ej., tratados, derecho de gentes, etc.; finalmente, hay que tomar en cuenta los condicionamientos que, según el lugar, el momento, y la cultura social, provienen de la realidad con todos sus ingredientes concretos; y ello para no caer en los extravíos de un método racionalista que prescinda de cuanto esa misma realidad aconseja o exige para lograr la eficacia del producto constitucional. 4. — El poder constituyente derivado tiene límites, por dos razones como mínimo: a) porque para su reforma, la constitución señala quién tiene competencia para introducir modificaciones y qué procedimiento debe seguirse; b) porque si hay tratados internacionales incorporados al ordenamiento interno con anterioridad a la reforma, dichos tratados a veces impiden que posteriormente el derecho interno incluya ciertos contenidos incompatibles (por ej., establecer la pena de muerte). 5. — El constitucionalismo moderno ha difundido el concepto de que el poder constituyente es superior al poder constituido (del estado), con lo que se aporta, un elemento a la teoría de la supremacía de la constitución. Ahora bien, hemos de aclarar que si una constitución erige al derecho internacional como superior a ella, o como investido de su misma jerarquía, el poder constituyente del que ha surgido esa constitución suprema no la priva a ésta de la calidad de fuente primaria y básica. Ello por cuanto ha sido ese poder constituyente el que, en esa constitución, ha optado por conferir prelación al derecho internacional, o por instalarlo al mismo nivel suyo. El poder constituyente en el derecho constitucional argentino 6. — Un somero recorrido histórico en tomo de nuestro proceso constituyente admite situarlo en una fecha cierta: el año 1810, en que la emancipación del Virreynato del Río de la Plata da inicio genético a la futura formación territorial y política de la República Argentina, que culmina con la constitución de 1853. En mirada también histórica, decimos que, como en 1853 quedó segregada la provincia de Buenos Aires, la predisposición geográfica y cultural que exigía la integración en un solo estado de todas las provincias preexistentes a la federación, da base para sostener que el ciclo de nuestro poder constituyente originario iniciado en 1853 quedó abierto hasta la incorporación de Buenos Aires en 1860, año en el que la llamada “reforma" constitucional no fue ejercicio de poder constituyente derivado sino de poder constituyente originario. Por ende, la prohibición del texto de 1853 que impedía su “reforma” hasta transcurridos diez años no ha de ser aplicada para tildar de inconstitucional a los agregados y enmiendas de 1860. 7. — Mucho más tarde, a raíz de la reforma de 1994, y aunque la "letra” del art. 30 no fue modificada ni alterada, surgieron dudas acerca de la rigidez de nuestra constitución. Fundamentalmente, la afirmación de que esa rigidez se ha atenuado no ha de llegar, a nuestro criterio, a aseverar que se ha trocado en flexibilidad. Para mitigar -no para suprimir — la rigidez, cabe tomar en cuenta algunas cosas: a) la reforma de 1994 incluyó varias cláusulas muy “abiertas” o incompletas que deben ser "cerradas” mediante leyes del congreso (lo que alcanza para decir -según algunas interpretaciones- que el congreso ahora "comparte” una dosis de poder constituyente con el que ejerció la convención de 1994); b) los instrumentos internacionales de derechos humanos que conforme al nuevo art. 75 inc. 22 tienen la misma jerarquía de la constitución y que dan amplitud al plexo axiológico de derechos no forman parte de la