VICTORIA CAM PS
VIRTUDES PÚBLICAS
COLECCION ESPASA CALPE
PENSAMIENTO / CONTEMPORÁNEOS
[RTUDES PÚBLICAS es una reflexión sobre
los valores que han de contribuir al mejoramiento de la vida en común frente a la privacidad y autocomplacencia que tienden a generar tanto las liber tades como el bienestar creciente. Victoria Camps apuesta en este libro por una ética pública, etnocéntrica, optimista y feminista. Esta edición se enri quece, además, con un capítulo final consagrado a ciertos «vicios públicos» de ciudadanos y políticos que no contribuyen, precisamente, a la reconstruc ción de la vida pública COLECCIÓN A USTRA L ESPASA CALPE
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VICTORIA CAMPS VIRTUDES PÚBLICAS Epüogo de la autora
COLECCIÓN AUSTRAL ESPASACALPE
COLECCIÓN A OSTRAL PENSAMIENTO/CONTEMPORÁNEOS
Director Editorial: Javier de Juan Editora: Pilar Cortés
© Victoria Camps. 1990 © Espasa-Catpe. S. A., Madrid, 1990 Maqueta de cubierta: Toño RodrlguerflNDIGO, S. C. Ilustración portada: F. del Amo y F. Solé Depósito legal: M. 4.875— 1993 ISBN 84—2 3 9 -7 3 1 0 — 7
Impreso en España Printed in Spain Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A. Carretera de Irán, km. 12,200. 28049 Madrid
ÍNDICE Prólogo ...................................................................
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I. Virtudes públicas...........................................
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II.
La solidaridad ...............................................
31
III.
La responsabilidad .......................................
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IV.
La tolerancia .................................................
73
V. ¿La profesionalidad? ....................................
91
VI.
La buena educación ..................................... 109
VIL
El genio de las mujeres ................................ 125
VIII.
Identidades ................................................... 145
IX.
La corrupción de los sentimientos .............. 167
E p Il o g o a l a e d i c i ó n d e b o l s i l l o
.................... 189
I. Vicios públicos .............................................. 191 II.
Una ética pública, etnocéntrica, optimista y feminista ........................................................ 197
PRÓLOGO Cuando las creencias flaquean, nos quedan las actitu des. La inseguridad de los contenidos desvía la mirada hacia las formas y los procedimientos. Más que los actos en si mismos, nos cautivan las maneras de hacer o de estar. Perdonamos la transgresión de las normas, pero no la incompetencia o la falta de sensibilidad. Pues la ética es, sin duda, derecho y voluntad de justicia, pero también es arte aprendido día a día. En cierto modo, lo que de fiendo en este libro nace de la aceptación de la mayor parte de los tópicos de nuestra cultura. Vivimos en un mundo plural, sin ideologías sólidas y potentes, en socie dades abiertas y secularizadas, instaladas en el liberalismo económico y político. El consumo es nuestra forma de vida. Desconfiamos de los grandes ideales porque estamos asistiendo a la extinción y fracaso de la utopia más re ciente. Nos sentimos como de vuelta de muchas cosas, pero estamos confusos y desorientados, y nos sacude la urgencia y la obligación de emprender algún proyecto co mún que dé sentido al presente y oriente el futuro. Hemos conquistado el refugio de la privacidad y unos derechos individuales, pero echamos de menos una vida pública más aceptable y más digna de crédito. La muerte de Dios, de la que tanto se habló, ya no preocupa a nadie: la re ligión es parte de nuestro pasado y se conserva como una presencia lateral, al margen del pensamiento y de la vida.
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En cuanto al sujeto, que también había muerto, ha vuelto a aparecer, pero sin prepotencia, como principio de lo que es más propio e intransferible: el deseo, las emociones, la voluntad, el sentimiento. Quererse a sí mismo y no pri varse de nada es el fin inmediato e indiscutible de la exis tencia. La verdad o la razón no la tiene nadie, si bien los económicamente poderosos actúan como si la tuvieran y se erigen en modelos del resto del mundo. Las identidades nacionales, políticas, sociales o personales se tambalean, y una de las necesidades más perentorias en estos mo mentos es la de definirlas y afirmarlas. La libertad es el valor propiamente dicho, y la certeza de la libertad unida al confort del bienestar, no nos privan de una cierta sa tisfacción y autocomplacencia. No vivimos de espaldas a la ética. Por lo menos la nom bramos muy a menudo, especialmente para afear la con ducta ajena y legitimar la propia. Pero también porque sabemos que el motor de un posible cambio no puede ser únicamente el bienestar material. Y que todos y cada uno de nosotros —y no sólo los Estados o los políticos— com partimos la responsabilidad del futuro. Sabemos, además, que ese discurso tópico sobre nuestra situación no es, en absoluto, universal. No vale para una buena parte de la humanidad que ni está desarrollada, ni conoce el bienes tar del consumo, ni entiende de crisis del sujeto o de la razón. Hay un mundo muy cercano que precisa de ideo logías fuertes o de revoluciones porque no ha traspasado aún el umbral de la modernidad. Inevitablemente, la éti ca es etnocéntrica, y no puede dejar de serlo, si pretende partir de lo conocido, de la moral vivida. Pero el e g o centrismo no debería ser un obstáculo para el reconoci miento de las insuficiencias del propio pensamiento. No debería obviar el recuerdo de que no somos los únicos ni el centro del universo, que hay mucho por hacer aquí y allá, y que ese hacer es posible si nos lo proponemos en serio. Entiendo que la ética será siempre un mal menor. El intento de poner parches a un mundo que no es ni puede
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ser perfecto. La ética habla de la justicia porque hay de sigualdad, habla de la amistad porque no somos autárquicos, habla de la democracia porque no hay sabios ca paces y competentes para gobernar sin peligro de equi vocarse. La conciencia de que esto es asi es un obstáculo para la construcción de diseños acabados y definitivos como remedio de lo que hay, pero no es obstáculo para la crítica constante y la insatisfacción por las muchas de ficiencias que constatamos. Tal vez no sepamos con cer teza hacia dónde hay que ir, pero sí sabemos qué es lo que no nos gusta y lo que no debería tolerarse ni per mitirse. La función de esta ética incompleta es, sobre todo, combatir las faltas de este mundo. Corregir la in diferencia y el desapego que ha producido la cultura de la opulencia. La función de la ética es enseñar a que rer lo que merece ser querido, educar los sentimientos para que se adhieran a los fines que promueven la justi cia. Básicamente, la ética realiza una labor de discer nimiento: distinguir qué debe ser enseñado, qué debe ser tolerado, a quién hay que ayudar, de qué hay que hablar. Aunque las grandes palabras de la moral son siempre las mismas, la forma de proponerlas o de argumentarlas cambia con los tiempos y los lugares. El discurso ético es retórico y no lógico, ha de adaptarse a las necesidades y carencias de los tiempos y las sensibilidades. Es un dis curso racional, puesto que es humano, pero, también por que es humano, no ha de prescindir de los sentimientos. La medida adecuada del valor depende de muchas cosas: de la complejidad de cada uno, del nivel de civilización, del desarrollo económico, del estado de las necesidades básicas. Más allá de ios derechos y deberes fundamen tales, es difícil proponer una ética universal. Lo absoluto es siempre abstracto, y lo concreto es relativo a las dife rencias. Si propongo aquí una ética de las virtudes es porque estoy convencida de que es la respuesta más justa a nues tra situación y a nuestras carencias. A ellas y desde ellas.
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Pienso, en principio, en las democracias consolidadas, en la razón práctica nacida de un régimen de libertades y de derechos fundamentales, con la tarea ineludible de pro gresar por ese camino sin abandonar ninguno de los lo gros ya alcanzados. Soy consciente de que sólo es licito empezar a hablar de la educación del sentimiento —y eso son las virtudes— cuando está claro que el valor ético primario e insustituible es la justicia y que los principios básicos son los que atienden a la redistribución de la ri queza. La justicia social es el horizonte de la socialdemocracia, aunque hoy ese horizonte aparezca un tanto nebuloso y las dificultades para no perderlo de vista sean grandes. Pero es ese mismo temor a perderlo el que hace preciso hablar de una reconstrucción de la moral como conjunto de virtudes. Esto es, una ética de actitudes e inclinaciones individuales dirigidas a hacer más justa y más digna la vida colectiva. Si la tendencia dominante de los países desarrollados es la de sucumbir a las tentaciones del individualismo liberal, algo hay que hacer para frenar el impulso hedonista a pensar sólo en uno mismo y aten der únicamente a los intereses más próximos. La demo cracia debería ser la búsqueda y la satisfacción de nece sidades e intereses comunes, para lo cual conviene, ade más de definirlos y nombrarlos, de establecer prioridades, construir un clima de colaboración y cooperación. A crear ese clima van dirigidas las que aqui llamo «virtudes pú blicas». Por qué apuesto por las virtudes y por qué las llamo públicas, lo explico en el primer capítulo. Los tres capí tulos siguientes están dedicados a analizar las que, a mi juicio, deberían ser cualidades básicas del sujeto demo crático: la solidaridad, la responsabilidad y la tolerancia. No son, por supuesto, valores nuevos ni. en general, de satendidos por la ética occidental. Pero no está de más el subrayarlos ni el pensar en ellos desde una perspectiva que no es la de Aristóteles ni la de Kant o la de Nietzsche. El quinto capítulo trata de la virtud de la profesionalidad, la única que es de verdad respetada y reconocida en núes-
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• tras sociedades. Una virtud válida, pero que entraña un evidente riesgo de alienación. El capítulo sexto habla de la «buena educación» en el doble sentido de la expresión: buenas maneras y educación ética. Puesto que todo el li bro consiste en un intento de acercar la ética a los sen timientos, y también porque pretendo recuperar el tér mino más original de la ética —la arete de los griegos—, creo que no hay que olvidar el papel fundamental de la paideia en la formación ética de la persona —que, no lo olvidemos, es formación del carácter—. El capítulo sép timo, «El genio de las mujeres», pretende mostrar que la propuesta de una ética de las virtudes es muy afín a la sensibilidad femenina. No defiendo una ética de las mu jeres, distinta de la ética de los varones —eso no sería una novedad—. Sí creo, en cambio, que la tradición o la cul tura femenina, tradición propia y singular porque ha con sistido en un mundo separado del de los hombres, ha pro ducido en las mujeres una serie de actitudes y un peculiar estilo de ver las cosas que no es del todo despreciable y que favorece el desarrollo de ciertos valores. Qué sé yo, tal vez mi opinión esté infundada y no sea más que una suerte de desenmascaramiento de mis propios fantasmas. No obstante, ahi queda como punto de vista que quisiera ver confirmado por otras voces. El capitulo «Identidades» se enfrenta con el problema, actual si los hay, de la bús queda de identidades a todos los niveles, y de la dialéctica inevitable entre la identidad personal y las identidades co lectivas. Finalmente, «La corrupción de los sentimientos» aborda una de las contradicciones insolubles de la ética: la rebeldía y la insumisión de los deseos a doblegarse ante el bien. Por supuesto, casi todas las ideas que aqui aparecen las debo a lecturas, discusiones o charlas con todos aquellos que, especialmente entre nosotros, gustan de pensar sobre estas cosas. Ellos saben quiénes son, y hacia todos va di rigido mi agradecimiento. El impulso más inmediato de estas páginas fue la invitación de la Fundación March a
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dar un ciclo de conferencias a las que di el título de «Vir tudes públicas». A instancia de algunos colegas y amigos que me quieren y me escuchan, me animé a completar aquel núcleo y a convertirlo en libro. A todos, de nuevo, mi reconocimiento, asi como al jurado que me otorgó el Premio Espasa de Ensayo.
I.
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¿Tiene sentido hablar de virtudes en el siglo xx? Entre nosotros, por lo menos, la palabra «virtud» está en de suso. Como lo está todo lo que puede recordamos la mo ralidad estrecha y encogida de una época que aún tenemos demasiado cerca. El proceso de laicización de la sociedad española ha dado saltos sorprendentes y ha arrasado con muchos de los demonios que poblaron el pasado. A la moral ya no la llamamos «moral», sino «ética», que suena como más universal y menos dependiente de una fe reli giosa. Nadie habla de «virtudes», sino, en todo caso, de «valores», palabra que la religión no hizo suya con el fer vor con el que se apropió de otras. El pecado ni siquiera existe. Nuestros hijos tienen el privilegio de haber des conocido la tortura de los exámenes de conciencia. Tam poco saben gran cosa sobre los diez mandamientos; si algo les suena en ese sentido son los derechos humanos. La sociedad española se ha vuelto laica, en efecto, y la ética —o la moral— se ha purificado de bastantes aso ciaciones anacrónicas y antimodernas. El «experimento del nacionalcatolicismo» —cito muy a propósito el titulo del importante libro de Alfonso Álvarez Bolado1— ge neró, además de una patria católica, una moral de pre ceptos referidos casi exclusivamente a las relaciones con1 1 A. Álvarez Bolado. El experimento deI nacionalcatolicismo. 19391975. Editorial Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1976.
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la Iglesia y con el sexo. Una moral, en consecuencia, cla ramente «privada», cuyas virtudes fundamentales eran dos: la fe y la honestidad. Ahora profesamos una ética laica. Pero ¿sabemos lo que eso significa? ¿Podríamos afirmar sin reservas que la secularización de las costumbres ha dado paso a una forma distinta de entender la vida y la convivencia? Doy por sentado que no es posible vivir de espaldas a la ética, quiero decir, ignorándola. La vida humana es constitu tivamente moral, no sólo en el sentido de Aranguren, se gún el cual somos morales porque nuestra vida está por hacer, no se nos da determinada, sino también porque el proyecto de vida, individual y colectivo, se configura ne cesariamente en torno a unos ideales, a unos valores, que, finalmente, o son éticos o están contra la ética. Podemos equivocarnos en nuestros juicios, actuar de buena o mala fe, pero lo que hagamos o nos propongamos, lo que de cidamos, cuando realmente es algo importante y no tri vial, será justo o injusto, leal o desleal, humano o inhu mano. Los criterios que la historia ha ido forjando como principios del juicio ético son aún bastante inciertos y se prestan a más de una interpretación o aplicación, pero sería falso decir que carecemos en absoluto de unos pun tos de referencia para valorar lo que hacemos o queremos. Así las cosas, podemos preguntarnos cuáles son hoy las señas de la moral que ha de regular nuestras vidas. Dicho más brevemente, ¿cuál es la moral que necesitamos no sotros, ciudadanos de un país democrático? Bajo el rótulo de «virtudes públicas» quiero aventurar una forma de res ponder a esa pregunta. Si escojo para ello volver a hablar de «virtudes» es por que creo que la moral es fundamentalmente lo que pensó Aristóteles: una especie de segunda naturaleza, una serie de cualidades, que conforman una peculiar manera de ser y de convivir con los demás. Etimológicamente, la virtud —o la arete— es aquello que una cosa debe tener para funcionar bien y para cumplir satisfactoriamente el fin a que está destinada. Los griegos hablaban de la virtud de
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' un caballo de carreras, de un atleta o del tocador de citara. Cada uno era excelente —«virtuoso»— en la medida en que desempeñaba perfectamente su función. El «virtuo sismo» consiste en ese saber hacer capaz de manifestar todas las posibilidades de un arte. Si cada cosa, pues, tiene su «virtud», de acuerdo con el fin para el que ha sido hecha, también los seres humanos, en tanto que son per sonas, han de poseer unas cualidades, unas virtudes, que pongan de manifiesto su «humanidad». Y la moral —o la ética— no es sino el conjunto de las virtudes o la re flexión sobre ellas: la serie de cualidades que deberían po seer los seres humanos para serlo de veras y para formar sociedades igualmente «humanas». Pero no todo el mundo cree que ese lenguaje tenga sen tido. He dicho al principio que la virtud está desvalori zada haciéndome eco de una importante teoría de la fi losofía moral contemporánea. Me refiero a la conocida tesis del sociólogo y filósofo Alasdair Maclntyre2 según la cual no sólo no es posible ya el discurso sobre las vir tudes —o el discurso ético, que viene a ser lo mismo—, sino que dejó de serlo hace, por lo menos, un par de siglos. En su opinión, la Ilustración fue un proyecto errado que simplemente dejó constancia de su misma inviabilidad. Pues si hablar de virtudes significa referirse a aquellas cualidades que constituyen la excelencia de la persona, condición indispensable para que esos conceptos puedan formarse, es poseer una noción común y compartida del bien del ser humano. Sin un acuerdo sobre cuál sea ese bien, no hay forma de concebir en qué consiste la virtud o la excelencia de la persona. Los griegos, al parecer, co nocieron ese bien o lelos de la vida humana. Aristóteles lo dice en sus Éticas: el fin es siempre la felicidad, que no es un objetivo individual, sino colectivo: mi bien no puede ser antagónico al tuyo pues el bien lo es de toda la co munidad. El sentido y la unidad de la vida lo proporcio naba entonces el vivir conforme a la razón, esto es, con-1 1 A. Maclntyre, Tras la virtud. Critica, Barcelona. 1988.
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forme al conjunto de «virtudes» que componían la figura del perfecto ciudadano y que Aristóteles detalla en sus tratados de ética. Posteriormente, la Edad Media vive si tuaciones políticas más complejas que ya no reproducen esa armónica unidad de la polis, la cual, aunque segura mente estuvo lejos de ser una realidad, era pensable por lo menos como ideal. En la época medieval los contenidos de la virtud son otros —la fortaleza adquiere otro sentido, la prudencia desaparece, entran en escena la autonegación o la humildad, ya que el ser humano es mera imagen de Dios—, pero hay aún algo que los unifica, y es la auto ridad divina, origen y fundamento de la ley. La virtud se entiende menos como disposición hacia el bien, y empieza a concebirse como disposición a obedecer unas normas. Sin embargo, hay acuerdo sobre esas normas porque se reconoce unánimemente cuál es el principio y la proce dencia de todas ellas. Con la época moderna todo cambia, pues el ethos ca racterístico de la modernidad es el individualismo liberal. Al convertirse el sujeto en el punto de partida y en el centro del conocimiento, se pone de manifiesto el desa cuerdo y se pierde el fundamento de la obligación. ¿Por qué ser moral? ¿De dónde nacen los deberes? ¿Cuál es el fin de la obediencia a la ley? Son las preguntas que dan pie a las distintas teorías del contrato social. La categoría central de la ética ya no es la virtud, sino el deber. Y lo que hay que explicar, en primer término, es cómo la vo luntad puede llegar a quererlo. Pero los esfuerzos de Hume o Kant por convencer de la utilidad, conveniencia o racionalidad de la ley o de las virtudes son inútiles. Por que falta esa idea de naturaleza humana que era la razón de ser de las virtudes griegas y, por otro lado, quiere prescindirse del apoyo trascendente. Pese a lo cual el discurso ético prosigue y se empeña en la búsqueda de un funda mento inexistente. Hasta que, finalmente, la crisis se hace visible y entra en escena el emotivismo, la única ética que expresa el sen tir de nuestro tiempo. Pues, efectivamente, nuestro len-
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' guaje ético está compuesto de conceptos, principios, ideas o argumentos mezclados y confusos, cuya razón o sentido nadie tiene claros. Son conceptos heterogéneos, ideas de procedencia distinta, argumentos inconmensurables entre sí. Sin duda, el origen de las varías virtudes tuvo una ex plicación —la castidad de la mujer, por ejemplo, se jus tificó como soporte de la propiedad privada, obviando, así, problemas de legitimidad hereditaria—. Pero ese ori gen, con el tiempo, se fue olvidando. Y han quedado va lores autóctonos, que supuestamente valen por sí mismos. Extremo a todas luces falso, como Nietzsche se encargó de probar con tenacidad, desvelando la oculta genealogía de los valores. Ante todo ello, el emotivismo habla claro: la moral no es otra cosa que la expresión de unos senti mientos y unas actitudes, de nuestras preferencias por unas formas de conducta y nuestra desaprobación de otras. No hay una racionalidad, una razón de ser última e indiscutible de las virtudes. La función de los juicios de valor es, a fin de cuentas, expresar unos sentimientos y persuadir a otros de que vean la realidad igual que la vemos nosotros. El individualismo y la burocracia —es decir, una libertad que consiste en la ausencia de reglas y una suerte de control colectivo que inhibe los intereses egoístas y los impulsos anárquicos—, son el espacio na tural del yo emotivista. Un yo que representa ciertos pa peles —no siempre homogéneos entre sí— definidos de antemano por la sociedad. No existe para el individuo otra identidad que la de sus diversos roles, mientras que. en lo antiguo, la virtud significaba la excelencia de la per sona en cuanto tal, no en cuanto representante de un pa pel social. Incluso la virtud entendida como una bús queda, como aquello que impulsa a buscar la unidad y el sentido de la vida, parece inabordable. Pues esa búsqueda supone una tradición social adecuada: la tradición de las virtudes como posibilidad de «narrar» la vida, de hacer de ella un relato con unidad y coherencia propias. Tal unidad y coherencia, hemos visto, son del todo imposibles en la cultura del individualismo burocrático.
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Hasta aquí Maclntyre, quien, a la vista del diagnóstico, aventura —sin demasiado entusiasmo ni desarrollo, todo hay que decirlo— una propuesta. Reconstruir cierto tipo de comunidades o asociaciones que otorguen unidad de fines a la vida de los seres humanos para que, de nuevo, emerjan las correspondientes virtudes. Sólo de esta forma, en su opinión, es recuperable una noción que ya parece obsoleta. Si el regreso a unas comunidades primarías no fuera una opción retrógrada, sino aceptable, ciertas ideas tan centrales para la ética como la de justicia dependerían de criterios más firmes que los manejados por las actuales teorías contractualistas, como la de Rawls. Pues al per derse la unidad de la vida humana y de su virtud, desa parece también el criterio de mérito como principio de la justicia distributiva. Los intereses privados o corporativos no pueden llegar a unificarse en un acuerdo racional. Asi, la justicia acaba definiéndose en función de unos derechos legales cuya aplicación «justa» depende, en último tér mino, del arbitraje de un tribunal supremo. En suma, para Maclntyre, el acuerdo y la unidad de criterios son con dición necesaria para la ética, la cual no sería sino una Sittlichkeit sin otro fundamento que la avenencia de las partes. Sólo en parte discrepo de la teoría de Maclntyre, cuya entidad no es de ningún modo despreciable. La pregunta por la vigencia, el sentido, de la virtud o de la ética misma, es una pregunta pendiente, pues es cierto que la confusión sobre los fines, valores, cualidades o deberes es hoy con siderable. Y es cierto que el aristotelismo es ya imposible porque no hay modo de cualificar universalmente la vida buena. Pero no hay modo de hacerlo porque la vida buena tiene como fin la felicidad, la cual puede entenderse de dos maneras: como felicidad individual, en cuyo caso no hay normas generales para alcanzarla, o como felicidad colectiva, esto es, como justicia, y ahí si que la ética tiene mucho que decir. En el ámbito de la vida privada todo está permitido, no hay normas, salvo la de respetar y re conocer la dignidad del otro con todas sus consecuencias.
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Dentro de esos limites, es licito que cada cual busque la felicidad a su modo y manera, ejerciendo la profesión que prefiera, formando una familia o sin ella, siendo religioso o ateo, homosexual o heterosexual. Ya no es cierto, por otra parte, lo que, al parecer, lo fue para Aristóteles: que el individuo, privado de su dimensión pública, no era na die porque su identidad se la otorgaba la ciudadanía. En nuestro mundo ocupa más espacio la vida privada, lo que, sin embargo, no obsta para que exista también un espacio público del que no es licito desentenderse. Quiéralo o no, el individuo se encuentra sometido a los imperativos de una legislación positiva, al reglamento de una Adminis tración pública, a las decisiones de un gobierno, recibe los servicios de un Estado y, sobre todo, tropieza con una serie de problemas, conflictos y carencias que sólo pueden ser tratados y resueltos colectivamente. Todas esas obli gaciones y servicios responden, además, en las sociedades democráticas, a las directrices de unos derechos funda mentales suscritos universalmente, o de una Constitución voluntariamente aceptada. Cierto que la ética o la idea de excelencia debería ser anterior a esos derechos que su puestamente fundan los gobiernos legítimos. La sustitu ción de la «virtud» por el «derecho» tiene que ver segu ramente con la transformación de la igualdad fáctica de los ciudadanos griegos, pasando por la igualdad de todos los hombres ante Dios del cristianismo, en la igualdad formal ante la ley o la igualdad de derechos proclamada por la modernidad. Sin duda, esta igualdad es menos sus tantiva que aquélla, y el derecho a la igualdad o a la li bertad ha ido materializándose en unas leyes y costumbres con una lentitud e imprecisión notable. No hay acuerdos claros sobre el modo en que deben realizarse los derechos humanos pues tampoco tenemos una idea precisa o com partida de cómo debería ser la humanidad perfecta. AI carecer de una noción común del bien o de la felicidad, la ética se ha hecho formal y ha acabado siendo, en efecto, una búsqueda. Una búsqueda de contenidos, por tanto, de virtudes que descansan, como antes, en un «nosotros»
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que no es el de la comunidad política griega ni el del reino de los cielos cristiano, sino el «nosotros» de la humanidad como tal. Obviamente, de ahí no deducimos un modelo de ser humano con las cualidades que debe tener, pero si estamos en condiciones de nombrar ciertos requisitos sin los cuales la convivencia no merece el calificativo de «hu mana». Si los derechos fundamentales son la igualdad y la libertad, sea cual sea la realización de cada uno de am bos valores, ha de ser posible hablar de unas prácticas, de unas actitudes, de unas disposiciones coherentes con la búsqueda de la igualdad y la libertad para todos. A esas disposiciones es a lo que llamo «virtudes públi cas». Y retengo el vocablo aristotélico de «disposiciones» para subrayar el sentido etimológico de la ética como for mación del carácter, modo de ser, costumbre, hábito. La ética vinculada a la autoeducación y al esfuerzo constante por lograr una excelencia en la manera de vivir. Pienso que el recuerdo de la virtud como noción central de la ética puede hacernos olvidar esa otra ética entendida so bre todo como deber, código o mandamiento y materia lizada finalmente en una sola virtud, la de la obediencia. Pues la ley —autónoma o heterónoma— siempre es eso: una obligación, una imposición contraria, en principio, a la voluntad. La virtud o disposición, en cambio, significa algo adquirido hasta el punto de que se convierte en há bito, algo querido por la voluntad y que acaba siendo asi mismo objeto del deseo. Definir a la ética como fidelidad a unos principios es tan deficiente como definirla desde la responsabilidad por las consecuencias. Pues ni los prin cipios son transparentes en cuanto a su aplicación, ni las consecuencias absolutamente previsibles. El formalismo ético y la complejidad del conocimiento nos llevan a bus car la sustantividad de la conducta moral en otra parte. Concretamente, en esa formación del carácter que previo Aristóteles. Aunque nuestras creencias sean dispares e in conmensurables, por muy plural que sea la sociedad con temporánea, si algo significa la moral, es el compartir un mismo punto de vista respecto a la necesidad de defender
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unos derechos fundamentales de todos y cada uno de los seres humanos. Pues bien, la asunción de tales derechos si es auténtica, ha de generar unas actitudes, unas dis posiciones, que son las virtudes públicas. ¿Por qué virtudes públicas y no privadas? Se me ocu rren, por lo menos, tres razones fundamentales para de nominarlas de ese modo. Primero, porque la moral es pública y no privada. El ámbito de la moral, allí donde cabe y es preciso regular y juzgar, es el de las acciones y decisiones que tienen una repercusión en la colectividad o que son de interés común. Las acciones que conforman lo que podemos denominar la felicidad colectiva, que no es lo mismo que la felicidad individual. El espacio de la felicidad colectiva es el de la justicia, virtud central de la ética desde Platón. Y es pre ciso distinguir entre esas normas que la sociedad debería admitir como comunes —finalmente, la ley y las costum bres aceptadas—, y el conjunto de variables de compor tamiento o modos de vivir sobre los que la sociedad como conjunto no debería ni tan sólo opinar. Obviamente, el ámbito privado y el público no tienen una frontera divi soria inalterable: los diferentes tiempos producen costum bres y leyes también distintas. Pero ese relativismo no de bería ser obstáculo para la distinción entre lo que son los problemas de la justicia, que conciernen o deberían con cernir a todos los seres humanos, y lo que son cuestiones de elección personal o de gusto. Hay que poder distinguir, en suma, entre las preferencias generalizares y las que no lo son. Si la palabra «virtud» se encuentra desvalorizada es por la inflación de virtudes «burguesas» laterales, que han acabado ocupando todo el espacio de la moral. Vir tudes como el ahorro, la puntualidad, el gusto del orden, la laboriosidad. Virtudes que han afectado más a la vida privada —del trabajo y de la familia— que a la vida pú blica considerablemente desatendida desde el punto de vista de la moral burguesa. La segunda razón contextualiza a la primera. Ciertas sociedades —y la española es paradigmática— poseen
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una tradición de moralismo pacato y mojigato con una clara tendencia a olvidar la moralidad pública en bene ficio de la privada. O, mejor, con la tentación de convertir lo privado en público —tentación que, dicho sea de paso, sigue arremetiendo con ímpetu—. La noción de virtud, para nosotros, permanece asociada a la represión de los pecados capitales: la ira, la envidia, la gula, la pereza, el orgullo. La moderación de los vicios propiamente dichos, como el beber, fornicar, comer bien o, sencillamente, di vertirse. Todo aquello que desequilibraba la medida es tablecida. Pues bien, precisamente por ello es necesario dirigir a la ética hacia esa zona de lo general, de lo que concierne a todos, para corregir una falsa idea de mora lidad. A nuestro país le ha sobrado —y me temo que aún le sobra— una buena dosis del moralismo que se ceba en juzgar y corregir las vidas privadas, olvidando por entero los asuntos que componen el supuesto bien común. Tal vez la gozosa implantación que ha tenido la palabra «ética», a diferentes niveles de nuestra cultura laica —en la escuela y en la política, por ejemplo—, se deba a la necesidad de contrarrestar, aunque sólo sea terminoló gicamente, la vieja moral. Vieja pero no desaparecida. Last bul not leasI. si es cierto que el ethos característico del mundo moderno es el del individualismo liberal, y si es cierto que el ser humano es constitutivamente moral, habrá que buscar el tipo de ética que convenga al indi vidualismo. No conduce a nada rechazar el fenómeno individualista como contrario a la ética sin más. Ni es con trario a la ética ni es deseable el regreso a esas comuni dades que añora Maclntyre. El individualismo es una conquista de la modernidad, paralela a la conquista de la libertad y a la proclamación de unos derechos humanos que son, en definitiva, derechos individuales. Las virtudes son cualidades, modos de ser individuales, que tienen una dimensión necesariamente pública porque están dirigidas a los demás. Si lo que identifica a la ética como tal es la virtud de la justicia, todas las virtudes han de ser como los complementos que esa virtud prioritaria requiere.
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Aunque el orden económico liberal favorezca el afán adquisitivo y los valores del mercado como valores su premos. aunque las sociedades democráticas sean un suelo propicio para que el individuo pueda concentrarse en la contemplación de sí mismo —como ya vio Tocqueville—, pe$e a todo, el individualismo de nuestro tiempo no tiene por qué estar reñido con el descubrimiento y la apertura al otro. Es sintomático que el sujeto prepotente de la fi losofía y de la ciencia modernas haya cedido paso a la intersubjetividad. Los discursos actuales no se enuncian en primera persona: el «yo» ha sido sustituido por el «no sotros». El único fundamento sólido que la filosofía moral contemporánea ha encontrado para la ética es, precisa mente. el lenguaje, la necesaria comunicación, esto es, la necesidad que sentimos unos de otros. Paradójicamente, la defensa prioritaria de la libertad que vive el mundo de hoy parece traducirse en una evidente homogeneidad de las costumbres: las mismas modas, las mismas comidas, las mismas viviendas, las mismas diversiones en todo el mundo civilizado, es decir, en todo el mundo con posi bilidades. Una libertad, pues, que acaba siendo muy poco positiva. De ahí que, lejos de negar el individualismo, lo que debe hacerse es transformarlo en el sentido en que propone, por ejemplo, Fernando Savaler3: propi ciando una sociedad que favorezca la aparición de indi viduos. La democracia es, supuestamente, un gobierno del pue blo y para el pueblo, esto es, en busca de un bien o un interés común. Aunque los valores, pues, sean plurales, la búsqueda de un interés general ha de moldear la noción de virtud, de forma que —como quería Adam Smith— la virtud del individuo no consista sino en permitir que el bien público proporcione la norma de la conducta indi vidual. Ha de existir una cohesión en tomo al ideal de la justicia, o en torno a unos principios fundamentales que lo definan, y de donde manen unas actitudes que, a la vez. ’
Sobre todo, en Ética como amor propio, Mondadori, Madrid. 1989.
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sean reconocimiento de esos principios y la condición de posibilidad de los mismos. Es lo que, en cierta medida, reconoce Rawls cuando escribe que «aun cuando el li beralismo político sea visto como neutral en el procedi miento y en el propósito, es importante subrayar que puede afirmar la superioridad de ciertas formas de carác ter moral y alentar ciertas virtudes. Asi, la justicia como equidad incluye una relación de ciertas virtudes políticas —las virtudes de la cooperación social, como la civilidad y la tolerancia, la razonabilidad y el sentido de la equi dad»4. La noción común de la vida buena es un comple mento de la concepción ética y política de la justicia. No es preciso que el Estado mantenga una doctrina sustan tiva sobre el bien: basta que tenga como meta la justicia social para que de suyo sean promovidas y aprobadas las virtudes complementarias de la justicia. Mi apuesta por las virtudes tiene como una de sus mo tivaciones el cambio del sentido de la moral de nuestro tiempo y, en especial, de nuestra sociedad. Pretendo su brayar la autonomía de la moral viéndola como generada por el proceso democrático mismo. La búsqueda de un interés común ha de producir actitudes favorables a esa búsqueda. Tal teoría no es nueva, en absoluto. Por lo menos desde Stuart Mili se ha ido repitiendo la idea de que el fin de la política es la educación de los participantes en ella, que la democracia debe crear hábitos de com portamiento, actitudes y mentalidades comprensivas, res ponsables, solidarias. Piensa Stuart Mili que el objetivo del gobierno representativo debe ser «promover la virtud y la inteligencia del pueblo». Quiéralo o no, el proceso de gobierno «se moraliza» con la democracia5. Aunque la cosa es más complicada y los caminos de la democracia no siempre van en línea recta. Tiene razón Jon Elster al * John Rawls, «The Priority o f Right and Ideas o f ihe Good», en la revista Philosophy and Public Affairs, otoño, 1988. pág. 263. * Cfr. William N. Nelson, La justificación de la democracia. Ariel, Barcelona, 1986, págs. ISI y sigs.
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advertir que esa función moralizadora es un «producto secundario» de la democracia, no algo que ésta pueda proponerse intencionadamente. De acuerdo con sus tesis sobre los mecanismos de la acción racional, Elster piensa que el gobierno democrático no puede ni seguramente debe tener un programa de producción de ciertos efectos como el de la educación de los ciudadanos. Tenerlo im plicaría de inmediato la evaporación de los efectos. Los cuales se dan, efectivamente, pero por otras razones: el ejemplo, la tarea común, las costumbres los traen consigo. La política no es the agonislic display o f excellence que suele creerse. Al contrario, y citando a Tocqueville, «la democracia no proporciona a la gente el más hábil de los gobiernos, pero hace lo que el más hábil de los gobiernos jamás haría: extiende, a través del cuerpo social, una ac tividad incesante, una fuerza superabundante y una ener gía que no se encuentra en otro lugar, la cual, aunque esté poco favorecida por las circunstancias, puede hacer maravillas». En efecto, remeda Elster, la política es muy pragmática y no un bien en sí mismo, es el instru mento para dirimir conflictos y tomar decisiones peren torias y, finalmente, económicas; «el debate político se ocupa del qué hacer, no de lo que debería ser». Lo im portante, en la política como en el juego, es ganar, no participar6. Pero, por real y pragmática que sea la política, por im perfecta que sea, la simple voluntad de mejorarla debería tener ciertos efectos secundarios, como el de educar en unas ciertas virtudes, la posesión de las cuales es el reconocimiento de las obligaciones concomitantes a los derechos fundamentales. Está bien que se esgriman los de rechos como derechos del individuo frente a posibles agre siones e intervenciones del Estado o de la sociedad, pero conviene aclarar al mismo tiempo que esos derechos serán* * Jon Elster, «The market and the forum: three varictics o f political theory». en Jon Elster and Aanund Hylland. eds., Fmuidaiions o f Social Chotee Theory, Cambridge Universily Press. 1987, págs. 103-132.
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palabras vacías si no implican unas obligaciones que afec tan no sólo al Estado y a las diversas instituciones, sino también a los individuos. ¿Qué pueden significar y cómo podrán realizarse los llamados derechos sociales si no ge neran unas actitudes propicias a ellos? Para ello hace falta la ética, para recordar que existen unos derechos los cua les no serán realidad sin una cierta dosis de voluntarismo personal, social y político. La teoría del contrato hobbesiana pretendía responder a la pregunta ¿cómo es posible el orden social? Dicho de otra forma, ¿qué fuerza al individuo a someterse al poder del Estado? Hoy la pregunta es otra. La economía y la política liberales abonan el terreno para que el individuo se ocupe sólo de sí mismo. Lo que la ética ha de explicarle es ¿por qué debe ocuparse también del otro? Explicárselo añadiendo que el otro es parte de mi ser pues las fronteras de la identidad personal son más que difusas. El movi miento ecologista, el feminismo, el pacifismo son mués* * tras de la dirección emprendida por la tarea emancipatoria de la humanidad. A favor de unos bienes insospe chados en otro tiempo, pero bienes que amplían el horizonte de eso que Rorty llama la «común humani dad»7, que es lo que, en definitiva, se trata de descubrir y conquistar. Para lo cual es importante subrayar el ca rácter positivo o afirmativo que han de tener las virtudes. La referencia al otro, la disposición hacia él, ha de tra ducirse en una voluntad expresa y explícita de acerca miento a sus problemas y conflictos, en el reconocimiento activo de que su vida «me interesa» también a mí. Agnes Heller, en un espléndido texto sobre las «virtudes cívicas» ha insistido especialmente en ese aspecto afirmativo que debe caracterizar a las virtudes8. 7 Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge University Press, 1989. * Agnes Heller y Ferenc Feher, Políticas de la postmodernidad, Pe nínsula, Barcelona, 1989, págs. 214-231.
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Queda por enumerar la lista de esas virtudes públicas que vengo defendiendo. La primera es, por supuesto, la justicia, pero su misma prioridad la elimina de este es tudio. Por su importancia, la justicia es más que una sim ple virtud puesto que ha de materializarse, para ser eficaz y operativa, en una legislación, en unas instituciones. La justicia —los derechos de la igualdad y la libertad— es ese lelos o fin último hacia el que debería tender la so ciedad democrática y no puede reducirse a una cualidad o modo de ser de los individuos. Su forma de ser justos consistirá, por el contrario, en luchar por unas leyes y unas instituciones justas. Para ello es preciso que posea esas otras virtudes a las que aquí me refiero. De la justicia sólo conocemos leves y esporádicos destellos. No sabemos cómo es la sociedad justa, aunque queremos que la nuestra lo sea. Ese querer implica una predisposición que puede y debe concretarse en una serie de disposiciones. De ellas, tal vez entendamos mejor su significado negativo, lo que no son, pero esa es ya una vía para definirlas. Digámoslo ya de una vez, los miembros de una sociedad que busca y pretende la justicia deben ser solidarios, responsables y tolerantes. Son éstas virtudes o actitudes indisociables de la democracia, condición necesaria de la misma. Hoy nos encontramos, además, con otra virtud, la que cualifica el trabajo o la acción más específicamente humana: la profesionalidad. El buen profesional es, exactamente, un «virtuoso» de su trabajo. No sólo lo es, sino que recibe un reconocimiento social por ello. Pero a esa virtud puede ocurrirle algo similar a lo que ocurría con la valentía entre los griegos: puede volverse contra las demás y negarlas. Por eso la suscribo, pero con reparos. Maclntyre señala distintas acepciones de virtud, según las épocas. Para Homero, la virtud es una cualidad por la cual el individuo desempeña bien su papel social; para Aristóteles o Tomás de Aquino, la virtud es la cualidad que permite que el individuo progrese hacia el logro del fin específico humano; para Benjamín Franklin, la virtud es una cualidad útil para conseguir el éxito terrenal y
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celestial. Hoy habría que decir que la virtud es una cualidad —o una serie de ellas— favorable al ejercicio y al perfeccionamiento de la democracia representativa. Pese a Musil y a los profetas de la posmodernidad, no podemos aceptar la idea de un hombre «sin cua lidades».
II.
LA SOLIDARIDAD
La solidaridad es una virtud sospechosa. No ha sido un concepto frecuente ni central de la ética, sino una no ción lateral con la que se ha contado sin otorgarle excesiva importancia teórica. La virtud clave de la ética ha sido, por el contrario, la justicia. Virtud cardinal que, en cierto modo, constituye la materialización de todas las demás virtudes. Y hay que decir que la justicia es, en realidad, la ética, la virtud propiamente dicha. En efecto, la justicia es la condición necesaria, aunque no suficiente, de la fe licidad, el fin último de la vida moral. Donde no habita la justicia, ni siquiera como ideal o como búsqueda, la dignidad de la persona es mera palabrería. A fin de cuen tas, la justicia intenta hacer realidad esa hipotética igual dad de todos los humanos y la no menos dudosa libertad en tanto derechos fundamentales del individuo. Derechos que son el requisito de una calidad de vida que debe ser objeto luego de conquista individual. Es decir, para que el individuo pueda vivir bien ha de tener cubiertas sus necesidades básicas, de forma que sus preocupaciones no se orienten exclusivamente hacia la supervivencia, sino a alcanzar una forma de vida verdaderamente humana. Ahora bien, la realización de la justicia es algo que de pende, en buena parte, de la buena voluntad de los in dividuos —o de los ciudadanos—, puesto que la justicia es básicamente una virtud política. Pero no sólo depende de la buena voluntad. Por bien dispuestos que se encuen
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tren los miembros de una sociedad hacia los fines e in tereses colectivos, éstos no verán la realidad si no en cuentran un soporte material e institucional adecuado y favorable.' Los buenos sentimientos —la solidaridad— ayudan a la justicia, pero no la constituyen. Por otro lado, constatamos que la justicia es imperfecta. Por tres razones principalmente. Primero, porque debe atender a las ne cesidades e intereses generales y toma cuerpo en la ley, esto es, en la uniformidad, la intransigencia y el castigo. La justicia distribuye y retribuye en general, no llega a todos ni puede reparar en excesivas diferencias. Segundo, la justicia nunca es total, nunca llega a realizarse del todo. Necesita ser compensada con sentimientos de ayuda, de amistad, de colaboración, de reconocimiento del otro. Tercero, porque la vida misma es injusta y la igualdad natural es un mito. ¿No es injusto envejecer y morir? ¿No hay hombres y mujeres más y mejor dotados que otros? ¿No hay países inevitablemente condenados a la miseria, por lo menos durante varias generaciones? ¿No hay, a lo largo de la vida, una serie de azares que desbaratan todas las previsiones?1. Pues bien, por todas estas razones que socavan y empequeñecen el ideal de la justicia como único fin, es preciso cuidar y atender a otro valor vecino de la justicia, el valor que consiste en mostrarse unido a otras personas o grupos, compartiendo sus intereses y sus ne cesidades, en sentirse solidario del dolor y sufrimiento aje nos. La solidaridad es, pues, una virtud, que debe ser en tendida como condición de la justicia, y como aquella me-* ' Pierre Aubenque, en el genial libro La prudence chez Aristoie, en tiende que la virtud de la prudencia caracteriza la ética aristotélica como «humanista» y «trágica» a un tiempo. La prudencia es central preci samente porque «la vida del hombre se mueve entre dos azares: el azar fundamental del nacimiento, que hace que la buena naturaleza no esté repartida por igual; el azar residual de la acción, que hace que los resultados no sean nunca del todo previsibles» (ibíd., P.U.F., 1963, pág. 17). Pues bien, esa indeterminación que tan bien refleja el estudio de Aubenque, obliga a confiar en virtudes de menor alcance que la de la justicia.
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dida que, a su vez, viene a compensar las insuficiencias de esa virtud fundamental. La justicia necesita el complemento de la solidaridad, sea cual sea el grado de realización que haya alcanzado. Precisamente los países y sociedades más avanzadas, con un producto interior bruto y una renta per cápita eleva dos, con unos servicios sociales o públicos satisfactorios —educación, sanidad, transporte dignos y operativos—, las sociedades donde todo funciona, suelen ser la imagen más evidente de las insuficiencias de la justicia. Parece existir una relación proporcional entre la mayor abun dancia y riqueza de una sociedad y el menor grado de solidaridad de sus miembros. Suecia o Alemania no son un ejemplo de reconocimiento y ayuda al prójimo. Son países insolidarios en más de un aspecto, interesados en sus propios fines, con ciudadanos que alcanzan las cotas máximas del individualismo o el narcisismo. La justicia que haya en ellos no parece fruto de una real cooperación ciudadana, sino de una política social asumida y aceptada y, sobre todo, de unas condiciones de riqueza y abun dancia considerables. Diríase que a mayor desarrollo co rresponde menor grado de humanidad. El desmembra miento de la unidad familiar, la tecnifícación de los ser vicios básicos, la burocracia administrativa o las múltiples agresiones de las concentraciones urbanas muestran a dia rio la falta de espacios para la ayuda o la comprensión, la falta de sentimientos de compasión, generosidad o sim patía. Lo cual no hace sino constatar lo que he dicho al prin cipio: la solidaridad es una virtud sospechosa porque es la virtud de los pobres y de los oprimidos. El desahogo y el bienestar materiales, al parecer, producen individuos egoístas e insolidarios, despreocupados de la suerte del otro y de los otros. Porque donde no hay justicia, aparece la caridad. Pero mi tesis no es esa. Lo que pretendo de mostrar aquí es que, incluso donde hay justicia, tiene que haber caridad. Que el Estado no resuelve ni podrá resolver nunca todas las necesidades y carencias de la vida hu
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mana. La justicia no es perfecta ni constituye la totalidad de las exigencias éticas. Mi objetivo es explicar la soli daridad como condición, pero, sobre todo, como com pensación y complemento de la justicia. No me refiero, por supuesto, a esa caridad «cristiana» que ha servido de masiadas veces para encubrir lacerantes injusticias, sino a una solidaridad bien entendida que venga a contrarres tar, por la vía del afecto, las limitaciones de lo justo. La solidaridad es una práctica que está más acá pero también va más allá de la justicia: la fidelidad al amigo, la com prensión del maltratado, el apoyo al perseguido, la apuesta por causas impopulares o perdidas, todo eso puede no constituir propiamente un deber de justicia, pero sí es un deber de solidaridad. U n a v ir t u d d e s e g u n d o o r d e n
Un buen número de filósofos vendría a corroborar, de diferentes maneras, lo que he dicho hasta ahora. Empe cemos por Aristóteles, quien, además de insistir repetidas veces en los defectos de la ley —impersonal y universal— para aplicarse a las necesidades de cada individuo, coloca, al lado de la justicia, a la amistad. La relación amistosa es esencial para el ser humano, el animal que tiene logos, que habla y, por tanto, convive con otros. De ahí que la amistad sea más necesaria que la justicia. En efecto, es cribe Aristóteles, «la amistad es lo más necesario para la vida..., sin amigos nadie querría vivir aunque tuviera to dos los otros bienes... En la pobreza y en las demás des gracias consideramos a los amigos como el único refu gio»2. Hay que notar que el concepto aristotélico de amis tad es aristocrático en sumo grado: la amistad, para Aristóteles, sólo es posible entre iguales, porque no bus camos en ella la asistencia y ayuda del amigo —la utili dad: ésa es una amistad imperfecta—, sino el reconoci 2 Ética nicomáquea, 1115a.
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miento de nuestro ser y de nuestras cualidades en el otro. El amigo como espejo de mi alma. Es, pues, la amistad la expresión de la autocomplacencia, del quererse uno mismo en la persona del otro que, en un sentido funda mental, es —diríamos— un alma gemela. Pues bien, esa amistad griega viene a cubrir una necesidad que la justicia no llega a satisfacer porque no puede hacerlo. El ámbito de la justicia no lo constituyen las relaciones interperso nales, sino las relaciones entre la clase de los gobernantes y la de los ciudadanos, o la relación más impersonal aún entre los ciudadanos y las leyes. La amistad como valor ético desaparece con los últimos estoicos. El cristianismo transforma esa relación en la del amor fraterno, la caridad, que es ya otra cosa: el reco nocimiento de la igualdad de todos los seres humanos ante Dios y el subsiguiente precepto de amor mutuo. La insistencia en el amor fraterno es tal que en demasiadas ocasiones ha contribuido al olvido del deber de justicia. No obstante, también la caridad ha sido vista como prin cipio político cristiano favorable a la organización y uni ficación de lo público. San Agustín, por ejemplo, en De civitate Dei expresa la urgencia de algo que una y rela cione a los hombres que han perdido su interés en el mundo común y que, sin embargo, deben seguir mante niendo unos vínculos comunitarios. La modernidad da un paso adelante en la conquista de la igualdad, proclama la igual condición de todos los in dividuos frente a la ley y adopta una actitud más defensiva que solidaria. Se trata de defender al individuo y a sus propiedades frente al poder del Estado o la intervención de la sociedad. Las éticas modernas comparten lo que llamo «el prejuicio egoísta», según el cual el individuo —egoísta por naturaleza— sólo se quiere a sí mismo. De ahí que haga falta una teoría del contrato social para ex plicarle las razones de la necesaria sumisión al Estado o a la ley. Sólo algún filósofo se aparta de tal esquema para basar las normas morales no en la convicción racional, sino en el natural sentimiento de simpatía. Me refiero, sin
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duda, a Hume. En su opinión, la benevolencia es una vir tud «natural» que, sin embargo, necesita ser encauzada por la virtud «artificial» de la justicia, de la que, en de finitiva, depende el orden social. El sentimiento de be nevolencia —que viene a ser el nombre de la solidaridad— no basta. Pero ahi está, sin embargo, como fundamento. Adam Smith, por su parte, compara la justicia con la beneficiencia indicando que, asi como aquélla es de estricta y forzada observancia, la beneficiencia es una virtud libre, que no puede ser impuesta por la fuerza ni su falta so metida a castigo. Finalmente, una filosofía política nada parecida a la de Hume o Smith, como la de Rousseau, ve igualmente la necesidad de vínculos que refuercen las obli gaciones de la justicia. El fin de la política es la formación de una voluntad general, de una agregación de volunta des, pero a largo plazo. Entre tanto, es preciso mantener la cohesión social, lo que se conseguirá fomentando eso que Rousseau denomina «religión civil» y que está cons tituida por unos dogmas reguladores o productores del «sentimiento de solidaridad» necesario para agrupar a quienes, en principio, carecen de interés en permanecer unidos. Otro momento en la gestación de la solidaridad lo en contramos en la mística de la fraternidad propia de los revolucionarios franceses. Valor que, pese a haber pasado a la historia junto a los de la igualdad y la libertad, sin embargo no figura junto a ellos en el frontispicio de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. No es, en efecto, casual que los tres derechos fundamentales fueran la igualdad, la libertad y la propie dad, valores nacidos de la desconfianza mutua y poco compatibles con una supuesta hermandad universal. Aparte de las connotaciones religiosas que el valor de la fraternidad pudiera tener, y que contribuyeron, sin duda, a hundirlo rápidamente en el olvido, nos preguntamos cómo es posible que dicho valor se desarrollara al lado del derecho de propiedad. La propiedad era la condición de la justicia, lo que daba a los ciudadanos la categoría
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de seres libres e iguales. Entre tales derechos, la Frater nidad no podia ser vista sino como una semilla de con fusión y contradicciones inaceptables. Una igualdad «fra ternal» llegada a ser insoportable, como lo expresa iró nicamente Rivarol: «los negros en nuestras colonias y los sirvientes en nuestras casas pueden, con la Declaración de derechos en la mano, arrojarnos de nuestras posiciones. ¿Cómo es posible que una Asamblea de legisladores haya pretendido ignorar que el derecho de naturaleza no puede existir un instante al lado de la propiedad?»5. Serán los socialistas utópicos, y, más tarde, ciertos pen sadores anarquistas, como Kropotkin, quienes decidida mente conviertan a la solidaridad en la base de sus pro puestas. Valga a modo de ejemplo de socialista utópico, la alusión a Louis Blanc quien lamenta que la Revolución francesa olvidara una de sus dos revoluciones. La pri mera, de carácter individualista, en defensa de la libertad y contra el principio de autoridad, supo llevarla a cabo. Pero la otra, en nombre de la fraternidad y contra los excesos del individualismo, la doctrina que poseia en ger men los principios del socialismo no llegó a triunfar4. En cuanto a Kropotkin, su «moral anarquista» es, sin duda, la propuesta más optimista de la filosofía moral. Entiende que la solidaridad es una ley de la naturaleza, un senti miento de adhesión al grupo y a la especie irrefutable. Ese fundamento «naturalista» permite concebir la moral no como un cómputo de deberes y normas, sino como la bús queda del placer y la repulsa del dolor, esto es, una moral utilitaria pero que no tiene como sujeto del placer al in dividuo, sino a la sociedad. Pues es cierto que «en toda sociedad humana, la solidaridad es una ley de la natu raleza infinitamente más importante que la lucha por la* 1 A. Seboul, La Revolución Francesa, Critica, Barcelona. 1987, pá gina 78. * Cfr. Jesús González Amuchastcgui. Louis Blanc y los orígenes del socialismo democrático. Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid. 1989, pág. 250.
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existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses en sus refranes a fin de embrutecernos lo más completamente posible»5. Esa solidaridad, ese «apoyo mutuo», es el suelo sobre el que se levantan los sentimientos de la justicia, la equidad, la igualdad o la abnegación. No es de extrañar que una convicción tan radical en el sentimiento de so lidaridad permitiera aunar al individuo con el comunismo sin mayor esfuerzo. En definitiva, según Kropotkin, la felicidad sólo se logra a través de la cooperación. El marxismo, y no sólo él, también los existencialismos y los positivismos de principios de siglo, arrasaron y ba rrieron los restos de una moral basada, a fin de cuentas, en la buena voluntad del individuo. Nada iba a cambiar si no cambiaban antes las condiciones materiales, y tal vez ni siquiera esa transformación conseguiría cambiar al individuo. Esas criticas radicales fueron provechosas y acabaron definitivamente con el individualismo metodo lógico —con el solipsismo al fin— de las teorías típicas de la modernidad. A pesar de Nielzsche, la incapacidad del individuo para pensar en solitario es hoy evidente. Prueba de ello es la importancia teórica adquirida por el lenguaje. O, mejor, por la comunicación. Que uno de los libros fundamentales de la filosofía de hoy se titule Teoría de la acción comunicativa no es un hecho desprovisto de significado. Aun asi, pese al lugar central de la comunicación como espacio de donde deben brotar las decisiones éticas, se insiste poco, por parte de los filósofos de la moral, en la formación de unas costumbres —de un ethos— que fa vorezca y ayude al procedimiento democrático en busca de la justicia y que, a su vez, compense las deficiencias de ese movimiento. Dos son las teorías que hoy marcan el camino de la filosofía moral y política: la teoría de la justicia de John Rawls y la teoría de la acción comuni cativa de Habermas. Pues bien, en ambos casos, de lo que 5 P. Kropotkin, La moraI anarquista, cit. por Ángel J. Cappcllelti, El pensamiento de Kropotkin, Zero. Madrid, 1978, pág, 125.
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se trata es de proporcionar los criterios de la sociedad justa —bien ordenada, dice Rawls—, o de la decisión y acuerdo justo y racional, según Habermas. Criterios ge nerales para que la acción colectiva sea justa, pero con insuficiente atención a las mediaciones, al escenario, a las costumbres o a las virtudes que deberían poseer los miem bros de las sociedades que quieren regirse por tales cri terios. Rawls, en su Teoría de la justicia, afirma que el «sentido de la justicia», que es el principio de la socia bilidad humana, la manifestación del amor a la huma nidad, es una actitud natural cuyo valor moral, sin em bargo, no precede sino es una consecuencia del consenso sobre los principios de la justicia. Es cierto que, en escritos posteriores, Rawls matiza dicha tesis explicando cómo la prioridad de la justicia sobre las distintas ideas del bien no significa que la justicia y el bien no se complementen entre si. Significa tan sólo que una doctrina política liberal no puede imponer una concepción común de vida. Pues hay que distinguir entre una concepción «política» y una concepción «comprehensiva» —religiosa, moral— de la justicia. Si esta última proporciona —digámoslo asi— una idea o modelo de lo que debe ser una buena persona, la concepción política no lo hace porque es una «concepción de la política, no de la vida entera». Ello quiere decir que si tiene ideas del bien, deben ser ideas políticas, subor dinadas, por tanto, a la concepción política de la justicia o de los bienes primarios. El liberalismo político se apoya en la neutralidad tanto del procedimiento como de los objetivos. Puede, ciertamente, afirmar y alentar ciertos valores o virtudes morales, pero sólo porque contribuyen a afianzar la justicia. «Asi, el análisis de la justicia como equidad incluye el análisis de ciertas virtudes: las virtudes de la justa cooperación social, tales como la cortesía y la tolerancia, la razonabilidad y el sentido de la equidad»6. Pero sólo serán compatibles con el liberalismo político las* * John Rawls, «The Priority o f Right and Ideas o f the Good». en Philosophy and Public Affairs, Fall, 1988. págs. 251-276.
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virtudes políticas sujetas a los principios de la justicia o dirigidas al fin de la cooperación social. A diferencia de las teorías platónica o aristotélica, de las religiosas me dievales o de los Estados católicos o protestantes de la primera modernidad, la forma liberal de pensar excluye toda ideología sobre la conducta esencial de la persona. A fin de cuentas, la sociedad justa debe permitirlo todo, cualquier forma de vida, salvo aquella que impide la im plantación de la justicia misma. Ha de intentar que los fines de la justicia se cumplan, alentando un cierto grado de lo que Rawls llama «virtudes políticas», que son las virtudes de la participación democrática. Sin embargo, de ahí no se sigue —no se sigue de una teoría política libe ral— que la vida política sea el ideal o la mejor forma de vida. He de decir que comparto totalmente esa visión de Rawls de las «virtudes politicas» como las únicas virtudes de las que debe hablar la ética, es decir, comparto la con cepción de las virtudes como algo que no configura ne cesariamente una forma de vivir, sino que consiste en el conjunto de cualidades que debería poseer el ciudadano de una sociedad en busca de la justicia. Sólo le reprocho a Rawls que no dedique más espacio que el párrafo citado a desarrollar y especificar el sentido y alcance de las «vir tudes politicas». La teoría de la acción comunicativa de Habermas no propone un modelo de sociedad ni —lo que me interesa ahora— un modelo de persona. Por el contrario, sitúa el origen y fundamento de la ética en la comunicación hu mana puesto que sólo a través del diálogo será licito ob tener acuerdos éticos, es decir, racionales. Tiene que ser, por supuesto, un diálogo que cumpla él mismo las con diciones exigidas por la racionalidad, un diálogo simé trico. Dicho de otra forma, el diálogo de la democracia perfecta. Si ésta fuera realidad, todas las decisiones serían justas. Ahora bien, dado que la simetría total de los par ticipantes en cualquier tipo de diálogo —más aún en el politico— no existe ni existirá nunca. Dado que el dis curso político —y ético— trata siempre de cuestiones opi-
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nubles, de puntos de vista cuya validez no es objetiva, el diálogo justo no podrá medirse sólo por el criterio de si metría, sino también por la dosis de buena disposición, de voluntariedad, de deseo de cooperación y no entor pecimiento. La solidaridad —además de la simetría— es un deber y una exigencia del diálogo racional. Pero, por lo que yo sé, Habermas habla poco de esa buena dispo sición hacia el diálogo y demasiado de las condiciones de la comunicación perfecta. Los dos grandes santones de la filosofía moral contem poránea reciben críticas de otras perspectivas no del todo afines con sus puntos de partida. El sociólogo Maclntyre es uno de ellos. A su juicio, ninguna virtud —ni la justicia ni la solidaridad— es posible en estos tiempos, puesto que no somos una «comunidad», no tenemos unos mismos fines ni compartimos idénticos intereses. La ética, para Maclntyre, habría terminado en un cómputo de deberes sin fundamento ni explicación, y la única forma de sal varla sería por la transformación de nuestras sociedades desmembradas en comunidades menores al estilo de la ciudad griega. Una solución a todas luces ¡nviable, im pensable, e incluso, indeseable. Cercano a él, sin embargo, el neopragmatista americano Richard Rorty, tal vez el primer y más rotundo detractor de los discursos fundamentalistas, afirma la inutilidad de la pregunta ¿por qué ser solidario y no cruel? Sólo los teólogos y metafisicos piensan que hay respuestas teóricas satisfactorias a pre guntas como esa. Por el contrario, hay que afirmar que «tenemos la obligación de sentirnos solidarios con todos los seres humanos» y reconocer nuestra «común huma nidad». Explicar en qué consiste ser solidario no significa tratar de descubrir una esencia de lo humano, sino insistir en la importancia de ver las diferencias (raza, sexo, reli gión, edad), sin abdicar del «nosotros» que nos contiene a todos. Se puede —y se debe— ser etnocéntrico haciendo cada vez más amplio el universo común del «nosotros». La solidaridad es. en suma, una posibilidad —y un im perativo— de ningún modo contraría al cuidado de cada
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uno por su propia persona. Ni los nietzscheanos ni los habermasianos tienen razón en sus posturas radicales —irracionalista una, fundamenlalista la otra—: es posible unificarlas en ese empeño que Rorty llama «el liberal iró nico» 7. La s pa r a d o ja s d e la DE LA COMUNICACIÓN
s o c ie d a d
Una de las inquietudes de nuestro tiempo es la bús queda de identidades nuevas: necesitamos una idea de so cialismo, una idea de Europa, una idea de nuestras rela ciones con América o con el tercer mundo, una idea de quienes somos más allá de puros trabajadores y consu midores. Esa búsqueda supone fomentar una serie de ac titudes y sentimientos que indiquen cómo queremos ser. Es una búsqueda que requiere cambios teóricos y prác ticos más radicales de los que se han producido con la posmodernidad, cuya manifestación tal vez más caracte rística ha sido la llamada «debilitación» del pensamiento: el abandono de las teorías fuertes de la racionalidad a favor de teorías que entienden la acción racional como algo menos lineal y coherente, como estrategias no siem pre programables o previsibles. Ese giro que asume con todas sus consecuencias la vieja convicción de que «la carne es débil» aun cuando la razón sea fuerte —véanse las propuestas de Jon Elster o Derek Parfit—, es ya una muestra de que el paradigma de la filosofia para com prender la acción humana y proponer comportamientos racionales ha cambiado. El punto de partida no es ya la conciencia solipsista, sino la intersubjetividad comunica tiva, es decir, el lenguaje con sus reglas y usos fácticos, la experiencia de la comunicación con todas las asimetrías, 7 Cfr. A. Maclntyre, Tras la virtud, Critica, Barcelona. 1988, y Ri chard Rorty, Contingency. irony, and solidarity, Cambridge University Press, 1989.
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estereotipos y manipulaciones que la conforman. Las con cepciones de la persona más innovadoras —así, la de Derek Parfit— tienden a alejarse tanto del egoísmo meto dológico hobbesiano, como de las teorías impersonales utilitaristas, para tener más en cuenta «lo que hacemos todos juntos» —ensuciar los ríos y los mares, contaminar el aire, exterminar especies animales, acabar con los bos ques—. El principio y el fin de la vida personal no está nada claro. Lo prueban también temas de discusión tan corrientes hoy día como los del aborto o la eutanasia: ¿cuándo empieza o acaba realmente la vida y de qué cri terios depende el determinarlo?8. En la base de todas estas dudas se encuentra la gran duda epistemológica sobre el sentido de la verdad. No son ya las ciencias humanas las únicas que condicionan la validez de sus asertos al modo de descubrirlos. También las ciencias naturales se ven abandonadas a la contingencia de la comunidad de cien tíficos. De ahí ía debilidad o fragilidad del pensamiento que corrobora la afirmación de Wittgenstein: «todo lo que es podría ser de otra manera». Si el punto de partida teórico es la comunicación o la intersubjetividad, el camino a favor de una justicia soli daria debería ser fácil. Pero ni la teoría ni, mucho menos, la práctica se desarrollan en ese sentido. La sociedad de la comunicación y de la información es una realidad pa radójica en la que conviven con idénticos derechos el plu ralismo de puntos de vista y el individualismo. Desde am bas perspectivas no es posible resolver ninguno de los con flictos que nos desazonan colectivamente: los desastres ecológicos, el hambre del tercer mundo, las enfermedades imprevistas como el SIDA, los accidentes y catástrofes insospechados, las consecuencias de las nuevas tecnolo gías. En muchos casos no hay opiniones formadas para hacer frente a tales desastres; en otros, los intereses cor" Cfr. Derek Parfit. Reasons and Persons, Oxford University Press. 1984. Y también. Jon Elster, Uvas amargas. Sahre la subversión de la racionalidad. Península. Barcelona. 1988.
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porativos o privados impiden analizar con justicia las si tuaciones o incluso reparar en ellas. En cualquier caso, los criterios de la justicia tropiezan con una indiferencia generalizada respecto a aquellos asuntos que teóricamente debieran concernirnos a todos, pero que en realidad nos afectan menos que otros problemas que vemos más cer canos. Los medios de comunicación informan puntual mente de todo, pero de un modo tan frío, que todos los males del mundo siguen sin afectar realmente a nadie. Diriase que los «pecados» de nuestro tiempo son pecados sin pecador. La pluralidad de puntos de vista y el desin terés mutuo son indicios de patente insolidaridad y de falta de responsabilidad. No faltan exigencias ético-politicas para una solución —o, por lo menos, comprensión— de cuanto nos concierne á todos. Exigencias que apuntan unánimemente al Estado como único y principal respon sable de los problemas comunes. Por supuesto que sin un poder centralizador que controle, priorice y proporcione recursos, ninguna cuestión colectiva llegará a verse como problema que debe ser atendido *. Pero tanto para recabar esa atención como para mantenerla y apoyarla, conviene predicar la solidaridad. Una de las lacras de la sociedad actual es, por ejemplo, la droga. Las medidas para eli minarla son diversas, desde la atención médica y recu peración de la drogodependencia a la despenalización de la droga, pasando por la persecución de sus agentes. To das esas medidas precisan de intervenciones poderosas y centralizadas, pero, al mismo tiempo, necesitan la soli daridad de los ciudadanos a todos los niveles. Lo mismo cabe decir de la deficiente calidad de tantas vidas, de las desigualdades vergonzosas a lodos los niveles —poder, sexo, nacionalidad, raza—. Responder a tales desigual dades implica, ciertamente, cambios en la política eco * Tiene razón sobre este punió Francisco Laporta en «Sobre la pre cariedad del individuo en la sociedad civil y los deberes del Estado de mocrático», en Sociedad civil o Estado. ¿Reflujo o retorno de ia sociedad civil?, Fundación Friedrich Ebert. Madrid, 1988. pág. 29.
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nómica, pero también en las actitudes sociales, en la con cepción del ciudadano y de sus obligaciones. Es muy cierta la observación de que el Estado benefactor tiende a tratar los problemas de la vida privada —vejez, enfer medad, educación— «de una forma juridico-burocrática, que en vez de lograr la integración social, lo que fomenta es la desintegración de esos ámbitos de vida»l0. El objetivo de una sociedad con exigencias éticas es la ordenación justa y la plena conciencia por parte de los individuos de sus obligaciones y actitudes —de sus vir tudes o disposiciones— como ciudadanos. Lo que signi fica que han de cambiar ciertas instituciones —los par tidos políticos, por ejemplo, no parecen el mejor sistema de engendrar conciencia cívica; a su lado, en cambio, los movimientos sociales se muestran más convincentes y con mayor poder de convocatoria—, y han de cambiar tam bién las actitudes. Y quizá sea menos difícil que cambie lo primero que lo segundo. El desarrollo del feminismo lo muestra con creces: una vez han cambiado las leyes y, jurídica o institucionalmente, la igualdad de sexos es casi un hecho, las actitudes siguen favoreciendo la desigualdad y la discriminación. ¿Por qué? Porque es más fácil cambiar una ley que modificar las costumbres de los individuos. Asi, a la exigencia de justicia —de leyes justas— hay que añadirle la de ser solidario y responsable porque —in sisto— la justicia atiende sólo a lo general y, desde la generalidad, no siempre se favorece al más necesitado ni sale ganando el que debería ganar. La falta de solidaridad revierte en una deficiente vida pública. Una vida pública como el compromiso por ir descubriendo los intereses comunes de la sociedad. Aquí deberíamos recordar las lecciones de la teoría del contrato social rousseauniana que entiende el contrato como la cooperación en la producción de la voluntad general. No como Hobbes, y en parte también Rawls, que conciben Reyes Mate, en Socialismo y cultura, Jávea. 1988 (ponencia me canografiada).
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el contrato como una hipótesis lógica que explica y jus tifica el poder estatal o los principios de la justicia: hay que acatar esos principios porque, en un supuesto estado de naturaleza —de imparcialidad e igualdad— todos los suscribiríamos. Más que esa explicación filosófica, la práctica conduce al convencimiento de que existe o debe existir una suerte de cooperación entre los miembros de una sociedad para hacerla más justa. Es decir, un pacto de solidaridad. Reconozcamos, sin embargo, que no todo es negativo en la tendencia al individualismo. Junto al aspecto condenable —egoísmo, no compromiso, indife rencia, hedonismo, culto a la propia persona, incluso corporativismo—, el individualismo ha generado un disgusto por la violencia, por los apartheid. una preocupación por los derechos humanos fundamentales que son, ante todo, derechos del individuo, una sobrevaloración de la tole rancia. El individuo se busca y se cuida a sí mismo, pero tiende a reconocer el igual valor que le debe al otro. Res peta las ideas que no son las suyas. De no ser así, no reprobaríamos unánimemente ciertos fanatismos, no sólo por crueles e inhumanos, sino por anacrónicos ". Por otra parte, la conquista de la vida privada por la modernidad, tal vez produzca, con el tiempo —y por el hastío de la misma privacidad— un flujo contrario hacia la vida pú blica. Es la tesis de A. Hirschmann según la cual las os cilaciones de lo público a lo privado y viceversa son co rrientes en el devenir de las sociedades12. Asi como la ideología de la mano invisible de Adam Smith facilitó el tránsito de lo público a lo privado —¿por qué ocuparse de los asuntos públicos si funcionan bien atendiendo cada cual a sus asuntos privados?—, es posible que la actual ideología de lo privado se vea contrarrestada por una cre ciente incidencia en lo público. Lo que significa compen-*1 " Cfr. Lipovelsky, La era del vacio, Anagrama. Barcelona, 1986. 11 A. O. Hirschmann, Interés privado y acción pública. Fondo de Cultura Económica, 1986.
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sar esas escasas y limitadas solidaridades que nacen en la vida privada y en las corporaciones de diverso tipo. No nos llevemos, sin embargo, a engaño. El discurso a favor de la solidaridad —de una justicia solidaria— no debe ser entendido como la sustitución del deber de jus ticia por la educación en la solidaridad. He insistido, creo que suficientemente, en que se trata de valores comple mentarios. Tampoco ha de entenderse la propuesta como el suspiro nostálgico por otro tipo de asociaciones o co munidades más homogéneas y unitarias. Tres últimos puntos evitarán —creo— la tendencia hacia esas inter pretaciones que pretendo ahuyentar. 1. No me he referido a un tipo de «solidaridad or gánica» como la que Rousseau pretende fomentar con la idea de una «religión civil» En ciertos ambientes, hoy parece que se espera de la ética un efecto similar al que, en otro tiempo, consiguió la religión. Pero la ética no va por ahí, por el «rearme moral de la sociedad». Esos «rear mes» son siempre peligrosos, puesto que apuntan gene ralmente a valores muy poco sociales, a virtudes dema siado privadas. Vivimos en una «época crítica» que de ningún modo ha de ser reemplazada por una «época or gánica» —según el lenguaje saintsimoniano— polarizada en torno a unas mismas creencias y convicciones. El plu ralismo es un valor que debe ser incluso fomentado contra la uniformidad que impone el imperativo del consumo. Pero se pueden mantener ideas distintas, convicciones dis pares y ser, a la vez, comprensivo, tolerante y solidario con quienes, a pesar de sus ideas, siguen siendo tan hu manos como cualquiera. A fin de cuentas, ser solidario es —como indica Rorty— ensanchar el ámbito del «noso tros». 2. La solidaridad debe ser selectiva. Y como criterio de selección, el tercer principio rawlsiano —el principio M Comparto, respecto a la «religión civil», la actitud irónica de Salvador Gincr en Ensayos civiles. Península. Barcelona. 1987, pá ginas 169-188.
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de la diferencia— es, sin duda, el más adecuado. Hay que tender los brazos de la solidaridad a los más desposeídos, a los que no ven reconocida su categoría de ciudadano o de persona. Esos que —volviendo a Rorty— están situa dos en el ámbito despectivo y despiadado del «ellos». Esa selección no siempre es fácil. Lo vio muy bien Spinoza cuando escribió que los afectos que experimentamos como necesarios son más intensos que los que no vivimos como tales pues «el deseo que surge del conocimiento ver dadero del bien y el mal puede ser extinguido o reprimido por otros muchos deseos que brotan de los afectos que nos asaltan» M. 3. La virtud de la solidaridad debe extenderse a todos los niveles: de lo más privado a lo más público. El afin camiento en la privacidad ha desarrollado, sin duda, la solidaridad para con los semejantes más próximos —el prójimo literalmente—. Esa solidaridad no es sino un modo de egoísmo, de atender únicamente a los intereses parciales y privativos de cada uno. Y lo mismo que es predicable de los individuos, lo es también de los grupos o las corporaciones. Si creemos —como lo creo— que la función básica de la ¿tica es descubrir ese inevitable «in terés común», la tarea implica el olvido o el abandono de muchos intereses privados. Cualquier causa pública, co lectiva, afecta a intereses particulares o corporativos que, en principio, se resisten a reconocer esa causa como buena y válida. E igual ocurre lo contrario: supuestos intereses públicos se anteponen a intereses grupales marginados. ¿Es posible ser solidario? ¿No estaremos imaginando una forma de vida tan alejada de la nuestra como la ima ginada por Platón en su República? ¿Es lícito mostrarse optimista? La mejor respuesta me viene de un filósofo tan poco utópico como es Gadamer. Contra tantas visiones catastrofistas, contra tantos lamentos por la pérdida de los valores de la modernidad, Gadamer rechaza y niega las razones de ese punto de vista. Porque, dice, «si real14
Ética, IV, prop. XV.
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mente ocurriera que no hubiera un simple trazo de soli daridad entre los seres humanos, fuera cual fuera la so ciedad, la cultura o clase a que pertenecieran, en tal caso los intereses comunes estarían constituidos sólo por los ingenieros sociales o por los tiranos, es decir, por una fuerza anónima o directa». Eso, sin embargo, no ocurre porque «el desplazamiento de la realidad humana nunca va tan lejos que deje de existir cualquier forma de soli daridad. Platón lo vio muy bien: no hay una ciudad tan corrupta que no realice algo de la verdadera ciudad: esa es, en mi opinión, la base para la posibilidad de la filosofía práctica»19. Sin duda alguna, sólo desde la fe y la con fianza en un mundo cada vez más solidario, sólo desde la seguridad de que la cooperación no desaparecerá de la tierra, es posible hablar de la razón práctica.
" Cfr. Richard J. Bcmstcin. Beyond Ohjeclivism and Relativixm. University o f Pcnnsyivania Press, Philadcphia. 1983. Appcndix.
III.
LA RESPONSABILIDAD
Sólo el ser libre es responsable. Sólo quien decide au tónomamente prefiriendo una entre dos o más posibili dades está en condiciones de responder de lo que hace. La responsabilidad, la autonomía y la libertad son lo mismo. Pero lo que en teoría se dice fácil, en la práctica es mucho más confuso. Decimos que somos libres, au tónomos, responsables, pero ¿entendemos realmente qu¿ significa cada uno de esos atributos del sujeto ético? La responsabilidad ha solido ir vinculada al sentimiento de culpa, ¿se mantiene aún tal vinculación? ¿Puede hablarse también de responsabilidad cuando está ausente la rela ción de causalidad entre un hecho y su agente y los males no son imputables a nadie en particular? ¿La responsa bilidad se predica sólo de los hechos pasados o también de las acciones futuras? Responder a preguntas como esas es, sin duda, complicado. Pero dejarlas sin respuesta equi vale a usar un lenguaje sin sentido. Veamos, para empe zar, qué pueden decirnos al propósito cuatro filósofos muy representativos del mundo en el que estamos. C uatro
t e o r ía s d e la r e s p o n s a b il id a d
El primero es Nietzsche, quien tiene una actitud ambi valente con respecto a la responsabilidad. Empieza por hacerla objeto de la misma crítica devastadora que des
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carga contra la moral. Luego, la rescata como atributo del ser autónomo no encadenado por la sociedad y las costumbres. En efecto, el sentido de la responsabilidad es inherente a la cultura; la civilización ha hecho al hombre «necesario uniforme, igual entre iguales, ajustado a regla y, en consecuencia, calculable». Es la responsabilidad que nace como mala conciencia o sentimiento de culpa: «con ayuda de la eticidad, de la costumbre y de la camisa de fuerza social, el hombre fue hecho realmente calculable». Y así el hombre sometido a la eticidad, sólo es capaz de obedecer y de seguir las costumbres impuestas por la sociedad, puesto que la civilización prefiere cualquier costumbre a la falta de ellas. Sin embargo, el individuo autónomo —el que no es ético— es el ser de voluntad propia, al que «le es lícito hacer promesas y responder de sí». Es aquel que posee la medida del valor, que es su propia medida y no precisa de criterios ni de pautas ex trañas. Es el que ha superado la eticidad y la domesti cación. que no es esclavo, sino libre1. Si el espíritu ético y domesticado tiene la obligación de responder ante los demás, ante la sociedad que le esclaviza y le subyuga, y se siente sobre todo responsable de sus actos inmorales, desviados, el espíritu libre, por el con trario, sólo debe responder ante sí mismo, no necesita mi rar a nadie ni compararse con nadie, puede ser auténti camente innovador. De esta forma, Nietzsche aniquila la responsabilidad moral y burguesa entendida como la ade cuación de la conducta a un código normativo y unifor mados Propone, en cambio, la responsabilidad de quien, porque es único, sólo puede responder de sí y ante si mismo. Una responsabilidad, en definitiva, reducida a monólogo, sin el vigor dialéctico de la respuesta a un su jeto otro. Para Nietzsche. la libertad consiste en la ca pacidad de no tener que rendirle cuentas a nadie sino a uno mismo.* Cfr., sobre lodo. La genealogía de la moral y Aurora.
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Olro crítico de la responsabilidad y de la moral bur guesa es Sartre. También, en su caso, la responsabilidad se configura en tomo a una especial noción de libertad. Paradójicamente, la libertad sartríana hace a cada uno responsable no de su estricta individualidad, sino de la humanidad en general. «Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres.» En efecto, a partir de la ontologia desarrollada en L'etre el le néant, Sartre hace el esbozo de una moral de situación que, a la vez, es universal por que es pura forma. Nadie debe proteger su decisión en un código o en un consejo o en una ideología. Eso es obrar con mala fe. La decisión ha de ser enteramente libre, «in ventada» en cada caso, porque cada caso es distinto. Al mismo tiempo, «nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos», con nuestra opción elegimos un pro totipo, una imagen del hombre que pensamos que debería ser2. El objetor de conciencia, por ejemplo, no elige sólo para sí: elige una conducta generalizable y que pretende transformar las costumbres y legalidades vigentes. Es res ponsable de su elección y de lo que representa como op ción futura. Nuestra responsabilidad ante nosotros y ante los demás es, así, tremenda. Tanto que produce «angus tia» puesto que ya no hay Dios que respalde ninguna de cisión. La célebre afirmación de Dostoiewski, «si Dios no existe, todo está permitido», muestra, paralelamente a la tesis sartríana, el abandono del ser humano, su falta de excusas y agarraderos. Ni Dios ni una supuesta naturaleza humana están ahi para justificar ninguna actitud. La li bertad es una condena. Ni hay una moral predeterminada, anterior a la acción, ni hay otra verdad que la que los hombres eligen como tal. Si optan por el fascismo, la ver dad será el fascismo. Esa ausencia de valores a priori de la acción concreta1 1 Cfr., especialmente. El existencialismo es un humanismo. Sur. Bue nos Aires. 1948.
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—no hay esencias, sino existencias— quiere subrayar, en realidad, la importancia de la acción para que los valores sean un hecho. El único criterio de la ética sartriana es, en efecto, actuar, hacer, inventar, en nombre de la liber tad. Sartre no aboga por el quietismo o por el inmovilismo. Ahora bien, esa libertad total, desarraigada, sin ningún contenido ni determinación, estará muy lejos de fundamentar una libertad política o una lucha emanci padora. Al contrario, como ha visto con lucidez Federico Riu, la libertad ontológica sartriana nos lleva «al más ab soluto inmovilismo escéptico o a una total irresponsabi lidad». Si la moral burguesa conducía a una existencia mediocre, el «desarraigo» conduce a la ataraxia. Pues «pretender» como Sartre que una forma de vida despo jada de su pasión radical, de su impulso y fuerza primi genios, puede seguir siendo una vida de acción y, más aún, una vida en la que el hacer alcance su máxima expresión, es pretender lo imposible por contradictorio con los pos tulados ontológicos establecidos. Pensemos en un revo lucionario como el que imagina Sartre. Sostiene la con vicción de que la vida es injustificable, de que los valores son una invención, de que toda meta conlleva el peligro de degenerar en «espíritu de seriedad». ¿Podemos ima ginar un monstruo mayor? Es el tipo de monstruo que Camus ha pintado en Los Justos en la figura del terrorista puro, cuyo secreto anhelo es, a fin de cuentas, hacer saltar el mundo en mil pedazos3. En efecto, cualquier acción permanece injustificada para aquella existencia que carece de la pasión y del arraigo procurados por los otros y por la comunidad humana. La responsabilidad es una noción burguesa, y lo que hacen tanto Nietzsche como Sartre al rechazar la moral burguesa es acabar al mismo tiempo con la idea de res ponsabilidad. La voluntad de poder o la libertad ontológica anulan al otro como aquel con quien inevitable 5 Federico Riu, Ensayos sobre Sartre. Monte Ávila Editores, Ca racas, 1968.
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mente debo enfrentarme de continuo para unirme a él o a lo que representa, o para negarlo, pero sin perder ese punto de referencia. Desvincularse de cualquier otro es desvincularse de la realidad, y el formalismo es aún ma yor. Si uno se mira sólo a sí mismo, como quiere Nietzsche, no necesita responder de sí pues toda respuesta exige un interpelante o un interlocutor. A su vez, la responsa bilidad absoluta sartriana, la responsabilidad ante o por la humanidad entera, es, sin duda, excesiva. Ciertamente, nuestras opciones no pasan inadvertidas, determinan el presente y, de algún modo, el futuro de la humanidad que es una construcción nuestra, pero nada de eso ocurre desde esa soledad radical, trágica y terriblemente angus tiosa que Sartre pronostica. Creo que no me equivoco al afirmar que la ética nace del conflicto con el otro o los otros, de la necesidad de oponernos o de no compartir del todo ciertos puntos de vista. La moral solitaria del superhombre nietzscheano carece de motivaciones, y lo mismo le ocurre a la moral descontextualizada por miedo a la mala fe que predica Sartre. Las preferencias morales no pueden proceder asi, de la nada o de la invención pura. Son, por el contrario, la expresión o consecuencia de unas pasiones y de unos lazos en lugar o por oposición a otros. La defensa por parle de Antigona de la ley no escrita es, tal vez, el primer y más radical ejemplo de lo que quiero decir. Por fortuna, el pensamiento actual ha sustituido ya definitivamente al sujeto solipsista, de donde procedían esas visiones de una supuesta moral auténtica, por la pri mera persona del plural. El individuo aislado no existe ni es capaz de hacer nada sin el concurso de los otros. Quizá se deba al marxismo más que a ninguna otra ideología la profunda convicción de que la conciencia es radicalmente social, reflejo de la realidad en la que se forma y a la que pertenece. El antisocialismo visceral de Nietzsche, y la lu cha de Sartre por conciliar los ideales marxistas con una idea de libertad, en el fondo, aun burguesa, impiden que uno y otro asuman de veras la crítica de la conciencia solipsista que hoy damos por supuesta.
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Pese a todo, el pensamiento marxista no es tampoco el mejor punto de partida para analizar en todas sus di mensiones el tema de la responsabilidad. Más bien, hay que reconocer que el determinismo inherente a ciertas ver siones del marxismo conduce a la inhibición de respon sabilidades. En definitiva, si todo es una producción so cial, el individuo acaba desentendiéndose de lo que ocurre y opta por no responder de nada. La responsabilidad y la culpa son dos conceptos que se dan la mano: uno se siente responsable de haber hecho algo que no era ade cuado, que no debía hacerse, algo anormal, imprevisto o fuera de lugar. Se siente impelido a buscar respuestas por que el orden de los acontecimientos no las proporciona, sino le exige explicaciones. Dicho de otra forma, alguien le hace culpable de una conducta inesperada. Cierto que hay también una responsabilidad difusa, la responsabili dad de quien tiene poder para tomar decisiones y tiene que dar cuenta de ellas. En tal caso, uno se siente res ponsable no porque haya hecho algo contrario a lo es perado, sino porque necesariamente tiene que actuar en algún sentido, puede escoger entre diferentes opciones y esa elección afecta a más de una vida. Digamos, pues, que uno se siente responsable después de la acción y antes de ella. La primera forma de responsabilidad es la que Nietzsche aborrecía; la segunda es la que angustiaba a Sartre. Y hay que decir que ni una ni otra son obviables; porque somos parte de distintos colectivos, porque vamos echando raíces aquí y allá, porque venimos de un pasado y proyectamos un futuro, estamos obligados a dar cuenta ante los otros de lo que hacemos, a título personal o plu ral. Es decir, cada uno es responsable, pero no desde el vacío de una existencia sin normas previas, porque eso es falso. La responsabilidad supone diálogo, disparidad, opcionalidad, pluralidad de perspectivas; y también, previ sión, expectativa, integración, orden. Porque la relación con los otros es inevitable y nece saria cuando pensamos en la ética, Max Weber denomina
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con acierto «ética de la responsabilidad» a la ética del político. El político, en efecto, no puede atenerse sólo a sus convicciones o principios como la sola justificación de sus acciones. Contrariamente al parecer de Kant que no dudó en hacer suya la máxima fíat iustitia percal mundos, Weber piensa que el político ha de velar por la conser vación del mundo además de procurar que éste sea justo. La Verantwortungselhik, ética de la responsabilidad o dis posición a tomar en cuenta las consecuencias de las pro pias decisiones, se contrapone, asi a la Gesinnungsethik, que sería una ética de la intención o de los principios, más atenta a los fines últimos que a los medios empleados para alcanzarlos, y legitimada por la buena voluntad indepen dientemente de los resultados. Weber llega a esa doble ética desde la convicción de que no bastan las buenas in tenciones ni es posible justificar racionalmente unos fines últimos universales y mínimamente concretos. Es bueno, sin duda, que uno sea pacifista, pero, al mismo tiempo, ha de responsabilizarse de las consecuencias de todo tipo —políticas, económicas, sociales, éticas— a que conduce su forma de entender y de poner en práctica el pacifismo. Los grandes valores, universales y abstractos, se dicen de muchas maneras. El mismo Weber, por otro lado, dista mucho de suscribir una mera ética del éxito político. Aun que afirme que el hombre de acción ha de adherirse a la ética de la responsabilidad, no por ello piensa que sea posible actuar responsablemente e inmoralmente a un tiempo, ni que haga falta ser inmoral para ser responsa ble, ni tan sólo que ser responsable signifique no tener principios o no dejar que éstos muevan la conducta. Al contrario, el político verdaderamente responsable es, siempre para Weber, el que exclama, como hizo Lutero ante la Dieta de Worms: Ich kann niclit anders, hier stehe ich, «no puedo hacer más, aqui me detengo». Es decir, el politico responsable es el que mantiene su principios y convicciones irrenunciables y, a la vez, tiene en cuenta las consecuencias4.* * Véase Max Weber, La ciencia como profesión. La política como profesión. Espasa Calpc. Madrid. 1993.
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El texto de Weber ha tenido varias lecturas. La más corriente es la que lo interpreta como la conclusión de que la ética y la política están condenadas a no ir nunca juntas. Pero es una lectura absurda, especialmente si nos fijamos en el término Verantworlung que traducimos por «responsabilidad» o por «consecuencias». La palabra ale mana muestra perfectamente el sentido dialéctico de la «respuesta responsable». Weber sabe muy bien que vive en una época «politeísta», donde los dioses son muchos y ninguno es el verdadero, una época desidcologizada y sin identidades claras. En tales condiciones, los principios, son, desde luego, un punto de referencia, una ayuda, pero necesitan ser aplicados, interpretados, «mediatizados». Lo que equivale a decir que tos principios solos son in suficientes para justificar la acción porque se encuentran bien con el fanatismo, bien con la legitimación de cual quier cosa. Ellos solos no constituyen razón suficiente para apostar en este o aquel sentido. En realidad, la razón de las opciones políticas la constituyen las consecuencias previsibles: ¿qué significa ser pacifista a finales del si glo xx?, ¿qué significa optar por una economía de mul tinacionales?, ¿qué significa proponer un salario social? Está claro que las consecuencias pueden ser de muy di verso tipo y que su tipificación nos lleva de nuevo al te rreno de los principios. No es lo mismo buscar el éxito o la conservación del poder, que buscar el bienestar social o la protección del marginado. A Weber no podía ocul társele tan importante extremo. Sin duda, en ningún mo mento, pensó en sustentar una actitud maquiavélica. Pienso, por el contrarío, que su insistencia en el valor de las consecuencias como medida de la responsabilidad po día derivar de dos convicciones: I) la convicción de que las grandes ideas acaban siendo abstractas y vacías si son universales, si son dioses universalmente aceptados; 2) la convicción de que quien ostenta el poder de la acción co lectiva ha de responder de ella, a muchos y diferentes ni veles, ante aquellos a quienes representa. El oficio del po lítico demócrata es ser responsable, responder ante el elec-
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lorado de las consecuencias de sus actos. ¿No es esa falta de responsabilidad lo que, a fin de cuentas, se echan en cara mutuamente los politicos? ¿El no cumplir lo que pro metieron o el no corresponder a las expectativas de quie nes les eligieron como representantes? Pedirle al político que sepa adaptar las consecuencias de sus actos a sus prin cipios es, sencillamente, pedirle coherencia, pedirle que no defraude y que actúe con transparencia. No otra cosa pe día Kant al exigir publicidad a las opciones políticas. Por que lo que se hace público puede ser discutido, criticado y derogado. Otra interesante acepción de responsabilidad es la que se encuentra en el texto de Hanna Arendt sobre «La crisis de la educación». Parte Arendt de la crisis de la educación en Norteamérica motivada, a su juicio, por una serie de innovaciones pedagógicas y de ideas subyacentes a las mismas que no viene ahora al caso discutir con detalle. Frente a esa práctica educativa deficiente, considera que educar debe consistir en «asumir la responsabilidad del mundo», pero no en el sentido de totalidad sartriano, sino como el empeño concreto de padres y maestros de cargar con la responsabilidad doble de asegurar la vida y desa rrollo del niño y la continuidad del mundo. El niño, en efecto, reclama y exige una protección frente al mundo, y éste, a su vez, necesita ser protegido de las innovaciones caóticas o simplemente destructivas de las generaciones nuevas. Lo importante es, pues, que el niño sea intro ducido en un mundo, y hacerlo es la función de los adul tos. En ello consiste la autoridad. Concretamente, en la capacidad y la competencia del adulto para decirle al niño: «este es nuestro mundo». Por otra parte, es evidente que hoy asistimos a un descrédito total de la autoridad. Todo el mundo rechaza la responsabilidad frente al mundo: «La autoridad ha sido abolida por los adultos, lo cual sólo puede significar una cosa: que los adultos rehúsan asumir la responsabilidad del mundo en el cual han colocado a los niños.» La autoridad ha desaparecido, y ha sucedido asi tanto en la vida pública —en la poli-
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tica— como en la vida privada —en la familia y en la escuela—, pues esa parece ser la forma en que el hombre moderno expresa su descontento o disgusto ante la rea lidad: negándose a asumir la responsabilidad de sus hijos. Ahora bien, tal actitud es sencillamente nefasta si tenemos en cuenta que educar es enseñar, que para educar hay que transmitir saberes. De ahi que Hanna Arendl acabe su escrito diciendo que la esencia de la educación es el con servadurismo: la educación debe ser conservadora para preservar lo nuevo y revolucionario de cada niño y para no menospreciar ni la autoridad ni la tradición. Suele ocu rrir, por el contrario, que se invierten los papeles, y son los adultos los que hacen suya la tarea de los jóvenes que consiste en la decisión del mundo futuro. La falta de res ponsabilidad —o de autoridad— significa, en este caso, un dejar de asumir el papel correspondiente, resistirse a madurar y a enseñar los contenidos de la propia expe riencia que, irremediablemente, es ya más larga y debería ser más rica que la de los niños*. Las cuatro teorías revisadas proporcionan elementos suficientes para reconstruir el significado de la respon sabilidad y las distintas dimensiones del concepto. La res ponsabilidad tiene que ver con la libertad o autonomía del individuo así como con su capacidad de comprometerse consigo mismo y, sobre todo, con otros hasta el punto de tener que responder de sus acciones. Esa relación de com promiso, de expectativas o exigencias hace que la respon sabilidad sea una actitud esencialmente dialógica. Final mente, sólo son autónomos aquellos seres que son capaces de valerse por si mismos a ciertos efectos, que pueden tomar decisiones, que ostentan un cierto poder y, en con secuencia, algún tipo de autoridad. Así, pues, ningún ser humano mayor de edad puede esquivar la misión de tener que responder de algo frente a alguien, porque, ineludi-5 5 Hanna Arcndt, Alain Finkielkraut. La crisi de la cultura. Editorial Pórtic, Barcelona. 1989.
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blemente, ha de encontrarse en situaciones de poder, de toma de decisiones, que le exigirán la satisfacción de unas demandas. El simple hecho de tener cosas, de poseer, desde una familia a un trabajo, pasando por propiedades de muy diverso tipo, lleva anejas diferentes responsabi lidades. Esto es asi porque uno vive entre otros semejantes y es interpelado por ellos de continuo y a cualquier pro pósito. La autonomía nunca es absoluta, no excluye co nexiones y ligazones: nadie es totalmente autosuftciente ni actúa sólo para sí mismo. Las relaciones sociales —fa milia, escuela, trabajo, ocio— constituyen una red de in terdependencias. Esa recíproca necesidad de interpelación se materializa en un diálogo más o menos puro, es decir, más o menos igualitario. En suma, pues, nadie que asuma su mayoría de edad puede inhibirse de dar respuestas a los sucesivos requerimientos con que se encuentra. Tiene que responder porque se le exige hacerlo. Es decir, tiene que ser responsable, pero para poder serlo, tiene que ser interpelado. El movimiento ha de ser doble: asunción de unos compromisos, y exigencia de que esos compromisos se cumplan satisfactoriamente. La responsabilidad es la respuesta a una demanda, implícita o explícita, a una ex pectativa de respuesta. Falta
df. i d e n t i d a d e s y c o m p r o m is o s
La exigencia de responsabilidades supone compromisos e identidades claros. Y las identidades hoy se encuentran escasamente definidas. Hay, ciertamente, identidades po derosas, con contenidos bastante diáfanos, que precisan sin equívocos cuáles son las obligaciones y las respuestas, que deben satisfacer quienes se subsumen bajo dichas identidades. Parece que, en teoría, es posible precisar en qué consiste ser un buen médico, un buen pintor, un buen futbolista, incluso un buen catalán. La adecuación al con cepto se mide, en tales casos, por unos resultados verificables: el éxito, la fama, la cotización o la mera obser
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vancia de unas normas. Más confuso es ya decidir, por ejemplo, en qué consiste ser un buen político, una buena madre o un buen hijo. No es que falten las exigencias o las obligaciones: es que las formas de realizarlas son más variables, y cualquier intento de definición se acerca mu cho al estereotipo. De ahi no se sigue, sin embargo, que las responsabilidades se limiten a los códigos de deberes establecidos. Y Weber aquí nos sirve de ayuda. Pues es muy posible que su indecisión entre los principios y las consecuencias procediera de la convicción de que los prin cipios, si son claros, son rígidos. En cuyo caso, no con ducen a una ética pura, sino a una ética fanática. Asi, el hombre de acción no puede escudarse sólo en principios, puesto que es, a su vez, responsable de la aplicación de los mismos. Digamos, pues, que los principios vagos son el requisito de una moral responsable. Pero también que la ambivalencia de los principios conlleva la crisis de iden tidad. En tal caso, la responsabilidad moral y la legal di fieren poco. Unas normas positivas determinan su alcance y sus límites. Las identidades débiles, con normas igual mente poco sólidas, en cambio, si bien confieren una ma yor autonomía y poder de innovación al sujeto respon sable, precisamente porque cargan sobre sus espaldas un peso mayor, amenazan con una fácil pérdida del sentido de la responsabilidad. Pues ocurre que cuando las identidades y los compro misos son débiles, tienden a mantenerse sólo las obliga ciones formales que son, a su vez, las más generalizables y las más fáciles de precisar. Asi, será buen profesor el que no falta a clase y es puntual en su trabajo, será buen político el que sabe mantener contentos a sus electores o el que no cae en corrupciones demasiado evidentes, será un buen hijo el que no decepciona a sus padres. En una palabra, es buena persona la que no crea problemas. Si antes decíamos que la responsabilidad requiere la inter pelación y el compromiso, la escasa responsabilidad que se observa hoy tal vez dependa de la pobreza y cortedad de las interpelaciones, del hecho de que a cada quien se
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le exija sólo que cumpla con sus obligaciones formales y no se meta en historias o asuntos que no le conciernen. La imprecisión de las obligaciones morales que tenemos, reduce la responsabilidad a las únicas obligaciones que pueden definirse con exactitud: las que pueden medirse con un reloj, pagarse con un sueldo o verificarse con unas simples facturas. No es raro que esta sociedad tan confusa, por una parte, y meticulosa, por otra, no nos agrade. Que el es cepticismo nos aguarde en cada esquina. Pero el escep ticismo y la responsabilidad son incompatibles, como lo son el escepticismo y la ética. No todo vale igual, es pre ciso creer en algo aunque sea vago, y es ineludible elegir y tomar decisiones. Aunque nuestra libertad no sea tan absoluta como quería Sartre, si es cierto que algo pode mos hacer y algo podemos cambiar. Si no partimos de ahí, la ética está de más. Pero tal convicción implica que respondamos de nuestras decisiones y elecciones. Hanna Arendt lo ve muy bien: la educación es una tarea obligada que supone una cierta seguridad. La misión de educar equivale a la misión de enseñar algo, de responder de una visión del mundo. Por el contrario, el escepticismo genera pasividad, el «no voto porque no sé a quien votar, no me siento representado por nadie». Lo que implica, de nuevo, ausencia de lazos que interrelacionen, imposibilidad de producir compromisos auténticos. Pero si, por una parte, hoy parece inviable el compromiso con una idea, porque ninguna merece que se apueste por ella o ninguna está lo suficientemente clara para que sepamos, al apostar, a qué nos comprometemos; si, por otra parte, la sociedad se ha vuelto tan compleja, que nunca encontramos un solo fac tor como único causante de un efecto; si lo que tenemos son resultados, consecuencias, daños, cuyos responsables parecen haberse esfumado o son indeterminables, ¿cómo entender o recuperar la noción de responsabilidad? En el año 1967 Noam Chomsky escribe un famoso ar ticulo titulado «La responsabilidad de los intelectuales». Con él podemos considerar que se clausura una época que
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culmina con el mayo del 68. Empieza Chomsky en su ar tículo refiriéndose a los crímenes de guerra y a la «res ponsabilidad de los pueblos», para analizar a continua ción la responsabilidad de los intelectuales. Ésta, a su jui cio, consistiría en «decir la verdad y denunciar la men tira», aunque los intelectuales no parecen sentirla así. Para demostrarlo, aporta una serie de textos de analistas políticos que, a propósito de la guerra de Vietnam, en lugar de asumir esa teórica responsabilidad, defienden otra verdad, la del «interés nacional». Y no parece haber excepciones a esa actitud de connivencia con los órganos de poder. «Cuando consideramos la responsabilidad de los intelectuales, nuestra preocupación básica debe ser su papel en la creación y en el análisis de la ideología»6. Esto es, el intelectual se responsabiliza porque tiene desde donde hacerlo, se ha comprometido con unas ¡deas y ha de responder de ellas. Tal es, sin duda, el presupuesto en el que descansa la figura del intelectual responsable de Chomsky —que difiere poco de la Freischwebende InteUigenz de Mannheim—. Pero ocurre que vivimos en el tiempo del «fin de las ideologías», según ha señalado Da niel Bell, y ese intelectual independiente y radical ha sido sustituido por el experto, el cual no aspira a criticarlo o a cambiarlo todo, porque carece de competencia para ello, sino a reparar o solucionar pequeños problemas con cretos. Chomsky se hace cargo de tal objeción, pero está muy lejos de compartirla y suscribirla. En su opinión, Bell silencia el consenso real de los intelectuales con el Estado del Bienestar: es éste el que no precisa de un cambio ra dical y al que le estorban los intelectuales con ideología. El fin de las ideologías puede ser un hecho, pero Bell no explica las razones de ese fin. Sean cuales sean esas razones, lo cierto es que las ideo logías hoy no son potentes y se han debilitado —como decia— las señas de identidad individuales y grupales. Es* * Noam Chomsky, La responsabilidad de los intelectuales, Ariel. Bar celona. 1969.
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difícil que alguien se pregunte «¿qué he hecho yo?» ante un problema o un daño colectivo —como puede ser un régimen totalitario, una guerra, o la miseria de ciertos sectores. No «¿qué he hecho yo para que esto ocurra?», sino «¿qué he hecho o qué estoy haciendo para que no ocurra?». Y quien no se plantea esa pregunta no tiene derecho a acusar a nadie ni a exigirle a nadie responsa bilidades. Ciertamente, el fin o la debilidad de las ideologias ha traído consigo una restricción de las respon sabilidades a lo más inmediato, a esos compromisos formales cuya transgresión o no cumplimiento puede me dirse sin error. La
r e s p o n s a b il id a d s in c u l p a
Es cierto que hoy se está produciendo un cambio en la noción de responsabilidad, y no sólo en la moral, sino también en la civil. La responsabilidad moral pretende llegar más lejos que la responsabilidad civil. Esta última es, en principio, más fácil de precisar que la moral, puesto que el mal moral es más difuso y menos específico que el daño legal. Razón por la cual la responsabilidad moral se convierte en una idea imprecisa y de mayor alcance que la civil. Más allá de las exigencias legales, uno es moralmente responsable de lo que hace o deja de hacer: un padre de familia divorciado, obligado por la ley a man tener simbólicamente a sus hijos, es responsable moral mente de mantenerlos de verdad. La responsabilidad mo ral trasciende todos los ámbitos particulares y definidos, aunque también los incluye. Los incluye y los trasciende en la medida en que la responsabilidad de ser una buena persona y de contribuir a la construcción de una sociedad justa y bien ordenada no significa realizar una imagen perfectamente previsible y determinable. Si el bien y el mal legal están definidos por la positividad del derecho, no existe un código moral que establezca sin ambigüedades
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—con ambigüedades aun mayores que las legales— en qué consiste el bien absoluto. Sin embargo, y aunque la responsabilidad moral se guirá siendo un concepto más amplio que el de respon sabilidad civil que requerirá siempre de códigos más es pecíficos, esta última noción está sufriendo una serie de transformaciones que vale la pena tener en cuenta. La responsabilidad civil revisa desde hace tiempo su propio concepto e intenta corregir la idea derivada del derecho justinianeo según la cual sin culpa o negligencia no se está obligado a reparar ningún daño. En efecto, hoy sabemos que el daño no siempre tiene un culpable claro y que la ausencia de correlación directa y obvia entre daño y culpa no debe eximir del deber moral o incluso legal de reparar el daño. El principio de «responsabilidad sin culpa» de rivado de la convicción de que no debe quedar un solo daño sin reparar, está sustituyendo al anterior. Se pasa, de este modo, de una noción individualista, subjetiva y decimonónica de los daños, a una noción social y obje tiva, a un derecho de daños por el resultado y no sólo por la culpa, a un derecho de daños más impersonal pues —como observa Diez Picazo— «hoy, en muchos casos, estamos en presencia de una responsabilidad sin injusto, sin culpa o, incluso, sin causa». O, más exactamente, nos encontramos ante la llamada «responsabilidad objetiva». El tránsito de uno a otro sistema implica revisar ideas tan ligadas a la noción tradicional de responsabilidad como que la culpa no deriva siempre de una relación de casua lidad entre la conducta de un agente y el daño ocurrido, ya que las acepciones de «causa» no son univocas. O hay que modificar el punto de vista de que no basta resarcir de los daños, sino que es preciso prevenirlos. O que el resarcimiento puede ser un deber incluso cuando no hay culpable ni causante porque nos encontramos ante daños inevitables. En nuestra sociedad, «el principio de imputabilidad no debe intervenir porque ya no se trata de re laciones de individuo a individuo, sino de relaciones de
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grupos entre si, o de relaciones de grupos con indivi duos»7. ¿Quién debe, entonces, asumir los riesgos? A los juristas parece preocuparles, sobre todo, la efi cacia de los distintos sistemas de responsabilidad, la po sibilidad de hacer un cálculo preventivo que funcione y no sea muy costoso. Pero hay, además, razones de tipo político y moral que revalorizan el sistema de responsa bilidad objetiva, entendida como responsabilidad ante el daño posible —evitable o inevitable— por parte de quien está en mejores condiciones de actuar contra el riesgo. Si el fin de la llamada «responsabilidad objetiva» es, ante todo, la seguridad de los ciudadanos, existen también otros problemas legalmente inabarcables, por ahora, pero no menos considerables. Los problemas en tomo a la cuestión de los daños o sufrimientos de los que debe res ponsabilizarse la colectividad porque no es justo que siempre sufran los mismos. Se trata, a fin de cuentas, de un capitulo de la justicia distributiva: ¿quién tiene la obli gación. porque reúne más condiciones para ello, de cargar con el dolor ajeno o colectivo? Numerosos ejemplos subrayan la importancia e interés de esa ampliación de la idea de responsabilidad. La com plejidad y anonimato derivado de las nuevas técnicas, la ampliación del ámbito de los servicios, los accidentes in controlables, hacen muy difícil el reconocimiento de esa relación entre un acreedor y un deudor que, según Nietzsche, estaba en el origen de la noción de responsabilidad. El daño producido ha de ser reparado, pero es difícil im putarle ese daño a un supuesto deudor o incumplidor de un también supuesto compromiso. La responsabilidad frente a un daño no siempre se encuentra vinculada a la 7 Joaquín Bisbal Méndez, «La responsabilidad extracontraclual y la distribución de los costes del progreso», en Revista de Derecho Mer cantil, Barcelona. 1983, págs. 175-224. Además de este excelente resu men sobre el tema, véase también Guido Calabresi. El coste de los ac cidentes. Análisis económico y jurídico de la responsabilidad civil, Ariel, Barcelona. 1984.
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noción de culpa. Tenemos al daño frente al daño más que al daño frente a la culpa. ¿Quién es responsable de un accidente aéreo, de la desaparición de la capa de ozono, de la drogadicción, del hambre, del SIDA? Males que de ben ser reparados, independientemente de que puedan serle imputados a alguien. Pues bien, si el compromiso que debería fundar la responsabilidad civil es impreciso, más lo será el compromiso que ha de fundar la respon sabilidad moral. Mientras la moral fue subsidiaria de la religión, de un Dios, el mal —el pecado— consistía en desobedecer su ley. Uno era responsable —culpable— de incumplir una promesa o un compromiso con el Creador de todo, creador incluso de la distinción entre el bien y el mal. Desaparecida esa relación como base del juicio moral, los daños o los males que hoy han venido a sus tituir a los antiguos pecados son aquellos que afectan a toda la humanidad —la miseria, la guerra, la degradación ecológica, la dominación—, que no siempre cuentan con un o unos culpables claros. Males, sin embargo, que de ben ser reparados, de los que alguien ha de responder. El
su je t o d e la r e s p o n s a b il id a d
Todas las variables barajadas hasta ahora nos llevan a una especie de «responsabilidad sin sujeto». Aunque en ello haya una cierta contradicción, pues si responsabilidad viene de respuesta, debe haber un alguien que responda. Lo que podríamos llamar la «responsabilidad social cor porativa» es una expresión vacia, encubridora de rea lidades que merecen otros nombres e inexistente como tal. Distintas voces han denunciado el hecho de que el intelectual ha dejado de ser la conciencia de la sociedad —si es que alguna vez lo fue de veras— por incompeten cia, por desorientación o por desidia. En su lugar, el po lítico ha asumido una especie de «responsabilidad uni versal», como dice Oskar Lafontainc. En efecto, hace falta un chivo expiatorio, y ése es la política, culpable de todos
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los fracasos económicos o administrativos: «Cuando se necesitan chivos expiatorios es que algo no funciona en la conciencia de responsabilidad social, que es uno de los componentes esenciales de la cultura política. Parece que son demasiadas las personas que entienden la Constitu ción estatal representativa como un sistema de “respon sabilidad representada”. Con su papeleta de voto también introducen en las urnas su responsabilidad social. Este grotesco malentendido somete al político, lo quiera éste o no, a una enorme tensión respecto a lo que se espera de él»s. Todo se politiza. La sociedad de servicios nos ha acostumbrado a que los asuntos colectivos caigan sobre las espaldas de la Administración, la que, a su vez, se encuentra incapaz de atender a todo. Pero si el político se responsabiliza, dejan de votarle. La misma política electoral le obliga a hacer falsas promesas, a compro meterse. En determinadas materias —la ecología, el pa cifismo— se ha conseguido una cierta responsabilidad so cial. Pero, por lo general, la responsabilidad carece de sujeto identificable y el peso de la culpa se descarga —sim bólicamente— en los políticos. Todo ello tiene que ver con varios fenómenos. Con el fenómeno de una sociedad de servicios que promete y no llega a dar. La política fiscal es, en si misma, difícilmente cuestionable desde unos supuestos de justicia social, pero se hace vulnerable si carece de las compensaciones jus tamente esperadas en sanidad, educación, jubilación, de sempleo. La misma deficiencia en los servicios pone obs táculos a la educación cívica y al comportamiento res ponsable: ¿por qué no usar siempre los servicios sanitarios de urgencia si es la única forma de ser atendidos a tiempo? A las insuficiencias de la sociedad de servicios hay que añadir la pasividad y desinterés de los ciudadanos que se despreocupan de las cuestiones colectivas porque no les conciernen directamente, o, lo que es más lamentable, mu' Oskar Lafontainc. La sociedad del futura, Sistema, Madrid, 1989, pág. 22.
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chas actividades de grupos o asociaciones dirigidas a en frentarse a problemas generales pasan inadvertidas, de sapercibidas porque carecen de medios para atraer la atención de los «medios» que suele estar centrada en la clase política o en otras clases parejamente poderosas. Añádase a todo ello la falta de señas de identidad men cionada antes: o los colectivos saben muy bien cuáles son sus compromisos, o, de lo contrario, no asumen, seria mente, ninguna responsabilidad. Quedan sólo los com promisos formales, las obligaciones de superficie. ¿Habrá que cargar todas estas incapacidades en las cuentas de una democracia representativa que despierta poquísimos entusiasmos? La democracia es lo contrario de cualquier sectarismo: teóricamente, en la democracia deben caber todos, todos los que acepten sus reglas del juego. Ello significa que no se admiten ideologías con afán imperialista. La extensión de la democracia es tan ilimi tada que disminuye su intensión, desaparecen aquellas no tas que le otorgarían un sentido preciso, sentido que, por otra parte, sería incompatible con la idea misma de de mocracia. La gobemabilidad se complica cuando las opi niones son plurales, se imponen, entonces, los pactos y las consiguientes deserciones de ideas previamente asu midas. Volvemos a la cuestión de las identidades débiles. Ningún demócrata tiene derecho a adherirse a unas creen cias que le obliguen a ignorar o suprimir a quien no las tiene. Eso es terrorismo puro. Los compromisos y las obli gaciones generalizables se limitan a cuestiones de proce dimiento y a aceptar lo que salga. El principio de las de cisiones cambia, porque no se decide tanto de acuerdo con unas convicciones, como de acuerdo con el querer del pue blo. Dicho de otra forma, se admiten convicciones distin tas y que se impongan las que ganen. Puesto que un juego de tal calibre con mucha gente se hace inviable, los ju gadores son sólo unos cuantos, los representantes de los ciudadanos. Lo cual implica que éstos —se consideren o no bien representados— tiendan a desertar de sus impli caciones en la vida política, reduzcan sus responsabili
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dades al ámbito —más preciso— de su vida privada, y exhiban una pasividad total con respecto a los asuntos públicos. Es la pasividad, la falta de participación, el ab sentismo electoral que lamentan todas las democracias ac tuales incapaces de entusiasmar, incapaces de generar la magia inherente a los grandes ideales. El sujeto de la responsabilidad social que, al parecer, ha desaparecido, es el sujeto de la democracia cuyo pa radero tampoco está nada claro. Aristóteles estaba con vencido de que las obligaciones del individuo eran ni más ni menos que las del ciudadano pues uno y otro eran el mismo ser. La ética cristiana —medieval— reconocía a un individuo autónomo, independiente de la sociedad, pero no independiente de Dios cuya ley debía obedecer para vivir dignamente. El siglo xvi individualiza aún más al sujeto de forma que lo deja solo ante sí mismo, ante la razón que, teóricamente, es una sola, la misma para to dos. Ser virtuoso es, entonces, ser racional. En cada mo mento, pues, parece haber un criterio del bien con el que hay que comprometerse y actuar en consecuencia. Pero hoy ya no existe tal criterio. El único criterio de racio nalidad es el diálogo, la democracia y los acuerdos que salgan de ella. De ahí que el compromiso sea con una realidad indescriptible salvo en la forma, de resultados parcialmente previsibles, una realidad que, además, está aún lejos de ser perfecta en cuanto a la pulcritud del pro cedimiento que es lo que la constituye. Nos satisfaga o no, ese es el criterio ético de nuestro tiempo, como tal debe aceptarse y desde él ir construyendo la moral de cada día. Conviene, por lo demás, ir aprendiendo el sentido de la responsabilidad social, que equivale a descubrir el su jeto de la democracia. Tarea que no puede significar otra cosa que un reparto de responsabilidades para que el daño también esté mejor distribuido. Es, sin duda, una cuestión de justicia distributiva, porque no es justo de ningún modo que siempre sean los mismos los que carguen con el sufrimiento del mundo. La responsabilidad social ha de consistir básicamente en dar prioridad a las miserias y
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contradicciones, darles prioridad como problemas y se ñalar quién o quiénes han de compensarlos. La realidad presente obliga a pensar la responsabilidad más allá de la relación causa-efecto o de la relación de culpabilidad derivada de una promesa incumplida o una ley transgredida. Tal visión era más propia de los tiempos en que el sujeto debía responder ante alguien concreto, identificable. Ese esquema vale sólo para fenómenos in mediatos, ante los que es posible preguntarse ¿quién lo ha hecho? Pero existen multitud de otros daños que exigen otra pregunta y, por tanto, otra respuesta. No la respuesta a ¿quién lo ha hecho?, sino la respuesta a ¿cómo hacer para evitarlo? Tomar conciencia de la importancia y la urgencia de esa segunda respuesta implica determinar quién es el sujeto de la responsabilidad social o el sujeto de la democracia y asumir el papel que nos toca en esa decisión. La construcción de la democracia, en efecto, precisa de esa respuesta por el presente y el futuro y no sólo por el pasado. Nos lo enseñan, así, ciertos movi mientos contestatarios muy actuales, como son la protesta ecologista o antimilitarista: movimientos hacia el futuro. Mirar sólo al pasado es, sin duda, peligroso: los meros ajustes de cuentas acaban en el terror o en la inacción. La ética moderna de tradición cristiana se origina y se funda en la promesa. Yahvé ordena a Moisés «cumplid mi ley y os llevaré a la Tierra Prometida». La sociedad moderna, por otro lado, se funda sobre el contrato social. Pero los términos de hoy son distintos. ¿Con quién pactar si nadie detenta a priori la autoridad suficiente? La moral no puede resultar de la promesa ni de las buenas inten ciones aunque deba contar también con ambas cosas. La moral nace de la autonomía, la decisión libre y el con flicto. Conflicto porque el mundo, como dio a entender Wittgenstein, no es del todo «mi mundo». Y no lo es por que el ideal de humanidad es en él irreconocible.
IV. La t o l e r a n c i a
LA TOLERANCIA c o m o v ir t u d l ib e r a l
La tolerancia es la virtud indiscutible de la democracia. El respeto a los demás, la igualdad de todas las creencias y opiniones, la convicción de que nadie tiene la verdad ni la razón absolutas, son el fundamento de esa apertura y generosidad que supone el ser tolerante. Sin la virtud de la tolerancia, la democracia es un engaño, pues la in tolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las dife rencias, de la diversidad de costumbres y formas de vida. En la época de las comunicaciones es lógico que el plu ralismo se acentúe y que la tolerancia se consolide y acre ciente. Y es lógico también que la apertura sin limites, des mesurada, produzca un cierto temor. ¿A dónde vamos a llegar? ¿Dónde acaba la tolerancia y empieza la permisi vidad? ¿Es lo mismo la tolerancia que la total libertad de costumbres? No olvidemos que las virtudes para Aristó teles eran un término medio muy proclive a sucumbir en el vicio por exceso y por defecto. ¿Cuál es, pues, la medida justa, el término medio de la tolerancia? Aunque la tolerancia sea la virtud democrática por ex celencia, no todas las democracias son iguales. Hay, por lo menos, una democracia liberal y una socialdemocracia. Y la lucha por la tolerancia coincide cronológicamente con la lucha por el liberalismo. Lo que significa que los pro
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blemas de la primera serán a su vez los problemas del se gundo. A grandes rasgos, puede decirse que la historia de esa lucha tiene dos momentos ineludibles. El primero lo representa Locke con su Epístola de Tolerantia, alegato en favor de la libertad religiosa. El segundo lo representa el On Liberty de John Stuart Mili, defensa a ultranza de la libertad como tal. En efecto, la tolerancia empieza siendo tolerancia reli giosa. Locke, modelo a un tiempo de religiosidad y anti dogmatismo, supo ver con lucidez que la religión era un peligro para la paz y el orden públicos. Si las épocas po liteístas —como la griega— no tuvieron necesidad de pro clamar la tolerancia, si es urgente hacerlo con el cristia nismo, religión monoteísta pero dividida en cantidad de iglesias y credos con convicciones distintas. La voluntad de representar al único Dios revierte en un sinfín de guerras y agresiones que amenazan a la convivencia de los indi viduos y a la integridad de los estados. Conviene separar las funciones de la religión y de la política: aquélla es un asunto privado, de convicciones personales, mientras que la política es pública. La máxima evangélica, «dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios», es la que anima toda la disertación de Locke a favor de la tolerancia. La teoría de que no es lícito mezclar los campos de lo público y lo privado, y también el principio de la caridad cristiana. Pues ¿qué puede haber más opuesto a la caridad y el amor que la defensa de unas creencias con las armas de la violencia? En cambio, «la tolerancia con los que tie nen opiniones religiosas diferentes está tan de acuerdo con el Evangelio y con la razón que parece una monstruosidad que haya hombres tan ciegos en medio de una luz tan bri llante» '. La sociedad civil o política y la sociedad religiosa tienen fines distintos y deben tener autoridades de tipo y natu-1 1 Locke. Carta sobre la tolerancia. Gouda (Holanda). 1689. tra ducción castellana. Grijalbo. Barcelona. I97S.
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raleza diversos. Si el mantenimiento del orden político au toriza a tomar ciertas medidas, no es lícito, en cambio, tomarlas y perseguir a otro o a otros en nombre de la Iglesia o el Evangelio. En el fondo de las argumentaciones de Locke late la convicción de que nadie posee la verdad religiosa y que los asuntos del alma son objeto de fe y de adhesión personal. Son cuestiones que al Estado no deben incumbirle. A fin de cuentas, la tolerancia no viene a sa tisfacer sólo un derecho individual, sino a resolver una fas tidiosa e inagotable cuestión política. Dos siglos después de que Locke escribiera su Carta so bre la tolerancia, John Stuart Mili publica su breve tratado Sobre la libertad, tal vez la más entusiasta y completa de fensa de la libertad individual que se haya escrito en la historia de la filosofía moral. Proteger las libertades indi viduales significa, para Mili, proteger al individuo de las intervenciones y opresiones de la sociedad, impedir la au todeterminación a la que cada cual tiene derecho. La pri mera y fundamental libertad es, sin duda, la de conciencia y expresión, el derecho a no dejarse aplastar por la mayoría social o por la opinión dominante. La individualidad es un valor, uno de los ingredientes del bienestar, y hay que protegerla y conquistarla como sea. El ámbito de la liber tad humana está constituido por aquel dominio que afecta a cada uno más directa e intimamente: el pensamiento y el sentimiento, la opinión sobre cualquier tema, se refiera al campo de la ciencia, la moral o la teología. El principio comprende también «la libertad de gustos y de fines», para vivir como a cada cual le plazca y apetezca, sin que nadie tenga derecho a mezclarse ni estorbar las opiniones pri vadas. Se añaden a ambas libertades una tercera: la liber tad para unirse a otros con el fin que sea. En resumen, pues, la libertad de conciencia se materializa en la libertad de expresión o de opinión, en la libertad de gustos y formas de vida y en la libertad de reunión o asociación. Sólo habrá un limite —según Mili— al disfrute de la libertad indivi dual y es el daño a otros que puede derivarse de tal de
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recho. En tal caso, y sólo entonces, es licito reprimir la libertad12*. Antes, sin embargo, de hablar de los limites, veamos un poco más cuál es la base y cuáles los terrenos en los que la tolerancia ha querido imponer sus derechos. La base la constituyen dos convicciones compartidas tanto por Locke como por Mili: 1) la convicción de que la ver dad total no la tiene nadie; 2) el deber del respeto mutuo derivado del reconocimiento de una igualdad fundamen tal de todos los humanos. Es más, el respeto no es sólo un deber, es, al mismo tiempo, una necesidad. Dado que nadie tiene el monopolio de la razón es preciso e inevitable escuchar opiniones ajenas, dialogar, contrastar opiniones. La participación es un requisito ineludible del gobierno y del progreso democrático. Así pues, la tolerancia se apoya en una certeza epistemológica y en una certeza moral: no hay verdad absoluta y el imperativo moral por excelencia —como ya dijo Kant— es el respeto a las personas. Prin cipio que consiste en la combinación de tres ideas que tomo de un texto de Albert Weale: «La primera es que las personas tienen fines y propósitos en sus vidas que son significativos para ellos. La segunda es que las personas son capaces de reflexionar sobre sus circunstancias y ac tuar según razones que derivan de tales reflexiones. La tercera es que los fines que dan sentido a las vidas de la gente son el producto de su reflexión, esto es, que tales fines son, en parte, escogidos por ellos mismos y derivan parte de su valor de tal hecho. El respeto a las personas, por tanto, implica la idea de que hay que permitir que las personas actúen según su propia concepción de lo que es bueno y valioso para ellos, y que en la medida en que hagan eso están expresando su naturaleza de seres racio nales y reflexivos» \ 1 Cfr. Stuart Mili, On Liberty, Collins, Glasgow, 1962. págs. 137-138. Traducción castellana. Sobre la libertad. Espasa Calpe, Madrid, 1991. ’ Albert Weale. «Toleration, individual differences. and rcspect for persons», en John Horlon and Susan Mcndus. cd.. A spectsof Toleration. Mcthucn, Londres, 1985, pág. 28.
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Asi, el imperativo del respeto mutuo descansa en el su puesto de que los individuos tienen diferentes opiniones de lo que es bueno para ellos, y tienen además el poder de autodeterminarse para alcanzar esos bienes. La liber tad que estamos defendiendo no es sólo la libertad «ne gativa» —según la conocida distinción de Isaiah Berlín—, sino la libertad «positiva», la libertad de autogobernarse y de construir la propia vida4.
Los LÍMITES
DE LA TOLERANCIA
La libertad de conciencia y la libertad de estilos de vida son la consecuencia inmediata de las teorías modernas sobre la tolerancia. Parecen dos libertades distintas, pero no lo son. Ambas tratan de corregir la intolerancia reli giosa, la cual no tiene sólo consecuencias teóricas que afectan únicamente a las creencias, sino prácticas. De la fe en el Dios verdadero se sigue el conocimiento de la vida buena con sus virtudes y sus vicios. Admitir creencias re ligiosas dispares implica, por el contrario, tolerar también puntos de vista distintos sobre el amor y el sexo, la en fermedad, el dolor y la muerte, el trabajo y el ocio, las relaciones con Dios y con los hombres. Todas esas dife rencias en cuanto a creencias y costumbres —religión y formas de vivir— han resultado ser difícilmente tolera bles. En especial las referidas a la raza y al sexo. En efecto, los descubrimientos geográficos de la modernidad, el con tacto con otras etnias, revelaron la existencia de costum bres distintas y valores diferentes. Pusieron de manifiesto el relativismo de cualquier punto de vista. Pero la reacción inmediata no consistió en asumirlo, sino en combatirlo y rechazarlo. Los descubrimientos fueron decididamente etnoccntricos: colonizaron cultural y materialmente, des truyeron prácticas y no toleraron creencias que aparen 4 Isaiah Berlín. Cuatro ensayos sobre la libertad. Alianza Universi dad. Madrid, 1988.
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temente obstruían o simplemente se apartaban de las pro pias. El tiempo, sin embargo, ha ido corrigiendo la tendencia al dogmatismo y al etnocenlrismo a ultranza. Y algo similar, aunque quizá más lento, ha ocurrido con los temas del sexo. Los pecados del sexo han sido repri midos y castigados en todo el mundo, y siguen siéndolo en países o comunidades ya, por fortuna, minoritarias. El adulterio, la homosexualidad, el onanismo han sido per seguidos más allá de los lugares donde estaban vigentes unas creencias religiosas contrarias a tales prácticas. No temos, sin embargo, que en uno y otro caso, en materia de raza o de sexo, finalmente el conflicto es y ha sido religioso —o ha sido disfrazado de tal guisa—. Ha sido la moral «con adjetivos», la moral «católica», «puritana», «shiíta» la que ha determinado la perversidad de ciertas costumbres o prácticas. Tanto Locke como Stuart Mili predicaron la tolerancia, hablaron de ella en sentido positivo, como forma de en sanchar los horizontes de la libertad. Ninguno de los dos filósofos dejó de ponerle límites a su uso pues ambos com prendieron que no todo es tolerable. Asi, Locke, ciñéndose a lo religioso, declaró que eran tolerables todas las creencias, pero no así la increencia. El ateo no era fiable, pues ¿quién confiará en la palabra o el juramento de aquel que carece de vínculos con lo más alto, con quien, en definitiva, es el garante de todo el sistema? Por ello, «los que niegan la existencia de un poder divino no han de ser tolerados de ninguna manera»$. El ateismo es, en la opi nión de Locke, intolerable, y lo será asimismo todo aque llo que atente peligrosamente contra los principios cons titutivos del Estado. La Iglesia y la sociedad política no deben enfrentarse por cuestiones ideológicas, y es, a fin de cuentas, el poder político quien debe poner limites a los desórdenes producidos por las confesiones religiosas. Digamos que Stuart Mili es más tolerante. Y más vago en sus criterios limitadores. Entre otras cosas, porque le* * Locke, Epístola de Tolerando.
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interesa más fijar limites a la sociedad que al individuo. No obstante, también éste debe frenar sus impulsos de decirlo todo o de hacer cualquier cosa cuando sus opi niones o prácticas ofendan o lastimen a sus prójimos. La idea kantiana de que la libertad de uno empieza cuando acaba la libertad del otro puede verse reflejada incluso en un autor tan distante de Kant como lo fue Stuart Mili. El problema de las libertades empezó a estar menos claro cuando Marx rompió el encanto de la idea denun ciando las libertades formales. No es cierto que la libertad signifique siempre progreso y emancipación. Depende de quién la defina y para qué o hacia dónde se instrumentalice. Hay libertades que no son nada más que un en gaño, pseudolibertades al servicio de fines muy poco ex plícitos. Y lo que vale para la libertad, vale igualmente para la tolerancia. No puede afirmarse sin más que la tolerancia es un valor en si. De hecho, la tolerancia fa vorece el orden y la cohesión social, porque diferencia los poderes institucionales. Pero ya no está tan claro que pro mueva la libertad de todos y de cada uno, pues el orden y la cohesión que favorece es el de las sociedades existen tes que distan de ser sociedades de iguales, libres de do minación y de violencia. Ocurre, pues, que el todo social puede estar marcado por signos descalificadores para el ejercicio de la tolerancia. En concreto, una sociedad au toritaria y represiva se aprovecha de la tolerancia para sus fines. La tolerancia se vuelve, en tal caso, «tolerancia represiva». Es la conocida tesis del lider intelectual del 68, Herbert Marcuse para quien la tolerancia «es un fin en sí sólo cuando de verdad es universal, practicada por go bernantes y gobernados, por señores y siervos, por los verdugos y por sus víctimas». Lo que significa que la to lerancia no debe ser indiscriminada, que no son tolerables la falsedad ni el error. Ciertas ideas no deben ser expre sadas, ciertas políticas no deben ser propuestas, ciertos comportamientos no deben permitirse. De lo contrario, «la tolerancia se convierte en un instrumento para la pervivencia de la esclavitud», puesto que «la tolerancia de la
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libertad de expresión es el modo de mejorar, de progresar en la liberación, no porque no exista una verdad objetiva, y el mejoramiento deba ser necesariamente un compro miso entre una variedad de opiniones, sino porque hay una verdad objetiva que debe ser descubierta, reconocida sólo en el aprendizaje y la comprensión de lo que puede ser y debe ser hecho a fin de mejorar la suerte de la hu manidad. Este común e histórico “debe” no es inmedia tamente evidente, al alcance de la mano: debe ser des cubierto a partir del “cortar a través”, del “dividir”, del “desmenuzar” el material dado, separando lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto. El sujeto cuyo "mejoramiento” depende de una progre siva praxis histórica es el hombre en tanto que hombre, y tal universalidad se refleja en la de la discusión que no excluye a priori ningún grupo de individuos»6. «El lelos de la tolerancia es la verdad.» No obstante, ¿cuántas «verdades» —llamadas «herejías»— han sido perseguidas y destruidas por los poderes constituidos? Una condición necesaria del descubrimiento de la verdad es la posibilidad de disentir de los puntos de vista oficiales. Es al propio Mili a quien Marcusc recuerda al propósito. La tolerancia abstracta, pura, llega a impedir el disenso y, finalmente, invalida el mismo proceso democrático. En las sociedades avanzadas y dominadas por el poder tec nológico, en las «democracias con organizaciones totali tarias», el disenso está bloqueado porque no es posible que se forme una opinión distinta, que aparezcan signi ficados diversos de los establecidos por los poderes po líticos y económicos. «El todo determina la verdad», y el resultado es «la neutralización de los opuestos». Asi la tesis, «trabajamos para la paz», unida a la antitesis igual mente aceptada, «preparamos la guerra», da lugar a la sorprendente síntesis «preparando la guerra, trabajamos ‘ Herbcrt Marcusc, «La tollcranza repressiva», en R. P. WollT, B. Moorc. H. Marcuse. Critica delta tolleranza. Einaudi. Turín, 1968, pág. 85.
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para la paz». Uno busca la objetividad cuando se en cuentra con opiniones contrapuestas. Pero la «democracia totalitaria» impide «el disenso cualitativo». En consecuencia, Marcuse cree que los criterios de la falsa tolerancia remiten a los de violencia revolucionaria o reaccionaria, adoctrinamiento progresivo o regresivo. ¿Cuál es la distinción entre verdadero y falso, progresivo y regresivo? No es válida, en principio, como respuesta, la diferencia entre dictadura y democracia puesto que, a fin de cuentas, las democracias no son nunca el gobierno del pueblo. El criterio debe encontrarse en otro lugar, y parece ser el siguiente: los movimientos, las rebeliones procedentes de las clases oprimidas, han significado siempre una lucha progresiva contra la injusticia, cosa que no puede decirse de los cambios históricos en sentido contrario, de arriba abajo. Por ello, «la tolerancia liberadora habrá de signi ficar la intolerancia contra los movimientos de derecha y la tolerancia de los movimientos de izquierda». Conviene hacer de la tolerancia una fuerza liberadora, impedir que sirva a la sociedad represiva, a neutralizar la oposición y a inmunizar contra formas de vida nuevas y mejores. Con viene superar la contradicción entre el ideal de la tolerancia —meta de la era liberal— y el proceso económico y político de las sociedades industriales avanzadas que ha llevado a administraciones omnipresentes, reflejo de los intereses do minantes. Conviene, por fin, proclamar un «derecho a la resistencia» de las minorías oprimidas y dominadas, de recho a usar medios extralegales para oponerse y subvertir un orden que no está hecho para ellas. Las tesis de One-Dimensional Man abonan la crítica de la tolerancia represiva como propia de las sociedades de mocráticas avanzadas. Sociedades en las que prolifcran las falsas necesidades impuestas por el capitalismo. Ahí el individuo es incapaz de actuar autónomamente porque lo hace en constante mimesis de su sociedad. El disenso está bloqueado porque los individuos han perdido la ca pacidad de razonar. Se ha olvidado, en una palabra, el sentido perseguido por la tolerancia de la época liberal.
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el supuesto de que todos los individuos pueden llegar a autodeterminarse. Efectivamente, «el carácter de omnicomprensión de la tolerancia liberal estaba, por lo menos en teoría, basado en la afirmación de que los hombres eran individuos (potencialmente) que podían aprender a oír, a ver y a sentir por sí mismos, a desarrollar sus pro pios pensamientos, a tratar de conseguir sus verdaderos intereses, derechos y capacidades, incluso contra la au toridad y las opiniones establecidas»7. En suma, Marcuse rechaza la tolerancia que no con duce al progreso o a la verdad. Piensa, además, que la verdad existe objetivamente aunque sea desconocida. Descubrirla y encontrarla es tarea de todos. Sólo es ad misible, pues, la tolerancia que descansa en un régimen de igualdad real. Mientras tanto, y puesto que las socie dades de iguales no existen, se impone elegir otros crite rios consistentes en tolerar las opiniones de la izquierda y no las de la derecha, puesto que son las primeras y no las últimas las que suponen progreso. Hoy huelga comentar que la evolución de los términos de «izquierda» y «derecha», asi como el actual desarrollo político de la Unión Soviética y la Europa del Este, des califican casi globalmente las tesis de Marcuse. ¿Qué es la izquierda y qué la derecha? No sólo ¿qué son ahora?, sino ¿qué han sido? ¿Pensamos ahora que la izquierda de entonces era tolerable sin más? ¿No tenemos más clara la distinción entre los regímenes dictatoriales y los demo cráticos —eso que Marcuse elude a toda costa—? Hoy no diríamos, en cualquier caso, que la derecha es intolerable, sino que ciertas prácticas —sean ejercidas por la derecha o por la izquierda— lo son: el terrorismo, la tortura, el engaño o la manipulación de la información. A las puer tas de la revolución del 68 las cosas realmente aparecían de muy distinta manera. Eso disculpa, en parte, la pro pensión al dogmatismo del filósofo. Pese a todo, su crítica 7 H. Marcuse, op. cit., y One-Dimensional Man. Bcacon Press. Bos ton, 1964.
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no fue en vano y, aunque no sea aceptable en bloque, hay que reconocer que aporta ideas nada despreciables en la reflexión sobre la tolerancia. En especial, la ¡dea de que la tolerancia no siempre es un valor indiscutible. Las ca tegorías del pensamiento liberal no incluyeron entre sus previsiones a Hitler o Stalin. Un ingenuo optimismo llevó a confiar excesivamente en el buen aprovechamiento de las potencialidades humanas. Pero, tras las dos guerras mundiales, nuestra actitud es muy distinta, aunque no coincida del todo con la de Marcuse. Otro rasgo nos dis tancia de él y nos acerca quizá de nuevo al liberalismo: la inseguridad sobre la existencia de una verdad y un pro greso objetivos. Esa verdad que, según Marcuse, estaba ahí, al alcance de la mano y debía ser aprehendida con la ayuda y colaboración de todos, ha desaparecido de nues tros horizontes. Y puesto que no hay verdad, la tolerancia vuelve a ser para nosotros un bien en si mismo, la con dición del procedimiento democrático. Es cierto que la administración social y política y que el sistema econó mico son represivos, pero tal vez no hasta el extremo de impedirnos tomar conciencia de ello. La tolerancia, aún en la represión, facilita esa toma de conciencia. En tal sentido, ciertas críticas a Marcuse, como la de Maclntyre, son plenamente acertadas, en la medida en que trata de sustituir el lelos de la verdad —establecido por Marcuse como fin de la tolerancia— por el de la racionalidad. Y aún ésta entendida en un sentido muy «leve»: la racio nalidad como exposición a la falsabilidad y a la crítica de las propias creencias u opiniones *. El
b ie n s in g u l a r y e l b ie n c o m ú n
Pese a lodo, quizá sea incorrecto decir sin más que la tolerancia es un fin en sí porque hace posible el proce dimiento democrático. Por dos razones fundamentales. * A. Maclntyre, Herhert Marcuse. Alt exposilion and a polemic. The Viking Press. Nueva York, 1970, págs. 90-91.
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La primera reincide en las tesis de Marcuse, y consiste en la puesta en cuestión del pluralismo democrático como tal: si la democracia es imperfecta, la tolerancia será ine vitablemente parcial. No todos se sabrán bien represen tados ni con el mismo derecho a expresarse. La segunda, intenta establecer criterios entre lo que debe y lo que no debe ser tolerado. Dicho de otra forma, en primer lugar, para que la tolerancia sea una virtud de la demo cracia deben poder ejercerla todos los individuos o grupos de individuos. En segundo lugar, no todo debe ser tolerado por igual. Veamos ambas razones más des pacio. No creo que nadie discuta la primera tesis de que el pluralismo no es real. Nuestra sociedad es corporativa y carece de voz y de reconocimiento quien no puede inte grarse en un grupo o en una corporación. Las fuerzas entre las que se debaten los programas políticos, econó micos, sociales, culturales de la sociedad son fuerzas de signares: asociaciones, colectivos, movimientos de di verso tipo. Pero no todos los individuos forman parte de ellas. Ni, lo más importante, esas corporaciones represen tan todos los intereses de los miembros de la sociedad. Los varios estratos de marginados, digamos que enrique cen el pluralismo social sin que, en cambio, participen como representantes de ese pluralismo. Sólo los indivi duos que pueden agruparse tienen derecho a un puesto en el sistema. Es decir, aunque en teoría se les reconozcan sus derechos, de hecho, ven negada su existencia. Tal es la razón por la cual ha escrito Robert Paul Wolff que «el pluralismo no es explicitamente una filosofia del privile gio o de la injusticia —es una filosofia de la igualdad o de la justicia cuya aplicación favorece en concreto la de sigualdad ignorando la existencia de determinados grupos sociales»9. Wolff considera abominable la teoría del pluralismo• • Robert Paul WolIT. «Al di lá della tollcranza», en varios autores. Crítica delta lotleranza. Ginaudl, Milán, 1968, pág. 45.
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propia de la democracia liberal. Al impedir que se expre sen quienes carecen de una identidad socialmente reco nocida, no hay forma de construir una teoría o un programa que contemple un «interés general». Sabemos, desde Rousseau, que ese interés no se construye única mente con la suma de los intereses particulares. Si la so ciedad la forman las corporaciones, no hay intereses que conciernan a toda la sociedad. Hay, más bien, intereses contrapuestos y concertaciones o pactos entre ellos. O el único interés común de mantener el sistema, esto es, un interés puramente proccdimental. Ocurre, pues, que los intereses de los desposeídos jamás aparecen en el juego de fuerzas porque nadie los defiende ni los representa. Según Wolff, la diferencia entre el socialismo y el pluralismo está en que aquél avanza programas en nombre de un bien general, mientras el pluralismo no puede hacerlo pues «no reconoce, ni en teoría ni en la práctica, la posibilidad de una radical reorganización de la sociedad». Wolff escribía lo dicho —como Marcuse— en 1965. Hoy, a la vista de nuestros confusos socialismos tal vez no sea tan fácil man tener esa misma distinción. La tarea que hoy tiene pen diente el socialismo es, precisamente, la concepción de la igualdad: cómo, sin ser dogmáticos, hemos de entender esos mínimos de igualdad sin los cuales la libertad se queda en mero símbolo10. La segunda razón por la que la tolerancia ha de ser matizada es que no todo debe ser tolerado por igual. En ética el «todo vale» es inadmisible y conduce al nihilismo. Filósofos tan liberales como Locke y Stuart Mili consi deraron prescriptivos ciertos limites a la tolerancia. Y Marcuse, llegó a descalificarla precisamente por esconder esos límites. Si hoy nos parece imposible hablar de verdad y error, esa inseguridad no puede eximirnos, sin embargo, ” Cfr. sobre esa idea de igualdad, el libro reciente de M. A. Quinlanilla y R. Vargas Machuca. La utopia racional. Espasa-Calpe. Madrid. 1989.
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del deber de elegir que es, en definitiva, el punto de par tida de la ética y de cualquier teoría de las virtudes. Tengamos en cuenta que la tolerancia es una forma de expresar el respeto a los demás aceptando sus diferencias. Pero, sobre todo, somos tolerantes cuando esas diferen cias nos importan “ . No necesitamos tolerar lo que nos es indiferente. Lo que significa, por tanto, que la tolerancia no es ni debe ser lo mismo que la indiferencia. Por el con trario, se tolera lo diferente, lo molesto, lo que parece equivocado porque no coincide con lo propio. «Tolerar» significa «soportare, «aguantar», un ejercicio «pasivo» pero que supone un esfuerzo o un cierto sufrimiento. Pues bien, ese sufrimiento ¿tiene que llegar hasta el extremo de un absoluto laisser faire? ¿O existen ciertas cosas que uno no tiene por qué tolerar? De hecho, Mili indica que «el daño a los demás» es el único criterio que permite inter venir en la conducta ajena no permitiendo que el otro haga lo que pretende hacer. Asi establece el célebre cri terio del paternalismo, según el cual «el único fin por el que la humanidad puede intervenir, individual o colecti vamente, en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros es la autoprotección. Que el único propósito que permite el ejercicio correcto del poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su volun tad, es la prevención del daño a los demás»,J. Sólo para prevenir el daño a otros o a uno mismo es lícita la intervención en la conducta ajena, es decir, la in tolerancia con los puntos de vista distintos a los míos. El problema aquí consiste en aclarar qué debe entenderse por daño. Pues si se tratara sólo del daño físico, los cri terios de lo que significa lastimar a otro estarían media namente claros, pero ¿cómo especificar o identificar el lla mado daño moral? Si ser tolerante implica propiamente soportar aquellas acciones que no nos resultan indiferen tes, ello quiere decir que toleramos lo que nos desagrada.*1 " Cfr. A. Weale, op. cit., pág. 18. 11 O» Liberty, cap. IV.
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lo que desaprobamos. ¿Y tolerar lo que nos disgusta y desaprobamos no equivale a sufrir el daño moral de ver subvertidas o agredidas aquellas creencias que más nos importan? Es evidente que la tolerancia respecto a ciertas opiniones implica indiferencia o incluso desprecio res pecto a otras. Pensemos en los terrenos donde la intole rancia se ha cebado con más intensidad: la religión, el sexo, las ideologías políticas. En todos ellos nos encon tramos ante opiniones que suelen ser incompatibles: to lerar el adulterio significa negar el valor intangible de la monogamia, tolerar el pluralismo de partidos, significa reconocer que todos valen lo mismo puesto que tienen los mismos derechos, tolerar que unas niñas shiítas lleven el shador a la escuela significa, al parecer, aceptar la bandera del islamismo con todas las consecuencias. Ser tolerante equivaldría entonces a carecer de convicciones firmes, de ideas normativas de la conducta, carecer, en definitiva, de moral. ¿Es realmente así? Creo que tanto las críticas al pluralismo por ficticio y engañoso, como el intento de poner límites a una tole rancia indiscriminada nos llevan al mismo lugar. Uno de los defectos del pensamiento actual es el miedo al dog matismo, que viene favorecido por la homogeneidad de ideales y formas de vida impuestos por el consumo. En realidad, la autonomía es, la mayoría de las veces, ilu soria. Y el miedo a discrepar nos instala en el formalismo menos comprometido. Un formalismo que acaba admi tiéndolo todo porque, al parecer, no hay criterios firmes para descalificar nada. Un formalismo que, además, se sustenta en un suelo poco firme porque no es cierto que carezcamos de la distinción entre vicio y virtud o entre el dolor y el placer constructivos o destructivos de la per sona o de la sociedad. Carecemos, sin duda, de unos cri terios tan sólidos y tan completos que nos permitan de cidir en cada caso, al aplicarlos, qué debemos hacer, sin riesgo de equivocarnos. Pero poseemos una memoria del bien y del mal moral —sobre todo del mal— que nos sirve de punto de referencia. Cierto que las situaciones no se
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repiten ni son idénticas. Pero el miedo al error no exime de la necesidad de actuar y de la obligación de elegir. Es más, como individuos debemos tener unas nociones de lo que es bueno o malo para nosotros. Pero, sobre todo, la sociedad precisa de una noción del bien o el mal colectivos —de la justicia o la injusticia—. Puede que ambas ideas del bien y el mal —la individual y la colectiva— no coin cidan siempre: de hecho, esa es la fuente básica del con flicto moral. Por eso, la sociedad democrática pluralista y tolerante debe tener claros y poder explicitar cuáles son los intereses colectivos —el interés general— que han de prevalecer sobre los intereses particulares. Eludir el es fuerzo de establecer esa jerarquía o esas prioridades es, a fin de cuentas, tolerarlo todo y renunciar a los principios fundamentales de una sociedad no totalmente liberal. La ética se fundamenta en unos absolutos, en una idea transcultural de la justicia que significa el rechazo de las situaciones de discriminación, dominio y violencia. La condena de las dictaduras o de los terrorismos, el reco nocimiento de la igualdad sexual o étnica, el derecho a la educación, el deber de proteger a niños y ancianos, son notas constitutivas de la idea general de justicia de las que nadie está autorizado a discrepar si pretende saber lo que tal idea implica. Por otro lado, la cultura consumista lo subsume todo bajo unas mismas categorías, y son los va lores de esa cultura los que se imponen sobre los valores de la justicia. El lelos de la modernización no es la hu manidad, sino la homogeneidad operada por las normas del mercado. En ese ambiente, es fácil que la tolerancia sea ejercida equivocadamente, donde no se debe ejercer. O que se convierta en indiferencia respecto a todo. Cuando el criterio debería ser el de consentir y tolerar todo aquello que pueda enriquecer y ampliar nuestra co mún noción de justicia, y no tolerar, en cambio, lo que entorpece o ensombrece los ideales teóricamente asumi dos como constitutivos del concepto de justicia. En los últimos años —digamos después del 68, en los setenta y los ochenta—, la tolerancia ha sido la aliada del
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antidogmatismo, nacida de la convicción de que no hay una verdad absoluta o para todos y que, por consiguiente, todas las opiniones se complementan porque cualquier punto de vista es parcial. Pienso que esa idea de tolerancia es ya peligrosa e insuficiente. Como lo sería la vuelta a ideologías dogmáticas. Parece como si nos encontráramos en un tiempo en el que la salida del liberalismo implicara la caída en el fascismo, sin opciones intermedias. No tiene por qué ser así. De hecho estamos instalados en un soidisant socialismo cuyas reglas del juego conviene ir acla rando. Vuelvo al punto de partida. La tolerancia es la virtud más característica de la democracia pluralista. Pero, en tal caso, el pluralismo debería ser real y de algún modo, habría de precisarse cuáles son los daños colectivos que han de poner limites a la tolerancia. El fascismo se define por la ausencia de pluralismo y por una precisión unila teral del daño colectivo. En tal precisión funda el derecho a la intolerancia. El liberalismo, por el contrario, tiende a convertirse en el absoluto laisser faire: hay pluralismo formal y tal vez el único daño previsto sea la amenaza a la sociedad abierta de estilo popperiano. El socialismo debería distanciarse de ambos extremos y cargar con una doble obligación. La primera, saber distinguir los bienes y los daños in dividuales que no merecen una sanción social. La socie dad española tiene sobre sus espaldas una tradición de «moralismo» exageradamente concentrado en esas cues tiones que pertenecen al ámbito de lo privado. La curio sidad morbosa que muestra el auge actual de cierta pren sa viene a decir que, pese al relajamiento innegable de las costumbres, el moralismo pacato, el puritanismo, la urgencia por juzgar formas de vida ajenas no ha desaparecido, sino que sigue muy militante. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, hay que tener una noción de daño colectivo. No matar, no robar, no torturar son daños paradigmáticos y reco
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nocidos como tales, pero no siempre fácilmente recono cibles en la práctica. Hay fines que a veces obnubilan la verdadera dimensión de los medios empleados para con seguirlos y revisten de dignidad a lo que, por definición, es indigno. Hay modos de robar o de torturar poco ma nifiestos, pero que no por ello dejan de merecer repro bación. Hay objetos del daño y de la violencia que van siendo descubiertos —la naturaleza, los animales, los an cianos—. Un programa ético que asume la tolerancia como virtud fundamental, ha de atreverse a nombrar y señalar los comportamientos intolerables. La dificultad consiste en mantener a salvo el pluralismo sin caer en el nihilismo del «todo vale». En una sociedad plural, no todos comparten la misma noción de daño, y no siempre hay acuerdo sobre quién merece ser castigado. La democracia obliga a convivir a seres de opiniones y creencias no coincidentes. Y la convivencia ha de ser no sólo posible, sino agradable. Por eso es preciso desgravar de coacción social aquellas prácticas verdaderamente irre levantes para el bienestar colectivo. Y, al mismo tiempo, no permitir otras formas de conducta que por sí solas envilecen el todo social. Hoy descreemos de los criterios generales porque, al aplicarlos, acaban siendo dogmáti cos. Marcuse es un ejemplo. No sabemos tampoco exac tamente cómo es la sociedad que quisiéramos. Pero nos engañamos a nosotros mismos si decimos que la incerti dumbre se extiende a lo que no queremos y detestamos.
V.
¿LA PROFESIONALIDAD?
La palabra «excelencia» que, como es sabido, traduce a la griega arete, no está ausente de nuestro vocabulario. In Search o f Excellence es el titulo de un auténtico bestseller —¡un millón de ejemplares!— publicado en 1982 en Estados Unidos y traducido a todos los idiomas en pocos años. Es el manual del perfecto ejecutivo, un es tudio de las empresas norteamericanas más sobresalientes para desentrañar los secretos de la mejor gestión. Nada hay en el libro especialmente interesante salvo esa cone xión entre la excelencia —la virtud— y la profesionalídad. No es una casualidad que el ejecutivo aparezca como la Figura del virtuoso triunfante, el individuo identificado plenamente con su profesión y su trabajo. Un modelo que. por otro lado, tiende a ser imitado por todos y a todos los niveles. La nuestra es una sociedad de profesionales. El trabajo bien hecho y, sobre todo, exitoso, con marcas externas de prosperidad es el fin de la praxis, la actividad que vale por ella misma. Y ciertamente es así: lo que nues tro mundo reconoce, elogia y aplaude unánimemente es el éxito que confirma la profesionalídad. D
e la
«p r a x i s »
g r ie g a a la m o d e r n a
Cuando Aristóteles se pregunta por el tipo de actividad susceptible de ser virtuosa, distingue entre dos tipos de acción: la acción productiva —poiesis— y la acción pro
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píamente dicha —praxis—, aquella que posee un valor inmanente independientemente del producto obtenido. La praxis puede ser buena o mala, virtuosa o viciosa. Y es la repetición de acciones virtuosas la que hace al hombre bueno. No todos los hombres pueden realizar actividades de ese tipo: a los esclavos o a los artesanos les está vedado hacerlo puesto que necesitan trabajar para sobrevivir. Aunque la poiesis es una acción de acuerdo con una ¡dea —hay, por tanto, en ella un momento de contemplación o iheoria—, la actividad más racional es la praxis que, en Aristóteles, se identifica con la práctica política, esto es, el comportamiento, las acciones, dirigidas a hacer reali dad el fin último del ciudadano griego que es la felicidad. No todos los ciudadanos, sin embargo, realizan bien y como es debido esa actividad: unos entienden que la fe licidad es sólo placer, o sólo riqueza, o sólo honor. No entienden que la vida verdadera es la del filósofo, la bús queda desinteresada del saber. Pero el prototipo del vir tuoso en Aristóteles es un ser activo: quiere decir que la acción que lleva a cabo incluye una dosis de contempla ción y de teoría, pero no es contemplación pura, la cual es privativa de los dioses y no de los humanos en quienes la acción es inevitable. La actividad contemplativa —la sabiduría— es la más excelente, pues el intelecto es en nosotros lo mejor. Es la actividad más continua, la más independiente y la más ociosa, en el buen sentido del ocio, la única que parece elegirse por sí misma, mientras que la actividad política es penosa y suele elegirse por fines ajenos a ella, como la gloría y el honor. Aun asi no es licito afirmar sin más la superioridad de la vida contem plativa sobre la vida activa. Tal vida «sería superior a la de un hombre, pues el hombre viviría de esta manera no en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo de divino en él; y la actividad de esta parte divina del alma es tan superior al compuesto humano»1. Objetivamente, pues, la teoría pura es superior a cualquier otra actividad, re-* '
Ética nkomáquea. 1177b. 25-30.
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bajarla o menospreciarla sería injusto. Sin embargo, lo que propiamente le corresponde al ser humano no es esa forma de vida, sino la política. El sujeto de la virtud es el hombre público puesto que la vida privada carece de interés: es idion. estúpida. Los hombres son. sobre lodo, ciudadanos; si se encierran en si mismos no viven una vida racional ni humana. El animal político, por otra parte, tipifica una acción que no tiene nada que ver con la del homo faber. Una pretensión de los tiranos griegos fue, precisamente, de salentar esa vida pública de valor inmanente convirtiendo el agora en un mercado, en el lugar de compra y venta de artículos o bienes. Anulaban, asi, la actividad por la que el ciudadano deliberaba y decidía, la actividad por la que el ciudadano se sentía dueño de si mismo. La anulaban convirtiéndola en trabajo. La ética griega es, sin embargo, una ética muy aristo crática, una ética para los privilegiados que viven en el interior de la polis y participan de sus decisiones. La edad moderna proclamará de un modo más radical la igualdad «natural» de todos los hombres. Igualdad que va pro duciendo una uniformización cada vez mayor de los in dividuos hasta llegar a la actual sociedad de masas. De ahí que, junto a la defensa de la igualdad, sea preciso conquistar la privacidad, un espacio que preserva al individuo de la intromisión pública —social o estatal—. En síntesis, la innovación de la modernidad frente a la antigüedad griega se resume en los dos puntos si guientes. I. La sociedad es una sociedad de productores. El tra bajo —«la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos» como escribe Locke— es una actividad necesaria para sobrevivir. La riqueza —la propiedad— otorga el derecho de ciudadanía. Ser propietario significa ser señor del propio cuerpo y del producto del propio trabajo. Sig nifica, al mismo tiempo, tener cubiertas las necesidades básicas, ser libre, poder actuar. Así, la propiedad viene a ser un derecho fundamental pues es signo de igualdad y
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fomenta la iniciativa privada imprescindible para la buena evolución del mercado. Dice Locke, primer teorizador de tal derecho, que el trabajo es el medio para hacer propio lo otorgado comunitariamente por Dios a los hombres. A cada uno, en consecuencia, según su trabajo. La acti vidad productiva es la forma de ganarse la vida y se con vierte, asi, en la actividad primera y fundamental: iguala a todos los humanos y les garantiza la supervivencia, el orden, la convivencia. Esa igualdad individualiza a la ac ción humana y, en cierto modo, la degrada si seguimos comparándola con la acción propia de la polis. Pero la degradación no es vista como tal. Por el contrario, Adam Smith habla con poco entusiasmo de las ocupaciones im productivas, importantes, a veces, inútiles y frívolas, casi siempre. Son profesiones que valen poco porque su valor perece en el mismo momento de su prestación. Eso les ocurre a los «militares, clérigos, abogados, médicos, li teratos, cantantes y bailarines». La acción humana es ya, para Smith, pura poiesis y se valora por lo que produce. Ante ella no vale nada «esa no próspera raza de hombres comúnmente nombrados hombres de letras»2. 2. La conversión de la sociedad en sociedad de pro ductores privaliza la vida. Los asuntos públicos quedan en manos del Estado cuya función es proteger los intereses y propiedades de los individuos. Lo que significa, por lo menos dos cosas. Primero, que el ciudadano se desen tiende de la vida pública para introducirse en la vida del trabajo y de la familia. De otra parte, la vida del hogar es el espacio de la transparencia y reconocimiento de la individualidad, allí donde cada uno puede actuar con li bertad y ser compensado de las frustraciones de la vida volcada al exterior. Es en la vida privada donde el indi viduo muestra y goza de su identidad como propietario. Pero el hombre privado no existe para los demás, es anó nimo, un propietario entre otros. La acción realizada pri vadamente carece de reconocimiento público. Es cierto1 1 Adam Smith. The Weaith o f Naliona. V, ii.
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que el homo faher tiene una esfera pública, pero no es la política, sino el mercado. El homo faher se relaciona con los demás intercambiando productos. El trabajo lo realiza privadamente. La revolución burguesa, con la conquista de la igualdad y de la individualidad, ahoga cualquier tipo de reconocimiento social. No hay un estilo de vida ex celente ni unas señales públicas de la virtud. Por el con trario, las virtudes propias del burgués son las que ador nan la vida privada, las que carecen de dimensión pública porque configuran una determinada forma de vivir —una forma de entender la familia, las relaciones laborales, po líticas o con la Iglesia—. De hecho, son los valores reli giosos, los más difundidos y universales —católicos, pro testantes, calvinistas, pietistas— y la concepción de la per sona que deriva de ellos los que se reconocen como virtudes. Marx pensó que la alienación era, básicamente, alie nación del yo. Por eso quiso emanciparlo liberándolo de la labor, del trabajo hecho por necesidad. Creía, al mismo tiempo, que el fin del trabajo alienado representaría la plena dedicación a lo que hoy llamamos ocio, cultivo de los hohhies. Entonces, las cosas, los productos, dejarían de ser extraños al perder su valor como valor de cambio. Dejarían de tener solamente el valor que les otorga el mer cado. Simultáneamente, ya no haría falta vender la propia fuerza de trabajo para asegurar la subsistencia. Recor demos el párrafo famoso de La ideología alemana donde se anuncia que en la sociedad comunista «habrá hombres que hacen esto hoy y aquello mañana, que cazan por la mañana, van a pescar por la tarde, crían el ganado al atardecer, son críticos después de cenar, sin que por ello se conviertan en cazadores, pescadores, pastores o críti cos». Dicho de otra forma, en la sociedad comunista no existiría ni la división del trabajo ni la especialización pro fesional con todas las miserias que esa departamentalización del conocimiento y del trabajo implica. Pero la alienación que padece el hombre moderno no es la del yo, sino la del mundo —ha replicado Hanna
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Arendt—. La única actividad considerable es el trabajo, la producción, la fabricación. El resultado de la moder nidad ha sido una inversión entre la contemplación y la acción: aquélla no guía a esta última, sino al revés. El garante del conocimiento es el experimento, lo que el hombre ha hecho. Y el criterio valorativo es la eficacia, la utilidad. La razón se convierte en razón instrumental. Max Weber muestra cómo la ética protestante significa la concentración en el yo: el yo, en efecto, es la motivación más profunda de la acción humana. Según la ideología puritana, el individuo se siente «llamado» a realizar un oficio (Beruf), el cual es la prueba material de la gracia divina. La organización racional del trabajo, la empresa burguesa o el espíritu capitalista son, pues, la consecuen cia inmediata del ethos puritano. De todo ello Hanna Arendt extrae la conclusión de que «la alienación del mundo y no la propia alienación, como había creído Marx, han sido la señal de contraste de la época mo derna» 3.
E l «e t h o s » d e l t r a b a j o e n l a s o c i e d a d INFORMATIZADA: LA PROFESIONALIZACIÓN
En el libro III de El Capital dice Marx que el reino de la libertad es el de aquellas actividades autocompensadoras y que son su propio fin. Es lo que Aristóteles llama praxis. Pero —sigue Marx— la misma actividad puede ser sentida como poiesis o como praxis. Y, sin duda, es así: tanto el trabajo profesional como otras actividades que ocupan diariamente la vida de los hombres y mujeres de nuestra sociedad —cuidar niños, hacer deporte, escribir, comprar o vender— pueden ser consideradas trabajos que valen por sí mismos o trabajos que, si no se materializan en un producto, no valen nada. No otra ha sido la tra ’ Hanna Arendt, La condición humana. Scix y Barral, Barcelona. 1974, pág. 333.
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gedia de las mujeres: trabajar improductivamente, tra bajar sin sentido. Aunque no sólo de las mujeres, que quede claro: cualquier actividad laboral —que la mayoría de las veces no merece el nombre de actividad «profesio nal»— acostumbra a ser vista como algo gratificante o como una maldición según se obtenga de ella algo valioso —es decir, un buen sueldo o una buena renta— o sea agradable por sí misma. Y hay que reconocer que para muy poca gente el trabajo es la dimensión más importante de su vida; es importante por necesidad pero no porque constituya una fuente de sentido. Contrariamente a la pre visión marxista, el trabajo hoy sigue siendo abstracto, no ha conseguido la identificación del individuo con la so ciedad. Es, ante todo, un medio de adquisición de riqueza y de poder. La automatización de la producción está significando un cambio en el sentido y la concepción del trabajo. Ya no es lo mismo el derecho al trabajo que el derecho a un lugar de trabajo o el derecho a un sueldo. Por causa de la revolución microelectrónica, «el tiempo de trabajo ya no podrá ser la medida del valor de cambio ni el valor de cambio la medida del valor económico. El sueldo, por tanto, no será una función de la cantidad de trabajo ni el derecho a un sueldo estará subordinado a la ocupación de un lugar de trabajo»4. Cualquier política de trabajo ha de enfrentarse a la situación derivada del hecho de que el tiempo de trabajo, la necesidad de mano de obra, se re ducen más y más con la consiguiente extensión del paro. Es preciso distribuir el trabajo de otra manera o pensar una política salarial que compense el desequilibrio. El trabajo, sin embargo, no desaparece. Por el contra rio, y según Adam Schaff, «es la motivación fundamental de los actos humanos en la sociedad contemporánea»5. El aburrimiento que produce el paro es una patología so-* " A. Gorz, Los caminos del paraíso, Laia, Barcelona, 1983, pág. 52. * Adam SchalT. ¿Qué futuro nos aguarda?. Critica. Barcelona. 1987, pág. 136.
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cial cuyos efectos conocemos de sobra, en especial en la población joven: alcoholismo, drogas, marginación, de lincuencia. Lo que, en cambio, ha ocurrido es un cambio en el ethos del trabajo —la actitud ante el trabajo— res pecto a la actitud tipificada por Max Weber. Gracias a ,la técnica y al desarrollo en general, por un lado, los ofi cios se han banalizado, han dejado de ser elitistas, porque casi todo el mundo puede acceder a ellos: todo el mundo sabe idiomas, estudia, viaja, hace deporte. Al propio tiempo, se exige una cspecialización cada vez mayor para los trabajos altamente cualificados. Y puesto que la ocu pación laboral es, propiamente, el signo de la identidad personal, todo el mundo aspira a la profesionalizadon, a ser un buen experto en su oficio. La profesionalización se ha extendido, y todos queremos ser buenos profesionales. Lo cual no quiere decir ya seguir una vocación de origen celestial, sino que la profesionalidad es el criterio social de la excelencia personal. Ser un buen médico, un buen ar quitecto, un buen modisto o un buen cantante. No im porta cuál sea el oficio ni —casi— el sexo, sino la calidad profesional de quien lo ejerce. El buen profesional se hace trabajando. Sea o no productivo su trabajo —sea o no poiesis—, lo cierto es que vale en tanto praxis, actividad autogratificante que, además, recibe un reconocimiento social como lo merecía la dedicación a la política en el mundo de los griegos o la categoría de propietario de los modernos: el buen profesional posee una identidad social. La evolución que va del encierro en la privacidad a la ostentación profesional hacia fuera, tiene como base el paso del individualismo moderno al «colectivismo» de la sociedad postindustrial que es, básicamente, una sociedad de servicios. Daniel Bell ha distinguido, al propósito, tres etapas —sociedad preindustrial, industrial y postindus trial—, con tres formas distintas de relación. En la pri mera, la vida humana consiste en un «juego contra la na turaleza»; en la segunda, es «un juego contra la naturaleza fabricada»; en la tercera, es «un juego entre personas»: entre el médico y el paciente, el profesor y el alumno, los
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miembros de un equipo de investigación o de un equipo de fútbol. El tercer juego precisa «cooperación y recipro cidad más que coordinación y jerarquía», pues estamos en una sociedad comunal. Ocurre, sin embargo, que la cooperación entre los hombres es más difícil y complicada que el trato con las cosas6. Habría que añadir que, en lugar de la cooperación lo que se ha producido es la corporatización que consagra la ideología de la profesionalización. Pues cada profesión dispone teóricamente de una serie de conocimientos propios inaccesibles a otros grupos e incuestionables desde fuera, lo cual asienta el poder y la superioridad de los profesionales que pertenecen a una determinada corporación 7. Dos ejemplos se me ocurren como figuras representa tivas del «buen profesional»: el ejecutivo y el deportista olímpico. En cierto modo, el ejecutivo es el modelo de habitante de las sociedades urbanas, una pieza prioritaria del funcionamiento social puesto que en sus manos están las claves de la producción del dinero. Su comportamiento se ajusta sin problemas aparentes a las cualidades y for mas imperantes en las grandes concentraciones urbanas: agresión, competitividad, dureza, impiedad. Es el em pleado de una sociedad de servicios, superburocratizada y administrada, donde más importante que tener ideas es saber ejecutarlas. Un ambiente sin jerarquías preestable cidas, donde puede destacar cualquiera sea cual sea su origen y sin otro bagaje que un envidiable curriculum. Es el self-made man disciplinado, enérgico, seguro de lo que hace y de que lo hace bien, decidido, inteligente, prag mático. El ser que se hace y se representa a sí mismo: inasequible al desaliento en el trabajo, sabe mostrarse dis tendido, simpático y divertido en el ocio. Es el personaje * Daniel Bell, The Cultural Conlradiclions o f Capilalism, Harpcr, Nueva York, 1976, págs. 146-149. 7 A. y M. Mattelart — Pensar sobre los medios, Fundesco, Madrid. 1987— desarrollan esta idea aplicándola a los profesionales de la co municación.
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de éxito, de moda, superrico, sobrado de iniciativa, líder indiscutible. Ha llegado a la cumbre de su carrera y re presenta la excelencia lograda. La segunda figura, similar a la del yuppie por los valores que representa, es la del jugador en competiciones olím picas, el jugador profesional. No es un simple deportista, sino profesional del tenis, del atletismo, de la gimnasia o de la natación. Quizá le interese participar en el juego, pero le interesa mucho más ganar y, sobre todo, se ha propuesto rebasar la última marca, superarse a sí mismo. Su fin es, como en el caso anterior, la perfección de la profesión misma. Vive sólo para ella —se entrena, se vi gila, no come, no engorda, mantiene una flexibilidad y agilidad increíbles, duerme lo justo—, para obtener unos centímetros más en el salto, unos segundos menos en la carrera, la transparencia de la pirueta. El doping que tanto preocupa y da que hablar es, de hecho, una medida banal si se compara con el montón de renuncias, sacrificios, die tas, horas —todo puro artificia— con vistas a lograr una performance irreprochable. La
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Ambos modelos transmiten —es cierto— una moral del trabajo bien hecho, pero algo más que eso. No se trata de la moral del trabajo bíblica, calvinista o marxista: el trabajo no es un castigo ni la prueba del favor divino ni algo que dignifica. Es la ocasión del encumbramiento, el pedestal del éxito y la fuente de riqueza. Porque, en nin guno de los dos casos, el oficio permanece escondido en el ámbito de la vida privada. La medida de la profesionalidad la da la idea que la profesión tiene de si misma, pero también el reconocimiento externo que merece. Las virtudes que acompañan a la profesionalidad no son la sobriedad o el ahorro, sino la ostentación y el despilfarro. El winner o el number one es una figura pública requerida por los medios de comunicación y con poco espacio para
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' lo privado. Como afirma el psicólogo Ernst Becker, todo individuo de nuestro tiempo necesita dos cosas: sentirse parte de algo y sobresalir. Afirmar su ser, pero arropado por algo que lo integre como elemento imprescindible y valioso del conjunto social. Y está claro que los empre sarios y los deportistas constituyen una pieza irrenunciable de la cultura actual. De no ser así, no habría bofetadas en los estadios, ni las Facultades de Ciencias Económicas y Empresariales serían las primeras en llenarse. ¿Casa esa fijación en la vida profesional, la voluntad de competir y superarse, la necesidad de ganar y ser el mejor, el deber cívico de ganar dinero, con otras tenden cias igualmente evidentes de la sociedad contemporánea, como el hedonismo consumista, la apatía, la indiferencia o la tolerancia? Son, creo, fenómenos complementarios. Pues el dinero y el bienestar son la prueba externa e in dudable de la excelencia. Si la ética calvinista del trabajo propugnaba el ahorro y la austeridad, ahora se predica el lujo, la ostentación, la prosperidad. El hombre de éxito debe mostrarlo. En cuanto a la indiferencia respecto a asuntos colectivos más generales, respecto a la misma po lítica, es un complemento de lo anterior. El buen profe sional sólo puede dedicarse a su profesión, es un experto y carece de tiempo para otras cosas. Se busca a si mismo y se desentiende de lo otro. No es egoísmo, porque forma parte de algo que es, a su vez, parte de la sociedad. La politica, por su parte, la dedicación a los asuntos públicos, cuenta con sus propios profesionales. No es preciso, en tonces, que otros se inmiscuyan en su campo. Volviendo a Aristóteles, su praxis contenía un cómputo de virtudes —la sabiduría, la prudencia, la justicia, el va lor, la templanza, la generosidad, la magnificencia—, y el hombre virtuoso poseía esa grandeza de espíritu —la magnanimidad— que era la prueba externa, ante los de más, de su excelencia y superioridad. En la sociedad de profesionales, en cambio, cada profesión tiene sus cuali dades específicas, que no tienen nada que ver con esas virtudes públicas —solidaridad, responsabilidad, toleran
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cia— a las que me vengo refiriendo. La política es una profesión más con virtudes exclusivas. El buen político es el que gana las elecciones por su eficacia, habilidad, po der de seducción o fiabilidad. Todo confirma la tesis de GofTman repetida por Maclntyre: las normas de los in dividuos de la sociedad corporativa son las de sus roles, no las que deberían regir la conducta humana en cuan to tal. A lo que tal vez deberíamos replicar que las cosas, cier tamente, son así porque el mundo cambia y se transforma. Que aceptarlo implica pensar la ética desde otra perspec tiva y que cualquier vuelta al pasado es, por definición, retrógrada. Asi, las virtudes públicas en las que pienso no parten de una relación comunitaria nueva, sino tratan de compensar la falta de comunidad: parten de la realidad democrática imperfecta, esto es, de la exigencia del diá logo para tomar decisiones respecto a los problemas co lectivos, el primero de los cuales y condición del proce dimiento democrático mismo es recabar la dignidad de individuos para cada uno de los miembros de la sociedad. Ser individuos significa poder desarrollar la propia au tonomía, lo que Berlín llama la «libertad positiva», a tra vés de una actividad que no resulte totalmente alienante como lo es, en demasiadas ocasiones, la actividad pro fesional que, a fin de cuentas, ocupa la mayor parte —o la más intensa— de nuestras vidas. De ahí que convenga valorar la profesionalización en todas sus dimensiones. Una de sus caras es decididamente buena puesto que sin duda es signo de progreso: el trabajo especializado es necesario como lo es la competencia en la especialización. Además, quien se sabe un buen pro fesional disfruta con su trabajo o, por lo menos, con el reconocimiento que obtiene de él. En cierto modo, con vierte la producción en praxis. Pero otros dos aspectos de la profesionalización son menos positivos. El primero de ellos es lo que podríamos llamar la profesionalización ab soluta. La identificación con la profesión hasta el punto de que sólo el trabajo tiene sentido e interés. La especia-
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‘lización llevada al extremo de que ninguna otra cosa me rece excesiva atención. En tal caso, el individuo reduce sus posibilidades de acción, la limita a un ámbito muy estrecho. El profesional es, ciertamente, eficaz y respon sable, pero lo es sólo respecto de lo que le compete y de lo que sabe, de un área reducida y pequeña. De nuevo Andró Gorz se refiere a tal peligro al tiempo que recoge ciertas ideas del libro de Ivan Illich. Disabling Professions: «La confianza en uno mismo, la autonomía, la capacidad para preocuparse de uno mismo y de los otros, se han visto despreciadas: los hijos son abandonados en manos de educadores profesionales o ante la pantalla del tele visor, la gente compra discos o casetes en lugar de apren der a tocar un instrumento; las cosas se tiran a la basura en lugar de arreglarlas; nos unimos a un grupo terapéutico en lugar de pedir ayuda y consejo a los amigos; el mo ribundo es enviado al hospital y los viejos llevados al hospicio, etc. La falta de tiempo ha ido destruyendo las relaciones sociales y la comunicación, y también los vínculos comunitarios y la capacidad de la gente para ayudarse, y ha sido necesario ampliar las formas insti tucionales de asistencia social, así como la red de servicios comerciales. Pero ambas cosas deben ser pagadas, lo que convierte la falta de tiempo disponible en una fuente de gastos tanto públicos como personales»*. Sin duda Gorz exagera. La deshumanización de tantas relaciones que fueron en tiempos más personales no deriva sólo de la profesionalización, sino de otros fenómenos como la di solución de la familia cuyas causas son variadas y com plejas. Pero si quiero retener esta idea: si la virtud, la ex celencia de la praxis se mide por la profesionalidad, la medida es muy pobre y es parcial. La vida queda reducida a la dimensión del oficio bien hecho, y el individuo con esa identidad se encuentra alienado del mundo y de los otros. La idolatría del yo —el individualismo— llega a extremos peligrosos para la misma autonomía del sujeto. * Op. cit., pág. 161.
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Y, sin duda, a extremos peligrosos para la construcción de un interés común social. La sociedad fragmentada en corporaciones y sus correspondientes profesiones carece de alguien capaz de trascender su limitado punto de vista para ver un poco más lejos. Es como si en medicina nos quedáramos sólo con los especialistas. Por supuesto que los necesitamos y los exigimos, pero también hace falta el médico de cabecera. El segundo aspecto negativo de la profesionalidad es la pérdida de autonomía, cuando el fin perseguido se vuelve ajeno y extraño a la praxis misma. El profesional está esclavizado por el dinero, la prosperidad, el éxito, o es clavizado por los imperativos de la profesión misma. Es cierto que la idea de un trabajo totalmente desalienado es una utopia irrealizable* Precisamente, la automatiza ción del trabajo alimenta la esperanza de que éste se re duzca a los mínimos para que pueda crecer el tiempo de ocio, dedicado a otras actividades más agradables y au tónomas. Pero la misma división del trabajo hace que éste sea más abstracto que nunca, que cada oficio sea parte de una totalidad que ningún individuo controla. De he cho, es realmente más autónomo el trabajo de un agri cultor antiguo, que el de un microcirujano, por ejemplo. ¿Diremos, entonces, que éste vive más alienado que aquél? No si entiende como praxis aquella actividad que da sen tido a la vida humana. Decir que eso lo consigue el ejer cicio de la profesión, por digno y encumbrado que sea el trabajo al que uno se dedique, es de una pobreza extrema. Pues la praxis bien entendida no ha de tener una identidad definida, no una identidad más definida que la de la hu manidad misma que, como sabemos, tiene muchas ma neras de decirse y realizarse. Que hoy nos falte una iden tidad humana —como, al parecer, no les faltaba a los griegos— es un signo de progreso. Entenderlo de otra forma, sentirlo como una falta, conduce a buscar a cual quier precio la identidad perdida y encontrarla en lo más inmediato, en la vida profesional. En tal caso, la vida toda se confunde con la vida profesional y ésta deja de ser au
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tónoma porque el individuo no es capaz de distanciarse de ella y tomarla como una parte de su existencia. Tanto el yuppie como el jugador olímpico hacen de su profesión mera poiesis, una actividad, en definitiva, productora de riqueza y éxito. El jugador «profesional» no puede ya valorar la actividad deportiva por si misma porque la ha dirigido hacia otro fin. Digámoslo de otro modo: si la vida humana ha de tener un lelos, un sentido, éste no ha de ser ni definido ni concreto. No ha de ser ni más de finido ni más concreto que el fin único de la vida: la felicidad. Y los caminos de la felicidad —que serian los de la emancipación— nadie los conoce. Pero sí sabemos que no son sólo los caminos del éxito, de la riqueza o de la gloria. La profesionalidad será una virtud pública en la medida en que sirva a los intereses comunes de la sociedad. No en la medida en que sirva sólo al mantenimiento y con servación de los roles, funciones y corporaciones existen tes. Y será una virtud privada en la medida en que ayude al individuo a serlo realmente, a ser autónomo y no es clavo de sus actividades. Lo cual no tiene nada que ver con el trabajar más o menos, en una u otra cosa, es una cuestión de actitud ante el trabajo o el ocio. Aristóteles insistió en la importancia de la vida contemplativa —que no es sino la vida «ociosa»— porque esa dedicación im pedia la identificación total con cualquier función u ofi cio. Tener ocio suficiente para la contemplación signifi caba —en palabras de Ollé-Laprune— «no estar tan li gado a la propia obra que, en ciertos momentos, uno no pueda liberarse de ella y reencontrase como maestro de sí»9. Volviendo a Gorz. «la reducción del tiempo de tra bajo no tiene nada de emancipador si conduce sólo a am pliar el tiempo dedicado al consumo material o inmate rial. La reducción del tiempo de trabajo no es un objetivo emancipador si no va unida a la reducción de la esfera de* * L. Ollé-Laprune, Essai sur la morate d'Arislole. París, 1881, pági nas 59-60.
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actividades económicas y mercantiles en provecho de una expansión de la esfera de las actividades desarrolladas por si mismas, por gusto, placer, vocación, pasión, amor»,0. Sabemos, sin embargo, que la sociedad de productores en que vivimos necesita consumidores y no se contenta con determinar cuáles son los bienes necesarios, sino que pre tende determinar asimismo los superfluos. Las diversio nes, el lujo, los placeres pueden llegar a ser actividades tan heterónomas como las ocupaciones profesionales. La actividad humana autónoma y con sentido no puede estar determinada sólo por los valores existentes. Et mundo griego no supo verlo así y su ética, en realidad, ratificó los valores sociales. Pero la modernidad ha conquistado un grado mayor de autonomía y nuestra obligación como filósofos es pensar en cómo llevarla a cabo. El nuevo eihos del trabajo fija unos valores que no representan un me joramiento de la calidad de vida. Para que ésta progrese debemos pensar qué sentido debería tener hoy la praxis, la actividad que nos dignifica a cada uno de nosotros y a la humanidad. El ser propietario de Locke ha cedido el paso al ser que no sólo quiere tener, sino ser. Pero el listón del ser queda muy bajo si lo determinamos sólo por un hacer dirigido al poder y a la riqueza, un hacer para tener. Los filósofos y los sociólogos han tenido una fácil pro pensión a distinguir a los hombres de las mujeres por el tipo de actividad que realizan. El sociólogo de la cultura, Simmel. distinguió lo masculino y lo femenino porque, según decía, el hombre «hace» y la mujer «es». Eugenio d'Ors expresaba algo similar diciendo que el hombre es «trabajo» y la mujer «juego», o que el hombre es «his toria» y la mujer «cultura». Quizá tuvieron razón, pero habrá que añadir que, en este extremo, las mujeres harán bien en no imitar la actividad masculina. La no identidad con este o aquel valor social, la distancia voluntaria res10 Op. cil., págs. 95-96.
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'pecto a los papeles que la sociedad le asigna, incluso la dispersión en las ocupaciones, no han de ser siempre en tendidos como un signo de alienación. Al contrario, vive más alienado del mundo y de los otros quien se juega toda la vida a una sola causa, a la causa de labrarse una única identidad.
VI.
LA BUENA EDUCACIÓN
Decimos que una persona está «bien educada» cuando se comporta correctamente, conoce y practica las normas de cortesía y etiqueta al uso, no pierde la compostura y sabe estar en cualquier parte. La educación, sin embargo, no se reduce a ese aspecto externo y convencional de los buenos modales o el guardar las formas. Es una categoría más amplia que abarca todos los niveles de la socializa ción o de la integración en sociedad. Asi, la buena edu cación implica, además de ese «saber hacer» y saber estar, una cierta instrucción —una carrera, un oficio— y un cierto grado de cultura. Y significa también poseer una formación global de la personalidad, una autonomía para dirigir la propia vida en uno u otro sentido. Me propongo ahora tratar de la educación en el sentido más amplio, pero sin obviar en absoluto, antes teniéndolo muy pre sente, el sentido restringido con que solemos decir que una persona es bien educada. La tomemos como la tomemos, la educación no está libre de valores. Tiene que ser ideológica. Si educar es dirigir, formar el carácter o la personalidad, llevar al in dividuo en una determinada dirección, la educación no puede ni debe ser neutra. Las finalidades educativas son valores en la medida en que son opciones, preferencias, elecciones. Educar no consiste en buscar un fin necesario: éste se da sin que presuponga ningún esfuerzo. Consiste, por el contrario, en buscar unos fines posibles y preferidos
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porque se juzgan mejores que otros. ¿De dónde proceden los fines de la educación? ¿Los propone la sociedad —es cuela, padres, iglesias, partidos? ¿Se fundan en alguna concepción de lo que deberla ser la persona? ¿Tenemos criterios para distinguir la buena educación de la que no lo es? Si la educación es, más que nada y ante todo, un proceso de socialización y hace posible la integración de cada uno en sociedad, la educación inducirá a ser normal, a adoptar las costumbres al uso. Educar consistirá, pues, en enseñar a comer, a saludar, a hablar, a pensar, a obe decer o a mandar; consistirá asimismo en transmitir los conocimientos tenidos por básicos o fundamentales, en sentar las bases para una vida sana, normal y exitosa. Ahora bien, si decimos que la educación es valorativa es porque pensamos que no ha de limitarse a reproducir per sonajes iguales a los ya existentes. La educación muestra que es valorativa cuando es critica y progresista y no se conforma con las maneras de ser vigentes si las juzga dis cutibles. Por el contrario, intentará cambiarlas por otras. En este sentido, la educación presupone una cierta con cepción de la persona y de la sociedad. Lo cual no sig nifica que sea precisa una antropología o una teoría social para hacer teoría de la educación. Hace tiempo que hemos renunciado a pergeñar teorías globales de cualquier cosa. Más bien hay que decir que la capacidad crítica de la educación procede de la constatación de una práctica edu cadora deficiente, poco convincente, del disgusto ante unas formas de vida que no pueden ser vistas con com placencia. La práctica educativa ofrece siempre patolo gías que la reflexión pedagógica debería denunciar y tra tar de transformar. La negación de lo que es, la discon formidad, el conflicto, son el punto de partida de la ética y deben serlo también de la educación que es un com ponente imprescindible del discurso ético. Ninguna ciencia, ninguna disciplina, puede darnos una concepción de la persona o del mundo lo suficientemente completa como para deducir de ahí una forma de vivir justa, solidaria, libre, o un programa pedagógico progre
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sista. Las religiones o ideologías que, en otro tiempo, con formaron esos programas, aparecen fusionados con ideas ajenas a ellas mismas o no merecen aceptaciones unáni mes. Nos quedan los principios, derechos, criterios que nuestra historia ha ido registrando y aceptando como fun damentales. Los derechos humanos, o las diversas cons tituciones, son el marco desde el que juzgamos la práctica. Al propio tiempo, observamos cómo las realidades socia les que, teóricamente, reconocen y suscriben los derechos fundamentales y la Constitución, de hecho se mueven por otros motivos y por otros fines: el éxito, el dinero, la fama o el poder. No es que esos fines sean despreciables, son bienes estimables, pero no los únicos ni, en ocasiones, los prioritarios. La educación no debería dejarse instrumentalizar por esos valores que, a fin de cuentas, acaban siendo los más efectivos y reales. Parte de la función de señalar finalidades y objetivos consistirá en saber discer nir y jerarquizar entre los varios tipos de valores. La edu cación habrá de combinar los valores aceptados y los que, de hecho, no son prioritarios pero deberían serlo. Para decirlo más rápidamente, la función de la educación ha de ser doble: la socialización, por una parte, y la forma ción moral de la persona, por otra. La s o c i a l i z a c i ó n
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«b u e n a s
m a n era s»
Durkheim entendió que el primer objetivo de la edu cación era «la socialización metódica de las jóvenes ge neraciones». Tenía una visión excesivamente estática de la realidad y una concepción demasiado funcionalista de la moral. Si, por el contrario, creemos que la realidad se construye socialmente —como lo piensan Berger y Luckman—, la socialización será vista como una tarea de in tegración e innovación al mismo tiempo. Cuando nos la mentamos de que nuestra sociedad carece de valores, que remos decir que el pragmatismo y el individualismo lo invaden todo hasta el punto de que ahogan cualquier otro
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tipo de motivación. Decimos que hacerse ricos y vivir bien es el único objetivo de nuestros jóvenes. Quizá porque también ha acabado siéndolo el de sus padres. El bienes tar, sin duda, es el ftn imperante. Pero el bienestar —lo sabemos de sobra— no se consigue sólo con dinero y pro piedades. Los objetos del deseo son también otros. Lo que ocurre es que la publicidad no los menciona o, si lo hace, los convierte en bienes de consumo adquiribles con di nero. La salud, la compañía, el amor, la inteligencia, el apoyo social, la seguridad, las ilusiones son bienes reco nocidos. Bienes que la educación ha de saber distinguir y salvar de la confusión en que los envuelve el imperativo del consumo y situarlos en el lugar que les corresponde. La educación ha de saber explicar el sentido que tienen, y ha de darles sentido si carecen de él. El conflicto entre la autonomía personal y la adaptación social ha de ser resuelto sin renunciar a ninguno de ambos propósitos, haciendo el esfuerzo de juzgar y seleccionar los valores necesarios para vivir en una sociedad ordenada y justa. Si pensamos ahora en los valores que la educación ac tual ha hecho suyos, nos encontramos con tres de ellos que están indiscutiblemente unidos a la práctica educativa de nuestro tiempo. Son el pluralismo, la autonomía y la tolerancia. En efecto, los puntos de vista, las creencias, las ideas que profesan los adultos, son plurales. Y dada la pluralidad, la educación pretende ser autónoma: los padres, maestros, profesores o quienquiera que lleve a cabo una tarea educativa, quieren decidir cómo educar, independientemente de los Estados o las religiones —o dependiendo voluntariamente de unos u otras—. Si hay pluralidad y autonomía, significa que todo se vuelve acep table y tolerable, siempre y cuando se respeten, claro está, los principios constitucionales. El pluralismo, la auto nomía y la tolerancia son los valores propios de una edu cación democrática, opuestos a los valores autoritarios, dogmáticos, sectarios de otros tiempos y otro gobierno. Los valores de la democracia son abiertos y laicos. Los valores abiertos, sin embargo, tienen, como tantas
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¿Iras cosas, los defectos de sus virtudes. En primer lugar, como no encierran ningún dogmatismo —más bien lo te men— no dicen qué se debe hacer. A nuestra educación le faltan ideas, contenidos. Le faltan incluso contenidos sobre las «formas» que es por donde debe empezar la edu cación. Las buenas maneras son fundamentales si educar significa formar el carácter e indicar las señales de la ex celencia de la persona. Son fundamentales también si edu car es enseñar a convivir, a vivir bien con los demás. Y las normas de la buena convivencia tienen que ser claras y explícitas para que todos y cada uno sepan qué pueden exigir y qué pueden esperar unos de otros. Pero el miedo al dogmatismo se ha proyectado en miedo e incompren sión hacia la disciplina, y la ausencia de disciplina ha he cho tambalear las bases de la buena educación. Minimizar el valor de la disciplina es ignorar lo que los griegos ya sabían y aceptaban: que la virtud es hábito, costumbre, repetición de actos, es decir, disciplina. Ciertas maneras de comportarse —con orden, con limpieza, sin dar voces, sin agredir—, cierto modo de ocultar o manifestar los sen timientos, de estar con los otros, son el primer paso para inculcar y dar a entender en qué consiste el respeto al otro. Los hábitos, las formas, las maneras de transmitir el res peto mutuo, pueden ser diversas, pero es imprescindible que sean de algún modo determinado. Los niños no en tienden de teorías; aprenden por los ojos y por los oidos, lo que ven y lo que oyen, dia a día, sin equívocos ni am bigüedades. La repetición es fundamental para la creación de hábitos, y para repetir una regla hay que sabérsela bien y proponerla con convicción. Es un error confundir la tolerancia con la ausencia de normas. En la falla de precisión y de claridad de las normas de educación incide la tendencia hacia el liberalismo abso luto. El laisser j'aire, laisser passer, en educación, es inad misible. Por muy individualista que sea nuestra sociedad, la autonomía o la libertad necesitan del reconocimiento del otro. Los esclavos no eran libres porque no eran vistos como personas. Para que haya libertad, tiene que haber
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antes una mínima y elemental igualdad: todos somos per sonas, y educar es enseñar a tratar a las personas. Pero respetar la igualdad no significa tratar a todo el mundo por igual. Otra vez, hacen falta normas que digan quién es quién y qué trato o qué tipo de respeto es debido en cada caso. Pero el antiautoritarismo y la voluntad de di solver las relaciones verticales entre padres e hijos, maes tros y alumnos, han producido una confusión y falta de criterio respecto a la idea misma de igualdad. ¿Hay que saber escuchar? ¿Está bien ceder el paso o el asiento? ¿Por qué hay que comer en orden y al ritmo de los demás? Son dudas que descansan en la falsa idea de que esas normas elementales de la buena educación han de tener un por qué, una explicación. Al no haberla y descubrirse su gratuidad, se deduce que son inútiles y carecen de importan cia. El resultado es la deficiencia y la inseguridad mani fiestas en cualquier tipo de relación. Uno acaba no sa biendo qué hacer ni cómo comportarse en ninguna parte. Se olvida, así, que es función de la educación enseñar el tratamiento igualitario, a saber, que todos somos perso nas y ocupamos lugares distintos. Pues ni la libertad ni la autonomía serán reales sin una integración social que im plique la conciencia de la igualdad así como de la dife rencia de todos los ciudadanos. U
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El primer problema con que se enfrenta la educación democrática es, pues, la debilidad ideológica, el no tener nada que ofrecer o que la oferta sea demasiado vacilante. Es paradigmático, en España, el ejemplo de la religión. Nuestra sociedad ha pasado de la educación nacionalcatólica a la asepsia religiosa más absoluta. La opción, en la enseñanza primaria y secundaria, entre ética o religión, fue un mal comienzo o una mala comprensión de lo que debía ser la secularización de la educación. No debía ha berse planteado el dilema entre una materia y la otra, sino
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haber pensado en dar la religión de una manera más uni versal y menos catequética. Pero no se hizo, y ahora un buen número de nuestros estudiantes universitarios son puros analfabetos en temas de religión. Y, por otra parte, ciertas asociaciones de padres siguen reclamando la reli gión al viejo estilo. Lo mismo habría que decir de la dis ciplina, palabra odiosa, lo reconozco, pero inevitable en las cuestiones que estoy tratando. De una formación de los niños y adolescentes casi militar se pasó al desorden y desconcierto esencial. Lo cual ni facilita la tarea peda gógica ni favorece la madurez de los alumnos. No es sólo el ámbito escolar el afectado por tales medidas; también el familiar se resiente de lo mismo. Lo que fue llamado en su época «educar en libertad» no ha encontrado nor mas suficientemente flexibles para que sean adaptables a diversas circunstancias y, al mismo tiempo, procuren unas pautas de comportamiento inequivocas. Carecer de ellas, por otra parte, es pedirles a los niños que aprendan a decidir antes de tiempo, obligarles a ser adultos cuando su obligación es ser niños. Constatamos, además, que la abolición de castigos, represiones y posibles traumas no ha producido individuos más recios y firmes. Al contrario, a veces parecen más dóciles y sumisos, menos rebeldes y más complacientes de lo que fueron sus educadores. La forma más extrema de contestación para los jóvenes de hoy es la objeción de conciencia. La insumisión, pues, ante la única norma férrea con que se encuentran. Las demás son revocadas a la menor disputa. No son más insumisos porque no pueden. ¿Cómo van a serlo ante otras barreras si éstas no existen? ¿Y cómo van a inter venir en la vida pública si la encuentran dirigida y mo nopolizada por una generación bien nutrida, que los mira por encima del hombro porque los siente débiles, y que actúa de espaldas a ellos porque no los necesita? La edu cación «débil» produce seres desorientados y superprotegidos. Creo que el desconcierto que da origen a todas estas reflexiones es consecuencia a su vez de dos cosas: una
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concepción equivocada de lo que significa ser progresista, y una falta de sentido de la responsabilidad en la edu cación. Un texto de Hanna Arendt sobre «La crisis de la educación»1explica inmejorablemente ambos puntos. Hanna Arendt atribuye lo que ella entiende como la crisis de la educación norteamericana a una reforma que se resume en tres puntos fundamentales: 1) la idea de que existe un mundo de los niños, en el que éstos son autó nomos y, en cierto modo, deben autogobernarse; 2) el he cho de que la pedagogía moderna se haya convertido en una ciencia de la educación en general, libre de la materia a enseñar; 3) la sustitución, en la enseñanza, del aprender por el hacer, del saber por el saber hacer, del trabajo por el juego. Dicha reforma, según Arendt, ha resultado un fracaso total, el cual debe inducirnos a pensar qué es la educación para evitar nuevos errores y corregir los viejos. De tal diagnóstico, nuestra autora deduce las conclu siones siguientes. Los adultos tienen la responsabilidad de introducir al niño en su mundo. Y para hacerlo, deben ejercer su autoridad. Ahora bien, «la autoridad ha sido abolida por los adultos, lo cual sólo puede significar una cosa: que los adultos rehúsan asumir la responsabilidad del mundo en el que han colocado a los niños». Educar es enseñar, transmitir un saber, mostrarles a los niños el mundo. El maestro, en la escuela, representa a todos los adultos, y dice, «este es nuestro mundo». Pero si los adul tos rechazan su mundo porque ni les gusta ni lo quieren, el rechazo del mundo representa al mismo tiempo el re chazo de asumir la responsabilidad de la educación de los niños, la responsabilidad de enseñar. Pues si es posible enseñar sin educar, no es posible educar sin enseñar nada. Por eso, afirma Hanna Arendt que la educación ha de ser «conservadora». En el sentido de preservar lo nuevo y revolucionario que pueda haber en cada niño y preservar a la vez el mundo contra las posibles innovaciones del* ' Hanna Arendt, Alain Finkielkraut, La crisi Je la cultura, Pórtic, Barcelona, 1989. Cfr. ’mfra. el capitulo sobre «La responsabilidad».
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ñiño. En efecto, «la educación es el punto en el que se decide si queremos suficientemente al mundo para asumir la responsabilidad del mundo y, además, salvarlo de la ruina que sería inevitable sin la renovación y sin la llegada de los jóvenes y las generaciones nuevas. También por la educación discernimos si queremos a nuestros hijos lo su ficiente para no ahuyentarlos de nuestro mundo ni aban donarlos a su propia suerte, ni privarles de la oportunidad de emprender algo nuevo, algo no previsto por nosotros, sino más bien prepararlos de antemano para la tarea de renovar un mundo común». Las palabras de Hanna Arendt son la reflexión más lúcida que conozco sobre los fallos que están impidiendo que la educación sea de veras progresista y responsable. En efecto, la innovación no significa esa nietzscheana «transmutación de todos los valores». Hay valores viejos que deben ser conservados, aunque lo sean en contextos diferentes de los antiguos. Ni la obediencia ni la disciplina son de por si rechazables. La educación necesita esos va lores si consiste, como es evidente, en crear hábitos y cos tumbres y en formar el carácter. Los niños, por otra parte, piden la seguridad que sólo los adultos pueden darles, necesitan puntos de referencia claros, aunque sólo sea para transgredirlos y criticarlos luego. Innovar no es des truir, sino discernir qué hay en lo aprendido que convenga conservar y de qué manera hay que hacerlo. Para ese dis cernimiento ha de darse una mínima certeza sobre el valor de lo que uno está haciendo, y un afecto, una pasión, una cierta adhesión al mundo que uno está enseñando a des cubrir. La educación ha de ser autoritaria. Pero ser autoritario, no significa imponer las propias ideas sin atender a ra zones, sino tener autoridad. Esto es, hacer valer la supe rioridad —de experiencia, de conocimientos, de años, en suma— que el adulto tiene sobre el niño. No confundir los niveles, pues la confusión en lugar de llevar a unas relaciones más satisfactorias, aumenta las distancias o, simplemente, desorienta a todo el mundo, educadores y
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educados. El adulto ha vivido más y ha tenido que for marse opiniones y criterios de más de una cosa. Tiene autoridad para enseñar, y debe defenderla y responsabi lizarse de ella. Las generaciones jóvenes aprenderán de los adultos —lo quieran ellos o no— qué conocimientos son más apreciados, qué merece su estima y aprecio, cuá les son sus preferencias, ilusiones y esperanzas y cuáles los móviles de su comportamiento. Lo aprenderán aunque nadie se lo enseñe explícitamente. Porque educar es dar muchas más cosas de las que se pueden estudiar o explicar en clase o de las que se pueden resumir en unas reglas explícitas. Educar es transmitir un estilo de vida. Los ni ños observan y copian, erigen modelos, que tal vez más adelante querrán revocar. Tener autoridad es, en defini tiva, ser consciente de que. aun a pesar nuestro, somos el punto de referencia de las nuevas generaciones. E d u c a c ió n
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¿En qué consiste, pues, la buena educación, la educa ción para la democracia? Sólo es posible definirla con una petición de principio: es buena la educación que enseña cosas buenas, aquello que nosotros consideramos que vale la pena saber y aprender. Ha sido esa ¡dea la que nos ha llevado, a quienes ahora tenemos que cargar con el peso de la educación, a fijarnos en aquellos valores que no sotros, en nuestra educación, echamos en falta, y a re chazar los valores que nos dieron y que no compartimos. Max Scheler o Sartre han dicho muy bien que el valor es el nombre de una falta, de algo que no existe y debería existir. Por tal razón, la educación —y toda tarea valorativa— ha de ser vista como un experimento. Es difícil, si no imposible, decir a priori qué educación querríamos. Pero es preferible equivocarse y rectificar, que dejar de actuar —dejar de educar— por miedo a hacerlo mal. Son ellos, los que son educados, quienes se encargarán de co
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rregir los errores recibidos a medida que se vayan ha ciendo autónomos. Las oscilaciones de la juventud son una muestra de los aciertos y errores de la práctica que los ha educado. Las encuestas y la experiencia nos dicen que los jóvenes de hoy son conformistas y buscan la comodidad y el bienes tar. Que aprecian el trabajo duro, como medio para en riquecerse. Que se sienten menos rebeldes e incomprendidos que los jóvenes de hace veinte años. Que no tienen prisa por librarse y huir de la encerrona familiar. Son, en cierto sentido, menos independientes y más respetuosos con las instituciones. Pasan de ellas o las admiten como un ritual más. Les atrae el éxito y se interesan poco por la politica. Saben que la vida es difícil y que hay que com petir para ganar. La masificación de la enseñanza y la escasez de puestos de trabajo les ha hecho creer que el trabajo y el éxito se rigen por una lógica meritocrática: vence el que acumula más títulos, mejores notas, un cu rriculum más denso. Ninguno de esos valores respetados por los jóvenes es despreciable, aunque sólo sea porque son los valores rea les de nuestras sociedades y hay que tenerlos en cuenta. Pero guiarse sólo por ellos representa un retroceso y un empobrecimiento cultural. Que los jóvenes eviten el fra caso, que valoren las comodidades y el bienestar, que acepten las reglas de la competición y el mercado, no está mal. Después de haber leído tanto a Nietzsche. es difícil no creer que los valores espirituales, cuando faltan los materiales, son un síntoma de debilidad moral. Ya lo ha bía notado Aristóteles: sin riquezas o bienes materiales, incluso sin una cierta dosis de buena suerte, ser virtuoso es una quimera. Pero aunque sea imprescindible tener las necesidades básicas cubiertas, la satisfacción de las ne cesidades materiales —sean básicas o superíluas— es el primero, pero no el único fin de la vida. Contrarrestar esa tendencia a tender sólo al bienestar material y a tomar como modelo los procedimientos del mercado, es la tarea básica de una «buena educación».
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La sociedad competitiva es individualista e injusta, no hay igualdad de oportunidades, y los educadores pueden ha cer poco para resolver problemas de justicia distributiva. No les compete a ellos resolverlos, sino a quien tiene po der y medios para hacerlo. Sí pueden en cambio, reclamar y exigir más justicia. Y pueden, sobre todo, enseñar a vivir mejor, en medio de la desigualdad y la competitividad, y a pesar de ellas. El objetivo lejano pero definitivo de una buena educación seria la felicidad de cada uno, puesto que la felicidad colectiva está más allá de sus alcances. Seria, pues, enseñar a vivir bien. Ese saber vivir tiene dos dimensiones fundamentales. a) Saber vivir con uno mismo. Es decir, vivir recon ciliado con las tareas que llenan la vida y, en especial, con las tareas profesionales. He dicho ya que nuestra sociedad valora por encima de todo la profesionalidad. Al mismo tiempo, son pocos los profesionales que gozan con su tra bajo, que hacen de la profesión no mera poiesis, sino pra xis. Hanna Arendt señala como uno de los fracasos de la educación el intento de sustituir el saber por el saber cómo, el trabajo por el juego. El trabajo se presenta en tonces bajo una dimensión inadecuada, puesto que no es ni simple diversión —ya que supone esfuerzo y sacrifi cio—, ni vale sólo por los beneficios prácticos o materiales que reporta. Por otra parte, la contraposición creciente entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio hace que aumenten las expectativas de diversión. Resulta penoso trabajar cuando el trabajo sólo tiene sentido como medio para descansar, divertirse o jubilarse, para dejar de tra bajar. Se habla mucho de fracaso escolar, y poco del otro fracaso, el profesional, el fracaso y el trauma de tener un trabajo que repele, con el que uno no se siente identificado o a gusto. Educar para saber vivir con uno mismo consiste en eso tan aristotélico de aprender la medida que debe tener cada cosa. El trabajo, el descanso, el juego, el de porte han de tener la dimensión, el espacio, el tiempo y el valor adecuados. Ni el trabajo es puro juego, ni es sólo un medio para obtener dinero y fama. Lo ideal sería que
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trabajo y ocio llegaran a confundirse, que el uno fuera prolongación del otro. Y aunque es difícil que el trabajo pueda librarse de dimensiones alienantes, porque la vida toda está llena de ellas, no es imposible enseñar a com pensar la obligación con ocupaciones gratificantes y humanizadoras. Partiendo de la base de que enseñar a tra bajar y a descansar del trabajo para «divertirse» —en el sentido etimológico del término—, no consiste en trans mitir una teoría. Es, por el contrario, mostrar una prác tica, al tiempo que se enseña a leer y a resolver problemas o a multiplicar, a estudiar, a saludar, a comer o, sencilla mente, a escuchar. b) Saber vivir con ¡os demás. Las relaciones interpersonalcs han de partir de la aceptación de dos valores. Primero, el ya mentado valor de las formas, de las buenas maneras, de lo que estrictamente se entiende por «buena educación». Es preciso que existan unas reglas de cortesía aceptadas por todos como base de la convivencia. Esta mos hablando, sin duda, del aspecto de la educación más irracional y arbitrario. Pero también son arbitrarias las reglas de la sintaxis o de la ortografía, y ahi están, sin ellas no seria posible escribir ni hablar. Podrán ser estas o aquellas reglas, pero es necesario que las haya y que todo el mundo las respete. Las normas de la buena edu cación indican de qué modo ha de entenderse la igualdad de unos y otros. Los ancianos, los profesores, los padres, los enfermos, los minusválidos, los jóvenes, los niños —ahora, incluso, los animales—, cada estrato social pide y exige ser puesto en su lugar y ser tratado con el respeto y la dignidad que merece. Que el lugar sea distinto no implica que la persona quede degradada. Al contrario, la confusión y la ausencia de diferencias es un obstáculo para reconocer qué tipo de respeto se le debe a cada uno. Añadamos a lo dicho que la relación con el otro tiene que ser solidaria. Repito que no es competencia de los educadores hacer justicia y corregir la desigualdad de oportunidades. La educación refleja las injusticias de la sociedad, cuyo mercado excluye aún a muchos de su ám
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bito. Que la educación, en las sociedades desarrolladas, se haya extendido a todos los ciudadanos, que se haya logrado una escolarización primaria total, no significa que esa educación sea justa. Los más desfavorecidos son las primeras victimas del fracaso escolar, entre otras cosas porque la educación no fue pensada para ellos. Por eso, porque la sociedad es injusta y hay que luchar contra la injusticia, debe fomentarse el valor de la solidaridad. La solidaridad entendida como una forma de compensar las injusticias y de fomentar un sentido de la justicia inexis tente. Es preciso que los niños conozcan y sientan las pro fundas desigualdades de la sociedad y del mundo en el que viven. Que las conozcan de un modo más vivo que el que resulta de la visión de niños famélicos tercermundistas por televisión, y que aprendan a sentirse solidarios de los más desprotegidos. La solidaridad es un senti miento cercano a la amistad, al afecto, a la comprensión. Insuficiente para resolver las injusticias, pero condición necesaria para la renuncia al egoísmo que se traduce en desinterés por los otros. Si creemos que el bienestar se ha convertido en el primer valor de la sociedad de consumo, hay que entender y dar a entender que el bienestar es un valor universalizable y ha de hacerse general. Pero no nos engañemos. La ética o la virtud no se en señan explícitamente, aunque se aprenden. Quiero decir que se enseñan de muchas maneras, siempre, a todas ho ras, y no sólo en el aula, como quien enseña una lección de historia. Vale para ello lo que Jon Elster2 dice acerca de la democracia: no puede ni debe haber una educación democrática explícita. Seria contraproducente. La praxis democrática tiene efectos beneficiosos, pero éstos son pro ductos laterales de la democracia, no objetivos de ella misma. El método asambleario cuyo fin es la misma asamblea, no educa en la participación, más bien produce inhibición y cansancio. Asi, la política democrática no debe ser narcisista ni quererse sólo a si misma. No es un1 1 Jon Elster, Uvas amargas, Península. Barcelona. 1989, cap. II.
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Tin en sí, antes bien un procedimiento para tomar deci siones que conciernen a toda la sociedad. Del mismo modo, la educación en la virtud —la educación ética o la educación sin más— no es un fin en si. El fin de la edu cación no es hacer seres buenos y virtuosos, sino socializar y perpetuar un cierto orden social. Los beneficios éticos que produzca la educación serán efectos colaterales de un procedimiento que en si mismo es bueno porque llama a la colaboración y a la unidad. Serán el subproducto de una práctica que inculca hábitos, que pone de manifiesto actitudes y maneras de hacer y de vivir. No olvidemos que las primeras discusiones entre los sofistas y Sócrates versaron en tomo al tema de si era o no posible enseñar la virtud, porque vieron que la virtud no se adquiría sólo ni básicamente a partir de conocimientos teóricos, como se adquieren, en cambio, la matemática o la geometría. La ética es un saber práctico que se enseña de distintas maneras y constantemente. Es la forma de ser y de com portarse, de trabajar y divertirse, de hablar y pensar, de estar con los demás y con uno mismo lo que pone de relieve los valores básicos de cada ser humano. Educar debería consistir en algo tan simple como mostrar a los neófitos en la vida la propia forma de vivir.
VII.
EL GENIO DE LAS MUJERES «Si sigo con mis visiones fragmen tarías, el mundo entero deberá cambiar para que yo pueda estar en él.» CLArice LlSPECTOR. La pasión según G. H.
Suelo estar poco de acuerdo con lo que escribe el papa Woytila. Sin embargo, no me desagrada el tono de la Carta Apostólica Muíieris dignitatem, hecha pública en octubre de 1988, de donde extraigo la expresión que da título a este capítulo. La Carta es ambigua, lo reconozco, y permite por lo menos dos lecturas contrapuestas. Em pieza el Papa haciendo un recorrido por textos del Anti guo y el Nuevo Testamento que ponen de relieve, ensalzan y elogian, con profusión de adjetivos laudatorios, la dig nidad y la vocación de las mujeres, su «riqueza esencial», su originalidad y absoluta igualdad de derechos con el hombre. Pero la disertación pontificia no acaba en eso, porque el propósito final es otro. A fin de cuentas, de lo que se trata es de ratificar la exclusión de la mujer del sacerdocio. Llegar a tal conclusión después del preámbulo apologético a favor de la igualdad incondicional con el varón parece tomadura de pelo, pero se nos asegura que no lo es. Basta acudir a las mismas fuentes bíblicas para encontrar las citas que aclaren la aparente contradicción. La mujer es, en efecto, igual al varón en derechos, en
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sabiduría y en recursos, pero el lugar y la función de am bos en la Iglesia no son los mismos, porque ella también es esencialmente distinta. Su misión como esposa y madre no es ser sacerdote, papel obviamente masculino a juzgar por el comportamiento de Jesucristo al fundar la Iglesia y escoger discípulos varones. La dignidad de la mujer re side en otra parte: concretamente, en la capacidad de ser amada y de amar, por la cual Dios le ha confiado de un modo especial al ser humano. En los designios divinos, las funciones masculina y femenina están diferenciadas. Jesucristo tiene atenciones especiales —e insólitas para su época— con las mujeres, pero hace sacerdotes a los hom bres. Éstos tienen un lugar especifico en la Iglesia. El de las mujeres, en cambio, está en otra parte, aunque ni en la Carta papal ni a lo largo de la historia de la Iglesia se ha dicho claramente dónde se encuentra ese lugar ni qué hay que hacer en él. El ser «esposa» y «madre» no ha tenido una institucionalización tan determinada como el ser «pastor» o guia espiritual, que se le encomendó al hombre. Sin embargo, ahí está explícita en la Carta a los Efesios tan citada y discutida, la obligación de amar y el derecho a ser amada que corresponden solamente a la mujer. Una bonita teoría que, en la práctica, ha dado resultados más bien penosos. Sea como sea, y aunque la lectura de la Carta Pastoral nos deje, como es usual en los mensajes de Woytila, per plejas y decepcionadas, no me parece justo desdeñarla sin más como una nueva muestra de pensamiento retrógrado. Es cierto que el mensaje global da la impresión de un querer dorar la pildora un tanto cínico, reconozcámoslo. Tras reafirmar con bellas palabras la casi superioridad de la mujer sobre el hombre, el Papa la invita suavemente a quedarse donde está y a no meterse en asuntos que nunca fueron de su incumbencia. La lectura podría ser ésta, y quizá deba serlo, pero cabe otra más innovadora, aunque seguramente menos fiel a las intenciones de su autor. En unos momentos en que la no discriminación sexual está teóricamente aceptada y los derechos e igualdad de las
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. mujeres también teóricamente suscritos, cuando el femi nismo busca nuevos desarrollos porque los primeros pa sos ya están dados, el Pontífice viene a decir que empe ñarse en ocupar e imitar incluso los papeles masculinos no sea tal vez la mejor opción. No sólo hay otras muchas cosas que hacer, sino que el mundo necesita visiones y orientaciones más originales y menos trilladas. Posible mente, sobren argumentos a favor del sacerdocio de las mujeres. Por mi parte, sin embargo, no es esa la cuestión que me interesa. Prefiero entender las palabras de Juan Pablo II como muestra de un cierto discurso feminista o femenino, que invita a no repetir lo ya hecho y a intentar sendas menos usuales. Pues estoy convencida —y es lo que quiero defender aquí— que el discurso de la mujer, en un mundo de igualdades aún vacilantes y recién des cubiertas, es cierto, pero igualdades al fin, debería ser otro. Esto es: no sólo igual al del varón, sino original, innovador y distinto con respecto a él. En ese sentido —y sólo en ese— suscribo el siguiente párrafo, al final de la Mulieris dignitatem: «En nuestros dias los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar, de modo hasta ahora desconocido, un grado de bienestar material que, mientras favorece a algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso unilateral puede lle var también a una gradual pérdida de la sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el momento presente, espera la manifestación de aquel “genio” de la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano. Y porque “la mayor es la caridad” (1 Cor, 13, 13).» Sólo la última frase de la cita —que no es de Woytila, sino de San Pablo— no me rece mi aprobación. La mayor de las virtudes no es la caridad, sino —como he dicho repetidamente a lo largo de este libro— la justicia, si bien la caridad o el amor han de ser vistos como complementos necesarios de esa virtud principal. Y tal vez sea cierto que las mujeres, iguales pero distintas, y, además, relegadas durante siglos a un papel
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subordinado, secundario e inferior, estén en mejores con diciones de mostrar al mundo esa sensibilidad hacia los otros que el orgullo y la preponderancia masculinos, por la razón que sea, ha mantenido oculta. En cualquier caso, de la incorporación de la mujer al trabajo y a la vida pública, algo positivo debería seguirse. Algo positivo más universal, quiero decir, que la pura liberación de cada una de las mujeres, la cual, dicho sea de paso, y a juzgar por algunos de los resultados que va produciendo —es quizofrenia, stress, doble jornada—, es más que discu tible. El discurso feminista ha cumplido una primera y larga fase reivindicativa, después de la cual se encuentra un tanto desorientado y silencioso. La igualdad, por su puesto, no está conseguida a todos los niveles ni en todos los aspectos, pero si hay conciencia de que la discrimi nación es injusta. Digamos que la no discriminación se xual es ya una de las notas irrenunciables del ideal de justicia. No es posible hablar de justicia sin incorporar al concepto esa forma de igualdad. A partir de ahi, la nueva andadura del feminismo debería tener un carácter dis tinto, menos reivindicalivo y más creativo, menos teórico y más ejemplar, menos palabras y más hechos, o ambas cosas a la vez. Existe ya, es cierto, un llamado «feminismo de la diferencia» que ha acabado discurriendo paralela mente al «feminismo de la igualdad», con adeptas a uno y otro bando. Ambos discursos dicen verdades, y ambos se equivocan en sus exageraciones. Adherirse al discurso de la diferencia no debería significar dejar de proclamar la igualdad de derechos, y adherirse al discurso de la igual dad no debería implicar una propuesta de simple imita ción y repetición de lo masculino. Nuestro pensamiento y nuestro lenguaje ha sido hecho por varones a su imagen y necesidades, sin duda. No es posible, por otra parte, desechar ese lenguaje y escoger otro, porque no hay otro, ése es también el nuestro. Pero si cabe ponerlo en cuestión desde una historia que es obviamente distinta. Es en este sentido en el que cabe defender, a mi juicio, la diferencia
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. femenina. Diferencia no sólo fisiológica y biológica —la menos importante a mis efectos—, sino, sobre todo, his tórica y cultural. Nuestra historia —la historia de las mu jeres— ha sido otra, distinta de la de los varones, y ha tenido que producir unas actitudes y una manera de ser, una psicología, que no coincide con la de ellos. Yo no hablaría —como hace el Papa— de una esencia de lo fe menino, pues me repelen los «esencialismos» y no quiero referirme, además, a dalos necesarios e intangibles. Hablo de datos contingentes, que podrían ser otros, pero que. hasta ahora y, en general, han sido estos. Unos datos que muestran una serie de características bastante determi nadas. La subcultura femenina, precisamente por su in ferioridad con respecto a la cultura predominante, ha dado origen a una serie de «valores» propios y, en muchos casos, contrapuestos a los típicamente masculinos: la pa ciencia, la falta de agresividad o de competencia, la dis creción, la ternura, la receptividad. Desde Aristóteles, que sepamos, se habla de unas «virtudes» de la mujer distintas de las del varón, porque la función de la mujer, en la casa y en la polis, es también diversa. Si «hombre» es sinónimo de autoridad, «mujer» es sinónimo de obediencia: la fuerza del varón estriba en el mando, la de la mujer en la sumisión. De hecho, las virtudes morales son, en su mayoría, atributos masculinos; a la mujer le convienen sólo las virtudes reclamadas por las funciones que desempeña '. Si la palabra «virtud», en su acepción latina «virtus» tiene una raíz que alude claramente a la virilidad, a la potencia, a la fortaleza, al valor, que se muestra en la fuerza física y en el dominio de las emociones, las vir tudes propiamente femeninas consistirían, en cambio, en la afirmación de todas esas actitudes consideradas no vi riles, muestras de debilidad más que de fuerza. Por su puesto que tales valores aparecen, como negativos y ni hilistas, porque son la antitesis del poder, las cualidades que, por fuerza, han de desarrollar los seres dominados.1 1 CXr. Aristóteles. Política, V.
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Pero ¿es imposible verlos desde otra perspectiva? ¿Han de ser negados sencillamente porque su genealogía muestra un origen indigno? ¿O podrían llegar a afirmarse como valores una vez puedan ser predicados de seres libres e iguales? Ha habido una diferencia evidente en las funciones asignadas a ambos sexos. Y se trata, por supuesto, de funciones asignadas a las mujeres por el sexo masculino, como expresión del dominio y la opresión. Está claro y sería absurdo negarlo. Pero ¿se deduce de ahi que esas funciones no hayan generado unos valores? ¿Cuál es la razón para oponerse a considerar esas cualidades como tales, esto es, como valiosas? Discrepo de la conocida tesis de Simone de Beauvoir según la cual los supuestos valores femeninos no lo son porque fueron inventados por los hombres para cebarse más y mejor en su dominación. Asi es, no cabe duda, pero ¿por qué dar por supuesto que en ese reparto de virtudes los varones no se equivocaron y se asignaron a si mismos precisamente lo menos valioso? ¿Por qué tiene que valer más la fuerza que la debilidad, el mando que la sumisión, el autodominio que el senti mentalismo, la coherencia que la dispersión? Lo cierto es que ninguno de tales valores es absoluto: en unos casos, el mando es más valioso y eficaz, en otros es más inteli gente la sumisión; en unos casos, la debilidad puede ser más potente que la fuerza, la liberación de las emociones más' humana que el autodominio, la dispersión más abierta y enriquecedora que la coherencia. Él reparto de valores es. sin duda, injusto pero no porgúele dé ej .nom bre de «valor» a lo qtie~nó lo es, sino porque es un reparto desigual, en el que unos gozan de la posibilidad de escoger y mostrarse fuertes o débiles, racionales o emotiy.os,iuitoritarios o sumisos a sulíñtqfo, mientras a las otras sólo se les permite mostrarse como seres débiles. Dada, sin em bargo, la ocasión de elegir una u otra manera de ser, ¿no es más inteligente, y más prometedor incluso, reservarse la opción de mostrarse poderoso o débil, según vengan
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las circunstancias, que la obligación de ser y parecer po deroso sea cual sea la situación? «Las mujeres tendrían que ser capaces de asumir crítica y libremente su propia tradición, de medirse con ella, de rechazar sus elementos negativos y de reivindicar, en cam bio, aquellos otros que —cualquiera que haya sido su fun ción— revelan hoy una potencialidad positiva. No ten drían que olvidar que “los valores” no son sólo la función que han tenido: si así fuera, toda la cultura —incluidas la poesía y la ciencia— se tendrían que rechazar, porque de un modo u otro, todos sus elementos han representado un instrumento de opresión de la mayoría de personas de alguna época» 2. Estoy totalmente de acuerdo con estas palabras. Conviene, en efecto, que las mujeres asuman su tradición, pero despojándola del contexto en que se ha gestado. De lo contrario, incurrimos en una postura reac cionaria y anacrónica. No se trata de quedarse en el pa sado ni de aferrarse a él. Tampoco se trata —como se guramente alguien habrá pensando ya— de «hacer de la necesidad virtud»; puesto que nos han hecho asi, apro vechemos lo que ya tenemos. Al contrario, se trata de aceptar que la historia y la tradición de las mujeres ha producido una especial manera de ser que, durante años, ha sido exclusivamente, una manera «servil» y sometida a otros, pero que puede mantenerse superado el servi lismo. Es la esclavitud lo rechazable, no los valores que genera la esclavitud, que no son más que la respuesta hu mana a una situación de por si inadmisible. Si esto no es cierto, habrá que aceptar la tesis contraria: que los valores por antonomasia no son los producidos por la esclavitud, sino los otros, los que han producido la esclavitud, es de cir, el poder, la fuerza, el mando. Quiero insistir algo más en el carácter antiesencialista de esta propuesta. Las «virtudes femeninas» —llamé moslas así aunque la denominación me satisface poco—1 1 Giulia Adinolfi, «Sobre las contradicciones del feminismo», en Mientras Tanto, 1979, pág. 16.
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son virtudes creadas por la tradición, no las marcas de la excelencia de la mujer en cualquier caso. Quiero decir que son cualidades que han existido de hecho, y que es preciso conservar y salvar porque son realmente cualidades. No son desdeñables en la medida en que puedan contribuir a equilibrar el conjunto de las sociedades y del mundo que conocemos. No son, en ningún caso —y ahí discrepo con el Papa— cualidades propias de una función que la mujer debe desempeñar porque es la suya. No hay función específica de la mujer o del hombre: una y otro —cada uno y cada una— desempeñan sus respectivos «oficios», tareas y ocupaciones, y son, por lo demás, igualmente «personas». Pero aunque no haya funciones especificas, ha habido funciones atribuidas, las cuales han desarro llado disposiciones y actitudes concomitantes. Por ello y sólo por ello pienso que existe un bagaje femenino redimible y no despreciable, como algo bueno y valioso para todos, no sólo para las mujeres; bueno y valio so, pues, para la liberación y el progreso de la huma nidad. Aunque es cierto que hoy se extiende un rumor cercano a lo que estoy defendiendo, no obstante, la línea del fe minismo más duro es la contraria. Celia Amorós, por ejemplo, en un excelente texto en el que se enfrenta al tema de la ausencia de las mujeres en la vida politica con trapone los espacios masculino y femenino como «el es pacio de los ¡guales» —el de ellos—, y «el espacio de las idénticas» —el de ellas—. La diferencia entre unos y otras consiste en que si bien los hombres pueden considerarse iguales entre sí —individuos o sujetos con entidad pro pia—, puesto que comparten una misma tradición y for man parte de la misma historia, las mujeres, en cambio, son sencillamente la negación de eso: carecen de tradición, de historia, de valores propios, de una identidad que les permita individuarse y crear un espacio suyo genérico. Carecen de lugar porque están donde las han puesto. No son iguales sino idénticas porque son «chicas para todo» que sirven para lo que haga falta, son, en definitiva, mu-
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■jeres y nada más que mujeres. Como los negros son negros y los gitanos, gitanos, idénticos también a tal respecto. Las mujeres, pues, no merecen la inclusión en la clase política porque no son iguales ni comparables a los que, desde siempre, han estado en ella. Se las relega, entonces, a papeles secundarios —secretarias, maestras, enferme ras—, precisamente los papeles que favorecen el desarro llo de las virtudes de la sumisión y la debilidad de las que hablábamos. Celia Amorós no apuesta por el cultivo de esas diferencias, sino más bien por lo contrario: la lucha por conquistar ese espacio de iguales del que carece mos y que nos daría entrada franca en el mundo masculinizado3. Por mi parte, he de decir que estoy de acuerdo sólo en parte con los presupuestos de tal plan teamiento. Es cierto que el espacio de las mujeres no es aún un espacio de «¡guales», si el modelo de la igualdad es el masculino (y tiene que serlo puesto que es el único referente posible en la dialéctica hombre-mujer). Pero pienso que la desigualdad no radica en carecer de tradi ción, historia, cultura, valores. Las mujeres poseen, re pito, historia y tradición. Lo que ocurre es que no les gusta ni la quieren como propia. La rechazan y pretenden olvidarla, porque el modelo masculino es, en todos los sentidos, más atractivo. Pero la historia está ahí, la que ramos o no. Y habida cuenta que la mujer tiene que de cidirse y elegir, integrarse en ese mundo masculino o man tenerse en el suyo, e integrarse de una forma masculina o de otra que aún está por ver cómo es, ¿por qué no pro bar esa segunda opción?, ¿por qué empeñarse en olvidar la totalidad del pasado y no sólo aquellas partes que me recen ser olvidadas? Escribe Cioran: «Si prefiero las mujeres a los hombres es porque ellas tienen la ventaja de ser más equilibradas, es decir, más complicadas, más perspicaces y más cínicas, ’ Celia Amorós. «Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Notas sobre poder y principio de individuación», en Arbor, Madrid, diciembre de 1987, págs. 113-127.
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por no hablar de esa misteriosa superioridad que confiere una esclavitud milenaria»4. ¿Es eso cierto? ¿Confiere su perioridad la esclavitud? ¿Y confiere una superioridad re cuperable y digna? Dicho así, por supuesto, es inacepta ble. Pero sí es cierto que la esclavitud o la impotencia, la debilidad, pueden tener dos respuestas: o bien ese senti miento de superioridad, o el más puro resentimiento y deseo de destruir al poderoso. Posiblemente, el resenti miento sea la actitud más espontánea y natural, mientras que la superioridad venga sólo mediatizada por alguna ideología, por creencias que apuntan a otros mundos o a premios mayores. Pero sea cual sea el origen de ambos sentimientos, lo cierto es que históricamente —y pese a las interpretaciones de Nietzsche— se han dado ambas respuestas, y que ha habido esclavos finalmente más po derosos que sus dueños. ¿Quién hubiera hecho caso, si no, a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo? Amo y es clavo se necesitan el uno al otro para seguir existiendo o afirmándose. Asi pues, no es disparatado hablar de la su perioridad de los siervos y de los vencidos. Eso mismo que los distancia y los margina del mundo de los pode rosos y de los vencedores, les permite ver con mayor lu cidez las miserias de ese mundo para no desearlo del todo ni tal cual es. Quien no tiene ya nada que perder, puede carecer de libertad material, pero posee una libertad de pensamiento mucho mayor. Obviamente, esa no es la so lución. Pues suele ocurrir que a la mayoría de los opri midos les Taita conciencia de que lo son y no desarrollan, por tanto, la reflexión necesaria para despreciar al do minador y a su mundo. Y ocurre también que con el puro sentimiento de superioridad, sin una igualdad por lo me nos básica, no se va a ninguna parte y la superioridad es sólo ficticia. Ahora bien, cuando el pensamiento se ha hecho autorreflexivo y ha tomado conciencia de si mismo, cuando, además, la esclavitud más oprobiosa y material está superada, entonces sí uno o una es capaz de sentir 4 E. M. Cioran, Ese maldito yo. Tusqucts, Barcelona. 1987, pág. 89.
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«esa superioridad que le confiere una esclavitud milena ria» y aprovecharse de ella. Lo que conviene aclarar y precisar ahora es qué hay de positivo y valioso en el conocimiento que la mujer, tras varios años de reivindicación de sus derechos, ha adqui rido de si misma y de su historia. Limitarnos a hablar de cualidades como la sumisión y la paciencia es. a la postre, negativo. Tiene que haber algo más para que valga la pena subrayarlo. Los lugares que ha ocupado la mujer desde siempre, el tipo de relaciones a que se ha visto constre ñida, la variedad de teclas que tiene que tocar ahora que empieza a estar supuestamente liberada de viejas opresio nes, las dependencias que le imponen el cuerpo y la fisio logía, la educación para la autosuficiencia, la facilidad de trasvase de una a otra esfera, todo ello ha tenido que influir —y no sólo desfavorablemente— en su especial o específica visión del trabajo, del poder y de la propia iden tidad. Veámoslo más despacio. 1. El trabajo de las mujeres se ha visto, durante siglos, limitado a la casa y a los hijos, a la relación —como es cribe el Papa— de esposa y madre. Ese supuesto «trabajo» doméstico, paradigma de la miseria femenina donde la haya, implica una experiencia que no tiene por qué ser únicamente negativa. Al verse forzada a la proximidad de la realidad cotidiana, la mujer ha podido desarrollar —no quiere decir que todas lo hayan hecho, ni que lo hayan hecho sólo ellas— relaciones más afectivas y más prag máticas, un lenguaje más concreto, claro y preciso, menos abstracto, una aproximación a las cosas más intuitiva. Son tópicos, sin duda, que se han repetido hasta la náu sea, pero los tópicos no son falsos; tienen una base real que los sustenta. La liberación del trabajo doméstico, no remunerado y más esclavo, por lo mismo, que cualquier otro, ha ido dirigida a la búsqueda de otro trabajo más público, remunerado, y opcional, dentro de los limites que ya conocemos. Pues bien, ese segundo trabajo no ha aca bado ni acaba de perder el carácter de un trabajo «adi cional». No sólo porque no es posible atender a tantas
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cosas, sino porque tampoco se quiere renunciar a ninguna de ellas. Las mujeres no han querido —o no se han atre vido, pero habría que analizar si no es lo mismo— re nunciar a nada: ni a los hijos ni a dejar de tenerlos, ni a llevar las riendas de la familia ni a soltarlas. El resultado, en verdad, es poco halagüeño: la llamada «doble jornada» no parece muy liberadora. Pero, preguntémonos, ¿lo es para el varón una jornada única cargada de rutina o de stress? El trabajo dignifica sólo en la medida en que no se vuelve servil y agobiante. Y ¿quién es más vulnerable al servilismo del trabajo? Dejo asi la pregunta pues vol veré a ella más adelante. 2. Por lo que respecta al poder, las mujeres han go zado de un poder minúsculo y ridiculo, pero real: el poder doméstico. En las familias, el varón representa, de puertas afuera, la autoridad, pero quienes disponen y deciden son las mujeres. Si ellas quieren, por supuesto. Pues bien, esa experiencia del poder doméstico, el menos lucido de los poderes —lo reconozco—, ha sido suficiente, sin em bargo, para ensayar y conocer el lado mísero y triste que tiene cualquier forma de poder. Veo en ello una de las explicaciones de algo que, hoy por hoy, parece indiscu tible: que la mujer no ambiciona el poder con mayúscula, el político. Lo acepta si se lo ofrecen, pero se resiste a buscarlo. Por lo menos, no lo busca con la insistencia y el tesón con que lo hace su contrincante masculino. ¿Por qué razón? Por una suerte de escepticismo y hastio res pecto a las ventajas de todo aquello que exige «dedicación exclusiva» o que demanda una cierta voluntad de servicio. Porque quien tiene algún poder ha de renunciar a muchas otras cosas, y las mujeres no acaban de estar dispuestas a ello. 3. Finalmente, si ante el trabajo y ante el poder, la mujer se resiste a encerrarse en compartimentos estancos y da muestras de mayor flexibilidad, ello implica que la identidad de las mujeres sea mucho más frágil y compli cada. Tiene razón Celia Amorós: la única identidad ine quívoca de las mujeres es la de ser mujeres. ¿Pero es eso
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* un defecto? Quiero decir, ¿es más satisfactoria la identi ficación con una profesión, que es la otra posibilidad? La necesidad —o la voluntad— de compartir responsabili dades múltiples, de estar al mismo tiempo en muchos si tios, de representar diversos papeles, hace que la función de la mujer sea más ¡nespecifica que la del varón. A esa forma de vida, de la que salen las hoy llamadas «supermujeres», suele llamársele «esquizofrenia», y esa patolo gía es el lado negativo del asunto. Pero hay un lado po sitivo: la «autonomía», la libertad o la autosuficiencia que consiste en no identificarse con la propia obra hasta el punto de perder el control sobre uno mismo. La menor «profesionalidad» de las mujeres, su distancia respecto a lo que hacen, su tendencia a estar más dispuestas a tirar la toalla si los imperativos del trabajo se vuelven ago biantes, no son, a mi juicio, muestras de flaqueza o de vulnerabilidad, sino de un mayor dominio de sí y de una distinta valoración de las identidades y jerarquizaciones sociales. Si el yo es esa medida crítica que no debería con fundirse con sus distintas representaciones, antes mante nerse alejado de todas ellas, es evidente que las mujeres saben y pueden preservar ese yo mejor que los varones. Las generalizaciones son injustas, falsas y poco dignas de crédito. Pero es imposible teorizar sin generalizar. Ob viamente, hay más de una mujer que escapa a mi carac terización, y seguramente más de un hombre que podría muy bien entrar en ella. Pero eso no importa para nada. Hablo de una tendencia que creo que tiene su fundamento histórico y cultural, y que es reconocible en una serie de datos empíricos. Hablo, además, de una opción que creo valiosa y que, por tanto, exige una cierta dosis de volun tarismo. No es simplemente que las mujeres sean asi, es que no deberían renunciar a serlo, deberían preservar y potenciar esas cualidades, esos aspectos positivos de una existencia dominada por otros. El no protagonismo, la formación singular, la memoria y voluntad de servicio a la que es difícil renunciar porque quedan aún muchas hue llas, mueven a actuar y ser de otra manera, a desplegar
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otras disposiciones y otras actitudes. Desde la distancia, una es más capaz de observar las faltas y defectos y de ejercer una oposición más militante. Pero una oposición —quiero subrayar esto— que no consista sólo en la queja y el lamento, en repetir qué infelices somos, sino que sea, al mismo tiempo, acción en favor de algo diferente. Cual quier forma de vida, por marginada que se encuentre, ge nera un ethos, un estilo y un tono, un talante. Lo que debería exigirse a sí misma la mujer, ahora que empieza a hacerse cargo de su situación, es no perder de vista su ethos más propio para hacer suyo el del varón. Porque el ethos de la mujer no es pura negación. Si le cuesta más embarcarse en ciertas empresas, no es por frivolidad ni por falta de empuje. Es por causa de un sano pragma tismo que le impide perder la vida en algo o por algo que no merece la penas. «Es obvio que los valores de las mujeres difieren a me nudo de los valores creados por el otro sexo», escribió Virginia Woolf4. Pues las mujeres suelen ser más respon sables y más sensibles a las necesidades ajenas. He ahi la explicación de su actitud más comprensiva y diferente para con los demás, la explicación también de una mayor confusión de juicio y de criterio por esa tendencia a con-5 5 Mi amiga Amelia Valcárcel opina, sin embargo, que a la mujer no se le puede exigir algo asi como la salvación del género humano puesto que los varones no han hecho aún suya tal exigencia. Tampoco, pues, ha de convertirse en autocxigcncia femenina hasta tanto no este ple namente lograda la igualdad moral. Hoy por hoy dicha igualdad más bien nos obliga a reivindicar para nosotras el «derecho al mal» que, para los hombres, es ya un derecho indiscutible. Por mi parte, pienso que, efectivamente, el despectivo «dama de hierro» se predica sólo de mujeres que lo merecen, y no se usa un equivalente para los varones que actúan por el estilo o peor. Sin embargo, me resisto a predicar la generalización del mal ni siquiera como via para conseguir la igualdad. (Cfr. Amelia Valcárcel, «El derecho al mal», en El viejo topo, septiembre. 1980.) * Virginia Woolf, A Room o f One's Own, Harcourt. Londres, pá gina 76.
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temporizar con todo y con todos. Las impecables obser vaciones de la mujer más libre y femenina de la historia del feminismo, son corroboradas por psicólogos y psicólogas, por pedagogos y pedagogas. Sean cuales sean las causas y las razones, el desarrollo psicológico de la niña es distinto al del niño y, en consecuencia, varia de igual modo la evolución de la conciencia moral de una y otro. La pedagoga norteamericana Carol Gilligan investiga y profundiza en esa tesis ignorada, a su juicio, por los má ximos teóricos del desarrollo moral en el niño, Piaget y Kohlberg. Ninguno de ellos tiene en cuenta para sus teo rías la diferente psicología de la niña con respecto al niño, por lo que sus conclusiones resultan únicamente válidas para la mitad del universo que pretenden estudiar. Apo yándose en otros científicos menos conocidos, y en ex periencias y estudios realizados por ella misma, la autora de In a Differenl Voice, va mostrando de qué modo la niña construye una realidad social diferente de la del niño y tiende a responder a los conflictos y dilemas de carácter moral de un modo específico y diverso asimismo de las respuestas habituales por parte del sexo contrario. Ya la observación de los juegos infantiles muestra que las niñas suelen ser más pragmáticas, más cooperativas, y más pro pensas a cultivar las relaciones íntimas. Los niños, en cambio, se sienten fascinados por las reglas y las respetan por encima de las personas, son más competitivos y agre sivos y más amantes de los grandes grupos que de rela ciones individuales. Esa primera disposición ante el juego, se traduce luego en una respuesta paralela, en ambos ca sos, a los problemas morales, de tal forma que las niñas desarrollan una moral atenta a las fidelidades personales, mientras la moral de los niños atiende más a los derechos y a la justicia. En efecto, vemos que «cuando una em prende el estudio de las mujeres y deduce formas de de sarrollo de sus vidas, empieza a emerger el esbozo de una concepción moral diferente a la descrita por Freud, Piaget o Kohlberg, la cual configura una descripción diferente del desarrollo. En dicha concepción, el problema moral
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surge del conflicto de responsabilidades más que de la competición de derechos y requiere para su resolución una manera de pensar contextual y narrativa, y no formal y abstracta. Tal concepción de la moralidad, vinculada con el cuidado, centra el desarrollo moral alrededor de la com prensión de la responsabilidad y de las relaciones mutuas, del mismo modo que la concepción de la moral como justicia vincula el desarrollo moral con la comprensión de los derechos y las reglas»7. Dos tipos de ética, pues —la «ética de la justicia» y la «ética del cuidado»—, se presentan como criterios de la perspectiva moral masculina y femenina. Las mujeres an teponen la amistad y el cuidado de las relaciones, el no hacer daño, a la justicia o la defensa de la ley moral que tienden a provocar la adhesión de los varones. Para las mujeres, la inmoralidad coincide con el egoísmo y el bien con el sacrificio y la autoentrega. Ante tal constatación, Gilligan no esquiva la pregunta evidente sobre el conflicto previsible entre esa moral de la entrega y la responsabi lidad por los otros, y la lógica de los derechos derivada de la reivindicación de la igualdad sexual, la cual debería desencadenar y propiciar la autonomía y el autodesarrollo de la mujer. El conflicto se da, en efecto, pero también es posible la integración y complementariedad de las dos perspectivas éticas de forma que el cuidado y la dedica ción a los demás no sea obstáculo para que la mujer se cuide a sí misma. A fin de cuentas, la razón de ser y de progreso de la ética es la tensión entre objetivos de dis tinto orden, que fuerzan a preferir unos bienes sacrifi cando otros. El diálogo entre la moral masculina y la fe menina —concluye la autora—, «no sólo proporciona una mejor comprensión de la relación entre los sexos, sino que da lugar a un retrato más comprensivo del trabajo de los adultos y de las relaciones familiares» *. ? Carol Gilligan, In a D iffem u Voice, Harvard Universiiy Press. 1982, pág. 19. ' Ibid., pág. 174.
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’ El libro de Gilligan roza el peligro de incurrir en la afirmación de una «esencia de la feminidad» y deducir de ella dos éticas inconmensurables, tal es su insistencia en una evolución psicológica privativa de las mujeres. Aun que me cuesta compartir dicho extremo, coincido con ella en más de un punto. Especialmente, en la convicción de que hay una visión femenina del mundo y de las relaciones con los otros, de donde nacen exigencias y actitudes es pecíficas. Que las raíces o la explicación de esa perspectiva sean psicológicas o culturales importa poco. Lo intere sante, a mi juicio, es la valoración positiva de la diferen cia. Positiva precisamente porque es distinta y porque re presenta una manera de ver y de comprender, una actitud ante la realidad y ante los demás capaz de equilibrar o contrarrestar los estilos de vida hasta ahora privilegiados. También las pedagogas se hacen eco del cultivo de la diferencia, y desde él abogan por una educación menos neutra y universalista. Puesto que la enseñanza, especial mente en la escuela primaria —
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funda: la experiencia y el saber femeninos no aparecen, porque la experiencia y el saber masculinos son propues tos como universales y, asi, determinan la norma» Las autoras de dicho colectivo proponen trabajar en la escuela «para que se afirme una tradición», que contribuya a crear otras perspectivas y otros órdenes simbólicos, que transmita otro sentido del mundo a base de poner en duda las «verdades» reconocidas. Para lo cual conviene no re nunciar al pasado ni a la historia común de las mujeres: olvidar el pasado seria exponerse a los errores de los que todos —mujeres y hombres— somos testigos. Si la mujer es capaz de inculcar su «diversidad» tal vez ésta revierta en una transformación cualitativa del mundo. En las ac tuales escuelas mixtas, el programa diseñado debe em pezar por dirigirse, en principio, al público femenino—ya que siempre se ha hecho al revés— habida cuenta que el resultado finalmente habrá de tener efectos educativos para todos y repercutirá en beneficio de niños y niñas. No es ocioso acabar añadiendo que el discurso feme nino, más que feminista, al que me refiero muestra una clara afinidad con ciertos rasgos característicos del pen samiento actual. En filosofía concretamente, el pragma tismo, la abolición de los trascendentales, la desconfianza con respecto a los absolutos, la ausencia de grandes sis temas y la concentración en narraciones, microteorias o discursos fragmentarios constituye, en general, el tono de nuestro tiempo. Del cual son portavoces algunas mujeres, pero también bastantes varones. No pretendo afirmar que la tenue y escasa presencia femenina en el pensamiento haya sido un elemento desencadenante de los nuevos pun tos de vista. Parece absurdo suponer ningún tipo de in fluencia en tal sentido. Lo que sí es cierto es que las mu jeres tienden a encontrarse cómodas y a manejarse bien en ese modelo. Y, en cualquier caso, todo lo que signifique poner el acento en la diferencia, no reducir a la persona* * Anna María Piussi, cd.. Educare nella differenza. Rosenberg & Sellicr, Turin. 1989. pág. 28.
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á puras generalizaciones de intereses, construir dimensio nes públicas o políticas que no destruyan la diversidad de cada uno, o fundar en la diversidad criterios de validez más generales, todo eso representa la apertura de hori zontes desconocidos. El nuevo discurso filosófico, atento a la vida práctica, a las excepciones de la regla, a las múl tiples caras de la realidad, enemigo de fórmulas y de de beres demasiado rígidos, es apto para disolver las ideo logías que se empeñan en universalizar lo que no vale para todos. Es, por lo demás, indiscutible que la no discriminación, no sólo jurídica, sino total, y la igualdad entre los sexos, precisa, para ser llevada felizmente a término, un cambio radical de un montón de cosas que siguen siendo igual que siempre e igual que antes, como si nada hubiera ocu rrido. La experiencia y la cultura femeninas deben aportar algo fundamental a ese cambio necesario. ¿Por qué no confrontar decididamente los valores de uno y otro sexo? Si las mujeres están convencidas de ser portadoras de va lores liberadores, ¿por qué avergonzarse de ellos? Si su forma de trabajar, de construir su identidad, de contem porizar con los distintos poderes, si sus jerarquías y prio ridades a la hora de escoger y preferir no son meras señas de inferioridad, sino ocasiones de emancipación para la sociedad en su conjunto, ¿qué razón hay para ocultarlo o ignorarlo? «Las mujeres no pueden quedarse fuera de la historia: están dentro, en una posición específica de marginación, en la cual han desarrollado una experiencia propia, una visión de las cosas, una cultura. Hay ahi una contribución específica que pueden aportar ya ahora. Y se trata de un mensaje nuevo.» Son palabras de una de las participantes en una emisión radiofónica italiana sobre «las mujeres y la política»l0, que suscribo plenamente. La irania, esa capacidad para distanciarse de lo dado y contemplarlo sin excesiva convicción, es la actitud que 10 Cfr. Rossana Rossanda, Le altre. Conversazloni salle parole tlella política. Fellrindli. Milán. 1989, págs. 200-213.
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conviene a la perspectiva y actitud femenina que he in tentado describir. Una actitud irónica que signifique la liberación de lo que aparece como firme y establecido, de los saberes absolutos, de la razón unitaria, de las verdades intangibles. Hay muchas cosas que aparecen hoy en pri mer lugar, como objetos directos e indiscutibles del deseo, y que, sin embargo, no merecen ser queridas ni la adhe sión ciega de la voluntad. La actitud irónica es aquella que sabe separar lo que debe ser apetecido a toda costa de lo que sólo merece ocupar un lugar secundario. Una mirada que discierne en el pasado y en el presente lo que hay que conservar para el futuro. El discurso ético de nuestro tiempo se enfrenta con miedo a la determinación de la igualdad y sus contenidos. Una via para hacerlo seria la de intentar precisar en qué ha de consistir la dignidad de la existencia humana en to das sus manifestaciones —cotidiana, profesional, politica—. La aportación femenina a tal discurso —el dis curso de la dignidad—, aportación singuiare innovadora, es sin duda el reto que tiene planteado el feminismo a partir de ahora.
VIII.
IDENTIDADES
«Todo lo que nos incomoda nos permite definimos. Sin indisposiciones no hay iden tidad. Ventura y desventura de un orga nismo consciente.» E. M. C ioran, Ese maldito yo.
«Llega a ser lo que eres», dicta la más célebre sentencia de Pindaro al tiempo que se ofrece como la máxima de una educación lograda: da lo mejor de ti mismo, despliega todas tus posibilidades, no renuncies a rivalizar con tu propio ser. De acuerdo con la fe aristocrática que profesa el poeta, la virtud no se aprende, se lleva en la sangre. Llegar a ser lo que uno es consiste en no traicionar ni desaprovechar la nobleza y el rango que, desde la cuna, se poseen. Esta vieja teoría elitista, proyectada en la frase de Pindaro, como respaldo a una clase ilustre en crisis, duró poco tiempo. Empezó a ser puesta en duda por Pla tón y por un ideal de justicia que, al cabo de los años, fue arrinconando los valores exclusivos de la aristocracia. El objetivo de la educación —la virtud— es, como antes, llegar a ser lo que uno es, pero entendiendo por tal, un ideal de humanidad accesible y al alcance de todos. Algo, sin embargo, del viejo ideal se conserva, porque parece que no es posible llegar a ser uno mismo sin llegar a ser antes «alguien». Tener una identidad significa di
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ferenciarse de la vulgaridad indiferenciada. Tener, además de nombre propio, profesión y residencia —las señas de identidad minimas, la prueba objetiva de la diferencia y la igualdad jurídicas—, el sentido de la obligación de que hay que hacer de una o uno mismo una mujer o un hom bre con cualidades, con una cierta talla, con una obra hecha. Tener una identidad es conferirle unidad a la pro pia vida, recoger el pasado y proyetarlo hacia adelante, fijar unos valores, marcar continuidades o transiciones. En suma, hacer de la propia existencia una narración con sentido. El problema de la identidad ha sido un problema fi losófico paralelo al despertar de la conciencia individual, que ha producido una serie interminable de preguntas. ¿Qué constituye la unidad del yo?: ¿la memoria?, ¿la con tinuidad física?, ¿el alma? ¿Hay un yo que persiste a través de mis sucesivos estados o experiencias? ¿La idea del yo es psicológica o dependiente de conexiones externas? ¿Hasta qué punto yo sigo siendo o dejo de ser yo a lo largo de la vida? ¿Somos lo que parecemos, puro fenó meno, o hay, además, un noúmeno? ¿Ser uno mismo es ser siempre el mismo? ¿La identidad personal supone con tinuidad, coherencia, integridad, ser y vivir de una pieza, ser auténtico, no engañarse? Los filósofos han querido averiguar si existe algo que permita señalar objetivamente el principio y el fin de la existencia personal, si nos cabe creer en la permanencia e indestructibilidad de eso que intrínsecamente nos constituye, más allá de nuestras transformaciones físicas y psíquicas, más allá incluso de la muerte. Pues la ontologia puede valer por si misma, pero, además, de ella depende la respuesta a una serie de cuestiones prácticas. La firmeza o fragilidad de la iden tidad personal determinan cuestiones tan decisivas para la ética como el sentido de la responsabilidad o de la con ducta racional. En efecto, uno es responsable sólo de las acciones que reconoce como propias, las acciones de las que se sabe autor o sujeto. La racionalidad, igualmente, siempre ha sido sinónimo de coherencia e inteligibilidad.
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Ser racional es poder dar razones de lo que uno es y hace: saber cuáles son los propios fines y adecuar a esos fines los medios justos. Todo lo cual supone algo así como un centro de la persona que irradie normas, intenciones, sen tidos, sin por ello perder las riendas de toda la empresa. La pregunta por la racionalidad y la pregunta por la iden tidad se encuentran estrechamente vinculadas. Sabemos, por otra parte, que la identidad no se daría sin la diversidad y la diferencia. Podemos decir «yo» por que hay «otros» iguales a mí y, a la vez, distintos. Ser igual a uno mismo es distinguirse de los otros. Pero, por otra parte, son ellos, los otros, quienes confirman la iden tidad que creemos construir y tener. La conciencia de si pasa por la mirada y la expresión del otro. La autoconciencia —dijo el padre de la dialéctica moderna— es en sí y para sí en tanto que es en y para otro. Más allá de la pregunta metafísica por la mismidad del yo y su jus tificación, nos topamos con la pregunta por el contenido o los contenidos de esa mismidad: ¿quién soy yo? Cuya respuesta precisa del reconocimiento del otro, de lo que el otro sabe y dice de mí. Puesto que no somos individuos solitarios, mi subjetividad no es sólo mía, sino el resultado de mis relaciones. Nada mió es sólo mío, ni puedo abdicar de mi contexto si quiero sentirme, conocerme, sobrevivir. Llegar a ser alguien es, pues, algo asi como el paso previo para llegar a ser uno mismo. Quien carece de nom bre o nombres reconocibles no sabe quién es ni quién puede o debe llegar a ser. No está tan claro, en conse cuencia, que la ontología preceda a la práctica. Quizá sea más cierto afirmar que ésta es el principio de la ontología. O, como mínimo, habrá que decir que la continuidad per sonal —ontología— y el reconocimiento social —prác tica— son dos aspectos del mismo problema. Existo en la medida en que puedo decir quién soy y dar cuenta de mi persona a quienes me interrogan al propósito. Aunque no siempre fue así. Por ejemplo, para Locke —pionero en la problematización de la identidad personal—, las cuestio nes del conocimiento y las cuestiones políticas pertenecían
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a esferas o ciencias distintas y aparentemente desconec tadas. La identidad personal, a su juicio, dependía de la conciencia, de la capacidad de cada uno de saberse el mismo para él mismo. Ahora bien, ese yo al que, teóri camente, le bastaba la conciencia o la memoria para ser el que era, en la práctica, sin embargo, no era nadie sin una mínima propiedad que lo confirmara como sujeto de derechos. Por lo tanto, la sustancialidad metafísica de la identidad teórica poco vale si no está previamente ase gurada la identidad práctica o social, en términos de igualdad con los demás, de integración en una comunidad como individuo perteneciente a ella. Digamos, pues, que, a la postre, ambos tipos de identidad —o ambas expli caciones— son complementarios: la identidad que con fiere el ser alguien, y la identidad que confiere el ser uno mismo se desarrollan simultáneamente, si bien la primera identidad parece ser condición necesaria —no suficiente— de la segunda. Llegar
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Kant reconoció, me temo que a su pesar, que nos co nocemos sólo como fenómenos aunque nos sabemos noú menos. Sin duda hay una sustancia ahi, en el fondo de nuestro ser, que permanece y no muere, pero es imposible conocerla separada de lo que perece, se siente escindido y cambia; sólo cabe decir que pensamos —o creemos— que está ahí. Antes, Hume había visto en la identidad personal una simple «dificultad gramatical»: la costumbre de adjudicar a un yo la autoría de cualquier acción, pues el fundamento del sujeto no estaba ni en la experiencia ni en la razón, sino más bien en la imaginación y sus leyes. La memoria era, para Hume, el único testimonio de nues tra continuidad, a ella se debia el descubrimiento y la constatación de parecidos y causalidades. Kant, por su parte, pese a la pretensión de superar las reducciones empiristas y asegurar la sustancialidad del yo, no llega a decir
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mucho más que su antecesor, y acaba disolviendo la entelequia de la persona en el fenómeno, en lo que aparece ante uno mismo y ante los otros convertido en objeto de conocimiento. El solipsismo hacia el que se precipitaba sin remedio el cogito cartesiano es arrinconado por la tesis kantiana según la cual el «yo soy» es sólo un pensamiento, puesto que para conocernos hace falta una intuición ma terial y no basta el concepto formal. La prueba de la exis tencia no es, entonces, el mero «ser» o «pensar», sino el «ser x», ser algo o alguien. La conciencia o el «yo pienso» que «acompaña a todas mis representaciones» y es con dición de posibilidad del conocimiento —y de la liber tad— resulta, sin embargo, incognoscible en sí mismo, inaprensible en el discurso. Por eso Nietzsche sigue insistiendo, con más radicalidad aún, en la idea de que el yo no es nada más que «una rutina gramatical», una ficción, una creencia. La con ciencia —dice— es la voz de la sociedad en cada uno de nosotros, una prueba de nuestra menesterosidad y nece sidad de comunicación; la conciencia no forma parte del individuo, sino del rebaño comunitario. Pues «nuestros actos todos son en realidad incomparablemente perso nales, únicos, inmensamente personales, esto no ofrece duda; pero cuando los trasladamos a la conciencia, ya no parecen ser así. [...] La naturaleza de la conciencia animal hace que el mundo de que podemos tener conciencia no sea más que un mundo superficial de signos, un mundo generalizado y vulgarizado y que todo cuanto se torna consciente se vuelva al mismo tiempo vulgar, endeble, re lativamente torpe y que pase a ser generalización, signo, marca del rebaño, de modo que al adquirir conciencia de algo se produce una grande y radical corrupción, una fal sificación, una vulgarización, un rebajamiento. En resu midas cuentas, el incremento de la conciencia es un pe ligro y todo el que vive entre los europeos más conscientes puede observar que es también una enfermedad»'. No1 1 F. Nietzsche, La gaya ciencia, 354.
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puedo dejar de asociar estas palabras ciertamente «intem pestivas» con los actuales intentos de reconstrucción de la conciencia europea. No estaría de más que quienes se encuentran más directamente implicados en ello se de tuvieran a pensar en esta cita antes de determinar cuáles han de ser las notas constitutivas del ser europeo —o an tes de abandonar la tal determinación a la arbitrariedad de las leyes del mercado—. Conviene, en efecto, leer a Nietzsche, aunque —todo hay que decirlo— sin dejarse avasallar por su terrorismo verbal omnidestructivo, que, a fin de cuentas, arrasa menos de lo que parece. Pues si, por un lado, desvela, certeramente, lo que la conciencia tiene de común y general haciendo ver que lo consciente es, en definitiva, lenguaje y sociedad; y denuncia el autoconocimiento que degrada al sujeto reduciéndolo a un objeto re-conocible en la medida en que se integra en lo conocido. Por otro lado, declara que la conciencia es pura falsedad, con lo que da a entender que tiene que haber, por debajo de ella, algo —un sujeto intachable y supe rior— irreductible al juego del conocimiento, y, por lo mismo, incognoscible. Quiero decir que Nietzsche, final mente, sucumbe a aporías similares a las kantianas. Apo das que tampoco llega a superar Marx con la tesis de la determinación social de la conciencia. Esa conciencia, a su vez, se presenta falsa y alienada, como si fuera posible rescatarla de tantas impurezas y devolverle su prístina autoidentidad. Marx todavía cree en la verdad y, así, en una identidad —personal y social— que se hace a sí misma, una vez han quedado corregidas las relaciones de pro ducción asimétricas. Hará falta acabar con esas dicoto mías y esas dualidades, acabar con el ideal de una verdad última y absoluta, para cambiar el punto de vista propio de la filosofía de la conciencia y entender, sin prejuicios ni previas denuncias, cuál es el proceso por el que el yo se constituye como una identidad, como un «alguien». «La identidad es un fenómeno que surge de la dialéctica entre el individuo y la sociedad», según el ya clásico texto
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de Berger y Luckman2. Tesis que, por supuesto, procede de Marx, si bien recibe, en manos de ambos sociólogos, un desarrollo distinto. No hay identidades fuera de un contexto social concreto y de un proceso de socialización que pasa por diversos momentos. A través de la «socia lización primaria», el yo se sitúa, en la familia, en la es cuela, en el barrio, se hace reflejo de las actitudes de los demás frente a él, y «llega a ser lo que los otros signifi cantes consideran que es». Ahi aparecen los significados básicos y las primeras normas. El fin es conseguir una simetría entre la realidad objetiva y la biografía subjetiva que no es totalmente social. Esa primera internalización de la realidad social por parte del niño es necesaria y. en principio, no es problemática: el mundo internalizado es «el mundo», un mundo de certezas —primarias, pero cer tezas— que constituyen una estructura nómica, fuente de seguridad y confianza. La socialización secundaria viene después. Por ella el individuo adquiere el conocimiento especifico de los roles. Ahi hay menos internalización y menos carga emocional, más despegue y separación de la realidad. Ahi también es básica la interacción con los otros para mantener la «realidad subjetiva». La falta de connivencia entre lo que uno representa o cree representar y el reconocimiento social acabaría por destruir la iden tidad subjetiva. Por lo que «el vehículo más importante del mantenimiento de la realidad es el diálogo» en el seno de un mundo que no se cuestiona. Un ejemplo de dicha teoría lo constituye la institución familiar3. En efecto, el matrimonio es un «microuniverso de significado», un ins trumento «constructor de nomos», o «un acto dramático en el cual dos extraños se unen y se redefinen». En el matrimonio se inicia una nueva etapa de socialización que 3 P. Berger y N. Luckman. La construcción social de la realidad, especialmente, capitulo 111. ’ P. Berger y H. Kellner, «Marriagc and the Construction o f Rcality. An Exercise in the Microsociology o f Knowledgc». en H. P. Drcitzcl. ed.. Receñí Sociology, núm. 2, Macmillan. Londres. 1970, págs. 49-73.
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implica la entrada en un mundo desconocido. Mundo que se sostiene mediante la «conversación» puesto que la rea lidad del mundo, en general, «se sostiene mediante la con versación con otros portadores de significado», y «nin guna experiencia es plenamente real hasta que ha sido “hablada"». La realidad creada por el matrimonio es, sin embargo, precaria. A reforzarla van dirigidos los ritos re ligiosos o pseudorreligiosos que avalan el matrimonio. En cualquier caso, el rompimiento o la destrucción de esa realidad obliga a volver a recomponer la vida subjetiva, iniciar «diálogos» nuevos y reinterpretar todo el pasado a la luz del presente recién iniciado pues es preciso man tener una continuidad y coherencia biográficas. En con junto, la socialización puede ser exitosa o deficiente, según el grado de simetría que se alcance con la realidad. Cuando la simetría es alta, la pregunta ¿quién soy yo? apenas se plantea. Sí, en cambio, aparece la pregunta cuando el individuo se siente marginado o separado de los seres normales, cuando es visto como problema por los componentes de la realidad social. Cabe decir, en consecuencia, que la construcción de la identidad personal, el proceso de «llegar a ser alguien» pasa, ineludiblemente, por dos momentos. El primero es la integración en la realidad social presente; el segundo, la memoria de! pasado. Es preciso pertenecer a una comu nidad y aceptar el lenguaje, los símbolos, las instituciones, ideas y valores que ella reconoce. Es más, la identidad se va construyendo por la integración consecutiva en diver sos grupos: la familia, la escuela, la iglesia, el partido, las corporaciones profesionales, las asociaciones deportivas, benéficas, recreativas, culturales. La identidad la van otorgando las diversas corporaciones, a cuyas estrategias y exigencias hay que adaptarse para ser admitido en ellas y usar su nombre. La integración en el presente significa la posibilidad de ensanchar y alargar el nombre propio y escueto de cada uno con una serie de títulos que acabarán componiendo el curriculum biográfico. Las identidades tienen que ser univocas, como bien dice Carlos Castilla
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del Pino4, pues la sociedad no gusta de ambigüedades: hay que ser hombre o mujer, musulmán o cristiano, blanco o negro, catalán, vasco o andaluz. Y es tal la ur gencia de una identidad, que es preferible poseer una iden tidad «negativa» y mal vista, a no poseer identidad al guna. La identidad diferencia, da entidad a la persona, la convierte en «alguien». Pero no basta la integración pre sente en la realidad. En la mayoría de las existencias, y también de los proyectos colectivos, se producen cambios y «conversiones», se ingresa en mundos nuevos o desco nocidos y se sale o se abandonan situaciones habituales. Para mantener la unidad en el seno de todas las meta morfosis, es imprescindible la memoria que enlaza el pa sado y el presente. La biografía individual es una historia que ha de poder ser contada sin que desaparezca el pro tagonista. Cada uno, para tener conciencia de que es al guien, ha de ser capaz de recomponer sus distintos per sonajes y sus varias representaciones en la unidad de un solo yo. En la lectura del pasado buscamos nuestra ins talación en el presente, la seguridad y el reconocimiento. Quién sea ese yo que recuerda y unifica, y si es alguien más allá de sus varías representaciones, lo dejo para la próxima sección. Lo cierto es que el vinculo garante de la identidad radica en la memoria —como observaron bien Locke y Hume—. La memoria conserva y da sentido. La memoria es imprescindible para construir identi dades, pero —insisto— también es imprescindible la in tegración en el grupo o grupos, el reconocimiento social. El individuo y el grupo se refuerzan mutuamente en el proceso de formación de la identidad personal o colectiva. Hace falta que existan identidades nacionales, étnicas, profesionales, ideológicas, religiosas para que los indivi duos las adquieran y, por decirlo así, se adscriban a ellas, escojan, entre lo que se les ofrece, quiénes quieren ser. 4 «La construcción del sel/ y la sobrcconstrucción del personaje», en Teoría deI personaje, compilación de Carlos Castilla del Pino. Alianza Universidad. 1989, págs. 11-38.
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Ahora bien, esa misma adscripción de cada uno a las di ferentes colectividades viene a reforzar, al mismo tiempo, las identidades colectivas. No hay partidos sin afiliados, ni religiones sin fieles, ni naciones sin patriotas, como no puede haber afiliados, fieles o patriotas de partidos, reli giones y naciones inexistentes. Se explica, entonces, que las represiones, colonizaciones, imperialismos, que se propo nen destruir las culturas pequeñas y minoritarias o las ideo logías tildadas de peligrosas, no consigan sino reforzar el sentimiento de pertenencia al grupo amenazado. A ese sen timiento de mutilación contribuyen tanto el temor del co lectivo a dejar de ser, como el temor del individuo a verse privado de lo que considera una nota esencial de su ser. Ocurre, al mismo tiempo, que el modo de vida multi nacional y estandarizado de las sociedades desarrolladas y viciadas por el consumo, la tendencia —según la acertada expresión de Regis Debray— a convertir el mundo entero en un «supermercado», pone en crisis las identidades cul turales. La inercia misma del mercado opera una homogeneización de las culturas capaz de contrarrestar en poco tiempo los esfuerzos y el tesón por conservar una lengua minoritaria, un folclore o unas tradiciones diferenciadas. Nos acercamos, así, al segundo punto que me propongo tratar. «Llegar a ser alguien» no es todavía el «llegar a ser uno mismo» o el «llegar a ser lo que se es», predicado por Píndaro. El mundo previamente definido y clasificado absorbe al yo, lo instala en sus diferentes compartimentos y le impide ser alguien al margen de ellos. ¿Las identidades no acaban, así, cargándose a la persona? Otra vez hay que citar la advertencia de Nietzsche al propósito: «El que no comprende su vida más que como un punto en la evo lución de una raza, de un Estado o de una ciencia, y, por consiguiente, quiere subordinarse por completo al desa rrollo de una materia determinada, a la historia de que forma parte, no ha comprendido la misión que le impone la existencia, y tendrá que aprenderla de nuevo»5. El fi 5 Nietzsche, «Schopenhauer educador», 4.
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lósofo francés Alain Finkielkraut ha sabido poner en guardia justamente contra los peligros de un manteni miento de las tradiciones culturales y étnicas indigno y discriminados Del mismo modo que la persecución de las peculiaridades y las diferencias puede significar mero do minio y represión, es posible también que la voluntad de conservar ciertas costumbres actúe en contra del indivi duo incapaz, en el seno de esas costumbres y encerrado en ellas, de acceder a valores más universales. La suerte de los grupos gitanos en este país puede ser un ejemplo de tal exclusión. Pues la marginación —que es marginación de todo, salvo de la publicidad consumista— acaba por no conseguir ni la conservación de la propia cultura ni la integración en la que no es tan propia. Y, en cual quier caso, por bueno que sea conservar una cultura y unas costumbres, ese empeño jamás debería resultar en menoscabo de la posibilidad o facilidad para compartir valores generalizados, como lo es, en este caso, la alfa betización. Es difícil, ciertamente, pero no imposible, dis cernir entre aquellos valores que son expresión de simples diferencias, y otros supuestos valores cuya preservación va en detrimento de valores más fundamentales. Y la fun ción de la ética será más propiamente la de distinguir, seleccionar y priorizar entre lo bueno y lo menos bueno, que la de condenar y rechazar lo absolutamente malo. Porque son pocas las cosas absolutamente malas. Éstas suelen tener siempre un aspecto que las redime porque las hace apetecibles y, por tanto, no tan malas. En cambio, lo bueno y deseable —lo ambivalente— admite una gra dación infínita. Y es más difícil y complicado —más trá gico incluso— tener que preferir sacrificando otros bienes y valores, que optar entre el bien y el mal absoluto. Llegar
a se r lo q u e se es
El proceso por el que el individuo adquiere identidades tiende a ser visto bajo el prisma de la inevitable formación de una falsa conciencia. Esto es, la identidad aparece
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como la sumisión a las normas de lo establecido en de trimento de una existencia o de unas ideas no instrumentalizadas. Un vestigio, sin duda, de la doctrina hegelianomarxista y de su ideal de verdad, al que no escapa ni siquiera Nietzsche, pese a su voluntad avalorativa. Ves tigio que debe ser superado. Y superar la dualidad entre la verdad y el error, entre la conciencia falsa y la auténtica, significa, a mi juicio, admitir o instalarse en la habitual e inevitable falsedad de la conciencia. Habitual y necesaria por el mero hecho de que el conocimiento es limitado y se nos escapan muchas variables que nos permitirían ver el mundo como un todo y juzgarlo como tal, que nos permitirían apuntar sin miedo a la elección de lo que más nos interesa y nos conviene, planificar la vida de una vez por todas sin esperar a que nos la planifiquen. Así, pues, nuestra visión parcial de la realidad nunca coincidirá con la verdad total. Por eso, la opción entre lo verdadero y lo falso nos es de escasa ayuda a este propósito, y debe ser sustituida por otra. Por mi parte, propongo otro punto de partida: el de la dicotomía entre la autonomía y la heteronomia de la conciencia, más válida, creo, como cri terio para valorar la construcción de identidades. Pues si, en efecto, el peligro que corren las identidades es el de disolverse en múltiples papeles o roles que dispersan y controlan al yo impidiéndole conocerse y gobernarse a sí mismo —como piensa Goffman—, la contrapartida a esa dispersión o heteronomia, habrá de ser la lucha por con quistar y mantener la autonomía amenazada. Qué cosa sea esa autonomía, y si no cabe entenderla únicamente como la capacidad individual de no llegar a identificarse plenamente con nada es lo que pretendo aclarar en este capítulo. Tanto Maclntyre como P. Berger se han referido al des crédito del concepto del honor como muestra de la ato mización valorativa de la sociedad contemporánea. Según Maclntyre6, la estructura corporativa de nuestra sociedad* * A. Maclntyre, «Corporate Modemity and Moral Judgemcnt: Are Thcy Mutually Exclusive?», en K. E. Goodpaster y K.. M. Sayre, eds..
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«fragmenta la conciencia y, en especial, la conciencia mo ral», entre otras cosas, porque impone la obligación de cooperar con unos y competir contra otros. La rutina, por una parte, y la aspiración a la autonomía, por otra, se vuelven incompatibles. Varios conceptos devienen obso letos en la sociedad corporativa, y uno de ellos es el del honor. Porque el concepto del honor «va a la par con el de un orden social humano por encima de cualquier otra cosa, con una idea de hombre que siempre es algo más que sus diferentes roles», mientras que ahora el ser hu mano es visto como un amasijo de roles que pertenecen a órdenes sociales no siempre homogéneos. Para Peter Berger*7, el concepto del honor es pre-modemo, propio de sociedades jerárquicas donde existe un arquetipo o mo delo de comportamiento frente al que el deshonor signi fica caer en desgracia ante la comunidad, la pérdida del yo. Con el reconocimiento de los derechos inalienables, parece que un yo real, encamación de la humanidad, ha de permanecer por debajo o por encima de las diferencias sociales. La dignidad ha sustituido al honor. Y si «el ho nor implica que la identidad está esencialmente unida a los roles institucionales, en cambio, el moderno concepto de dignidad implica que la identidad es independiente de tales roles». En el mundo del honor, en cualquier caso, alejarse de los roles —o alejarse del orden social estable cido— es alejarse de sí mismo, seria «falsa conciencia». En el mundo de la dignidad, por el contrario, el individuo se encuentra a si mismo alejándose de unos roles que, finalmente, no son sino máscaras e ilusiones. No es difícil descubrir en tales declaraciones una ensalada a base de Marx, Sartre y Heidegger aderezada con las teorías so ciológicas de Goffman. Y aunque hoy por hoy la auten Elhics and Prohlems o f the 2 ¡si. Century. University o f Nolre Dame Press. 1970, págs. 122-135. 7 Peter Berger, «On the Obsolescence o f the Concept o f Honor», en A. Maclntyre, ed., Revisions. Nolre Dame, Londres. 1983.
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ticidad del yo está tan obsoleta como la idea del honor, creo que podemos estar de acuerdo con la conclusión de Berger —que es también la de Maclntyre en After Virtue— de que la identidad no es ni objetiva ni subjetiva, sino una búsqueda. Una búsqueda compleja porque en ella se combinan la conquista de lo propio y diferente de cada uno, junto con la conquista de lo común y genérico, que no es otra cosa que la humanidad. O tal vez no sea una búsqueda, sino algo más negativo: el esfuerzo por no perderse en lo que ya tiene unos nom bres y unas cualidades definidas. Sin duda, la conciencia no puede eludir un cierto falseamiento, pero, al mis mo tiempo, le es dado lomar conciencia de que es así y procurar no llegar a perderse del todo, no caer sino en alienaciones parciales. El pensamiento filosófico antisustancialista —que empieza en Locke y acaba, de momento, en Derek Parfit *— representa la forma más lúcida de ex presar la dinamicidad de la persona, que sin estar ya hecha de antemano ni circunscribirse a unos caracteres esenciales, es, sin embargo, algo más allá de sus varias y temporales apariciones. Lo que importa —escribe Derek Parfit— es «lo que nos hace personas», y eso no coincide ni con la simple continuidad física ni con la existencia de un deepfurtherfací a todas luces indemostrable, sino, más bien, con un cierto tipo de relación que nos conecta psi cológicamente con nuestro pasado y con el entorno. No es la creencia en la integridad de la persona lo que debería tener unas consecuencias morales —como de hecho ocu rre, por ejemplo, al penalizar la eutanasia—, sino, al con trario, ciertas consecuencias de orden práctico y moral deberían hacemos revisar nuestra idea de persona. Según tal teoría, decidir en qué consiste ser persona o ser uno mismo, sería también objeto de una búsqueda o, más exactamente, objeto de una elección. Leemos en Cioran: «Yo soy diferente de todas mis sen" Cfr. Derek Parfit. Keasons and Persons. Oxford Univcrsity Press, 1984.
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saciones. No logro comprender cómo. No logro ni si quiera comprender quién las experimenta. Y por cierto, ¿quién es ese yo del comienzo de mi proposición?» 9. El «yo» no nombra a nadie, observaba, por otro lado, Wittgenstein. Todo parece converger hoy en el rechazo de la filosofía de la conciencia, que, tras haber procla mado la muerte del sujeto moderno, lo recupera bajo el doble aspecto de la autonomía y de la humanidad. El su jeto es ese algo capaz de autonomizarse no dejándose ab sorber del todo por ninguna de las varias identidades que lo reclaman. Pero esa lucha, que es la lucha por la hu manidad —o la dignidad— es una tarea intersubjetiva, porque la humanidad no es un a priori que, al modo de la razón trascendental, se halla a nuestras espaldas y nos indica el camino que hay que seguir. La autonomía y la humanidad son dos aspectos distintos que, en principio, no tienen por qué coincidir, ni siquiera ser complemen tarios, si aceptamos que la conquista o la preservación de la autonomía puede hacerse al margen del ideal de hu manidad. Pero la libertad, como la razón, puede engen drar monstruos. Y también habrá que reconocer que el autogobierno —la libertad positiva— precisa de modelos e ideales. Uno no se hace a si mismo sin una idea de qué tipo de persona aspira a ser. Pues bien, ese arquetipo de persona es, inevitablemente, una búsqueda, una lucha por no dejarse absorber, y un descubrimiento colectivo y dia lógico. Como dice muy bien Carlos Thiebautl0, «la re construcción de las nociones básicas de la modernidad normativa no puede hacerse en solitario»: hay que sobre pasar los universalismos y los particularismos para apren der del pasado, de los errores pretéritos, así como de las experiencias ajenas. Es en la confrontación de subjetivi dades donde aparecerán los rasgos de la común huma nidad. Así, pues, el llegar a ser uno mismo no tiene mucho que ver con las identificaciones que la sociedad ofrece,*1 * E. M. d o ra n , Ese maldito yo, Tusqucts, Barcelona, 1987. 11 En C. Castilla del Pino, ed., op. cil., pág. 143.
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sino más bien con el mirar distante y, en cierto modo, irónico de tantas funciones y roles, y con la construcción común de lo humano. Ya que la dignidad humana con siste, como vieron los humanistas del Renacimiento y, en especial, Pico della Mirándola, en lo que aún no tenemos: «La humanitas, mejor que cualidad recibida pasivamente, es una doctrina que ha de conquistarse» “ .L a autonomía que he tratado de relacionar con una conciencia, si no verdadera o auténtica, consciente de su falsedad, consis tiría en saber mantener ambos momentos, de distancia respecto a lo particular, y de búsqueda de lo común y de lo universalizable. La
id e n t id a d c iu d a d a n a c o m o pr e su p u e st o
El momento distanciador equivale al cultivo del espíritu critico, de la tensión y la insatisfacción que debe producir una realidad evidentemente inarmónica, asimétrica e in satisfactoria. El ideal de humanidad procede de la crítica pero trata de construir algo sobre ella, de recoger y con servar lo positivo ganado y aprendido, y seguir adelante. La identidad personal como tarea crítica y constructiva a un tiempo, adquiere, entonces, una dimensión de «iden tidad ética». La pregunta ahora es: ¿cómo alcanzar esa ¡dea de lo que es común y nos conviene a todos, cómo llegar a decidir lo que debe preocuparnos y ocuparnos antes de nada, sin abdicar de la autonomía? Si la cons trucción de lo humano ha de hacerse entre todos, ¿no acabará por reducirse a cualquiera de esas identidades so ciales que hacen de nosotros sólo «un alguien»? ¿La so beranía individual no resulta incompatible con cualquier objetivación de la supuesta racionalidad colectiva? ¿Pue den coincidir —o deben coincidir— las respuestas al " Cfr. Francisco Rico, «Laudes litlerarum: Humanismo y dignidad del hombre en la España del Renacimiento», en Homenaje a Julio Caro Baroja. Madrid, 1978, págs. 89S-914.
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¿quién soy yo? cuando la pregunta viene de la esfera pú blica y de la esfera privada? Dicho de otra forma: ¿no es posible llegar a ser lo que se es, dar lo máximo de sí, desentendiéndose de los otros? Volvamos a los griegos. El noble sabia de dónde pro cedía, sabía quién era y cuál era la talla que debía dar. También lo sabia el ciudadano de Aristóteles. E igual mente lo han sabido los cristianos hechos a imagen y se mejanza de Dios. El pensamiento laico y racional, en cam bio, ha puesto como criterio de humanidad la igualdad y la libertad, los derechos fundamentales. Pero ya hemos visto que la libertad positiva —la libertad para ser— ne cesita modelos, modelos que no nos da la igualdad, por que la igualdad simplemente elimina diferencias pero ca rece de principal analogado. No es una casualidad que Rawls, para decretar el estatuto de la sociedad justa haya tenido que fiarse de las decisiones de unos seres cubiertos por un velo de ignorancia —iguales en su ignorancia, pues—, para resolver el problema de la disparidad de in tereses. Pero aunque carezcamos de modelo de igualdad, si partimos de ella es porque pensamos a los individuos como miembros de una comunidad y, por tanto, de una identidad colectiva o de un colectivo que, en algún as pecto, los iguala. Sólo si hay algo en común, puede ha blarse de entidades iguales. El ideal de igualdad, pues, supone el de comunidad. El llegar a ser lo que uno es, como empresa privada, es ¡ndisociable de la empresa pú blica. Porque nadie puede construir y defender su dife rencia si antes no se le reconoce su igualdad. El problema que nos enfrenta a un liberalismo que no nos satisface no es —según el italiano Salvatore Veca 12— «individuo, si o no», sino más bien: «individuos ¿bajo qué descripción?». Pues —sigue el mismo Veca— «mi idea es que una es pecificación de la conocida asunción individualista en los términos de un cierto compromiso con una noción de IJ Salvatore Veca. Etica e política. I dilemmi del pluralismo: dentócrazia reale e democrazia possibile. Garzanli. Milán, 1989.
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identidad colectiva es inevitable si queremos hacer una relación satisfactoria de la naturaleza de los procesos y de los procedimientos de una democracia, de sus instrumentos y de sus valores». Y, en estos momentos de reflexión sobre la democracia y los derechos básicos, no hay otra identidad colectiva fundamental que la de «ciudadano» que no es, ciertamente, univoca, pero tampoco es eliminable sin más. La ciudadanía es la base de igualdad, es lo que hace lícita la libertad de asociación o la libertad de elección de otras identidades. A partir de la igualdad como ciudadanos, po demos llegar a ser alguien —a tener una profesión, una nacionalidad, unas propiedades, unos méritos—, y tam bién podemos llegar a ser «lo que ya somos» pero muy imperfectamente: personas con pleno derecho, que deciden y escogen su propia forma de vivir. La implicación pública, el ser sujeto de derechos, concede el derecho de la indivi dualidad. ¿Pero es realmente así? ¿Ser ciudadano es el re quisito para llegar a ser persona? ¿Es la ciudadanía la me jor plataforma para alcanzar la autonomía? Nietzsche, por supuesto, lo negaría. Pero no está nada claro que, en este punto, por lo menos, tenga razón. Ri chard Rorty lo explica bien en su último libro, donde con trapone la cultura nietzscheana a la kantiana —o la poe sía a la filosofía— como formas de realización humana. Por una parte, la creencia de que háy una ¡dea paradig mática de la persona —el «sumiso cumplidor de las obli gaciones universales» de Kant—, y, por el otro, la tesis de que el autoconocimiento es autocreación y que la única autonomía es la del genio —la tesis de Nietzsche—. ¿Cuál de ambos ideales es «más verdaderamente humano»? Y Rorty responde: cualquier estrategia —la filosofía, la poe sía, la ciencia, la política— es buena para alcanzar lo hu mano. Pero «el progreso poético, artístico, filosófico, científico o político resulta de la coincidencia accidental de una cohesión privada con una necesidad pública». Pa rafraseando unos versos del poeta Larkin, Rorty suscribe la idea de que sólo puede morir satisfecho quien haya encontrado algo válido para todos los hombres y no sólo
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para él mismo. Puesto que, como escribió Nabokov, hay que ver «la vida humana como el comentario a un abstruso e inacabado poema» l3. Lo peligroso son las teorías políticas de la autorrealización. Esas que, en opinión de Isaiah Berlín deciden por mí pues pretenden conocer cuál es mi bien y conciben al individuo como un «todo» social: una iglesia, una raza, una nación o un Estado. Ser ciudadano, en principio, no debería implicar otras identidades, sino la simple recla mación de los derechos básicos. Ocurre, sin embargo, que los ciudadanos son fácticamente diferentes: unos tienen acceso a cualquier profesión, otros a ninguna; unos son poderosos y otros impotentes; unos son propietarios y otros no; el bienestar y el sufrimiento se encuentran in justamente repartidos. Diferencias demasiado básicas para poder hablar de una idea común de humanidad que permita que todos y cada uno lleguen a ser alguien y lle guen a ser lo que son. Para combatir tantas desigualdades hacen falta ideas, e ideas compartidas: esto es, identidades ideológicas, superestructurales. Identidades cuya concre ción, por otra parte, es la que teme Berlín como amenaza directa a la libertad positiva. Pues, ciertamente, las con cepciones de la persona o de la sociedad excesivamente claras son las premisas idóneas para la gestación de una doctrina con sus fieles y sus herejes. A pesar de que el peligro sea real, creo que no.es licito dejar de suscribir la idea de que el construirse cada uno a sí mismo no puede ni debe ser una tarea solitaria. El proceso, como siempre, es circular, todo se encuentra re lacionado: Tiace falta una base de igualdad —a la que hemos Mamado, el ser ciudadano— para llegar a ser al guien y llegar a ser lo que uno es, realizar en sí mismo la Tíümanidad y la individualidad a un tiempo. Ése requisito '* Richard Rorty, Contingency. irony andsolidarity, Cambridge University Press. 1989, cap. 2. M I. Berlín. «Dos conceptos de libertad», en Cuatro ensayos sobre ¡a libertad. Alianza. Madrid, 1988.
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previo de igualdad o ciudadanía tiene que darse de veras, realmente. Y para que ello suceda, es preciso tener ideas sobre qué deba ser la persona y cuál el tipo de sociedad que la permita y la promueva. Es preciso tener ideas, por lo menos, sobre qué es lo que impide que ciertas personas merezcan el trato de tales, o que la vida discurra en am bientes saludables, que los trabajos sean dignos, que haya espacios y motivaciones para escapar a la rutina coti diana, qué impide, en fin, afrontar con valentía y sentido los daños inevitables y las preguntas más desgarradoras. La búsqueda de esa identidad colectiva que ha de ser fruto de la cooperación acaba perfilándose, pues, como la con dición del ser alguien y uno mismo. No sólo condición, sino empeño concomitante ya que ningún tipo de iden tidad llega a completarse nunca. Ninguna representación es perfecta. Los tres niveles de identidad que estoy ba rajando —el de la humanidad toda, el de los diferentes grupos o comunidades, y la identidad personal— se adquieren y se van construyendo a lo largo de la vida. Es imposible forjarse una identidad personal sin pasar por la integración en lo colectivo. Pues se es alguien desde la integración en una sociedad y unos grupos que me re conocen como tal, que reconocen también mi identidad humana y que, a la vez, la buscan como ideal. Búsqueda en la que entra, al mismo tiempo, la de todos y cada uno como seres inalienables, no confundibles con el todo, au tónomos, diferentes. El objetivo de «llegar a ser lo que se es», libre ya de los trasnochados ideales aristocráticos, nos ha llevado a lo universal. Ahora bien, ese universal es aceptable cuando nace de singularidades, como exigencia de voluntades in dividuales. no cuando se impone a esas voluntades para dominarlas y hacerlas homogéneas. Es sospechoso que las identidades, personales o colectivas, se encierren en el esencialismo, el ensimismamiento, la introspección, sin expandirse hacia fuera, pues esa y no otra es la prueba de su persistencia y validez. Cuando una identidad ne cesita del aislamiento para salvarse, es porque no se
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aguanta como tal identidad. Entonces, la autonomía que persigue toda identidad se confunde con la independencia y la separación de los otros: sólo quedan las señales fí sicas, exteriores, como pruebas del autogobierno. Muchos intentos de «afirmación nacionalista» —de autodetermi nación—, tan actuales por estos pagos, sucumben a ese peligro que no hace sino mostrar la propia debilidad o vacuidad de la empresa. Nacionalismos que no superan el anhelo adolescente de independizarse por el único pro cedimiento de separarse del tronco familiar. Son identi dades vacías. Por eso es irrenunciable el papel de la memoria y el recuerdo. La búsqueda de la identidad, ese extraño vaivén entre lo universal y lo singular, es un juego a dos bandas indisociables. La propia biografía es, vista desde lo uni versal, un comentario al poema de la historia humana, que recuerda y conserva para el futuro lo más valioso del pasado. Y, desde el punto de vista de cada uno, es o acaba siendo, igualmente, la sucesión de unos recuerdos, la me moria de lo que más intensamente uno ha querido y no está dispuesto a olvidar, porque abandonarlo significaría dejar de ser absolutamente. El propio Nabokov, en su extraordinario Palé Fire, lo dice inmejorablemente: «Estoy dispuesto a convertirme en una florecilla o en un moscón, pero a olvidar, jamás. Y no aceptaré la eternidad a menos que la melancolía y la ternura de la vida mortal; las pasiones y el dolor; la luz rojiza de esc avión que desaparece a la altura de Hcspcrus; tu gesto desesperado cuando se han acabado los cigarrillos; la manera en que sonríes a los perros; la huella de baba plateada que dejan los caracoles en las piedras: esta buena tinta, esta esta ficha, esta goma delgada [rima, que siempre cae en forma de ocho, se encuentren en el ciclo a disposición de los que acaban de almacenados en sus cajas fuertes a través de los años, [morir
IX. LA CORRUPCIÓN DE LOS SENTIMIENTOS «Porque la vida es esa incesante creación de lazos, complicidades, enredos de las al mas, encadenamientos y dependencias. Las virtudes se construyen con ese barro, con esas impurezas y limitaciones que somos. El resto es el inaudito y peligroso sueño de la divinidad.» A lejandro Rossi, El cielo de Solero.
La propiedad y el decoro no son extraños a la condición humana. Pues los seres que pertenecen a la misma especie poseen más de un lazo natural que los une, a pesar de las evidentes diferencias y conflictos que atestiguan lo con trario. Con una declaración así de optimista empieza el más bello alegato filosófico a los sentimientos morales, la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith, y dice asi: «Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, sin duda hay algunos elementos en su naturaleza que lo llevan a interesarse por la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga excepto el placer de presenciarla» '. La mutua simpatía o la compasión constituyen el antidoto «natural»1 1 Adam Smith, The Theory o f Moral Sentiments, 1759, 1, I.
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a ese supuesto egoísmo que. según la opinión de otros filósofos, es el móvil del querer y el actuar humanos. Adam Smilh no comparte la tesis hobbesiana de la guerra natural de todos contra todos. Al contrario, sostiene que los humanos experimentan placer compartiendo senti mientos, y sufren cuando no les es dado compartirlos. De ahí que el sentido de la corrección consista en saber re flejar y exteriorizar los sentimientos en la medida justa y adecuada, de forma que ni se nos pueda imputar la falta de participación en la alegría o el dolor ajenos, ni la falta de dominio sobre los nuestros. Pues si está feo y es cen surable mostrarse insensible ante los sentimientos de los demás, la indiscreción y vehemencia en los sentimientos propios, la incapacidad para una cierta contención, in hiben la participación ajena. Tener buenos sentimientos significa, en pocas palabras, saber comportarse, saber qué hacer cuando el dolor o la alegría nos invaden. Poseer la perspicacia y la sensibilidad suficientes para entender lo que le ocurre al otro, y el autodominio y la delicadeza imprescindibles en la exteriorización de nuestros afectos. La conducta amable, la afabilidad y la condescendencia, la humanidad, en suma, constituyen eso que Smith llama ihe sense o f propriety, el savoir faire que despliega quien sabe estar en el mundo. Pero los buenos sentimientos se corrompen con fre cuencia, y se pierde el sentido de la compostura y la pro piedad. Aunque la compasión hacia el que sufre es más viva y manifiesta que la simpatía con el que goza, a todos nos gusta mostrar felicidad y arrimamos a quien la irra dia. El hecho de que nos encontremos expuestos a la mi rada y consideración de los demás, es la causa de la am bición y del interés por las riquezas y por la ostentación de las mismas. Nadie quiere pasar por pobre, miserable o desgraciado; a todos place suscitar admiración. La es tima y el respeto que el noble obtiene sin esfuerzo, por el poder y la distinción de su rango, el plebeyo ha de ga nársela a fuerza de virtudes adquiridas, «con el trabajo del cuerpo y el ejercicio de la mente». Pues es cierto que
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la fortuna y el éxito producen veneración y respeto, mien tras que la adversidad y la desgracia generan aversión y desprecio. La compasión original hacia todos los huma nos se ve, así, limitada por la tendencia a unirse a los «mejores» según unos parámetros que no siempre coin ciden con los de la virtud. Se cruzan, entonces, sin en contrarse, dos sentimientos o simpatías: el afecto a la ri queza y el afecto general a la humanidad. No es raro que el primero triunfe sobre el segundo, y acabe corrompiendo los sentimientos morales: «la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y poderoso, y a despreciar o, por lo me nos, a ignorar, a la gente de pobre y humilde condición, aunque ambos sean necesarios para establecer y mantener la distinción de rangos y el orden de la sociedad, consti tuye, al mismo tiempo, la causa mayor y más universal de la corrupción de los sentimientos morales»2. La ri queza y el poder anulan la simpatía generalizada y bien distribuida, anulan, pues, el germen de donde nacerían la virtud y la benevolencia. Frente a la minoría que es capaz de admirar la virtud y el buen juicio, «la gran masa de la humanidad son admiradores y adoradores —y lo que pa rece aún más extraordinario: muy a menudo son admi radores y adoradores desinteresados—, de la riqueza y la grandeza». La moral, e incluso el lenguaje, denuncian tal actitud, pero no consiguen superarla ni destruirla. La adu lación y la falsedad son más apreciadas que la competen cia o el mérito. «Las gracias, las frívolas hazañas de esa cosa impertinente y alocada llamada el hombre de moda, son por lo general más admiradas que las virtudes sólidas y masculinas del militar, el estadista, el filósofo o el le gislador» 3. Es así que quien busca la fortuna tiende a abandonar el camino de la virtud puesto que la una y la otra suelen ir en direcciones opuestas. Lo que no obsta para que el triunfador y el poderoso, aquel que ha con seguido satisfacer su ambición y coronarla con el éxito,*1 1 Ibid.. II, 2. 1 Ibid., II, 3.
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pero eludiendo la ley e incurriendo en mentiras y fraudes, sienta de continuo la suspicacia y el temor de la infamia y la caída que le acechan. La ambición y la gloria no hacen felices a los humanos. En realidad, Adam Smith plantea aquí un problema que se remonta a los orígenes griegos de la filosofía moral, y que, como suele ocurrir con los problemas auténtica mente filosóficos, tiene difícil solución. A saber, ¿por qué hay que fomentar sentimientos que no conducen al éxito ni van acompañados de la buena fortuna? ¿Por qué ej_ virtuoso parece más infetiz que el tirano cuando el fin de la virtud es, teóricamente, la felicidad? Inquietud que Só crates intentó apaciguar con una respuesta no muy dis tinta de la de Smith. No es cierto —dijo— que el tirano sea feliz: lo parece, pero, en realidad, el temor y eí riesgo de perder lo que tan impune y desvergonzadamente ha conquistado, le impiden vivir con paz y sosiego, Así tam bién quien sólo ha puesto la felicidad en la riqueza y la gloría, creerá alcanzarla, pero se engañará a si mismo. En uno de los artículos que componen el hermoso libro The Greeks and íhe Irrational *, el helenista E. R. Dodds se refiere a la controversia griega sobre el origen de la virtud —¿convencional o natural?—, para distinguir en ella dos problemas básicos. Uno, la cuestión ética sobre el fundamento y validez de la obligación moral y política. Dos, la cuestión psicológica sobre los motivos de la con ducta humana: por qué los hombres se comportan como lo hacen, y cómo pueden ser inducidos a comportarse me jor, por qué no les mueven los supuestos principios mo rales, la conducta virtuosa. Los sofistas quisieron dar res puesta a esta segunda pregunta aduciendo que la moral podia ser enseñada, que era posible adquirir un arte de vivir bueno y conveniente para todos. Y, en efecto, era posible enseñar la moral, pero había que saber retórica para hacerlo con éxito, habia que dominar el arte de la 4 E. R. Dodds, The Greeks and the Irrational. Univcrsity o f Cali fornia Press, 1964. Me refiero al capitulo «Rationalism and Reaction».
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palabra que es el arte de convertir lo indemostrable en algo digno de crédito y de aprobación. Sócrates no com parte la misma opinión, la juzga pretenciosa y contraria a la condición del sabio que no debería ignorar las lagunas de su saber. Entiende, por otra parte, que la virtud pro cede del interior de cada uno y es difícil de transmitir. En el fondo, es tan sofista como Protágoras, si bien más in seguro con respecto a la capacidad del conocimiento. Uno y otro se aferran a la idea de que la virtud es extraña a las pasiones, que éstas enturbian la visión del bien e im piden el juicio recto. Serán los poetas y no los filósofos quienes presten atención al papel jugado por las emocio nes. Las tragedias de Eurípides son —observa el mismo Dodds— no sólo un reflejo de la Ilustración, sino la reac ción contra ella. La misma reacción que dará lugar, tam bién en el siglo v, a la persecución de intelectuales, por razones religiosas. En lugar de convertirse en una época de claridad, la Ilustración griega produce comportamien tos regresivos. Un fracaso que Platón, por ejemplo, refleja en su propia obra. El optimismo confiado de La República va cediendo ante la fuerza de los hechos que se niegan a confirmar la teoría. En su última época. Platón desconfía ya mucho de la capacidad moral humana: sólo los sabios, personalidades excepcionales, y gracias a un carácter y educación especiales, consiguen que la parte racional de su alma domine a la irracional. Pero el resto de mortales, incapaces de ver con la claridad del filósofo, ha de ser «persuadido» de que el bien y la felicidad son una misma cosa. Pues, aún cuando no fuese cierto, sería «la mentira más útil que jamás se ha dicho» s. Tiene razón Dodds. La filosofía moral ha de ocuparse de dos problemas: el por qué y el cómo de la moral; por qué ciertas cosas merecen nuestra aprobación, y cómo ha cer que merezcan la aprobación de todo el mundo. Una propuesta filosófica más a ras de tierra de las habituales. Una propuesta no muy alejada de la de los llamados emo-* * Platón, Leyes, 663 d.
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tivistas, si entendemos por tal un discurso que no reniega —como ellos mismos creyeron— de la racionalidad. Pues si es Función de la ¿tica persuadir de lo que aprobamos como bueno, la persuasión, para tener validez ética, no podrá hacer uso de cualquier tipo de estrategia: deberá utilizar buenas razones, buenos argumentos, la única Forma de probar la validez de las preFerencias éticas y, al mismo tiempo, de inducir a otros a que, a su vez, las ha gan suyas. Quiero retener, sobre todo, de la teoría emotivista la prioridad de la aprobación, de la adhesión a unas normas, valores o principios. Ante ella surge la pregunta por las razones, o por la justificación: ¿por qué esta opción y no otra?, ¿qué tiene esa elección a su Favor, cuando no es una elección unánime? Se impone, entonces, justificar la apro bación, aducir razones. Es decir, tratar de persuadir. La filosofía moral, sin embargo, se muestra reacia a suscribir estrategias de este tipo. Opta, por el contrario, por des preciar las aprobaciones Tácticas y afirmar unos principios o unos valores contraFácticos demostrando al mismo tiempo que tienen que ser los únicos y universales. Rawls, por ejemplo, postula la célebre «posición originaria» para deducir de ella los principios de la justicia. Habermas ob tiene de otra idea, la «comunicación ideal», el imperativo de una acción comunicativa simétrica. En la práctica, sin embargo, todos estos ideales permanecen incumplidos. Y es que nos las habernos con opciones divergentes, puntos de vista opuestos, conflictos, desacuerdos, desavenencias, preFerencias dispares. Esa es nuestra moral. Un panorama desalentador, pero, ante el cual, no cabe decir que todo vale, que cualquier opción es buena. Unas opciones han de ser mejores que otras. Y, en cualquier caso, no merece el calificativo de «moral» ninguna propuesta que no vaya acompañada de una justificación seria y ponderada. El dogmatismo o la pura arbitrariedad caprichosa son con trarios a la ética. Pues bien, creo que la filosofía moral debería empeñarse en razonar por qué esta postura por la que me inclino, es preferible a aquella otra que no com
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parto. Si la ¿tica de principios, por bien fundamentada que esté, se muestra incapaz de explicar y ordenar por si sola la confusión en que vivimos, la única alternativa a mano es partir de lo que vemos más claro: nuestras pro pias preferencias morales, las únicas que —si no las sos tenemos de mala fe— seremos capaces de razonar y ar gumentar con el fin de generalizarlas, puesto que las apro bamos y las preferimos a otras. Creo que, en definitiva, es asi como operamos cuando intentamos defender una causa. A esa aprobación, Adam Smith la llama «sentimiento moral». Y es un sentimiento que está ahí. aunque no sea localizable o precisable, ni consista en un «plus» añadido, en una facultad o un principio especial. En su opinión, el análisis del principio de aprobación o desaprobación de las acciones, nos descubre que el tal principio apare ce combinado con alguno de estos cuatro ingredientes: 1) simpatía o antipatía, 2) agradecimiento o resenti miento, 3) acuerdo o desacuerdo, 4) gusto por la belleza y el orden. En efecto, «cuando concedemos nuestra apro bación a algún sujeto o a una acción, los sentimientos que experimentamos, según la doctrina que antecede, tienen cuatro posibles fuentes que, en cierto sentido, son distin tas las unas de las otras. Primero, simpatizamos con los motivos del agente; segundo, compartimos la gratitud de quienes reciben el beneficio de sus actos; tercero, adver timos que su conducta ha sido conforme a las reglas ge nerales por las que esas dos simpatías usualmente actúan y, por último, cuando consideramos que tales actos for man parte de un sistema de conducta que tiende a fo mentar la felicidad del individuo o de la sociedad, nos parece que derivan cierta belleza de esa utilidad, no muy distinta de la que atribuimos a cualquier máquina bien trazada»6. Eso es el sentimiento moral: la aprobación ge nerada por la simpatía, el agradecimiento, el acuerdo, el gusto, o la desaprobación generada por sus contrarios.* * íbid., vil, 3.
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La pregunta que ahora se nos ocurre es, de nuevo, an cestral, tan antigua como Aristóteles, por lo menos: ¿Por qué el sentimiento de aprobación no acierta siempre con la acción adecuada?, ¿por qué se desvía y asiente a otras acciones que no merecen adhesión ninguna?, ¿por qué ten demos a aprobar lo que no debe ser aprobado? Creo que la explicación de todos estos interrogantes es doble y pasa por dos supuestos: I) el de que conocimiento y voluntad no siempre coinciden; 2) el de que nos engañamos al co nocer o al interpretar la realidad. Veámoslas una por una. La primera explicación se refiere al argumento en tomo a la llamada akrasía o debilidad de la voluntad —«el es píritu está pronto pero la carne es débil»—. Quien pri mero teoriza extensamente sobre el problema es, como sabemos, Aristóteles. Tenemos—dice— unos apetitos na turales que difícilmente nos llevan a engaño. A éstos se añaden, sin embargo, otros apetitos, peculiares de cada uno o sencillamente superfluos, con los que es más fácil errar, y de muchas maneras. El que incurre habitualmente en el error de satisfacer el placer o el apetito que no debe es el incontinente —el akratés—, que se excede especial mente en los placeres del gusto y el tacto. Aristóteles in siste en que es inhumano mostrarse insensible ante los placeres, de forma que el complacerse en ellos no cons tituye un comportamiento distorsionado. Lo que ocurre es que en el incontinente se produce una contradicción interna que el moderado sabe superar. El incontinente o intemperante desea las acciones concretas, voluntaria mente las elige, si bien no desea ser intemperante. No quiere directamente el mal, el deterioro de la salud que le producirá, por ejemplo, el beber inmoderado, el fumar sin pausa o el drogarse, pero, sin embargo, se obstina en be ber, fumar o drogarse por el momento. También San Agustín clamaba «dadme castidad y continencia, pero to davía no». Cuando tal ocurre, los placeres del alma y del cuerpo se muestran incapaces de convivir en armonía. Y, como es lógico, tiran más los del cuerpo. Una escisión que se produce, ya en el interior de la conciencia, ya entre
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el deseo del bien privado y el bien público. Dice Aristó teles que es fácil procurarse el bien para sí, pero difícil pensar en el bien colectivo. De ahí que la justicia sea ne cesaria porque «muchos son capaces de usar la virtud en lo propio y no capaces en lo que respecta a otros». En su opinión, «el peor de los hombres es el que usa de maldad consigo mismo y sus compañeros, el mejor, no el que usa de virtud para consigo mismo, sino para con otro, porque esto es una tarea difícil»7. No es muy distinto todo esto de lo que lamenta Adam Smith: el hecho de que la apro bación de la riqueza desborde a cualquier otro senti miento. En el ser humano, decimos hoy, conviven pre ferencias de distinto orden, y no siempre es sencillo es tablecer entre ellas la jerarquía adecuada. Otro filósofo que tropieza con el problema de la intem perancia es el racionalista Spinoza. El conocimiento ra cional, adecuado, del bien, se ve a menudo vencido por los afectos más inmediatos. Veamos algunas de sus tesis: «El deseo que surge del conocimiento verdadero del bien y el mal puede ser extinguido o reprimido por otros mu chos deseos que brotan de los afectos que nos asaltan.» O esta otra: «El deseo que brota del conocimiento del bien y del mal, en cuanto que este conocimiento se refiere al futuro, puede ser reprimido o extinguido con especial fa’ Aristóteles. Ética a Nicómaco, 1129b-1130a. Aristóteles se aparta, aquí como en tantos otros momentos, de Platón al no vincular el bien individual a una previa adhesión al bien público, cosa que si hace Platón, para quien el tirano con los demás lo será también consigo mismo, pues nadie sabrá dominarse si no acepta antes la justicia colectiva. El pru dente aristotélico, en cambio, es capaz de dominar la akrasia autocontrolándosc, sin necesidad de convertir su saber práctico en universal. Incluso el prudente puede permitirse ser imprudente en ocasiones pues sabe que esas «canas al aire» no afectan sustancialmente a su bien total. El autoconocimicnlo es práctico, en Aristóteles, y puede prescindir del conocimiento teórico del bien. Debo estas ideas a la interpretación que hace del fenómeno de la akrasia Antoni Doménech en el interesante libro De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte. Critica, Barcelona. 1989.
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cilidad por el deseo de las cosas que están presentes y son agradables.» Y también: «El deseo que brota del cono cimiento verdadero del bien y el mal, en cuanto que versa sobre cosas contingentes, puede ser reprimido con mucha mayor facilidad aún por el deseo de las cosas que están presentes» *. Estas tres proposiciones dan fe de la impo tencia y servidumbre humanas ante la fuerza de las pa siones: lo presente y cercano tiene más poder sobre nues tra conducta que lo lejano. El placer o la alegría in mediatas tienden a vencer a una supuesta alegría futura que, por ahora, significa sólo tristeza. Como Aristóteles, Spinoza observa que en el débil de voluntad se mezclan deseos contradictorios: el deseo de la alegría presente y el no deseo de una tristeza futura, derivada, sin embargo, de la alegría presente. Pero es que esa tristeza, por el he cho de ser futura, se presenta confusa e improbable y deja de afectarnos. La solución según Spinoza está en el Estado. Puesto que el único imperativo de la razón es, a su juicio, el conatus, el esfuerzo por perseverar en el ser, y éste es indisociable de la búsqueda de la común utilidad —«nada es más útil para el hombre que el hombre mismo»—, lo ra cional es vivir en paz y concordia. Ahora bien, lo que ocurre es que cada uno mira por la utilidad de su natu raleza particular y no por la utilidad de la naturaleza sin más, no vive según la razón, sino sujeto a distintos y sin gulares afectos. Por ello, «para que los hombres puedan vivir concordes y prestarse ayuda, es necesario que re nuncien a su derecho natural y se presten recíprocas ga rantías de que no harán nada que pueda dar lugar a un daño ajeno. [...] Así, pues, de acuerdo con esa ley podrá establecerse una sociedad, a condición de que ésta reivin dique para sí el derecho, que cada uno detenta, de tomar venganza, y de juzgar acerca del bien y el mal, teniendo así la potestad de prescribir una norma común de vida, de dictar leyes y de garantizar su cumplimiento, no por * Spinoza, Ética, IV, prop. XV, XVI y XVII.
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medio de la razón, que no puede reprimir los afectos, sino por medio de la coacción. Esta sociedad, cuyo manteni miento está garantizado por las leyes y por el poder de conservarse, se llama Estado, y los que son protegidos por su derecho se llaman ciudadanos» 9. Asi, como quien no quiere la cosa y lo dice de paso, Spinoza suscribe un con trato social no muy distinto del de Hobbes quien, sin em bargo, parte de una noción de la naturaleza humana bas tante distinta. Además —sigue Spinoza— el contrato y el poder del Estado abarca a todos, libres y esclavos, puesto que se busca la concordia y, a falta de otra instancia mejor y más sabia, la concordia está personificada en el Estado. Pues «el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a si mismo»l0. La libertad, entonces, no será otra cosa que el deseo de sujetarse a las leyes de la utilidad común. El ser libre está dotado de fortaleza y generosidad para apartar de si el odio, la ira, la soberbia, todo cuanto le impida el cono cimiento adecuado de la naturaleza y de su necesidad. En suma, el problema de la debilidad de la voluntad nos habla de la tensión y el conflicto entre el bien presente e inmediato y el bien a largo plazo. Y también de la ten sión y el conflicto entre el bien privado y el bien común o público. La justicia, o el Estado, representan ese bien lejano y público, que los afectos y los sentimientos no siempre quieren reconocer como propio. Por eso, el sen tido de la justicia es el más difícil de adquirir, porque su objeto, el bien público, tiene muy poco que ver con cada uno de nosotros. Hume, que no deriva la moral de la razón sino del sentimiento, tiene que mostrarse más duro que Hobbes o Spinoza a propósito de la justicia, y lejos de proponer como explicación de la misma el hipotético contrato social, declara que la justicia es una virtud «arti ficial», contraria a la naturaleza, que «el sentido de la • ¡bul., IV, prop. XXXVII. Escolio II. 10 tbid., IV, prop. LXXI1I.
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justicia y de la injusticia no deriva de la naturaleza, sino surge artificialmente, si bien necesariamente, de la edu cación y de las convenciones humanas» 11. Más aún —dice también—, en un Estado donde reinara la abundancia, florecerían varias virtudes sociales, pero no la justicia, «esa virtud cautelosa y celosa jamás sería imaginada. ¿De qué habría de servir repartir los bienes, si todos tendrían más de lo suficiente? ¿Por qué dar origen a la propiedad, donde no es posible daño ninguno? ¿Por qué decir que esto es mió, cuando en el caso de que me lo arrebaten, me basta alargar la mano para adquirir otra cosa igual? La justicia sería, en tal caso, totalmente inútil, una ceremonia absurda, y jamás tendría un lugar en el catálogo de las virtudes» l2. Los sentimientos se corrompen y las aprobaciones mo rales son inacertadas, porque la voluntad es débil, porque uno tiende a alcanzar el bien próximo y a despreciar el lejano, o a perseguir el bien privado sin atender al bien común. Pero también ocurre que nos equivocamos y nos engañamos al conocer la realidad, ordenarla y juzgarla. Las convenciones —o el lenguaje, que viene a ser lo mismo— nos indican qué es estar sano y enfermo, sensato o loco, qué es el éxito y el fracaso, cuáles deben ser las ocasiones de alegría o de tristeza. La tradición, la edu cación, las costumbres nos enseñan a adherimos a ciertas formas de conducta. Y no siempre hay identidad entre esas convenciones y la moral. El lenguaje de la moral está formado por grandes palabras que exigen, por si mismas, la adhesión universal: hay que ser justo, hay que pro mover la igualdad, la libertad, la paz, hay que ser tole rante, solidario y responsable, no se debe discriminar ni marginar al otro, la tortura es condenable, como lo es la violencia. Etcétera, etcétera. El referente de tales palabras, sin embargo, es una realidad confusa que no acaba de dar la talla que los nombres reclaman. La justicia no es exac-*1 " Hume, A Trealise on Human N atw e. HI, ¡i. 11 Hume. An Enquiry Concerning the Principies o f Moráis, III.
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tamente el derecho positivo, la igualdad y la libertad tie nen múltiples fisuras, la tolerancia puede ser represiva, la tortura se practica en nombre de la justicia, la violencia en nombre de la autodeterminación o la libertad. ¿Qué ocurre, pues? ¿De qué estamos hablando? Teóricamente, asentimos a unos valores fundamentales, mientras que en la práctica, no encontramos apenas huellas de tal asen timiento. Nos las habernos con principios que teórica mente son universales, pero no son unánimemente defen didos en la práctica. Son términos cuya equivocidad hace muy difícil el acuerdo. Al no tener un referente univoco se prestan a muchas confusiones. La mayoría de nuestros nombres valorativos —explicó Locke— son «ideas com plejas» surgidas de las necesidades humanas. Ideas que en si mismas no son ni buenas ni malas: lo son sólo referidas a las leyes humanas o divinas. En general, pensamos que robar es malo, pero sabemos que hay robos justificados. Consideramos el duelo como una muestra de valor, o como un acto pecaminoso si lo relacionamos con la ley de Dios. Son ideas sin esencias reales, la transmisión de las cuales, es, por tanto, complicada. Asi, «cuando una palabra significa una idea muy compleja [...] no resulta fácil que los hombres retengan y se formen esa idea de una manera tan exacta como para que el nombre, en el uso común, signifique la misma ¡dea sin la menor varia ción. De aquí se puede deducir que los nombres que los hombres han dado a ideas muy compuestas, tales como la mayor parte de las ¡deas morales, raramente tienen el mismo significado para dos hombres diferentes ya que raramente la idea de un hombre coincide con la de los demás, y con frecuencia difiera de la suya propia, de la que tuvo ayer o de la que tendrá mañana» l}. ¿Cómo recomponer todo esto? ¿Cómo establecer la adecuada jerarquía entre los afectos para que nos afecte aquello que debe afectarnos? ¿Cómo conseguir que las palabras nos engañen menos? ¿Cómo corregir la falta de 13 Locke, An Essay Concerning Human Understanding. II. vii. 6.
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consistencia y el autoengaño? En el primer caso, parece que no hay más remedio que recurrir a estrategias irra cionales: atarse uno mismo o dejarse atar por otros. En el segundo, ejerciendo una especie de mayéutica socrática. Y, en ambos casos, echando mano del arte de persuadir a los demás o a nosotros mismos. De la retórica. El primer fenómeno —digo—, el de la akrasía o debi lidad de la voluntad, se produce por el conflicto entre distintos órdenes de preferencias —las del cuerpo y las del alma, las de los bienes privados y las de los bienes pú blicos—, conflicto que impide la conexión entre el co nocimiento del bien y la voluntad de hacer ese bien. Es una situación similar al autoengaño, cuando el individuo se oculta a si mismo su propia debilidad, diciendo que no es cierto que desee ese bien que no puede alcanzar. Como la zorra de la fábula —tan bien recogida por Jon Elster—, al no poder alcanzar las uvas dice que están verdes. Lo que tales problemas ponen de manifiesto es que el yo no es un centro de donde emanen directrices y poderes, sino una especie de confederación de fuerzas y deseos más o menos atomizados. Amelie Rorty, en un texto muy bien compuesto sobre la akrasía y el autoengaño, utiliza esa figura de la persona como una ciudad medieval con di ferentes barrios y sin centro único, para explicar que en el agente «racional», no siempre se corresponden los po deres legislativo y ejecutivo, que no siempre el primero es fuerte y el segundo débil. Pero sólo si pensamos en un yo íntegramente racional, la akrasía se vuelve incomprensi ble. Con frecuencia, la persona se encuentra dividida entre su razón, y otros motivos —como los hábitos, modas, costumbres, reacciones estéticas, simpatías—, que atraen aunque no se experimenten directamente como preferen cias o deseos. Dicho de otra forma, las creencias, los de seos y los motivos no son homogéneos, junto a los hábitos de la razón están los hábitos de la imaginación l4. Jon 14 Cfr. Amelie O. Rorty, «Self-dcceplion. akrasía and irrationality», en Jon Elster, cd., The Múltiple Self, Cambridge University Press, 1986.
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Elster, por su parte, en el ya célebre Ulysses and the Sirensl5, y en otros textos, se ha pronunciado por extenso y con buenos argumentos a favor de esa «racionalidad imperfecta» que constituye a los seres humanos, dado que no son ni ángeles —perfectamente racionales—, ni ani males —esencialmente irracionales—. Ser humano signi fica no sólo la posibilidad de actuar racionalmente, sino también la posibilidad de ser débil de voluntad y la po sibilidad de atarse para prevenir la total irracionalidad. Cuando entre la creencia o el conocimiento y el deseo no hay unidad, es preciso que alguna pasión acuda en ayuda del conocimiento, es preciso «atar» el conocimiento con pasiones. «II n’y a ríen de si conforme á la raison que ce desaveu de la raison», dijo Pascal. Abdicar de la razón o ir contra ella no es inhumano. El querer y no querer al tiempo es un rasgo peculiar de nuestra naturaleza inco herente y dubitativa. Ciertos comportamientos, actitudes o situaciones no pueden quererse por sí mismos pues, en tal caso, no se producen. Son, esencialmente, by producís, productos laterales que advienen sin proponérselo uno di rectamente. Por ejemplo, proponerse ser natural, ser ele gante o dormir cuando ataca el insomnio, es contrapro ducente. Por otro lado, otras conductas que uno debería querer, de hecho no las quiere, y es preciso entonces uti lizar estrategias contra el propio impulso, estrategias irra cionales, a fin de conseguir lo que uno sabe que es su bien y que no conseguirá si no se fuerza o le fuerzan a ello, puesto que la voluntad le falla. Así, Ulises ruega que le aten al mástil para no sucumbir al canto de las sirenas, el goloso esconde el chocolate para no caer en la tentación de comerlo, el fumador impenitente no compra tabaco. La racionalidad no es «instantánea», una línea recta entre dos puntos, sino un camino torcido. El presente se impone siempre sobre el futuro, pues nadie quiere el futuro más 11 Jon Elster, Ulysses and the Sirens. Studies in Rationality and Irrationality. Cambridge Univcrsity Press, 1979. Véase, asimismo, Uvas amargas, Peninsula, Barcelona, 1988.
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que el presente. Por convincente que, en principio, aquél se nos muestre, la convicción es ampliamente superada por los atractivos del ahora, y, a fin de cuentas, nos jus tificamos con un «¡que me quiten lo bailao!». Pero si, como Ulises, queremos luchar contra nuestra propia in consistencia no tenemos más remedio que renunciar a la racionalidad. Llegar a saber hasta dónde uno puede llegar en la transgresión de las normas sin abdicar de la res ponsabilidad, es el reto que nos plantea la ética. «After the age of forty one is responsible for one’s face», cita Elster. Y no vale aducir «yo soy asi», sino que hay que dar la cara e intentar reconstruir el propio yo. Ahí la autodescripción puede ser otro autoengaño. Pero luego hablaremos de esta cuestión. Lo que vale para restablecer la consistencia de la propia conciencia, ha de valer también para recomponer en lo posible esa utópica autoidentidad social. El individuo fun ciona atomizadamente porque es más económico y eficaz hacerlo asi. Pero ese mundo atomizado tiende a operar ordenadamente, y los individuos «egoístas» colaboran en el bien común puesto que acaban por comprender que es racional, a la larga, ayudar a los demás, aunque sea irra cional a corto término colaborar en esa empresa. La cru deza de la máxima de Mandeville, «prívate vices, public virtues», es tremendamente realista y, a veces, cierta. Bien es cierto que, para los casos en que dicha máxima no es operativa, la ley o la coacción se encargan de fortalecer a las voluntades débiles. El Estado es imprescindible dada la fragilidad del uso humano de la razón. El Estado de bería encarnar ese bien común del que las voluntades tien den a escapar. La segunda forma de autoengaño no radica en la se paración entre conocimiento y deseo, sino en la deficien cia del mismo conocimiento. Nos engañamos al conocer o interpretar la realidad porque las palabras valorativas carecen de referente, nacen del intento de hacer realidad algo que no está ahi. O más bien nacen como rechazo e insatisfacción de algo que hay y no nos complace. Nacen,
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pues, con una carga considerable de sentimiento y sub jetividad. de pasión. Y esas palabras que, en principio, fueron patrimonio de unos pocos, han ido produciendo adhesiones nuevas. Las grandes palabras de la ética han acabado siendo veneradas por todos los que se reclaman de honradez y buena voluntad. Pero esas palabras son sólo nombres, es decir, su esencia está en el nombre mismo, como decía Locke. Y la única prueba de que no sólo el nombre, sino la esencia es comprendida y com partida es —como indicó Wittgenstein— observando el uso del lenguaje, viendo si ese uso es homogéneo, si ge nera, por ejemplo, idénticas actitudes, si exige los mismos contextos, si provoca las mismas asociaciones. Y quizá al comprobar tales usos, descubriremos el engaño escondido en el aparente uso unánime de la palabra. Por eso es pre ciso ejercer una especie de mayéutica, un esfuerzo de pe netrar en lo que se esconde tras las palabras y dejar que aflore el vacio o la discrepancia. Descubrir, como hacia Sócrates con los sofistas, que hablamos de justicia pero no sabemos de qué hablamos, que ya en la definición de partida empiezan los desacuerdos. No tenemos recursos para demostrar irrefutablemente quién tiene la verdad de las palabras. Sin duda, porque la verdad absoluta no la posee nadie. Pero si tenemos recursos para justificar nuestro uso de ellas, para decir y poner de manifiesto cuáles son para mí o para nosotros las conexiones y relaciones válidas entre los distintos va lores. La dialéctica y la retórica fueron, para los griegos, artes de discurrir, ambas fueron «métodos expresivos». La diferencia está —escribe bellamente Alfonso Reyes 16— en que «una es la hermana aristocrática, destinada a los mo tivos racionales; la otra es la hermana democrática, des tinada a los motivos humanos». La una vale sólo para los espíritus preparados, la otra se dirige a todos los hombres. La dialéctica maneja universales, razona con silogismos ’* Alfonso Reyes, «La antigua retórica», en Obras Completas, XI. Fondo de Cultura Económica, México. 1961.
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y se mueve entre verdades. El objetivo de la retórica es el de las cosas inmediatas y concretas, las cosas opinables y verosímiles; su discurso es argumentativo pero no lógico, el arte de convencer con deliberaciones porque no hay pruebas definitivas. La retórica no repudia la seducción ni las armas de la fortuna si éstas ayudan a recabar ad hesiones o a llevar a la práctica las propias convicciones. Cuando el pluralismo es la regla, entran en liza tesis con trovertidas. Y «es preciso —escribe Aristóteles— utilizar el discurso para refutar los argumentos contrarios»,7. Así, la razón práctica debe ser entendida como la justificación de lo que no es demostrable No basta declarar que algo es injusto o lícito, no basta proclamar que hay que apostar por la libertad antes que por la vida. Todos estos prin cipios han de ser justificados y argumentados cuando las situaciones obligan a aplicarlos. Razonar no es sólo de mostrar, sino también deliberar, criticar, dar razones en pro y en contra de un enunciado. La retórica es, por todo ello, la aliada imprescindible de la democracia. Ésta ha de confiar en el diálogo, en la confrontación de opiniones, en la consulta popular, por que parte del supuesto de que nadie es tan sabio como para gobernar desde la ciencia de las ideas. La democracia acepta una Constitución, unos valores fundamentales, y ha de ir demostrando que los principios no son palabras vanas ni huecas. Pero la ambigüedad de los principios y también la urgencia de que la práctica politica sea eficaz y operativa, llevan a prescindir de la deliberación y de la 17 Aristóteles, Retórica. 1391 b 20. '* Chaim Perelman ha sido quien más ha investigado en la recupe ración de la retórica aristotélica para los discursos jurídico, moral y político. Véanse, especialmente, sus libros Le champ de Targumenlalion. Éditions de l’Université de Bruxelles, 1970: Droit, múrale el philosophie. Librairíe genérale de Droit et Jurísprudcnce, París, 1968; L'empire rélhorique. J. Vrin. París, 1977; y en colaboración con L. OlbrcchtsTyteca, Traite de Targwnenialion. la nouvelle rélhorique. P.U.F., París, 1958. Véase también mi libro Ética, retórica, politica. Alianza Univer sidad. Madrid, 1988.
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consulta, a decidir en privado y, sobre todo, a obviar las justificaciones públicas, a evitar asimismo las rectificacio nes. Es fácil ampararse en los grandes conceptos —ahora el más recurrente de ellos es la «ética» misma—, para dar por saldada cualquier cuestión. Pero esos conceptos por sí solos no prueban nada, precisan de muchos refuerzos, de un discurso que convenza o que persuada de que real mente es la defensa de la libertad o de la vida, del orden o de la seguridad, de la transparencia o de la honradez lo que está apoyando una práctica. Apelar a los mismos ideales no implica necesariamente adoptar ante ellos las mismas actitudes ni, por tanto, deducir de ellos las mismas prácticas. Como observaron los emolivistas, las discre pancias ¿ticas dependen bien de desacuerdos en cuanto a las creencias, bien de desacuerdos en cuanto a las acti tudes. En el primer caso, es más sencillo darse cuenta de la raíz del desacuerdo; en el segundo es más complejo porque las declaraciones de principio encubren el sentido real de las decisiones y las actuaciones. De ahí que sea preciso, a fin de ir descubriendo cómo debemos todos en tender los valores que teóricamente suscribimos, ese ejer cicio de mayéutica socrática que ayude a engendrar la sabiduría por el procedimiento de llevar al interlocutor —y, en definitiva, a uno mismo— al desvelamiento de lo que está latente. Ese descubrimiento, al tiempo que pon drá de manifiesto las contradicciones y las inconsistencias de las convicciones propias y ajenas, irá sentando y con solidando los valores que no pueden ser despreciados ni olvidados. La mayéutica y el arte de la argumentación nos liberan del autoengaño de las palabras, las estrategias irracionales o coactivas nos liberan del autoengaño e inconsistencia de las pasiones. Son dos aspectos distintos de una misma realidad. La realidad que se acostumbra a vivir en la dis persión de conocimientos y deseos, sin hacer el esfuerzo, de vez en cuando, de estructurar toda esa diversidad y darle un mínimo de coherencia. Lo cual implica la doble tarea de hurgar en uno mismo, en el autoconocimiento.
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para que afloren las propias fisuras, y de ahondar también en el discurso teórico que usamos para explicar lo que hacemos. Nada de eso puede hacerse sin recurrir a la jus tificación. Pues inmediatamente descubrimos lo fácil que es entrar en el terreno de lo opinable, de lo que se de rrumba sin un razonamiento sólido y cuidado. Pero volvamos al punto de partida. El problema era la corrupción de los sentimientos, la tendencia a sucumbir ante lo agradable e inmediato y a despreciar lo arduo y poco aparente, según el pensar y, sobre todo, el sentir de la mayoría. Los sentimientos se corrompen porque no nos dejamos afectar por lo que realmente vale la pena. Dicho de otra forma, el ethos hedonista si es idéntico a la riqueza y el consumo, no debería ser el único fin de la existencia. Y ese «no debería ser» lo suscriben muchos en teoría, si bien lo refutan en la práctica. Sustituir ese fin por otros valores, implica, en consecuencia, un ejercicio de persua sión. Primero, para convencernos de que eso debe ser asi; segundo, para producir actitudes que vayan dirigidas real mente a esos valores que defendemos y no los desmientan. Pienso que con las ventajas y recursos que se ofrecen hoy a la información o a la comunicación —con los recursos que tiene para si la propaganda— persuadir es bastante fácil. Es fácil persuadir de que los problemas públicos no son ajenos a nosotros, que nos afectan a todos y a cada uno: nos afecta la contaminación, el tráfico caótico, la mala distribución del trabajo, la poca transparencia de la gestión pública; nos afecta la demencia senil y la amenaza de las drogas o del SIDA; nos afectan los adelantos de la técnica y sus utilizaciones. Pronunciarse sobre todas esas cosas, optar y justificar las propias elecciones y preferen cias, es un ejercicio irrenunciable de cualquier ciudadano democrático. Lo que he llamado «virtudes públicas» con siste precisamente en la serie de actitudes que conviene desarrollar a fin de que todos esos problemas o intereses comunes no se queden en meros problemas objetivos, sino que aparezcan asimismo como cuestiones que afectan a cada sujeto. Los valores no precisan de justificación. Lo
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que exige ser justificado es la ausencia de ellos. Conviene, pues, desarrollar la perspicacia para descubrir en la serie ilimitada de realidades que no nos satisfacen qué es lo que falta en ellas, por qué las desaprobamos. Y conviene con vertir esa insatisfacción en un discurso público, no tanto para promover acuerdos —pues los acuerdos siempre son sospechosos, aunque sean necesarios—, como para sus citar sentimientos, para hacer que los valores se convier tan en objeto del deseo.
EPÍLOGO A LA EDICIÓN DE BOLSILLO
I.
V
ic io s p ú b l ic o s
El titulo V i r t u d e s p ú b l i c a s se prestaba a un equivoco al que posiblemente se deba una buena parte del éxito que ha tenido el libro. Cuando tos cuernos de la corrupción empezaban a asomar por todas partes, no fue difícil aso ciar «virtudes públicas» a las carencias evidentes de la vida política. Una asociación que no viene sino a demos trar que el referente natural de io «público» es el conjunto formado por los que se dedican a hacer política. Los de más sólo tenemos vida privada. Mi propuesta, precisa mente, pretendía corregir esa idea, poniendo el acento no tanto en las cualidades que deberían adornar al político como en las que necesita el ciudadano del siglo xx para ejercer de ciudadano. Una propuesta calcada, en cierto modo, de la ética aristotélica. Sin embargo, dado que la vida política se ha ido deteriorando progresivamente, aqui y fuera de aqui, pienso que no estaría de más incidir en algunas de las virtudes que hoy echamos de menos en la vida política. Puesto que entonces no abordé el tema, voy a hacerlo ahora aunque sea esquemáticamente. Si en lugar de hablar de virtudes, habláramos de vicios, veríamos en seguida que los vicios del ciudadano y los del político no son los mismos. Al ciudadano de una demo cracia hay que pedirle que corrija una serie de actitudes que ponen en entredicho la realidad de la democracia
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misma. Al ciudadano hay que pedirle, en primer lugar, menos indiferencia hacia los asuntos públicos: más par ticipación, menos abstención, más compromiso y más ini ciativas colectivas. También hay que pedirle que eduque su sensibilidad social, extremo no imposible habida cuenta que ha sido posible empezar a educar una sensi bilidad tan insólita hace veinte años como la sensibilidad ecológica. La redistribución de los bienes no sólo a nivel nacional sino internacional es la asignatura pendiente de las políticas socialistas. Para que deje de serlo, ha de con vertirse en una exigencia, y para ello hacen falta «exigidores». No sólo entre los sindicatos, a quienes suele encargárseles en exclusiva esa función, sino entre la to talidad de los ciudadanos. Sin embargo, no hay tal exi gencia. Por diferentes razones: porque nadie considera que los asuntos de interés común sean de su incumben cia, porque esos asuntos pasan a ser inmediatamente res ponsabilidad exclusiva de los políticos, y porque, en general, se desconfía de que nadie, ni ciudadanos ni po líticos, sean capaces de resolver ningún problema real mente grave e importante. Los medios de comunicación, por su parte, mediadores de la información que discurre entre la política y la ciudadanía, no facilitan mucho las cosas. Su interés y su función es, ante todo, comercial: vender el periódico, retener a un público, conseguir «au diencias millonadas». Nada que tenga que ver con el in terés común. Lo único que despierta de la indiferencia y provoca respuestas irritadas y generalizadas es el mal comportamiento de los políticos, su inadecuación al pa pel que deben representar. El mal social, por el contrario, preocupa muy poco. Un segundo vicio del ciudadano es la intolerancia que significa rechazo e incomprensión del otro, en especial del otro pobre, que no resuelve problemas económicos, sino más bien los crea. Nuestra época está dando aliento a una contradicción teóricamente inexplicable. Por una parte, la reivindicación nacionalista constituye una clara apo logía de las diferencias culturales, lingüisticas, étnicas. Por
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otra, es un hecho la intolerancia hacia todas aquellas di ferencias que estorban o son temidas por su capacidad de producir algún daño, sea económico, politico o cultural. ¿Contradicción o consecuencia? Hay grupos manifiesta mente caracterizados como indeseables, a los que se de fiende quizá de derecho, pero no de hecho: enfermos de sida, gitanos, magrebics, peruanos, dominicanos. Frente a ellos, la sociedad —los ciudadanos— reacciona insoli dariamente, no los tolera. Un tercer vicio del ciudadano es su falta de civismo. Ya que las figuras de una política democrática son tantas, por lo menos deberíamos exigirnos lo más fácil y menos costoso: una apariencia de convivencia digna. El civismo es el cuidado de las formas, el modo externo de demos trarle al otro el respeto que merece. La deferencia hacia las personas o hacia el medio en el que esas personas de ben vivir. Pero en España falta tradición democrática y también tradición cívica. También es preciso moldear la sensibilidad: en contra del ruido, de la suciedad, del caos urbanístico, de la agresión a los espacios y pertenencias públicas, de la escasa educación, en suma. La indiferencia, la intolerancia y la falta de civismo —vicios contra los que propongo las virtudes públicas—, no son en cambio los vicios más específicos del político qua político. A un politico, por definición, no puede serle indiferente la política que es su oficio. Cierto que un po lítico puede ser intolerante —ahi está Le Pen—, y dar muestras de incivilidad absoluta. Pero su intolerancia será de otro tipo que la del ciudadano. El político intolerante es racista, xenófobo, y hace de ello su ideología y su po lítica: la intolerancia es su bandera. Algo parecido hay que decir de la incivilidad de un Jesús Gil o un Ruiz Ma teos: es una incivilidad provocativa, un acto de afirmación política por parte de quien quizá no tenga otro medio más a su alcance de llamar la atención. Si esto es así, ¿cuáles son, entonces, los vicios propios de los políticos, los po líticos de las sociedades avanzadas y democráticas de este fin de siglo?
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En primer lugar, eso que ha venido en llamarse «partitocracia», el corporativismo político. Es el modo que tiene el político de expresar su indiferencia con respecto al interés común, al volcarse exclusiva o prioritariamente en los asuntos e intrigas del propio partido. Se dice, con razón, que los partidos están en crisis porque ya no re presentan a la sociedad sino a si mismos. Los conflictos internos de los distintos sectores políticos alcanzan una notoriedad inusitada, no se sabe bien si por voluntad de los propios políticos o por torpeza de la prensa en señalar las cuestiones realmente importantes. La vida política no se salva de ese retomo de las tribus que desde hace tiempo viene anunciándose, y cuya primera y nefasta consecuencia es la pérdida del sentido y la visión global de los problemas. Ni que decir tiene que la política así entendida, como de fensa prioritaria de la integridad y cohesión del partido, no ayuda nada a avivar el afecto y la credibilidad ciuda dana, de los que, por otra parte, está tan necesitada. Un segundo vicio de la politica es la falta de transpa rencia. La democracia, por imperfecta que sea, significa apertura y publicidad desde arriba hacia abajo, así como posibilidad de censura, control y crítica de abajo arriba. La publicidad es, en una democracia, lo único que expone a legitimación las decisiones colectivas. Y no es que no haya publicidad en nuestras democracias, pero es una pu blicidad a medias, insatisfactoria, insuficiente y, por lo general, desviada de lo que realmente merece ser cono cido. El ciudadano siempre sospecha que no se le dice toda la verdad, ni se dan aclaraciones suficientes. Sabe que el político pocas veces reconoce sus errores y le cuesta dar la cara en situaciones difíciles. La exigencia de trans parencia choca con un problema con el que ha de en frentarse toda democracia: la escasa o nula popularidad de ciertas decisiones. La mayoría de las decisiones desti nadas precisamente a resolver o paliar los problemas más graves de la sociedad son, por naturaleza, impopulares, puesto que tales problemas son siempre los que afectan a los más desprotegidos, a los que carecen de intereses cor-
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poratizados, los desheredados y sin voz incluso en la de mocracia. Una virtud de la que el político no suele hacer gala es esa virtud tan griega del coraje, la valentía para afrontar decisiones con costos políticos no despreciables. Finalmente, la corrupción imparable, el vicio más ex tendido, celebrado y también más ancestral de la política. Precisamente porque es el vicio más claro y antiguo, pienso que es el que necesita menos discurso. Todo ser humano es corrompible dada la escisión de su ser entre la razón y la pasión. Hacemos, por debilidad, lo que sa bemos perfectamente que no debemos hacer. El político corrupto sucumbe a la tentación de mezclar lo público y lo privado y se aprovecha privadamente de los beneficios de su vida pública. O no es la persona del político quien se aprovecha sino su partido, víctima de la publicidad y de las reglas del mercado, porque también el partido ha de venderse como si fuera una mercancía. Por supuesto, el que la corrupción responda a una tendencia difícil de erradicar en el comportamiento humano, no es excusa para exculparla. Es un vicio que debe ser combatido, pero, para ese combate, la democracia está armada. De los tres vicios señalados, el de la corrupción es el más fácilmente detectable y nombrable, ya que suele tener nombres pro pios. Por lo mismo, es el menos peligroso. Si alguna ca pacidad tiene la democracia es la de sacar a la luz sus pro pias faltas y defectos, más aún cuando los agentes de la democracia no son inmunes a la competitividad y a la lu cha del poder. Les falta tiempo, entonces, para denunciar la paja en el ojo ajeno aun cuando llevan la viga en el propio. El control del otro, sin embargo, no sólo denuncia, contribuye a ejercitar también el autocontrol. Todos los vicios públicos —sean sus portadores los po líticos o los ciudadanos— son acciones u omisiones que impiden o no ayudan a la reconstrucción de la vida pú blica. Que la vida pública es un valor en sí se deduce tanto del consenso, teórico cuando menos, sobre el valor de la democracia, como de la convicción irrefutable de que nin guno de los problemas graves de hoy lo es de un solo go-
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biemo o un solo país. La droga, el sida, las epidemias, el hambre, la guerra, son problemas internacionales, asuntos públicos. Si las sociedades democráticas están de hecho más legitimadas que las no democráticas es porque son so ciedades más abiertas, donde la tiranía o el despotismo ma nifiestos se encuentran, de algún modo, perseguidos. Ahora bien, si apertura significa libertad, no hay apertura sin coo peración. La libertad que se limita al espacio de lo privado y que elude su propio desarrollo en lo público, no es una libertad plena ni propiamente humana. Y, como ya vieron Platón o Aristóteles, no es plenamente humana la vida que no se ocupa en gestionar, al mismo tiempo, los bienes pri vados y los públicos, la propia vida y la convivencia. La cooperación es imprescindible para describir y cons truir una moral pública, que no es otra cosa que eso que Rawls llama una «concepción pública de la justicia». Por muy consensuados y aceptados que estén los principios de la justicia más generales, o los derechos humanos fun damentales, lo que éstos deben significar en las situacio nes problemáticas que van apareciendo, la forma en que los grandes principios deben aplicarse, es algo a priori des conocido e imposible de inferir de teorías abstractas. Los contenidos de la justicia, el detalle de su sentido, nos son desconocidos, y sólo podemos llegar a conocerlos por la confrontación de opiniones y el diálogo. No en vano una de las propuestas éticas interesantes de nuestro tiempo es la llamada «ética comunicativa», la propuesta de dirimir las discrepancias y diferencias en torno a la validez de las normas por medio de la palabra o del diálogo. Sin em bargo, digan lo que digan las teorías éticas, las sociedades actuales no parecen muy dispuestas a la reconstrucción de la vida pública, más aislada y desacreditada que nunca. El mercado y las inclinaciones neoliberales discurren ig norando lo público. Al mercado no le interesa, y el li beralismo lo considera un limite a la libertad que predica. El recuerdo simplificado de Adam Smith y su mano invisible se vuelve persistente ante las cuestiones de in justicia social. No existen lazos cívicos y es urgente crear
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los. No por medio de «religiones civiles», como quería Rous seau, sino insistiendo en el papel que debe jugar la for mación —una formación continua— en la transforma ción moral de la persona. La política no es necesariamente corrupción y sectarismo. La política puede ser buena. El individuo, por su parte, se equivoca al creer que es posible ser feliz en un mundo de injusticias. Debe convencerse de que no es asi. Por difícil o imposible que sea demostrar que no es peor sufrir una injusticia que cometerla, ese es el axioma del que deriva cualquier propuesta moral. 11.
U n a é t ic a p ú b l ic a , e t n o c é n t r ic a . OPTIMISTA Y FEMINISTA
A la luz de los comentarios más reticentes o críticos que ha tenido este libro, podría definir mi propuesta como la de una ética pública, consciente de su contexto histórico y geográfico, una ética carente de los tonos patéticos del negativismo moral y que, finalmente, no rehuye, antes pretende consagrar ciertas «cualidades» de la condición femenina. Puesto que en filosofía casi todo es opinable, creo que, en la defensa de un punto de vista, son más importantes las razones a su favor, que el contenido del mismo. Voy a tratar, pues, de abundar con nuevas ra zones en esas ideas que han resultado ser las más discu tibles. Insisto en lo dicho al principio de este epílogo, la ética o la moral siguen viéndose más como un asunto privado que público, puesto que, a fin de cuentas, es el individuo el responsable moral de sus actos. Lo público es, en todo caso, la política. Algo que está lejos de la moral y que probablemente está condenado a mantenerse en esa le janía. Y es cierto: el sujeto de la moral es el individuo cuyas decisiones y responsabilidades son intransferibles. Pero, aunque asi sea, los contenidos de la moral difícil mente pueden limitarse a un alcance y enfoque estricta mente privados. Las normas o las virtudes morales han pretendido dibujar siempre un modelo de persona: fiel.
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generosa, altruista, honrada, justa, solidaria, casta, cari tativa, humilde. Las religiones primero y las filosofías des pués han ido proponiendo maneras de ser como compen dio de la moralidad. De esas maneras, unas afectan más a la propia persona que las adopta —la humildad o la castidad, por ejemplo—; otras tienen más que ver con la relación de cada uno con los demás. Al optar por unas virtudes públicas, quise insistir en ese segundo aspecto que es el más necesitado de teoría. En una sociedad demo crática, el individuo debe sentirse también ciudadano, y es ese papel el que no sólo exige más aclaración, sino que es el único que la permite. Si en algo podemos ser pre ceptivos es en aquellas actitudes y maneras de ser de las que depende el buen funcionamiento de una sociedad de mocrática. La solidaridad, la tolerancia y la responsabi lidad colectiva son, sin duda, factores de ese buen fun cionamiento. Son virtudes del individuo, por supuesto, porque sólo el individuo puede adquirirlas o desarrollar las, pero virtudes que miran y se refieren al otro. Lo cual no significa que la moral se agote en esas virtudes públi cas. Pero si que sólo ellas son universalizables en una so ciedad laica, esto es, pluralista, que admite ideas distintas y divergentes sobre las formas de vida individuales. No es lícito identificar al individuo con la comunidad, no es lícito moralizarlo desde la comunidad, pero tampoco es posible construir una moral para el individuo que no lo vea como formado e implicado socialmente. Se trata, en definitiva, de oponer al individualismo pasivo de la ideo logía liberal un individualismo más activo. Segunda cuestión: la ética —dije en el prólogo a V i r t u d e s p ú b l i c a s — tiene que ser etnocéntrica. ¡Despro pósito notable en los tiempos que corren, de exageradas e insultantes afirmaciones étnicas! Pese a las apariencias, nada estuvo más alejado de mi intención que hacer la apología de algo asi como los valores de occidente. Ni siquiera pretendí apuntarme a un definitivo e indiscutible relativismo ético. Mi propósito era más bien teórico: evi tar la reincidente pretensión de toda gran teoría ética de
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ser universal, ahistórica y atemporal. Una ética de las vir tudes del ciudadano comparte necesariamente el supuesto aristotélico de que hay que ser ya ciudadano —de dere cho, por lo menos— para poder ser virtuoso. Ni el esclavo ni el artesano tienen facilidades para serlo. El ciudadano de nuestro tiempo es el que existe en los estados de de recho, en las democracias avanzadas, donde la preocu pación fundamental ya no es erradicar de raíz la injusticia existente, sino combatir diferentes injusticias como parte de un ideal de justicia previamente asumido. No se trata, pues, de proponer una ética para las sociedades privile giadas y sólo para ellas. Las virtudes de la solidaridad y la responsabilidad son virtudes a ejercer no sólo en el in terior de esas sociedades sino, quizá mayormente, fuera de ellas. Los derechos humanos son universales, pero las obligaciones y los deberes que esos derechos implican de ben repartirse asimétricamente puesto que unos —los más ricos y poderosos— tienen más obligaciones que otros. Eso es lo que quise decir al defender una ética egocén trica: que las propuestas éticas deben estar contextualizadas y ser asumidas por sociedades con características definidas, en este caso, sociedades democráticas desarro lladas. El mundo subdesarrollado tendrá seguramente otras prioridades también éticas que impulsarán progra mas éticos de otro orden. Por lo que respecta al talante optimista de este libro, no digo que no sea así. Tiendo a ser, en general, más positiva que negativa, voluntarista o posibilista, si se quiere. Y así, Carlos Thiebaut, por ejemplo, me reprocha una falta de acritud que. a su juicio, todo intento de re novación moral necesita. Me temo que no puedo respon der a esa objeción con mejores razones que las emotivas o temperamentales, ya que el optimismo o el pesimismo, la irritabilidad o la mesura es algo que una lleva dentro y difícilmente podrá adquirir o perder. Pero, dejando aparte las disposiciones subjetivas, lo cierto es que la cri tica radical tiene un tope más allá del cual sólo es estéril. Hace ya más de un siglo que la filosofía se nutre de ne-
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gatividad y de noes, los cuales ya no resultan ni sugerentes ni creíbles. Tanto más cuando lo que hoy nos piden de todas partes —desde fuera de la filosofía y desde las ge neraciones más jóvenes— son ideas y no escepticismo, ideas que iluminen los problemas y conflictos que apa recen cada día. Si la única postura que podemos ofrecer ante ellos es la de la resistencia que se niega a contemplar soluciones porque todo está demasiado mal y todo de bería cambiar desde la misma raíz, me temo que sólo con seguiremos transmitir cansancio y aburrimiento. La ética se apoya en el querer, en la voluntad, pero ésta descansa en el poder: si no pensamos y decimos que lo que debemos hacer es posible, ¿cómo podremos llegar a desearlo? Sin ninguna duda, el capítulo que ha merecido más aplausos a la par que irritaciones es el que, apostando por un cierto feminismo, lleva el titulo de «El genio de las mujeres». Era una secuencia, a mi modo de ver, bas tante obvia dentro de una opción ética a favor de virtudes francamente «débiles»: el género históricamente definido como débil no sólo estaba en condiciones de entender me jor las virtudes públicas, sino que debia constituirse en su principal valedor. El hecho de que, hasta hace muy poco, esos valores —y otros que los rodean— hayan sido pa trimonio de la clase sometida, no debería hacerlos menos necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad en general. En lugar, pues, de negarlos y abominar de ellos, lo que hay que hacer es mostrar que son imprescindibles y, en consecuencia, universalizables. Superados —o ago tados— los discursos feministas de la igualdad y la dife rencia, convendría centrarse ahora en el discurso de la dignidad, no, por supuesto, la dignidad de las mujeres, sino la de la humanidad en general, en cuya concreción, sin embargo, deben tener un papel no banal esos valores o virtudes que la historia ha caracterizado como espe cialmente «femeninos». En la explícita afirmación de tales valores se mostraba —decía yo— «el genio de las mu jeres». La expresión, lo reconozco, no es afortunada, como ha
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sabido recriminarme por extenso Amelia Valcárcel en un articulo reciente. No lo es, a su juicio, por varias razones, y me temo que por este orden. Primero, porque quien lo usó primero fue el papa Woytila. Segundo, porque, por definición, el genio es individual, hablar de un genio co lectivo es, sencillamente, inexacto. Tercero, porque toda generalización es falsa, carece de base empírica suficiente para validarla. La primera y la tercera razones creo que están contempladas y argumentadas suficientemente en el capitulo en cuestión, por lo que no vuelvo a ellas. Con la segunda estoy totalmente de acuerdo: un genio colectivo es una contradicción. Pero ese extremo importa, en rea lidad, poco para la aceptación o el rechazo de mi teoría. No hablemos de genio, sino de colectivo, grupo, género, ya que —insisto— si nos quedamos en el singular, no hay teoría. ¿Seguiremos pensando que el género femenino ca rece de valores exclusivos? ¿Son o no son valores? Amelia Valcárcel contesta que, efectivamente, tales va lores exclusivos existen, pero ahi está el problema: son exclusivos, a saber, procedentes de la dominación, cua lidades positivas sólo para un subgrupo, el de las mujeres, y no cualidades positivas de lo humano, como ocurre con los valores propiamente dichos, que son los masculinos. Resulta, entonces, que para que sea posible generalizar los valores característicos del subgrupo, previamente la mujer debe negar ese subgrupo y salirse de él. Con lo cual, mi propuesta de mantenerlos desde dentro se vendría abajo. Dicho de otra forma, la igualdad sigue siendo la condición de posibilidad de la libertad: de la libertad para hacer valer valores hasta ahora desacreditados como fe meninos. Luego, consigamos antes la igualdad con la sub siguiente libertad y después hablaremos de lo que hace mos con ella. He de decir que nunca he defendido lo contrario: sin una igualdad mínima y básica, no hay libertad ni para conservar unos valores ni para transmitirlos. Pero ahí también caemos en peligrosas generalizaciones. ¿De qué dominaciones y de qué mujeres estamos hablando? Dije
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más arriba que la ética no puede pronunciarse intempo ralmente: tiene que explicar el contexto, el aquí y ahora en que está pensando. Por supuesto que la igualdad es condición sine qua non de la dignidad. Pero ¿no es esa igualdad ya una conquista en el haber de bastantes mu jeres de sociedades avanzadas y democráticas? Esas mu jeres, que piensan que el discurso de la igualdad, en su caso, es pura repetición de lo ya sabido, ¿no podrían y deberían preocuparse de tejer un discurso de la dignidad? Pero Amelia Valcárcel sigue en desacuerdo. Porque, dice, hablar de valores femeninos es consagrar la desigualdad, aun en el caso de mujeres supuestamente emancipadas, puesto que significa que reclaman la atención sólo como mujeres. ¿Sólo? ¿Por qué sólo? ¿No hemos aprendido ya que el individuo se despliega en múltiples identidades? Una cosa es decir que el individuo que pretende desarro llar su individualidad no debe identificarse total y úni camente con una de las cosas que es o hace, y otra muy distinta mantener que esa identificación no forma tam bién parte esencial de su individualidad. Una es mujer, y no sólo mujer: es, además, otras cosas. Pero, no por ello, deja de ser mujer. Mi oponente, en cambio, quiere con vencerme de lo contrario y añade: «El acceso a la indi vidualidad supone la negación del genérico» ¿Necesaria mente?, pregunto. En el capítulo «Identidades» de este mismo libro, trato esta cuestión poniendo de relieve que la identidad individual precisa, para empezar, de identi dades previas socialmente definidas y determinadas —gé nero, etnia, profesión, creencias—. Sin esas identidades, no es posible ni reconocerse una misma, ni distanciarse lo que haga falta de esas definiciones, para afirmarse como individuo. Voy a la última pregunta: ¿son o no son realmente va lores esos valores supuestamente femeninos? ¿Conviene preservarlos, quererlos, cuidarlos como valores que toda sociedad requiere y exige? Esa era, para mi, la pregunta fundamental. Pero Amelia Valcárcel no entra en tal dis cusión: le preocupa más la estrategia para afirmar y pre
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servar los supuestos valores, estrategia que juzga funda mentalmente equivocada. No digo que, como estrategia, no esté equivocada, ya que. en cuestión de estrategias, las individualidades cuentan y las generalizaciones se vuelven más vulnerables. Cuanto más concreta se hace la pro puesta, aparecen más diferencias y la teoría se debilita. Ese es el punto flaco, precisamente, de las teorías éticas o políticas. La pregunta, sin embargo, por la validez de esos valores menos «viriles» y por el cómo de su acep tación sigue en pie. ¿Necesita la sociedad esas virtudes? Y si las necesita, ¿por qué renegar de ellas sencillamente porque su genealogía es inaceptable o porque la estrategia propuesta parece desafortunada? Sea como sea, sean o no femeninas esas virtudes, lo que la realidad más reciente confirma es el déficit de las mis mas y la urgente necesidad que tiene la humanidad de adquirirlas. Las llamadas a la solidaridad y a la tolerancia no cesan de oírse en los espacios que se ocupan de los conflictos cotidianos internos y externos. Son llamadas o voces que claman en un desierto donde es evidente que ni la una ni la otra pueden darse por supuestas. El rechazo de los extranjeros, generalizado por lo menos en Europa —esa Europa que, paradójicamente, insiste en el empeño de su reconstrucción—, nos devuelve a tiempos que —ilu sos de nosotros— creimos que no volverían. Posible mente, una parle de nuestras actitudes se explique por la socorrida recesión económica. Pero eso no las justifica. La crisis económica no justifica que las relaciones de con vivencia se vuelvan más inhumanas. Repito lo que ya dije al escribir este libro: hay que redirigir la política, hay que inventar nuevas políticas públicas que no ignoren alegre mente que su fin último debiera ser la preservación de unos derechos humanos que todos los estados de derecho recogen en sus constituciones, y que corren constante mente el peligro de no dejar de ser puro formalismo. Las políticas deben cambiar y deben hacerlo asimismo las ac titudes personales. No todos los problemas de nuestro tiempo tienen soluciones políticas, y es muy ingenuo es
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perar que la política emprenda unos derroteros distintos a los que ha seguido hasta ahora, si éstos no vienen exi gidos de algún modo por los propios ciudadanos. Sin vir tudes públicas, la democracia es una ficción, un asunto abandonado a unos políticos profesionales que, entre otras aspiraciones sin duda más dignas, se mueven por la inesquivable pulsión de perpetuarse en el poder. V ic t o r ia C a m p s .
Enero, 1993.