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Poli Délano (Madrid, 1936) Aunque nació en Madrid, Poli Délano es chileno por los cuatro costados y también mexicano porque en este país pasó buena parte de su infancia y gran parte del exilio. Hijo y padre de escritores, Poli conoció desde niño a lo más granado del mundo de las letras chilenas y de la política. Por su casa de Ñuñoa desfilaron Pablo Neruda, Rubén Azócar o Pablo de Rokha. Hombre de izquierda, desde niño viajó y conoció diversos países. De adulto, nunca dejó de viajar. Debido a esto, su trabajo literario le ha llevado también a interesarse de manera natural por otras literaturas, lo cual lo llevó a su vez compilar y prologar un buen número de antologías. Entre ellas Cuentos mexicanos y Cuentos centroamericanos .
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Poli Délano (Madrid, 1936) Aunque nació en Madrid, Poli Délano es chileno por los cuatro costados y también mexicano porque en este país pasó buena parte de su infancia y gran parte del exilio. Hijo y padre de escritores, Poli conoció desde niño a lo más granado del mundo de las letras chilenas y de la política. Por su casa de Ñuñoa desfilaron Pablo Neruda, Rubén Azócar o Pablo de Rokha. Hombre de izquierda, desde niño viajó y conoció diversos países. De adulto, nunca dejó de viajar. Debido a esto, su trabajo literario le ha llevado también a interesarse de manera natural por otras literaturas, lo cual lo llevó a su vez compilar y prologar un buen número de antologías. Entre ellas Cuentos mexicanos y Cuentos centroamericanos .
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CUENTOS CENTROAMERICANOS
POLI DÉLANO COMPILADOR
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ÍNDICE
Prólogo, Poli Délano
GUATEMALA Arturo Arias
BOCADO DE VIENTO
14 COSTA RICA
Linda Berrón
EL ETERNO TRANSPARENTE
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Samuel Rovinsky
EL MIEDO A LOS TELEGRAMAS
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PANAMÁ Rosa María Britton
¿QUIÉN INVENTÓ EL MAMBO?
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PRÓLOGO
En primer lugar, lo de siempre, o al menos lo de otras veces: jurar que yo no hago antologías. Me limito a coleccionar cuentos que me gustan, de autores que me han impresionado aun más allá de esos mismos cuentos, por el conjunto de su obra, y de pronto los reúno y les busco editor. Es así como después de vivir en China un tiempo, mi padre y yo publicamos un volumen titulado Diez grandes cuentos chinos , en el cual figurar algunos narradores muy potentes y también muy olvidados de nuestro siglo, como son Lu Sin, Yu Ta-Fu y Lao Shen. De igual modo, por mi larga relación con México y sus escritores, realicé la compilación de Cuentos mexicanos . También he editado Grandes cuentos de Latinoamérica , Campeones del cuadrilátero (cuentos Adán visto por Eva (narraciones
de boxeo),
de mujeres mirando al hombre) y diversas
otras selecciones que nunca he querido llamar “antologías”, ya que no son el
resultado de un estudio acucioso, ni de una ardua labor de investigación, sino que simplemente obedecen al deseo de un gozador del género que sólo pretende hacer disfrutar al prójimo con aquello que lo hizo disfrutar a él.
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Si observamos el mapa de América y seguimos el istmo que se inicia donde termina México por el sur hasta donde Panamá entronca con Colombia, separada por el Canal, veremos que se trata de un territorio bastante pequeño para contener nada menos que seis países: primero está Guatemala, como prolongación natural del istmo de Tehuantepec y el estado de Chiapas; luego, bajando el rumbo al sureste, vienen El Salvador y Honduras, lado a lado, el primero hacia el Pacífico, el segundo hacia el Caribe, Nicaragua, entonces, Costa Rica, y al final Panamá. Demasiados países para tan poco espacio. “El problema fundamental de
este territorio que alguna vez, por breve tiempo, fue nación – dice el historiador Rodolfo Pastor- es y seguirá siendo hasta resolverse, el de su fragmentación, cuyas raíces profundas llegan hasta la antigüedad del istmo”.
Esta división entre los países centroamericanos, a lo largo de su singular geografía y su dramática historia, ha generado – como apunta Pastor- guerras y tiranías, ha sido fuente de explotación, inseguridad e inestabilidad,
ha
producido, por lo tanto, pobreza, vergüenzas y humillaciones. Todo lo cual, por añadidura, se ha visto vivamente reflejado en la literatura del lugar. O los lugares. Centroamérica, cuya historia literaria se inicia con el portentoso Popol Vuh,
libro sagrado de los quichés, ha producido en la época moderna artistas
sumamente poderosos de pluma. Baste recordar el ímpetu con que el Azul de Rubén Darío irrumpió en la anquilosada lengua española de hace cien años; recordemos a Miguel Ángel Asturias, que con su novela El señor presidente indagó un tema común a los países centroamericanos, el de las dictaduras, logrando transmitir su mensaje de protesta “en forma literariamente validad”,
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como dice el escritor nicaragüense Sergio Ramírez; a Carlos Luis Fallas, que en Mamita Yunai (referencia a la United Fruit Company) va desentrañando la vida de los trabajadores en las plantaciones bananeras (también destino común de la zona): a Salvador Salazar Arrué (“Salarrué”), que llevó el mundo
campesino a un ámbito poético en sus Cuentos de barro; a Arturo Mejía Nieto; y a tantos otros. Buscando el punto de partida para esta selección, decidí seguir el modelo de Cuentos mexicanos y concentrarme, pues, en los autores nacidos alrededor de 1930, lo cual me obligó a excluir a escritores que o bien son grandes cuentistas por su calidad y además por su vasta creación, o bien han escrito al menos algunos grandes cuentos, aunque su acento literario caiga en otros géneros. Por ejemplo, Augusto Monterroso y Mario Monteforte Toledo, de Guatemala; Manuel Aguilar Chávez, Hugo Lindo y Claribel Alegría, de El Salvador; Víctor Cáceres, de Honduras; José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, de Nicaragua; Fabián Dobles y Joaquín Gutiérrez, de Costa Rica; José María Sánchez, Rogelio Sinán y Ricardo Miró, de Panamá. Nuestra selección incluye a veintiún autores de los seis países de Centroamérica. A más de la mitad los conozco personalmente, y por lo menos de ocho, soy amigo personal. Hubiera querido incluir a un número mayor de cuentistas. De hecho, en el primer índice de este volumen, anterior a su publicación, figuraban más nombres de los que ahora entregamos. Pero debo liberarme de culpas: hasta última hora estuve esperando las autorizaciones escritas con que cada autor me tenía que dar el sí para incluir su cuento. Se venció el plazo y era preciso entregar el material a Editorial Andrés Bello. Me vi forzado a sacar algunos excelentes cuentos, en pos de la ley. Hubiese
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querido que llegaran a tiempo – o al menos que llegaran- las respuestas de Alfonso Chase y Fernando Contreras Castro (ambos excelentes cuentistas de Costa Rica), la de Álvaro Menen Desleal (de El Salvador), y las de Enrique Jaramillo Levi y Bertalicia Peralta (de Panamá). Mis deseos se frustraron y enfrenté el momento de apretar el botón sin posibilidad de retroceso. Ojalá que puedan cumplirse en una segunda vuelta. “Para otras vez será” se dice por
estas tierras australes.
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GUATEMALA
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ARTURO ARIAS
Nació en la ciudad de Guatemala, en 1950. Se desempeña como profesor de materias culturales en la Universidad Estatal de California, San Francisco. Ha escrito obras de crítica literaria, como Ideologías, literatura y sociedad durante la revolución guatemalteca 1944-1954 ,
premiada por Casa de las
Américas. Ha escrito las novelas Después de las bombas (1979), Itzam Na (1981), también premio Casa de las Américas, Jaguar en llamas (1990) y Los caminos de Paxil (1991).
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BOCADO DE VIENTO
a refrigeradora viajo cientos de kilómetros, y viajaría cientos más aun,
Lantes de concluir su odisea. Seguiría siempre los caminos torcidos de
Romualda, la mujer que hablaba con las piedras, y de Petronio, el viejo escupidor de fuego. La pareja vivía en una aldea que apenas si lo era. No pasaba de una docena de ranchitos de palitos raquíticos susceptibles de pudrirse más rápidamente que los escasísimos billetes de papel dinero que circulaban por aquellos viaductos de la selva petenera. A fuerza de machete y mucho sudor, de aquel que lo convierte a uno en mina de sal, lograron abrir un claro ni muy amplio ni muy claro en donde habían erigido sus simulacros de chozas antes de morirse de sed. Ni energía les quedó para hacer como los conejos. Pero no había otros claros no tan claros en los alrededores, y la mayoría de los atajos pasaba por la aldea de ellos, aldea de nombre mitad prepotente y
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mitad deseo. Se llamaba Aldea Nuevo Amanecer del Pueblo Guatemalteco, pero de tan largo que era se le decía tan sólo Nuevo Amanecer. Todos los que caminaban por las otras aldeas vecinas, que eran aún menos aldeas que Nuevo Amanecer, que ni siquiera pretendían ser caseríos o cantones porque la verdad, en el fondo la gente es modesta, y además ha vivido ya tanto que la maña misma no les permite creerse que ésta es de veras la mera, mera, pero en fin, los nombres eran grandilocuentes: Destino Prometedor, Aurora del Desarrollo de la Patria, Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria, Rincón de las Promesas, Presea de la Futura Utopía. Lo bueno era que todos, absolutamente todos, tenían que pasar por Nuevo Amanecer si venían del atajo que denominado “camino” conducía al entronque con un
polvoriento caminito de mulas apenas visible incluso cuando bien cuidado, que se enmontaba en tiempo de lluvias y se transformaba en pantano pegajoso, pero que en la época seca entroncaba con la carretera principal si uno estaba dispuesto a andar cinco horas a lomo de mula bajo el sol que latigueaba peor que cualquier capataz borracho. Fue entonces cuando a Petronio se le ocurrió lo de la refrigeradora. -Oye, Romualda, ¿y si pusiéramos aquí un puesto de refrescos? Romualda lo miró con la misma compasión con que se contempla a las personas que han pasado todo el día bajo el sol… sin el sombrero puesto.
-En serio mujer. Sería un negociazo. Tendríamos el monopolio. -¿Y de dónde vas a sacar los refrescos? -¿Cómo de dónde? Me los manda la distribuidora… -¿A lomo de mula? -A como sea… Es cuestión de expandir el negocio nomás. -¿Y cómo los mantenemos fríos? -Sencillo. Compramos una refrigeradora comercial.
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En ese momento Romualda sí se desesperó. Al fin y al cabo, el hombre no era el mejor rocero, su mano no pecaba de ser la más hábil para la milpa, tenía la garganta destruida, aunque al fin, la iban haciendo poco a poco, y ni tomaba en exceso ni la golpeaba demasiado. ¡Pero esto! -Si vieras que no son tan caras, y la pagamos a plazo, ¿qué crees? Pos ay mi tío de Escuintla ya me contaba…
El zumbido de los moscos era insoportable. No dejaban ni oír los gritos de los monos de la selva. Y de puro espantárselos se había dislocado la niña Chagua las muñecas. -…Y entonces hacés el pedido desde Flores, mandás el giro postal, y de asegún la suerte, como a los tres meses te viene llegando la mercancía. -¡A lomo de mula! -¿En helicóptero pues? Parecía una locura pero de locura en locura se van construyendo los munditos alucinantes que como castillos de arena surgen en medio de la selva casi con la misma rapidez con que se desmoronan. A puro lomo de mula, Petronio salió un día hasta el entronque con el camino principal. Día y medio le llevó la jornada y a punto estuvo de no lograrlo, no sólo por la inevitable insolación y los piquetes de insectos que de tan grandes más parecían mordidas de tigre, sino también por el susto que le pegó la barba amarilla que se le atravesó en el camino casi tumbándolo del indiferente animal, el golpazo que le dio la rama de un árbol al revirarle contra la cabeza y el desmayo que le vino por falta de suficiente comida y bebida. Pero al fin llegó a donde empezaba el camino de verdad. Allí tuvo que pagar una fortuna para que le cuidaran la mula antes de que, muchas horas después de esperarla, apareciera la camioneta destartalada que habría de conducirlo hasta Ciudad Flores. El amargo tufo de estricnina que generaba el
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sudor de tanta gente apretada casi le produce un nuevo desmayo pero se metió como pudo entre canastos, gallinas y brazos empapados, sin más daño que la casi mordida que le pega un cerdo en la oreja. Así emprendieron el camino durante horas, hasta que pegando una sacudida tremenda, la camioneta tosió y se descompuso. El chofer se bajó, abrió el capó, maldijo, le pegó una patada a la llanta, volvió a maldecir y subió. Les pidió a los hombres bajar y empujar la camioneta hasta medio kilometro más abajo donde había una sombrita, porque arreglar el motor hijo de su madre iba a llevarle algún tiempito. Los hombres bajaron entonces, Petronio entre ellos, y después de considerable esfuerzo, consiguieron que a camioneta empezara a rodar lentamente, mientras las mujeres cantaban con voces tan entusiastas como desafinadas para subirles los ánimos. El chofer dirigía la operación mientras tomaba grandes tragos de ron transparente, sin marca, para refrescarse. Finalmente llegaron a la sombrita. Allí transcurrieron varias horas mientras el chofer durmió una siestecita para reponerse de la fatiga antes de meterle mano al motor. Luego se introdujo dentro de él como Jonás dentro de la ballena, pasó allí un gran rato hasta que por fin re emergió, cubierto de negra grasa maloliente pero triunfante. Hubo de esperar también que se fuera a bañar al río para proseguir el viaje. Poco tiempo después, no sería ni media hora, los paró un retén del ejército. Los hombres tuvieron que bajar de nuevo, y los cacharon a todos hasta mariconamente en medio de las piernas para ver si no traían armas, además de tener que enseñar sus papeles y explicar de dónde venían, a dónde se dirigían y por qué. Los soldados eran todos iguales, como micos aulladores recién saliditos del río, con enormes trajes pintos de muchos tonos de verde que parecían quedarles grandes a todos. Las botas también eran desproporcionadamente grandes, como si las hubieran hecho para pies más
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largos que aquellas diminutas pezuñas de reclutas a la fuerza. El oficial, desde luego, tenía lentes oscuros y boina como bien les corresponde a todos los hijos de Satán. Por fin, después de que revisaron lenta y cuidadosamente todos los canastos y no encontraron armas ocultas en ninguno, permitieron que la camioneta prosiguiera el viaje. Esa tarde, Petronio llegó por fin a Ciudad Flores. Flores es una Venecia de madera en medio del lago Petén Itzá, toda ella sobre pilotes y flotando en medio del lago con casitas de todos los colores imaginables y olores menos fuertes que los eructos que se suceden cuando uno se come los mangos más dulzones un poco pasados. Por lo menos eso era lo que decía todo el mundo, aunque Petronio no sabía lo que era Venecia y por lo tanto no podía decir si Flores era como Venecia o al revés, sólo que era de madera de tantos colores, eso sí, parecía que en comparación los arcoíris fueran blancos y negros. Le constaba también que era más grande que Nuevo Amanecer y todos los demás campamentos de colonos juntos. Aunque más chiquita que Escuintla, la única gran metrópoli urbana que había conocido en su vida, no habiendo tenido nunca el placer de conocer la ciudad capital de la cual se decían muchas y muy bellas cosas, además de que todo el mundo sabía que era la ciudad más grande de toda Centroamérica, que era una región muy pero muy grande del planeta Tierra. La verdad, sí había pasado por la ciudad capital camino al Petén, pero llegó de noche y se fue muy de madrugada. Ni tiempo tuvo de ver, pero si no hay con qué, no está uno para darse los lujos de quedarse guanaqueando por allí. Así que se conformó con gozar Ciudad Flores por segunda vez en su vida. No sin dificultades resistió la tentación de gastarse la plata en las cantinas y con las putas gordas, aunque su ojo clínico no dejó de expresar
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admiración por alguna que otra que percibió desde el rabillo con blusas cortas y shorts apretados. Como llegó muy tarde, tuvo que esperar hasta el día siguiente para ir al correo, pero resultó que era feriado. Así que un día más tuvo que hacer galas de jesuita y aguantar la tentación hasta que por fin a la mañana siguiente, orgulloso de haber resistido, pudo dirigirse al correo y enviar su giro postal a una dirección apenas legible en un recorte de periódico amarillento que había protegido contra viento y marea en una bolsita de cuero que le colgaba del cuello. Como le costaba leer y el único empleado de correos lo hacía con suma dificultad, y además difícilmente se distinguían algunas de las letras, pusieron la dirección medio al tanteo. Pagó, pero no sin dejar de ver por última vez todos los ahorros de su vida de la misma manera que uno ve a la mujer que amó en el último instante de la separación definitiva. Enseguida se preparó para emprender el mismo camino de regreso. Una semana después de partir, y para asombro de las multitudes que lo despidieron cuando se marchó, Petronio se encontraba de vuelta en Nuevo Amanecer. Se inició entonces la espera. Todas las tardes, al volver de la milpa, se tiraba en la hamaca mientras Romualda preparaba las tortillas con chile y deseaba que se apareciera el agente del gobierno con un mensaje. Romualda no decía nada. Nomás lo miraba con sorna y callaba. Pero su silencio era peor que si se burlara de verdad. Petronio empezó a detestar aquellos instantes hasta el punto de retomar el guaro, no mucho, porque no quería volver a caer, pero lo suficiente como para aguantar aquella mirada que no decía nada pero no creía en su apuesta contra el destino. Y era mucho dinero. Toda una vida, como decía la canción. Las semanas se convirtieron en meses, los meses avanzaron y con su avance trajeron las lluvias. Con las lluvias el camino se volvió intransitable.
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La milpa creció y la aldea aguantó como pudo los chaparrones diarios que los dejaban sordos con su abrumador eco resonando entre la podredumbre del monte, la abundancia de mosquitos peludos que los dejaban como si tuvieran sarampión todo el tiempo, y la falta de comunicación con el mundo. Romualda seguía sin decir nada. Petronio bebía un poquito más, para que no se le inflamara la piel con tanta picadura de mosquito. Al cabo de los meses terminaron las lluvias. Se cosechó el maíz, se reabrió el camino de mulas y éste se empezó a secar, poquito a poco. Petronio ya ni se atrevía a dormir con Romualda del temor que le tenía a su parva mirada y, peor aún, a su sonrisita que, apenas dibujada, parecía decirle, “te lo dijo, baboso”. Pero no hay mal que por bien no venga ni mula
que se lo aguante. Un buen día de esos, poquito antes de empezar a limpiar los terrenitos y prepararlos para la siguiente cosecha, regresó de Ciudad Flores un vecino de Nuevo Amanecer, Timoteo Timoleón-originario de San Martín Jilotepeque-, con un mensaje para Petronio. El mensaje lo conminaba a presentarse en Ciudad Flores “para recoger su mercadería”.
Esa noche Petronio invitó a los amigos, vecinos y allegados a unos traguitos de octavo para celebrar la tentativa emprendida y el éxito de su empresa. Todavía engomado, reinició una vez más el largo camino hasta Ciudad Flores a la mañana siguiente. No fue exactamente el mismo tipo de aventuras, pero tardó casi lo mismo en llegar. Sudoroso, ufano, se presentó sombrero en mano “a recoger su mercancía”.
El empleado del correo, un hombre seboso de ajo, agrio, con el hábito de ponerse la mano bajo el sobaco antes de limpiarse la frente sudorosa, hizo gala de ignorarlo por largos minutos, antes de preguntarle de mala manera qué se le ofrecía. Ni bien hubo Petronio empezado a describir su misión cuando el
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gordo le interrumpió con una “Ah sí, ya sé. Espérese a que acabe de ordenar estos papeles”. Y lo hizo esperar más de media hora.
Por fin, de mala gana, evidentemente cansado de espantar moscas, el hombre le gruñó de mala gana un “sígame” y lo llevó a la parte de atrás del
flamante edificio de correos que no era sino un ranchote de madera mal pintado de amarillo donde los ratones correteaban entre paquetes de todos tamaños y colores. Allí, Petronio la distinguió inmediatamente, estaba su refrigeradora. Corrió hacia ella, la acarició suavecito con las yemas de los dedos como a una mujer virgen en la noche de bodas, la pulió con la punta de su camisa raída, contuvo las lágrimas en los ojos. Ya lo tenía pensado todo, menos lo de la mordida para el empleado de correos “por cuidarle la mercancía más de lo debido sin haberla devuelto”.
Apenas si le alcanzó después de eso. Sobre todo porque hubo luego que rentar un pick-upito, aunque fuera de los más baratos, un Toyotita todo destartalado, que le hiciera la caridad a un buen precio. Además, comprar suficiente gas para que durara durante toda la temporada de lluvias en que salir de Nuevo Amanecer era impensable, comprar suficientes cajas de refrescos para que durarán ídem, y luego emprender el camino con toda esa barbaridad de cosas hasta donde empezaba el atajo de mulas. Encima tuvo que mandar suficientes anticipos sobre sus plazos para que no le fueran a cancelar el crédito durante los meses de lluvia. Al fin, debía bien poquito porque prefirió arriesgar su dinero antes de arriesgarse a que no le mandaran la preciada mercancía. Que no tuvieran excusa, que no hubiera motivo o razón. Aunque lo perdiera todo y tuviera que dejar a la Romualda. Pero ya todo eso no era sino sustos pasados que lo despertaban sudando a medianoche como el paludismo. Ahora, ya sólo era cuestión de llegar.
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Claro, no previó igualmente que el retén de soldados también le pidiera mordida. Como ya no le alcanzaba porque se lo había gastado todo, no tuvo más que dejarles varias cajas de refrescos aunque estuvieran al tiempo. Los abusivotes todavía pidieron más porque no estaban fríos. “Cuques abusivos”, pensó Petronio. “Pero a todo coche le llega su sábado…”
Cuando llegaron por fin al desvió, las mulas que había arreglado para que lo estuvieran esperando, no estaban. Ni siquiera la suya estaba. Y como el arreglo con el pick-upito nomás era de descargar, ni bien terminaron desapareció de regreso tras una nube de polvo. Petronio se quedó varado, temeroso de moverse y de que le robaran la mercancía. O peor, la refri misma. No sabía muy bien qué hacer. Día y medio pasó allí pensando sobre la vida y sobre el mundo que dizque era redondo hasta que Ñor Margarito, el encargado de las mulas, se apareció con una goma que no creía ni en los fantasmas de sus abuelos. -¿Ydeay, Ñor Margarito? -Ay, Ñor Petronio, si usté supiera las penas que he pasado… Efectivamente, bastaba con olerle el aliento para saber las penas que había pasado. Sobre todo cuando empezó a explicar cómo una mula se le había embarrancado y no existían barrancos en cientos de kilómetros a la redonda y Ñor Margarito sabía que Petronio lo sabía. Pero era una manera de decir. Cargaron las mulas y hasta entonces Petronio se dio cuenta que había menos de las convenidas y, efectivamente, no alcanzaban para tanta mercancía. -Ay, Ñor Petronio, si viera usté. Es que se me murieron dos, por diosito. Ni modo, qué hacer en esa situación si no recargar a las pobres y cruzar los dedos de que llegaran. Así emprendieron el camino. Pero hubo que ir más despacio de lo normal. Las mulas empezaron a ponerse difíciles, hasta que una
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de ellas se negó a seguir. Hubo de descargarlas, descansar y volverlas a cargar. Pero como no había dónde pastar bien, siguieron incómodas y antes de llegar, otras dos se negaron a continuar. No hubo otra que, contra su voluntad, dejar a Ñor Margarito con los tambos de gas y seguir solo hasta entrar triunfante en Nuevo Amanecer. Los perros lo recibieron como celebridad, ladrando todo a más no poder. Los niños muy pronto lo tuvieron rodeado. Así entró el desfile, como procesión del Domingo de Pascua. Aunque Petronio iba agotado y a punto de desmayarse de deshidratación, se irguió lo más que pudo en la mula para que todos los vecinos lo distinguieran a la distancia y reconocieran el orgullo y la autoridad de quien introducía lo modernidad al pueblo. Ya antes de llegar a su casa era el pueblo todo el que se apelmazaba a su alrededor. Los niños se peleaban por palpar el mágico aparato que les permitiría por fin saborear refrescos fríos. Romualda lo esperaba frente a la puerta de su casa. Hasta allí llegó el desfile. Petronio se apeó de la mula, se dirigió a su mujer y le dijo: -Mañana de madrugada empezamos a vender. Los niños gritaron de alegría. Mientras todos ayudaban a descargar y Romualda como veterana tendera dirigía dónde debería ir una y cada cosa, Petronio se tiró en la hamaca y se durmió con una profundidad de cemento que no había tenido desde que se le ocurrió tan tremenda locura como la de meter un refri en Nuevo Amanecer. Claro, todavía al día siguiente hubo que ir por Ñor Margarito y los tambos de gas, además de darles fiado a todos los que ayudaron, incluso a Ñor Margarito que cobró extra por el atraso, pero al fin y al cabo la Tienda “Frescura Petenera” abrió sus puertas al público y la venta de refrescos fríos
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se convirtió en el centro social de Nuevo Amanecer y aldeas subyacentes. Pero, claro, todo lo bueno no puede durar siempre, y así fue en este caso. Las cosas se empezaron a complicar cuando los muchachos empezaron a aparecer, primero por Rincón de las Promesas, después por Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria, y finalmente llegaron hasta Nuevo Amanecer. Los muchachos eran guerrilleros que vivían en la selva. Además de simpáticos, tenían familias en las aldeas, aunque nadie sabía cuándo se habían enmontado ni qué tipo de relación mantenían con sus familias porque no convenía saber esas cosas. Los muchachos pagaban al contado todo lo que compraban y muy pronto aparecieron por la Tienda “Frescura Petenera” en busca de refrescos
fríos. Ni modo de no venderles si los muchachos pagaban tan bien, además de que se sabían comportar y tenían familia honesta en los alrededores. El problema era que el ejército les tenía tirria a los muchachos, y aunque estos se portaran de lo mejor y a uno les cayeran bien, ni modo de decírselo al ejército que era de lo más brusco y a puro palo lo trataban a uno. Entonces, a los pocos días de que los muchachos hubieran pasado por Nuevo Amanecer, apareció el ejército. Después de visitar otras casas, se aparecieron por la Tienda “Frescura Petenera”. El sargento tenía cara de pocos
amigos, toda picoteada y empurrada, y el cabo se rascaba la cabeza todo el tiempo como si anduviera con sarna. A pesar de que Petronio y Romualda fueron de lo más amables, nunca se les quitó lo mandón. Les preguntaron una y otra vez por qué les habían vendido refrescos a los muchachos y, a pesar de que, una y otra vez, Romualda y Petronio contestaron la misma cosa, siempre ponían cara de no creer. -¿Querés que te rompamos la refri?
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Petronio sintió que se le aguadaban las rodillas y le daba un dolor muy feo en la panza, como si lo hubieran atiborrado de sulfato. Apenas si se pudo mantener parado. Su mujer lo miró de reojo y por mucho que trató de hacerse la indiferente, apenas podía esconder la cara de afligida. -Porque eso vamos a hacer si nos volvemos a enterar de que andás sirviéndole a esos hijos de la gran puta. Se tranquilizó un poco al entender de que no sería sino hasta la próxima, y sólo le quedó la duda de si limpiarse el sudor de la frente o no. -¿Cuántos refrescos decís que te compraron? -Pos, como veinte digo yo. Si eran unos diez, ¿no Romualda? Y se tomarían dos por cabeza de asegún mis cálculos… -Pues entonces ganaste diez quetzales. -Sí, mi sargento. Eso mismo digo yo. -Entonces nos los vas a dar, pa’ que aprendás que ganancias de los subversivos son ganancias mal habidas. A Petronio no le quedó otra cosa que entregar el dinero, aunque eso sí, también le quedó mucho rencor contra los soldados, y empezó a entender por qué tanta gente los odiaba tanto. Pero ni modo, no había nada que hacer más que apechugar, porque el que se mueve no sale en la foto. Por fin se fueron, y Petronio y Romualda respiraron tranquilos. A los pocos días, hasta los diez quetzales se les habían olvidado. Pero las cosas no se quedaron así porque mucha gente se enojó con los soldados y a los días corrió la bola que el hijo mayor de Ñor Margarito se había fugado para unirse a los muchachos, y una semana después el menor de don Timoteo Timoleón también. Para colmo de males las lluvias se atrasaron ese año. Porque con las lluvias se cerraban los atajos y era más difícil que tanto los unos como los otros se fueran apareciendo por allí, pero el atraso de
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las lluvias mantuvo abierto los caminos más de la cuenta. Efectivamente, a los pocos días fueron apareciendo los muchachos tan campantes por la tienda “Frescura Petenera”.
-Ay, muchachos, de a deveritas, se los juro por diosito que cómo quisiera servirles, pero si lo hago, les llega el chisme a los cuques y vienen a romperme la refri. Discutieron largo y los muchachos se portaron muy correctos pero igual de firmes, y al final no hubo otra sino servirlos. -¿Y qué hacemos cuando venga el ejército? -No van a venir. Esos maricones nos tienen miedo. Efectivamente no llegaron, pero Petronio se sospechaba que era más porque al día siguiente las lluvias se habían desatado con un temporal de aquellos buenos. Hasta él, que había visto tantos en la Costa Sur y en el tiempito que llevaban ya en el Petén, creyó que éste sí era el bueno y que se les caía la casa. En efecto, a la niña Chagua se le cayó, y al hijo mayor de Tiburcio Malgesto y la sobrina del Magdaleno Chiripón les cayeron encima sendos arbolones que boto el temporal, y hubo hasta un muerto. Rosa del Llano, la nietecita de don Epaminondas Angulo, de apenas siete meses de edad, se ahogó en un charco gigantesco que más parecía una laguna cubierta de mosquitos. En medio del lodo y del agua y de los gritos desesperados de la madre y la abuela de la Rosa del Llano, hubo que ayudar día y noche a tanta gente, que volvió a sentirse tan cansado como sólo se había sentido cuando fue a traer la refri. Pasaron ésta y no dé dejó de llover. Parejo, parejo, se vino el agua. Los muchachos dieron por acampar al ladito mismo del pueblo y a darse sus vueltas re seguidito. Al poco tiempo ya todos tenían parientes entre los muchachos, y los que no, tenían novios. Ya nadie los veía raro sino todo lo
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contrario. Empezaban a hablar como si los conocieran de hacían mucho y a emplear hasta sus mismas palabras: “operativo”, “compartimentado”, “buzón”, “comanche”, “cohete”, y hasta otras que eran más difíciles y que
Petronio no entendía muy bien, pero no lo decía para que no le fueran a ver la cara sus vecinos. Cuando por fin pararon las lluvias, meses después, quedaba poco gas y pocos refrescos. Petronio ya se preparaba para una nueva expedición hasta Ciudad Flores, cuando empezaron a correr los rumores de que iba a entrar el ejército porque Nuevo Amanecer era un “pueblo subversivo”. Según se decía, Magdaleno Chiripón iba para Ciudad Flores y lo detuvieron en el retén del camino sólo por ser de Nuevo Amanecer. No se sabía de él todavía y su mujer estaba re afligida, pero no se atrevía a salir para averiguar. Se habló de formar una comisión y de que Petronio formara parte de ella. Romualda tenía miedo, pero ya casi no había refrescos ni gas, no había de otra. Un buen día, temprano al amanecer, salió la comisión, integrada por siete respetables jefes de familia. Ñor Margarito los condujo hasta el camino donde esperaron todos que pasara la camioneta. Desde que se subió, Petronio se dio cuenta que ya no era como antes. La gente iba tensa, re tensa, morada la frente y miraban a los recién subidos con desconfianza de venados ariscos. Algunos hasta cuchicheaban entre ellos y les echaban unas miradas que mataban. El chofer, malcabresto, les preguntó que de dónde eran. Cuando le dijeron, nomás se sonrió quedito y resopló “Vayan con Dios pues”.
Para entonces ya ellos no sabían si seguir o no. Empezaron a discutir lo que más convenía, pero en el puro discutir se les fue el tiempo y cuando sintieron, ya estaban en el retén. El chofer apenas los volvía a ver de reojo y dejaba escapar un hilito de baba por la comisura de la boca.
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Cuando subió el soldado y gritó “¡Pa’ abajo todos los hombres!”, ya era
la pura temblorera entre ellos. Apenas si podían caminar del puro miedo y los papeles se les caían de las manos. El sargento miraba cuidadosamente a cada uno que bajaba, duro y a los ojos. Apenas los fue viendo y los apartó. -A ver… los miedositos por acá. ¡Díganme! ¡De dónde vienen!” En cuanto dijeron de dónde, volvió a ver a un soldado, hizo un gesto con la mano de “llévenselos” pero sin decir nada, y P etronio oyó claramente
cómo le quitaban el seguro a los Galiles. Apenas se le atravesó por la garganta un “pero mi sargento…” y ya le iba cayendo el culatazo por la espalda.
Los arrastraron a un caserón de madera oscuro, lleno de niguas y allí los tuvieron durante horas. Todo ese tiempo, como una docena de soldados trompudos re jovencitos, pero con una cara de malos que no podían con ella les estuvieron apuntando, mientras se pasaban el octavito de guaro. Por fin se apareció el sargento y de entradita les lanzó un “así que somos todos subversivos, ¿verdá?”
- Noooo, mi sargento, cómo va a ser, si usté viera… Y le dijeron que iban todos en comisión a ver al alcalde de Ciudad Flores para explicarle los acontecimientos del invierno en Nuevo Amanecer. ¡En Flores no manda ningún alcalde! ¡Allí manda el jefe del destacamento! -Pues entonces a él si usté prefiere, mi sargento… Les indicaron que iban a consultar por radio, pero el sargento ordenó a los soldados que por si las moscas se mantuvieran atentos. Fue entonces cuando Petronio, quizás por nerviosismo, cometió el error de mencionar que iba a comprar más refrescos y gas para la refri. -¡Ajá! ¡Conque proveyendo a los subversivos! Pero eso quiere decir que andás con pisto entonces…
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-Bueno, ni tanto, mi sargento. -¿Cuánto tenés? -Bueno, viera usted que ni tanto. -¡Cuánto! Por más que Petronio trató de explicar que de los mil y tantos quetzales que llevaba, la mayoría era para pagar por nueva mercancía y el resto para el crédito que le quedaba adeudado todavía, y que lo que se dice ganancia pura no había tanto, que era más bien el prestigio de ser dueño de una refri, no hubo caso. -¡Vos te quedás! El resto a lo mejor puede seguir en la próxima camioneta. Se miraron la cara entre todos y Petronio entendió que tenía sus pasos contados. Pero de allí sucedió algo inesperado. Los otros dijeron que sin Petronio no seguían, pasara lo que pasara. El sargento los miró con cara de pocos amigos, pero en eso entró el cabo para notificar que había establecido la comunicación con Ciudad Flores. El sargento malhumorado, salió de prisa. -Gracias. -Igual, ya nos jodimos todos-respondió Tiburcio Amado. Al rato regresó el sargento, con la cara aún más desencajada que antes. Los hombres se prepararon para lo peor. -Dicen de allá arriba que todos ustedes no son sino una bola de subversivos…
Ahora sí, pensó Petronio. Mejor me hubiera quedado en Escuintla, tan bonita que era, con sus palmeras. Pero nomás que allá no tenía tierrita, sólo podía ganarse la vida escupiendo fuego, y de eso nomás le quedó la voz ronca y la imposibilidad de saborear la comida. En cambio, aquí si tenía tierrita, aunque fuera a fuerza de arrancársela a la selva a puro pulso.
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-… que no pueden seguir, ni quiere saber nada de ustedes. Regrésense. Ya les arreglaremos cuentas. Espérense nomás. Suspiraron de que si al menos no podían cumplir con su misión, por lo menos podían volver sanos y salvos, y eso ya era ganancia. Los soldados bajaron la guardia. Empezaban a caminar todos hacia el camino cuando el sargento los paró en seco: -Pero para poder irse tienen que dejar una fianza. Todos los ojos convergieron en Petronio. No había de otra. En efecto, cuando el sargento mencionó la suma requerida, coincidía con lo que Petronio llevaba, hasta el último centavo. Con las lágrimas en los ojos, Petronio se sacó el dinero de la bolsa. “No te aflijas”, alcanzó decirle Tiburcio, “entre todos lo recuperamos”.
Pero Petronio estaba mordido por más que lo del dinero. ¿Y los refrescos? ¿Qué iba a hacer si ya no lo dejaban pasar a Ciudad Flores? ¿Y si perdía la refri, después de tanto esfuerzo? Así y todo, se regresaron cabizbajos. Como no los esperaban tan pronto, hubo que mandar a un patojito a que le avisara a Ñor Margarito de traer las mulas y perdieron el resto del día. Las malas noticias vuelan. Ya para cuando entraron a Nuevo Amanecer todo el mundo sabía lo que pasó, si bien un tanto exagerado. Se hablaba de que los habían torturado, que varios traían la piel desgarrada o hecha jirones porque se las quisieron arrancar con tenazas, que les habían hecho un amago de fusilamiento, que les habían cortado las falanges de los dedos. Todos los miraban espantados. Por eso cuando llamaron a un mitin en el centro de la aldea, no sólo no quiso ir, sino que los maldijo entre dientes y se puso a llorar de la puritita rabia. Pero la Romualda sí fue, más por curiosidad que por otra cosa, ya que si no lo hacía se quedaba sin tema para cuchichear con las
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señoras durante la lavada de ropa y estaba cansada de sólo poder conversar con piedras. Pero regresó corriendo a jalarlo a él. -Veníte. No es un mitin como los otros. Estamos decidiendo si nos vamos pa’ México.
En efecto, los muchachos estaban explicándoles a todos que el ejército venía arrasando los caseríos y campamentos donde ellos habían pasado, y estaban seguros de que ahora le tocaba a Nuevo Amanecer. Sobre todo después del incidente del retén. Sin embargo nadie se quería ir. Hacían más y más preguntas, que los muchachos respondían pacientemente, una tras otra. -¿Qué hacemos con el maíz? – Y cosecharon y todavía no es tiempo de sembrar la milpa. -¿Y si el ejército nos agarra en el camino? – Nosotros los acompañamos hasta el Usumacinta abriendo nuevas brechas. -¿Y si nos quitan las tierras? – Si todavía no son de ustedes, no les han dado el título de propiedad. -¿Hay tierras del lado mexicano? – Iguales a las de aquí. Además, si se quedan los matan. Allá por lo menos se sobrevive. Así siguió la cosa, hasta Petronio preguntó, ¿y mi refri? Todos se rieron, hasta los muchachos. Se tiene que llevar sólo lo que se pueda. Ah no, dijo Petronio. Yo no me voy sin mi refri. Se armó entonces la gran discutidera. La cosa pasó a mayores cuando la mujer de Timoteo Timoleón dijo para sí, ay, pero qué hombre más pendejo. La Romualda lo oyó, se volteó y le dijo, a mi marido nadie lo trata de pendejo, y le pegó tremendo jalón de pelo que casi le arranca la trenza. Los maridos se metieron a separar a sus mujeres. La gente les hizo rueda. En el destrabe Petronio golpeó sin querer a la mujer de Timoteo. Aquella chilló. Su marido le pidió cuentas a Petronio con lujo de rechinido de dientes. Romualda mencionó algo acerca de los progenitores de Timoteo y pronto los hombres se pegaban entre sí. Los muchachos tuvieron que
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separarlos casi a culatazos y estuvieron a punto de soltar algunos tiros al aire para calmar los ánimos. -Además me deben más de mil quetzales que son todos los ahorros de mi vida-recordó Petronio entre gimoteos. Los muchachos terciaron entonces en el asunto. Petronio y Romualda se llevarían su refri, a lomo de mula. Todos se beneficiarían de tener refri con ellos. En esas estaban cuando corrió la voz de que el ejército había ocupado Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria y estaba matando civiles. Cundió el pánico entre todos. Corrieron a sus casas a agarrar lo que pudieran y a meterse en la selva. En medio del tumulto, los muchachos apenas si pudieron mantener algo de orden y prepararon a todos para abandonar el lugar en media hora, costara lo que costara. Petronio y Romualda se las arreglaron para juntar las mulas de Ñor Margarito y con ayuda de los vecinos montaron la refri en la misma plataforma en la que la introdujeron. Sólo que ahora hubo que cubrirla de ramas y monte para que su reluciente blancura de ballena blanca no los traicionara de ser sobrevolados por algún helicóptero. Montaron también el poco gas y refrescos que quedaban. Al darse la orden, estaban listos para partir. Protegidos por los muchachos atravesaron la selva tratando de seguir el sol que ni se veía casi entre los árboles altos. Por primera vez, se aventuraban hacia el oeste. Iban, además, por terreno totalmente virgen, donde no existían brechas y donde posiblemente ningún humano había pisado durante siglos. La dureza de aquellas plantas enormes y sus filosas espinas no dejaban de rasgar la piel. Caminaban por estrechos túneles abiertos en la selva a puro filo de machete, y ni siquiera podían recostarse contra los troncos inmensos de los gigantescos árboles para descansar, porque unas enormes hormigas
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bajaban entre la corteza dejando como pulpa su maltratada figura, cuando no les sacaban ronchas los hongos o los helechos que cubrían las cortezas. Era tanto el calor y tan hambrientos los insectos de todo tipo y especie, que parecía que todos hubieran engordado de la inflamación que tenían en sus miembros de tanta picadura. Como si todo fuera poco, cada nueva herida que se hacían, por pequeña que fuera, se cubría inmediatamente de un sinfín de insectos y ya estaban tan débiles y desconsolados que ni se molestaban en espantarlos. Como la mayoría llevaba los pies descalzos, se habían ocasionado múltiples heridas que estaban cubiertas de moscas verdes, de tal manera que parecía que tuvieran los pies verdes mientras caminaban. Pero eso sí, llevaban la refri, el gas y los refrescos. La dureza del viaje fue tal que se murieron hasta un par de mulas, pero la mayoría de la gente, Petronio y Romualda entre ellos, así como la preciada refri, pudieron llegar por fin hasta el río Usumacinta. No fue el caso de la niña Chagua, cuyo viejo corazón no resistió tan azarosa existencia, ni del primer hijo de Enrique Xuncax, cuya desnutrición lo consumió en menos de 72 horas. Epaminondas Angulo llegó debilitadísimo por la inflamación de sus bronquios, pero llegó. El río no estaba demasiado crecido, pero aun así era anchísimo, más ancho que cualquier otro río que hubieran visto en su vida. El agua era profunda, misteriosa. Aunque se veía que su volumen era enorme, parecía flotar eternamente inmóvil. Esa noche acamparon junto al río. Antes de dormirse, Petronio todavía vendió algunos de sus últimos refrescos. En la noche oscura, las mulas se encabritaron de pronto. Todos se despertaron temerosos. Los muchachos empezaron a dar gritos en la oscuridad y tirar al aire. Pero nadie respondió al fuego. Sin embargo, las mulas seguían encabritadas. Después de que volvió la calma. Los muchachos prendieron las
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linternas y se aventuraron hasta las mulas, arma en mano, para averiguar qué era lo que andaba por allí, se esperaban cualquier animal de monte, incluso un tigrillo. Lo que no se esperaban ver era que, frente a la refrigeradora, como esperando que le sirvieran un refresco bien frío, estaba un enorme lagarto de más de dos metros. Petronio y Romualda entendieron aquello como un signo del destino. Juraron que nunca, mientras Dios les diera vida, se separarían de la refri. Al día siguiente, tempranito, los hombres empezaron a hacer una balsa mientras las mujeres preparaban las últimas sobras que les quedaban para mal comer. Todo el día se fue en ambas labores, y cuando ya estuvo listo hacia el final de la tarde, decidieron improvisar una celebración antes de cruzar en la madrugada. A pesar de que hubo que tomar precauciones por temor al ejército, tales como poner posta, cubrir todos los objetos-y sobre todo la refri-con ramas y monte, cuidar de no hacer fuegos al descampado que pudieran ser vistos por los helicópteros, se pudo celebrar el simple hecho de haber vivido hasta allí, de haber podido llegar hasta la raya de ese otro país que se llamaba México, vivitos y coleando. Aunque la verdad, era una manera más de calmar los nervios que de verdad, celebrar, porque de celebrar, no había nada que celebrar, fuera del hecho de estar vivos. Aunque eso ya era bastante ganancia, y muchos estaban de veras contentos por eso. De tal manera que los chistes circularon hasta con mayor abundancia que el poco guaro que quedaba. Romualda se sentía particularmente impaciente y nerviosa. De fumar habría prendido un cigarrillo tras otro, y hasta le dieron ganas de empezar en ese momento. Sufría de pensar que algo le fuera a pasar a la refrigeradora: que se la llevara la corriente, que se diera vuelta, que se la fueran a quitar del otro lado esos que se llamaban mexicanos, que decían que tenían dos cabezas y
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cuatro manos. Trataba de alejar lo más posible el momento de atravesar, aunque a la vez quería que pasara de una vez y ya. Sentía una cólera enorme hacia los soldados que la obligaron a vivir todo eso, y le dieron ganas de gritar, pero pudo vencer la tentación. Le dio miedo incluso de dejar que los nervios la dominaran. Toda su cólera de años de miseria y de odios contenidos podría salírsele de pronto y quedarse loca como la niña Juana, la mujer de Celedonio. A ella hubo que dejarla, porque sus gritos podían delatarlos. Aunque la refri no había sido su idea, ella ya no quería, ya no podía separarse de ella. A Petronio le daba risa que a alguien pudiera ocurrírsele que él fuera revolucionario, a su edad y con la garganta tan quemada. Sin tener hijos siquiera. Sin embargo, su respiración no era reposada. Sentía escalofríos que le recorrían la columna de abajo para arriba conforme se acercaba el momento de cruzar. La noche lo cubrió todo de tal manera que por donde fuera que uno reposara los ojos, no veía más que masa oscura, como la masa de pan antes de hornear, solo que negra. Aunque se oía todo. Los animales, la respiración de cada uno, los insectos chillosos. Y, desde luego, el incesante fluir del agua del río. Por fin, cuando parecía que ya nada más iba a pasar que seguir allí para siempre envueltos en ese manto oscuro, que no se sabía si era realidad o un sueño pegajoso de sudor, donde la mano inconsciente y brusca seguía mecánicamente espantando insectos, alguien susurró que era el momento. Romualda sonrió. En ese brevísimo instante sintió que el sueño o la realidad eran casi la misma cosa, y no sabía cuál de los dos escoger o si tenía que escoger. Por lo menos en el sueño había más posibilidades de escapar que en la realidad. Se paró de pronto para no tener que pensar. Pensar era siempre peligroso. Se le ocurría a uno cada locura que daba miedo de verdad. Más
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miedo que la realidad. Pero hubiera querido flotar indefinidamente en el espacio, libre de a de veras. Petronio se despertó con un estómago tan apretado que sentía ahogo. Temía que le volviera la angustia opresora que le producía la sola idea de no estar junto a la refri. -¡Vamos pues! Entre varios muchachos subieron la refri a la balsa. Petronio de una vez se quedo allí encaramado por si las moscas. Los muchachos les desearon suerte, se abrazaron, y varios hombres, el Celedonio, el Enrique Xuncax, el Epaminondas Angulo entre otros, se lanzaron al río a puro nado. Las mujeres se subieron a la balsa, todas alrededor de la refri. Conforme algunos la guiaban desde el agua, nadando, Petronio, Romualda, el hijo mayor del Chente y la niña Micaela buscaban empujarse del fondo del río con unos palos muy largos. Pero costaba, porque el río era medio hondo y el volumen del agua era grande y más fuertecito de lo que uno quisiera. Aunque no parecía tan fuerte a ojo de buen cubero, la verdad es que sí lo era. Se alejaron de la orilla. Todo era tensión y esfuerzo. Los que iban nadando dizque guiando a la balsa, en realidad iban agarrándose a ella como si fuera un salvavidas grandote. Los palos ya casi no tocaban fondo. Lento pero seguro, la balsa empezó a dar vueltas en redondo. La monotonía. Por lo menos el sol no les estaba cocinando los sesos. Conforme sentían que perdían control de la balsa, crecía el alboroto. Todos hacían esfuerzos descomunales. Los que nadaban, chapaleaban con un brazo y con las piernas a la loca y en direcciones opuestas. Los que sostenían los palos los metían hasta donde podían en el agua sin fijarse ya si lo hacían al unísono o en la misma dirección que los demás. La balsa seguía dando vueltas en redondo, cada vez más rápido, como un trompo plano.
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Los gritos y las mentadas de madre aumentaron. La genta seguía haciendo esfuerzos y retorciéndose. Petronio y Romualda, para mientras, sostenían cada uno de los lados de la refri y se preocupaban de que no se desequilibrara el nivel y se les fuera a deslizar. Según cómo les chorreara el sudor por encima del labio superior, así podían saber sí había que hacer más fuerza para un lado o para el otro, y gritarle a las otras mujeres. -¡Pa’ acá! -¡Ahora va pa’ allá! -¡Fuerza de este lado, fuerza! Las mujeres apretaban sus traseros contra la refri según los gritos del Petronio y la Romualda. La balsa se había alejado bastante del lado guatemalteco, pero no parecía acercarse nunca al mexicano. Todavía como puro regalo de despedida, pensó el Petronio, pudo distinguir del lado de su patria que en el agua azul remansada de la orilla que cada vez iba quedando más lejana, aparecía flotando un pie sin cuerpo. O así le pareció al menos. La balsa seguí girando y girando como si fuera una espiral. De vez en cuando el agua pegaba jaloncitos que casi los hacía perder el equilibrio y todos se apretujaban instintivamente contra la refri. Después se volvía a calmar la cosa. Petronio llegó a pensar que nunca iban a salir. Seguirían dando vueltas y vueltas hasta entrar en el mar y a lo mejor y se seguían derechito hasta el otro lado, donde quedaban los Méxicos Unidos del Norte. A Petronio le costaba imaginar esa inmensidad porque a pesar de ser de Escuintla, no conocía el mar todavía. Sabía que los ríos desembocaban allí y que siendo grandote como era, había esas otras tierras del otro lado. Durante un buen tiempo, Petronio luchó por darle sentido a las vueltas. Pero la fatiga y el instinto lo rindieron y optó, finalmente, por decirles a los
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demás que ya no hicieran más esfuerzos por remar, que nomás dejaran que el río se los llevara un rato y aceptaran las vueltas con el mejor sentido del humor posible, provisto que no se marearan. Así se dejaron llevar un largo rato, nomás flotando en el silencio de la noche, sin escuchar casi nada más que el ruido de su propio miedo. Petronio divisó que su mujer movía los labios, pero no le oía las palabras. Entonces maldijo la inmensidad de esa selva de la cual no podía ver más que su oscuro perfil, maldijo la inmensidad de ese río que sin ningún esfuerzo, como quien no quería la cosa, se los llevaba perezosamente como si fueran la pluma de canario más ligera, maldijo el hecho de no poder oír las palabras de su mujer, reducidos a gestos sin sentido como los monos, a no poder tener tranquilos un negocito de venta de refrescos. Porque era el peso de la refrigeradora lo que estaba desquiciando la balsa. Petronio tal vez fue el primero en darse cuenta, pero ya cuando la balsa empezó a dar vueltas, todos lo sabían. Cerrando los ojos profundamente, quiso derretir con la fuerza misma de sus párpados todos los escurrimientos de amargura que en ese momento se le agolpaban en las sienes, todas las angustias secretas que siempre le apretaron la garganta quemada. Todo, sí, todo, por tener una refrigeradora. ¿Era de verdad tanto pedir? Era, alcanzó a decirle la Romualda en ese instante. Porque estaba escrito que gente como ellos sólo estaban destinados a oler el sudor exhalado por las penas, a marearse con el dolor de las derrotas cotidianas. cotidianas. Siempre vuelta y vuelta, recorriendo perdidos el río de las esperanzas perdidas, el río que ahora los despojaba por última vez, el último de una serie de despojos que no tenía ni principio ni fin. Lo que había cambiado era que ahora ya sabían que no tenían ni control del tiempo ni de sus movimientos. Cuando los gritos empezaron a intensificarse con infinito desconcierto y
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alguna voz se atrevió a sugerir que botaran la refrigeradora por la borda, Petronio contrajo los hombros con aparente indiferencia y respondió: -Mejor se la guardan, que de algo les va a servir, y nos tiramos la Romualda y yo, que al fin, el peso es el mismo, mismo, y ni tenemos hijos. En ese momento la Romualda y el Petronio se miraron fijamente. El intentó cogerle la mano mientras forzaba una sonrisa. Pero el movimiento brusco de la balsa les impidió hasta eso. El intento no fue ya más que una especie de ademán que quiso dibujar una figura en el aire, quizás la imagen de un lagarto. Quedando ambos de espalda como resultado del imprevisto giro, abrieron la boca como si quisieran morder la noche irremontable, bocado de viento que definía el imposible deseo de ser lo que no podían ser mientras todo siguiera como era. Enseguida, cada cual se resbaló sumisamente por su lado. La balsa continuaba haciendo lentas espirales en su larga noche sin fin, burlona y ebria, mientras trazaba sus amplios círculos, sus bamboleantes estremecimientos estremecimientos perpetuos.
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COSTA RICA
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LINDA BERRON
Aunque nació en España, hace ya bastantes años que decidió establecerse en San José y se la ha considerado como escritora costarricense. Autora de La última seducción (1989)
y Todo va de cuentos (1990). Con su colección de
relatos La cigarra autista, obtuvo en Madrid el premio internacional “Narrativa de Mujeres de Habla Hispana” de 1991.
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EL ETERNO TRANSPARENTE
uando quiso introducir la llave en la cerradura, comprobó sorprendida que
Cno entraba. Trató nuevamente, pero no pudo. Probó con las demás llaves y tampoco. Observó con detenimiento la cerradura, ¿la habrían cambiado?, parecía la misma de siempre, como la puerta, como la casa. También la llave plateada y redonda era la misma. ¿Habrían tachado la cerradura? Tocó el timbre con larga insistencia, dos, tres veces. La muchacha abrió, impaciente y mal encarada. Sin decir nada, dio media vuelta y se fue a la cocina. Todo parecía estar en su lugar. Guardó la llave en la cartera. En el jardín, los niños jugaban con el perro. Y la tarde estaba soleada. Alejó la incertidumbre de si y se acercó a darles un beso. No le hicieron mucho caso. Se sentó en la mecedora para disfrutar un rato de la frescura del corredor. Los helechos colgaban sin una gota de brisa.
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Empezó a oscurecer lentamente. Al cabo llegó su marido. Protestaba por el calor, las presas del tráfico y la reunión que tenía a las ocho de la noche. -¿Cómo entraste a la casa?-preguntó seria. El la miró extrañado. -¿Cómo voy a entrar?, como siempre. ¿Qué es esa pregunta tan rara? -¿Abriste vos mismo la puerta?-insistió con la misma gravedad. -Claro que no. La muchacha me abrió. Oíme, ¿qué te sucede? -Yo no pude abrir la puerta. La llave no entraba en la cerradura. -Seguro era otra llave. -No, era la misma de siempre. -¿Comemos ya? Tengo una reunión a las ocho-le dijo desde el comedor. Deyanira, sin pensar más en el incidente, pero sin olvidarlo tampoco, continuó con la rutina vespertina. Al día siguiente por la mañana, se levantó la primera como de costumbre. Supervisó que los niños estuvieran listos a la siete, hora en que pasaba el microbús a recogerlos. Cuando empezó a arreglarse, se fue a poner los zapatos azules de tacón bajo y comprobó que le quedaban enormes. Se los calzó una y otra vez pero siempre se le salían al caminar. Se probó los negros, los marrones, los tenis. Todos le quedaban grandes. Su marido se afeitaba concentrado en la imagen del espejo. -¡Qué raro, todos los zapatos me quedan grandes de pronto!-le dijo con tono inseguro. -¿Te estás haciendo pequeña?-preguntó divertido. Deyanira regresó al dormitorio. Miraba perpleja los pares de zapatos que se había probado repetidas veces.
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-Es increíble-decía en voz baja mientras rellenaba las puntas de los zapatos azules con algodón. Desayunaron en silencio. Deyanira no se atrevía a hablar de algo que parecía tan absurdo y sin embargo tan inquietante. Se despidieron con un beso y cada uno marchó a su trabajo. Deyanira caminaba costosamente: trataba de aferrarse con los dedos contraídos a la suela bamboleante de los zapatos. Al bajar del bus, el zapato derecho salió despedido y fue a parar al caño. El agua sucia empapó el algodón. Ahora cojeaba al arrastrar el zapato para que no se saliera. Respiró aliviada cuando llegó al edificio de la empresa donde trabajaba. Al acercarse a su oficina, comprobó que estaba abierta. Se extraño porque sólo ella tenía llave. Abrió la puerta y se encontró en su escritorio a una mujer desconocida que tecleaba la máquina de escribir. -Disculpe-dijo. -¿En qué le puedo servir?-respondió la mujer con excelentes modales. Titubeó. Nunca se le había dado bien la defensa del territorio. -Disculpe-repitió-, ¿quién es usted? La mujer siguió sonriendo. -Marta, para servirle. -¿Y qué está haciendo aquí? -Soy la secretaría personal de don Julián-respondió más seria. -No es posible, la secretaria de don Julián soy yo, esta es mi oficina, hace casi seis años…
-¿De qué está usted hablando? ¿Es una broma?-pregunto airada poniéndose de pie.
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Aquella mujer parecía hablar en serio. No le quedaba más remedio que explicar lo evidente. -Mire, yo he sido la secretaria de don Julián desde hace seis años. No sé lo que usted pretende, no sé si es una broma de mal gusto, vea, este es mi escritorio, el florero, la fotografía de mis hijos… Y Deyanira enmudeció al ver la fotografía de un atractivo muchacho en el lugar donde habían estado sus dos hijos montados en un subibaja. -Es Andrés, mi novio-añadió contundente le mujer. -¡Pero no puede ser! ¡Vamos a preguntarle a Elvira, la señora de la soda, o a Sonia, la recepcionista, o a don Julián, a quien usted quiera! -Mire, me parece que usted está loca. Yo trabajo aquí desde hace tres años y nunca la he visto en esta oficina. No sé como se sabe los nombres de Elvira y Sonia, pero todo esto me parece sospechoso. Por dicha ya llego don Julián, lo voy a llamar. Deyanira miró a la puerta de la oficina de don Julián. Él lo explicaría todo. ¿O no? ¿Y si no lo hacía? Se sentó en una silla, los ojos fijos en aquella puerta. Era una niña esperando un examen, o al dentista. Un hombre muy alto, don Julián Vallejo, se detuvo frente a ella, la mirada insolente y curiosa. -Don Julián-murmuró Deyanira. -Buenos días, señora-le dijo con distancia. -Don Julián-continuó-, esta joven dice que es su secretaria… -Efectivamente, Marta es mi secretaria. -Pero don Julián, yo soy Deyanira, he sido su secretaria desde hace seis años. Empecé a trabajar con usted en el edificio viejo, antes de pasarnos…
Las facciones de don Julián se suavizaron un momento al contemplar la angustia de aquel rostro.
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-Mire, señora, usted está equivocada. Seguro me confunde con otra persona. Yo no la conozco a usted ni ha trabajado nunca en esta empresa que yo recuerde. ¿Por qué no se va a su casa y descansa? ¿Por qué no va al médico? Bajó la mirada. Tenía unas ganas infinitas de llorar. -Hágame caso, señora, váyase y tranquilícese. Don Julián le dio la espalda y se perdió en la luminosa oficina. La secretaria la miraba sin triunfalismos. Deyanira se levantó y arrastrando el zapato derecho lo más airosamente que pudo, salió a la calle. Colgando de la barra del autobús, permaneció con la mirada fija en una mancha amarillenta del vidrio. No pensaba nada, excepto que era imposible pensar nada. Se bajó del autobús cuidando de no dejar perdido ningún zapato. Ya había caminado unos cincuenta metros cuando percibió que se había pasado de parada, que su casa quedaba muy lejos, que tendría que caminar cuesta arriba más de un kilómetro. Estaba muy cansada. Con paso cada vez más lento y fatigado llegó a la vía del tren. Allí se detuvo largo rato mirando los rieles. La añoranza cuajó dolorosamente en su cerebro, un algodón duro en el mediodía canicular. El microbús escolar llegó a la casa al mismo tiempo que ella. Vio a su hijo mayor correr hacia el jardín pero no vio al pequeño. -¿Qué se hizo Pablo?-le preguntó. El niño se volvió a mirarla. -¿Cuál Pablo?-contestó. -Tu hermano, ¿quién va a ser? -Yo no tengo hermanos.
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La puerta de la casa se abrió en ese instante y el chiquillo se perdió en ella como una exhalación. Deyanira quedó inmóvil frente a la muchacha que la miraba con desconfianza. -¿Qué se le ofrece? Junto a ella apareció otra mujer. -¿Quién es Dorita? -No sé-refunfuño, y se fue. -¿Qué desea?-preguntó sonriente la mujer. Deyanira miró sus dientes separados, su cabellera alborotada, sus ojos claros. Preguntó por preguntar, por pura inercia. -¿Quién es usted? -Vera de Martínez. -¿La esposa de Luis Alberto Martínez? -Así es. Deyanira dio la vuelta despacio y atravesó el pequeño jardín mirando al suelo. Un automóvil se detuvo en ese momento frente al portón y Luis Alberto Martínez descendió apresurado. Desde la acera vio a una mujer que salía de su casa, la mirada ensimismada en sus zapatos azules. Observó con atención que, a medida que avanzaba, se iba haciendo cada vez más pálida y transparente, hasta que desapareció.
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SAMUEL R OVINSKY
Nació en San José, en 1932. Aunque es ingeniero civil de profesión, ha indagado en diversos géneros literarios con su ágil y agradable pluma, destacándose especialmente como dramaturgo a partir de Las fisgonas de Paso Ancho.
Entre sus libros de cuentos figuran La hora de los vencidos
(1963), La Pagoda (1968) y Cuentos judíos de mi tierra , cuya segunda edición apareció en 1997.
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EL MIEDO A LOS TELEGRAMAS
amá había llorado mucho desde la víspera del domingo. Mis hermanas
M parecían conocer la razón, pero yo no; y la verdad es que no tenían por qué comunicármela. En ese entonces, con mis seis años de edad, yo no contaba para las confidencias. Sin embargo, sospeché que las lágrimas de mamá tenían que ver con el telegrama que le había traído el cartero en la mañana. Cuando lo leyó, se fue corriendo al dormitorio con el papel apretado contra el pecho. Mis hermanas, que se encontraban haciendo sus tareas, se fueron tras ella. Pero yo no. Yo me quedé sentado, comiendo un par de huevos fritos con un enorme pan lleno de mantequilla y queso. No quería que se me enfriaran los huevos ni el humeante café con leche. Además, tenía miedo de saber lo que decía el telegrama. Un rato después, entré al dormitorio. Ahí estaba mamá llorando, y mis hermanas diciéndole muchas cosas para tratar de calmarla. Papá estaba muy enfermo y lo traían en avión de Guanacaste. Mamá parecía inconsolable y yo no me atrevía a pedirle permiso para irme con Luisillo a jugar chumicos en el
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Parque Central. Tuve que resignarme a mi habitual entretenimiento: ver la calle desde el portal. Estaba triste porque mamá estaba triste. Y más triste de no haber podido acudir a la cita con Luisillo. El mundo me pareció muy feo desde el portal. A mí me gustaba mucho hablar con don Paco, el policía que vigilaba el barrio desde la esquina de mi casa. Por eso, cuando lo vi llegar me olvidé de la tristeza y me fui a su lado. Don Paco me contó una de esas historias de ladrones que metían miedo; y me habría quedado con él quien sabe cuántas horas si mi hermana Rosa, la mayor, no hubiera venido por mí para que la acompañara a hacer las compras en la pulpería de Chico. En la tarde, tampoco me dieron permiso para ir al Moderno a ver el siguiente capítulo de Flash Gordon contra Mongo, a pesar de que grité, revolcándome en el mosaico del zaguán como un desesperado. Mi hermana Gina me dio unas buenas cachetadas y yo fui a rumiar mi descontento en el techo de la cocina, junto a Pelusa, la gata vieja. Cuando fui a acostarme, vi que mamá había salido de su cuarto y ya no lloraba. Entonces, me sentí muy feliz y corrí a abrazarla. Ella me arropó y me dijo cosas bonitas. Me dormí muy contento, pensando que mañana sería domingo e iríamos a La Sabana a esperar a papá. Yo estaba ansioso de verlos. Mi mono tití se había zafado del encierro que le tenía en el patio, y yo había llorado mucho, porque me hacía falta. Tenía la esperanza de que papá me trajera otro en este viaje. También papá me hacía mucha falta. Desde que él había comprado la finca en Guanacaste, lo veíamos muy poco en casa. Papá era quien me llevaba al laguito. Mamá nunca tenía tempo para mí; se la pasaba cosiendo vestidos para señoras que la visitaban muy a menudo. A veces, esas señoras la regañaban porque los vestidos no estaban listos cuando ellas querían. Y yo las odiaba. Una vez,
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quise matar a una porque hizo llorar mucho a mamá. Gina, mi hermana menor, me pegó en la boca porque dije que iba a ahorcar a esa vieja bruja. A mí me gustaba muchísimo viajar en tranvía. Cuando el motorista llevaba el manubrio hasta el extremo del tambor, para darle el máximo de velocidad, todo el tranvía temblaba y las palmeras del Asilo Chapuí parecían correr hacia atrás, y el obelisco del Paseo Colón se nos venía encima. Yo juraba que, cuando grande, sería motorista. A veces se le zafaba el palo del cable eléctrico y tenía que bajarse para acomodarlo en su sitio, dando brincos como un mono. A mí me hacía mucha gracia y me reía y le gritaba como a mi tití, hasta que Gina me daba un pellizco para callarme, porque el motorista me hacía mala cara. Ese domingo llegamos al llano de La Sabana cuando ya estaba repleto de gente. Señoras con sombrillas de colores, para protegerse del fuerte sol, llevaban a sus niños de la mano. Los hombres, unos en camisa y otros con saco y corbata, paseaban por el llano entre avionetas, sujetas a la tierra con mecates. Estaban los vendedores de copos, mazamorra, granizados y piñas, arrastrando sus carritos pintados. Apenas los vi, me entraron ganas de comprar un granizado; pero mamá no quiso porque se me podía manchar mi traje de marinero. Grité tanto que me compraron una mazamorra, a cambio del granizado. Luego vi un grupo de chiquillos que pateaban una bola y quise irme con ellos; pero Gina me detuvo por el brazo, porque el avión llegaría pronto. Entonces, fuimos todos a pararnos junto al hangar. Poco después, un señor gordo, que estaba junto a mí, señaló hacia el cielo y todos volvimos a ver en esa dirección. Por el paso entre dos montañas, como cayendo de las nubes, venía bajando el pájaro plateado.
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Aterrizó por el fondo del llano, dando brincos en el zacate como si se tratara de un autobús de Sabana-Cementerio y, cuando estaba cerca del hangar, todos corrimos hacia él; pero no pudimos pasar más allá de los mecates de protección, que habían sido puestos después del accidente en que la hélice de un avión le partió la cabeza a una señora. Cuando paró el motor, y la hélice dejó de girar, el guarda quitó el mecate. Yo quería ver a mi papá por las ventanillas redondas del aeroplano; pero la gente me tapaba; hasta que mamá me alzó. El sol hacía brillar el cuerpo plateado y me lastimaba los ojos y yo sentí que iba a llorar, pero me hice visera con la mano y pude ver al señor Macaya que me saludaba desde la cabina. Papá nos decía siempre que el señor Macaya era el mejor piloto del mundo. Por eso yo dije que, cuando grande, sería piloto como él; después de motorista de tranvía, claro está. Se abrió la portezuela del aeroplano y pusieron una escalerita, por la que comenzaron a bajar unos hombros con alforjas y sacos, una señora con una canasta de huevos, que apenas cabía por la puerta, un chiquito completamente vomitado y, por fin, mi papá. Primero lo abrazó mamá, que se puso de nuevo a llorar. Después, mis hermanas. Se veía muy pálido y delgado y vi que le costaba mucho esfuerzo caminar; pero aun así, me alzó para tirarme al aire, como tanto me gustaba; y después me dio un beso. Hacía mucho calor y papá sudaba a chorros. Se quitó el sombrero y no paró de secarse la frente y el cuello con un pañuelo hasta que llegamos a la parada del tranvía. Ahí le pregunté por el mono y, como me respondiera que no había podido conseguírmelo, me puse muy triste. Papá estuvo toda la semana en cama. Parece que el clima de la finca le había afectado mucho. Se quejaba de dolores en el pecho y en la espalda, y le
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costaba trabajo respirar. Yo siempre había creído que las medicinas de mamá eran milagrosas y que podía curar a papá. Pero esta vez fallaron: ni la tisana ni la leche con miel y huevos ni las ventosas pudieron aliviarle los dolores. Por fin vino el doctor y, después de examinarlo, puso mala cara y le dijo a mamá que había que mandarlo al Sanatorio Durán, allá en la montaña, cerca del volcán Irazú. Mamá lloró mucho y mis hermanas también y yo no sabía qué hacer; pero el doctor nos prometió que papá regresaría totalmente curado en pocos meses, gracias al aire puro de la montaña y a sus medicinas. Cuando vino el carro a llevarse a papá al Sanatorio, todos volvimos a llorar. Papá nos sonreía, con una sonrisa triste; y nos calmaba, diciéndonos que regresaría pronto para atender la finca y, esa vez, me traería el mono. Quería consolarnos, seguramente, pero estaba muy triste que se puso a llorar cuando entró al carro. Me tiró un beso y me dijo que yo era su kadisch 1. Al decir eso, mamá casi se desmaya. Todos los domingos mamá iba a visitar a papá, y Rosa se quedaba a cargo de nosotros. Yo quería mucho a mi hermana Rosa; a Gina también, pero no tanto como a Rosa. Siempre me llevaba a sus mandados y yo me peleaba con todos los que le decían mamita linda o manguito. Era muy bonita, pero flaquísima; y yo le decía fideo. Seguramente porque la veían tan flaca, y porque papá estaba en el Sanatorio, la gente mala comenzó a murmurar cosas feas de ella. En cambio, Gina era muy gorda. Como tres veces mi hermana Rosa; y yo le decía gorda mantecosa, por lo que me ganaba una cachetada. Gina tenía la mano demasiado suelta y, cada vez que me pegaba, yo le gritaba una mala palabra y me iba corriendo a refugiarme en el techo.
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Oración del hijo por el padre difunto.
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Al cabo de un año, papá regresó del Sanatorio totalmente curado; pero tan débil, que el doctor le prohibió volver a la finca. Entonces, la vendieron para pagar las curaciones y sostenernos hasta que papá encontraran un trabajo. Pero pasaba el tiempo y no encontraba qué hacer. La costura de mamá no era suficiente para mantenernos y Rosa tuvo que dejar el colegio para emplearse en una tienda. No volvimos al laguito ni a esperar el avión del señor Macaya y yo tuve que contentarme con los paseos al Parque Central o a la Avenida Central, para ver las vitrinas de las tiendas y contemplar el paso del tranvía. La casa se había vuelto muy aburrida. Todo el mundo se quejaba; empezando por mamá que terminaba el día con terribles dolores de cintura. Papá estaba siempre de mal humor y gritaba por cualquier cosa y mis hermanas iban a encerrarse a su cuarto y yo me llevaba a Pelusa al techo. Desde mi lugar preferido, veía las montañas y me llegaba el traqueteo de las rotativas de La Prensa Libre. Yo no podía entender por qué papá no trabajaba. Sus amigos tenían una linda ocupación: vender mercadería a domicilio. Iban de puerta en puerta ofreciendo telas, ropa hecha y un montón de cosas más. Un señor muy fuerte cargaba la valija y, en el fin de semana, ayudaba a cobrar con unas tarjetas donde apuntaba los abonos. A mí me gustaba mucho ese trabajo, porque se podía conocer a muchas personas y no se estaban en un solo lugar, como mamá, que cosía y cosía hasta romperse la cintura. Al que más envidiaba era a don Abraham, el mejor amigo de papá. Ese señor se ausentaba de su casa durante toda una semana para vender las mercancías a los campesinos. Recorría a caballo las mismas montañas que yo veía desde el techo, y regresaba tostado por el sol y con mucho dinero; y venía a casa a contarle a papá todas sus aventuras.
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Papá había sido teniente de caballería en el ejército polaco y teníamos un retrato suyo colgado en el comedor, en el que posaba con su caballo. Por cierto, cuando mamá se enojaba con él, lo mudaba al cuarto de los chunches, como aquella vez que don Abraham le propuso asociarse y papá no aceptó. Yo creo que a él no le gustaba para nada el negocio de la valija. Por fin, otro amigo lo animó a montar un estudio fotográfico; y eso sí le gusto mucho. Desde que iniciaron el negocio, papá se recuperó admirablemente. Era un estudio muy pequeño y se especializaba en la reproducción de fotos antiguas y de retratos. Estaba al frente de la Catedral y yo iba muy seguido a visitarlos. Todo parecía caminar a las mil maravillas hasta que un día, para sorpresa de papá, su socio desapareció con las ganancias y el equipo fotográfico. Para pagar las deudas, tuvo que pedir dinero prestado a los conocidos que ya eran ricos; pero lo humillaron tanto con reprimendas y consejos que renunció a sus esfuerzos. Hasta que un señor muy bueno, don Carlos, lo ayudó a pagar las deudas. Entonces, papá se metió en el negocio de la mantequilla y de los quesos, pero fracasó en poco tiempo. Así es que no quedó más remedio que coger la valija, porque era el negocio en el que se conseguía buen crédito. Y yo me puso muy contento, pensando que podría acompañarlo en su recorrido por San José. Fue cuando empezaron las clases en las escuelas y yo tenía que entrar a primer grado. Entonces, dejé de pensar en todo lo que pasaba en mi casa. Hasta que llegó el telegrama de Polonia y mamá se desmayó después de leerlo.
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La abuela había muerto. Era la mamá de mamá, que siempre nos mandaba regalos, especialmente para los cumpleaños. Hacía un año le había escrito a papá pidiéndole que se regresaran todos a Polonia, porque mamá le había contado que andábamos en apuros. Y, ahora, el telegrama nos anunciaba su muerte. Eso fue un año antes de que los alemanes invadieran Polonia y empezaran el exterminio de los judíos. Así murió el papá de mamá y toda la familia de papá. Pero eso lo supimos cuando terminó la guerra. Las muertes de todos ellos no fueron anunciadas con telegramas. Los alemanes encerraban a los judíos en campos de concentración, los marcaban con números, como si fueran animales, y luego los mataban por millones. Papá dejó la valija para convertirse en agente de casas comerciales y mamá puso una tienda. Las cosas mejoraron en mi casa y pudimos volver los domingos a La Sabana; pero ya no era igual que antes. Había desaparecido el laguito y en el comienzo del llano construyeron una terminal aérea muy linda. La gente seguía paseando por el llano, del lado de las avionetas, y se jugaba fútbol. El avión del señor Macaya estaba arrinconado en el viejo hangar, con la hélice quebrada, el fuselaje abierto y las costillas al aire, como un gran pájaro moribundo. Mis hermanas se casaron. Primero Rosa, en una linda fiesta en el edificio de madera de la sinagoga. Mis padres se gastaron todos sus ahorros en esa fiesta no solamente para lograr algo digno de mi hermana sino también, y espero no equivocarme, para hacer rabiar a los que decían que era una tísica. En su vestido de novia, mi hermana se veía como una reina. Unos años después se casó Gina y se fue a vivir en el extranjero. Gina ya no era la gorda mantecosa, sino una bella mujer que llamaba la atención en cualquier parte.
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Los domingos en La Sabana perdieron el encanto de otros días, cuando papá me llevaba a remar en el laguito, al venir a San José, hasta quitaron el tranvía para agrandar el Paseo Colón porque la ciudad empezaba a crecer. No volví a mi refugio en el techo, la vieja Pelusa murió de vieja y sólo me quedó el miedo a los telegramas.
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PANAMÁ
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R OSA MARÍA BRITTON
Nació en Panamá. Se doctoró en medicina en la Universidad de Madrid y se especializo en oncología en los Estados Unidos. Es directora del Instituto Oncológico Nacional. Además de ensayos o estudios relativos a su especialidad y de algunas obras de teatro, es autora de las novelas El ataúd de uso (1982) y No pertenezco a este siglo (1991), así como de los conjuntos de
cuentos ¿Quién invento el mambo? (1985) y La muerte tiene dos caras (1987). Ha recibido en diversas ocasiones el Premio Ricardo Miró.
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¿QUIÉN INVENTO EL MAMBO?
e aseguro, señora, que no estoy vendiendo Biblias ni nada por el estilo.
-LYo soy el Rey del mambo. -¿El Rey de qué?
-Del mambo, señora, ¡del mambo! -¿Y eso que es? La mujer mira con sospecha al hombrecito que le ha tocado la puerta, con apremio de amigo. Solamente protestantes y sinvergüenzas se atreven a golpear la puerta de gente decente a las diez de la mañana un sábado, cuando ella se ocupa de hervir la ropa sucia y asolear colchones. -Es música, señora, música que está arrasando en México, Cuba y ahora aquí en Panamá. Los ojos detallan el saco que parece pertenecer a alguien mucho más alto, los pantalones amplios, ajustados en el tobillo dándoles aspecto de ropa de harem, la cadena de oro colgada hasta la rodilla, los ojos redondos vivaces
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y el bigote a lo Fu-Manchú. En los pies, zapatos adornados por unas hebillas grandotas y ¡tacones! ¡Dios Santo, tacones! -¿Qué clase de música es esa? -Música para bailar, señora. Música con ritmo, y alegría, para menear el cuerpo y olvidar las tristezas, música para todas las edades, para todos los pueblos, ¡música! Música en la mayor, en si menor, do sostenido, blancas, corcheas, fusas… Aquí está todo, señora, permítame una demostración -le
enseña el abultado portafolio que lleva bajo el brazo. -¡Ah! ¿Es que vende libros de música? Sinceramente no estamos interesados. Mi hija estudia en el Conservatorio Nacional y todos sus libros los compramos en el Almacén Mckay, allá por la Catedral. No creo que la dejen tocar el mambo que usted ha inventado. En realidad a nosotros solamente nos gusta la música clá-si-ca-lo recalca para estar segura de ser entendida-, música de verdad, la de los grandes compositores Schumann, Bach, Chopin y sobre todo Rachmaninoff. Somos miembros fundadores de la Sociedad Pro-Arte Musical y mi hija asiste a conciertos desde que tenía cinco años. Así que, con su permiso, tengo mucho que hacer. El hombrecito la detiene con un gesto imperioso, antes de que le tire la puerta en las narices. -¡No! Tampoco estoy vendiendo libros de música, señora. Permítame presentarme. Mi nombre es Dámaso Pérez Pradoff-una sonrisa ilumina sus ojos redondos que parecen bailar en la cara redonda-. Escuche usted: El martes comienzo un “show” con mi orquest a en el Hotel Internacional por una
semana y necesito ensayar unos arreglos, pero en este lugar, de día, no es posible acercarse al piano. Hay gente en el comedor a todas horas. Me distraen, me piden autógrafos-la fama tiene sus problemas-, en fin, no puedo estudiar ni crear. Usted me entiende, ¿verdad, señora? Una persona culta como
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usted sabe bien que nosotros los artistas de música de verdad necesitamos absoluta tranquilidad. El camarero jefe me informó que él había oído que en esta casa tenían un piano nuevecito, recién traído de Europa, que es el mejor que hay en toda la ciudad y me he atrevido a venir hasta acá a suplicarle que me deje usarlos por unas cuantas mañanas para ensayar. Le pagaré bien, le aseguro-añade al ver la cara de asombro de la mujer. Isabel no ha conocido a nadie que vista así, con esa cadena largota y los pantalones de pachuco; solamente los ha visto en las películas mejicanas que dan en el “Variedades” y tiene la vaga impresión de que todos son maleantes o
por lo menos, marihuaneros. -Bueno, es que… no sé qué decirle, señor Pradoff, francamente no podría… no sé…
-Cinco dólares por día, señora, por tres horas de uso. -No es el dinero, comprenda usted, pero no lo conozco y no sé si mi esposo estaría de acuerdo. ¿Cómo es que dice que se llama, Pérez Pradoff? ¡Qué nombre más raro! -Nada tiene de raro, señora. Es el nombre de un compositor que ya es famoso en otras latitudes y muy pronto lo será en este bello país sí solamente me da una oportunidad de practicar en su piano. Habla y gesticula y se empina en los tacones y hasta se persigna con un enorme crucifijo que le cuelga de una gruesa cadena de plata en medio del pecho; el gesto la impresiona; después de todo, un individuo capaz de adornarse con una cruz de Obispo no puede ser un maleante y acaba por acceder a su petición, aunque siempre le queda cierta desconfianza hacia el desconocido. Lo deja pasar y se arrepiente enseguida, pero es demasiado tarde. El hombrecito se apodera del piano, con un deseo que no dejar lugar a dudas de su apremio en ensayar el mambo. Abre la tapa que se desliza con
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facilidad y con una mano acaricia las teclas, asegurándose de paso que todas están a tono; para arriba y para abajo, dos o tres veces, los dedos se encaraman por las negras con una agilidad asombrosa, como el niño que encuentra su juguete favorito: sol, acorde, escala, trino. Satisfecho, se quita la levita, acomoda los papeles y con el lápiz detrás de la oreja comienza su trabajo, sin darse por enterado del asombro de doña Isabel, que desde una esquina de la sala procura asegurarse de que es ella la propietaria de tan divino instrumento…
-Y por favor, señor Pradoff, ni se le ocurra poner nada húmedo sobre la tapa; es un mueble muy fino, traído especialmente de Nueva York para mi hija, que algún día será una gran pianista y no de mambos, puedo asegurarle. Pero el otro, ensimismado en su música no le hace el menor caso y la mujer termina por retirarse a la cocina de mala gana, no sin antes advertirle a la empleada que no le quite el ojo de encima al señor Pradoff, porque no está segura de sus intenciones. Es sábado por la mañana en el patio, los chiquillos juegan, celebrando el día de asueto, las mujeres lavan la ropa de la semana y asolean colchones manchados de orín por los muelles del bastidor. Los del cinco duermen, porque la fiesta de anoche se prolongó hasta la madrugada; un radio en el vecindario toca a todo volumen el “swing” de moda, en la avenida los buses
pasan a gran velocidad arrastrando el polvo de un verano seco. El sonido empieza a elevarse poco a poco, entre vacilaciones y acordes sin consecuencia, como un llanto quebrado, indeciso, opaco. ¿Y a eso le llaman ahora música?-piensa la mujer en la cocina, todavía molesta por su momento de debilidad. Busca y rebusca armonía, la tonalidad exacta, el lápiz ágil dibuja y borra garabatos negros en el pentagrama, que crece y engorda, irritando a los
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del cinco que se han levantado con un tremendo dolor de cabeza, porque la juma les dura. -¿Ya comenzó la flaca a machacar el piano? No hay der echo… En la cocina, la mujer reza entre dientes para que el marido no regrese temprano, porque está segura de su enojo al encontrar al hombrecito compositor, rey de esa música detestable, aporreando el piano de su hija que tanto dinero le costó traer desde Nueva York. En la sala, la búsqueda cesa. Cerrando los ojos, el compositor se estira, abre y cierra los dedos con regocijo y ataca el teclado con el brío reservado para las grandes funciones. Fluye el ritmo y el sonido se cuela por la puerta despertando a los perros que dormitan al sol. Los del cinco, negociando un café con manos temblorosas, se asombran de que la flaca tenga tamaña energía, pero al segundo compás se dan cuenta de que tiene que ser otro el pianista. Los chiquillos en el patio, dejan de jugar a la rueda, los buses detienen su marcha veloz y hasta el “swing”, vencido, retira
sus sonidos al otro lado del Canal. ¿Quién inventó el mambo que me provoca? La gente se acoda en las ventanas y los balcones se llenan de oídos temblorosos y pies que cosquillean por encontrar pareja. En la cocina, doña Isabel escucha mientras le implora a Bach en silencio que la proteja de la tentación que el sonido levanta en su cuerpo. La dueña del piano llega sudorosa, interrumpido el juego, con ojos de asombro que recogen la imagen del pianista. Parado, baila y mueve el cuerpo al compás de la música alucinante, que sus dedos arrancan del piano, apoyándose en el pedal, a veces con delicadez y otras con fuerza, mientras su figura se agiganta en cada nota. … que a las mujeres las vuelve locas.
-“La postura correcta para tocar el piano es con el torso erecto, los codos ligeramente alzados, los dedos curvos, la cabeza fija en el pentagrama y
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la punta del pie derecho sobre el pedal”, -recuerda las palabras de la maestra
enseñando a tocar las aburridas sonatinas que en nada se parecen a esta maravillosa cascada de sonidos que levanta el hombrecito de pie frente al instrumento con los dedos estirados, listos para atacar las teclas. Termina el ensayo y se despide cortés, ofreciendo el pago que Isabel rechaza. -Se trata de un artista, aunque sospecho que no muy bueno. Sabes, Camilo, no te enojes, pero regresa mañana. Sí, ya sé que es domingo, pero me rogó tanto y además lo mando el dueño del Hotel. Es por culpa del piano nuevo, todo el mundo está hablando de eso, dicen que fue una extravagancia comprar un instrumento tan caro y con la guerra acabadita de pasar. Yo sé que somos la envidia de gente que no tiene la menor educación ni sabe nada de música. El señor Pradoff sólo estará aquí una semana y no creo que venga todos los días; no te preocupes que lo vigilaré de cerca para que no se lleve nada. No estoy segura si es cubano o qué, pero se viste muy raro, como en las películas mejicanas y hasta usa tacones. ¡Dios nos ampare, a lo que está llegando el mundo! Y regresa al día siguiente, acompañado de otro como él, parece extraído de una cinta de celuloide y ese empuña la trompeta y se disculpa diez veces antes de entrar, sin darse por aludido del malhumor de la dueña de la casa que le recuerda al pianista que su negocio es con uno solamente, ya totalmente arrepentida de su generosidad. El hombrecito habla y gesticula rodando los ojos redondos en su cara redonda y termina por convencerla una vez más. El vecindario está alerta, pero no deja de sorprenderse del sonido de los instrumentos que se disputan el ritmo con un desdoblamiento de acordes que acaba por vencer la timidez de la genta que en los balcones y el patio, baila sin importarles el bochorno del mediodía. La rosacruz del tres cierra las ventanas
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de su apartamento murmurando vagas amenazas en contra de los que así se atreven a perturbar la paz del domingo, dedicado a la búsqueda de vibraciones especiales de la psiquis. Los ágiles dedos recorren el marfil y el pie acaricia el pedal; los labios gruesos del trompetista soplan el metal, saturando el ambiente de notas y la avenida se llena de gente que estira el pescuezo para ver a través de las ventanas al rey de la armonía y el ritmo. En el apartamento de los Bermúdez la gente se cuela por todas las puertas, ansiosa de conocer a los artistas que menean casi tanto como los bailarines. -O terminan pronto o los boto de aquí-protesta el señor Camilo, sordo a la melodía por su carácter agrio. -Le agradezco, señora, el favor que nos ha hecho. Completamos el trabajo y no tenemos necesidad de regresar. Espero que no haya sido mucha molestia y quiero verla con su familia en mi “show”. Si se identifica en la
puerta, tendré el placer de ofrecerle una mesa en “ringside” el martes, día de l estreno. -Muchas gracias, señor Pradoff, le agradezco su invitación, pero nos será imposible asistir. Esa noche hay un concierto en el Teatro Nacional de un pianista polaco que interpretará los preludios de Rachmaninoff y como usted comprenderá…
Los ojos de la niña se humedecen de tristeza y sentada en el piano, le dice adiós al rey del mambo con una temblorosa sonatina.
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