SINOPSIS
Jimena es una estudiante de medicina muy introvertida, introvertida, que adora a su familia en general general y a su padre, en particular. particular. Durante una fiesta familiar conoce a la novia de su hermano, una atractiva azafata de la que Jimena quedara cautivada poco a poco hasta terminar perdidamente enamorada. Este amor apasionado casi obsesivo de Jimena por Violeta perdurara atreves de los años, pero Violeta tiene secretos en su pasado que le llevan a comportarse como lo hace, ¿podrán afrontar estos fantasmas del pasado y lograr un futuro juntas?
BELLA VIOLETA. 1ª Parte.
1. ÉRASE UNA VEZ. Mi padre es rico. Amasó toda su fortuna llevando a la gente de un lado para otro. Nadie en la familia, que yo sepa, había logrado llegar tan alto como co mo él. Empezó Empezó desde cero, trabajando de jardinero, de limpiabotas, de cualquier cosa que pudiera darle de comer a él y a su familia. Tuvo que dejar de estudiar demasiado pronto, la pobreza y el desorden de la Postguerra Postg uerra ayudó a que así fuese. Aún así y a pesar de que su futuro entonces era un futuro condenado a trabajar duro para apenas tener algo que comer, mi padre logró ahorrar lo suficiente como para montar un pequeño negocio que pronto se convertiría co nvertiría en una mina de oro. Con mucho esfuerzo logró sacar adelante su negocio de transportes. Ahora el suyo era uno de los más importantes de la ciudad. Aunque yo diría que su ambición por ser algo más creció a partir de que conoció a mi madre. Amor a primera vista, eso es lo que siempre dicen ellos que fue. Aunque soy muy escéptica con esas historias de amor, debo reconocer que lo que hay entre mi padre y mi madre es absoluta adoración. Cuando se conocieron, ninguno de los dos tenía nada que ofrecer. El valor y coraje de mi madre fue definitivo para mi padre. Ella trabajó duro sirviendo en las casas de los más pudientes, ahorrando hasta la última moneda, poniendo todas sus esperanzas en su marido. Y lo lograron. Volvamos a mi padre, por quien siento una debilidad desmesurada. No me entendáis mal, yo quiero mucho a mi madre, pero ella, aunque se esfuerza, es incapaz de comprender nada de lo que a mí se refiere. En cambio mi padre, él siempre parece saber lo que pasa por mi desordenada cabeza. Su sonrisa es capaz de iluminar el dia más triste tr iste de mi existencia. Mi encandilamiento por mi padre va más allá de lo explicable. Siempre Siempre con aquella sonrisa en los los labios aunque las cosas no fueran del todo bien, siempre con una palabra amable, con una caricia dispuesta. Recuerdo que de pequeña, cada vez que oía el inconfundible sonido de sus pasos cuando regresaba tras una dura jornada de trabajo, sentía la imperiosa necesidad de correr por toda la casa feliz. Su sola presencia era lo único capaz de llenar el
hogar familiar. Ahora lo veo todo diferente, quizás bajo la intuición de quien se cree completamente adulta, dejando atrás los adustos pero felices años de mi infancia. Él era el mayor de seis hermanos, de padre irlandés y madre española. Mi abuelo O´Donnell emigró desde su Irlanda natal a España antes de que estallara la Guerra Civil. Se casó y asentó en este país, y cuando estalló la guerra, se decidió por el bando que menos fortuna fort una tendría en esta maldita maldita guerra. guer ra. Desapareció. Mi abuela no volvió a saber de él. Se quedó sola, a cargo de seis hijos. Fue entonces cuando mi padre, a la edad de trece años, comenzó a ganarse la vida. El hambre y la miseria fueron constantes en su vida incluso muchos años después. Por eso ha aprendido a apreciar las cosas, por muy pequeñas que éstas sean. ¿Os he dicho que soy la menor de cinco hermanos? Supongo que es hora de que deje atrás los años pasados y me acerque un poco al presente. Mis progenitores venían ambos de familia numerosa, por lo que decidieron que ellos tendrían una también. Y lo consiguieron, tuvieron cinco retoños sanos y fuertes. En casa pocas cosas habían cambiado, salvo las que el tiempo inevitablemente obliga a permutar. Mis tres hermanos mayores ya se habían casado y dos de ellos incluso habían procreado, con lo cual, la casa familiar se había llenado nuevamente de gritos y voces de demanda. Me encantaba ver a mi padre sonreír y jugar con sus recién estrenados nietos. A veces, él mismo parecía uno más de ellos y no su abuelo. Me daba cuenta de que mis observaciones eran minuciosas, ávidas. Puesto que ahora cursaba mis estudios en la universidad, primer año de medicina para ser exactos, pasaba mucho tiempo alejada de mi hogar. Mi padre se había empeñado en que estudiara en la universidad de medicina más prestigiosa que pudo encontrar, sin importarle que eso significara alejarme demasiado de la vida que conocía y que tanto echaría de menos en los años siguientes. Yo me pasaba la vida entre libros, yendo a clase, estudiando cuanto podía, encerrada en mis propios pensamientos y añoranzas, soñando cada noche con volver a casa. Cosa que sólo ocurría en Navidad y, como era el caso ahora, de las vacaciones estivales. Cada vez que regresaba a casa tras pasar demasiado tiempo fuera para mi disconformidad, me dedicaba a examinar cada momento, a grabar cada imagen que posteriormente me ayudaría a sustentar la dura carga de la lejanía. La vida de mi padre a los sesenta y siete años seguía siendo la misma excepto para él. Ya lucía una brillante calva y los pocos cabellos que habían tenido el
atrevimiento de quedarse en su cabeza, se habían tornado del color de la ceniza. A pesar de su gran afición a fición a la cerveza y al vino, su barriga no se había visto afectada por ello, y seguía luciendo tan delgada como siempre. Su gran altura se había cargado levemente sobre su espalda, lo que le hacía andar algo encorvado. Por lo demás, seguía teniendo su perpetuo donaire y las sonrisas que antes me regalaba con tanta frecuencia, ahora iban dedicadas más que nada, a los más pequeños de la casa. Mi madre, por el contrario, había mantenido ese espíritu jovial de siempre. Se teñía el pelo cada cierto período de tiempo y seguía peinándose y maquillándose a su estilo día a día, incluso cuando ni siquiera salía de casa. "Nunca se sabe si vas a tener visita" , decía a su favor. Sé que ella desaprobaba enérgicamente mi indiferencia a mi aspecto, y odiaba profundamente mi tendencia a vestir vaqueros. Pero yo había aprendido a ignorarla desde muy temprana edad, de lo contrario, sería probable que ahora estuviese escribiendo mis memorias vestida con una bata blanca y sentada en la habitación de cualquier hospital psiquiátrico. psiquiátr ico. Y no exagero. Hablaré ahora de mis hermanos. La mayor, Isabel, es igual que mi madre. Así que es fácil de comprender mi tortura si digo que es como si hubiese ido al supermercado y me hubieran dado dos por el precio de una. Isabel, fiel a la personalidad que heredó de mi madre, fue siempre una persona muy responsable y muy consciente de su aspecto. Nunca supe si fue a la universidad porque quería estudiar una carrera o porque deseaba tener a tanta gente alrededor que admirase su belleza. Tras Isabel, un año más tarde, nacería mi hermano Luis, quien heredó todos los defectos de mi padre, pero multiplicados por tres. ¿Qué puedo decir de mi hermano sin caer en la desgracia de admitir que nació estrellado? Quizás sería mejor preguntarle a su sufrida esposa, quien lo está mirando mirando ahora mientras él huele algunos de los canapés que están encima de la mesa para volver a colocarlos en el mismo lugar. Ésa era una manía que mi madre jamás logró quitarle, tenía la imperiosa necesidad de oler la comida antes de tragarla. A juzgar por la expresión de mi cuñada, cada momento que sus dos hijos pequeños le permitían pensar, debía de hacerse la misma pregunta:"¿por qué?". Luis era tremendamente despistado, y sus descuídos eran aún más caóticos, además de ser un tozudo consolidado. Lo que no me explico es cómo Carmen, mi cuñada, fue capaz de pasar por alto tan evidentes delitos tras seis años de noviazgo. Quizás fue el amor, pero una vez que éste desaparece ya se sabe... Luis fue el primero en casarse, y el primero en darle un nieto a mis padres, un precioso niño que contaba a estas alturas con cuatro años y medio. Mi hermana Ginebra fue la única, junto conmigo, que heredó los cabellos rubios de mi abuelo. Todos los demás tenían los rasgos morenos y latinos de la parte
española de la familia. Yo siempre creía que su inmensa dulzura se debía a su cabello dorado. No sé porqué he tenido la estúpida idea de que las personas rubias son las personas más amables de la tierra. Quizás sólo por mi hermana, porque aunque soy rubia, jamás pienso en mi de esa manera. Ser mamá había endulzado, aún más si cabe, su carácter. Nunca he conocido a nadie con tan buen corazón ni con tantas ganas de hacer las cosas bien. No es de extrañar que todos tuviésemos una oculta debilidad por ella. Mi madre, después de Ginebra, tardó cuatro años en tener a mi hermano Felipe. El más alocado de todos. Mi madre lo achaca a que durante el embarazo le dio por bailar sin parar. Bailaba a todas horas, en la cocina, en el baño e incluso nos contaba que era incapaz en la cama de dejar de mover los pies. Durante los últimos seis meses de embarazo, mi padre se mudó al sofá. Lo cierto es que la energía que irradiaba Felipe se notaba incluso estando dentro de la tripa de mi madre. No sé si os habréis dado cuenta de que todos mis hermanos tienen nombres reales, o sea, de reyes o reinas. Todos menos yo. Mi madre siempre me dijo que el mío no era exactamente el de una reina, pero que era igual de importante. Mi nombre es Jimena, y como bien habréis adivinado, es el mismo nombre que la adorada esposa del Cid Campeador. El por qué de los nombres ni siquiera yo lo sé, pero tengo cierta sospecha de que todo había sido idea de mi madre, tan empeñada siempre en la idea de que fuéramos como la realeza, aunque no tuviéramos ni por asomo sangre azul. La que peor parte llevó fue Ginebra, que tuvo que aguantar constantes bromas en el colegio y el instituto, soportando estoicamente y como pudo el que la llamaran Gin-tonic. Tras Felipe, tuve que esperar otros siete años para ver la luz. Mi madre dice que en cuanto nací, comencé a mover los ojos en todas direcciones y que ya entonces le parecía que yo estaba hambrienta de descubrirlo todo. Lo cierto es que un rasgo común de mi carácter es que era muy observadora. Me gusta más examinar las cosas, admirarlas con detenimiento y aprender de ellas. Me gusta más que incluso hablar. Desde pequeña fui más bien taciturna, siempre parecía estar metida en mi propio mundo. Por ello, mis padres pensaron que podría tener algún tipo de retraso. Me llevaron a un especialista, y cuál fue su sorpresa al descubrir que no sólo no tenía ningún tipo de problema, sino que era más lista de lo normal. Una superdotada. Mis padres apenas podían creer lo que sus genes habían sido capaces de hacer. Y allí estaba yo, una mocosa de seis años que parecía tener al menos diez, sonriéndoles con una seguridad pasmosa. Los siguientes años los pasé explorando esa magnífica cualidad que Dios me había dado. Para mi nunca fue un secreto
estudiar y absorbía las cosas de manera inusitada. Nunca supe bien si elegí estudiar medicina entre mil opciones más porque realmente lo quería o si por el contrario la verdadera razón de todo fue mi padre. Siempre quise que estuviera orgulloso de mi, y pensé que no podía haber mejor orgullo que el de salvar la vida de la gente. Estúpido pensamiento para una superdotada, supongo. O quizás no. Pronto terminaría la carrera y luego obtendría mi obligada independencia. Yo retrasaba ese momento cuanto podía, sabía que llegaría, pero me obligaba a no pensar en ello. Dejar todo aquello atrás y crear algo tan maravilloso por mí misma se me hacía imposible. Deseaba con todas mis fuerzas poder parar el tiempo en ese mismo instante, mientras yo estaba aquí, apoyada en el quicio de la puerta del enorme salón, con toda la familia reunida en casa, con los pequeñines correteando, con la voz aguda de mi madre inundando el salón, con mi padre sentado en su sillón favorito, casi adormilado, con mis dos hermanas mayores cuchicheando en un extremo de la estancia, alejadas de los demás, pero sobre todo de mi hermano Luis, quien vagaba por la habitación en busca de algo que seguramente había perdido. De repente oí que la puerta de la entrada se abría. Me volví para ver de quien se trataba. Mi hermano Felipe, el único que faltaba en la reunión familiar, entraba ahora de la mano de su "ya veremos si última novia" , irradiando esa energía que lo caracterizaba. – ¡Hola hermanita! – dijo alegremente mientras me tiraba de los mofletes hasta
casi arrancármelos. Tras aquella poco sutil muestra de cariño hacia mi persona se adentró en el salón y les dio a todos un caluroso y sonoro beso. Deseé que hubiera traído para mi el mismo cordial saludo, puesto que aún podía sentir las mejillas dolorosamente ardiéndome. Felipe hacía un año era piloto en una compañía de vuelos comerciales, porque le encantaba el uniforme, decía él mismo. Logicamente, debido a su trabajo, pasaba largas jornadas fuera de casa, algo que, al contrario de mi, parecía gustarle. Ahora estaba presentando a "su amiga" , como se empeñaba en presentarlas, que por lo visto era azafata en su propia compañía. Todos le dedicamos a la recién llegada una cordial sonrisa de bienvenida, con el pensamiento común de cuanto duraría en la familia. La nueva invitada era morena, con un largo pelo azabache cubriéndole los hombros. Sonreía amablemente ante cada presentación y se movía de una manera
que me recordó a un gato. Me pareció demasiada alta para mi gusto. Mi madre salió de la cocina, seguida de la cocinera, llevando ambas sendas bandejas de canapés y bebidas de distinto tipo. Inmediatamente reparó en la recién llegada y sin ningún tipo de reparo se dirigió hacia ella. – Supongo que tú vienes con Felipe, ¿no? – preguntó al tiempo que abandonaba la
bandeja sobre la mesa. Ella sabía de sobra que así era, pero tenía la incesante manía de comportarse de manera extraña con las interminables novias de mi hermano. Yo sonreí al ver lo poco que cambiaban las costumbres de mi madre, mientras me preguntaba si hubiera reaccionado igual si en vez de Felipe hubiera sido yo quien trajera un novio a casa. Yo nunca había presentado a alguien especial, ni siquiera había nadie particular en mi vida. Simplemente era muy tímida y poco llamativa. Eso era todo. Yo sabía que todos habían especulado con la posibilidad de mi homosexualidad, pero yo ni siquiera le daba importancia. – Jimena, cariño... – oí que mi madre reclamaba mi atención, por lo que salí de mi ensimismamiento. – ¿Vas a decidirte a entrar o por el contrario te quedarás
apoyada en esa pared el resto de las vacaciones? Sentí cómo todos dirigían su atención hacia mí, incluso mis hermanas mayores, que dejaron a un lado sus conversaciones para mirarme. Mi sonrojo, di gracias a Dios, no debió de notarse en mis ya enrojecidas mejillas. Como un manso corderito, acudí a la llamada de mi madre y me acerqué hasta la mesa para coger un canapé y engullirlo, sin darme cuenta de que era de salmón ahumado hasta que fue demasiado tarde. Era incapaz de tragármelo, sentía ganas de escupir, pero aún así mantuve aquella cosa inmóvil dentro de mi boca intentando encontrar una solución rápida a mi infortunio. Por primera vez en mi vida, entendí la extraña manía de mi hermano de olerlo todo y deseé ser yo quien la poseyera. Mi madre estiró el brazo y puso delante de mi nariz una servilleta. Yo la cogí y con gran disimulo saqué de mi boca aquel trozo de castigo. – Sólo tenías que haberte fijado un poco más en los platos de la mesa, para darte cuenta de que he puesto los de salmón alejados del resto. – mi madre me habló al
oído para darme una reprimenda. – Supongo que sí. – dije con tono culpable al comprobar la veracidad de sus
palabras.
Ella dio por zanjada la conversación y cambió de tercio. – ¿Qué te parece la nueva amiguita de Felipe? – ¿Así, a simple vista? – yo no soportaba los juicios hacia una persona sólo con
echarle un vistazo, pero mi madre parecía tener predilección por esta clase de criterios. – Durará menos que la última. – sentenció comiéndose un canapé, sin apartar la
vista de la atractiva novia de Felipe. – ¿Cómo puedes estar tan segura? – pregunté algo enfadada. – No hay más que verlo, la pobre es una insulsa. Dentro de poco se verá desbordada por la energía de tu hermano y entonces.... – abrió los brazos para más énfasis. – ¡se acabó! – A mi no me parece insulsa, sino educada. – defendí yo. – Si Felipe tuviera tu carácter, sería la adecuada. – ¿Por qué? ¿Quizás porque somos las dos igual de insulsas? – dije a la defensiva. – Cariño... – fue lo único que dijo mi madre en su tono más condescendiente.
Luego se alejó hacia mis hermanas, llevándoles a cada una un vaso de refresco. Alguien tiró de la pernera de mi pantalón vaquero. Miré hacia abajo y encontré a mi sobrino mayor deseoso de mi atención. Me arrodillé hasta quedar a su altura. – ¿Qué quieres? – le pregunté mientras le acariciaba el cabello.
Levantó el brazo y señaló la bandeja que contenía pequeños chocolates. – ¡Ah! – exclamé, fingiendo sorpresa. – Así que es esto...
Cogí la bandeja y se la alcancé. Tras unos segundos de meditar, decidió coger todos los que en su pequeña mano cupieran, que no eran más de tres. Luego echó a correr nuevamente. Yo me erguí para encontrarme de lleno una vez más con mi hermano Felipe. – Y ésta es mi hermana Jimena, la más pequeña. – Hola. – dijo la mujer con una inmensa dulzura en la voz.
Yo la miré y ella me miró. Me pareció realmente atractiva viéndola por primera vez cara a cara, con aquellos ojos azules y su inmensa estatura. Me sonrió y su
sonrisa me pareció igual de encantadora que sus ojos. – Soy Violeta. – dijo de nuevo.
Tomé la mano que me tendió. – Jimena. – repuse mientras intentaba soltar la mano que ella aún aprisionaba. – No podrás sacarle más de dos palabras seguidas. – repuso mi hermano Felipe en
referencia a mí. – No veo nada malo en ello. – dijo ella saliendo en mi defensa, algo que realmente
me extrañó. Felipe frunció los labios al mirarla. – Créeme. – respondió. – Puede llegar a ser un martirio.
Yo no dije nada, ni siquiera hice ademán de hacerlo. Felipe tiró del brazo de Violeta y se la llevó al otro extremo, justo donde estaba mi hermano Luis. Llevé mi atención a mi padre, que aún desde su sofá, había visto toda la escena. Me miró y encogió los hombros, gesto que me hizo reir. Estuve allí, en medio de la estancia, intercambiando eventualmente alguna que otra breve charla con el resto de mi familia. Miré mi reloj de muñeca. Aún faltaba una hora antes de la cena. Decidí escaparme al invernadero, para así tener la oportunidad de estar sola y recolectar mis pensamientos. Me evadí del salón silenciosamente y me dirigí hacia el invernadero, mi lugar favorito en el mundo. Abrí la portezuela de hierro y me adentré en el lugar, inhalando los más diversos aromas florales y el olor de la tierra húmeda. Abarqué con la mirada los distintos coloridos y formas a mi paso. Me senté en el sillón colgante, justo detrás de los rosales, las flores preferidas de mi madre. Con tanta paz rodeándome, sentí cómo casi me vencía el sueño. Hacía un par de horas que había llegado de viaje. Un viaje muy ajetreado y como siempre, demasiado agotador. En la residencia universitaria apenas tenía esta soledad que tanta falta me hacía siempre, como si el continuado trato con la gente fuera para mí insufrible. Subí los pies al sillón y me abracé a mis rodillas. – Hace una noche ideal.
Antes incluso de levantar la vista supe a quien pertenecía la voz que había
interrumpido mis preciados pensamientos. Era Violeta. – ¿Te he asustado? Lo siento. Creí que habías oído que me acercaba.. – su disculpa sonó sincera. – Verás, tu hermano anda como loco cuchicheando con los demás y
yo sentía una cierta urgencia de escapar. Ya veo que tú también. Se sentó a mi lado, y yo bajé las piernas inmediatamente, para así facilitarle algo más de espacio. No había reparado en lo perfecto que parecía ser su rostro. Decidí que era hermosa. – Tu hermano me sugirió que visitase el invernadero. Supongo que sabía que
tendría a alguien con quien hablar... Me pareció que se sentía de algún modo culpable por haber interrumpido mi tranquilidad. – Me alegra que hayas venido. A veces este lugar puede resultar demasiado melancólico incluso para mí. – dije para suavizar la situación.
Ella sonrió y me permitió observar su blanca y perfecta sonrisa. Se relajó echando la espalda hacia atrás y pasando un brazo por encima del respaldo del sillón. Comenzó a mecernos a ambas. – Es maravilloso.
Supuse que se refería al jardín. – Si. – repuse. – Lo es. – ¿De qué color son tus ojos? – me preguntó de súbito.
Yo abrí mis orbes no para que pudiera ver mejor su color, sino porque la pregunta me había sorprendido. – No he podido decidir aún qué color es el que los describe con más exactitud. –
sentenció sin dejar de mirarme con intensidad. Me atreví a mirarla fijamente. Incluso a la tenue luz del jardín, me seguía pareciendo una diosa. ¿Cuántos años debía de tener? Estaba segura de que ya había alcanzado los treinta. Era uno de esas mujeres a los que cualquier hombre nunca se negaría. Me pregunté si yo conseguiría alguna vez levantar pasiones como aquella belleza. Durante la velada anterior, me había dado cuenta de que mi hermano la miraba con absoluta devoción, algo que ella no parecía devolver en igual proporción. De repente me di cuenta de que la había estado mirando fijamente durante
demasiado tiempo y que ella debió de notarlo, aunque parecía querer ignorar este hecho. – Debo irme. – dije de súbito y me levanté.
No noté que Violeta me había aprisionado una mano hasta que tiró de ella y me hizo retroceder. – Por favor. – rogó. – Quédate un poco más.
Yo miré su mano, justo la que se cerraba alrededor de la mía. Un sudor frío me recorrió la línea de la espalda. Absorbí la calidez de su mano, el suave tacto de su piel. Me pareció que se levantaba y me daba un beso. Sólo tuve que abrir los ojos para darme cuenta de que soñaba despierta y de que ella seguía sentado mirándome sorprendida, quizás por mi extraña reacción. Le sonreí. ¿Qué más podía hacer? – Yo.... – dije dubitativamente. – Yo no soy muy buena compañía... – ¿Quieres que te confiese algo? – repuso. – Disfruto más de la compañía
de alguien que habla más bien poco que de los que son habladores por naturaleza, sobre todo porque casi nada de lo que dicen resulta interesante. Estoy segura de que tú tienes algo que decir que siempre vale la pena esperar para escuchar. Mis piernas comenzaron a temblar y casi no me sostenían en pie. Ella debió notar mi repentina indisposición. – Perdona. – dijo.
La miré. ¿Me pedía disculpas? ¿Por qué? Nadie en mi corta vida me había hecho sentir tan importante aunque sólo fuera durante unos breves segundos. Y ella no era para mí. No lo sería nunca. Ahora sí que sentí la abrumadora necesidad de escapar. – Gracias. – fue lo único que logré sacar de mis cuerdas vocales por
último. Luego me adentré de nuevo en el mundo de la realidad, dejando detrás quizás el mejor sueño que nunca había tenido.
Mi madre dio la voz de aviso justo a las nueve en punto, con lo que todos los miembros de la familia nos dirigimos al comedor tomando nuestros respectivos asientos. Me fijé que Felipe le otorgaba el que era mi habitual lugar en la mesa a Violeta, con la única razón de mantenerla junto a él. No me quedó más remedio que sentarme en el único sitio que quedaba libre, junto a Violeta a mi izquierda y cerca del extremo donde se sentaba mi padre. Pronto apareció la sirvienta con la sopera. – Es un vino espléndido. – oí que decía Violeta. – Y lo es, ciertamente. – respondió mi padre halagado, moviendo la copa
de vino tinto y mirándolo a trasluz. – Su familia tiene unos viñedos de su propiedad. – indicó Felipe tomando
parte en la conversación. – Vaya, así que estamos ante toda una experta en vinos.
Violeta sonrió levemente antes de responder. – En realidad, el auténtico experto es mi padre.
Yo jamás probaba el vino, de hecho aborrecía aquel amargo sabor, pero saber que para Violeta era algo importante, me impulsó a tomar mi copa y beber un sorbo. Por primera vez no me pareció del todo horripilante e incluso sentí un auténtico placer en paladear aquel extraño sabor. Cuando la sopa se hubo servido, mi padre, como era habitual, comenzó a bendecir la mesa. Agradeció a Dios los bienes, la comida que nunca faltaba y el volver a tenernos una vez más a todos reunidos allí. Minutos más tarde, sin casi haber probado la sopa, pero sí habiendo dado cuenta de dos copas de vino más, comencé a preguntarme si mi nuevo estado de embriaguez era producido por el licor o por el contrario era debido al continuado roce del muslo de Violeta contra el mío. – ¿Hace mucho que eres azafata? – preguntó mi madre desde el otro
extremo de la mesa. – Cuatro años. – fue la escueta respuesta de Violeta.
Creo que nuestra invitada era consciente del interrogatorio de preguntas a las que mi madre estaba a punto de someterla. Parecía haberse preparado para aguantar el aluvión. – ¿Te gusta lo que haces?
– Por ahora está bien. – Pero eso de viajar contínuamente y tener la maleta permanentemente
hecha puede llegar a resultar agotador, ¿no? – Bueno, puedo hacerlo, soy libre. – Quizás ya te apetezca formar una familia. – apuntilló mi madre, cada
vez más metida en su papel de investigador malo. – Quizás. – fue la ambigua respuesta de ella. Violeta bajó la cabeza hacia
su plato. Yo estaba segura de que estaba soportando aquello a duras penas. Bastaba una simple mirada para saber que era una persona que odiaba hablar de si misma. Mientras, mi madre continuó su particular batalla de preguntas. – Aunque yo creo que es el trabajo ideal para aquellos que no quieren o
no están preparados para ninguna clase de compromiso. Juego, set y partido para mi madre. Yo levanté la vista hacia mi progenitora y la miré con cierto desprecio y vergüenza ajena. Felipe abrió en ese momento la boca para decir algo que, seguramente, no sería demasiado agradable a oidos de mi madre, pero una voz lo paró. Una voz que no reconocí como mía hasta después de unos breves instantes. – Basta, mamá.. – dije muy seria.
Supe que acababa de hacer algo inusual en mi. Y lo supe porque ahora el resto de los comensales habían abandonado su atención en todo lo demás para mirarme. Sabía que mis otros hermanos estaban acostumbrados a que mi madre convirtiera cualquier cena en un campo de batalla y que incluso mis cuñados sabían que era normal, puesto que ellos habían pasado por el mismo calvario. Pero yo no. Yo no era como los demás y una vez más volví a demostrarlo. Mi madre me miró, en su cara una expresión de absoluto disgusto. Pero a mí eso no me amedrentó. Todo lo contrario, me sentí aliviada y al mismo tiempo enfadada conmigo misma por no haberlo hecho antes. Sentí que alguien posaba una mano sobre mi muslo y que me daba un ligero apretón. Era la forma en la que Violeta me daba las gracias. De repente sentí ganas de reír. Acababa de conocer a aquella persona y
en una sola noche había descubierto cosas de mi misma que no sabía que existían. Y era cómico, porque había crecido dentro de mi una ilusión que siempre sería eso, una ilusión. Mi padre se atrevió a romper el incómodo silencio que reinaba entonces en la mesa. – Bueno, creo que Isabel tiene algo muy importante que decir.
Todos olvidamos rápidamente el asunto anterior y dirigimos la atención hacia mi hermana mayor. – Adelante, hija. – instó mi padre.
Isabel tomó un enorme suspiro que a mi me pareció cómico, tanto, que tuve que fingir cierta tos para no soltar un bufido a modo de risa. – Estoy embarazada. – dijo por fin, tras mantenernos en vilo eternos
segundos. Todos nos quedamos un instante en silencio, como asimilando la noticia. La primera en reaccionar fue Ginebra, quien prácticamente saltó de su asiento y corrió a abrazar a Isabel. Luego la siguió Ricardo, su marido y así el resto de nosotros, cada uno murmurando palabras de júbilo. Me di cuenta de que mi madre permanecía en su sitio, callada. Supe que al sentimiento de malestar que yo le había regalado por mi repentina y brusca intervención, se había sumado el hecho de que fuera mi padre y no ella el portador de tan especial noticia. Su enfado finalmente no duró mucho y fue la última en abrazar a su hija mayor, dejando a un lado su reciente decepción. Mi hermana nos contó seguidamente que su marido Andrés y ella habían decidido venir a vivir a España por fin. Andrés era vicepresidente de una compañía alemana y por ello habían ido a vivir a aquel frío país. Pero ahora, la empresa estaba pensando en instalar una sucursal aquí y por supuesto, Andrés había pedido el traslado de inmediato. Traslado que según mi hermana, se haría efectivo en cinco meses. Aquella noticia nos alegró aún más a todos, que tomamos nuestros respectivos asientos una vez más para proseguir con las aplazadas cenas. Yo supe que el anuncio no estaba previsto hasta que estuviésemos tomando el postre, pero la tensa situación que había surgido momentos antes hizo que todo tomara un rumbo inesperado. Precisamente, cuando llegó por fin el postre, que consistía en tarta de
queso, especialidad de mi madre, a mi padre se le ocurrió anunciar una particular idea. – ¿Qué os parece si pasamos un par de semanas en la casa de campo?
Ahora que todos tenemos tiempo por vacaciones he pensado que podría ser una buena idea. Todos lo miramos y nos miramos entre si. Mi padre hacía muchos años que había adquirido aquella casa a las afueras, en el campo, cerca de un enorme río, para practicar la pesca, uno de su deportes favoritos. Aún así, habían sido pocas las ocasiones en las que había podido disfrutarla. Por mi parte, no me entusiasmaba la idea de pasar allí dos semanas, pero sobre todo no me arrebataba la idea de estar pegada a la loción contra los mosquitos, más que nada porque no sólo hacía huír a los mosquitos. – ¿Qué os parece? – volvió a preguntar, ya que nadie se había
pronunciado por el momento. " Decid que no..." deseé interiormente. Isabel fue la primera en apuntarse al plan. – A mi me parece estupendo, el aire fresco del campo me hará bien. – ¡Eso mismo pienso yo! – añadió mi padre.
Seguidamente, mis hermanos, uno por uno, comenzaron a aceptar la idea. Me pregunté si ellos secretamente conocían mi aversión por el campo y ésa era otra manera de torturarme. – ¿Jimena? – fue mi turno. – ¿Prefieres quedarte aquí sola? – No. – murmuré apenas audible. – Supongo que tú también te unirás a nosotros.
Violeta, que hasta el momento había permanecido en silencio, levantó la vista hacia mi padre, pero lo que tenía que decir lo interrumpió la voz de mi hermano Felipe. – Por supuesto que vendrá, de otra forma me aburriría muchísimo. – le
pasó un brazo sobre el hombro. Violeta pareció dudar, pero al final sonrió, con lo que confirmó su asistencia.
– Nosotros no podemos ir. – soltó Luis. – Quizás la próxima semana.
Yo sabía que la verdadera razón de que Luis no fuese es que su mujer odiaba aquella casa aún más que yo y que prefería pasar aquellas semanas en compañía de sus propios padres. Mi padre asintió y se terminó el postre. A mi lado, por el rabillo del ojo, observé que Violeta se inclinaba para murmurarle algo a mi hermano. No pude llegar a oír lo que le decía, a pesar de que puse todo mi empeño en ello, pero sí pude percibir la respuesta de Felipe, que fue algo así como un:"no te preocupes". La cena por fin acabó y después del café, Violeta se levantó con disposición a irse. Yo me sentí como una estúpida colegiala, con ganas de iniciar una pataleta ante el pensamiento de no verla más durante esa noche. Supuse que el vino me hacía sentir cosas realmente extrañas y decidí volver a repudiarlo como antaño. – Buenas noches a todos. – anunció.
Acto seguido, un coro de buenas noches y sonrisas se sucedió. – Esperamos verte de nuevo, Violeta. – dijo educadamente mi padre. – Gracias. Lo he pasado muy bien esta noche. – Te acompaño hasta el coche. – informó mi hermano.
Yo me quedé en mi sitio, de pie, pensando en por qué mi hermano pasaría la noche en su antigua cama y no en compañía de aquella mujer. Violeta pasó a mi lado y me dedicó una amplia sonrisa. Se la devolví, poniendo en ello todo el empeño del que fui capaz. Y desapareció entonces de mi vista. Murmuré unas palabras que disculparan mi inmediata partida y subí corriendo las escaleras hacia mi habitación. Sin encender la luz, me acerqué hasta la ventana para ver a mi hermano y a Violeta, caminando lado a lado hasta donde ella había aparcado su coche. Intercambiaron un par de palabras y después de que Felipe se inclinara para darle sendos besos en cada mejilla, ella entró en el coche y se fue. Sólo cuando giró para tomar la carretera y su automóvil se perdió calle abajo, mi hermano decidió regresar dentro de casa. Yo nunca había tenido mucho en común con el resto de mis hermanos, pero ahora mismo podía percatarme de que Felipe y yo, por primera vez,
sentíamos la misma admiración por la misma persona. Me desvestí, sin tener otra cosa que hacer que no fuera meterme en la cama. Encendí el ventilador, las noches en esa época del año resultaban extremadamente calurosas, y me eché sobre las sábanas limpias. La antigua tranquilidad que obtenía siempre al estar en casa, se vio de repente alterada por las imágenes de Violeta danzando en mi cabeza. No concilié el sueño hasta mucho después, cuando el último de los invitados se fue y la casa quedó en completa calma. Sólo cuatro días después cargábamos el coche familiar para pasar un tiempo en la casa de campo, como mi padre había sugerido. Yo sólo me limité a embarcar algo de ropa, dos libros y un discman portátil, junto con mis cds favoritos, todo ello dentro de la misma bolsa. Mi padre se limitó a preparar con ahínco y cuidado su extenso equipo de pesca, que era lo único que parecía importarle de verdad, mientras que de todo lo demás se ocupaba mi madre. Mi madre, desde bien temprano, había estado sumida, junto con mi hermana Isabel, a la tarea de llenar el coche de todo tipo de objetos, la mayoría de ellos inservibles para el caso. Siempre pensé que ésa era la manera que tenía de sentirse segura cada vez que salíamos de casa. Me senté en el asiento de atrás del coche, aferrada a mi bolsa de viaje, esperando que pudiéramos poner rumbo a la casa de campo no muy tarde. Era un viaje muy largo y ya casi llevábamos dos horas de retraso con respecto a la hora con la que habíamos determinado partir. Mi padre decidió seguir mi ejemplo y se acomodó en el asiento del conductor, suspirando. Mientras, mi madre e Isabel seguían entrando y saliendo cargadas con bolsas. Mi padre murmuró algo por lo bajo, que yo supe que era un lamento que no se atrevía a decir en voz alta. Él odiaba esperar y su esposa era consciente de ello. – Teníamos que habernos ido ya. – me dijo. – . Solos tú y yo. Tu madre e
Isabel podrían haber ido mañana con Felipe. – Ya sabes cómo es mamá. – Lo sé ahora.. – respondió en tono burlón. – Pero no cuando me casé.
Le sonreí y me permití suspirar también. – Hace un día espléndido. Según el parte seguirá haciendo buen tiempo
durante el resto de la semana.
Hice cuenta mental de que estábamos a lunes, y me pregunté cómo era posible que los metereólogos podían asegurar algo con tantos días de antelación. Seguro que llovía, después de todo. – Así podrás pescar cuanto quieras. – Eso será si tu madre se decide a terminar de una vez. – ¡Sé que estáis hablando de mi! – gritó su esposa desde atrás. – . ¡Y
hubiéramos salido ya si en vez de estar ahí sentados estuviérais ayudando algo! – Nosotros ya hemos cumplido con nuestra parte. – respondió mi
progenitor. Mi madre nos dio la espalda indignada. Aún tuvimos que esperar más de media hora, (a mí me pareció que lo hizo a posta), hasta que por fin se metieron en el coche. Oí que mi padre murmuraba un gracias a Dios y observé que mi madre le regalaba un pellizco en el brazo. Isabel y yo nos miramos y nos echamos a reír. – Son como niños. – me dijo ella.
Nos pusimos en marcha y al instante bajé del todo la ventanilla para poder sentir el aire en mi cara. Me acerqué más aún y saqué la cabeza al exterior. Esto, desde luego, era una costumbre que mi querida madre odiaba, diciendo que parecía un perro. Sin embargo, a mi me parecía de lo más excitante aún a mis dieciocho años. Ver pasar el paisaje a gran velocidad, sentir el cabello golpeándote la cara, la sensación de que no llega suficiente aire a tus pulmones... – Jimena. – oí la voz de mi madre, más grave que de costumbre.
Intenté ignorarla, pero su siguiente llamada fue imposible de pasar por alto. – ¡Jimena! – repitió, esta vez con el esperado malestar.
Metí otra vez mi cabeza dentro de las inmediaciones del coche y la miré. Me observó y arrugó la nariz. Supe que debía de ser mis cabellos desordenados y el rubor de mis mejillas lo que le había hecho mirarme con reprobación. – ¿Quieres cerrar la ventanilla, por favor? Entra demasiado aire, y con la
de tu padre me es suficiente.
Obedecí y pulsé el botón para cerrarla. – Gracias. – sentenció mi madre y de nuevo se colocó con la vista al
frente, mas satisfecha que antes, eso sí. Me arremoliné en mi asiento y pensé que con unos cuantos años menos me hubiera permitido tener una rabieta y rebelarme antes las demasiado estrictas órdenes de mi madre. Sospecho que mi recién estrenada madurez me lo impidió. Me giré hacia Isabel, que me sonreía y recordé lo ridículo de mi aspecto. Me llevé las manos a la cabeza e intenté recomponerlo. Isabel estiró un brazo y me ayudó en la difícil tarea. – ¿Es época de truchas ahora? – preguntó mi madre. – Ya lo creo. – Espero que eso no signifique que te vayas a pasar todo el tiempo en ese
río. – Sé a dónde quieres llegar, pero no voy a pasarme estas semanas yendo
de visitas. – No podemos ir al campo y no visitar a Don Federico. – argumentó su esposa. – Ya sabes que de no ser por él, Jimena se hubiera ahogado en el
río. "Estupendo" , pensé, "otra vez mi miserable y avergonzante historia sale a la luz. Otra razón más para no querer ir al campo.” – No tenemos que agradecérselo eternamente, creo que ya hemos hecho
suficiente por él. – No creo que le guste la idea de que hayamos estado en el campo y no lo hayamos visitado. – masculló mi madre entre dientes. – Es un maldito franquista. Tiene su casa llena de rifles y escopetas que
cuida y mima más que a sus propios hijos. ¿No crees que está algo chalado, aunque sea un poco? – ¿Y qué si es un aficionado a la cinegética? No sería el único. "¿Cinegética?" , pensé. Giré para encarar a mi hermana que me miró a su
vez.
– ¿Cinegética? – repetí esta vez en alto para que lo pudiera oír Isabel.
Nos echamos a reír por lo bajo. – Creo que ha vuelto a suscribirse a esas revistas culturales. – añadió
Isabel, provocando otra tanda de suaves risas. Mis padres seguían enzarzados en su discusión. – ¿Temes que te pegue un tiro? – La verdad, sí. – repuso mi padre. – Ya no es tan joven y por lo tanto tan
diestro para manejar esos espantosos chismes. En ese punto, decidí ponerme los cascos para evitar oír más de la ridícula discusión. Si me preguntaran, diría que odiaba incluso que hablaran mientras mi padre conducía, siempre más pendiente de mi madre que de la carretera. Fijé mi atención en el paisaje, esta vez a través de la ventanilla. Miré el reloj. Aún quedaban muchas horas de viaje. Sin duda llegaríamos al anochecer. – ¡No te olvides de la bolsa azul! – me pidió mi padre desde la escalera
que daba acceso a la casa de campo. Miré en el interior del maletero y la ví al fondo. La deslicé hasta mí y la levanté por las asas, cerrando con la otra mano libre la portezuela del maletero. Entré en la casa, que estaba impoluta. Mi madre había avisado con antelación para que la acomodaran para nuestra llegada. – Vaya. – se quejó mi madre. – Esa maldita bombilla sigue sin cambiar. – A la lámpara aún le quedan otras dos. – Le resta mucha luz al salón. – indicó mi madre, ignorando lo que su
marido había dicho un instante antes. – Estoy contigo, mamá. – añadió Isabel. – Además, no es nada estético. – Estética, eso es precisamente lo que le hace falta a tu padre. – Mañana... – cedió el aludido. – bajaré al pueblo a comprar los cebos y
no olvidaré añadir a la lista de importantes una bombilla. Se acercó a su esposa y le dio un beso conciliador en la mejilla. Yo ya
subía mi bolsa rumbo a mi habitación, que era la más pequeña de todas, pero también la más apartada. Mi habitación era lo que en un principio se pretendió que fuera el ático, lugar designado para que mi padre guardase todos sus chismes. Mi padre me cedió su punto estratégico cuando se dio cuenta de que a mí me encantaba aquel lugar. Así que puede decirse que mi primera mudanza fue a los diez años. Por otra parte, mi antigua habitación le sirvió a mi padre como nuevo cuartel general. Incluso le había parecido estupendo tener más espacio para sus cosas. No tan contentas se quedaron mis hermanas, siempre temerosas de que alguno de aquellos asquerosos gusanos que usaba como cebo se escaparan de su encierro, a pesar de que mi padre les aseguraba que ya estaban bien muertos. Recuerdo que Isabel no se metía en la cama hasta que mi madre no le sacudía las sábanas hasta dos o tres veces para asegurarse que ningún elemento foráneo se hubiera metido bajo ellas. Y fue precisamente Isabel, quien de pequeña tenía la mala costumbre de ir descalza, "como si uera una india" en palabras de mi madre, la que una mañana, después de que mi padre hubiera partido a una de sus jornadas de pesca, comenzó a gritar como una descosida. Yo no debía de tener más de diez años. Recuerdo que salí de la cama alertada por los gritos. Bajé corriendo y encontré a Isabel, con un pie flotante y una cosa amarilla y viscosa aplastada en la planta de su pie. En su salida matutina, a mi padre se le había caído de alguna forma uno de aquellos gusanos e Isabel había sido la primera en descubrir su despiste. Creo que aún hoy no me ha perdonado que acabara en el suelo retorcida de la risa. Jamás volvió a andar descalza. Abrí la ventana de par en par y una ligera brisa hizo acto de presencia. Di gracias a Dios, puesto que el intenso olor a alcafor me estaba empezando a marear. – ¡Jimena! – mi madre exigía ya mi presencia en la parte baja de la casa. – ¡Ya voy! Bajé las escaleras y seguí el sonido de las voces femeninas que me llevaron hasta la cocina. Mi madre estaba preparando unos sandwiches, junto con Isabel. – ¿Quieres cenar algo? – me preguntó nada más verme aparecer. – Un bocadillo estará bien. Siguieron enfrascadas en la conversación que habían interrumpido brevemente tras mi llegada, sin importarles mi desconocimiento del tema, fuera cual fuese éste. Cogí uno de los bocadillos que ya se amontonaban sobre un plato. Miré su interior. Era de jamón. No me había dado cuenta de lo hambrienta que estaba hasta que le di el primer bocado. Llevaba todo el día sin comer, salvo por el café y el bollo que me había tomado para desayunar en casa antes de partir. Tantas eran las ganas que tenía mi padre de llegar que únicamente hicimos una parada en una gasolinera y sólo ante la amenaza de mi madre de que si no paraba era capaz de
hacérselo allí mismo. Con este pensamiento acabé mi sandwich, pero mi estómago siguió exigiéndome más, asi que cogí otro. – Pobrecita. – dijo mi madre en referencia a mi. – Tu padre casi os mata de hambre. – No exageres, mamá. – protestó Isabel. – No estoy exagerando, le dije cientos de veces que parara en algún lugar para almorzar, pero él ni caso. – Lo hubiéramos hecho de no ser porque tardaste tanto esta mañana. Inmediatamente después de decir aquello me arrepentí. Sabía que mi madre se tomaba estas cosas a la tremenda. Así que me preparé para el aluvión de protestas que vendrían a continuación. – De no ser por mí y mi tardanza no estaríais cenando, ¿o es que pensaís que el pan y el embutido vino solo hasta aquí? Él sólo es capaz de preocuparse de sus cosas, pero soy yo quien tiene que disponerlo todo para que estos días no se conviertan en un caos. – se quejó, incluso poniendo una expresión de absoluta pena. – Tienes razón, mamá. – dijimos Isabel y yo casi al unísono. – Gracias. Isabel se acercó al estante para intentar colocar unas latas en el más alto. – Déjame a mí. – resolví al instante. Me subí a la encimera y comencé a colocar los envases con cuidado. – ¿Qué te pareció la novia de tu hermano? – ¿Violeta? – contestó Isabel. La sorpresa por oír aquel nombre se manifestó en mi repentinamente y de forma bastante torpe. A pesar de mis juegos malabares, no pude evitar que una de las latas que sostenía entre las manos se me deslizara y cayera estrepitosamente encima de la encimera. – ¿Quién si no? – continuó mi madre al tiempo que me devolvía la prófuga lata. Me pareció que ninguna de las dos se dio cuenta de mi azoramiento y por primera vez dí gracias a Dios por haberme hecho tan desmañada desde que nací. Puse atención a las palabras de Isabel. – No estoy segura. – ¿Cómo que no estás segura? – Mamá, ya sabes que no me gusta emitir juicios premeditados. – Pero bueno. – insistió mi madre. – Algo te habrá parecido. – Es muy guapa. – Eso sí, desde luego. – consintió mi progenitora. Yo ya había terminado de colocar las latas y ahora me dedicaba a la inservible tarea de ordenarlas y ponerlas con sus etiquetas hacia afuera. – Me pareció que a Felipe le gusta de verdad. – añadió Isabel. – A mi también me lo pareció. Llegarán mañana, así tendremos oportunidad de conocerla mejor. – Después del interrogatorio al que le sometiste en la cena, creo que evitará acercarse a ti todo lo que le sea posible. – ¡Vaya! – repuso mi madre pensativa. – Pensará que soy una de esas madres preguntonas y metomentodo. – Es que eres así, mamá. – cedió Isabel con algo de condescendencia y resignación
en la voz. Mi madre le dedicó una mirada fulminante a modo de respuesta. Por mi parte, decidí que era hora de apearme, ya que no quedaba nada que pudiera hacer allí arriba. Mi padre eligió ese momento para hacer acto de presencia. – Estupendo. – dijo señalando la bandeja de los bocadillos. – Justo en lo que estaba pensando. Tomó una servilleta y puso en ella dos sandwiches. Luego, se dirigió hacia la nevera y sacó una lata de cerveza saliendo nuevamente de la cocina e ignorándonos a todas, como si realmente no hubiéramos estado allí. – Odio cuando hace eso.. – señaló mi madre. A la mañana siguiente, unos suaves toques en mi puerta hicieron que cediera en mi empeño de seguir dormida. – Jimena.... – reconocí la voz de mi padre susurrando mi nombre. Me levanté y llegué hasta la puerta. La abrí con cuidado para ver que era lo que quería mi padre de mí a tan tempranas horas de la mañana. – ¿Quieres acompañarme al pueblo? Lo pensé un instante. En realidad sopesé mis otras opciones y tuve que admitir que me atraía mucho más viajar hasta el pueblo que quedarme con mi madre y mi hermana toda la mañana, sin hacer otra cosa que no fuera hablar. – Dame diez minutos para vestirme y estoy contigo de inmediato. Me sonrió y asintió con la cabeza. – Te esperaré abajo. Cerré la puerta y comencé a vestirme. Como siempre, unos viejos vaqueros y una camiseta de color azul, fueron mi elección, que conjunté con unas zapatillas de deporte. Cogí también un jersey que até a mi cintura, puesto que noté mirando por la ventana que el día estaba algo nublado. Me dirigí hasta el baño y me aseé y peiné antes de reunirme con mi padre. En todo el pueblo, la tienda de Chano era la única que existía. En ella podrías encontrar los artículos más variados, desde cebos para pescar de todas clases habidas y por haber, hasta unas tijeras de podar, víveres y un montón de cosas más que en cualquier ciudad tendrías que desplazarte al menos a cuatro sitios para comprarlas. Ya lo decía el cartel clavado a una de las paredes y que a mí siempre me pareció ridículo: "VÍVERES GLEZ - DE TODO" Mi padre fue el primero en acceder al interior, seguido de mí. Chano, desde detrás del mostrador parecía estar ultimando unas cuentas. No levantó la vista a pesar de que la campana de la puerta había sonado. – Enseguida le atiendo. – dijo aún con la mirada puesta en su libro de cuentas. – ¿Es una nueva forma de tratar a los clientes? – bromeó mi padre. El viejo propietario pareció reconocer la voz y miró a mi padre. – ¡O'Donnell! – gritó con júbilo. Siento no haber mencionado antes que a mi padre se le conocía por el apellido de mi abuelo. – ¿Cómo estás, Chano? Los dos hombres se dieron un corto abrazo y unas sonoras palmadas en la espalda. – Ha pasado mucho tiempo desde la última vez. – argumentó el viejo.
– Ya lo creo que sí, pero ya sabes, la familia es cada vez más difícil de controlar, y
por desgracia he tenido unos hijos demasiado cosmopolitas... – Hablando de hijos, ¿es esta Jimena? Me señaló con el dedo, en su cara una expresión de incredulidad. Mi padre me asió por los hombros y me acercó más a él, dándome un suave apretón. – Lo es. Todas las esperanzas que tenía de que no creciera se han esfumado para siempre..... – bromeó mi padre haciendo reír a Chano. – Mírala, se ha convertido en toda una preciosidad. Me sonrojé al tiempo que sonreía tímidamente. – Supongo que vienes a buscar cebos, ¿no? Interiormente suspiré de alivio porque la conversación en torno a mí se hubiera terminado. Mi padre se acercó hasta el mostrador, mientras Chano le hablaba de unos nuevos cebos que había traído hacía apenas unos días. Yo sabía que la conversación se alargaría hasta límites insospechados, por lo que decidí darme una vuelta por los pasillos de la tienda. No recordaba el establecimiento así, pero supuse que incluso en aquel pueblo, hacía falta de vez en cuando echar mano de los avances. Me dirigí inmediatamente al estante de los chocolates. Con las prisas no había desayunado, así que seleccioné uno de esos bollos esponjosos con forma de barra de pan rellenos de chocolate y lo abrí dispuesta a comérmelo. Antes de pasar a otra estantería, pillé un par de chocolatinas y un paquete de galletas de arroz inflado. – ¿Vas a comerte todo eso? – me preguntó mi padre divertido cuando me vio llegar cargada de golosinas. – No, tonto.... – le dije. – Estoy llenando mi cupo de provisiones. Dejé las cosas sobre el mostrador y seguí con mi recorrido. El bollo estaba muy bueno, pero no sé por qué, siempre conseguían dejarte con sed. Supuse que tal vez las empresas de batidos le daban alguna comisión. Metí la pequeña cañita en el brick de batido de fresa y seguí avanzando a través de los pasillos. Con el hambre ya resuelta, me dediqué simplemente a dejar que pasara el tiempo. – Hola. – oí detrás de mí. Me giré con rapidez. – Hola.. – dije algo confusa, puesto que la cara de aquel muchacho me era familiar. Él me sonrió y fue entonces cuando me di cuenta de que el chico llevaba un delantal idéntico al de Chano, lo que significaba que trabajaba allí. – Supongo que no me recuerdas.. – me dijo algo tímido. Puede que el batido de fresa consiguiera despertarme del todo, o puede que de repente hubiera tenido una visiòn sin darme cuenta, lo cierto es que conseguí acordarme de él. Cuando era pequeña, aquel chico que tenía ahora en frente solía ser mi compañero de juegos. – ¿Diego? – dije con algo de duda. Él se rió, parecía encantado de que finalmente hubiera sido capaz de recordarlo. – El mismo. Ha pasado mucho desde la última vez. – Sí, empiezo a creer que demasiado. Desde que empecé en el instituto, si mal no recuerdo. – Ahora estarás en la universidad. – Sí.. – fue mi escueta respuesta, y comencé a juguetear con la cañita de mi batido,
antes de cometer una estupidez y empezar a contarle al chico lo desgraciada que me hacía sentir la universidad. – Estás muy guapa.. – me dijo de repente. Nunca nadie había flirteado conmigo, así que no sabía muy bien si aquello era un flirteo o si por el contrario era un simple comentario amable. De todas formas, ¿hay mucha diferencia entre lo uno y lo otro? Seguí con la cara pegada a mi batido y comencé a sorber frenéticamente, mientras imaginaba mi foto en el libro Guinness de los Records, como la mujer que ostentaba el record de sonrojos en un día. – Sigues igual de tímida que siempre, por lo que veo.. – volvió a decir Diego. Yo seguí plantada allí en medio, esperando a que él se decidiera cambiar de tema, algún tema en el que yo tuviera la valentía de decir algo. Pero entonces recordé que los únicos asuntos en los que yo era capaz de expresarme sin apenas balbucear eran los de medicina, y dudaba mucho que Diego supiera algo sobre las etapas organicistas de las enfermedades. Oí que mi padre me llamaba. Le sonreí a mi inesperado acompañante y sin decir nada más pasé junto a él. Su voz me hizo darme la vuelta una vez más. – No te olvides de pagar eso.... – bromeó señalando el cartón casi vacío que aún sostenía entre las manos. – Vaya.... – contesté fingiendo decepción. – Esperaba que me guardaras el secreto. Me alejé de Diego dejándolo con una interesante sonrisa en su rostro y me reuní nuevamente con mi padre. – Media hora más, Chano, y mi hija te hubiera dejado sin provisiones.... – se rió me padre al verme llegar con algunas cosas más que había recogido por el camino. – Está en edad de crecer. – contestó el anciano, mientras apuntaba frenéticamente en su libretita. Yo evité decir que era bastante probable que me quedara con mi miserable metro sesenta y cuatro e ignoré el comentario. – Papá, no te olvides de la bombilla. – Ya sabía yo que por algo pensé que sería una buena idea traerte conmigo. – Vaya, pensaba que disfrutabas de mi compañía. – Eso también, cariño, eso también.... – se burló de mí, al tiempo que se giraba para pedirle a Chano una bombilla. De vuelta a casa, yo cada vez me iba sintiendo peor. Miré mi reloj, eran casi las doce del mediodía. Probablemente Ginebra y Felipe ya habían llegado. Eso significaba que Violeta estaría allí. Mi corazón se aceleró tanto que creí sinceramente que era el principio de un infarto. Abrí la ventanilla para que me diera el aire en la cara. Lo único que logré fue que una nube de polvo me diera de frente. Me había olvidado que siempre tomábamos la vieja ruta que iba al pueblo, en vez de ir por la carretera de asfalto. Otra de las excentricidades de mi padre. – ¿Te ocurre algo? – preguntó él. – No.. – mentí, mientras me frotaba los ojos ahora irritados por la polvareda. – Estás muy rara... ¿Hay algo que te preocupa? – No. Pasaron unos breves instantes. Yo esperaba que mi padre iniciara un nuevo intento para sonsacarme más información. Sabía que me conocía demasiado bien como
para no saber que algo me pasaba y yo no podía decirle que estaba tremendamente aturdida, que no podía sacarme de la cabeza a la novia de mi hermano, que incluso había soñado con ella y que... ¡Oh, Dios!, casi había olvidado mi sueño erótico, ése al que tanto me había aferrado antes de que la voz de mi padre ganara la batalla esa mañana en contra de mis deseos. – De acuerdo, si no quieres decírmelo no te voy a obligar... – Gracias. – dije aliviada. Me miró con el ceño fruncido. – De modo que hay algo que no quieres decirme. Me tapé los ojos con ambas manos. Había olvidado lo tramposo que podía llegar a ser mi padre en ocasiones. – Papá,. – comencé con cuidado de no herir sus sentimientos. – no es que no quiera contártelo, simplemente creo que... – ¿Es un chico? "Frío, frío..." – No. – murmuré, aunque me hubiese gustado gritarlo, estaba enfadada porque ni siquiera me había dejado explicarlo. – Te ví hablando con Diego... – ¿Y? – no tenía ni idea de a dónde quería llegar. – ¿Tienes algún novio en la universidad?, ¿estás triste porque quizás le echas de menos? – me preguntó preocupado. – No... – Podrías haberlo invitado. – una vez más me interrumpió. – Sabes que siempre será bienvenido. Crucé los brazos a la altura del pecho y me arremoliné en mi asiento, intentando calmarme antes de que el incipiente enfado que corría a través de mis venas llegara al cerebro. ¿Un novio en la universidad? Si apenas tenía amigas. Creo que incluso les daba miedo a todos los del maldito campus. Debían tomarme por una asesina en serie o algo así. Como si las personas a las que les cuesta relacionarse tuvieran que ser asesinos en serie por derecho constitucional. – Admito que hasta hoy no se me había pasado esa posibilidad por la cabeza, eres mi niña pequeña. A veces sigo resistiéndome a que crezcas. – Papá.... – lo llamé. Odiaba las charlas sentimentales. – No puedes culparme porque me preocupe por ti. No quiero dejar este mundo sin ver a todos mis hijos felices. – Yo soy feliz. – le dije, no sé si por tranquilizarlo a él o a mí misma. – De todos tus hermanos, tú has sido siempre la que más me ha costado leer. Nunca sé más de lo que me permites ver. – lo vi tragar antes de formular la siguiente pregunta. – ¿Sigues enfadada aún porque te envié a esa universidad tan lejos de casa? – No. – Cuatro no desde el inicio de la conversación. Definitivamente algo está ocurriendo en esa cabecita tuya. Pero no voy a insistir, cuando estés preparada o necesites mi ayuda, sabes que estaré esperando. – Lo sé, papá, gracias. Minutos después, paraba el Jeep a un lado de la carretera. Lo miré extrañada
mientras él salía corriendo a esconderse detrás de unos matorrales. No pude evitar echarme a reír y me pregunté si mi padre comenzaba ya a tener problemas de próstata. Al llegar a la casa, me di cuenta enseguida de que allí habían ya tres coches aparcados. Reconocí el Ford blanco de mi hermana Ginebra, el Mercedes gris de Felipe y por supuesto, el Mazda descapotable de Violeta. Lo que más me sorprendió fue descubrir que el color de su coche no era gris, sino azul cielo. La poca luz aquella noche hizo que me perdiera ese detalle. Esperé a que mi padre se pusiera a mi altura antes de encaminarnos hacia la casa. Ambos con dos bolsas a cada mano. Mientras me acercaba, podía sentir que las palmas de mis manos comenzaban a sudar. Permití que mi padre me adelantara y entrara primero al interior de la casa. – ¡Ya estamos aquí! – anunció a los cuatro vientos. – Me alegra ver que ya estamos todos, esta noche podremos incluso echar unas partiditas al bingo. Fuimos recibidos con efusivos "holas" por parte de mi madre, Isabel, Ginebra y su marido. Pero no había rastro de Violeta ni de mi hermano Felipe. Ginebra se acercó y le dio un sonoro beso, primero a mi padre y luego a mí. Su hija mayor la seguía muy de cerca, agarrada a su falda. A juzgar por su expresión, hacía poco que había pasado una crisis de llanto. Dejé las bolsas sobre la mesa y me acerqué hasta mi sobrina, de quien decían que era un calco de mí. Lo que era seguro es que iba a ser mucho más guapa que yo. Esta niña tenía ángel, justo como su madre. – Hola Cris. – le dije con suavidad mientras me agachaba para ponerme a su altura. – Hola tata.... – contestó con su dulce voz infantil. – ¿Me das un beso? Dudó un instante, para poco después darme un húmedo beso en toda la mejilla. Yo saqué una de las chocolatinas que había comprado en la tienda y se la alcancé. – Ten, para que no estés triste. Su cara se iluminó de repente y me dio un gracias que sonó a "asias" más bien. Luego se alejó correteando, seguramente buscando un lugar seguro donde dar buena cuenta de su dulce. – ¿Dónde está Felipe? – oí preguntar a mi padre. – Creo que ha ido a enseñarle los alrededores a Violeta. – contestó Isabel. – O a hacer manitas detrás de algún árbol. – bromeó Ginebra, haciéndo reír a todos. A todos menos a mí. – ¿Manitas? – dijo mi padre. – Creía que eso se hacía en mis tiempos, ahora van mucho más allá que, en fin... – Papá.... – protestó Isabel entre risas. – ¿Papá? – se burló mi progenitor. – Recuerdo que tu madre se empeñaba en dejar a vuestros novios en habitaciones separadas. Con eso sólo lograba que nos desveláseis un par de veces por la noche con tanto ruidito disimulado de puertas que se abrían y se cerraban. El marido de Ginebra, que estaba bebiendo de una lata de cerveza casi se atraganta y todos nos volvimos hacia él para ver que sus mejillas se habían puesto de un color rojo intenso. Tal vez era porque le costaba respirar por el líquido que
no había logrado tragar por el sitio adecuado. Todos nos reímos, incluso mi madre, a pesar de que sabíamos que en su momento le había costado mucho el aceptar que ninguna de sus hijas llegara virgen al matrimonio. Ella era una acérrima defensora de la virtud y creía que la virginidad era casi un don divino. La puerta se abrió entonces y como si fuera una repetición de la misma escena de hacía cinco días. Felipe entró acompañado de Violeta. A él apenas lo miré, no podía mirar más allá de aquella mujer enfundada en unos vaqueros tan roídos como los míos, con una camisa de seda azul y el pelo recogido en una trenza. Me aparté de mi hermano como de la peste, temiendo que se ensañara con mis carrillos como la última vez. – Hola, Jimena. – me dijo al pasar, prestándome tan poca atención como yo a él. Violeta pasó a mi lado a continuación. – Hola. – saludó ella y lo siguiente que pude ver era que se estaba acercando a mi rostro para plantarme un beso en la mejilla. "Dí algo, ¡idiota!", me reñí. Lo cierto que la percepción, como de cosquillas, que sus labios dejaron en mi mejilla me onubilarían por el resto del día. La felicidad, aunque de esa manera resultase incluso estúpida, era una sensación extraña. BELLA VIOLETA. 2ª Parte. 2. EL DESPERTAR. Esa noche, durante la cena, no tuve tanta suerte como la última vez y me vi afinada entre mi cuñado Ricardo y mi sobrina Cristina. Todos mis deseos de sentarme cerca de Violeta perecieron enseguida. Al menos me distraje un poco observando a la cría hacer multitud de muecas y gestos que me hicieron reír. La conversación giró en torno a asuntos banales, cada uno exponiendo su punto de vista sobre la política o la economía. Esta vez mi madre, con gran acierto, se abstuvo de sonsacarle información a Violeta, quien parecía más relajada que la última vez. No habíamos cruzado una palabra tras su llegada y yo comenzaba a desesperarme por su aparente indiferencia hacia mí. Pensé en eso de la indiferencia y me di cuenta de que todo había estado siempre en mi imaginación, que ella jamás correspondería a mis deseos de la manera que yo quería, que ella jamás soñaría conmigo de la misma forma, que sus miradas jamás serían mías. Me sentí traicionada por mi conciencia al traerme en aquellos momentos semejantes pensamientos. Levanté la vista hacia Violeta por centésima vez esa noche, y casi grito al encontrarme con sus preciosos ojos azules mirando directamente a los míos. Me sonrió levemente y yo sentí cómo mi cuerpo se deslizaba de la silla sin poder evitarlo. Fue como si mis músculos se hubieran rendido y, de repente, quisieran convertirse en gelatina. Notando mi destemplanza, más que nada porque casi había desaparecido por entero debajo de la mesa, se giró de nuevo para atender a la conversación de mi hermano.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó mi padre, atrayendo con ello toda la atención
hacia mi persona. – Sí. -murmuré, como era habitual en mí. No me atreví a levantar la vista hacia mi progenitor, sabiendo que efect ivamente encontraría la duda y la sospecha en sus ojos. En esos momentos no estaba preparada para mostrar nada de mí al mundo, por lo que seguí con la cabeza gacha y la mirada en mi plato hasta el final de la cena. Si me preguntaran ahora mismo sobre la cena, no sabría decir con seguridad ni siquiera qué era lo que habíamos comido. En cuanto terminó la comilona, salí al porche y me senté en las escaleras, sola. No tenía ganas de asistir a la posterior reunión donde todos seguirían hablando de los más diversos y aburridos temas. Además, tenía la esperanza de que ella viniera a hacerme compañía. Miré al cielo cubierto de estrellas, un placer que en la ciudad nos negaba la polución. Sonreí ante tan maravillosa vista y fue entonces cuando vi cruzar una estrella fugaz. Cerré los ojos tanto que me dolieron para pedir un deseo, pero antes incluso de formularlo, ya se me había concedido. – ¿Puedo sentarme un rato contigo? No abrí los ojos, maldiciéndome por si aquella voz que acababa de oír no era real, sino producto de mi dilatada imaginación. Tomé una inspiración, apenas detectable, y los abrí lentamente. Enseguida abarqué su visión, justo encima de mi cabeza, mirándome divertida. Pensé que debió de haber sido ridículo encontrarme allí, con los ojos cerrados y con una extraña expresión, casi cómica, en mi rostro. – Por favor. -dije, aunque me dio la sensación de que casi lo supliqué. – Gracias. Tomó asiento a mi lado, en el segundo escalón. Por el rabillo del ojo la observé doblar el cuello para mirar el cielo. – Pocas veces he visto el cielo tan estrellado como esta noche. -dijo. – Las noches aquí suelen ser así. – Sí, sé lo que es vivir en el campo. De pequeña, mi familia vivía en una hacienda, creo que ya sabes que mi padre tiene viñedos. -asentí.- Las noches allí eran mágicas. Yo solía escaparme a la azotea y tumbarme allí con mi manta hasta que casi amanecía. Jamás me cansaba de mirar al cielo. Pude apreciar cierta nostalgia en su voz y aquel descubrimiento hizo que mi corazón se encogiera. – ¿Tienes hermanos? – No, soy hija única, desgraciadamente. -me miró sonriendo.- Pero acepto voluntarios. Dejó la frase en el aire, aunque yo sabía a lo que se refería. Si se casaba con mi hermano, entonces ambas llegaríamos a ser hermanas políticas. No permití que ninguna expresión cruzara por mi cara y me mantuve tan inexpresiva como fui capaz, aunque en el fondo deseara rebelarme ante esa idea. Puse toda mi atención una vez que ella comenzó a hablar de nuevo. – Mi madre murió cuando yo era pequeña y mis relaciones con mi padre no son en absoluto buenas. No le gusta cómo he elegido vivir. -me miró.- Tienes una familia magnífica, Jimena.
Sonreí levemente mirándola. – ¿Incluso a pesar de mi madre? Hizo ademán de pensar. – Incluso a pesar de ello. -bromeó. Emití un suspiro y devolví mi atención a las estrellas, imitando la posición de ella, apoyándome sobre mis codos. El silencio se prolongó hasta que yo decidí romperlo con la pregunta más estúpida de las que podía haber hecho. – ¿Qué edad tienes? Me miró extrañada, pero me lo dijo sin más dilaciones. – Veintisiete. Hice cuenta mentalmente de que eso eran tan sólo nueve años más que yo. No sé porqué me sentí aliviada de saber que la edad no era un obstáculo tan insalvable. Al menos para mí. – ¿Y tú? -inquirió de súbito.- Lo justo es lo justo. – Tengo dieciocho. – ¿Sólo dieciocho? -rebatió enseguida.- Fruncí el ceño por no poder saber a lo que se refería con eso de "sólo". ¿Es que acaso la había decepcionado? Su sonrisa me hizo ver que bromeaba.- Supongo que ya vas a la universidad. – Sí. -dudé.- Eso me mantiene alejada de casa durante demasiado tiempo. – Eso a mí me resulta un tanto extraño. -dijo con insólito tono de voz. La miré buscando respuestas. – ¿El qué? – Que te duela tanto estar lejos de tu hogar. A tu edad, yo sólo quería huír de la mía. -confesó. Tras eso abandonó la visión de mi rostro para concentrarse nuevamente en el cielo. Eso fue suficiente para mí para entender que, por ahora, el tema estaba zanjado. Me dio la impresión de que no era una persona de muchas confesiones y que lo que acababa de hacer, aunque sólo fuera una simple frase, le había costado mucho esfuerzo. Me vi inundada por el dolor que me autoinfringí al pensar en una Violeta dolida o desdichada. No supe hasta qué punto mis sentimientos gritaban por el amor de esta mujer hasta esa misma noche. – ¿Piensas quedarte las dos semanas? – No, creo que me iré este domingo. Aún tengo muchas cosas que hacer, y estas minivacaciones no figuraban entre mis planes. – Puede que te aburras y te vayas antes del domingo... -añadí cuidadosamente. Me sonrió una vez más. Empecé a creer que sabía exactamente el efecto que eso tenía en mí. – Espero que seas capaz de evitar que eso ocurra. Me sentí afortunada de estar sentada, de lo contrario, habría dado con mis huesos en el suelo. – Felipe ya habrá pensado en eso y tendrá alguna clase de plan para que no pases un solo momento aburrida. Me arrepentí de haber dicho aquello, pues me miró con expresión circunspecta, y yo volví a analizar mis palabras, intentando encontrar la razón de aquella mirada. – Toda tu familia cree que tu hermano y yo somos novios, ¿verdad? – No sé si "novios" -mastiqué la palabra como si fuera un trozo de limón.-, es lo
más correcto a utilizar. -De repente sentí la angustiosa necesidad de desprestigiar a mi hermano.- Felipe trae tantas chicas a casa que sería casi un sacrilegio llamarlas "novias". Debe existir alguna clase de porra sobre tu duración en la familia. – Entiendo. -fue su seria respuesta. Me arrepentí inmediatamente de haberle dicho aquello. Quizás había ido demasiado lejos en mi repentino ataque de celos y puede que incluso le hubiera hecho daño. Me obligué a pensar en una forma de compensarla, pero mi cerebro se negó a pensar con la brillantez a la que me tenía acostumbrada. Tan metida estaba en mi particular lucha que casi me pierdo sus siguientes palabras. – ¿Harías una cosa por mí? "Te daría mi vida si me lo pidieses sin dudarlo". – Por supuesto. – respondí. – ¿Me guardarías un secreto? – preguntó una vez más, elevando con ello mi curiosidad. – Sí. – no pude evitar la avidez con la que respondí. – No apuestes en esa porra. – dijo llanamente. Se rió al ver mi expresión de completo aturdimiento. Por un momento, por mi cabeza pasó la idea de que quizás no eran novios, tal vez sólo fueran buenos amigos. Mirándola me dije que era imposible tenerla como simple amiga. Sólo había que obervar la expresión de mi hermano cuando la enfocaba para saber que sentía algo muy profundo por aquella belleza. Cada vez me resultaba más enigmática y eso sumaba aún mayor curiosidad. Yo ya podía sentir el veneno recorriéndome las venas. – Estás aquí. – dijo alguien desde atrás y las dos nos movimos al unísono para ver de quien se trataba. Felipe estaba de pie, junto a nosotras. Bajó dos escalones para encararnos de frente. preguntó burlón. – ¿Qué te ha contado la mocosa de mi hermana? – Deseé tener uno de los rifles de Don Federico para poder deshacerme del impresentable de mi hermano. ¿Es que siempre tenía que ponerme en evidencia delante de los demás? ¿Por qué no podía ignorarme, como lo hacía siempre que estábamos solos? Felipe se rió a gusto, al parecer, simplemente por el hecho de haberme llamado mocosa. Violeta no. Se quedó allí, mirándolo fijamente, con expresión seria. Hizo que la sonrisa se borrara de la cara de Felipe de un plumazo. Mi hermano optó por cambiar de tema. – ¿Te apetece dar un paseo? Antes de contestarle, se giró hacia mí. – ¿Quieres venir? – me preguntó. Sabía que debía decir que no, puesto que estaba claro que a Felipe no le haría nada de gracia que los acompañara. Así que, como siempre, hice lo que debía. – No, gracias. Creo que me voy a ir a la cama. Mañana tengo sesión de pesca con papá y apuesto a que me despertará al amanecer. – Tu habitación es la del ático, ¿verdad? – preguntó. – Sí.
– Quizás algún día te apetezca invitarme a ver las estrellas desde allí. – Claro. – fue lo único que conseguí argumentar. – Buenas noches, Jimena. – Buenas noches.
Aquella sonrisa que siempre parecía tener dispuesta para mí, apareció una vez más. Luego se levantó y se alejó hasta perderse entre las sombras con Felipe. Me quedé allí, durante unos instantes, absorbiendo lo que había pasado, recordando sus palabras. Esa noche no me importó quedarme hasta tarde mirando las estrellas desde la ventana de mi ático. La ilusión de estar en compañía de Violeta obró el milagro. Incluso mantuve una conversación ficticia en donde le hablaba de mí, de mis deseos, de lo que esperaba de la vida, cosas que jamás había compartido con nadie. Ella me hacía desear ser de otra forma. Esa misma noche fue cuando acepté que estaba perdida. Cuando volví a despertar apenas despuntaba el Sol, pero mi padre tocaba insistentemente a mi puerta. No entendía cómo tenía un padre tan madrugador y yo, sin embargo, no había heredado esa cualidad. Podía pasarme la vida entera en la cama. Odiaba los despertares tempranos. – Ya voy. – dije con la voz ronca por el sueño. – ¡Date prisa, hija! Me vestí lo más aprisa posible, poniéndome unos pantalones cortos de color beige, una camiseta blanca con la foto del grupo Kiss en el pecho y mis zapatillas de deporte. También recordé llevar la gorra verde de pesca, y salí con cierta urgencia hacia el baño. Después de haber calmado los apremios de mi vejiga y de haberme aseado y acicalado, corrí escaleras abajo en busca de mi padre, quien revisaba por enésima vez ambas cañas de pescar y el bolso donde guardaba todas las cosas que harían falta antes de colgárselo al hombro. – Ocúpate tú de la cesta del picnic mientras yo meto esto en el Jeep. Tu madre la habrá dejado sobre la mesa de la cocina. Fui a la cocina, y como había predicho mi padre, encontré la cesta de mimbre sobre la mesa. La cogí, tomándome por sorpresa lo mucho que pesaba, y salí hasta el jeep. – ¿Ya has metido la nevera portátil? – le recordé, sin ganas de quedarme sin nada fresco que tomar durante la pesca. – Sí. – Mamá ha hecho bocadillos para un batallón. – le informé mientras deslizaba la pesada cesta en el interior del maletero. – Será mejor que traigamos al menos media docena de truchas, o no volverá a prepararnos los bocadillos. Reí la gracia de mi padre. Cerramos el maletero y nos metimos en el coche. El río al que nos dirigíamos estaba a tan sólo tres minutos de la casa, por lo que muy pronto estábamos descargando el jeep. Mientras yo buscaba un sitio para asentarnos, mi padre sacó su caña y su bolso de pesca. Instalarnos bajo la sombra de un enorme árbol me pareció la mejor de las ideas, así que lo coloqué todo cuidadosamente.
– ¿Quieres que te prepare la caña? – preguntó mi padre. – ¡De acuerdo! – le grité desde la distancia.
Saqué mi gorra y me la calé, sabedora de que dentro de poco el sol estaría en todo su apogeo sobre nosotros. Cuando llegué al lado de mi padre, él ya había echado su primer lance con su caña de cinco metros. Yo no usaba para pescar cebo natural como él, prefería usar señuelos, en este caso mosca, por lo que usaba una caña telescópica de unos tres metros. Me senté a su lado y lancé el nailon en sentido contrario al de mi padre. – ¿Ves aquellas rocas? – me señaló con la cabeza, puesto que tenía su caña sujeta en una línea tensa, esperando a sentir el plomo. Miré hacia donde creí que me indicaba y pude observar una serie de rocas, algunas de las cuales sobresalían ligeramente del agua. – ¿Qué te he dicho siempre de las rocas? – Los peces están cerca de las rocas, las ensenadas profundas y de los árboles sumergidos. – dije imitando la voz profunda de mi padre. – Muy bien, ¿entonces por qué has lanzado hacia allí? – no me dio tiempo a contestar. – Hija, tienes que hacer las cosas pensando. – Lo siento, papá. – recogí nuevamente el nailon. Me posicioné cara a aquellas rocas y lancé, no sin antes apuntar bien. Le di vueltas a la manivela del carrete para que el señuelo cruzara por el punto que había elegido y sostuve la caña firme. – Bien hecho. – me aplaudió mi padre. – ¿Trucha? Negué con la cabeza. – Carpa. – Ya veremos. Llevábamos algo más de dos horas y media y la pesca por ahora había sido muy poco productiva. Al menos para mí, puesto que mi padre y sus lombrices habían conseguido pillar desprevenidas a un par de truchas. De repente oímos un ruido que nos sobresaltó y miramos hacia atrás al mismo tiempo. Reconocí al vetusto hombre que se nos acercaba como Don Federico, pero de no ser así, el enorme rifle que transportaba sobre uno de sus hombros me hubiera dado la pista definitiva. Oí que mi padre murmuraba una maldición por lo bajo y que se despedía de su tranquilo día de pesca. – ¿O´Donnell? – dijo el viejo, sin abrir demasiado la boca a fin de que no se le cayera el puro que sostenía entre los labios. – ¡Don Federico! – saludó mi padre, aunque sólo yo era capaz de notar la falsedad en sus palabras. Recogió el nailon y abandonó la caña en el suelo. Yo me negué a separarme de la mía, eso me daría ventaja y evitaría que me acercara demasiado a aquel loco. – ¡Creí que ya no volverías por aquí! – dijo Federico riendo con risa borracha. – Es cierto, ha pasado mucho tiempo. Se estrecharon las manos. – ¿Ha habido suerte con la pesca? – Un poco sí, pero he tenido días peores. – dijo mi padre. – ¿Qué le trae por aquí hoy? – Los patos. Vengo a cazar patos.
Yo no pude evitar soltar un bufido al no poder retener la risa. Aquel anciano estaba más tarado de lo que yo creía. ¿Patos? ¿Dónde? Por allí no iba a encontrar un pato a no ser que fuese de goma. Mis ruidos guturales atrajeron toda la atención sobre mí. – ¿Es ésa tu hija pequeña? – preguntó. – Así es. – Cómo ha crecido, la condenada. Ante ese comentario me di la vuelta rápido. Por nada del mundo deseaba ver su lasciva mirada sobre mi cuerpo. Arrugué la nariz con disgusto y comprendí porqué mi padre le tenía tanta aversión a aquel anciano. Los sentí alejarse hacia el árbol donde yo había depositado las cosas, seguramente mi padre lo habría invitado a una cerveza fresca. "Estupendo", fue lo único que pensé, "darle alcohol a un viejo tarado y armado con una escopeta..." Esperaba que mi progenitor tuviera el sentido común de invitarlo a una una coca-cola. El sol comenzaba a apretar con intensidad y yo podía notar las gotas de sudor resbalando por mi espalda. Hubiera dado la vida por un baño refrescante... Si fuese capaz de meter mi cuerpo en las aguas de aquel río... Me coformé con ir a por un refresco. Mientras me acercaba a los dos hombres, cogí un fragmento de la conversación que estaban manteniendo, mejor dicho, que estaba manteniendo Don Federico. – La gente de ahora no tiene ningún respeto hacia nada ni nadie, nacen para ser delincuentes. La cerveza parecía volverlo más parlanchín, cosa que mi padre seguramente no debía de saber. Cogí mi lata de cola y me alejé nuevamente, no sin antes ver la expresión de mi padre de auténtica aflicción. Retomé mi posición detrás de la caña con nuevo brío, puesto que el refresco estaba surtiendo efecto en mi sistema operativo. Mis pensamientos, como era habitual, volcados en Violeta. Era extraño, pero sentía que la echaba de menos. Tal vez debí haberle preguntado si le hubiera gustado venir con nosotros, pero mi temor al rechazo me lo impidió. Mi padre no pudo deshacerse de la presencia de Don Federico hasta casi una hora después. Vino resoplando todo el camino hasta unirse a mí. – ¿Una conversación interesante? – me burlé. – Aunque no lo creas, le he podido sacar a ese viejo algo relevante. – ¿El qué? – dije con la incredulidad de que eso fuera probable. Me miró levantando las cejas y tardando un ratito en responder, haciéndose el interesante. – Pasado mañana hay una competiciòn de pesca. – ¿Una competición? – Sí. Al parecer a quien logre pescar el pez más grande le dan un trofeo. Supongo que es otra de esas cosas del ayuntamiento para fomentar el turismo rural. – ¿Piensas inscribirte? – no sé por qué formulé la pregunta. Conociendo a mi padre y sus dotes competitivas era un hecho anunciado. – Por supuesto. Ambos – subrayó la palabra con énfasis. – lo haremos. – Me lo temía.
– Tendremos que conseguir una barcaza de pesca, a remos preferiblemente. El
ruido de un motor podría alterar la calma de nuestras presas. Yo sabía lo que pretendía al querer alquilar una barca. Sus pretensiones a este punto no eran nada nuevas para mí. – ¿Otra vez con lo del sirulo? Se rió. El sirulo es un pez que introdujeron en los años sesenta un grupo de alemanes aficionados a la pesca. Al parecer soltaron unos cuantos miles de alevines en nuestras aguas, traídos expresamente desde su frío país. Claro que seguramente no pensaron lo que iba a suceder... El pez se encontró en unas aguas casi perfectas para su supervivencia, puesto que el clima es mucho más cálido que el de su lugar de origen. Se extendió por varios ríos, con lo cual, y lo que es peor, extinguió algunas especies en esas zonas que más tarde se han logrado recuperar. Es el pez más grande que se puede encontrar en aguas dulces. Puede alcanzar longitudes y pesos escandalosos, se dice que se ha llegado a atrapar hasta ejemplares de cien kilos y varios metros de longitud. – Papá, nunca has logrado cazar a uno de esos peces. Ni siquiera lo hemos visto de lejos. ¡Es una locura! Puede que ni siquiera existan en este río. – Sí que existen. – rebatió él. – Ya los han pescado, es por eso que pienso que nosotros podríamos lograrlo. Si es lo bastante grande, saldríamos hasta en los periódicos nacionales. Resoplé y pensé hasta qué punto me gustaría cazar uno de esos enormes bichos. ¿No podíamos intentar pescar una carpa de considerable tamaño como el resto del mundo? No. Tenía que ser un sirulo, y si era el más grande que se había visto, pues mejor. Por el rabillo del ojo vi como mi padre se frotaba las manos satisfecho, era casi como si se estuviese imaginando con el trofeo ya en la mano. Hice rodar los ojos. A veces mi padre podía ser incluso más infantil que sus nietos. La jornada terminó al atardecer. Eran las seis pasadas cuando recogimos todo y nos pusimos en marcha de regreso. Mi padre había puesto un empeño inusitado en pescar sobre todo carpas, con el objetivo de usarlas para atrapar un sirulo. A mí tanta insistencia me estaba poniendo de los nervios, pero evité decirlo en voz alta, no quería ensombrecerle la ilusión. Llegamos a casa, por mi parte totalmente agotada. Entré casi corriendo, había pasado el día entero pensando en Violeta, consumida por los deseos de verla de nuevo. En el salón, mi madre y mis hermanas tomaban café, sentadas en el enorme sofá. Nada más vernos llegar se levantaron de sus respectivos sitios para saludarnos. Enseguida todos quisieron saber si tanto esfuerzo había valido la pena. Se acercaron para ver la cesta y mi padre la abrió para que pudiesen ver su contenido. Truchas y carpas la llenaban. Yo, por fin, había logrado atrapar tres, lo que hizo que mi tarde no fuera tan inane como de costumbre. Mi pequeña sobrina me tiró del pantalón impaciente. Yo la miré y sin preguntarle supe que ella también quería participar, aunque su baja estatura se lo impidiera. La cogí en brazos y la alcé, acercándole la nariz a la cesta. Abrió tanto los ojos que
parecía que se le iban a salir de las órbitas. – ¿Puedo tocarlos? – me preguntó ilusionada. Yo arrugué la nariz. – ¿Es que quieres oler a pescado durante una semana? – me reí, aunque ella no entendió bien por qué era tan malo oler a pescado. – ¿Puedo? – insistió. – Si te empeñas... – le tomé de la mano y la acerqué con cuidado. Ella enderezó su pequeño dedo índice y esperó con ansias el momento en que yo lo acercara definitivamente. El pez, que aún tenía algo de vida, se estremeció, haciendo que mi sobrina gritara espantada y riera posteriormente con una risa muy nerviosa. Yo no pude evitar soltar una enorme carcajada. Adoraba a aquella niña. Volví a depositarla en el suelo. El perfume de Violeta llegó antes que su presencia y la sentí rozándome la espalda mientras se inclinaba para ver mejor nuestras capturas. Supuse que venía del piso de arriba, pero yo no lo había notado, tan ocupada como estaba con la niña. – Vaya. – dijo. – ¿Todo eso lo has pescado tú? Torcí el cuello para mirarla. Tuve que aguantar la respiración y me pregunté si alguna vez dejaría de reaccionar tan estúpidamente y me acostumbraría a su belleza. Pero eso era imposible, cada vez que la miraba, descubría algo que me hacía desearla más. – Sólo tres. – dije tímidamente. Me sonrió. – ¿Para cuándo el festín? – Me temo – intervino mi padre. – que estos peces son para pescar más peces. – ¡Oh, sí! Se me había olvidado decírtelo, mamá. – ¿Decirme qué? – preguntó mi madre desde el otro extremo de la mesa. – Papá y yo vamos a inscribirnos en el concurso de pesca del viernes. Mi madre hizo rodar los ojos con resignación. No podía hacer otra cosa. – Pero aún no sabes lo mejor. – me aventuré, animada por la cercana presencia de Violeta. – Vamos a cazar un sirulo. – ¿Otra vez con eso? – se quejó mi madre. Mis hermanas se rieron y negaron con la cabeza. – Ya veréis, incrédulas. – cortó mi padre viendo la reacción en cadena de risas que había provocado nuevamente su misión imposible. – Papá. – soltó Felipe. – En ese río no hay sirulos. – Felipe, hijo, nadie creyó a Galileo Galilei cuando formuló su teoría de que la Tierra era redonda. – ¿A ése no lo desterraron? – interrumpió mi madre, contenta de poder meter baza contra mi padre. El teléfono sonó en ese instante. Mi madre se apresuró a coger el receptor. Después de un momento se dirigió hacia mi hermano Felipe para que atendiera la llamada. – Bueno. – anunció mi madre. – Hora de preparar la cena. – ¿Puedo ayudar en algo? – se ofreció Violeta. – Por supuesto que no, eres nuestra invitada. Mal estaría si te pusiéramos a
trabajar. – contestó Isabel. – No me importa, en serio. Me gusta sentirme útil. bromeó mi madre al tiempo que se dirigía a la – Es una costumbre en la familia. – cocina, seguida de mis dos hermanas. Miré a mi alrededor para encontrarme a mi padre enzarzado en una conversación con mi cuñado Ricardo, esta vez le tocaba el turno al fútbol. Me volví hacia Violeta y me asombré de que le hiciera aquella proposición. – ¿Quieres dar un paseo? Contuve la respiración mientras esperaba su respuesta. Debido al nerviosismo, mi corazón comenzó a latir sin orden. – Por supuesto. Salimos al exterior, faltaba menos de una hora para que anocheciera. Estuvimos sin hablar al menos tres minutos mientras caminábamos lado a lado. Luché por que se me ocurriera algo inteligente qué decir. No sabía por qué la presencia de esa mujer hacía que mis neuronas se pusiesen en huelga. – ¿Qué es un sirulo? – me preguntó ella. – Es un pez enorme. Realmente puede llegar a ser grande. – ¿Cómo un tiburón? – Más o menos. – ¿También es tan peligroso? – No. – me reí. – Sólo come otros peces. Es bastante feo, una vez vi unas fotos suyas y tiene unos colmillos parecidos a los de un perro. – ¿Hay peces así en ese río? Bufé antes de hablar, poniendo en duda la veracidad de que realmente los hubiera. – Según mi padre, sí. Lleva intentando cazar uno desde hace años. – No estoy segura de querer verlo muy de cerca. – Yo tampoco, créeme. – le dije en broma. Mientras caminábamos, nuestras manos se rozaron accidentalmente y yo di un respingo. Ella se paró en seco y me miró con extrañeza. – ¿Estás bien? – me preguntó. Pregunta que yo esperaba. Le pedí a Dios, si es que existía, que me ayudara a dejar de hacer aquellas estupideces delante de ella. No quería saber la opinión que Violeta tendría de mí. Seguro que cuando menos pensaba que era una esquizofrénica. – Sí. – respondí mirando al suelo. Iba a seguir la marcha cuando su voz me detuvo nuevamente. – ¿Por qué siempre haces eso? – ¿El qué? Estaba perdida, seguro que había notado algo. Sentí que me sonrojaba de la cabeza a los pies. – Bajar la mirada al suelo. Es una pena que nos hagas perder la visión de esos maravillosos ojos. Metí las manos en los bolsillos. Fue la única reacción coherente que se me ocurrió ante aquellas palabras. Todo valía mientras no levantara la vista de mis zapatillas. Ése era mi único cobijo en su presencia. Sentí que me alzaba la barbilla. Ni siquiera hizo falta ningún tipo de esfuerzo, tan
sólo me rozó y yo atendí su orden prestamente. Sus ojos se enlazaron con los míos. – ¿Recuerdas ayer cuando te dije que era hija única? – Asentí con la cabeza, tragando saliva al mismo tiempo. – Bueno, eso no era del todo cierto... – me recompuso un mechón de pelo rubio detrás de la oreja. – Tenía una hermana. Tú te pareces mucho a ella. Solía ser muy tímida, y se empeñaba en bajar la vista, como si eso la ayudara a esconderse de los demás. ¿Lo haces por eso? Me gustaría saberlo. – No lo sé. Simplemente lo hago. – Nunca se lo pregunté. – algo en su voz había cambiado. Yo tenía que saber, necesitaba saber o aquella incertudimbre acabaría por volverme loca. – ¿Qué pasó? Inspiró hondo y apartó su mano de mi pelo. – Se suicidó. En ese momento deseé ser una avestruz, para poder hacer un agujero en el suelo, esconder la cabeza y no salir jamás. Pude sentir el dolor de Violeta como si fuera el mío propio. Quería hacerlo mío para que ella dejara de sentirse tan desdichada, porque eso era lo que sus ojos mostraban en ese momento. Yo estaba sin palabras, no sabía que decir. Ni siquiera un "lo siento" me parecía adecuado. ¿Por qué me contaba aquello a mí, a una casi desconocida? Era como si se hubiera arrepentido de mentirme el día anterior. No había que ser muy listo para saber que era una persona hermética que no le gustaba hablar de sí misma. Podía haber elulido mi pregunta como yo estaba segura que era capaz de hacerlo. Aún así confió en mí. – Si algún día descubres por qué lo haces, ¿me lo dirías? – su voz me devolvió a la realidad. – Te lo prometo. – De acuerdo. Seguimos caminando, cada una sumida en sus propios sentimientos. Yo sabía que Violeta ocupaba su mente ahora a los recuerdos de su hermana, porque continuaba teniendo el ceño fruncido. Yo, por mi parte, pensé en lo injusta que era la vida. Cuando ella me miraba yo le hacía recordar a su hermana perdida. Cuando la miraba yo, veía mi vida entera. Sabía que por ahora, la ilusión de que algún día fuera mía sería suficiente, pero que tiempo después no dejaría de ser una obsesión. Una obsesión que no tendría ninguna salida. También sabía que estaba poniendo todas mis esperanzas en algo que no existía, pero ¿cómo podía dejar de hacerlo?, ¿qué es lo que aquella mujer poseía que me hizo entregarle mi alma desde mismo instante en que la vi por vez primera? De algo si estaba segura, y es que de mi antigua coherencia no quedaba ni rastro. – Me gustaría ver la puesta de sol. ¿Nos sentamos allí? – me señaló el enorme cerezo que se alzaba grandioso en nuestro jardín. – Sí. Nos acomodamos en el suelo, las dos muy cerca, tanto que nuestros muslos se
tocaban. Apoyé la espalda sobre el tronco y fijé la vista sobre el horizonte, donde el Sol parecía posarse ya sobre el océano. – Hacía mucho tiempo que no encontraba esta paz. – dijo de súbito. – No sabía que iba a encontrar el campo tan placentero por una vez en mi vida. – Sé a lo que te refieres. Suspiró y se echó hacia atrás imitando mi posición. – ¿Cuándo vuelves a clase? – A finales de mes. Tan sólo me dan un mes de vacaciones. Ésa era otra de las razones por las que quería quedarme en España. Una vez más me regaló su suave risa. – Por tus palabras deduzco que odias estudiar fuera. – Para mí se ha convertido en un auténtico calvario. – admití. – ¿Por qué no te rebelas contra ello entonces? – Porque de ese modo tendría otra de esas infinitas charlas con mi padre sobre lo agradecida que estaré por ello algún día. Así que prefiero soportarlo unos años más. – En eso tiene razón. No tendrás problemas para conseguir un buen puesto aquí cuando hayas terminado. – Supongo que sí. – coincidí con ella. – ¿Por qué elegiste ser azafata? ¿No tienes miedo? – Quería tener la oportunidad de ver cosas. Y no, no tengo miedo. Me gusta lo que hago. A mí me pareció que otra de las razones por las cuales había elegido aquel trabajo, era para pasar mucho tiempo alejada de todo lo que la rodeaba. Supe que estaba huyendo de algo. Pero no había forma alguna de que me atreviera a decírselo en voz alta. – Yo no soporto volar. Lo odio. Volvió a sonreírme, y abandonó su visión de la puesta de sol para mirarme. – ¿No hay nada que te guste de la universidad? ¿Ni siquiera un novio o algo así? – No tengo novio. – afirmé rotundamente. – ¿Por qué? – No lo sé. – Se me hace muy difícil de creer eso. Eres una muy guapa. – dijo haciéndome ruborizar intensamente. Yo sabía que si en ese momento abría la boca para hablar, no diría otra cosa que balbuceos sin sentido. Por lo que la mantuve cerrada ante el inminente peligro de ponerme en evidencia una vez más. – Tú eres como yo, no sabes digerir bien los cumplidos. – resolvió ella al ver mi incomodidad. – Creía que tú estabas a costumbrada a eso. – me aventuré. – ¿Entonces te parezco guapa? ¿Estaba de broma? Tenía que estarlo. O eso o pretendía meterme en serios apuros. Tragué saliva con fuerza y me preparé para contestar. – Sí. Y creo que sólo tratas de ponerme en aprietos. – ¿Por qué querría hacer yo tal cosa? – me preguntó algo divertida. – Porque no soy ciega, simplemente por eso. Sé que eres muy consciente de lo
hermosa que eres. – Puede que si me conocieras un poco más dejaría de parecértelo. – afirmó, ya más seria. No sé qué fue lo que había cambiado en el transcurso de aquellos pocos minutos, pero era algo que me hacía sentir tremendamente incómoda. Supuse que Violeta, como lo hacían los demás contínuamente, quería jugar conmigo, ver qué había detrás de la armadura en la que me escondía. Quizás había notado algo de aquella admiración que yo le profesaba y quería alimentar su ego a mi costa. Sé que a veces podía parecer un auténtico misterio para los demás que no eran como yo. Pero me molestaba que pensaran en mí como algo extraño, como algo que nunca reaccionaba como el resto del mundo. Me levanté decidida a irme. – He que irme. – anuncié. – Aún tengo que darme una ducha antes de la cena. – Siento haberte molestado. – No, no me has molestado. – Puedo notar que así es. – insistió mirándome desde el suelo. Yo no dije nada, simplemente me di la vuelta y me alejé de ella unos pasos antes de que me cogiera de la mano y me diera la vuelta para encararla. Me tomó por sorpresa, ni siquiera la había oído acercarse. Ya lo había dicho yo antes. Ella era como una gata. – Jimena... – ¿Qué? Vi algo en sus ojos que nunca antes había visto. Algo que se parecía bastante al miedo. – Me has interpretado mal. Yo... – la voz pareció agotársele de repente. Yo esperaba paciente a que lograra acabar su frase, atónita de verla sin su impertérrita compostura. – Cuando te miro... – comenzó después de tomar aliento. – , la veo a ella. Antes, cuando reías con tu sobrina en brazos, sentí casi el corazón pararse, era como si pudiera oírla de nuevo. Me asió por ambos hombros, mirándome con intensidad. Jamás había visto aquella expresión desesperada en nadie. Casi me asustó. Algo de mi miedo debió reflejarse en mi rostro, puesto que cedió en su presión y se frotó los ojos con una mano. Creo que intentaba contener las lágrimas. Sentí lástima por ella. Me dolía verla en aquel estado de desolación. – ¿Cómo se llamaba? – Alicia. – dijo, aún sin apartar la mano de sus ojos. – Me hubiera gustado conocerla. – Sí. – sonrió, dejándome ver de nuevo su rostro al completo. – Estoy segura de que hubiérais encajado en ese mundo vuestro, tan apartado del resto. – No llores, por favor, Violeta... – al favor de mi súplica, añadí una caricia en su afligido semblante. – Lo siento. – se disculpó, aparentemente por haberse dejado llevar por un momento de debilidad. Sequé una errante lágrima que rodaba por una de sus mejillas, la atrapé en la palma de la mano y la bajé hasta mi costado, apretando con fuerza el puño. Aquel era el primer regalo que obtenía de ella.
Me miró con una intensidad que yo no había visto jamás. Creo que aquella fue la primera vez que pudo ver algo de mí, o quizás la primera vez que yo le permití enseñarle algo de mi adoración por ella. La oscuridad nos abrazó entonces y Violeta fue la primera en hablar. – Deberíamos volver. – dijo simplemente. – Sí. – fue lo único que pude articular. Fue entonces cuando decidimos regresar por el mismo camino que nos había traído hasta allí, con el mismo silencio rodeándonos. – ¡Violeta! – oí que Felipe la llamaba desde la entrada. Al parecer hacía tiempo que intentaba localizarla. Fruncí el ceño con disgusto. Siempre se me olvidaba que Violeta estaba allí por él y no por mí. – ¿Ocurre algo? – Sí. – suspiró. – Desgraciadamente tengo que volver a la ciudad. Tenemos una reunión con el sindicato, estamos estudiando ir a la huelga, si no queda más remedio. – ¿Problemas otra vez? – dijo Violeta con su mejor tono condescendiente. Yo permanecí detrás de la morena, escuchando atentamente, feliz por perder de vista a Felipe y así tener a Violeta para mí sola. Me sorprendió estar pensando tal cosa, ese egoísmo que parecía salir de cada poro de mi piel cuando se trataba de ella. – Eso me temo. Será sólo un día, dos a lo sumo. – De acuerdo. Iré a recoger mis cosas. De mi garganta emigró un sonido gutural, como cuando se inicia el llanto. No había pensado en la posibilidad de que Violeta se fuera tras los pasos de mi hermano. Ellos no parecieron darse cuenta de mi repentina indisposición, o al menos prefirieron ignorarlo. Siguieron con su charla. – De ningún modo, Violeta. Te quedarás aquí con mi familia. Quiero que sigas disfrutando de tus vacaciones. Yo miraba la escena consciente de que no debería estar allí, pero el pensamiento de irme con la incertidumbre de que quizás no volvería a ver a Violeta fue lo que me mantuvo clavada al sitio. – Felipe... – comenzó a discrepar ella. – A menos, claro, que no te sientas a gusto aquí. – interrumpió él. – No es eso, tu familia es maravillosa... – Por favor, quédate. – fue la segunda vez que se la interrumpió, con la variación de que había sido yo esta vez. Los dos se volvieron hacia mí, pero yo sólo tenía ojos para ella. Hasta yo misma pude sentir la impetración en mi mirada. – De acuerdo. – dijo sin apartar su visión de mí. – ¡Estupendo! – soltó Felipe. – Voy a preparar el equipaje para salir de inmediato. – Te ayudaré. – se ofreció Violeta. Ambos entraron en la casa, seguidos de mí. Ellos se dirigieron hacia la habitación de Felipe y yo a la mía. Me desvestí con premura y me metí en el baño para darme una ducha. No quería tardar demasiado. Tenía miedo de que cuando saliera, Violeta hubiera cambiado de opinión y se fuera con Felipe. Sentí el agua fría como un bálsamo sobre mi cuerpo. No había notado hasta ese
momento, cuando alcé los brazos para enjabonarme el pelo, lo tensos que tenía los músculos. Cuando salí de la bañera, me dediqué unos segundos, mientras me refregaba con la toalla, a mirarme en el espejo. Me preguntaba si yo le resultaba atractiva, bueno, quizás la palabra correcta sería "guapa", a Violeta. ¿Qué podía ella admirar de mí? Quizás mis ojos verdes. Tal vez mi sonrisa. Siempre me habían dicho que poseía una sonrisa bonita. Sonreí a mi reflejo para comprobármelo a mí misma. No es falsa modestia cuando me digo que no soy nada fuera de lo común. Ella, en cambio, sí lo es. Me recogí el pelo por encima de la nuca e intenté imitar esa expresión de Violeta cuando algo le parecía interesante. Creo que esa pose sólo podía quedar bien en el rostro de una persona, y no era yo. Me reí cuando de repente todo aquello me pareció estúpido. ¿Qué pretendía? ¿Ensayar miradas y muecas para intentar parecer más seductora ante sus ojos? Me até una toalla para cubrirme el cuerpo y envolví otra en mi cabeza antes de salir del aseo, moviendo negativamente la cabeza ante las tonterías que comenzaba a realizar sólo porque tenía un enamoramiento. Ella no se iba a enamorar de mí por muchas poses y actos de misterio que yo hiciera. Me metí rauda en mi habitación por la puerta levemente abierta. Dudé de que la hubiese dejado así cuando me fui al baño. Mi sorpresa fue enorme cuando vi a Violeta asomando la cabeza por la ventana, de espaldas a mí. Debió oírme, porque se giró inmediatamente para encontrarme. Si hubiera hecho caso a mi madre desde pequeña en cuanto a ser ordenada, probablemente no hubiera tropezado con una zapatilla que había dejado en mitad del suelo. Me caí deshonrosamente boca abajo. La toalla de mi cabeza se deslizó también. Lo único que podía pensar en ese instante era en rezar para que todo aquello hubiera sido un sueño y en realidad yo no estuviese con la nariz pegada al frío suelo en frente de la criatura más hemosa de la tierra. Violeta se acercó a mí en dos zancadas y se arrodilló en frente. – ¿Estás bien? – me preguntó preocupada. Yo no podía levantar la mirada, simplemente no podía mirarla. ¿Por qué a mí? ¿Qué había hecho yo para merecer tal castigo? – ¿Jimena? – me llamó, creo que ya había notado mi vergüenza. – Es culpa mía. Siento haberte asustado. ¿Puedes levantarte? – Sí. – dije al fin. – Creo que no me he roto nada. Me cogió por los antebrazos y tiró suavemente de ellos, para ayudarme a recomponer mi posición vertical. Yo me aferré a la toalla como si en ello me fuera la vida. Sólo me faltaba que se escurriera también y me quedara desnuda en frente suyo. – Lo siento de veras. – repitió una vez más. – No ha sido nada. Tengo la maldita manía de dejarlo todo en medio. – ¿Estás enfadada? – ¿Por qué iba a estarlo? – le pregunté anonadada de que pudiera creer tal cosa. Estaba segura de que me era imposible disgustarme con ella, pasara lo que pasara. – Por entrar así en tu habitación, sin permiso...
– Bueno, antes de irte tendrás que vaciarte los bolsillos. – bromeé y ella se rió, creo
que más sorprendida por mis inusuales dotes de cómica que por la broma en sí. – Me sentía sola allá abajo, Felipe ya se ha ido, y contigo me siento muy cómoda. "Respira" me ordené después de oír aquella declaración. – Me alegro de que estés aquí. – Parece ser que siempre consigo imponerte mi presencia. – admitió y yo me di cuenta de que también se refería a aquella vez en el invernadero de mi casa. – No es cierto. – dije sonriéndole. – Ya te he dicho que me alegra que estés aquí. – Gracias. Yo me quedé allí, mirando hacia abajo para ver cómo movía ridículamente en círculos uno de mis pies descalzos. – Será mejor que me vaya para que puedas vestirte. – anunció. – Quizás después te apetezca venir conmigo y ver las estrellas desde aquí... – dije con premura. "¿Ver las estrellas? Eso si que es una cursilada". – Me encantará. He visto que has traído contigo un libro de Pedro Salinas. – me señaló la mesa de noche al lado de mi cama. – Es mi poeta favorito. – afirmé. – También lo es mío. Si te portas bien, quizás esta noche te lea algo de él . – me sonrió y salió de la habitación, dejándome clavada en el sitio. Miré mi copia de "Poemas Escogidos" al que ella se había referido momentos antes. – Sabía que leer poesía sería de gran ayuda algún día. – le dije al inanimado libro con tapas verdes y letras doradas. Corrí a vestirme, la cena pronto estaría servida. Minutos después me adentraba en el comedor. El olor de los inconfundibles y deliciosos canelones de mi madre llenando la estancia. Mi estómago gruñó con fuerza en cuanto me acerqué. Eché un ligero vistazo, las mujeres de la casa estaban metidas en la cocina, desde aquí las podía oír hablar, mientras que mi padre y mi cuñado seguían sentados en el salón discutiendo de sus asuntos y tomando una cerveza. No vi a Violeta por ningún lado, por lo que supuse que tal vez permanecería en su habitación hasta la llamada de la cena. Entré en la cocina a investigar y quizás a pillar algo para calmar la inquietud de mi vientre. Inmediatamente mi hermana Isabel me cargó con media docena de platos. – Jimena, colócalos, por favor. – me ordenó. Salí nuevamente de la cocina y dispuse la vajilla en cada asiento. Inicié un nuevo intento de adentrarme en los dominios de mi madre y mis hermanas, con el mismo resultado. Pronto estaba afuera acomodando los vasos, sólo que esta vez había logrado sisar un trozo de pan blanco que aguardaba en mi bolsillo esperando una mejor ocasión. Terminé la última tarea que se me había encomendado y me fui hasta un rincón para roer el trozo de pan con avidez. Vi a Violeta descender las escaleras. Llevaba el pelo húmedo, lo que indicaba que se acababa de dar una ducha. Se había cambiado a una camiseta blanca y unos vaqueros negros. Me pareció que con cualquier cosa que se pusiera resultaría increíblemente atractiva. Me sonrió mientras se dirigía a mí. Me costó horrores tragar el último trozo de pan
que me había metido en la boca. – Necesitaba esa ducha tanto como respirar. – me dijo nada más acercarse a mi rincón. – ¿Qué haces aquí sola? – Huír de mi madre y de mis hermanas. – comenté casualmente levantando las cejas, algo que la hizo sonreír más. – ¿Por qué? – ¿Las has oído hablar cuando están juntas? – A mí no me parecen tan malas. – dijo ella. Torcí la cabeza y la miré bajo un velo de sospecha. – Pero sí que te te parecen aburridas, ¿verdad? Una nueva sonrisa reemplazó a las palabras y me dieron a entender que, efectivamente, ella las encontraba tan tremendamente soporíferas como yo. – Me pregunto cómo es que existe tanta diferencia entre tus hermanas y tú. – hizo una pausa. – Tu eres tan... – ¿Rara? – respondí por ella. – No. No era eso lo que pretendía decir. – ¿Entonces qué? – Interesante. Dejó que la palabra saliera de su boca suavemente, flotando en el aire. Su tono era icreíblemente pertubador y me pregunté si era así como aquella mujer atraía a las presas a su red. Todo en ella resultaba fascinante, intrigante. – ¿Por qué tengo la extraña sensación de que toda esta campaña de halagos hacia mí me va a resultar cara? – me burlé haciéndola reír suavemente. – ¿Crees que quiero obtener algo de ti por hacerte un cumplido? – La mayoría de la gente se guarda ases en la manga. – expuse medio en broma medio en serio. – Veamos... – colocó una mano bajo su mejilla e hizo acto de pensar. – ¿Qué tienes tú que pudiera interesarme? "¿Mi cuerpo?". Sacudí la cabeza ante ese pensamiento antes de que se me ocurriera decirlo. Últimamente mi razón no respondía muy bien a mis órdenes. – Me agrada estar contigo, Jimena. Ésa es la verdad. – repuso ella. – Gracias. De todas las novias que ha tenido mi hermano eres la única que merece la pena, aparte de ser la más guapa. – bajé la vista antes de decir la última frase casi en un murmullo. – Vaya, ¿soy yo la que tiene que pensar ahora que intentas obtener algo de mí? – Me gustaría tener tu amistad. – dije con total sinceridad. – Estás pidiendo algo que ya tienes. Le sonreí, agradada por su respuesta y ella me respondió de la misma manera. Lo cierto es que me conformaba con su amistad. No se me ocurrió que pudiera esperar algo más de ella, aunque en el fondo lo deseara con todas mis fuerzas. – Y por cierto... – añadió. – No soy la novia de tu hermano. Mi madre apareció con una enorme bandeja de olorosos canelones e interrumpió lo que tenía previsto responderle a Violeta con su llamada a cenar. Seguí de cerca a Violeta y tomé un asiento contiguo al suyo. Un minuto más tarde, con la mesa ya dispuesta y cada uno en su sitio, comenzamos la cena. Me ofrecí voluntaria a desmenuzar en pequeños trocitos los canelones a mi sobrina, que
como siempre había elegido sentarse a mi lado. Creo que era el hecho de que yo le regalara tantas chocolatinas lo que la hacía preferirme al resto de la familia. – Están deliciosos. – oí que cumplimentaba Violeta dirigiéndose a mi madre. – Receta de mi abuela, me alegro de que te gusten. – Desde luego. – contestó ella metiéndose otro tenedor lleno en la boca. – ¿Cuándo regresa Felipe? – preguntó mi padre. – Todo fue tan repentino que ni siquiera pude enterarme bien de lo que pasaba. – Otra de esas reuniones con el sindicato. – metió baza mi progenitora. – Lo de siempre, cariño, ellos quieren más dinero y la compañía no quiere pagar. – Vaya lío. – Me dijo que tal vez le tomaría como mucho dos días. – terció Violeta. Mi sobrina entonces requirió mi atención. – Tata... – me señaló. – Zumo. Llené su pequeño vaso de plástico con zumo de naranja, que rápidamente bebió. Le sonreí y ella me correspondió, escondiéndose vergonzosamente tras su vasito. Puse mi interés nuevamente en la conversación que se desarrollaba en la mesa. – Todos los años se produce algún problema con el sindicato y las compañías. – murmuró mi padre. Siempre hacía eso cuando decidía zanjar un asunto, así que yo esperé para oír cómo iniciaba una nueva conversación. – ¿Vas a venir al pueblo mañana conmigo para alquilar la barca y el equipo? – Yo iré contigo. – se ofreció mi cuñado Ricardo. – Papá, – dije – ¿por qué simplemente no podemos pescar una trucha como el resto del mundo? – Porque eso sería muy fácil, hija mía. Además, ¿no quieres ganar el premio? – Sí, pero, ¿un sirulo? No quiero ni oír lo que dirán si no lo pescamos. – esto último lo añadí casi en un murmullo. – Hija... – comenzó a decir él, preparado para darme una lectura sobre la fe, algo a lo que yo no estaba muy dispuesta en esos momentos. – Papá, – lo corté en un tono condescendiente. – iremos a pescar ese pez si tanto lo deseas, pero no me digas que no te lo advertí cuando volvamos de manos vacías. – ¿Tan difícil es pescarlo? – preguntó Violeta. – Ni siquiera sabemos si hay en ese río, además, las mejores horas para cazarlo es de noche, cuando aparecen para comer. – comencé a explicar. – La veda comienza casi al alba. – se defendió mi progenitor interrumpiéndome. Miré a Violeta y le hice una mueca de desaliento, a lo que ella sonrió divertida. Seguimos hablando durante un momento, ahora con dos conversaciones sobre la mesa, la que sosteníamos mi padre, Ricardo y yo y por el otro lado mis hermanas y mi madre. Me alegré al comprobar que Violeta encontraba la nuestra mucho más interesante. Fue entonces cuando mi sobrina volvió a palmearme un brazo. – Tata... – dijo. – ¿Quieres más zumo? – pregunté al ver su vaso vacío. – Sí. Me dispuse a servirle más zumo cuando la voz de Ginebra me paró en seco. – Jimena, no le des más zumo, ya se ha tomado tres vasos y apenas ha comido. – me dijo, luego se dirigió a su hija y añadió. – Cristina, no hagas enfadar a mamá y termínate la cena.
Como era de esperar, la niña se rebeló caprichosa. Me pregunté por qué no la dejaba tomar más zumo si era lo que realmente le apetecía. A mí me pareció mucho peor obligarla a comer si no quería hacerlo. Claro que yo no era madre. – ¡Mamá! – gritó la cría soltando su pequeño puñito sobre la mesa con enfado, con tan mala fortuna que pegó contra su cucharilla llena de pasta, la cual saltó llenándome la cara con ella. No me moví mientras sentía la comida caliente resbalar por una de mis mejillas. Abrí un ojo y lo primero que ví fue la expresión divertida de Violeta, que me miraba a punto de soltar una carcajada. – ¡Cristina! – oí a mi hermana gritar. – Ha sido un accidente, Ginebra, no pasa nada... – dije para evitar el más que probable castigo a mi sobrina. Cogí una servilleta y comencé a quitarme la pegajosa pasta de la cara. – Trae, déjame a mí. – oí que se ofrecía Violeta. – ¿Cuántas veces te he dicho que te comportes en la mesa? – siguió regañando mi hermana. Por el rabillo del ojo pude observar las risitas de mi padre, pero yo ahora estaba concentrada en tener el rostro de Violeta cerca del mío, afanada en la tarea de quitarme los restos de comida de la cara. – De todas formas tengo que ir al servicio a lavarme, no te molestes. – le dije, muy nerviosa al sentir su aliento en la piel de mi rostro. Comencé a temblar como una hoja. – Claro, al menos te he quitado la salsa de los ojos. – bromeó. – Así podrás ver por donde pisas. La mesa, en esos instantes se había convertido en una batalla campal, con el llanto a viva voz de mi sobrina por haber recibido tan descomunal censura, mis hermanas discutiendo el asunto y mi padre pidiendo calma. Pero yo hacía rato que había anulado todo lo que me rodeaba para centrarme en lo único que desde hacía un tiempo parecía importarme. Ella pareció tener la misma sensación que yo, hasta que apartó la vista, consciente antes que mí misma, de que nos estábamos mirando fijamente. – Voy al servicio... – dije trémulamente al tiempo que me apeaba de mi asiento, rezando para que mis piernas me sostuvieran. Una vez a solas en el baño, me apoyé en la pared y me pasé las manos por el pelo, intentando averiguar qué era lo que acababa de ocurrir. Dejé escapar una gran bocanada de aire y me recliné contra el lavabo. De repente me parecía que iba a tener una tarea muy difícil en esconder mis sentimientos hacia Violeta. Me parecía mentira el grado de atracción que llegaba ya a sentir por ella. Me enjuagué a conciencia el rostro y me miré en el espejo para asegurarme de que no quedaban restos de comida en mi cara. Cuando volví a salir, la disputa parecía que se había calmado y que todo volvía a la normalidad. Nada más sentarme, mi sobrina, instigada por su madre me murmuró una disculpa, con la cabeza gacha por la vergüenza. – Dame un beso, pequeña. – le dije, a lo que ella respondió con inusuales ganas. – ¿Y cómo está don Federico? – preguntó mi madre dirigiéndose a su marido.
– Totalmente chiflado. Vino acompañado, como no, de un enorme rifle. – soltó un bufido. – Pretendía cazar patos. – ¿Aún vive ese hombre? – inquirió Ginebra, que se había sentado junto a su hija
más pequeña y le estaba obligando ahora a tomarse uno de esos potitos. – Sigo diciendo lo mismo, que es un peligro. – Aún recuerdo que si no fuera por él, Jimena se hubiera ahogado en el río. Hice rodar los ojos con indignación. Desde aquel incidente, hablar de don Federico significa tener que recordarlo todo una y otra vez. – ¿Casi te ahogas? – me preguntó Violeta. Al parecer, ella también estaba ávida de conocer toda la historia. Asentí con la cabeza. – Tenía sólo ocho años. – dije en mi defensa. – ¿Cómo ocurrió? – Mi hermana no quiso aprender a nadar hasta los doce años, si no recuerdo mal. – metió baza Ginebra. – Le daba un miedo terrible el agua. Creo que aún hoy sigue teniéndolo. – ¿En serio? – preguntó Violeta mirándome. No me quedó más remedio que asentir. Lo último que necesitaba era tener a Violeta creyendo que yo era una de esas aprensivas personas a las cuales les daba miedo absolutamente todo. Si bien es cierto que las masas de agua, a no ser las que concentraban en la bañera, me inspiraban cierto recelo, no había nada más a lo que yo le tuviera algún tipo de escrúpulo. Hasta en eso tenía yo que ser rara. Cuando era pequeña veía y oía disfrutar a todos los demás niños en el agua, y cuando mi padre me obligó a ir a la piscina municipal para que aprendiera a nadar de una vez por todas me costó horrores superar ese miedo. Tardé mucho en aprender y lo peor de todo es que desde que dejé las clases de natación yo había seguido evitando todo contacto con el agua. – ¿Me vas a contar la historia? – me preguntó Violeta. – ¿Qué tal si te la cuento otro día? – le sugerí. – De acuerdo. – acordó ella, devolviendo la vista hacia su plato. La cena acabó sin más percances. Esa noche fue mi turno de recoger la mesa y meter los platos al lavavajillas. Violeta se ofreció a ayudarme y aunque me negué en rotundo, omitió mis protestas y me acompañó hasta la cocina. Nos pusimos manos a la obra, yo quitando los restos de comida de la vajilla y ella colocándolos en la cesta del lavaplatos. – Adoras a tu padre, ¿verdad? – me preguntó en un momento dado, tras varios minutos de silencio. – Sí. Él lo es todo para mí. Lo que me hace débil, jamás he sido capaz de negarle nada. – He visto cómo lo miras. Puede notarse a kilómetros toda la admiración que le profesas. Le sonreí, admitiendo sus palabras como ciertas. Supuse que el amor que yo sentía por mi padre podía reflejarse en mis ojos, como tantas otras cosas. – Es un luchador nato, ¿sabes? Lástima que yo no haya heredado ese arrojo. – ¿Por qué dices eso? – me preguntó.
– Porque yo soy más bien de los que no se arriesgan. Siempre me mantengo al
margen esperando mi oportunidad. – ¿Y si ésta no llega? Me hizo pensar durante breves momentos. “¿Y si ésta no llega?”. – Todo es cuestión de suerte, supongo. – Yo no lo creo. – me aseguró mirándome fijamente. – Si quieres algo has de ir a
por ello, aceptando las consecuencias, por supuesto. Ser impaciente está en mi naturaleza, también es cierto, pero todo lo que he conseguido en esta vida ha sido porque yo me lo he propuesto. Quizás no lo sepas, porque tu familia aún te protege, pero ahí afuera hay una auténtica jauría de lobos esperando devorarte. Tienes que luchar por ser la mejor en cada cosa que hagas, de otra forma, te quedarás en el camino. – No soy tan niña como para no saber lo difícil que es abrirse paso en esta vida. Sé que piensas que soy una niña rica que estudia en la mejor universidad y que cuando acabe su papaíto se encargará de buscarle un buen puesto de trabajo, una casa y un coche. Pero eso no es cierto. Terminamos en ese instante de colocar la vajilla y ella se irguió encarándome con una media sonrisa irónica adornando su cara. – ¿Intentas convencerme de que tienes una vida difícil o dura? No tienes idea de lo que es eso. – No intento convencerte de nada. Ni siquiera me conoces. – dije con los labios apretados. La idea de que ella creyera que era una estúpida niña rica me ponía frenética. Yo quería que me considerara una mujer adulta, capaz de tomar sus propias decisiones. Pero estaba claro que ante sus ojos no era más que una cría. – Es cierto, apenas te conozco. Pero vives entre algodones, sé lo difícil que es forjarse un futuro escapando de algo a lo que estás tan acostumbrada. – Parece como si me odiaras por el hecho de ser rica. Te recuerdo que es mi padre quien tiene el dinero, no yo. – resolví, ya bastante incómoda. Violeta se acercó a mí, apoyándose en la encimera, con los brazos cruzados sobre el pecho. – ¿Y qué diferencia hay? – Quizás tenga más suerte que la mayoría de las personas, pero eso no cambia el hecho de que la infelicidad pueda ser una opción más en mi futuro. La vi asentir con la cabeza. Quizás era su forma de darme la razón. – Chica lista. – me dijo palmeándome en un hombro. – Creo sinceramente que vas a lograr cualquier cosa que te propongas. – ¿Y por qué estás tan segura? – inquirí curiosa. – Tengo ese presentimiento. – ¿Sueles acertar con tus presentimientos? – La verdad es que sí. – contestó a media sonrisa. – Entonces puedo estar tranquila. Violeta se rió suavemente y me palmeó un hombro. – Vamos, salgamos de aquí. Este calor me está matando. “Pensar en ti esta noche no era pensarte con mi pensamiento,
yo solo, desde mí. Te iba pensando conmigo, extensamente, el ancho mundo. El gran sueño del campo, las estrellas, callado el mar, las hierbas invisibles, sólo presentes en perfumes secos, todo, de Aldebarán al grillo te pensaba. ¡Qué sosegadamente se hacía la concordia entre las piedras, los luceros, el agua muda, la arboleda trémula, todo lo inanimado, y el alma mía dedicándolo a ti! Todo acudía dócil a mi llamada, a tu servicio, ascendido a intención y a fuerza amante. Concurrían las luces y las sombras a la luz de quererte; concurrían el gran silencio, por la tierra, plano, suaves voces de nubes, por el cielo, al cántico hacia ti que en mi cantaba. Una conformidad de mundo y ser, de afán y tiempo, inverosímil tregua, se entraba en mí, como la dicha entera cuando llega sin prisa, beso a beso. Y casi dejé de amarte por amarte más, en más que en mí, inmensamente confiando ese empleo de amar a la gran noche errante por el tiempo y ya cargada de misión, misionera de un amor vuelto estrellas, calma, mundo, salvado ya del miedo al cadáver que queda si se olvida. ”
Violeta terminó de recitar el poema. Yo me sentí extrañamente extasiada por el sonido de su voz que aún retumbaba en mis oídos. Cerré los ojos y me dejé llevar sólo un instante, mientras ella aún seguía perdida por entre las páginas del libro, rozando las yemas de sus dedos sobre las hojas, casi acariciando las letras que allí se concentraban formando aquel mundo de sentimientos que era la poesía. No pude precisar exáctamente cuánto tiempo hacía que nos habíamos adentrado en mi habitación. Sentadas en el suelo lado a lado, debajo de mi ventana, leíamos pasajes del poemario, casi sin decir una cosa más. – Es precioso. No puedo imaginar lo que debe sentir alguien que escribe algo así. – la oí decir. Abrí los ojos y la miré. – Quizás estuviera profundamente enamorado. – manifesté.
– Es una posibilidad. – ¿No crees que el amor sea capaz de inspirar cosas como ésta?
Dejó de observar el libro para encararme a mí, como si de repente hubiera visto un fantasma. Curvó los labios a media sonrisa. – Yo siempre he creído que el amor es como Dios, ¿sabes? Hay que tener mucha fe para creer en él. – ¿Es que nunca has estado enamorada? – Jimena, el amor es algo tan idealizado que hemos perdido la visión de lo que realmente es. pregunté, de repente demasiado interesada en su punto de vista – ¿Y qué es? – sobre tan delicado tema. – Una ilusión. – No estoy de acuerdo contigo. – me vi obligada a discrepar con ella. Yo no creía ni por un momento que lo que empezaba a sentir por aquella mujer fuese una simple ilusión. Si no apreciara tan adentro, si no sintiera la seguridad de que el mundo estaba puesto a mis pies cada vez que la tenía cerca, entonces pudiera ser que hallara algo de veracidad en sus palabras. Pero la verdad era que el amor sólo podía sentirse de la manera en la que yo lo sentía. No había nada de espejismo o de ilusión en cómo la amaba yo. Esa seguridad, a veces, me daba miedo. – Jimena, una chica joven como tú idealiza en demasía las cosas. Quien sabe, quizás seas de esas personas que aseguran que siguen teniendo “la llama del amor” – hizo un gesto con ambas manos, expresando las comillas. – encendida
después de muchos años. Para mí eso no tiene ningún sentido. – ¿Te has enamorado alguna vez? – no pude evitar hacerle aquella pregunta. Tenía que descubrir si sus palabras eran expresadas tras la máscara de la desilusión. – No puedo decirte que sí porque te estaría mintiendo. Pero yo creo que para mí el amor es de la forma en que yo lo vivo. Simplemente soy así. – ¿Por qué dices eso? – Normalmente todos quieren algún tipo de compromiso, algo que les de la noción de que les perteneces o una estupidez semejante. – ¿También es así con mi hermano? – la interrumpí, deseosa de conocer la respuesta a esa pregunta. Suspiró profundamente. Imaginé entonces que estaba buscando las palabras adecuadas para expresarse. Yo no veía la dificultad en que me contara aquello, pero ella quizás sentía la necesidad de ir con cuidado. Al fin y al cabo era de mi hermano de quien nos disponíamos a hablar. – Tu hermano y yo sabemos hasta qué punto somos capaces de llegar. No hay promesas de amor ni sueños de futuro. Él acepta lo que le ofrezco sin pretensiones y yo le doy todo lo que soy capaz de dar. Es un trato justo. Pensé en sus palabras un instante, asimilando lo que me estaba diciendo. – Eres una persona extraña, ¿lo sabías? Se rió de mi última frase, echando la cabeza hacia atrás. Una imagen que supe que perduraría en mi memoria como marcada a fuego vivo. – ¿Ves como todos somos singulares? No sólo tú, querida Jimena.
Me levanté del suelo y me dirigí hacia la mesa de noche, en cuyo cajón guardaba mi preciado tesoro en forma de chocolate. Lancé una chocolatina a Violeta que la cogió al vuelo y saqué otra para mí antes de unirme nuevamente a ella. – Apuesto Apuesto a que puedes comer montañas de estas cosas. – me me dijo dando un grueso bocado a su barra. Yo asentí asimismo, sumergiéndome en el dulce sabor. Es una ventaja que no me haga subir de peso. – Es Me regaló una mueca muy cómica que me hizo reír. – Odio Odio a las personas como tú. – señaló. señaló. – – Yo Yo tengo que vigilar mi peso. Bueno, por ahora estás haciendo un buen trabajo. – Bueno, – Cuesta Cuesta mucho sacrificio, créeme. Sobre todo para alguien a quien le gusta tanto comer como a mí. – Supongo Supongo que tengo suerte entonces, porque con lo que soy capaz de tragar quizás hubieran tenido que ensanchar las puertas. – Me Me he dado cuenta. – me me dijo algo burlona. – Yo Yo me lo pensaría dos veces antes de invitarte a cenar. – ¿Será ¿Será esa la razón por la que no tengo novio? Nos reímos de mi ocurrencia antes de que ella e lla me mirara mirara seria. ser ia. – Me Me encanta esa forma que tienes de reírte de ti misma. Conozco a poca gente capaz de hacer eso, ¿sabes? Una vez más, sentí las mejillas arder. Me maldije a mí misma por no saber contener mis emociones. Bastaban unas pocas palabras amables por parte de ella y todo mi ser parecía perder toda su estabilidad. – Te Te has ruborizado. – me me anunció. Como si yo no fuera consciente de ese hecho. – A A veces me sigo comportando como una niña. – tuve tuve que admitir para intentar al menos excusar mi pobre comportamiento. – Pues Pues estás realmente guapa cuando te ruborizas. No es cierto. – rebatí. rebatí. – Eso es algo que siempre se dice, pero yo no veo ninguna – No – Eso belleza en que mi rostro se ponga del de l tono de la remolacha. – ¿De ¿De verdad que no eres consciente de lo bella que eres o es sólo falsa modestia? – ¿Perdona? ¿Perdona? – dije dije entre balbuceos. Eres una persona bellísima, Jimena. Tanto por dentro como por fuera. – Eres Sé que estuve moviendo los labios, porque los sentí moverse, pero de mi boca no escapó ni un solo sonido que contase como palabra. Era lógico en mí, teniendo en cuenta que la persona más maravillosa del universo me había descrito como una persona bella. Ser para ella alguien especial me hizo elevarme hasta casi tocar el cielo. La vi ponerse en pie dispuesta a irse y aunque mi cerebro se rebeló contra ello, mi garganta seguía aún atorada. – No No tenía ni idea de que fuera tan tarde. Debo irme ya, supongo que después de un día como hoy estarás agotadísima. – Claro. Claro. Tú también tendrás ganas de descansar. – – dije dije después de tragar varias veces. – Hasta Hasta mañana, Jimena. – Hasta Hasta mañana.
Salió de mi habitación sigilosamente. Por mi parte, permanecí sentada en aquel aq uel suelo durante tiempo indefinido, con la mirada fija en la puerta por la que ella había atravesado rumbo a su alcoba. Me desvestí entonces y me metí en la cama con gran parsimonia, ya sufriendo la ausencia de Violeta. Me notaba feliz, pero sin saber exactamente el por qué. Sabía que mis sueños estarían llenos de ella , por lo que tenía prisa por sucumbir a él. Mañana sería otro día lleno de esperanza para mí.
BELLA VIOLETA. 3ª Parte. 3. INALCANZABLE. Cuando salí de mi habitación a la mañana siguiente me encontré con un ajetreo inusual para esas horas. Demasiado trajín para mí adormilada noción. – ¿Qué ¿Qué pasa? – pregunté, apeándome del de l último último escalón. esca lón. – Nos Nos vamos de pic. – nic. nic. – contestó contestó mi madre pasando a mi lado como un vendaval. ¿De pic. – nic? nic? ¿Quién? – ¿De Isabel se paró enfrente de mí y me hizo un gesto negativo con la cabeza. – Pues Pues todos, Jimena. A menos, claro, que quieras quedarte aquí sola. ¿Dónde está Violeta? – ¿Dónde Isabel me indicó con la cabeza la cocina, y yo me dirigí rauda hacia allí. Apenas podía soportar las ganas que tenía de verla de nuevo. nue vo. Por el camino me encontré con mi sobrina Cristina, que requirió mi atención y a quien elevé colocándola sobre la cintura. – Nos Nos vamos de pini. – me me informó algo confusamente. – Lo Lo sé, pequeña. Me adentré en la cocina y lo primero que vi fue a mi hermana Ginebra y a Violeta preparando los bocadillos. Charlaban animadamente, incluso parecían estar pasando un buen rato. – Buenos Buenos días. – saludé. saludé. – Vaya, Vaya, la Bella Durmiente... – contestó contestó mi hermana jocosamente. Violeta rió su gracia y me guiñó un ojo. Posé a mi sobrina en el suelo y me acerqué a ellas. – Muy Muy graciosa, Ginebra. ¿De quién ha sido la estupenda idea de ir de picnic? – De De mamá, como siempre. – ¿Puedo ¿Puedo ayudar en algo? – me me ofrecí, sintiéndome con ganas de participar en lo que fuera con tal de estar cerca de Violeta. – Puedes Puedes ir envolviendo esto. – De De acuerdo. Me coloqué a un extremo de la cocina y comencé a liar los bocadillos, primero con una servilleta y luego en papel de platino. ¿Aún no ha vuelto papá del pueblo? – pregunté, notando la ausencia de mi – ¿Aún
progenitor. – No. No. Seguramente habrá aprovechado para parar a tomar algo con Ricardo. Te aseguro que le temo al día de mañana. – Te – ¿Por ¿Por qué no le dices que no? – ¿Estás ¿Estás loca? – exclamé. exclamé. – Sabes Sabes que no aceptaría un no por respuesta. Es demasiado tozudo... ¿A quién me recuerda...? – dijo dijo mi hermana refiriéndose, por supuesto, a mí. – ¿A – También También podrías fingir unas repentinas fiebres... – sugirió sugirió Violeta. – ¿Y ¿Y acabar en el hospital? No, gracias. Sólo te queda una opción y es ir de pesca mañana. – Sólo – Rezaré Rezaré para que podamos pescar ese maldito sirulo. De esa forma, quizás se le quite esa obsesión. – dije dije entre dientes. – Le Le dará después por cazar ballenas o algo así. – bromeó Ginebra. Las tres nos echamos a reír. – Me Me encantaría estar allí para verlo. – añadió añadió Violeta. – ¿Quieres ¿Quieres venir? – propuse precipi prec ipitadamente. tadamente. Ginebra dejó su tarea para mirarme bajo un velo de sospecha. Creo que fue el hecho de que yo pareciera tan entusiasmada con algo lo que la hizo observarme con detenimiento. Yo siempre solía ser de las que nunca mostraba apetencia por nada y a decir verdad, eran pocas las veces que la sentía. – ¿Es ¿Es que hay sitio para uno más? – Por Por supuesto que sí. – contestó contestó esta vez Ginebra. – – Una Una ayuda extra siempre es bien recibida. Di gracias a Dios por haberme dado una hermana tan maravillosa. Dentro de mí, cada vez se desvanecía más la preocupación del día siguiente. Si Violeta se decidía a venir con mi padre y conmigo todo tendría otro significado para mí. – ¿Cómo ¿Cómo vais chicas? – preguntó mi madre acercándose acercándo se para supervisar nuestra tarea. Bien, mamá. Son bocadillos, no es como si estuviéramos preparando una – Bien, bomba. – contestó contestó sarcásticamente Ginebra. Mi madre la miró con una ceja alzada. Esas expresiones a menudo eran ocasionadas por mi hermana Ginebra y por mí. Éramos las dos únicas personas de la familia que se atrevían a contradecirla. Sobre todo Ginebra, que nunca permitió que mi madre intentara controlar lo más mínimo en su vida. Siempre le decía que no todas podíamos ser como Isabel. Se nota que aún no has tomado tu café, hija. – dijo dijo mi madre, desapareciendo – Se nuevamente. Violeta y yo nos miramos e intercambiamos unas sonrisas de complicidad. – Hablando Hablando de café. – sugirió sugirió Ginebra. – – ¿Te ¿Te apetece uno, Violeta? – Por Por favor. – suplicó suplicó en broma la aludida. Mi hermana se alejó de la mesa y se dispuso a preparar la cafetera. – ¿Siempre ¿Siempre sois así? – me me preguntó Violeta. – ¿Así ¿Así cómo? – Pues Pues así de hiperactivos. – Es Es culpa de mi madre. – razoné. razoné. – – Cree Cree que es un deber proponer cosas nuevas cada día a fin de que no nos aburramos...
– No No me entiendas mal. A mí todo esto me parece estupendo. No estoy
acostumbrada a levantarme por las mañanas y que súbitamente me encuentre organizando algo especial. – Me Me alegro mucho de que te guste, Violeta. Nos habíamos asentado por fin a orillas del río, después de la media hora en la que mi madre nos tuvo dando vueltas en círculos para encontrar el sitio perfecto. Ahora nos encontrábamos todos bajo el amparo de adecuadas sombrillas y sentados en cómodas sillas plegables. Yo me había apresurado a instalarme una de las primeras, algo alejada del resto, como era habitual en mí, esperando que Violeta optara por situarse en un lugar cerca del mío. Cuando lo hizo, sentí tanta felicidad que casi me mareo. Fijé la vista al frente, justo donde mi padre y mi cuñado Ricardo se habían adentrado en las aguas del río cerca de la orilla. Mi sobrina riendo a carcajadas mientras su padre la sumergía una y otra vez en el agua. – Se Se está muy bien aquí... – oí oí decir a Violeta. La sentí moverse por el rabillo del ojo y giré el rostro para encararla. Para mi total desesperación ella se estaba deshaciendo de su camiseta blanca, revelando la parte de arriba de su bikini. Estiró las piernas por completo, por ahora sin decidirse a quitarse también sus bermudas. Mantenía los ojos cerrados en completa relajación. Tragué con dificultad y me obligué a mirar al frente, ante el peligro de ponerme en evidencia delante de mi familia. Supuse que mirar los pechos de alguien fijamente no entraba dentro de lo que se consideraba un comportamiento normal. Abandonar la visión de su torso fue lo más difícil que había hecho en mi corta vida. – Sí... Sí... – respondí, respondí, algo tardíamente a lo que ella había dicho por último, antes de carraspear. Violeta, tengo una crema de protección solar, si te interesa... – anunció anunció mi – Violeta, hermana Ginebra, quien también se había sumado a la iniciativa y ahora andaba por el lugar en bañador. Violeta levantó levemente la cabeza y deslizó sus gafas de sol hasta la mitad de su nariz, sonriente. – Gracias, Gracias, Ginebra. Mi hermana rebuscó en su bolso y le alcanzó un bote de color azul. Violeta comenzó a extender la crema por todo su torso y brazos. Yo no supe si el repentino acaloramiento que sentí se debía a las altas temperaturas y que yo aún tenía puesta toda la ropa o se debía al simple hecho de lanzar breves miradas en dirección a Violeta y su cuerpo. Un cuerpo que me estaba haciendo víctima de uno de los pecados capitales. Cuando terminó su tarea de cubrir su piel con aquello se giró hacia mí. – ¿Quieres? ¿Quieres? ¿Qué...? – contesté, contesté, absolutamente perdida. – ¿Qué...? – ¿No ¿No vas a tomar el sol? Fue entonces cuando mi madre, que nos había estado observando, metió baza en el asunto. Jimena, hace un calor infernal. Quítate la ropa o conseguirás asarte... – Jimena, – Tiene Tiene razón... – convino convino Violeta. Yo miraba la escena al completo con sorpresa mezclada con algo de indignación.
Lo cierto es que sentí un repentino ataque de vergüenza de que Violeta me viera. Yo no estaba preparada para competir con el perfecto cuerpo que ella poseía. El mío no se acercaba ni de lejos a la esplendidez del suyo. – ¿Te ¿Te da vergüenza? – me me preguntó ella de súbito. – No... No... – mentí mentí con algo de titubeo en la voz. – Seguramente. Seguramente. – prosiguió mi madre, al parecer empeñada ese día d ía en ponerme las cosas muy difíciles. Ginebra le dedicó una mirada a nuestra madre, reprochándole su comportamiento y comenzó a discutir algún asunto banal con ella, seguramente para mantenerla alejada de mí. Violeta pareció ignorarla y me sonrió. – Te Te prometo que no miraré. – dijo dijo jocosamente. Yo me rendí ante aquella sonrisa y cuando comencé a sacarme la camiseta, ella fue fiel a su promesa y fijó la vista al frente. Doblé mi camiseta y mis pantalones cortos y los puse a un lado. Cuando me senté nuevamente, me volví hacia Violeta y me di cuenta, cuando cerró los ojos abruptamente al saberse sorprendida, de que me había estado mirando por un extremo de sus gafas. – Has Has hecho trampa... – comenté comenté en broma. – Lo Lo sé. – reconoció, reconoció, hablando en voz baja para que los demás no pudieran oírnos. – – Sentía Sentía curiosidad... – ¿Curiosidad? ¿Curiosidad? ¿Por qué? – No No sé, pensé que quizás te faltaba alguna parte del cuerpo y que por eso no querías desvestirte. – me me sacó la lengua y me reí. – – No No entendía cómo se puede ser tímida con ese precioso cuerpo tuyo... La boca se me secó y los músculos de mi estómago se encogieron. Bueno, yo tenía dieciocho años, nadie podía culparme de tener aquellas reacciones de adolescente enamorada. Nadie excepto yo misma. Apreté los dientes con fuerza y me obligué a pensar en cualquier cosa menos en aquélla que precisamente se negaba a abandonar mi mente. Si seguía pensando en Violeta de esa forma, me arriesgaba a tener un orgasmo allí mismo. Levanté una ceja para parecer despreocupada y la miré por el rabillo del ojo. Violeta se había acomodado aún más en su silla y había puesto los brazos por encima de su cabeza. Parecía que casi dormitaba en queda paz. Mis ojos capturaron la visión de una furtiva gota de sudor que resbaló desde el hueco de su garganta hasta perderse en su ombligo. Fue demasiado para mi acalorada imaginación. “Piensa en algo, en lo que sea...”, me repetía una y otra vez. Me acordé de Pedro
Salinas y comencé a recordar una de sus poesías sin darme cuenta de que la estaba musitando hasta que Violeta me cuestionó. – ¿Qué ¿Qué haces? – Nada... Nada... – contesté contesté avergonzada. – Estabas Estabas murmurando algo. – No No me había dado cuenta... – admití, admití, lo cual cua l me alivió, después de varias respuestas en las cuales le había tenido que mentir. – Ya Ya veo.
– ¿Es que nadie va a meterse en el agua? – preguntó mi padre, desde la orilla. – Ahora mismo me siento demasiado cómoda para desear moverme. – contestó
Violeta. – Lo mismo digo. – concedió igualmente Ginebra. – Esto es mejor que estar en la playa con ese montón de gente rodeándote y gritando como locos. – dijo mi madre, cuyo rostro estaba ahora escondido bajo una enorme pamela. – Un día perfecto... – concedió Violeta. Mi progenitora volvió a darle la razón. – Exactamente. Instantes después, Violeta decidió cambiar de opinión y se incorporó dirigiéndose a mí. – Voy a refrescarme. ¿Vienes? Yo no iba a meter un solo centímetro de mi cuerpo dentro de aquel río por nada del mundo, pero supuse que podría acercarme a la orilla y salpicarme un poco de agua para mitigar el calor. – Claro. – dije aceptando su oferta. Se quitó el pantalón y nos dirigimos ambas hacia el agua. Me rezagué ligeramente y pude echar varios vistazos a su trasero. Miré al cielo y pedí clemencia. – Demasiado calor, ¿eh? – dijo mi padre sonriente. – ¿Algún bicho raro del que tenga que tener constancia y del que deba cuidarme? – preguntó Violeta medio en serio, antes de hundirse del todo. – Nosotros estamos casados... – bromeó mi progenitor, refiriéndose a su yerno Ricardo y a sí mismo. La hizo reír y mi padre le guiñó un ojo. Creo que secretamente, los hombres de aquella familia empezaban a admirar la belleza de Violeta tanto como yo. Un vistazo a mi babeante cuñado para confirmarlo. Me pregunté si a mí se me ponía aquella misma cara de imbécil. Recé porque no fuera ése mi caso. Violeta entró con cuidado y yo me senté en la orilla, con el agua cubriéndome los tobillos. Ella se sumergió y dio varias brazadas antes de ponerse de pie a la altura de los hombres. Me miró sospechosamente y cuando yo bajé la vista fue el momento en que confirmé que no iba a moverme de donde estaba. Ella pareció entenderlo y no dijo nada. Puso atención a la conversación que mi padre mantenía con Ricardo sobre sus planes del día siguiente, tales como la colocación de las boyas y el punto estratégico que había elegido, seguro de que picarían. – Me alegro mucho de que hayas decidido venir con nosotros, Violeta. Tu ayuda es más que bienvenida, va a ser toda una experiencia, ya lo verás... – Eso no lo dudo. – Jimena y yo lo hubiéramos tenido más difícil sin ayuda extra y en esta familia nadie está dispuesto a hacerlo. – comentó el patriarca en tono serio. – Qué se le va a hacer si únicamente mi hija más pequeña heredó mi afición... – Yo nunca he ido de pesca, para serle sincera... – No es complicado, te darás cuenta enseguida.
– Quiero cazar ese pez y quiero ganar ese trofeo. – aseguró Violeta con arrebato.
Me abracé a mis rodillas mientras miraba la escena delante de mí. El entusiasmo de mi padre era realmente contagioso y me di cuenta de que en unos breves momentos Violeta mostraba ya tanta ilusión como él. Por mi parte, simplemente esperaba que el día de mañana no se convirtiera en un auténtico fracaso. Violeta cogió en brazos a mi sobrina y comenzó a jugar con ella, provocando en la niña risas nerviosas. Admiré la escena con delicioso placer, admirando los fuertes brazos de la azafata y los músculos que ligeramente se marcaban en ellos. Violeta braceó hasta mí pasados unos minutos y se sentó a mi lado, hombro con hombro haciéndome percibir la frescura de la que disfrutaba ahora. Me sonrió y le sonreí igualmente. – Esto es maravilloso... – me informó al tiempo que extraía el exceso de agua de su cabello. – Ya no puedes echarte atrás. – dije sin mirarla. – Mañana estás obligada a ir de pesca con nosotros. – No quiero echarme atrás. En realidad me apetece mucho ir. – Espero que mañana seas capaz de repetir esas palabras. – ¿Por qué crees que no me gustará? – me preguntó algo extrañada de que yo dudara tanto de su disposición. – Lo siento. Es sólo que me preocupo de que lo pases bien y pasar un día de pesca puede que te resulte aburrido. – Tú vas a estar allí, no hay nada de lo que preocuparse. – resolvió al instante. La miré y ella me arrojó un poco de agua a la cara. Abrí un ojo y la vi reírse de mí. – Vamos. – me dijo levantándose para dirigirse nuevamente a su sitio. En vez de tumbarse en la comodidad de su silla, optó por tender la toalla en el suelo, sobre la hierba y echarse boca abajo. Tomó el bronceador y lo alargó hacia mí, pidiéndome en muda voz que la ayudara con una ceja levantada. Tragué la saliva a duras penas mientras me acercaba a ella. Me senté a su lado y comencé a untarle la crema. La vi echar las manos hacia atrás y abrir el cierre de su bikini. Mis manos se deslizaron por su espalda, sintiendo la tersa piel en las palmas. Me consentí el disfrutar de aquello sin que me importara nada más. Mi corazón latía descontroladamente mientras mi mente viajaba trayéndome las más diversas fantasías. Casi podía sentir aquella piel contra la mía. Me sumergí dentro de mí misma sin darme cuenta de que había comenzado a trazar líneas con la yema de mi dedo índice. La estaba acariciando y peor aún es que para mí resultaba lo más natural del mundo. Sólo cuando ella giró la cabeza y me miró con un solo ojo abierto me di cuenta de lo que estaba haciendo. Aparté la mano de su espalda como si de repente me quemara. – Vas a hacer que me quede dormida. – me dijo. No parecía estar enfadada en absoluto. Aún así no me sentí tranquila. – Lo siento... – respondí bajando la mirada al suelo. Me di cuenta que no debí disculparme. Y ella también. – ¿Por qué? Ahora sí que estaba en un lío y de los grandes. ¿Qué iba yo a responderle? “Siento
haberte acariciado de esa forma, pero es que no pude evitarlo...”. Simplemente
genial. – Trae tu toalla y échate aquí conmigo, ¿vale? Asentí con la cabeza, contenta de que ella me hubiera aliviado de mi carga. Creo que pudo ver a través de mí. Y si había logrado hacer eso, entonces también se habría dado cuenta de que yo sentía algo por ella que en nada tenía que ver con la amistad. Obedecí a su sugerencia al instante y segundos después me echaba a su lado, boca abajo, con los brazos debajo de la barbilla, imitando así su posición. – Ahora son verdes claro... – dijo de súbito. – ¿Qué? – Tus ojos. Con la luz del día son verdes. A veces es imposible precisar cual es su color. – ¿Aún sigues intrigada por el color de mis ojos? – dije, recordando que una de las primeras cosas que me había dicho era precisamente algo referente a ellos. – Felipe también los tiene verdes, pero no como los tuyos. Es extraño. – ¿Extraño? – arrugué la nariz. – ¿Eso cómo debo tomármelo? – Siempre buscando un significado oculto en las cosas, ¿verdad? – Jimena. – llamó mi madre con voz estridente. – Vas a quemarte. Haz el favor de ponerte protección. Hice rodar los ojos y apreté los dientes. Supuse que era mucho pedir que dejara de tratarme como a una mocosa. Violeta se irguió y me hizo el favor de extender crema sobre mi espalda sin que yo tuviera que pedírselo. Como si hubiese sido capaz de hacer tal cosa. Me quedé inmóvil y Violeta terminó su trabajo en pocos instantes. Aún así disfruté del contacto. – A veces es más fácil de lo que parece complacer a los padres. – me indicó a media sonrisa. – Si me dedicara a complacer a mi madre no tendría tiempo para nada más. Volvió a sonreírme y cerró los ojos. Poco después la sentí respirar pausadamente y supe que estaba dormitando. Yo me rendí también a la placidez, a pesar de que me rodeaba el sonido de las voces de mi madre y mis hermanas que, para variar, no paraban de hablar. Mi madre interrumpió nuestra gloriosa paz demasiado pronto para mi gusto y nos congregó a todos para comer. Me levanté de mi cómodo sitio a regañadientes y me uní al resto de la familia, seguida muy de cerca por Violeta. – ¡Felipe! – oí a mi padre anunciar. Me giré tan rauda como Violeta para ver a un sonriente Felipe saliendo de su coche. Inmediatamente un cúmulo de sensaciones se entremezclaron dentro de mí. Supuse que Felipe se había dado prisa en volver por el mismo motivo por el cual yo deseaba que no volviera. – Imaginaba que estaríais aquí. – dijo nada más ponerse a nuestra altura. – Hola a todos. – ¿Has resuelto el problema, hijo? – preguntó mi progenitora. – Algo así, mamá. – le pasó un brazo a Violeta por el hombro y le susurró algo al
oído que yo pude oír a pesar de que deseé no haberlo hecho. – ¿Me has echado de menos? Vi que la azafata y dueña de mis pensamientos asentía sonriente con la cabeza y sentí ganas de gritar. Mi hermano se fijó en mí, muy satisfecho por la respuesta de ella. – Vaya, Jimena. – indicó con un leve movimiento de cabeza a mis pechos. – Casi pareces una mujer... “¡Imbécil!”, le grité interiormente, dedicándole una mirada asesina. Violeta le dio un golpe suave en el hombro. Yo para entonces apretaba los puños con fuerza, airada. – Felipe... – reprehendió mi padre. – ¿Qué? ¿Qué he dicho? – dijo él con voz falsamente inocente. – Me pregunto cuando vas a crecer, hermano. – dijo Ginebra. – Para eso haría falta un milagro. – añadió Isabel. Me alejé de la feliz pareja y me acerqué a mis hermanas, preguntándome cuál era exactamente el problema que tenía Felipe conmigo. Desde que yo recuerde, había sido el blanco de sus continuas bromas y burlas. Al parecer, el hecho de que fuera siete años mayor que yo le otorgaba ese derecho. Yo estaba segura de que él me odiaba por alguna razón que yo desconocía. No probé bocado. Simplemente no podía hacer que el alimento bajara por mi garganta. Decidí no mirar a Violeta, quien parecía inmensamente feliz de que Felipe estuviera allí, olvidándose por completo de mi persona. Me acerqué hasta la orilla del río y me senté sobre la hierba, buscando algo de soledad. – ¿Aún estás enfadada? – me preguntó mi padre colocándose a mi lado. Yo sabía que no tardaría mucho en venir a mi encuentro. – No. – Siempre has sabido ignorar los comentarios de Felipe muy bien. – Quizás me he hartado de que siempre tenga algo que decir para molestarme. – contesté secamente. – Tendré que hablar con él después. – Prefiero que no lo hagas. Mi padre suspiró y me miró con el ceño fruncido. – ¿Por qué? – Porque no necesito que me defiendan como si yo no supiera hacerlo sola. No soy una niña. – apunté, exponiendo mis razones. – Sé que no lo eres. Pero esto no tiene nada que ver contigo, simplemente no puedo tolerar este comportamiento. – Siempre lo ha hecho, ¿qué ha cambiado ahora? – rebatí, sin poder evitar pronunciar las palabras con acritud. – A veces creo que no pertenezco a esta familia... – Espero que eso que has dicho no vaya en serio. – señaló mi padre muy serio. – Papá, no tengo nada en común con ninguno de mis hermanos, creo que me ven como a un bicho raro... – Eso no es cierto. Tus hermanas te adoran, Ginebra siente debilidad por ti y lo
sabes. ¿Acaso no te diste cuenta de cómo te defendieron al instante? Puede que Felipe sienta que tiene una deuda contigo porque siempre sacaste mejores notas... – comentó en tono casual. – No quiero que hables con él. – decidí. – De acuerdo. Como prefieras. Me aferré aún más a mis rodillas, apoyé la barbilla sobre ellas y fijé la vista al frente. – Jimena, estos días te he notado extraña. ¿Sigues sin querer decirme qué es lo que pasa? – ¿Qué es lo que te hace decir eso? – A veces te olvidas de que soy tu padre y que nadie te conoce mejor que yo. Últimamente pareces inmersa en un mutismo constante, pensativa... Quizás tu madre tenga razón y lo de esa universidad... – No es por la universidad. – lo tranquilicé. – Simplemente ocurre que estoy intentando lidiar con nuevos sentimientos a los que no estoy acostumbrada... Y no me preguntes nada más, por favor. Mi padre me miró con denodado interés entonces y yo fui incapaz de devolverle la mirada. Él sabía de alguna manera que lo que le acababa de decir era algo importante y que a mis dieciocho años ya empezaba a sentir cosas que no podría compartir con él como lo hacía antes. Oímos la algarabía detrás de nosotros y mi padre se irguió ofreciéndome la mano para ayudarme a levantar. La tomé y nos unimos al grupo. Lo que en un principio me había parecido un maravilloso día, de repente se había convertido en un desastre en toda regla. No había intercambiado una sola palabra con Violeta y eso empezaba a hacerme sentir completamente desesperada. Sólo en un par de ocasiones me había permitido mirarla y en cada una de ellas me había devuelto la mirada acompañada de una leve sonrisa. Sin embargo no se había acercado a mí. ¿En qué momento creí que podría competir con Felipe o que simplemente sería capaz de hacer que sintiera por mí algo de lo que sentía por mi hermano? El amor para mí comenzaba a tener tintes angustiosos. Una vez que regresamos a casa, subí las escaleras sin soltar una palabra y me encerré en mi habitación. Estaba enfadada con el mundo entero y sólo quería que me dejaran en paz. Si alguna vez pretendí demostrar que ya había alcanzado la madurez, ahora mismo estaba poniendo de manifiesto que no era cierto. Pero no me importaba comportarme como una niña mimada. Tenía todo el derecho, además. Me eché sobre la cama, totalmente rendida de mí misma. Miré al techo fijamente mientras mis pensamientos recreaban los acontecimientos de aquel nefasto día. Lo primero que tuve que admitir era que el hecho de que Felipe hubiera aparecido me había molestado mucho más de lo que me molestó el que se burlara de mí. Como si no estuviese acostumbrada a esto último... Lo segundo que me obligué a reconocer era que me sentía tremendamente desconsolada, disgustada incluso por la aparente indiferencia que mostró Violeta hacia mí una vez que la presencia de Felipe inundó su campo visual.
Los celos no eran nada buenos. Eran una sensación tan amarga como la de sentir dolor. – ¿Jimena? ¿Estás ahí? Fruncí el ceño al reconocer la voz de Felipe. Mi padre había faltado a su promesa. Irritada, abrí la puerta para encarar a mi hermano, quien seguramente había sido obligado a pedirme disculpas. – ¿Qué quieres? – le espeté, sin molestarme en ocultar mi malestar. – ¿Estás enfadada conmigo? Si Felipe no midiera casi dos metros y tuviera aquella complexión atlética, tal vez, sólo tal vez hubiera accedido a mis deseos y le hubiera dado un puñetazo. – La verdad es que no. Con el paso de los años he aprendido a ignorarte. Deberías intentar hacer lo mismo conmigo. – dije con algo de resignación. – No pretendía hacerte enfadar. Lo siento. – Si pensaras antes de abrir tu bocaza, Felipe, los dos nos ahorraríamos muchas molestias. Tú el que tengas que disculparte y yo el que tenga que soportar tus patéticas disculpas. Ahora, si me perdonas, tengo cosas que hacer. – De acuerdo. Ya me he disculpado, tú puedes seguir enfadada si tanto te apetece... – Dile a papá que el que te haya obligado a venir me ha hecho enfadar aún más. – lo interrumpí a cada momento más frenética. – No sé de qué me hablas. Papá no ha hablado conmigo. – la expresión de su cara me mostró que decía la verdad. – No importa, olvídalo. – sentencié, sólo deseando cerrar la puerta y volver a la comodidad de mi soledad. Mi hermano se dio la vuelta y se perdió escaleras abajo. Cerré la puerta y me volví a tender sobre la cama. Si mi padre no lo había enviado, ¿quién entonces? Lo que sí sabía es que por él mismo no había venido a pedir disculpas. Conocía demasiado bien a Felipe como para saber que carecía de sentimientos hacia mí y que le daba igual si me quedaba encerrada en aquella habitación hasta el fin de mis días. Pensé que quizás había sido Violeta. Pero me dije que eso era poco probable. A este punto ya me daba igual. Después de meditarlo mucho, me levanté de la cama y me di una ducha para posteriormente unirme a los demás en la cena. Sabía que mi padre se disgustaría si no lo hacía, aunque jamás se atreviese a reprochármelo. Me senté en la mesa silenciosamente, al lado de mi padre, que me sonrió y me tomó de una mano. – ¿Estás bien? – me dijo. – Perfectamente. – aseguré. Sentía los ojos de Violeta sobre mí, pero me negué a encontrar su mirada. Ya casi era como si me doliese el hacerlo. Me concentré en la cena sin pronunciar una palabra. Todo lo que hice fue pegar la vista a mi plato sin que aparentemente me importara nada más. Violeta esa noche se mostraba más abierta y participativa que nunca e incluso pude observar cierto acercamiento para con mis hermanas. Las tres charlaban animadamente de diversos temas a los que yo puse toda la atención que pude. De
vez en cuando, mi hermana Ginebra hacía algún intento por meterme en la conversación preguntándome directamente, pero lo único que obtuvo de mí fue algún que otro monosílabo. – Jimena, hija, parece que acabas de salir de un velatorio... – adivinad quien acababa de soltar esa frase. Levanté la vista de mi plato y me dirigí hacia mi madre fulminándola. O al menos intentándolo. – No me mires así, pareces una psicótica. ¿Ocurre algo y yo aún no lo sé? – Cariño... – metió baza mi padre. – Es imposible que pase algo en esta casa y tú no seas la primera en saberlo... – Pues está claro que eso no es cierto. Mira a tu hija... – Quizás ella no tenga ganas de hablar. Eso no es una obligación. – me defendió él. Me di cuenta de que las tertulias en la mesa habían cesado para que cada comensal atendiera a la que intercambiaban ambos de mis progenitores, los cuales, para mi disgusto, seguían discutiendo sobre mí sin importarles que yo estuviera allí presente. Por mi parte, no tenía ni la más mínima intención de abrir la boca. Con mi enfado monumental hasta les permitiría que me diseccionaran y comentaran cada aspecto de mí como si me estuvieran haciendo una autopsia. – Te digo que es esa universidad. – seguía mi madre. – Cada vez se muestra menos comunicativa. Yo sabía que buscaría motivos para mi repentina falta de comunicación incluso en aquella vez que me caí de bruces teniendo cinco años y me rompí un diente. Me alegré mucho cuando aquel diente a medias se cayó y me creció uno nuevo y reluciente. – Ella siempre ha sido así, mamá. – esta vez fue Ginebra. Yo asentía ausente con la cabeza mientras le daba vueltas con el tenedor a la comida de mi plato. Si hay algo para lo que mi madre tenía don era para hacer de cada pequeña cosa un desastre mundial. Esa noche me tocaba a mí. Sentí los ojos de Violeta sobre mí y levanté la vista. Ella me miraba realmente divertida, creo que hasta incrédula. Me limité a encoger los hombros con resignación. Por el rabillo del ojo observé a mi hermano acariciar despreocupadamente el brazo de Violeta mientras hablaba Ricardo. Eso me hizo sentir náuseas y unas repentinas ganas de vomitar la cena. Cerré los ojos con fuerza y respiré hondo varias veces, pidiéndome mentalmente el mantener la calma. No sabía en qué momento había desarrollado yo la conciencia de que Violeta me pertenecía. – Jimena. – me reclamó mi madre con tono serio. – ¿No tienes nada que decir? – Sí. – dije igual de solemne. – ¿Me pasas el pan? Tema zanjado.
Cuando la cena terminó, ayudé a aclarar la mesa y luego salí al porche para buscar
la calma que tanto necesitaba mientras los demás se quedaban en el salón pasando una grata velada. Sentir el aire fresco dándome en la cara alivió un poco mi desazón. Me odiaba en esos momentos por permitirme sentir y alimentar unos sentimientos que no harían otra cosa que hacerme daño. Hoy había tenido prueba fehaciente de ello. Cerré los ojos y dejé caer la cabeza hacia delante en rendición, soportando a duras penas las ganas de llorar. Sabía que si lo hacía tendría que dar muchas explicaciones y no me sentía con fuerzas de tener que preparar una historia que cubriera la realidad. Deseé haber elegido quedarme en la ciudad, de ese modo no me habría expuesto a unos sentimientos nuevos que me dolían profundamente. ¿Qué me has hecho, Violeta? La puerta se abrió detrás de mí y oí unos pasos que reconocí, (me sorprendió ser capaz de hacer tal cosa), como los de la azafata. Mi corazón dio un vuelco y una vez más las náuseas obnubilaron mis sentidos. Me aferré a la barandilla de madera con fuerza buscando soporte. – Jimena... – me dijo desde detrás. Yo no me di la vuelta. – ¿Te ocurre algo? – No. – dije incapaz de decir algo más. – No es cierto. Y creo que tampoco tiene que ver con Felipe... – No sé de qué me estás hablando. – murmuré, sacando el valor de no sé dónde. Violeta parecía demasiado dispuesta a averiguar el problema. – ¿He hecho algo que te ha disgustado? – No tiene nada que ver contigo. – mentí. – Jimena, mírame. – ordenó con voz dura. Yo sólo pude obedecer a su comando, así que me giré y apoyé la cintura en la baranda. – Creía que éramos amigas. No esperaba que de repente dejaras de hablarme sin ni siquiera darme una explicación. ¿Qué es lo que ocurre? – Nada. – dije, empecinada en mi mal humor. Violeta suspiró y cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, algo exasperada. – Ahora mismo tengo la sensación de estar hablando con una niña mimada... Sus palabras tuvieron su justo efecto en mí, atravesándome e hiriéndome como una flecha. La miré y mi dolor se tuvo que reflejar en mi rostro porque su expresión cambió de enfadada a una que denotaba compasión. Se acercó a mí en dos zancadas. – Lo siento. – dijo, acariciándome con dulzura una mejilla. Yo giré mi rostro para cesar su contacto. – No tienes que disculparte. En todo caso soy yo quien debería hacerlo. – Cuéntame lo que pasa, tal vez pueda ayudarte... – No puedes. – la interrumpí. – Créeme, no podrías nunca. Una vez dicho eso, me alejé de ella y entré de nuevo en la casa sintiéndome tan miserable como antes. Subí a mi habitación y me encerré allí a esperar el día siguiente. Comencé a imaginar que esa noche la pasarían juntos, que Felipe la tocaría y la besaría. Que ella pronunciaría su nombre y que lo amaría igualmente. Sentí que el pecho se me hundía en un repentino suspiro de dolor. Yo era capaz de castigarme
a mí misma como nadie podría lograr hacerlo. La imagen de Violeta en completo éxtasis entre los brazos de Felipe me dolía hasta el infinito. El amor te deja sin defensas posibles, te agota hasta no reconocer nada de ti misma... Yo ya no reconocía nada de mí misma si no era al lado de Violeta. Me di cuenta de que no estaba preparada para lidiar con mis sentimientos. Me giré hasta quedar boca abajo y me tapé la cabeza con la almohada con fuerza, enterrando así los sonidos que provenían del piso de abajo. Oírlos reír mientras yo estaba hundida en mi propia desesperanza era demasiado para mi frágil estado. La incertidumbre residía en si ella vendría con nosotros a pescar o si, por el contrario, los planes habían cambiado ante la llegada de Felipe. Decididamente me obligué a que dejara de importarme. Una vez más intentaba engañar a mi razón con falsas esperanzas. La veda comenzaba desde las ocho de la mañana hasta las seis en punto de la tarde, por lo que a esa hora los tres estábamos a orillas del río preparando las boyas con sus respectivos muertos para mantenerlas en su sitio. Violeta y yo aguardamos en el lugar mientras mi padre se acercaba hasta la báscula de la zona que habíamos elegido para pescar en busca de nuestras tarjetas de participantes. Ella y yo apenas habíamos cruzado una palabra e incluso mi padre comenzaba a mirarnos bajo un espeso velo de sospecha. Después de nuestra pequeña charla al finalizar la cena, supuse que Violeta había decidido dejar la decisión en mis manos. Lo cierto era que yo estaba ávida por entablar una conversación con ella, por volver a tenerla de mi lado... Pero mi caprichoso e infantil comportamiento del día anterior me avergonzaba tanto que dudaba mucho de que ella sintiera ganas de hablar conmigo. Tuve que admitir que verla preparada y deseosa de partir hacia nuestra odisea desde el amanecer tuvo un efecto devastador en mí. Yo había pensado erráticamente que después de la llegada de Felipe ella encontraría cualquier excusa con tal de permanecer en la casa junto a él. – Bueno... – la oí decir tras un suspiro. – ¿Vas a seguir ignorándome todo el día? – No... – balbuceé tras tragar repetidas veces. – Aunque no lo creas, me duele mucho esta situación... – Es culpa mía. – confesé abochornada. – A veces parece simplemente que tengo la necesidad de enfadarme con el mundo entero. – Yo también me siento así a menudo. Pero si quieres hablar de ello quiero que sepas que estoy aquí para ti. “... estoy aquí para ti”, me repet í interiormente, digiriendo las palabras con
cautela. Yo sabía que el significado que yo deseaba darle a esas palabras no era el mismo que ella había pretendido hacerme entender cuando salieron de su boca. – Gracias. – dije simplemente. – ¿Amigas otra vez? – me preguntó ella sonriendo, haciendo que con ello que todas mis defensas cayeran a mis pies. – Sí. Me tendió la mano y yo la tomé, sintiéndome como perdida cuando la cubrió. Mi padre regresó hasta nosotras muy sonriente, frotándose ambas manos con agrado. Miré a Violeta con expresión incrédula y ella se echó a reír.
Se decretó el inicio por fin. Una vez en la barca, conmigo a los mandos de las palas, (aunque yo evitaba mirar más de lo necesario al agua). Remamos río adentro hasta conseguir una profundidad de unos cuatro o cinco metros. Mi padre había decidido seguir el “método alemán”, según él, el mejor para aquella faena.
Como si alguna de las dos estuviésemos en condiciones de dudar de su capacidad. Utilizamos tres cañas de surfcasting muy potentes, (el máximo permitido en el concurso), y carretes de curricán, para cubrir nuestro espacio de picada. – Muévenos un poco a la izquierda, Jimena. – ordenó mi padre. Remé con algo de esfuerzo hasta que mi padre levantó una mano haciéndome parar. – ¿Cómo vamos a hacer esto? – preguntó Violeta. – Es más fácil de lo que parece. Sólo hay que colocar el cebo en el anzuelo con su respectivo corcho y éste atado a la boya. Luego nos alejaremos a la orilla y esperaremos desde allí a que piquen. – ¿A la orilla? – preguntó extrañada. – Así es. Hay que tensar el sedal para evitar que se enreden entre las cañas. Una vez en la orilla se sujetan las cañas en los cañeros y tensamos el hilo. – Suena demasiado complicado para mi gusto. – La primera vez también me lo pareció a mí. – dije recordando esa ocasión. – Se nos rompió el hilo un par de veces y tuvimos que montarlo una y otra vez. Supongo que es cuestión de práctica. – De acuerdo. – interrumpió mi padre una vez colocada la primera carnaza. – Rema despacio, Jimena. Nos acercamos poco a poco a la orilla, con mi progenitor controlando la caña y el hilo para que no se enredaran. Repetimos el mismo proceso otras dos veces, hasta tener los tres equipos instalados. – ¿Crees que picarán? – preguntó Violeta. – Eso espero. Ya he visto a un par de tipos pasando por aquí cerca mirándonos a media sonrisa... – Ya nos encargaremos de borrarlas de sus caras... Miré a Violeta mientras pronunciaba aquellas palabras como si fueran unas amenazas reales. Temía que mi padre hubiera logrado finalmente contagiarle su loca pasión por aquel fin. Me limité a sonreír para mí misma. Los tres nos sentamos allí, con las miradas y las esperanzas puestas en nuestras tres boyas amarillas fluorescentes. A lo lejos, sonidos de barcazas a motor nos indicaban que no estábamos solos en aquella locura. Violeta sacó una tira de chicle y me ofreció la mitad, a la que yo gustosamente accedí. Mastiqué, saboreando el dulce sabor a fresa, mientras me concentraba concienzudamente en cualquier movimiento que la caña hiciera. Sabía que aquel estado de quietud para nosotros podría permanecer así hasta el final de la jornada y deseé interiormente poder pescar aquel pez sólo para ver radiante a mi padre. – ¿Se puede hablar? – preguntó Violeta dirigiéndose hacia mí. – No. Los peces tienen un oído muy fino... Violeta frunció el ceño y me miró con expresión que denotaba extrañeza. – ¿Me tomas el pelo? – señaló incrédula. Mi padre me miró y sonrió moviendo la cabeza negativamente y yo me reí con
gusto. La expresión en el bello rostro de Violeta merecía mis carcajadas. Estaba absolutamente deliciosa. – Por un momento creí que nos pasaríamos el día entero sin abrir la boca... – me confesó. – ¿Piensas ir mañana a la fiesta del agua? – le pregunté de súbito. – ¿El qué? – ¿Felipe no te lo ha dicho? – la vi negar con la cabeza. – Es la fiesta popular del pueblo. Es muy divertido... – No me lo perdería por nada del mundo. – me aseguró. – Jimena, deberías contarle de qué va... – soltó mi padre. – Por supuesto, papá. – me dirigí hacia la azafata. – Violeta, no olvides llevar un jarrón o una vasija. Es importante. – ¿Para qué? – me preguntó sumamente extrañada. Puse cara de misterio y autosuficiencia antes de contestar. – Es una antiquísima tradición. – Jimena... – me advirtió mi padre. – Papá, no tiene sentido que le revelemos el secreto. Es mucho más divertido cuando se va por primera vez sin saber demasiado... – Supongo que tendré que asumir el reto. – me sonrió, guiñándome un ojo. – En mi pueblo, de tradición vinícola la mayor parte, se celebraba la fiesta de San Andrés a finales de Noviembre... Estrenaban el vino nuevo de las bodegas que previamente se había vendimiado en verano... El vino esos días era el absoluto protagonista. Supongo que era otra excusa más para emborracharse... Mi padre y yo nos echamos a reír. – Creo que para eso cualquier excusa es buena. – añadió mi progenitor divertido. – Al parecer sí, pero hacerlo en esa festividad era como una obligación... – suspiró. – Papá, ¿por qué no le cuentas aquella vez, en la despedida de soltero de Luis que os emborrachasteis? Mi padre me miró y me hizo un gesto con la mano algo avergonzado, intentando con ello que desistiera de mi empeño por contar su indecorosa experiencia. – ¿Qué pasó? – inquirió Violeta muy interesada en conocer toda la historia. – Pues que salieron a celebrar la despedida de soltero y regresaron como cubas... Mi madre los había estado esperando a que llegasen en el comedor y cuando oyó los murmullos fue a abrirles la puerta... Y se encontró con mi padre intentando abrir la puerta con su puro... Violeta explotó en carcajadas, echando la cabeza hacia atrás. – ¡No es cierto! – me dijo aún entre risas. – Te aseguro que sí... Mi padre, que se estaba carcajeando también, se limitó a asentir con la cabeza. – Pero yo no era el único, simplemente esa noche todos estábamos demasiados dispuestos a pasárnoslo bien y acabamos algo achispados... Si tienes buena memoria y eres capaz de acordarte de las resacas, te aseguro que emborracharte no es algo que querrías repetir... – añadió él. – Nunca en mi vida me había sentido tan miserable como a la mañana siguiente. – Sé lo que es eso... Yo era una auténtica rebelde en el instituto... – confesó la azafata.
– ¿En serio? – Sí. Mi expediente académico es enorme... Apuesto a que tú eres de esas
estudiantes modelo. – Lo es. – añadió mi padre. – No tan buena. – me apresuré a decir. – De vez en cuando también hacía novillos... – Vamos, Jimena. Se te ve a dos leguas que eres un ejemplo a seguir. Además, tienes cara de niña buena... – bromeó Violeta. Yo suspiré. Lo cierto es que yo no tenía ninguna mácula en mi expediente, más bien todo lo contrario. Si ni siquiera era capaz de soltar tacos... Mi vida no era nada apasionante. – Una vez incluso me expulsaron del instituto... – ¿Cómo? – pregunté asombrada. – Por fumar en los servicios... Pero sólo fueron dos semanas. – Yo odiaba mi colegio. Odiaba el uniforme. Te obligaban a llevar esas espantosas faldas escocesas y unos zapatitos ridículos con calcetines blancos a media pierna. Era de monjas, por supuesto... – pensé durante un instante. – Si lo piensas..., ellas no tienen idea de lo que estéticamente está bien, siempre con esos hábitos negros. Al menos deberían tener más colorido, ¿no? Es demasiado triste ir siempre vestida igual. – Supongo que si fueran vestidas de colores nadie las tomaría en serio. – añadió Violeta a modo de explicación. – ¿Pero queda alguien que las tome en serio? – Tu madre. – dijo mi padre con una risita. – Cierto. Siempre me olvido de mamá... – Monjas... – la azafata hizo ademán de echarse a temblar. – Me pregunto cómo pueden llevar esa vida de completo celibato... – Tal vez sea ésa la razón de por qué parecen estar de mal humor todo el tiempo. – expuso mi padre. Volvimos a reírnos con ganas. Al vernos allí y con aquellas risas, cualquiera pensaría que estábamos haciendo de todo menos pescar. Pasamos las siguientes horas hablando de los más diversos temas siempre en un tono distendido y bromista mientras esperábamos que cambiara nuestra suerte, aunque por ahora no había ni el menor resquicio de que eso fuera a ocurrir. Desde nuestra posición pudimos observar en dos ocasiones cómo otros participantes se acercaban a pesar sus enormes presas. Yo evité mirar a mi padre cada vez. Sabía que lo que menos necesitaba era ver la duda en mis ojos. A mí realmente no me importaba en absoluto pescar aquel pez, pero siendo algo tan importante para él me hizo rezar en silencio. Violeta me palmeó el muslo y me sonrió con sincera simpatía. Yo le devolví la sonrisa tímidamente mientras bajaba la vista hacia mis pies. – ¿Quieres un poco? – le dije, sacando una chocolatina de uno de los bolsillos de mi chaqueta de pesca. Violeta asintió con la cabeza y yo partí contenta la mitad de la barra para ofrecérsela a continuación. Aún estaba masticando cuando noté un ligero movimiento en una de las cañas. Me giré rauda hacia mi padre. Él también lo había visto. Un segundo después se
repitió el empuje, esta vez más fuerte. – ¡Rápido! – gritó mi padre al tiempo que sujetaba la caña, comenzando a recoger el nailon. Yo me levanté de mi asiento con la misma celeridad, lanzando hacia uno de los extremos el trozo de chocolate que aún mantenía en la mano. Violeta me siguió y todos nos subimos a la barca con cuidado. Me puse a los mandos de los remos y la conduje hasta nuestro sitio estratégico despacio, dando tiempo a mi padre de recoger el nailon poco a poco. Violeta me miraba con una extraña expresión, como si fuera Navidad y estuviera a punto de abrir su regalo. Mi padre me indicó con una mano que parara y obedecí al instante.
El pez ya había tenido suficiente tiempo como para haber comido de la carnaza, así que le dio un fuerte tirón a la caña para incrustarle el anzuelo. Violeta y yo nos quedamos inmóviles mientras veíamos a mi padre recoger el nailon, regulando el freno para cansar al pez sin darle tegua en ningún momento. Minutos después, minutos que a mí me parecieron una eternidad, vimos asomar al pez cerca del borde de la barca. – ¡Oh, Dios mío! – exclamó Violeta, entre emocionada y asustada de ver aquel monstruo emerger del agua. – Sujeta la caña con firmeza, Violeta. – comandó mi padre. Violeta hizo lo que le pidió mi progenitor, mientras éste se colocaba los guantes de jardinero. Yo me levanté de mi asiento y me puse en la otra esquina de la barca, justo donde me indicaba mi padre para equilibrar el peso. La azafata mantenía sujeta la caña como si la vida se le fuera en ello y puedo asegurar que incluso la vi contener la respiración cuando mi padre se inclinó e introdujo la mano en la boca del sirulo, justo donde este pez tiene una cavidad que es ideal para este fin. – ¡Desténsalo! – gritó mi padre a Violeta. – ¡Jimena, los alicates! Me moví con cautela hasta alcanzarle los alicates para que pudiera desanzuelar al pez. El peso que ejercíamos los tres en un mismo lado de la barca hizo que ésta se inclinara peligrosamente. – Violeta, échate hacia atrás. El sirulo comenzó a moverse nervioso una vez que se sintió libre del anzuelo y mi padre luchó por mantenerlo en el sitio antes de subirlo a la barca. A simple vista yo podía asegurar que aquel pez debía pesar al menos treinta kilos. Por suerte, parecía que mi padre lo había cansado lo suficiente y sólo era capaz de dar ligeros coletazos. La barca se balanceó cuando mi padre intentó izarlo una primera vez. – ¿Puedes? – le pregunté cuando falló el primer intento. – Sí... – dijo con cierta extenuación en la voz. – Sólo estaba comprobando su peso... La segunda intentona tuvo buenos resultados y mi padre consiguió depositar el pez sobre el plástico que previamente habíamos dispuesto para ese fin en el suelo de la barca. Sólo que fue necesario un brusco movimiento que se resintió en el equilibrio de la embarcación...
No sé si intenté guardar mi propio balance o fue justamente eso lo que hizo que lo perdiera del todo. Cuando me di cuenta, yo había caído por uno de los laterales y el agua me había engullido tan rápido que no había tenido tiempo ni siquiera de gritar. Pero oí otro alarido a cambio que pronunciaba mi nombre. Fue la voz de Violeta. El pánico se apoderó de mí cuando sentí que mi cuerpo se hundía y de que no era capaz de hacer que respondiera. Mi cerebro no registraba ninguna demanda de que mis brazos o mis piernas lucharan por salir a la superficie. Todo en lo que era capaz de pensar era en que tenía miedo. Justo entonces alguien tiró de mí e hizo lo que yo era incapaz de hacer. Cuando sentí que el aire me daba en la cara, abrí la boca para respirar. Violeta me apartó el pelo de la cara y yo pude verla entonces. Sus preciosos ojos azules empañados en preocupación, aunque casi podía asegurar que me estaba sonriendo. – ¡Jimena! – gritó mi padre al borde de un ataque cardíaco. – ¿Estás bien? Yo por entonces aún permanecía en estado de shock por lo que era incapaz de pronunciar una palabra. Violeta me tenía asida por la cintura y nadó conmigo hasta el borde de la barca. Entre los dos se las arreglaron para meterme dentro. – Jimena... Jimena... – llamaba mi padre desesperado. – Estoy bien... – me obligué a decir para tranquilizarlo un poco. – Será mejor que la llevemos al hospital... – dijo mi progenitor en cuanto Violeta se subió a la barca. – Papá... – llamé, empezando a registrar de nuevo la realidad haciéndome consciente de que estaba a salvo. – Tenemos que llevar al sirulo a la báscula... Por favor... Vi que mi padre se sentaba frotándose la frente nervioso. – Volvamos... – sugirió Violeta con tono suave. Mi padre asintió y tomó los remos para conducirnos de nuevo a la orilla. Violeta se sentó a mi lado y me pasó un brazo por la cintura, acercándome aún más a ella. Me sentí completamente a salvo. Cuando llegamos a la pesa que nos correspondía por zona obtuvimos dos clases de miradas. Por una parte, asombro al ver la pieza que trasportábamos en el plástico mi padre y yo, y luego las miradas de guasa y alguna que otra risilla mal disimulada al vernos a Violeta y a mí caladas hasta los huesos y chorreando agua hasta por las orejas. La aguja marcó un peso total de treinta y ocho kilos, lo que nos hacía ganadores si nadie lograba coger alguna pieza mayor en el tiempo que quedaba hasta que finalizara la veda. El juez nos felicitó por tan descomunal captura. Fue entonces cuando no pude controlarme a mí misma y comencé a reírme a mandíbula batiente, hasta el punto que incluso se me salieron las lágrimas, mientras todos me miraban como si estuviese loca. Me fundí en un fuerte abrazo con mi progenitor. Era imposible que yo sintiera más orgullo hacia él. Luego le tocó el turno a Violeta, que me esperaba expectante mientras me acercaba a ella lentamente para regalarle la misma muestra de cariño que a mi padre. Ella me aceptó con ganas e intensificó el abrazo. Un abrazo que para mí significaba tanto como la vida misma. Al final de la jornada, nos hicieron entrega de la copa y los tres posamos
sonrientes y orgullosos para el periódico local con nuestra presa y el recién estrenado trofeo. El resto de la familia, que por entonces ya habían comparecido nos felicitaron casi incrédulos de que hubiéramos logrado nuestro loco objetivo. Menos feliz se mostró mi madre cuando llegó al lugar y nos vio de aquella guisa. Casi se desmaya cuando mi padre le contó lo sucedido, aunque algo maquillado, eso sí. Pero después de lo que habíamos logrado, ni siquiera los reproches de mi madre lograron empañar aquello. Yo me sentía inmensamente feliz y no sabía muy bien por qué. Me limité a disfrutar de aquella sensación. En la casa no se habló de otra cosa durante el resto del día que no fuera nuestro día de pesca. Mi padre parecía realmente encantado de relatar la historia minuciosamente, casi como si la estuviera viviendo nuevamente. Por supuesto, hizo hincapié en sus buenas dotes de pescador, aunque no olvidó alabar también las artes de sus dos asistentes. Mi madre seguía refunfuñando por lo bajo, pensando y exagerando, como era normal en ella, las posibles consecuencias de lo ocurrido. Yo creo que casi podía imaginarse asistiendo a mi funeral. Después de la cena nos reunimos todos en el salón y nos sentamos en un corro. El trofeo encima de la repisa de la chimenea, reluciente. – Ese pez era lo más feo que he visto en mi vida. – comentó Violeta riendo. – Yo no me acercaría a él ni aunque me juraran que está muerto... – alegó Isabel estremeciéndose ante la idea. – Violeta, te juro que no sé cómo puedes hacerlo... Hice rodar los ojos. Si era capaz de subirse a la mesa por una cucaracha, cuanto más por un pez así. Me pregunté cómo era posible que mis hermanas tuvieran tan agudizado el sentido del pudor. – Sólo es un pez... – respondió la aludida restando importancia al asunto. Yo evité comentar que la primera vez que lo había visto casi se desmaya del susto, pero supuse que a Violeta le gustaría que los demás siguieran pensando que tenía ese arrojo y valentía de los que parecía dar muestra. Después de todo, yo estaba en deuda con ella. Me había salvado la vida. Había oído comentar brevemente a mi padre que Violeta no le dio tiempo a que él mismo reaccionara y que cuando fue capaz de darse cuenta de lo ocurrido ella ya me había sacado a la superficie. Ahora, aparte de todo ese amor que mi cuerpo entero le profesaba se añadía también la admiración. Observé que por el rabillo del ojo Violeta se inclinaba hacia mí. Se había sentado entre Felipe y yo. Mi hermano convertido ahora en molusco, puesto que parecía no despegarse de ella ni un solo momento. – Menudo susto me diste hoy... – me susurró al oído. Me ruboricé. Y sé que lo hice porque sentí que las mejillas me ardían. – Fue todo tan rápido que apenas recuerdo nada... – articulé a duras penas. – Eso me pareció a mí también. – Pero valió la pena, ¿verdad? – sentencié, haciendo un movimiento con la cabeza para señalar a mi encumbrado padre. Violeta dejó escapar una suave risa.
– Sí. Fue una experiencia única. Increíble... – Aún queda lo de mañana. – le recordé. – Lo espero con ansia. – me guiñó un ojo. – ¿El qué? – preguntó de súbito Felipe.
A mí se me borró de un plumazo la sonrisa y giré la cabeza hacia otro lado cuando Violeta se volvió hacia él y comenzó a explicarle. Por más que yo lo intentara, no podía hacer que Felipe desapareciera. Me encontré de lleno con la mirada de Ginebra, quien me observaba con cierta sospecha y una sonrisa de medio lado. Fruncí el ceño y ella se encogió de hombros, removiendo su atención a otra cosa. Aquella extraña mirada me dejó pensativa. Eso y que Violeta se había inclinado hasta apoyar su cuerpo en el de mi hermano hizo que decidiera que era el momento justo para retirarme a mi habitación. Di las buenas noches educadamente y salí casi precipitadamente del salón intentando no llevarme conmigo ninguna imagen de Violeta y Felipe. Antes de alcanzar las escaleras, pude percibir un comentario que hizo Felipe en referencia a mí que fue algo como: “qué rara es... ”.
Me tumbé sobre la cama después de ponerme el pijama y me permití recrear los momentos de aquel día en mi mente. Esperaba con impaciencia el día de mañana, otro día más en el que yo iba a disfrutar de la grata compañía de la morena mujer que me había robado la cordura. Eso me ayudaba a no pensar en que el domingo ella se marcharía de la casa de campo y que no sabría cuanto tiempo pasaría antes de volver a verla. Tal vez, si me esforzaba lo suficiente, ella sopesaría la idea de quedarse más tiempo. Con esa esperanza logré conciliar el sueño. – ¡Llegaremos tarde! – me quejé lo suficientemente en alto como para que me
oyeran todos. – Que alguien le dé un calmante... – murmuró Felipe. Esa mañana yo había sido una de las primeras en levantarme de la cama. Algo que, por supuesto, había sorprendido a todos. Ahora los componentes de mi familia estaban en el salón, después de haber tomado el desayuno, y ninguno parecía tener demasiadas prisas en llegar a la plaza del pueblo. El mismo lugar donde, miré el reloj, ya había debido de comenzar la fiesta del agua hacía media hora. – Voy a vestir a Cristina y bajo enseguida. – dijo Ginebra, tomando a su hija en brazos para cumplir con lo que había dicho. – Ricardo y yo iremos juntos. – anunció mi padre antes de girarse hacia mí. – ¿Vienes con nosotros? – ¿Puedo conducir? – pregunté casi en súplica. – Jimena... – dijo mi progenitor en tono condescendiente. Yo aún no tenía la licencia de conducir, pero me encantaba ponerme a los mandos de un coche. Mi padre me dejaba el suyo siempre que quería, pero únicamente en el circuito que circundaba la casa. – Yo te dejaré conducir. – anunció Violeta. Me volví hacia ella y tragué con
dificultad. – Papá, ¿tengo sitio con vosotros? – indicó Felipe. Por nada del mundo se subiría en el mismo auto que yo y menos si era yo misma la que conducía. Violeta me miró entonces. – ¿Tan mal conduces? – me preguntó con una ceja alzada. Yo negué con la cabeza, a media sonrisa. – ¡Lista! – gritó Ginebra anunciando así su presencia. Para mi delicia, no me hicieron esperar mucho más y salimos todos al exterior. Mi padre, Ginebra y Ricardo fueron en el mismo coche, mientras que Felipe finalmente optó por llevar el suyo y yo... Yo hacía dos segundos que me había colocado en el asiento del piloto del Mazda de Violeta, con ella a mi lado. – Bien... – me dijo. – No hagas que me arrepienta. Por el tono de sus palabras supe que ella no creía de veras que se arrepentiría. Puse el coche en marcha, me coloqué las gafas de sol y le dediqué una última mirada antes de apretar el acelerador. La oí reírse. – ¡HURRA! – grité llena de júbilo. – Bendita juventud... – murmuró Violeta frotándose los ojos. Mucho antes de llegar a la plaza, la algarabía se podía escuchar a un kilómetro a la redonda. Puse especial atención en atisbar la cara de Violeta cuando viera aquel espectáculo. La gente, de todas las edades, incluso ancianos, corría desbocada, persiguiéndose los unos a los otros, jarros en mano, calándose de agua hasta los huesos. Aquella era una antiquísima tradición que se celebraba desde tiempos inmemorables. Que la plaza tuviera varias fuentes repartidas en puntos estratégicos ayudaba mucho. Sin pensarlo, me adentré en la confusión corriendo. Antes de llegar a la primera fuente ya me habían bañado un par de veces. Llené mi jarro y fui en busca de Violeta, que aún miraba asombrada el acontecimiento. Me vio llegar cargada de agua y me miró desafiante, como sin creer que fuera capaz de hacerlo. – No serás capaz... – me dijo con voz de aviso. – ¿Tú que crees? – Que las venganzas son muy, muy placenteras... Acto seguido echó a correr de súbito y me dejó allí plantada unos segundos antes de salir nuevamente en su busca. Estuvimos unos instantes metidas entre la multitud, recibiendo y mojando a todo el que pasara. Yo no podía dejar de reír al ver Violeta empapada de pies a cabeza y persiguiendo a cualquiera que se le cruzara por delante. De repente se giró hacia mí y me miró con fiereza. Yo huí de ella hasta que la respiración se me hizo entrecortada y paré. – Basta... – le dije moviendo las manos en súplica. – ¿Ahora quieres parar? – negó con la cabeza mientras balanceaba su cuenco repleto de agua en la mano. Yo noté un ligero movimiento encima de nuestras cabezas, justo en un balcón, y me acordé que la tradición tenía un añadido más... – Violeta... – la llamé mientras daba un paso atrás y ella uno hacia delante. – ¿Sííííí? ¿Es que vas a suplicarme? – ronroneó.
– No precisamente...
En ese momento un montón de harina cayó sobre su cabeza, dejándola completamente blanca como un muñeco de nieve. Violeta se sacudió como pudo quitándose el pegajoso polvo de los ojos y escupiendo la harina que se le había metido en la boca por accidente. Levantó la cabeza hacia arriba despacio y observó a las señoras que le habían tirado la harina, quienes parecían celebrar que hubieran dado de lleno en el blanco... Nunca mejor dicho. Acto seguido me miró a mí, con el azul de los ojos contrastando completamente con su cara nívea. Me eché a reír descontroladamente. Y cuando digo descontroladamente quiero decirlo. Hasta el punto de que me dolían las mandíbulas. Pero mi risa duró poco cuando me agarró por la cintura y comenzó a restregarse contra mí, dejando pegotes de harina húmeda por todo mi cuerpo y pelo. Intenté zafarme, pero su fuerza era muy superior a la mía. – ¿Jimena? – Violeta y yo cesamos en nuestro forcejeo y me giré para encarar a Diego. – ¡Hola! – grité entusiasta. – Hola. – me saludó él, mientras le dedicaba una mirada a Violeta con algo de asombro. Pasó un nutrido y vocinglero grupo de chavales junto a nosotros y esperé a que desaparecieran para seguir hablando con Diego. Me fijé que llevaba una inmensa tabla cuadricular bajo el brazo, como si fuera un surfero. – ¿Adónde vas? – le pregunté. – Algunos nos reunimos en la bajada de detrás de la iglesia y nos lanzamos calle abajo a toda velocidad. Es muy divertido... – dudó. – ¿Quieres venir? – ¿Os lanzáis con eso? – le pregunté señalando la tabla. Asintió con la cabeza mientras me miraba ávido de que yo le diera una respuesta. – ¿Qué dices, Violeta? ¿Te apetece ir? – Si quieres puedes ir y yo ya me encargo de informar a tu padre de donde estás... – me contestó. – Preferiría que vinieses conmigo... – entorné los ojos como lo haría un cachorrillo. – Jimena... Fíjate en mí, ¿crees que voy a dejar que me vean así? Necesito darme una ducha urgentemente... – ¡Oh, vamos, Violeta! No serías la única. Esto es una fiesta, ¿recuerdas? – Lo extraño sería que no estuvieras así... – añadió Diego dedicándole una amplia sonrisa. Yo se lo agradecí profundamente al ver que Violeta comenzaba a ceder a mis caprichos. – ¿Por favor? – dije, dándole mi mejor expresión de súplica. – De acuerdo... – sentenció. Reprimí las ganas de soltar uno de esos infantiles “yupis” para en cambio
regalarle una feliz sonrisa. La tomé de la mano sin darme cuenta de lo que hacía y seguí la estela de Diego mientras él comenzaba a explicarme los pormenores de la bajada. Cuando llegamos al lugar estratégico pudimos observar la larguísima cola de personas, en su mayoría jóvenes, que esperaban su turno para lanzarse cuesta abajo. Se tiraban individualmente, de dos en dos y hasta en grupos de tres. Incluso
algunos padres con sus hijos pequeños entre las piernas se aventuraban a deslizarse por la pista mojada. Al final del recorrido, habían dispuesto un montón de neumáticos de todos tamaños para frenar a los participantes. Viendo la velocidad que algunos llegaban a tomar y las caras de satisfacción que traían en su rostro cuando volvían a posicionarse en la cola hizo que sintiera verdadera emoción ante el pensamiento de tirarme calle abajo. – ¿Te vas a lanzar? – me preguntó Violeta. La miré extrañada de que pudiera dudar de mis intenciones. – Por supuesto... – dije con exaltación. – ¿No te apetece probar? – dijo Diego dirigiéndose hacia la azafata. – Primero vosotros. – comentó casualmente, mientras seguía empeñada en recomponer su aspecto todo lo que pudiera. Después de unos diez minutos llegó nuestro turno. – ¿Prefieres delante o detrás? – preguntó Diego. – Como es la primera vez, me sentaré detrás. – De acuerdo. Diego colocó la tabla en el suelo y se sentó al frente. Yo me posicioné detrás y me aferré a su cintura. – ¿Preparada? – Síííí... – grité emocionada. Con el peso de su cuerpo hizo que la madera comenzara a moverse y pronto empezamos a coger velocidad. Yo grité sin poder evitarlo, mi voz contrastando con el ruido estridente de la madera contra el asfalto. Mientras, Diego ponía todo su empeño en que no volcáramos antes de llegar al final del tramo. Los neumáticos pararon bruscamente nuestra inercia y salimos despedidos ambos, aterrizando encima de las gomas. Nos levantamos con rapidez y yo alcé los brazos en señal de victoria. Había sido increíble. Segundos después, otra pareja acabó también encima de los neumáticos. – ¿Qué te ha parecido? – me preguntó Diego cuando nos pusimos en marcha otra vez. – ¡Genial! – dije. Busqué a Violeta con la mirada y me di cuenta de que nos estaba esperando fuera de la cola. Agité una mano y ella dio unos pasos para colocarse a nuestra altura. – No voy a preguntarte si te ha gustado. – me dijo. – Vaya gritos... – ¿Quieres deslizarte conmigo? – le pregunté. – De acuerdo. Pero si me rompo algo lo llevarás en la conciencia toda la vida... – No exageres... – me reí dándole un amistoso palmeo en uno de sus costados. – Ya estoy un poco mayor para esto. – ¿Qué dices? Apuesto a que estás mucho más en forma que yo. – Ya veremos... Esta vez, nuestro turno llegó con más rapidez y en sólo unos segundos yo me había colocado a la delantera de la tabla. Violeta se sentó detrás, con sus enormes piernas a cada lado, con las rodillas casi rozándome los hombros. – Espera... – me dijo y abrió aún más las piernas colocándome hacia atrás. – Agárrate a mí. – le indiqué y ella pasó los brazos en mi cintura como momentos antes había hecho yo con Diego.
Hice que la tabla se deslizara proyectando el peso de mi cuerpo hacia delante y comenzamos a bajar. Violeta posicionó la barbilla sobre mi hombro. Todo aquello me resultó tremendamente cálido y el sentir sus pechos clavados en mi espalda causó que incluso sintiera escalofríos. Decidí que aquel sería uno de los mejores días de mi vida. Cuando vio acercarse la muralla de neumáticos la sentí aferrarse a mí aún mas y respirar frenéticamente contra mi oído. Violeta y yo salimos despedidas a gran velocidad y ella aterrizó sobre mi espalda, sacándome de un plumazo todo el aire que yo llevaba en los pulmones. – Lo siento. – me dijo al incorporarse. Me tendió una mano y yo la tomé para ayudarme a levantar. – No te preocupes, ni siquiera he notado que estabas encima de mí... –“podríamos repetirlo sobre una cama...”. Uh..., malos pensamientos... Muy malos. – Entonces mejor te doy las gracias por haber sido mi colchón. Sinceramente creo
que no hubiese preferido caer sobre los neumáticos... – Muy graciosa. – dije poniendo una vocecilla irónica. La vi poner las manos en su cintura y estirarse hacia atrás, haciendo que algunos de sus huesos crujieran mientras tanto. – Te dije que estaba demasiado vieja... Me reí. Diego vino entonces a nuestro encuentro sonriendo también. Violeta se negó a tirarse otra vez, pero esperó pacientemente mientras nosotros repetimos el mismo ritual hasta cinco veces. Fue entonces cuando decidimos regresar en busca del resto. Encontramos a Ginebra y a Ricardo en nuestro camino de vuelta junto a una de esas atracciones para niños pequeños. Mi sobrina Cristina nos saludó, moviendo la mano frenéticamente, una vez que pasó su vagón de tren delante de nosotros con una enorme sonrisa de satisfacción. Ginebra nos indicó que el resto de la familia estaba en un puesto de comida colindante a la plaza. Los tres nos acercamos, un tanto sin aliento, y con una facha realmente lamentable. Yo no sólo iba mojada de cabeza a los pies y llena de pegotes de harina, sino que el roce de los neumáticos había ennegrecido mi ropa casi por completo. – ¡Violeta, por Dios Santo! – exclamó Felipe nada más verla un tanto divertido. – Lo sé, lo sé... – contestó ella. Felipe se acercó hasta Violeta y comenzó a retirarle del pelo los pegotes de harina. – Estás hecha un desastre... . – le comentó burlón. – Has perdido todo tu atractivo. – ¿En serio? – se rió ella burlona. Fue entonces cuando Felipe negó con la cabeza y le plantó un suave beso en los labios. Yo me giré para darles la espalda. No dejaría que nada empañara el día que yo había elegido como tan especial. – ¿Os lo habéis pasado bien? – preguntó mi padre divertido al vernos llegar de aquella forma. – Mucho. – añadí, llena de felicidad, mientras me lanzaba de lleno al plato que descansaba encima de la barra de metal y que contenía trozos de carne frita. – Hola, Diego. – saludó al tercero en discordia. – Señor O´donell. – respondió el aludido tímidamente.
Le ofrecí a Diego un trozo de pan con un pedazo de carne encima y él lo aceptó con gusto. – Nos hemos lanzado cuesta abajo por una calle mojada, papá... – comencé a relatar con la boca media llena. – Fue increíble... – me giré hacia Diego. – ¿Cuánta velocidad crees que llegamos a tomar? – No lo sé con seguridad, pero supongo que unos cuarenta kilómetros por hora... – Vaya..., ¿y eso con tan sólo una tabla? – inquirió mi padre. – Es que es una bajada muy pronunciada. – dije yo. – ¿Y eso no es peligroso? – No lo es. – comentó Violeta en tono tranquilizador. – Yo misma lo comprobé. Se acercó hasta mí y comenzó a sisar trozos de carne del mismo plato que yo. – ¿Tú también? – mi padre negó con la cabeza. Diego y yo nos dimos un buen atracón de comida para reponer fuerzas acompañado de un par de vasos de vino. El vino fue precisamente lo que me hizo sentir ciertos acaloramientos, como si de repente me hubiera crecido una estufa dentro de la tripa. Pero era una sensación extraordinaria... Los acordes de una música llegaron a nuestros oídos. Una orquesta se había subido al escenario y había empezado a tocar ritmos muy movedizos. En cuestión de pocos segundos, estábamos rodeados de parejas que danzaban al son de la orquesta. Yo misma sentí que los pies se me movían sin autorización. Felipe tomó a Violeta de la mano y la acercó a su cuerpo. Juntos comenzaron a bailar cómicamente. Violeta reía complacida mientras mi hermano la obligaba a dar vueltas sobre sí misma una y otra vez. Era obvio que el vino comenzaba ya a tener efectos relajantes en cada uno de nosotros. Ginebra reapareció entonces y se unió a nuestra algarabía. Me dejó al cuidado de mi sobrina mientras ella y su marido se adentraban en la multitud para dar los primeros pasos de baile. Icé a la pequeña, que iba cargada de un montón de golosinas, hasta colocarla en una de mis caderas y comencé a dar vueltas haciéndola reír con descontrol. – ¿Mamá no piensa venir? – le pregunté a mi padre, parando de moverme ante el inminente riesgo de marearme. – Creo que prefirió quedarse en casa con Isabel. Ya sabes que a ninguna le gusta los sitios con mucha gente. Yo lo sabía muy bien. – ¿Quieres dar una vuelta? – me preguntó Diego. Me giré para buscar a Violeta y la vi demasiado centrada en mi hermano. Decidí que la oferta de Diego era una buena idea. – Claro. Volvemos dentro de un rato. – dejé a la niña en el suelo y comenzamos a alejarnos.
Diego me llevó hasta los puestos ambulantes y admiramos las diferentes cosas que allí se ofrecían. Observé en particular un collar hecho de pequeñas piedras de múltiples colores. – ¿Te gusta? – me preguntó él.
– Sí. Es muy bonito. – ¿Cuánto? – inquirió al señor del puesto.
A mí me pareció un gesto muy bonito el que Diego se ofreciera a comprármelo, así que se lo permití. Pagó el regalo y se acercó a mí para ponérmelo. – Te queda muy bien... – me cumplimentó y bajó la vista con timidez. – Gracias. – me acerqué y le di un beso en la mejilla como muestra de gratitud. – ¿No trabajas los sábados? – le pregunté para iniciar una conversación. – No. Hoy es festivo y Chano cerró la tienda. De todas formas, me suele dar los fines de semana libres. – Eso es estupendo. – Sí. Comenzamos a caminar lado a lado despacio. – ¿Has dejado los estudios? – Siempre fui mal estudiante y era una pérdida de tiempo que siguiera... – dijo sin mirarme. Yo no quería especular con ello, pero de repente me vino a la cabeza la idea de que quizás Diego sentía atracción por mí. Pensé en ello detenidamente. Era realmente halagador descubrir que le gustas a otra persona, pero por otra parte, Diego no me hacía sentir en absoluto lo que sí podía Violeta. Lo miré. Era un chico atractivo y tenía unos ojos marrones verdaderamente bonitos. Pero yo sabía que nunca podría desearlo de esa manera. – ¿Te apetece tomar algo? – me cuestionó. – De acuerdo... Un minuto después, ambos sosteníamos un botellín de cerveza. Yo no había tenido mucho acercamiento con el alcohol, pero si hacía unos momentos pude tragar vino supuse que igualmente lo haría con la cerveza. Mandé al diablo las señales que en mi cabeza me avisaban que comenzaba a sentir el mareo propio de una borrachera. O al menos, el principio de una. Seguimos deambulando por las calles sin buscar nada en particular, cada uno disfrutando de la calmada compañía. – ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? – me preguntó de súbito. – Una semana más. – Supongo que tienes que regresar a la universidad. – Sí... – contesté cansadamente. – Eso también. Era obvio que Diego se estaba esforzando por mantener una conversación fluida para evitar que yo me aburriera. Los años que habíamos pasado sin vernos había provocado que también hubiéramos perdido toda aquella confianza que poseíamos. No recordaba que fuera tan difícil comunicarnos. Pensé que tal vez se debía a que ambos éramos adolescentes y que por ello todo resultaba más complejo. – ¿Violeta es la novia de Felipe? Imaginariamente vi que se encendía una pequeña lucecita en mi cabeza. “Tema equivocado, Diego”, pensé para mí misma mientras arrugaba la nariz con
disgusto. – Eso parece. – respondí con cuidado. – Es preciosa... – afirmó algo tímido.
Lo miré, sintiéndome algo celosa. El que Diego pudiera mirar a Violeta con deseo fue algo que no me gustó en absoluto. Yo tenía suficiente con soportar a duras penas el que mi hermano tuviera puestas sus manazas todo el tiempo sobre ella. – Lo es. – tomé un largo sorbo de cerveza en un intento por eliminar el repentino sabor amargo de mi boca. – Y al parecer os lleváis muy bien... – Violeta es especial. – afirmé sin poder evitarlo. Una traca de petardos explotó cerca de nosotros, asustándome tanto que casi me hizo caer de bruces de no ser porque los fuertes brazos de Diego me sujetaron en el sitio. Un pequeño grupo de mocosos de no más de diez años salió corriendo entre risas, al parecer contentos por haberme pillado desprevenida y haberme dado un susto de muerte. – Sólo son petardos... – me dijo Diego en tono tranquilizador antes de soltarme. – Casi parece como si nos hubieran disparado o algo así... Diego se rió y me tomó del codo para que siguiéramos caminando. – Me estabas hablando de Violeta... – me recordó. – ¿En serio? ¿Por qué tienes tanto interés? Se encogió de hombros. – ¿Es que te gusta? – volví a preguntar y pensé que de repente me había convertido en mi querida madre. Tal vez llevaba en mis genes sus dotes de inquisidora. – No, ella no me interesa para nada. En realidad... – dudó. – Sólo pretendía entablar una conversación... – dijo por fin, aunque ambos fuimos conscientes de que eso no era lo que había pretendido decir en un primer momento. – Se supone que el alcohol nos debería de hacer más parlanchines, no lo contrario. – bromeé en un intento por aliviar la tensión. – Cierto. ¿Qué tal unos chupitos? – ¿Intentas emborracharme? – ¡Oh, no! ¡Ni por un momento! – se apresuró a asegurarme temeroso de que yo pudiera pensar que sus intenciones eran deshonestas. – Tranquilo... – me reí incapaz de evitarlo. – Sólo bromeaba. – Extraño humor el tuyo... Me hizo reír de nuevo. – Por cierto, felicidades por la pesca de ayer. – Gracias. – Debió de haber sido increíble. Sois la comidilla del pueblo hoy... – me confesó. – Créeme, la primera sorprendida soy yo. A veces me parece que lo de ayer fue un sueño... – Tu padre tiene esa sonrisa de superioridad en la cara. Se ve que está orgullosísimo. – Eso es normal en él... – añadí, pensando en mi amado progenitor y sonriendo levemente. – Me hubiera encantado participar, pero el trabajo, ya sabes... Oí que Diego suspiraba y decidí que me apetecía algo más de acción. – ¿Vamos a por esos chupitos o no? – pregunté.
– Tú primero. – me hizo un gesto con el brazo señalándome al frente.
Cuando volvimos a unirnos al grupo yo ya caminaba sobre una nube, además de tener una sonrisa en los labios casi perenne. Mi padre me miró con ligera sospecha y yo me limité a encoger los hombros. Él era lo suficientemente confiado como para darme ese margen de confianza y pensar que yo sabía exactamente lo que estaba haciendo. De todas formas, me fijé en los mofletes sonrosados de Ginebra, era evidente que los miembros de mi familia también estaban disfrutando mucho de la fiesta. Busqué con la mirada inmediatamente a Violeta y la avisté prácticamente en el mismo lugar donde antes la había dejado. Sólo que ella parecía haber pasado por el caserón para cambiarse con ropas limpias, ni siquiera tenía ya restos de harina en todo su alto contorno. – Diego, espero que estés cuidando bien de mi pequeña... – dijo mi padre medio en broma. – Papá... – me quejé dándole un ligero golpe en un costado. – Por supuesto, señor O´Donnell. – ¿Qué tal te trata Chano? – No puedo quejarme... Aunque no estaría mal un aumento de sueldo. – comentó de forma casual. – Me alegra ver que todo te va bien. – dijo mi padre en simpatía. Ginebra se acercó a mí entonces y me cogió de las manos para seguir el ritmo latino que en esos momentos tocaba la orquesta. Me olvidé de lo patosa que había sido yo siempre en cuestiones de baile, (dicen que la práctica hace la maña, pero mi práctica era, en este caso, más bien nula), y comencé a moverme al ritmo lo mejor que pude. – Creo que Felipe está frotándose los ojos para acabar de creerse que estés bailando... – me dijo al oído. No pude evitar soltar una sonora carcajada y miré a mi hermano, que estaba girado hablando de algo con mi padre y Ricardo. A cambio, Violeta me estaba observando detenidamente. De repente todo el alcohol que yo había consumido se me subió a la cabeza y me anubló los sentidos. Me permití mirarla con toda la intensidad de la que fui capaz, diciéndole con los ojos lo que nunca me atrevería a decirle con palabras. Fui recompensada con una media sonrisa, tan característica y tentadora en ella. – Jimena, tu aliento parece una destilería... – siguió burlándose mi hermana de mí. – ¿Te has mirado a un espejo? – le dije jocosa. – Pareces una rusa. – ¿Qué has hecho con Diego por ahí a solas...? Levanté las cejas con asombro. – ¡Nada! – me apresuré a decir con voz estrangulada. – ¿Qué crees que he estado haciendo? – No lo sé. Por algo te lo pregunto... – me guiñó un ojo como si de repente fuera mi aliada y me estuviese prometiendo que me guardaría el secreto hasta la muerte. Pensé en Violeta. – ¿Creéis que he estado haciendo "algo" con Diego? – Era broma, Jimena. Pero creo que ese chico bebe los vientos por ti...
– ¿En serio? – pregunté como si fuera una inocente colegiala. – En serio.
Miré a Diego y él me devolvió la mirada, sonriéndome mientras levantaba su botellín y me ofrecía un imaginario brindis. Me sentí bien y satisfecha de mí misma por ser capaz de levantar pasiones. – ¿Acaso no lo has notado? – Bueno... – comencé a admitir. En ese momento apareció Ricardo para anunciar algo que me perdí. Pero segundos después lo vi alejarse con su hija en hombros y el resto de los hombres de la reunión, incluido Diego. – Las tres solas... – dijo Ginebra mientras nos acercábamos a Violeta. – Peligroso. – contestó la azafata. – ¿Os apetece algo? – preguntó mi hermana. – Tequila. – anuncié con premura, recordando lo mucho que me habían gustado los chupitos que anteriormente había probado con Diego. Mi hermana frunció el ceño pero no dijo nada. – Por mí bien. – convino Violeta. Ginebra se encargó de pedir las tres copas y al instante cada una de nosotras estaba tragando con algo de dificultad el licor. – Creo que éste será el último para mí... – anunció Violeta con tono provocador. – El alcohol no es compatible con el sexo... A mí se me salió disparado de la boca el trozo de limón que aún estaba chupando. En mi estado ebrio, unir la palabra sexo con Violeta era demasiado. Me conformé con descubrir que al menos ese estado también me permitía no imaginarla con mi hermano... Ginebra y ella se echaron a reír casi con desenfreno. – Podrías haberlo dicho antes, Violeta. Creo que yo ya he sobrepasado el límite. – cerró los ojos y murmuró un largo “mmm”. – ¡Basta! – dije con los brazos en jarras. – Parecéis un par de... de... – ¿De qué? – inquirió mi bella Violeta.
Por el rabillo del ojo vi a mi hermana hacerle muecas a la azafata con la boca y me giré para reconocer en sus labios la palabra “virgen”. Por supuesto, en referencia a
mí. Casi me desmayo. Devoré a mi hermana con la mirada llamándola mudamente traidora. Ellas, como era lógico, seguían riéndose a mi costa. Violeta se acercó a mí y me pasó un brazo por los hombros, consiguiendo que mi cuerpo se pegara al suyo. – Me gusta eso que llevas al cuello... – me dijo casi al oído.. – ¿Te lo ha regalado tu novio? – No... – contesté jugueteando con el recién estrenado collar. – ¿No? – Sí... – su cercanía me impedía pensar con claridad. – Quiero decir que me lo regaló él, pero no es mi novio. Me fijé en que Ginebra estaba discutiendo algo con el señor del puesto, ajena a nuestro intercambio de frases y a mi nerviosismo. – Es muy guapo... – me reafirmó. – Y te mira de una forma que..., bueno, es obvio
que le gustas. – Eso también me lo ha dicho Ginebra. – argumenté sintiéndome con ganas de alardear de mi inesperada conquista. – ¿Te lo estás pasando bien? – Mucho. – asentí, tragando con dificultad. – Felipe me ha dicho que después vienen los fuegos artificiales. Tengo muchas ganas de verlo. – Es cierto. – anunció Ginebra llevando tres vasitos pequeños con ella y repartiéndolos. – Justo a medianoche hay un espectáculo pirotécnico. Violeta removió su brazo de mi hombro y yo, como siempre que perdía su cercanía, me sentí desconsolada. – ¿Qué es esto? – me atreví a preguntar al observar el líquido rojo que contenía el pequeño vaso. – No tengo ni idea. – dijo Ginebra. – Pero el tipo de la barra me ha dicho que estaba buenísimo. Lo tragué sin más dilación. Estuve segura entonces de que aquel veneno me provocaría una úlcera cuando lo sentí quemarme la garganta. Para cuando regresaron los hombres, (me di cuenta de que lo que habían ido a hacer era dejar a mi sobrina en casa debido a lo tarde de la hora), nosotras ya habíamos dado buena cuenta de varias copas más. Felipe sacó nuevamente a bailar a Violeta y los celos entonces se apoderaron de mí. Cogí de la mano a Diego y, sorprendentemente, le ofrecí bailar. Sé que detrás de mis intenciones no había otra razón que la de dar celos a Violeta. No sé cómo podía pensar que si hacía aquello lograría mi objetivo. Era estúpido e infantil. Mi conciencia se encargó de añadir otro sentimiento más que no era otro que el de pesar por estar usando tan impunemente a Diego para mis fines. Violeta me había convertido en un ser vil. Pasé los brazos por su cuello y lo acerqué más a mí. Él pareció estar encantado con todo aquello, puesto que ni una sola vez lo vi quejarse o tan siquiera atreverse a comentar mi extraño comportamiento, en vez de eso, se permitió asirme de la cintura. Me moví al ritmo que imponía la música, de vez en cuando robando breves miradas hacia Violeta. Me pareció estar metida en una de aquellas películas donde los protagonistas intentaban darse celos mutuamente, con la salvedad de que aquí únicamente era yo la que estaba intentando conseguir tamaña estupidez. Diego se comportó adorablemente, guiándome a cada paso con gentileza y riéndose suavemente cada vez que yo le pisaba. – Uno hacia delante y otro hacia atrás... – me indicó con voz suave. – Eso es... Pensé que no era tan difícil después de todo seguir el ritmo una vez que lo memorizas. Diego siguió dirigiendo la danza al tiempo que me miraba intensamente a los ojos. Me pregunté por qué era incapaz de sentir cualquier cosa estando entre sus brazos. No sólo era por Violeta, sino aquel sentimiento de que no era allí a donde yo pertenecía... No era suficiente.
Suspiré y hundí el rostro en el hombro de él, cansada de pensar. En esos momentos sólo sentía ganas de abandonarme a mí misma. El gesto de acercarme aún más hizo que Diego comenzara a temblar ligeramente. – Lo estás haciendo muy bien... – me susurró al oído. – Gracias. Observé que Ginebra y Violeta cuchicheaban algo. Mientras que la expresión de mi hermana era divertida, la de la azafata parecía algo más sombría aunque, cuando nuestros ojos se encontraron, ella me regaló una sonrisa. Yo seguí bailando con Diego hasta que unos amigos suyos nos interrumpieron. Los observé mientras se saludaban y bajé la vista al suelo, de repente demasiado tímida. Diego comenzó una breve charla con ellos y yo me sentí algo fuera de lugar. Miré el reloj. Ya casi era medianoche y pronto comenzarían los fuegos artificiales. Me di la vuelta para buscar a Violeta una vez más, pero ella estaba de espaldas charlando con el grupo. Deseé con todas mis fuerzas que se girara para encararme, mi mente lo estaba gritando. El milagro se obró y lentamente Violeta se dio la vuelta. Nos miramos unos segundos. El bullicioso sonido de la fiesta se apagó de repente. No estoy muy segura qué es lo que me impulsó a acercarme hasta ella y cogerla de la mano, ni tan siquiera sé como le dije“vamos”con aquel tono seguro y autoritario. Ella accedió sin preguntar y la saqué de la plaza sin soltarle la mano. Comencé a abrirme paso entre la multitud con desesperación, pensando que tal vez así no le daría tiempo de arrepentirse. Mientras nos alejábamos, ella fue la primera en hablarme. – ¿Adónde me llevas? – me preguntó. – Quiero que veas algo. – De acuerdo. Recordé que de pequeña mi padre me solía llevar a un descampado cerca del pueblo para que viera el espectáculo de cerca. Me pareció una buena idea aprovechar aquel recuerdo como una manera de tener a Violeta para mí sola aunque sólo fuera durante breves minutos. Incluso eso me bastaba. Cuando llegamos al sitio en cuestión, ya había alguna gente allí esperando a ver los fuegos artificiales, así que decidí alejarme aún más. – Jimena, esto está muy oscuro..., ¿qué es lo que quieres enseñarme? – Desde aquí lo veremos mejor. Ya verás. Será estupendo. Le indiqué que se sentara en el suelo y yo hice lo mismo. No pude evitar colocarme lo suficientemente cerca para que nuestros muslos y hombros estuvieran en contacto. Ella se giró hacia mí. – ¿No va a venir Diego? – No. – contesté sobriamente. A pesar de la oscuridad tuve la certeza de que ella había fruncido el ceño. – ¿Estás bien? – ¿Por qué lo preguntas? – inquirí. – No lo sé. Te noto algo rara. – A estas alturas deberías estar acostumbrada a mis rarezas.
– Estás borracha, ¿no es cierto? – me dijo algo divertida. – Sólo un poco. ¿Y tú?
Negó con la cabeza. – Han sido unos días increíbles... – murmuró. – Mañana te vas, ¿verdad? – Sí. Partiré por la tarde. Me encantaría quedarme, pero me es imposible. Bajé la vista sintiéndome demasiado triste. En mi interior una voz se rebelaba una y otra vez con la idea de separarme de Violeta. – Jimena... – me llamó quedamente, tomándome una mano entre las suyas. – ¿Qué ocurre? – Voy a echarte de menos... – confesé en un arrebato de sinceridad. – No estés triste por eso. Pasará poco tiempo antes de que volvamos a vernos. Te lo prometo. Violeta me estaba haciendo una promesa. A mí aquello me sonó como si me estuviera prometiendo amor eterno. Una enorme sonrisa apareció en mi rostro. – Así me gusta. – añadió. – Verte sonreír es un placer... Enlacé los dedos entre los suyos y ambas fijamos la vista al frente cuando el ruido atronador del primer cohete sonó por encima de nuestras cabezas. La luz centelleante nos iluminaba y yo no pude evitar girarme hacia Violeta para apreciar su rostro bañado por aquella luminosidad. Ella simplemente resplandecía más. Durante segundos no pude apartar la vista de su precioso rostro a pesar de que mi mente, una y otra vez, me pedía que lo hiciera. Violeta se giró hacia mí y ambas nos miramos fijamente. Yo bajé la vista hacia su boca. Deseaba tanto acercarme hasta ella y probarlos... Lo deseaba tanto que incluso me dolía. Cerré los ojos e imaginé que encontraba el suficiente coraje como para lograrlo. Incluso pude sentir la suavidad de sus labios contra los míos. Cuando los volví a abrir evidencié con cierto espanto que no lo había soñado. Allí estaba yo, con mi boca cubriendo la suya, moviendo tímidamente los labios. No sé cuanto tiempo pasó hasta que Violeta se apartó de mí. Para mí fue como si hubiese descubierto la eternidad. Ahora yo había desnudado mis sentimientos. Ahora ella sabía que yo la amaba. Sólo me quedaba esperar a su reacción. Violeta se levantó lentamente de su sitio, suspirando mientras lo hacía. – Deberíamos volver. – dijo, aunque su voz no sonó fría ni enfadada. Simplemente no había nada en su voz o en su semblante que me indicara cualquier cosa. Me sentí perdida y con unas inmensas ganas de llorar. Aún así me erguí y ambas hicimos el camino de vuelta en silencio hasta que, de repente, Violeta se giró hacia mí y me tiró del brazo para colocarme enfrente de ella. – ¿Qué sientes por mí? – me preguntó mirándome casi con desesperación. Yo sabía que mentir era inútil. Ya no tenía nada que perder. Sólo a ella. Sopesé la idea de ofrecerle un “lo siento”, pero yo no estaba dispuesta a renegar
de mis sentimientos sobre todo porque no poseía ninguna autoridad sobre ellos. Estaba segura de que para Violeta era tan obvio como lo era para mí que la amaba, pero pensé que quizás ella tenía que oírlo de mi boca.
– Te Te quiero. – murmuré. murmuré. La vergüenza me hacía incapaz de decirlo a viva voz. – Oh, Oh, Jimena... – se se lamentó y su lamento fue lo último que oí de ella esa noche.
Regresamos en completo silencio y volvimos a unirnos al resto. El sonido de los fuegos artificiales me parecía insufrible a ese punto y cerré los ojos ante la punzada de dolor que inundó mi pecho. Me di la vuelta y allí estaba Diego. Yo sólo pude sonreírle. Poco después abandonaba la fiesta junto con mi padre. La realización de lo que había hecho me llegó a solas en mi cama. Estaba segura de que la había perdido para siempre. Hundí la cara en la almohada mientras las lágrimas hacían acto de presencia y me sumían aún más en la desesperación. “Mañana será otro día”, me repetí una y otra vez hasta que esa letanía me indujo
al sueño. A la mañana siguiente me desperté con un agudo dolor de cabeza y la boca pastosa. Estaba segura de que repudiaría el alcohol por el resto de mis días. Me di una larga ducha que ayudó a despejarme y cuando me vestí y acicalé correctamente decidí que ya no podía evitar por más tiempo el e l bajar las escaleras y encararme con Violeta. Dentro de mí había un inmenso temor a lo que pudiera yo ver en sus ojos. Sabía que si encontraba repulsión en su mirada no sería capaz de superarlo. Ella era demasiado importante para mí. Pero ya no podía borrar lo que hice, tal vez sí pudiera explicarlo y, llegado el momento, ofrecer una sincera disculpa. Bajé los escalones sin prisa, como dándome tiempo a recuperar toda mi valentía. Al llegar abajo la casa parecía estar en completo silencio. Me dirigí a la cocina y allí encontré a mi madre y a Isabel. Buenos días. – Buenos – Hola, Hola, Jimena. ¿Quieres desayunar? – preguntó mi madre. Arrugué la nariz con disgusto. Mi resaca era tan grande que el pensamiento de tragar cualquier alimento me daba náuseas. – Tienes Tienes un aspecto horrible... – expuso expuso Isabel. – Gracias, Gracias, hermana. – alegué alegué yo irónicamente. – – ¿Dónde ¿Dónde están los demás? – Aún Aún están en la cama. Menos papá que ha ido a dar un paseo con Cristina. Felipe y Violeta se fueron anoche, poco después de llegar de la fiesta. Mi mundo se rompió al caerme a los pies. – ¿Qué? ¿Qué? – dije dije con la voz entrecortada. – Al Al parecer Violeta recibió una llamada y tuvieron que partir de urgencia. Espero que no sea nada grave. “¿Una llamada?”. Yo sabía que no había sido eso. Eché a correr sin importarme
los comentarios que suscitaría mi reacción y salí al exterior de la casa sólo para comprobar la ausencia de los dos coches. Violeta me había abandonado. Cómo me dolió comprobar eso... – No... No... – dije dije trémulamente, aunque me hubiese gustado gritarlo. Me odié a mí misma por no haber sabido conservar lo único bueno que había en mi vida. Me repetí una y otra vez lo fracasada que era y que seguiría siendo. Algo en mi interior me decía que no volvería a ver a Violeta, que ella se había alejado
de mí para siempre. El amor duele, castra, mutila, sesga... El amor no correspondido simplemente te quita la vida. Mi padre apareció entonces junto con mi sobrina y me vio apoyada allí, agarrada como si la vida se me fuera con ello a la balaustrada de madera. – Jimena. Jimena. – me me llamó preocupado. – – ¿Qué ¿Qué ocurre? Yo era incapaz de contestar. Reprimí las lágrimas como pude, cerrando los ojos con fuerza. – ¿Jimena? ¿Jimena? Dime que ocurre... “Quiero morirme, dejar de existir”.
Miré a mi padre una última vez antes de encerrarme nuevamente en la habitación y cerrar con ello un episodio de mi vida del que estaba segura jamás lograría recuperarme. Violeta se lo había llevado todo con ella esa noche. BELLA VIOLETA. 4ª Parte. 4. CADENAS QUE SE CIÑEN. Han pasado ocho años. Ocho largos y laboriosos años. Para mí demasiado tiempo atrapada en mi desconsuelo, sintiéndome vacía sin saber cómo no sucumbir a la tristeza. Por supuesto, mi vida siguió su curso como si fuera un río. Nada se salió de lo convenido. Nunca permití que así fuera. Siempre les había dado a los demás lo que esperaron de mí, así que acabé la carrera y me especialicé en pediatría. Supongo que mis sobrinos fueron, en su mayoría, los culpables de esta decisión. Yo había aprendido con ellos a adorar incondicionalmente a los niños. Comencé a hacer las prácticas en un hospital y pronto obtuve un puesto en mi especialidad. No fue difícil. Mi elevado coeficiente siempre me permitió pensar que al menos mi carrera profesional no iría a la deriva como el resto de mi vida. Me encanta mi trabajo, realmente me gusta. Me siento querida a mi alrededor, a pesar de que sigo en mi empeño de no disfrutar de las relaciones humanas como el resto. Pero mis compañeros parecen haber visto algo en mí que les hace aceptar ese hecho. Me siento amada a mi alrededor, y lo que es más importante aún, me siento respetada. Después de acabar mis estudios y conseguir mi primer trabajo, decidí que era hora de independizarme, sabía que tenía que hacerlo. Mi padre, por supuesto, se empeñó en conseguirme un ático a cinco kilómetros del hospital donde yo trabajaba, cosa a lo que yo me negué. Su respuesta fue clara. Me dijo que todo lo que había conseguido en la vida era por nosotros y que ello nos pertenecía por derecho. ¿Para qué quería todo aquello si no nos servía de nada? Así que acepté. A decir verdad, jamás pude negarle nada a mi padre. Lo amaba demasiado. Fue así como empecé a vivir una vida de adultos de verdad. Al principio fue difícil, más de lo que nunca pudiera imaginar, pero me obligué a seguir firme. Me resultaba tremendamente paradójico que cuanto más adulta me hacía, más temor
me provocaban las relaciones humanas. No me importaba comportarme de forma absolutamente ridícula en presencia de mis niños, sin embargo, seguía teniendo dificultad para comunicarme con los demás. Tal vez nunca dejaría de ser una niña en mi interior. Tal vez no esté hecha para la vida como los demás... Tal vez no he encontrado aún mi verdadero camino. Sólo que no sé siquiera por dónde empezar. En estos ocho años no volví a ver a Violeta, tan sólo supe de su vida por algunas ráfagas de algo que comentaba Felipe , aunque siempre tuve la extraña sensación de que para él le era tan desconocida como para mí. Él siempre mantuvo contacto con ella y yo sabía que eran múltiples las ocasiones en las que se veían. Creo que mi hermano nunca perdió la esperanza de tenerla. Yo no he podido olvidarla. No encuentro manera alguna de sacarla de mi corazón. Mi amor, por increíble que parezca, ha perdurado impoluto a través de todo este tiempo. La huella que ella me dejó es imborrable. Me enseñó el significado de muchas palabras sin pretenderlo. Me mostró que era capaz de amar como el resto del mundo, incluso que era capaz de hacerlo con una intensidad difícil de igualar. Pero ella nunca vio cuánto pude amarla. Sus ojos siguen alterando la calma de mis sueños. Puedo perderme en ellos e imaginar que algún día también podrían mirarme de la manera que la miran los míos. Ni siquiera en ese estado de inconsciencia que produce p roduce el sueño, puedo deshacerme de su hechizo. No creí que el amor doliera tanto, pero duele. He tenido ocho años para comprobarlo. A veces simplemente, querría seguir sumida en mi mundo de sueños junto a ella y no despertar jamás aún sabiendo que no es real. Pero si ésa fuera la única forma de tenerla a mi lado, yo la aceptaría con una sonrisa. El por qué ni tan siquiera yo lo sé. Otras personas han pasado por mi vida, personas que sin embargo no lograron hacerme dimitir de mi búsqueda. Creo que no he conseguido otra cosa que elevar a Violeta en un pedestal, intocable, perenne. Mi obsesión fue lo que la mantuvo en mi pensamiento durante todo este tiempo. Y supongo que eso mismo será lo que la siga manteniendo en el mismo sitio. Tenerla en mis pensamientos y negarme a que me abandonara allí también quizás haya sido un error. Ya ni siquiera soy capaz de distinguir el amor de la obsesión, o los sueños de la realidad. Cada día que pasaba me fui desvinculando más de mi familia. Era lógico que con el paso de los años nuestras diferencias se hicieran más evidentes y el hecho de que yo me encerrara en mí misma no ayudó en absoluto. Sólo mi padre siguió intentando atravesar las defensas que yo me había autoimpuesto. ¿Qué diría él de mis obsesiones? ¿Qué pensaría si le dijera lo que siento? Si de algo estaba seguro es de que yo no había descubierto aún cuál era mi lugar en el mundo. Pero sigo buscando. Busco algo que me haga sentir plena, tan llena que no me dé tiempo a pensar. ¿No es lo que buscamos todos? Yo creo que sí, pero en mi caso debe ser algo que borre todas las dudas y los miedos. He aprendido a mantener una relación cordial con las personas que me rodean y dejar de esconderme en mí misma. Aún así, dudo mucho que alguna vez imaginen la pesada carga que llevo sobre mis hombros, lo desdichado que es mi corazón, la
desesperanza que una vez, hace ocho años me inundó, y que aún perdura con cada latido. Todos a mi alrededor parecen tan felices, que me pregunto si yo habré nacido sin ese gen. ¿Qué es realmente la felicidad? ¿Es un estado consciente o inconsciente? Muchas cosas me han hecho feliz, he reído, he disfrutado... ¿es eso a lo que se refieren con felicidad? ¿o se parece más a lo que sentí cuando mi boca se unió a la del ser que más he amado en esta vida? Quizás debería describir lo que sentí, quizás he sido más feliz en un minuto de lo que lo ha sido la mayoría de la gente en toda su vida. Ahora estoy aquí, en mi pequeño pero acogedor ático, nadando a través de los canales de televisión, pero sin ver nada realmente, esperando a oír el timbre de la puerta anunciando que mi cena había llegado. Pero no fue el timbre de la puerta, sino el del teléfono el que sonó. Me apresuré a cogerlo con una extraña sensación en el estómago que pronto supe que era de angustia. La dulce voz de Ginebra me anunció algo al otro lado del hilo que yo sabía que llegaría en cualquier momento, pero que me empeñaba en no pensar, creyendo así que lo retrasaría para siempre. Colgué el auricular anunciando un leve y casi inaudible "voy hacia allí". Sólo tuve tiempo de recoger una cazadora antes de salir por la puerta de mi casa, sabiendo que ésta era la última vez que todo había sido igual. Después de haber estado sentada en los aparcamientos del hospital durante al menos media hora, recolectando mis pensamientos, pero fallando miserablemente en mi empeño, me decidí a entrar en el recinto que en tan sólo unos segundos se había convertido en mi sepultura. Atravesé los pasillos con la costumbre de quien lo hace cada día, casi sin mirar a nada más que al frente. Tomé el ascensor que me llevaría a la unidad de cuidados intensivos. Las puertas del elevador se abrieron demasiado pronto, pero yo no me atreví a dar un paso. No quería hacerlo. Cuando por fin sentí que estaba avanzando, maldije mis piernas por haberme traicionado. Llegué a la pequeña salita de espera, donde ya esperaban mi madre, Ginebra, Isabel y su marido. Mis hermanas tenían los ojos hinchados y acuosos. Habían llorado. Yo aún había sido incapaz. Mi madre me abrió los brazos para abrazarme y yo la acepté a pesar de que no era eso lo que necesitaba. Seguramente ella sí. – Jimena... Jimena... – oí oí que me llamaba Ginebra. Levanté la vista hacia ella y me aparté de mi madre. – ¿Dónde ¿Dónde está? – Aún Aún lo tienen en la UCI, no tenemos ni idea de lo que pasa ahí dentro, nadie ha venido a decirnos nada... – se se le rompió la voz al no poder evitar el llanto una vez más. Yo tuve la impresión desde el primer momento que no volvería a ver a mi padre. Casi lo sentí yéndose. Su corazón se había roto como el mío, sólo que el suyo se negó a seguir latiendo. Volví a mirar la escena familiar, mi madre había conseguido encerrarse en otro abrazo, ésta vez en el de Isabel. Los inconfundibles sonidos del llanto contenido comenzaron a desesperarme. Fui hacia el extremo más alejado de la sala, me senté
en una de las frías e impersonales sillas verdes del hospital y me tapé los oídos. A mi mente llegaron imágenes de mi padre. Quería atormentarme y lo estaba consiguiendo. Eso me resultaba fácil, así que seguí pensando en él, en su sonrisa, en su voz hasta que sentí que no podía respirar. Delante de mí iban pasando familiares, algunos de mis tíos y primos que se empeñaban en preguntarme que cómo me sentía. Quizás esperaban que les respondiera que yo también me estaba muriendo y que deseaba hacerlo en ese mismo instante. Pero sólo me limité a asentir. Por una vez en mi vida, hice algo igual que el resto de las personas. Me levanté y fui hacia la ventana. Observé las luces de la autopista lindante a la clínica. Sentía la necesidad de sacar la cabeza fuera y respirar otro aire que no fuera el del hospital, que ya comenzaba a darme náuseas. Mi padre era un todo para mí, mi punto de referencia, mi apoyo. Perderlo supondría tener una herida que no cerraría jamás. Yo estaba segura de eso. Se me hacía imposible pensar que no volvería a tenerlo a mi lado o que simplemente no volvería a escuchar su voz o su risa. El dolor que sentía casi no me dejaba respirar. Tomé varias bocanadas de aire en un intento de no desfallecer, aunque mis piernas comenzaban a flaquear. Oía las voces a mi espalda, voces de lamento, llantos sofocados... Aquello me estaba desquiciando. “¡Callaros!”, quería gritar gr itar . Pensé que subirme al alféizar de aquella ventana y dejar que mi cuerpo cayera al vacío sería una buena idea. Todo el sufrimiento que llevaba dentro se acabaría entonces con enorme rapidez. – Jimena... Jimena... La visión delante de mí se nubló. Todo quedó atrás. Me concentré en aquella voz que pronunció mi nombre. La misma voz que creía con total seguridad que no volvería a oír. Me giré para mirarla. Lo primero que vi fue que seguía igual de bella que siempre. Eso me dolió. Jimena... – repitió repitió otra vez. – Jimena... Yo seguía mirándola mientras ella buscaba algo en mi rostro que yo no pude imaginar que era. Ninguna de las dos sabíamos qué hacer a continuación. Siempre pensé que eso era algo común en mí, pero no en Violeta. Vi que extendía su brazo hacia mí para tocarme. Yo la esperé sin apartar mis ojos de su rostro. Los cerré en cuanto sentí el dorso de su mano acariciando mi mejilla, echando los cortos mechones de pelo rubio tras mi oreja. Nadie, a no ser que estuviera ciego, podría podr ía decir que ella no estaba sufriendo con sinceridad, casi tanto como yo. Esta vez no abandoné la esperanza de que fuese por mí. Fui la última en dirigir la mirada, concentrada como estaba en Violeta, al vetusto hombre envuelto en una bata blanca que se acercaba para hablar con mi madre. Lo reconocí como el jefe del departamento de cardiología, al igual que reconocí aquella expresión que siempre ponían todos cuando eran noticias sin solución. Sentí una aguda punzada de dolor justo en el entrecejo, como cuando sientes que se te sube la adrenalina y duele. Se había acabado. No me quedé allí para ver cómo todos a mi alrededor se derrumbaban. Con paso
firme me dispuse a salir de aquella celda, ignorando a Violeta que me llamaba, a pesar de que su voz retumbaba en mis sentidos. Incluso sé que quiso salir detrás de mí, pero mi hermano Felipe se lo impidió. Vagué sin rumbo fijo en el interior de mi coche durante horas. Pensé que eso lograría aliviar algo mi dolor, como parecía que hacía en las películas, pero lo cierto es que no sirvió de nada. Llegué a mi apartamento tan agotada que sólo tuve que estirarme en el sofá para caer rendida. Mis sueños fueron desapacibles, como esperaba que fueran. El teléfono sonó demasiado temprano a la mañana siguiente. Miré el reloj, ya la mañana se había ido, ahora eran las tres de la tarde. Ignoré el irritante sonido hasta que calló. Me levanté del sofá y me metí en la ducha. No sé cuánto tiempo estuve bajo ella, pero fue el suficiente como para agotar el agua caliente y salir tiritando de forma descontrolada de la bañera. Mi contestador marcaba intermitentemente cuatro mensajes nuevos, que supuse que serían de mi madre o de alguno de mis hermanos. No los escuché. No quería hacerlo, e incluso, cuando el teléfono volvió a sonar un par de veces azorándome cada vez, opté por simplemente arrancar el cable de la paredy callarlo de una vez por todas. El mundo entero podría olvidarse de mí. Yo no existía para nadie y nadie existía para mí. Envuelta en mi bata, decidí volver a echarme sobre el sofá. El sueño era lo único a lo que me apetecía enfrentarme. Aquél día lo pasé por entero encerrada en mi apartamento, sin otra cosa que hacer cuando no dormía que mirar el techo de mi casa. Al siguiente día, cansados de no obtener respuesta de mí por teléfono, alguien se atrevió a venir hasta mi casa. Reconocí los pasos como los de mi hermano Luis, unos pasos tan erráticos como su personalidad. Oí que tocaba el timbre, que aporreaba la puerta incluso, pero no me importó. Antes de irse deslizó un papel doblado por debajo que horas más tarde leería. En él se me anunciaba que ese día enterrarían a mi padre, la hora y el lugar exactos. Acababa con un simple: "Llama a mamá, está muy preocupada por ti". No lo hice. Como tampoco acudí al funeral. Mi propia miseria, mi autocompasión y el egoísmo que eso conllevaba me lo impidió. Por el contrario, saqué varias botellas que guardaba en una de las despensas. Una de ron añejo, otra de whisky y una tercera de vodka. Fue ésta última por la que me decidí a empezar. Bebí y bebí hasta que de alguna manera logré calmar una ansiedad para la cual no había cura posible. Dejé de registrar la realidad incluso, algo que me pareció realmente placentero. Si hubiera alguna forma de arrancarme los sesos lo hubiera hecho sin dudar... Durante los tres días siguientes no recuerdo haber pasado mucho tiempo sobria, pero eso me facilitó las cosas, me permitió dejar de pensar en mi padre. Y en Violeta. – ¡Abre la puerta, Jimena! ¡Sé que estás ahí!
Abrí los ojos asustada. Alguien aporreaba de nuevo mi puerta. Sin pensar, pero decidida a pedir que me dejaran de una vez por todas en paz, me levanté tambaleante del sofá aún bajo los efectos de la última de mis borracheras y abrí la puerta. Detrás de la madera apareció la figura esbelta y bien abrigada de Violeta. – ¡Dios mío! – sofocó un grito. Mi estado tenía que ser lamentable para que ella tuviera aquella horrible expresión en su bello rostro. – Jimena... – me llamó. Yo apenas podía mantener mi cabeza derecha. Ella fue la primera en darse cuenta de que me deslizaba torpemente al suelo y me cogió al vuelo, evitando así la caída. Yo le eché los brazos al cuello para asirme y durante un breve instante sentí que me apretaba contra sí, como si me estuviese abrazando. – ¿Qué te has hecho? – me dijo, aunque creo que sabía tan bien como yo que era incapaz de responder. – ¿Por qué? Me ayudó a entrar de nuevo en el interior del ático, cerrando la puerta con un pie. El sofá fue lo primero que debió ver, pues hasta allí se dirigió directa, dejándome caer sobre él con cuidado. La bata que cubría mi cuerpo se abrió, dejando mi cuerpo desnudo ante su visión. Sin mover un músculo de su cara, la cerró de nuevo y pasó a tomarme el pulso en una muñeca. Fue entonces cuando vió las tres botellas que reposaban encima de la mesilla del café como si fuesen un trofeo, casi vacías. Se dio cuenta de que mi deplorable estado se debía al alcohol. – Apuesto a que ni siquiera has comido. – suspiró. – Tengo que llamar a tu madre antes de ocuparme de ti. Está muy preocupada e incluso estaba a punto de llamar a la policía. – me miró para asegurarse de que yo tenía mi atención puesta en ella. Prosiguió en cuanto supo que así era. – Entiendo por qué has hecho todo esto. Pero ahora va siendo hora de que comiences a aceptarlo. Me dio la espalda y sacó el celular de su bolso. Marcó un número y la oí hablar con mi madre. Incluso yo pude oír la estridente voz de mi progenitora preguntando por mí tantas veces como le permitió el minuto que duró la conversación, mientras Violeta trataba de calmarla lo mejor que podía. Devolvió el teléfono a su correspondiente lugar y se alejó de mí otra vez. La oí dirigirse al baño y después percibí el rumor del agua cayendo. Supuse entonces que estaba llenando la bañera. Cerré los ojos ante la repentina punzada de dolor que me sobrevino en las sienes y que hizo tambalear todos los cimientos de mi cuerpo. Para cuando volví a abrirlos, ella estaba de vuelta. Me hizo sentar sobre el sofá para deshacerse de la bata que me cubría. Luego sentí que me alzaba en el aire y que me llevaba en sus brazos hasta depositarme en la bañera. Me quejé al notar el agua demasiado caliente y ella pareció sonreír ante su descuido antes de abrir la llave del agua fría. Mientras el agua subía de nivel y la bañera terminaba de llenarse, se subió las mangas de su camisa de seda hasta el codo, (no supe con exactitud en qué momento se había deshecho de su abrigo largo), y cogió una esponja para frotarme el cuerpo. Puso jabón sobre ella y la pasó primeramente por mis hombros. Yo busqué con ahínco cualquier atisbo de expresión que no fuera esa seriedad que casi empañaba sus preciosas facciones. Mis sentimientos, ya desbordados por el alcohol, se concentraron ahora en ella, haciendo que mi desdichado amor me
empapara como el agua de la bañera. Eso me hizo romper el llanto. Un llanto ebrio. Sentí que dejaba de frotarme el pecho y que me miraba. Yo estaba rota, y lo que era peor aún, ella me estaba viendo así. Intenté esconderme el rostro con las manos, pero ella me lo impidió bajándolas cada vez que intentaba acercarlas a mi cara. Mis ojos encontraron los suyos y a pesar de que las lágrimas nublaban casi por entero mi visión, tuve la certeza de que había amor en los suyos también. ta mbién. Sin importarle que yo estuviera del todo mojada y que arruinaría su blusa, me acercó hasta sí, dándome un ligero beso en los labios para después abrazarme. Eres demasiado inteligente para esto. – comenzó comenzó a decirme. – Casi Casi me muero al – Eres verte así, no lo vuelvas a hacer... No lo vuelvas a hacer... – repitió. repitió. – Te Te lo prometo. – le le respondí. La única persona en el mundo capaz de devolverme la cordura me había hecho el inmenso favor de preocuparse por mí. La hubiese amado más de haber sido posible. Más tarde volví a despertar de mi sueño, esta vez por el intenso y apetitoso olor que salía de mi cocina. Sólo tuve que recapacitar unos segundos para recordar lo que había pasado antes de caer dormida de nuevo. Recapitulé los últimos acontecimientos y caí en la cuenta de que debí haberme dormido en sus brazos aún estando en la bañera, puesto que no recordaba nada posterior a eso. Me erguí de la cama y quedé sentada al borde del colchón. Violeta me había vestido con mi pijama de franela y había añadido también a mi atuendo unos calcetines. Me levanté con intención de dirigirme a la cocina. Pero antes, tuve que hacerle una visita obligada al baño. Violeta debió saber que me había despertado por el ruído de la cisterna, puesto que cuando salí del servicio, ya me esperaba por fuera con un vaso de agua en una mano y una pastilla, que me enseñó nada más verme, en la otra. Yo fui inmediatamente a tomar la pastilla que sabía que aliviaría el martilleo incesante de mi cabeza. Pero ella la apartó en el último momento. – ¿La ¿La quieres? – me me preguntó. – Sí. Sí. – Primero Primero tendrás que comer. – dijo dijo con absoluta seriedad. En esos instantes me hubiera tragado un elefante de un bocado por esa pastilla. Así que asentí con la cabeza y la seguí hasta la pequeña mesa de la cocina, donde ya me esperaba un plato humeante que distinguí por el olor que era sopa de pollo. Me senté y cogí la cuchara. Durante los últimos tres días, no había satisfecho a mi estómago con otra cosa que no fuera alcohol, y ahora mismo, sentada allí, dudé de que pudiera tomar siquiera un sorbo de la sopa. Ella me observaba desde el otro extremo de la mesa. – Tan Tan sólo pruébala. – me me instó Violeta. – O O tendré que llevarte al hospital a que te pongan uno de esos molestos sueros... suero s... Yo desconocía por completo aquella faceta amedrentadora de Violeta y, francamente, hablando con aquel tono y mirándote con fiereza, podía resultar muy persuasiva. Su expresión cambió de amenazadora amenazador a a aliviada cuando vio que me metía una cuchara llena en la boca. Nada más llegar el sabroso caldo a mi paladar,
sentí ganas de seguir comiendo. Y seguí haciéndolo hasta que ya no quedaba nada en el plato. Como había prometido, Violeta me dio la pastilla y yo la tragué con avidez. – Gracias. Gracias. – dije. dije. Me miró, pero no dijo nada. En vez de eso estiró el brazo y volvió a enredar sus dedos en mis mechones de pelo rubio, que ahora caían descuidados sobre mi frente. – Te Te has hecho mayor... – fue fue como si fuera la primera vez que se hallara consciente de ello. – – Aunque Aunque éste nuevo corte de pelo tuyo te hace parecer una adolescente rebelde... Ante ese comentario, alcé las manos para ordenar en algo mi desastroso pelo. Pero Violeta, una vez más, me lo impidió, sonriéndome como sólo ella sabía hacer. – No. No. – protestó suavemente. – Me Me gusta así. – Supongo Supongo que dentro de poco tendrás que irte... – dije dije triste, al darme cuenta de la hora tardía que marcaba el reloj. – No, No, me quedaré aquí esta noche. La sorpresa se reflejó en mi cara. – ¿Por ¿Por qué? – Para Para asegurarme de que estás bien. Y porque quiero. ¿Alguna duda más? – preguntó algo burlonamente. Cuidado. – dije dije con voz seca. – No No te portes demasiado bien conmigo o – Cuidado. comenzaré a pensar que me quieres. – Es Es que yo te quiero. – afirmó. afirmó. La miré. Eso es algo muy difícil de creer. – me me levanté, nerviosa, y recogí mi plato para – Eso depositarlo dentro del fregadero. Le hablé dándole la espalda. – Han Han pasado ocho años... Pero supongo que eso da igual... – mastiqué mastiqué las palabras llena de rabia. – Sigues Sigues teniendo esa idea equivocada de mí. Si me fui de aquella manera fue por ti. – rebatió rebatió ella poniéndose en pie. – ¿Perdona? ¿Perdona? – Eras Eras demasiado joven para saber con exactitud qué era lo que querías. No deseaba añadir más confusión a tu... – ¿Confusión? ¿Confusión? – alcé alcé la voz, lo que me valió otro pinchazo en las sienes, aún así lo ignoré. – No creo que tengas idea de lo que verdaderamente me hizo perder el rumbo... ¿Tenemos que discutir esto ahora? – con con esta frase me mostró todo su malestar. – ¿Tenemos Seguía sin gustarle hablar de sus sentimientos. – Por Por supuesto que no. Es más, ya no tiene caso. Hace mucho tiempo que te he olvidado. – juraría que vi cómo el azul de sus ojos se oscurecía. – No No esperaba menos de ti. Sabía que sólo era un capricho de adolescente... Sentí ganas de reírme a carcajadas. Acababa de nombrar mis sentimientos hacia ella como un capricho de adolescente. Me pregunté cómo lo llamaría si le dijera que ese capricho de adolescente aún seguía tan vivo como el primer día y que verla de nuevo sólo había sumado en mí mayor desesperación por no tenerla. La miré.
La tenía a tan sólo dos pasos de mí, aún así no podía alcanzarla. Nunca podría. Siempre me he preguntado qué es lo que pasa por tu mente cuando me miras de – Siempre ese modo. – me me dijo. – Olvídalo. Olvídalo. – me me reí ligeramente. – No No querrás saberlo. – ¿Por ¿Por qué te empeñas en pensar que no me importa nada de lo que tenga que ver contigo? – Me Me da igual que te importe o no. Es tarde tanto para lo uno como para lo otro. Si las miradas matasen, yo estaría yaciendo sin vida sobre el suelo de mi cocina, porque aquella mirada que me dirigió fue la más fiera que he visto jamás en toda mi existencia. Hubiera asustado hasta a una pantera. – Me Me voy a la cama. – anuncié. anuncié. – De De acuerdo. Yo dormiré esta noche en el sofá, si quieres algo sólo tienes que llamarme. – No. No. – ¿No ¿No a qué? – preguntó, sintiéndose ya algo molesta ante tanta cabezonería. – No No hay necesidad de que duermas en el sofá. Hay suficiente espacio en la cama para las dos. Y esta noche no espero visita. Creo que fue la realización de que yo podría tener una vida sexual activa o que quizás estaba con alguien lo que la hizo volver a sentarse. Quizás sólo estaba cansada de estar de pie. – Cada Cada día te pareces más a tu madre. Has heredado su destreza con la lengua. – me soltó irónica. Salí de la cocina lanzándole una risita de medio lado que le demostró que no me había disgustado en lo más mínimo sus palabras. Me dirigí d irigí al baño y me cepillé los dientes antes de meterme en la cama. Bajo las mantas esperé hasta que la oí salir de la cocina, entrar en el lavabo y posteriormente en mi habitación. Seguramente le habría echado un vistazo a mi sofá como para saber que con su altura no cabría en él. De espaldas a mí comenzó a desvestirse con la única claridad de una de las luces del pasillo que permanecía encendida. Abrió mi armario y buscó algo que ponerse. Sacó una camiseta y terminó de desbrocharse la camisa y el sujetador. Tragué ante tan maravillosa visión de su espalda. Algo sentí en mi centro que se transformó en forma líquida entre mis piernas. Me moví hasta quedar de lado, no quería ver lo que la visión de su trasero me haría. Seguramente me provocaría un ataque al corazón. Seguí sus movimientos con mis oídos. Mientras avanzaba por la alfombra hasta el extremo contrario de mi cama, mi corazón se aceleró tanto que creí seriamente que me saldría por la boca. La cama se movió bajo el peso de su cuerpo mientras se metía bajo las mantas. La cama era lo suficiente grande como para no tocarnos y dormir con espacio. Desde ese momento ambas nos quedamos inmóviles, esperando que el sueño nos venciera. – Jimena... Jimena... – me me llamó. – ¿Qué? ¿Qué? – ¿Hay ¿Hay alguien en tu vida?
Dudé en qué responderle. Quería parecer segura de mí misma, quería mostrarle que tenía una vida interesante. Aunque no fuera cierto. Aún así, le dije la verdad. No. – No. – Date Date la vuelta. – me me instó. Hice lo que me ordenó y la encaré. Su rostro más precioso aún bañado por las tenues sombras. ¿Por qué no estás con nadie? – ¿Por – Porque Porque supongo que no he encontrado a la persona adecuada. – contesté, contesté, sabiendo que ése era uno de esos vacuos tópicos que servían para cuando eras un completo desastre con las relaciones. – Hombre Hombre o mujer. – me me preguntó muy seria, queriendo saber si mis gustos se decantaban por lo mismo que la última vez que me había visto. – Mujer. Mujer. Me acarició la mejilla con la mano. Era la tercera vez hoy, eso me extrañó, ella jamás me había tocado tan repetitivamente. – ¿Pretendes ¿Pretendes decirme que aún no has encontrado a una mujer maravillosa que te haga feliz? Me amparé en la cierta oscuridad para mirarla con toda la intensidad que deseaba antes de contestar. – No, No, de hecho la he encontrado. – respondí. respondí. – ¿Y ¿Y qué pasó? – Ella Ella no quiso escucharme. – ¿Escucharte? ¿Escucharte? Para mí estaba claro que de quien hablaba era de Violeta, pero la protagonista parecía querer omitir ese hecho y estaba concentrada concentr ada en sonsacarme más información como si se tratara de otra persona. Después de todos estos años, ella seguía sin poder creer que entonces la amara sinceramente. Eso me dolió profundamente. Sí, no me dio ninguna oportunidad de explicarle cuánto la amaba. – Sí, – Lo Lo siento mucho. – me me dijo consternada. – Yo Yo también. – Debe Debe de ser una estúpida por no haber sabido apreciar lo que tenía. Sofoqué una risa tan rápido como pude, aún así mi garganta emitió un extraño ruido. – Sí, Sí, ése es justamente el adjetivo que yo utilizaría. – dije, dije, fingiendo indiferencia. – ¿Qué hay de ti? ¿Estás con alguien? Apreté tanto los dientes que me dolieron. No sabía que tuviera tanto pavor a lo que ella pudiera responder. – No No lo sé. Fruncí el ceño. – ¿Qué ¿Qué clase de respuesta es "no lo sé"? – Mi Mi vida es demasiado complicada como para explicar... – Tal Tal vez dentro de ocho años más por fin esté preparada para entenderla. – interrumpí mordaz. – Jimena... Jimena... – me me llamó y yo pude notar cierto cansancio en su voz. – Buenas Buenas noches, Violeta. – zanjé zanjé cualquier comienzo de una nueva conversación
y me di la vuelta. – Buenas Buenas noches. Antes de dormirme, pensé en la posibilidad de abrazarla con la excusa de estar bajo los efectos del sueño. Necesitaba Neces itaba encontrar la manera de acercarme a ella. No podía soportar el hecho de que estuviera tan cerca de mí y que yo no pudiera sentir al menos su calor. Pero mis opciones eran tan escasas y mis artes para la comedia tan pésimas que no tuve más remedio que permanecer en mi sitio ante el enorme riesgo de ponerme en evidencia una vez más. Siempre pensé que cuando me enamorara sería maravilloso. Ni el más infausto de mis augurios prometía tanta desdicha. ¿Cómo era posible que esta mujer consiguiera atravesar todas mis defensas e instalarse en mi corazón eternamente? Ella ni siquiera había tenido tal t al pretensión, lo que sumaba más misterio a mi desgracia. Pensé en mi padre y en sus deseos de morir viéndonos a todos siendo felices. Él lo había hecho todo por mí, me lo dio todo y yo no pude darle lo único que me pidió. Empiezo a creer en serio que no sé como ser feliz. Si él pudiera verme ahora, desde algún lugar, estoy segura de que estaría sufriendo por mi atribulada vida. No eres real, ¿verdad, Violeta? V ioleta? Es imposible que lo seas como imposible es que pueda amarte tanto... Recé para que al menos el sueño viniera en mi busca, no quería seguir pensando. La presencia en mi cama de Violeta había dado paso a que encontrara dificultades para lograr esa empresa esa noche. no che. La oí respirar profundamente, a un ritmo r itmo que me avisó de que ya estaba dormida. Ese sonido logró por fin que cayera en los brazos de la inconsciencia. Cuando volví a despertar, los rayos del Sol pasaban a través de las rendijas de mi persiana. Levanté un poco la cabeza para mirar el reloj que reposaba sobre la mesita de noche. Las nueve y media. Violeta aún estaba sumida en su sueño profundo. La miré bajo el amparo de su letargo. Tenía los labios labios ligeramente fruncidos, su pelo desordenado cayendo la mitad sobre su rostro y la mitad sobre la almohada. Un brazo debajo de su cabeza y el otro sobre su cadera. Decidí que las diosas debían de tener su aspecto. Como si realmente hubiera podido sentir que la estaba mirando, lentamente abrió los ojos para mí. En un segundo me encontré nadando en la profundidad de su azul. Durante unos segundos que parecieron eternos, ella me devolvió la mirada, igualando la intensidad. – Hola. Hola. – dijo dijo al fin con la voz ronca. ¿Has dormido bien? – ¿Has – Perfectamente. Perfectamente. – ahogó ahogó un bostezo. – Te Te prepararé el desayuno antes de que te vayas, es lo menos que puedo hacer. ¿Te sientes mejor? – me me preguntó. – ¿Te – Sí. Sí. Creo que sobreviviré. – No No tienes que hacerme el desayuno. – Quiero Quiero hacerlo. – rebatí rebatí con firmeza al tiempo que salía de la cama. De acuerdo entonces. – De – ¿Qué ¿Qué te apetece? – le le pregunté dándole la espalda. – Crepês Crepês con mermelada de arándanos, y quizás también huevos y bacon...
Me volví para mirarla. Hacerle el desayuno me iba a costar estar medio día en la cocina. Me sorprendió verla sonreírme. – Era broma. – anunció. – Me conformaré con leche y cereales. No tomo nada más para desayunar. – Sólo tengo de chocolate. – le dije sin saber si le gustarían. – Tú y tu obsesión con el chocolate. Está bien, no me disgustan. Salí de la habitación y antes de comenzar a poner la mesa para el desayuno, pasé por el baño para acicalarme un poco. Al mirarme al espejo, no tuve más remedio que sofocar un gemido. Mi aspecto era realmente pésimo, con unas profundas ojeras que circundaban mis ojos y la piel más pálida de lo normal. "Adorable", pensé con ironía. Mientras preparaba el desayuno, bueno, más bien mientras ponía las cosas en la mesa de la cocina, oí a Violeta en el baño. Un minuto después se unía a mí en la mesa, aún llevando sólo la larga camisola de mi propiedad. Echó los cereales en su cuenco y luego la leche, todo con gran parsimonia y bajo mi intenso escrutinio. Yo, mientras, me tomaba una rebanada de pan blanco con mantequilla y una loncha de jamón. Un incómodo silencio sobrevino, sólo roto por el ruidoso cereal dentro de la boca de Violeta. Imaginé que estaba a punto de decirme algo, por lo que esperé. – La lectura del testamento será mañana. Debes ir. Tu madre me ha pedido que te haga entrar en razón. Yo, que estaba a medio camino de darle otro bocado a mi rebanada, me paré en seco. Todo vestigio de hambre se esfumó para mí. Deseché el pan a un lado y sin mirar a Violeta hablé. – No pienso acudir. – ¿Vas a seguir escondiéndote del mundo aquí dentro? ¿Qué pasa con todo lo demás? ¿con tu trabajo? – No quiero hablar de eso. – Tienes que hacerlo. Tu padre ha muerto, Jimena, acéptalo. Me levanté de la mesa con rabia, haciendo tambalear todo lo que estaba encima de ella. Quería alejarme de Violeta y de sus palabras, que me dolían. Al pasar junto a ella, su mano asida fuertemente a mi muñeca frenó mi fuga. Se levantó y yo intenté zafarme de su agarre, pero siempre había tenido más fuerza que yo, así que opté por la vía diplomática. – Suéltame. – dije entre dientes. – No. – Por favor. – pedí por segunda vez. – No. – Déjame ir, Violeta. – esta vez, mi réplica parecía más una amenaza que una petición. – No hasta que me escuches. – Tú nunca me diste esa oportunidad, ¿por qué crees que debo dártela yo a ti? – Esto no tiene nada que ver con nosotras, ni con ninguna venganza particular que quieras cobrarme. Se trata de ti, de tu vida. Me volví hacia ella con furia, todo mi cuerpo temblaba bajo esa emoción. – No puedes decirme nada que yo ya no sepa. Déjame llevar mi dolor como
quiero. No tienes ningún derecho a venir aquí y a exigirme lo que tengo o no que hacer. No iré a esa maldita lectura, como no saldré de aquí hasta que esté segura de que el mundo ahí afuera no me va a tragar. – las palabras vinieron a mí como un torrente imposible de contener. – Soy una cobarde y lo admito. Me escondo detrás de cualquier excusa para no tener que enfrentarme a las cosas que me disgustan. Sé que mi padre ha muerto, soy más consciente de eso que nadie, pero eso no significa que deba olvidarlo o que intente sacar mi vida adelante, porque eso, ahora mismo, me parece incluso más difícil que tenerte a ti... Supe que la última frase no debí pronunciarla jamás. Y lo supe incluso antes de que mis cuerdas vocales la enunciase. Pero cuando me di cuenta, la orden ya había llegado a mi cerebro. Violeta soltó mi muñeca y yo me la restregué, haciendo correr de nuevo la sangre y mirando al suelo. – ¿Qué has dicho? – Olvídalo. – comenté apenas audible. – No voy a olvidarlo. – ¿Qué quieres de mí, Violeta? No sé nada de ti en ocho años y de repente apareces jugando a ser el buen samaritano. Dime qué es lo que quieres. – Pensé que quizás me necesitarías. – admitió mirándome fijamente. – Ya me había acostumbrado a estar sin ti. No hubiera sido ninguna sorpresa el que no hubieras venido. Parece como si me debieras algo... – ¿Cuándo vas a perdonarme? – ¿Perdonarte por qué? – pregunté, aunque sabía muy bien a lo que se refería. – Por huír como lo hice hace ocho años. – Tú no huíste, simplemente no me querías lo suficiente. – me dolió admitir eso. preguntó muy seria. – ¿Tú me quieres? – Yo sabía que era ahora o nunca, que era el momento adecuado para descubrir mi alma y sacar todo lo que durante tanto tiempo había estado guardando con celo. Pero no sabía muy bien lo que Violeta haría con aquella información. Quizás sólo era curiosidad. Pensé que se reiría de mí, y que no creería una palabra de lo que le dijese. Yo era demasiado insignificante en su vida como para que me tomara en serio. “¿Por qué tuviste que volver. Violeta? ”, le dije mudamente. Yo ya me había hecho a la idea de que seguiría siendo una ilusión el resto de mi vida hasta que volvió a aparecer. Los sentimientos que durante tanto tiempo se habían adormecido en queda calma dentro de mí comenzaron a bullir desde el primer momento que mis ojos se posaron en ella de nuevo. Todos aquellos años había pensado en Violeta y la costumbre de hacerlo había logrado que ni siquiera me doliese. Pero ahora la tenía delante y yo estaba segura de que tenía que alejarme de nuevo antes de que su presencia se hiciera necesaria como antaño. Yo ya no era una niña. Ahora era una mujer, una mujer obsesionada que amaba con el mismo ardor que cuando era adolescente. Y Violeta seguía siendo mi maldita obsesión, lo único que podía romper mi paz interior en tantos pedazos que se me hacía imposible recuperar los trozos. Todos estos pensamientos lograron mi primer objetivo que no era otro que el de endurecer mi corazón aún más.
Así que le mentí. – No. No te quiero. Al menos no como creo que me preguntas. – De acuerdo. – dudó un instante. – Era todo lo que quería saber. Mi paz interior, en esos momentos, bullía como el agua hirviendo. Quería gritar, gritarle a ella, gritarle a Dios si es que existía. – Déjame sola. – le pedí casi en un susurro. – Necesito estar sola. – ¿Para qué? ¿para que puedas autocompadecerte a gusto? ¿para que puedas culpar al mundo de lo que te pasa? ¿o quizás quieres encerrarte aquí y ponerle fin a tu vida con el vodka...? – Déjame en paz. – ladré. – ¿Qué sabes tú de mí? – Sé algo, y es que las cosas que se desean de verdad hay que luchar por ellas. – Ve a darle ese sermón a otro, llegas tarde para mí. – dije con gran carga sarcástica. – ¿Qué hay de tu familia? ¿quieres que al dolor por la pérdida de tu padre se sume también la tuya? – ¿¡Qué pasa con mi maldita familia!? – grité llena de rabia al tiempo que descargaba ambos puños sobre la mesa, haciendo que el cuenco de leche volcara sobre la madera, inundándolo todo. Violeta se quedó allí, de pie, mirándome con una extraña expresión en la cara. Creo que ambas nos dimos cuenta en el mismo instante de lo destruída que yo estaba. Aquel espíritu que tenía hacía ocho años había salido de mí y ahora sólo quedaba un alma atormentada e infeliz. – Cuando te conocí, recuerdo que pensé que no había visto a nadie que amara tanto a su familia como tú, te veía disfrutar de cada pequeño momento... Debo admitir que eso incluso me hizo sentir envidia, yo jamás tuve algo parecido... Yo me senté, vencida. Era como si hubiese logrado echar la vista atrás y me hubiese visto a mí misma, ahora sumida en un pozo profundo, sin salida alguna. Violeta siguió hablándome, contándome las virtudes que un día tuve, pero yo no la escuché. No quería hacerlo. Observé la leche cayendo por uno de los extremos de la mesa, gota a gota. – ¿Jimena? – me llamó Violeta al darse cuenta de que yo estaba a mucha distancia de allí. Levanté la vista hacia ella. Sería tan fácil pedirle ayuda. Tan fácil. Me levanté una vez más y me dirigí hacia el fregadero para coger la balleta y limpiar el desastre que había provocado. – Jimena, escúchame, por favor... – pidió una vez más Violeta. – Iré. – dije simplemente, sin mirarla, zanjando cualquier intento de coversación que intentara comenzar ella. Violeta pareció querer añadir algo, pero viendo mi aparente indiferencia y el dolor que me estaba provocando su sola presencia la hizo dimitir de su intento. – De acuerdo. Salió de la cocina, dejándome nuevamente sola. Yo casi había terminado de limpiar la mesa cuando ella regresó, vestida con su ropa, el abrigo en una mano y el bolso pendiendo de uno de sus hombros. Ya se iba. Otra vez. – Aquí está mi tarjeta. Si necesitas algo, lo que sea, a cualquier hora, llámame. –
depositó el trozo de cartulina blanco sobre la encimera. En vista de que yo no tenía intención de pronunciar una palabra decidió cortar por lo sano. – Adiós. Yo sólo me limité a asentir mientras seguía entregada a mi tarea, como si ésta fuera tan interesante que me tomaba toda la atención. Se dio la vuelta y salió. Fue entonces cuando me permití sentarme en una de las sillas, con la cabeza apoyada en la pared, en completa rendición de mí misma. Durante algunos minutos pensé en la escena que había tenido lugar allí mismo. Yo sabía que Violeta había intentado ayudarme desinteresadamente. Ella, de alguna forma, entendía mi sufrimiento e incluso lo compartía hasta cierto punto. Pero también me recordaba demasiadas cosas, cosas imposibles que me hacían sentir aún más fracasada... Violeta lo era todo y nada al mismo tiempo. Me levanté cansada de tanto pensar y me dirigí hacia mi habitación. Sobre el colchón descansaba doblada la camisola que había usado la azafata. Me tendí sobre la cama y la cogí, llevándola inmediatamente hasta mi nariz, inhalando su inconfundible olor. Cerré los ojos y me abracé a aquel pedazo de tela con fuerza. Repentinamente me descubrí excitada tan sólo porque su olor comenzó a llenarme. Mi mano tomó la decisión de viajar dentro de mi ropa interior hasta encontrar lo que andaba buscando. Me convulsioné sobre la camisola, pronunciando su nombre maldito contra la tela. Así pasé la mayor parte del día, justo como había pasado los últimos ocho años: soñando con Violeta.
Tarde esa noche decidí salir a la calle por primera vez en cuatro días. Mi intención era llamar a mi madre desde una cabina, puesto que en uno de mis ataques de ira había arrancado el cable del teléfono de la pared. Marqué el número sintiéndome nerviosa y sin saber exactamente por qué. Tal vez era por tener que enfrentarme a mi madre, por saber que había sido demasiado egoísta con ella... Quizás porque me recordaba demasiado a mi padre. – ¿Sí? – respondió una voz, lo suficientemente triste como para saber que sólo podía ser la de ella. – ¿Mamá? – Jimena, ¿eres tú? – Sí. – ¡Gracias a Dios, hija!No sabías si estabas bien, hemos intentado localizarte en estos días, al principio pensé que debía darte tiempo, siempre has sido tan... – un ligero silencio mientras buscaba la palabra adecuada. – ... tan para ti misma que... – Creí que Violeta te había llamado para decirte que estaba bien. – Sí, lo hizo. Yo le pedí que te hiciera entrar en razón... La última frase de mi madre, inconsciente ella del daño que me hizo, me dio en toda la frente. De modo que Violeta sólo había venido como un favor a mi madre, no porque realmente sintiera mi pesar. – Siento no haber llamado antes. – dije con la voz ronca por contener el llanto. – Hija, ¿estás bien? – Sí, lo estoy. Es sólo que... sólo que...
– Lo sé, sabía que de entre todos, serías tú a quien más le costaría aceptarlo.
Incluso tu padre lo sabía... – Mamá. – la interrumpí. – . Violeta me dijo que mañana era la lectura del testamento, ¿es necesario que vaya? – Por supuesto, tu presencia allí es ineludible. ¿No quieres saber cuál fue la última voluntad de tu padre? – seguidamente me indicó la hora y el lugar para la cita. Quería gritar que no, que no era porque no quisiera, simplemente quería apartarme de todo aquello. Violeta tenía razón, yo aún no había aceptado la muerte de mi padre. Quizás no lo hiciera nunca. Mi madre siguió co n su particular monólogo del cual sólo logré escuchar la última parte. – Escucha, ¿por qué no vienes a casa? Así podré ayudarte en lo que necesites... Hija, no te encierres en ti misma como siempre... – Mamá, se acaba el crédito y no tengo monedas. – mentí, jugando con las que tenía en el bolsillo de mi chaqueta. – . Nos vemos mañana, ¿vale? – Como quieras, Jimena. – Adiós. – Adiós. – fue lo último que oí antes de colocar el receptor en su lugar. Metí ambas manos en la chaqueta cuando un repentino aire frío me sobrecogió. Crucé la calle y volví a encerrarme en mi apartamento.
El despertador sonó demasiado temprano para mi gusto. Lo apagué a tientas consiguiendo casi tirarlo al suelo. Me levanté a regañadientes y lo primero que hice fue ducharme. Luego me vestí simplemente con un traje de sastre de color gris oscuro y dejé que mi pelo se secara con el aire. No me maquillé, ni siquiera intenté camuflar las profundas ojeras. Tardé en llegar al sitio indicado menos de media hora. Aparqué el coche sobre una acera, puesto que no encontré a esa hora de la mañana un espacio libre. Me daba igual que se lo llevara la grúa. El edificio donde se ubicaba el despacho del notario era enorme, tenía catorce plantas y estaba pintado en su fachada de color gris y un verde que lo bordeaba. Entré en la recepción, con mis zapatos chirriando molestamente en el suelo recién encerado. Me dirigí al ascensor y pulsé el botón que indicaba la séptima planta. La puerta del despacho del notario estaba abierta, y antes de alcanzarla, pude oír distintas voces. Aparecí en el quicio y todo el mundo se volvió para verme. – Jimena. – me llamó mi madre. Me arrepentí, al ver su expresión, de no haberme maquillado. Oteé la salita de espera, allí estaban todos mis hermanos, sus respectivas parejas y mi madre. Todos los que supuestamente nombraba mi padre en su testamento. – Hola, mamá.
Me acerqué hasta ellos y nos saludamos todos correctamente, aunque se podía decir que el ambiente era tenso. Quizás fuera mi presencia aquí y no en el funeral. Respiré hondo, maldiciéndome por haberme metido en tan molesta situación. Si tan sólo pudieran darme un respiro, dejar de pensar en mí tan erróneamente. Ginebra se acercó a mí. – Tienes un aspecto horrible. – me dijo a media sonrisa. – Lo sé. – Nos has tenido a todos muy preocupados. – Eso también lo sé. – Somos tu familia, ¿por qué no nos pides ayuda? – me dijo con desconsuelo. – Porque no la necesito. – ladré en voz baja. – Eso, Jimena, eso es lo que nunca he entendido de ti. La miré. En realidad los miré a todos, uno por uno. Quería saber si era un pensamiento común, si era cierto que seguía siendo un completo misterio para ellos. No tuve duda alguna de que así era, pero también pensé que no había hecho nada por evitar que así fuera. Siempre me dije que tal vez ellos no lograran nunca entenderme y en estos momentos me daba cuenta de que es que nunca lo intenté. La muerte de mi padre había servido para distanciarnos aún más. El vínculo que nos mantenía unidos se había ido para siempre. Miré a mi madre. Sentí lástima por ella. Se había quedado aún más sola que yo. En ese momento apareció el albacea, para amablemente hacernos pasar. Ginebra me dio un suave toque en mi hombro derecho y fue a reunirse con su marido. Yo seguía clavada en el sitio, mirando a mi madre. Ella se acercó a mí y yo le tomé de la mano. – No puedo hacerlo. – le dije. – Lo sé. – Perdóname. – le pedí con expresión de angustia. – No hay nada que perdonar. Lo creas o no yo puedo ver lo que hay en tu corazón. Soy tu madre, yo te parí. – me sonrió con tristeza. – Vete a casa, Jimena. Espero verte pronto. Con eso, se alejó de mí para unirse a los demás que ya habían pasado al interior del despacho. Me di la vuelta y salí por donde había venido. Ya dentro del ascensor, sola, observando mi reflejo en el enorme espejo de la cabina, me permití dejar que algunas lágrimas salieran de mis ojos, a fin de poder aliviar el intenso dolor que permanecía en mi garganta desde hacía largo rato por el llanto contenido. Apoyé la frente en espejo, negando no sé a quién, deseando que mi padre estuviera allí. Las compuertas se abrieron y yo sequé mis lágrimas como pude antes de salir y dejar detrás de mí las miradas desconcertadas de quienes esperaban su turno para entrar en el ascensor. Volví a encontrarme con el frío aire de la mañana y me dirigí hacia la acera para confirmar mis temores. Un guardia municipal controlaba la operación de la grúa, que ya remolcaba mi Audi. – Disculpe. – me dirigí hacia el guardia. Me miró bajo la gorra que le cubría la totalidad de las cejas y casi los ojos. Me pregunté por qué se la colocaban de esa forma, me parecía estúpido. Supuse que quizás creían que le daba un aire más serio a su autoridad.
– ¿Es usted la dueña del vehículo? – Sí.
Antes de que pudiera sugerirle que tuviera un poco de compasión hacia mí, se adelantó para zanjar cualquier polémica que yo pudiera enfrentarle por llevarse impunemente mi coche. – Lo siento mucho, pero si tiene alguna reclamación ya sabe que puede hacerla en el ayuntamiento. – Estupendo. – murmuré con rabia. – Muchas gracias. – Disculpe... – dijo dándome nuevamente la espalda. Lo que realmente me hubiera gustado hacer era mandar a la mierda a aquel guardia, a él y a sus impecables y falsas maneras, pero sólo hubiera conseguido que me metieran en un calabozo. Con lo que me dí la vuelta para intentar conseguir un taxi. Nunca imaginé que conseguir un taxi libre en aquella maldita ciudad fuese tan difícil. La media hora que me tomó, casi hizo que me pusiera a patalear en medio de la calle. Cuando al fin lo logré, le di instrucciones al taxista para que me llevara al hospital donde trabajaba. Pedí ver a la jefa del departamento de pediatría. Pronto me pasaron dentro de su despacho. Un extraño olor me inundó. Debía de provenir de el material con que estaban tapizados el sillón y las dos sillas de visita. Parecía cuero, pero no podía precisarlo con exactitud. Me senté en unas de las sillas y miré a mi alrededor. No es que fuera la primera vez que estaba allí, pero cuando había que esperar, lo más efectivo era observar los alrededores. Pasé los dedos por la inmensa mesa de roble, trazando círculos al azar. Estaba a punto de que mi vida diera un rumbo inesperado. Sabía que debía empezar de nuevo, desde cero. Pero como toda nueva cosa que me atrevía a emprender, esto también me aterraba. Petra Collado, que así se llamaba, se unió a mí minutos más tarde. Ella siempre había mantenido un trato cordial conmigo, e incluso me atrevería a decir que yo le agradaba. Cosa inusual, puesto que los demás internos la odiaban. Tenía un carácter agrio, pero todos nuestros encuentros habían sido, hasta la fecha, cordiales. – Siento mucho lo de tu padre. – me dijo nada más cerrar la puerta tras de sí. La observé rodear la mesa y sentarse en su cómodo sillón, acomodándose la bata acto seguido. – Gracias. – repliqué. – Creo que sé a lo que has venido. Lo imaginé la primera vez que llamaste para hacerme saber que no ibas a venir en unos días. La miré, esperando que prosiguiera y me evitara así el esfuerzo de hablar, algo que últimamente parecía que me costaba demasiadas energías. – Vienes a pedirme la renuncia, ¿verdad? – Sí. – admití simplemente. – ¿Hay algo que pueda hacer para evitar que hagas esa locura? – No. No puedo ejercer ahora mismo. No sería justo. Ni siquiera sé cómo cuidarme a mí misma. – Todos hemos pasado por algo así alguna vez. Así es la vida, Jimena. – fue la
primera vez, que yo recuerde, que me había llamado por mi nombre de pila. – No me digas que no sabías que esto pasaría en algún momento... – Sabía que ocurriría. Pero eso no cambia nada. Me miró. – Espero que no te arrepientas de esta decisión. A mí me salió como por arte de magia un intento de risa que resultó ser más bien un bufido. – Desgraciadamente, siempre acabo arrepintiéndome de todo lo que hago. – Jimena... – soltó cerrando los ojos y negando con la cabeza. – Puedo darte una semana más. Piénsatelo hasta entonces. – No creo... – comencé a replicar. – Hazlo como un favor personal hacia mí. Si sigues pensando igual, aceptaré tu carta de dimisión sin rechistar. No podía negarme a aquello. Aquella mujer con la que apenas había cruzado un par de frases, parecía estimarme y yo no podía rechazar aquella simple petición. – De acuerdo. – Te he visto con los niños, realmente eres buena. Casi me atrevería a decir que la mejor que ha pasado por aquí. No olvides eso nunca. – sentenció a media sonrisa. – No lo olvidaré. Gracias. Me levanté y salí del despacho, no sin antes mirar por última vez a la mujer, quien me regaló una mirada de simpatía y entendimiento. Me di prisa en llegar hasta la salida, no me sentía con ganas de coincidir con algunos de mis compañeros de profesión. Aún así, me tropecé con uno o dos a los que les dediqué un leve asentimiento de cabeza. Afuera, me seguía aguardando la fría mañana. Me abroché el último botón de mi abrigo y fui en busca de otro taxi, maldiciendo, por quinta vez en aquel día, al guardia municipal. De repente, abandoné la intención de buscar un coche público y me pareció una magnífica idea el simplemente deambular sin rumbo fijo por entre las calles. Ahora que había abandonado mi trabajo, y de paso mi última responsabilidad, ya no tenía prisa por llegar a ningún sitio. Me pregunté qué era lo que iba a hacer de ahora en adelante, pero fue sólo eso, una ligera cuestión, puesto que no había nada en aquel mundo que me preocupara menos que eso. Seguí caminando por entre los edificios de apartamentos, que se me antojaban en esos instantes horrendos, durante al menos veinte minutos más hasta llegar a un parque donde pude descansar mis agotados pies en un banco de madera. Junto a mí, pocas personas paseando a tan tempranas horas de la mañana, sólo los madrugadores o los que tenían el inevitable deber de sacar a sus mascotas. Observé desde mi puesto la tristeza del paisaje que el Otoño otorgaba a su paso. Las similitudes que encontré entre aquel panorama y mi propio interior fueron aplastantes . Yo estaba así, aparentemente muerta, esperando a que llegaran tiempos mejores que fueran capaces de provocarme la vida de nuevo. Deseé con todas mis fuerzas ser alguno de aquellos árboles. Qué fácil es la existencia para los que no sienten. Estos pensamientos tuvieron un inesperado efecto en mí. De repente todo lo que anhelaba era poder tomar un trago de licor. Sólo uno. Un trago que yo estaba
segura de que calmaría mi ansiedad. Me levanté decidida en dirección a una licorería cercana, a la que yo había pasado sin dedicarle apenas un vistazo temerosa de volver a caer en la tentación de esconderme en algo tan infecundo como el alcohol. Pero ahora esa tentación era demasiado poderosa como para ignorarla. Simplemente quería recuperar algo de mi paz interior. Sólo eso. Y yo ya había comprobado que el alcohol era capaz de dármela. Recordé mi promesa a Violeta, pero encubrí mi traición diciéndome que sólo sería por esta vez. Media hora después, tras haber gritado, peleado y casi mordido por un taxi, llegué a mi casa. Nada más abrir la puerta me deshice de la chaqueta y del bolso, a los que abandoné con absoluta despreocupación en el suelo. Sólo me importaba la bolsa de papel que contenían las botellas de Smirnoff y a la que yo me aferraba como a un salvavidas. Pensé cómicamente que acabaría por desarrollar un incondicional amor por los rusos, por haber sido los artífices de tan espectacular destilería. Me reí en voz alta ante mi propia y estúpida ocurrencia. ”Esto va bien”, me dije al darme cuenta del
extraordinario humor del que ya disfrutaba sin haber probado una gota de alcohol. Coloqué la bolsa sobre la mesita del café y fui directa a abrir una ventana para que iluminara el salón. En mi camino de vuelta, fui dejando desperdigados los zapatos, la falda y la camisa blanca de algodón. Entré en el dormitorio y me puse el pijama para estar del todo cómoda. Mi siguiente destino fue la cocina, donde tomé un pequeño vaso para apurar el vodka. Nada más sentarme en el sofá, abrí la primera botella de licor. El olor que de ella se desprendió, hizo que mis papilas gustativas se quejaran con dolor y que la saliva se hiciera más líquida aún. Sonreí, observando como me temblaba la mano que sostenía el vasito. Estaba expectante. Así que cerré los ojos y me dejé llevar.
– ¿Jimena?
Lo oí, pero me negué a responder. – ¿Jimena? – se volvió a repetir, esta vez con más insistencia. – Déjame en paz... – pedí, dando manotazos a ciegas para apartar a quien se hubiera atrevido a molestar mi calma. – Muy bien. – dijo la voz. – Tú lo has querido. Sentí que me asían de los pies, pero aún así me negué a abrir los ojos, deseando poder regresar a mi estado de ensoñación. Creí que aquella pequeña interrupción acabaría pronto y que sólo era producto de mi ebrio estado. Hasta que mi cuerpo se desplomó sin remedio sobre el suelo. – ¡Maldita sea! – mascullé con rabia, despertándome por entero. – Levanta. – me ordenó la voz, igual de autoritaria que desde el principio. pregunté incrédula, cuando mi lento cerebro registró aquel tono. – ¿Violeta? – Despegué la cara del suelo gélido y levanté la vista para asegurarme de que era ella. La expresión de su rostro era de absoluto enfado, con los brazos en jarras y los labios fruncidos, mirándome como si quisiera tragárseme de un bocado. El
misterio de su presencia allí inundó mis sentidos. – ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? – Por la puerta. – ¿No se le llama a esto allanamiento de morada? – dije jocosa mientras me levantaba a duras penas. – Con el agravante de agresión... – Yo que tú no tentaría a la suerte, créeme. Aún puedo hacerte mucho más daño. En estos momentos lo único que se me pasa por la cabeza es estrangularte. Me senté en el sofá pesadamente, evitando hacer contacto visual con ella. – En cuanto a tus preguntas... – dijo al tiempo que sacaba unas llaves del bolsillo, con un llavero que yo reconocí como la copia que poseía mi madre de la casa. – ¿Mi madre otra vez? Tenía que haberlo supuesto... Debo hablar con ella seriamente y decirle que no puede acudir a ti cada vez que me pase algo... – Me lo prometiste. – me interrumpió, señalando con la cabeza la botella media vacía que reposaba sobre la mesita. – Puede decirse que yo no estaba en plenitud de mis facultades cuando te hice tal promesa, así que podríamos declarar el acuerdo nulo y sin efecto. – Imbécil. – me espetó con furia mal disimulada. – Gracias. – fue lo que dije a cambio. – ¿Te apetece un trago? – No, y tú tampoco vas a beber más. Me arrebató la botella de las manos antes de que yo pudiera llenar el vaso. – Devuélvemela. – dije en tono amenazador. – No. Suspiré con desgana y me recliné sobre el respaldo del sofá, sabedora de que no me devolvería la botella aunque se lo suplicara. – No he dejado de pensar en ti en todo el día... – me confesó. – Estoy muy preocupada por ti. – ¿Y qué sugieres que hagamos? – Jimena... – comenzó ella otra vez. Yo no estaba por la labor de comenzar otra agotadora charla sentimental. Tan sólo quería regresar a mi estado ebrio, del que apenas quedaba ya nada. – Dame la botella, Violeta. – ¿Esto es lo único que te importa? – En este instante sí. – ¿Por qué no me dejas ayudarte? – me dijo casi en súplica. – Porque no te necesito. – Sí, ya... Creo que eso ya me lo habías dicho... Basta una mirada para saber lo mucho que necesitas que te ayuden... Me puse en pie casi de un salto y me acerqué a ella con pasos cortos, casi creando una danza mientras lo hacía. Violeta esperó pacientemente sin moverse un ápice, incluso cuando me acerqué todo lo que pude a ella, con la tela de nuestras respectivas ropas rozándose. Lo cierto es que a mí se me había ocurrido una estúpida y cruel idea, que en otras circunstancias jamás me hubiera atrevido a poner en práctica. – De acuerdo..., ¿quieres ayudarme? – dije, sin reconocer mi propia voz que casi se podía confundir con el ronroneo de un gato. – ¿Qué tal si vamos a mi cama y hacemos el amor? Eso también podría hacerme olvidar...
Dejé la cuestión en el aire y observé como Violeta curvaba la boca en una sonrisa, igualando así mi propia pose de perversión. – Estás borracha. – dijo, apenas sin despegar los labios. – ¿Lo estoy? ¿Y si no lo estuviera? – Si no lo estuvieras, ni siquiera se te habría pasado semejante idea por la cabeza. – ¿Es sólo repulsión lo que te hace decir eso o es que quizás sigues creyendo que soy la misma niña inexperta e inocente? – no le di oportunidad de responder a mis insidiosas preguntas, sino que proseguí provocándola. – Lamento tener que decírtelo, pero nunca he sido así. Desde el primer momento en que te ví quise sentirte, que me besaras, que me hicieras el amor hasta hacerme gritar... Justo como estoy segura de que eres capaz de hacer... Tu cuerpo no tiene nigún rincón desconocido para mí... Al menos en mis sueños... – sentencié. La vi apretar las mandíbulas varias veces mientras me miraba con una intensidad pasmosa que casi me hizo dejar de respirar. No supe la razón, quizás era enfado, ira o tal vez deseo, aunque esto último sólo fuera una sensación que yo deseaba tener. – Deberías darte una ducha. – me dijo simplemente. – Una muy fría. – Voy a tomarme esa respuesta como un no, y puesto que no hay nada más divertido que hacer, ¿te importaría devolverme la botella ahora? – No vas a probar una gota de alcohol en mi presencia. – Si no quieres verlo... – clamé agriamente, volviendo a estirarme sobre el sofá. – ... ya sabes dónde está la salida. Violeta se giró levemente y fijó la vista en otro punto del salón, emitiendo un leve suspiro. – ¿Qué te apetece cenar? – me preguntó como si nada hubiera pasado, como si fuese inmune a mis ataques. Yo me revolví en el sofá, lanzando lejos un cojín que había ceñido momentos antes contra mi pecho. – ¡Por el amor de Dios, Violeta!Sólo quiero que me dejes en paz. – No voy a dejar que te ocurra nada. No mientras pueda evitarlo. Su maldita cabezonería provocó que mi interior se rebelase y me llenara de ira. Después de tantos años, yo sabía que era incapaz de aceptar su ayuda, entre otras cosas porque eso significaría tener que aceptar su amistad. Y yo no podía conformarme con eso sólo. Si no podía tenerla por entero, en cuerpo y alma, prefería sufrir su ausencia. Así que me levanté una vez más dispuesta a acabar de un modo u otro. – ¡Yo no soy tu hermana, Violeta!, ¡salvarme a mí no te será de ayuda!, ¡YO NO SOY ELLA! – grité con ganas.
Las consecuencias de mis agrias y crueles palabras se reflejaron al instante en su
rostro, endureciéndose como el acero, su expresión una máscara de dolor. La vi apretar la botella hasta que sus nudillos se pusieron blancos por el esfuerzo. Incluso me hizo temer seriamente por mi vida, algo que por otra parte, no me importaba en absoluto. – Lo siento. – dije. Negó con la cabeza. – Te hubiera perdonado si no estuviera tan segura como lo estoy de que deseabas hacerme daño deliberadamente. Enhorabuena. Lo has logrado. Espero que al menos haya servido para que una de las dos se sienta mejor. – No me siento feliz de haberlo hecho. – confesé en un murmullo. – Tal vez tengas razón y esto sea un error... Nunca imaginé que hacerle daño a alguien a quien tanto se ama, tuviera tales efectos devastadores. En mi interior una única súplica : la de dejar de existir. – Perdóname. – No tienes ningún derecho a usar a mi hermana para hacerme daño... – Lo sé. – admití avergonzada, bajando la cabeza. – Debería dejarte en paz, como quieres que haga. Debería dejar que te sumas en la oscuridad que tanto deseas... – Hazlo de una maldita vez. – gruñí, sentándome en el sofá por enésima vez, mientras hundía el rostro en las manos totalmente derrotada. – No. – Violeta... – la llamé cansadamente. – ¿Es que posees el don divino de aliviar las penas ajenas? Porque de otro modo no se me ocurre cómo puedes ayudarme. ¿Puedes devolverme a mi padre? Porque eso es lo único que necesito. – No te he visto llorar ni una sola vez, Jimena, todo lo que haces es beber y beber... – ¿Perdona? – repuse extrañada. – Apuesto a que ni siquiera te has permitido llorar hasta que no te queden lágrimas, sacar toda esa rabia que llevas dentro..., ¿me equivoco? – Lloraré si sigues con ese tono condescendiente, te lo aseguro. Nunca he encajado bien los sentimentalismos. – dije mordaz, queriendo cortar la conversación cuanto antes. – ¿Sabes por qué se suicidó mi hermana? La miré. ¿Es que iba a contármelo? Eso era algo que nunca imaginé que ocurriría, oír hablar a Violeta de sus sentimientos, de su hermana o de lo que le pasó. – Creía que eso era algo de lo que no te gustaba hablar... – Supongo que lo que realmente pasaba es que no tenía las fuerzas suficientes para hacerlo. La vi acercarse y sentarse junto a mí. Depositó la botella sobre la mesa y suspiró antes de hablar. Todo sin dedicarme una simple mirada. Supuse que así le resultaba más fácil hacer las cosas. – Mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Mis recuerdos de ella, desgraciadamente, se han ido desvaneciendo con el tiempo. Yo creo que murió de tristeza. Mi padre no la hizo feliz. A decir verdad, ese hijo de puta fue incapaz de hacer feliz a nadie... Hizo una pausa. Apretó las mandíbulas con fuerza, pude ver los músculos de su
cara tensarse. Yo estaba segura que era por el hecho de estar hablando de su padre. Si algo me había dejado claro siempre es que nunca le quiso. Esperé pacientemente a que prosiguiera su relato, inmóvil en mi sitio. – Verás, nunca supe que fue lo que pasó con seguridad. Ella era como tú, tímida, llena de inocencia, encerrada en su propio mundo... Yo la amaba con total devoción, créeme, y creo que ella a mí también. Al fin y al cabo sólo nos teníamos la una a la otra. No sé muy bien los motivos, pero creo que fue eso lo que la llevó a ese extremo. – Violeta... – la llamé. Deseaba que dejara de contarme aquello. Ya se estaba convirtiendo en una pesada carga para mí. – ¿No quieres conocer toda la historia? – No estoy segura. – admití, tragando con fuerza. – Me ha costado muchos años poder hablar de esto. Quiero que veas que no eres la única que sufre. Yo me he pasado toda la vida de esa forma... Supe, por la mirada que me dedicó entonces, que necesitaba comprensión. Y me había elegido a mí. ¿Cómo podía negarle aquello? – Sigue, por favor. – le supliqué en aquel punto. – Se cortó las venas con una cuchilla en la bañera, y así fue como la encontré, bañada en su propia sangre. No tienes ni idea de cómo esa imagen me ha perseguido y estoy segura de que lo hará hasta el día en que me muera. Otra pausa que sirvió para que ella se frotara la frente con una mano, recopilando, seguramente, viejos recuerdos. Observé en su perfil, cuando apartó la mano, que una mueca de pesar se había instalado allí. – Yo soy quien ha cargado con todo el peso de su muerte, ¿sabes? Creo que fui la única que lo sintió. Cuando tienes un padre que te maltrata suelen ocurrir cosas así. Y ése es el fin de la historia. No hay más, sólo quedamos yo, mis pensamientos y mis recuerdos. Algunos incluso hacen muy difícil el levantarme cada día ... Desde que conocía a Violeta, nunca había estado tan segura de lo desdichada que era hasta aquel momento. Pero lo que ella me había contado era incluso más de lo que podía soportar. Y su rostro compungido me lo reafirmaba. Además, supe que había algo más en su historia que no quería contarme. Pero de ninguna forma yo iba a preguntárselo. – Quizás nunca te he demostrado lo que me importas, Jimena. Quizás ni siquiera sé hacerlo, pero no estoy aquí por Alicia, nada puede traerla de nuevo. Estoy aquí por ti. No me preguntes porqué, ya sabes que odio dar explicaciones. Simplemente acepta mi ayuda si puedes. Entre tú y yo hay demasiadas cosas sin aclarar... – Violeta... – la llamé acallándola, al tiempo que me acercaba a ella. La alcancé con ambas manos e hice que me mirara a los ojos. Me arrimé, haciendo que bajara la cabeza para plantarle sendos besos en la frente y las mejillas. La besé con desesperación, uniendo mi dolor con el suyo. No me importó entonces demostrarle cuánto sufría por su desdicha, cuánto me importaba y cuánto la amaba. Le estaba dando todo lo que yo tenía y era capaz de dar. Hubiera dado mi vida por borrar todo aquel sufrimiento de la suya. Violeta se dio cuenta. Era imposible no hacerlo. La sentí introducir una mano en la parte de atrás de mi cabeza. Tiró con fuerza de
mi cabello hasta hacerme separar de ella hasta que me tuvo mirándola a los ojos. Se acercó a mí, casi se rozaban nuestras narices. Pero en ese punto se mantuvo inmóvil. Inhalé su aliento, sentí su calor. Tenía que probar esos labios, pero cada vez que intentaba acercarme, ella tiraba de mi pelo hacia atrás para impedirlo. – ¿Quieres besarme? – me preguntó. – Sí. – respondí con sinceridad. – ¿Por qué? – Porque estás demasiado cerca... – ¿Te conformarías con eso? – inquirió de nuevo. – No lo sé. – Voy a soltarte y entonces podrás comprobarlo... Por primera vez levanté la vista de sus labios hacia sus ojos, mientras ella soltaba mi cabello sin mover su rostro. No supe muy bien si lo que quería era jugar conmigo o tal vez comprobar algo. Y entonces me di cuenta. No la besé. Jamás me conformaría con eso. Eso es lo que ocurre cuando se ama de verdad . – De entre toda la humanidad tuviste que elegirme a mí, ¿verdad? – me dijo. Yo no estaba preparada para responder a esa respuesta. En cambio, le hice una pregunta que siempre me había estado rondando por la cabeza. – Te acostabas con mi hermano... – interpelé súbitamente, algo que a ella también le sorprendió. – Sí. – ¿Entonces por qué conmigo eres incapaz? ¿Porque soy mujer? – Si me acostara contigo... – dijo haciendo una pausa. – ¿Qué crees que cambiaría? – Sólo sé que el que aparecieras de nuevo sólo me ha traído viejos fantasmas que yo había logrado encerrar en mi mente. Tu sola presencia me inquieta... – Me ves como una amenaza... – contestó incrédula. – Una amenaza para mi estabilidad... Creo que me estoy volviendo loca... – Jimena, yo soy igual que el resto de los humanos. Tengo tantos defectos que a veces encuentro difícil el esconderlos. ¿Qué es lo que te hace verme de esa forma? ¿Qué tengo yo que no has conseguido olvidar? Sentí que me mareaba. Ella había dado con el enigma. Ahora sólo nos quedaba resolverlo. – No quiero hablar de esto... – dije, temerosa de que ella dijera algo así como que jamás sería capaz de amarme o incluso peor. Prefería seguir pensando que siempre habría una posibilidad, aunque en el fondo supiera que no era cierto. – Sin embargo has sacado el tema... ¿De qué tienes miedo? – Yo no tengo miedo. – mentí. – No es cierto. Me froté las manos y miré la botella que reposaba sobre la mesilla. Señor, cuánto deseaba en esos momentos beber un trago. – Aún no puedo explicar qué es lo que me mantiene tan unida a ti... – me confesó. Yo pensé durante unos breves instantes para después responderle. – Creo que sí lo sabes. Yo te recuerdo a tu hermana. Nunca has dejado de repetírmelo.
– Siento haber sido tan injusta contigo. Me doy cuenta de lo duro que tiene que
haber sido para ti ese hecho. – Me he acostumbrado a ser para ti nada más que un espejismo. – solté mordaz. – Jimena... – me llamó quedamente al tiempo que posaba una de sus manos sobre mi muslo. No puede evitarlo, pero aquel suave roce de su mano me hizo sentir un escalofrío. Cerré los ojos y suspiré hondo ante la intensa sacudida que cruzó mi cuerpo. – Voy a darme una ducha. – dije de repente, alejándome de ella cuanto pude. Violeta no intentó impedírmelo, sólo se limitó a mirarme con expresión extrañada. Me dirigí al baño con paso firme y eché el cerrojo para después apoyarme en la puerta. Me froté los ojos para impedir que las lágrimas que allí se congregaban salieran al exterior. Me sentía anímicamente destrozada, como nunca antes. Y supuse que la presencia de Violeta y sus palabras tenían mucho que ver con ello. Abrí el grifo de la bañera y observé el agua rodar por la porcelana, llenando poco a poco la tina. Me desvestí con gran parsimonia y me metí dentro. El agua apenas alcanzaba para cubrirme las piernas, pero me senté allí, con la espalda apoyada en la pared, dejando que mi mente se recreara en los recientes hechos. Casi tenía ligera esperanza de que cuando emergiera del servicio, Violeta se hubiera ido, dejándome de nuevo a solas. Intenté escuchar algún sonido que proviniera de afuera, pero el ruído del agua cayendo me lo impidió. Corté el agua en cuanto ésta me cubrió hasta la cintura. Reparé en la mitad de mi cuerpo que permanecía sumergida, sobre todo en mi cintura y en mi claro vello púbico. Hundí la otra mitad y permanecí sumergida, sintiendo como cada vez con más urgencia, mis pulmones me pedían auxilio. Aún así, me quedé inmóvil hasta que la visión se me nubló. Me pareció que retrocedía en el tiempo, cuando tenía ocho años y había luchado por permanecer en la superficie, mientras mi cuerpo se empeñaba una y otra vez por hundirse como una piedra en aquel río. Entonces las manos fuertes de don Federico me habían sacado afuera, las sentí tirando de mi cuerpo casi inerte, justo como ahora, cuando sentí que irremediablemente mi cabeza salía del fondo de la bañera. No estoy segura de cómo ocurrió, sólo sé que me encontré de nuevo en la superficie, tragando sonoras bocandas de aire. Tosí durante varios segundos. – ¿Jimena? – oí que Violeta me llamaba desde detrás de la puerta. – Estoy bien. – dije, aún algo asfixiada. – ¿Seguro? – Sí. – me reafirmé y solté una última frase con gran carga sarcástica, apenas audible a mis propios oídos. – Nunca he estado mejor...
Cuando salí del baño nuevamente, oí a Violeta peleándose con algo en la cocina. Yo me infiltré en mi habitación para calarme unos vaqueros viejos y una camiseta. Dejé que mi pelo se secara con el aire y ni siquiera me peiné. Salí descalza dispuesta a encontrarme de nuevo con mi inesperada invitada. La encontré terminando de codimentar una ensalada. Mi cocina relucía. Había hecho la cena y había recogido aquel desastre permanente que siempre parecía tener yo allí.
– Estaba a punto de tirar la puerta abajo. – me dijo, aunque yo no estuve muy
segura si fue en tono de broma. pregunté, abriendo la tapa de la cacerola. – ¿Qué es ese olor? – – Espaguetis con tomate. Sé que te gusta mucho la pasta. – Tienen buena pinta... – admití, inspirando con fuerza el inconfundible olor del orégano. – Acuérdate de pasar por el supermercado algún día de estos, tu despensa da lástima. Me reí suavemente acordándome de algo más. – También debo acordarme de recoger mi coche. – ¿Y eso? – preguntó, mirándome, sin dejar por un momento de mezclar los ingredientes de la ensalada. – Se lo llevó la grúa esta mañana... Lo aparqué encima de una acera. Me miró, dedicándome una mirada que decía: “lógico” – Podríamos ir mañana, si quieres. – se ofreció. – ¿No trabajas? – Mi próximo vuelo sale dentro de tres días. – ¿A dónde? – Londres. – respondió llanamente.
De repente me sentí tremendamente triste ante la idea de que ella se fuera. Tenía que admitirlo, entrar en mi propia cocina y verla allí, cocinando para mí, había sido casi mágico. Algo a lo que , por supuesto, no tardaría mucho en acostumbrarme. – ¿Quieres que ponga la mesa? – me ofrecí. – Claro. – ¿En la cocina o en el comedor? – En el comedor. – De acuerdo. – convení. Abrí las estanterías y saqué dos platos llanos y dos vasos. En cuestión de segundos tenía la mesa dispuesta. – ¿Vino? – dije jocosa abriendo el refrigerador. Violeta se giró hacia mí, no tan consciente como yo de que la sugerencia había sido una broma. Me encogí de hombros y sonreí. – Vale, nada de alcohol en tu presencia. – No bromeo cuando te digo que has heredado esa manía quisquillosa de tu madre. La dejé nuevamente sola en la cocina llevándome el cartón de zumo de manzana y riéndome a gusto. Pensé que en poco tiempo habíamos recuperado algo de nuestra antigua camaradería. Todo, cuando ella estaba a mi alrededor, parecía fluir por diferentes cauces. Me senté y esperé . No tardó mucho en emerger de la cocina, con la bandeja de los espaguetis en una mano y la fuente de la ensalada en la otra. Aún llevaba puesto el delantal. La observé. Imposible pensar en ella como una ama de casa. Se sentó a mi lado y nos sirvió a ambas. – ¿Está bien así? – me preguntó. – ¿Qué? – respondí, algo aturdida.
Me señaló con la cabeza el plato y yo miré hacia abajo, a la montaña de colorados espaguetis. Supuse que me preguntaba por la medida de pasta que me había servido. – Sí. Comimos durante un rato, en completo silencio, hasta que yo sentí la imperiosa necesidad de preguntar cosas que durante aquellos ocho años me habían rondado por la cabeza. – ¿Por qué dejaste a Felipe? Violeta miró al frente, sin dejar de masticar. – Dejamos de disfrutar de nuestra compañía... de esa forma. – añadió. – Es así siempre, ¿no? – ¿El qué? – se metió un tenedor lleno de enrollados espaguetis, quizás para evitar así tener que responderme. – Llega un momento en que te cansas de las relaciones. – Quizás sea porque no encuentro lo que busco... – dijo ella, como ausente, como si por primera vez mis palabras le hubieran hecho pensar en el asunto. – ¿Y qué es lo que buscas? – Te lo diré cuando lo averigüe. Me sonrió triunfante, a sabiendas de que había dejado la conversación sin posibles salidas para que yo pudiera seguir con mi interrogatorio. – Tramposa... – bromeé. – ¿Y tú? – ¿Ya me toca responder a mí? – Eso parece. – apuntó Violeta. – ¿Qué es exactamente lo que quieres saber? – Te advierto que eso puede resultar peligroso... – Estoy preparada para responder a tus preguntas. – dije, aunque en el fondo sabía que ni por asomo lo estaba. – ¿Eres virgen? – ¿Perdona? – exclamé con falso disgusto. – No digas que no te lo advertí... – se rió ella, enrollando un trozo de lechuga y llevándoselo a la boca. – No lo soy. Incluso alguien como yo siente curiosidad por el sexo en un momento dado de su vida. – ¿Cuándo fue la última vez? – siguió ella. Arrepentida. Así es como me sentía por haberle otorgado aquel arma peligrosa. Claro que tampoco pensé que sería tan despiadada conmigo. Carraspeé ligeramente, pensando en cómo responder. La verdad era lo único que no me haría arrepentirme aún más. – Hace unos años... – revelé, pero en voz tan baja que sólo yo pude oírlo. – ¿Qué te pasa? – me miró con cierto brillo perverso en los ojos. – ¿Te has atragantado o algo así? – No. – Entonces puedes hablar un poco más alto para que yo también pueda oír lo que dices. – Dije que hacía unos años...
– Perdona, he perdido el hilo de la conversación... – la sentí hacer un pequeño
ruído con la boca, lo que me dio a entender que estaba disfrutando y mucho poniéndome en serios aprietos. – ¿Hace unos años de qué? – Violeta... – pronuncié su nombre a modo de amenaza. Como era de esperar, lo ignoró. – Dime, ¿"unos años" no te parece demasiado tiempo? – No había pensado en ello hasta que has sacado el tema... Supongo que se hace difícil de creer, pero me he acostumbrado a estar sola y al parecer es todo lo que necesito. – No puedes hablar en serio... – añadió Violeta incrédula. – La soledad no es buena, Jimena. – Yo he sobrevivido. – Sigo sin poder entenderlo. Es imposible que no hayas sido capaz de encontrar a alguien que te haga feliz... – Te encontré a ti. – la interrumpí. – pero aún dudo si eso me hizo feliz... Me miró y yo pude notar que su expresión se había ensombrecido. – Al principio no te creí, quizás porque no quería hacerlo, pero últimamente tengo la sensación de que es cierto que me odias... – repuso triste. – Yo no te odio. – no pude evitar reírme. – ¿De dónde demonios has sacado esa conclusión? – Puede que sea el hecho de que me hables con dureza, de que te incomode mi presencia... – Eso es porque aún me pareces inalcanzable, Violeta. – Pero ya no me amas... – dijo, dejando en el aire la posibilidad de que yo le dijera lo contrario. “Cuidado”, oí que me decía una voz en mi cerebro, “no le des esa ventaja o te hará daño de nuevo”. – El amor es lo más efímero que existe, ¿sabes? – respondí al fin, evitando con ello
el tener que mentir. Violeta devolvió su atención a los espaguetis, no sin antes emitir un pequeño suspiro. Ambas comimos en silencio, cada una perdida en sus propias cavilaciones. A pesar de todo, yo me sentía extrañamente en paz, y sabía que el tener a Violeta allí tenía mucho que ver en ello. – ¿Qué es lo que viste en mí? Me preguntó de repente, como si el pensar que yo alguna vez pudiera amarla le pareciese inverosímil. Decidí seguir una línea segura, donde no cometiera el error de comprometerme con mis respuestas. – Lo mismo que veo ahora. – me apresuré a decir. – No creo que alguna vez haya sido un secreto el que te deseara... – ¿Aún me deseas? – Cualquier persona te desearía, Violeta. – suspiré cansadamente al reconocer aquello y recordar que cualquier persona podría tenerla menos yo. – ¿Por qué tantas preguntas? Violeta comenzó a juguetear con la comida, dándole vueltas en el plato. Yo la observé hasta que decidió contestarme. – No lo sé. – se encogió de hombros. – Curiosidad, supongo.
– ¿Tienes curiosidad por mí? ¿Te interesa saber algo de mi vida? – Aunque no lo creas, sí. – contestó muy seria. – No lo había puesto en duda. Si te quedas lo suficiente, quizás puedas averiguar
muchas cosas por ti misma... Violeta añadió la boca para añadir algo, pero mi voz la calló una vez más. – De hecho, quizás sea capaz de descubrir qué es exactamente lo que sientes tú por mí... – dije zanjando toda cuestión y metiendo un tenedor lleno de comida en la boca. Violeta volvió a perderse en sus pensamientos hasta tiempo después.
Hice rodar los ojos con disgusto al comprobar como el dado de Violeta se giraba hasta enseñar el número cuatro y cómo ella, con una sonrisa de medio lado absolutamente aviesa, me comía la ficha de color rojo. Yo sabía lo que vendría a continuación: unos minutos de indecisión y de contar veinte con todas las fichas para al final decidirse por la que primero había escogido, eso sí, después de sopesar sus opciones hasta la saciedad. Como si yo, con tan sólo una ficha que ella aún había tenido la “delicadeza” de no
comerse, pudiera ser una amenaza. Después de la cena, ambas decidimos sentarnos en la alfombra del salón y jugar unas partidas al parchís. A mí siempre ese juego me había parecido tremendamente divertido, y era uno en el que yo solía tener bastante suerte, pero hoy sólo había conseguido demostrar mi ineptitud. De repente, el parchís me pareció algo bastante bélico, puesto que tenía ciertas ganas de borrar aquella sonrisa de superioridad de la cara de la azafata y no con buenas maneras precisamente. Observé a Violeta mientras mordía levemente el cubilete por un extremo en actitud de profunda concentración. Yo suspiré. – ¿Qué? – me preguntó al oírme. – Nada. – Vale. – ¿Vas a decidirte de una vez? No creo que sea tan difícil. – repliqué algo exasperada. – Así que eres mala perdedora... – murmuró sin tan siquiera dignarse a mirarme, para luego seguir susurrando mientras contaba una y otra vez. – Violeta... – Sé lo que intentas. – me miró por primera vez en media hora. – Pero no vas a desconcentrarme. – Violeta, estamos jugando al parchís. Sólo hay que tirar el dado y contar. No creo que haya que concentrarse mucho para hacer eso... – solté, con gran carga
sarcástica. – Es evidente que tú no piensas las jugadas, de otra forma no estarías jugando con una sola ficha. – Esto es una estupidez... – decidí yo, soltando mi cubilete sobre el tablero. Violeta cogió una de sus fichas verdes y, como yo ya había imaginado, había escogido la primera con la que había contado. Estaba segura de que aquello era una estrategia para enervar al contrario. Por otra parte era una estrategia muy eficaz, puesto que yo estaba al borde de un ataque de nervios. – ¿Contenta? – me dijo levantando las cejas cómicamente. – Tu turno. Reprimí la risa y me concentré en lanzar mi dado que cayó con el cinco hacia arriba. Me apresuré a sacar una ficha de la caseta contenta conmigo misma. – Muy bien. – No quiero ni imaginar lo que sería jugar contigo al ajedrez. – añadí puntillosa. – Una partida podría durar años... Violeta me ignoró por completo y en cambio se concentró en agitar frenéticamente su cubilete. – Vamos, vamos, un tres precioso... – pidió para luego soplar su puño antes de dejar caer el dado. Yo me fijé en el tablero y me pregunté para qué demonios quería un tres. Lo descubrí pronto cuando fue ese el número que marcó su dado y ella gritó llena de júbilo. Luego, metió una de sus fichas en la meta, con lo cual le tocaba contarse diez. Al hacerlo se llevó a mi incauta ficha por delante. – No es justo. – me quejé infantilmente. – Ya no quiero jugar más. Violeta se rió de mí y yo me enfurruñé más. – No sabía que fueras tan mala perdedora... – me dijo mirándome con un vil brillo en los ojos. – Ni yo que tuvieras toda la suerte del mundo. – ¿Te rindes entonces? – Yo no me he rendido. – gruñí. – Vale, llámalo como quieras. – comenzó a silbar distraídamente mientras recogía el tablero y lo ponía a un lado. – Eres desesperante a veces... – le dije entre dientes. – ¿En serio? – me contestó divertida, alzando una ceja mientras. La miré con detenimiento. Recordé que yo solía amar cada expresión de su rostro. En él podías leer cualquier cosa, sus emociones siempre se reflejaban en cada gesto. Sin poder evitarlo acerqué una mano y le aparté varios mechones de pelo oscuro que caían sobre su frente. – ¿Ocurre algo? – me preguntó. Yo negué con la cabeza. Ella parecía preocuparse por cada cosa que hacía o cada instante en el que yo me perdía en mis pensamientos. – Estaba pensando en que sigues igual de bella que siempre... Ella se dejó hacer mientras yo trazaba las líneas de su rostro con mis dedos en un roce casi imperceptible. Aparté la mano segundos después, pero ella la atrapó entre las suyas y besó el dorso de la misma, consiguiendo con ello que yo sintiera un escalofrío. – Eres especial, Jimena. La persona más especial que he conocido en mi vida.
– ¿Por qué? – Porque a pesar de todo no he podido olvidarte en todo este tiempo... Sólo la gente que es especial logra dejar huella en los demás. – sentenció, casi en un
susurro. – Creo que nunca me habían dicho algo tan bonito en mi vida... – admití. – Así es como lo siento. Puede que te parezca imposible, pero Felipe tiene tanto de ti... – Quizás fue ese el motivo por el cual lo dejaste. . – añadí, llena de curiosidad. Por mucho que yo lo intentara, ella nunca revelaría el por qué de sus decisiones. Supe que siempre había actuado de esa forma. Violeta era dueña de su destino y nunca permitiría los reproches. – Felipe conseguía llenar muchos aspectos de mi vida. Pero no el más importante. – ¿Cuál es el más importante? – Conseguir que yo lo amara. Tan simple como eso. – se pasó una mano por el cabello antes de proseguir. – Nunca se debe confundir el cariño con el amor. Eso es un error. – Yo sé lo que es el amor. Atraje su atención por completo. – Tienes suerte. – concedió en voz baja. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa. Juntas habíamos conseguido crear un ambiente relajado, como de camaradería. Parecía como si aquellos ocho años no hubieran pasado jamás entre nosotras. La vi estirar la espalda mientras algunos de sus huesos crujían, pero lo que más me llamó la atención fue la forma en la que sus pechos se marcaron contra la tela de su blusa. – Violeta... – ¿Sí? – me miró con aquellos ojos y yo no pude evitar tragar con fuerza. – ¿Cómo conseguiste superar lo de Alicia? La ví pensar durante unos breves momentos, buscando seguramente las palabras adecuadas. Ella sabía que yo necesitaba que me diera esperanzas de que mi vida, a este punto, podría seguir adelante. – Creo que nunca se supera la pérdida. – dijo con dulce voz. – pero sí puedes llegar a dejar de pensar constantemente en ello hasta que te permite vivir. Sé que es difícil, Jimena, pero tú lo lograrás también. – Muy difícil. – musité. – Lo sé. – se acercó a mí y me pasó un brazo por los hombros, acercándome hasta que pudo abrazarme. Comenzó a acariciarme el pelo e incluso la sentí besarme ligeramente la cabeza. Estar en sus brazos era absolutamente placentero, con lo cual permití que esa sensación me inundara. De alguna manera yo sabía que pertenecía a aquel lugar. – Ocho años, Violeta. – dije de súbito, sorprendiéndome incluso a mí misma. – Todo este tiempo me has negado tus abrazos. – Lo siento. – Dime al menos que me has echado de menos, que alguna vez pensaste en mí. – Por supuesto que he pensado en ti. Miles de veces. Felipe me recordaba a ti. Era imposible verlo casi a diario todo este tiempo y que tu nombre no apareciera como
por arte de magia en mi cabeza... Me separé para mirarla. – Tú siempre has tenido el don de hacerme sentir importante. – le confesé. – Lo eres, Jimena. Lo eres. Aunque yo ya no lo sea para ti. Me reí dolorosamente, negando con la cabeza al tiempo. – Violeta... Creo que tú nunca podrás entender nada de mí... – ¿Por qué dices eso? – Puede que algún día estés dispuesta a poner la suficiente atención para descubrirlo por ti misma. La sospecha y la intriga era evidente en su mirada. Pero yo no iba a revelarme nada más de mí. Me había hecho esa firme promesa. La última vez que había intentado hacer algo similar con ella había desembocado en una desgracia para mí. Simplemente quería saber qué ocurriría esta vez, hasta cuándo Violeta seguiría apareciendo en el quicio de mi puerta, llenando mi vida con ello. Era extraño, a veces quería que se alejara, que saliera de mi vida y otras sólo deseaba tenerla cerca de mí para siempre. Supongo que el amor es así, una multitud de sentimientos que se mezclan y se confunden. – Hora de ir a la cama... – informó ella tirando de mi mano para ayudarme a levantar.
Violeta entró en el dormitorio ya vestida con su pijama. No supe que se había traído una pequeña bolsa con algunas cosas suyas hasta que llegó la hora de irnos a dormir. Como siempre, ella lo tenía todo dispuesto. La miré apartar las mantas y meterse debajo de ellas con celeridad. Yo no podía apartar la vista de la azafata. Tampoco es que lo intentara mucho. Su visión era para mí un incesante ir y devenir de emociones. – ¿Qué? – me preguntó algo incómoda al notar que la estaba mirando fijamente sin pretensiones de decir algo. – Nada. Sólo te miro. – ¿Estoy segura durmiendo contigo aquí? – preguntó en tono jocoso. – ¿Crees que voy a saltar encima de ti? – ¿Es una posibilidad? – Ahora estoy completamente sobria... – contesté, como si eso fuera suficiente para su tranquilidad. – ¿Lo sabe tu familia? Me reí suavemente, apoyando el codo sobre la almohada, con la palma de la mano sosteniendo mi cabeza. Así que quería saber cosas sobre mí. No es que se molestara mucho en esconder su interés hacia mi persona. Ya lo había demostrado antes. – Tengo veintiséis años, ni un solo novio conocido y ninguna vocación religiosa. No son necesarias las palabras en este caso. Un recuerdo cruzó mi mente. Me sentí a mí misma fruncir el ceño. – ¿Qué? ¿en qué piensas? – me preguntó cuando notó mi ligera vacilación. – Creo que en mi familia llevan especulando con mi homosexualidad desde hace
demasiado tiempo. Supongo que esas cosas se notan. Ella no dijo nada, simplemente me miró. La visión de su rostro desde mi posición era maravillosa, con su largo cabello azabache esparcido sobre la almohada, con una mano posada sobre su estómago, con la sábana a la cintura y aquella personal pose desganada. Sus manos eran algo que siempre me llamó la atención en demasía. Poseía unos bellísimos y largos dedos, con la piel tersa y suave que los rodeaba. En el dorso, venas azuladas que se marcaban como las líneas de un mapa. Todo en ella era tan mágico que era imposible no caer bajo su hechizo. “Oh, Dios mío, como la deseo en estos momentos”, me reconocí a mí misma. – Recuerdo mi primera vez... – dije, sorprendiéndome incluso a mí. – Fue increíble,
jamás pensé que sería de aquella forma, ya sabes, ese mito de que la primera vez es un calvario. Supongo que el hecho de que ella fuera una mujer experimentada ayudó a que no se convertiera en un fracaso... Pude observar, por la avidez que denotaba su mirada, que estaba muy interesada en el tema que yo había sacado a relucir. Así que proseguí. – Recuerdo que yo no me sentí nerviosa en ningún momento, pensé que tan sólo me tenía que dejar llevar por mi instinto. – sonreí. – Tampoco es como si el cuerpo de una mujer fuera desconocido para mí... ya sabes, yo pertenezco a ese género... Fue la segunda persona a la que besé, después de ti, claro. Un solo beso y ya me hizo sentir arder por dentro, luego un dolor intenso en la ingle, casi insoportable... Sus manos. – con mi mano libre tomé una de las suyas y le acaricié los dedos. – Tenían al firmeza de las tuyas. Unas manos que me hicieron gritar como nunca imaginé que fuera capaz mientras ella me animaba a seguir una y otra vez... Nunca imaginé que un cuerpo se pudiera acoplar perfectamente al tuyo, como si fuera parte de ti... Tenerla entre las piernas fue como un sueño, mientras se movía contra mi piel, sus pechos contra los míos, su sexo... Violeta retiró nerviosa su mano de la mía y fue entonces cuando me fijé que sus pezones se marcaban con precisión contra la tela de su camiseta blanca. – Una historia interesante. – me interrumpió. Pude notar por el tono de su voz, que estaba algo molesta. Yo la había puesto en una situación incómoda premeditadamente, quizás porque quería comprobar si con ello podría sacar alguna emoción de su interior. Celos, deseo, aversión, cualquier cosa me valía con tal de tener un atisbo de lo que Violeta pensaba o concebía sobre mi persona. Era muy importante ir recogiendo las pequeñas piezas que me iba otorgando para completar el puzzle que siempre había sido para mí. Mi propia autoestima me exigía que lo hiciera. – Me muero de sueño. – dijo al fin, sin ganas ya de continuar con la conversación. Se dio la vuelta para apagar la luz de la lámpara que estaba en su zona de la cama. Yo me acomodé de nuevo sobre el colchón y apagué la luz de mi lado. Me di la vuelta, distinguiendo entre las sombras la silueta de su espalda. Sentía tantas ganas de alcanzarla, tantas que apreté los muslos y hundí la cara en la almohada. Deseé estar sola para, al menos, encontrar la realización que mi cuerpo me pedía a gritos. Minutos más tarde me encontré sumida en la misma desolación, con las ganas
encendidas, sin la menos señal de que el sueño llegara pronto. Violeta no se había movido de su posición ladeada, dándome la espalda. Casi me atrevía a jurar que ella tampoco conseguía conciliar el sueño aquella noche. – Violeta. – susurré para que, en caso de que estuviera dormida, no alterar su inconsciencia. – ¿Qué? – me susurró de vuelta. – No puedo dormir... ¿Podrías...? ¿Podrías abrazarme? No contestó. Un segundo después se dio la vuelta para encarar mi rostro entre las sombras. Creo que vio la necesidad descarnada reflejada en mis ojos, se dio cuenta de que el hecho de estar entre sus brazos podría adormecer a todos los demonios que vivían en mi interior. Ése era el poder que sin quererlo ella poseía sobre mí. Yo era su esclava, su cautiva... Sin decir una palabra, me atrajo hacia sí con infinita dulzura. Yo me dejé llevar hasta quedar arropada por sus brazos, nuestras piernas entrelazadas bajo las mantas, uno de mis brazos en su cintura, mi rostro hundido en su garganta. Casi como por arte de magia, los ojos comenzaron a cerrarse sin remedio. La calma se apoderó de mi cuerpo. Esa noche abandoné el infierno y me adentré en el paraíso que era Violeta.
BELLA VIOLETA. 5ª Parte.
5. ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO. A la mañana siguiente, Violeta fue la primera en despertar cuando la alarma del reloj sonó a las nueve y media. Poco después, yo misma abrí los ojos para encontrarme aún en la misma posición, con ella acariciándome el rostro. Ni siquiera cuando me había quedado profundamente dormida Violeta me había hecho abandonar el refugio que para mí era su abrazo. Me dedicó una leve sonrisa y salió de la cama, dejándome sola. Hora y media después salíamos preparadas rumbo al depósito municipal para recoger mi coche. Tuve que pagar la cuota a un tipo con pinta de mafioso para poder sacarlo de allí. Noté las miradas de lascivia que me estaba regalando y me decidí concienzudamente a ignorar ese hecho mientras esperaba por el maldito recibo. Me dio las gracias llamándome “rubita”. Miré a Violeta que rodaba los ojos con disgusto. En un primer momento lo ignoré dándome la vuelta dispuesta a irme. Había dado diez pasos cuando de repente algo en mí se rebeló. Así que me di la vuelta y me
dirigí a a aquel hombre con rabia. Le hubiera dicho un par de cosas de no ser porque Violeta adivinó mis intenciones y me sujetó de un brazo. – No vale la pena. – me dijo. – Es disgustante. – Lo sé. Le hice caso a pesar de que lo único que me apetecía era abrir en canal a aquel tipejo. Creo que entonces fue cuando me di cuenta de lo enfadada que estaba yo con el mundo entero. Violeta me acompañó hasta mi coche, con uno de sus brazos sobre mis hombros. Yo no sabía que sería lo próximo, así que esperé a que fuera ella la que diera el siguiente paso. – ¿Tienes algo que hacer hoy? – me preguntó. – Ésa es una forma muy pobre de pedirme algo. – bromeé, sonriéndole levemente, sintiéndome feliz de que ella quisiera continuar en mi compañía. – Supongo que sí. ¿Sugieres algo? – Lo primero que me apetece es salir de aquí. – afirmé, sintiéndome aún demasiado observada. – Tengo una idea. La seguí con mi coche unos diez minutos hasta que aparcó en una calle y se bajó rauda de su auto. Paré el automóvil justo detrás en espera de alguna indicación por parte de ella. Miré a mi alrededor, no tenía idea de por qué había aparcado en aquella zona. La ví acercarse hasta mí y subirse en el asiento delantero. – Es muy aburrido conducir sola, ¿no te parece? – ¿A dónde vamos? – pregunté, cada vez más intrigada. – Es una sorpresa. Sigue por esa calle. – comenzó a indicarme. Tiempo después paramos en una gasolinera, y mientras que yo llenaba el depósito de mi coche, Violeta se adentraba en la tienda, saliendo poco después cargada de dos enormes bolsas de plástico. Yo arrugué el ceño cuando pasó a mi lado, preguntándole mudamente qué era lo que traía allí. A ella parecía divertirle todo aquello, puesto que me sonrió alzando una ceja. Tras pagar la gasolina, me subí al coche, sólo para encontrarme con Violeta agitando una chocolatina delante de mi nariz. No pude evitarlo, pero enseguida pude sentir cómo mi saliva se disolvía. Fui inmediatamente a por aquel trofeo. Luego nos pusimos en marcha otra vez. – ¿Me vas a decir adónde vamos? – dije con la boca llena de chocolate. – Vamos a pasar un día de campo, como cuando en el cole. – me sonrió pícara. – He comprado bocadillos. Fue entonces cuando supuse que me había hecho dirigir hacia las afueras, seguramente a uno de esos parques naturales donde la gente pasaba los domingos con sus hijos. Me alegró el recordar que hoy era viernes y que probablemente no habría demasiada gente. Sin quitar la vista de la carretera, observé por el rabillo del ojo cómo Violeta se peleaba con mi sofisticado equipo de música. Le aparté la mano con suavidad y presionando un simple botón hice que buscara digitalmente una estación de radio. Reconocí al instante la personal voz de Luz Casal. Arrugué la nariz y le eché un rápido vistazo a Violeta.
– ¿Luz Casal? – le dije. – Me gusta. – me dijo, escuchando los roncos tonos de la cantante. – ¿A ti no?
Me encogí de hombros, indiferente. – ¿Qué es lo que te gusta, entonces? – Pues un poco de todo... Prefiero la música de cantautor y odio los productos para quinceañeros. – Eso yo también. – me sacó la lengua haciendo un gesto de asco. Me reí. Era imposible no hacerlo cuando ella decidía hacer el tonto. – Cuando llegues a ese cruce, toma a la derecha. – me indicó. – Creo que vamos a pasar frío. – le dije apenas sacando la mano por la ventanilla. – Ya se nos ocurrirá algo. – me guiñó un ojo. Me asusté cuando sentí sus dedos rozar una de las comisuras de mis labios. – Tenías chocolate... – dijo como si estuviera disculpándose. – A menos que quieras que tengamos un accidente, avisa antes de hacer algo así. – contesté medio en broma. – ¿Por qué? – Pues porque... – me quedé sin palabras, sintiéndola escudriñarme desde su sitio. – ¿Te molesta que te toque? – siguió ella por mí. – No. – ¿Entonces? – No me lo esperaba, eso es todo. – zanjé yo. – Sueles asustarte cada vez que me acerco a ti, no sólo cuando te toco. – Quizás porque me intimidas. Se echó a reír. Yo la miré un instante, preguntándome qué es lo que había dicho que resultase tan gracioso. – ¿Qué es lo que te intimida?, ¿mi estatura, mis ojos, mi boca... ?, ¿qué? – He dicho que quizás sea eso... – dije un poco a la defensiva. – Entonces no estás segura... – De lo que sí estoy segura es de lo que me saca de quicio. – Vaya, eso es nuevo... – Egocéntrica... – dije sin despegar apenas los labios, aunque ella lo oyó de todas formas. – Lesbiana... – contrarrestó sonriendo. La miré negando con la cabeza, viendo como sonreía y disfrutaba de nuestras confrontaciones en broma. – No puedes ganar conmigo, recuérdalo. – me advirtió. – Eso es porque te dejo ganar. Me regaló un ¡Ja! con falsa indignación haciéndome reír por enésima vez. Seguimos con nuestros duelos verbales y bromas hasta que llegamos al parque. Escogimos una mesa de madera al azar y nos sentamos en ella para comenzar nuestro almuerzo. Era increíble cómo Violeta me hacía dejar a un lado mis penas y disfrutar de cada momento junto a ella. Nuestras confesiones de la última noche nos habían acercado de alguna manera. Ambas teníamos heridas muy profundas y yo había aprendido en el transcurso de un día que esa circunstancia podía crear lazos sólidos.
Ella me hacía parecer una persona completamente diferente. Creo que sabía que sería así mientras no insistiera en cambiar mi actitud ni en hablar de cosas que me hacían daño, a pesar de que ambas sabíamos que había mucho de que hablar. Quizás me estaba dando una pequeña tregua. Cosa que yo le agradecía. – Apuesto a que te has quedado con hambre. – me dijo al verme terminar mi bocadillo en un instante. – No sé cómo haces para meter tanta comida en tan poco tiempo en tu cuerpo. – Yo creo que tus caderas se han ensanchado ligeramente y no me quejo... – sorbí por la pajita ante las inmensas ganas de reírme cuando ella alzó una ceja. – No tanto como tu culo, preciosa. – No es cierto. – dije a la defensiva. – Sí lo es. – ¿Insinúas que tengo un trasero enorme? Lo dices por lo de tus caderas... – Lo digo en serio. – Venga ya... – le palmeé en un brazo. – Pero yo no he dicho que me disguste. . – Eso quiere decir que te has fijado. – indiqué. – No soy ciega, en cambio tú... – ¿Yo qué? – ¿Crees que no me doy cuenta de cómo me miras? – Nunca he pretendido disimular lo atractiva que me pareces. – dije en mi defensa. – Es cierto. – Además, estoy segura de que sueles recibir esa clase de miradas a menudo. – Pero no de una mujer... – me confesó. Me eché a reír sin poder contenerme, incluso casi logro atragantarme con el zumo. – ¿Qué te hace tanta gracia? – Violeta, puede que no te hayas dado cuenta, pero estoy segura de que alguna mujer aparte de mí te ha comido con la vista... preguntó, al parecer muy interesada – ¿Tú te das cuenta de cuando te miran así? – en el tema. – Antes solía frecuentar algún que otro bar de mujeres... Pero de eso hace mucho tiempo. – ¿En serio? – ¿Qué crees? ¿Que soy una mojigata? – No. – se apresuró a decir, haciendo gestos con las manos para excusarse. – Sólo que me preguntaba por qué dejaste de ir. Suspiré. No me sentía con muchas ganas de explicarle los por qués, pero era evidente que Violeta esperaba que por lo menos le dijera algo. – Me cansé... – una pausa. – Simplemente me cansé de buscar algo que parecía no encontrar... –“A alguien como tú” Ella murmuró un “um”corto, como haciéndome ver que entendía mi postura.
Había cierta similitud, pensé, entre ella y yo en aquel tema. Al fin y al cabo, Violeta aún seguía tan sola como yo. – Tuve una relación que duró varios meses... – proseguí. – De eso hace mucho. Ella era una buena persona y nos entendíamos bien, pero no resultó. Si me preguntas qué es lo que pasó o en qué fallamos, ni siquiera podría decirlo. Pero sí puedo
decirte que fue la única persona que me hizo sentir bien. Lo sentí mucho cuando la relación acabó. – ¿No has vuelto a verla? – No. Creo que se mudó a otra ciudad por motivos de trabajo. – añadí que ella misma me había llamado en cierta ocasión para comunicármelo. – ¿La echas de menos? Pensé durante un instante. Pensé en los buenos momentos que habíamos pasado juntas, lo fácil que algunas cosas resultaban cuando las hacías en compañía. Eso era lo que realmente echaba de menos. – No. – declaré sinceramente. – Pero me gustaría saber si todo le va bien. – Podrías llamarla y averiguarlo... – indicó Violeta. – No... – me reí. – Si llamas a alguien con quien has estado liado después de tanto tiempo se asume que es porque quieres obtener algo. Cuando algo se acaba, simplemente hay que dejar que siga su curso... Ella sonrió y creo que, pensándolo detenidamente, hasta concordaba conmigo. Se reclinó en su asiento y giró la cabeza para abarcar el paisaje que la rodeaba. – Me encanta este sitio. – me dijo suspirando. – ¿Sueles venir aquí a menudo? – No tanto como quisiera. – ¿Por qué te gusta tanto? – pregunté, muy interesada. – Francamente, no lo sé. Supongo que es un buen sitio para liberar algo de tensión... Te sientas aquí, admiras el paisaje y te bañas de tranquilidad. Es perfecto. – Yo leo cuando quiero evadirme de todo. – Supongo que cada cual tiene una forma de romper la monotonía... – añadió indiferente. – Supongo... – Jimena, necesito preguntarte una cosa. – La miré algo alertada por su tono. – Me he dado cuenta de que han cambiado muchas cosas en ti... – comenzó. – Pero hay algo que es más evidente que todo lo demás y es el alejamiento de con tu familia. ¿Por qué? – Creía que era una virtud el haber logrado desvincularme y vivir mi vida... – dije en mi defensa. – Creo que ambas sabemos que ésa no es la cuestión. Antes amabas a tu familia y ahora... – ¿Ahora qué? Sigo amándola igualmente. A pesar de todas las diferencias. – ¿Qué diferencias? Me revolví en mi asiento algo incómoda por el cariz que tomaba la conversación. No me gustaba. No me gustaba nada en absoluto. – Yo soy la diferencia, Violeta. Ellos siempre parecen ir dos pasos por delante de mí. – Eso es una soberana estupidez. – me dijo negando con la cabeza. – ¿Tú crees? – Creo que no te has molestado nunca en entenderlos. Creo que piensas que ése es un deber de ellos y no tuyo, como si el resto del mundo tuviera que amoldarse a tus exigencias. Te niegas a compartir tus sentimientos con los demás como si eso te valiese de mucho.
Me quedé muda mientras la miraba. Sentía sus palabras retumbar aún en mis oídos. – Soy así, Violeta. Me cuesta hablar de mí o de lo que siento. No creo que sea la única persona que sea así en el mundo... Tú también eres así... – indiqué, mirándola de soslayo. – Pero yo lo soy como consecuencia de algo más. Nunca tuve a nadie con quien compartir mis pensamientos o mis deseos. Eso, al final, acaba por amoldarse a ti y convertirse en otro rasgo de tu personalidad. – No me hagas sentir infeliz por ser como soy. – le pedí casi en clemencia. – Antes no eras así... – Antes no sabía lo que era la vida o el sufrimiento. – añadí rauda.. – Ahora lo sé y eso cambia a las personas. – Me gustaba como eras entonces... – admitió mirándome fijamente. – Supongo que eso significa que ahora te desagrada mi actitud. – Sí cuando haces las cosas para convertirte en víctima. Eso es algo que me saca de quicio... – ¿Acaso no lo soy? – dije, un tanto burlonamente. – A este paso seguirás siéndolo toda la vida. ¿Es eso lo que quieres? – Haces preguntas para las cuales sabes que no tengo respuesta. – De acuerdo, Jimena. Basta ya de preguntas... – me concedió tras un suspiro. La observé mientras sorbía ruidosamente los últimos restos de su zumo y pensé en nuestra conversación. Ella seguía empeñada en ayudarme de la mejor forma que sabía, cosa que, aunque pareciera lo contrario, yo le agradecía. Pero en aquellos momentos era incapaz de aceptar otras razones que no fueran las mías. Algo requirió toda mi atención. En un instante pensé que incluso podría ser divertido y que liberaría en algo la tensión entre nosotras. Al fin y al cabo, quería disfrutar de cada segundo que Violeta amablemente me regalaba. pregunté abandonando mi asiento. – ¿Te atreves con los columpios? – – Por supuesto. Nos alejamos lado a lado rumbo a los enormes columpios de madera.
Las horas pasaron para mí como un breve suspiro. Vi a Violeta consultar varias veces su reloj y aunque deseaba no perder la serenidad que me otorgaba su compañía, decidí preguntarle si tenía otros compromisos. – Podemos irnos ya, si quieres. – añadí. Me sonrió negando con la cabeza. – Acabo de recordar que tengo un pequeño asunto que debo arreglar y ya son las cuatro de la tarde... Sólo que me cuesta tener que dejarte. – A mí también. – coincidí con ella. – ¿Cuándo te reincorporas al trabajo? Bajé la cabeza. Yo no había preparado nada para cuando me hiciera esa cuestión, así que me ví obligada a decirle la verdad aunque supiese de antemano que no le iba a gustar en absoluto.
– Jimena, mírame. – me ordenó.
Creo que ya sabía que lo que iba a oír no sería muy agradable. – Lo he dejado. La oí suspirar. – ¿Por qué? – No lo sé. Simplemente lo hice. – ¿De qué piensas vivir? – dijo con voz dura. – Eso no es problema... Tengo dinero suficiente como para... – Oh..., por supuesto. Pregunta estúpida la mía. – Violeta, sigues haciéndolo a pesar de todo... Aún me ves como una niña. – Yo nunca te he tratado así. Yo siempre te he visto como lo que eres. Pero no puedo evitar sentir rabia cuando veo lo que estás haciendo. Me levanté, dispuesta a regresar al coche cuando sentí avecinarse otra lectura sobre mi comportamiento. Eso era lo que menos deseaba en esos momentos, sobre todo porque rompería la paz que habíamos logrado establecer entre ambas. – ¿A dónde vas? – me preguntó desde atrás. Me paré en seco y me giré hacia ella. – Creí que tenías algo pendiente de hacer. Recogió nuestros deshechos y se acercó hacia una de las papeleras para depositarlos. Luego se unió a mí en el camino. Anduvimos hasta el coche en completo silencio. Antes de que ella pudiera alejarse de mí para rodear el auto la cogí de un brazo. De repente sentí al imperiosa necesidad de confesarle el sombrío destino al que yo había empujado mi vida sin poder evitarlo. – Violeta... – comencé sintiéndome demasiado nerviosa para poder expresarme con claridad. – Odio comportarme así contigo, sobre todo porque sé que lo único que intentas es ayudarme. Pero ahora mismo estoy tan perdida que no sé ni lo que soy... – Jimena... Levanté una mano hacia ella acallándola. Yo aún tenía cosas que decir que no podían esperar a ser dichas. – Déjame acabar aún tengo algo muy importante que compartir contigo. – tomé un último aliento antes de proseguir. – No puedo pedirte ayuda porque si lo hago significará darte más de mí de lo que ya te he dado y cuando te alejes de nuevo sé que no seré capaz de seguir adelante. – ¿De qué me estás hablando? – me preguntó ceñuda. – Te estoy haciendo una pregunta, Violeta. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que vuelvas a dejarme como la última vez? – Lo dices como si de alguna forma te hubiera abandonado... – En aquel momento lo sentí así. – le aseguré mirándola fijamente. – Lo hice por ti. – Más bien por ti misma. No me digas que tú no sentías algo especial por mí, puede que no fuera algo sexual, ni tan siquiera romántico, pero era algo. Ni siquiera grabándome en la piel tu nombre a fuego vivo me habrías marcado tanto. – Jimena... – me llamó dulcemente al tiempo que se acercaba a mí y me rodeaba con sus brazos. Me acoplé al cuerpo de Violeta como si realmente fuera parte de ella. La rodeé
por la cintura y hundí mi rostro en su cuello. Cerré los ojos y me dejé llevar por su inconfundible aroma. Ella seguía oliendo igual que siempre. Aspiré con fuerza y sin pensar casi moví las manos en su espalda, acariciándola, sintiendo el calor de su piel por encima de su camisa. Violeta me atrajo más a ella, intensificando el abrazo. Oí los pasos de alguien que se acercaba y noté cómo Violeta deshacía el abrazo y daba un paso atrás. Yo me quedé allí mismo observando cómo ella miraba al grupo de gente pasar a nuestro lado. Supuse entonces que había abandonado mis brazos por la presencia de aquellas personas. – Vayámonos de una vez. – dije algo irritada. Nos subimos en el coche y nos pusimos en marcha.
Cuando llegué a mi apartamento ya eran casi las seis de la tarde. Durante nuestro viaje de regreso habíamos intercambiado pocas palabras. Dejamos que la estación de radio hiciese el trabajo de aliviar la tensión. Acerqué a Violeta al lugar donde había aparcado su coche y antes de bajarse me miró muy seria. “Esta vez no pienso huir a ningún sitio”, me había dicho antes de apearse, sin ni siquiera
esperar mi respuesta. En todo el camino hasta mi casa me fui preguntado qué era exactamente lo que ella me había querido decir con aquellas palabras. Me di una ducha rápida y me acomodé en mi pijama. Tenía toda la intención de llamar para pedir una pizza cuando mi estómago despertó pidiendo asistencia, pero recordé que mi maldito teléfono seguía roto. Me prometí que al día siguiente tendría a un técnico arreglando el desastre que yo había creado. Fui hacia la cocina y engullí varias piezas de fruta y otros tantos yogures. Una vez saciado mi apetito me dirigí al salón y me eché sobre mi sofá, encendiendo la tele desde el mando a distancia. El timbre de la puerta rompió mi paz. Me levanté mirando la hora preguntándome quien demonios venía de visita a las ocho de la tarde. Abrí la puerta para dejar paso a mi hermana Ginebra, a la que yo había identificado previamente gracias a la mirilla. – Hola, Ginebra. – dije algo sorprendida. – ¿Puedo pasar? – me preguntó muy seria. – Claro . Me aparté y ella entró en el apartamento, depositando el bolso y su abrigo sobre el respaldo del sofá. La vi dar una vuelta sobre sí misma, seguramente pensando por dónde comenzar la conversación. – Jimena, no puedes seguir así. – soltó con voz dura. – ¿Seguir cómo? – contesté, cerrando la puerta y acercándome a ella. – Escondiéndote de tu familia. Ni siquiera contestas al maldito teléfono. Que ella hubiera añadido la pa labra “maldito” me dio cierta idea del humor del
que disfrutaba. – Mi teléfono no funciona. La vi girarse, buscando el aparato para verificar mi excusa. También descubrió el cable roto que descansaba sobre el suelo y me miró rabiosa.
– Puedo ver por qué... – Ginebra..., creo que sé lo que pretendes decirme y sé además que tienes toda la
razón. No es nuevo para mí el que intentéis encauzar mi extraño comportamiento. – ¿Qué pasa con mamá, con nosotros que nos preocupamos de ti? – Mírame, ¿crees que soy motivo de preocupación? – exclamé abriendo los brazos para más énfasis. – ¿Estás de broma? Estamos tan preocupados que pensamos que en cualquier momento nos llamarán para darnos la noticia de que te has suicidado. – ¡Por el amor de Dios! – exclamé incrédula. – Estoy segura de que ha sido mamá quien os ha contagiado esa estúpida idea. Mi hermana no dijo nada en los breves instantes en los que se dedicó a mirarme. En su expresión pude ver entendimiento y dolor compartido a partes iguales. Se mordió el labio y yo supe que estaba a punto de proponerme algo. – Ven a casa unos días. Estoy segura de que a Cristina le encantará compartir su habitación contigo. Ya sabes que te adora. – No. – negué en rotundo. – Jimena, por favor. Te necesito.
La miré. ¿Me necesitaba para qué? ¿Para sentirse segura? El que mi familia pensara que yo estaba al borde del suicidio colmó mi poca paciencia. Ellos nunca, nunca entenderían nada de mí. ¿Qué podía hacer yo contra eso? – Lo que necesito es soledad, Ginebra. Yo superaré esto a mi forma y sola, como ha sido hasta ahora. Acostumbrarme a que me ayuden puede ser fatal para una persona como yo. Mi hermana se desplomó sobre el sofá, derrotada, frotándose la frente con una mano. – Voy a divorciarme. – me anunció cansadamente. La noticia me cayó como un jarro de agua fría. Fue entonces cuando dejé de lado la autocompasión que me obnubilaba y descubrí a una Ginebra triste y casi desesperada. Me senté a su lado y le acaricié la espalda. – ¿Por qué? – Simplemente porque se ha acabado. Esto pasa a veces, ¿sabes? Te despiertas una mañana y descubres que ya no es esto lo que quieres. pregunté ávidamente. – ¿Desde cuándo? – – Desde hace demasiado tiempo. Lo hemos intentado, sobre todo por Cris. Pero ya no hay nada que podamos hacer. – Lo siento mucho. – la abracé, dándole todo mi apoyo. – Me siento como una absoluta fracasada... – No digas eso. – la interrumpí muy seria. – Casi doy gracias porque papá no pueda ver esto. Sé lo mucho que lo lamentaría. – ¿Lo saben los demás?
– Todos menos mamá. – me miró con lágrimas en los ojos. – ¿Cómo demonios se
lo voy a decir? – Ella lo entenderá. – Creí que esto era para toda la vida, ¿sabes? Ahora me siento como si nada de lo que he hecho valiera la pena. – Si fuera yo en vez de ti quien pronunciara esas palabras sería por una buena razón, pero tú no, tú siempre has sido consecuente con tus decisiones. No pienses que la culpa es tuya... – ¿De quién entonces? – me interrumpió. Me quedé sin palabras. O quizás era más bien que para su pregunta no había respuesta. La vi esconder el rostro nuevamente, mientras lloraba desconsolada. Lo único que pude hacer fue abrazarla, sintiendo como si me oprimieran el pecho. Mi hermana no se merecía sufrir. Nadie tan bueno como ella lo merecía. La abracé el suficiente tiempo como para que sus lágrimas dejaran de brotar. Se separó de mí y se recompuso, sacando un pañuelo de papel para limpiarse la nariz sonoramente. – Jimena, a pesar de lo que digas, sé que no estás pasando por un buen momento. En realidad ninguno de nosotros lo está. Papá se fue tan de repente que no nos dio tiempo a prepararnos. Si necesitas algo sabes que estaré para ti... – Lo sé. – le dije acariciándole la mejilla. – Ahora debo irme. Sólo vine para cerciorarme de que estabas bien. Sé que Violeta ha estado contigo estos días, pero aún así estaba preocupada. Ricardo se llevó hoy a Cristina para pasar el fin de semana con su madre. – suspiró. – Lo cierto es que la casa se me viene encima... Supe en ese instante que mi hermana me necesitaba. Ella no sólo había perdido a mi padre, sino también su vida. No había nada más doloroso que eso. No había forma humana de que yo me negara a ayudar a Ginebra cuando más me necesitaba. Ella era llevaba mi misma sangre y siempre había sido un punto de apoyo para mí. Era la única, aparte de mi padre, que parecía entender y aceptar calladamente todo lo que yo era. – Me encantaría pasar este fin de semana contigo, si te parece bien. – decidí en un instante. Me miró. – ¿Lo dices en serio? – Por supuesto. Creo que ambas necesitamos de nuestra mutua compañía. Su amplia sonrisa me indicó que la idea era bien recibida. Media hora más tarde, yo dejaba mi apartamento con una pequeña bolsa de viaje en la mano.
El teléfono sonó tres veces antes de que al otro lado de la línea alguien lo cogiera. – Hola. – dije quedamente. – Hola... – la voz sonó un poco dubitativa y supuse que quizás aún no me había reconocido.
– Soy Jimena. – Lo sé. – contestó Violeta.. – ¿Qué ocurre? ¿estás bien? – No ocurre nada y estoy bien. Sólo que tenía ganas de hablar contigo un rato.
Espero no molestar, aunque si estás... – No me molestas. – me cortó de súbito. – ¿Estás en casa? – No. Estoy en casa de Ginebra. En realidad ahora mismo estoy tumbada sobre la cama de mi habitación. Hace un rato que ella se ha ido a descansar y no podía dormir. – Supongo que es un deber preguntarte qué haces ahí. Me hizo sonreír. – Mi querida hermana me hizo una visita hoy . Está a punto de divorciarse y... – Lo sé. Fruncí el ceño preguntándome como demonios lo sabía incluso antes que yo. Lo que mi mente empezó a responder ella lo confirmó. – Felipe me lo dijo. – Oh... – fue lo único que se me ocurrió responder. – Jamás pensé que algo así le pasara a Ginebra. Ella y Ricardo parecían la pareja perfecta. – Yo creo que lo eran. ¿Qué hacías? ¿He interrumpido algo? – Estaba en el baño cepillándome los dientes. Yo también estaba a punto de irme a la cama. – Escucha. – comencé. – Siento lo que pasó hoy, a veces me comporto como una auténtica imbécil. – ¿Sólo a veces? – dijo sarcástica, e incluso, a pesar de que no podía verla, supe que debía tener esa personal sonrisa suya de medio lado. – Si alguien te dice que eres agradable te miente descaradamente. – rebatí yo. Su encantadora risa me llegó a través del auricular. – Entonces has decidido pasar unos días con tu hermana. Me alegro mucho, así no estarás sola. – No me importa estar sola, Violeta. Estoy acostumbrada. Pero creo que ella me necesita. – Y tú la necesitas a ella. – sentenció. – Puede ser. Oí un ruido, como de algo que se cae y al segundo siguiente una muy indecente maldición. – ¿Qué ocurre? – Se me ha caído algo. – ¿El qué? – pregunté curiosa. Pareció dudar un instante antes de responder. – Las gafas. – dijo algo balbuceante. – Vaya, nos hacemos vieja, ¿verdad? – Sólo las uso para leer. – dijo indignada. – ¿Es que las gafas de leer no son gafas? . – contesté irónica. – ¿Cambiamos de tema? – sugirió, aunque, más bien por su tono parecía una amenaza. – De acuerdo. – accedí. Una idea cruzó rauda por mi mente .– ¿Qué llevas puesto?
La oí hacer un ruido con la boca y no supe si estaba riendo o por el contrario había soltado un bufido. – No pretenderás tener una conversación erótica conmigo, ¿no? – ¿Por qué no? – ¿Hablas en serio? – preguntó. Su voz llena de incredulidad. – ¿Tanto te cuesta decirme que llevas puesto? – Un pijama. – ¿Y cómo es? – Jimena, por el amor de Dios, sé que no hablas en serio... – ¿Es de seda? – insistí, sonriendo para mí misma. – No, es de algodón pero... – ¿De qué color? – la interrumpí por enésima vez. Soltó otro resoplido, pero decidió seguirme el juego. – Azul. – ¿Podrías describírmelo? – Pues de color azul, aunque es un azul claro, yo diría más bien que tirando a cielo... Sin dibujos, odio los estampados... Sonreí para mí misma satisfecha. Violeta no sólo había accedido a mis deseos, sino que mostraba una repentina voluntad de describir cada detalle. – ... ni siquiera recuerdo donde lo compré. – prosiguió. – De todas formas sólo llevo la camisa, no soporto dormir con nada más. – ¿Sólo la camisa? – Sí, eso he dicho. – Interesante. – chasqueé la lengua. La sentí aguardando a mi próxima cuestión. Decidí no hacerla esperar mucho. – ¿Qué hay de tu ropa interior? – No hay mucho que decir. Llevo unas bragas de color negro, de encaje. Mi cerebro comenzó a recrear entonces su imagen. La imaginé tumbada, como yo, sobre la cama, con una pierna flexionada, el pelo repartido en todas direcciones y su piel bañada por una tenue luz. Justo como la había visto en mi habitación. Mi corazón comenzó a latir con más rapidez de lo normal. Lo que en un principio había sido un juego para mí, ahora se había convertido en algo mucho más serio. – ¿Sigues ahí? . – preguntó. – Sí. – ¿Satisfecha tu curiosidad? – Mi curiosidad sí. Pero sólo eso. preguntó con voz melosa. – ¿Puedo hacer algo más por ti? – Fruncí el ceño al reconocer aquel tono como uno juguetón. Me encantaba el sonido de su voz. Era hechizante. A pesar de que estábamos en invierno y ciertamente aquella noche era gélida, sentí un repentino acaloramiento. – Violeta... – ¿Sí? – Me encantaría mucho volver a verte. – admití, agradecida de que ella no estuviera allí para poder ver mi timidez. – A mí también. Hubo un instante de silencio antes de que Violeta volviera a romperlo. – ¿Crees que sería una buena idea si mañana os hago una visita?
– Yo creo que eso sería una estupenda idea. – dije con una amplia sonrisa ante el
pensamiento de verla el día siguiente. – Tal vez para tomar un café... – A Ginebra le encantará tenerte por aquí. – De acuerdo entonces. Ve a descansar. – No creo que pueda dormir. – ¿Por qué? – Tu imagen media desnuda me persigue... Rió, esta vez con más ganas y yo la seguí. – Buenas noches, Jimena. – Buenas noches. Corté la comunicación, puse el auricular en su lugar y volví a acomodarme bajo las mantas. Crucé los brazos detrás de mi cabeza y cerré los ojos. No había sido una broma cuando yo le había dicho que su imagen me perseguía. Ella estaba allí, en mis pensamientos y me estaba sonriendo.
El día siguiente me despertó con un agradable olor. Abrí los ojos e inhalé. Ginebra debía estar en la cocina preparando el almuerzo. ¿Almuerzo? Miré el reloj y descubrí con algo de disgusto que eran las doce y media pasadas. Me apeé de la cama y corrí hacia el baño. Después de acicalarme y vestirme me reuní con mi hermana en la cocina. – Buenos días. – saludé dándole un beso en la mejilla. – Vaya, por fin. – Debiste haberme despertado. – le dije dándole con el codo suavemente. – Como si eso fuera fácil... Le sonreí y abrí la tapa de la cacerola para ver qué era lo que olía tan bien. De mi garganta escapó un “mmm” placentero cuando me encontré cara a cara con un
arroz con verduras. – Te oí hablando anoche por teléfono... – dejó la frase en el aire esperando a que yo le revelara el gran secreto. – Estuve hablando con Violeta. – ¿Violeta? – me preguntó mostrándose bastante más sorprendida de lo que yo me esperaba. – Sí. – ¿Qué tal está? La última vez que la vi fue en el funeral de papá. – Bien. De todas formas la he invitado a tomar café esta tarde. Espero que no te importe. – Sabes que no me importa. Violeta siempre me ha parecido una buena persona y muy sincera, además. Lamenté mucho que lo suyo con Felipe terminara. Su última frase me hizo arrugar la nariz con desagrado. Un gesto que a los ojos avizores de mi hermana no pasó desapercibido. – ¿Qué? – me preguntó. – ¿Qué de qué? – Has hecho ese gesto con la nariz. – me señaló el apéndice muy convencida. –
Siempre lo haces cuando algo no te gusta. – Pues lo he hecho sin pensar. – mentí. – Ya... Se dispuso a cortar una barra de pan y me ofrecí para terminar la tarea. – Tú siempre has sentido algo especial por Violeta, ¿verdad? Paré en seco todo lo que estaba haciendo y la miré. – ¿Qué te hace pensar eso? – Jimena, tú nunca has mostrado interés por casi nada que el resto de nosotras. Recuerdo que la expresión de tu cara cambiaba cada vez que el tema “Violeta”
salía a la luz en tu presencia. No podías evitarlo, era superior a ti. – ¿Y qué crees tú que es eso tan especial que siento por ella? – inquirí cuidadosamente. Me sonrió levemente negando con la cabeza. Creo que lo hacía porque se daba cuenta de que yo estaba subestimando su inteligencia. – Nunca te he preguntado sobre tu vida privada y no voy a empezar ahora. – fue su respuesta. – ¿No es mejor saberlo que especular sobre ella? – No sé a qué te refieres con eso de especular. – Lo sabes perfectamente, Ginebra. – Bueno, para serte sincera, sabemos tan poco de tu vida que a veces nos preguntamos qué es lo que pasa. Pero no especulamos. Somos conscientes de que llegado el momento sabremos lo que haya que saber. – respondió muy tranquila. – Sea lo que sea, nadie en esta familia te va a crucificar por ello. Terminé de trocear el pan y lo deposité en la panera, mientras rumiaba mis pensamientos. Ginebra parecía haber dejado el asunto zanjado, pero para mí había algo incómodo flotando en el aire. – Nunca he hablado de esto con nadie. – comencé. Mi hermana se giró inmediatamente y puso toda su atención en mi persona. – Pero en realidad mi vida es un completo desastre. Tengo todos los elementos para una novela, incluido lo del amor imposible... – ¿Por qué es imposible? – ¿Cómo es eso que dicen? – pensé un instante. – Se necesitan dos para bailar un tango... – ¿Quieres decir que no eres correspondida? – Eso mismo. – Me pregunto qué es lo que nos hace enamorarnos de una persona y no de otra. Cuando conocí a Ricardo creí que era mi destino estar con él. – ¿No hay ninguna posibilidad de que volváis a estar juntos? – pregunté. – Me gustaría pensar que así es. Aún lo sigo amando, pero no he logrado descubrir donde está el error. – Tal vez sólo necesitéis estar separados un tiempo. A veces es lo mejor. – Ojalá eso fuera cierto. – ¿Por qué no va a serlo? – dije queriendo darle cualquier atisbo de esperanza que pudiera. – Tú no sabes absolutamente nada de relaciones, ¿verdad? Bajé la vista, confirmando sus palabras. Casi sentía vergüenza al tener que
admitirlo. Cuando vi a mi hermana apoyarse de lado en la encimera para mirarme acusadoramente, supe que una vez más el tema giraría en torno a mí. – ¿Es ese amor imposible lo que no te permite encontrar a alguien a quien amar? – Más bien creo que soy yo. Simplemente. ¿Dónde voy a encontrar a alguien que pueda soportar mis repentinos cambios de humor y mis silencios? Por no hablar de mis manías... – Tú has... ya sabes, no eres virgen, ¿no? Hice rodar los ojos con desesperación. – Es la segunda vez en pocos días que me hacen la misma pregunta. ¿Es que hay algo en mí que dé a entender que soy virgen? – Puede que sea esa frialdad con la que actúas en cada momento. – ¿Qué quieres decir? – Olvídalo. Creo que he dicho algo estúpido. – admitió mi hermana, aunque a mí me dio la impresión de que trataba de salir en la situación comprometida en la que se había metido. – No, no has dicho algo sin pensar. Dime que es lo que piensas, Ginebra. – Lo único que pienso de ti es que deberías estar con alguien. Eres preciosa, no debería ser tan difícil. – No todo es la belleza, hermana. – añadí en mi defensa. – ¿Crees que no soy consciente de eso? Pero en tu caso, ser bella significa tener una excusa menos para estar sola. – ¿Y no has pensado que quizás yo haya elegido esta situación? – Ni por un momento. – No puedo rebatir tus argumentos si ya tienes una idea preconcebida de todo esto... – ¿A quién intentas engañar? – me interrumpió. La miré y supe que yo estaba intentando enmascarar mi pésima vida amorosa. – Acabas de decir que hay alguien de quien estás enamorada, ¿pretendes decirme que no cambiarías todo lo que tienes porque ella te correspondiera igualmente? Fue la primera vez en nuestra conversación en que mi hermana había utilizado un “ella”. Hasta entonces se las había ingeniado para no decantarse por ningún
género. Debió habérsele escurrido sin querer. pronuncié la palabra con énfasis. – No va a amarme jamás. – Ella... – Con ello aclaré cualquier duda que tenía mi hermana sobre mis preferencias sexuales. Algo que por otra parte no pareció afectarle en lo más mínimo. Era evidente que ya se esperaba algo así. Me pregunté si era ella sola o el resto de la familia también estaba convencida. – De acuerdo. – dijo pausadamente. – Pongamos por caso que ella no te ame, ¿es que no hay nadie más para tí? – Puedo discutir muchas cosas contigo, hermana, pero mi vida sexual olvídalo... – ¿Por qué? – me preguntó, de repente demasiado interesada para mi desmayo. – ¿Existía alguien más que Ricardo para ti? Pensó unos segundos. – No... Hice un gesto con las manos haciéndole ver que acababa de darme la razón. – Pero es diferente. – puntualizó ella.
– No lo es. – Sí lo es. Yo tuve la suerte de que él me correspondiera. ¿Qué hay de ti? ¿El
problema es que no le gustas o que no va por el mismo camino que tú? – No lo sé, es decir... – me pasé una mano por el pelo nerviosa. – No tengo ni idea de qué demonios le gusta, pero creo que definitivamente no soy yo. – ¿Estamos hablando de Violeta? Suspiré sabiendo que no tenía caso seguir ocultándolo. De todas formas creo que era demasiado evidente. – Sí. – dije sin más preámbulos. – Es lógico que hayas perdido la cabeza por ella. Y no sólo lo digo por su belleza, lo que está fuera de toda duda, sino porque es de esas personas que tienen cierto aura de misterio... ¿entiendes lo que te digo? Justo como esas grandes divas del cine... – Creo que sé por donde vas. – admití, reconociendo en mi interior esas mismas sensaciones que sentía cada vez que la tenía cerca de mí. – Por otra parte... – negó con la cabeza y emitió un pequeño suspiro. – Ella estuvo con Felipe y eso da cierta idea de... – Lo sé, créeme. Es sólo que ella es todo lo que quiero y a la vez lo que no puedo. – ¿Recuerdas aquel día en el río con Violeta? – Sí. ¿Por qué? ¿Qué tiene eso de especial? – pregunté, sin saber adónde quería llegar Ginebra. – Nada sólo que parecías un cachorrillo. Todo el tiempo detrás de ella... Suspiré, volviendo a recrear ese día una vez más. Era de los pocos recuerdos en aquella casa que seguían imborrables con el paso del tiempo. Casi podía recordar cada palabra que había dicho ese día. Nada de lo que tuviera que ver con Violeta había desaparecido de mi memoria. – No es cierto. – me quejé. – Tampoco es cierto que aquella noche, cuando se marchó, recibiera una llamada repentina, ¿verdad? Fue algo que tuvo que ver contigo... Bajé la cabeza incapaz de mentir. Eso confirmó sus sospechas. Yo nunca imaginé que mis sentimientos por Violeta hubieran sido siempre tan transparentes. – ¿Qué hiciste? – me preguntó, apoyándose en la encimera y mirándome con verdadero interés. – La besé. Ginebra abrió los ojos tanto que parecía que se le iban a salir de las órbitas. – ¡¿En la boca?! – exclamó incrédula. – Sí. – ¿Y ella respondió? – No lo sé, no estoy segura... Creo que al principio sí, es decir... – suspiré. No era algo que yo hubiera relatado con anterioridad y hacerlo ahora me estaba costando un mundo. – Yo la besé y ella no se apartó, al menos durante unos segundos... La vi reírse y me pregunté que había dicho yo que resultase tan gracioso. Esperé a que se le pasara la risa tonta mirándola casi con enfado. – No me digas... – paró para tomar aliento. – ... que intentaste robarle la novia a Felipe. Hice rodar los ojos con frustración. Pero ella tenía razón. Yo había intentado
“robarle” la novia a mi hermano. – Tenía dieciocho años, eso tiene que decir algo a mi favor. – expuse.
Ginebra asintió con la cabeza, tomó un pedazo de pan recién cortado y se metió la mitad en la boca. – Así que la besaste... – me señaló agitando la otra mitad en la mano. – Eso fue algo muy valiente de tu parte. – ¿En serio? – comenté con tono sarcástico. – Sólo sé que ése fue el fin de la historia. – zanjé, antes de que pudiera preguntar algo más. – Yo diría que más bien fue el principio. – Sí, el principio de mi desgracia. – añadí amargamente. – ¿Qué pasa con esas otras personas que han pasado por tu vida? – Yo no puedo amar a nadie mientras siga existiendo Violeta. Simplemente no puedo. – Más bien será porque no quieres olvidarla. – Tal vez. – concedí, conociendo muy bien la obsesión por la azafata. – ¿Sabes?, conozco a una chica del trabajo que ... – Ni se te ocurra pensarlo. – la avisé. – Lo que menos necesito es que comiences a buscarme citas. – De acuerdo, como quieras, pero te advierto que es muy guapa... – Ginebra, déjalo ya. – ladré, añadiendo además una mirada fulminante. – Vale, vale. – consintió, alejándose para echar un vistazo en a cacerola.
Cuando el timbre de la puerta sonó casi a las cinco y cuarto, yo ya estaba hecha un manojo de nervios. Y todo porque ahora mi querida hermana conocía de mi debilidad por Violeta y tenía miedo de lo que sería capaz de hacer. No era lo mismo sentir lo que sentía en soledad que el haberlo compartido con alguien, sobre todo si se tenía una hermana como la mía. Yo le había advertido con antelación que fuera lo que fuera que le pasara por la cabeza, que lo olvidase o le arrancaría la piel a tiras. Ella me convenció de que no iba a pasar absolutamente nada, así que lo preparamos todo para cuando Violeta llegara en aparente tranquilidad. Esperé sentada en el salón mientras Ginebra iba a abrir la puerta. Me removí en mi asiento buscando una posición cómoda para parecer distendida. Oí las voces de ambas mientras se acercaban y mi corazón comenzó a martillear con insistencia. Violeta traía consigo una brillante sonrisa que me dirigió nada más verme y yo me erguí lo suficiente para recibir los dos besos con los que me saludó. – Hola. – dijo simplemente. – Hola. – Dame tu abrigo, Violeta. – ofreció mi hermana. – Hace un frío de mil demonios ahí fuera. – dijo ella, deshaciéndose de su
chaqueta. – Voy a poner el café. Regreso enseguida. Ginebra desapareció rumbo a la cocina y Violeta se sentó cerca de mí aún con la sonrisa adornando sus bellas facciones. – Viendo a tu hermana, cualquiera diría que está pasando un mal momento. – Ella es así. Nunca deja que sus problemas afecten a los demás . – ¿Tú cómo estás? – me preguntó, palmeándome la rodilla y posando su mano allí. – Bien. Con Ginebra no existen los días tristes. Nos hemos pasado el día charlando de nuestras cosas... La mano que ella seguía apoyando en mi rodilla comenzó a inquietarme un poco, sobre todo al sentir su calor a través de la tela de mi pantalón. – Me alegro. – se fijó entonces en la mesilla y descubrió el platito de pastas para acompañar el café que habíamos dispuesto para ella. – Vaya, me encantan esas galletitas. Sin una palabra más, alargó el brazo y cogió una que empezó a roer con entusiasmo. Ginebra retornó de la cocina . – Me alegro mucho de volver a verte, Violeta. – se sentó en un sofá frente al nuestro. – Las últimas veces que nos hemos visto no han sido en las mejores condiciones. – Desgraciadamente. – añadió la invitada. Yo sabía que en el tiempo que había durado la relación de Felipe y Violeta, (tiempo que abarcó la época en que yo estudiaba fuera), ella había creado ciertos lazos con mi familia y esa confianza se notaba sobre todo ahora, viendo a las dos hablar como si de antiguas amigas se tratara. Las cosas entre Violeta y yo nunca habían sido tan distendidas. Quizás fueran mis sentimientos hacia ella lo que añadía presión a nuestra amistad. Yo nunca se lo había preguntado, pero tal vez fuera hora de abordar a Violeta y descubrir hasta qué punto le incomodaban esos sentimientos. – ¿Conoces a Julia entonces? – inquirió Ginebra refiriéndose a la prometida de Felipe. Puse especial interés en observar la reacción en Violeta. – Por supuesto. – respondió con absoluta tranquilidad y con el rostro impasible. – Es una persona muy agradable y la única que ha logrado echarle el lazo a ese cabeza loca de Felipe. Me alegro mucho por ambos. Ginebra rió suavemente. – A todos nos llega ese momento, al parecer. Yo que creía que Felipe no estaba hecho para el matrimonio y fíjate. – Estoy de acuerdo contigo. – añadió Violeta. Las vi intercambiar varias frases más hasta que comencé a sentirme un tanto fuera de lugar. Me levanté dispuesta a hacer algo útil y servir el café. – De eso nada. – negó Ginebra. – Yo lo serviré. – Tú quédate aquí con nuestra invitada. No tuve más remedio que asentir y volví a tomar mi antiguo asiento. – Estás muy callada. – me dijo ella nada más departir mi hermana. – ¿Ocurre algo? – No. – negué con la cabeza al tiempo. Pareció desistir rápidamente de indagar en mis posibles problemas. Supuse que
quería tomarse las cosas con calma y no añadir presión. Así que cambió de tema. – Mañana tengo un vuelo a Londres, creo que te lo dije. – Sí, lo sé. – He pensado que ya que tengo todo el día por delante y ningún plan, quizás luego podríamos ir las tres a cenar o algo. – Me encantaría. – dije sonriéndole levemente. – ¿Lograste dormir anoche al final? – Sí, pero echo de menos mi cama. La de mi cuarto aquí parece ideal para una tortura china. La hice reír. – Quejica. – añadió. – Es fácil decir eso cuando no lo has tenido que sufrir por ti misma. Violeta volvió a hurtar otro de los dulces y se apoyó cómodamente en el respaldo, girada hacia mí. – Ya estoy de vuelta. – anunció mi hermana cargada con una bandeja. La depositó sobre la mesilla y nos sirvió a cada una una taza de café. Violeta le añadió al suyo leche y varias cucharadas de azúcar, mientras que Ginebra y yo lo tomamos solo. – ¿Qué tal el trabajo, Violeta? – Mañana tengo un vuelo. Y a decir verdad, no es que me apetezca mucho... – Violeta sugirió que quizás podríamos salir a cenar esta noche. – añadí yo, aún encantada por la idea. – Me parece estupendo. ¿Adónde vais a ir? – Me refería a que fuéramos las tres Ginebra. – enfaticé. – Yo no puedo, aunque me encantaría. Miré a mi hermana casi atravesándola. Como si yo no supiera que estaba intentando dejarme el camino libre con Violeta. Ginebra se amparó detrás de su taza para no tener que mirarme a los ojos. – Vamos, Ginebra, ¿es que tienes algo mejor que hacer? – repuso la invitada. – Creo que no sería muy buena compañía. – Si resulta que nos aburres te pediremos un taxi, ¿vale? – bromeó Violeta haciéndonos reír. – De acuerdo. Pero yo elijo el sitio. – Aunque eso no me tranquiliza mucho, hermana, esta vez me arriesgaré. – dije irónicamente. – Pues yo confío plenamente en el juicio de tu hermana. – resolvió la azafata dirigiéndose a mí. – Muchas gracias. – contestó Ginebra. – Como se nota que tú no has tenido que ver lo que es capaz de tragar... – añadí a la defensiva. – Si no te gusta, siempre podemos pedirte un taxi, ¿cierto Violeta? Violeta no respondió, pero casi se atraganta con lo que estaba masticando en un repentino ataque de risa.
Ginebra nos llevó a un mexicano, cosa que yo agradecí silenciosamente. Nos sentamos en una mesa que hacía esquina en el segundo piso del inmenso restaurante. Violeta a mi lado y Ginebra en frente. Antes de lograr conseguir mesa tuvimos que esperar en la barra tomando unos margaritas como aperitivo, puesto que el lugar estaba atestado de comensales. Dejamos que Ginebra pidiera y media hora después disfrutábamos de una ensalada de aguacate, papaya y camarón, tacos de pollo y enchiladas en salsa roja con frijoles refritos. Por mi parte, removí la ensalada preguntándome que demonios pintaba la papaya en ella. Aparte de ese pequeño detalle y de lo poco que había comido, tuve que admitir con franqueza que la cena estaba deliciosa. – Mira, ni siquiera ha pronunciado una palabra... – dijo jocosamente mi hermana en referencia a mí. – No ha parado de comer. – No se puede decir que sea de las personas que hablen mucho, ¿no? Con lo cual es algo normal. – Violeta me sonrió y me guiñó un ojo. – ¿Hasta cuándo seguiré siendo el objeto de vuestras bromas? – comenté yo. – Conozco ese tono... Se avecina tormenta, Ginebra. – Sálvese quien pueda. – añadió mi hermana. Se rieron las dos y yo negué con la cabeza vencida. Cogí la jarra de margarita y vertí más licor en mi copa. Ya empezaba a sentir cierto acaloramiento. El picante y el tequila no eran muy buena combinación, al menos para mí. El teléfono móvil de Ginebra sonó en ese preciso instante y tras una breve excusa contestó a la llamada. Supe que estaba hablando con Ricardo porque pronunció su nombre, pero de no haber sido así lo hubiera adivinado igualmente en cuanto la expresión de su cara se tornó triste. – No sé como puede oír algo con este ruido. – comentó Violeta. El restaurante estaba tan lleno que el ruido era casi infernal. Cerca nuestra teníamos una mesa de unas cinco personas y debían llevar consumidas demasiadas jarras de margarita a juzgar por la algarabía. – ¿Cuándo regresas de tu viaje? – Dentro de tres días. ¿Necesitas algo de Londres? – No. – sonreí. – ¿Puedo llamarte cuando regreses? – Cuento con ello. – añadió con premura, cosa que me agradó. Oímos a Ginebra reír mientras hablaba ahora con su hija. Segundos más tarde cortó la comunicación. – Sólo ha pasado un día desde la última vez que la vi y es increíble cuánto la echo de menos ya. – anunció mi hermana. – Amor de madre. – dije yo. – Puedes decirlo. Cuéntanos alguna anécdota de tu trabajo, Violeta. – pidió Ginebra mientras retomaba su cena con avidez. – Mmmm... – terminó de masticar antes de comenzar a hablar. – Hay muchas. Pero quizás una que recuerdo muy a menudo es cuando estábamos despegando y una enorme cigüeña se metió dentro de una de las hélices del motor obligándonos a aterrizar de emergencia... – Escalofriante. – dijo Ginebra mientras hacía un gesto como de echarse a temblar. – ¿Tuviste miedo? – Ya lo creo. La idea de que vas estrellarte no es agradable. Y lo peor es tener que
calmar a los pasajeros después de algo así. Reaccionan de manera tan dispar que incluso llegas a temer porque te agredan o algo peor. – El viaje que hicimos todos para acudir a la licenciatura de Jimena fue caótico. No me gustan los aviones. – Yo creo que a nadie le seduce. Es una sensación desagradable cuando estás ahí arriba y sabes que no tienes el control de absolutamente nada. Y antes de que lo preguntes, mis razones son única y exclusivamente lucrativas. Pagan muy, pero que muy bien. Pensé durante unos instantes. Tanto como quería yo a Violeta me hizo reflexionar sobre el arriesgado trabajo que tenía. Quizás tan arriesgado como cualquier otro, pero en todo caso, si algo le pasaba, ella tendría muy pocas opciones. Sentí un sudor frío recorrerme por entero. – ¿No piensas dejarlo algún día? – pregunté yo, poniendo voz a mis temores. – Supongo que sí. No se ven muchas azafatas de pelo blanco, ¿no? – Reconozco que tu trabajo tiene un lado excitante. En cambio el mío... – Ginebra suspiró recordando su trabajo como funcionaria. – Estar sentada todo el día ante una mesa es aburridísimo. Una música comenzó a sonar desde uno de los extremos del salón y Violeta y yo nos giramos para ver a un grupo de mariachis, vestidos, por supuesto, con el traje típico y entonando la canción “Ay, Jalisco”. – Ya los echaba de menos... – comentó Ginebra cómicamente. – Esta música siempre me recuerda a mamá. – Cierto, ella y sus discos de Javier Solís.
Uno de los camareros se acercó hasta nuestra mesa para interesarse por nuestra cena. Ginebra se encargó de indicarle que todo estaba perfecto y de pedir otra jarra más de margarita. Eso me recordó que mi copa estaba media llena. La cogí y tomé un gran sorbo de la bebida. Vi a Violeta mirarme de reojo, como haciendo cuenta mental de cuanto estaba yo bebiendo. – Aún no estoy borracha, si es lo que te preocupa. – le dije casi en un susurro. – Si sigues así lo estarás pronto. – me contestó igualando mi tono. Ginebra que nos había visto intercambiar aquellas dos frases, encontró de repente la banda de mariachis muy interesante, dándonos así una ligera privacidad. – No sé si te habrás dado cuenta, pero me estás tratando como si fuera una alcohólica. – No es lo que pretendo, pero ya que estamos, te diré que casi no has probado la cena y que sin embargo aún no he visto vaciarse tu copa. – Genial, Violeta. – concedí yo, con un poco de malestar. – Creo que no es necesario el que te recuerde la disposición que muestras últimamente hacia el alcohol... Para mostrar mi rebeldía por sus palabras, volví a tomar la copa y la alcé. – ¿Un brindis? – dije en alto. Ginebra devolvió su atención a nosotras, mientras que Violeta contraía las mandíbulas como muestra de desagrado. – ¿Por qué brindamos? – preguntó mi hermana, secundándome. – Por nosotras. – repuse. Las tres chocamos nuestras respectivas copas y tomamos un pequeño sorbo.
– ¿Te vas a terminar eso? – me preguntó Ginebra masticando.
Sin decir nada, vacié el contenido de mi plato en el suyo y ella me lo agradeció con una amplia sonrisa. – Veo que es de familia lo de comer tanto... – murmuró Violeta a media sonrisa. – Esta pequeña indulgencia que ves, me va a costar muy cara. – admitió Ginebra. – Mi cuerpo ha cambiado demasiado después del parto. No hay manera de domarlo... – Qué me vas a contar a mí... – Demasiadas preocupaciones por el simple hecho de comer. – murmuré a media sonrisa. – Lo dices porque tú eres incapaz de ganar un gramo. – recalcó mi hermana. – ¿Debo sentirme culpable por eso? – añadí en tono burlón. – ¿A veces no la odias, Ginebra? – A cada instante. – respondió la azafata con premura. – Yo creo que no se debería tener tanta preocupación por el aspecto. Todo este rollo por el culto al cuerpo ha llegado demasiado lejos... – alegué distraídamente. Violeta y Ginebra se miraron durante unos instantes para acto seguido romper a carcajadas. – Jimena, cállate. – me ordenó Ginebra aún entre risas. – Sabes perfectamente que la apariencia lo es todo. No digo que sea justo, pero ésa es la realidad. – Sois unas superficiales. – me quejé medio en broma. A mi hermana le entró un repentino ataque de risa, aparentemente por mis palabras, aunque algo me decía de que era producto de los margaritas. – Tú – me señaló con el tenedor una vez recuperada de su ataque. – , eres tan superficial como cualquiera de nosotras. ¿O me vas a decir que crees en eso de que lo que importa es el interior? – La gente guapa a menudo suele ir acompañada de una gran falta de humildad, Ginebra. – Ése es otro tópico estúpido. – añadió Violeta. – No toda la gente bella es estúpida o insoportable... Tú no lo eres. – me miró y yo hice lo de siempre: me sonrojé. Ginebra acudió en mi auxilio una vez que fue evidente que yo me había quedado sin palabras. – Jimena cree que no es atractiva, Violeta. Hubiera preferido en ese momento que mi hermana me hubiera dejado en total desamparo. – No querer reconocerlo no es lo mismo que no ser consciente de que se es... – “Touché” – repuso Ginebra. – Ella podría tener a cualquier persona que se propusiera. Es guapa, inteligente y tiene un gran corazón... En ese punto, cuando mi hermana se decidió por enumerar mis cualidades, cerré los ojos y deseé escapar de allí. No creí ni por un momento que Violeta no se diera cuenta de que Ginebra intentaba tenderle una trampa para que la conversación girara en torno a mí. Yo sabía que el haberle expuesto mis sentimientos a mi hermana había sido un gran error. Ahora mismo lo estaba comprobando. – ¿Alguien quiere postre? – dije súbitamente, sorprendiéndome hasta a mí misma. Violeta se giró hacia mí con el ceño fruncido y yo le sonreí levemente.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Violeta nos llevó a casa en su coche. Creo que todas sabíamos que la única que controlaría la bebida sería ella, por lo que fue una buena idea desde el principio el dejarle esa responsabilidad. Viajamos en silencio. Yo estaba prácticamente hundida en el asiento delantero, buscando una posición cómoda, con los párpados tan pesados como el acero. Habíamos abandonado el restaurante casi a la medianoche. El tiempo había pasado volando. Yo no quería que aquella velada terminara, sobre todo porque pasaría Dios sabe cuánto tiempo antes de que volviera a ver a Violeta. Giré la cabeza para ver su perfil, la expresión era de total concentración mientras guiaba el auto por la carretera. Me pregunté si a mis ojos aquella mujer alguna vez parecería menos que una diosa. Eché un rápido vistazo a Ginebra, quien dormitaba en el asiento trasero, con la cabeza ladeada. Sonreí ante su cómica posición y me concentré de nuevo en mirar por mi ventanilla hasta que cerré los ojos. – Bien, ya hemos llegado... – su voz me sacó abruptamente de mi adormilado estado y tuve que mirar por la ventanilla para asegurarme de que habíamos llegado a la casa de Ginebra. Me pareció demasiado pronto... Nos apeamos del coche las tres y Ginebra se despidió de Violeta con un sonoro beso en la mejilla. – Nos vemos pronto. – añadió, antes de perderse escaleras arriba. No había que ser muy inteligente para saber el motivo de las prisas de mi hermana por dejarnos solas. – ¿Me llamarás? – me preguntó. – Sí. – Bien. – murmuró algo insegura de lo que preguntar o hacer a continuación. Nos quedamos allí, casi a oscuras, mirándonos. Ella dio un paso adelante y alzó una mano para colocarme unos rebeldes mechones de pelo fuera de mis ojos. No pude evitar cerrarlos mientras absorbía por completo las sensaciones que esa simple caricia me provocaba. La sentí acercarse hasta mí, puesto que percibí su cálido aliento y dejé de respirar, imaginando que se acercaba para besarme. Lo deseaba tanto. Tanto... Sus labios rozaron mi mejilla, cerca de los labios, dejando allí un suave cosquilleo. Luego sentí la pérdida de su cercanía y fue entonces cuando abrí los ojos, sólo para verla desaparecer calle abajo dentro de su coche.
BELLA VIOLETA. 6ª Parte.
6. SENTIMIENTOS QUE DELATAN. El fin de semana en casa de mi hermana resultó ser muy relajante para mí. Hablamos de todo y de nada. Ella, tan sabia como era, no volvió a sacar el tema “Violeta”. Creo que sabía que, llegado el momento, sería yo quien pidiera
compartir mis emociones. Ginebra había visto a través de mí y había entendido mis sentimientos y lo desdichada que me hacían. A veces la había pescado mirándome como con intención de querer decirme algo, pero tan rápido como mis ojos encontraban los suyos, parecía desistir de su empeño. Mi madre vino el último día de mi estancia allí y pasamos una grata velada las tres, tomando café y charlando de multitud de cosas. Fue la primera vez que me sentí como si fuera parte de ellas, como si nunca hubieran existido esas diferencias que nos hacían tan opuestas. Por supuesto, evitamos hacer cualquier comentario sobre la inminente separación de Ginebra, y encubrimos la ausencia de Ricardo alegando un fin de semana a solas entre padre e hija. No estoy muy segura de que mi madre, con su suspicacia, creyera del todo aquella simple excusa, pero no mostró ningún síntoma de incredulidad y mucho menos ansias de profundizar en el tema. Nosotras sólo pretendíamos evitarle más dolor. Vi mi tristeza reflejada en los ojos de mi madre. Jamás la había visto tan apagada. Aunque ella se esforzaba por mostrarse distendida, supe que le estaba costando un mundo seguir respirando. No pude ni imaginar lo que sería quedarse sola, el perder a la persona que tanto se ama... Ella era una mujer más fuerte de lo que yo nunca hubiera imaginado. Ahora lo veía claro. Seguramente, lo único que la mantenía con vida era el pensamiento de que llegaría el momento de reunirse con él, de que él la estaba esperando ya en un mundo perfecto en algún lugar... Incluso para la muerte existen excusas que pueden dar esperanzas. Ese domingo mis pensamientos también estuvieron con Violeta. Durante los ochos años que pasé sin verla, nunca había dejado de aparecer en mi memoria, incluso en mis sueños. Pero a medida que pasaba el tiempo su imagen se iba desvaneciendo también. Ahora, ella había vuelto trayendo consigo mis antiguas ansias. Regresé a la soledad de mi apartamento la tarde-noche de ese mismo día. Me alegré de haberle dejado al conserje del edificio el encargo de tener mi teléfono listo para mi regreso. Eché un rápido vistazo al contestador, que indicaba un mensaje nuevo. Apreté el botón, sintiéndome extrañamente excitada. Y sabía el por qué. El mensaje, para mi desilusión, era del hospital. Maldije por lo bajo al darme cuenta de que había olvidado todo el asunto de mi trabajo. Me hice la firme proposición de acudir al día siguiente a la clínica y firmar mi renuncia de una vez por todas. Decidí animarme como casi todas las mujeres lo hacían: comiendo y comiendo. Y
si era algo que añadía cantidades ingentes de calorías al organismo, tanto mejor. Así que saqué una tarrina de helado de chocolate del congelador e hice mi camino de vuelta hacia el sofá, donde me estiré cómodamente. Encendí la tele para distraer mi atención lejos de mis pensamientos mientras engullía grandes cucharadas de helado. Era cierto eso que decían de que el dulce tenía propiedades relajantes.
El día siguiente vino cargado de aburrimiento y de anhelos, aunque yo ignoraba de qué. Me dediqué casi por entero a poner orden a mi siempre revuelto apartamento para mantenerme distraída. Incluso ordené cada cajón, y cuando me encontré, casi por casualidad, con un añejo álbum de fotos, lo solté como si me quemara. Mi padre estaba allí dentro. Una vez que acabé con esa tarea y mi ático pareció algo menos que una selva, pensé en llamar a Ginebra e invitarla a cenar o a ir al cine. Era evidente que no quería estar sola. La soledad, por entonces, me daba mucho margen para pensar. En tan sólo unos días, Violeta había logrado que yo no sintiese tanto placer en mi voluntario retiro. Abandoné la idea de llamar a Ginebra. Me di cuenta de que lo que me apetecía era salir esa noche y tal vez conseguir algo de compañía. No era pecado desear tal cosa, y hacía mucho tiempo que no disfrutaba de otra persona. Con la decisión tomada, me di una larga ducha y me vestí y maquillé con parsimonia y dedicación. Estaba dispuesta a averiguar si mi recién estrenado desparpajo había conseguido vencer mi timidez.
Nada más entrar, las intensas luces de la sala inundaron mis sentidos. Avancé por entre la apiñada muchedumbre, percibiendo los diferentes trazos de perfume, inundada de humo, recibiendo alguna que otra mirada de admiración y de sonrisas que dejaban claras intenciones. Odiaba los lugares cargados de gente, odiaba sentirme observada, pero esa noche no. Esa noche quería que me mirasen, que me tocasen. Que me desearan. Conseguí llegar hasta la barra. Ya me notaba acalorada e incluso podía sentir la espalda húmeda con sudor. Sopesé la idea de no tomar alcohol esa noche, pero al final accedí a mis deseos y le pedí un whisky solo a una casi desnuda camarera con un piercing en la nariz que me sirvió de inmediato. Observé a la camarera y me pregunté si había comprado el vestido o simplemente eran los retales del mismo. "Bonitas piernas", me fijé. Me giré entonces, apoyando un codo sobre la barra mientras escaneaba la zona. Mis sentidos me alertaron de que alguien me estaba mirando. Me giré hacia la izquierda y fui recibida por unos enormes ojos que, a pesar de la distancia, podía jurar que eran verdes. Sin apartar la vista de aquellos ojos, tomé un sorbo de mi bebida y le sonreí
juguetonamente. Recibí otra en aprobación a mis actos y decidí que definitivamente había encontrado algo interesante esa noche y con excesiva rapidez. Giré mi cuerpo para estar completamente de frente. Eso tuvo la recompensa esperada cuando aquellos ojos verdes se acercaron hasta mí. Mucho antes de sentir el calor de su cuerpo, pude distinguir su suave perfume. Me gustó. Definitivamente sus ojos eran verdes. El único saludo fueron las respectivas sonrisas que nos dirigimos. No hay nombres ni hacen falta las palabras cuando dos personas saben lo que buscan. Se reclinó hacia delante y yo me aparté ligeramente asustada por el súbito movimiento. Ella sonrió pícaramente y señaló con el dedo hacia el vaso donde estaban las cañitas, poniendo de manifiesto su intención de coger una para su vaso, así que continuó inclinándose hasta que su cuerpo estuvo totalmente pegado al mío, su pelo cobrizo rozándome un hombro desnudo. Fui consciente de un aliento rozando suavemente mi oreja, de una piel rozando mi brazo y me sentí extrañamente en trance. Casi sin pensar, dejé que mi mano viajara por aquel brazo desnudo desde la muñeca hasta el codo. Bebí el resto de mi copa de un solo trago. Necesitaba ánimos esa noche. No habría lugar para pensar en mi padre o en Violeta. Esa noche era para mí y lo necesitaba. – ¿Quieres otra copa? – me giré hacia ella cuando su voz me alertó. Su voz me pareció dulce. Decidí que me gustaba. – Gracias. – le contesté y ella se giró para pedir. Me fijé en que llevaba unas faldas justo por encima de las rodillas y que la piel de sus muslos parecía ser extremadamente suave. No pude evitar colocar mi mano allí, despacio, para darle tiempo a retirarla si era lo que quería. Ni siquiera me miró. Siguió apoyada en la barra mientras yo alzaba la mano y me encontraba con el extremo de su falda. Se giró hacia mí y se acercó un paso más, de forma que su pierna estaba ahora entre las mías. Colocó el vaso delante de mi nariz y yo lo tomé. – ¿Sabes qué es lo que me ha atraído de ti? – me dijo al oído. Negué con la cabeza y ella se acercó de nuevo para darme la respuesta. – Tu expresión. Nadie debería entrar en un lugar como éste así de triste... Me reí y ella me siguió. – Al parecer ya has logrado que esté de mejor humor... – concedí, hablándole al oído por el ruido que nos rodeaba. Alargó una mano y separó suavemente de mis ojos un errante mechón de pelo. Ese gesto me hizo recordar inevitablemente a Violeta, tan empeñada siempre en atusar la rebeldía de mi cabello. Cerré los ojos con fuerza y saqué cualquier pensamiento de Violeta de mi cabeza. – Salgamos de aquí. – dije con premura. – Hace demasiado calor.
Ella no puso ninguna objeción a mi demanda y me siguió mientras yo luchaba por atravesar la densa muchedumbre. Una vez en el exterior la llevé hasta mi coche. – ¿Te apetece dar una vuelta? – le pregunté. Ella asintió con la cabeza y nos metimos dentro del auto. Lo puse en marcha y salimos rumbo a ningún lugar. Me concentré en la carretera, aunque era
consciente de que la mujer me estaba mirando fijamente. Incluso podía asegurar que estaba sonriendo de medio lado. – Eres una persona extraña... – me dijo. La miré, aprovechando que en esos momentos había tenido que parar frente a un semáforo en rojo. – Lo sé. – confesé. – Suelen decírmelo a menudo. Claro que a los demás les lleva algo más de tiempo llegar a esa conclusión. – Me gusta... – indicó casi ronroneando. – ¿Adónde me llevas? – No tengo la menor idea... – Tampoco es que importe mucho, ¿verdad? Volteé un solo segundo para sonreírle y ella me devolvió el gesto, para poco después colocar una mano sobre mi muslo y acariciarlo. Sentí que inmediatamente algo dentro de mí se encendía y tragué con algo de dificultad. – Quizás deberíamos ir a tu apartamento... – me sugirió cuando se dio cuenta de que yo comenzaba a respirar ruidosamente. Sin decir una palabra, apreté el acelerador y puse rumbo hacia mi ático.
Cuando desperté a la mañana siguiente, lo hice a solas. Ella se había marchado en algún momento de la mañana, puesto que hicimos el amor hasta bien entrada la madrugada, sin que yo me diera cuenta. Respiré hondo y me impregné de su olor. Su aroma estaba en todas partes, en la cama, las sábanas, en mis dedos e incluso en cada parte de mi piel. No recordaba haber hecho el amor tan salvajemente ni haber tenido en la cama a alguien tan complaciente y al mismo tiempo tan insaciable. Los músculos doloridos y cansados de mi cuerpo eran una prueba de ello. Me di la vuelta hasta quedar boca abajo y me enterré en la almohada. Seguí recordando los acontecimientos de la noche previa, demasiado frescos en mi memoria. No estaba muy segura, pero creo que en un momento dado fui capaz de prometerle amor eterno. De haber sido profesora le hubiera dado matrícula de honor a su examen oral... Me reí y volví a darme la vuelta. No recordaba lo bien que podía hacerte sentir un buen polvo al día siguiente, cuando despertabas con sólo la conciencia de haber pasado unos gratos momentos, sin ataduras, sin nada de lo que arrepentirse. Me erguí para sentarme sobre la cama y no pude evitar exclamar un alarido de dolor cuando coloqué todo el peso sobre mis nalgas. En un momento de pasión, ella me había clavado las uñas allí. Tardaría varios días en lograr sentarme derecha... Me levanté dispuesta a darme una larga ducha para borrar todo resto de mi noche de pasión, pero antes de dar dos pasos, mi cuerpo se desplomó sobre el frío suelo. Gemí inconsolable y di gracias de estar sola. Me quedé estirada allí mientras daba coces intentando desenredar mi pie izquierdo de la sábana. Pensé que había días en los que era mejor no poner un pie fuera de la cama. Esperaba que aquel no fuera uno de ellos. “Torpe”, me regañé a mí misma.
El jueves me descubrí mirando fijamente el teléfono sin atreverme a descolgarlo y realizar esa llamada con la que había estado suspirando los días anteriores. Se suponía que Violeta había regresado de su viaje el día anterior y que ya tenía vía libre para llamarla, pero no quería parecer demasiado ávida por verla de nuevo, a pesar de que era así como me sentía en realidad. Cada vez que me acercaba al aparato mi corazón martilleaba a tanta velocidad que incluso llegaba a marearme. Suspiré pensando en lo inepta que era. Una simple llamada y parecía que era un asunto de vida o muerte. Justo cuando logré recolectar todo mi valor, que era más bien poco, y me disponía a descolgar el auricular, el teléfono sonó asustando hasta la última fibra de mi ser. Lo descolgué y carraspeé antes de responder. – ¿Diga...? – dudé. – Vaya, me alegro de comprobar que vuelves a estar comunicada con el mundo exterior. – la voz de Violeta sonó burlona. Cerré los ojos con fuerza y respiré despacio. La había echado inmensamente de menos. – ¿Jimena? – dijo preocupada al no obtener ninguna respuesta de mi parte. – ¿Qué tal el viaje? – me apresuré a decir. – Aburridísimo. Hubo otro silencio entre nosotras, y a pesar de que intenté romperlo, no se me ocurrió nada coherente. Todo lo que mi mente podía elucubrar eran las palabras “Violeta” y “felicidad”. – ¿Ocurre algo? – volvió a inquirir con el mismo desasosiego. – No. – No habrás vuelto a beber, ¿verdad? – No... – suspiré. – ¿Es un mal momento? – cuestionó con cuidado. – En realidad estaba sentada frente al teléfono desde hace demasiado tiempo,
intentando encontrar el valor para llamarte... Un instante en el que supuse que estaba asimilando la información. – ¿Hace falta valor para hacer eso? – Para mí sí. – afirmé con vehemencia. – ¿Por qué? – No lo sé. Supongo que me importa demasiado lo que pienses de mí. – admití con algo de vergüenza. – No quería parecer ansiosa... – Yo también te he echado de menos, Jimena. – dijo simplemente, poniendo voz a lo que yo no quería pronunciar. Apreté con fuerza el auricular, negándome a asimilar aquellas palabras como algo más que palabras. Pero todo sonaba completamente diferente cuando era Violeta quien lo pronunciaba. – Pensaba invitarte a cenar esta noche en mi casa... Podríamos pedir pizza o algo así. Por supuesto, a menos que ya tuvieras planes. Me reí. Me hizo gracia que ella pudiera pensar que yo tuviera planes. Como si mi
patética vida social diera para mucho. – No, no tengo nada mejor.... – subrayé la palabra para más énfasis. – que hacer. Y me parece una buena idea lo de las pizzas. – Estupendo. Apunta la dirección. Mientras me daba los datos y yo los apuntaba en un improvisado papel me di cuenta de lo cerca que había estado de mí todos estos años y nunca habíamos coincidido. Ella vivía tan sólo a unos veinticuatro kilómetros de mí. – ¿La tienes? – Sí. – De acuerdo. Te espero a las siete entonces. – Hasta luego. La línea quedó muerta tras mis últimas palabras. Me estiré en el sofá observando el techo con detenimiento mientras pensaba que esa misma noche iba a cenar en casa de Violeta. Casi podía imaginar que era una cita. “Las amigas no tienen citas”, me recriminé a mí misma poniéndome de pie de un salto. De repente me
había invadido la imperiosa necesidad de pensar con detenimiento lo que me iba a poner para la ocasión. Observé mi guardarropa durante algunos momentos. Supuse que lo mejor sería llevar algo cómodo. Violeta me conocía demasiado bien como para saber que yo prefería esa clase de ropa. Un jersey de cuello alto azul marino y unos pantalones de pinzas de color negro fueron mi elección final después de pensarlo resueltamente en la ducha. Me costó mucho más trabajo intentar acomodar la rebeldía de mi cabello hasta hacer que, por fin, pareciera que lo llevaba peinado. Luego me apliqué una pequeña base de maquillaje para esconder mis ojeras junto con un breve toque de color a los labios. De repente parecía un ser humano otra vez.
El lugar donde residía Violeta era un edificio de unas doce plantas, cerca de uno de los mayores centros comerciales de la ciudad. Saludé al conserje nada más entrar en la luminosa sala de entrada, quien no me quitó la vista de encima los diez segundos que me tomó esperar al ascensor. Llegué hasta su puerta y tomé una honda inspiración. De alguna forma tenía que calmar los nervios que se habían apoderado de mí. Toqué con los nudillos suavemente y esperé tan sólo unos segundos. – Hola. – me saludó una complaciente Violeta nada más abrir la puerta. A su saludo añadió un cálido beso en una de mis mejillas al que yo correspondí con demasiada buena gana. – Hola... – murmuré casi sin aliento. Le alcancé la botella de vino elegantemente empaquetada que yo había comprado
de camino a su casa. Ella la aceptó con sonrisa pícara y siguió mirándome con intensidad. – Estás muy guapa. – me dijo, apreciando con ello mis esfuerzos por mejorar mi aspecto. – Gracias. – Supongo que no habrás tenido problemas para encontrar el lugar... – repuso, cerrando la puerta tras de sí y ocupándose de mi chaqueta de cuero, la cual colgó de un perchero. – No. Aunque no tenía la menor idea de que vivías tan cerca de mí. – Tan sólo hace dos años que me mudé. Me adentré en los dominios de Violeta con hambre de descubrir por primera vez cómo era el lugar donde ella vivía. Para ser una persona que pasaba tiempo limitado en su casa, aquel apartamento estaba lejos de ser impersonal. Lo primero de lo que te dabas cuenta era de que en realidad era mucho más grande de lo que pudiera parecer. El salón lo había decorado en tono pastel, con macetones de plantas a cada esquina. En el centro, un enorme equipo de televisión y estéreo y en una de las paredes una enorme estantería repleta de libros, discos y adornada con figuritas de todo tipo. Un tresillo de cuero negro completaba el mobiliario de la sala. Otro detalle que no me pasó desapercibido era que no había ni una sola fotografía en todo el lugar. Ni siquiera de ella misma. – Hace dos años... – murmuré por lo bajo, recordando lo último que me había dicho. – Exacto. El mismo tiempo que ha pasado desde la muerte de mi padre. La miré. – Me dejó todo lo que tenía. Supongo que prefirió dejárselo a una hija a la que odiaba pero que llevaba su sangre que a cualquier otra persona. Tardé menos de una semana en venderlo todo. Espero que se esté revolviendo en la tumba... – dijo con inmensa amargura. Eso explicaba el hecho de que pudiera costearse un apartamento de aquel calibre. Me permití esbozar una sonrisilla casi imperceptible. Violeta siempre tuvo claro que las cosas que la vida te regalaba había que aprovecharlas. Ella había tomado el dinero de su padre como una recompensa a todo el sufrimiento que él le había infringido a lo largo de aquellos años. – Lo único bien que hizo fue morirse, y yo ni siquiera estaba allí para verlo... – Violeta... – la llamé sabiendo hacia dónde habían ido sus pensamientos. – Lo siento... – suspiró. – ¿Quieres ver el resto de la casa? – Por supuesto. Violeta me enseñó el resto del apartamento con orgullo. Su habitación fue, de todo, lo que más me llamó la atención. Estaba impregnada de su inconfundible olor y nada más entrar, sentí deseos de no volver a salir jamás. – Jimena... ¿estás bien? – me preguntó, notando mi repentina y breve indisposición. – Sí. – ¿Tienes hambre? Podríamos ir pidiendo las pizzas ya, si te apetece. – ¿Qué tal una copa de vino antes? – pedí casi en clemencia. Yo sabía que una copa podía calmar mis repentinos nervios.
– Está bien, pero sólo una.
Yo hice rodar los ojos y ella se rió, dándose la vuelta para dirigirse a la cocina. La seguí desde muy cerca. Violeta sacó dos copas de cristal y con gran destreza descorchó la botella. Me acercó una de las copas y yo tomé el primer sorbo con avidez. Ella no había parado de sonreírme un instante y yo ya estaba empezando a sentirme como si pudiera volar. – Está muy bueno... – dijo tras su primer trago. – Cuéntame, ¿qué has hecho estos días? – Nada en especial. Me he dedicado a ordenar mi casa, ¿puedes creerlo? – ¿En serio? – soltó una carcajada. – Es increíble lo que puede hacer el aburrimiento... Me indicó con la cabeza que la siguiera y me llevó hasta el salón, donde nos sentamos en su cómodo sillón de cuero, lado a lado. – ¿Y tu viaje? Por lo que me dijiste, al parecer no te lo pasaste muy bien. – Estaba lloviendo. Siempre llueve en esa ciudad. Por cierto, te he traído algo, es una tontería, pero estaba paseando por mi hotel, entré en una tienda de souvenirs y me acordé de ti. Se levantó y la vi acercarse a su bolso de donde sacó una bolsita pequeña que me ofreció nada más retomar su asiento. – Toma. Abrí la bolsita y miré en su interior para descubrir una réplica en miniatura del Big Ben. Sonreí. Ella se había acordado de mí. – Gracias. – musité encantada. – De nada. Es una tontería pero, al parecer, eso es lo que se suele regalar. Te prometo que la próxima vez que vaya a París te traeré una Torre Eiffel. – Me gusta. Gracias por acordarte de mí. Sonrió complacida por mi respuesta y se apoyó en el respaldo, pasando un brazo por encima, justo detrás de mi cabeza. Ambas nos miramos fijamente durante unos breves instantes y yo no pude evitar acercarme para plantarle un beso en la mejilla, tan breve que apenas rocé la piel de su rostro. Aún así, me pareció que ella contuvo la respiración. – ¿Cómo está Ginebra? – me preguntó una vez que hube recuperado mi posición inicial. – Me llama casi todos los días, a veces incluso más de una vez. Ella dice que está bien, pero yo sé que está pasando por unos momentos muy duros. – Siento oír eso. – me dijo con sincera pena en la voz. – Yo aún no termino de creerlo, ¿sabes? Es como si esperara que mañana me llame y me diga que han arreglado las cosas. – Siempre hay posibilidades de que eso ocurra... – me aseguró, palmeándome el muslo. – Al final tendré que darte la razón... – ¿La razón sobre qué? – Sobre lo que me dijiste una vez de que el amor es sólo una ilusión. – afirmé. Violeta suspiró y se pasó una mano por el pelo, colocando unos fugaces mechones tras la oreja. – No necesariamente tiene que pasarte lo mismo que a tu hermana. Puede que tú sí
que encuentres a alguien a quien amarás el resto de tu vida. – Y tú también... – añadí, muy segura de mí misma. Eso atrajo la curiosidad de Violeta, que me miró bajo un denso velo de sospecha. – Tienes más esperanzas en mí de las que yo misma tengo. Curioso. – remarcó, fingiendo indiferencia. – No veo por ningún lado una fotografía, ni nada que indique que estás con alguien... – Puede que eso sea un lastre para cuando sea vieja y la soledad me atormente, pero ahora mismo es algo que no me preocupa. – Siempre tan fría y tan indiferente con todo... – murmuré, tomando un largo sorbo de vino. – ¿Te parezco alguien frívolo? – ¿Te das cuenta de que solemos acabar hablando de lo mismo siempre? – observé, levantando ambas cejas. – Al menos es un buen tema de conversación. Sería un tormento hablar de fútbol, por ejemplo. – ¿Qué tiene de malo el fútbol? – bromeé, fingiendo falsa indignación. – Pues que es aburridísimo, sin más. Con eso, se acercó a la mesa y llenó ambas copas de nuevo. – Pensé que habías dicho que sólo habría una para mí... – Hoy me has pillado de buenas. – me contestó agudamente. – Me controlas demasiado. – Alguien tiene que hacerlo, ya que tú no pareces muy dispuesta. Fruncí el ceño con disgusto y me revolví en mi asiento intentando digerir sus últimas palabras. Todo ello bajo su atenta mirada, parecía estar esperando mi reacción. – Al parecer crees que tengo un serio problema con la bebida, y te diré que no he... – No quiero volver a verte así. – me interrumpió muy seria. – Me dolió haberlo hecho. – ¿Tan importante soy para ti? – me atreví a preguntar. – Sí. Mi corazón perdió un latido entonces. Sentir que era importante para ella era el mejor regalo que podía darme en aquellos momentos. – Algún día estaremos preparadas para descubrir qué es lo que ocurre entre nosotras. – admití seria. – Algún día... – suspiró. – Por ahora, voy a llamar a la pizzería. No sé tú, pero yo me muero de hambre. Se levantó del sofá y yo inmediatamente sentí la ausencia de tibieza que me otorgaba su cercanía. – ¿Alguna preferencia? – me preguntó. – Que tenga atún. – De acuerdo. Observé su esbelta espalda mientras hacía la llamada. Yo intentaba calmar mi interior en un intento por evitar que mis sentimientos se desbocaran demasiado y me hicieran hacer o decir algo fuera de lugar. Sabía que Violeta confiaba en mí y
yo no podía traicionar de ninguna manera esa confianza. La oí encargar el pedido y dar la dirección con voz diligente. – ¿Qué tal algo de música? – me sugirió una vez que completó su tarea al teléfono. Me encogí de hombros y ella se acercó hacia su equipo de música. Breves momentos después, la voz rasgada de Francisco Céspedes inundó la estancia. Me arremoliné en mi asiento, echando la cabeza hacia atrás permitiendo que la música terminara de relajar mi cuerpo. Violeta se unió a mí entonces, sentándose demasiado cerca para su seguridad. Seguí el movimiento de su mano cuando la alzó para apartar unos mechones de cabello de mi frente. – Tienes pinta de turista... – me dijo riendo suavemente. – Lo sé. No es la primera vez que me dicen algo así. Ella siguió trazando con las yemas de sus dedos una mejilla. – ¿Ocurre algo? – dije, observando la expresión de concentración de Violeta mientras me acariciaba. Era como si se hubiese ido a miles de kilómetros de allí. Mis palabras también rompieron nuestra conexión y ella apartó la mano casi bruscamente. – No... – ¿En qué estabas pensando? – inquirí con una ceja alzada. – En nada en particular... – comentó ausente mientras bebía de su copa. – Entonces pensabas en mí... – ¿Desde cuando eres tan perceptiva? – preguntó divertida. – Desde que has empezado a mirarme diferente... Violeta se quedó seria. – ¿Piensas que te he traído aquí por alguna oscura razón? – No. Pero ya que has sacado el tema, me gustaría saber porqué. – No creo que sea algo muy descabellado invitarte a cenar... – dijo levantando ambas cejas para dar mayor relevancia a la frase. – Como tampoco lo es que disfrute de tu compañía. No había que ser muy listo para percibir que el ambiente, por alguna razón, empezaba a mostrarse algo tenso. Quizás era porque a ninguna de las dos se nos olvidaba la profunda atracción que yo sentía hacia aquella preciosa mujer. – ¿Te hace sentir incómoda el saber lo que siento por ti? Violeta abrió los ojos tanto como sus párpados se lo permitieron. La cuestión la había cogido por sorpresa. – ¿A qué viene esa pregunta? – inquirió ceñuda. – A que nunca he sabido si eso te molestaba. – ¿Y qué es exactamente lo que sientes por mí? Suspiré. Si necesitaba oírlo de mi propios labios se lo diría, aunque yo sabía que ella era muy consciente de que yo la deseaba con cada poro de mi piel. Debía de ser alguna artimaña para reafirmar de alguna manera su ego. – Sigo deseándote, a pesar de todo... – dije casi en un murmullo. Esta vez no bajé ni aparté la vista tímidamente, sino que me obligué a mirarla a los ojos para observar su reacción. – No me molesta. – dijo simplemente. – Me alegro. Necesito ir al servicio. Si me disculpas...
– Claro.
Me levanté del sofá y me dirigí hacia el baño sintiendo la mirada de Violeta en mi espalda. Cuando volví a aparecer en el salón la encontré atendiendo la llamada que unos instantes antes había sonado. Al pasar a su lado cogí un breve trazo de la conversación. Ella le estaba diciendo a quien quiera que fuese que el día siguiente le parecía ideal. No me quedé lo suficiente para descubrir qué era eso que le parecía tan estupendo y, por el contrario, me acerqué a una de las estanterías para darle algo de privacidad. Algo llamó mi atención de allí y tardé muy poco en tener lo que parecía ser un viejo álbum de fotos en las manos. Iba a abrirlo cuando la voz de Violeta sonó desde detrás de mí. – Es lo único que quise conservar de mi antigua casa. Me giré rauda. – ¿Puedo? – Por supuesto. Sentémonos y así podremos mirarlo juntas... Hice lo que me dije y al momento siguiente ambas nos habíamos acomodado nuevamente en el sillón. Me vi obligada a posponer mi curiosidad cuando el timbre de la puerta sonó. – Estupendo. La cena. Violeta se encargó de recibir el pedido y de acomodar unos pequeños platos y cubiertos sobre la mesita del café, además de rellenar las copas de vino. Últimamente estar en presencia de Violeta y la emoción que eso conllevaba me quitaba las ansias de comer. Lo comprobé cuando, después de tres trozos de pizza, me vi incapaz de tragar un solo bocado más. Violeta también se dio cuenta de este detalle. – ¿Es que estás a dieta? – me preguntó aún masticando cuando me vio abandonar los cubiertos sobre el plato. – No. – ¿Qué fue de tu legendario apetito entonces? – La pizza no es que sea uno de mis platos favoritos... – mentí. Me arrepentí de ello inmediatamente. – ¿Y por qué no lo dijiste antes? Hubiéramos pedido comida china o cualquier cosa. Será porque no hay restaurantes de todo tipo en esa maldita ciudad... – alegó demasiado exaltada. – Violeta, no es eso... Mi estómago sigue rebelándose contra mí estas últimas semanas y no quiero forzarlo mucho. – Espero que me estés diciendo la verdad. Aunque no me extraña que te pase eso, teniendo en cuenta cómo has tratado a tu cuerpo últimamente... – Ya he recibido más de una queja por tu parte de ese asunto. – la interrumpí. – Y ya se acabó la bebida para mí. Me miró sospechosamente pero no dijo nada más, dándome con ello un ligero margen de confianza. Poco después ella terminaría su propia cena y recogió prestamente los restos. Mi atención volvió hacia el álbum de fotos. Estaba extrañamente deseosa de verlo. Tenía curiosidad por descubrir si en su interior habitaban fotos de Violeta siendo una niña o de, si incluso, contenía instantáneas de su hermana fallecida.
– De acuerdo. – se sentó a mi lado por enésima vez. – Ya veo que no hay nada que
te interese más que ver lo que ese viejo álbum esconde. – ¿Tan evidente soy? – Para mí sí. Cogió el deseado objeto y lo abrió por la primera página. Yo me acerqué aún más a ella para tener una mejor perspectiva del asunto, con lo cual estábamos hombro con hombro. – Ten. Sujétalo tú, así no tendrás ningún problema. – concedió Violeta. Intercambiamos posiciones con la variación de que ella se apoyó sobre una mano en mi muslo. Tan cerca estaba que pude sentir su aliento en mi mejilla. Se inclinó levemente y yo eché un rápido vistazo al escote que permitían los últimos botones de su camisa. Me volví rauda cuando ligeramente logré avistar el inicio de sus senos. Demasiado para mi pobre voluntad. La primera foto en blanco y negro era de un precioso bebé de pocos meses, rechoncho y sonriente. – ¿Eres tú? – pregunté. Por el rabillo del ojo la vi asentir. – Te gustaba comer, por lo que veo... – bromeé. – Y eso que aún no has visto unas que me tomaron algunos años después... – ¿Estabas gorda? – pregunté con asombro, girándome hacia ella. Por primera vez fui consciente de cuán cerca estaba de mí. – Y era bastante fea, además... – Eso sí que no me lo creo... – añadí moviendo negativamente la cabeza. – Sólo tus ojos ya te hacen merecedora de cualquier calificativo menos ése... – ¿En serio...? – dijo en tono meloso, cosa que hizo que mi cuerpo temblara de la cabeza a los pies. – Sí. – tragué con dificultad y pasé a una segunda hoja. – Alicia... – me informó aunque yo ya lo había deducido al ver la instantánea de una niña de unos ocho años. – Se parece a ti. – Ella era mucho más guapa que yo... Violeta pronunciaba las palabras despacio, con inmensa tristeza. Tal vez no había sido una buena idea, después de todo, abrir aquel álbum lleno de duros recuerdos para ella. – ¿Quieres que lo dejemos? – pregunté cauta. – No, adelante. Pasé la hoja y encaré un par de fotos de Violeta, pero era una Violeta que bien valía por dos. – ¡Oh, Dios mío! – exclamé sin poder evitar reírme. – Te lo advertí... Me giré hacia ella y ella levantó el rostro hacia mí. La risa se disipó en un segundo. Carraspeé y devolví mi atención a lo que tenía entre manos, que era lo único que me daba cierto espacio para no pensar en la cercanía de Violeta y en su mano sobre mi muslo. ¿Por qué tenía que ser tan malditamente bella? ¿Por qué no podía dejar de desearla con todas mis fuerzas, aún sabiendo que eso no me aportaba otra cosa que dolor?
Ella comenzó a parlotear sin descanso. – En el colegio me llamaban albóndiga. Los niños a veces podían ser muy crueles... Aunque a mis espaldas, claro. Yo era mucho más grande que la mayoría y, en cierta, forma me tenían miedo... Mientras la oía hablar, comencé a ponerme cada vez más nerviosa. El corazón me latía sin orden ni concierto a la vez que las manos empezaban a temblarme. Estaba segura de que si Violeta dejaba de hablar notaría al instante el frenético movimiento de mi pecho al respirar. Ella estaba tan cerca, tan cerca... – ... más de una vez regresé a casa sangrando por la nariz por alguna pelea en la que me había metido... Eso sin contar mi tendencia a escalar todo lo que levantara más de un metro del suelo... Apreté las mandíbulas y me llamé al sentido común, pero mi sentido común se había evaporado junto con mi voluntad. Así que me giré rauda e hice lo que deseaba y necesitaba, incluso más que respirar. Violeta no se movió cuando mi boca cubrió la suya. Quizás no le di tiempo a que lo hiciera. Tan rápidos fueron mis movimientos que incluso a mí me sorprendieron. Cerré los ojos con fuerza y comencé a mover los labios absorbiendo el sabor de los suyos, consciente de que tendría muy poco tiempo antes de que Violeta se apartara. Lo que nunca esperé fue que ella comenzara a mover los suyos en sintonía. Me permití probar con mi lengua y lamí su labio inferior tentativamente. Cada uno de mis sentidos a punto de explotar cuando me permitió adentrarme en el oscuro rincón de su boca. “No permitas que me muera, no ahora...”, recé interiormente a
un Dios en el que apenas creía, al sentir que la vida se me escapaba de puro placer. Sentí que Violeta se inclinaba hacia delante para añadir más presión al beso. Sus labios comenzaron a cubrir los míos con hambre y su lengua se encontró con la mía a medio camino. La urgencia por asistir a mis pulmones con nuevo aire fue lo único que consiguió apartarme, pero lo hice lentamente, liberando poco a poco uno de sus labios de entre mis dientes. No estaba preparada para abrir los ojos, aún así lo hice. Violeta me miraba de forma extraña, con los labios aún entreabiertos. La realidad y la noción de lo que yo acababa de hacer me golpeó de repente. Me levanté del sillón asustada. El álbum cayó a mis pies ruidosamente, pero ninguna de las dos pareció reparar en este hecho. ¿Qué has hecho?, repetía mi mente una y otra vez, embargándome con un sentimiento de culpa difícilmente de soportar. – Lo siento... – dije con esfuerzo, aunque el tono ronco por el deseo de mi voz confirmó justo lo contrario. La miré gritándole mudamente que dijera algo, cualquier cosa con tal de que dejara de mirarme de aquella forma. La última vez que yo había hecho algo así había provocado que Violeta huyera de mi lado. Un castigo demasiado imposible de soportar una segunda vez. Era dolorosamente evidente que Violeta no estaba dispuesta a decir una sola palabra, y aún existía la duda de que si lo hiciera a mí me agradara tal respuesta,
con lo cual recogí los restos que quedaban de mi autoestima e hice lo único que se me ocurrió que fuera lo correcto. Me dirigí hacia la puerta y recolecté mis pertenencias antes de abandonar el apartamento. No oí ni sentí ningún vestigio de que ella quisiese realizar cualquier mínimo intento por hacerme desistir. Por entonces, y durante mucho tiempo después, un único pensamiento rondando mi cabeza. Casi podía asegurar, a menos que tuviera la valentía de volver a mirarla a los ojos, que había visto a mi eterna y bella Violeta por última vez.
La lluvia pegaba con fuerza en el cristal de las ventanas. A mi pésimo estado de ánimo se había unido las inclemencias del tiempo. La noche me había abrazado sin darme cuenta habiendo pasado todo aquel día sumida en mis pensamientos sobre Violeta. Mi mente se empeñaba en recrear una y otra vez mi error, me atormentaba con la necesidad de arreglar lo que mi irreprimible deseo había implantado. Sentada en el sofá intentaba dejar de pensar en lo que había ocurrido el día anterior. Pero no lograba sacarme a Violeta de la cabeza. Me reí dolorosamente. Eso era algo que no había logrado en años, no sé porqué estúpida razón pensé que sería capaz de hacerlo en esos momentos. Tenía que decírselo, por una vez en mi vida sentí que tendría la valentía suficiente como para hacerlo. Si lo dejaba pasar estaría perdida para siempre. Lo sabía. De alguna forma ella me ayudaría a superarla, me ayudaría a dejarla ir, quizás incluso a sacarla de donde tan pertinazmente se me había metido. ¿Qué le diría?: "Violeta, eres mi vida entera". Me daba la sensación de que esa frase, además de cursi, era fútil. No soportaría que se riera de mí, a pesar de que dudaba mucho de que fuera capaz de hacer tal cosa. Ella me había demostrado que realmente sentía aprecio por mí. Pero no amor. No amor. Eso era tan fácil decirlo, pero tan difícil de creer. ¿Cuánto tiempo seguiría fantaseando con el hecho de que Violeta algún día se daría cuenta de que me amaba tanto como yo a ella? Creía seriamente que me llevaría ese deseo a la tumba. Era estúpido pensar en eso. Una locura. Ella había tenido demasiado tiempo para descubrir que me amaba como yo para intentar olvidarla. Supuse que las dos habíamos fallado. Me levanté del sofá, estaba cansada de estar sentada. Di unos cuantos pasos en círculo, buscando la calma que sabía de antemano que no lograría. Su nombre se repetía en mi interior como un constante martilleo, haciéndome desear poder arrancarme los sesos. ¿Por qué? Ésa fue la pregunta y mi respuesta. En un arrebato repentino, salí por la puerta de mi casa. Ni siquiera esperé al ascensor. Corrí escaleras abajo como si mi alma estuviera poseída y no fuera mía
nunca más. Llegué hasta la calle. Fue entonces cuando me di cuenta de que había salido sin ningún tipo de abrigo, y que me calaría nada más dar dos pasos. No me importó en absoluto. Sabía que no podía perder tiempo sacando mi coche del garaje, por lo que me decidí por un taxi. Me acerqué hasta el extremo de la acera para intentar parar uno. Había poca gente en la calle, nadie se atrevía a salir con una tormenta así. Los pocos que se cruzaron en mi camino se alejaron lo que pudieron de mí, confundiéndome seguramente con una loca. Quizás había perdido el juicio después de todo. Por alguna intervención divina, un coche público se acercó y atendió mi urgente llamada. Me subí al asiento de atrás, totalmente empapada y le di las instrucciones al taxista como si la vida se me fuera en ello. Noté que, mientras ponía el taxi en marcha, me miraba con curiosidad por el retrovisor. – ¿Puede ir un poco más rápido? – le pregunté cuando me di cuenta de que su atención estaba más dirigida a mí que a la carretera. – Eso no será posible. – me contestó serio. – Está lloviendo demasiado y la carretera está mojada. Es muy peligroso conducir a mucha velocidad en estas condiciones. No dije nada más, me arremoliné detrás y esperé. Tras unos quince minutos, el taxi se paró del todo. Me acerqué al conductor para preguntarle. – ¿Qué pasa? – Caravana. – me señaló con el dedo. – ¿Ve aquellas luces? Me fijé en lo que me dijo acercándome cuanto pude hacia delante y pude observar las intermitencias propias de una ambulancia. – Creo que ha habido algún accidente... – anunció el taxista tranquilamente. – ¡Maldita sea! – grité desesperada. Me saqué el dinero del bolsillo de atrás y le di todo lo que tenía sin importarme. Abrí la puerta y me eché a correr bajo la mirada extrañada del pobre hombre. En pocos segundos me acerqué hasta el lugar del accidente. Había muchas personas, entre curiosos y accidentados, arremolinados en las aceras. Me abrí paso como pude, ignorando las protestas que me gritaban aquellos a los que yo empujaba para poder pasar. Corrí y corrí sin saber siquiera de donde sacaba las fuerzas. La lluvia apenas me dejaba ver nada, pero yo seguía mi rumbo por instinto. Sólo quedaba un pequeño tramo y yo tenía prisa por recorrerlo. Tanta era mi premura, que al intentar esquivar a una pareja que se refugiaba bajo el mismo paraguas, resbalé y fui a dar contra una farola. Me recuperé lo más rápido que pude del golpe, frotándome el lugar de mi frente con el que había frenado. Pensé, maldiciendo a la inanimada torre de metal, que en la vida de cualquier persona siempre había una farola en el peor lugar y en el peor momento. La pareja detuvo su paso para preguntarme por mi estado, pero yo ya había echado a correr nuevamente. No sé cuanto tiempo estuve corriendo, cinco minutos, diez, quizás más, pero llegué. Ya divisaba el edificio de Violeta, y cuanto más cerca estaba, más acelerado batallaba mi corazón contra mi pecho. Entré en la recepción, desacelerando el paso. El conserje me miró con el ceño fruncido mientras yo pasaba de largo y mis zapatillas caladas chirriaban contra el
parqué. Presioné el botón del ascensor varias veces, como si con ello consiguiera que acudiera a mi llamada más prestamente. Las puertas se abrieron para mí y me adentré en la cabina, apoyándome enseguida contra la pared después de pulsar el número del piso de Violeta. Mi respiración aún estaba entrecortada y al mirar al suelo noté el pequeño rastro de agua que mi ropa y mis zapatillas estaban dejando allí. Me di la vuelta para mirarme en el espejo y ahogué un grito de alarma cuando vi una línea roja que resbalaba desde uno de los laterales de mi cabeza, la sien y una de mis mejillas. Intenté borrar cualquier rastro de sangre con la mano, pero seguía brotando. Mi aspecto, francamente, era demasiado crudo. Las compuertas se abrieron entonces y yo me decidí en dos segundos. Los mismos que me tomaron llegar hasta su puerta. Respiré hondo y toqué suavemente. Conté hasta diez, pero no hubo una respuesta a mi llamada. Volví a tocar, esta vez más consistentemente. Luego unos pasos que se acercaron y la puerta se abrió. Violeta dejó escapar una exclamación al verme. – ¡Dios mío! – gritó. – Violeta... – comencé yo, sin querer perder el tiempo por si me arrepentía de hacer lo que me había traído hasta allí en el día más tormentoso del mundo. – ¿Qué te ha pasado? – se acercó a mí y me apartó el pelo de la frente para observar el alcance de la lesión. – Resbalé. – dije simplemente. – ¿Puedo pasar? – Sí... – dudó. – Entra. Me adentré en su apartamento y la esperé. Violeta se acercó hasta mí por detrás y yo me di la vuelta. Fue entonces cuando me di cuenta por primera vez de que ella no llevaba nada más que una camisa que apenas le llegaba por encima de las rodillas. ¿Qué demonios hacía ella, con aquel frío, medio vestida con una simple camisa? Una camisa que además era demasiado ancha para ser suya. Y demasiado masculina... La realización de lo que allí había estado pasando me llegó tan de repente que me tambaleé. Violeta me sujetó por los codos. – ¿Estás bien? – me preguntó muy preocupada. La miré y pude oler en ella algo diferente, un olor que no era el suyo. Me deshice de su agarre bruscamente, mi alma ya oscurecida de rabia, y me aparté de ella como si tuviera la peste. – No estás sola, ¿verdad? – dije sin apenas despegar los labios. Violeta no respondió, simplemente bajó la vista. Yo había ido allí a descubrirle mis sentimientos, a arriesgar todo lo que yo poseía simplemente porque ya no soportaba sufrir mi amor a solas. Ella tenía derecho a saberlo, como lo tenía yo a saber si era merecedora de alguna esperanza. La habría esperado toda mi vida, y las siguientes vidas posterior a ésa. Violeta era eterna para mí. Un repentino dolor y la autocompasión anegaron mis sentidos. Tenía que salir de allí como fuese. Ya había hecho el ridículo y ahora era el momento de salir mientras tuviera fuerzas para ello. Por segunda vez en muy poco tiempo, la
urgencia de huir del lado de Violeta era insufrible. – Tengo que irme. – le anuncié. – Espera... – me dijo y yo podía jurar que su voz estaba atorada, como con dolor. – No. Tengo que irme. – repetí, casi para mí misma. Abrí la puerta y eché a correr. Sentí que Violeta me seguía. – ¡Jimena! – me llamó y aceleré el paso. – ¡Jimena! Golpeé el botón del ascensor varias veces con furia. Ella llegó hasta mí. – Jimena, por favor. No te vayas. Tenemos que hablar. – Vuélvete, Violeta. ¡AHORA! – grité la orden desesperada. preguntó ignorándome. Al contrario de mí, su voz – ¿A qué has venido? – demasiado calmada. – Dímelo, por favor. – Te lo suplico. Esta vez te lo suplico con todas mis fuerzas. Vete. La cabina se abrió para mí y entré en ella buscando refugio. Bajé la cabeza y antes de que las puertas se cerraran del todo, pude observar por el espejo a Violeta aún en el mismo sitio, mirándome con la expresión más triste que había visto en mi vida. Sabía que no tenía derecho alguno a reprocharle nada. Pero eso no quería decir que no me doliera comprobar que en su vida no había sitio para mí. Días antes mi cama también la había ocupado otra persona. ¿Cuál era la diferencia? La diferencia, tuve que admitir, es que ella, cuando cerraba los ojos, no me veía a mí. Me volví a mi casa a pie. La lluvia siguió castigándome incluso con más dureza que antes. Al llegar a mi ático, estaba aterida de frío, temblando descontroladamente y con un dolor de cabeza que obnubilaba mis sentidos. Me deshice de toda la ropa húmeda y decidí tomar un baño caliente para entrar rápidamente en calor. Metida en la bañera, con el agua hirviendo brotando del grifo, pensé en lo que acababa de ocurrir. Todo era culpa de mi empecinamiento. ¿Porqué no podía dejar ir a Violeta? ¿Por qué? Hace ocho años me había resignado. Entonces supe que la seguiría amando, pero nunca esperé que eso cambiara. Sin embargo, ahora yo misma me había metido en un pozo demasiado profundo. No había manera posible de que saliera de él sin sufrir amargamente. Pero ya estaba agotada. Inmensamente agotada de librar una batalla que estaba perdida desde el principio. Ella se había alejado de mí una vez y ahora sería yo quien optaría por esa solución. Dejaría aquella ciudad. La haría desaparecer de mi vida como fuera. En mi vida había estado tan decidida a lograr algo como en aquellos momentos. Violeta me había dicho que las cosas se logran cuando se lucha por ellas. Yo aceptaba mi derrota ahora. Pero ya no quería seguir siendo una perdedora. Me froté el cuerpo frenéticamente, como si de esa forma pudiera arrancarla de mí. Para siempre.
Me apeé del coche a la mañana siguiente y entré en el que había sido mi hogar
durante mucho tiempo. Todo allí seguía igual que siempre. Nada más alcanzar el interior el inconfundible olor a flores recién cortadas me dio la bienvenida junto al sonido del enorme reloj de cuco del salón. Inmediatamente, Lourdes, nuestra cocinera, salió a recibirme. La vi acercarse, con su delantal, sonriéndome. No la recordaba con tantas canas. Supuse que el tiempo no perdona a nadie. – ¡Jimena! – me dijo, dándome un enorme abrazo. Era la primera vez que pisaba la casa después de la muerte de mi padre. Casi me sentía extraña dentro de aquellas paredes, a pesar de todo. – Pensé que eras tu madre... – ¿No está ella en casa? – No. Salió bien temprano esta mañana. La oí decir algo de ir al cementerio, pero supongo que está a punto de volver. Ya casi es la hora del almuerzo. – Entonces la esperaré. – repuse. Me echó un largo vistazo de arriba abajo. – Estás más delgada que la última vez. Apuesto a que ni siquiera comes en condiciones. Le sonreí, recordando la obsesión de aquella rechoncha mujer por la comida y la buena alimentación. – Sabes que no lo hago desde que me fui de casa. No hay nada que se pueda comparar con tu cocina. – Aduladora... – me palmeó el brazo. De repente se puso seria. – ¿Cómo estás, niña? – Sobrevivo. Ésa es la verdad. – Puedo adivinarlo por tu expresión. No hay nada en ella sino desaliento. – Es difícil. – le confesé. – Lo sé. – Voy al invernadero. Hazme el favor de decirle a mi madre que la estoy esperando. – Lo haré. ¿Quieres que te lleve algo? ¿un té o un refresco? ¿Pido un servicio para ti en la mesa? – No, gracias, Lourdes. Sólo avísala de que estoy allí cuando regrese. – De acuerdo, niña. Pasé al lado de la cocinera, dejándola negando con la cabeza ante mi crudo aspecto. Me dirigí hacia la puerta trasera, la que me daría acceso a la parte de atrás de la casa. Empujé, como tantas otras veces, la enorme y pesada verja de hierro. Nada más pisar la pequeña escalinata de lonjas, sentí que algo dentro de mí cambiaba tan rápido como un ciclón. Era casi espeluznante lo que aquel jardín podía hacer en mí. Cuando traspasaba aquella puerta de hierro, el mundo real quedaba atrás, y yo me convertía entonces en cualquier cosa que quisiese ser. Dentro de aquel jardín yo había sido mayor cuando era una niña, y ahora que lo era, quería retroceder en el tiempo para volver a tener cinco años. Quería recuperar todo lo que el tiempo me había arrebatado tan impunemente. Quería volver tenerlo a él. Aquel jardín estaba ahora entre el cielo y el infierno. Era un antes y después en mi
vida. Me recordaba, como si lo tuviera escrito en alguna parte, todo lo que aprendí, todo lo que mi padre se esmeró en enseñarme. Era un libro donde yo había escrito mi vida entera durante mucho tiempo, y al que dejé de confesarme una vez que fui a formar mi propia vida. Algo en lo que había fracasado miserablemente. También fue el lugar donde descubrí a Violeta. Su recuerdo impregnaba hasta el último rincón que me rodeaba. Este sitio tan importante para mí, también le pertenecía de algún modo a ella. Me senté en el sillón colgante, recordando aquella noche. La misma noche en que ella hizo que mi mente despertara de su letargo. Mis sentimientos en aquella ocasión se rindieron a ella sin remedio. Creo que desde entonces ya sabía que jamás podría haber otra. Estaba segura de que si le contaba todo esto a Violeta huiría despavorida y nunca volvería a verla. Me tomaría por lo que yo comenzaba a creer, una pobre excéntrica, demasiado cobarde como para enfrentarse a la realidad. Apoyé los codos sobre mis rodillas, hundiendo la cara entre mis manos. – Jimena... Levanté la vista para ver justo delante de mí a mi madre, completa pero impecablemente vestida de negro. – Hola, mamá. – dije. Mi voz casi rota. – Lourdes me ha dicho que estabas esperándome aquí. – comentó. – La miré durante un momento como si de repente hubiera perdido el juicio, no podía creer que hubieras venido. Me alegro tanto de verte... Pensé que pasaría más tiempo desde que te vi en casa de Ginebra. – Yo también me alegro de verte. – le mostré una pequeña imitación de sonrisa. – Nunca estás en casa. Me he cansado de llamarte. – Lo siento, se me olvidó decirte que no funcionaba mi teléfono. Hace poco que lo he arreglado. Por nada del mundo le iba a decir que en un arrebato de furia, mientras estaba completamente borracha, había arrancado el cable telefónico. Mi madre se sentó junto a mí. El rastro de su perfume, el mismo que había usado desde que soy capaz de recordar, inundó mis sentidos. – Cuéntame qué es lo que te pasa. A pesar de que eres mi hija, apenas sé nada de ti. – No es que hayas mostrado mucho interés en saber cómo soy o lo que soy. – dije ásperamente. – Eso no es cierto. Siempre estoy esperando a que decidas contarme lo que pasa a cada momento de tu vida, porque sé que si intentara preguntarte o insistir en ello, te esconderías tras ese caparazón tuyo. – Me resulta muy difícil hablar de ciertas cosas contigo. – ¿Por qué? ¿Crees que no lo entendería? – Quizás... – admití al instante. – Jimena, dime qué es lo que he hecho mal para que no puedas abrirte a mí. ¿En qué me he equivocado? – Tú no has hecho nada mal, mamá. Eres la mejor madre que he podido tener. Soy yo.
– Esa respuesta no es lo que esperaba. – ¿He hecho algo alguna vez como esperabas que hiciera? Deberías estar acostumbrada. – supe que intentaba hacerle daño, justo como siempre hacía con
todos aquellos a los que amaba. – ¿Por qué has venido hoy? – me preguntó, rindiéndose ante mi cabezonería. – Quería decirte que me voy de la ciudad. No sé durante cuánto tiempo. La vi bajar los hombros, en una pose entristecida. Tardó varios segundos en formular la siguiente pregunta. – ¿Adónde piensas ir? – A la casa de campo. Creo que el saber que me iba a las afueras y no a quien sabe qué sitio remoto del planeta la alivió de algún modo. – ¿Por qué ahí? Nunca te gustó el campo ni esa casa. No quisiste volver allí desde el último verano cuando tenías dieciocho años. – Cualquier sitio es mejor que esta maldita ciudad. Necesito respirar. – repuse, colocando unos mechones de pelo tras mi oreja. – ¿Sola? – Sí. – ¿Quieres que vaya contigo? – me preguntó, dubitativa, casi con miedo. – No. Una de las razones por las que voy es porque quiero estar sola. – ¿Puedo llamarte al menos? – Como quieras. – cedí al reconocer en su voz la preocupación que toda madre siente por sus hijos cuando éstos atraviesan por momentos difíciles. – ¿Qué es exactamente lo que pretendes hacer allí? – No lo sé. Francamente, no lo sé. – Si descubres que no es lo que estás buscando, las puertas de esta casa siguen abiertas para ti. Me gustaría mucho que, al menos, consideres el estar a mi lado como una remota posibilidad. Me gustaría mucho poder ayudarte. Sé que puedo hacerlo. – Dame tiempo, mamá. Necesito acostumbrarme a todas las cosas que le han dado la vuelta a mi vida. – No quiero que olvides ni por un momento que estoy aquí. – Cuento con ello. – dije, tomándola de la mano. – Otra cosa más... Si Violeta te pregunta por mí, no le digas a dónde he ido... – ¿Violeta? – Sí. Y de paso deja de acudir a ella cada vez que me pase algo. – suspiré. Necesitaba que mi madre me aclarara algo más. – ¿Por qué a ella? – Porque es la única persona que siempre pareció importarte... – respondió segura. Me quedé unos segundos en silencio, mirando a mi madre, intentando averiguar si ella también conocía de mis verdaderos sentimientos por Violeta. Su expresión no me dio ninguna pista de que eso fuera cierto. – Olvídalo. – la interrumpí. – Si te pregunta por mí, simplemente dile no lo sabes. – Si es lo que quieres, lo haré. – me aseguró asintiendo al tiempo con la cabeza. – Gracias. – ¿Cuándo sales? – Ahora mismo. Tengo el equipaje en el coche.
– ¿Te quedarás a almorzar al menos? – dijo con cierta esperanza en la voz. – No puedo. Me espera un largo viaje.
Bajó la vista al suelo. Su última esperanza de que me quedara más tiempo a su lado se desvaneció. Ella tampoco esperaba ya mucho de mí. O simplemente estaba acostumbrada a rendirse conmigo. – No insistiré en ese caso. Me levanté del sillón entonces, habiendo dicho todo lo que tenía que decir. – Adiós, mamá. – le dije antes de darme la vuelta. – Adiós. Cuídate, hija mía. Mi madre se quedó sentada allí, observándome marchar. No era la primera vez, pero casi estaba segura de que ambas teníamos la sensación de que podría ser la última. Por una vez en mi vida, yo estaba dispuesta a buscar y encarar todos mis miedos, pero no tenía la menor idea de a dónde me llevaría eso. Sólo que era el comienzo de algo.
BELLA VIOLETA. 7ª Parte.
7. EL TIEMPO Y LA ESPERA. El tercer día de mi estancia allí se decidió por aparentar estabilidad. Al menos eso es lo que auguraba el resplandeciente sol en medio de un claro cielo. Apenas pude dar crédito cuando abrí la ventana de par en par y asomé la cabeza por ella. Como recuerdo de las pasadas tormentas sólo quedaba el olor a tierra húmeda. Desayuné con la habitual calma en mí, decidiendo lo que me apetecía iniciar en aquel tranquilo día. Teniendo ciertas urgencias por abandonar el encierro al que las lluvias me habían obligado, resolví pasar aquel día tomando aire fresco. Quizás una pequeña excursión hasta el río para empezar. Experimentando cierto goce ante esa idea, recogí lo que había usado en el desayuno con premura y me dirigí hacia mi habitación. Allí recolecté mi discman, un libro que encontré una de aquellas noches por casualidad y que nunca había terminado, un jersey que até a mi cintura y una manta sobre la que echarme bajo la sombra de un árbol. Especulé con la idea de prepararme la cesta del pic. – nic, pero pensé que en el momento en que sintiera los primeros síntomas de hambruna retomaría el camino a casa. De todas formas, el tiempo que iba a pasar fuera era impreciso, dependiendo sobre todo de los factores atmosféricos. Con decisión, salí de la casa rumbo a mi coche y me puse en marcha.
Comprobé con alivio que los cambios que había sufrido el lugar en el tracurso de aquellos años no había afectado lo más mínimo al río y a sus zonas colindantes. Aparqué el Audi en el lugar donde solíamos hacerlo mi padre y yo. Aquella resultaba ser la parte menos transitada, puesto que estaba en el lado opuesto del camino que llevaba al pueblo. Saqué mis cosas y me asenté en el mismo árbol que tantas veces me había visto hacerlo. Puse la manta en el suelo, sobre la hierba y me senté sobre ella. Permanecí un largo rato observando mi alrededor, percibiendo los casi inaudibles sonidos de la brisa acariciando las hojas y el ligero rumor del agua. Sonreí, pensando en las interminables tardes que había pasado allí en compañía de mi padre. En ninguna ocasión lograba aburrirme. Estar con él era una experiencia nueva cada día, siempre haciéndome reír y aprender a partes iguales. Siempre tuvo tanto que ofrecerme que yo agradecía cada noche a Dios la suerte de tenerlo. Pero él había muerto y Dios había dejado de existir al mismo tiempo. Cogí el libro que había traído conmigo y comencé a leerlo desde el principio. Poco después lo abandonaba a un lado cuando el sueño vino a visitarme. La imagen de mi padre hizo que me apresurara a cerrar los ojos para soñarle. La presencia de alguien cerca de mí logró que regresara de mi placentero sueño de repente. Abrí los ojos sobresaltada. Delante de mí se erguía la figura de Diego, ataviado con ropa informal, una gorra, una caña en una mano y una cesta de mimbre en la otra. – ¿Te he asustado? – Hola. – dije. – No pretendía despertarte, acabo de llegar... – me pareció que estaba algo avergonzado. – No te preocupes. – reprimí un bostezo y me erguí hasta quedar sentada. – ¿Vienes a pescar? – Sí. Pensé en aprovechar el estupendo día que hace hoy. Quizás mañana vuelva a llover. Recordé que hoy era domingo y que probablemente era su día libre. – Cierto. Yo pensé lo mismo. Me he pasado los últimos días encerrada en casa y necesitaba despejarme un poco. – Bueno... – dijo dispuesto a irse. – Lamento haberte despertado. – Te he dicho que no tiene importancia. ¿Quieres sentarte aquí un rato conmigo? – le pregunté, sorprendiéndome a mí misma. – De acuerdo. – dijo, colocando sus cosas en el suelo y tomando asiento a mis pies. – ¿Has venido sola? – Sí. – comencé a recomponerme el pelo. – En realidad estoy sola en la casa también. Él asintió con la cabeza no queriendo indagar más en los motivos que me habían traído allí y más si era sola. – Hacía mucho tiempo que no tenía oportunidad de venir aquí. A mí me gusta este lugar. – Cuando éramos pequeños pasábamos todo el tiempo aquí, ¿lo recuerdas? – observé. – Cómo olvidarlo. Mis mejores recuerdos de la infancia son los que pasé contigo.
– ¿Me dirás algún día qué fue lo que viste en mí? Porque no podía decirse que
fuera muy habladora... – Quizás fue eso mismo... – me dijo medio en broma, sonriéndome. No sé por qué me fijé en sus manos para descubrir si estaba casado o algo por el estilo. En sus dedos no había rastro de alianzas. – ¿No te has casado? – pregunté, aún a riesgo de parecer cotilla. – No. Tuve una novia durante algunos años. Me dejó. – Vaya... – fue lo único que se me ocurrió argumentar. – Ella quería cosas que yo no. A mí me bastaba con vivir y morir en este lugar, tener un trabajo estable y disfrutar de todo ello mientras pudiera. Supongo que no todo el mundo tiene las cosas tan claras como yo. – me miró. – ¿Y tú? Me abracé a mis rodillas y pensé durante un momento qué contestarle. – Yo también estoy sola. Pero mi historia es diferente. – Si quieres, puedes contármela. Soy un excelente oyente. – se ofreció con entusiasmo. – No lo pongo en duda. Pero a menos que quieras que te explote la cabeza con mis historias, no vuelvas a sugerirme que te cuente mi vida. Se rió y yo también, contagiada por su risa. – Me parece increíble que alguien tan atractiva como tú esté sola. – ¿Sabes? Eso ya me lo han dicho muchas veces, pero nadie de los que me lo han dicho ha tenido otra intención que las palabras. ¿Crees que algún día alguien me dirá eso y pretenderá con ello algo más? – comenté jocosa. – Puede que los intimides. De pequeño me pasaba eso contigo. – ¿Yo te intimidaba? – exclamé incrédula. – No te creo... – Te lo digo muy en serio. Creo que incluso te admiraba... Era extraño. – Jamás hubiera podido adivinarlo. – Puede que incluso me haya enamorado un poco de ti entonces... Me reí a grandes carcajadas. – Ahora entiendo por qué intentaste besarme cuando teníamos trece años debajo de aquel árbol... – recordé entre risas. – Preferiría que no me recordaras esa ocasión. Fue muy vergonzoso, sobre todo después de que echaras a correr como una posesa... – Quizás era porque tú también me intimidabas a mí. No volviste a intentar nada parecido después de aquello. . – Con tu reacción me dejaste claro que no era algo que desearas que repitiera. – Fue mi penúltimo verano aquí. Luego pasaría mucho tiempo antes de volver a vernos. Moví al cabeza negando con una sonrisa en el rostro, perdida durante un instante en aquellas memorias. – Es increíble como pasa el tiempo... – dije casi en trance, pareciéndome increíble que hubieran pasado tantos años desde aquello. – He traído unos dulces. ¿Te apetece? – ofreció, sacando dos paquetes de su cesta. Miré el reloj entonces. Me había quedado dormida varias horas, con lo cual ya casi era mediodía y mi estómago estaba vacío. – Gracias. – dije cuando me alcanzó uno de los bollos. Sin preguntarme esta vez, puso a mi lado una lata de gaseosa y abrió otra para él.
– No te sientas obligado a hacerme compañía. – le dije cuando recordé que él había
venido a pescar y no a entretenerme a mí. Me sonrió. – No me siento obligado para nada. En realidad, encuentro el estar contigo bastante más interesante que estar de pie durante horas sin hacer otra cosa que esperar. Tuve problemas con la anilla de mi refresco, que se negaba a abrirse. Diego me arrebató la lata con gentileza y la abrió para mí. Le di las gracias, recordando lo generoso que siempre había sido. Era un caballero en todo el sentido de la palabra. Sólo tenía que reconocer lo cómoda que me sentía a su lado a pesar de todos los años que habían pasado desde nuestra infancia. Supuse que había algo en él, algo que yo reconocía como un sentimiento de familiaridad. – Se está bien aquí. – dijo él al verme perdida en mis pensamientos una vez más. – Sí. Es curioso, pero tuve una época que no soportaba venir aquí y ahora... – mordí el dulce para no tener que seguir con la frase al notar que había hablado demasiado. Diego no pareció querer indultarme esta vez. – ¿Ahora? – me instó a seguir. – Ahora es más como un refugio. – sentencié. – Entonces vienes huyendo de algo, ¿no es cierto? – Lo miré sin saber qué responder. – Lo siento... – se disculpó. – No es asunto mío. – No importa. Supongo que se me nota demasiado. – Sea lo que sea, al final acabará por encontrarte aquí también. – Lo sé. Para entonces espero saber qué hacer. – Sé que lo debes de estar pasando mal con lo de tu padre, sobre todo porque lo querías muchísimo. Yo pasé por lo mismo hace unos años, cuando mi madre enfermó. A veces no es posible ver ninguna salida, pero créeme, es cierto lo que dicen de que el tiempo lo cura todo. – El tiempo ahora parece no tener sentido. – La soledad tampoco te hará ningún bien. Sólo empeorará las cosas, a menos que sea eso lo que quieres en realidad. – me dijo muy serio, casi parecía que podía leer mi interior. No era algo extraño, después de todo él me conocía desde hacía mucho tiempo y puede que hasta le fuera familiar mi forma de actuar. Como si pudiera decir que mi cabezonería y mi orgullo me hubieran abandonado con el paso de los años. Pero no, yo seguía siendo la misma. Lo vi mirar al cielo. – Creo que dentro de poco tendremos otra descarga de agua. Fíjate... – me señaló. – ¿Ves esas nubes? Asentí con la cabeza. – Ni siquiera nos ha dado tiempo a olvidar que estamos en Otoño. – dije, triste en pensar que otra vez me vería recluida en mi casa por tiempo indefinido. – No habrá día de pesca para mí hoy. Creo que deberíamos recoger. – Sí. – coincidí con él. – ¿Quieres que te lleve? – No, gracias. – se levantó. – He traído mi camioneta. – De acuerdo. – metí las cosas de nuevo meticulosamente en mi mochila mientras
le daba vueltas a una idea que me había venido a la cabeza. Sin pensar la dije en voz alta. – ¿Te apetecería venir a cenar esta noche a mi casa? Me miró, tan sorprendido como yo, y fue entonces cuando me arrepentí de habérselo propuesto. Tal vez él confundiría mis intenciones y se liaría el asunto. – Me encantaría. – me respondió. Ya no había marcha atrás, con lo que seguí con el plan. No quedaría muy bien que le dijese que lo olvidara. – ¿Qué tal a las nueve y media? – Me parece perfecto. ¿Quieres que lleve algo? – me ofreció. – No. Tu presencia será suficiente. – Entonces a las nueve y media me tendrás allí. – se dio la vuelta sonriente dispuesto a irse cuando mi voz lo paró de nuevo. – Vaya... – dije con fastidio. – ¿Qué pasa? – No recordaba que no tenía en casa nada que no estuviera preparado para el microondas... – No pasa nada. Yo también abuso de esa comida. Me gustará. – Ni hablar. – dije negando con la cabeza. – Si te invito a cenar tiene que ser una cena como Dios manda. Nada de congelados ni de comida precocinada. – Podríamos salir a cenar por ahí... – ¿Es que no hay ningún supermercado abierto hoy? Lo vi arrugar la nariz antes de contestar. – Sólo ése enorme hipermercado... Si alguien se entera que te he mandado a la competencia perderé mi reputación... – dijo cómicamente, mirándome con ojos suplicantes. – Ha sido por una buena causa. – cedí entre risas. Nos despedimos entonces. Yo me metí en mi coche y puse rumbo al centro comercial. No sé por qué estaba tan entusiasmada con la idea de tener un invitado en casa. Tal vez todo aquel tiempo de reclusión habían hecho que nacieran en mí enormes deseos de socialización... También la idea de pasar más tiempo con Diego se me hacía agradable. ¿Qué más daba lo que fuera?
Me sorprendí a mí misma con las inesperadas dotes culinarias de las que di muestra. Nunca me había interesado la cocina, pero viendo realizar múltiples recetas durante tantos años a Lourdes habían dejado cierta huella en mí. Si mi madre fuese capaz de verme allí, con el delantal calado, rodeada de todo tipo de especias y concentrada en varias cacerolas a la vez, estoy segura de que se hubiese desmayado del susto. Dejé los pensamientos de mi madre y sus posibles ataques de pánico a un lado y me concentré una vez más en el porqué había sido tan entusiasta en mi invitación a Diego. No sé por qué eso me parecía tan importante. Lo cierto es que en aquel instante me había parecido una idea muy apetecible, y aún ahora, a pesar de que en algunos momentos creía que me arrepentiría, me lo seguía pareciendo. ¿Qué
daño podría hacerme algo de compañía? Él había sido mi único amigo de la infancia y quizás la única persona también con la que me sentía totalmente a gusto. Sus conversaciones siempre eran agradables y los recuerdos que traía consigo aliviaban de algún modo mi inconsolable alma. ¿De cuántas personas podía nombrar tantas virtudes? Era mi amigo y me gustaba pensar en eso. Aquella era la primera vez que iba a cocinar para alguien más que no fuera para mí misma y estaba decidida a causar una buena impresión. Probé la salsa del pollo por enésima vez, dudando si precisaba de un poco más de sal. Opté por no añadirle. Recordé que me había dicho que le gustaba el picante así que me arriesgué a sumarle otro puntito de tabasco. Dejé la cena a fuego lento y fui a darme una ducha rápida. Ya lo tenía todo dispuesto, incluso había puesto a enfriar dos botellas de vino. Como no sabía qué es lo que prefería Diego, opté por una botella de blanco y otra de tinto que seleccioné de la bodega de mi padre. Cuando salí de la ducha, me vestí con unos vaqueros negros y un jersey de lana de cuello alto del mismo color. Me cepillé el pelo y me perfumé ligeramente. No quería que aquello pareciese una cita, pero tampoco pretendía tener aspecto de andar por casa. Bajé rauda a la cocina para revisar el estado de la comida. Salí al comedor y adorné la mesa con uno de los mejores manteles que poseía. Coloqué los platos y las fuentes de comida y saqué para la ocasión las copas de cristal de bohemia que mi madre guardaba con excesivo celo en una vitrina. El sonido del timbre de la puerta alertó mis sentidos. Miré el reloj. No esperaba a Diego hasta las nueve y media. Las agujas marcaban las nueve y cuarto. Al parecer, la excesiva puntualidad era otra de las cualidades a añadir. Sin deshacerme del delantal me dirigí a la puerta. – Llegas tem... – dije mientras abría, tragándome las palabras en cuanto la forma de Violeta apareció ante mis ojos. – Supongo que esperabas a otra persona. – dijo algo secamente. – A cualquiera menos a ti. – me apresuré a decir, igualando la seriedad de ella. Violeta alzó una ceja algo incrédula, sin dejar de mirarme fijamente. – ¿Puedo pasar? Me hice a un lado, otorgándole el permiso de adentrarse en mis dominios. Pasó por mi lado y no sé por qué extraña razón, esperaba que lo hiciera acompañada de equipaje. Me di cuenta entonces que su visita era una breve. Se volvió hacia mí, esperando seguramente a que yo dijera algo. Pero simplemente cerré la puerta y me alejé de ella. Los recuerdos de la última vez que la había visto aún permanecían dolorosamente frescos en mi memoria. En un segundo me vi asaltada por las posibles razones que la habían traído a mí nuevamente. Di varios pasos en círculos, abrazándome a mí misma, sin saber qué hacer. Violeta, por el contrario, observaba con detalle todo lo que había dispuesto para la cena. Supuse que estaría preguntándose por el misterioso invitado que se sentaría delante del servicio extra. Toda pregunta quedó relegada a mejores tiempos cuando el timbre de la puerta volvió a sonar con estridencia. Yo estaba en mitad del salón, observando a Violeta, embrujada una vez más por su presencia. Sabía que era mi deber atender
a la llamada del timbre, pero mis piernas se negaron a complacerme. – ¿No vas a abrir? – me preguntó ella. Sin esperar respuesta, casi tan convencida como yo de que estaba clavada en el sitio, se dirigió a la entrada y abrió la portezuela. No pude ver el rostro de Diego, pero estaba segura de la absoluta expresión de sorpresa que debía de señalarse en su cara. Oí a Violeta presentarse, anunciando su nombre y a continuación un “soy amiga de Jimena”. Diego se presentó asimismo y añadió algo así como que la recordaba
de aquella ocasión con motivo de las fiestas. Violeta concordó con él y dio un paso atrás para indicarle así que podía pasar. Fue entonces cuando pude reaccionar. Me deshice del delantal y salí a recibirle.
Como era de esperar, la invitación se extendió también a Violeta, quien ocupó un lugar en la mesa. Me senté al frente, justo en el sitio que solía ocupar mi padre, con cada comensal a un lado. Yo apenas había probado bocado, tan concentrada como estaba en observarla, como si no tuviera fuerza de voluntad suficiente como para obligarme a despegar la vista de ella. Violeta pareció ignorarlo hasta que se volvió hacia mí y me dedicó una de sus personales miradas fulminantes. Mirada que yo, por supuesto, pasé por alto. Regresó su atención a su plato, de vez en cuando levantando la vista hacia el tercer invitado. El mismo que para mí había quedado relegado a un segundo plano desde ese mismo instante en que la presencia de Violeta había abandonado mis sueños y había aparecido empíricamente en el portal de mi casa. Yo sabía que estaba comportándome de una forma absurda e infantil, pero no encontré ninguna razón de peso para obligarme a dejar de hacerlo. La certeza que tenía en aquellos momentos de cuánto había echado de menos a Violeta me atravesó como el más afilado de los cuchillos. Ahora que la tenía delante, sólo podía mirarla, buscar en su alma las preguntas que con tanta codicia necesitaba que me respondiera. Tragué con avidez el vino que por tercera vez había llenado mi copa y estiré el brazo buscando la botella para rellenarla una vez más, pero Violeta fue más rápida y puso el envase fuera de mi alcance, todo sin mirarme una sola vez, dando por sentado que no habría más alcohol para mí esa noche. Tuve que rendirme, sin más, a sus calladas exigencias y me bebí de dos tragos la copa de agua, ahora el único líquido que se me permitía tener en cuantas cantidades deseara. Diego, por su parte, observaba con detenimiento, aunque disimuladamente, el intercambio de miradas entre nosotras sin atreverse a decir una palabra. Aquel silencio para él tenía que ser del todo insoportable. – Está realmente delicioso... – soltó de súbito Diego, abandonando cuidadosamente sus cubiertos sobre el plato. – Pero si tomo un bocado más, acabaré por reventar...
– Gracias. – agradecí yo. – No puedo hacer otra cosa que coincidir contigo, este pollo es sublime.
Violeta dio por terminada su cena también, dando un largo suspiro. – Espero que hayáis dejado sitio para el postre... – dije, anhelando que mi voz no pareciera a sus oídos tan forzada como sonaba en los míos. – Para eso siempre hay un lugar. – repuso Violeta a media sonrisa. Me levanté sin más dilación y recogí los platos, con el mío casi intacto. – Espera, te ayudaré. – se ofreció Violeta. – Discúlpanos un instante, Diego. – Por supuesto. Me siguió rumbo a la cocina, a donde nada más llegar me abordó en voz baja, aunque por la expresión de su cara supe que deseaba gritarme. – ¿A qué demonios venía todo eso? – ¿El qué? – dije indiferente, colocando la vajilla sobre la encimera. – Como si no lo supieras... – Si no te conociera mejor diría que te encanta atormentarme, Violeta. Una de las razones por las que vine aquí fue para alejarme de ti. ¿Cuáles son las tuyas? – No creo que sea el mejor momento para hablar de eso. – gruñó casi sin despegar los labios. – Muy bien. – me dirigí hacia el refrigerador para sacar la tarta de manzana que había comprado esa misma tarde en el supermercado. – Tienes un invitado al que atender. Y espero que lo hagas mejor de lo que lo has hecho hasta ahora. Saqué los platos de postre con gran parsimonia, como ignorándola por completo. Yo conocía todos sus tonos de voz y aquel que estaba usando ahora era uno que demandaba confrontación. – Creí que iba a encontrarme a una Jimena desolada, pero lo que jamás imaginé fue que te iba a encontrar haciendo vida social. Lamento haber estropeado tus planes de alcoba. Me reí. – ¿Mis planes de alcoba? ¿Eso es lo mismo que decir que tenía toda la intención de meterlo en mi cama? – me giré hacia ella y la encaré con el esperado malestar. – ¿Es que alguna vez he dado a entender que me acuesto con todo el que se me acerca? Y si fuera así, ¿a ti qué demonios te importa? – No me provoques, Jimena. – me dijo ella con absoluta amenaza en la voz. – Aparta de mi camino, Violeta. – la enfrenté yo, cargada con los tres platos de postre. Hizo lo que le demandé, echándose a un lado para permitirme el paso. Yo salí con la cabeza bien alta y con una sonrisa ensayada previamente. Diego nos esperaba sentado en la misma posición, jugando con la servilleta. – Te gusta la tarta de manzana, ¿verdad? – En realidad soy alérgico a las manzanas... Lo miré atónita y lo vi sonreírme. – Era broma... – repuso alzando los brazos para coger uno de los platos. – Me encanta la tarta de manzana. – Me habías asustado... – dije con el alivio de haber descubierto que todo había sido una burla.
Violeta tomó su asiento y su ración de postre también, partiendo el pequeño trozo de tarta en múltiples pedazos más pequeños aún con el tenedor. El silencio volvió a hacer acto de aparición y luché en mi interior por encontrar algo que decir que resultase adecuado. Diego me alivió de esa pesada carga. – Me alegro mucho de que me hayas invitado a cenar, Jimena. – Yo también me alegro. – La próxima vez la invitación correrá de mi cuenta... Hay un restaurante italiano muy bueno a pocos kilómetros de aquí. – Sería estupendo... – dije sin más. – Por supuesto, tú también estás invitada Violeta. Ella no aceptó ni desdeñó la proposición, simplemente se limitó a sonreírle con brevedad. – ¿Qué tal te va todo, Diego? – le preguntó. Yo comencé a engullir mi tarta a pesar de que no tenía gana alguna de comerla, pero eso me mantenía ocupada. – Muy bien, gracias. Por ahora las cosas me van bastante bien... – Tienes suerte entonces... – añadió la azafata. – Supongo. Una breve pausa en la que los tres seguimos tomando el postre antes de que Diego decidiera romper el silencio nuevamente. – ¿Y Felipe? Violeta y yo levantamos la vista del plato con celeridad y lo miramos. Diego pareció tragar con algo de dificultad, como si se hubiera dado cuenta de que había pronunciado una palabra maldita en aquella mesa. O algo así. – Felipe se casa dentro de unos meses... – anuncié yo. – Increíble, pero cierto. Diego pareció entender que mi hermano se iba a casar, pero no con Violeta. – Oh... – exclamó, un tanto avergonzado aún. Violeta se tapó la boca con la servilleta, fingiendo que se limpiaba las comisuras de los labios, pero sólo yo fui consciente de que lo que realmente quería tapar era una sonrisilla. Lo cierto es que la expresión de Diego había sido de lo más cómico, y si a eso le añadimos el tono grana que ahora cubría sus mejillas... – ¿Sabes si seguirá lloviendo durante los próximos días? – le pregunté yo, haciendo esfuerzos porque volviera a sentirse cómodo. – En esta época suele ser así. Llueve con intensidad, aunque intermitentemente. Así que seguro que habrá algún día soleado que otro. – Estupendo. – añadí. – ¿Piensas ir de pesca? – No. Sólo era por curiosidad. Odio estar encerrada en esta casa por culpa de las lluvias. – Ahora ya no estás sola... – añadió él. – No será tan malo... – Es cierto. La compañía de Violeta aliviará mis penas... – añadí con algo de sarcasmo. – ¿Piensas quedarte mucho tiempo? – inquirió Diego dirigiéndose a la azafata. – Depende... – levantó la vista hacia mí y yo la miré frunciendo el ceño.
– Violeta ha venido unos días para despejarse. Ya sabes, el estrés de la ciudad... –
comenté. – En realidad no lo sé muy bien. He pasado toda mi vida en este pueblo. – Créeme, este pueblo no tiene nada que envidiarle a la ciudad. Yo diría que todo lo contrario. – Tienes razón. No hay nada como vivir rodeado de tranquilidad. – concedió él. – Exactamente. – sentencié, metiéndome en la boca el último trozo de tarta. Me di cuenta de que la conversación que sosteníamos se había vuelto demasiado fría y educada. De haber estado Diego y yo solos, hubiera discurrido por otros cauces más distendidos. Pero la presencia de Violeta y la tensión palpable entre ambas, había causado tal situación. Diego era demasiado educado como para atreverse a preguntar, aunque yo estaba segura de que para él era obvio que algo pasaba entre la azafata y yo. No había que ser muy observador para darse cuenta de ello. – Esta casa está igual que como la recordaba. – repuso Diego. – Mi madre no se atrevería a cambiar una sola cosa en ella. Ahora mucho menos... – Me gusta así. Me trae muchos recuerdos... – Apuesto a que recuerdas cuando nos deslizábamos por la balaustrada... – comenté yo entusiasta. – Sí. – respondió él sonriendo. – Hasta que llegaba tu madre y nos ordenaba que parásemos. Me reí levemente, acomodándome sobre el respaldo de la silla. – Lo sé. Mi madre nunca tuvo ni la más remota idea de lo que era la diversión. Pasamos desde ese punto a relatar algunas de nuestras experiencias cuando éramos niños. Me descubrí como una ansiosa participante, todo por tratar de olvidarme, al menos durante unos instantes, que Violeta estaba allí. Ella permaneció callada la mayor parte del tiempo, sólo sonriendo levemente ante algunas anécdotas realmente cómicas que contaba Diego. Terminamos el postre y después de aclarar la mesa pasamos al salón para charlar otro rato. Casi era media noche cuando Diego se levantó dispuesto a irse. Yo abandoné mi sitio en el sofá para acompañarlo hasta la puerta, mientras él y Violeta se dedicaban un cordial, aunque frío, adiós. – He disfrutado mucho de la velada, en serio. – me aseguró en el quicio de la puerta. – Yo también. Me encanta tu compañía. – Espero que volvamos a repetirlo alguna vez. Tienes mi teléfono. – Lo sé. Te llamaré. – dije, aunque no estaba segura de si iba a hacerlo. – Muy bien. – se agachó y me plantó un gentil beso en la mejilla. – Adiós. – Adiós. Cerré la puerta y me quedé allí durante breves segundos, mientras calmaba el veloz e inconstante latido de mi corazón. Había llegado el momento de enfrentarme a solas con Violeta. Y tenía miedo, a la par que deseo y satisfacción por tenerla allí. – ¿Vas a quedarte ahí toda la noche? – me dijo desde atrás. Yo me volví rauda, alertada por su voz. – Me has asustado. – dije con una mano en el pecho.
– ¿Es que habías olvidado que estaba aquí? – indicó, tomando un sorbo de su vino. – Si consiguiera hacer eso sería más feliz, te lo aseguro. – ¿Tanto te incomoda mi presencia? Puedo irme ahora mismo si es lo que
quieres... – ¡Oh, por favor! – dije con hastío al tiempo que me alejaba de la entrada. – Tan sólo desearía saber qué es lo que te ha traído hasta aquí, Violeta. – ¿Qué otra razón puedo tener para venir aquí sino tú? – Una visita de cortesía, entonces. – Desapareciste. Estuve como loca buscándote. Ni siquiera tu madre me quería decir dónde demonios te habías escondido esta vez... – Pero tú puedes ser muy persuasiva... – la interrumpí. – A la vista está. – Siento mucho lo que pasó en mi... – Ni te atrevas. – la amenacé. – No quiero que empieces a disculparte por tener una vida en la que no significo nada. Tú eres así, y yo intento hacerme a la idea de que no puedo tenerte. – Jimena, siempre tienes la equívoca idea de que no me importas. Creo que te he demostrado con creces que no es así. Yo te quiero. – De todas las mentiras que podrías decirme, ésa es la peor. Tú no puedes quererme. De otra forma no me atormentarías de esta manera... ¿Qué pasa, Violeta? ¿Es que verme sufrir te excita de alguna forma? – Voy a imaginar que esas palabras nunca han salido de tu boca. – Imagina lo que quieras, no me importa. Pero quiero que sepas que tu sola presencia me hace daño. – ¿Por qué me niegas tu amistad? – señaló casi implorando – ¿Amistad? Me besaste, Violeta. Deberías tener, al menos, una ligera noción de lo que eso puede significar para mí. No me pidas ser tu amiga, eso sería demasiado cruel. Déjame que supere esto. – suspiré cansadamente antes de proseguir. – Al menos dame una oportunidad. – He cometido un error viniendo hasta aquí. Ni siquiera sé por qué lo he hecho. – repuso. Comencé a ponerme nerviosa y algo enfadada. – Pues deberías pensarlo con detenimiento. – solté muy seria. – Tal vez tengas motivos que te niegas a reconocer. – ¿Cómo cuáles? – la vi entrecerrar los ojos, mirándome con sospecha. – Eso sólo lo sabes tú. Me alejé de ella rumbo al salón para recoger los últimos restos de la velada. La sentí seguirme muy de cerca. – ¿Puedo quedarme esta noche aquí? – Puedes quedarte el tiempo que quieras. Sabes que, a pesar de todo, eres bienvenida. – admití, poniendo rumbo a la cocina. Una vez allí, llené la cesta del lavavajillas y lo puse en marcha. Violeta había puesto música en el salón y desde allí pude oír las notas del Concierto de Aranjuez. Suspiré y me repetí un millar de veces que era capaz de enfrentarme a aquella situación. Encontré a Violeta cerca del tocadiscos, de espaldas, con un codo flexionado, sosteniendo aún una copa de vino media llena. – A mi padre le encantaba esa pieza. – le dije.
– Debo de haberlo oído hasta la saciedad, pero en cada ocasión consigue
emocionarme como la primera vez. – Tiene algo especial. – convine. – Sí. Se hizo un incómodo silencio. Yo me restregué las manos pensando en lo próximo que debía decir. Ni tan siquiera sabía si quería estar allí, donde la presencia de Violeta se me hacía difícil de sobrellevar. – Voy a ir arriba. – me moví hacia delante y atrás nerviosa. – Ya es muy tarde y aún tengo que preparar tu habitación. Se giró rauda hacia mí. – Quédate un poco más. – me pidió. Creo que ambas sabíamos que no podría negarme a nada de lo que ella me pidiera. – De acuerdo. Se sentó entonces en el enorme sofá, depositando su copa sobre la mesilla. Me miró y palmeó un lugar cerca del suyo, indicándome que me sentara. Lo hice sin más dilación, aunque evité colocarme demasiado cerca. – Siento lo de antes. – me dijo. – A veces no sé qué me ocurre... – No tiene importancia. – Sí la tiene. No he venido hasta aquí para empeorar las cosas contigo. Eso es justamente lo que menos deseo. – Violeta... – comencé, haciendo acopio de valentía. – Yo... Tú no tienes por qué... Las palabras se negaron a fluir ordenadamente de mi boca. Me froté la frente con desesperación, todo ello bajo el intenso escrutinio de ella. – Dios mío... – dije quedamente. – Necesito un trago... Sin decir una palabra, me ofreció su copa que vacié de un solo sorbo, ávidamente. Mantuve la copa entre mis manos, observándola. Sabía que Violeta me estaba diciendo algo pero la ignoré. Ahora estaba concentrada en apreciar mi propio reflejo en el cristal. No me gustó lo que vi. Sin apenas ser consciente de que estaba apretando demasiado la copa que sostenía, ésta se rompió bajo la presión esparciéndose en pedazos, algunos de los cuales se incrustaron en el interior de mi mano. – ¡Jimena! – oí gritar a Violeta.
Sentí el dolor entonces, mientras la sangre salía a borbotones goteando en el suelo. Me cogió la mano para observarla, con expresión dura en el rostro. Con enorme decisión, tiró de mi brazo y me obligó a levantar para llevarme al baño donde me sentó sobre el inodoro. Abrió el botiquín buscando algo frenéticamente. La vi sacar un desinfectante, mercromina, esparadrapo y vendas. Cosas que depositó en una de las esquinas del lavabo. Se arrodilló frente a mí y me tomó de la mano con inmensa dulzura,
apenas rozándomela. Le dio la vuelta para calibrar el tamaño de la lesión en la palma. Extrajo uno de los trozos, el más grande, con sus dedos mientras contenía la respiración. – ¿Te duele mucho? – me preguntó. Yo negué con la cabeza. – Necesito unas pinzas para sacarte el más pequeño... – me anunció al tiempo que desaparecía dejándome sola en el baño. Mientras esperaba su regreso, me dediqué mirar la herida. Aún salía bastante sangre y podía sentir algo extraño metido entre la piel. Violeta volvió entonces. Me levantó nuevamente para meterme la mano bajo el agua y aclarar la herida. Una vez hecho esto, me obligó a sentarme en el mismo sitio. Yo parecía una muñeca de trapo, mientras ella me zarandeaba de un lado a otro. La verdad era que en aquellos momentos no me atrevía a rechistar o a quejarme. Arrodillada frente a mí y completamente entregada a su tarea, Violeta intentaba extraerme el cristal. Una punzada de dolor me hizo estremecer. Ella alzó la mirada hacia mí. – No te muevas. – me dijo con voz dura. Permanecí todo lo inmóvil que pude mientras ella trataba de sacarlo con unas pinzas de depilar. – Te juro que a veces no logro entenderte. – me dijo una vez lograda su empresa. Acto seguido me aplicó el desinfectante. Me quejé cuando noté que me escocía. Con enorme gentileza, Violeta sopló sobre la herida mientras pasaba el algodón, aliviando así el resquemor. – ¿Esto es por mí? – me preguntó, cesando en su tarea para mirarme. – No. – dije simplemente. En mi interior yo también buscaba las mismas respuestas. Comenzó a vendarme la mano. Sus largos y bellos dedos trabajando raudos. Una vez que los enfoqué, me vi incapaz de escapar de su visión. Se me olvidó incluso el dolor. Terminó por poner un trozo de esparadrapo que cortó con los dientes para mantener la gasa en su sitio. Fue entonces cuando flexioné inconscientemente la mano para atraparlos, quería sentirlos. Ella paró en seco, observando ahora sus dedos cubiertos por los míos. – Si hay algo de ti que me perturbe, son tus manos. Han sido capaces de quitarme el sueño muchas noches... – le confesé. Con la mano que tenía libre, tracé las líneas que formaban las venas y que surcaban la fina piel del dorso. – Al igual que tus ojos... – proseguí, comenzando a acariciarle el rostro. – Tu boca, tu voz... – Jimena... – protestó ella levemente, pronto acallada por mi pulgar sobre sus labios. “No creo ni por un momento que nadie te haya sabido amar de la forma en que yo
te amo. Pero desgraciadamente la felicidad no sólo se obtiene por amar. Quizás el hecho de que siempre me hayas rechazado ha convertido este amor en eterno.” Imaginé que le decía esas palabras, como tantas otras veces. Guardarlas era lo que había hecho hasta ahora, pero nunca parecía llegar el momento adecuado para que
ella las oyera. En vez de exponerle mi alma, opté por sonreírle levemente y levantarme de mi insólito asiento. La sentí moverse detrás de mí y supe que me estaba siguiendo. Era tan sigilosa en sus movimientos que parecía un gato. Seguí andando hasta tomar las escaleras que me llevarían al piso de arriba. Ella lo hizo también. Apresuré el paso y Violeta me imitó una vez más. Estaba a punto de abrir la puerta de mi habitación y desaparecer tras de ella cuando sentí un grave tirón hacia atrás que me hizo dar la vuelta y chocar contra la pared. Intenté desenredarme pero Violeta me asió por ambas manos, poniéndolas a cada lado de mi cabeza. La mano herida me dolió bajo la presión que ejercía en ella, pero no me atreví a quejarme. Me miró, buscando quizás las palabras que no me había atrevido a pronunciar antes, como si quisiera escuchar todas y cada una de las confesiones que yo atesoraba con tanto celo. Con las últimas fuerzas que me quedaban, la empujé y conseguí arrastrarme por la pared unos centímetros más, quejándome por el esfuerzo. Pero su solidez era superior a la mía, y tras unos segundos de infausta lucha cedí en mi empeño y me mantuve en la posición que ella deseaba, aunque con la cabeza ladeada, no permitiéndole verme los ojos. Se acercó a mí y me rozó la mejilla con su nariz, depositando allí un ligero beso. Dejé de respirar sin saber cuándo había decidido hacerlo. Ella prosiguió tentando con sus labios la piel de mi rostro. Mi garganta emitió un suspiro imposible de contener y mis piernas temblaron de emoción, pero aún así me negué a moverme un solo ápice. Hasta que probó mi cuello. Fue entonces cuando me giré. Violeta aprovechó ese movimiento para abandonar mi garganta y tomar posesión de mi boca. Liberó mis manos y yo me anclé en la parte posterior de su cabeza, atrayéndola aún más hacia mí. Abrí la boca para permitirle el paso y ella entró con enorme hambre. Su sabor se mezcló con el mío mientras nuestras lenguas luchaban feroces por enredarse. De mi garganta salió un sonido gutural, tan primitivo que parecía de naturaleza animal. Tal era mi deseo que comencé a abrazarme a ella con las piernas. Quería tenerla imposiblemente cerca. Violeta respondió echando todo el peso de su cuerpo sobre el mío, confinándome contra la pared aún más. Se separó de mí sólo un instante para mirarme a los ojos y luego volvió cubrir mi boca con la suya, tan desesperada como yo. Mi cabeza pegaba una y otra vez contra la pared debido al fervor con que lidiábamos aquella batalla, pero no me importó. Ya no podría importarme nada. Noté, aún con los ojos cerrados, cómo se movía y cómo me alzaba el jersey para introducir una mano por debajo de él. Esa primera vez que sentí su mano bajo mi abrigo fue la confirmación de mi condena. Sus dedos se movieron golosos trazando las líneas de mi vientre, sin atreverse a ir más allá. La empujé para separarla de mí y ella me miró con expresión desatinada. Me saqué el jersey con premura y expuse mi torso y mis pechos totalmente descubiertos por la ausencia de un sujetador. Me estaba ofreciendo por completo. Quería saber si estaba dispuesta a aceptarme. Percibí algo más, algo como... ... Fuego... Si tuviera que elegir una palabra para describir lo que vi en sus ojos
cuando me miró tras observar largamente mis pechos, sería ésa misma. Violeta recorrió la breve distancia que nos separaba con un solo paso. Yo me aferré con ambos brazos a su cuello, mientras ella colapsaba contra mí, tomándome de las nalgas para acercarme aún más. Inhalé la esencia que desprendía y me llené de ella. Su olor era por sí solo capaz de llevarme a un estado de auténtico delirio, haciéndome incapaz de registrar la realidad. Sus manos se elevaron desde mis nalgas hasta mis costados. Mi piel respondiendo a su contacto. Yo, mientras, había rozado el lóbulo de su oreja con mi nariz sin pretenderlo en mi empeño de absorberla. Un segundo después mis dientes habían atrapado aquel sensitivo lugar. Violeta me regaló un primer gemido que hizo temblar todos y cada uno de los elementos de los que constaba mi cuerpo. Mis rodillas quisieron doblarse por propia voluntad, la misma voluntad que hacía rato que me había abandonado. Toda promesa de olvidar a Violeta, de dejar de amarla, de desearla se esfumaron como si nunca hubieran existido. Al fin y al cabo ella era mi único destino posible. Mi bella Violeta me tomó de la cintura y ambas nos dejamos deslizar hasta el suelo. Me quejé levemente al sentir la frialdad del pavimento contra mi espalda, pero rápidamente me acostumbré a ella. Mientras, Violeta se había colocado co n la mitad de su cuerpo sobre mí, con una pierna entre las mías, apoyada sobre uno de sus codos y con el rostro pegado a mi faz, mirándome fijamente, respirando mi aire, haciéndome con ello que tuviera dificultades para seguir inspirando. Su mano derecha se alzó, siguiendo el camino de mi vientre, atravesando el valle entre mis pechos, pero sin rozarlos en ningún momento. Sus dedos descansaron en mi cuello, justo donde mi yugular se apreciaba latiendo al ritmo desenfrenado que había impuesto mi corazón. Fui consciente de algo entonces: En mi entera existencia me había sentido tan viva. Violeta se acercó aún más a mi boca y observé mientras hacía aparecer su lengua por entre los labios. Sólo un poco más y rozaría los míos, pero ella quería atormentarme. Labor que estaba consiguiendo. Levanté la cabeza y atrapé el apéndice con la boca, sorbiendo de él como si se tratase de un helado. Fue en ese instante cuando decidió cubrir uno de mis pechos. Mi espalda se arqueó en acto reflejo, instándola a adueñarse de más. Su mano se movió lentamente, en círculos. Luego su dedo índice marcando las líneas que formaban el pecho, con su boca recibiendo todas las respuestas ahogadas en formas de gemidos que yo le otorgué con ilusión. Mis manos fueron hacia su camisa de algodón, intentando desabrochar los escurridizos botones sin ningún éxito. Quería verla para así, la próxima vez que ella me cazara en mis propios sueños, no tener que imaginar las formas de su cuerpo de mil maneras, sino ser capaz de pensarlo tal y como era. Estaba más que dispuesta a memorizar cada rincón de su anatomía para ese fin. Después de todo, no sabía si habría una próxima vez. Ignoraba si esto era tan sólo un regalo que Violeta me otorgaba a mí y a mi alma inconsolable. Ella era sobradamente compasiva como para hacer eso. Se incorporó lo suficiente como para ayudarme con los botones. Con cada uno de
ellos, mis esperanzas se sumaban y mi ánimo, imposible de contener, echaba a volar. Se deshizo de la prenda con cierta exasperación, tirando de ella. Me permitió entonces ver por primera vez su torso, y no fue el motivo de verla desnuda lo que me hizo temblar como una hoja, sino el hecho de que aquello me lo estaba brindando a mí. Sentí que tiraba de la abertura de mi pantalón, haciendo que los botones se soltaran por sí solos hasta el último de ellos. Mi presión arterial se disparó, y me pareció que el techo de la casa se movía en forma de espiral, por lo que cerré los ojos con fuerza. Muchas veces había imaginado estar en tal situación, si bien es verdad que nunca pensé que sería sobre el suelo, en mitad de un pasillo, con prisa mal disimulada y el ardor de quien está descubriendo el placer por primera vez. Pero así era, Violeta me estaba descubriendo, y yo me estaba desvelando a ella. Su mano se adentró en el rincón más reservado de mi cuerpo, presionando rígidamente contra mi piel por el escaso espacio que permitía la tela de mis vaqueros. Aún así, se abrió paso a contracorriente, acariciando el inicio de mi sexo. Gemí inconsolable. Mi deseo crecía por momentos y apenas podía soportar mis ansias por liberarme. Violeta seguía concentrada en lo que estaba haciendo, sin dejar de mirarme a los ojos, sin decir una palabra. Yo bajé la vista hacia sus pechos, percibiendo sus pezones erectos contra la tela de su sujetador. Eso casi me hace gritar, por lo que tuve que morderme el labio inferior. Cuando sentí sus dedos deslizarse dentro de mí, fui capaz de saborear mi propia sangre al morder exageradamente el labio cuando me atravesó. Violeta cerró los ojos e inspiró con fuerza cuando comenzó a mover los dígitos pausadamente. Mis pantalones seguían negándole espacio, por lo que se incorporó y me los bajó junto con mi ropa interior hasta las rodillas. Yo abrí las piernas entonces todo lo que pude, invitándola, deseándola. No me hizo esperar esta vez. Volvió a entrar en mí, ahondándome, atravesándome. Mis caderas comenzaron a moverse a su ritmo. Pero yo quería algo más. La alcancé, intentando llegar hasta la abertura de su pantalón. Yo quería darle todo lo que me estaba dando a mí, era lo único que necesitaba para sentirme colmada. No me lo permitió. Retiró mi mano en las dos ocasiones en las que lo intenté. Me rendí, deseando poder parar aquello. De repente ya no era lo que deseaba. No lo era. Pero fue demasiado tarde. El ritmo que llevaban mis caderas a ese punto era imparable. Intentó besarme cuando notó que me acercaba al orgasmo, pero se lo impedí. Ella me arrebataría un placer que yo era incapaz de retener ya, pero en modo alguno le daría algo más de mí. Me convulsioné entonces, ahogando los gritos de éxtasis. Apreté las mandíbulas, el sabor de la sangre aún en mi boca. Sangre, sangre, sangre... me repetí. Mi sangre estaba envenenada de Violeta. Le así de la muñeca con fuerza y la obligué a salir de mí bruscamente. Me subí los pantalones tan rápido que parecía que la vida se me iba en ello. Me erguí, buscando mi jersey, de repente demasiado avergonzada de mi desnudez ante ella. Violeta se irguió también, sin entender mi repentino cambio de humor.
– Pensé que era lo que deseabas.
De todas las cosas que podía haber dicho, aquella era la que más esperaba que no pronunciase. Violeta seguía sin entender nada. Y ahora yo estaba segura de que ni siquiera quería intentarlo. Me giré como una pantera rabiosa hacia ella, abrigo en mano. – Quería que hiciéramos el amor, Violeta, no que me follaras como si te estuviera pagando por ello. – mastiqué las palabras con irritación. – ¿De qué estás hablando? Me pregunté si realmente no tenía idea de lo que había hecho o es que me estaba tomando el pelo. Lo único que sabía era que la visión de su pecho me seguía perturbando demasiado. – Por el amor de Dios, ¡vístete! – le ordené. Me coloqué el abrigo y me quedé en el sitio, dándole la espalda, sin saber qué hacer. Irme, quedarme, decirle una vez más cuánto daño me había hecho... Sus palabras interrumpieron mis cavilaciones. – Si he hecho algo mal, lo siento. Pero tú no me diste ninguna señal de que parara... – ¿Disfrutaste? – le pregunté. – ¿Qué? – Lo has oído perfectamente. ¿Es que acaso eres una de esas malditas frígidas que son incapaces de sentir nada? – ladré enfadada. – Quería centrarme en ti... – comenzó a explicarme algo insegura, casi como si sintiera vergüenza. – ¿Centrarte? – me giré hacia ella, aliviada de comprobar que se había abrochado los suficientes botones de su camisa como para no dejar ver nada que me turbara. – Quería darte todo el placer del que fuera capaz. – No quiero ningún placer si no se me permite devolverlo. Creí que podría amarte por una vez libremente, me diste una esperanza de que así podía ser... Nunca aprenderé que los sueños jamás se hacen realidad. – Esto no es un maldito sueño. Yo soy real. – respondió molesta. La miré. Aún había algo que me intrigaba en demasía. – ¿Por qué, Violeta? ¿Por qué ahora? – Porque quiero que me enseñes a amar. Quiero sentir lo que tú sientes. Quiero sentir tu obsesión y compartirla. – una pausa. – Quiero todo eso y más... – Tienes que haberte vuelto loca... – dije entre dientes. – ¿No ves a qué estado me ha llevado a mí eso? Deberías estar asustada, aterrorizada. Si has logrado entender mi obcecación deberías estar huyendo de mí y no volver jamás... – No tengo miedo. Lo deseo con todas mis fuerzas. Te deseo a ti. – me aseguró con una seguridad que me dejó pasmada, incrédula incluso. – ¿Qué quieres conseguir? – Quiero que estés tan adentro de mí como lo estoy yo en ti. – Loca... – murmuré. – Has perdido completamente la cabeza... – Sé que si no te hago mía no conseguiré olvidarme de ti. No hay nada peor que tener el remordimiento de lo que no se ha hecho jamás. Negué con la cabeza al tiempo que me movía en círculos, cada vez más perdida. – ¿En qué momento...?
– En el instante en que volví a verte en el hospital... – me interrumpió nuevamente.
Empecé a preguntarme si es que ella ya tenía ensayadas todas y cada una de las respuestas que me estaba ofreciendo. Era como si supiera exactamente qué era lo que yo me preguntaba a cada momento. – ¿Me enseñarás? – dijo y casi podía sentirse una ligera súplica en esa frase. No respondí. En cambio, me acerqué hasta ella y la empujé contra la pared. Esta vez Violeta no pareció querer evitar mis avances. Vi la decisión en sus ojos y eso me hizo sentir más valiente. Le abrí el pantalón dolorosamente despacio, sin dejar de mirarla ni un instante. Introduje una mano por debajo de su ropa interior y encontré lo que estaba buscando. Violeta emitió un breve suspiro y echó la cabeza hacia atrás cerrando los ojos con dolor, abriendo aún más las piernas para mí. Tuve que apoyarme con una mano en la pared ante el riesgo de caerme de bruces cuando su calidez me recibió. Mis dedos se mojaron inmediatamente de su excitación. Me agradó descubrir que ella se había excitado tanto como yo. Saqué la mano entonces y puse los dedos delante de su cara. Abrió los ojos y los miró, luego me miró a mí con extrañeza. – Primera lección: – dije muy seria. – El deseo. Entonces lo vi en sus ojos: Violeta se estaba rindiendo a mí. Ya no había nada que pudiera evitar lo que estaba a punto de acontecer.
BELLA VIOLETA. 8ª Parte.
8. DESEO QUE QUEMA. Nos miramos con intensidad. Yo era incapaz de percibir cualquier cosa o sonido que me rodeara, tan sólo absorbía su imagen, con su rostro tintado de un tono rúbeo por la excitación, apoyada contra la pared, con los pantalones sin abotonar y las manos a cada lado. Hasta mis sentidos llegó el aroma de la esencia que inundaba mis dedos y que le pertenecía. Cerré los ojos y me obligué a mantener el equilibrio. Violeta intentó acercarse a mí, pero lo evité alargando una mano hacia ella. – Acércate... – me ordenó. Negué con la cabeza sin dejar de mirarla. Ella volvió a tomar la iniciativa y se separó lentamente de la pared. Dio varios pasos tentativos hasta ponerse a su altura. – Déjame tocarte... – susurró. Aún sin decir una palabra, la tomé de una mano y la conduje a mi habitación.
Encendí a luz y cerré la puerta tras de mí. Violeta esperaba pacientemente mientras yo asimilaba lo que estaba pasando apoyada sobre la puerta tan sólo unos segundos. Cuando me di la vuelta, vi la misma decisión en sus ojos. – Desvístete. – dije sin contemplaciones. Violeta alzó una ceja, pero no dijo nada. Supongo que esperaba algo así como que fuera yo quien le quitara la ropa. La observé mientras ella acataba mi orden. Fue extremadamente cuidadosa con cada uno de sus movimientos. Incluso se deshizo de su ropa interior juguetonamente, logrando con ello que yo comenzara a respirar con algo de dificultad. Permaneció frente a mí completamente desnuda, sin moverse, permitiéndome beber de su visión a placer. La admiré sin prisa, abarca ndo cada centímetro de su cuerpo. – Sobre la cama. – volví a ordenar, esta vez con la voz entrecortada. Violeta me sonrió levemente y se tumbó boca arriba, expectante. Fue mi turno entonces. Me desnudé bajo su denso escrutinio. Recordé aquel día de verano en el río. Entonces ella me había mirado con curiosidad. Ahora lo hacía con delectación. Abandoné mi ropa en el suelo, sobre la de ella y me aproximé a la cama, colocando las rodillas a cada lado suyo, pero sin rozarla en ningún momento. Pude notar que Violeta tomaba una inspiración para mucho más tarde expulsarla. Intentó levantar los brazos para tocarme, pero yo la tomé de las muñecas. – No. – dije. – Ahora mismo soy inalcanzable para ti, como lo has sido tú para mí... Acto seguido, me estiré hasta alcanzar el cajón de una de las mesillas de noche y saqué un pañuelo de color rojo. Le até las muñecas al cabezal de la cama. Ella ni siquiera murmuró una simple protesta. Sabía que debía ser así y que así se haría. Aseguré el nudo con fuerza y la vi hacer una mueca casi de dolor, pero ningún sonido salió de su boca. El atarla hizo que su torso se doblara en un casi imperceptible arco, por lo que sus pechos ahora se erguían y los músculos de su estómago se marcaban delicadamente. No hay palabras para describir la perfección, porque eso es exactamente lo que vi ante mí. Todo en ella parecía haber sido moldeado por un escultor, sus pechos llenos, su vientre plano, el ancho de sus hombros, la línea ósea que delineaba su clavícula... Extendí mi cuerpo y me apoyé sobre las palmas de las manos a ambos lados de su cabeza, sin rozarla. Aún sin moverme un solo ápice, a pesar de que era eso lo que mi cerebro ordenaba una y otra vez que hiciera, tomé su boca despacio, provocándola, disfrutando de la certidumbre de tenerla allí. Ella pareció entender y disfrutar de mi denso escrutinio de su boca, de mi exigüidad de urgencia. La obligué a abrir las piernas aún más con ayuda de una de mis rodillas y cuando obtuve el espacio suficiente, descendí con lentitud, tomándome mi tiempo, mirando las reacciones que se traslucían en sus ojos. Cuando nuestros cuerpos se tropezaron y sentí su excitación y ella sintió la mía, mezclándose, no pude evitar cerrar los ojos con dolor, pero fue sólo un instante. Dejé que la sensación de sentir sus pechos, su sexo y su piel contra mi cuerpo me inundara. Al abrirlos de nuevo vi la misma tortura reflejada en los de Violeta. Ella quiso moverse contra mi cuerpo, sentirme aún más, pero me mantuve
inmóvil. – No te muevas. – le dije como una orden. Violeta desistió entonces. Sabía que debía obedecer todas y cada una de mis disposiciones. Eso era lo que significaba rendirse a otra persona y lo que yo estaba dispuesta a enseñarle. – Al final me dirás que me amas, y lo creerás de verdad incluso... – le susurré, acercándome a su oído. Deposité un beso en su mejilla, apenas rozándola para luego y muy lentamente descender hacia su pecho. – Bella Violeta... – dije entre besos. Ella comenzaba a arquearse, intentado dirigirme hacia el lugar donde más deseaba sentir mis labios, pero yo retrasaba ese momento, torturándola. Seguí avanzando hacia su ombligo y cuando lo alcancé, introduje mi lengua en él. Violeta emitió un exhalación. Acomodada con la barbilla sobre su estómago tracé, con uno de mis dedos, las líneas de su pecho. – Me pertenece. – le dije. – Como si yo en realidad hubiera salido de dentro de ti... Cubrí con mi boca lo que antes acariciaba con los dedos, demostrándole cómo podía alimentarme de ella. Violeta únicamente podía emitir extraños sonidos y retorcerse bajo mis atenciones. La agarré con fuerza, ante el riesgo de que pudiera empujarme sin querer fuera de la cama. Sus caderas se elevaban furiosas, intentando intensificar cualquier contacto con mi estómago. Repté como una serpiente por su cuerpo hasta ponerme a su altura y la miré y ella me miró, sin pestañear. – Voy a besarte... – le anuncié. Violeta entreabrió la boca entonces, esperando lo que yo le había prometido segundos antes. Me acerqué aún más a ella, pero me detuve a tan sólo unos milímetros. – Pero no en esos labios. – sentencié y mi juguetona frase provocó otra larga inspiración. Me posicioné entre sus piernas y ella las dobló por las rodillas, abriéndose aún más para mí. Deposité allí el más ligero de los besos, aún así, en mis labios se eternizó su esencia. Contraje las piernas al sentir una punzada de placer en mi centro. Estaba tan excitada que si hacía eso una vez más, estaba segura de que tendría un orgasmo. Volví a a enterrarme en ella, esta vez más persistentemente. Violeta seguía retorciéndose y a pesar de que mi mano herida se resentía y mucho, no me quedó alternativa alguna que plantarla firmemente sobre su vientre para intentar estabilizar sus movimientos. Mi otra mano viajó por voluntad propia, alentada por los murmullos de auténtico placer de Violeta, hasta llegar al centro de su ser, al interior de su cuerpo. Dos de mis dedos se adentraron con firmeza y por primera vez supe lo que era sentir a Violeta por dentro. Ella gritó incapaz de contenerse. Su bramido hizo que mis
oídos zumbaran. Me concentré desde ese momento en darle todo ese placer que yo era capaz de darle. Cerré los ojos y mis sentidos se embargaron de la esencia de Violeta. Me llené de ella y aún así me parecía que no sería suficiente. Egoístamente comencé a pensar que quizás, con cada gemido, lograba robarle algo de sí misma. Incluso si lograba hacerla llorar o sufrir sería para mí una conquista más. Ella había tomado todo aquello de mí y yo no podía dejar de sentirme en desventaja. De algún modo conseguiría que Violeta pagara por todo aquello que le había dado sin habérmelo pedido siquiera. Rugió como una auténtica pantera cuando el éxtasis abordó su cuerpo. Me erguí entonces hasta quedar sobre su cuerpo, con el rostro pegado al suyo. Mi propia liberación a punto de hacerme estallar. Me froté contra ella y me respondió moviéndose en sintonía, levantando las caderas cada vez, elevándome a mí también. Violeta luchó contra las ataduras que la mantenían sujeta al cabezal de la cama. Supuse que quería abrazarme, tocarme y acariciarme. Me aferré a la sábana con fuerza, obviando el dolor mientras seguía cabalgándola. Estaba demasiado cerca y por la expresión de su rostro supe que ella nuevamente lo estaba también. Relenticé mis acometidas e intensifiqué el contacto cuando sentí el principio de mi orgasmo. Ella notó mi repentino cambio de ritmo y lo que pasaría segundos después. Eso pareció excitarla hasta tal punto que también empujó con más brío contra mí. – Dime que me quieres. – le pedí mirándola a los ojos. Ella pareció dudar y yo hice un amago de parar mis movimientos. – No pares... – murmuró con voz entrecortada. – Dime que me quieres. – repetí de nuevo, ordenándoselo casi. – Te quiero... Incluso por un momento me pareció que sonaba sincero. La besé entonces dolorosamente, mordiendo y succionando sus labios con los ojos cerrados. Violeta luchó con las últimas fuerzas que le quedaban por desligarse, pero pronto se abandonó a su propio placer y juntas alcanzamos el clímax. Me desmoroné sobre su cuerpo, exhausta. Comencé a ganar el resuello de nuevo, con mi pecho moviéndose frenéticamente contra el suyo. Mi aliento pasando a través de mis labios entreabiertos, mojando la piel de uno de sus senos. Sin erguirme apenas, desaté el nudo que aún le mantenía sujeta. Violeta estiró los brazos al instante y los acercó a mí para abrazarme por la espalda. – Jamás habías estado tan lejos de mí... – la oí decir en un susurro. – No eras tú... Abrí los ojos y enfoqué la vista hacia ningún lugar, asimilando sus palabras y las que aún tenía que decirme. – ¿Es así cómo yo te hago sentir? Me apeé de su cuerpo y la atraje hacia mí, con lo que quedamos lado a lado con las piernas entrelazadas. La miré a los ojos. – Mañana todo volverá ser igual... – dije quedamente. – Nada volverá a ser lo mismo. – me aseguró ella con absoluta convicción en la voz.
Me despertó una placentera sensación. Sin abrir los ojos comencé a percibir más nítidamente una mano que se movía en círculos sobre uno de mis senos. Abrí los ojos lentamente, pestañeando varias veces hasta que me acostumbré a la claridad que inundaba la estancia. Enfoqué a Violeta de inmediato, abrigada tan sólo hasta la cintura como yo, concentrada en sus caricias. Decidí no llamar su atención y por el contrario me quedé allí mismo, sin mover un músculo, mientras ella desplegaba sus artes. Supuse que debía de ser el hecho de despertar en la cama junto a otra mujer, la misma mujer que la noche antes le había hecho el amor, lo que la hacía parecer tan intrigada. Sus dedos apenas rozaban mi piel, pero aún así era una sensación prodigiosa. Me fijé en las marcas moradas que habían aparecido en su muñeca. Habían sido producidas por el forcejeo contra las ataduras. Otra de las cosas que pude advertir era que su labio inferior estaba hinchado y parecía tener una herida. Esto último, sin duda, había sido producto de mi ardor. Violeta levantó entonces la cabeza hacia mí, como si realmente pudiera sentirse observada. Una ligera inspiración me avisó de que desconocía por completo el hecho de que yo la estaba espiando. Apartó la mano suavemente y la apoyó sobre su cadera. – Estás despierta... – dijo en un susurro. – No mucho... – mentí con voz ronca. – ¿Te he despertado yo? La miré. Alargué una de mis manos hacia su rostro y le acaricié el labio con el pulgar, justo donde yo había clavado mis dientes. – ¿Te duele? – le pregunté cuando el sentimiento de culpa me invadió. – No. – Preferiría asegurarme... – respondí acercándome hasta ella. La besé y ella respondió. Inevitablemente, mi cuerpo comenzó a arrimarse al suyo como un imán, logrando que nuestras piernas se entrelazaran por debajo de la sábana. Violeta, mucho más expresiva que yo, gimió de placer contra mis labios. El sonido de un trueno hizo que nos apartáramos bruscamente. Me giré hacia la ventana y pude comprobar que las nubes se habían conjurado para regalar otra descarga de agua. – Cerraré la ventana... – dije, levantándome hasta posar los pies en el gélido suelo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Cerré las hojas del ventanal y la estaba atrancando cuando sentí la presencia de Violeta detrás de mí. Me quedé inmóvil, esperando a descubrir cuál sería su próximo movimiento. – Tengo frío... – murmuró cerca de mi oído. No dije nada, tan concentrada como estaba en sentir su cuerpo empujando contra el mío, con sus pechos clavándose en mi espalda y uno de sus muslos partiendo mis piernas. Violeta presionó aún más contra mí e hizo que mi cuerpo se estrujara contra la pared y la ventana. El contraste del frío cristal contra mi torso y la
calidez del cuerpo de la azafata en mi espalda era turbador. Sus manos se posicionaron en mi cintura. Una de ellas tomó un camino ascendente, cubriendo mi pecho, mientras que la otra acariciaba mi vello púbico. Fue esa mano la que se atrevió a ir más allá y pronto me encontré abriéndome más para ella. Apoyé la mejilla contra el cristal al igual que las manos, como si realmente aquello pudiera evitar que me deslizara hasta caer al suelo. Expulsé el aliento algo frenéticamente empañando el cristal cuando Violeta comenzó a mover sus dedos por entre los pliegues de mi sexo. Apartó la mano que hasta entonces había mantenido sobre mi pecho y se apoyó con el antebrazo en la ventana, para soportar mis empujes y de paso guardar el equilibrio mientras ella misma se frotaba contra mis nalgas. Las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal y pensé que casi parecían lágrimas que salían de mis ojos. – Jimena... – oí a Violeta gimotear. Comprendí entonces, mientras cerraba los ojos a todo lo que me rodeaba, que el deseo es lo único que puede esclavizar el alma. Cuando por fin tuvimos la suficiente fuerza de voluntad para separarnos, bajamos a la cocina vestidas únicamente con una camiseta y dispuestas a saciar el hambre que ambas sentíamos. Nos sentamos en la pequeña mesa, a cada extremo para dar buena cuenta de nuestros respectivos desayunos. Giré la cuchara dentro de mi taza de cereales, pensativa. Violeta estiró la pierna por debajo de la mesa y la posó entre las mías. Respingué en la silla ante lo inesperado de la situación y levanté la vista para mirarla. Ella parecía totalmente ajena a todo ello, frotándose levemente el puente de su nariz mientras masticaba ruidosamente los cereales. Sonreí, moviendo la cabeza. Sabía que ella no era para nada inconsciente de sus actos. Era capaz de calcularlo todo con premeditación. Me estaba provocando y yo lo sabía. – ¿Qué? – me preguntó ingenuamente al verme sonreír. – Nada. – ¿Por qué sonríes entonces? – No lo sé... Decidí seguir su juego y con mi descalzo pie derecho tracé la parte posterior de su pierna. Violeta paró en seco toda actividad, incluso dejó de masticar aún teniendo la boca llena. – Te vas a atragantar... – le dije jocosa. Ella me miró de esa forma que nadie puede y sentí como mi cuerpo se transformaba en gelatina y resbalaba por la silla. En ese momento sonó el teléfono. Un tono. Dos. Tres. No quería moverme de donde estaba, pero al final cedí y fui hacia el salón para descolgar y atender la llamada. – ¿Sí? – Soy mamá. – Hola, mamá. ¿Qué tal va todo? – pregunté, tomando asiento en el sofá cerca del
teléfono. – Bien, hija. ¿Tú cómo estás? – Bien. – contesté simplemente. Una pequeña pausa. – ¿Está Violeta contigo? Entendí en ese momento que la la llamada de mi madre seguramente se debía a algún sentimiento de culpabilidad al haberle hecho saber a Violeta mi paradero. – Sí, está aquí. – Me pareció que algo la preocupaba y le dije que... – Mamá. – la interrumpí. – Está bien. No te preocupes. – ¿Seguro? – Sí. – Me alegro de habérselo dicho, entonces. – Giré la cabeza y vi a Violeta apoyada en una esquina, con las piernas cruzadas por los tobillos, mirándome con intensidad. – ¿Jimena...? Por un instante olvidé que tenía a mi madre al otro lado de la línea. – Sí. Estoy aquí. – Te decía si tienes pensado regresar pronto. Pensé durante un instante. – Aún no lo sé. – Bueno, sólo quería saberlo. Quisiera tenerte aquí para la cena de Nochebuena. Suspiré. Para esa cena faltaba aún más de un mes. Si me lo recordaba ahora, estaba segura que cuando se acercara esa fecha me llamaría cientos de veces al día. – Sé que aún falta tiempo para eso, – siguió ella, como si leyera mi pensamiento. – pero realmente me gustaría tenerte aquí. – Estaré ahí, mamá. No te preocupes. – Estupendo. ¿Qué hacías? – Desayunar... – dije sin pensar. – ¿A esta hora? Cariño, son más de las dos. – Bueno... – busqué una rápida excusa para mi tardío desayuno. – Anoche Violeta y yo estuvimos hablando hasta bien entrada la madrugada... Sentí, por el rabillo del ojo, que Violeta sofocaba una risilla. La fulminé con la mirada y le indiqué frenéticamente que regresara a la cocina. Eso, para mi desgracia, pareció divertirla más y en vez de marcharse se acercó a mí, sentándose sobre el brazo del sillón. Su muslo desnudo estaba demasiado cerca ahora para poder concentrarme en otra cosa. – Escucha mamá. – interrumpí lo que mi progenitora estaba diciendo. De todos modos no tenía ni idea de lo que era. – Estábamos a punto de ir a dar un paseo por el pueblo... – ¿Pero no estábais desayunando? – Sí, bueno..., estábamos acabando. – sentencié con lo primero que se me ocurrió decir. Mi mano libre viajó hasta aquel muslo y comenzó a acariciarlo lentamente. – De acuerdo. Sé captar una indirecta. – suspiró. – Me gustaría que me llamases pronto...
– Lo haré. – dije como una promesa. – Siempre dices lo mismo.
Sentí la mano de Violeta en mi nuca, trazando pequeños círculos. – Te llamaré, mamá. – resolví, luego de carraspear nerviosa. – Bien. Hasta pronto entonces. Saluda a Violeta de mi parte. – Lo haré. Adiós. Colgué el receptor y exhalé una larga espiración, reclinándome en el respaldo del sofá. – ¿Todo en orden? – oí decir a Violeta. – Eso parece. Se sentía culpable por haberte dicho donde estaba. – ¿Por qué? ¿Acaso le pediste que no me lo dijera? Pensé durante un instante. Había supuesto que Violeta ya era conocedora de eso. Evidentemente, mi madre no lo había mencionado. – Sí. – contesté sin más. – ¿Por qué? – se apartó de mí lo suficiente como para encararme de frente. – ¿Sabías que te buscaría? – No. Lo dije más por ella que por ti. No quería que te llamara nuevamente para intentar salvarme. – la última palabra la pronuncié algo mordazmente. – Estabas dispuesta a sacarme de tu vida, ¿no es cierto? Me levanté del sillón con media sonrisa irónica adornando mi rostro. Me giré hacia ella. Me parecía cómico que de repente Violeta pareciera una amante herida. – Has aparecido. Eso neutraliza cualquier intención que tuviera de lograr algo así. – ¿Tan segura estabas de que conseguirías olvidarte de mí? – Lo suficiente como para vivir sin que me atormentaras, sí. – respondí muy segura. – No lo creo. – Bueno... – cambié el peso de mi cuerpo de un pie al otro, fingiendo indiferencia. – Ahora que he obtenido lo que siempre he deseado, tal vez ayude... Violeta frunció el ceño con algo de disgusto. – Lo dices como si me hubieras utilizado o algo así. – ¿Es que tú no has hecho eso mismo conmigo? – rebatí. – En ningún momento te he considerado un objeto o un experimento. – ¿En serio? ¿Acaso puedes decir que lo que hicimos anoche fue la consecución de nuestro amor? – No obtuve respuesta por su parte. Así que proseguí. – Viniste aquí con la decisión de probar, de sentir lo que tengo que ofrecerte. Lo has hecho. ¿Qué será lo siguiente? ¿Vas a pedirme que me case contigo, acaso? – enfaticé con algo de burla. – ¿Qué es lo que quieres oír realmente, Jimena? – se acercó aún más hacia mí. – ¿Quizás algo así como que ya no puedo seguir viviendo sin ti? – Moví al cabeza negativamente, sonriendo sin ganas. – Ahora mismo no podría... – dijo finalmente. Me tomó tan sólo unos segundos unir sus dos frases y asimilar su contenido. Levanté la vista de la alfombra para mirarla. En sus ojos hallé la veracidad de sus palabras. Me dejó sin respiración. Simplemente. – Sigo teniendo hambre. – le dije haciendo alusión a mi desayuno a medias. Lo único que se me ocurrió en aquellos breves segundos en los que habíamos permanecido en silencio. Me di la vuelta rumbo a la cocina. Como siempre, la
sentí que me seguía demasiado cerca. Violeta me alcanzó por detrás justo cuando ya había traspasado la puerta de la cocina. Se abrazó a mi cintura, con su cuerpo pegado al mío y sus pechos clavados en mi espalda. Cerré los ojos ante la súbita oleada de excitación que me sobrevino y aspiré con fuerza, necesitando percibir su olor. Violeta acercó el rostro a mi cuello, su cabello haciéndome cosquillas mucho antes. Me obligó con sus piernas a acercarme a la encimera y me dio la vuelta para alzarme sobre ella. De inmediato, la frialdad del mármol traspasó la barrera de mi ropa interior y lo sentí sobre mis nalgas, cosa que me hizo temblar por un repentino escalofrío. La abracé con las piernas a la cintura acercándola cuanto pude a mí. Violeta comenzó a acariciarme los muslos desnudos con sus manos, lentamente arriba y otra vez hacia abajo. Yo, para entonces, ya estaba ardiendo por dentro con absoluto deseo por ella. Me alzó la camiseta y metió la cabeza debajo. Su boca encontró con precisión uno de mis pechos y solté un gemido a la vez que eché el cuerpo hacia atrás. No sentí dolor cuando la parte de atrás de mi cabeza pegó contra uno de los estantes. Todo en lo que era capaz de ser consciente se concentraba en las caricias que Violeta me regalaba con su boca. – Violeta... – gimoteé, sorprendiéndome a mí misma. Casi le estaba suplicando. Ella siguió perdida en su tarea, ignorando mis murmullos. En un momento dado, tuve que levantar las nalgas cuando la sentí empeñada en deshacerse de mis bragas. Me aferré a lo que pude. La caja de cereales que hasta entonces descansaba allí cayó al suelo de un manotazo esparciendo su contenido. Mis manos siguieron resbalando cada vez hasta que logré asirme a los tiradores de las alacenas de detrás de mí, ignorando las punzadas de dolor de mi mano herida. Y fue entonces cuando ella volvió a entrar en mí. Grité incapaz de evitarlo. Estaba segura de que me habían oído a kilómetros a la redonda. Pero nada me importaba menos que eso. Ni siquiera si caía una maldita bomba en mitad de la cocina hubiera logrado que permitiera a Violeta separarse de mí. Ella siguió penetrándome con sus dedos a la par que devoraba mis pechos por igual. Con cada movimiento yo la seguía con un nuevo gemido. Eso pareció darle más ánimos. La obligué a sacar la cabeza de debajo de mi ropa para encontrarla en un beso lleno de prisas y de ansiedad. Segundos más tarde, me convulsioné sobre su mano. Violeta me sostuvo entre sus brazos cuando me dejé caer y me abrazó por la cintura. Deposité pequeños besos sobre su cabello, sintiendo que ella se hundía aún más en mi pecho. – ¿Qué es lo que tienes? ¿Qué es? – dijo ella en súplica. No estoy segura, pero creo que ése fue el momento en que Violeta vio reflejada mi obsesión por ella en sí misma.
Terminamos de desayunar y mientras Violeta se daba una ducha, yo me dediqué a recoger el desastre que mi pasión había creado en la cocina y de paso recoger los cristales de la copa rota en el salón. Me quejé cuando sentí una punzada de dolor en la mano herida al realizar un movimiento brusco. – Te sigue doliendo demasiado, ¿verdad? – preguntó Violeta. Me giré para verla detrás de mí recién salida de la ducha y vestida con ropa cómoda, (antes había ido a su coche a recoger la bolsa de viaje que había traído consigo). El olor del jabón que había utilizado me llenó por completo. – Sólo cuando la muevo. – me las arreglé para decir. – Tal vez sería mejor que te la viera un médico. Anoche no parecía ser grave, pero puede que se infecte. – Soy médico. ¿Recuerdas? – me sonrió. – Tan sólo necesito cambiar la venda y limpiar la herida. – No insistiré entonces. – se acercó a una ventana y retiró la cortina para ver a través de ella. – Parece que no tiene intención de dejar de llover. – ¿Tienes que irte pronto? – me atreví a preguntar. – No. Decidí no indagar más en ese asunto. Ni siquiera me importaba. Tenerla allí, el tiempo que fuese, era lo único que me incumbía. Amontoné los últimos trozos de cristal en el recogedor y me erguí con él en la mano. Violeta me había estado observando sentada en uno de los sofás. Yo aún tenía puesta tan sólo una camisa y debía de ser eso lo que tanto atraía su atención. El hecho de que me mirara sin molestarse en esconder su deseo me llenó. Abandoné el recogedor y me acerqué hasta ella inclinándome hasta que mi rostro estuvo a la altura del suyo. La besé lenta y profundamente, haciéndola suspirar de placer. – Eres insaciable... – le dije con tono jocoso. Una de sus manos subió por mi muslo hasta que alcanzó mis nalgas. – ¿Quieres que te cuente lo que he estado haciendo en la ducha? – musitó, mirándome fíjamente. Abrí los ojos tanto que casi sentí que se me salían de las órbitas. – Me hubiera gustado más estar allí para verlo... – murmuré, apoyando la mano sana sobre su muslo. – Tendrás oportunidad de verlo en otra ocasión. Mis piernas temblaron de emoción con sólo pensar en esa posibilidad. – Violeta... – ¿Sí? pregunté, no muy segura de dónde había salido esa – ¿Qué ves cuándo me miras? – cuestión. – Ahora mismo sólo tengo ojos para tu boca... La tomé del pelo y tiré de él. – ¿Quieres besarme? – dije, recordando así una ocasión en mi ático. Entonces ella tenía el control y me había hecho esa misma pregunta. – Sí.
– ¿Por qué? – Porque estás demasiado cerca...
La solté, sin mover el rostro un ápice. – Hazlo entonces. – ronroneé antes de que Violeta conquistara de nuevo mis labios.
preguntó Violeta. – ¿Qué lees? – Después de tomar un almuerzo que era casi cena, nos habíamos tumbado cada una al extremo del mismo sofá para relajarnos. Yo había optado por retomar la lectura de aquel libro que parecía no querer acabar nunca y Violeta simplemente se había echado conmigo, con sus pies al lado de mi cabeza, casi dormitando. O eso es lo que me había parecido. – “Desayuno en Tiffany’s”, de Truman Capote. – dije, volviendo a meterme de lleno en la lectura. – ¿Es interesante? – Bastante... – ¿Más que yo? Dejé caer el libro abierto sobre mi pecho para mirarla. Me sonrió con picardía. – No vas a dejar que lea, ¿verdad? – No... – Está bien. – descarté el libro sobre el suelo y crucé los brazos detrás de mi cabeza. – ¿Qué quieres hacer? – No lo sé... – colocó uno de mis pies sobre su pecho y comenzó a masajearlo. – ¿Qué tal si no hacemos nada? – Me parece una buena idea. – ronroneé de placer. – Yo no hago nada y tú, mientras, sigues haciendo lo que estás haciendo. Violeta siguió acariciando los dedos de mi pie durante un breve rato, antes de romper el silencio nuevamente. – Tengo curiosidad por saber algo... – Pregunta entonces. – la insté, sin abrir los ojos. – ¿Qué fue lo que te hizo enamorarte de mí? Abrí los ojos y la miré. No tuve que rebuscar demasiado en mi memoria para encontrar el momento justo cuando mi entera existencia cayó rendida a los pies de aquella mujer. – ¿Recuerdas aquella primera noche en el invernadero? – ella asintió. – Esa noche me dijiste algo que me hizo sentir muy importante... – ¿Sólo por eso? Parecía algo decepcionada. Sonreí. Supuse que lo que había esperado oír era algo referente a su aspecto. – Ése fue el principio. Luego el hecho de que no pararas de sonreírme todo el tiempo... – suspiré. – Todas las noches me dormía pensando en ti. Imaginaba que estabas en mi cama, que me abrazabas... Cosas de adolescente, supongo. Se sentó, colocando mis piernas en su regazo. – ¿Dejaste de pensarme de esa forma?
– Me hiciste mucho daño cuando te fuíste aquella noche sin ni siquiera despedirte.
Me sentí culpable. Al pasar los años, seguías estando presente en mi memoria, pero ya no eran pensamientos agradables. Me dolía pensar en ti... – Ahora parece que te duele incluso el estar conmigo. Me tomó por sorpresa. No tenía la menor idea de por qué me había dicho aquello. ¿Qué era lo que Violeta había notado que la llevara a aquella conclusión? – ¿Por qué dices eso? – Nunca me miras los ojos cuando hacemos el amor. Los cierras. Presumo que porque no quieres verme... Seguí respirando despacio. Nos miramos fijamente. – Ni siquiera me había dado cuenta de que lo hacía... – me defendí. – Supongo que me pasa no sólo contigo. Alzó una ceja y supe que posiblemente no creía del todo aquella explicación. – De acuerdo. – cedió. – No tiene importancia. – Al parecer, para ti la tiene... – Quiero conocer todo de ti, saber los porqué de cada cosa que hagas. Después de aquella respuesta, decidí decirle la verdad. No tenía sentido negárselo. Era algo que deseaba y yo estaba dispuesta a ofrecerle cada cosa que ella anhelara. – Cierro los ojos por costumbre. – comenté sin más dilación. – ¿Por costumbre? Asentí levemente. – Cuando otra persona me hacía el amor, solía cerrarlos para imaginar que eras tú... – Violeta se quedó estática en el sitio, sin ni siquiera pestañear. – Da miedo, ¿verdad? – dije sonriendo, aunque malditas ganas si tenía de hacerlo. Sólo pretendía borrar la tensión en el ambiente. – Sí. Pero es una sensación extraña... – ¿A qué te refieres? – Me haces sentir muchas cosas a la vez, Jimena. A veces deseo, luego ternura y otras miedo cuando te abres a mí y me muestras tus sentimientos. Se levantó y se colocó con las rodillas a cada lado de mis piernas, echándose momentos después sobre mí. Sentir el peso de su cuerpo contra el mío era cada vez más placentero. Deseé poder tenerla así para siempre. Comenzó a apartarme el pelo de la frente. – No puedo dejar de tocarte. – admitió. – Mis manos ya no quieren obedecerme. Metió una de ellas por debajo de mi camiseta blanca. Hizo que un escalofrío me recorriera por la frialdad de su palma. Cubrió uno de mis senos y yo me arqueé en acto reflejo. Me besó como pocas veces recordaba, clavando sus dientes, como le había hecho yo la noche anterior, en mi labio inferior. Su aliento frenético, su olor me estaban dirigiendo directamente hacia el abismo. Me quité la venda de la mano herida a tirones. Estaba harta de que aquello fuera una barrera que me impidiera sentir más de ella. Nunca era suficiente. Introduje las manos bajo su camisa, por la espalda, amasando la cálida piel, llenando mis manos de ella. De repente el sofá parecía demasiado estrecho. Estrujé su camisa y ella se la sacó primero por un brazo y luego por el otro, sin dejar de besarme en ningún momento hasta que se separó para retirarla de su
cuello. Aproveché ese momento para hacer lo mismo con la mía. Violeta siguió besándome de una forma que no era normal, ansiosa, desesperada. Mientras lo hacía, de su garganta se emitía un sonido incesante, como una canción que se murmura. Llegó un momento en el que casi fui incapaz de seguir el ritmo que imponían sus labios. Mis manos fueron hasta la abertura de sus tejanos y tiré de los botones para que se abrieran solos. Luego, comencé a bajarlos todo lo que pude para después ayudarme con los pies. Oí a Violeta reírse contra mi boca al notar mis casi infructuosos esfuerzos por deshacerme de sus pantalones. Ella misma tuvo que echar una mano hacia atrás y terminar lo que había empezado yo. No sé cómo demonios lo hizo, pero se sacó los pantalones enseguida. Introduje la mano sana entre sus piernas hasta llegar a su sexo. Violeta se encogió por completo y emitió una indecente maldición. Se irguió lo suficiente como para colocarse de rodillas, soportando su peso con un brazo sobre el respaldo del sillón y una mano al lado de mi cabeza. El movimiento hizo que mis dedos se introdujeran por sí solos. Comenzó a cabalgar sobre mi mano con fuerza, subiendo y bajando el cuerpo, imponiendo su propio ritmo. Me dediqué a observarla absorta. Mi propio deseo olvidado. Violeta bajó la cabeza para mirarme y su pelo cayó por sus hombros en cascada. – Di mi nombre... – me imploró sin dejar de moverse. – Violeta. – obedecí al instante, extasiada por como sonaba su voz en aquellos momentos. Obvié el dolor en mi muñeca producido por sus acometidas. Nunca en mi vida había visto nada igual. Nunca había sentido tal grado de fascinación. Era como si Violeta me hubiera hipnotizado con su proceder. – Mi vida no comienza... – me dijo. – ¿Qué...? – incluso para ese simple qué hizo falta que lo dijera en dos tiempos. Mi voz estaba completamente atorada. – ... se acaba en ti... No sé si era por la situación o porque mi cerebro había decidido independizarse y buscar mejores cosas que hacer que tan sólo razonar, pero no lograba entender a Violeta. – Te siento dentro de mí, Jimena... Ya estás aquí... Luego de decir esas palabras, intensificó el ritmo y poco después alcanzaba el orgasmo. Su cuerpo se estiró hacia detrás, su cabeza cayó como si no pudiera soportarla sobre sus hombros, las venas de su cuello se marcaron hasta parecer querer estallar, la piel del sofá crujió bajo su fuerte agarre... No es sólo amor, ni sexo, ni tan siquiera la consecución de lo que más se desea. Es la total entrega, algo que, estoy segura, fue el propósito de Dios al concedernos la virtud de amar. Y de todo ello fui testigo. Jamás volvería a cerrar los ojos en su presencia. Cada segundo que ella abarcó mi visión esa tarde me hizo sentir cómplice de algo que escapaba a la razón. Violeta descansó de su enorme esfuerzo volviéndose a echar sobre mi cuerpo medio desnudo. La abracé con fuerza y esperé a que su respiración se normalizara de esa forma. Cuando volvió a levantar el rostro hacia mí, observé un pequeño
rastro de sangre en una de sus mejillas. Lo limpié con el dedo pulgar y luego le di la vuelta a la palma tan sólo para verificar que los pequeños cortes de mi mano habían vuelto a sangrar. Ella limpió la sangre como lo haría un animal con su cría. Lamió de mí y selló el pacto de nuestro delirio. La vida no tiene ningún sentido si no se ama. Mi cordura, mi felicidad, mi sentir, mi paz interior... Todo estaba ligado a su nombre.
Mis ojos se abrieron lentamente a la mañana siguiente. Aún sin registrar la realidad del todo, busqué el calor del cuerpo de Violeta estirando el brazo. No lo encontré. Me erguí con la rapidez de una pantera. La busqué en la habitación, intenté oír algún sonido que me indicara que estaba en la ducha, quizás en el salón. Nada. La angustia se apoderó entonces de mí. Estúpidamente miré sobre la mesilla de noche. Estaba segura que encontraría allí una nota de despedida. Qué era lo que me hacía comportarme de aquella forma, nunca lo sabría. Salí de la cama con el cuerpo entero temblándome y grité su nombre. – ¡Violeta! ¡VIOLETA! Tan segura estaba de que ella no acudiría a mi urgente llamada que me derrumbé sobre el suelo de rodillas. Fue en ese mismo instante cuando Violeta entró en tromba en mi habitación para encontrarme de aquella forma. – ¿Qué ocurre? – se arrodilló junto a mí y me tomó de los hombros sacudiéndome. La miré. Su rostro estaba ensombrecido por la preocupación. Tenía la respiración agitada y supe que era porque había acudido a mi llamada corriendo. Me apartó el pelo de la frente y me hizo mirarla a la cara. – Jimena, ¿qué ocurre? – ¿Dónde estabas? – fue todo lo que dije. Mi voz parecía la de una niña pequeña, como cuando le niegan algo y se rebela contra ello. Frunció el ceño. – En la cocina, preparando el desayuno. Bajé la vista al suelo. Ella no me había abandonado. No lo había hecho. Violeta pareció entenderlo todo en tan sólo unos segundos. – ¿Todo esto es porque despertaste y no estaba a tu lado? Permanecí en silencio. – ¿Creías que me había ido? – inquirió nuevamente, cada vez con más insistencia. – Jimena, mírame y responde. – Sí... – confesé en voz bajita, apenas soportando el peso de su mirada. Violeta suspiró y dejó caer las manos de mis hombros lentamente. Iba a decirme algo cuando su celular sonó. No dejó de mirarme hasta que aquel sonido se hizo insoportable y decidió cogerlo de su bolso. Me di cuenta de que su bolso estaba justo al lado de la cama. Pero no lo había visto antes. Quizás no quise verlo. Antes de contestar miró el número en la pantallita.
– ¿Sí? – contestó Violeta sin molestarse en ocultar la impaciencia en su voz.
Me levanté del suelo y me dirigí hacia el baño. – ... no, estoy fuera de la ciudad por un asunto personal. – siguió hablando mientras me seguía con la mirada hasta que desaparecí detrás de la puerta. Me metí en el servicio y decidí darme una ducha. Tenía que intentar aclarar mis pensamientos. Tan sólo tuve que colocarme dentro de la bañera y abrir el grifo, puesto que estaba completamente desnuda. Apoyé la espalda en la pared y dejé que el agua me empapara poco a poco. Me froté la cara fatigosamente. Las compuertas de la mampara se abrieron de repente y allí apareció Violeta, con el teléfono aún en la mano. Me miró durante eternos segundos, pero no dijo nada. Fuera lo que fuera lo que la había traído hasta allí, las palabras que con toda seguridad quería decirme, quedaron relegadas a otra ocasión cuando, con la misma rapidez con la que había aparecido, cerró las compuertas y se alejó.
Sentadas en la mesa de la cocina tomábamos el desayuno que Violeta había preparado, consistente en huevos revueltos y jamón frito, con el silencio perenne entre las dos. Me concentré en mi plato, removiendo los huevos y tomando pequeños bocados para simular que estaba comiendo, cuando lo cierto es que era incapaz de que algo bajara por mi garganta. – Nunca me iría sin decírtelo... – comentó casualmente sin mirarme, al tiempo que untaba mantequilla en una de las tostadas. – Lo siento. – fue todo lo que pude articular. – ¿El qué sientes? Levanté la vista hacia ella. – Haberme comportado de esa forma. Violeta tomó varios bocados de su tostada antes de responderme, seguramente sopesando sus palabras. Por mi parte, coloqué el tenedor en el plato y lo aparté de mí. – Podría decirte miles de cosas, pero no lo haré. Puedes despertarte cada mañana presa del pánico si es lo que prefieres. Sus palabras eran directas, pero su tono de voz no indicaba enfado. – Esperaba que me dieras una lectura por ser tan estúpida... – Lo sé. – me interrumpió. – ¿Entonces...? – inquirí estupefacta por su reacción. Había esperado una discusión, quizás una acalorada. Pero lo que nunca imaginé es que ella decidiera dejarlo pasar. Quizás pretendía con ello que me diera cuenta de algo más. Lo que yo ignoraba era el qué. – Tema zanjado. – sentenció. – Olvidémoslo. – De acuerdo. – concluí, sin ganas de contradecirla más. Me acordé de otra cosa y pensé que sería buena idea comenzar una conversación por ahí. – ¿Fue una llamada urgente? – No. Sólo era un amigo. Pero he apagado ese maldito teléfono. Ni siquiera sé por
qué tengo uno. Cada vez me disgusto más cuando suena... – ¿Tienes que regresar al trabajo pronto? – seguí preguntando. – Me he tomado una semana libre. Violeta suspiró y se pasó las manos por el estómago, poniendo de manifiesto que estaba llena. Me miró como si pretendiera decirme algo más, pero por alguna extraña razón eligió no hacerlo. Se levantó y comenzó a recoger la mesa. La ayudé. Observé como ella se apoyaba en la encimera durante unos instantes pensativa. Luego me miró y me sonrió abiertamente. Sentí que me derretía. – Ven... – me susurró, mientras me atraía hacia ella para besarme. Pensé, mientras intentaba absorberla, que me encantaba besarla. Me hechizaba sentir su lengua dentro de mi boca. – ¿Te has dado cuenta de que ha parado de llover? – ¿En serio? – dije, restregándome contra ella como una gata. – Sí. ¿Te apetece dar un paseo? – sugirió, abarcando mi trasero con ambas manos. Horas más tarde nos vestimos con ropa de abrigo y salimos a dar un paseo aprovechando la calma en el tiempo. En un primer momento habíamos pretendido andar por los alrededores de la casa simplemente para relajarnos, pero nos descubrimos tomando la senda que llevaba al río. Inspiré con fuerza llenándome del aroma de la tierra húmeda. Ese olor siempre me había parecido extraño y placentero a la vez. Violeta me miró y le sonreí. Me di la vuelta para observar lo que me rodeaba. Casi podía asegurar que podía sentir a mi padre allí, casi podía regresar en el tiempo y vernos de pie junto a la orilla, sujetando nuestras cañas de pescar. Sentí que Violeta se acercaba a mí por detrás y que posaba ambas manos sobre mis hombros, dándome el coraje que yo empezaba a perder. Seguramente, sabía exactamente lo que estaba pasando por mi cabeza. – Quiero que vuelva... – musité. – Lo sé. – A él le encantaba este sitio. Realmente lo adoraba. A mí también, pero sólo porque él lo amaba. Hubo un instante de silencio hasta que comencé a cabecear y Violetá afianzó aún más el abrazo. – ¿Por qué no me cuentas la historia de cuando casi te ahogas? – me sugirió. – No puedo creer que aún te acuerdes de eso... – Tengo buena memoria. – se acercó hasta mi cuello y lo acarició con los labios. – En realidad... – tragué saliva al notar la garganta demasiado seca. – fue algo muy... extraño... – ¿Por qué? – Porque lo que realmente pasó fue que me lancé desde una roca por voluntad propia... Nadie lo sabe. Sólo Diego y yo. Bueno, ahora tú también. Violeta me hizo dar la vuelta hasta tenerme mirándola. Una sonrisa de medio lado adornaba su cara. – Pero no sabías nadar... – Lo sé, pero en esos momentos pensé que podría hacerlo. Me conoces, no deberías tener dificultad para creer que hiciera esa estupidez.
Ella emitió una carcajada suave. – Increíble... – musitó. – Eres increíble. – Fue como si de repente, la seguridad de que podría lograrlo me llenara. Estaba encima de aquella roca, miré hacia abajo y no sentí ese miedo que sentía siempre. Como si Mary Poppins hubiera aparecido y me hubiera regalado el don de flotar... – Violeta se rió a gusto. – Por suerte, Diego estaba conmigo... – finalicé, riéndome yo también. – Diego... Sigue mirándote de esa forma... – comentó casualmente, moviendo las manos a los lados. El tono que usó me hizo pensar que quizás pudiera sentir celos al admitir aquello. Me gustó eso. – No es cierto. Es sólo un amigo. – Tal vez él esté dispuesto a ser algo más... – Los celos no son cosa buena, Violeta. – le dije, haciéndola fruncir el ceño. Supuse que no había esperado ser tan evidente. – No tienes ni idea de cuántas veces imaginé que hacía desaparecer a Felipe del mapa... – No había pensado en ello. – Lo sé. Dime, ¿qué demonios viste en él? – No es tan malo... – Es un cretino. – rebatí con fuerza. La hice reír nuevamente. – ¿Has vuelto a enamorarte de alguna otra novia suya? – comentó con sarcasmo. Hice rodar los ojos con disgusto y conseguí que se riera aún más. – Creo recordar que nunca te gustó denominarte novia suya... – ¿Te gusta más el término amante? – rebatió con fuerza, entrando en el juego de palabras. Emití un sonido gutural a modo de protesta y sacudí la cabeza, llevándome con ello posibles imágenes de Violeta con mi hermano. – Él no te merecía... – dije, muy segura. – ¿Tú sí? – Yo te tengo ahora... – ¿Qué tienes de mí, Jimena? Me fijé en sus ojos y en la seriedad que en ellos podía leerse. – Mucho más de lo que querrías admitir. – dije por fin, tras una breve espera. Alzó una ceja y me regaló una sonrisa de medio lado. – Me parece extraño estar hablando de Felipe contigo... – dijo, nada más recuperar la compostura. – En realidad, lo que me parece extraño poder hacer esto... – me besó en los labios. – y desear repetirlo... Esta vez se tomó su tiempo para mi delicia. Violeta comenzó a desvestirse entonces y yo la estudié con incredulidad. – Violeta... – la llamé quedamente mirando a mabos lados del camino. No podía creer que ella quisiera hacer el amor en medio de aquel campo y con aquel frío. – ¿Qué haces? Ella no me respondió mientras seguía enfrascada en su tarea de desnudarse. – Violeta, esto es una locura. Hace demasiado frío... Puede pasar alguien... – dije por último intentando que entrara en razón.
Se quedó en ropa interior delante de mí y se alejó. Yo estaba cada vez más atónita sin tener la menor idea de qué era lo que pretendía. Cuando la vi que se dirigía a la orilla y que comenzaba a meter su cuerpo en el agua pensé que Violeta había perdido por completo la cordura. – Ven conmigo. – dijo muy segura una vez que el agua le cubrió hasta los tobillos. – ¿Es que te has vuelto loca? Sabes de sobra que no tengo ninguna intención de meterme ahí. – Te dejaré ganar al parchís... – dijo alegremente. – Ni aunque me prometieras amor eterno... – contrarresté con firmeza. – Vamos, Jimena. Hazlo por mí. Seguí negando con la cabeza mientras le hacía gestos para que regresara a mi lado. – Jimena, confía en mí... Me odié porque sabía que no podía negarme a nada que me pidiera, ni siquiera si me pedía que me tirara desde un séptimo. Así que comencé a quitarme la ropa murmurando por lo bajo. Aquello era una locura. Me acerqué hasta la orilla y me coloqué a su lado. – Ven... – me tendió una mano. – ¡Señor!. – exclamé. – El agua está helada. Ella no respondió, simplemente me tomó de la mano con fuerza y comenzó a adentrarse en aquel río que era como el mismísimo infierno para mí. Mis piernas no hicieron caso de las señales de alarma que estaba dictando mi cerebro y la seguí. Violeta hizo que me abrazara a su cintura con las piernas y al cuello con los brazos cuando el agua nos cubrió un poco más de la cintura.. Hundí el rostro en su cuello y cerré los ojos, intentando apagar así el intenso latido de mi corazón. Violeta me llevó consigo a cuestas y se quedó estática en el sitio cuando el agua nos llegó a ambas por el hombro. Sentí que me abrazaba con fuerza acercándome así aún más al calor de su cuerpo. – Esto nos va a costar una pulmonía... – la oí murmurar, aunque yo sabía que eso no le importaba. Por mi parte, seguía pegada a su cuello, inmóvil y ciega. – Abre los ojos. – me dijo. Sabía, aunque no podía verme, que yo los mantenía cerrados por el miedo. Hice lo que me ordenó una vez más y levanté el rostro de mi inesperado cobijo para mirarla. – No me sueltes... – le pedí, casi suplicando. – Sabes tan bien como yo que no lo haré. Hubo unos instantes en los que no pronunciamos una palabra, simplemente dejamos que pasaran mientras nos aferrábamos la una en la otra. – Me has hecho feliz, Jimena. Fue lo último que la oí pronunciar antes de que me llevara de regreso a la orilla.
La noche nos encontró tumbadas sobre la alfombra, cerca de la chimenea, haciendo el amor. Después de regresar de nuestro paseo, ambas ardíamos en deseos de tocarnos, de sepultarnos la una en la otra. Nuestros movimientos eran tan lentos que apenas se notaba que nos movíamos. Me había apoyado sobre uno de mis codos para poder observarla, mientras entraba en ella una y otra vez con la mano libre. Violeta seguía cada acometida con todo su cuerpo mientras cada uno de sus músculos se contraía y relajaba. Pensé que no me había equivocado al darle todo lo que era yo una vez, ahora simplemente sólo tenía que amarla, algo que era fácil para mí. Violeta me sujetó la mano con fuerza y cabalgó sobre ella con ímpetu al tiempo que me llamaba una y otra vez cuando su orgasmo tomó su cuerpo por entero. Salí de ella con delicadeza y Violeta se apresuró a colocarse sobre mi cuerpo, haciendo que yo me estirara sobre mi espalda. Le aparté el pelo de la cara para observarla en todo su esplendor. Así era cuando más me gustaba verla, con aquella mirada fiera en los ojos, ávida de mí. Me besó entonces, poniendo todo su empeño. Puso las manos a cada lado de mi cabeza y se movió contra mí. Yo abrí las piernas aún más y las doblé por las rodillas. Con mi lengua lamí la humedad de su cuello mientras con una mano apretaba la carne de sus nalgas. Mi cuerpo funcionaba para entonces con completo desorden, con mi corazón marcando un ritmo imposible de llevar. Gemí una y otra vez de forma descontrolada cuando Violeta me pidió oírme. A veces simplemente quería morir porque se me hacía tremendamente dificil de sobrellevar la conciencia de que tenía su cuerpo. Me sentía como si cada vez que le hacía el amor expiara mis pecados y alcanzara la perfección. Ella podía calmar mi espíritu hasta ese extremo. Creí volverme loca cuando la oí susurrar palabras de ánimo, cuando pronunció mi nombre a dos tiempos, tan exaltada como lo estaba yo. Puse ambas manos sobre el suelo alfombrado y despegué mi cuerpo y el suyo del suelo, elevándonos imposiblemente. El éxtasis me llevó hasta un lugar desconocido para mí y cuando volví a desplomarme, ella cayó sobre mi cuerpo también. Jadeé intentando llevar aire lo más rápido posible a mis pulmones. Por momentos creí que me asfixiaría. De repente sentí la imperiosa necesidad de alejarme de Violeta. – ¿Adónde vas? – me dijo cuando me separé de ella. – Voy a por un vaso de agua, ¿quieres? – No... – respondió al tiempo que echaba la manta sobre su cuerpo. Asentí con la cabeza y recogí una camisa del suelo que me coloqué enseguida antes de erguirme. Avancé descalza sobre el frío suelo y mi cuerpo a cada paso respondió con un escalofrío. Me parecía que mis movimientos eran cada vez más lentos. Me giré hacia un lado, antes de abandonar el salón, y vi pasar mi deforme reflejo en los cristales de la puerta corrediza iluminado por la luz de la chimenea. Me acerqué a él. Mi rostro parecía haberse estirado en varias direcciones como si de una goma elástica se tratara y mi cuerpo se curvaba hacia la izquierda y después hacia la derecha. Desabroché los dos botones de la camisa que me había abotonado y la
aparté hacia los lados. Mis pechos no se diferenciaban de mi vientre. Era un todo distorsionado. Pensé que aquel era mi verdadero reflejo, que por dentro mi alma estaba igual de deforme, que la sangre que corría por mis venas estaba corrompida... Una de mis manos viajó hasta mi centro y mis dedos se empaparon enseguida de mí y de Violeta, de mi deseo que mojaba el interior de mis muslos. Me pregunté si Violeta también me veía así, como yo misma lo hacía en esos momentos. Todo, mi sudor, mi excitación, mi olor, el sabor que permanecía en mi boca me hacían esclava de un deseo. Un deseo que me quemaba. Me aparté de mi aberrante reflejo a pesar de que encontré cierto placer en verme de aquella manera. Sonreí y puse rumbo a la cocina. Me serví el agua en un vaso y regresé al salón. Violeta seguía en la misma posición que cuando me había ido, sólo que esta vez parecía estar dormitando. La observé mientras tomaba pequeños tragos del vaso, sonriendo para mí misma. Ella me sorprendió cuando, apenas sin moverse, apartó la manta que la cubría y descubrió su entera desnudez para mi delectación. Creo que Violeta disfrutaba tanto siendo admirada como yo admirándola. Deposité el vaso en el suelo y me acerqué hasta ella. Me senté sobre sus muslos y la tomé de ambas manos obligándola a erguirse hasta que quedamos cara a cara. La abracé cruzando las piernas tras su espalda. Mis senos rozaron los suyos y temblé de emoción. – Mañana tengo que volver a la ciudad... – me anunció. El que ella eligiera aquel momento y no cualquier otro del día me probó que temía anunciarme aquella noticia. No pude evitar sonreír levemente. – No me importa si no regresas... – contesté, lamiendo su cuello. – ¿En serio...? – Sí. – No es cierto. – se apartó de mí para mirarme a los ojos. Supe que le costaba creer que quizás yo me había deshecho de su hechizo o que había dejado de desearla o de amarla. – No. – admití besándola. – No lo es... La abracé acto seguido y me mecí en su regazo. Violeta pasó sus brazos por mi espalda y me rodeó, estrujándome más contra su cuerpo. Apoyé la cabeza sobre su hombro y cerré los ojos. Ella siguió acunándonos a las dos.
Violeta salió muy temprano la mañana posterior. Antes incluso de que alcanzara la puerta, me sentí irremediablemente vacía. Me prometió que volvería a media mañana del día siguiente. No compartió conmigo cuál era ese asunto tan importante que la obligaba a alejarse de mí ni yo quise preguntarlo, aunque secretamente sospechaba que tenía algo que ver con aquella previa llamada que había recibido. Volví a meterme en la cama después de acompañarla a la puerta y permanecí en ella hasta la tarde. Ni siquiera dormí, tan sólo me dediqué a dejar que mis pensamientos vagaran sin rumbo fijo.
Después de que anocheciera y de tomar algo de comer por primera vez en aquel día, me senté en uno de los sofás del salón. Miré fijamente al teléfono y me pregunté si Violeta llamaría. ¿Me echaría ella de menos tanto como yo? ¿Estaría pensando en mí? ¿Lo hacía a cada segundo? Cuando se hizo evidente que Violeta no llamaría, regresé al piso de arriba y me tumbé en la que había sido nuestra cama aquellos días. Su esencia me rodeó enseguida. Me abracé a su almohada con el pensamiento de que era ella y cerré los ojos para traerla hasta mí. Desperté temprano el siguiente día. A decir verdad, el sueño, durante la noche, me había visitado a ratos. Aún así, la emoción de volver a ver a Violeta logró vencer al cansancio. Me pasé toda la mañana acomodando la casa, todo por mantenerme ocupada. Incluso intenté quitar las manchas de sangre de la alfombra, con un pobre resultado. La espera de cualquier cosa siempre se convertía en una dura carga. La primera vez que miré el reloj ese día fue cuando las agujas marcaban las dos y media de la tarde. Violeta me había dicho que regresaría a media mañana, pero ya llevaba un considerable retraso. Me hice el firme propósito de no pensar en su tardanza. Sabía que si comenzaba a hacerlo, me perdería a mí misma. Me adentré en la cocina para prepararme algo para almorzar, pero desistí cuando me di cuenta de que era incapaz de tragar algo. Mi estómago parecía haber encogido definitivamente. Un breve paseo por las inmediaciones de la casa me hizo calmar la desazón que comenzaba a sentir. Cavilé, mientras andaba, que quizás podría preparar algo de cenar para su regreso una vez se hizo evidente que llegaría al anochecer. Me agradó la idea de sorprenderla con una cena romántica. Indagué por entre las alacenas y encontré los ingredientes necesarios para hacer unas albóndigas con el pollo que no había usado para la última cena y que había congelado previamente. Descorché una botella de vino tinto para añadirle un chorrito a la carne y serví una copa para mí misma. Dispuse la mesa con excesivo celo, e incluso coloqué unas velas pensando que con ello crearía una atmósfera perfecta. Terminé de cocer la cena a las siete y media. Ya no tenía nada que hacer, con lo cual decidí subir al piso de arriba acompañada de mi quinta copa de vino para darme una larga ducha. Me vestí con mis usuales tejanos y un abrigo. A pesar de que no había caído una gota de agua del cielo en todo el día, la atmósfera seguía cargada de humedad y frío. Me senté el en sofá y simplemente esperé. Seguí bebiendo, y cuando acabé la primera botella de vino, seleccioné otra. Para entonces ya eran más de las diez de la noche y Violeta seguía sin aparecer. Ya dudaba de que lo hiciera. Ni siquiera me había llamado. El maldito teléfono no había sonado ni una puñetera vez. Me reí echándome sobre el respaldo. Ni siquiera sabía por qué, pero lo hice. El alcohol ya comenzaba a hacer su función una vez que inundó mi sentido común. Imaginé que Violeta estaría en esos momentos cómodamente en su apartamento, tal vez con el tipo que la había llamado. Tal vez en su cama... Ni una sola vez me dijo que me quería, ni siquiera hablamos de hacia dónde nos
llevaría todo aquello que habíamos descubierto juntas. Ella me había entregado su cuerpo, pero en ningún momento pareció hacer lo mismo con su corazón. Sopesé la loca idea de quedarme sentada en aquel sofá hasta que mi cuerpo cayera desvanecido, hasta que mis músculos se atrofiaran y me deshidratara poco a poco. Deseé poder desvanecerme como el humo, sin dejar rastro... Apoyé los codos sobre las rodillas y hundí el rostro en mis manos. Oí el sonido de un motor y rápidamente me di cuenta de que sólo podría tratarse de un vehículo. Mi corazón comenzó a latir desenfrenado. – Violeta... – murmuré, apenas audible a mis propios oídos. Me puse en pie de un salto y corrí hacia la ventana más cercana. Me asomé por ella disimuladamente, apenas descorriendo la cortina y la ví apearse de su coche. En una de las manos llevaba su bolsa de viaje y en la otra una de papel. Me pregunté qué demonios traería allí. Esperé a que tocara en la puerta y entonces dejé pasar unos segundos más. Por alguna extraña razón, no quería que supiese que la había estado esperando desesperadamente, quería darle la sensación de que su tardanza no me había molestado en lo más mínimo. – Hola. – me saludó sonriente nada más abrir la puerta. – Hola. – me hice a un lado y la dejé pasar. Se adentró en la casa y depositó lo que llevaba consigo en el suelo cuidadosamente. Se fijó en la mesa dispuesta y me sonrió al tiempo que se deshacía de su cazadora. – Siento llegar tan tarde... – Podrías haber llamado. – la interrumpí. – Lo siento. No he tenido tiempo para nada, te lo aseguro. Murmuré un “mmm...”, que incluso a mí me sonó demasiado falso. – ¿Estás enfadada? – me preguntó al notar mi ambigüa reacción.
No sé por qué me reí, pero lo hice. Una risa estúpida e infantil se apoderó de mí durante unos instantes. Violeta frunció el ceño sin dejar de mirarme. A pesar de mí misma y de mis enormes esfuerzos, no pude evitar tambalearme levemente. Supuse que, aunque lo intenté con todas mis fuerzas, ella también lo había notado. – Jimena... – ¿Sí? – respondí a su llamada con un tono falsamente inocente. Se acercó a mí en busca de evidencias. Evidencias que por supuesto encontraría. Cerré los ojos, vencida. – ¿Has estado bebiendo? – Una copa de vino o dos... – mentí y añadí otra frase esperando encubrir mi delito. – Mientras preparaba la cena... – ¿Sólo eso? – añadió incrédula. Sin decir una palabra, Violeta se dirigió con diligencia hacia la cocina. La seguí rauda, casi chocando con ella cuando se paró en seco y abrió el compartimento donde estaba el cubo de la basura. Allí encontró la botella vacía de vino y sospeché que también había visto la que estaba a medias sobre la encimera. La oí murmurar un “maldita sea” antes de girarse hacia mí hecha una furia. – ¡¿Por qué?! – me gritó. – No lo sé... – mentí una vez más, no muy segura de si estaba preparada para decir
la verdad. – Por supuesto que lo sabes. – se fijó en mí unos instantes. – ¡Mírate, por el amor de Dios! ¡Apenas puedes mantenerte en pie! ¡Haces lo mismo siempre! – Violeta, no me grites. Me miró como si de repente viera a un espectro, recelosa. – Dame una explicación para que pueda entenderte. – imploró más calmadamente. – Sólo te pido eso... – Creía que no volverías... – confesé por fin. Algo que, por otra parte, me pareció que confirmaba sus propias sospechas cuando la vi mover la cabeza asintiendo. – Ya lo imaginaba. Me dio la espalda y se apoyó con ambas manos sobre la encimera. – Te dije que volvería, ¿verdad? – Sí... – dije quedamente. – ¿Por qué simplemente no puedes creer las cosas que te digo? ¿Por qué no puedes dejar de pensar que no soy real? ¿Por qué? ¿Por qué...? – No me culpes por eso, Violeta. No he podido evitarlo, tan sólo han sido unas copas... para... para... – intenté buscar una excusa que valiera la pena todo aquello. Pero para mi necio comportamiento no había ninguna. No me respondió. En cambio, se dirigió nuevamente hacia el salón y una vez más volví a seguirla. De repente, el temor de que hubiera conseguido alejarla de mí me sobrecogió. Tanta era mi premura al salir de la cocina que tropecé con un paragüero de metal que había en una de las esquinas y éste cayó al suelo estrepitosamente. – ¡Mierda! – siseé. Ella se giró hacia mí. Me arrodillé y recogí lo que había tirado. – Dime, Jimena, ¿cómo te sientes ahora mismo? No contesté, sumergiéndome en mi tarea, aprovechando así el tener una excusa para no encararla. De repente estaba demasiado avergonzada para ello. – Tienes la maldita tendencia a estropear todo lo que tocas. ¿Cómo puedes estar tan ciega? Seguí empeñada en un mutismo absoluto. Ni siquiera pude ser capaz de mirarla a los ojos. No supe que Violeta se había acercado a mí hasta que su sombra apareció delante de mis ojos. Sentí que me tomaba de los antebrazos y me erguía hasta estrellarme contra la pared. Emití una queja ahogada de dolor. – Tú no me amas. – me dijo, estrujándome las mejillas con una mano al obligarme a mirarla. – Todo es mentira. No tienes ni puñetera idea de lo que es el amor. Sólo sabes hacer daño y hacértelo a ti misma. Así es como logras ser feliz. – Me haces daño... – dije a duras penas. – Igual que tú a mí. Violeta aflojó la presión y se apartó dando dos pasos hacia atrás. – Tu aliento... – indicó, respirando frenéticamente. – Conozco ese aliento. Aún puedo percibirlo algunas noches, cuando los recuerdos me asaltan y no me dejan vivir... Lo siento sobre mi cara, como cuando él entraba a hurtadillas en mi habitación, cuando me violaba y respiraba contra mi rostro... El mundo dejó de dar vueltas. Lo supe. Estuve segura de ello. Se separó lentamente de mí, caminando hacia atrás. Cada paso que daba, Violeta
me alejaba de ella años luz. Se dirigió hacia la salida con decisión, recogió sus pertenencias y desapareció tras la puerta. – ¡VIOLETA! – grité entonces. Ella fue quien no quiso escucharme a mí esta vez. Me despegué de la pared a la que parecía que me habían fijado con pegamento y corrí tras su estela. – ¡VIOLETA! – chillé desesperada mientras abría la puerta y la oscuridad me recibía. La sentí caminar entre las sombras, delatada por sus pasos que crujían sobre la grava. Mi vida pasó delante de mí como una breve exhalación... La imagen misma de Violeta pasó delante de mí como el más efímero de los suspiros. Ella puso en marcha el motor de su coche y salió en estampida, dejando tras de sí una intensa humareda que a la luz de la luna parecía aún más tétrica. Violeta, al contrario de mí, se había pasado la vida en total desamparo. Nunca me había dejado ver su dolor hasta esa misma noche. Y supe entonces que nunca lo hubiera hecho si los acontecimientos no hubieran derivado por aquel camino. Su declaración había descubierto a una Violeta que yo desconocía por completo, a una a la que nunca me había molestado demasiado en conocer. Tan segura estaba yo de que mi amor era suficiente que cerré los ojos a todo lo demás. Aquella desdicha era suya. De esa forma había conseguido adormecerla durante tanto tiempo. Nadie podría decir nunca de Violeta que sentían lástima por ella. No quería la compasión de nadie. Ella nunca dejaría que eso ocurriese. Su propia autoestima así se lo exigía. A los ojos de los demás tan sólo era la misteriosa Violeta. Si lo había compartido conmigo significaba que jamás volvería a verla. Sentí que la cabeza parecía querer estallarme. Un repentino dolor me inundó, recorriendo por entero mi cuerpo. Me tambaleé por enésima vez esa noche, pero esta vez no fue algo producido por el alcohol, sino por mi propia inestabilidad emocional. Era como si me hubieran tapado los ojos y me obligaran a caminar en equilibrio por una cuerda. Volví a entrar en la casa. Cerré la puerta y mantuve la mano en el pomo durante tiempo indefinido. No había nada en lo que pensar. Ahora sólo podía ser consciente de aquel extraño dolor en mi pecho. Nunca antes me había sentido así. Pensé que rozar la muerte tenía que ser algo comparado con aquello que sentía dentro. No llegaba a comprender qué era lo que estaba pasando dentro de mí. Cuando decidí darme la vuelta y comencé a caminar cansadamente, los pies me pesaban tanto que parecía que fuera incapaz de levantarlos del suelo. Cada vez que pestañeaba, veía a Violeta y su desencanto, veía su rostro pegado al mío, sus labios trémulos. Vagué sin rumbo hasta que llegué hasta el salón. Observé la mesa cuidadosamente dispuesta para la que iba a ser nuestra cena. Una rabia salida de no sé donde se apoderó de mí y me hizo que golpeara y arrojara con furia todo lo que había sobre la tabla haciendo que cayera la vajilla y los cubiertos al suelo estrepitosamente. Cogí el jarrón que había encima y lo estrellé contra la pared, imaginando que era mi cabeza, mi cuerpo y mi alma maldita lo que se rompía en pedazos.
Caí de rodillas, de repente demasiado cansada para sostenerme por mí misma. Comencé a respirar con dificultad. Algo estaba atorando mi garganta. Abrí la boca para tomar sonoras bocanadas de aire, intentando así aliviar el dolor de mi pecho. Pensé seriamente que me ahogaría. Me di cuenta de súbito que lo que me dolía tanto era contener el llanto. Fue como una revelación, como si me hubieran descubierto el mismo secreto de la vida. Intenté impedir que brotaran las lágrimas, pero fui incapaz. Desde lo más profundo de mi ser surgió un rugido tan potente que llenó la casa y me hizo daño en los oídos. Tan intenso fue, que me dejó sin habla durante los dos días siguientes. Fue entonces cuando las lágrimas comenzaron a emerger, mientras las secaba frenéticamente frotándome los ojos, creyendo que así, de alguna forma, les impediría el paso y las devolvería a mis ojos... Era mucho más fácil rendirse simplemente. Lloré entonces con ansias. Grité e imploré. Me abracé a mi cuerpo que se sacudía como si estuviera poseída, me desplomé sobre el suelo y seguí llorando. Esas lágrimas eran las que le debía a mi padre, las que una vez quisieron llorar por él y no lo permití. Ahora no sólo lloraba por una razón. También lloraba a Violeta. Violeta, cuánto te quiero. Más que a mi vida, a la que no tengo aprecio alguno. Me asusté cuando mi cuerpo comenzó a convulsionarse sobre el suelo. No tenía control alguno sobre él. Había tomado la decisión por sí solo de sacar todo el dolor y la desdicha que llevaba dentro y a la que yo lo había condenado durante demasiado tiempo. Nunca imaginé hasta qué punto mi ser clamaba por liberarse de algunos padecimientos que yo me había obligado a mantener dentro de mí, como un reclamo que me recordara una y otra vez lo desdichada que era. Al parecer, encontraba más placer en ser una mártir que en ser feliz. No era tan diferente al resto de la humanidad como tan prepotentemente me había obligado a pensar. Durante todo este tiempo había creído que era única en mi especie y que tenía todo el derecho a proclamar a los cuatro vientos lo especial que era, sin importarme siquiera que con ello arrastrara a la misma infelicidad a todo aquel que me rodeaba y me amaba con sinceridad. ¿Acaso no sentía y padecía como el resto?, ¿no cometía las mismas estupideces y caía en los mismos pecados? ¿Qué es lo que me hacía exclusiva? Nada. Me había dedicado a esquivar la felicidad tan certeramente que incluso había llegado a creer que para mí no existía tal regalo. Violeta me lo había dicho claramente pero no quise verlo. Tan acostumbrada estaba a pensar que mi vida había tomado el rumbo equivocado que no pude sentir que ella me estaba dando la oportunidad de alcanzar la plenitud. Y sabía que Violeta era la única que podía hacer que lo lograra. Pero se había alejado de mí antes de que yo la condujera a la desdicha como tan acertadamente había hecho conmigo misma. Y se había alejado creyendo que no la amaba, que nunca la amé, que ella era sólo una estúpida obsesión. Ni siquiera hacía falta mirar en mi interior o preguntármelo, porque lo único que sabía con seguridad es que la amaba con desesperación.
Seguí llorando y sacando todo el dolor de dentro de mí como si me estuviera purificando. Quizás consiguiera así dejar el pasado donde pertenecía y ser capaz de mirar hacia delante sin que me pareciera que traicionaría con ello mis recuerdos. Deseaba que regresase, que pudiera escuchar de algún modo mis pensamientos, que supiera que sin ella, efectivamente, ya no quería ser nada. Mi garganta emitía clamores tan imposibles de evitar como las lágrimas. Me arrastré por el suelo, buscando no sé el qué. Tan sólo sentía la necesidad de moverme, de arrastrar mi padecimiento. Le pedí perdón a mi padre, si es que podía oírme desde algún lugar, por no saber aceptar la vida como tenía que ser, sino por aferrarme y esperar que pudiera cambiarla aún sabiendo que no sería así. Violeta no sólo la había aceptado, sino que incluso se mostraba agradecida por cada cosa buena que acontecía en su vida. Tantas cosas tenía yo que aprender de ella. Tantas lecciones que era capaz de darme y nunca intentó imponerme. Ni una sola vez me había dicho que me amaba y a pesar de todo yo sabía que lo hacía. Ese era el poder de Violeta : hacer que cada cosa que tocara, que dijera, que sintiera fuera especial. Sólo el amarla tanto podía hacer que reconociera y creyera tal cosa. La perfección tan sólo se logra bajo los efectos de la devoción. Nunca tendría la oportunidad de demostrárselo.
BELLA VIOLETA. 9ª Parte.
9. EL LABERINTO DE TU AUSENCIA. Esa noche no podía dormir, a pesar del cansancio que solía provocarme el hacer el amor. En realidad no sólo era esa noche. Eran todas las noches de mi vida. El sueño jamás tenía la decencia de venir a mi encuentro y si lo hacía, era intermitentemente. Pensé que estaba totalmente fuera de mi alcance el tener las mismas necesidades que cualquier ser humano. Me levanté de la cama silenciosamente, intentando no alterar el plácido sueño de Manuela, mi compañera de cama desde hacía tres semanas. Me reí recordando algo: al final, mi hermana había logrado emparejarme con su compañera de trabajo. Nunca me preguntó qué era lo que había pasado, a pesar de que sabía que algo muy importante había acontecido y que, por supuesto, tenía a Violeta como protagonista. De eso habían pasado ya tres meses y medio.
Un día me invitó a su casa para tomar café y descubrí que casualmente Manuela estaba allí. Me pareció atractiva y yo necesitaba compañía. Eso fue todo. En todo aquel tiempo desde que regresé de la casa de campo no había vuelto a hablar con Violeta. Le había dejado, en cierta ocasión que había sacado el suficiente valor para ello, un mensaje en el contestador diciéndole que tenía que hablar con ella y que me llamara. Terminé diciendo que si no me devolvía la llamada no volvería a molestarla. Tan sólo pretendía oír su voz, aunque fuera un instante. Y disculparme. Quizás hasta pedirle clemencia. No me llamó y yo fui fiel a mi palabra. No me molesté en vestirme, en vez de eso, salí hacia el balcón. Encendí el pitillo que le había robado segundos antes a mi amante y lo encendí, apoyándome en la gélida baranda de metal. No era una fumadora habitual, por ello sentí que el humo, con tan solo una calada, me raspaba la garganta. Deseché la colilla rápidamente en uno de los ceniceros sobre la mesa y volví a mi posición original. Manuela... Ella, aunque se esforzaba por agradarme, no podía obtener nada de mí. Era una buena mujer y mejor amante aún, pero no podía amarla. ¿Era a esto a lo que se refería Violeta cuando me hablaba de sus relaciones? Me pregunté si conmigo también había sido así. Manuela sabía que había algo en mí que no me permitía entregarme a nadie, e incluso tenía cierta sospecha de que sabía perfectamente que existía otra persona a quien yo seguía amando desesperadamente. Tal vez ella estuviera en la misma situación que yo y por eso se mostraba tan comprensiva. Me doy cuenta de que nunca le había preguntado nada que no fuese banal sobre sí misma. Ella ni siquiera me había cuestionado nunca porqué prefería hacer el amor a oscuras. ¿Le diría, si lo hacía algún día, que la única razón era porque el único rostro que quería ver en esos momentos era el de Violeta? Supuse que no. En nuestra primera vez, había abierto los ojos y el ver el rostro de Manuela delante de mí se me hizo doloroso. Era injusto. Injusto para Manuela. Era muy consciente de ello. Sólo sé que entre sus brazos encuentro algo de paz y de olvido que tanta falta me hace siempre. Tan sólo tenía que darme una mínima insinuación de que no era feliz conmigo, y yo desaparecería de su vida tan rápido como un ciclón. ¿Cómo era mi vida ahora? Me había convertido en una autómata. Justo en lo que nunca quise ser. Había recuperado mi trabajo en el hospital, mantenía una relación equilibrada e incluso hacía planes los fines de semana. Todo me parecía tan absurdamente normal... Visité la tumba de mi padre por primera vez. No puedo describir lo que sentí cuando ví su nombre escrito en aquella lápida, pero estuve segura de que produjo una herida en mi corazón que nada podría sanar jamás. Tan sólo estuve allí erguida unos breves segundos. Cuando me fui, supe con certeza que no regresaría. Muchas veces me pregunto cómo está Violeta. Mi hermana Ginebra se había convertido en un inesperado correo en ese tiempo. Cada vez que nos veíamos me confesaba que había visto a Violeta en tal sitio o que había quedado con ella para almorzar. Y siempre me revelaba esperanzada que ella le preguntaba por mí. No
era difícil suponer que a Violeta le contaba algo similar . Observé a un gato callejero que paseaba por la acera despreocupadamente. A estas horas, no había nadie a la vista. Era demasiado temprano para cualquier cosa. El frío me envolvió entonces, pero decidí ignorarlo. No sentía ganas de regresar a la tibeza de las sábanas y a la compañía de Manuela. Necesitaba de mi soledad incluso estando con otras personas. Sopesé la idea de recoger mis cosas e irme a mi apartamento, pero supuse que eso sería demasiado extraño. Tampoco sería muy justo para Manuela y yo no tenía intención de crear malestar entre nosotras. Seguramente mañana me despertaría para descubrir que una vez más me había hecho el desayuno. Ella era así de atenta y la única que se esforzaba de verdad porque esta relación funcionase. Yo simplemente me limitaba a aceptar lo que me ofrecía e intentaba darle lo que me pedía. Por ahora, nada en lo que tuviera que mentirle. Últimamente no lograba encontrar un momento de serenidad. La boda de mi hermano Felipe se aproximaba y sabía que Violeta estaría allí. Verla de nuevo era motivo suficiente para mi insomnio y mi malvivir. Quizás ella decidiera no acudir. De ser así, no sé que sentimiento sería más fuerte, si el de alivio por no tener que enfrentarme a ella o el de aflicción por no verla. Si me daba la oportunidad le diría que no le reprocho nada, que sabía con seguridad que ella lo había intentado y que si teníamos que buscar a algún culpable, ésa sería yo. Añadiría además mis deseos de que fuese feliz. Esto último era más bien una hipocresía. Deseaba que fuese feliz, pero junto a mí. No. Todo era una hipocresía. Esas frases son las que se dirían dos personas que se encuentran y descubren que ya no tienen nada en común para decirse. Lo que realmente deseaba hacer era arrodillarme delante de ella, implorarle cualquier cosa. Me pregunté si Violeta también había encontrado a alguien. Me había atrevido a preguntárselo a Ginebra, pero ella siempre me había respondido que no lo sabía. Quizás sí que lo sabía pero evitaba decírmelo para no añadir más dolor. Ginebra, mi querida hermana... Mi paño de lágrimas durante los últimos meses. Aunque ella también me había dado la única felicidad. Las cosas con su marido finalmente se arreglaron. Era algo que yo esperaba. Cuando dos personas están destinadas a estar juntas, no hay nada que pueda obviarlo. Ellos habían crecido juntos como personas y tenían demasiado en común como para echarlo a perder. Ver la sonrisa de mi hermana era todo un regalo para mí. Una voz me sacó abruptamente de mis cavilaciones. – ¿Qué haces ahí fuera desnuda y con este frío? Me giré para encarar a Manuela con su negro pelo alborotado y abrigada hasta las orejas con su bata. Con aquello puesto parecía incluso más pequeña. – Estaba pensando... – dije sin más. – Eso puedes hacerlo en la cama. Ahí sólo conseguirás helarte... – Tienes razón... – concedí, apartándome de la baranda para adentrarme de nuevo en el apartamento. – A veces creo que estás loca... – me dijo dándome una palmada suave en una nalga.
– Tal vez lo esté... – respondí sin mirarla, antes de meterme en el dormitorio.
– Tú no tienes ni idea de lo que es la puntualidad, ¿verdad? – le dije a mi hermana
Ginebra nada más atisbarla al entrar al enorme centro comercial donde habíamos quedado para ir de tiendas. Ambas teníamos la ardua tarea de encontrar algo decente que ponerme para la boda de Felipe. – ¿Ahora te das cuenta? – respondió haciéndome una mueca. – De todas formas sólo llego media hora tarde. No es para ponerse a gritar. Suspiré. Ella había llegado tarde aún sabiendo que yo odiaba esperar. No iba a lograr nada discutiendo el asunto. Además, estaba segura de que la impuntualidad de Ginebra era algo que llevaba en los genes. Nos adentramos en el atestado centro comercial y comenzamos a mirar escaparates. – ¿Tienes pensado algo? – me preguntó – No. Pero lo que busco tiene que ser elegante y cómodo. – Jimena. – me dijo con tono conocedor. – No hay nada elegante que sea cómodo. Tienes que elegir entre la elegancia o la comodidad. – ¿Por qué? – Porque sí. – Una respuesta muy reveladora. Gracias. – farfullé. – De nada. – ¿Tú ya sabes qué es lo que vas a ponerte? Asintió con la cabeza sonriente. – Lo seleccioné la semana pasada. De hecho, sólo tengo que pasar a recogerlo... – Apuesto que has tardado tanto porque han tenido que ensancharlo... – dije, reprimiendo las ganas de reír a duras penas. – Otra de esas y tendrás que ir de compras tú sola. – me amenazó. – Qué carácter... – ¿Qué te parece ése? – me señaló en uno de los escaparates a un maniquí vestido con un traje de noche de color azul. – Demasiado escotado. – repuse. – ¿Y? – Pues que parecería como la hermana soltera que busca marido o algo así. – Podríamos bordar la palabra lesbiana al frente, ¿no? – señaló, demasiado divertida para mi gusto. – ¿Quieres tomártelo en serio? Falta una semana para la boda y necesito encontrar ese maldito vestido hoy. – Cálmate, Jimena. Estas cosas se tienen que hacer despacio. Se necesita tiempo y mucha paciencia. – ¿Estás hablando de comprar un vestido o de hacer el amor? – bromeé. – Algo me dice que va a a ser una tarde muy larga... – Pero si te encanta mi compañía. ¿De qué te quejas? – De nada. – dijo con voz falsa mientras encogía los hombros. – Debo recordar comprar un regalo para Mayte. Está embarazada.
– ¿Otra vez? – exclamé algo alarmada. – ¿Qué número hace éste? He perdido la
cuenta... Mayte era la mejor amiga de Ginebra. Se habían conocido en la universidad y desde entonces habían continuado con esa amistad. Incluso vivían relativamente cerca. – El cuarto. – ¿Es que quiere acabar ella sola con los problemas de natalidad de este país? – Al parecer sí. – me sujetó del brazo para pararme. – Entremos aquí. Tienes cosas realmente bonitas. Nos adentramos en la tienda. Una música clásica nos dio la bienvenida junto con el característico olor a ropa nueva. Tuve que admitir que aquella tienda tenía clase. Era muy luminosa, con espejos en cada esquina y cada cosa pulcramente ordenada en su lugar. No era como los otros comercios donde yo solía comprar, donde la ropa yacía en cualquier lugar, sin doblar y encima de las otras por los descuidados consumidores que no se molestaban en dejar cada cosa donde la habían cogido. Eso era algo que me ponía frenética. – Buenas tardes. – nos saludó una de las dependientas, vestida con un conjunto de chaqueta gris y un pañuelo azul anudado al cuello. – ¿Puedo ayudarles en algo? – Sí. – se apresuró a decir mi hermana. – Buscamos un vestido de noche para ella. – me señaló con el pulgar, tomando toda la iniciativa como si yo fuera muda o demasiado tonta para hablar por mí misma. Me limité a hacer rodar los ojos y me mantuve callada. Hiciera lo que hiciera no iba a servir de nada. – ¿Algo formal? – Sí. – volvió a asentir Ginebra. – Es para una boda. – Síganme, por favor. Seguimos a la dependienta, como si de repente fuera una guía turística, hasta que nos hizo parar en una esquina, donde, colgados en riguroso orden, pendían sendos vestidos de diversos colores. Todos ellos muy elegantes. – ¿La boda es por la mañana o por la tarde? – inquirió la dependienta, comenzando a rodar las perchas en busca del vestido. Me pregunté en qué criterio se basaría para saber qué es lo que me gustaría ponerme. – Por la tarde. – dijo Ginebra. – Éste es muy bonito. – sentenció, sacando uno entallado de color negro, con algo de pedrería incrustada. – ¿Qué te parece? – Ginebra se giró hacia mí. Aquel vestido quizás era ideal para alguna de las Infantas, pero definitivamente, no para mí. – No está mal. Pero busco algo más... – dudé moviendo las manos rotativamente, consiguiendo que ambas, mi hermana y la empleada, me miraran con una ceja alzada. – ¿Qué tal si echo un vistazo y la aviso si encuentro algo de mi gusto? – Por supuesto. – colocó el traje en su sitio y se fue a atender a otros clientes. – No tenías que ser tan brusca. – reprehendió Ginebra tras esperar que la chica estuviera lo suficiente lejos para hablarme. – No lo he sido. – Creo que la has asustado.
– ¿En serio? Yo que pensaba invitarla a cenar... – bromeé, poniéndome a la difícil
tarea de revisar los vestidos. Mi hermana hizo rodar los ojos. Un gesto que me recordó a mí misma. – ¿Qué tal está Manuela? – preguntó. – Bien. Aunque deberías saberlo. Trabajas con ella, ¿no? – Ya sabes a lo que me refiero. – La verdad es que no. – dije sin mirarla. – Pues quería saber si todo te va bien con ella. – Supongo que sí. No la he oído quejarse... Ginebra se colocó en el otro extremo de la barra suspirando ante mi reticencia a hablar de mi vida privada y comenzó a ojear los trajes. – ¿Qué has desayunado hoy? ¿Limones? – me preguntó irónica. Me hizo reír. – No. Almeja. Mi hermana paró en seco toda actividad y yo tuve que hacer un enorme esfuerzo por no liberar una carcajada. Me miró durante un instante para luego soltar una risotada. – Cerda... – exclamó aún entre risas. Nuestra pequeña fiesta había atraído la atención del resto de personas, entre clientes y empleados, hasta nosotras. Ginebra se acercó a mí para susurrarme su siguiente frase. – Ahora, cada vez que vea a Manuela, te imaginaré a ti con la cabeza entre sus piernas... No pude evitarlo. La risa se apoderó de mi cuerpo y ambas tuvimos que salir de la tienda tras varios intentos de parar de reír sin resultado alguno. Ginebra murmuró una casi inaudible disculpa mientras me empujaba a la salida. Miré a mi hermana recordando por qué la adoraba hasta la saciedad. Qué fácil era todo a su lado. – Sabía que era una mala idea traerte conmigo... – dije nada más recobrar la compostura. – Te recuerdo que estoy aquí para ayudarte. Tú no tienes ni la más remota idea de cómo vestir. – Eso no es cierto. Ginebra no contestó. Simplemente me miró de arriba abajo a media sonrisa y logró con ello que yo hiciera lo mismo. – ¿Qué? – pregunté insidiosa. Me aparté ligeramente cuando una señora con un carrito decidió que lo mejor era pasar justo en medio de mi hermana y de mí. Como si no hubiera suficiente espacio... – Jimena, vistes como si fueras una “hippie” o algo así. Siempre con tejanos y zapatillas deportivas... – Porque es lo más cómodo, querida hermana. – la interrumpí. – Ya veremos si al final del día puedes decir que no te duelen los pies con esos tacones. – Olvídalo. No pienso discutir de este tema contigo. – De acuerdo. – concedí divertida. Seguimos caminando, observando cada escaparate a nuestro paso. – Ginebra... – dije quedamente. – ¿Qué? ¿qué pasa?
Señalé con una mano a un maniquí que vestía un traje de color blanco y con lo que parecían rosas dibujadas en él. Tenía un diseño asimétrico, descubriendo uno de los hombros y con un corte desnivelado que dejaba la pierna derecha desnuda hasta un poco más arriba de la rodilla. El acabado del vestido se componía de un volante, una ligera inspiración en los trajes flamencos. – Ése Ése es... – murmuré, murmuré, como si hubiera descubierto al amor de mi vida a primera vista. – ¿Ése? ¿Ése? – exclamó exclamó mi hermana algo incrédula. – Vamos... Vamos... – tiré tiré de su brazo y entramos en la tienda. Me acerqué con algo de prisa a una de las dependientas y le confirmé mi talla. En tan sólo unos minutos, salía del probador con aquel traje vistiendo mi cuerpo como si fuera un guante. Percibí la aprobación en la mirada de Ginebra en cuanto me vio emerger del cubículo. – ¿Qué ¿Qué te parece? – le le pregunté poniéndome de puntillas, como si con ello lograra hacer mi figura aún más esbelta. – Estás Estás preciosa... – confirmó confirmó ella. La empleada también murmuró unas palabras de aprobación. – Tendremos Tendremos que buscar unas medias adecuadas... – ¿Medias? ¿Medias? – la la interrumpí. – – No No voy a ponerme medias. – ¿Por ¿Por qué no? – Porque Porque no pasaría ni cinco minutos antes de hacerme una carrera en ellas. – confesé, recordando mi ineptitud cuando se trataba de aquella delicada prenda. – De De acuerdo... – suspiró suspiró Ginebra. – – Como Como quieras. Sonreí y me metí de nuevo en el probador para volver a ponerme mi ropa. Cuando salí, Ginebra me esperaba impaciente. Me arrebató el vestido casi de las manos y miró la etiqueta. – ¡Jesús...! ¡Jesús...! – exclamó exclamó al ver la interminable fila de números que indicaban el precio. Algo en lo que yo, por cierto, ni siquiera me había molestado en fijarme. ¿Qué? – miré miré la etiqueta entonces. – ¿Qué? – Vale Vale el doble de lo que costó el mío. – Y Y eso que el tuyo tendrá mucha más tela... – añadí añadí sin poder evitar hacer la pequeña broma. Si no fueras mi hermana y te quisiera tanto, te estrangularía. – Si La besé alegremente en la mejilla y nos dirigimos hacia el mostrador para pagar mi compra. Seguidamente nos encaminamos hacia una zapatería donde adquirí los únicos zapatos de tacón que no me hicieron arrugar el ceño con disgusto. La mañana se nos pasó volando entrando y saliendo de las distintas tiendas. Ginebra, que debía de ser algo así como la consumidora perfecta, compró diversos regalos para su amiga, su hija y su marido. Sólo cuando su tarjeta de crédito pareció emitir cierto olor a chamuscado y ante mi fastidiosa insistencia, decidió buscar un restaurante para par a tomar el almuerzo y de paso permitirme recuperar el aliento que tanta caminata me había robado. Nos sentamos en una mesa que hacía esquina en e n un pequeño local de comida rápida. Pedimos un par de refrescos y sendos bocadillos de jamón y queso. – Jimena, Jimena, ¿has oído algo de lo que te he dicho? – ¿Eh...? ¿Eh...?
– Está Está claro que no. – Lo Lo siento. – murmuré murmuré mi disculpa. Lo cierto era que hacía unos minutos que mi
mente se había ido a mucha distancia de allí. – Eres Eres la única persona que conozco que sea capaz de olvidarse del mundo entero a pesar de estar rodeada de él. – Ni Ni siquiera me doy cuenta de ello. Lo sé. – sentenció sentenció mi hermana. – Lo – ¿Qué ¿Qué me estabas contando? – Te Te decía... – le le dio un bocado a su bocadillo. Me pregunté cómo demonios era capaz de engullir tan rápido para hablar después, era imposible a menos que se tragara la comida sin masticarla. – ... ... que Cristina tiene novio. – ¿En ¿En serio? – dije dije incrédula al tiempo que admiraba interiormente las dotes de socialización de mi sobrina de catorce años. A esa edad, yo era incapaz de soltar una frase de más de cinco palabras sin atragantarme con la saliva. – Me Me ha dicho que cree que es el amor de su vida, ¿puedes creerlo? Si aún es una mocosa... – No No le habrás dado "la charla", ¿verdad? Ginebra frunció el ceño y torció los labios pensativa. – Sí, Sí, lo he hecho... – dijo dijo al a l final algo dubitativamente, ignorando si s i el haberlo hecho estaba bien o mal. – ¿Es ¿Es que has sido capaz de olvidar la charla que nos dio mamá sobre ese tema? – exclamé demasiado exaltada. Mi madre nos había explicado, cada vez que una de nosotras alcanzaba edad de merecer, los peligros del sexo, todo el pecado que se escondía detrás de él y por supuesto, había acabado las charlas con el típico:“los chicos suelen buscar una sola cosa, y es aprovecharse de vosotras”. voso tras”. Desde luego, ese consejo a mí más bien
me sobraba. Claro que entonces no tenía ni idea de que yo acabaría buscando la misma cosa que los hombres. Oír a mi madre hablar de sexo fue de las peores experiencias que recuerdo de mi infancia. Pero recordando a una amiga de la universidad, debo decir que tuve mucha suerte. A ella incluso le hablaron de la masturbación... ¿Me estás diciendo que he hecho algo malo? – ¿Me – Ginebra, Ginebra, esas cosas siempre es mejor que se las explique alguien que no sea un padre... – sorbí sorbí por la cañita de mi limonada. limonada. – – Por Por ejemplo yo. – Me Me miró mientras masticaba sin descanso un instante para luego echarse a reír. Y supe con seguridad que era lo que le había hecho tanta gracia. – – Para Para que te enteres... – dije dije a la defensiva. – – ... ... Estoy segura de que hubiera preferido que fuese yo quien le diese la charla. – Ella Ella y yo tenemos mucha confianza, no fue nada violento. Además, tengo la completa seguridad de que sabe más de sexo que yo. Moví la cabeza asintiendo, dándole con ello la razón. – Posiblemente... Posiblemente... – Tan Tan sólo le advertí que fuera responsable y eso fue todo. – sentenció sentenció ella. Seguí rumiando algo dentro de mi cabeza al tiempo que no le quitaba la vista de encima a Ginebra. Al principio quiso ignorarme, pero acabó por preguntarme
sabiendo que era probable que se arrepintiera de ello. – ¿Qué? ¿Qué? ¿Crees que no podría ayudar a Cristina en esto? – ¿Crees – Si Si estás pensando en si creo que serías una mala influencia o que quizás pienso que no eres la más indicada para dar consejos olvídalo inmediatamente, ¿me oyes? – me me regañó seria. Pero antes te reíste cuando... – Pero – Tú Tú te pasas el día haciendo bromitas referente a mi diámetro y no me quejo... – interrumpió rauda. Me hizo reír y la tensión desapareció tan rápido como había aparecido. Ella me siguió y me guiñó un ojo. Sentí la imperiosa necesidad de decirle lo mucho que la quería, pero no lo hice. – Hablando Hablando de lo cual... – comenzó comenzó y mi mente gritó inmediatamente la palabra peligro. – – ... ... ¿piensas invitar a Manuela a la boda? – No. No. – ¿Por ¿Por qué? – Pues Pues porque no. Tan sólo hace unas semanas que nos vemos. – Entiendo... Entiendo... – se se acomodó en su asiento una vez acabado su almuerzo. – – No No es lo suficientemente serio, ¿no? – Algo Algo así. – Violeta Violeta estará allí... Mi corazón dio un vuelco y mi cuerpo se enderezó repentinamente cuando oí a mi hermana pronunciar aquel nombre. – ¿Sabes ¿Sabes qué? – prosiguió en cuanto se hizo evidente que mi boca seguiría cerrada por tiempo indefinido. – Comienzo a estar cansada de este tema... Violeta ha – Comienzo cambiado mucho en poco tiempo, ya no es la misma y tú... Bueno, tú andas por el mundo completamente perdida. – ¿Violeta ¿Violeta ha cambiado? – pregunté ansiosa.
– Sí... Sí... – se se frotó la frente cansadamente. – – Ella Ella también da respingos cuando
pronuncio tu nombre en su presencia. De hecho, rehúye cualquier conversación co nversación que gire en torno a ti... Sólo el oír tu nombre puede hacer que se encierre en un mutismo absoluto. Aparté mi almuerzo a un lado, de repente sentía náuseas, y me apoyé sobre la mesa con los codos. No era capaz ni siquiera de mirar a Ginebra, quien no apartaba sus ojos inquisidores de mí. – Te Te has acostado con ella, ¿verdad? – ¿Qué? ¿Qué? – dije dije incrédula. – Lo Lo imaginaba... – se se respondió ella e lla misma. – – Lo Lo que más me intriga es cómo demonios lo has logrado...
Terminó su almuerzo y se bebió ruidosamente el resto de su refresco. – Lo Lo dices como si la hubiera pervertido o algo así... – contrarresté contrarresté algo molesta. No me refería a eso. Lo que quería decir es cómo, sabiendo como eres, se ha – No liado contigo... – ¿Sabiendo ¿Sabiendo como soy? – dije, dije, completamente perdida. – Sabiendo Sabiendo que le harías daño. Aquellas palabras me sentaron como un jarro de agua fría y lo que es peor, sabía perfectamente que eso era lo que mi hermana había pretendido desde el primer momento. Cubrí mi rostro con las manos y suspiré. La conversación comenzaba a hundir mi estado de ánimo. – Mírame. Mírame. – ordenó, ordenó, apartándome las manos de la cara con brusquedad. – – Lo Lo he visto con mis propios ojos, Jimena. He visto lo devastadora que puedes llegar a ser contigo mismo... Y con los demás. A Violeta nunca le has dado miedo. A mí a veces me lo das... – Ginebra... Ginebra... – No No digas “Ginebra” con ese tono, que te conozco. – me interrumpió, y por primera vez me di cuenta de que mi hermana parecía estar enfadada. – No No pretendo que me cuentes lo que pasó porque, francamente, prefiero no saberlo. Sólo quiero que me digas si ahora todo ese amor que decías sentir por Violeta se ha evaporado. No pude contenerme y me eché a reír con dolor. do lor. Mi querida hermana estaba sugiriendo que quizás lo único que había perseguido de Violeta era algo sexual disfrazado de amor y que, una vez logrado mi objetivo, la había abandonado. – ¿Tan ¿Tan retorcida me crees? ¿Tan ilógico te parece que pueda amar a alguien profundamente, aunque sea de mi propio prop io sexo? – Jimena... Jimena... – No, No, espera. – ordené ordené yo ahora. – – No No sabía que dudaras de mí hasta tal punto, Ginebra, no sabía que pensaras que mis sentimientos pudieran ser tan volubles... Me incliné hacia delante, apoyándome en mis antebrazos y hablé con voz estrangulada. – ¿Quieres ¿Quieres saber la verdad? La verdad es que no puedo vivir sin ella. Cada día que pasa es como una prueba de resistencia. r esistencia. Nunca fui más feliz que los pocos días que pasó a mi lado y lo que es peor, creo que no lo seré nunca... Soy un desastre, tienes razón, pero mi capacidad de amar, de amar a Violeta es infinita. La amo tanto que incluso me duele... Lo siento. – Lo – Por Por supuesto que lo sientes... – añadí, añadí, levantando las manos para seguidamente dejarlas caer sobre la mesa otra vez. – ¿Qué ¿Qué piensas hacer? – Aprender Aprender a vivir sin ella o conquistarla de nuevo. – dije, dije, con absoluta convicción. – – Y Y ambas son igual de imposibles... – Parece Parece como si esperaras que de un momento a otro te venga la inspiración divina para saber qué hacer. – ¿Y ¿Y qué es lo que me sugieres que haga? – Que Que la olvides de una vez, que dejes de ir por la vida como una maldita víctima y que aprendas a vivir.
Mi hermana, literalmente, me estaba fusilando. Se hizo un profundo silencio entre Ginebra y yo. Nos miramos fijamente, ella muy dispuesta a no apartarla, poniendo de manifiesto que sabía que llevaba toda la razón. Le hizo un gesto a un camarero que pasaba por allí y pidió la cuenta. – Tengo Tengo que irme. – me me anunció tranquilamente, mientras alcanzaba su bolso y sacaba su monedero. – – Aún Aún tengo que hacer muchas cosas en casa. Sí... – fue fue todo lo que mi garganta pudo emitir. – Sí... Se levantó de la mesa y recogió sus bolsas. Al pasar por mi lado, se agachó para hablarme al oído. Cambia... – me me dijo como si fuera un ultimátum. – Cambia...
– ¿Qué ¿Qué haces ahí? – me me preguntó Manuela con el ceño fruncido cuando me avistó.
No sé cuánto tiempo la había estado esperando sentada sent ada en las escaleras que daban al rellano de su apartamento. Sólo sabía que después de haber salido del centro comercial, me había dirigido directamente a su edificio. – ¿Ocurre ¿Ocurre algo? – volvió volvió a preguntarme. – No. No. Sólo te esperaba. ¿Has perdido la llave que te di? – inquirió inquirió nuevamente. – ¿Has – No. No. – me me levanté de mi insólito asiento y me acerqué a ella. – – Deja Deja que te ayude. Le tomé una de las bolsas que portaba y esperé hasta que ella abriera la puerta. Luego me dirigí directamente a la cocina y la deposité sobre la encimera. – ¿Hubo ¿Hubo suerte con las compras? – me me preguntó, al tiempo que comenzaba a colocar los víveres que había comprado. – Sí. Sí. ¿Qué tal con Ginebra? – ¿Qué – Muy Muy bien. Deseosa de conocer los detalles de nuestra relación... – bromeé. Se giró hacia mí y me regaló una amplia sonrisa. Luego siguió con su tarea. Pensé que viéndonos allí, haciendo algo tan simple como mantener una cordial conversación en medio de la cocina, nos hacía parecer como un matrimonio feliz. – No No entiendo como siendo tu hermana aún no te conoce... – dijo, dijo, con su cabeza totalmente metida en el refrigerador. – ¿A ¿A qué te refieres? Pues a que es imposible sacarte las cosas a menos que tú misma estés dispuesta – Pues a revelarlas. Cogí una de las manzanas que estaban expuestas en el frutero y comencé a roerla. – Manuela... Manuela... – la la llamé quedamente. ¿Sí? – abandonó abandonó toda labor para darme su plena atención. – ¿Sí? – ¿Te ¿Te importa que no te haya pedido venir conmigo a la boda? – No. No. – su su respuesta fue clara y rápida. Algo que indicó que sin duda decía la verdad. Bien... – murmuré murmuré para zanjar el asunto antes de darle otro bocado a la manzana. – Bien... Pero Manuela siguió mirándome con sospecha y entonces comprendí que para ella las cosas aún no estaban demasiado claras. – ¿Hay ¿Hay algo que debo saber? ¿Qué es lo que está pasando por esa cabecita tuya? –
preguntó medio en broma medio en serio. Creí que era momento de averiguar ciertas cosas. – ¿Te hago feliz? – No me haces infeliz, y creo que eso es más importante. – Me refiero a si... – Sé a lo que te refieres. – me interrumpió. – Me gustan las cosas como están. Y creo que tú sientes lo mismo. – De acuerdo. Hubo un instante de silencio. Manuela volvió a lo que estaba haciendo y yo, por contra, seguí rumiando pensamientos salidos de no sé donde. – No quiero que pienses que es sólo sexo... – solté de súbito. Ella se acercó a mí entonces, echándose su larga y morena cabellera hacia atrás. – Jimena, ¿te has dado cuenta de que cada vez que pasas la tarde con tu hermana te comportas de manera extraña? – ¿Lo dices en serio? Asintió con la cabeza. – ¿Piensas pasar la noche conmigo? – me preguntó, cambiando totalmente de tema, como si aquel para ella no tuviera importancia. – Sí... – Estupendo. – se puso de puntillas y me besó en la mejilla. – Prepararé la cena entonces. Seguí apoyada en el mismo sitio, terminando de comerme la manzana. Pensé en lo fácil que resultaría una vida en común con aquella mujer. Sin embargo, ni un solo pensamiento había dedicado yo a creer que podría haber un futuro con ella. Recordé a conversación con mi hermana, a decir verdad, era todo en lo que mi mente se había ocupado desde entonces. Tenía miedo de que mi vida se redujera a aquello. No más Violeta, no más deseos... La vida de un ser humano corriente no estaba hecha para mí. Necesitaba a Violeta para sentirme especial. La necesitaba para rendirme, para amarla, para reconocerme a mí misma. – Voy a ver la tele un rato... – le anuncié a Manuela, saliendo ya de la cocina. – Muy bien... Me senté en el sofá y encendí el televisor. Inmediatamente, el rostro ya familiar para mí del encargado de dar las noticias apareció. Su cara totalmente inexpresiva. Me pregunté por qué tenían que ser tan malditamente sobrios. No me extrañaba que algunas personas prefirieran no ver las noticias. Daba miedo tan sólo con verle la cara a los presentadores. Me recosté en el sillón, buscando una posición de total comodidad. Sentí que los ojos comenzaban a cerrárseme. Mi respiración se hizo cada vez más pausada y mis músculos se rindieron. Tras mis párpados cerrados apareció la imagen de Violeta. Hacía mucho tiempo que no aparecía ante mí de aquella forma. Me había decidido a no dejar que inundara mis sueños como antaño, pero ahora necesitaba recordarla. Ella me sonreía mientras su cuerpo desnudo, posicionado sobre el mío, se movía acompasado hacia adelante y atrás. Mis manos se perdieron en la frondosidad de su cabello. No pude evitar el sonreír de júbilo al tenerla otra vez a mi lado. Me vi a mí misma, como si estuviera fuera de mi cuerpo, sonriéndole y acariciándola en
aquel mismo sofá. Oí la voz de Violeta, sentí su olor, el tacto de su piel. La oí decir que me amaba y mi corazón dejó de latir. Volvió a sonreír una vez más, llenándome los oídos con la riqueza de su risa. Era maravilloso... Indescriptible. – Jimena... Una dulce voz pronunció mi nombre más dulcemente aún. Abrí los ojos y encontré el rostro de Manuela cerca del mío. – Te has quedado dormida... – me dijo divertida, echando hacia atrás algunos cabellos de mi frente. pregunté con voz adormilada. – ¿Qué hora es? – – Algo más de las nueve... – Vaya... – ¿Te apetece comer algo? La cena está casi lista. Me erguí hasta quedar sentada y me froté cansadamente el rostro. – Lo cierto es que no... – la miré, sintiendo cierta desazón. – Escucha..., estoy agotadísima, ni siquiera me había dado cuenta de ello hasta ahora... – ¿Tienes guardia en el hospital mañana? – Sí... – añadí fatigosamente. – De acuerdo. – me palmeó el muslo. – Vete a casa. – Gracias. – la besé con brevedad en los labios. – Te llamaré mañana. – Como quieras. Me levanté de mi asiento y recolecté mi abrigo y el bolso. Antes de alcanzar la puerta, oí que Manuela me decía algo. – ¿Qué? – me giré, avistándola en el mismo sitio que cuando me había levantado. Ella se limitó a sonreírme, aunque advertí, por primera vez, algo de tristeza en su expresión. – Te decía que era un bonito nombre... Fruncí el ceño, achacando mi falta de entendimiento a que aún sufría los efectos de mi breve sueño. – Violeta... – repitió. – Es un bonito nombre. No dije nada. Simplemente me di la vuelta despacio, salí del apartamento y me alejé escaleras abajo, sin molestarme siquiera en tomar el ascensor. Me metí en mi coche, casi congelada de frío a pesar de que el recorrido desde el edificio de Manuela y mi auto era relativamente corto. Expulsé el aliento y apoyé la cabeza con fuerza en el respaldo, asiendo el volante con ambas manos hasta que los nudillos se me pusieron blancos. Casi sin pensar, pero segura de que lo que acababa de ocurrírseme y que iba a poner en práctica me aliviaría a sobremanera, puse el motor en marcha y tomé la ruta que me llevaría hasta la casa de Violeta. Pisé el acelerador. La velocidad a la que ahora conducía no era una a la que estuviera acostumbrada, pero ahora mismo, el hacer aquello estaba liberando algo de mi desaliento. Incluso comenzaba a sentir una sensación desconocida para mí mientras mis manos comenzaban a aferrarse al volante y mis piernas temblaban de emoción. No tuve más remedio que parar en un semáforo en rojo, pero las ruedas chasquearon contra el asfalto e incluso estuve segura de que habían dejado huella.
Sólo unos centímetros me separaban del automóvil delante de mí. Vi a su conductor mirarme por el retrovisor con cara de pocos amigos. Sonreí con una muy maliciosa sonrisa y esperé impaciente a que el semáforo nos diera vía libre. El hombre negó con la cabeza repetidamente y casi podía jurar que en esos momentos estaba pensando que yo era alguna chiflada. Seguramente estaba en lo cierto. El tráfico aún estaba algo denso, pero llegué en unos quince minutos. Aparqué el coche algo alejado del lugar y me escondí detrás de uno de los árboles plantados en medio de la acera. No tenía la intención de presentarme en su apartamento, ni tan siquiera de que me viera. Sólo quería saber lo que sería estar cerca de ella, aunque fuera desde la acera de enfrente y sin que me quedara otro remedio que tener que contentarme con mirar a su ventana. Conté las ventanas y cuando avisté la que se suponía tenía que ser la suya, sólo pude apreciar oscuridad. Era demasiado temprano para que Violeta se hubiera metido en la cama, además de que sabía que ella era una persona más bien nocturna. Tal vez estaba de viaje. No tenía la menor idea. Aún así y pese a que tenía todas las incertidumbres posibles, me quedé allí hasta bien entrada la madrugada, sentada al borde de la acera, con la mirada fija en su ventana. Me fui cuando el frío se apoderó de mí y la calle se quedó tan desierta que era imposible oír cualquier sonido. Cuando regresé a mi apartamento, me fui directamente a la cama. Después de varios intentos por lograr que el sueño me venciera, decidí echar mano de los somníferos y por fin llegó la esperada calma. Dos días después, y sin saber cómo, me descubrí cenando sentada a la mesa de un elegante restaurante con Manuela. Ella se había empeñado en hacer algo diferente esa noche y yo apenas había puesto objeción. Observé a Manuela, sentada enfrente mío, canturreando al compás de la música clásica que inundaba el lugar. – ¿Has decidido lo que vas a tomar? – me preguntó, cerrando su carta. – Me apetece algo de pasta. – Bien. Yo estaba pensando en lo mismo. ¿Tú te pides los espaguetis a la carbonara y yo los tallarines y así compartimos? Le sonreí abiertamente. – De acuerdo. – cerré la carta y crucé las manos en mi regazo. – ¿Vino? Negué con la cabeza. – Agua mineral para mí. La camarera eligió ese preciso instante para aparecer en nuestra mesa y Manuela le indicó nuestra decisión con diligencia. Seguidamente, cruzó las piernas por un extremo de la mesa y se encendió un cigarrillo bastante satisfecha. – Creo que no te lo he dicho... – ¿El qué? – pregunté. – Nos obligan a hacer la próxima semana un cursillo. ¿Puedes creerlo? Tendré que soportar durante tres días interminables charlas sobre recaudación. – suspiró. – Me temo que casi no tendré tiempo de verte...
Hice ademán de echarme a temblar con disgusto. En ese momento trajeron nuestras bebidas. Manuela al final había desistido de la idea de tomar vino y había decidido acompañarme con el agua. – ¿Tú qué tal por el hospital? Me encogí de hombros al tiempo que tomaba un sorbo de agua. – Bien. Aún no han encontrado a la mujer que abandonó a su hijo después del parto. Parece haberse evaporado... – Me gustaría saber los motivos que podría tener alguien para hacer algo así... – comentó casualmente. – Yo también, créeme. Manuela me sonrió levemente, apagó el cigarrillo estrujándolo dentro del cenicero y se inclinó hacia delante. – ¿Sabes en lo que he estado pensando desde esta tarde? – susurró juguetonamente. – No... – Me encantaría que te probases el vestido de la boda para mí cuando lleguemos a tu apartamento... No he dejado de pensar en él desde que me lo enseñaste... – ¿En él sólo o vistiendo mi cuerpo? – bromeé divertida. – Definitivamente, contigo dentro... Alcé una ceja, sonriendo de medio lado. Un breve atisbo de deseo comenzó a pulsar en mi centro. Tomé la servilleta y empecé a juguetear distraídamente con ella. Manuela seguía con sus marrones ojos clavados en mí. – Si no dejas de mirarme así, ni siquiera vamos a probar la cena... – le advertí, lanzándome un breve vistazo. – No estoy muy segura si comer pasta es lo que me apetece ahora mismo... – Manuela... – la llamé con tono amenazador. Se rió, echándose nuevamente contra el respaldo de su silla. Nuestra comida llegó segundos después. Tuve que admitir que el aspecto que tenían los platos era suficiente como para que se te abriera el apetito. Manuela tomó su tenedor y probó sus tallarines. Seguidamente cerró los ojos y exclamó un “mmm” largo. Hice lo mismo con mis espaguetis y Manuela se atrevió a sisar de mi plato unos cuantos de ellos. – ¡Ehhh...! – exclamé falsamente indignada. – ¡Oh, Dios mío! ¡Están deliciosos! – Deja que pruebe tus tallarines... Manuela me acercó su plato y llené mi tenedor. – Se parecen a los de mi madre... – indicó ella. – ¿En serio? – Sí. Aunque los de ella eran un poco más picantes... Algo atrajo mi atención. Algo que me hizo levantar la cabeza hacia la entrada del restaurante. Algo que inevitablemente hizo que me encogiera en la silla. Incluso antes de que lo supiera con certeza, ya lo había presentido. Violeta apareció por allí, junto con un nutrido grupo de amigos. ¿Cuántos restaurantes debían de haber en aquella ciudad? Cientos. Quizá hasta miles. Ahora, ella estaba entrando al mismo restaurante en el que yo cenaba, casi a la misma hora. Y pensé en ese instante, que eran esas mismas casualidades lo que
hacían de la vida algo muy extraño. Manuela notó mi súbito cambio de humor y disposición y se giró para mirar hacia mi línea de visión para descubrir qué era lo que con tanta consistencia había tomado mi atención por entero. Le debió parecer imposible adivinar cual de entre aquellas cinco personas tenía mi solicitud, puesto que se volvió hacia mí al instante. preguntó, con evidente preocupación en la voz. – ¿Estás bien? – Creo que era el hecho de que no tenía ahora ningún color en mi rostro, y sé que no lo tenía porque yo misma lo había sentido abandonarme, lo que la hizo profesar aquella desazón. Asentí con la cabeza, aún sin apartar la vista de Violeta. Intenté esquivar su visión y me concentré en mi plato nuevamente para tan sólo darle la vuelta a los espaguetis y elevar el rostro otra vez. Un camarero llevaba a Violeta y sus amigos hacia una mesa. Me di cuenta de que la estaban dirigiendo a una que estaba detrás de mí y que, por tanto, la haría pasar a mi lado. Tragué con dificultad, imaginando lo que pasaría cuando ella me viera. No tuve que esperar mucho. Tal vez fue mi insistencia y su fina percepción, pero se giró hacia mí y miró directamente a mis ojos. La breve sonrisa que llevaba perenne en los labios hasta ese momento se evaporó. No puedo describir lo que sentí al verla de nuevo. Sólo sé que mi corazón clamó por algo que necesitaba tanto como el seguir latiendo y era a ella. Pude advertir que el paso de Violeta se hizo incluso más lento y que su visión dejó de abarcarme para mirar a quien me acompañaba. Pocas dudas debió tener de que Manuela era mi amante. Violeta bajó la vista al suelo, pero antes pude advertir una breve sonrisa, pero era una amarga. La conocía lo suficiente como para no perderme ese detalle. Pasó a mi lado y cerré los ojos, aspirando con fuerza. Su olor... Al abrirlos de nuevo, me encontré a Manuela mirándome extrañada, aún masticando. Si deseaba hacerme alguna pregunta, y era evidente, como siempre calló. Cogí la copa de agua y me la bebí de un solo sorbo, tragándome con ello toda la amargura que había aparecido de repente en mi garganta. No era capaz de voltear la cabeza, pero sentía al grupo de Violeta casi como si estuvieran pegados a mi nuca. Los oía charlar, decidiendo sobre su cena y haciendo bromas. Mi comida había quedado olvidada por completo. Observé el plato de los aún humeantes espaguetis y sentí náuseas. Lo aparté de mí, como si de repente fuera veneno. Sólo me hizo falta verla otra vez para que mi vida y mi tranquilidad se desestabilizaran por completo. – ¿Quieres irte? – ¿Qué? – pregunté, algo perdida. – Es evidente que estás incómoda. Podemos pedir la cuenta y... – No... – me apresuré a decir. – Termina tu cena, no hay prisa. – ¿Estás segura? – Completamente...
Saqué la servilleta que hasta entonces descansaba sobre mi regazo y la deposité sobre la mesa. Mis sentidos estaban ahora demasiado ocupados en percibir todo lo que pasaba dos tablas por detrás de mí. Manuela siguió concentrada en su cena, sin atreverse a romper el silencio otra vez. Hasta yo pude notar la tensión que sufría ella en esos momentos. Levantó los ojos hacia mí y me miró. Algo en su mirada me indicó que todo aquello la sobrepasaba. – Lo siento... – le dije. – ¿Por qué? No quise contestarle a esa pregunta, pero tomé una determinación a cambio. – Vayámonos de aquí. – solté rauda. Pedimos la cuenta y nada más pagar, tomé a Manuela de un brazo y salimos al exterior. Ni una sola vez eché un vistazo en dirección a Violeta a pesar de que sabía con toda seguridad que ella me estaba observando.
– Jimena...
La voz rota de Manuela pronunció mi nombre, pero hice caso omiso a su llamada. Seguí penetrándola con mis dedos con fuerza al tiempo que montaba sobre su muslo con rabiosa disposición. – Jimena, para... – dijo una vez que mi boca liberó la suya. La oí decir aquellas palabras, pero mi cerebro no lo registró como un comando. Mi boca cubrió entonces uno de sus senos para succionar de él. Algo en mí me había hecho comportarme de forma salvaje esa noche. Las dudas, el desasosiego, el dolor de no tener lo que más ansiaba... ¿Qué importaba lo que fuera? Lo importante era que comenzaba a sentirme bien. – Para. – junto con la orden, Manuela tiró de mi hombro hacia atrás para separarme de ella. Suspendí en seco toda actividad y levanté la cabeza para encarar a Manuela de entre las sombras. Ella se movió hacia un lado, sacándome a mí de su interior. Por mi parte, me quedé estática en el sitio, apoyada sobre uno de mis codos, jadeando frenéticamente. – ¿Qué te está pasando Jimena? – me preguntó ella, aún dolida por mi comportamiento irracional. – No eres tú... Me derrumbé de espaldas sobre el colchón y fijé la vista en el techo. Manuela se incorporó al no obtener ninguna respuesta de mi parte. – Será mejor que me vaya... – anunció, encendiendo una de las lámparas. La sentí levantarse y recolectar su ropa, la misma que momentos antes yo le había arrancado a tirones. Se vistió con rapidez, todo ello sin mirarme, aunque de haberlo hecho, sólo se hubiera encontrado conmigo mirando al techo como una
maldita imbécil. – Lo siento... – dije sin moverme. Manuela se detuvo un momento, para después proseguir con su fuga a mitad de la noche. Se marchó silenciosamente. Apenas la oí cerrar la puerta. Me giré hacia la izquierda y me abracé a mí misma, necesitando el calor de algo, aunque fueran mis propias manos. Estrujé mis ojos en cuanto sentí que se estaban amontonando allí las lágrimas. Las cosas para mí comenzaban a perder el poco sentido que le restaba. Estaba metida en un laberinto, sin salida alguna. Ahora podía asegurarlo. Por primera vez en mi vida, deseé no haber conocido nunca a Violeta. Me levanté de la cama y casi sin pensar, me vestí rauda calándome una sudadera y los primeros vaqueros que saqué del armario. Necesitaba salir de mi apartamento. Aquellas paredes comenzaban a asfixiarme. Salí a la calle con lo puesto y las llaves de mi coche. Mi aliento acompañándome a cada paso. Era otra de esas noches gélidas donde cualquier persona, con un mínimo de sentido común, estaría ahora bajo el amparo de las mantas a aquella hora. Ya era más de medianoche. Me subí en el coche sin haber decidido aún qué era lo que deseaba hacer, aunque la idea de volver al lugar donde vivía Violeta y mirar toda la noche hacia su ventana se me hacía cada vez más apetecible. Pensé, mientras ponía en marcha el motor, que definitivamente había perdido el juicio. Recordé las palabras de mi hermana, y reconocí la razón en ellas. Sabía que debía de empezar por poner orden a mi vida, pero, ¿podría lograr hacer algo así sin Violeta en ella? Violeta era mi norte. Ni siquiera era capaz de asumir que ella ya no estaba o que quizás no volvería a mí. Ginebra había tenido razón en una cosa sobre todas las demás: yo estaba esperando a que un milagro arreglara todo aquel desastre. Asumía mi culpa, pero desconocía si para Violeta esto sería suficiente. Estaba segura de que no. Aparqué el Audi a una distancia prudencial, y mientras me acercaba al mismo hueco que hacía dos noches había ocupado en mi súbita personalidad de espía, observé que un taxi aparcaba cerca de la acera. Vi la figura de Violeta salir de dentro de él y reaccioné escondiéndome detrás del árbol plantado en medio. Mi corazón volvió a latir con fuerza y pensé, mientras intentaba que aquel tronco abarcara por completo mi figura y la escondiera a sus ojos, que debía parecer una auténtica gansa. Me atreví a asomar la cabeza por uno de los lados y alcancé a ver como Violeta se metía en su edificio. Sola. Suspiré de alivio por múltiples razones y me senté allí mismo. Miré hacia arriba y conté mentalmente los segundos que tardaría seguramente en llegar hasta su apartamento y encender la luz. Cuando lo hizo, me sentí totalmente incapaz de apartar la mirada de aquel punto perdido que era su ventana. La imaginé andando por el piso, yendo a la cocina, encendiendo la tele, incluso desvistiéndose. Imaginé que yo estaba allí adentro, junto a ella y que ahora mismo la estaría besando, porque era justo eso lo que más deseaba en el mundo.
Estar allí, podía hacer que la sintiera un poco más cerca, pero no que encontrara el valor suficiente como para encararla. Recordé que en la época que la había conocido solía pensarla junto a mí, que le hablaba incluso. Mis dieciocho años volvieron a mi memoria, trayendo consigo las imágenes de una endiosada Violeta. Ahora también podía rememorar con claridad el suave tacto de su piel, el sabor de su boca y el sonido de su risa. El tesoro de mis momentos junto a ella. Me abracé a las rodillas, intentando atraer el calor a mi cuerpo. Me quedé allí hasta que la luz de su apartamento se extinguió por aquella noche. Estaba segura de que, pasara lo que pasara, el observar su ventana cada noche se convertiría en un ritual para mí. Un ritual que me daba la oportunidad de tenerla aún sin que estuviera a mi lado. Quizás algún día tuviera la valentía suficiente para atravesar la calle y presentarme ante su puerta, para soportar su mirada azul, para que me embargara su esencia...
BELLA VIOLETA. 10ª Parte.
10. DESPACIO. Viernes, cuatro de la tarde. Día de la boda. La parte femenina de la familia al completo estaba en casa de mi madre, donde más tarde se celebraría el banquete, concertando los últimos preparativos y asistiendo a la nerviosa novia. Desde mi cómodo asiento hice rodar los ojos en cuanto nuevamente oí el llanto de Julia, que debía creer que aquello era poco menos que un cuento de hadas. La pobre casi no había parado de sollozar en cuanto entró a la habitación para vestirse. Incluso habían tenido que maquillarla varias veces. Me pregunté si realmente lloraba de nervios o por todas aquellas horquillas que le habían colocado en el pelo... Lo cierto es que comenzaba a hacer que mi cabeza quisiera estallar. Crucé las piernas y me dediqué a observar el arduo trabajo de mis dos hermanas mayores calmando a la novia. Pensé que, si casarse significaba pasarlo tan mal, casi era preferible no hacerlo. No pude evitar soltar unas risillas en cuanto vi a mi madre con una taza humeante de tila intentando hacérselo tragar a la pobre Julia. – Vamos...vamos..., cariño. – le decía mientras. – Tómate esto y ya verás que te vas a sentir mejor... – Gracias... – dijo hiposa. – Tienes que calmarte. No querrás entrar a la iglesia llorando, ¿verdad?
– Es que no puedo evitarlo, estoy tan feliz... – soltó, suspirando hasta hacer que
casi se le soltara el corsé de su traje de novia. Por mi parte, hacía un par de horas que me había vestido y preparado para la función. Si de mí hubiera dependido, preferiría haber ido a la iglesia directamente, pero al parecer, era costumbre que todas las mujeres se reunieran para ayudar a la novia... Claro que yo aún estaba intentando averiguar por qué mi presencia en la casa era tan importante, cuando lo único que había hecho era llegar y sentarme. Mis hermanas mayores, correteaban por la casa, atendían las llamadas telefónicas y cuchicheaban entre ellas. Parecían estar completamente en su salsa. Me giré hacia mi sobrina de catorce años que estaba sentada junto a mí, y a la que observé durante unos instantes mientras ella jugaba con su pequeño celular. Estiré el cuello para mirar en la pantallita. Bendita tecnología... – Vaya... – dije. – ¿Me lo prestas luego? Se echó a reír. – ¿Tú también te aburres? Hice rodar los ojos y puse expresión de desespero. – Horrores... – Estás muy guapa, Jimena. – cumplimentó con una amplia sonrisa. – ¿Te parece? Asintió vehemente con la cabeza. – No tengo más remedio que fiarme de ti, siempre has tenido buen gusto... – le pellizqué la nariz. – Ya soy muy mayor para que me hagas eso... – se quejó divertida. – Y demasiado joven para tener novio. En un instante, un tono rúbeo cubrió por completo sus mejillas. Era cierto lo que decían de que aquella niña se parecía mucho a mí. – ¿Mamá te lo ha dicho? – Sí. – Es sólo un amigo... – dijo, como restándole importancia. – Me parece bien que tengas un amigo especial. – subrayé la palabra. Ella siguió enfrascada en la pantalla de su teléfono, aunque sin mover un solo dedo. – Pero no descuides el colegio por un momento... – Pareces mamá... – comentó suspirando. Me eché a temblar cómicamente y ella se rió. – De acuerdo. Eso ha sido suficiente como para que no diga una palabra más... Volví a concentrarme en la escena que se proyectaba delante de mí. La tila parecía tener efectos contradictorios en la novia, y por enésima vez, volvió a sacudir los hombros intentando reprimir las lágrimas. Hice rodar los ojos. ¿Qué demonios pasaba con aquella mujer? A ratos me parecía estar contemplando un capítulo de alguna telenovela. – Julia... – la llamé fríamente. – O dejas de llorar o con esos ojos rojos e hinchados vas a parecer una yonkie. Tienes un aspecto horrible... El llanto, milagrosamente, cesó. La que dentro de pocas horas se convertiría en mi cuñada me miró fijamente, casi con expresión de haber visto a un fantasma y yo le sonreí con falsedad. Mi madre me fulminó con la mirada y a ella también le dediqué aquella misma sonrisa.
La novia no volvió a soltar una sola lágrima y mis sentidos por fin comenzaron a calmarse. Lo mejor de todo es que finalmente supe por qué mi presencia allí era ineludible... – La limusina ya ha llegado... – anunció Ginebra entrando en la habitación. – Menos mal que al menos han sido puntuales esta vez. – añadió mi madre. – ¿Alguien va a venir conmigo? – pregunté, sintiendo ganas de repente de no llegar sola a la iglesia. – Yo iré contigo. – clamó mi sobrina. – Estupendo.
Aún tuve que esperar casi una hora hasta que nos pusimos en marcha. Durante todo el camino, la charla y la compañía de Cristina logró relajar los nervios que desde el día anterior sentía en la boca del estómago, pero según me acercaba a la ermita, mi corazón batallaba con más intensidad de la necesaria y mis ojos buscaban cierta figura familiar. Dentro de la iglesia, me senté junto a mis hermanas y esperé. Esperé a muchas cosas... Me pregunté, mientras me removía frenéticamente en aquel banco, por qué diablos no cambiaban aquellos incómodos asientos de una vez. Casi me parecía estar en la Edad Media. Podrían poner butacas como en los cines, teniendo en cuenta lo interminables y soporíferas que eran las misas hubiera sido una buena idea. Mis insidiosos pensamientos se concentraron entonces en la decoración del “santo” lugar. Las paredes y el altar llenas de imágenes, de santos y vírgenes con
cara de estar sufriendo mucho. Si a eso le añadimos el hecho de que la iluminación allí dejaba mucho que desear, no me venía a la mente otra palabra con que describir lo que me rodeaba que no fuera tétrico. Las conversaciones en voz baja de los invitados, que casi parecía el zumbar de las abejas, llenaban la iglesia. Yo ni siquiera había abierto la boca ni una sola vez desde que había entrado. Tampoco es que tuviera nada interesante que decir... Suspiré y me arremoliné como pude en aquel banco. Miré el reloj, crucé las piernas y me atusé ligeramente el pelo, todo para parecer distendida. No es que odiara las bodas, y mucho menos si era la de un miembro de la familia, pero la espera... La espera era lo que me ponía frenética. Fijé la vista al frente. Siendo ella la madrina, mi madre y su enorme sombrero se habían colocado cerca del altar, al lado de mi hermano, quien no paraba de frotarse las manos nervioso. Agradecí el hecho de que al menos a él no le diera por llorar... Por mi parte, cada cinco segundos, seguía girando la cabeza hacia la entrada, habiendo tenido claro que Violeta aún no había hecho acto de presencia. Comencé a sopesar la idea de que quizás no vendría ese día. Mi hermana Isabel colocó una mano sobre mi muslo para indicarme que dejara de moverme. Intenté relajarme echando mi cuerpo hacia atrás y respiré hondo. La marcha nupcial comenzó a sonar y la novia entró radiante en la iglesia. Nada
más atisbarla, la cara de mi hermano se iluminó como una bombilla de navidad, algo que por otra parte no estaba del todo mal si nos permitía tener más luz dentro de aquella caverna. “Mmm...”, me reproché a mí misma, “demasiados pensamientos sarcásticos. Recuerda que hoy tienes que estar de buen humor”. Con lo que sonreí y comencé
a murmurar palabras de apreciación como el resto de los allí presentes. La novia llegó a la altura de su casi marido y el sacerdote comenzó la ceremonia. Dejé de mirar hacia atrás, una vez iniciado el acto, sabiendo de sobra que aquello resultaría de lo más extraño y de que tenía a mis dos hermanas, que eran como espías, demasiado cerca de mí. Así que me concentré en mirar hacia delante aunque no pusiera atención a ninguna de las palabras que pronunciaba el cura. Hubo un momento, cuando la música estridente de una pequeña banda colocada en uno de los rincones sonó, en que despegué mi trasero del banco y casi toco la bóveda del techo por el susto. – ¡Qué demon...! – exclamé ahogadamente, o al menos lo intenté antes de que el codo de Isabel se incrustara en mis costillas. Miré a mi hermana con cara de pocos amigos y ella me ignoró. Lógicamente. Observé entonces a la banda musical, con un pequeño coro entonando canciones religiosas. Hasta entonces no me había dado cuenta ni de que existían. La iglesia, desde luego, se había modernizado. Claro que ni hablar de modernización en lo que se refería a los asientos. Cuando llegó el momento de dar el "sí quiero", mi madre sacó rauda su pañuelo del bolso y se secó las lágrimas. Aquello era algo que ya había visto en las anteriores bodas de mis hermanos. Ella siempre conseguía llorar en el momento más oportuno. Bueno, estaba segura de que yo le ahorraría ese mal trago. Todos nos levantamos del asiento una vez que los novios se dieron el beso y comenzamos a movernos entre vítores. Ginebra puso en mi mano una bolsita con arroz dentro y me apresuró para que saliéramos al exterior. – ¡Violeta! – gritó mi rubia hermana. Me giré tan rápido hacia la entrada que casi me mareé, y la vi allí, de pie justo al lado de la pila del agua bendita. Estaba enfundada en un traje negro y largo. Un traje que parecía estar hecho únicamente para su cuerpo. La boca se me secó y mis piernas se pusieron en huelga. De no haber sido porque los demás me empujaban para darme prisa, me hubiera quedado en el sitio por tiempo indefinido. Ginebra se acercó rauda a Violeta para saludarla y yo seguí caminando, aunque más despacio eso sí, mientras estrujaba la bolsita del arroz entre las manos. Los ojos de la azafata dejaron a mi hermana para posarse sobre mí. Los sentí atravesarme. Pasé a su lado y le murmuré un hola demasiado bajito, aún así, ella me saludó con una breve sonrisa. – Salgamos fuera... – oí a Ginebra decir. Me coloqué junto a los demás y esperamos a que salieran los novios para lanzarles el arroz. Todo el júbilo que podía respirar a mi alrededor no era equitativo a lo que sentía por dentro. Violeta debió de quedarse dentro de la iglesia porque mis ojos no podían encontrarla. Algo me decía que quizás se estaba escondiendo de mí. El feliz matrimonio apareció por fin y una densa lluvia de arroz cayó sobre ellos,
tan densa era, que durante segundos casi no se podía diferenciar sus figuras bajo todos aquellos granos. Seguidamente, el comité al completo partió hacia la casa de mi madre, en cuyos jardines se había dispuesto los arreglos para el banquete. No volví a ver a Violeta mientras me alejaba de la iglesia y cuando llegué a la casa, enseguida requirieron mi presencia para las fotos. No sé para cuántas instántaneas tuve que posar, pero estaba segura de que habían sido miles. Incluso me retrataron con familiares de los que ni siquiera recordaba el nombre. La única que parecía disfrutar era Isabel, quien para cada toma ponía una expresión diferente. Era una fuente inagotable de posturas y sonrisas. Desde la distancia observé que Violeta, que sostenía una copa en la mano, tenía su atención puesta en mí. Cuando nuestras miradas se encontraron, ella se giró despacio y me dio la espalda. La voz del fotógrafo me sacó del trance cuando nos pidió que rotáramos hacia un lado. Me sentía como una completa marioneta. – Comienzo a cansarme de tanto sonreír. – comentó Ginebra en voz baja. – Pues no sonrías. – le susurré de vuelta. – ¿Y parecerme a ti...? – Muy graciosa. – Violeta está preciosa... – añadió de súbito, con una sonrisilla maléfica. – No sabía que pudieras ser tan diabólica. Emitió un sonido que me hizo saber que estaba sofocando la risa. Creo que secretamente le encantaba martirizarme. – Pórtate bien, hermanita... – ¿Antes o después de estrangularte? – dije, sin que por un momento se borrara la falsa sonrisa de mi rostro. Era increíble las cosas que uno podía decir sin mover apenas un músculo.
Las mesas para el banquete estaban dispuestas en círculo y pensadas para que cada una de ellas albergara a seis comensales. A mí me tocó una con Ginebra, su marido, Cristina, que escogió una silla contigua a la mía, mi hermano Luis y su esposa. La de Violeta, que estaba demasiado alejada de la mía, estaba compuesta por compañeros de trabajo de Felipe. Algunas de aquellas caras me resultaban familiares. Jugué con el menú entre las manos, repasando distraídamente lo que íbamos a tomar. Examiné la inacabable lista de los entrantes y fui directamente al primer y segundo plato. “Lomo de venado asado con crema fina de manzana y hongos salteados, besugo con refrito de almejas y cama de cebolleta trufada...” . ¿De
dónde sacaban esos nombres? Ni siquiera parecía comestible... Suspiré y solté el pequeño menú con desgana sobre la mesa. Los camareros comenzaron a pulular por las mesas a toda prisa para servir los entrantes. – Buen vino... – murmuró mi cuñado Ricardo tomando la botella de Rioja entre las manos. Uno de los camareros le cogió la botella y comenzó a servirnos el vino. Puse la
mano sobre mi copa y decliné la oferta. Con gran parsimonia y rigidez, posó la botella de vino sobre la mesa y me sirvió agua mineral. – Gracias. – le dije. – ¿No vas a tomar vino? – preguntó Ginebra. Negué con la cabeza. – Estoy redescubriendo el inmenso placer del agua mineral. Sin olor, sin sabor, sin nada... Me miró con una ceja alzada, incrédula de no verme probar una gota de alcohol. Aún así lo dejó estar. – Cristina, para ti sólo una copa, ¿de acuerdo? Su hija asintió con resignación. – Mamá parece estar felicísima... – comenté ausente,observando a la susodicha sentada a la gran mesa nupcial, posesivamente al lado de Felipe. – Le encanta ser casi el centro de toda la atención cuando se reúne la familia... – Lo sé. Tomé un trozo de queso y lo mordisqueé. Mi mirada, como siempre, girada hacia un punto... Violeta se había sentado de cara a mí y pude observarla charlando animadamente con sus compañeros. Aparentemente, se había olvidado de que yo existía, puesto que no levantó la vista ni una sola vez. La enorme orquesta comenzó a tocar una suave música mientras comíamos. El sol ya estaba a punto de ponerse y las luces del jardín se encendieron iluminándolo todo casi de forma irreal. Algunas mesas comenzaron a vitorear y aplaudir a los novios cuando estos se dieron el tan esperado beso. Mi hermano se levantó de su asiento entonces para dirigirnos unas palabras. Me giré hacia él, poniendo un brazo sobre el respaldo de la silla y le puse toda mi atención. – Antes que nada, – comenzó él – quisiera agradeceros el que estéis aquí. Este es quizás el día más especial de mi vida y compartir mi felicidad con la gente que quiero era importante. Sin embargo, hay alguien que ya no está con nosotros y a quien sin duda le hubiera encantado estar aquí. – levantó su copa, visiblemente emocionado. – Por mi padre. Todos levantaron su copa y brindaron. Mi hermano se volvió a sentar y mi ardorosa cuñada lo tomó por el cuello para volver a darle un beso con propiedad. Pude observar que mi madre tenía los ojos brillantes por las lágrimas que habían hecho acto de presencia. La orquesta entonces continuó tocando y todo pareció volver a la normalidad. Me giré hacia mi sobrina, quien me regaló una amplia sonrisa y a la que correspondí con iguales ganas. – Prueba esto... – me indicó ofreciéndome algo que parecía estar empanado. Lo tomé y mastiqué no muy segura de si iba a gustarme. Para mi sorpresa, estaba bueno, aunque no tenía ni la menor idea de lo que era. – Se le echa mucho de menos. – comentó mi cuñado. – Sí. – respondió Ginebra. – Es imposible no acordarse de él en un día como hoy... – Estoy seguro de que esté donde esté, estará feliz. – sugirió Luis. “Eso es una soberbia estupidez”, grité para mis adentros, “¿qué podría hacerle más feliz que el estar con su familia?”. Supuse que para ellos pensar tal cosa les daba
cierta serenidad, todo lo contrario que a mí, siempre muy consciente de que mi padre estaba ahora varios metros bajo tierra. Me dije que lo mejor sería ignorar aquellos comentarios de ahí en adelante. Tan sólo me hacían sentir más enfadada con el mundo entero. Sonreí sarcásticamente y levanté la vista una vez más hacia Violeta. Ella me miraba también y, por primera vez, no apartó sus ojos de mí. Me dediqué a comer todo lo que se me ponía al alcance casi sin pronunciar palabra. Tan sólo me apetecía hablar con mi sobrina y reírme con sus ocurrencias. Era mucho mejor eso que oír aquellas historias varipintas y sin gracia alguna que contaban todos a mi alrededor como contagiados por lograr ser la estrella de la función. Otra lluvia de flashes se sucedieron, entre gritos de “¡vivan los novios!”, cuando
llegó el momento de cortar la tarta. Luego la feliz pareja pasó por cada mesa ofreciendo esos minúsculos e inservibles regalitos, una especie de ramito con un lazo azul por parte de ella y habanos por parte de él. Me quedé sentada en la mesa a solas, el resto se había levantado una vez acabada la cena para formar pequeños grupitos de charla por todo el jardín, con la única compañía de mi copa de champán, bebiendo pequeños sorbos de la agradable bebida. Sabía que para mí no habrían muchas de aquellas esa noche, por mucho que deseara que así fuera, así que no me quedaba otro remedio que economizarla. Acaricié la copa, con la mirada fija puesta en ella como si estuviera en trance. Una multitud de burbujas subían hasta la superficie y desaparecían allí. Me di cuenta de que si pasaba mi tiempo mirando a las burbujas de una copa de champán era porque quería esconderme de algo y no sólo de las conversaciones familiares. – ¿Te encuentras bien? Levanté la vista y observé a mi madre cerca de mí. Se había despojado de su enorme sombrero. – Sí. – ¿Y qué haces ahí sola? – volvió a preguntar, cambiando el peso de un pie a otro. Me encogí de hombros y aparté la mirada. – Pensar... Y huir de tía Eloísa. Esa vieja siempre se empeña en preguntarme que cuando voy a casarme... Mi madre emitió un bufido a modo de risa e hizo que volviera a mirarla. Parecía realmente divertida. – ¿Qué? – pregunté extrañada. – Nada... – dijo,aunque con falsedad en la voz. – No le hagas caso a tu tía, ya sabes que está un poco... – hizo un gesto con las manos, sugiriendo que aquella anciana estaba tarada. Algo que era bastante cierto. Fue como si la susodicha pudiera oírnos desde la distancia porque lentamente comenzó a avanzar hacia nosotras con ayuda de su bastón... Un bastón, me fijé, que estaba casi tan encorvado como ella. Cómo había logrado vivir tanto fumando tres cajetillas de tabaco diarios era otro de esos milagros de la Naturaleza. Era la hermana mayor de mi padre y tan metomentodo como una anciana puede llegar a serlo. Estoy segura de que aún creía vivir en los años cuarenta. – Mamá. – llamé quedamente,sin quitarle la vista a la añosa. – Viene hacia aquí... – Esa mujer tiene un sexto sentido... – masculló, acto seguido abrió los brazos para
recibir a su cuñada. – ¡Eloísa ...! – Una boda preciosa, Martina. – indicó a mi madre nada más llegar. – Y los novios están guapísimos... – Gracias. Pensaba pasar ahora por tu mesa, es que con tantos invitados ya sabes como es esto... Mi madre, para mentir, era de las mejores. Tenías que conocerla muy bien y saber que cuando no era cierto lo que decía, pestañeaba con más frecuencia de lo necesario. – Lo sé, lo sé... – hizo un aspaviento con la mano libre. – Hay tanta gente reunida... Su atención se centró entonces en mí. Aunque era evidente que su primer objetivo había sido yo. La palabra tempestad comenzó a danzar curiosamente dentro de mi cabeza. De haber podido esconderme debajo de la mesa, aún levantando las sospechas de los presentes, lo hubiera hecho con gusto. Pero aquella quisquillosa mujer ya había decidido extender sus garras hacia mí desde mucho antes. Me giré hacia los lados buscando una solución, alguna vía de escape, pero todos estaban ajenos a mi infortunio. – Jimena, estás muy cambiada desde la última vez... – hizo gesto de pensar. – ¿Cuándo fue? No te vi en el funeral de tu padre... La primera bomba ya había caído. – No asistí al funeral, Eloísa. Pero eso creo que fue evidente... – Te entiendo... “¿En serio...?”. – Sé que habrá sido muy duro para ti... Pero a veces hay que afrontar las cosas por
mucho que nos cueste... – ¡Oh,vaya! – metió baza mi madre en cuanto me vio fruncir el ceño y apretar los labios para contener una insidiosa frase. – Parece que la orquesta ya se está colocando en el salón. ¡Va a empezar el baile! – ¿Aún no estás prometida, Jimena? – continuó mi tía, haciendo caso omiso a mi madre. Estaba demasiado cerca de lograr su objetivo que no era otro que el de torturarme. Tomé la copa con fuerza y me bebí el champán de un trago. – Eloísa... – comenzó mi madre con sobriedad. – Jimena es lesbiana. Me atraganté. Era eso o expulsar el líquido que aún habitaba en mi boca.Por otra parte, la idea de lanzarlo contra aquella anciana viuda se me hizo apetitosa. Lástima que lo pensara tan tarde. Tosí como una descosida al tiempo que tomaba una servilleta y me secaba los labios. ¿Mi madre se había vuelto loca? Iba a lograr que le diera un ataque a aquella encorvada mujer... – ¿Qué religión es ésa? – dijo, subiendo el tono de voz hasta casi parecer una soprano. Se volvió hacia mi madre con una rapidez pasmosa. – ¿Tu hija no es católica? ¡Oh, Señor!
Como mandaba la tradición, los novios abrieron el baile. Todos nos mudamos hacia el salón casi en estampida para no perdernos ningún detalle de la velada que estaba a punto de comenzar. Uno de los camareros pasó a mi lado y me apresuré a coger la que sería la última copa de champán para mí. Me apoyé en mi esquina favorita y observé todo el espectáculo de las múltiples parejas que se habían unido para bailar. Algunos lo hacían pésimamente, pero aquel no era precisamente un día de inhibiciones. Mi hermano Luis y su mujer, que, por cierto, después de su tercer parto se había ensanchado hasta límites insospechados, habían sido de los primeros en tomar sitio en la pista de baile. Hubiera jurado que Luis era incapaz de dar tres pasos sin hacerse un lío con los pies, pero viéndolo hoy hasta parecía Fred Astaire. Busqué a Violeta, escaneando el lugar cuidadosamente. La encontré charlando con el mismo grupo con el que había cenado justo al otro extremo del salón. Me permití observarla aunque, por el contínuo tráfico de gente, me ví obligada a hacerlo intermitentemente. Parecía estar escuchando con atención puesto que asentía con la cabeza una y otra vez. A veces incluso sonreía levemente. Se había recogido el pelo, dejando su largo y hermoso cuello al desnudo. Admirarla me estaba dejando sin respiración. Su belleza no era comparable a nada de lo que hubiera visto jamás. Pensé en lo mucho que deseaba acercarme a ella y, sobre todo, en lo mucho que deseaba tocarla, aunque sólo fuera el más leve de los roces. Me di cuenta de que mi madre, otra vez, estaba dirigiendo su atención hacia mí, así que comencé una conversación forzada con uno de mis primos lejanos del que apenas recordaba el nombre. Todo valía cuando se trataba de alejar a mi progenitora y sus sospechas de mí. Después de pasar más de una hora allí, metida en varias conversaciones y rechazando sendas proposiciones para bailar, decidí escabullirme hasta el invernadero. Lo que finalmente me decidió a hacerlo fue que por dos veces había descubierto a mi tía Eloísa mirándome sospechosamente con aquellos acusadores ojillos suyos. Aquella mujer no se daba nunca por vencida. Tal vez había logrado que alguien la iluminara con el verdadero significado de la palabra lesbiana y ahora estaba imaginándome como una zorra pervertida... Además, tenía la loca esperanza de que Violeta me siguiera para así poder tener unos instantes a solas. La música del salón llegaba hasta aquel lugar con nitidez. Caminé por la escalinata de lonjas, deseando que a ninguna pareja con un repentino ardor amoroso se le hubiera ocurrido meterse allí. Cuando se hizo evidente que estaba sola, fui hasta el viejo sillón colgante y me senté tomado un pequeño sorbo de mi copa de champán. Eché la cabeza hacia atrás y crucé las piernas balanceándome lentamente. Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos, Violeta estaba allí, de pie, a varios metros de mí. Esperé unos segundos, segura de que que aquello era producto de mi dilatada imaginación y que su imagen se desvanecería de un momento a otro. Pero ella no se disipó, aunque tampoco hizo cualquier mínimo movimiento que me indicara que era real.
– Estoy segura de que me esperabas... – dijo al fin.
Me levanté y di dos pasos hacia delante. – Sí. – Sabía que en cualquier momento vendrías a esconderte aquí. Pocas cosas cambian con el paso del tiempo... Me sorprendió su serenidad. Tragué saliva con algo de dificultad cuando comenzó a acercarse. Se fijó en mi copa y yo la miré entonces también. – Es la segunda... – comencé, sintiendo la imperiosa necesidad de darle explicaciones. – Esta noche no he... – Lo sé. – me cortó en seco. – Te he estado observando. Estaba completamente falta de palabras. No sabía qué decirle ni cómo actuar y la tensión en el ambiente comenzaba a tener efectos contraproducentes en mi estómago cuando sentí los primeros síntomas de que estaba a punto de rebelarse contra mí. – Estás preciosa... – continuó ella, la única de las dos que parecía tener algo de compostura. – Tú también. –“Brillante frase, muy original”. – Sólo he venido para saber cómo estás. – dio dos pasos más y se colocó junto a mi hombro, mirando más allá de mí. – Ha pasado mucho tiempo... – Sí... – Ha sido una bonita fiesta, lástima que deba irme dentro de poco. – ¿Vas a irte ya? – pregunté, demasiado disconforme como para poder evitar hacer la pregunta con serenidad. – Sí. Alzó un brazo para colocarse un furtivo mechón de pelo tras la oreja rozando mi hombro desnudo. Ni siquiera supe con certeza si había sido ella o el aire, pero contuve la respiración. Debió de ser sonoramente, puesto que Violeta giró la cabeza por primera vez hacia mí. – Respira, Jimena, o lograrás asfixiarte. Su tono sarcástico me sacó de un plumazo de mi ensimismamiento. Violeta parecía estar dolida. Eso era algo que ya esperaba pero comprobarlo fue bastante doloroso. Me aparté de ella, dándole la espalda, y me acerqué hasta el pequeño muro que delimitaba los jardines. Deposité allí mi copa y me abracé a mí misma. – ¿Has venido a despedirte? – pregunté con la voz atorada. – Algo así. Aunque no lo creas, me he alegrado mucho de verte. – ¿Y por qué no iba a creérmelo? – dije con algo de malestar. Violeta pareció sonreír sarcásticamente, pero no dijo nada. Simplemente se dio la vuelta dispuesta a irse. – Esto no ha sido tan buena idea, después de todo. Será mejor que me marche... Me puse cara a la salida y la vi andar despacio. – Por supuesto, márchate. Ya eres toda una experta en hacer eso. Violeta paró en seco. – ¿Quieres que me quede? – se dio la vuelta. ¿A qué demonios estaba jugando? – No quiero que te vayas. – repuse. Levantó una ceja y sonrió de medio lado.
– ¿Es que me has echado de menos? Yo diría que te las has arreglado muy bien todo este tiempo sin mí... – prosiguió con su tono sarcástico. Algo me indicó que
aquellas palabras tenían mucho que ver con el hecho de haberme visto cenando con Manuela. – ¿Te sorprende el que no te haya perseguido como antaño? ¿Quizás el no haberte suplicado? – No juegues conmigo, Jimena. – fue una amenaza en toda regla. Suspiré. Deseaba dejar de lado nuestras diferencias por un instante y hacer lo que más deseaba hacer. Nunca había tenido demasiada fuerza de voluntad, y mucho menos si era algo referente a la azafata. Así que fui la primera en rendirme. – Violeta... – ¿Qué? – Ven. Eso fue todo lo que ella parecía necesitar oír. Como si hasta ese momento fuese inconsciente o dudara de si yo la seguía deseando. No podía imaginar cómo Violeta era capaz de pensar algo así. Ella era mi vida. Lo era todo. Se acercó a mí dando pasos agigantados. La esperé allí todo lo erguida y tranquila que pude fingir, porque lo que realmente pasó fue que mis piernas comenzaron a flaquear con cada paso que ella daba. Abrí la boca cuando respirar por la nariz se me hizo insuficiente. Cuando se arrimó a mí tanto que la tela de nuestros respectivos vestidos se rozaban, sentí que estaba al borde de un colapso y cuando bajó su cabeza para colocar su boca sobre la mía, tuvo que pasar un brazo por mi cintura para evitar que mi cuerpo se escurrieran cuando por fin mis piernas cedieron. Pero no fue un beso de amor. No lo fue. Alguna vez ella me había besado así y yo supe, en cuanto mordió dolorosamente uno de mis labios, que estaba depositando toda la frustración que yo le hacía sentir. Pero no me importó, en vez de eso, me abracé aún más a su cuello y la atraje hacia mí. Abrí la boca y su lengua la llenó por completo. Me obligó a dar pasos hacia atrás, hasta que la pared más próxima nos detuvo. Entonces levantó mi vestido por uno de los laterales, acariciando toda la piel a la que tenía acceso su mano. Supe, en ese momento, que me había echado tanto de menos como yo a ella. No había ninguna duda en cómo me besaba o me acariciaba, en su forma de intentar poseerme... La ayudé, soltando su cuello para recoger el traje en mi cintura con ambas manos. Fue entonces cuando por primera vez se rompió nuestro beso. Respirábamos con tanto arrebato que me era imposible oír la música del salón. Las manos de Violeta se posaron en mi estómago, trazando círculos, acariciando los costados. Sentí que mi piel se erizaba bajo sus caricias. Sus dedos juguetearon con la banda elástica de las minúsculas braguitas que llevaba puestas mientras sus ojos azules no dejaban de mirarme ni un momento. Tiró de ellas hacia abajo y rodaron hasta mis rodillas. Comencé entonces a sacudir las piernas y cuando llegaron a mis tobillos me las saqué primero de una pierna y luego de la otra, lánzándolas lejos de mí con el pie.
Violeta me observó profundamente. Alzó su mano para tocarme el rostro, guió sus dedos por el puente de mi nariz, trazó mis labios, la barbilla... – Contigo todo son preguntas sin respuesta. – dijo. – Pensé que podría venir aquí hoy y fingir que no existías, pensé que era lo suficientemente fuerte para hacerlo, pero siempre logras demoler cada defensa que me impongo. Y me pregunto cómo lo haces. Me pregunto, si una vez que se te conoce, puede haber una cura posible... Una de sus manos bajó hasta perderse entre mis piernas. Exhalé por el dolor de sentirla nuevamente allí. – Nadie que tenga algo contigo puede ganar una sola batalla contra ti... Aferré su muñeca para que no pudiera moverla de donde estaba y la obligué a cambiar nuestras posiciones, con lo que ella quedó contra la pared y yo apoyada contra su pecho, con mis piernas abiertas y sus manos aún en mi centro. Pero no me moví y ella tampoco. – ¿No es aquí donde quieres estar? – me aferré a su mano aún más. – ¿No es esto lo que quieres? Aquello comenzaba a parecerse peligrosamente a una batalla que ambas lidiábamos por obtener el control, por subyugar a la otra. Y ninguna se mostraba dispuesta a rendirse primero. Me moví contra ella, hundí el rostro en su cuello. Ella respondió tomando mi boca de nuevo salvajemente. Mis caderas se movieron furiosas y Violeta me ayudó a guardar el equilibrio sujetándome por la cintura con la mano libre. Acaricié sus pechos cubiertos por la tela de su vestido y ella gimió contra mis labios. Cerré los ojos en cuanto la sensación de que estaba a punto de caer por un precipicio me inundó. La miré. Había logrado atrapar a Violeta en mi círculo vicioso, la había atraído a mi red y la estaba devorando hasta conseguir que tampoco ella se reconociera en sí misma. Ése era el momento, aún estaba a tiempo... Cuando volví tomar sus labios, certifiqué egoístamente que ella sería mía por el resto de su vida. No habría marcha atrás, si es que alguna vez la hubo. Violeta paró en seco todo proceder y me aparté en cuanto lo noté. Ella negó con la cabeza y poco a poco se separó, ambas seguíamos jadeando furiosamente. Se puso ambas manos en la cara, cubriendo por completo el rostro. Suspiró varias veces, todo ello bajo mi denso escrutinio. – Esto no está bien... – dijo. Comencé a recomponer mi ropa hasta lograr tener mi antigua apariencia. – Quién dice lo que está bien o está mal... – comenté mientras, con total despreocupación. – Lo digo yo. – sentenció seria. Me quedé en el sitio, mientras ella se alejaba por última vez desapareciendo tras la portezuela de hierro. Me apoyé sobre la pared, vencida. ¿Cuál era el siguiente paso? Si lo supiera no me habría quedado como una completa imbécil apoyada en aquella pared. Esperé hasta que mi respiración se normalizó y cuando lo hizo, di dos pasos al frente, notando algo entre mis piernas y recordando que había dejado mis bragas en algún sitio de aquel invernadero. Comencé a buscarlas frenéticamente, pero parecían haberse evaporado.
– Maldita sea... – rezongué.
Desistí de mi búsqueda cuando había escaneado las inmediaciones al menos cuatro veces sin hallar rastro de la prenda. Antes de salir de nuevo hacia el salón, respiré hondo y ensayé una expresión de completa relajación. La fiesta seguía en todo su apogeo. Todo el mundo parecía ajeno a lo que pasaba a su alrededor. Busqué a Violeta. Ni rastro de ella. Lo curioso de todo es que no me sorprendió. Me dirigí directamente hacia el baño, sintiéndome demasiada incómoda aún con la evidencia de mi excitación entre las piernas. Nada más reaparecer, me di cuenta de que mi hermana Ginebra se acercaba hasta mí con dos copas de champán, ofreciéndome una en cuanto bajé las escaleras y me puse a su altura. – ¿Cómo te va? – preguntó inocentemente. – Bien, supongo. – tomé un sorbo. – Se ha ido, Jimena. – anunció en cuanto me vio girar los ojos en todas direcciones. – Hace unos diez minutos... Se despidió de nosotros y se fue. Permanecí en silencio. No tenía nada que decir con respecto a aquel asunto. Sabía con seguridad que Ginebra había venido tan sólo para darme la noticia. Suspiré de alivio cuando ella cambió radicalmente de tema. – Tal y como lo veo, esto durará hasta por la mañana... La gente parece muy poco dispuesta a irse y mis pies me están matando... Una breve pausa en la que mi hermana pareció cambiar de posición varias veces hasta encontrar una con la que sentirse más cómoda. Yo seguí con la mirada anclada al frente. – Jimena, ¿te encuentras bien? – Perfectamente. – murmuré. – Por tu expresión diría todo lo contrario. Estás pálida. – Debe de ser la falta de aire fresco, tanta gente alrededor me pone de los nervios... Ignoró mis insidiosos comentarios. Estaba demasiado concentrada en lo que acontecía ante nosotras. – ¡Oh, Dios mío!, fíjate con quien está bailando Luis. – soltó una carcajada. Busqué con la mirada a mi hermano y lo vi pegado a la tía Eloísa. – Esa anciana debe tomar vitaminas a miles... – solté irónica al ver la energía de la que daba muestra. – Será la última en irse, estoy segura. La he visto muy acaramelada con una botella de ron. Ginebra hizo que esbozara una breve sonrisa, que desapareció tan rápido como había asomado. – Voy a charlar un rato con mamá e Isabel, ¿vienes? – No, voy a salir a tomar un rato el aire... – Como quieras. Se alejó entonces hacia otra esquina. La seguí de cerca hasta que me desvié tomando el rumbo hacia la salida. Nada más cruzar al exterior, inhalé una larga bocanada de oxígeno. Miré el reloj concordando con las palabras de Ginebra. Aquella iba a ser una noche muy larga, y a pesar de que tenía unas ganas inmensas
de encerrarme en mi apartamento, sabía que era mi deber quedarme allí hasta que todo acabara. Repasé en mi cabeza lo acontecido con Violeta. Recordé sus palabras y, sobre todo, la forma en la que me había mirado. Había algo en sus ojos que indicaban desdicha. Me pregunté si era yo la causante de aquel padecimiento. Si algo estaba claro, era que ella intentaba colocar todas las barreras posibles entre nosotras... Ni siquiera la culpaba por querer hacer algo así. Me metí otra vez al interior de la casa, deseosa de que algo allí adentro pudiera hacer que dejara de pensar. Ciertamente, aquella iba a ser una noche muy larga...
Dos días después me tumbaba, enormemente cansada, en el sofá de mi casa. El día en el hospital había sido de los más duros que podía recordar. O quizás fue que mi ánimo comenzaba a pasarme factura y cada cosa que hiciera me costaba un mundo. Apenas había tenido tiempo para aclarar mis pensamientos. Aquellos días habían sido para mí una prueba de fuego. Había abortado las ganas de ir en busca de Violeta, con el pensamiento de que quizás ella necesitaba el mismo espacio que yo para meditar lo que había ocurrido. Entre nosotras habían pasado muchas cosas y más tiempo aún. Estaba dispuesta a recuperar todo aquello, sin importar el precio que tuviera que pagar... El teléfono sonó y maldije en voz baja. Mi primera intención fue de no cogerlo, pero al pensar que quizás era Manuela la que llamaba me hizo erguirme, a regañadientes eso sí, para coger el auricular. Desde aquella fatídica noche en mi casa no habíamos vuelto a vernos. No me había llamado ni una sola vez. Supongo que ella era una persona a la que le costaba demasiado olvidar o perdonar. Quizás simplemente se había cansado de mí. Aún así, yo misma hacía tiempo que habá decidido abandonar aquella relación antes de que le hiciera daño. Fue ese mismo pensamiento el que de verdad me hizo levantarme de mi asiento. Mi sorpresa fue mayúscula cuando oí a mi madre al otro lado de la línea. – Hola,mamá. – Jimena, te llamo para invitarte a almorzar. ¿Qué te parece mañana? Hice rodar los ojos. Después de lo que había pasado el día de la boda me esperaba algo así. Seguramente quería aclarar el aire de una vez por todas y dado el hecho de que parecía aceptar mi condición sexual con total normalidad... Tal vez incluso darme una charla maternal y de apoyo moral. – ¿Mañana? – dudé. – Sé que no tienes que ir al hospital mañana, así que si estás pensando en darme esa excusa, olvídalo. – Supongo que no vas a aceptar que te dé una disculpa, ¿verdad? – Exactamente. – aseguró con total convicción. – Realmente necesito hablar contigo, hija. – De acuerdo. – cedí, zanjando el asunto. – ¿Qué tal sobre la una?
– Perfecto. Hasta mañana.
Cortó la comunicación entonces y yo volví a mi posición original, esperando que ninguna otra llamada enturbiara mi tan deseado descanso.
Entré en la casa de mi madre. Como era costumbre, Lourdes se apresuró a recibirme. Me plantó un sonoro beso en la mejilla y me sonrió abiertamente. – Una gran fiesta la de la otra noche, ¿verdad? Hice un mohín que procuré que ella no viera. La fiesta me había mantenido en pie hasta bien entrada la madrugada y cuando llegué a mi apartamento por fin, había dado gracias a los dioses por no tener más hermanos casaderos. – Sí. Fantástica. – Tu madre te está esperando en el salón. Debe haber oído que llegabas, no la hagas esperar. – Gracias, Lourdes. Me dirigí hacia el salón entonces. Ya no quedaba el mínimo rastro de la fiesta que allí mismo se había celebrado hacía tan sólo tres días. Parecía como si nunca se hubiera hecho allí. Cada cosa había sido devuelto a su justo lugar y en su justa posición. Estaba segura de que mi madre tenía memorizado cada pequeño objeto que allí habitaba. – Hola. – la saludé nada más atisbarla sentada en su sofá preferido..Me acerqué a ella y la besé dulcemente en la mejilla. Ella estaba enfrascada en la siempre difícil tarea de hacer ganchillo. No sé que demonios veía de entretenido en darle una y otra vez a aquella aguja. A mí sólo conseguió darme dolor de cabeza la única vez que lo intenté hacía ya muchos años. – Hola, cariño. Lourdes apareció entonces. – ¿Traigo algo de tomar? – nos preguntó solícita. – Para mí no, gracias Lourdes. Mi madre desechó también la oferta con un leve movimiento de cabeza. La cocinera se retiró entonces, dejándonos a mi madre, a mí y a una conversación pendiente a solas. Ella siguió enfrascada en su tarea, sin apenas levantar la vista hacia mí. Comencé a sentirme algo incómoda. Pensaba que nada más llegar, mi progenitora comenzaría a soltar todo aquello que durante ese tiempo hubiera estado memorizando. – ¿Qué hay para almorzar? – inquirí, para de alguna forma, romper el silencio. – Como ibas a venir, le pedí a Lourdes que hiciera espaguetis. – Estupendo... Mi madre depositó con cuidado lo que tenía entre las manos y se acercó hasta la
caja donde guardaba los utensilios para su labor. – ¿Esto es tuyo? – comentó tranquilamente mientras sacaba mis bragas de allí. Las mismas bragas que había perdido la noche de la boda, en el invernadero, con Violeta...Tragué con dificultad. Mi madre se mantenía inexpresiva, mientras aquella prenda pendía balanceándose de uno de sus dedos. – Sí... – pude decir al fin. – Lo suponía... Me parecía que eran más de tu estilo que el de Violeta, pero no estaba segura... – ¿Violeta? – ¿Es que saliste al invernadero con alguien más? – comentó ella, como si fuera la cosa más simple del mundo. Yo estaba al borde de un infarto. Tomé las bragas y las metí rauda en el bolso, como si así lograra borrar todo aquel episodio. – Son muy bonitas, pero no hacían juego con los rosales... Mi madre me estaba haciendo enrojecer de vergüenza y lo que era peor, parecía estar disfrutando de cada momento. Incluso podía jurar que había escondido el inicio de una sonrisa. – Mamá... – comencé, aunque no tenía ni idea de cómo seguir. – Yo... – ¿Sí...? – Siento lo de... – hice un gesto hacia el bolso, donde ahora yacía enterrada la prueba de mi delito. – Yo no. ¿Podemos, ahora que las cartas están sobre la mesa, comportarnos como madre e hija? Me sentí algo perdida. No estaba muy segura de lo que mi madre pretendía decirme. – Lo que quiero decir, – añadió, notando mi indecisión – es que quiero que se acaben los secretos entre nosotras. No quiero que nada más pueda separarte de mí...Aún más. – Tengo que confesar que estoy muy sorprendida... – carraspeé. – Nunca subestimes a una madre,cariño. Somos capaces de intuírlo todo. – Evidentemente... – murmuré. – Te sorprendería saber el tiempo que hace que lo sabemos. Me cansé de esperar a que me lo dijeras tú, pero supongo que hace falta mucho valor... – Lo siento. – No lo sientas. – se reclinó hacia atrás. – Es costumbre en esta familia ocultarlo todo, como por ejemplo aquella ocasión en que Ginebra estuvo a punto de divorciarse. Sólo es menester observar con detenimiento las cosas, ni siquiera hacen falta las palabras. – Supongo que sí... – admití, aunque también sabía que aquella cualidad era una que yo había perdido con el tiempo. Tal vez, de no haberlo hecho, no hubiera cometido tantas estupideces en mi vida. Mi madre me tomó de la mano. Supe entonces que algo importante iba a decir. – La felicidad es tan difícil de conseguir. Cada uno debe buscarla donde cree que puede hallarla. Puedo ser muy antigua en muchas cosas, en tantas que os hace huír de mí y de mis consejos, pero esto para mí es tan sencillo como lo es para ti. – No sé qué decir...
– No digas nada. No hace falta. A veces las palabras sobran.
Me palmeó en el muslo y volvió a retomar su labor. – Y dime... – continuó. – ¿Cómo van las cosas con Violeta? – ¡Mamá...! – me quejé con algo de vergüenza. – ¿Qué pasa? No me digas que a estas alturas no puedes compartir conmigo tus aventuras. – No es eso... Es que... – Se te hace extraño. – terminó la frase por mí. Lo pensé durante un breve instante. – Algo así... – No insistiré entonces. – ¿A ti no te parece extraño? – pregunté, sintiendo bastante curiosidad. – Sólo en lo que se refiere a Violeta. Ella estuvo con tu hermano y, bueno ... – Me enamoré de ella desde el primer momento en que la vi. – la interrumpí, casi sin querer. – Es todo lo que necesito para ser feliz. Mi madre abandonó lo que tenía entre manos e incluso se quitó sus pequeñas gafas para mirarme y ponerme toda su atención. Era la primera vez que oía de mis labios una confesión. – ¿Ella te quiere igualmente? – Aún no lo sé, pero tengo la firme esperanza de que así sea. Hasta ahora sólo he conseguido hacerle daño... – ¿Estás segura? – inquirió, y supe que se refería a si tenía la certeza de que Violeta era la persona elegida. – Absolutamente. – en mi voz no hubo ni una pizca de duda. – Entonces encontrarás la manera de demostrárselo. Nuestra pequeña charla fue interrumpida por Lourdes cuando vino a anunciarnos que el almuerzo estaba servido. Nos levantamos y pasamos al comedor, donde proseguimos la tertulia. Por primera vez, abrí mi corazón a mi madre y ella me escuchó atentamente, a veces incluso permanenciendo callada durante largos ratos mientras yo le explicaba los entresijos de mi vida, mis deseos y mis esperanzas. Por primera vez sentí que algo de la estabilidad que una vez me otorgó el calor familiar y el cariño de los míos regresó a mí. Me hice más confidente, expulsé todos mis miedos y me aferré a lo que mi madre me estaba ofreciendo con total garantía. Me sentí inmensamente libre. La tarde se nos pasó volando. Después de tomar el café, decidí que era hora de marcharme. Mi madre me acompañó hasta la puerta y justo cuando iba a irme, me llamó con intenciones de hacerme una última confesión. Cuando me giré hacia ella, pareció cambiar de opinión y yo desistí de la idea de preguntarle. Recuerdo que el viaje hasta mi casa fue uno lleno de pensamientos agradables. Pocas veces en mi vida había estado tan optimista con respecto al futuro. La tarde con mi madre no sólo había hecho que me sintiera mejor, sino que me había dado nuevos bríos para enfrentarme a Violeta, para convencerla de que realmente podría hacerla tan feliz como ella me lo hacía a mí. Las puertas de mi ascensor se abrieron y salí al pasillo. Una sombra me anunci´que alguien me esperaba allí. Me acerqué hasta mi puerta y comprobé que
Manuela estaba allí y parecía esperarme con impaciencia. – Hola. – dije. – Hola. – Tenemos que dejar de encontrarnos en los rellanos, es un poco extraño... – bromeé. Ella tan sólo esbozó una ligera sonrisa. Abrí la puerta e hice un ademán para que pasara primero. – He venido porque creo que tenemos que hablar... – anunció nada más cruzar el quicio. – Lo sé. – añadí, esperándome algo parecido. Me quité la chaqueta y la colgué en el perchero junto con el bolso. Ella hizo lo mismo. – Por cierto, ¿qué tal la boda? – Agotadora. Aún estoy recuperándome. – Sí, algo de eso me contó Ginebra. – dio dos varios pasos en círculo. Me dio la impresión de que intentaba encontrar la manera de empezar el asunto de la mejor forma posible. Tal vez simplemente trataba de recordar lo que previamente había ensayado para decirme. – ¿Puedo ofrecerte algo para tomar? – No. No voy a quedarme mucho. – Está bien. – cedí. – Sentémonos mejor en el sofá. – De acuerdo... – suspiró. Comprobé que Manuela estaba bastante nerviosa. Todo lo contrario de mí, que parecía incapaz de que algo me desestabilizara. Seguramente Manuela había venido hasta allí para poner punto y final a nuestra relación. En todo caso, para mí no sería nada traumático. Pero dejaría que fuera ella quien tomara la iniciativa. En las relaciones, y yo lo sabía bien, quien tomaba el primer paso hacia una ruptura, era quien más satisfecho acababa por sentirse. Mientras nos dirigíamos hacia el sillón, el teléfono sonó con estridencia. Pensé que aquel aparato tenía vida propia porque siempre lograba sonar en el momento más inoportuno... – Perdona un momento. Manuela se sentó y asintió con la cabeza. – ¿Sí? – Jimena, soy yo. Reconocí la voz de Ginebra al instante. Incluso percibí algo de preocupación. – ¿Qué ocurre? – Mamá me acaba de llamar... Me reí levemente. No podía creer que Ginebra quisiera conocer todos los detalles de la conversación. Me pregunté hasta dónde era capaz de llegar con su curiosidad. – ¿Y? – la insté, teniendo a Manuela esperando impaciente detrás de mí. – Quería saber mi opinión sobre un asunto... Al parecer ella no se atrevió a decírtelo esta tarde. Comencé a ponerme algo nerviosa. Cuando mi madre ocultaba algo deliberadamente significaba que no era muy bueno. Ginebra, ¿vas a decírmelo de una vez? demandé.
Hubo una breve pausa y un suspiro. Es sobre Violeta... Mi corazón dio un vuelco y mis piernas flaquearon...
BELLA VIOLETA. 11ª Parte.
11. LÁGRIMAS.
Nunca sabes por qué suceden las cosas a lo largo de tu vida. Si fuéramos capaces de saber qué es lo que el futuro deparará, estoy segura de que muchos de nosotros ni siquiera estaríamos preparados para aceptarlo... Nos parecería, además, un imposible. De mi vida no hay mucho que contar hasta que apareció ella. Pero supongo que es un deber empezar un poco antes. Pasé una infancia monstruosa, marcada por la muerte de mi madre a muy temprana edad, el maltrato de un padre que jamás se comportó como tal y el suicidio de mi hermana. Pero quizás fue esto último lo que marcaría mi personalidad para siempre. Alicia. Mi querida Alicia. Débil de carácter. Todo lo contrario de mí, yo siempre fui la fuerte, la decidida. Creo que siempre vio en mí la salvación, la persona que la sacaría de su mundo interior. Ese mundo que nada tenía que ver con el nuestro. Al final supongo que decidió ir en busca de respuestas a otro lugar. Sin mí. Sigo pensando que era demasiado joven para abandonar lo que conocía. Jamás imaginé que tuviera la valentía suficiente para hacer lo que hizo. Después de que ella se fuera, yo no tuve ese mismo arrojo a pesar de que en algunos momentos deseé tenerlo. Dirigí entonces mi vida por los cauces que me autoimpuse. Quería ser capaz de controlarla por mí misma, sin ningún tipo de dependencia. La falta de amor que sufrí de pequeña fue decisivo para mis relaciones posteriores. Mis condiciones eran simples, no pedía demasiado y tampoco daba demasiado de mí. Un trato justo a mi modo de ver. Esa actitud, inevitablemente, me dio fama de fría e inalcanzable, algo que, desgraciadamente, parecía convertirse en un aliciente para todos aquellos decididos a conquistar mi corazón. No me disgustaba reconocer que me servía de mis relaciones para romper de vez en cuando la monotonía que me embargaba a veces. El sexo nunca fue un tabú para mí y disfrutaba de él. Estaba orgullosa de mi aspecto. No había nadie a mi
alrededor que se resistiera a mis encantos si yo me decidía a conquistarlo. El principio de mi despertar comenzó el mismo día que me presentaron a un nuevo piloto de la compañía de vuelos comerciales donde yo trabajaba. Tuve que reconocer entonces que me resultó muy atractivo a primera vista y aún más, me sentí muy halagada cuando comenzó a perseguirme sin descanso. Muchas de mis compañeras bebían los vientos por él. Si de algo estoy segura sobre Felipe es que normalmente conseguía lo que se proponía. Justo como era yo. Supe que era inevitable que acabara en mi cama, pero aún así, dejé que durante tres meses suplicara por una simple cita. La fría e impenetrable Violeta no podía dejarse conquistar sin más. Felipe y yo comenzamos a vernos cada vez más a menudo. Él era un caballero en todo el sentido de la palabra, capaz de hacer que cualquier mujer se sintiera como una reina. Era de esas personas con un encanto innato y muy conscientes de ello. Yo disfrutaba inmensamente de su compañía. Me hacía reír e incluso hacía que los malos recuerdos se disiparan en su presencia . Eso era algo que llegué a amar realmente de él. Nuestra relación avanzaba con paso lento, más que nada porque yo seguía en mi empeño de no conceder nada de mí misma que no fuera mi cuerpo. Él parecía aceptar este hecho porque ambos sabíamos que mientras lo hiciera, lo aceptaría como parte de mi vida. Jamás me obligó a hacer nada o me instó a tomar decisiones que me molestaría tomar. No puedo recordar a nadie como él. Si pienso en las personas que pasaron por mi vida, a todas las recuerdo porque de una manera u otra al final terminaron por exasperarme. No sé en qué momento Felipe me convenció para acudir a una cena familiar en su casa. Él siempre hablaba de su familia como si del más preciado de los tesoros se tratara. Yo nunca había tenido eso, por lo que siempre me parecieron historias simples a las que no demostraba demasiado entusiasmo. En lo más profundo de mi ser siempre supe que no era por otra cosa más que por la envidia de lo que yo jamás podría relatar. Recuerdo que era un día de verano. Desde antes de alcanzar la puerta, ya se podía percibir el rumor de dentro del enorme caserón. Me fascinó ver a tan abultada familia reunida en el salón, relajados, confidentes. Nada más entrar, Felipe y yo fuimos los receptores de la atención popular e incluso de alguna que otra mirada suspicaz. Al principio no la ví. Sólo tenía ojos para abarcar la escena de enorme armonía que se desplegaba ante mí. Incluso el olor que inundaba la casa era placentero, como hogareño. Un olor que por más que lo intenté, no pude encontrar similitudes con nada de lo que yo había vivido en mi infancia. Supuse que nadie que hubiera vivido lo que yo, podría hacerlo. Felipe se apresuró a presentarme a cada miembro de la familia, sin soltar en ningún momento mi mano. En aquellos momentos yo era posesión suya. Fui recibida con total aceptación a pesar de que ninguno de ellos me conocía lo suficiente como para saber si era merecedora de tal despliegue de confianza. En pocos segundos descubrí varias cosas, la primera y más importante fue que la madre de Felipe no sería santo de mi devoción aunque se quedara muda repentinamente y para siempre, y la segunda fue que deseé ser parte de aquella
familia y no una simple invitada. Había algo allí que me hizo darme de bruces con una inesperada paz interior. Felipe tiró en un momento dado de mi mano para presentarme a su hermana menor, Jimena. Ella estaba a un lado de la enorme mesa, atendiendo los reclamos de uno de sus sobrinos, sonriéndole dulcemente. Esa imagen me agradó en demasía y me confirmó que estaba ante una persona delicada. Me recordó inevitablemente a mi propia hermana. Cuando nos presentaron y pude enfocarla directamente, lo primero que me llamó la atención fueron sus ojos, de un color difícil de clasificar. No había que ser muy observador como para no pensar en ella como alguien inteligente...y diferente. Su belleza serena era indiscutible y cuando bajó la vista al suelo también me mostró con ello lo tímida que era. Felipe me alejaría poco después de ella, dejándome con la extraña sensación de querer intercambiar más palabras con Jimena. Hablamos con los diferentes miembros de la familia, casi sin tener tiempo para tomar aliento. De vez en cuando echaba rápidos vistazos hacia Jimena, la única que había cautivado mi atención de los que allí estaban presentes. La ví moverse por el salón, con paso lento, intercambiando débiles conversaciones con alguna de sus hermanas hasta que desapareció. Parecía que el hecho de estar rodeada de tanta gente, aunque fuera su propia familia, la agotaba. Le pregunté a Felipe qué era lo que había tras la puerta por donde yo había visto salir a Jimena y me informó de que se trataba del invernadero. Le consulté si podía ir a verlo y él asintió con la cabeza ausentemente, ya que su atención estaba puesta sobre todo en una extraña conversación con uno de sus cuñados. Recuerdo que pensé, al adentrarme en el jardín, que parecía uno de esos sacados de los cuentos infantiles. Era casi mágico. A distancia pude ver la silueta de Jimena. Estaba sentada en el balancín y me pareció muy vulnerable. Me acerqué a ella y conseguí asustarla. Me disculpé y ella se aseguró de hacerme ver que mi presencia allí era bienvenida. Me senté a su lado y pude sentir que estaba algo inquieta. Sólo se permitía mirarme cuando creía que yo no me daría cuenta. Sus ojos ávidos buscaban algo en mi rostro, aunque no supe bien el qué. Intercambiamos unas frases y me permití el hacerle un cumplido, pero la reacción que obtuve por él fue que huyera. Descubrí entonces, ante tanta similitud, que Jimena me recordaba a mi hermana perdida y que eso irremediablemente me apegaba a ella. Me parecía que era una forma de sentirme cerca de Alicia. De lo que no me di cuenta entonces fue de que yo me había instalado en su corazón sin pretenderlo. O quizás fue ella quien logró antes esa empresa. Durante la cena, me convertí en el blanco de la reencarnación de Torquemada en mujer. La madre de Felipe se encargó de acribillarme a preguntas, algunas de las cuales llevaban más veneno que una serpiente. En concreto hizo una apreciación que hizo que ocurriera algo inesperado: Jimena salió en mi defensa con enorme decisión. Supe que aquello era algo inusual en ella cuando todo el mundo parecía mirarla como si fuera un extraterrestre con antenas verdes. En mi interior se lo agradecí profundamente.
La noche acabó sin más incidentes, después de que entre todos se las hubiesen ingeniado para hacerme aceptar una invitación a pasar unos días en el campo. Yo odiaba el campo. Había vivido mis infelices años de infancia y pubertad allí, rodeada de viñedos, de alientos a alcohol y de incomprensión. Aún me pregunto que fue lo que definitivamente me había hecho aceptar la oferta. En otras circunstancias mi primera y última reacción inamovible hubiera sido la palabra no. Me despedí de todos, e igual empeño y dedicación pusieron en despedirme como cuando me habían recibido. Todos menos Jimena, cuyo rostro mostraba cierta pena por mi marcha. No pude menos que sonreírle con el inmenso afecto que comenzaba ya a sentir por ella y obtuve como recompensa igual muestra. Sentí que aquella muchacha tímida y yo teníamos una conexión. Cinco días más tarde me reunía con ellos en su casa de campo. Reconozco que la belleza del lugar me cautivó desde el primer momento. Felipe era tan considerado y atento conmigo que sabía que debía sentirme infinitamente afortunada por tenerlo. Pero no era así. Por alguna extraña razón, Felipe no logró hacer que lo amara como merecía. Aún así, me dije que quizás era cuestión de tiempo. Estaba dispuesta por primera vez a explorar más allá de mi aparente frialdad. Volví a encontrarme con Jimena y me di cuenta de que cada vez que la tenía en mi campo de visión una cálida sensación me atravesaba como una espada. Ella tenía algo que era capaz de conmoverme hasta límites insospechados. Bien era cierto que tenía que sacarle las palabras casi forzándola a ello, pero súbitamente se creó entre nosotras un aire de confidencia que me hacía desear querer compartir con ella cosas que jamás, hasta esos momentos, me había atrevido a sacar de mi interior. Jimena parecía sentir todo aquello también y la forma que tenía de mirarme a veces incluso era escalofriante. Yo creía que veía en mí un modelo a seguir, que me admiraba. Jamás pensé que pudiera sentir amor. Amor puro, entregado, fiel... Y eterno. Para ser sincera, lo que me era difícil de aceptar es que hubiera alguien en el mundo capaz de entregarse a otra persona con total sumisión, sin ni siquiera pedir ni esperar nada a cambio. Yo estaba acostumbrada a dar y demandar en igual proporción. Me lo demostró cuando sin temor alguno me besó. No estaba preparada para aquello de ningún modo. Aún así, mis labios aceptaron los suyos durante breves momentos, aunque mi mente no dejaba de gritarme quien era ella y lo que representaba. Recuerdo que le pregunté qué era exactamente lo que sentía por mí y Jimena, mirándome con total sinceridad, me respondió con un simple te quiero. No había forma alguna de que yo terciara aquellas palabras, sobre todo porque sonaron desde lo más profundo de su ser. Si alguna vez tuve el mínimo asomo de lo que Jimena sentía por mí, creo firmemente que decidí ignorarlo. Ella entonces sólo tenía dieciocho años, demasiado joven para cualquier cosa. O eso creía. Si he de ser sincera, Jimena entonces era mucho más adulta que yo en muchos aspectos, pero mi soberbia no
me dejaba ver las cosas con claridad. A ella le bastó unos segundos para descubrir lo que a mí me costaría más de ocho años. No quiero decir que en esos momentos la amara, porque no fue así. La veía como un ser especial, alguien con quien me encantaba compartir mis momentos, pero no era amor. No sé si le respondí algo, pero estoy segura de que no fue algo coherente. Me había tomado por sorpresa y no supe entonces qué era lo que me hizo sentir. Estaba segura de que su compañía me hacía sentir especial, cómoda incluso. Aquella palabras también lograron despertarme y, echando una breve mirada hacia atrás, pude darme cuenta de que las miradas y los gestos que me regalaba eran de pura adoración. Pero ella tan sólo tenía dieciocho años. Era joven, inexperta. Comenzaba a explorar su sexualidad... ¿Qué podía ofrecerle yo que no fuera confusión? Jimena era tan especial para mí, que el pensamiento de hacerle daño me dolía hasta límites insospechados. Durante las horas siguientes tampoco dejé de atormentarme y de hacerme sentir culpable. Era como si le hubiese robado la mitad de su vida en un instante. Fue entonces cuando tomé la decisión de alejarme con la firme convicción de que Jimena era demasiado joven para saber qué era lo que deseaba realmente y que, en cualquier caso, no podía ser yo. Huí de la casa en mitad de la noche, como una fugitiva, llena de vergüenza. Alejarme de Jimena fue lo único a lo que le daba cierto sentido entonces. Lo peor de todo, es que ella había logrado instalarse en mi corazón de forma perenne. Tardé mucho tiempo en dejar de pensar en ella, o en lo que había ocurrido. Dejé de pensarla, pero jamás la olvidé. No olvidé ni su coraje, ni su sentido de la vida fresco y lleno de energía, aunque a pocas personas ella les permitiera tener la conciencia de ello. Muchas eran las veces en las que le sonsacaba información a Felipe sobre Jimena. De alguna forma, me hacía sentir mejor el saber que ella estaba bien. Lo mío con Felipe a partir de entonces estaba destinado a fenecer. Casi un año después llegó esa confirmación, aunque para entonces ya había logrado integrarme en la familia, quienes casi me consideraban uno más. Sé que la noticia de nuestra ruptura entristeció a su madre. Increíble, lo sé, pero cierto. Pienso que quizás la madre vio de alguna forma algo de lo que Jimena tanto amaba de mí. El tiempo pasó inevitablemente. Creía borrado todo aquel episodio. Mi vida seguía su curso sin ningún impedimento. Pero seguía adelante sola. Aún nadie había conquistado mi impenetrable corazón. Felipe, su prometida y yo estábamos tomando una agradable cena en un restaurante, (a pesar de todo siempre mantuvimos un contacto muy cercano), cuando su teléfono móvil sonó. Mi primer pensamiento fue Jimena en cuanto el rostro de él se convirtió en una máscara de padecimiento. Estaba segura de que no volvería a verla. Siempre dudé mucho que ella fuese capaz de perdonarme por haberla abandonado como lo hice. No hay nada peor que el sentirse abandonada. Y sé que ella se sintió desamparada y sola. Felipe nos informó la penosa noticia y rauda me ofrecí concienzudamente a acompañarlo al hospital... Por Jimena.
Y lloré por Jimena. Y me sentí desdichada por Jimena. Ella había perdido su norte. Amaba a su padre como a su propia vida y más allá. Cuando llegamos a la sala sólo tuve ojos para ella. Vi su silueta mientras miraba por la ventana y el corazón se me encogió cuando me di cuenta de lo mayor que se había hecho. Y de lo bella que estaba. Era imposible estarlo más a mis ojos. Ni siquiera me molesté en averiguar qué era lo que me hacía sentir así al volver a verla después de tanto tiempo. Me alejé de la familia casi murmurando mis disculpas y me acerqué a lo único que parecía importarme de aquella sala. La llamé y pude observar como su espalda se tensaba al oír y reconocer mi voz. Fue necesario que pronunciara su nombre una vez más para que se girara hacia mí. La tristeza reflejada en sus ojos casi hizo que me desmayara. Sólo deseaba alcanzarla, abrazarla, darle todo lo que yo poseía si con ello lograba aliviar su pena. Pero sabía que eso sería imposible, entre otras cosas porque pude apreciar en su mirada que no me dejaría acercarme a ella. Jimena estaba allí, al menos su cuerpo lo estaba, pero su espíritu hacía mucho tiempo que había echado a volar. Sus ojos apagados lo demostraban con certeza. Creí que la razón era su padre, pero estaba equivocada. Perder a su padre sólo significó un paso más hacia su enclaustramiento interior. Un médico rompió el trance que nos mantenía mirándonos a los ojos, cada una buscando algo en los de la otra. La confirmación de mis peores temores se hicieron realidad y Jimena tomó la firme decisión de alejarse de allí. Ésa era su forma de llevar su pena: estar a solas, consumiéndose. Ella era una en sí misma y había aprendido a actuar de propia convicción sin que nada más pudiera importarle. Quise seguirla, aún era demasiado pronto para dejar de verla después de tanto tiempo, pero Felipe me lo impidió tomándome con fuerza del brazo. Él sabía mejor que yo que Jimena necesitaba estar sola, que en aquellos instantes no necesitaba a nadie y mucho menos a mí. Me quedé allí mientras el mundo casi perfecto de aquella maravillosa familia se derrumbaba ante mis pies. Sentí un dolor profundo y sincero. Lo más cercano a una familia que yo había tenido eran ellos y los amaba con toda mi alma. Los días siguientes transcurrieron para mí como si fueran irreales. Acudí al sepelio y las esperanzas de encontrar a Jimena allí se esfumaron tan pronto cuando llegué y ella no estaba presente. Creo que necesitaba que compartiera su dolor conmigo para de esa forma yo misma sentirme mejor. Su madre me informó de que no habían tenido noticias de ella desde aquel día en el hospital y que empezaban a estar muy preocupados. Me pidió además que fuera a verla y quizás que la hiciese entrar en razón. Me extrañó que fuera yo a quien le hubiera encargado tal empresa y no a un miembro de la familia, pero aún así ni siquiera dudé un instante en hacer lo que me pedía. Al día siguiente me descubrí aporreando su puerta después de tocar varias veces sin obtener respuesta alguna de su parte. Cuando la puerta se abrió y la ví casi pierdo la consciencia al ver su deplorable estado. Era un fantasma de sí misma. Tan lastimoso era, que no se podía tener en pie. La cogí al vuelo y la aferré contra mi cuerpo deseando no tener que liberarla jamás.
Había estado bebiendo durante tres días, sin comer nada, hundiéndose justo donde quería estar: en la nada. No fueron necesarios segundos pensamientos para decidir ocuparme de ella, cuidarla, devolverle la vida de nuevo si es que estaba en mi mano. Eso ya lo había decidido sin darme cuenta desde el instante que se abrió aquella puerta ante mí. Rompió a llorar dentro de la bañera, donde yo la había metido sin esfuerzo, después de mirarme a los ojos e intentó tapar su vergüenza, pero se lo impedí haciéndole ver que no había nada de lo que avergonzarse. Le hice prometer no volver a cometer semejante locura y ella accedió a mis deseos. Creo que hubiera accedido a cualquier cosa que yo le hubiese pedido. Lo que no supe era si se debía a su agónico estado o porque aún, después de todo, seguía amándome. Aunque, para ser sincera, no creía mucho en esta última posibilidad. Se quedó dormida allí mismo, en mis brazos. La observé largo rato sin moverme, absorbiendo su presencia. Parecía tan frágil y tan desamparada que no pude evitar que dos lágrimas salieran de mis ojos. Quería llorar para que ella no tuviera que hacerlo. Ese día me ocupé de ella lo mejor que pude, incluso le hice la cena. Cuando despertó esa noche seguía teniendo la misma expresión triste y cansada, con unas profundas ojeras bajo sus preciosos ojos. La obligué tomar la sopa que le había preparado y la miré con detenimiento mientras comía. Ya había notado en el hospital que se había hecho toda una mujer... Una mujer deseable a ojos de cualquiera. Pero había perdido algo que poseía antaño, cierta luz en sus ojos. Imaginé que la muerte de su padre estaba tras toda aquella expresión triste, pero muy pronto descubriría que Jimena era infeliz. Así de simple.
Esa noche me dejó claro con pocas palabras que me despreciaba por haber huído hacía tantos años. Me dolió descubrir que ya no era el objeto de sus deseos ni que no sentía amor por mí. Supuse que el dolor no era por otra cosa que por mi ego herido. Decidí quedarme en su casa, más que nada por mi propia tranquilidad, no quería arriesgarme a que volviera a las andadas. Allí tumbadas hablamos de varias cosas y ella me preguntó si había alguien en mi vida. Yo no estaba preparada para responder, o quizás no quería hacerlo realmente. En mi vida no había nada más que esporádicas relaciones, relaciones que ya empezaban a hacerme sentir miserable. No quise decirle eso y Jimena lo interpretó como una negativa a compartir mis sentimientos con ella. No la culpé, ni siquiera intenté sacarla de su error... Ni siquiera sabía por dónde empezar a explicarle ciertas cosas que deseaban ser dichas. El día siguiente trajo consigo más discusiones a pesar de que quería evitarlas a
toda costa. Simplemente le sugerí que debía ir a la lectura del testamento y ella me miró con fiereza, casi pude palpar el odio en sus ojos. Ambas nos dimos cuenta de lo desolada que estaba su alma. Ella estaba luchando contra la nada en una batalla que sabía que perdería, aún así, seguía sin rendirse. Al final optó por aceptar mi sugerencia y me prometió ir, aunque no había ninguna felicidad en sus palabras. Salí de su ático con la sensación de estar huyendo otra vez. Sabía que allí quedaban muchas cosas por decir y hacer, pero Jimena no estaba dispuesta a ello. Para mí, se había convertido en una prioridad su bienestar. Deseé tener el poder de curar las heridas del alma para que no tuviera que sufrir más. No había podido salvar a mi hermana, pero esta vez no iba a dejar que Jimena se hundiera. Estaba más que dispuesta a conseguirlo. Raras eran las ocasiones en las que yo fallaba en mis objetivos. La siguiente vez que nos vimos fue casi en un calco de la vez anterior. No había podido acallar la urgencia de verla de nuevo, así que me dirigí a su apartamento por voluntad propia. Lo que vi allí hizo mi sangre bullir. Tuve que utilizar la copia de las llaves de la casa que su madre me había dado días previos para encontrarla tumbada sobre el sofá, boca abajo y totalmente borracha. Había roto su promesa. No podía soportar ver cómo Jimena se empeñaba en destruírse a sí misma. Decidí poner todas las cartas sobre la mesa, hacerle creer que yo estaba allí en caso de que me necesitara, quería hacerle entender que cualquier dolor se puede superar... Lo que entonces yo no sabía y Jimena se encargó de enseñarme es que no se puede salvar a las personas que no quieren abandonar la desdicha. Ella me demostraría que no sabía otra forma de existir que no fuera aquélla. Me pregunté cómo era posible que una persona llegara a estar tan atrapada. En mi afán por ayudar, compartí por primera vez con alguien lo que muchos años atrás había ocurrido con mi hermana, lo desdichada que mi vida siempre fue y Jimena pareció entender e incluso compartir mi dolor como si fuera el suyo propio. Esa tarde creamos nuevos lazos en nuestra amistad con las tristes similitudes que nos acercaban aún más. Comencé, por entonces, a sentir cierta necesidad de tenerla cerca, como si de repente hubiera descubierto en ella algo que me hacía sentir y experimentar nuevas cosas. Sin embargo, no quería pensar en ello, tan sólo dejarme llevar. Decidí entonces compartir mi tiempo con ella, darle todo mi apoyo y mis fuerzas. Jimena parecía tener algo de sosiego cada vez que estaba en mi presencia e incluso me dio a entender que me necesitaba, aunque no se atreviera a decirlo con palabras. Durante los días posteriores, pasamos varias jornadas en mutua compañía, distendidamente. Incluso salimos a cenar una noche en compañía de su hermana Ginebra, por quien, además, yo sabía que Jimena sentía una debilidad que no profesaba al resto de sus hermanos. Era lógico, Ginebra era alguien especial. Yo misma puedo dar feaciente prueba de ello cuando nuestros lazos se unieron con el tiempo y ella comenzó a tratarme como una hermana. Secretamente, aunque nunca le pregunté a Jimena, pensé que Ginebra sabía algo
que yo desconocía por la forma en que nos miraba a su hermana y a mí. Cómo si estuviese esperando algo que no acontecería nunca ante sus ojos. Me pregunté si es que aquella rubia mujer podía ver más allá de nosotras, si era capaz de percibir las ligaduras invisibles que existían entre Jimena y yo y que nos acercaban irremediablemente. Supuse que hay cosas demasiado evidentes como para tratar de esconderlas. Poco después partiría hacia Londres en un viaje que se me haría profundamente aburrido. Allí tuve demasiado tiempo para pensar y para sentirme culpable estando apartada de Jimena, no quería ni pensar en la posibilidad de que le ocurriera algo estando yo tan lejos. En Londres pasó algo muy curioso. Me di cuenta de cuánto la echaba de menos. Pero, ¿cómo era eso posible en tan poco tiempo de volver a verla? Entonces fue cuando supe que no la añoraba por aquellos pocos días que habíamos compartido, sino por los ochos años que la mantuve alejada de mí. Al regresar, las ganas de volver a ver a Jimena eran sobrecogedoras. Tardé muy poco en llamarla por teléfono y arreglar una velada para ambas. Ella apareció radiante en mi puerta. Su rostro estaba iluminado y su sonrisas incluso parecían sinceras. Incluso yo misma me podía notar resplandeciente por el simple hecho de volver a verla. Ese día en particular, Jimena se mostró más nerviosa de lo habitual. Aunque lo intenté, no pude pensar en la causa de su inquietud. Supuse que si quería compartirlo conmigo, ella lo haría llegado el momento. Era inútil preguntarle algo si ella no estaba dispuesta a contarlo. Llegué a pensar con temor que quizás se debía a que estaba enferma cuando la vi apenas probar su cena. La conocía y sabía de su legendario apetito. Ella se excusó diciendo que simplemente su estómago aún se resentía de los abusos de los pasados días y a mí me bastó tal excusa. Aunque no me convenció. Jimena mostró unas inusuales ganas por descubrir lo que contenía un viejo álbum que había hallado por casualidad en una de mis estanterías, lo único que quise poseer de la casa donde pasé mi infancia. No la hice sufrir mucho y le permití abrirlo. Su expresión reflejaba absoluta avidez por descubrir algo mío que sabía que muy poca gente conocía. Me apoyé sobre su muslo, necesitando estar en contacto con su cuerpo de alguna forma. Hacía tiempo que simplemente me había rendido a aquellas nuevas necesidades que estaba experimentando mi cuerpo con respecto a Jimena. Comencé a hablar sin descanso, sintiendo inusuales ganas de compartir con ella mis recuerdos... Supe que con nadie más había querido yo hacer tal cosa, además, parlotear sin descanso era lo único que me permitía relajar la tensión que sentía todo mi ser cada vez que mi piel rozaba la suya. Jimena pareció escuchar atentamente hasta que se giró hacia mí de repente y me plantó un beso en los labios. Mentiría si dijese que había estado esperando tal cosa, porque realmente nunca imaginé que fuese capaz de hacerlo otra vez. No es que no lo deseara, puesto que una vez que sentí sus labios sobre los míos, comencé a notar las exigencias por satisfacer el deseo que mi cuerpo sentía. Sentía necesidad de Jimena, de probar más allá.
De tenerla para mí sola. Ella se separó y se levantó de repente, como si en ese preciso instante tuviera la certeza de que había hecho algo tan horrible que mereciera el peor de los castigos. Se alejó de mí y no se lo impedí. Ni siquiera podía moverme del sofá. El porqué era muy simple. De repente supe que deseaba sentir algo de lo que sentía Jimena por mí. Necesitaba que compartiera sus obsesiones conmigo y hacerme partícipe de ellas. Quería amar tanto como me sentía amada por ella. No me importaba si eso era algo que a Jimena la había hecho desdichada, estaba más que dispuesta a correr ese riesgo. Su beso me había excitado, me había llenado de alguna forma. Jimena había logrado contagiarme su locura, había logrado que me sintiera incapaz de escapar a ella. Durante ocho años se había empeñado en seguir sintiendo amor por mí, creyendo que yo era la persona que podría salvarla de cualquier cosa, del dolor, de la soledad o del padecimiento. Yo quería saber como era eso posible, quería sentir su desquiciado amor y su pasión. Eso era lo que me haría sentir viva. Estaba segura. Jimena veía más allá de mí, veía lo que nadie podía, con sumisión, con entrega y con esperanzas. Quizás también veía la salvación, como lo había hecho mi hermana. No había forma humana que evitara que yo me adentrara y descubriera todo aquel mundo. Al día siguiente recibí la visita de un viejo amigo con el que había tenido una breve aventura. Estaba de paso por la ciudad y me había llamado para vernos ese día. No sé muy bien por qué acepté, y menos aún por qué permití que acabáramos en mi cama. Quizás quería reafirmarme o convencerme a mí misma de que Jimena no era tan importante como comenzaba a creer. ¿Tenía miedo de ella? Creo que sí. Esa tarde ocurrió algo más inesperado aún. Jimena apareció en mi apartamento, de imprevisto, con un aspecto que parecía que acababa de salir de una batalla. Le permití pasar sin darme cuenta de que yo sólo llevaba puesta la camisa de mi inesperado amante. Al verla en aquel deplorable estado ni siquiera se me había ocurrido pensar en ello. Tan sólo deseaba reconfortarla, porque su expresión me dejó claro que algo estaba pasando por su mente en aquellos momentos, y que simplemente me necesitaba a mí. En tan sólo unos segundos se dio cuenta de lo que allí había estado pasando, incluso me di cuenta yo, hasta ese entonces demasiado concentrada en ella como para recordar donde había estado hacía tan sólo unos minutos. Su reacción fue la esperada. Volvió a huír de mí, esta vez demasiado enfadada como para atender a razones. Me dolió haberle hecho daño una vez más. Si había algo de cierto en todo aquello, era que jamás deseé hacerle daño bajo ningún concepto. Deseaba protegerla y cuidarla simplemente porque ella me hacía sentir cosas que nadie más había logrado hacerme sentir. Nadie me había amado tan intensa y a la vez tan desinteresadamente como ella.
Y ya comenzaba a pensar que perdía algo de mí misma si no tomaba lo que me estaba ofreciendo. Regresé a mi apartamento después de que Jimena saliera en estampida y se metiera en el ascensor sin querer escucharme a pesar de que casi se lo estaba suplicando. Despedí con inmediatez a la persona que ocupaba mi cama nada más retornar. Durante los días siguientes estuve pensando en Jimena. En ella y en mis deseos por ella. Pensé que quizás me llamaría. Yo no estaba acostumbrada a pedir perdón o a suplicar, así que creí que aquello era algo que Jimena debía hacer y no yo. Pero ella se había instalado permanentemente en mi cabeza y se negaba a abandonar incluso mis sueños... ¿Era aquello una especie de premonición o un aviso de que no podía dejarla escapar esta vez? Descubrí que tomar la decisión de buscarla y hacerlo no era tan difícil después de todo. La llamé, fui a su apartamento incluso. La esperé allí durante horas hasta que se hizo evidente que no regresaría a su casa quien sabe durante cuanto tiempo. No me quedó otro remedio que acudir al auxilio de su madre, quien se mostró reticente al principio. Mis súplicas consiguieron ablandar su corazón y me confesó por fin que había ido a refugiarse a la casa de campo. Sólo tuve tiempo de pasar por mi apartamento y recoger algunas cosas antes de ponerme de camino en su busca. Llegué bien entrada la noche y me alivió ver que una luz desde dentro de la casa confirmaba su presencia allí. Llamé al timbre y me sentí curiosamente excitada y nerviosa ante la idea de verla de nuevo. Jimena abrió la puerta y tan sólo hicieron falta unos segundos para darme cuenta de que ella estaba esperando a alguien. Alguien que, por supuesto y en ningún caso, era yo. Las preguntas sobre quien sería el invitado rondaron insistentemente mi cabeza. Jimena había invitado a cenar a su antiguo amigo de la infancia. No pude evitar recordar que aquel muchacho, ahora convertido en todo un hombre, había devorado con la mirada a la Jimena que conocí con dieciocho años. Era evidente que si le daba la menor oportunidad, él saltaría sobre ella sin pensarlo dos veces. La cena fue de todo menos amena. Jimena comenzó a comportarse de forma extraña. No es que fuera raro el que ella se comportara de forma "extraña", sino que parecía poco dispuesta esta vez a disimular tal predisposición. Comenzó a mirarme, sin apartar la vista de mí y a beber cuanto podía. Tuve que tomar la drástrica decisión de poner fuera de su alcance la botella de vino, a pesar de que odié ponerla en evidencia. La cena acabó hacia la medianoche. Diego y Jimena habían estado hablando hasta entonces mientras yo escuchaba cada frase con detenimiento. Saber cosas de la Jimena adolescente pareció entusiasmarme en demasía. Los oí despedirse y cuando Jimena le prometió llamarlo, me sentí estúpidamente traicionada. Intercambiamos unas agrias palabras, cosa que jamás había pretendido yo. Verla
allí, negándose a mí, encarándome con fuerza, sólo hizo que mi deseo por ella creciese a cada instante como un fuego que se propaga y es imposible de controlar. La deseaba, la necesitaba. La quería para mí. Sólo para mí. Sabía que no tenía la culpa de que Jimena se hubiera enamorado de mí tan profundamente como lo había hecho, como supe, en aquellos momentos, que ella tampoco tenía la culpa de que yo estuviera cayendo en su influjo. Pero lo estaba haciendo. Ya casi me era imposible mantenerme lejos de su cuerpo aunque no la tocara. Sólo tenerla a mi lado podía calmar mis ansias. Sentada junto a mí, rompió una copa de cristal y se hirió en una mano. La curé con delicadeza y no sólo quería sanar esa herida, sino todas y cada una de las que padeciera. Incluso las de su alma. Poco después me descubriría a mí misma haciéndole el amor sobre el suelo, frenéticamente. Quería demostrarle, para sentirme segura, de que jamás sería capaz de sacarme de su vida. Era algo que yo también necesitaba creer porque comenzaba a sentir lo mismo. Esa misma noche también me hizo ella el amor a mí. Pero no sólo me hizo el amor, sino que me doblegó. Me abrió a un nuevo mundo de rendiciones. Lo dejé todo atrás para tan sólo desearla a ella. Me costó muy poco echar abajo las ínfimas barreras que había construído contra mí. Jimena era mía. Repetirme aquello una y otra vez pareció ser una nueva terapia de autoestima para mí. Le hice el amor una y otra vez y en cada ocasión ella respondió con igual ardor y con igual entrega. Y así fue como descubrí todo lo que yo era. Sólo que Jimena parecía no querer aceptarme en su realidad. Consiguió, muy a su pesar, alejarme de ella, no sin antes confesarle el secreto más profundo que guardaba en mi alma. La desdicha propia de mi vida, la cara más amarga de mi ser. Me juré no volver a ella. Se suponía que el amor no sacaba lo peor de uno mismo ni atormentaba hasta límites insospechados. Creí que junto a ella las heridas sanarían por fin, las que ambas atesorábamos muy adentro. Por primera vez creí seriamente que Jimena había estado adorando un espejismo y que para ella el amor le era algo tan desconocido como para mí. Me importó muy poco marcharme aquella fatídica noche dejando demasiado de mí misma atrás. Estaba segura de que con el tiempo lograría recuperarlo. Seguí viviendo día a día con la firme intención de arrancarla de mí. Y creí seriamente que lo conseguiría. Durante todo ese tiempo me hice a la firme idea de que como antaño, lograría todo lo que me propusiera. No puedo decir que fueron tiempos fáciles porque no lo fueron, Jimena seguía estando tan presente en mi vida que a veces parecía que la tenía junto a mí. No recuerdo una sola noche en la que su imagen no borrara todo lo demás. En una ocasión coincidimos por casualidad en un restaurante. Ella estaba con otra persona. No había que ser muy perspicaz para saber que la otra mujer que la acompañaba hacía las veces de pareja. Una sensación tan amarga como la hiel,
incluso fui capaz de saborearla en la boca, me recorrió por entero. Celos... Celos profundos y rabiosos... Si nunca le había dedicado un solo pensamiento, en ese momento supe que el amor y los celos van unidos. No puede haber amor sin celos, ni celos si no se ama de verdad. Amaba a Jimena. La amaba desesperadamente. Después de aquella noche, todo volvió a comenzar desde el mismo punto. Parecía incapaz de deshacerme de su influjo. Tal vez ni siquiera quería hacerlo... Cuando decidí acudir a la boda de Felipe fue justo en el último instante, cuando casi había optado por no ir..., por no verla. Por entonces había tomado una drástica decisión y verla podría hacer que los cimientos de mi nueva disposición se tambaleasen. El deseo pudo con el buen juicio. Las cosas en la ceremonia se desbordaron y lo peor es que ya sabía que así serían en cuanto seguí a Jimena hacia el invernadero. Durante toda la velada había sido tan incapaz de quitarle la vista de encima como parecía haberlo sido ella. Mi única razón para alcanzarla hasta allí no había sido otra que la de saludarla, de despedirme ... Sin saber cómo, la había aprisionado contra la pared mientras mis dedos recorrían aquella humedad que tanto habían echado de menos, como el sediento que ansía el agua. El deseo entre nosotras siempre fue demasiado evidente. Sus palabras igualaron mi tono cáustico, haciéndome despertar y recordar que Jimena pertenecía a otra persona. Mi autoestima me alejó de ella. Esperé que me siguiera, como siempre, pero esta vez no fue así.
Ahora, dos días después, me descubrí sentada a solas en mi apartamento... En el que pronto dejaría de ser mi apartamento, rodeada de cajas de embalar con todas mis pertenencias dentro. Me marchaba a otra ciudad, lo más lejos de allí que pudiera, con la firme intención de comenzar de nuevo, si era posible que, a aquellas alturas de mi vida, pudiera lograr tal cosa. El dolor de lo que pretendía hacer era demasiado intenso como para ignorarlo, pero ya lo había decidido y no habría marcha atrás. Mi amor sería capaz de desvanecerse. Igual que había parecido, tendría que irse. Si fallaba en aquella sentencia, tan sólo podía esperar un futuro incierto al final del camino. Alguien golpeó mi puerta con furia y mi corazón dio un vuelco. Me levanté rauda y sin molestarme en adivinar la presencia en mi puerta por la mirilla, abrí la madera. Mis temores se hicieron realidad cuando vi a Jimena allí plantada, con el pelo ligeramente humedecido por la lluvia que en esos momentos caía sobre la ciudad. Ella estaba respirando con frenesí y me pregunté si es que había tomado las
escaleras en vez del ascensor. – ¿Puedo pasar? – preguntó, sus ojos me miraban con fiereza. Me hice a un lado sin mediar palabra y ella se adentró en mi desolado hogar. Paró en medio del pasillo y observó el estado del apartamento tomándose su tiempo. – Así que es cierto... – comentó, más al aire que a mí. – ¿El qué? – pregunté, aunque tenía una ligera idea de a lo que se refería. – No quería creerlo cuando me lo dijo Ginebra, no quería... – siguió hablando para sí misma, como olvidando que yo estaba allí. – Jimena... – Te marchas... Se giró hacia mí. – Sí. – No hace falta todo esto, Violeta. Tan sólo tienes que pedirme que deje de molestarte y nunca más me volverás a verme. Creo que... – No me voy por ti. – la interrumpí. Que ella no fuera el principal motivo de mi marcha pareció sorprenderla aún más que el hecho de que estaba a punto de eclipsarme de su vida. – ¿Entonces? – Lo hago por mí. Me miró entrecerrando los ojos. La sospecha comenzó a llenarla. – ¿Has conocido a alguien? – sus mandíbulas se marcaron al apretarlas con fuerza. – ¿Te vas con él? – No. – Necesito que me digas la verdad... – me pidió con la voz rota, como si de un momento a otro fuera a romper el llanto. – Te la he dicho. – Entonces, ¿por qué? – Porque lo necesito. Voy a dejar mi trabajo y a comenzar una nueva vida. – ¿Tanto te disgusta la que tienes? – sugirió con un tono demasiado duro. – No soy feliz. Creo que es suficiente. Se pasó las manos por el cabello con gesto cansado. Creo que empezaba a creer que con su visita no lograría ninguno de sus objetivos. Me pregunté cómo era sentir que a pesar de todo ibas a perder una batalla. – Supongo que es porque estoy en ella,¿verdad? – preguntó por fin. – No. Me voy por muchas razones, y no voy a negarte que tú eres una de ellas... – ¿Muchas razones...? ¿Pretendes engañarme a estas alturas? – No te estoy engañando... – contrarresté con firmeza. Ella estaba demasiado cerca de atraparme. – ¡Oh..., lo siento! – dijo con falsedad, haciendo gestos exagerados con las manos. – Se me olvidaba que la misteriosa Violeta nunca revela sus más preciados secretos... La miré tan sólo para descubrir una pérfida sonrisa de medio lado en su rostro. – Eres igual que tu madre... – No es cierto. – respondió apenas sin abrir los labios. – Sí lo es. Sois las dos únicas personas capaces de hacerme perder la paciencia. – No le digas eso a ella o explotará esa cualidad cada vez que te vea...
Me froté la frente con la mano, de repente ya demasiado cansada de aquella estúpida discusión. Jimena pareció entenderlo y por alguna razón decidió dejar el sarcasmo a un lado y bajar la guardia. Supongo que se dio cuenta del verdadero motivo que la había traído hasta mí nuevamente. – Lo siento... – se disculpó. Hice un ligero movimiento con la mano, admitiendo sus disculpas. – Violeta, yo... – Estoy segura de que si te pidiera que te alejaras de mí, cumplirías tu promesa... – interrumpí, sorprendiéndome hasta a mí misma. – Pero no estoy tan segura de si yo lograría hacer lo mismo con respecto a ti... La expresión de Jimena se alivió casi imperceptiblemente. Casi podía jurar que lo que sus ojos mostraron entonces fue un breve atisbo de esperanza. – Dime qué puedo hacer. Cualquier cosa, lo que sea y te juro que lo haré si con ello evito que te marches... Su voz no dejó lugar a dudas de que aquello era una súplica. Sentí que mi corazón comenzaba a flaquear. "No, no", me insté a seguir firme. Sería tan fácil decir que sí, pero sabía que aunque desistiera de mi decisión ahora, vendría el tiempo en que volviera a tomarla. – Ya estoy muy lejos de aquí, Jimena. No hay nada que puedas hacer... – sentencié, dejando poco espacio para una réplica. Me miró como si estuviera viendo el fin del mundo ante sus ojos. Incluso pude observar que su labio inferior temblaba ligeramente. – Violeta... – se acercó a mí. – ¿Tú me amas? – ¿A qué viene esa preg...? – Tan sólo responde. – me interrumpió. No quería responderle a aquello. Así que no lo hice. Jimena esperó unos segundos y cuando se hizo evidente que no obtendría tan ansiada respuesta, volvió a dar unos pasos al frente, pensé que se dirigía hacia la salida y sentí una cierta desazón que me obligué a tragar con la saliva. En tan sólo décimas de segundos, tenía mi espalda contra la pared y el cuerpo de Jimena echado sobre el mío. Jamás imaginé que ella fuera caoaz de hacer gala de tal fuerza. Sus ojos buscaron algo en mi rostro... El suyo estaba tan cerca que incluso podía sentir su aliento cálido sobre mí. No me moví, esperando cual sería su próximo movimiento, pero mi corazón comenzó a latir frenéticamente. Eso era algo a lo que ya estaba acostumbrada, sólo el sentirla cerca hacía que mi presión sanguínea se disparase. Jimena seguía escudriñándome sin soltar una sola palabra. No pude evitar abrir la boca ligeramente para intentar tomar más aire cuando sentí una de sus manos subir por mi costado lentamente. Lo más extraño fue que una vez mi cuerpo comenzó a responder autómata, Jimena se separó. Comprendií entonces que tan sólo había querido comprobar algo. – No puedes escapar de mí, así te pases la vida huyendo. – aquellas palabras fueron lo último que oí de ella. Fueron las palabras con más dolor que mis oídos habían podido escuchar.
Escuché el ruído de sus pisadas hasta que seguramente tomó el ascensor. Ya había acabado, sin embargo seguía sintiéndome tremendamente desdichada. ¿Por qué? ¿Una breve visita de Jimena era capaz de trastocar todas y cada una de mis firmes disposiciones? Al parecer sí. Me tomó un tiempo reaccionar. Y cuando lo hice, fue tan sólo para echar a correr tras su estela. No pretendía cambiar mi decisión de alejarme, pero sí escuchar todo lo que Jimena tenía que decirme. Mi amor por ella me obligaba a hacer tal cosa. No esperé al ascensor y por el contrario corrí escaleras abajo. Atravesé la recepción, dejando a un estupefacto conserje atrás y salí a la calle. La lluvia por entonces era bastante intensa, aún así pude distinguir la silueta de Jimena, quien casi se había metido de lleno en su coche justo en la acera de enfrente. Corrí para acercarme a ella y casi logré que me atropellara en cuanto crucé la calle y me eché sobre el capó del automóvil para hacer que parara. El ruído de los frenos me hizo daño en los oídos y tuve que asirme a uno de los limpiaparabrisas para no volver a caer al suelo. Algunos de los coches que se acercaban comenzaron a tocar el claxon insistentemente. Jimena estaba estacionada en medio de la calzada, observándome por la luna delantera con una expresión desatinada. En cuanto el coche estuvo parado del todo, me bajé del capó y corrí hacia la puerta del copiloto. Jimena me vio entrar, sentarme y ponerme el cinturón de seguridad aún estupefacta. – ¿Te has vuelto loca? – chilló. – ¡Casi consigues que te mate! – Vámonos de una puñetera vez... – gruñí, igualando así su propio disgusto. – Violeta... – la oí decir con tono duro. – Tan sólo conduce. – la insté, cambiando el tono de mi voz a uno más suave. – Da igual hacia donde... Jimena hizo lo que le ordené, esta vez sin rechistar, y condujo hacia ninguna dirección en particular. Un profundo silencio se hizo entre nosotras. – No quiero que esto acabe así contigo. – comencé, sin tener ni idea de cómo hablar de todo aquello. Jimena siguió muy concentrada en la carretera, no supe con certeza si me estaba escuchando o ignoraba deliberadamente mis palabras. – Sé que a pesar de todo entiendes por qué hago lo que estoy haciendo, sólo que no quieres aceptarlo... Hay algo que nos separa, Jimena, no sólo por tu parte, sino también por la mía. Silencio absoluto de su parte. La miré y observé su perfil, inamovible. Aún sin tener la certeza de si me estaba escuchando, seguí hablando. Por ahora no me satisfacían las pocas frases que le había dicho. Tenía que haber una forma de decir todo aquello sin tantos rodeos. – El amor no puede ser esto... – proseguí, a ratos pareciendo que lo estaba leyendo de un libro por la forma en la que estaba narrando. – Nos hacemos daño... Tú pierdes el equilibrio cuando estás a mi lado, me haces comportarme de forma mezquina, me haces sentir cosas que no están bien... Tragué saliva consciente que mi próxima frase sería la definitiva. – Y no es lo que quiero...
Jimena permaneció impávida. Ni siquiera hizo un leve gesto, una mueca... Ni un solo músculo de su cuerpo se movió. Siguió concentrada en la carretera, como si estuviera en trance. – Me gustaría mucho que tuvieras algo que decir, pero ya veo que no es así... – solté, algo enfadada por su indiferencia. – Aunque fuera lo más estúpido del mundo... – sentencié, aunque murmurándolo para mí misma. Habiendo dicho todo lo que tenía que decir y sin haber obtenido respuesta alguna, me dediqué entonces a mirar por la ventanilla. La oscuridad de la noche y la lluvia hacía imposible distinguir cualquier cosa, aún así me mantuve con el rostro pegado al cristal. Supe que casi habíamos salido de la ciudad cuando reconocí entre las sombras un característico puente con una pasarela de madera. Iba a proponerle a Jimena que diera la vuelta cuando la sentí parar el automóvil a un lado de la carretera. Fruncí el ceño con extrañeza y un desconcierto más profundo aún me inundó cuando la vi salir fuera del coche. Salí yo también y la seguí con la mirada gracias a que el lugar estaba ligeramente iluminado por los faros del coche aún encendidos. Supliqué que fueran mis ojos los que me estaban jugando una mala pasada cuando vi a Jimena encaramarse en lo alto de la barandilla de madera, con la profundidad del abismo a espaldas suyas. – ¡JIMENA! – grité histérica cuando la realización de que quizás lo que pretendía era dejarse caer por aquel puente me inundó. Corrí hacia ella y frené en seco en cuanto alzó una mano hacia mí, instándome a quedarme donde estaba. – No te acerques más... – ordenó. No me moví, recelosa de que si lo hacía, mis peores temores se hicieran realidad. – Baja de ahí, por favor. – dije a cambio, fingiendo una calma que en absoluto existía. Ella caminó por la balaustrada manteniendo el equilibrio con ambos brazos levantados. Parecía que no había nada que le diera temor. – Mírame, Violeta. – se giró hacia mí. No la escuché. Ni siquiera podía mirarla. No podía obviar el hecho de que ella estaba sobre aquella balaustrada, sobre una madera aún más resbaladiza por la lluvia. Imágenes de su cuerpo cayendo al vacío inundaron mi imaginación. Sentí que me faltaba el aire. – ¡BAJA DE UNA VEZ! – grité desesperada. – ¡ESTO TIENE QUE ACABAR! Sólo conseguí que Jimena, quien comenzaba a comportarse como una niña caprichosa, se colocara aguantando su peso casi por entero sobre las puntas de sus zapatillas. Contuve la respiración. – ¡ESCÚCHAME! – gritó, tan desesperada como lo estaba yo. – De acuerdo... – gesticulé con las manos, no sé si para intentar calmarla a ella o para borrar toda aquella escena de mí como si fuera un mal sueño. – Esta es mi vida sin ti... – comenzó, abriendo los brazos para abarcar su alrededor. – Sin ti estoy al borde de un precipicio, sin esperanza alguna... y sin ganas de seguir hacia delante...
Permanecí de pie, no me atrevía a moverme, simplemente esperaba que ella terminara de hablar, aunque tan sólo podía concentrarme en el peligro que estaba corriendo. – No quiero vivir sin ti, Violeta... No puedo. No esta vez. No otra vez. – Jimena, por favor... – supliqué casi llorando. Tan sólo quería que bajara de allí. – No he sabido demostrarte cuánto te he amado... Lo sé ahora, cuando he logrado que por fin te alejes de mí... Alzó una mano para secarse el exceso de agua de sus ojos. Mis piernas flaquearon, cualquier movimiento brusco la haría caer por el puente, pero a ella parecía no importarle ese hecho. Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, pidiendo ayuda a quien pudiera oírme, aún sabiendo que no había nadie a quien le importaba nuestra vida lo suficiente como para escucharme. – Hazlo por mí... – dije, una vez que volví a tenerla en mi campo de visión. – Hablaremos de esto cuando y como quieras, tan sólo tienes que bajar de ahí... – No lo entiendes, ¿verdad? No quiero conseguir nada de ti, Violeta. Sólo quiero mostrarte algo. – Hay muchas formas de... – ¿Me hubieras escuchado? – me interrumpió. Ambas sabíamos la respuesta. Yo no habría cedido ante ninguna de sus súplicas. Siempre creí estar en posesión de la verdad. Ahora, había empujado a Jimena a aquella situación. Yo tenía la culpa... – Sólo quería mostrarte que te amo. – sentenció. – Desesperadamente. "Eso era todo", pensé, "todo lo que ella necesita es a ti..." – ¿Tú me amas? – volvió a preguntarme. A pesar de la negrura de la noche y de la intensa lluvia, estaba segura de que los ojos de Jimena estaban mirando directamente hacia los míos. – Sí... – dije. Ella pareció sacudir la cabeza. Casi tenía la certeza de que pensaba que le decía aquello tan sólo porque quería que se apeara de la balaustrada. Me pregunté por qué demonios no se lo había dicho tan sólo media hora antes en mi apartamento. – ¿Huír de mí es una muestra de amor? – Supongo que no... – admití. – Volveré a preguntártelo... – Sí. – no la dejé acabar la frase esta vez. Estaba tan segura de la que iba a ser mi respuesta que ni siquiera necesitaba que me lo dijera una segunda vez. – Te amo más que a nada en este mundo... Jimena se alzó sobre las puntas de sus zapatillas, echó la cabeza hacia atrás y colocó los brazos en cruz. No pude evitar emitir un pequeño grito. Casi estaba segura de que ella se iba a dejar caer por allí. Mi corazón no podía martillear con más fuerza contra mi pecho, la desazón me inundó, el desamparo, el dolor... La imagen de mi hermana muerta volvía a mí con cada pestañeo, su cuerpo bañado en su propia sangre, su rostro helado y sin vida... Abrí la boca para decir algo, pero ni una sola palabra salió de ella. Tenía las cuerdas vocales completamente atoradas por el miedo.
– Si mi cuerpo cae ya no volverás a verme, ni a oír mi voz... – comenzó a relatar, aún con la cabeza hacia atrás. Las gotas de lluvia salpicaban en su rostro. – No
volverás a oírme decirte te quiero. Mis labios ya no te besarán y mis ojos no te mirarán con todo ese amor que siento por ti. Me perderás... Un instante en el cual sus palabras recorrieron el breve espacio de mis oídos a mi razón. Pestañeé cuando la impresión de ver el cuerpo de Jimena cayendo al vacío pareció convertirse en realidad. Y lloré. Lloré tan sólo de pensar en ello. La idea de no verla ni sentirla me empapó más aún que la lluvia. Mi vida a aquel punto necesitaba tanto de Jimena que me sorprendió reconocer cuanto. La necesitaba con desesperación. Justo lo que ella ignoraba... Jimena me miró entonces, supongo que porque me oyó llorar como una niña. Sentí que mis hombros se sacudían frenéticamente por el llanto, mientras seguía con la mirada fija en ella. La lluvia parecía caer sobre mí aún con más inclemencia. Comencé a pensar que aquel sería otro fatídico día para mí, otro al que tardaría años en superar... Si es que podría llegar a superar el perder a Jimena. Mis lágrimas parecieron tener un nuevo efecto, parecieron ablandar su expresión y casi pude asegurar que estaba dispuesta a bajar de allí y consolarme. La vi comenzar a agacharse para depositar su cuerpo en el suelo... Pero Jimena resbaló en ese momento y reaccioné corriendo hacia ella con la misma velocidad con la que grité su nombre hasta hacer que mi garganta doliera. Creo que incluso antes de verla tambalear, ya había echado a correr en su dirección, como si hubiese sido capaz de adivinarlo mucho antes de que aconteciera. Lo cierto es que llegué a tiempo para que mi mano se cerrara sobre la de ella. Apreté con fuerza, de repente, mis movimientos relentizados hasta casi parecer irreales. Sentí su mano aferrarse a la mía, sus dedos cerrarse alrededor... Mi otra mano también viajó hasta su brazo y mis caderas pegaron con fuerza contra la barandilla por el grave tirón. Su cuerpo ya estaba ligeramente arqueado hacia atrás... Pero yo no estaba dispuesta a perder esta batalla... Cerré los ojos... Tiré con toda la fuerza de la que fui capaz hacia delante y Jimena cayó como un peso muerto sobre mí. Ambas nos estrellamos contra el suelo, conmigo de espaldas y ella sobre mí. El dolor que sentí en las piernas y en mis nalgas llevando el peso de ella me hizo emitir un grito ahogado. Mi cabeza pegó contra el suelo con violencia y la de Jimena se hundió en mi pecho, haciéndome expulsar todo el aire que llevaba en los pulmones. En cuanto mis sentidos me avisaron de que la tenía junto a mí de nuevo y a salvo, mis brazos se movieron automáticamente para abrazarla con todas mis fuerzas. Aún quedaban los últimos vestigios de mi llanto, que fueron mitigados contra el hombro de Jimena al hundir mi rostro allí. – Violeta... – me llamó ella en cuanto me sintió besarla en el cuello. No dije nada, en cambio tiré de su pelo para separarla de mí y la miré, apartando los cabellos húmedos de su frente como tanto me gustaba hacer. Jimena parecía
respirar con dificultad, como si tuviera miedo. Y supe que no era el miedo de haber estado tan cerca de la muerte, sino el temor de que aún pudiera perderme. Había sido una manera poco convencional demostrarle a alguien su amor, pero no podía obviar el hecho de que se trataba de Jimena y de que con ella nada podría resultar normal. Y yo la amaba de esa forma. Me había equivocado. Aquello era amor. No podía ser otra cosa. Nadie me amaría con aquella entrega y sinceridad... Teniéndola entonces entre los brazos creí seriamente que yo tampoco volvería a entregarle mi corazón a otra persona que no fuera Jimena. En alguna parte debía estar escrito que ella era para mí y yo para ella. Había logrado abrirme los ojos... Mi deuda por ello era inmensa... – Estás loca... – murmuré, cerca de su boca. – Lo sé. – respondió ella. – Completamente loca... – repetí, muy convencida de lo que estaba diciendo. – No quiero la sensatez si eso me hace amarte menos... Mi corazón dio un vuelco. – No cambies nunca. – le dije con todo el amor que pude expulsar a través de mi voz. – No lo haré... Nuestras frases eran rápidas, ávidas de respondernos... Ambas necesitábamos de aquellas respuestas para calmar la pesadumbre. La besé. Mi boca cubrió la suya con la misma hambre de siempre, sólo que esta vez aquel acto sellaba algo más importante. Acepté a Jimena y a su loco amor. Acepté mi derrota ante ella. De haber huído, estaba segura de que algún día lograría adormecer mis sentimientos, pero en modo alguno conseguiría ser feliz... Aún cuando Jimena me hacía desdichada, era más feliz que en cualquier parte o con cualquier otra persona. La besé una y otra vez, sintiendo ganas de devorarla por entero. Sería capaz de hacerle el amor allí mismo, en medio de la nada. Ella respondió con iguales ganas, mordiendo, succionando... Pensé que había muy pocas cosas que me quedara por darle, ella lo tenía todo de mí. Se lo había ganado a pulso, y de una forma justa. Entendí que aquella noche en la casa de campo me había marchado porque todo aquello me parecía inverosímil. El ardor y la entrega de Jimena parecían asfixiarme, cuando lo único que podía regenerarme era eso precisamente. De las dos, la más loca siempre había sido yo, no ella. Me levanté hasta quedar sentada y Jimena hizo lo mismo, sentándose sobre mis muslos. La mecí en mi regazo. La abracé por la cintura, acaricié su espalda a través de la empapada ropa. Ella apartó su rostro del hueco de mi garganta y me miró. Luego, se echó a reír con ganas, con la cabeza ahacia atrás. La seguí, inundada por una sensación extraña. Estaba sentada en medio de la nada, en plena noche oscura y tormentosa, y me sentía más feliz que en ningún otro momento que fuera capaz de recordar. ¿Qué en el mundo podía lograr tal cosa? Sólo el amor correspondido. Un auto debió vernos tumbadas allí en medio y aparcó cerca. Un señor se apeó de él y se acercó hasta nosotras. Sé que nos preguntó por nuestro estado y lo sé
porque creo que lo repitió varias veces, pero Jimena y yo ni siquiera levantamos la vista hacia él una sola vez. No había nada capaz de alterar la paz que en esos momentos nos inundaba. Es difícil de explicar, lo sé. Pero fue real. En esos momentos me inundó una sensación de plenitud, de descanso al no tener que librar más batallas contra ella. Estaba demasiado cansada para seguir luchando, como lo había hecho toda la vida. Jimena era la única cura que necesitaba para sanar mis heridas y yo era lo único que ella necesitaba para su estabilidad. Ella se separó de mí entonces y me miró fijamente, secándome las lágrimas con el dorso de su mano. – Jamás volveré a hacerte llorar... – me prometió. Mi bella Jimena cumpliría su promesa.
FIN