todo su absolutismo se concibe, al mismo tiempo, como libertad finita. De manera correspondiente, Fichte muestra que el yo, descendiendo hasta el fondo mismo de su naturaleza, es al mismo tiempo absoluto y finito. El hombre no es absoluto puro, como parecía al principio; es la duplicidad de lo absoluto y lo finito. El pensamiento audaz toca lo absoluto puro, pero n o. se pierde en él. A fin de cuentas, Fichte no es el profeta del yo absoluto, titánico y que se sobrepasa a sí mismo, en cosas, sino también los demás hombres. Fichte es el pensador de la contradicción en la que se basa la existencia del hombre, ese ser profundamente contradictorio. Fichte ve con mayor claridad lo finito en el hecho de que el yo debe representarse a otro ser igual a él, como fuera de sí mismo. Si se comprenden las cosas como simples imágenes del yo, de todos modos hay en el mundo no sólo las cosas, sino también los demás hombres Fichte no puede considerarlos como simples imágenes; precisamente el concepto de la libertad lo obliga a descubrir en ellos personalidades libres. Así Fichte tuvo que reconocer que junto al yo libre y al mundo de las cosas desarrollado gracias a su fuerza creadora, están los otros yos libres. Pero en esa forma tuvo que alterar el prin-
cipio fundamental de su pensamiento. El punto de partida no es ya el yo aislado, sino la comunidad de seres libres, el “reino de los intelectos”. Sin embargo, tampoco esta limitación de la libertad por medio de los otros hombres es suficiente para conjurar los peligros que hay en el hecho de que el yo se haga absoluto. Eso sólo es si la libertad experimenta sus límites en un aspecto más amplio y absolutamente decisivo. Dichos límites pueden verse cuando la mirada desciende al origen de la libertad. Fichte parte del hecho de que nuestra libertad no es libertad absoluta, sino una libertad ya determinada desde siempre, y eso a partir de su fundamento. Tiene sus raíces en la conciencia. Por ello, no podemos hacer ningún uso arbitrario de nuestra libertad; la conciencia siempre ha dispuesto de ella. En el origen de la libertad reina pues una necesidad más profunda. Fichte se dispuso a descender a tientas a las tinieblas de esa necesidad original y a rastrear lo imprevisible en la raíz de la libertad. No obstante, afirmaba Fichte, quien regrese a la base de la libertad debe dejar tras de sí a la libertad misma. Ésta debe convertirse en la pura indicación de su origen. Para que eso suceda, debe aceptar la disolución de su propio poder para, al morir, traer a la luz la verdadera realidad viva, el fundamento. Es “el destino inevitable de lo finito: sólo a través de la muerte puede llegar a la vida. Lo perecedero debe morir, y nada puede liberarlo del poder de su natu-
raleza''. “El yo debe ser aniquilado por completo.” Ahí veía el Fichte de los últimos tiempos la tarea primordial del hombre, también y precisamente con respecto a su presente que él denomina la época del egoísmo consumado. Cuando el hombre se encarga de esa extinción radical de su despotismo se eleva en verdad sobre sí mismo. Quien en un último sentido renuncia a lo absoluto de la libertad, descubre que ésta no se ha producido a sí misma. Divisa en el fondo de sí mismo lo verdaderamente absoluto: a la divinidad. Cuando “el hombre renuncia a su libertad y a su autonomía, y las pierde por la libertad suprema, se convierte en participante de lo único verdadero, del ser divino”. Así, el Dios absoluto toma el lugar del yo absoluto. Ese es el viraje grande y decisivo en el pensamiento de Fichte: “Sólo Dios existe y fuera de él nada”, puede decir ahora. Sin embargo, el hombre no es nada por sí mismo; lo que es esencialmente lo es como “existencia y manifestación de Dios”. En este pensamiento del Fichte de los últimos tiempos, se rompe definitivamente el autodominio del yo absoluto. Pero no con la violencia de una ruptura destructora. Más bien del modo tranquilo como el yo se hunde en la divinidad como en su origen más propio y su libertad se refugia en la libertad de Dios. “Vivir en Dios es ser libre en él.” Ésta es la última palabra de la filosofía de Fichte, el rebelde de la libertad.
SCHELLING O EL AMOR POR LO ABSOLUTO murió Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, el 20 de agosto de 1854, a la edad de casi ochenta años, su amigo real, Maximiliano de Baviera, hizo que grabaran en su lápida sepulcral las palabras: “Al primer pensador de Alemania.” Sin embargo, cuatro años antes su opositor más tenaz, Arthur Schopenhauer, escribió que Schel ling no “podía ser admitido en la honrosa sociedad de los pensadores de la raza humana”. El mundo contemporáneo hablaba en esa forma tan contradictoria de ese filósofo. Y esa discrepancia en los juicios se extendió a lo largo de todo el tiempo que duró su vida. Schelling, como pocos otros pensadores, fue combatido y defendido, honrado y vilipendiado apasionadamente, amado y odiado al mismo tiempo. Schopenhauer denominó su pensamiento “filosofía falsa”, “charlatanería elaborada en un día”, “chismes desvergonzados y llenos de afectación”. Muchos contemporáneos estaban de acuerdo con esos calificativos. El filósofo Ludwig Feuerbach hablaba de una “filosofía de la conciencia culpable”, una “bufonada teosófica del Cagliostro filosófico del siglo xix”. Otro adversario designaba a la filosofía de F. W . Joseph Schelling como una “farsa representada. . . absolutamente en el vacío”. Cuando
Otros emiten juicios diferentes. Para Alexan der von Humboldt, el famoso naturalista, Schel ling era “el hombre más genial de la patria alemana”. El rey de Prusia lo invitó a que fuera a la Universidad de Berlín como el “filósofo elegido por Dios y llamado a ser el maestro de su tiempo”. Goethe loaba en Schelling “al talento superlativo que conocimos y honramos durante mucho tiempo”. También él acuñó la hermosa frase de que en el pensamiento de Schelling “resulta siempre agradable encontrar la mayor claridad con la profundidad máxima”. Y si sus adversarios, en el exceso de su odio, comparaban a Schelling con Lucifer y Judas, también la admiración sobrepasaba a veces toda medida, convirtiéndolo en un segundo Cristo. Cuando un pensador es tan combatido como Schelling, puede suponerse que su personalidad también muestra tensiones que se alejan mucho del temperamento equilibrado que se atribuye comúnmente a los filósofos. En realidad, la naturaleza de Schelling estaba llena de contradicciones. Por una parte, tenemos la osadía con la que Schelling se enfrentó a los poderes espirituales de su tiempo. Esa audacia, que se expresaba con frecuencia en duras polémicas contra los enemigos de su persona y sus teorías, lo hacía capaz, al mismo tiempo, de lanzarse a terrenos hasta entonces desconocidos del pensamiento. Apenas se había liberado de las cadenas de una teología que se había hecho rígida y al mismo tiempo,
había repudiado a los filósofos de las cátedras de Tübingen, a los que escarnece como “semihombres filosóficos”; apenas, había comprendido el impulso revolucionario de las ideas de Kant y Fichte; entonces se arroja apasionadamente a la' lucha filosófica, y con tan sólo 20 años de edad, lanza un esquema filosófico tras otro, seguro del éxito de sus teorías. En esta confianza escribe a su amigo Hegel: —“Se trata de que los hombres jóvenes, decididos, que osan y emprenden todo, se unan con el fin de llevar a cabo la misma obra desde puntos diferentes. . ., y la victoria será segura.” También del viejo Schelling dijo Steffens, su discípulo más notable, que “se oponía con valor y arrojo a todo el ejército de una época que devenía impotente”. Fue Carolina, la amiga y posteriormente esposa de Schelling, la que comprendió más profundamente la impetuosidad y la violencia de su naturaleza: es “una verdadera naturaleza original; considerado como mineral, granito puro”. Sin embargo, esa poderosa inclinación hacia la actividad externa se oponía a una tendencia igualmente fuerte a ocultarse, que con los años fue aumentando cada vez más. Sobre todo, la muerte de su amada esposa arrastró nuevamente a Schelling hacia su propio interior. —“Ella es libre ahora —escribió— y yo también con ella; se ha cortado el último lazo que me unía a este mundo.” Poco después, cuando tenía treinta y seis años de edad, dijo Schelling: —“Siento cada vez más ansia de anonimato; si de mí dependiera, no
volvería a pronunciarse mi nombre, aunque nunca cesaría de luchar por lo que constituye mi convicción más viva.” A los años de las proposiciones filosóficas atropelladas siguieron pues tiempos de silencio. Apenas asistía Schelling todavía a su cátedra, y publicaba muy escasos testimonios de su creatividad. Finalmente, unos años antes de su muerte escribió: —“E s ... realmente así como yo . .. desde hace mucho tiempo, más o menos retirado de este mundo, sólo me siento feliz en mi trabajo. .. porque constituye toda mi vida, y en la misma proporción en que se acerca a su consumación, me invade el presentimiento de la paz eterna inminente.” La misma tensión entre el impulso hacia el exterior y la inclinación hacia su interior domina las relaciones de Schelling con sus contemporáneos. El joven estudiante ingresó en el Seminario Protestante de Tübingen y se relacionó estrechamente con un círculo de amigos del que formaron parte, en primer lugar, Hegel y Hold erlin. Más tarde, en Jena y Dresde, Schelling hizo amistad con los poetas y escritores románticos, con los hermanos Schlegel, Tieck y Novalis, con el mismo entusiasmo por las novedades intelectuales y con los mismos sentimientos impetuosos. Hay muy numerosos testimonios sobre la fuerza que sus palabras ejercían en quienes lo escuchaban. Steffens escribió sobre la entrada de Schelling a sus conferencias: —‘“En sus ojos grandes y claros brillaba una gran potencia intelectual.” El poeta Platen señala que después
de las palabras de Schelling se produjo un “silencio de muerte”, “como si toda la audiencia hubiera contenido la respiración”. Sin embargo, esa tendencia abierta hacia el mundo contemporáneo contrastaba fuertemente con su inclinación melancólica al retraimiento. Schelling, en sociedad, era a veces torpe y taciturno; muchas veces permanecía sentado en silencio, mientras sus amigos conversaban alegremente. Schiller se entristecía porque sólo jugaba con él a las cartas, sin llegar a sostener nunca una conversación importante. Schelling se encerraba a veces tan profundamente en la tristeza de su corazón que llegó a abrigar el pensamiento del suicidio, y Carolina no encontró otro remedio que pedirle a Goethe que se ocupara de él. Además, su afecto por sus amigos podía volverse repentinamente una brusca repulsión; el ejemplo más notable a ese respecto fue la amistad temprana con Hegel, que se transformó en amarga enemistad. Finalmente, Schelling se alejó tanto del mundo que lo rodeaba, que uno de sus contemporáneos escribió: —“Nos envía frases sacerdotales de un anacoreta, llenas de meditaciones sabias, pero sin actualidad, sin resonancia ni vibración.” Todas esas tensiones, todas esas subidas y ba jadas de la vida y la vivencia, fueron el tributo que el hombre Schelling tuvo que pagar al pensador Schelling. Porque precisamente de esa tensión de su alma obtuvo la fuerza y profundidad de sus discernimientos/ Sólo exponiéndose a lo
dudoso de la existencia pudo desempeñar su destino filosófico: ser el pensador de lo absoluto, que toma sobre sí el desgarramiento de la vida basado en el^amor de lo absoluto. Porque Schelling se ocupó de lo absoluto desde el principio. Primeramente se hizo seguidor.de Fichte. Como éste, el Schelling de los comienzos basaba todo en el yo humano como en el principio superior de la filosofía; es la única realidad propiamente dicha, descansa exclusivamente en su propia libertad, es, como formula Schelling de acuerdo con Fichte, “el yo absoluto”. Por el contrario, todas las demás realidades existen tan sólo en la imaginación de ese yo. No obstante, ese punto de vista no puede satisfacer al pensamiento de Schelling con tanta pasión entregado al absoluto. Justamente en el yo finito y humano, que debe ser el punto de partida absoluto de toda filosofía, descubrió Schelling un elemento que ya no es sólo finito y humano; lo llamó “lo eterno en nosotros”. El hombre que se examina a sí mismo tropieza con un fondo absoluto tal en el yo. Eso le es posible porque posee, además de otras posibilidades anímicas y espirituales, una capacidad particular: la “intuición intelectual”. “En todos nosotros existe una capacidad misteriosa y maravillosa de retirarnos de las vicisitudes del tiempo a nuestro yo más íntimo despojado de todo lo que viene del exterior, y ahí, bajo la forma de la inmutabilidad, contemplar lo eterno en nosotros.”
En esa intuición intelectual —según afirmaba Schelling—, el hombre descubre que lo que encuentra en el fondo de su introspección es más que él mismo: o sea, lo absoluto, lo divino mismo. Porque lo que se revela en esa forma no es sólo el fondo del yo humano, sino al mismo tiempo, de todas las demás realidades. Quien quiera comprender la realidad en todo, como es justamente la tarea de la filosofía, debe colocarse en su principio absoluto. Schelling exige que la filosofía deje atrás los puntos de vista finitos y se eleve hasta el de lo absoluto. Por ello el que filosofa, que sin embargo es él mismo un hombre finito, debe tomar todo en consideración desde el punto de vista de Dios. Esa fue la tarea verdaderamente titánica que se fijó el joven Schelling. s Con su viraje hacia lo absoluto, Schelling se encuentra en medio del movimiento que abrazó a los intelectos más despiertos de su tiempo. En todas partes se agitaba el anhelo por lo infinito. En todas partes se renovaba el antiguo pensamiento que había formulado, el último, Spinoza: ,que todo lo separado es en el fondo una unidad, que todo lo existente procede de un origen único e inagotable, que, como decía Schelling, “no hay ninguna realidad ni en nosotros ni fuera de nosotros que no sea divina”. Esa divinidad, sin embargo, no es el Dios que predica la doctrina cristiana: no el creador, que permanece extraño al mundo. Es la vida infinita, que en todo cuanto existe actúa como el principio más profundo.
Desde ese punto de vista, la naturaleza aparece sobre todo bajo una'luz diferente. Fichte sólo la había considerado también, como todo lo real, como algo que tiene importancia para el hombre; para él es el lugar en el que el hombre puede realizar su tarea ética. No obstante, eso es un “asesinato total de la naturaleza”. Contra ello aparece ahora en la generación naciente de poetas y filósofos un nuevo sentido de la naturaleza, inspirado por Herder y Goethe. Ahora se quiere comprender a la naturaleza en su propia vitalidad y no sólo en su. valor para el hombre y, al mismo tiempo, se quiere entender cómo actúa en ella la potencia creadora de la divinidad. También Schelling consideró a la naturaleza desde ese punto de vista. Desarrolló una filosofía naturalista y la opuso al desdén de Fichte. Esa es la obra más importante de la época del joven Schelling. Su filosofía de la naturaleza se diferenciaba esencialmente de que se comprende en la actualidad bajo esa denominación. No se trataba de interpretar los conceptos y los métodos de la investigación naturalista ni de reunir los resultados de las ciencias naturales. Schelling prefería considerar a la naturaleza como un organismo único, en el que todo está vivo; también lo muerto, bajo ese aspecto, es solamente una vida extinguida. La vitalidad interna de la naturaleza puede verse con claridad, sobre todo, en las polaridades que se presentan por doquier en ella:' en el campo inorgánico, por ejemplo, como los contrarios del magnetismo y la elec-
tricidad, en el de lo orgánico como la oposición de lo masculino y lo femenino, en toda la naturaleza como antagonismo entre la oscuridad y la luz. En esas polaridades se realiza la naturaleza, de producto en producto, como un devenir grande y vivo. Al final de la filosofía naturalista se presenta la pregunta de a dónde va a parar en último término ese devenir incesante. Schelling responde: al espíritu. Porque el producto más elevado de la naturaleza es el espíritu humano. Bajo ese aspecto, la naturaleza puede comprenderse retrospectivamente como un espíritu en devenir, como “la poesía original y todavía inconsciente del espíritu”. No obstante, el espíritu mismo sobrepasa a la naturaleza y lleva a la perfección, al mismo tiempo, lo que se encuentra latente en ella. La realidad pues, tal y como se la representa Schelling, abarca dos etapas que coinciden: la etapa inconsciente de la naturaleza y la etapa consciente del espíritu humano. En el segundo campo Schelling descubre las mismas leyes que actúan en la naturaleza. Támbién la existencia espiritual del hombre se consuma en tensiones y polaridades, en contrarios y en la reconciliación de éstos. Explicar esto es la tarea de la filosofía del espíritu, que complementa a la filosofía naturalista y va junto a ella. No obstante, la naturaleza y el espíritu se consideran como un proceso unitario. Todas las manifestaciones de la naturaleza y del espíritu son “miembros de un
gran organismo que desde el fondo de la naturaleza; en el que tiene sus raíces, se eleva hasta el mundo espiritual”. Lo decisivo para Schelling es, nuevamente, que tanto la naturaleza como el espíritu se consideran desde el punto de vista de absoluto: o sea, que en ellos reina la divinidad creadora. Eso se dice primeramente de la naturaleza. En todos los acontecimientos de la naturaleza actúa la divinidad. Por ello, para Schelling, todo ser natural —un árbol, un animal e incluso un pedazo de mineral— no es sólo un objeto observable del mundo exterior sino, al mismo tiempo, una expresión de la vida divina que rige en él. La naturaleza es “el Dios escondido”. Sin embargo, la naturaleza no es todavía la manifestación propiamente dicha de Dios. Sólo la razón es “la. imagen perfecta de Dios”. Por ello, el campo del espíritu y su historia denotan la presencia de Dios en todo lo real. “La historia, en su conjunto, es una revelación continua y gradual de lo absoluto”; es “un poema épico compuesto en el espíritu de Dios”. Así, a través de la naturaleza y el espíritu se lleva a cabo el proceso de la realización de Dios. Al final de este suceso se encuentra para Schelling el arte. Su filosofía del arte es la creación más propia y original de este pensador. También' considera al arte desde el punto de vista del devenir de la divinidad. Es “una manifestación necesaria y derivada directamente de lo absoluto”, incluso “la revelación única y eterna de la
divinidad”. Además, el arte supera a las otras dos manifestaciones de la divinidad en el mundo, debido a que en él se juntan las dos líneas separadas de este último. La obra de arte es el acto más sublime de la libertad humana; por ello, es lo más elevado en el campo del espíritu. Pero, al mismo tiempo, posee una forma material; por lo cual participa también de la nece sidad de la naturaleza. En la obra de arte se reconcilian pues la naturaleza y el espíritu, la necesidad y la libertad. En el arte, la divinidad, después de recorrer su camino dividido, llega nuevamente a su unidad. “Por ello precisamente el arte es lo supremo para los filósofos, porque les abre lo sacrosanto, donde arde con la misma llama lo eterno y lo original unidos, que se encuentran separados en la naturaleza y en la historia.” Cuando todo lo real se entiende en esa forma como autorrevelación de Dios, es inevitable la pregunta de cómo debe considerarse al mismo Dios. De hecho el pensamiento de Schelling se dirige incansablemente hacia ese tema; rastrea los misterios de lo absoluto mismo. Al principio, lo comprendió como un ser espiritual, o sea, como el yo absoluto. Pero más tarde se le mostró que: la divinidad no se encuentra solamente representada en el campo espiritual, sino también en la naturaleza. Así pues, el concepto de Dios como un yo, un sujeto, no es ya suficiente. En esa forma, debe, considerarse a Dios como elevándose sobre la bposición de naturaleza y es
píritu, del yo y el noyo, del sujeto y el objeto. Eso es lo que se entiende cuando Schelling lo caracteriza como la indiferencia total o la identidad absoluta. Dios es el punto de unidad en el que tienen su origen y su finalidad común todas las contradicciones de lo real. Desde luego, Hegel, su antiguo amigo, se burló de esos pensamientos. Denominó al absoluto indiferente de Schelling: “la noche en la que, como se acostumbra decir, todos los gatos son pardos”. En realidad, bajo un concepto seme jante de Dios, en el que “Dios y el universo son uno'Via autonomía de lo real finito amenaza con disolverse. Si todo existe sólo hasta el punto en que tiene su ser en lo absoluto uno e indiferente, desaparecen todas las diferencias de las cosas y, al final, éstas se convierten en una mera ilusión. Y no obstante, experimentamos las cosas como reales. Sí, su realidad es tal que es dudoso que se le pueda derivar en último término de Dios. Hay también, como lo acentuaba el mismo Schelling, en la naturaleza, “lo irracional y casual77, “los productos desordenados del caos” y “una autodestrucción de la naturaleza”. En el campo de lo vivo hay muchas ansias y codicias oscuras. Parece que “la divinidad reina sobre un mundo de espantos”. También en el hombre se encuen* tra, bajo la santidad de su espíritu, un impulso irracional. La existencia humana es “una vida de contradicciones y ansiedad”. Incluso la libertad, esa característica nobilísima de la naturaleza
superior del hombre, surge de lo irracional. “Toda personalidad descansa en un fondo oscuro.” El hombre puede incluso, precisamente en su libertad, volverse contra su origen, en el intento temerario de depender sólo de sí mismo. Por ello, el mundo de la historia ofrece “un espectáculo tan desconsolador que dudo absolutamente de que haya un objetivo y una base verdadera del mundo”. En resumen, Schelling dice finalmente: “El destino del mundo y de la humanidad es trágico por naturaleza”; el último aspecto de la realidad muestra una “infelicidad de todos los seres”. Schelling no llega por ese método a la conclusión de que esa realidad tan dudosa no puede tener su base en Dios. Por el contrario, afirma que también los elementos insumisos de la realidad deben comprenderse a partir de Dios. Pero eso es posible sólo si se revisa el concepto de Dios. Si todas las cosas y los sucesos que se oponen a la introducción en lo absoluto descienden de Dios, entonces, deben tener en él una raíz permanente; por ello, es necesario “atribuir a Dios algo negativo”. Dios debe ser considerado como contradictorio en sí mismo, sin detrimento de su unidad. Es preciso imaginarse que la divinidad se dividía originalmente en dos elementos: en el fondo oscuro —como la naturaleza de Dios— y en el espíritu divino consciente. A partir de estos dos elementos primarios se origina el devenir de Dios. Schelling, con especu-
laciones oscuras, trata de explicar cómo la divinidad se desarrolló a sí misma para hacer del mundo su representación externa. Refiriéndose a pensamientos del gran místico silesio Jakob Bohme, trata de mostrar cómo en Dios, partiendo de lo insondable de su libertad, el fondo oscuro . se separa, como un impulso, de su unión con el espíritu y dimana de la naturaleza no dividida de Dios. Schelling llamó a esto el “camino del dolor” de Dios, en el que “experimenta todo el horror de su propia naturaleza”. Pero precisamente ese camino de Dios es el principio de su devenir en el mundo. El impulso que se separa de la unidad de Dios y existe por sí solo, es lo que aparece ante nuestros ojos como naturaleza. Sin embargo, partiendo de su autoenajena miento, la divinidad tiende de nuevo a la unidad consigo misma. El punto decisivo del regreso es el hombre; “en él se encuentran el abismo más profundo y el cielo más elevado”. En su libertad, alcanza la posibilidad más extrema del ale jamiento de Dios. Pero al mismo tiempo es espíritu y puede por ello, precisamente en virtud de su libertad, volverse nuevamente hacia el espíritu divino. Con el hombre comienza pues el regreso de la parte desviada de la divinidad en el origen y con ello, la reconciliación del impulso y el espíritu en Dios. Precisamente así, el mundo finito regresará a lo infinito. Schelling dice lo siguiente, examinando retrospectivamente todo ese proceso: “el gran designio del universo y de
su historia no es sino la perfecta reconciliación y redisolución en lo absoluto”. Sin embargo, ese proceso, visto a partir de Dios, es el acontecimiento tremendo en el que el mismo Dios llega a la consciencia total de sí mismo; es el “proceso de la conscientización consumada, de la personificación consumada de Dios”. En las últimas décadas de su vida, Schelling se sumió cada vez más en los misterios de Dios y del mundo. Cada vez quiere llegar más cerca de la realidad de las cosas. Pero al mismo tiempo, quiere comprender esa realidad cada vez con más insistencia como autorrevelación de Dios, como efecto de sus actos libres e impenetrables. Sin embargo, ya no llegó a hacer públicos sus amplios bosquejos; sus palabras resuenan casi sin ser escuchadas en su tiempo. El hundimiento pleno del pensamiento en Dios como profundidad del mundo determina las ideas de Schelling hasta su muerte. Schelling mismo expresó lo que de renuncia para el filósofo lleva consigo ese amor apasionado por lo absoluto: “Sólo conocerá el fondo de sí mismo y toda la profundidad de la vida quien haya abandonado todo alguna vez y a su vez haya sido abandonado por todos, para el que se haya hundido todo y que se haya encontrado a solas con lo infinito: un gran paso, que Platón comparó a la muerte. Lo que escribió Dante sobre la puerta del infierno puede escribirse también, en otro sentido, sobre la entrada de la filosofía: "Quien aquí penetre, que abandone toda espe-
ranza/ Quien desee verdaderamente filosofar, debe estar libre de toda esperanza, de toda exigencia y de todo anhelo; no deberá desear, no saber nada, sentirse totalmente desnudo y pobre, dándolo todo para ganar todo. Ese paso es difícil, difícil, como dejar la última ribera.
HEGEL O EL ESPIRITU DEL MUNDO EN PERSONA un charlatán burdo, carente de ingenio, asqueroso e ignorante, que con una frescura sin parangón emborronó disparates e insensateces que sus venales adeptos pregonaron como sabiduría inmortal y que los idiotas aceptaron precisamente como tales.. . tuvo como consecuencia la corrupción de toda una generación erudita.” Esta frase, que no deja nada que desear en cuanto a claridad, no fue lanzada por alguien en el aturdimiento del momento; esa frase fue bien meditada y enviada a la imprenta, y el que la escribió es simplemente Arthur Schopenhauer. Éste no la pronunció movido por una explosión repentina de cólera. En lugar de ello, sus escritos están llenos de expresiones renovadas siempre contra Hegel. Lo llamó “patrocinador deplorable”, “falsario intelectual”, “enloquecedor”; su filosofía era “palabrería hueca”, “galimatías sin sentido”, una “bufonada filosófica”, un “embo rronamiento de cuartillas insensato, con palabras carentes de sentido, como sólo había podido verse hasta ahora en los manicomios”. Y ese hombre “que escribió insensateces como nadie antes lo había hecho”, ese “maestro de absurdos” con su “fisonomía de cervecero”, “pudo ser considerado durante treinta años en Alemania como el filósofo más grande”. Pero el futuro, según profe. “H e g e l ,
tizaba Schopenhauer, sacaría a la luz la verdad sobre Hegel. Puesto que ya ahora va “con pasos firmes hacia el menosprecio” y “le proporcionará al mundo posterior un tema inagotable para ridiculizar su época”. Pero, ¿cuál fue la realidad en cuanto a la reac ción de las generaciones posteriores ante Hegel? Desde luego, durante mucho tiempo permaneció casi olvidado. Pero después, a pesar de todas las profecías de Schopenhauer, su pensamiento llegó a tener una importancia que en los tiempos modernos sólo puede equipararse con la de Kant. Ha habido un número incalculable de escritos sobre Hegel7 congresos sobre Hegel en todo el mundo y hegelianós de todos los matices. Incluso quien se niegue a aceptar a Hegel, tendrá que tratar con él si es que quiere ocuparse verdaderamente de la filosofía. Sí, Hegel, por mediación de su discípulo Marx, participa incluso en los acontecimientos concretos de nuestra época; su pensamiento colabora en la transformación del planeta. Por el contrario, las tiradas de Schopenhauer contra Hegel han sido olvidadas. No sin razón. Porque el furor tumultuoso de sus expresiones puede también basarse en un resentimiento demasiado personal, ya que concursó con Hegel para la obtención de una cátedra universitaria y sufrió un lastimoso fracaso. Convencido de la importancia incomparable de su pensamiento, se dedicó como profesor privado de filosofía a dar sus conferencias a las mismas horas en que
enseñaba él famoso Hegel. No debe extrañar que los estudiantes se agolparan en la sala de conferencia de este último y se alejaran de Schopen hauer. Al cabo de un semestre tuvo que interrumpir sus conferencias, puesto que su auditorio se componía tan sólo de bancas vacías. Desde luego, es sorprendente que Hegel tuviera tanto auditorio; porque no era fácil comprenderlo y, por otra parte, no se distinguía precisamente por su elocuencia.* Existe una magnífica descripción debida a la pluma de uno de sus discípulos más distinguidos: “Cansado y triste, se sentaba con la cabeza inclinada, recogido sobre sí mismo y buscaba siempre y pasaba las hojas de su gran portafolio hacia adelante y hacia atrás, arriba y abajo; los constantes carraspeos y la tos impedían que sus discursos tuvieran ilación, cada frase quedaba aislada y era pronunciada con esfuerzo, entrecortada; cada palabra, cada sílaba salía como de mala gana, para obtener de la voz metálica y hueca en el dialecto plano de Suabia, como si cada una de ellas fuera lo más importante, una vehemencia profunda. Sin embargo, toda la imagen obligaba a un respeto tan profundo, hacía experimentar a tal grado la dignidad y atraía por una inocencia debida a la seriedad más poderosa, de modo que yo, a pesar de todo malestar.. . me sentía inevitablemente fascinado... En la profundidad * Con todo, sus conferencias tienen algo de fascinante; pero eso proviene del tema y de la fuerza con que lo había cautivado.
de lo aparentemente indescifrable revolvía e Hilaba aquel espíritu poderoso en una placidez y tranquilidad grandiosamente seguras. Entonces, se elevaba la voz, sus ojos despedían chispas sobre los asistentes y realzaba con un fuego todavía más fuerte su brillo profundo y lleno de convencimiento, mientras que, sin que le faltaran nunca las palabras, recorría las alturas y las profundidades del alma,” Ese posesionamiento del tema era característico de Hegel desde sus primeros tiempos. El alumno del Gimnasio de Stuttgart llevaba un diario en el que apuntaba muchas reflexiones graves, en parte en alemán y en parte en latín, observaciones precoces sobre Dios, el mundo, la felicidad, las supersticiones, las matemáticas y las ciencias naturales, sobre el curso de la historia universal e, incluso, sobre el “carácter del sexo femenino”. El joven Hegel tenía en poca estima el trato más cercano con éste. Se indigna con sus condiscípulos: “Los señores sacan a las jóvenes a pasear y se pierden y pierden su tiempo en forma lastimosa.” Sin embargo, cierto tiempo después, en osasión de un concierto, escribió en su diario: “La contemplación de hermosas doncellas contribuyó no poco a nuestro entretenimiento.” A pesar de esas pequeñas escapadas, el rasgo principal del carácter de Hegel seguía siendo una gravedad absoluta. Tampoco cambió cuando asistió a la universidad y logró ingresar en el Seminario Protestante de Tübingen, la antigua
y famosa escuela suabia de teología. Allí se hizo amigo con sus coetáneos Holderlin y Schelling, que tenía cinco años menos y era un niño prodigio precoz. Se entusiasmaron juntos por Kant y la Revolución Francesa, y Hegel permaneció fiel a esos ideales de juventud durante toda su vida: al filósofo Kant haciéndose él mismo filósofo, y a la Revolución Francesa, tomando ^todos los años, en su aniversario, una botella de vino tinto a solas. Sin embargo, el estudiante Hegel era seguramente, de entre los tres amigos, el que ocultaba con mayor cuidado su entusiasmo; en todo caso, los otros le dieron el sobrenombre de “el anciano”. Después de sus estudios, Hegel se convirtió al principio en profesor particular; Holderlin fungía como agente de empleos. Pero luego fue llamado por Schelling que mientras tanto, a los 23 años de edad, había sido nombrado profesor, como catedrático auxiliar a Jena, la ciudad que en aquel entonces se consideraba como la capital de los filósofos. Allí dio conferencias difíciles de comprender y llenas de pensamientos profundos. El sueldo era módico, razón por la cual tenía que pedir regularmente ayudas y donativos a Goethe, el ministro pertinente de Weimar. En Jena presenció la invasión de los franceses; cuando Napoleón visitó la ciudad, Hegel escribió que había visto a caballo “al alma del mundo”. El alma del mundo desde luego no fue muy bondadosa con él, puesto que su casa fue saqueada; finalmente, como consecuencia de la confusión
creada por la guerra, se suspendieron los sueldos, y el filósofo sin trabajo tuvo que buscar otra profesión. Se ocupó primeramente como redactor en Bamberg; sin embargo, pronto se cansó de las “galeras de periódicos” y se fue a Nuremberg, como rector de un gimnasio. Del modo como el grave filósofo desempeñaba y soportaba su profesión de dar clases, a los niños, poseemos un bonito testimonio en una carta del poeta Cíe mens von Brentano: “En Nuremberg encontré al honorable y rígido Hegel como rector del gimnasio; leía libros heroicos y de los Nibelun gos, y entre las lecciones, para poder gozarlos, los traducía al griego/7 Finalmente, a los 46 años de edad, Hegel se convirtió en profesor, primeramente en Hei delberg y7 después, en Berlín. Allí, desde luego, necesitó cierto tiempo para acostumbrarse. Consideraba las grandes distancias como muy pesadas. Además, las “tiendas malditas y numerosas en que se vendía aguardiente” le eran antipáticas y se preocupaba por el alto costo de los víveres y la vivienda. Pero muy pronto se encontró a gusto en Berlín, y lo comprendió todavía mejor cuando hizo un viaje para visitar Bonn, que no le agradó en absoluto. A ese respecto, le escribió a su esposa: “Bonn es una ciudad muy accidentada, de callejuelas muy estrechas; pero sus alrededores, sus panoramas y su jardín botánico . .. son hermosos, muy hermosos. Sin embargo, me encuentro más a gusto en Berlín.” Esto puede comprenderse mejor cuando se lee lo que escri-
bió el primer biógrafo de Hegel sobre su inclinación a la vida social: “Hegel se complacía extraordinariamente en compañía de las mujeres berlinesas, del modo como ellas, por su parte, trataban con predilección al buen profesor, deseoso siempre de bromear.” Desde luego, no siempre tenía Hegel esa amabilidad. El biógrafo añade: “Su ira y su enojo eran muy fuertes, y cuando creía alguna vez que debía odiar, lo hacía de la manera más concienzuda. También en sus críticas era temible. Cuando la tomaba con alguien, podían comenzarle a temblar las piernas.” No esj&traño, en esas condiciones, que tuviera también fricciones con sus colegas. Por ejemplo con el obstinado profesor auxiliar Schopenhauer y, sobre todo, con Schlei ermacher, con el cual Hegel intercambiaba como colega direcciones de vinaterías, pero no se entendía muy bien. Se decía incluso en la alta sociedad que, con ocasión de una discusión sobre una disertación, se habían atacado el uno al otro con cuchillos, y no les quedó otro remedio para desmentir en público ese rumor que, puestos de acuerdo, deslizarse juntos por la montaña rusa en el Tívoli. Sin embargo, mientras todo eso ocurría al margen, lo importante es que Hegel desarrollaba una actividad muy poderosa en la Universidad, que lo convirtió muy pronto en el filósofo de Alemania. Sus conferencias estaban atestadas de oyentes y no sólo asistían estudiantes, sino también “funcionarios, militares de alta graduación
y consejeros secretos”. Su filosofía, como la de su precursor Fichte, se hizo cada vez más determinante para la personalidad espiritual del estado prusiano. Desde luego, éso no duró mucho. En 1831, a los 61 años de edad, murió Hegel, víctima
Éste, en los conceptos muy meditados de su Ética, opone bruscamente el deber a la inclinación y con ello desgarra al hombre en dos mitades: en el “yo propiamente dicho”, que es consciente de las leyes morales, y en el “yo empírico”, con $us inclinaciones reprobables. En contra de eso, Hegel se dedicó a recuperar la “unidad de todo el hombre”. La encontró en el amor. Éste puede ser expresión de la naturaleza moral del hombre y corresponder también a sus inclinaciones naturales. En esa forma, la cuestión relativa a la naturaleza del amor fue el punto de partida del pensamiento de Hegel; aquí hizo sus primeros descubrimientos decisivos, que forman el esquema para toda su filosofía posterior. Porque en el amor encontró Hegel por primera vez un elemento que después volvió a descubrir en la realidad total: la dialéctica. Las raíces de ésta no se encuentran pues en el pensamiento abstracto; su descubrimiento surge más bien de la observación de un fenómeno concreto. A partir de eso, Hegel llegó al concepto de que la dialéctica no es originalmente un objeto de la reflexión filosófica, sino el elemento estructural esencial de la realidad. ¿Qué pertenece al amor como un proceso vital entre amantes? Primeramente, debe existir un amante; éste debe decirse a sí mismo: soy; debe aceptarse y afirmarse a sí mismo. Esto es, enunciado de manera formal, la tesis en la estructura total del acto de amor. Pero, además, el amor exige que el amante salga de sí mismo y se
entregue al ser amado, que se olvide en éste y con ello se enajene de sí mismo. Prescindiendo así de sí mismo, niega el establecimiento inicial de sí mismo y coloca al otro frente a sí. Por ello, a la estructura formal del amor no sólo pertenece la tesis, sino también la antítesis que niega. Sin embargo, en esa forma todavía no se ha comprendido plenamente el fenómeno. Lo decisivo es que el amante, al olvidarse en el ser amado, precisamente por ese medio se vuelve a encontrar propiamente a sí mismo; en la entrega al ser amado se hace consciente de sí mismo en un sentido más profundo. Porque “la naturaleza verdadera del amor consiste en abandonar la consciencia de sí mismo, olvidarse en otro yo, pero en esta pérdida y olvido, tenerse y poseerse a sí mismo”. Aquella negación en la antítesis, es pues negada a su vez. El enajenamiento desaparece y precisamente en esa forma tiene lugar una verdadera síntesis entre el amante y el amado. El suceso del amor muestra pues la estructura de un proceso dialéctico, a saber, de un acontecimiento vital. “El ser amado no se opone a nosotros, sino que es uno con nuestro ser; nos vemos únicamente a nosotros mismos en él —y. luego, sin embargo, vuelve a no ser nosotros—, un prodigio que no podemos comprender.” Ahora bien, si el amor es un acontecimiento de la realidad, entonces eso significa que en la realidad se encuentran la dialéctica, la oposición y la conciliación del antagonismo.
AI profundizar todavía más en el amor, Hegel descubrió que no es un suceso aislado en el complejo de la realidad, sino que domina a ésta de múltiples maneras; es un acontecimiento básico de la realidad. Toda vida tiene lugar en relaciones amorosas y se conserva sólo por ellas. Sin embargo, esto quiere decir que lo que aparece en el amor es la vida misma. Eso lo saben también los amantes: al ser subyugados por el amor, presienten que en ellos reina invisible la vida; en el amor “se encuentra la vida misma”. Así, tras lo visible del amor, según Hegel, se abre “un todo infinito de la vida”: a saber, como el fondo del que surge todo lo vivo. En esa forma, el pensamiento de Hegel se vuelve por primera vez filosófico en un sentido más profundo; ya no examina simplemente lo que tiene ante los ojos, sino que se pregunta por el fondo ontológico de lo visible. Y ve que lo que resulta evidente en el amor, la vida total, es precisamente el fondo de la realidad; en todo lo que existe corre la única, gran vida. Así, como la realidad en todas las realidades, Hegel designa al fondo ontológico también como “la vida absoluta” o, a secas, “lo absoluto”. El que basara en ello toda la realidad, y que considerara todo como manifestación del único absoluto, es la intención primordial de la filosofía de Hegel. Eso fue también lo que le dio a su pensamiento su carácter metafísico. Ahora bien, es preciso con siderar la realidad precisamente desde* el punto de vista de lo real propiamente dicho, de lo ab-
soluto; la filosofía se convierte en lá ‘‘ciencia absoluta”. Ese hecho le parecía a Hegel urgente, particularmente en su época, debido a que ésta ,se caracteriza por “el absoluto desaparecido del fenómeno de la vida” y por “el sentimiento: Dios mismo está muerto”. Por eso lo que importa —piensa—, de manera decisiva y precisamente en su tiempo es devolver sus derechos a lo absoluto. Ahora bien, como sigue comprobando Hegel, la vida absoluta muestra la misma estructura dialéctica que su expresión más elevada, el amor. También esto es visible en los amantes si se considera su amor como expresión de la vida que existe en ellos. Sienten que es la misma y única vida que los invade; hay pues en el origen una unidad de la vida. Pero, al mismo tiempo, los amantes se saben seres separados; experimentan el dolor del desgarramiento. Aquella vida unitaria se muestra como esparcida en una multiplicidad de seres vivos. En esa forma se produce la división en la vida originalmente unitaria: “la necesaria partición es un factor de la vida, que se forma oponiéndose eternamente”. Sin embargo, en toda separación experimentan los amantes la urgencia de unirse; la vida que existe en ellos tiende a la unidad a partir de la disgregación; en el amor “se encuentra la vida misma, como una duplicación de sí misma y una unión de esta última”. Así pues, la vida, que domina lo real desde los fundamentos, es ella misma un
proceso dialéctico, un suceso continuo de división y unión, de autoenajenamiento y reconciliación. En ese su ritmo interno crea continuamente nuevas formas y manifiesta en ellas su naturaleza creadora. Por eso Hegel podía también designar a esa vida total como la divinidad: “todo vive"en la divinidad”; Dios es “la vida infinita”. En esa forma, el pensamiento de Hegel se convierte en teología filosófica. El objeto de la filosofía es “sólo Dios y su explicación”. Por eso lo que importa es poner a “Dios de manera absoluta en la cumbre de la filosofía”. La divinidad que vive en todo y en la que todo vive no es, evidentemente, el Dios creador, personal y trascendente en el sentido del cristianismo, sino el “Dios del mundo”. Sin embargo, Hegel da un paso hacia el concepto cristiano de Dios y esto, uniéndose expresamente a la tradición. Entiende a la divinidad como espíritu. Esa interpretación puede comprenderse con facilidad, puesto que para Hegel el espíritu humano es la representación más perfecta de Dios en el mundo. Pero, si la divinidad se manifiesta en su forma más elevada en el espíritu del hombre, debe ser ella misma espiritual. “Lo absoluto es el espíritu; esa es la definición más elevada de lo absoluto”. Así llega Hegel al concepto fundamental de su filosofía, al concepto del espíritu absoluto: “Dios es el espíritu absoluto.” Ahora bien, si Dios es espíritu y si el mundo es la forma en que se manifiesta Dios, de ello se
desprende necesariamente que también el mundo, a fin de cuentas, es de naturaleza espiritual Hegel sacó en realidad esa tremenda consecuencia. Todo lo que vemos ante nosotros: no sólo el hombre y las creaciones de su espíritu, sino también las cosas, las montañas, los animales y las plantas, en resumen, toda la naturaleza es, en el fondo, espíritu. Es sólo nuestro punto de vista limitado y finito el que nos lleva a creer que las cosas tienen una naturaleza material. Quien comprende realmente el mundo, quien lo mira filosóficamente, y eso quiere decir para Hegel: quien lo examina en su verdad, debe considerarlo como un espíritu que se ha hecho visible. Porque “sólo lo espiritual es lo real”. Entonces se llega a la tarea filosófica realmente difícil: mostrar cómo Dios se manifiesta como naturaleza y como espíritu humano, más aún, si existe en ultimo término una necesidad interna de que la divinidad se convierta en el mundo. Hegel quiere resolver ese problema de tal modo que muestra como la dialéctica, en su expresión más elevada, en Dios, aparece de nuevo. Porque si Dios no es otra cosa sino la vida total, deberá tener entonces, asimismo, la misma estructura interna. Eso significa que “el concepto fundamental del espíritu absoluto'7 es “el regreso reconciliado de su otro a sí mismo”; “Dios es esto: diferenciarse de sí mismo, ser objeto para sí mismo, pero en esa diferencia, sin más, ser idéntico a sí mismo —el espíritu”. Precisamente ese suceso dialéctico interno en la divini-
dad, en opinión de Hegel, es el modo en que Dios se presenta como mundo. Para interpretar esto, Hegel parte del espíritu humano; podía considerarlo como imagen del espíritu divino, puesto que es la manifestación más noble de Dios. Ahora bien, ¿qué es lo característico del espíritu humano? Hegel responde: que el hombre es consciente de sí mismo. El espíritu es por naturaleza autoconsciencia. Pero la autoconsciencia no se establece de una vez por todas, sino que hay etapas de la autoconsciencia, deviene y se desarrolla. Eso puede verse directamente por ejemplo en el hecho de que el niño piensa en sí mismo de manera diferente al hombre adulto. Y ahora, Hegel se da a la tarea de demostrar que el camino del devenir de la autoconsciencia es de naturaleza dialéctica, que se lleva a cabo también en los tres estadios que se hacen visibles en los fenómenos del amor y de la vida: “El desarrollo del espíritu es salir, desdoblarse y, al mismo tiempo, volver a sí mismo.” El primer estadio de la autoconsciencia es aquel en el cual el espíritu todavía sueña. El hombre no tiene todavía consciencia manifiesta de sí mismo. Esto se aprecia sobre todo en la consciencia del yo del niño pequeño. No tiene más que un sentimiento oscuro de que existe. Precisamente esa sensación simple de la existencia es lo que corresponde en el esquema dialéctico a la tesis. Pero para ser verdaderamente consciente de sí mismo, el hombre debe despertar del estado del sueño. Esto ocurre en la
segunda etapa. Su atención se fija en sí mismo y comienza a descubrirse. Y entonces, en opinión de Hegel, ocurre algo notable. El espíritu se mira a sí mismo^ pero Je parece como si lo que observa fuera algo extraño a él. Se enajena por la propia propia visión. visión. Se asombra asombra e interroga interroga:: ¿e ¿eso so es lo que yo soy? En la autocontemplación tiene lugar pues una enajenación en el yo; éste se divide en el yo que contempla y el yo que es contemplado. Ese "autoenajenamiento” es el estadio de la antítesis. Pero en él, el hombre todavía no ha llegado a la autoconsciencia verdadera y completa. Porque para ello es necesario que el hombre descubra: lo que veo en la autocontemplación soy yo mismo, el contemplador y el contemplado son el mismo yo. En esa forma, según Hegel, vuelve del estadio de autoenajenamiento a sí mismo; se reconcilia consigo mismo.* El resul tado de esas reflexiones es: el espíritu humano es autoconsciencia; pero la autoconsciencia lo es en devenir, y como tal, es dialéctica. Lo que ha descubierto Hegel en esa forma en el espíritu humano, lo traslada después al espíritu divino. También éste es autoconsciencia en devenir, y también su devenir se lleva a cabo en la forma de la dialéctica. Respecto a lo primero, Hegel entiende a la divinidad como no definitivamente consumada, sino que conoce un devenir interno; primeramente debe desarrollarse * Ése Ése es el moment mom entoo de 3a síntesis en la autoconsautocon sciencia.
hasta la consciencia plena de sí misma. Éste es el punto en el cual el concepto hegeliano de Dios difiere más claramente del cristiano. Su concepto filosófico fundamental es: que Dios mismo tiene una historia, que da pasos para el desarrollo de todo su ser. Lo siguiente es la demostración, por parte de Hegel, de que la historia interna de la divinidad se lleva a cabo como un devenir dialéctico. Porque “el espíritu absoluto es esto: que sea el ser eterno igual a sí mismo, que se convierte en otro y reconoce a éste como a sí mismo”. Según eso, hay un estadio en el que la divinidad todavía no es propiamente consciente de sí misma, en el que el espíritu absoluto sueña. Hegel hizo el intento grandioso de explicar ese Serensí de la divinidad con una forma nueva de la “lógica”; su contenido es “la representación de Dios io s. ... . como es en su ser ser eterno eterno antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito”. Sin embargo, para devenir autoconsciencia real la divinidad no puede permanecer en su estadio de sueño. Por eso Hegel comienza a describir la marcha tremenda de Dios para llegar a la autoconsciencia plena.* Debe sufrir el autoena jenamiento, desprenderse. de de sí mi mism sma, a, en el segundo estadio. Se contempla y se divide inmediatamente en el contemplador y el contemplado, al que ve como un extraño. Hegel expone la * Primera Primerament mentee la divinidad divinidad debe emprender la búsqueda de sí misma.
tesis grandiosa: esa divinidad dividida en sí misma no es sino lo que tenemos ante los ojos como mundo. El autoenajenamiento de la divinidad es su devenir mundo. Sin embargo, eso significa que Hegel debía emprender la tarea tremenda de comprender la realidad total desde el pym to de vista de Dios, el espíritu absoluto. Su filosofía se transfiere al punto de vista de Dios: Hegel se convierte en el espíritu del mundo en persona. Hegel quiere poner en claro en el mundo mismo que éste, tal como se nos muestra, es la representación de Dios en su autoenajenamiento. Aparece como naturaleza, por una parte, y como espíritu humano, por otra. No obstante, ambas formas deben entenderse fundamentalmente como representaciones de Dios. En este punto de vista filosófico, el espíritu humano, que conoce a la naturaleza, se considera como el contemplador en Dios. Pero la naturaleza, que es conocida por el espíritu humano, es lo contemplado por ese contemplador divino; es “el espíritu absoluto como el otro él mismo”. Así pues, lo que vemos como cosas, como naturaleza, es en realidad Dios mismo; pero Dios tal como se ve a sí mismo como un extraño. La filosofía de la naturaleza se convierte en Hegel en la doctrina de Dios; pero en la doctrina de Dios en su autoenajenamiento. Y cuando el espíritu humano conoce la naturaleza eso significa, en realidad, que el Dios presente en el espíritu humano se conoce a sí mismo.
En ese acontecimiento de la autoconfempla ción se lleva a cabo ya el regreso a sí mismo, que caracteriza la tercera etapa de la autoconsciencia. Porque entonces, Dios debe comprender que es el mismo como contemplador y contemplado; esto pertenece a la naturaleza de la autoconsciencia que se está realizando. Ese regreso de Dios a sí mismo tiene lugar en el hombre; en él llega Dios a la consciencia plena de sí mismo y en él llega a su fin la dialéctica de la autoconsciencia divina. El modo como eso sucede lo describe Hegel en su voluminosa obra Filosofía del espíritu. El autoconocimiento de Dios es el sentido más profundo de lo que se lleva a cabo en el nivel del espíritu humano; se muestra en la existencia individual, así como también en la historia; se manifiesta en el derecho, en el Estado, en la ciencia, en el arte, en la religión yi en la forma más elevada, en la filosofía. Cuando ésta logra finalmente que el hombre considere todo lo real como representación del espíritu divino, eso significa: la divinidad ha regresado a sí misma después de la aventura de su devenir mundo y de su desgarramiento. Lo que Hegel emprendió entonces es algo enorme. Quería aprehender todo lo real como representación pura y perfecta del espíritu absoluto. Describió la “tragedia... que lo absoluto representa eternamente consigo mismo: que se produce eternamente en la objetividad; después se entrega en su imagen al sufrimiento y la muerte, y se eleva de sus cenizas a la gloria”. Por-
que “la vida del espíritu no es la que teme a la muerte y se preserva pura de toda devastación, sino la que la sufre y se conserva en ella. Él obtiene su verdad sólo en la medida en que se encuentra a sí mismo en el desgarramiento absoluto”. Sin embargo, era inevitable que, a fin de cuentas, el esfuerzo grandioso de Hegel fracasara por la dureza de los hechos que no encajaban en su sistema. Hay formas mundanas perfectas en las que podía ver una expresión directa de la divinidad: el organismo completo, el estado entendido moralmente, la obra de arte lograda, la verdadera religión y la gran filosofía. Pero esos son tan sólo oasis en el inmenso desierto de lo que no se puede interpretar en realidad como representación de Dios. Existe lo carente de sentido e imperfecto en la naturaleza, los muchos intentos fracasados, los despiltarros de la vida, las repeticiones sin fin. Existe el elemento caótico de la sensualidad en el hombre. Existe la abundancia de sucesos indiferentes en la historia, que de ninguna manera pueden entenderse como etapas del espíritu divino hacia su autoconsciencia perfecta. De todo ello se desprende que el mundo no es una representación pura de Dios. Hay en él una contradicción: los poderes de lo anti divino y del caos. Si se desea comprender enteramente al mundo, como trataba de hacerlo Hegel, a partir de la divinidad, es preciso llegar finalmente a la conclusión de que Dios se transforma en el mundo, efectúa batallas y luchas, parti-
cipa en victorias y derrotas subsiguientes y sólo logra en parte encontrarse a sí mismo: el resto se pierde. Si Hegel fracasó, quedó la tarea que se había impuesto como interés primordial de la filosofía: hallar el punto a partir del cual pueda comprenderse unitariamente al mundo. En esos esfuerzos, Hegel es un ejemplo para todos los filósofos. El filósofo debe intentar siempre renovadamente reflexionar para descubrir los misterios de la divinidad. Pero si todos sus múltiples esfuerzos por penetrar en la oscuridad que rodea a la divinidad fracasan, le queda siempre la resignación que Goethe designó como la tarea más elevada del hombre: “venerar en silencio lo inexplo rable”.
EPÍLOGO O ASCENSO Y DESCENSO ascendido doce veces por la escalera de servicio de la filosofía; visitamos a doce de las figuras más grandes del intelecto filosófico. Desde luego, en esa forma sólo pudimos echarle una ojeada a una parte del apartamento en que se alojan los filósofos. Tales y Anaximandro fueron visitados, no así Parménides y Heráclito, el primer heraldo del ser y de la naturaleza prevaleciente. Vimos a Sócrates, Platón y Aristóteles, pero no a Epicuro, Séneca y Pío tino, los representantes de una época muy peligrosa para la humanidad. Se habló de Agustín, pero no de Dionisio el Areopagita ni de Johannes Seo tus Eurigena, los misteriosos pensadores de antes de la Edad Media. Se presentó a Tomás de Aquino, pero no a los grandes que le precedieron: Anselmo de Canterbury, Abelardo y Alberto, ni a los importantes intelectos que fueron sus contemporáneos o sus sucesores: Buenaventura, Duns Seo tus y Wilhelm von Ockham, el Maestro Eckhart y Nicolaus von Cues. Además de Descartes y Spinoza, ¿no hubiéramos tenido que hablar de Pascal, el investigador penetrante de la grandeza y la miseria del hombre, de Leibniz, el del audaz proyecto de una interpretación completa de la realidad, de Jakob Bohme, el meditador de los misterios divinos? ¿Y por qué termina el ascenso por la escalera de servicio de la filosofía H emos
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EPILOGO O ASCENSO Y DESCENSO
con Kant, Fichte, Schelling y Hegel? ¿No hubiéramos tenido que subir también a la casa de Stf>ren Kierkegaard, de Karl Marx y Friedrich Nietzsche? Y finalmente, ¿deben quedar excluidos y olvidados los mayores filósofos de la actualidad, tales como Karl Jaspers y Martin Hei degger? Así, la escalera de servicio de la filosofía tiene las marcas características de lo incompleto: la subida se efectuó de manera sumamente insuficiente. Pero quizá no haya sido del todo inútil haber ascendido por dicha escalera de servicio. Quizá las doce subidas, a pesar de lo incompletas que fueron, puedan hacer ver la posibilidad de aproximarse a los grandes sucesos de la historia de la filosofía de manera más directa que por la escalera principal usual. No obstante, el hecho de que la escalera de servicio de la filosofía quede incompleta, de la manera como fue recorrida aquí, se debe a fin de cuentas a la filosofía misma. Porque ¿de qué manera sería posible alcanzar la perfección en la filosofía, si nunca y en ninguna parte se alcanza en la existencia del hombre? Sin embargo, hay algo sumamente importante: que quien nos ha seguido en los doce ascensos, no se olvide de descender. Para que el descenso no sea indiferente o, incluso, una caída, debe mantenerse en uno lo experimentado durante el ascenso. Sólo si el descenso es prudente, serán fructíferos los conocimientos adquiridos en los apartamentos de loa filósofos para la planta
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baja de la vida cotidiana e incluso, quizá, para el sótano de la realidad. Pero si eso se logra, el descenso será tan filosófico como el ascenso. Entonces se confirmará en la escalera de servicio la frase misteriosa de Heráclito: “Camino arriba o abajo, es lo mismo/'